Fue Hitch Paley quien, conduciendo su abollada moto Daimler por la arena de la playa que hay detrás de la Sala de Fiestas Haat Thai, me invitó a presenciar el final de una era. La mía y la del mundo. Pero no le culpo de ello.
No existen las coincidencias. Ahora lo sé.
Se acercó con una sonrisa en la boca, algo que solía ser un mal presagio. Vestía el uniforme de “americano en Tailandia” típico del último verano bueno de mi vida: pantalones cortos del ejército, sandalias de San Juan Bautista, una enorme sudadera de color caqui y una cinta floreada de spandex en la cabeza. Era un hombre grande, un exmarine transformado en indígena, barbudo y con una barriga incipiente, listaba imponente a pesar de su atuendo y, lo que es peor, parecía que tenía ganas de hacer alguna travesura.
Sabía que Hitch había pasado la noche entera en la carpa, comiendo las galletas picantes con trocitos de hachís que le había regalado una funcionaria del cuerpo diplomático alemán y compartiéndolas con ella hasta que, cuando subió la marea, ambos se alejaron para poder apreciar mejor el reflejo de la luna en el agua. Era extraño que estuviera despierto a estas horas… y mucho más que estuviera tan animado.
También era extraño que yo estuviese despierto.
Había regresado a casa después de pasar algunas horas junto a la hoguera, pero ni Janice ni yo habíamos podido dormir. Kaitlin estaba resfriada y le dolía la cabeza, así que Janice había pasado la tarde cuidando de la niña y luchando contra una plaga de cucarachas del tamaño del pulgar que había colonizado los cálidos y grasientos conductos de nuestra cocina de gas. Debido a eso, al calor que hacía aquella noche y a la tensión que existía entre nosotros desde hacía algún tiempo, fue prácticamente inevitable que discutiéramos casi hasta el amanecer.
Así que ni Hitch ni yo habíamos descansado, y puede que ni siquiera fuéramos capaces de pensar con claridad, a pesar de que la luz de la mañana me estimulaba y me incitaba a creer que un mundo en el que brillaba un sol tan resplandeciente tenía que ser seguro y perdurable. Los rayos del sol enceraban al agua de la bahía, iluminando los balandros de pesca como si fueran puntos en un radar y prometiendo otra tarde despejada. La playa era tan amplia y lisa como una autopista… era un camino que conducía a un destino anónimo y perfecto.
—¿Oíste anoche aquel sonido? —dijo Hitch, iniciando su conversación del modo habitual: sin preámbulos, como si sólo hubieran pasado unos minutos desde la última vez que nos habíamos visto—. Era como un caza del ejército.
Lo había oído. Sonó, aproximadamente, a las cuatro de la mañana, poco después de que Janice se hubiera acostado. Kaitlin por fin se había dormido, pero yo había preferido quedarme en la cocina, tomando una taza de café amargo en nuestra mesa repleta de manchas de quemaduras. Había puesto la radio y estaba escuchando una emisora americana de jazz, aunque en aquellos momentos estaba hablando el locutor.
Durante unos treinta segundos, la emisión fue precaria y extraña. En el aire retumbó una especie de trueno que fue seguido por unas extrañas reverberaciones (el “caza del ejército” de Hitch); instantes después, sopló una brisa insólitamente fría. Las buganvillas que había plantado Janice repiquetearon contra la ventana, las persianas se alzaron y cayeron en un suave saludo y la puerta de la habitación de Kaitlin se abrió con la corriente. Mi hija se revolvió en su camita y dejó escapar un triste sonido, pero no se despertó.
Yo no creía que hubiera sido un caza del ejército. Podía haber sido un trueno estival… o una tormenta que se estaba formando sobre la Bahía de Bengala. Era algo habitual durante esta época del año.
—Un grupo de catering se ha detenido esta mañana en el Duc y ha comprado todo nuestro hielo —dijo Hitch—. Se dirigían hacia la dacha de un tipo rico y nos han dicho que ha pasado algo en el camino de la colina, como fuegos artificiales o artillería. Al parecer, hay un montón de árboles derribados. ¿Te apetece ir a echar un vistazo, Scotty?
—Tanto una cosa como la otra —respondí.
—¿Qué?
—Que sí.
Fue una decisión que cambiaría mi vida para siempre, aunque la hice por simple capricho. Maldito sea Frank Edwards.
Frank Edwards fue un locutor de radio de Pittsburg del siglo pasado que publicó una recopilación de enigmas supuestamente ciertos (Más extraño que la ciencia, 1959), entre los que destacaban ciertas leyendas populares duraderas, como el Misterio de Kaspar Hauser y la “nave espacial” que explotó sobre Tunguska, Siberia, en el año 1910. Aquel libro y sus diversas secuelas fueron acogidas con los brazos abiertos por mi familia cuando yo era lo bastante inocente como para tomarme esas cosas con seriedad. Mi padre me regaló una estropeada edición descatalogada del Más extraño que la ciencia que leí entera (a la edad de diez años) en tres largas sesiones nocturnas. Supongo que m¡ padre consideró que este tipo de material ayudaba a estimular la imaginación de un muchacho… y si así fue, no se equivocó. Tunguska era un mundo completamente distinto al hermético complejo de Baltimore en el que Charles Carter Warden había dejado a su angustiada esposa y a su único hijo.
Aunque con el paso de los años dejé de creer en este tipo de cosas, la palabra “insólito” se convirtió en mi talismán personal. Mi forma de vida era insólita. Mi decisión de permanecer en Tailandia después de que se me acabara el contrato fue insólita. Los largos días y las narcotizadas noches que pasaba en las playas de Chumphon, Ko Samui y Phuketeran insólitos… tan insólitos como la geometría espiral de los antiguos Wat.
Puede que Hitch tuviera razón. Puede que algún oscuro enigma hubiera aterrizado en la provincia, pero era mucho más probable que se tratara de un incendio forestal o de un tiroteo de la brigada de estupefacientes. Sin embargo, Hitch me había dicho que el grupo de catering le había contado que era “algo del espacio exterior”, así que… ¿quién era yo para discutírselo? Estaba desvelado y enfrentándome a la perspectiva de pasar otro día sin tener nada que hacer, aparte de aguantar las quejas de Janice, pero esa idea era tan poco apetitosa que salté sobre el asiento de la Daimler sin pensar en las posibles consecuencias y ambos nos alejamos de la costa, dejando atrás una oscura nube de humo. No me detuve en casa para decirle a Janice que me iba. Dudaba que le interesara en absoluto.,. y de todas formas, estaría de vuelta antes del anochecer.
Durante aquellos días habían desaparecido montones de americanos en Chumphon y Satun: les secuestraban para cobrar los rescates, les asesinaban para arrebatarles el dinero que llevaban encima o los reclutaban para hacer contrabando de heroína. Pero yo era demasiado joven para preocuparme.
Dejamos atrás el Phat Duc, la barraca en la que, en teoría, Hitch vendía aparejos de pesca (aunque en realidad mantenía un animado negocio de marihuana autóctona) y nos dirigimos hacía la nueva carretera de la costa. No había demasiado tráfico, sólo unos cuantos camiones de dieciocho ruedas de las piscifactorías C-Pro, algunos automóviles colectivos y songthaews decorados como carrozas de carnaval y algún autobús repleto de turistas. Hitch conducía con el vigor y la temeridad de un nativo, hecho que convirtió el trayecto en un verdadero ejercicio de control de vejiga. La corriente de aire húmedo era refrescante, sobre todo cuando empezamos a dirigirnos hacia el interior. El día era joven y estaba lleno de milagros.
Un poco más allá de la costa, la región de Chumphon es bastante montañosa, así que en cuanto tomamos el desvío del interior tuvimos la carretera prácticamente para nosotros solos… hasta que una falange de la policía de fronteras nos adelantó, levantando una lluvia de gravilla. Eso significaba que realmente había sucedido algo. Poco después nos detuvimos en una gasolinera hawng nam para que Hitch se desahogara; mientras esperaba, conecté mi radio portátil y sintonicé una emisora inglesa de Bangkok; sonaron un montón de temas de los cuarenta principales americanos e ingleses, pero no hablaron en ningún momento de marcianos. En el mismo instante en que Hitch salió del lavabo, una brigada de soldados del Ejército Real Tailandés pasó por delante de nosotros, seguida por tres vehículos de transporte de tropas y un montón de automóviles destartalados; todos iban en la misma dirección por la que se había alejado la policía. Hitch me miró y yo le miré a él.
—Saca la cámara del maletero —dijo, en esta ocasión sin sonreír, mientras se secaba las manos en sus pantalones cortos.
Delante de nosotros, una brillante columna de niebla o humo se alzaba sobre las alborotadas colinas.
Lo que ignoraba era que mi hija Kaitlín, de cinco anos, había despertado de su siesta matinal con mucha fiebre y que Janice había pasado más de veinte minutos intentando localizarme antes de llevarla a la clínica benéfica.
El doctor era un canadiense que se había afincado en Chumphon en el año 2002 y había construido una clínica bastante moderna con los fondos donados por algún departamento de la Organización Mundial de la Salud. El doctor Dexter, tal y como le llamaba la gente de la playa, era un médico que diagnosticaba desde sífilis hasta parásitos intestinales. Cuando examinó a Kaitlin, mi hija tenía cuarenta grados y medio de fiebre y sólo permanecía lúcida a intervalos.
Janice, por supuesto, estaba desesperada. Se temía lo peor: la encefalitis japonesa sobre la que tanto habían hablado los periódicos de aquel año, o el dengue, que ya se había cobrado tantas víctimas en Myanmar. El doctor Dexter le diagnosticó una gripe común (puesto que desde marzo había estado apareciendo en Phuket y Ko Samui) y le recetó un montón de antibióticos.
Janice se quedó en la sala de espera de la clínica e intentó ponerse en contacto conmigo en diversas ocasiones, pero yo me había dejado el teléfono en una mochila, en la estantería de casa. Puede que también intentase llamar a Hitch, pero mi compañero no confiaba en las comunicaciones descodificadas. Siempre llevaba encima un localizador GPS y una brújula y consideraba que eso era más que suficiente para un tipo duro.
La primera vez que vi la columna a través del manto del bosque creí que se trataba del chedi de un Wat lejano; es decir, el tejado de uno de los muchos templos budistas que se diseminan por el Sudeste Asiático. En cualquier enciclopedia se puede encontrar la fotografía del Wat di’ Angkor. Lo reconocerás al instante cuando lo veas: tiene unas torres ck1 piedra que parecen extrañamente orgánicas, como si un troll gigantesco hubiera dejado sus huesos en la selva para que se fosilizaran.
Sin embargo, este chedi (pude verlo mejor a medida que avanzábamos por la sinuosa carretera que conducía a la cima de la colina), tenía una forma y un color extraños.
Cuando coronamos la cima, nos encontramos con un control de la Policía Real Tailandesa, además de varios vehículos de la patrulla de fronteras y diversos hombres armados que estaban desviando el tráfico. Cuatro de los soldados apuntaban con sus armas a un viejo songthaew Hyundai repleto de pollos que graznaban sin parar. Los policías de fronteras parecían muy jóvenes y muy hostiles; llevaban uniforme y gafas de aviador y sostenían sus rifles en un enérgico ángulo. Le dije a Hitch que no deseaba enfrentarme a ellos.
No sé si me oyó. Había centrado toda su atención en el monumento (de momento utilizaré esta palabra) que se alzaba en la distancia.
Ahora podíamos verlo con mayor claridad. Se sentaba a horcajadas sobre un bancal elevado de la colina y estaba parcialmente tapado por un aro de niebla. Al carecer de un punto de referencia, resultaba difícil calcular su tamaño, pero supongo que debía de medir unos noventa metros de altura.
Debido a nuestra ignorancia, podríamos haberlo confundido con una nave espacial o un arma, pero en cuanto lo vi con claridad supe que se trataba de una especie de monumento. Era como un Monumento a Washington truncado, de cristal azul ciclo, con las esquinas suavemente redondeadas. No tenía ni idea de quién lo había hecho ni cómo había podido llegar hasta allí en tan sólo una noche, pero a pesar de lo extraño que era, parecía haber sido erigido por humanos… y los hombres hacen este tipo de cosas con un sólo propósito: anunciarse, proclamar su presencia y mostrar su poder. Aunque el hecho de que se alzara en este lugar era desconcertante, resultaba imposible no advertir su solidez, su peso, su tamaño y su asombrosa incongruencia.
Entonces, la niebla empezó a levantarse y el monumento quedó oculto tras ella.
Dos hombres uniformados, con cara de pocos amigos, se acercaron a nosotros a grandes zancadas.
—Por lo que parece, dentro de nada tendremos a los gilipollas de los Estados Unidos y la ONU encima, además de un montón de capullos BPP —dijo Hitch. Dadas las circunstancias, su lenta y pausada forma de hablar del sudeste me pareció más lenta que nunca.
Supongo que tenía razón, puesto que un helicóptero camuflado pero obviamente militar ya estaba dando vueltas en círculo sobre la colina, creando una corriente de aire que agitaba la neblina del suelo. —Será mejor que regresemos —le dije. Después de sacar una fotografía, escondió la cámara. —No es necesario que lo hagamos. Hay un sendero de contrabando al otro lado de esa colina. Para acceder a él, tenemos que retroceder unos ochocientos metros. No hay mucha gente que lo conozca —sonrió de nuevo.
Supongo que le devolví la sonrisa. Las dudas me asaltaron al instante, pero conocía a Hitch y sabía que no iba a discuti r este tema. También sabía que no quería quedarme solo, sin vehículo, en este control de carretera, así que dimos media vuelta y la policía tailandesa se quedó observando con odio el tubo de escape de la moto.
Esto debió de suceder a las dos o las tres de la tarde, aproximadamente en el mismo momento en que empezó a salir un pus sangriento por el oído izquierdo de Kaitlin.
Recorrimos el sendero de contrabando hasta allí donde nos pudo llevar la Daimler; a continuación, la escondimos detrás de unos matorrales y recorrimos a pie unos cuatrocientos metros más.
El sendero era escabroso; estaba diseñado para un máximo encubrimiento pero no para una máxima comodidad. Hitch llevaba unas botas de excursionismo en el maletero de la Daimler, pero para sortear aquel abrupto terreno yo me las tuve que arreglar subiéndome al máximo los calcetines. Estaba preocupado por las serpientes y los insectos.
Si hubiéramos seguido avanzando por el sendero, sin duda alguna habríamos llegado a algún alijo escondido de drogas, a una fábrica clandestina o puede que incluso a la frontera birmana, pero aquellos veinte minutos de caminata nos dejaron tan cerca del monumento como nos atrevimos a llegar… tan cerca como pudimos llegar. Nos detuvimos a unos mil metros de distancia.
No éramos las primeras personas que lo veíamos tan de cerca puesto que, al fin y al cabo, acababan de cortar la carretera y aquel objeto llevaba por lo menos doce horas en este lugar (asumiendo que el sonido del “caza del ejército” de la pasada noche correspondiera al momento de su llegada).
Sin embargo, fuimos de los primeros.
Hitch se detuvo junto a los broncos caídos. En el punto en el que nos encontrábamos, los árboles (en su mayor parte pinos y algunos bambúes salvajes) se habían desplomado alrededor de la base del monumento, formando un modelo radial, y los escombros habían borrado el sendero. Aunque era evidente que habían sido derribados por una especie de onda expansiva, no estaban quemados, sino más bien lo contrario. Las hojas de los árboles de bambú desarraigados seguían siendo verdes, aunque habían empezado a marchitarse debido al calor de la tarde. Todo lo que había en los alrededores (los árboles, el sendero, el suelo) estaba bastante frío; de hecho, si acercabas la mano a alguno de esos objetos, sentías que estaba prácticamente congelado. Hitch fue el primero en darse cuenta de este hecho, porque yo me mostraba reacio a apartar los ojos del monumento.
Si hubiera sido consciente de todo lo que iba a suceder, mi respeto y mi temor se hubieran mitigado, puesto que este monumento no era más que un milagro relativamente menor (teniendo en cuenta todo lo que vendría a continuación). Sin embargo, en aquellos momentos sólo sabía que había tropezado con un acontecimiento mucho más extraño que cualquier cosa que FrankEdwards hubiera descubierto en los números atrasados del Pittsburgh Press, y lo único que sentía era miedo y una desconcertante euforia.
En primer lugar, aquel monumento no era una estatua; es decir, no era una representación de una figura humana o animal, sino una columna de cuatro lados con una cúspide cónica plana. El material con el que había sido fabricado sugería el cristal, pero a una escala ridícula, imposible. Era azul, del profundo e inescrutable color azul de un lago de montaña, apacible y siniestro a la vez. No era transparente, pero transmitía la sensación de translucidez. Por el lado que lo estaba contemplando (el lado norte) tenía protuberancias blancas, y me quedé asombrado al descubrir que era hielo, que se sublimaba lentamente bajo la húmeda luz del día. El asolado bosque que se extendía a sus pies estaba cubierto de niebla y la zona en la que el monumento se unía con la tierra quedaba oculta por montículos de nieve que había empezado a fundirse.
Debido al hielo y a las ráfagas de aire frío que barrían aquel bosque desolado, la escena resultaba sumamente misteriosa, imaginé que el obelisco se alzaba como un inmenso cristal de turmalina desde algún glaciar subterráneo… pero esas cosas sólo suceden en sueños. Y eso fue lo que le dije a Hitch.
—Entonces debemos de estar en el País de los Sueños, Scotty. O quizá en Oz.
Otro helicóptero se aproximó a la cima de la colina, volando a una altura peligrosamente baja. Nos arrodillamos entre los pinos caídos y advertimos su fresco olor en la brisa. Cuando la aeronave coronó la colina y desapareció, Hitch me tocó la espalda.
—¿Has visto suficiente?
Asentí. No era prudente permanecer más tiempo en aquel lugar, a pesar de que una obstinada parte de mi ser deseaba quedarse hasta que lograra comprender qué era aquel monumento, hasta que consiguiera descifrar algo lógico de las heladas profundidades azules de aquel objeto.
—Hitch —dije.
—¿Qué?
—Allí, casi en la base… ¿No te parece que hay algo escrito?
Echó un último vistazo al obelisco y sacó una última fotografía.
—Puede que sean letras. No están escritas en inglés. Están demasiado lejos para distinguirlas, pero no vamos a acercarnos más.
Sin embargo, ya nos habíamos demorado demasiado.
Lo que supe más tarde… mucho más tarde, por Janice, fue ¡o siguiente: hacia las tres de la tarde, los medios de comunicación de Bangkok habían emitido unas secuencias en vídeo del monumento, que habían sido cedidas por un turista americano. Aproximadamente a las cuatro, la mitad de la población de lagartos de playa de la Provincia de Chumphon se había levantado de sus tumbonas para ver aquel prodigioso espectáculo con sus propios ojos, pero se había visto obligada a dar media vuelta en los controles de carretera. Las embajadas ya habían sido informadas y la prensa internacional estaba llegando para cubrir la noticia.
Janice permaneció con Kaitlin en la clínica. En aquellos momentos, la pequeña estaba gritando de dolor a pesar de los calmantes que le había administrado el doctor Dexter. Cuando la examinó por segunda vez, le dijo a Janice que nuestra hija tenía una infección de oído bacteriana que estaba provocándolo una rápida necrosis. Suponía que la había contraído en la playa, puesto que durante ese mes se habían detectado niveles muy elevados de e.coli y otros microbios en el mar. El doctor había informado de esto a las autoridades sanitarias, pero nadie había Hecho nada al respecto… probablemente, porque las piscifactorías C-Pro, preocupadas por sus licencias de exportación, habían decidido ejercer su influencia.
El doctor le administró una dosis masiva de fluoroquinolonas y telefoneó a la embajada de Bangkok, que envió un helicóptero-ambulancia a la clínica y buscó una cama para Kait en el hospital americano. Janice no quería irse sin mí. Llamó a nuestra casa de alquiler repetidas veces y, al no localizarme, telefoneó al propietario y a algunos amigos. Todos le dijeron que lo sentían mucho, pero que no me habían visto desde el día anterior.
El doctor Dexter sedó a Kaitlin mientras Janice corría a la cabaña para recoger algunas cosas. Cuando regresó a la clínica, el helicóptero de evacuación la estaba esperando.
Mi esposa le dijo al doctor que podría encontrarme al anochecer, seguramente en la carpa. Si conseguía ponerse en contacto conmigo, me daría el número de teléfono del hospital y yo haría los arreglos necesarios para ir hasta allí en coche.
A continuación, el helicóptero empezó a ganar altura. Janice se tomó uno de sus propios sedantes mientras un trío de auxiliares médicos bombeaba más antibióticos de amplio espectro en la corriente sanguínea de Kait.
Si hubieran ganado una altitud considerable sobre la bahía, Janice habría podido contemplar el motivo de mi ausencia: el pilar cristalino que se alzaba como un interrogante sin respuesta sobre las frondosas laderas.
Al salir del sendero de contrabando tropezamos con un grupo de policías militares tailandeses.
Hitch realizó un osado intento de dar media vuelta para alejarse del peligro, pero no había ningún sitio a dónde ir, excepto regresar al punto en el que finalizaba el sendero. Cuando una bala se hundió en la rueda delantera, levantando un montón de polvo, Hitch accionó los frenos con tanta fuerza que ahogó el motor.
Los soldados nos obligaron a arrodillarnos con las manos detrás de la nuca. Uno de ellos se acercó a nosotros y clavó el cañón de su pistola en la sien de Hitch, y después, en ¡a mía. Dijo algo que no supe traducir, pero sus compañeros soltaron una carcajada.
Minutos más tarde, nos encontrábamos en el interior de un camión militar, custodiados por cuatro hombres armados que no hablaban inglés o lo fingían. Me pregunté cuántos artículos de contrabando llevaba Hitch encima y si eso me convertía en su cómplice o en partícipe de un delito capital, pero nadie dijo nada sobre drogas… aunque para ser sincero, la verdad es que nadie dijo nada de nada, ni siquiera cuando el camión se puso en marcha.
Pregunté con educación adonde íbamos. El soldado más cercano (un adolescente fornido y con los dientes separados), se encogió de hombros y, a modo de apática amenaza, me apuntó con la culata de su rifle.
La cámara de Hitch fue confiscada. Nunca la recuperó… y ya que hablamos del tema, tampoco volvió a ver su moto. En estos asuntos, el ejército era económico.
Viajamos en aquel camión durante casi dieciocho horas y pasamos la noche siguiente en la cárcel de Bangkok, en celdas separadas y sin privilegios de comunicación. Más tarde supe que un equipo americano de valoración de amenazas quería “rendir informe” (es decir, interrogarnos), antes de que habláramos con la prensa, así que nos quedamos en nuestras celdas de aislamiento, teniendo un cubo por retrete. Mientras tanto, diversos hombres bien vestidos del mundo entero estaban efectuando reservas para desplazarse hasta el aeropuerto de Don Muang.
Mi mujer y mi hija se encontraban a menos de ocho kilómetros de distancia, en el hospital de la embajada, pero en aquellos momentos yo lo ignoraba, al igual que Janice.
Kaitlin estuvo sangrando por la oreja hasta el amanecer.
El segundo diagnóstico del doctor Dexter era correcto. Kaítlin había sido infectada por una siniestra bacteria, resistente a diversos fármacos, que le había disuelto la membrana del tímpano con el mismo esmero (según me dijo un doctor) que si alguien hubiera vertido un frasco de ácido en su oído. Durante el tiempo que habían tardado las múltiples dosis de fluoroquinolonas en luchar contra la infección, ésta se había extendido hasta los cartílagos y el tejido nervioso. Al anochecer siguiente, había dos cosas claras:
La primera, que la vida de Kaitlin ya no estaba en peligro. La segunda, que nunca más volvería a oír por ese oído y que, aunque el derecho estaba bien, mi hija tendría problemas auditivos.
O podría decir que fueron tres cosas las que quedaron claras, porque para el momento en que se puso el sol, Janice ya había decidido que mi ausencia era inexcusable y que no estaba preparado para perdonarme este último desliz de sentido común… a no ser que apareciera mi cadáver en la playa… y puede que ni siquiera entonces.
El interrogatorio fue de la siguiente manera.
Tres hombres muy educados llegaron a la prisión y nos pidieron disculpas por las condiciones de nuestra detención. Estaban tratando este asunto con el gobierno tailandés en nuestro nombre, “a pesar de que nosotros podíamos hablar”, pero querían que les respondiéramos a algunas preguntas.
Cómo nos llamábamos, dónde vivíamos, dónde vivían nuestros familiares en los Estados Unidos, cuánto tiempo llevábamos en Tailandia y qué estábamos haciendo aquí.
Para Hiten, todo esto tuvo que ser muy divertido. Yo me limité a contarles la verdad: que había llegado a Bangkok como desarrollador de software para una cadena hotelera americana y que, a pesar de que el contrato había finalizado hacía ocho meses, había decidido quedarme más tiempo. No mencioné que me había quedado porque pensaba escribir un libro sobre el auge y la caída de la cultura de playa de los ex-patriados en la Tierra de las Sonrisas (nombre que utilizaban las guías turísticas de Tailandia para referirse a esta zona), que en principio iba a ser una obra de no ficción, después una novela y que por fin decidí no escribirlo, ni que hacía seis semanas que mis ahorros personales se habían agotado. También les hablé de Kaitlin y de Janice, aunque se me olvidó mencionar que, sin el dinero que le había prestado su familia, en estos momentos estaríamos viviendo en la indigencia. En aquellos momentos ignoraba que mi hija había estado a punto de morir hacía tan sólo cuarenta y ocho horas.,.y si aquellos hombres lo sabían, prefirieron no compartir esa información conmigo.
El resto de las preguntas se centraron en el objeto de Chumphon: cómo habíamos sabido de su existencia, cuándo fue la primera vez que lo habíamos visto, cuánto nos habíamos aproximado a él, cuáles eran nuestras “impresiones.” Un guardia de la prisión nos observó cabizbajo mientras un médico estadounidense nos tomaba muestras de sangre y orina para analizarlas. A continuación, los hombres entrajados nos dieron las gracias y prometieron sacarnos de la cárcel lo antes posible.
Al día siguiente, el tercero, aparecieron otros caballeros educados con un montón de credenciales, que nos formularon las mismas preguntas y nos hicieron las mismas promesas.
Por fin quedamos en libertad. Nos devolvieron parte del contenido de nuestras carteras y salimos al calor y al hedor de Bangkok en algún lugar del lado malo del río Chao Phraya. Solos y sin dinero, nos dirigimos hacia la embajada, donde me dediqué a hostigar a un funcionario para que nos adelantara el dinero del viaje de ida a Chumphon y nos dejara efectuar un par de llamadas telefónicas.
Llamé a Janice a casa. Nadie respondió al teléfono, pero como era la hora de la cena, imaginé que habría salido con Kait a buscar comida. También intenté ponerme en contacto con el propietario de nuestra cabaña (un británico de pelo gris llamado Bedford), pero sólo conseguí hablar con su correo de voz. En ese momento, un amable miembro del personal de la embajada nos recordó con mordacidad que no debíamos perder nuestro autobús.
Llegué a la cabaña poco después de que oscureciera, convencido de que encontraría a Janice y a Kaitlin en su interior y de que Janice estaría enfadada hasta que le contara lo sucedido. Entonces, se produciría una llorosa reconciliación que, quizá, despertaría entre nosotros algo de pasión.
Con las prisas por regresar al hospital, Janice había dejado la puerta entreabierta. Sólo había cogido una maleta para ella y Kaitlin, pero los ladrones locales se habían encargado de llevarse todo lo demás, es decir: la comida de la nevera, mi teléfono y mi ordenador portátil.
Corrí hasta el final de la calle y desperté a mi casero, que me explicó que Kaitlin estaba enferma y que “el otro día” había visto a Janice pasando por delante de su ventana arrastrando una maleta, pero que debido al caos provocado por el monumento, había olvidado lo sucedido. Me dejó utilizar su teléfono (por lo que pasé a convertirme en un mendigo telefónico) para localizar al doctor Dexter, que me contó los detalles de la infección de Kaitlin y su viaje a Bangkok.
Bangkok. No podfa llamar a Bangkok desde el teléfono de Colin. Él mismo se apresuró a señalar que eso ora una llamada de larga distancia… y también me recordó que ya iba algo atrasado con el pago del alquiler.
Fui hasta el Fhat Duc, la supuesta tienda de anzuelos y aparejos de pesca de Hitch.
Hitch tenía sus propios problemas (no había demasiadas esperanzas de que pudiera localizar su Daimler perdida), pero me dijo que podía entrar en el almacén de la tienda (imaginé que sería un enorme y húmedo fardo de marihuana sin semilla) y hacer todas las llamadas que quisiera.
Poco después del amanecer, supe que Janice y Kaitlin habían abandonado el país.
La verdad es que no podía culparla.
Pero eso no significa que no estuviera furioso, pues lo estuve durante los seis meses siguientes. De todas formas, siempre que intentaba justificar mí enfado, mis excusas se me antojaban fútiles e inadecuadas.
Había sido yo quien la había llevado a Tailandia, a pesar de que ella prefería permanecer en los Estados Unidos y terminar el doctorado; había sido yo quien la había retenido en este lugar, a pesar de que mi contrato había finalizado; y había sido yo quien la había obligado a vivir prácticamente en la indigencia (según los cánones de pobreza que temamos los americanos en aquella época), para poder explayarme en un escenario de rebeldía y retiro que estaba más relacionado con el hecho de que no hubiera conseguido superar mi angustiosa adolescencia que con cualquier cosa relevante. Había expuesto a Kaitlin a los peligros del estilo de vida de los expatriados (aunque yo siempre había preferido pensar que estaba “ampliando sus horizontes”) y había estado ausente e ilocalizable mientras la vida de mi hija corría peligro.
Aunque no tenía ninguna duda de que Janice me culpaba de la sordera parcial de Kaitlin, sólo deseaba que Kait no me culpara también. O, por lo menos, que no lo hiciera eternamente.
Lo único que deseaba era volver a casa. Janice había regresado al hogar de sus padres, en Miniápolis, y había decidido firmemente no devolverme ninguna de las llamadas, de modo que no me quedaba más remedio que pensar que ya había iniciado los trámites del divorcio.
Y yo me encontraba a dieciséis mil kilómetros de distancia.
Después de un frustrante mes, le dije a Hitch que necesitaba regresar a los Estados Unidos, pero que mis ahorros habían tocado fondo.
Nos sentamos en un leño que había dejado la marea en la bahía. Los surfistas se movían por el mar, sin dejarse intimidar por los elevados niveles de bacterias. Resulta curioso lo tentador que puede ser el océano, incluso cuando está envenenado.
La playa estaba atestada. Chumphon se había convertido en una meca pjira los periodistas y los curiosos. Por el día, competían por enfocar con sus teleobjetivos lo que ahora se denominaba “el Objeto de Chumphon”; por la noche, intentaban regatear el precio del alcohol y el alojamiento, a pesar de que llevaban más dinero encima del que yo había visto durante un año.
No me interesaban demasiado los periodistas y ya había empezado a odiar el monumento. No podía culpar a Janice por lo que había sucedido y me mostraba reacio a culparme a mí mismo (supongo que es comprensible). Sin embargo, podía culpar a aquel misterioso objeto que fascinaba al mundo entero.
Resulta irónico que yo empezara a odiar el monumento mucho antes que nadie. Aunque, con el paso del tiempo, la silueta de aquella gélida piedra azul se convirtió en un símbolo reconocido y odiado (o perversamente amado) por la inmensa mayoría de los humanos, en aquellos momentos yo era la única persona que lo odiaba.
Supongo que la moraleja es que la historia no siempre señala con el dedo a las buenas personas.
Y, por supuesto, que las coincidencias no existen.
—Ambos necesitamos que nos hagan un favor —me dijo Hiten, esbozando aquella sonrisa tan peligrosa—, así que podríamos hacérnoslo mutuamente. Yo podría ayudarte a regresar a casa si tú hicieras algo a cambio.
—Ese tipo de propuestas me inquietan —respondí.
—Es bueno tener una pequeña inquietud de vez en cuando.
Aquella tarde, los periódicos de lengua inglesa publicaron el texto de la inscripción que se había descubierto en la base del monumento: un secreto que todos los habitantes de Chumphon conocían desde hacía algún tiempo.
La inscripción, grabada en la columna a dos centímetros y medio de profundidad y escrita en una especie de versión simplificada de mandarín e inglés elemental, conmemoraba la victoria de una batalla. En otras palabras, aquel pilar era un monumento victorioso.
Celebraba que Tailandia meridional y Malasia se habían rendido a las fuerzas de alguien (o algo) llamado “Kuin”. Debajo del texto, aparecía la fecha de esa batalla histórica:
21 de diciembre de 2041
Es decir, dentro de veinte años.
Regresé a los Estados Unidos en un portaaviones que atracó en los puertos de Pekín, Dusseldorf, Gander y Boston (es decir, que realicé una larga vuelta al mundo con soporíferas escalas). Siguiendo la costumbre de los turistas que visitan Bangkok, llegué al aeropuerto Logan con un conjunto de maletas de diseño falso, además de un anticipo de cinco mil dólares y un compromiso desagradable, todo ello gracias a Hitch Paley. Para bien o para mal, estaba en casa.
Me quedé sorprendido de lo opulenta que parecía la ciudad de Boston después de haber pasado una temporada en las playas. Era romo si todos los quioscos y cafeterías que había en la terminal hubieran brotado después de una tormenta, como las brillantes setas de los dibujos de Disney. Allí no había nada que tuviera más de cinco años de antigüedad, ni en el aeropuerto ni en la costa del Atlántico sobre la que había sido construido. Estas instalaciones eran más jóvenes que la mayor parte de sus jefes. Después de que me realizaran un escáner no agresivo en la Aduana, crucé el enorme recinto de Llegadas para acceder a ¡a parada de taxis.
El público en genera] ya había desviado su atención del misterioso Cronolito de Chumphon (nombre que le había dado un famoso periodista científico el mes pasado). Seguía habiendo noticias, pero éstas solían aparecer en las publicaciones que se vendían en las cajas de los supermercados (tótem del Diablo o triunfo del Éxtasis) y en los infinitos periódicos electrónicos que narraban la crónica de la conspiración. Por poco comprensible que pueda parecerle a un lector contemporáneo, el mundo había preferido centrar su atención en otros asuntos más inmediatos: Brazzaville 3, las bodas de los Windsor o el intento de asesinato de la diva Lux Ebone durante el Festival de Roma de la semana pasada. Era como si todos estuviéramos esperando la llegada del acontecimiento que definiría el nuevo siglo, la llegada del objeto, persona o noción que sería completamente nuevo, Algo del Siglo Veintiuno. Sin embargo, cuando ese “algo” llegó e intentó abrirse paso a codazos por las noticias, fuimos incapaces de reconocerlo. El Cronolito era un acontecimiento insólito y misterioso, pero también desconcertante y, por lo tanto, aburrido. Lo dejamos de lado antes de completarlo, como el crucigrama del New York Times.
Para ser sincero, debo decir que el acontecimiento de Tailandia había despertado cierta inquietud, pero ésta había quedado restringida a los departamentos de inteligencia y seguridad nacionales e internacionales, puesto que el Cronolito representaba una incursión militar hostil que había sido realizada a gran escala y con gran sigilo, a pesar de que sus únicas víctimas habían sido unos cuantos miles de pinos de montaña retorcidos. Durante aquella época, la Provincia de Chumphon estuvo sometida a una estrecha vigilancia.
Pero eso no era asunto mío… y creía que podría olvidarme del tema alejándome unos miles de kilómetros hacia el oeste.
En aquel entonces, esa era nuestra forma de pensar.
Aquel otoño fue insólitamente frío. El cielo estuvo tapado por nubes de tormenta y, a finales de año, un fuerte viento martirizó a la flota pesquera. En el exterior de la estación del tren magnético, una hilera de banderas ondeaba en el aire.
Pagué al taxista, crucé el vestíbulo y compré un billete para el Expreso de la Línea Norte: Detroit, Chicago y, después de las praderas, Seattle, aunque yo sólo viajaría hasta Miniápolis. La máquina de venta automática me informó de que el embarque sería a las siete p.m. A continuación, compré un periódico y lo leí en un monitor de monedas hasta que el reloj de pared de la estación marcó las cuatro y media.
En ese momento me levanté, inspeccioné el vestíbulo en busca de actividad sospechosa (cero) y me dirigí hacia Washington Street.
A cinco manzanas al sur de la estación del magnerraíl había un viejo y diminuto local de servicios postales llamado Easy’s Packages and Pareéis.
El escaparate de aquel negocio, que no parecía demasiado próspero, estaba repleto de manchas de insectos. Mientras lo observaba, un hombre que caminaba con la ayuda de un andador de acero cruzó lentamente la puerta principal y volvió a salir, diez minutos después, con un sobre marrón en la mano. Supuse que ése era el tipo de cliente habitual de un establecimiento como el Easy: una persona de edad madura que seguía siendo lea! a lo que quedaba del Servicio Postal de los Estados Unidos.
A no ser que aquel caballero que avanzaba con la ayuda de un andador fuera un criminal disfrazado… o un policía.
¿Que si tenía remordimientos por lo que estaba a punto de hacer? Muchos… o, por lo menos, tenía dudas. Hitch me había financiado el viaje de vuelta a casa a cambio de un favor que, mientras holgazaneaba en la playa sin un duro en los bolsillos, me había parecido bastante simple. Hitch y yo nos conocíamos desde hacía casi un ario; era uno de los pocos extranjeros que residían de forma permanente en Chumphon que eran capaces de hablar de algo más interesante que las conquistas sexuales privadas o las drogas de diseño. Hitch era todo un experto en el tema de los negocios ilegales o los ingresos en negro, pero en esencia era una persona honesta y (tal y como le había repetido miles de veces a Janice) “no era un mal tipo”. Significara eso lo que significara. Confiaba en él, al menos dentro de los límites de su naturaleza.
Pero mientras observaba el Easy’s Packagespara asegurarme de que no había vigilancia policial (a pesar de que era consciente de que sería incapaz de reconocerla a no ser que el Ministerio de Hacienda alquilara una valla publicitaria para anunciar su presencia), me di cuenta de que mi decisión había sido superficial e ingenua. Hitch me había pedido que fuera al Easy, diera su nombre y recogiera “un paquete” que tendría que conservar hasta que él volviera a ponerse en contacto conmigo. Y que no le hiciera preguntas.
Sabía que Hitch traficaba con drogas, aunque el negocio que mantenía en la playa se limitaba al cannabis, las setas exóticas y las feniletilaminas suaves. Además, Tailandia era un país productor de narcóticos… y en la época de Marco Polo ya se habían establecido rutas para su comercio.
Conocía los estupefacientes y los había probado en más de una ocasión, pues casi todas las substancias psicoactivas existentes eran legales en algún lugar del mundo y su consumo se había despenalizado en las liberales naciones occidentales. Sin embargo, en los Estados Unidos en general y en Massachusetts en particular, el tráfico de drogas duras se seguía castigando con dureza. Si Hitch se las había ingeniado para enviarse a sí mismo, por ejemplo, un kilo de heroína (y si había tenido la genial idea de dejármelo en custodia), por mi billete de vuelta a casa tendría que pagar una temporada en la cárcel. Hasta que Kaitlin cumpliera trece años, no podría volver a verla sin que hubiera una lámina de cristal reforzado entre los dos.
De pronto, comenzó a llover a raudales. Crucé la calle corriendo, cogí aire con fuerza y entré en Easy’s Packages.
El propio Easy, o alguien como él (Hitch me había dicho que era un hombre alto, negro, musculoso e intrincadamente arrugado, de unos sesenta u ochenta años), estaba de pie detrás de un mostrador de madera, vigilando una hilera de buzones de aluminio de color gris deslustrado. Me dedicó una breve mirada. —¿Puedo ayudarle? —He venido a recoger un paquete.
—Como todos los que vienen por aquí. ¿Número de buzón? Hitch no me lo había dado.
—Hitch Paley me dijo que habría un paquete esperándome. Entrecerró los ojos y su cabeza pareció crecer medio centímetro debido a su repentina indignación. —¿Hitch Paley? Aunque por el tono de su voz supe que las cosas no iban bien, no pude más que asentir.
—¡El cabrón de Hitch Paley! —golpeó el mostrador con el puño—. ¡No sé quién cono eres, pero si por casualidad vuelves a hablar con él, dile a ese capullo que tenemos una cuenta pendiente! ¡Y que se meta sus jodidos paquetes por donde le quepan!
—¿No tiene nada para mí?
—¿Qué si tengo algo para ti? ¿Qué si tengo algo para ti? ¡Una patada es lo que tengo para ti!
Me las arreglé para encontrar la puerta.
De este modo, el periodista fracasado, el marido fracasado y el padre fracasado se convirtió en un delincuente fracasado.
Cuando el magnerraíl salió de Massachusetts, dejando atrás el pasillo urbano para mostrar una extensión de chabolas y oscuras tierras de cultivo, intenté olvidarme de todos estos misterios.
Puede que hubiera surgido algún problema entre Hitch Paley y Easy’s Packages, pero intentaba convencerme a mí mismo de que eso no tenía ninguna importancia. Yo había hecho lo que me había pedido… y la verdad era que me sentía aliviado de no tener que ir cargando con un montón de pruebas incriminatorias envueltas en papel de carnicería. El único problema potencial era que Hitch me exigiera (en un futuro cercano) que le devolviera el dinero.
La medianoche se extendió lentamente por la lluviosa oscuridad. Recliné el asiento para contemplar el futuro. Al oeste del Misisipí, la economía se encontraba en un periodo de bonanza. Las nuevas plataformas de microprocesadores covalentes habían permitido desarrollar océanos de software nuevo y complejo, y estaba seguro de que, por lo menos, podría conseguir un puesto de nivel de acceso en el NASDAQ de Silicon Ring. SÍ utilizaba mi título de licenciado antes de que quedara obsoleto, podría devolverle el dinero a Hitch y saldar la deuda, y de esta forma, mi delito daría paso a la virtud.
Suponía que, con el tiempo, me convertiría en una persona respetable. Le demostraría mi valía a Janice, ella me perdonaría y podría abrazar de nuevo a Kait.
Pero no podía evitar pensar en mi padre, verle en mi propio reflejo de la ventanilla salpicada de gotas de lluvia. El fracaso es entropía, parecía decirme aquel espectro, y la entropía es una ley de la naturaleza. El amor se convierte en dolor; con el tiempo, aprendes a ignorarlo y alcanzas el nirvana de la indiferencia. Noesfácil, pero nadadcloque vale la pena resulta sencillo.
Hitch y yo fuimos de los primeros en ver el Cronolito de Chumphon y, en la gran refundición de tiempo y mente que siguió… bueno, me pregunté a mí mismo con qué cantidad de mi propio pesimismo (o de mi padre) había alimentado aquel bucle.
Por no hablar del toque de locura materna. La corriente fría que circulaba por el oscuro vagón me hizo recordar el fervor con el que mi madre había odiado el frío. Durante sus últimos años se lo había tomado como algo personal, como una ofensa hacia su persona. Era enemiga del hielo, odiaba la nieve.
En una ocasión me dijo que la nieve era la materia fecal de los ángeles: como tenía un origen angélical no apestaba, pero no por ello dejaba de ser un insulto, y era tan pura que ardía como el fuego sobre la piel mortal.
Vi que el extremo de mi billete sobresalía del bolsillo de la chaqueta y, mientras lo guardaba, advertí que el número que aparecía bajo el logotipo de la compañía AmMag era el 2041: el mismo que aparecía en la fecha inscrita en la piedra de Kuin.
En la estación de Miniápolis/Saint Paul compré un periódico local y una revista de ciencia que publicaba un artículo sobre el Cronolito.
En la revista también aparecía una serie de fotografías de aquella zona de Tailandia que tanto había cambiado desde el día que Hitch y yo la visitamos. Habían nivelado una amplia extensión de terreno alrededor del pilar y, ahora, el perímetro despejado estaba repleto de tiendas de campaña, cobertizos poligonales para guardar los equipos, laboratorios provisionales y una serie de lavabos portátiles de color ocre. El Tratado del Pacífico había enviado un despliegue internacional de investigadores científicos, en su mayoría expertos en materiales, que en estos momentos admitían sentirse desconcertados. El Cronolito era inerte, no parecía reaccionar con su entorno, no se fundía con ácido ni podía cortarse con láser. A pesar de la profundidad de las excavaciones, todavía no habían conseguido llegar al pie de la base, y su temperatura, al menos desde su llegada, no había variado con su entorno en más de una fracción de grado centígrado. Aquel objeto era sorprendentemente frío.
Los análisis de espectros de la columna habían sido infructuosos. El Cronolito pasaba y difundía la luz en el segmento azul-verde del espectro visible e, inexplicablemente, a unas longitudes de onda armónicas, tanto infrarrojas como ultravioletas; sin embargo, en otras frecuencias era puramente reflectante (de una forma imposible) o puramente absorbente.
El resultado neto de los datos de entrada y salida parecía sumar cero, aunque nadie estaba seguro de eso, e incluso su supuesta simetría desafiaba toda explicación. El artículo continuaba especulando sobre el hecho de que se tratara de un estado de la materia completamente nuevo, pero eso no era ninguna explicación, sino una confesión de ignorancia que sólo había sido expresada para mantener el suave flujo de los fondos y poder continuar con la investigación.
Las especulaciones sobre la leyenda inscrita en el Cronolito eran más llamativas y menos esclareced oras. ¿Realmente era factible “viajaren el tiempo”? Como la mayoría de las autoridades descartaban esta idea, puede que la inscripción fuera un modo de encubrimiento, una pista que había sido ideada para despistar. Incluso el nombre de “Kuin” aportaba muy poca información: podía tratarse de un nombre propio chino, aunque era más frecuente encontrarlo en Holanda; la palabra también existía en finlandés y en japonés; e incluso había una tribu indígena peruana llamada Huni Kuin, aunque era poco probable que fuera la responsable de ese acontecimiento.
La posibilidad alternativa (que dentro de veinte años, algún jefe militar asiático erigiría un monumento para conmemorar una victoria y lo proyectaría al pasado reciente) resultaba demasiado ridicula para ser cierta. (Si esto parecía una estupidez, imaginad la cantidad de disparates sobre la piedra de Kuin que había tenido que tragarse la comunidad científica para que ahora vacilara ante esta última posibilidad. En aquella época, las personas utilizaban la palabra “imposible” con mucha más ligereza que ahora.) Así era como estaban las cosas en otoño de 2021, A pesar de todo esto, había comprado el periódico local con un propósito más práctico: para buscar en sus páginas de clasificados pisos en alquiler que estuvieran cerca del anillo del consorcio suburbano de diseño digital. Gracias al listado de posibilidades que me proporcionó la búsqueda, el miércoles ya me había mudado a un apartamento de una habitación de un edificio sin ascensor situado al oeste del Enclave Agrícola de las Ciudades Gemelas. La casa estaba sin amueblar, así que compré una silla, una mesa y una cama, puesto que cualquier cosa más habría equivalido a una confesión de permanencia y yo había decidido que me quedaría sólo “de forma transitoria”. Acto seguido empecé a buscar trabajo. No llamé a Janice… o, por lo menos, no lo hice enseguida. Antes, necesitaba tener algo que demostrara mí credibilidad, como por ejemplo, ingresos. Si hubieran concedido una medalla al mérito al Mejor Ciudadano, también me habría presentado al concurso.
Pero todo esto no me sirvió de nada, porque es imposible recuperar el pasado. Las nuevas generaciones son más conscientes de esto que mis semejantes, puesto que no les ha quedado más remedio que aprenderlo.
En febrero del año 2022, Janice y Kaitlin se habían trasladado a un agradable edificio del extrarradio que, aunque quedaba bastante alejado del trabajo de Janice, estaba cerca de buenos colegios. El contrato de divorcio que firmamos en diciembre incluía un acuerdo de custodia compartida que me permitía pasar con Kaitlin una semana al mes.
Janice se había mostrado razonable respecto a ese tema, así que había podido ver a mi hija en diversas ocasiones desde otoño. El sábado estaba estipulado que Kaít y yo pasaríamos el día juntos, pero el hecho de que ese encuentro hubiera sido dictado por un juez hacía que las cosas fueran diferentes. Era algo más que pasar el día juntos. Era algo extraño, embarazoso e incómodo.
Llegué a casa de Janice a las nueve menos cuarto de aquella soleada pero gélida mañana de sábado. Janice me invitó a entrar y me dijo que Kait estaba en casa de una amiga, viendo los dibujos matinales hasta la hora acordada.
En su apartamento se respiraba un agradable aroma a moqueta nueva y desayuno recién hecho. Janice, que llevaba su blusa y sus vaqueros habituales de las mañanas de los fines de semana, me sirvió una taza de café. Tenía la impresión de que habíamos conseguido una especie de acercamiento, que nos alegraríamos de vernos, quizá, si no fuera por la carga de dolor y por ¡as recriminaciones que nos hacíamos el uno al otro… por no hablar de nuestro amor herido, nuestra falta de esperanza y nuestro mudo pesar.
Janice se sentó al otro lado de la mesa de café, sobre la que había dos objetos antiguos dispuestos de una forma falsamente casual. Observé las revistas impresas en papel del siglo pasado, como Life y Time, que Janice coleccionaba y guardaba en envoltorios de plástico duro. Parecían los anuncios de una edad perdida, los resguardos de los billetes del Titanic.
—¿Sigues siendo un Campion-Miller? —me preguntó.
—Tengo otros seis meses de contrato.
(Además de una bonificación de tres mil dólares. A este ritmo, mis ingresos netos dejarían de ser los del Nivel de Acceso para convertirse en los de Empleado júnior. Había gastado la mayor parte de ese dinero en un panel de entretenimiento de pantalla grande para que Kait y yo pudiéramos ver juntos películas. Antes de Navidad había tenido que conformarme con mi estación portátil, tanto para el trabajo como para la diversión.)
—Así que parece que va a durar.
—Estas cosas suelen ir así —bebí un sorbo del café que me había dado—. Por cierto, el café está asqueroso.
—¿Oh?
—Siempre has hecho un café muy malo.
Janice sonrió.
—¿Y hasta ahora no te habías atrevido a decírmelo?
—¿Has odiado mí café durante todos esos años?
—Yo no he dicho que lo odiara, sólo he dicho que era malo.
—Pero nunca rechazaste una taza.
—No, nunca lo hice.
Kaitlin llegó de casa de los vecinos… bueno, mejor dicho, entró por la puerta principal haciendo un ruido increíble, con unas botas de agua empapadas y una chaqueta de invierno plisada. En cuanto entró, sus gafas se empañaron. Kaitlin sólo tenía una ligera miopía, pero era demasiado pequeña para someterse a la cirugía correctiva. Se secó las gafas con los dedos y me miró con seriedad.
Antes, siempre que me veía, solía regalarme una enorme sonrisa. Todavía lo hacía, pero no de forma automática.
—¿Has visto los dibujos, cariño? —le preguntó janice.
—No —los ojos de Kait seguían fijos en mí—. El señor Levy quería ver las noticias.
No se me ocurrió preguntar por qué el vecino de Janice había insistido en ver las noticias.
Pero si lo hubiera preguntado, no habría podido disfrutar de aquel día con mi hija.
—Diviértete con papá —dijo Janice—. ¿Tienes que ir al lavabo antes de que os vayáis?
A Kaitlin le escandalizó su falta de delicadeza.
—¡No!
—De acuerdo —Janice se levantó y me miró—. ¿A las ocho en punto, Scott?
—A las ocho —prometí.
Nos fuimos en mi coche de segunda mano, avanzando muy despacio entre el tráfico del sábado debido a los protocolos de proximidad. Le había prometido a Kaitlin que iríamos a un centro recreativo, pero la pequeña ya estaba alternando las muestras de júbilo con las de cansancio, parloteando sin cesar durante un rato para luego dejarse caer sobre la tapicería con una triste expresión de ¿hemos llegado ya? en su carita.
Durante sus silencios, yo hacía exámenes de conciencia… con cautela, del mismo modo que cogerías una serpiente sedada pero venenosa. Me observaba a mí mismo a través de los ojos de Janice y veía (aún) al hombre que la había llevado, con su hija, a un país del tercer mundo, al hombre que había estado a punto de dejarles allí para siempre, al hombre que las había expuesto a una cultura de playa de expatriados que, aunque sin duda alguna era pintoresca e interesante, estaba infestada de drogas, era peligrosa y desesperadamente improductiva.
El adjetivo que define con amabilidad este tipo de comportamiento es “irreflexivo”. Entre sus sinónimos se incluye “egoísta” e “imprudente”.
¿Había cambiado? Bueno, quizá. Pero aún le debía miles de dólares a Hitch Paley (aunque hacía más de medio año que no sabía nada de él y empezaba a tener la esperanza de que nunca más volvería a verlo) y, por definición, una vida que, en la que se incluyen ciertos accesorios como Hitch Paley, no puede ser estable.
De todas formas, Kaitlin estaba aquí, a salvo, rebotando de vez en cuando contra la tapicería, como si fuera un mono capuchino con los movimientos limitados por el cinturón de seguridad. Le había enseñado a atarse los zapatos y también le había mostrado la Cruz del Sur, una noche despejada en Chumphon. Era su padre y ella padecía mi presencia con alegría.
Pasamos tres horas en el centro comercial, el tiempo suficiente para que quedara exhausta. Le fascinaron (aunque también le intimidaron) los payasos, cuyos trajes y maquillaje se adaptaban morfológicamente. A continuación, ingirió una cantidad sorprendente de comida, se quedó sentada viendo dos Surround Adventures de media hora y durmió sentada en el asiento durante el camino de regreso a mi apartamento.
Al llegar a casa, encendí las luces y cerré las persianas que mostraban los prados invernales. Para cenar calenté un pollo congelado y judías verdes, una comida que, a pesar de proletaria, olía muy bien en mi diminuta cocina. Durante la cena estuvimos viendo algunos ficheros descargados. Kaitlin no habló mucho, pero la atmósfera fue agradable.
Cuando ella miró hacia la derecha, pude ver que un nido de cabellos rubios acariciaba su oreja sorda. No estaba deformada, sino un poco arrugada allí donde los microbios le habían mordido la carne y le habían dejado unas cicatrices rosadas.
En la otra oreja llevaba un audífono que era como una diminuta concha pulida.
Después de cenar y lavar los platos, engatusé a Kaitlin para que cambiara de canal y me dejara ver los informativos.
La noticia principal procedía de Bangkok.
—Eso es lo que quería ver el señor Levy —dijo Kaitlin con sequedad cuando salió del cuarto de baño.
Efectivamente, se trataba del primer Cronolito que había caído en una ciudad; era la primera la noticia que constataba que en el Sudeste Asiático estaba sucediendo algo más importante que una anécdota del Más extraño que la ciencia.
Kaitlin se sentó a mi lado y se acurrucó sobre mis costillas mientras yo seguía viendo el programa.
La pequeña empezó a aburrirse al instante; a su edad, los niños son incapaces de comprender el trasfondo, puesto que, para ellos, todos los acontecimientos que se emiten por televisión son muy similares. Además, sólo prestan atención cuando las imágenes son despiadadas. Kaitlin se quedó impresionada, aunque desconcertada, al ver los helicópteros que sobrevolaban los edificios que había a ambas orillas del río, ahora derrumbados y cubiertos de hielo, humeando bajo la luz del sol. Los servicios informativos disponían de pocas imágenes, que repetían una y otra vez sobre una neblina de voces que intentaban calcular el número de víctimas y hacían “interpretaciones” disparatadas sobre lo ocurrido. Aquella atmósfera de confusión, miedo y negación de la evidencia que transmitían los locutores mantuvo a Kaitlin con el ceño fruncido durante unos minutos, pero poco después cerró los ojos y su respiración se estabilizó hasta convertirse en suaves y calmados ronquidos.
Kait, tú y yo estuvimos allí, pensé.
Desde el aire, el asolado Bangkok parecía un mapa de carreteras mal impreso. Reconocí el río Chao Phraya que zigzagueaba por la ciudad, el devastado distrito Rattanakosin, la antigua Ciudad Real, donde el Khlong Lawd se une con el río… y puede que aquel trozo verde fuera e! Parque Lumphini. La red vial se había convertido en un incomprensible erial de ladrillos y cascotes, metales, cartones, asfalto levantado y escarcha, todo ello centelleando por la capa de hielo que lo cubría y medio escondido entre la niebla. El hielo no había impedido que se incendiaran los conductos principales del gas, que ahora eran islas llameantes entre los escombros glaciales. Habían muerto muchas personas, según informaban con gran dolor los locutores… y tenía la certeza de que algunos de los abultados objetos que ensuciaban las calles eran cuerpos humanos.
La única estructura intacta que había en aquella zona devastada se encontraba en el mismo centro del desastre: el Cronolito.
No se parecía demasiado al que había aterrizado en Chumphon. Era más alto y más grande, tenía detalles más intrincados y había sido esculpido con mayor precisión. De todas formas, reconocí al instante la traslúcida superficie azul que podía verse allí donde los trozos de escarcha se habían desprendido de aquella piel, distinta e indiferente.
El monumento había “aterrizado” (con una gran detonación) después del anochecer, hora de Bangkok, pero las imágenes eran posteriores. Algunas mostraban la caótica noche y otras, la mañana. A medida que pasaban las horas, los servicios informativos emitieron nuevas imágenes aéreas. Habían realizado una especie de montaje de vídeo en el que se podía ver cómo el Cronolito se desprendía de su manto de humedad, condensada y helada, para dejar de ser lo que parecía (es decir, un pilar blanco monstruosamente grande e insólitamente voluminoso) y revelar lo que era en realidad: la forma estilizada de una figura humana.
Aquel objeto recordaba, más que a ninguna otra cosa, a los monumentos públicos de la Rusia estalinista, como por ejemplo, la Victoria Alada de Leningrado… o, quizá, el Coloso de Rodas que se alza a la entrada del puerto. Este tipo de estructuras resultan desalentadoras, y no sólo por su enorme tamaño, sino también por la frialdad de sus formas. El Cronolito no era una imagen, sino el bosquejo de un ser humano, e incluso su rostro lograba sugerir cierta perfección eurasiática imposible de conseguir en el mundo real. Las costras de hielo se aferraban a las bóvedas de los ojos y a las fisuras de las fosas nasales. A pesar de su aparente masculinidad, aquella figura podría representar a cualquier persona… por lo menos, a cualquiera cuya infinita seguridad en sí misma confabulara con el poder absoluto.
Supuse que era Kuin, tal y como él quería que lo viéramos.
Su abdomen se fundía en la estructura del Cronolito, que básicamente tenía forma de columna. La base del monumento, quizá de medio kilómetro de diámetro, se alzaba sobre el Chao Phraya formando cortezas de hielo allí donde se reunía con el agua. Bajo la luz del sol, éstas habían empezado a agrietarse y se estaban alejando corriente abajo, como témpanos de hielo tropicales que chocaban contra los cascos medio hundidos de los barcos turísticos.
Janice llamó a las diez, exigiendo saber qué había hecho con Kait. Miré el reloj, apreté los dientes y le pedí disculpas. Le conté cómo habíamos pasado el día y le expliqué que me había distraído viendo las noticias sobre el Cronolito de Bangkok.
—Aquella cosa —refunfuñó, como si se tratara de una noticia antigua. Y puede que para ella lo fuera: en su mente, los Cronolitos eran una amenaza generalizada y simbólica, aterradora pero distante. Parecía molesta por haberse visto obligada a recordarlos.
—Puedo llevar a Kaitlin a tu casa esta noche —le dije— o dejarla aquí hasta mañana, si te parece mejor. En estos momentos está dormida en el sofá.
—Ponle una almohada y tápala con una manta —respondió ella, como si pensara que no se me había pasado ya esa idea por la cabeza—. Supongo que seguirá durmiendo toda la noche.
Pero hice algo mejor: llevé a Kaitlin a mi cama y yo me quedé en el sofá. Estuve allí sentado casi hasta el amanecer, viendo la televisión con el volumen muy bajo. Los comentarios eran inaudibles, pero puede que así fuera mejor. Sólo quedaban las imágenes que, a medida que los periodistas se iban aproximando al lugar de la catástrofe, se hacían más complejas. Por la mañana, la inmensa cabeza de Kuin estaba coronada de nubes y la lluvia había empezado a humedecer la ciudad en llamas.
Durante el verano de aquel año (el verano que Kaitlin aprendió a montar en la bicicleta que le regalé por su cumpleaños), un tercer Cronolito cayó en el centro de Pyongyang. A partir de ese momento comenzó la verdadera Crisis Asiática.
El tiempo pasó.
¿Debería disculparme por estos lapsos, por saltar de un año a otro? La historia no es lineal. Discurre por prados y montañas, por ríos y mares… por corrientes subterráneas traidoras y por remolinos ocultos. Incluso se podría decir que una autobiografía es una especie de historia.
Pero supongo que eso depende del público para quien escribo… y eso es algo que aún no tengo claro. ¿A quién me dirijo? ¿A mi propia generación, que en su mayor parte ha muerto o se está muriendo? ¿A nuestros herederos, que no vivieron estos acontecimientos pero tienen que estudiarlos en sus libros de texto? ¿Acaso a una generación más distante de hombres y mujeres que, Dios mediante y por muy imposible que parezca, han podido olvidar parte de lo que sucedió durante este siglo?
En otras palabras, ¿cuánto debo explicar y con cuánto detenimiento?
Ignoro la respuesta a esta pregunta.
La verdad es que aquí sólo estamos nosotros dos.
Tú y yo. Seas quien seas.
Transcurrieron casi cinco años desde aquel sábado que Kaitlin y yo pasamos juntos en el centro comercial y el día que Arnie Kunderson me sacó de una prueba de clasificación de procesos por lotes para pedirme que me presentara en su oficina. Probablemente, este fue el siguiente momento crucial de mi vida, si crees en la causalidad lineal y en la deferencia civilizada que muestra el futuro hacia el pasado. Pero antes de entrar en detalles, quiero que saborees esos años; sino los recuerdas, imagínatelos.
Cinco veranos calurosos, en los que la noticia principal (entre una manifestación de Kuin y otra) había sido la drástica reducción del Acuífero de Oglalla. Nuevo México y Texas habían perdido casi por completo la capacidad de irrigar sus desérticos terrenos. El Acuífero de Oglalla, un conjunto de aguas subterráneas tan grande como el Lago Hurón y una reliquia de la antigua edad de hielo, era esencial para la agricultura de Nebraska, algunas zonas de Wyoming, Colorado, Kansas y Oklahoma. Su nivel seguía bajando con rapidez y las bombas centrífugas cada vez tenían que trabajar a mayor profundidad para poder acceder al agua. Los informativos mostraban el éxodo rural en imágenes repetitivas y directas: familias que quedaban atrapadas en la carretera al estropearse sus destartalados vehículos; tristes niños con juguetes de tela tapándose los oídos y ocultando los ojos; hombres y mujeres haciendo cola en las oficinas de empleo de Los Ángeles y Detroit, pasando a formar parte del lado oscuro de nuestra floreciente economía. Como la mayoría de nosotros teníamos trabajo, nos permitíamos el lujo de sentir compasión.
Cinco inviernos. Los inviernos de esos años fueron secos y muy fríos. Por primera vez en su vida, la gente adinerada vistió ropa térmicamente adaptable, por lo que los distritos comerciales más modernos parecían haber sido invadidos por extraterrestres con chándales de poliéster y máscaras de oxigeno, mientras que los demás deambulábamos por las calles protegidos por abultados chaquetones y caminando lo más cerca posible de los edificios. Los robots domésticos (aspiradores autoguiados y cortadores de césped lo bastante inteligentes como para no mutilar a los niños del barrio) se convirtieron en algo habitual; el perro lazarillo de Sony fue retirado del mercado después de un accidente muy comentado en el que estuvieron implicados una farola que funcionaba mal y un par de Shi Tzus. En aquella época, incluso los ancianos dejaron de llamar “televisores” a sus paneles de entretenimiento. Lux Ebone anunció que se retiraba en dos ocasiones y Cletus King derrotó a Marylin Leahy, dejando la Casa Blanca en manos del Partido Federal, aunque los Demócratas siguieron controlando el Congreso.
Los eslóganes de aquellos años, que ahora han quedado en el olvido, fueron los siguientes: “Ahora dame lo que es mío”, “¡Brutal pero bonito!”, “Como la luz del día en un cajón”.
Los nombres y lugares que considerábamos importantes: Doctor Dan Lesser, el Palacio de Justicia Rotativo, Beckett y Goldstein, Kwame Finto.
Acontecimientos: la segunda oleada de alunizajes; la epidemia de Zaíre; la crisis de la moneda europea y el ataque de La Haya.
Y, por supuesto, Kuin, como un redoble de tambor que cada vez sonaba con más fuerza.
Primero en Pyongyang, después en la ciudad de Ho Chi Minh y, posteriormente, en Macao, Sapporo, la Llanura de Kanto, Yichang…
Y durante aquellos años también surgieron los primeros brotes de locura y fascinación por Kuin, las diez mil primeras páginas web repletas de teorías peculiares y contradictorias, la infinita ebullición de prensa descabellada, los simposios y los informes de comité, los gabinetes estratégicos y las investigaciones del congreso, el primer joven de Los Ángeles que cambió legalmente su nombre por el de “Kuin” y todos aquellos que le imitaron.
Kuin, fuera lo que fuera, ya había causado la muerte de cientos de miles de personas, o incluso más. Esta era la razón por la que su nombre solía pronunciarse con gravedad en círculos respetables y por la que se hizo popular entre los cómicos y los diseñadores de camisetas. En ciertos colegios, el simbolismo “kuinista” estuvo prohibido hasta que intervino la Unión Americana de Libertades Civiles. Como su nombre se alzaba como algo confuso (aparte de sus connotaciones de destrucción y conquista), se convirtió en una pizarra sobre la que los resentidos garabateaban sus manifiestos. Aunque en Norteamérica nadie se tomó con seriedad nada de esto, el temblor sísmico que provocó en el resto del mundo fue más inquietante.
Y yo lo seguí de cerca.
Durante dos años trabajé en el centro de investigación de Campion-Miller, en las afueras de Saint Paul, escribiendo programas en el código de la interfaz comercial que había desarrollado la empresa. Después me trasladaron a las oficinas del centro de la ciudad, donde me uní a un equipo que realizaba un trabajo similar, pero con un material mucho más seguro: el código de origen que Campion-Miller controlaba con tanto celo, la piedra angular de nuestros productos principales. Seguía viviendo en el mismo apartamento y normalmente iba al trabajo en coche, aunque los peores días de invierno cogía el nuevo tren elevado: una cámara de aluminio en la que demasiados trabajadores se despojaban del calor y la humedad y entremezclaban sus olores corporales y lociones de afeitar; una cámara desde donde la ciudad parecía un pálido decorado, debido al vaho que cubría las ventanillas.
(Durante uno de esos trayectos vi a una muchacha que estaba sentada, más o menos, en la mitad del vagón y llevaba un sombrero en el que ponía “VEINTE Y TRES”: veinte años y tres meses, el intervalo oficia! entre la aparición de un Cronolito y su vaticinada conquista. Aquella mujer leía una raída copia del Más extraño que la ciencia que debía de tener más de sesenta años. Deseaba acercarme a ella y preguntarle qué acontecimientos le habían incitado a lucir esa simbología, esos ecos de mi propio pasado, pero me venció la timidez. Además, ¿cómo podría haberle formulado d¡cha pregunta? Nunca más volví a verla.)
Además de unas cuantas citas, estuve saliendo durante casi un año con Annali Kincaid, una mujer del departamento de control de calidad de Campion-Miller que tenía debilidad por las turquesas y el Nuevo Drama y sentía un interés genuino por los temas de actualidad. Solía arrastrarme a conferencias y seminarios que, de otra forma, yo habría ignorado. Sin embargo, decidimos romper nuestra relación porque poseía unas convicciones políticas profundas y complejas de las que yo carecía. Yo, aparte de ser un observador de Kuin, era políticamente agnóstico.
De todas formas, logré impresionarla al menos en una ocasión. Annali había usado las credenciales de alguien de Campion-Miller para poder asistir a una conferencia académica de la universidad: “Los Cronolitos: Temas científicos y culturales” (esta vez, la idea había sido mía… bueno, sobre todo mía. Annali ya me había mostrado su objeción por las fotografías aéreas y orbitales de los Cronolitos que decoraban mi habitación y por los ficheros kuinistas que ensuciaban mi apartamento). Pasamos la mayor parte de aquella agradable tarde de sábado en la universidad, pero cuando finalizó la tercera ponencia, Annali decidió que el tema era demasiado abstracto para su gusto. Mientras nos dirigíamos hacia el vestíbulo, me saludó una mujer mayor, vestida con vaqueros holgados y una sudadera de color verde guisante demasiado grande, que me miraba radiante a través de sus monstruosas gafas.
Se llamaba Sulamith Chopra y la había conocido en la universidad de Cornell. Durante su carrera profesional había profundizado en los límites de la física fundamental para la investigación de los Cronolitos.
Presenté a ambas mujeres.
Annali estaba abrumada.
—Señora Chopra, sé quién es usted. Es decir, siempre citan su nombre en las noticias.
—Bueno, he realizado ciertos trabajos.
—Estoy encantada de conocerla.
—Igualmente —a pesar de sus palabras, Sue todavía no me había quitado los ojos de encima—. Es extraño que te haya encontrado en este lugar, Scotty.
—¿Lo es?
—Inesperado. Puede que significativo. O puede que no. Algún día tendremos que ponemos al día sobre nuestras vidas.
Me sentí halagado, puesto que tenía muchas ganas de hablar con ella. Emocionado, le tendí mi tarjeta profesional.
—No es necesario —dijo ella—. Podré encontrarte cuando te necesite, Scotty. No temas.
—¿En serio?
Pero Sue ya había desaparecido entre la multitud.
—Estás bien relacionado —comentó Annali mientras regresábamos a casa.
Pero no fue así. Sue no me llamó… por lo menos aquel año, y todos mis intentos por ponerme en contacto con ella Rieron rechazados. Tampoco era cierto que estuviera bien relacionado. El hecho de encontrarme con Sue Chopra había sido una especie de presagio, como cuando vi a aquella mujer en un vagón repleto de trabajadores; sin embargo, su significado era inescrutable, una profecía expresada en un idioma indescifrable, una señal enterrada entre el ruido.
Nunca era buena señal que te llamaran al despacho de Arnie Kunderson, que había sido mi supervisor desde que empecé a trabajar en Campion-Miller. Lo que había aprendido de Arnie era que si las noticias eran buenas, él mismo iba a buscarte para comunicártelas; en cambio, si te llamaba a su despacho, debías prepararte para lo peor.
Últimamente estaba un poco enfadado porque el equipo que yo dirigía había echado a perder un protocolo de categorización y envío de pedidos que casi nos cuesta un contrato con un minorista nacional. En cuanto entré en su despacho supe que se trataba de algo más serio: cuando se enfadaba, Arnie enrojecía tanto de cólera que parecía hervir; sin embargo, estaba sentado en su escritorio con la mirada furtiva de un hombre al que le ha sido confiada una misión desagradable pero necesaria. Como el director de una funeraria, por ejemplo. Ni siquiera se atrevía a mirarme a los ojos.
Me senté en una silla y esperé. Nuestro trato no solía ser formal. Ambos habíamos asistido a las barbacoas del otro.
Antes de empezar a hablar, juntó las manos.
—Nunca hay una forma sencilla de hacer esto. Lo que tengo que decirte, Scott, es que Campion-Miller no va a renovarte el contrato. Vamos a cancelarlo. Se trata de una noticia oficial, aunque sé que no has recibido ningún aviso previo. Dios sabe lo mucho que lamento tener que hacerte esto. Tienes derecho a una indemnización completa y a una generosa compensación por los seis meses que quedan de contrato.
La noticia no me sorprendió tanto coma Arnie había imaginado. El colapso de la economía asiática había afectado gravemente a los mercados exteriores de Campion-Miller, que el año anterior había sido adquirida por una compañía multinacional cuyo equipo directivo había despedido a una cuarta parte del persona! y había canjeado la mayor parte de sus propiedades subsidiarias por su valor raíz.
De todas formas, me sentí algo vulnerable.
La tasa de desempleo de aquel año era muy elevada. Eran muchas las personas que se habían quedado fuera del mercado laboral debido a la crisis de Oglalla y al colapso de las economías asiáticas. A cinco manzanas de distancia, junto a la orilla del río, se había construido una ciudad de tiendas de campaña.
—¿Vas a decírselo tú mismo al equipo o prefieres que lo haga yo? — pregunté.
El equipo que dirigía estaba desarrollando un programa de predicción de mercados, una de las líneas más lucrativas de C-M. En concreto, estábamos factorizando la aleatoriedad genuina y la percibida en aplicaciones tales como las tendencias de los consumidores y la fijación de precios competitivos.
Si le pides a un ordenador que escoja dos números al azar entre el uno y el diez, la máquina escupirá los dígitos en una secuencia genuinamente aleatoria (quizá 2,3; quizá 1,9; etcétera). Si pides eso mismo a un grupo de seres humanos y marcas sus respuestas, consigues una curva de distribución con mucho más peso en los números 3 y 7. El motivo de esto es que, cuando las personas pensamos en “números aleatorios”, tendemos a visualizar números que se podrían denominar “discretos”: es decir, que no estén demasiado cerca de los límites ni justo en el centro, que no formen parte de una supuesta secuencia (2,4,6), etc.
En otras palabras, existe lo que podríamos denominar “aleatoriedad intuitiva”, que difiere en gran medida de la aleatoriedad real.
¿Resultaba posible beneficiarse de esta diferencia en aplicaciones comerciales de gran volumen, como la gestión de stocks o el establecimiento de precios o productos?
Eso era lo que pensábamos. Habíamos hecho algunos progresos y el trabajo estaba yendo bastante bien, así que la noticia de Arnie parecía llegar en un momento extraño.
Se aclaró la garganta.
—No me has entendido bien. El equipo no va a ser despedido.
—¿Disculpa?
—Yo no he tomado esta decisión, Scott.
—Eso ya lo has dicho antes. De acuerdo, no es culpa tuya, pero si el proyecto va a seguir adelante…
—No me pidas que justifique tu despido. Francamente, soy incapaz de hacerlo.
Guardó silencio para que pudiera asimilar sus palabras.
—Cinco años —dije—. Joder, Arnie. ¡Cinco años!
—Ya no hay nada seguro. Lo sabes tan bien como yo.
—Entonces podrías ayudarme a comprender el motivo de todo esto.
Dio media vuelta sobre su silla.
—No estoy autorizado a decirlo. Tu trabajo ha sido excelente y puedo dejar constancia de ello por escrito, si así lo deseas.
—¿Me estás diciendo que tengo algún enemigo en el equipo directivo?
Asintió a medias.
—El trabajo que realizamos aquí está bastante controlado. La gente se pone nerviosa. No sé si tienes algún enemigo, pero puede que hayas entablado amistad con las personas equivocadas.
Eso era poco probable, porque no había hecho demasiados amigos. Por supuesto que había personas con las que compartía la hora de la comida o con las que quedaba para practicar deporte, pero nadie confiaba en mí. De alguna forma, debido a algún lento proceso de desgaste emocional, me había convertido en el tipo de persona que trabaja duro, sonríe con afabilidad, va a casa y pasa la tarde entera delante del panel de vídeo y un par de cervezas.
Y eso es exactamente lo que hice el día que Arnie Kunderson me despidió.
El apartamento no había cambiado demasiado desde que me trasladé (exceptuando la pared de la habitación que utilizaba a modo de tablero de anuncios, del que colgaban artículos de prensa y fotografías de los Cronolitos, además de abundantes notas sobre el tema). En lo referente a la mejora que había experimentado, debo reconocer que casi todo había sido obra de mi hija Kaitlin, que ahora tenía diez años y nunca se cansaba de criticar mi sentido estético. Puede que eso le hiciera sentirse mayor. Había cambiado mi viejo sofá porque me había hartado de oír lo “desfasado” que era… pues esta era la palabra de humillación favorita de Kait.
Su lugar ahora lo ocupaba un austero banco acolchado de color azul que parecía perfecto hasta que intentabas ponerte cómodo.
Pensé en llamar a Janice, pero preferí no hacerlo. A mi exmujer no le gustaban las llamadas telefónicas espontáneas, sino que prefería mantenerse en contacto conmigo siguiendo un horario regular y previsible. Y en cuanto a Kait… consideré que era mejor no preocuparla. Sí la hubiese llamado, me habría soltado un discurso sobre todo lo que había hecho hoy con Whit, que así era como llamaba a su padrastro. Según Kait, Whit era un tipo genial que le hacía reír. Quizá debería hablar con Whit, pensé. Quizá él conseguiría hacerme reír.
Así que aquella noche no hice nada más que cuidar de algunas cervezas y navegar por los satélites.
Todos loa servidores, incluso los más baratos, tenían una serie de canales de ciencia y naturaleza. Uno de ellos emitió un vídeo reciente sobre una expedición realmente peligrosa que recorría Tailandia por el Chao Praya hasta llegar a las ruinas de Bangkok. La expedición estaba patrocinada por la National Geographic Society y media docena de donantes corporativos cuyos logotipos aparecían de forma prominente en los créditos.
Quité el sonido y dejé que las imágenes hablaran por sí solas.
El centro urbano de Bangkok no había sido reconstruido durante los años que habían transcurrido desde el 2021, porque nadie quería vivir ni trabajar demasiado cerca del Cronolito (existían ciertos rumores sobre una supuesta “enfermedad de proximidad”, una dolencia que, a pesar de no constar en la literatura médica legítima, aterrorizaba a la gente). En cambio, los delincuentes y las milicias militares sí que eran bastante reales y omnipresentes. A pesar de todo, por las aguas del Chao Praya se seguía desarrollando un enérgico mercado fluvial, incluso bajo las sombras de Kuin.
El programa empezaba con unas imágenes aéreas de la ciudad: unos muelles toscos e inclinados daban acceso a sombríos almacenes, un mercado y diversos puestos de frutas y verduras frescas; el orden emergía de entre los escombros y las ruinas que cubrían las calles se apartaban para abrirlas al comercio. Visto desde cierta altitud, parecía un reportaje sobre la perseverancia humana ante el desastre. Sin embargo, a nivel de suelo, el espectáculo resultaba menos esperanzador.
A medida que la expedición se iba aproximando al corazón de la ciudad, el Cronolito empezó a estar presente en todas las secuencias: primero a cierta distancia, dominando el río marrón; después más cerca, alzándose hacia el mediodía tropical.
Me sorprendió lo limpio que estaba el monumento. Incluso los pájaros y los insectos lo evitaban, aunque el polvo que arrastraba el aire se había ido congregado en las escasas hendiduras del rostro de la escultura y había suavizado un poco la mirada ausente de Kuin. El suelo que pisaba era completamente estéril, no brotaba ninguna planta. Algunas lianas que crecían a la orilla del río habían intentado escalar por su inmensa base octogonal, pero habían sido incapaces de aferrarse a su superficie, tan lisa como un espejo.
La expedición echó el ancla en medio del río y se aproximó a la orilla para mostrar más imágenes. En una de las secuencias, una tormenta formaba remolinos sobre la ciudad antigua y el agua de lluvia caía en forma de cascada desde los torrentes en miniatura del Cronolito, como pequeños saltos de agua que agitaban los sedimentos del lecho del río. Los vendedores del muelle cubrieron sus puestos con lonas y plásticos y se resguardaron debajo.
Corte a una imagen de un mono salvaje sobre una valla publicitaria de Exxon derribada, chillando al cielo.
Nubes alejándose del promontorio de la inmensa cabeza de Kuin.
El sol asomando cerca del verde horizonte, el Cronolito proyectando su sombra sobre la ciudad como si fuera la aguja de un enorme reloj de sol.
Había más imágenes, pero ninguna reveladora. Apagué la pantalla y me fui a la cama.
En esta época, los estadounidenses habíamos aceptado una serie de términos para describir a los Cronolitos: por ejemplo, lo que hacía un Cronolito era aparecer o llegar… aunque algunos preferían decir aterrizar, como si fuera una especie de tornado atascado.
El más reciente de los Cronolitos había aparecido (llegado, aterrizado) hacía más de dieciocho meses, provocando un aumento del nivel del mar en el litoral de Macao. Tan sólo medio año antes, un monumento similar había destruido Taipei.
Como ya era habitual, ambas piedras señalaban victorias militares que tendrían lugar en el futuro. Dentro de veinte años y tres meses. Apenas una vida, pero el tiempo suficiente para que Kuin (si existía, si era algo más que un símbolo artificial o una abstracción) reuniera las fuerzas necesarias para sus supuestas conquistas asiáticas. El tiempo suficiente para que un joven se convirtiera en un hombre de mediana edad. El tiempo suficiente para que una niña se convirtiera en una mujer joven.
Ahora hacía más de un año que no había llegado ningún Cronolito a ningún lugar del mundo, así que algunos habíamos preferido creer que aquella crisis sólo afectaría a Asia, que quedaría confinada por la geografía, encerrada por los océanos.
Nuestras disertaciones públicas eran frías y distantes. El caos político y militar se había apoderado de la mayor parte del territorio meridional de China, convirtiéndolo en una tierra de nadie en la que, quizá, Kuin había empezado a reclutar a su núcleo de seguidores. Una editorial del periódico de ayer se preguntaba si, a largo plazo, Kuin podría convertirse en una fuerza positiva, argumentando que aunque era poco probable que un imperio kuinísta fuera una dictadura benigna, quizá restauraría la estabilidad en una región peligrosamente desestabilizada. La destrozada burocracia de Pekín había detonado un artefacto nuclear estratégico en un intento fallido por destruir el Kuin que había aterrizado en Yichang el año anterior. La detonación había abierto una brecha en el dique de contención, provocando una inundación que arrastró lodo radiactivo hasta el Mar de la China del Este. Si el lisiado gobierno de Pekín había sido capaz de llevar a cabo algo semejante, ¿acaso el régimen de Kuin podría ser peor?
Yo no sabía qué pensar. Durante aquellos años, lo único que podíamos hacer eran conjeturas, incluso aquellos que analizábamos los Cronolitos (por fecha, tiempo, tamaño, supuesta conquista y demás), intentando comprenderlos. De todas formas, yo prefería no jugar a ese juego, puesto que desde que llegó el primer Cronolito, las cosas habían ido mal con Ashlee y mi vida se había ido ensombreciendo. Para mí, simbolizaban todas las fuerzas malignas e imprevisibles del mundo. Había momentos en los que los temía con todas mis fuerzas y, con frecuencia, era consciente de mi miedo.
¿Podía tratarse de una obsesión? Annali creía que sí.
Intenté dormir. Dormir para conseguir arreglar una manga descosida. Dormir para matar el desagradable tiempo muerto que transcurre entre la medianoche y el amanecer.
Pero no lo conseguí. Una hora antes del amanecer sonó el teléfono. Tendría que haber dejado que contestara el servidor, pero temiendo que le hubiera ocurrido algo malo a Kaitlin (como siempre que sonaba el teléfono a esas horas), busqué a tientas el auricular y contesté.
—¿Hola?
—Scott —dijo una voz áspera y masculina—. ¿Scotty?
Durante un instante de pánico pensé que se trababa de Hitch Paley, con quien no había vuelto a hablar desde el año 2021. Hitch Paley, que resurgía del pasado como un fantasma cabreado.
Pero no era Hitch.
Era el fantasma de otra persona.
Escuché la respiración flemática, la compresión y la expansión del aire de la noche en aquel fuelle marchito.
—¿Papá?
—Scotty… —repitió, como si no fuera capaz de decir nada más que mi nombre.
—Papá, ¿has estado bebiendo? —fui lo bastante cortés como para no añadir otra vez.
—No —respondió, enfadado—. No, he… oh, bueno, joder. Éste es el tipo de… el tipo de trato… bueno, ya sabes, a la mierda.
Y colgó.
Salí rodando de la cama.
Vi cómo salía el sol sobre los edificios agrícolas del este, las grandes granjas colectivas corporativas, nuestro baluarte contra la hambruna. Una capa de nieve cubría los campos, emitiendo blancos destellos entre las vacías hileras de maíz.
Un poco más tarde conduje mi coche hasta el apartamento de Annali y llamé a su puerta.
Hacía más de un año que no salíamos juntos, pero nuestro trato era cordial cuando nos encontrábamos en la sala de café o en el restaurante. Últimamente había mostrado un interés algo maternal por mí y me había preguntado en diversas ocasiones por mi estado de salud, como si pensara que tarde o temprano iba a sucederme algo terrible (puede que aquel día hubiera llegado, pero yo seguía estando tan fuerte como un caballo).
Al abrir la puerta, Annali se quedó sorprendida. Sorprendida y, obviamente, alarmada.
—Scotty —dijo—. Oye, deberías haber llamado antes.
—¿Estás ocupada? —no lo parecía. Llevaba una falda pantalón ancha y una camisa de color amarillo apagado. Quizá, estaba limpiando la cocina.
—Tengo que irme en unos minutos. Te invitaría a entrar, pero tengo que vestirme y todo eso. ¿Qué estás haciendo aquí?
Me di cuenta de que le daba miedo mi compañía… o, quizá, que alguien la viera conmigo.
—¿Scott? —echó un vistazo al pasillo—. ¿Tienes algún problema?
—¿Por qué me preguntas eso, Annali?
—Bueno… he oído decir que te han despedido.
—¿Hace cuánto tiempo?
—¿A qué te refieres?
—¿Hace cuánto tiempo sabías que iban a despedirme?
—¿Me estás preguntando si todo el mundo lo sabía? No, Scott. Dios, eso habría sido humillante. Por supuesto que no, pero se oían rumores…
—¿Qué tipo de rumores?
Frunció el ceño y se mordió e! labio. Ese gesto era nuevo.
—Debido al tipo de trabajo que realiza, a Campion-Miller no le conviene tener problemas con el gobierno.
—¿Qué cono tiene que ver eso conmigo?
—No es necesario que grites.
—Annali… ¿problemas con el gobierno?
—Lo único que sé es que unas personas estuvieron preguntando por ti. Al parecer, trabajaban para el gobierno.
—¿Eran policías?
—No sé… ¿Tienes problemas con la policía? Eran unas personas trajeadas. Puede que de Hacienda, pero no lo sé.
—Eso no tiene ningún sentido.
—Sólo son habladurías, Scott. Lo más probable es que no sean más que tonterías. La verdad es que no tengo ni idea del motivo de tu despido, pero debido a toda esa tecnología que envía al extranjero, C-M necesita tener todos sus permisos en orden. Si alguien aparece haciendo preguntas sobre ti, el conjunto de la empresa podría verse en peligro.
—Annali, yo no soy ningún peligro para la seguridad.
—Lo sé, Scott —pero ella no lo sabía; era incapaz de mirarme a los ojos—. Para serte sincera, estoy segura de que no son más que tonterías… pero tengo ir a vestirme.
Empezó a cerrar la puerta muy despacio.
—¡Y por el amor de Dios! La próxima vez llama antes de venir — añadió.
Annali vivía en el segundo piso de un pequeño edificio de ladrillos de tres plantas, situado en el casco antiguo de Edina. Era el apartamento 203. Me quedé mirando el número de su puerta durante unos instantes. Veinte y tres.
Nunca más volví a verla. En ocasiones me pregunto qué tipo de vida le tocó vivir, qué tal le fue durante aquellos años tan largos y tan duros. No le dije a Janice que me había quedado sin trabajo, pero no porque aún quisiera demostrarle algo. Supongo que ahora intentaba demostrármelo a mí mismo… y a Kaitlin.
La verdad es que a Kait no le importaba cómo me ganaba la vida, pues a sus diez años, consideraba que los temas de los adultos eran demasiado opacos y aburridos. Lo único que sabía era que yo “iba a trabajar” y que ganaba el dinero necesario para ser un miembro respetable, aunque no acaudalado, del mundo adulto. Y eso estaba bien. Me gustaba el reflejo de mí mismo que a veces veía en los ojos de mi hija: para ella yo era una persona estable, predecible e incluso aburrida.
Pero no le había defraudado.
Y, por supuesto, no era peligroso.
No quería que Kait (ni Janice, ni Whit) supieran que me habían despedido… por lo menos, hasta que no tuviera algo más que añadir a la historia. Aunque no se tratara de un final feliz, por lo menos un segundo capítulo, la continuación…
Éste llegó a través de otra llamada telefónica inesperada.
La verdad es que no se trataba de un fina! feliz, puesto que no era un final y, sin duda alguna, tampoco era feliz.
Janice y Whit me invitaron a cenar. Del mismo modo que hay personas que, trimestralmente, ingresan cierta cantidad de dinero en su plan de pensiones o hacen un generoso donativo para obras de caridad, Janice y Whit me invitaban a cenar cada tres meses.
Janice ya no era una madre soltera que vivía en un edificio de renta controlada. Se había despojado de ese estigma casándose con Whitman Delahunt, el supervisor del laboratorio bioquímico en el que trabajaba. Whit era un tipo ambicioso con severas dotes directivas. A pesar de la crisis asiática, Clarion Pharmaceuticals había logrado prosperar abasteciendo a los mercados occidentales que, de pronto, se habían visto privados de los baratos productos bioquímicos que se importaban de China y Taiwán (Whit solfa decir que los Cronolitos eran “el pequeño arancel de Dios”, palabras que obligaban a Janice a esbozar una incómoda sonrisa). Creo que yo no le caía demasiado bien, pero me aceptaba como si fuera una especie de primo del pueblo que estaba unido a Kaitlin por un desagradable y omitible accidente de paternidad.
Para ser justo, debo decir que intentaba hacerme sentir cómodo, al menos esta noche. Cuando me abrió la puerta de su casa de dos plantas estaba envuelto en una cálida luz amarillenta. Sonrió. Whit era uno de esos tipos grandes que inspiran ternura, que parecen ositos de peluche y que son igual de peludos. No era guapo, sino “mono”, como dirían las mujeres. Tenía diez años más que Janice y se estaba quedando calvo, aunque lo llevaba bien. Su sonrisa era enorme pero falsa, y sus dientes eran blancos como la nieve. Estaba seguro de que Whit tenía la mejor odontología, la mejor queratomía radial y el mejor coche del vecindario. Me preguntaba si sería duro para Janice y Kaidin tener que ser la mejor esposa y la mejor hija respectivamente.
—¡Entra, Scott! —exciamó—. Quítate esas botas y ven a calentarte junto al fuego.
Comimos en un espacioso comedor en el que las ventanas, reforzadas con plomo y de distinguida procedencia, traqueteaban en sus marcos. Kait habló un poco sobre el colegio (este año estaba teniendo problemas, sobre todo en matemáticas). Whit habló con mayor entusiasmo sobre su trabajo y Janice, que seguía realizando síntesis proteínicas bastante rutinarias en Clarion, no habló en ningún momento. Al parecer, prefería dejar que Whit alardeara sin cesar.
Kait fue la primera en abandonar la mesa y desapareció en la habitación contigua, donde un televisor había estado musitando en contrapunto con el viento durante toda la cena. Entonces, Whit sacó un decantador de coñac y nos sirvió las bebidas con torpeza, como si fuera un occidental ensayando una ceremonia de té japonesa. Lo cierto es que Whit no solía beber.
—Me temo que he estado hablando durante toda la velada — comentó—. Ahora te toca hablar a ti, Scott. ¿Qué tal te está tratando la vida?
—La fortuna ofrece regalos sin ceñirse a las normas.
—Scotty está recurriendo de nuevo a la poesía —explicó Janice.
—Lo que quiero decir es que me han ofrecido un trabajo.
—¿Estás pensando en abandonar Campion-Miller?
—Me fui de allí hace un par de semanas.
—¡Oh! Hay que tener agallas para tomar esa decisión, Scott.
—Gracias, Whit, pero las cosas no fueron así.
Janice parecía tener una comprensión más profunda del tema.
—¿Y con quién estás ahora?
—Bueno, aún no es seguro, pero… ¿te acuerdas de Sue Chopra?
Janice frunció el ceño. Segundos después, sus ojos se abrieron de par en par.
—¡Sí! ¿De Cornell, verdad? ¿ La profesora joven que nos dio aquellas clases tan raras el primer año?
Janice y yo nos habíamos conocido en la universidad. La primera vez que la vi, estaba en el laboratorio de química con una botella de hidróxido de litio y aluminio en la mano. Si se le hubiera caído, ambos habríamos muerto. La primera norma para una relación estable es la siguiente: nunca dejes caer la jodida botella.
Janice me presentó a Sulamith Chopra cuando ésta era una profesora recién doctorada, rechoncha y ridículamente alta que intentaba forjarse una reputación en el departamento de físicas. Probablemente, en represalia por alguna indiscreción académica que había cometido, Sue había tenido que impartir las clases de una asignatura interdisciplinaria de segundo curso (de esas que los alumnos de inglés escogen como créditos de ciencias y los estudiantes de ciencias, como créditos de inglés), pero dio un giro completo a la materia y preparó un plan de estudios tan intimidador que consiguió ahuyentar a todo el mundo, excepto a unos ingenuos alumnos de arte y a unos desconcertados estudiantes de informática. Y a mí. Sin embargo, la sorpresa más agradable fue que no tenía ningún interés en suspender a nadie. Había redactado aquel programa para ahuyentar a los advenedizos y lo único que deseaba era mantener conversaciones interesantes con los demás.
De modo que “El uso de la metáfora y la realidad en la Literatura y las Ciencias Físicas” se convirtió en una especie de tertulia semanal; el único requisito imprescindible para aprobar la asignatura era que demostráramos que habíamos leído el programa y que a Sue no le aburriera nuestra conversación. Para conseguir nota, sólo teníamos que preguntarle sobre sus temas de investigación favoritos (por ejemplo, la geometría Calabi-Yau o la diferencia entre las fuerzas anteriores y las contextúales); entonces, se pasaba veinte minutos hablando y nos calificaba según la credibilidad de la extasiada atención con la que le habíamos escuchado.
Sin embargo, a Sue también le encantaba decir sandeces, así que la mayoría de sus clases acababan convirtiéndose en charlas entretenidas. A finales del semestre ya no me parecía una mujer extraña de casi dos metros, ojos saltones y mal vestida, sino que había empezado a descubrir a la mujer divertida y tremendamente inteligente que realmente era.
—Sue Chopra me ha ofrecido un trabajo —dije.
Janice se volvió hacia Whit.
__Sue era una de las profesoras de Cornell. ¿Puedo haber visto recientemente su nombre en los periódicos?
Era muy probable, pero se trataba de un tema delicado.
—Forma parte de un equipo de investigación que está financiado por el gobierno federal. Tiene la influencia necesaria para contratar ayudantes.
—¿Y ha pensando en ti?
__Puede que esa no sea la forma más amable de decirlo —señaló Whit.
—No pasa nada, Whit. Janice sólo se está preguntando para qué puede necesitar una académica tan prominente como Sue Chopra a un simple programador. Es una pregunta normal.
—¿Y la respuesta es…? —preguntó Janice.
—Supongo que necesita otro programador.
—¿Le dijiste que necesitabas trabajo?
—Bueno— ya sabes. Nos mantenemos en contacto.
(Podré encontrarte cuando te necesite, Scotty. No temas.)
—Hum —dijo Janice, pues esa era su forma de decirme que sabía que le estaba mintiendo. Sin embargo, no intentó presionarme.
—Bueno, eso es genial, Scott —dijo Whit—. Los tiempos que corren son demasiado duros para estar en el paro, así que es una noticia excelente.
No volvimos a hablar del tema hasta que acabamos de cenar y, después de disculparse, Whit también se levantó de la mesa. Janice esperó a que se alejara lo suficiente para que no nos oyera.
—¿Hay algo más que no nos hayas dicho?
Muchas cosas. Le expliqué una de ellas.
—El trabajo es en Baltimore.
—¿En Baltimore?
—Baltimore, Maryland.
—¿Estás diciendo que te vas a trasladar a otra parte del país?
—Si consigo el trabajo, sí, pero todavía no hay nada seguro.
—No se lo has dicho a Kaitlin.
—No, no se lo he dicho. Antes quería hablarlo contigo.
—Hum. Bueno, no sé qué decir… es que me ha cogido por sorpresa. Lo único que tenemos que hacer es averiguar si Kait se lo va a tomar muy mal o no, pero no tengo ni idea de cómo va a reaccionar. No te ofendas, pero ya no habla de ti tanto como antes.
—El hecho de que acepte el trabajo no significa que vaya a salir de su vida. Podrá venir a visitarme siempre que quiera.
—Scott, estar de visita no es lo mismo que ejercer de padre. Estar de visita es… lo que hace un tío. Pero no sé. Puede que sea lo mejor. Ella y Whit se llevan muy bien.
—Aunque no viva en la ciudad, siempre seré su padre.
—En la medida en que lo has sido siempre, por supuesto.
—Pareces enfadada.
—No lo estoy. Sólo me pregunto si debería estarlo.
En aquel momento, Whit bajó las escaleras y nos quedamos charlando un rato más. El viento cada vez soplaba con más fuerza y la nieve golpeaba los cristales. Cuando Janice, preocupada, hizo un comentario sobre el estado de las calles, les dije que debía regresar a casa y esperé en la puerta a que Kalt viniera a darme su acostumbrado abrazo de despedida.
La pequeña apareció en el recibidor, pero se detuvo a un par de metros de mí. Tenía los ojos enrojecidos y le temblaba el labio inferior.
—¿Kaity? —dije.
—Por favor, no me llames así. No soy un bebé.
Comprendí lo sucedido.
—Nos has estado escuchando.
Su trastorno auditivo no le impedía escuchar a escondidas nuestras conversaciones. Es más, le había estimulado la curiosidad y la ayudaba a ser más sigilosa.
—Oye, no pasa nada —dijo—. Te vas a ir a vivir a otra ciudad. Perfecto.
De todas las cosas que podría haberle dicho, la que escogí fue:
—No deberías escuchar las conversaciones privadas, Kaitlin.
—No me digas lo que tengo que hacer —respondió. Dicho esto, dio media vuelta y se fue corriendo a su habitación.
Janice me llamó un día antes de que viajara a Baltimore para entrevistarme con Sue Chopra. Me sorprendió oír su voz al teléfono, puesto que sólo me llamaba si lo habíamos acordado con antelación.
—No ha pasado nada —dijo al instante—. Sólo quería que supieras… ya sabes. Sólo quería desearte suerte.
¿El tipo de suerte que me mantuviera bien alejado de la ciudad? Me sentí mezquino por pensarlo.
—Gracias —contesté.
—Te lo digo de corazón. He estado pensando mucho en todo esto y quería que supieras… sí, Kaitlin se lo ha tomado bastante mal, pero ya se le pasará. No estaría tan enfadada si no le importaras.
—Bueno… gracias por decírmelo.
—Eso no es todo —vaciló—. Oh, Scott, la cagamos hasta el fondo, ¿verdad? Aquellos días en Tailandia. Todo fue tan extraño. Tan raro.
—Lamento mucho todo eso.
—No he llamado para que te disculpes. ¿Me estás escuchando? Supongo que yo también tuve parte de culpa.
—No creo que debamos buscar culpables, Janice. De todas formas, te agradezco que lo hayas dicho.
No pude evitar echar un vistazo a mi apartamento mientras hablábamos. Ya parecía estar vacío. Bajo las viejas persianas, las ventanas estaban cubiertas por una capa de hielo.
—Lo que intento decirte es que sé cuánto te has esforzado por arreglar las cosas. No conmigo, puesto que soy una causa perdida, ¿verdad? Pero lo has hecho por Kaitlin.
No dije nada.
—Todo el tiempo que has pasado en Campion-Miller… Para serte sincera, cuando regresaste de Tailandia y decidiste empezar de nuevo estuve muy angustiada. No sabía qué intenciones tenías, si pensabas acosarme sin descanso… ni si sería bueno que Kaitlin volviera a verte. Sin embargo, ahora debo admitir que, por mucho que cueste ser un padre divorciado, tú has demostrado ser el mejor. Ayudaste a Kaitlin a superar todo aquel trauma; fue como si la llevaras en brazos por un campo de minas, exponiéndote tú sólo al peligro.
Esta era la conversación más íntima que habíamos mantenido en años y no estaba seguro de qué decir.
Ella continuó hablando.
—Parecía que estabas intentando demostrarte algo a ti mismo, demostrar que eras capaz de comportarte con decencia, de asumir responsabilidades.
—No estaba demostrándolo —respondí—, Lo estaba haciendo.
—Sí, lo estabas haciendo, pero también te estabas castigando a ti mismo. Te estabas culpando, y eso significa que estabas asumiendo tu responsabilidad. De todas formas, Scott, en cuanto se rebasa cierto punto, también eso se convierte en un problema. Sólo los monjes se flagelan eternamente.
—No soy un monje, Janice.
—Pues entonces no actúes como si lo fueras. Si consideras que este trabajo es una buena oportunidad, acéptalo. Acéptalo, Scott. Kait no va a dejar de quererte sólo porque no puedes vería cada semana. Ahora está molesta, pero estoy segura de que podrá comprenderlo.
Fue un largo discurso. También fue el mejor esfuerzo que había realizado Janice hasta la fecha para concederme la absolución, la primera vez que admitía su parte de culpa en el desastre que había separado nuestras vidas.
Y eso era bueno. Generoso. Pero también parecía el sonido de una puerta al cerrarse. Me estaba dando permiso para buscar una vida mejor porque cualquier esperanza de que pudiéramos revivir lo que había habido antaño entre nosotros era totalmente errónea.
Y aunque ambos éramos conscientes de ello, lo que admite la cabeza no siempre coincide con lo que acepta nuestro corazón.
—Tengo que despedirme, Scotty.
Janice tenía un nudo en la garganta; hablaba casi entre hipidos.
—De acuerdo, Janice. Dale un abrazo a Whit de mi parte.
—Llámanos cuando tengas el trabajo.
—De acuerdo.
—Por muy molesta que esté, Kait necesita saber de ti. Ya sabes que en momentos como éste, estando el mundo tal y como está…
—Comprendo.
—Y conduce con cuidado de camino al aeropuerto. Desde la última nevada, la carretera está llena de hielo.
Cuando llegué al aeropuerto de Baltimore suponía que vendría a recogerme un chofer con una cartulina en la que pusiera mi nombre, pero me quedé sorprendido a! ver que era Sulamith Chopra en persona quien me estaba esperando.
A pesar de todos los años que habían pasado, seguía igual que siempre. Sobresalía entre la multitud e incluso su cabeza, un desgarbado cacahuete marrón coronado por una mata de cabello rizado negro, parecía más grande que las demás. Llevaba unos pantalones caquis del tamaño de un globo aerostático y una blusa que antaño podría haber sido blanca pero debía de haber compartido la lavadora con algunas prendas de color. El conjunto de su aspecto era tan similar al de una Tienda Benéfica del Ejército de Salvación que me pregunté si realmente estaba en condiciones de ofrecerme trabajo… pero entonces pensé en la academia y en las ciencias.
Ella sonrió. Le devolví la sonrisa con menos entusiasmo.
Le tendí la mano, pero Sue no la aceptó, sino que se acercó y me dio un abrazo de oso; me soltó una décima de segundo antes de que aquel contacto se hiciera doloroso.
—El mismo Scotty de siempre —dijo.
—La misma Sue de siempre —conseguí replicar.
—Tengo aquí el coche. ¿Has comido ya?
—Ni siquiera he desayunado.
—Entonces, yo invito.
Me había llamado hacía un par de semanas, despertándome de una apacible siesta. Sus primeras palabras fueron:
—Hola, ¿Scotty? He oído decir que te has quedado sin trabajo.
Una nota: no había vuelto a hablar con ella desde aquel encuentro fortuito en Miniápolis ni me había devuelto ninguna de las llamadas. Estaba tan aturdido que tardé unos segundos en reconocer su voz.
—Lamento no haberte contestado hasta ahora —dijo—. Tenía razones para hacerlo. De todas formas, te he estado siguiendo la pista.
—¿Me has estado siguiendo la pista?
—Es una larga historia —guardé silencio esperando a que me la contara, pero Sue empezó a hablar de la época de Cornell y me explicó los puntos principales de su carrera profesional, su trabajo académico sobre los Cronolitos. Como aquel tema me interesaba muchísimo, consiguió desviar mi atención… y supongo que era eso lo que pretendía.
Habló sobre física dándome más detalles de los que yo era capaz de entender (los espacios Calabi-Yau y algo que ella denominaba “turbulencia tau”), hasta que por fin le pregunté:
—Pues sí, me he quedado sin trabajo… ¿Cómo te has enterado?
—Bueno, ésa es una de las razones por las que te he llamado. Creo que tengo cierta parte de culpa.
Recordé que Arnie Kunderson me había dicho algo sobre unos “enemigos en la dirección” y que Annali me había hablado sobre unos “hombres trajeados”.
—Dime lo que tengas que decirme —respondí.
—De acuerdo, pero tendrás que ser paciente. ¿Doy por supuesto que no tienes que ir a ningún sitio? ¿Alguna visita urgente al lavabo?
—Te mantendré informada.
—De acuerdo. Bueno…¿por dónde empiezo? Scotty, ¿alguna vez has pensado en lo difícil que resulta establecer la diferencia entre la causa y el efecto debido a lo mucho que se enredan las cosas?
Sue había publicado una serie de artículos sobre las formas exóticas de la materia y las transformaciones C-Y (“materia carente de bariones y cómo desatar nudos en una cuerda”) en la misma época en la que apareció el Cronolito de Chumphon. Muchos de ellos trataban sobre los conflictos de la simetría temporal, un concepto que parecía decidida a explicarme hasta que la interrumpí. Después de Chumphon, cuando el Congreso empezó a tomarse en serio la amenaza potencial que presentaban los Cronolitos, la había invitado a formar parte de un grupo de investigación apadrinado por una serie de departamentos de seguridad y financiado por una apropiación federal continua. El trabajo, según le dijeron, se basaría en la investigación básica, sería a tiempo parcial, implicaría la colaboración de la universidad de Cornell y diversos colegas y ayudaría a que su curriculum vitae fuera impresionante.
—Escomo Los Álamos, ¿sabes? Pero un poco más relajado —explicó.
—¿Relajado?
—Por lo menos al principio. Por eso acepté. Fue durante los primeros meses cuando tropecé con tu nombre. En aquella época todo estaba bastante a la vista, así que pude ver todo tipo de cagadas relativas a la seguridad. Había una lista maestra de testigos, personas que habían sido interrogadas en Tailandia…
—Ah.
—Y por supuesto, tu nombre aparecía en ella. Estuvimos pensando en traer a todas esas personas, a todas las que pudiéramos encontrar, para hacerles análisis de sangre y todo eso, pero al final decidimos no hacerlo… porque aparte de ser mucho trabajo, habría resultado demasiado agresivo y era poco probable que nos proporcionara resultados substanciales. Además, estaba el problema de las libertades civiles. Pero recordaba que tu nombre aparecía en aquella lista. Supe que eras tú porque relataba con todo lujo de detalles tu vida, incluido Cornell y un hipertexto que te vinculaba conmigo.
De nuevo volví a pensar en Hitch Paley. Su nombre también debía de estar allí. Puede que, desde entonces, hubieran investigado más a fondo sus actividades empresariales… y, quizá, ahora estaba en la cárcel y esa era la razón por la que no me habían dado ningún paquete en Easy’s Packages y no había vuelto a saber nada de él.
Pero, por supuesto, no le dije nada de eso a Sue.
Ella siguió hablando.
—Bueno, hice una especie de nota mental, pero eso fue todo… por lo menos hasta hace poco. Scotty, tienes que comprender que debido a la evolución de la crisis, todo el mundo está paranoico. Y puede que esta paranoia esté justificada, sobre todo después de lo de Chiang. Yichang ha dejado desconcertado al mundo entero. ¿Sabes cuántas personas murieron sólo por la inundación? Además, esa fue la primera vez que se detonaba un arma nuclear desde principios de siglo.
No era necesario que me lo explicara. Había prestado atención. Ni siquiera me sorprendió saber que la Agencia Nacional de Seguridad, la CÍA y el FBI estaban implicados en las investigaciones de Sue. Básicamente, los Cronolitos se habían convertido en un asunto de defensa nacional. La imagen que acechaba en la mente de todos nosotros (y que nadie se atrevía a expresar en voz alta) era la de un Cronolito en territorio americano: Kuin alzándose sobre Houston, Nueva York o Washington.
—Cuando volví a ver tu nombre… bueno., fue en un tipo de lista diferente. Al parecer, el FBI había decido investigar de nuevo a los testigos… es decir, que te ha estado observando de cerca desde entonces. No se trata de vigilancia, pero si sales del estado o haces algo similar quedará anotado, aparecerá en tu expediente…
—¡Por el amor de Dios, Sue!
—Todo esto no era más que una tarea inofensiva hasta hace poco. Entonces, tu trabajo en Campion-Miller apareció en el radar.
—Escribo software comercial. No veo…
—Eres muy modesto, Scotty. Has realizado un trabajo muy delicado sobre heurística de marketing y anticipación colectiva. He echado un vistazo a tu código…
—¿Has visto el código de origen de Campion-Miller?
—Campion-Miller decidió compartirlo con las autoridades.
En aquel momento todo empezó a estar claro. El hecho de que el FBI se hubiera presentado en Campion-Miller para hacer preguntas tenía que haber alarmado al equipo de dirección, sobre todo si había decidido investigar el código principal. Ahora entendía la insólita intransigencia de Arnie Kunderson, aquella atmósfera de “no hagas preguntas y no me cuentes nada” que me había rodeado mientras me despedía de la empresa.
—¿Me estás diciendo que hiciste que me despidieran?
—Nadie pretendía que perdieras el trabajo. Sin embargo, ahora que ha sucedido, considero que es lo más conveniente.
Conveniente era la última palabra que yo habría utilizado.
—Supongo que querrás saber qué tienen en común todas estas cosas, Scotty. Verás, estuviste en el lugar de los hechos cuando llegó el Cronolito de Chumphon… una circunstancia que, por sí sola, te ha marcado de por vida. Ahora, cinco años después, estás desarrollando unos algoritmos que son sumamente relevantes para la investigación que estamos desarrollando.
—¿Lo dices en serio?
—Confía en mí. Esta fue la razón por la que prestaron una atención especial a tu expediente. Tu trabajo dijo mucho a tu favor y permitió que no se acercaran demasiado a ti durante un tiempo. Sin embargo, para ser sincera, debo decirte que ciertas personas de gran poder empiezan a estar muy nerviosas. No se trata sólo de Yichang, sino también de la economía, los disturbios y todos los problemas de las últimas elecciones. El nivel de nerviosismo que hay en estos momentos es indescriptible y, por eso, cuando me enteré de que te habían despedido, tuve la brillante idea de traerte aquí.
—¿Cómo prisionero?
—Ni mucho menos. Creo que el trabajo que haces es muy importante, Scotty. En términos de administración de códigos, es excelente. Y muy, muy pertinente. Puede que a ti no te lo parezca, pero en mis ultimas investigaciones he intentado modelar el efecto de anticipación en el comportamiento de masas, aplicando la respuesta y la teoría de la recurrencia tanto en los acontecimientos físicos como en el comportamiento humano.
—Soy un programador, Sue. Desarrollo algoritmos que no pretendo comprender.
—Eres demasiado modesto, pero el trabajo que haces es importantísimo… y, con franqueza, sería mucho más agradable si lo hicieras para nosotros.
—No lo entiendo. ¿Estáis interesados en mi trabajo o en el hecho de que estuviera en Chumphon?
—En ambas cosas. Sospecho que no se trata de ninguna coincidencia.
—Pero lo es.
—En el sentido convencional de la palabra, sí… Pero es un tema demasiado largo para hablarlo por teléfono. Scotty, tienes que venir a verme.
—Sue…
—Vas a decirme que te sientes como si te hubiera puesto la cabeza en una licuadora. Vas a decirme que no puedes tomar una decisión como ésta mientras estás en pijama bebiendo cerveza y sintiendo lástima de ti mismo.
Llevaba vaqueros y una sudadera, pero por todo lo demás, había dado en el clavo.
—No hace falta que decidas nada —añadió—, pero ven a verme. Ven a Baltimore. Los gastos corren de mi cuenta. Cuando vengas podremos hablar de todo esto. Haré los preparativos.
Una de las características más notables de Sulamíth Chopra es que, siempre que dice que tiene intenciones de hacer algo, lo hace.
En Baltimore se sentía con más fuerza la recesión que en Miniápolis/ Saint Paul. La ciudad había prosperado durante los primeros años del siglo, pero su centro urbano había perdido el efímero brillo de la prosperidad, que se había ido desvaneciendo a medida que crecía el número de escaparates vacíos, se agrietaban las pantallas de plasma y el sol y las condiciones atmosféricas desteñían los brillantes colores de las vallas publicitarias.
Sue aparcó el coche en la parte de atrás de un pequeño restaurante mexicano y me escoltó hasta el interior. El personal la conocía y la saludó por su nombre. Nuestra camarera, que iba vestida como si acabara de salir de una misión del siglo XVII, recitó las especialidades del día con el entrecortado acento de Nueva Inglaterra y sonrió a Sue del mismo modo que un granjero arrendatario sonreiría a un terrateniente bondadoso… de modo que supuse que Sue dejaba buenas propinas.
Durante un rato no hablamos de nada en concreto: los acontecimientos más recientes, la crisis de Oglalla, el juicio de Pemberton. Sue intentaba recuperar el tono de la relación que mantuvimos antaño, la familiaridad que había establecido con todos sus alumnos de Cornell. Nunca le había gustado que le trataran como una figura con autoridad; nunca mostraba j su respeto por nadie y odiaba que le mostraran respeto. Su forma de j pensar era bastante anticuada y consideraba que no había ninguna diferencia entre ella y los científicos que trabajaban en su equipo.
Según me explicó, después de la etapa de Cornell empezó a dedicar más tiempo al proyecto de los Cronolitos hasta que, finalmente, éste se convirtió en su verdadera profesión. Durante todos estos años había escrito importantes artículos teóricos que sólo eran publicados después de que la agencia nacional de seguridad los hubiera examinado minuciosamente.
—Y el trabajo más importante que he realizado no puede ser publicado, porque temen que con él estemos poniendo el arma en manos de Kuin.
—Así que sabes mucho más de lo que estás autorizada a contar.
—Sí, muchísimo más… pero no lo suficiente.
La camarera trajo arroz y fríjoles. Sue empezó a comer con el ceño fruncido.
—También sé muchas cosas sobre ti, Scotty. Te divorciaste de Janice, o viceversa. Ahora tu hija vive con su madre. Janice se volvió a casar. Durante cinco años realizaste un buen trabajo en Campion-Miller, aunque fue bastante limitado… y eso es una verdadera lástima, porque eres una de las personas más brillantes que conozco. No eres un genio en silla de ruedas, pero eres brillante. Y puedes hacerlo mejor.
—Eso es lo que siempre solían comentar los profesores en mis informes de evaluación: “puede hacerlo mejor”.
—¿Has podido superar lo de Janice?
Sue hacía preguntas íntimas con la misma brusquedad que las personas que hacen las encuestas del censo. No creo que se le ocurriera pensar que podía estar ofendiéndome.
Y, por lo tanto, no me sentí ofendido.
—Casi —respondí.
—¿Y la niña? ¿Se llama Kaitlin, verdad? Dios mío, aún recuerdo a Janice embarazada. Tenía una enorme barriga. Parecía que estaba intentando robar un Volkswagen del concesionario.
—Kait y yo nos llevamos bien.
—¿Todavía quieres a tu hija?
—Sí, Sue. Todavía quiero a mi hija.
—Por supuesto que sí. Eso es muy de Scotty —parecía estar verdaderamente complacida.
—Bueno… ¿Y qué me cuentas de tu vida? ¿Hay algo en marcha?
—Bueno —respondió—. Vivo sola. Hay alguien a quien veo de vez en cuando, pero no es una verdadera relación.
Bajó la mirada antes de añadir:
—Es poetisa. El tipo de poetisa que trabaja en una tienda durante el día. No puedo decirle que el FBI ha investigado sus antecedentes porque se pondría hecha una fiera. De todas formas, también se ve con otras personas. No somos monógamas, sino poliamorosas. La verdad es que apenas nos vemos.
Levanté mi vaso.
—Vivimos días extraños.
—Días extraños. Skol. Por cierto, he oído decir que no hablas con tu padre.
Estuve a punto de ahogarme.
—Investigaron tus registros telefónicos —explicó—. Él es quien hace las llamadas, que nunca duran más de treinta segundos.
—Es una especie de carrera para ver quién es el primero en colgar — contesté—. Por el amor de Dios, Sue, esas llamadas son privadas.
—Está enfermo, Scotty.
—Adelante, hablame de ello.
—No, en serio. Supongo que sabes lo del enfisema, pero también ha acudido a ¡a consulta de un oncólogo. Tiene cáncer de hígado, irreversible, metastático.
Dejé el tenedor sobre la mesa.
—Oh, Scotty. Lo siento.
—¿Te das cuenta de que no te conozco?
—Por supuesto que me conoces.
—Te conocí hace mucho tiempo, pero no íntimamente. La persona que conocí era una profesora joven, no una mujer que ha conseguido que me despidan… y que pincha mi puto teléfono.
—Lamento recordarte que ya no existe nada parecido a la privacidad.
—¿Se está muriendo?
—Probablemente —puso cara de pánico al darse cuenta de lo que acababa de decir—. ¡Dios mío! Perdóname, Scott. Nunca pienso las cosas antes de decirlas. Supongo que soy una especie de autista o algo similar.
Esa era una de las cosas que ya sabía desde hacía tiempo. Estoy seguro de que el defecto de Sue tenía nombre y aparecía en el mapa genético: era una especie de incapacidad para leer o predecir los sentimientos de los demás. Además le encantaba hablar… por lo menos en aquella época.
—No es asunto mío —respondió—. Tienes razón.
—No necesito que nadie me haga de padre. Ni siquiera estoy seguro de necesitar este trabajo.
—Scotty, no fui yo quien empezó a investigar tus llamadas. Puedes aceptar o no este trabajo, pero el hecho de que lo rechaces no te ayudará a tener una vida normal. No sé si eres consciente, pero renunciaste a ella en Chumphon.
Mí padre se está muriendo, pensé.
Me pregunté sí eso me importaba o no.
De vuelta en el coche, Sue continuó disculpándose.
—¿Hago mal al señalarte que ambos estamos metidos en un buen lío, que nuestras vidas han sido moldeadas por los Cronolitos de una forma que no podemos controlar? Sólo estoy intentando hacer lo mejor, Scotty. Te necesito aquí, y estoy segura de que este trabajo te hará sentir más realizado que el de Campion-Miller-cruzó un semáforo en ámbar y tuvo que parpadear ante la cegadora señal de advertencia que se iluminó en el coche a modo de reprimenda—. ¿Me equivoco al pensar que deseas implicarte en lo que estamos haciendo?
No, pero no le di la satisfacción de decírselo.
—Además… —¿se había sonrojado?—. Para ser franca, debo decirte que disfruto de tu compañía.
—Supongo que tienes un montón de compañeros.
—Tengo colegas, no compañeros. Por otra parte, sabes que la oferta no es mala, por lo menos en este mundo en el que vivimos —añadió, casi con timidez—. Y podrás viajar. Conocer el extranjero. Presenciar milagros.
Más extraño que la ciencia.
Siguiendo la fastuosa costumbre de la contratación federal, durante tres semanas no sucedió nada. Los empleados de Sulamíth Chopra me acompañaron a un motel y me dejaron allí. Cada vez que llamaba a Sue por teléfono, me contestaba un funcionario llamado Morris Torrance que me aconsejaba que fuera paciente. El servicio de habitaciones era gratis, pero el hombre no ha sido creado para vivir únicamente de este servicio. No había querido renunciar a mi apartamento de Miniápolis hasta haber firmado algo duradero, así que cada día que pasaba en Maryland representaba una pérdida fiscal neta.
Estaba seguro de que la terminal del motel estaba intervenida y sospechaba que el FBI conseguía acceder a mi panel portátil antes de que la señal llegara al satélite. Sin embargo, hice lo que supuse que todos esperaban: continué recopilando datos sobre Kuin y leí con más atención algunos de los trabajos de Sue.
Había publicado dos artículos importantes en el nexo de Nature y uno en la página web de Ciencias. Los tres, que trataban sobre materias que yo no estaba capacitado para juzgar, sólo parecían estar relacionados de forma remota con el tema de los Cronolitos: “Energía Tau de Unificación Hipotética”, “Estructuras Materiales Carentes de Hadrones” y “Gravitación y Fuerzas Vinculantes Temporales”. Lo único que logré entender de su lectura fue que Sue había hallado algunas soluciones interesantes para los problemas de la física fundamental. A mí parecer, esos artículos se parecían mucho a Sue, pues eran directos y opacos.
Dediqué parte de aquel tiempo en pensar en Sue. Para aquellos que llegamos a conocerla, había sido algo más que una profesora, aunque siempre se había mostrado reacia a hablar de su vida privada. Nació en Madras, pero sus padres emigraron a los Estados Unidos cuando tenía tres años. Durante su hermética infancia dividió su atención entre los deberes escolares y su floreciente interés intelectual. Era lesbiana, pero casi nunca hablaba de sus parejas (que al parecer no le duraban demasiado) y jamás me contó cómo reaccionaron sus padres, a quienes describía como “muy conservadores” y “bastante religiosos”, cuando se enteraron. Daba la impresión de que, para ella, estos asuntos eran triviales y no merecían atención alguna. Si en su corazón se escondía algún viejo dolor, lo disimulaba muy bien.
Su profesión era lo que le proporcionaba las mayores alegrías. En su opinión, la vida le había premiado con este trabajo y la capacidad para realizarlo, así que a pesar de las carencias que podía tener, se sentía recompensada. Los pocos placeres que se permitía eran prácticamente monacales.
Estoy seguro de que había mucho más, pero esto era lo único que había querido compartir.
“Energía Tau de Unificación Hipotética”. ¿Qué significaba aquello?
Significaba que había observado con atención los mecanismos de relojería del universo. Significaba que se sentía como en casa con los elementos fundamentales.
Estaba solo, pero me sentía tan inquieto que era incapaz de hacer nada para solucionarlo y me aburría tanto que había empezado a observar los coches que había en el aparcamiento del motel para ver si conseguía descubrir cuál era el que llevaba en su interior al equipo del FBI que me estaba vigilando… en caso de que existiera ese vehículo.
Días después tuve un desagradable encuentro con el FBI. Morris Torrance me llamó para decirme que tenía una cita en el Edificio Federal del centro de la ciudad y que diera por supuesto que me extraerían muestras de sangre y que tendría que someterme a la prueba del polígrafo. El hecho de que fuera necesario que superara estos obstáculos para poder hacerme con el lucrativo puesto de programador de códigos reflejaba la seriedad con la que se tomaba el gobierno las investigaciones de Sue Chopra… o, por lo menos, el dinero que había destinado el congreso para que se llevaran a cabo.
Pero Morris había subestimado el número de pruebas que me iban a realizar en el Edificio Federal: no sólo me sacaron sangre, sino que también me hicieron una radiografía torácica y una escáner craneal. Además me cogieron muestras de orina, heces y cabello, me tomaron las huellas dactilares, firmé una autorización para que analizaran mi secuencia cromosomática y, por fin, fui escoltado hasta la sala del polígrafo.
Durante las horas que habían transcurrido desde que Morris Torrance mencionó por teléfono la palabra “polígrafo” sólo había sido capaz de pensar en una cosa: Hitch Paley.
Sabía cosas sobre él que podían enviarlo directamente a la cárcel, a no ser que ya estuviera allí. Hitch nunca había sido mi mejor amigo y, después de tantos años, no estaba seguro del grado de lealtad que le debía; de todas formas, durante el transcurso de una noche en vela decidí que rechazaría aquel trabajo en el mismo instante en que la libertad de Hitch se viera amenazada. De acuerdo, Hitch era un delincuente y, según la ley, tendría que estar entre rejas, pero a mí no me parecía justo encarcelar a un hombre que vendía marihuana a unos melómanos adinerados que, de otra forma, habrían invertido su dinero en vodka, coca o speed.
Puede que Hitch no fuera demasiado escrupuloso con lo que vendía, pero yo sí que lo era cuando se trataba de personas.
A pesar de la bata blanca, el supervisor del polígrafo tenía más pinta de portero de discoteca que de doctor. Morris Torrance se reunió con nosotros en la sencilla sala de enfermería para supervisar la prueba. Morris era un empleado del gobierno federal que debía de estar unos trece kilos por encima de su peso ideal y unos diez años por encima de la flor de la vida. Su cabello había ido retrocediendo de esa forma que hace que los hombres de mediana edad luzcan coronilla, pero sus apretones de mano eran firmes y su actitud, relajada. Además, no parecía una persona hostil.
Dejé que el supervisor colocara los electrodos por todo mi cuerpo y respondí a las preguntas iniciales sin vacilar. A continuación, Morris se hizo cargo del diálogo para interrogarme, con todo lujo de detalles, sobre mi primera experiencia con el Cronolito de Chumphon, y de vez en cuando se detenía para que el supervisor añadiera alguna anotación en el papel impreso que salía del polígrafo (la maquina parecía anticuada… y lo era, pues había sido diseñada según las especificaciones fijadas por la jurisprudencia del siglo XX). Expliqué la historia con sinceridad pero también con cautela; no dudé en mencionar el nombre de Hiten Paley (pero no su verdadera profesión) e incluso di detalles sobre su tienda de aparejos de pesca pues, al fin y al cabo, era un negocio legal… al menos, a tiempo parcial.
A continuación expliqué lo de la cárcel de Bangkok.
—¿Buscaban drogas cuando os registraron? —preguntó Morris.
—Me registraron en más de una ocasión. Puede que buscaran drogas, pero no lo sé.
—¿Llevabas encima alguna droga o sustancia ilegal?
—No.
—¿Has transportado sustancias ilegales por alguna frontera nacional o estatal?
—No.
—¿Fuiste avisado de la aparición del Cronolito antes de su llegada? ¿Tenías algún conocimiento previo del acontecimiento?
—No.
—¿Fue una sorpresa para ti?
—Sí.
—¿Conoces el nombre de Kuin?
—Sólo por las noticias.
—¿Has visto la imagen tallada en los monumentos contemporáneos?
—Si.
—¿El rostro te resulta familiar? ¿Conoces ese rostro?
—No.
Después de asentir, Morris estuvo hablando en privado con el analista del polígrafo. Al cabo de unos minutos, me liberaron de la máquina.
Morris me acompañó a la salida del edificio.
—¿He superado la prueba?
Se limitó a sonreír.
—No en mi departamento, pero no tienes de qué preocuparte.
Sue me llamó por la mañana y me dijo que me presentara en el trabajo.
Por razones que probablemente sólo conocía el senador de Maryland, el gobierno federal dirigía esta rama de investigación sobre los Cronolitos en un edificio normal y corriente situado en un parque industrial de las afueras de Baltímore. Al entrar, descubrí que mi nuevo lugar de trabajo no era más que un humilde apartamento con oficinas y una improvisada biblioteca. Según me explicó Sue, las universidades y laboratorios federales se encargaban de realizar las partes más laboriosas de la investigación, puesto que la labor de Sue era similar a la de un gabinete estratégico: aparte de cotejar los resultados, este lugar era una especie de asesoría y cámara de compensación para las donaciones del Congreso. Básicamente, el trabajo de Sue consistía en evaluar los conocimientos e identificar nuevas líneas de investigación prometedoras. Sus superiores inmediatos eran los directores de la agencia y los asesores del Congreso. En las tareas de investigación sobre los Cronolitos, Sue representaba el escalón superior de lo que podría denominarse, plausiblemente, ciencia.
Me sorprendió que una persona tan motivada por la investigación como ella hubiera acabado ocupando un glorificado cargo administrativo, pero mis dudas se desvanecieron en el mismo instante en que abrió la puerta de su despacho y me indicó que entrara. Era una habitación enorme en la que había un escritorio de segunda mano barnizado y demasiados ficheros para poder contarlos. Alrededor de su terminal de trabajo se amontonaban recortes de periódico, publicaciones y copias de misivas recibidas a través del correo electrónico. Las paredes habían sido empapeladas con fotografías.
—Bienvenido al sanctum sanctorum —dijo Sue con alegría.
Eran fotografías de los Cronolitos.
Todas estaban en este lugar: las nítidas tomas realizadas por profesionales se mezclaban con instantáneas cedidas por turistas y crípticas imágenes de colores irreales enviadas por los satélites. En una de ellas pude ver el Cronolito de Chumphon con mucho más detalle que nunca… incluso las palabras de su inscripción, que quedaban resaltadas por una iluminación suave. En otra aparecía el de Bangkok y la primera imagen esculpida del propio Kuin (aunque la mayoría de los expertos consideraba que no era una representación verdadera, puesto que los rasgos eran demasiado genéricos, como si alguien le hubiera pedido a un procesador de gráficos que mostrara la imagen de un “líder mundial”).
En ésta estaban los de Pyongyang y Ho Chi Minh. En otra, los de Taipei, Macao y Sapporo; ésta de aquí mostraba el Cronolito de la Llanura de Kanto, alzándose sobre un par de graneros derrumbados. En ésta aparecía la ciudad de Yichang, tanto antes como después del inútil ataque nuclear. Aunque el monumento permanecía inmutable, el Río Amarillo se había convertido en una arteria seccionada; con la explosión, el dique había reventado y el agua salía a borbotones por todas partes.
En ésta, tomada desde la órbita, podía verse la corriente de color marrón vaciándose en el Mar de China.
Y por todas partes aparecía el rostro inmaculadamente calmado de Kuin, que observaba todo esto desde su trono de nubes.
—Si lo piensas bien, te das cuenta de que es justo lo contrario a la idea de monumento —dijo Sue, al ver que estaba echando un vistazo a las fotografías—. En teoría, los monumentos son mensajes para el futuro, mensajes que dejan los muertos a sus herederos.
—“Observad nuestra obra, vosotros los poderosos, y desesperad”.
—Exacto. Sin embargo, lo que pretenden los Cronolitos es exactamente lo contrario. No se trata de un “yo estuve aquí”, sino de un “vendré… os guste o no, soy el futuro”.
—“Observad mi obra y temedme”.
—Su perversidad es digna de admiración.
—¿Lo dices en serio?
—Para serte sincera, Scotty, en ocasiones me deja sin aliento.
—También a mí.
Además, Kuin también me había dejado sin mi mujer y mi hija.
Me sentí incómodo al ver recreada mi obsesión por los Cronolitos en las paredes de Sue Chopra. Era como si acabara de descubrir que ambos compartíamos un pulmón. Ahora entendía la razón por la que Sue había aceptado trabajar en este lugar: aquí tenía la oportunidad de conocer todos los detalles de los Cronolitos. Si se hubiera centrado en una investigación más práctica, se habría visto limitada a observarlos desde un ángulo más estrecho para calcular sus anillos de refracción o buscar partículas subatómicas elusivas.
Y a pesar de la enorme cantidad de trabajo que tenía (puesto que casi todas las piezas de esta investigación altamente confidencial pasaban a diario por su escritorio), era capaz de encontrar un poco de tiempo para realizar todos los cálculos matemáticos complejos.
—Ha llegado la hora, Scotty —dijo Sue.
—¿Dónde tengo que trabajar? —pregunté.
Me acompañó hasta una oficina que estaba amueblada con un escritorio y una terminal. La terminal estaba conectada a una apretada hilera de estaciones de trabajo de Quantum Organics… unos instrumentos mucho más sofisticados que los que había podido permitirse Campion-Miller.
Morris Torrance, que estaba columpiándose sobre una silla de madera, leía la edición impresa de Golf.
—¿Morris forma parte del paquete? —pregunté.
__Tendréis que compartir el despacho durante una temporada.
Morris necesita estar cerca de mí… físicamente.
—¿Es un buen amigo?
—Entre otras cosas, es mi guardaespaldas.
Morris sonrió y dejó lentamente la revista sobre la mesa. A continuación, se rascó la cabeza realizando un complicado gesto, supongo que con la intención de que viera la pistola que llevaba bajo la americana.
—La verdad es que soy prácticamente inofensivo —dijo.
Volví a estrecharle la mano…esta vez con más amabilidad, porque no estaba hostigándome para que le diera una muestra de orina.
—De momento, lo único que tienes que hacer es familiarizarte con el trabajo que estoy realizando —dijo Sue—. No soy un analista de códigos de tu categoría, así que deberás tomar notas. A finales de semana hablaremos sobre cómo vamos a proceder.
Así que durante el resto del día me limité a hacer eso, pero no observé la entrada de datos ni los resultados de Sue, sino los procesos, los protocolos que convertían los problemas en sistemas delimitados y permitían saber si las soluciones eran correctas o si debían descartarse. Descubrí que Sue había instalado las mejores aplicaciones genéricas que había en el mercado, pero me vi obligado a comentarle que eran bastante inapropiadas (o, por lo menos, demasiado engorrosas) para lo que intentaba conseguir. En CM solíamos llamarlas “aplicaciones de reglas de cálculo”, porque eran buenas para una primera aproximación, pero rudimentarias.
Cuando Morris acabó de leer el Golf, fue a buscar comida a la charcutería que había al final de la calle y regresó con una copia de Fly Fisherman para pasar la tarde. Sue aparecía de vez en cuando para dedicarnos una alegre mirada. Éramos su refugio, una zona aislada entre el mundo y los misterios de Kuin.
Una semana después, mientras conducía mi coche hacía el apartamento medio vacío que se había convertido mi nuevo hogar, caí en la cuenta de lo rápida e irrevocablemente que había cambiado mi vida.
Quizá fue la monotonía del trayecto; quizá fue el hecho de ver las tiendas de campaña y automóviles oxidados que se alineaban a lo largo de la carretera; o, quizá, fue la perspectiva de tener que pasar el fin de semana solo. Puede que el no querer ver las cosas goce de mala reputación, pero se supone que el estoicismo es una virtud… y la clave del estoicismo radica en no querer ver las cosas, en el firme rechazo a rendirse a una terrible verdad. Y la verdad es que, últimamente, yo había sido muy estoico. Cuando cambié de carril para adelantar a un camión cisterna, una furgoneta Leica amarilla me siguió, aproximándose demasiado a mi vehículo. En aquel momento, el camión empezó a salirse de su carril e invadió el mío (supongo que el conductor había anulado los mecanismos de proximidad, un acto sumamente ilegal pero bastante frecuente entre los camioneros gitanos). El conductor no podía verme porque me encontraba en el ángulo muerto de sus retrovisores, la furgoneta que me pisaba los talones se negaba a frenar… y, durante cinco segundos eternos, tuve una visión premonitoria de mí mismo aplastado contra la columna de dirección.
Entonces, el camionero me vio por el retrovisor, se echó a la derecha y me dejó pasar.
La Leica pasó zumbando por mi lado como si no hubiera pasado nada.
Y yo me quedé solo al volante, bañado en un sudor frío. Me sentía perdido, recorriendo una carretera gris que sólo existía en mi subconsciente.
Una semana después recibí buenas noticias: Janice me llamó para decirme que Kait iba a recuperar el oído.
—Lo recuperará por completo, Scott, o por lo menos debería ser así, puesto que nació con una audición normal y es muy probable que conserve todas las conexiones nerviosas. Se llama prótesis mastoidecaracol.
—¿Estás segura?
—Es un procedimiento relativamente nuevo, pero su porcentaje de éxitos ha sido casi del cien por ciento en pacientes con un historial similar al de Kaít.
—¿Es peligroso?
—No demasiado, pero se trata de una operación de cirugía mayor. Tendrá que permanecer hospitalizada una semana.
—¿Cuándo será?
—Está programada para dentro de seis meses.
—¿Cómo vas a pagarla?
—Whit tiene un buen seguro médico y su cooperativa ha aceptado asumir un tanto por ciento de los gastos. Mi plan también me abonará parte de la cantidad, y Whit está dispuesto a pagar lo que falte con su dinero. Puede que esto signifique que tengamos que hacer una segunda hipoteca de la casa, pero también significará que Kaitlin podrá llevar una infancia normal.
—Quiero ayudar con los gastos.
—Sé que en estos momentos no dispones de demasiado d inero, Scott.
—Tengo dinero en el banco.
—Y te agradezco la oferta. Pero… francamente, Whit se sentirá más cómodo ocupándose de todo.
Kait se había adaptado bien a su incapacidad auditiva. A no ser que te fijaras en su forma de levantar la cabeza y en cómo fruncía el ceño cuando disminuía el volumen de una conversación, era imposible darse cuenta de que tenía problemas de audición. Sin embargo, tenía que cargar con el estigma de ser diferente, pues estaba condenada a sentarse en la primera fila de clase, donde los profesores solían dirigirse a ella exagerando las vocales y comportándose como si su problema auditivo fuera en realidad una deficiencia mental. En los juegos infantiles era torpe, porque a sus compañeros les resultaba muy sencillo sorprenderla por detrás. Debido a esto y a su timidez natural, Kaitlin se había convertido en una niña solitaria, abstraída y, en ocasiones, arisca.
Pero esto cambiaría gracias a los últimos avances en ingeniería biomecánica. Y también gracias a Whitman Delahunt. Si su aportación económica resultaba un poco dolorosa para mi ego… pues bueno, pensé. A la mierda mi ego.
Mi hija volvería a estar bien. Eso era lo único que importaba.
—Pero quiero colaborar, Janicc. Esto es algo que le debo a Kaitlin desde hace mucho tiempo.
—Eso no es cierto, Scott. Lo del oído nunca fue culpa tuya.
—De todas formas, quiero ayudar.
—Bueno… Si tanto insistes, es probable que Whit acepte que colabores.
Durante aquellos cinco años había llevado una vida bastante frugal, así que “colaboré” pagando la mitad del coste de la operación.
—Scotty —dijo Sue Chopra—. ¿Estás preparado para el viaje?
Ya le había hablado de la operación de Kaitlin. Le había dicho que quería estar con mi hija mientras estuviera en el hospital… y que ese punto no era negociable.
—Aún falta medio año para eso —me dijo Sue—. No estaremos fuera tanto tiempo.
Sus palabras eran crípticas, pero parecía que por fin iba a explicarnos con claridad lo que llevaba una temporada insinuando.
Al llegar al restaurante, que además de espacioso estaba prácticamente vacío, los cuatro nos sentamos en una mesa situada junto a la única ventana que daba a la autopista. Yo, Sue, Morris Torrance y un hombre joven llamado Raymond Mosely.
Ray Mosely había realizado el doctorado de físicas en el Instituto de Tecnología de Massachussets y ahora trabajaba para Sue realizando cálculos científicos complejos. Tema veinticinco años, una enorme barriga, no se arreglaba demasiado y era tan brillante como una moneda recién acuñada. Pero también era demasiado tímido. Me había estado evitando durante semanas (quizá porque mi rostro no le resultaba familiar), pero empezó a aceptarme en cuanto decidió que no era un rival para las atenciones de Sue Chopra.
Sue debía de ser una docena de años mayor que él; además, sus gustos sexuales le impedían fijarse en cualquier hombre… y mucho menos en un joven físico vergonzoso que consideraba que mantener una larga charla sobre las interacciones mu-mesonas era una invitación a la intimidad física. Sue le había explicado todo esto en un par de ocasiones y, en teoría, Rav lo había aceptado. Sin embargo, seguía dedicándole miradas de cordero degollado desde el otro extremo de la pegajosa mesa y defendiendo sus opiniones con la lealtad de un enamorado.
—Resulta sorprendente la cantidad de cosas que hemos sido incapaces de descubrir sobre los Cronolitos durante todos los años que han transcurrido desde que llegó el de Chumphom —empezó a explicarnos nuestra jefa—. Sólo hemos podido tipificarlos ligeramente. Por ejemplo, ahora sabemos que no podemos derribar una piedra de Kuin, ni siquiera excavando su base, porque mantiene una distancia fija con el centro de gravedad de la tierra y una orientación inalterable… aunque eso signifique que quede pendida del aire. Sabemos que es inerte y que tiene cierto índice de refracción. Gracias a los análisis efectuados hemos descubierto que no han sido esculpidas, sino modeladas, etcétera. Sin embargo, no hemos descubierto nada que nos aporte verdaderos conocimientos. En estos momentos, entendemos los Cronolitos del mismo modo que un teólogo medieval podría entender un automóvil: un objeto muy pesado, con una carrocería que se calienta cuando recibe la luz directa del sol y que tiene algunas partes duras y otras blandas. Aunque es probable que la mayoría de estos detalles sean insignificantes, puede que haya alguno importante. De todas formas, es imposible clasificarlos sin disponer antes de una teoría. Y eso es lo que nos falta.
Todos asentimos con solemnidad, como solíamos hacer siempre que Sue nos empezaba a exponer una tesis.
—De todas formas, algunos detalles son más interesantes que otros. Por ejemplo, hemos podido confirmar que, durante las semanas previas a la llegada de un Cronolito, se produce un incremento gradual en la radiación del entorno local. Este incremento, que no alcanza niveles peligrosos, se puede medir sin ningún problema. Los chinos empezaron a trabajar en esto antes de que dejaran de compartir sus investigaciones con nosotros, y los japoneses han tenido un golpe de suerte: disponen de una red de monitores de radiación que analizan de forma rutinaria el entorno del reactor de fusión de Sapporo/Technics. Días antes de que apareciera el Cronolito de Tokio, estaban intentando identificar la fuente de toda esta radiación y descubrieron que las lecturas alcanzaban su apogeo durante la llegada del monumento y que, a continuación, se desplomaban con rapidez hasta recuperar los niveles atmosféricos normales.
—Y eso significa que, aunque no podamos detener la aparición de un Cronolito, tenemos la capacidad limitada de predecirla —dijo Ray Mosely, haciendo un resumen para estúpidos de lo que había dicho Sue.
—Para alertar a la población —dijo Sue.
—Resulta esperanzador —dije—, Siempre y cuando sepamos dónde buscar.
—Ése es el problema —admitió Sue—. De todas formas, son muchos los lugares que controlan la radiación atmosférica. Washington y una serie de gobiernos extranjeros han aceptado colocar detectores alrededor de los emplazamientos humanos principales. Desde el punto de vista de la defensa civil, esto significa que podremos evacuar a la población antes de su llegada.
—Y nosotros podremos estar allí para verlo —añadió Ray.
Sue le miró con dureza, como si se hubiera adelantado a su conclusión.
—¿Eso no sería un poco peligroso? —pregunté.
—Pero es necesario para poder registrar el acontecimiento, conseguir medidas exactas sobre lo que sucede durante su llegada, ver el proceso mientras se desarrolla… Todo eso tiene un valor incalculable.
—Además, nos mantendríamos a cierta distancia —añadió Morris Torrance—. Al menos, eso espero.
—Evitaremos los riesgos físicos en la medida de lo posible.
—¿Y eso sucederá pronto? —pregunté.
—Nos iremos en un par de días, Scotty. Sé que os estoy avisando con muy poca antelación, pero ya lo hemos aplazado demasiado. Nuestros destacamentos ya se encuentran en la zona, además de diversos especialistas. Las pruebas sugieren que habrá una enorme manifestación en un os quince días. Esta tarde, los periódicos informarán de la evacuación.
—¿Y adonde vamos a ir?
—A Jerusalén —respondió Sue.
Me dio el día libre para hacer la maleta y poner en orden mis asuntos. Pero en vez de eso, me fui a dar un paseo.
Cuando tenía diez años, un día volví a casa del colegio y encontré a mi madre fregando la cocina… algo que me pareció bastante normal, hasta que me quedé mirándola un rato (ya había aprendido a observarla con atención).
Mi madre no era una mujer guapa, y creo que en aquel entonces ya lo sabía… de aquella forma distante que tienen los niños de darse cuenta de ese tipo de cosas. Su rostro era afilado y severo; además, como apenas sonreía, siempre que lo hacía su sonrisa se convertía en un acontecimiento memorable. Si la hubiera visto reír, estoy seguro de que habría pasado la noche entera despierto, reviviendo ese momento. En aquella época, mi madre sólo tenía treinta y cinco años, nunca se maquillaba y había días que ni siquiera se molestaba en peinarse, aunque podía pasar perfectamente sin hacerlo porque era morena y su cabello tenía un brillo natural.
Como no le gustaba ir de compras, se ponía todas y cada una de las prendas que guardaba en su armario hasta que estaban tan viejas que se rompían en pedazos. En ocasiones, cuando me llevaba de tiendas, me sentía avergonzado al ver su jersey azul, aquel que tenía una quemadura de cigarrillo en un lado que dejaba ver la tira de su sujetador, o su blusa amarilla, con aquella mancha de lejía en el hombro derecho que parecía el mapa de California.
Siempre que le comentaba algo de esto, guardaba silencio y me miraba fijamente. Entonces, regresaba a casa y se ponía algo un poco más presentable. A mí no me gustaba decirle esas cosas, porque me sentía como un niño presumido y afeminado, el tipo de niño al que le Importa la Ropa, cuando lo único que deseaba era que la gente no mirara a mi madre de reojo en los pasillos del supermercado.
Cuando llegué a casa aquel día, mamá llevaba unos vaqueros, una de las inmensas camisas de mi padre y unos guantes de goma amarillos que cubrían sus brazos hasta la altura de los codos… ocultando, aunque fui incapaz de advertirlo, una serie de arañazos profundos que sangraban sin cesar. Esa era la ropa que solía ponerse para limpiar, y era evidente que se había esmerado: la cocina apestaba a lisol, a amoniaco y a la media docena de limpiadores y desinfectantes que guardaba en el armario que había debajo del fregadero. Se había apartado el cabello de la cara con un pañuelo rojo y había centrado toda su atención en las baldosas del suelo. No me vio hasta que dejé mi fiambrera de metal encima de la mesa.
—Sal de la cocina —me dijo con un tono apagado—. Esto es culpa tuya.
—¿Culpa mía?
—Es tu perro, ¿verdad?
Estaba hablado de Chuffy, nuestro Springer Spaniel. Empecé a tener miedo… no de lo que había dicho, sino del tono que había empleado.
Sentía algo similar cuando me daba las buenas noches. Cada noche, mi madre entraba en mi habitación, se inclinaba sobre mi cama, colocaba bien la sábana de algodón y la colcha, se daba un beso en las yemas de los dedos y acariciaba con ellas mi frente. En el noventa por ciento de las ocasiones, esto resultaba tan reconfortante como suena. Sin embargo, otras noches… otras noches que había estado bebiendo, mamá proyectaba su sombra sobre mí y el fiero hedor del sudor y el alcohol irradiaban de su persona como el calor que sale de una estufa de carbón; y aunque me decía el mismo “Buenas noches, Scotty, que duermas bien” de siempre, sentía que aquellas palabras no eran más que una imitación, y cuando sus dedos acariciaban mi piel, eran fríos y abrasivos. Aquellas noches, me tapaba la cabeza con las sábanas y contaba los segundos (mil uno, mil dos) hasta que sus pasos se desvanecían por el pasillo.
Mamá siguió limpiando y yo, obedeciéndole, fui a la sala de estar, encendí la tele y estuve mirando una reposición sindicada de Seinfeld hasta que empecé a pensar en el comentario que había hecho sobre Chuffy.
A mi madre nunca le había gustado Chuffy. Lo toleraba, pero era el perro de mi padre y mío, no de ella. ¿Si Chuffy hubiera hecho pipí, digamos, en el suelo déla cocina, su enfado no estaría justificado? Y por cierto, ¿dónde estaba Chuffy? Normalmente, a estas horas, solía tumbarse en el sofá para que le rascara las orejas. Lo llamé.
—Ese animal es asqueroso —dijo mi madre desde la cocina—. Déjalo en paz.
Encontré a Chuffy en el piso de arriba, encerrado en el aseo contiguo a la habitación de mis padres. Mi madre le había restregado los cuartos traseros y las patas hasta dejarlos en carne viva, supongo que con uno de los estropajos de acero Brillo que utilizaba para eliminar la grasa de las sartenes. Lo había frotado con tanta saña que le había arrancado parte del pelaje, y su piel sangraba por una docena de puntos diferentes. Cuando intenté consolarlo, Chuffy me clavó los dientes en el antebrazo.
Los años no habían sido piadosos en el suburbio de Maryland en el que vivía mi padre. Aquel vecindario, antaño semi-rural, se había convertido en un nido de centros comerciales asolados, vendedores de material erótico y viviendas obreras. La urbanización de acceso restringido seguía existiendo, pero la caseta del guardia estaba vacía y cubierta de graffiti escritos en árabe. Debido al cerco de nieve, me costó reconocer la casa de la calle Provender Lañe en la que me había criado. Uno de los aleros del tejado se había desprendido y las tejas que había detrás estaban cediendo de forma alarmante. No la recordaba así, pero me di cuenta de que ese era el tipo de casa en la que mi padre podía (o quizá, debía) habitar: descuidada y poco acogedora.
Aparqué el coche, apagué el motor y me quedé sentado al volante. Por supuesto que había cometido una estupidez viniendo hasta aquí, me había dejado llevar por uno de esos impulsos irreflexivos, dramáticos y no contenidos. Había decidido que tenía que ver a mi padre antes de abandonar el país (o de forma implícita, antes de que muriera), ¿pero qué significaba eso exactamente?
Estaba a punto de poner el coche en marcha de nuevo cuando mi padre apareció en el chirriante porche para recoger su periódico vespertino. Al quedar envuelto en una penumbra azulada, su piel adquirió una tonalidad amarillenta. Papá echó un vistazo al coche, se inclinó para recoger el periódico y volvió a mirar en mi dirección. Entonces, se acercó a la acera en zapatillas y camiseta interior. Estaba tan poco acostumbrado a moverse que aquel ejercicio le quitó el resuello.
Bajé la ventanilla.
—Me pareció que eras tú —dijo.
El sonido de su voz liberó todo un regimiento de recuerdos desagradables. No dije nada.
—¿Por qué no entras? —preguntó—. Aquí fuera hace frío.
Cerré el coche y programé los protocolos de seguridad. AI final de la calle, tres estupefactos jóvenes de rostro asiático observaron cómo seguía a mi padre moribundo hacia ¡a puerta de su casa.
Chuffy se recuperó de sus lesiones, pero nunca más volvió a acercarse a mi madre. Las heridas de mi madre, en cambio, fueron permanentes y terribles. En algún momento de su declive me dijeron que era víctima de una enfermedad neurológica, una especie de esquizofrenia que ye desarrollaba durante la edad adulta. Era una enfermedad médica, un fallo en algún punto de los procesos misteriosos pero naturales del cerebro. No me lo creí, porque sabía por experiencia que el problema era mucho más sencillo y espeluznante: tenía una madre buena y una madre mala que habían empezado a convivir en un mismo cuerpo. El hecho de que yo amara a la madre buena hacía posible, incluso necesario, que odiara a la mala.
Pero lo peor era que una se fundía en la otra. La madre buena podía darme un beso de despedida por la mañana y, cuando llegaba a casa del colegio (tarde y a regañadientes), la desquiciada usurpadora se había hecho con el control. No tuve amigos íntimos después de los diez años porque si tienes amigos, debes invitarlos a jugar a tu casa. La última vez que lo intenté, aquel día que llevé a casa aun tímido muchacho pelirrojo llamado Richard que se había hecho amigo mío en clase de geografía, mi madre le estuvo hablando durante veinte minutos sobre los riesgos que comportaban los monitores de vídeo para su futura fertilidad, aunque la verdad es que el lenguaje que utilizó fue bastante más gráfico. Al día siguiente, Richard se mostró distante y apático, como si le hubiera hecho algo desagradable. Quería decirle que no había sido culpa mía, ni tampoco de mi madre. Éramos víctimas de un hechizo.
Como mi madre no aceptaba su enfermedad, consideraba que era yo quien tenía algún problema. Soy incapaz de recordar el número de veces que me dijo, durante mis años de adolescencia, que dejara de mirarla “de esa forma” (es decir, sobrecogido por el miedo). Una de las ironías de la esquizofrenia paranoica es que lleva a cabo sus expectativas más sombrías con un rigor casi matemático. Al cabo de un tiempo, mi madre empezó a creer que mi padre y yo estábamos conspirando para volverla loca.
Nada de esto ayudó a que mi padre y yo nos sintiéramos más unidos, sino que más bien sucedió lo contrario. Papá se resistía al diagnóstico con la misma fiereza que mi madre, aunque su forma de negarlo era más directa. Creo que siempre tuvo la impresión de haberse casado con una persona inferior, que creía que había hecho un favor enorme a la familia de mi madre de Nashua (New Hampshire) cuando les quitó de encima a su malhumorada y solitaria hija. Puede que pensara que el matrimonio la cambiaría, pero no fue así. Ella le había decepcionado, y puede que viceversa. Sin embargo, mi padre continuó exigiéndole que se comportara como una persona normal; la culpaba de todos y cada uno de sus actos irracionales, como si mamá fuera capaz de juzgarlos según la moral y la ética (sí que podía hacerlo, pero sólo de forma esporádica). Lo único que consiguió con su actitud fue que la madre buena sufriera por los pecados de la madre mala. La madre mala continuó siendo fría y obscena, pero la madre buena se mostraba atemorizada e intimidada y se disculpaba sin cesar por lo que había hecho la madre mala. Mi padre le gritaba, a veces la pegaba y con frecuencia la humillaba, y yo corría a esconderme en mi habitación, donde intentaba imaginar un mundo en el que la madre buena y yo pudiéramos abandonar a mi padre y a la pseudo-madre invasora. Seríamos felices, me decía a mí mismo, y viviríamos en el hogar lleno de amor que mamá siempre había deseado construir, y mi padre seguiría luchando contra su falsa mujer irracional en algún lugar lejano y aislado. Por ejemplo en una celda. O en un manicomio.
Más adelante, después de que hubiera cumplido los dieciséis años y hubiera aprendido a conducir, pero antes de que mi madre fuera internada en la residencia de Connecticut en la que vivió sus últimos días, mi padre decidió realizar una excursión familiar a Nueva York.
Supongo que pensaba (y tenía que estar desesperado para aferrarse con tanta fuerza a una pajita tan frágil) que a mamá le sentarían bien unas vacaciones, que se le “aclararía la cabeza”, tal y como él le gustaba decir. De modo que hicimos las maletas, las metimos en el coche, cambiamos el aceite, llenamos el depósito y nos pusimos en marcha como austeros peregrinos. Mi madre insistió en ocupar el asiento de atrás, así que yo me senté delante y me giraba de vez en cuando para suplicarle que dejara de estirarse la piel del labio, que ya había empezado a sangrar. Sólo tengo dos recuerdos lúcidos de aquel fin de semana que pasamos en Nueva York.
El sábado visitamos la Estatua de la Libertad… y todavía puedo contar mentalmente los relucientes escalones que subimos para llegar hasta la cúspide. Recuerdo la combinación de insignificancia y grandeza que sentí al llega r allí arriba, el aroma de mi transpiración y del cobre caliente en aquel apacible día de julio. Mi madre retrocedió ante la vista de Manhattan y se arrodilló en silencio mientras yo seguía observando, embelesado, cómo planeaban las gaviotas sobre el océano. Aquel día me compré una Estatua de la Libertad de latón del tamaño de mi mano. Y recuerdo con claridad la mañana del domingo de aquel mismo fin de semana, cuando mi madre decidió ir a dar una vuelta por el hotel mientras mi padre se duchaba y yo estaba en el vestíbulo echando monedas en una máquina de refrescos. Al regresar a la habitación y descubrir que estaba vacía me entró el pánico, pero no me atreví a interrumpir el baño de mi padre porque me habría reñido (o suponía que lo habría hecho) por haberla dejado sola. De modo que salí de la habitación y avancé por la moqueta roja del pasillo, dejando atrás diversas bandejas del servicio de habitaciones y carritos de ropa de lino inmaculada, hasta que decidí llamar al ascensor para bajar a recepción. En cuanto llegué al vestíbulo, vi que el cabello moreno de mi madre desaparecía por las puertas giratorias. No grité su nombre porque habría alarmado a los huéspedes y habría sido bochornoso, pero corrí tras ella y estuve a punto de tropezar con el estante de prensa que se alzaba en el exterior de la tienda de regalos. Cuando por fin conseguí cruzar la puerta de cristal y llegar a la acera, mi madre había desaparecido. Advertí que el portero, vestido con un traje rojo, estaba tocando con fuerza su silbato, pero no supe la razón hasta que vi a mi madre tirada en ¡a cuneta, gimiendo, mientras el conductor de la furgoneta de reparto de flores que acababa de romperle las piernas saltaba de su vehículo y se acercaba tembloroso a ella, con los ojos abiertos como platos. Y lo único que sentí fue un frío brutal, gélido.
Después de aquel viaje a Nueva York y de que tuviera las piernas curadas, mi madre fue internada de forma permanente en una residencia (fueron los doctores del Central Mercy quienes tomaron esta decisión, debido a las enormes cantidades de Haldol que se habían visto obligados a suministrarle hasta que le quitaron los yesos). La sala de estar en la que me encontraba en estos momentos apenas había cambiado desde entonces, pero eso no significaba que mi padre, en honor de mi madre, se hubiera esforzado en mantener la casa tal y como estaba. Lo único que sucedía era que no había cambiado nada porque no se le había ocurrido.
—He recibido todo tipo de llamadas referentes a ti —dijo—. Durante una temporada pensé que habías robado un banco.
Las cortinas estaban cerradas. Era el tipo de casa en la que, pase lo que pase, nunca entra demasiada luz. La vieja lámpara de pie apenas lograba desvanecer aquella oscuridad.
Mi padre estaba sentado en su extenuada butaca verde, respirando suavemente, esperando a que le explicara lo sucedido.
—Era para un trabajo —comenté—. Estaban comprobando la información.
—Pues no sé qué clase de trabajo sería, porque era el FBI quien estaba llamando a casa.
La camiseta interior dejaba ver su esquelético cuerpo. Años atrás había sido un hombre grande que se irritaba con facilidad, un hombre tan intimidante que nadie se atrevía a bromear con él. Ahora, en sus esqueléticos brazos no había ni un gramo de carne, su fornido pecho de antaño había menguado y se le marcaban las costillas. También advertí que había tenido que hacer cinco muescas nuevas en su cinturón, cuyo extremo colgaba ahora sobre las caderas.
—Voy a estar fuera del país durante una temporada —le dije.
—¿Cuánto tiempo?
—A decir verdad, no lo sé.
—¿E] FBI te dijo que estaba enfermo?
—Me lo ha comentado.
—Puede que no esté tan enfermo como ellos creen. No me encuentro demasiado bien, pero… —se encogió de hombros—. Esos doctores no tienen ni idea de nada y encima te cobran unas facturas desorbitadas. ¿Quieres una taza de café?
—Sí, lo haré yo. Supongo que la cafetera sigue estando donde estaba.
—¿Crees que estoy demasiado débil para hacer café?
—Yo no he dicho eso.
—¡Por el amor de Dios! Aún soy capaz de preparar café.
—Entonces no dejes que me adelante.
Se fue a la cocina. Me levanté para seguirlo, pero me detuve en el umbral al ver que vertía, a escondidas, un gran chorro de Jack Daniel’s en su taza. Sus manos temblaban.
Esperé en la sala de estar, echando una ojeada a la librería. La mayor parte de aquellos libros habían pertenecido a mí madre. Sus gustos abarcaban desde Los puentes de Madison, de Nora Roberts, hasta infinitos volúmenes de Tim LaHaye. Mi padre había contribuido con las antiguas novelas de Tom Clancy y el Más extraño que la ciencia. Yo también tenía muchos libros en este lugar (seguramente, mis sobresalientes se debían a que me aterraba salir del colegio y regresar a casa), pero guardaba mis novelas de misterio en una estantería de mi cuarto, porque no estaba dispuesto a permitir que Conan Doyle o James Lee Burke se mezclaran con las obras de V.C. Andrews y Catherine Coulter.
Mi padre regresó con dos tazas de café y me tendió una en la que aún podía leerse con bastante claridad CORIOLIS SHIPPING, el nombre de la última empresa en la que había trabajado. Papá había dirigido la red de distribución de Coriolis durante veintitrés años y seguía recibiendo el cheque de la pensión cada mes. El café estaba amargo, pero también aguado.
—No tengo leche ni crema normal —dijo—. Pero como sé que el café te gusta blanco, le he puesto un poco de leche en polvo.
—Está bien —respondí.
Volvió a ocupar su asiento. Había un control remoto sobre la mesa de café, delante de él. Supuse que era el de su panel de vídeo. Lo observó con melancolía pero no lo cogió.
—El trabajo que solicitaste debía de ser importante porque la gente del FBI me hizo algunas preguntas bastante peculiares.
—¿De qué tipo?
—Bueno, supongo que eran las habituales: dónde fuiste al colegio, qué notas sacabas, dónde has trabajado y todo eso. Pero querían saber demasiados detalles. Me pregunta ron si practicabas algún deporte, qué hacías en tu tiempo libre, si te gustaba hablar de política o historia, si tenías muchos amigos o eras un niño solitario, quién era tu médico de cabecera, si tuviste alguna enfermedad extraña durante la infancia, si habías ido alguna vez al psiquiatra. Y también me hicieron muchas preguntas sobre Elaine. Sabían que estuvo enferma. En lo que respecta a ese punto, sólo les dije que podían irse a tomar por culo, pero era obvio que ya sabían muchas cosas.
—¿Preguntaron por mamá?
—¿No acabo de decírtelo?
—¿Qué tipo de preguntas?
—Sus… ya sabes, sus síntomas. Cuándo aparecieron y cómo se comportaba. Cómo lo llevabas tú. Cosas que no le importan a nadie, excepto a la familia. ¡Por el amor de Dios, Scotty, querían saberlo todo! Incluso fueron a echar un vistazo a las cosas que tienes guardadas en el garaje. ¿Puedes creer que cogieron muestras de agua de los grifos?
—¿Me estás diciendo que vinieron a casa?
—Sí.
—¿Se llevaron algo más, aparte del agua?
—Creo que no, pero eran tantos que no podía prestar atención a lo que hacía cada uno de ellos. Si quieres ir a echar un vistazo a tus cosas, la caja sigue allí, debajo del Buick.
Sintiendo una mezcla de curiosidad e inquietud, me disculpé y me dirigí al frío garaje.
La caja de la que hablaba mi padre contenía diversos objetos de mis años de instituto: anuarios, un par de premios académicos, viejas novelas y DVD, además de algunos juguetes y recuerdos, entre los que descubrí que estaba la Estatua de la Libertad que había comprando durante el viaje a Nueva York. La hueca figura de latón estaba deslustrada y el fieltro verde de su base, raído; de todas formas, la cogí y la guardé en el bolsillo. Aunque me resultó imposible averiguar si faltaba algo de aquel surtido, la idea de que unos agentes anónimos del FBl hubieran estado rebuscando entre las cajas del garaje me puso la Piel de gallina.
Debajo de todo, en el fondo de la caja, descubrí diversas láminas de dibujos que había hecho en la escuela. Aunque no era la asignatura que mejor se me daba, a mi madre le habían gustado y había decidido guardarlos. El rígido papel marrón de las pinturas de acuarela tenía la consistencia de las hojas caídas. Eché un vistazo a las láminas. En su mayoría eran paisajes nevados: pinos torcidos, cabañas aisladas por la nieve… objetos solitarios perdidos en un enorme escenario.
Cuando volví a entrar en casa, mi padre estaba cabeceando en la butaca. Al ver que su taza de café se balanceaba sobre el apoyabrazos acolchado, la dejé encima de la mesa para que no se cayera. Despertó con el timbre del teléfono, un viejo aparato al que había añadido un adaptador digital en el punto en el que el cable se unía a la pared.
Contestó, parpadeó y dijo “sí” un par de veces; a continuación, me pasó el auricular.
—Es para ti.
—¿Para mí?
—¿Ves a alguien más?
Era Sue Chopra. Como la línea de mi padre no tenía un gran ancho de banda, su voz sonaba muy débil.
—Nos tienes muy preocupados, Scotty —dijo.
—El sentimiento es mutuo.
—Supongo que estarás preguntándote cómo te hemos encontrado; sin embargo, deberías estar contento de que lo hayamos hecho. Nos has dado un montón de quebraderos de cabeza huyendo de esa forma.
—Sue, no he huido. He venido a pasar la tarde con mi padre.
—Comprendo, pero podrías habernos avisado antes de abandonar la ciudad. Morris te ha seguido.
—Morris puede irse a tomar por culo. ¿Estás intentando decirme que tengo que pedir permiso para abandonar la ciudad?
—No es una norma escrita, pero habría estado bien que lo hicieras. Scotty, sé lo enfadado que debes de estar. Yo también he tenido que pasar por todo esto. Puede que ahora no seas capaz de entenderlo, pero los tiempos han cambiado. El mundo es más peligroso de lo que solía ser. ¿Cuándo vas a regresar?
—Esta noche.
—Bien. Creo que tenemos que hablar.
Le dije que también yo lo creía.
Me quedé unos minutos más con mi padre y después le dije que tenía que irme. La débil luz del día que lograba colarse por las cortinas ya se había desvanecido. La casa estaba fría; olía a polvo y a calor seco.
Papá se revolvió en su silla.
—¿Has realizado un viaje tan largo sólo para tomar café y musitar? — preguntó—. Escucha, sé por qué estás aquí, así que te lo diré sin rodeos. No tengo miedo a morir. Ni siquiera me da miedo hablar de ello. Cada mañana me levanto, leo el correo y me digo a mí mismo: “bueno, tampoco será hoy”. De todas formas, debo reconocer que no es lo mismo que si no lo supiera.
—Comprendo.
—No, no lo entiendes. Pero me alegro de que hayas venido.
Sus palabras me sorprendieron. Fui incapaz de pensar en una respuesta.
Cuando se levantó, sus pantalones cayeron sobre sus huesudas caderas.
—Sé que no siempre traté a tu madre como debería haber hecho, pero estuve allí, Scotty. No lo olvides nunca. Cuando estuvo hospitalizada, incluso cuando deliraba. Nunca te llevaba a verla antes de asegurarme de que tenía un buen día. Algunas de las cosas de las que decía te hubieran arrancado la piel a tiras. Y después te fuiste a la universidad.
Mi madre había muerto debido a una neumonía un año antes de que me graduara.
—Podrías haberme llamado cuando enfermó.
—¿Para qué? ¿Para que tuvieras que vivir con el recuerdo de tu madre maldiciéndote desde su lecho de muerte? ¿De qué habría servido?
—Yo también la quería.
—Para ti era muy fácil. Puede que yo la amara y puede que no. Ya no me acuerdo. Pero estuve con ella, Scotty. Todo el tiempo. No fui siempre amable con ella, pero siempre estuve con ella.
Me dirigí hacia la puerta. Él me siguió unos pasos, pero entonces se detuvo, jadeante.
—No lo olvides nunca —añadió.
Cuando llegamos a Israel, el aeropuerto de Ben Gurion era un caos, pues estaba abarrotado de turistas que intentaban abandonar el país. A su llegada, el vuelo de El Al (que aterrizó con cuatro horas de retraso debido a las condiciones atmosféricas, después de haber sufrido un retraso “diplomático” de tres días del que Sue se negaba a hablar) estaba prácticamente vacío, pero cuando despegara de nuevo iría completo. La evacuación de Jerusalén continuaba.
Sue Chopra, Ray Mosley, Morris Torrance y yo salimos del aparato rodeados por un cordón de agentes del FBI provistos de dispositivos de realce de visión y armas camufladas, que a su vez iban escoltados por cinco reclutas del Ejército de Defensa Israelí (con vaqueros, camisetas blancas y ametralladoras Uzi colgadas del hombro), que se reunieron con nosotros al pie de las escalerillas. Cruzamos con rapidez la Aduana Israelí y salimos al exterior del aeropuerto, donde nos esperaba lo que parecía un sheruti (es decir, una furgoneta-taxi privada), que había sido incautada para aquella emergencia. Sue se deslizó en el asiento contiguo al mío, aturdida aún por el viaje, y Morris y Ray se sentaron detrás de nosotros. Al instante, el motor eléctrico canturreó suavemente y el vehículo empezó a moverse.
Sobre la Autopista Uno caía una lluvia monótona. La larga hilera de coches que avanzaba reptando hacia Tel Aviv brillaba débilmente bajo un manto de nubes; sin embargo, los carriles que se dirigían hacia Jerusalén estaban vacíos. Las inmensas pantallas de los servicios públicos que se alzaban sobre nosotros anunciaban la evacuación, mientras que en los carriles contrarios indicaban las rutas de evacuación.
—Resulta inquietante ir a un lugar que está siendo abandonando por el resto del mundo —comentó Sue.
El soldado de) EDI con cara de adolescente que iba sentado en la última hilera de asientos rió entre dientes.
—Al parecer, este tema provoca un gran escepticismo —dijo Morris—. Y también un gran resentimiento. El Likkud podría perder las próximas elecciones.
—Pero sólo si no sucede nada —señaló Sue.
—¿Hay alguna posibilidad de eso?
—Entre pocas y ninguna.
El recluta del EDI volvió a reír entre dientes.
Una ráfaga de lluvia matraqueó sobre el sheruti y entonces recordé que la estación lluviosa de Israel se desarrollaba entre los meses de enero y febrero. Giré la cabeza hacia la ventanilla para observar un campo de olivos que se retorcían bajo el viento. Seguía pensando en lo que Sue me había contado en el avión.
Apenas la había visto durante los días siguientes a la visita de mi padre, puesto que estaba intentando solucionar aquella dificultad diplomática que nos había obligado a permanecer en Baltimore prácticamente hasta el último minuto.
Pasé la semana revisando los códigos y holgazaneé un par de tardes en el bar del barrio, acompañado por Morris y Ray.
Su compañía era más agradable de lo que había imaginado. Aunque estaba molesto con Morris por haberme seguido hasta la casa de mi padre, tengo que reconocer que el enfado no me duró demasiado, puesto que Morris Torrance era una de esas personas que hacen de la amabilidad un arte. Un arte o, quizá, una herramienta. Repelía el odio del mismo modo que el pecho de Superman rechaza las balas. No se mostraba dogmático con el tema de los Cronolitos ni tenía ninguna opinión concreta sobre el significado de Kuin, pero era obvio que el tema le interesaba profundamente. Y esto significaba que, delante de él, podíamos decir disparates de todo tipo, que teníamos vía libre para dejar volar nuestras ideas (incluso las más descabelladas), sin temor a tropezar con una fijación religiosa o política. ¿Era sincero? La verdad es que no lo sé. Como trabajaba para el FBI, éramos conscientes de que todo lo que le contábamos podía acabar anotado en nuestro expediente… y lo mas sorprendente es que Morris conseguía que no nos importara.
En su compañía, incluso Ray Mosely dejaba a un lado su timidez. En un principio, lo había catalogado como uno de esos tipos brillantes pero poco sociables cuyo radar sexual apuntaba de forma desesperada y equivocada hacia Sue. Aunque no estaba del todo equivocado, en cuanto se relajó y nos reveló su gran pasión por la Liga Americana do béisbol, descubrí que teníamos algo en común. Ray, que era hincha del equipo de su Tucson natal, hizo ciertos comentarios sobre los Orioles que consiguieron fastidiar al tipo que ocupaba una mesa cercana… y cuando éste le desafió, no se echó atrás. No era cobarde. Ray era un tipo solitario, pero su soledad era puramente intelectual. Solía dar marcha atrás en su conversación cuando se daba cuenta de que había avanzado hasta un nivel que nosotros éramos incapaces de seguir y, aunque no lo hacía con condescendencia {la mayoría de las veces), era obvio que le entristecía que no pudiéramos compartir sus pensamientos.
Creo que esta soledad era la que le había hecho enamorarse de Sue. No le importaba que ella reservara sus muestras físicas de afecto a breves contactos con mujeres que no tenían nada que ver con su trabajo porque, en cierto sentido, tengo la impresión de que cuando Ray hablaba de física con ella, sentía que estaba haciéndole el amor. Apenas habíamos visto a Sue en toda la semana. —En Cornell también era así —expliqué a Morris y a Ray—, es decir, con los alumnos. Ella nos unió y consiguió que nos conociéramos, pero creo que nuestras mejores conversaciones las mantuvimos después de clase, sin ella.
—Puede que fuera una especie de ensayo general —murmuró Morris.
—¿Para qué? ¿Para esto? ¿Para los Cronolitos?
—¡Oh! Es imposible que Sue supiera algo de esto en aquel entonces. Sin embargo, ¿nunca habéis tenido la impresión de que vuestra vida ha sido una especie de ensayo general para algún acontecimiento crucial?
—Quizá. Alguna vez.
—Es como si, en Cornell, Sue hubiera tenido a los actores de reparto equivocados y se hubiera visto obligada a hacer ciertos retoques en el guión. De todas formas, Scott, tú debiste de ser bueno —dijo Morris sonriendo—, porque aparecerás en la escena final.
—¿Y puedes decirme cuál será? —pregunté—. ¿La llegada del monumento de Jerusalén?
—Pues no lo sé. Puede que Jerusalén… o lo que venga después.
Sue y yo no tuvimos la oportunidad de hablar en privado hasta que ya llevábamos un buen rato sobrevolando el Atlántico y me indicó por ñ señas que me acercara al final del pasillo de la desierta clase turista.
—Lamento haberte tenido a la sombra, Scotty. Y lamento lo del día que fuiste a casa de tu padre. En ningún momento pensamos que tu día libre se convertiría en…
—¿Un arresto domiciliario? —pregunté.
—De acuerdo, en un arresto domiciliario… en cierto sentido, supongo que es eso. Pero no eres el único. Yo me encuentro en la misma situación. Quieren que estemos todos juntos donde puedan controlamos.
Sue estaba bastante resfriada, pero conservaba su determinación de siempre. Tenía las manos en el regazo y retorcía su pañuelo con tanta tristeza y monotonía que, por un momento, me recordó a Mahatma Gandhi. En la parte delantera del avión, un sobrecargo de El Al estaba repartiendo bandejas de plástico con huevos revueltos y tostadas.
—¿Por qué a mí, Sue? —pregunté—. Nadie quiere responderme a esta pregunta. Podrías haber contratado a un programador de códigos mejor. El hecho de que yo estuviese en Chumphon no significa nada.
—No infravalores tu talento —respondió—. De todas formas, sé qué estás intentando preguntarme: te refieres a la vigilancia del FBI, a los agentes que fueron a casa de tu padre… Scotty, hace unos años cometí el error de redactar un artículo sobre un fenómeno al que yo llamaba “turbulencia tau” que, por desgracia, leyeron algunas personas influyentes.
No creía que una respuesta que amenazaba con convertirse en la explicación de una teoría abstracta pudiera responder a mi pregunta. Frunciendo el ceño, esperé a que acabara de sonarse ruidosamente la nariz.
—Disculpa —dijo—. El artículo hablaba sobre lo que supongo que podría denominarse “causalidad”, y hacía referencia a ciertos puntos de la simetría temporal y los Cronolitos. Principalmente, eran cálculos matemáticos sobre aspectos polémicos del comportamiento cuántico, aunque también especulaba con la idea de que los Cronolitos pudieran reconfigurar nuestra comprensión convencional de causa y efecto macroscópicos. Lo que dije fue que, en un acontecimiento tau localizado (en teoría, la creación de un Cronolito), el efecto precede a la causa, pero añadí que se crea un espacio fractal en el que los conectores más significativos no son determinantes, sino correlativos.
—No sé qué significa eso.
—Piensa en un Cronolito como un acontecimiento local en el espacio-tiempo. Entre el flujo convencional de tiempo y la anomalía tau-negativahay una interfaz, una frontera. El futuro transmite un mensaje al presente, pero el monumento también crea ondas, remolinos, corrientes. El futuro transforma el pasado y éste, a su vez, transforma el futuro. ¿Me sigues?
—Más o menos.
—Todo esto provoca una especie de turbulencia que no está marcada por la causa y el efecto, ni siquiera por la paradoja, sino por espumarajos de correlaciones y coincidencias. No podemos buscar la causa de la manifestación de Bangkok porque todavía no existe; en cambio, podemos buscar pistas en la turbulencia, en los efectos correlativos inesperados.
—¿Cómo por ejemplo?
—En el artículo no incluí ningún ejemplo, pero alguien me tomó bastante en serio y empezó a desarrollar las implicaciones. Entonces, el FBI decidió dar marcha atrás e investigar de nuevo a todas las personas que habían sido interrogadas en Chumphon, puesto que era la muestra más pequeña y estadísticamente más completa que tenían a mano. A continuación, creó una base de datos en la que introdujo los nombres y antecedentes de todas las personas que habían hablado públicamente sobre los Cronolitos en alguna ocasión, es decir, todo el personal que estuvo trabajando en el emplazamiento de Chumphon, desde los científicos hasta los que llevaban la maquinaria pesada y los que instalaron los aseos, además de todos aquellos que fueron interrogados después del aterrizaje. En cuanto la base de datos estuvo lista, empezaron a buscar conexiones.
—¿Y debo suponer que las encontraron?
—Sí… y muy extrañas. Sin embargo, una de las más insólitas fuimos tú y yo.
—¿Por qué, por Cornell?
—En parte. Piénsalo bien, Scotty: una mujer que empezó a hablar de las anomalías tau y la materia exótica mucho antes de que llegara el monumento de Chumphon y que, con el tiempo, se ha convertido en una experta de renombre en el tema de los Cronolitos. Y un viejo amigo de esta mujer que, además de haber asistido a sus clases, estuvo en la playa de Chumphon y fue arrestado a menos de un kilómetro de distancia del primer Cronolito registrado pocas horas después de que éste aterrizara.
—Sue. Eso no significa nada. Y lo sabes.
—La verdad es que no tiene ningún significado causal, pero no estamos hablando de eso. Lo importante es que nos ha marcado. Intentar descubrir el origen de un Cronolito es como intentar deshacer un jersey antes de que haya sido tejido. Es imposible. A lo máximo que puedes aspirar es a encontrar ciertas hebras que sean de la longitud adecuada o de un color similar, e intentar hacer suposiciones certeras sobre cómo podrían estar unidas.
—¿Y esa es la razón por la que el FBI interrogó a mi padre?
—Están investigando absolutamente todo, porque no sabemos qué podría ser relevante.
—Esa es la lógica de la paranoia.
—Bueno, pero eso es exactamente con lo que estamos tratando: con la lógica de la paranoia. Y esa es la razón por la que ambos estamos siendo vigilados. No somos sospechosos de ningún acto criminal… al menos, en el sentido convencional del término. Pero les preocupa en qué podemos llegar a convertirnos.
—¿Quieres decir que puede que nosotros seamos los malos?
Sue contempló desde la ventanilla del avión las intermitentes nubes cumules y el océano que se extendía a nuestros pies, como un brillante espejo azul.
—Recuerda esto, Scotty: sea quien sea Kuin, probablemente no será él quien cree esa tecnología. Los conquistadores y los reyes nunca han sido físicos prominentes, sino personas que han utilizado lo que tenían a su alcance. Kuin puede ser cualquier persona y estar en cualquier lugar, pero tenemos la certeza de que robará la tecnología y… ¿acaso podemos estar seguros de que no nos la robará a nosotros? También es posible que nosotros seamos los buenos, los que tienen que resolver el enigma. No somos prisioneros, puesto que si así fuera, en estos momentos estaríamos entre rejas. Nos están vigilando, pero a la vez nos están protegiendo.
Eché un vistazo al pasillo para ver si había alguien escuchando nuestra conversación, pero Morris se encontraba en la parte delantera del avión hablando con una azafata y Ray estaba absorto en un libro. —Puedo soportar todo esto hasta cierto punto. Tengo un trabajo bastante bien remunerado en un momento en que hay miles de personas en paro; además, estoy viendo cosas que nunca imaginé que vería —no añadí que estaba alimentado mi propia obsesión por los Cronolitos—. Sin embargo, creo sólo podré soportarlo hasta cierto punto. No puedo prometer…
Que me quedaré contigo para siempre, quería decirle. Que me convertiré en tu acólito, como Ray Mosely. Eso era imposible: el mundo se estaba convirtiendo en un infierno y tenía una hija a la que proteger. Sue me interrumpió con una sonrisa pensativa. —No te preocupes, Scotty. Hoy en día nadie puede prometer nada… porque nadie está seguro de nada. Éste es uno de los lujos de los que hemos sido privados, así que tendremos que aprender a vivir sin él.
Yo había aprendido a vivir en la incertidumbre hacía mucho tiempo, puesto que uno de los requisitos imprescindibles para convivir con un padre esquizofrénico es aprender a tolerar las rarezas. Puedes soportarlas… por lo menos (como le había dicho a Sue), hasta cierto punto. Sin embargo, una vez rebasado ese punto, la locura empieza a derramarse sobre todo aquello que hay a su alrededor. Entonces, accede a tu interior y se acomoda, hasta que llega un momento en que no puedes confiar en nadie, ni siquiera en ti mismo.
El primer control de la Autopista Uno fue el más difícil de superar. Era el punto en el que el EDI estaba obligando a dar media vuelta a los supuestos peregrinos que se sentían atraídos, de forma perversa, por el lugar que debía ser evacuado.
Esta reacción, que había sido catalogada como enfermedad psiquiátrica hacía algunas décadas, se conocía como “el Síndrome de Jerusalén”, porque algunos de los turistas que visitaban esta ciudad se Quedaban tan sobrecogidos por su importancia cultural y mitológica que, sintiéndose identificados, se vestían con túnicas y sandalias y pregonaban sus sermones en el Monte de los Olivos o intentaban sacrificar animales en el Monte del Templo. El hospital psiquiátrico Kfar Shaul había sido inaugurado a principios de siglo para tratar a los pacientes que sufrían este trastorno.
La oleada de incertidumbre generada por los Cronolitos había desencadenado una nueva marea de peregrinos y la evacuación sólo había conseguido estimular su fanatismo. Jerusalén estaba siendo evacuada para garantizar la seguridad de sus habitantes pero, ¿desde cuándo le había importado eso a un fanático? Lentamente, dejamos atrás una hilera de vehículos que, en parte, habían sido abandonados en el control cuando sus conductores se habían negado a dar media vuelta. Había un tráfico continuo de coches de policía, ambulancias y grúas.
Superamos este obstáculo al atardecer y llegamos a uno de los hoteles principales del Monte Scopus cuando el último rayo de sol se desvanecía en el cielo.
Por toda la ciudad había puestos de observación. Además de los nuestros, pude ver bases militares, un puesto de la ONU, las delegaciones de un par de universidades israelíes y la zona que ocuparía la prensa internacional en el Paseo Haas. El Monte Scopus (en hebreo Har Ha T sofim, que significa “inspeccionar”) era una especie de punto estratégico. Éste fue el lugar en el que los romanos levantaron su campamento en el año 70 a.C, poco antes de que comenzara la rebelión judía… y posteriormente fue ocupado por los Cruzados, por razones similares. El espectáculo de la Ciudad Antigua era asombroso pero desalentador. Sobre todo en las zonas palestinas, resultaba obvio que la evacuación no había sido fácil, puesto que el fuego seguía ardiendo en diversos puntos.
Seguí a Sue por el desierto vestíbulo del hotel hasta una suite con habitaciones contiguas situada en la última planta. Éste iba a ser nuestro centro de operaciones. Las cortinas habían sido eliminadas y un equipo de técnicos había colocado instrumentos ópticos y de seguimiento, además de una siniestra hilera de potentes calentadores. La mayor parte de las personas que había en este lugar formaban parte del proyecto de investigación de Sue, pero sólo algunos la conocían personalmente. Fueron muchos los que se aproximaron a ella para estrecharle la mano y, aunque Sue se mostró amable, era obvio que estaba agotada.
Morris nos enseñó nuestras habitaciones privadas y después sugirió que nos reuniéramos en el restaurante del vestíbulo en cuanto hubiéramos tenido la oportunidad de pasar por la ducha y cambiarnos de ropa.
Sue preguntó cómo se las había arreglado el restaurante para continuar abierto durante la evacuación.
—Este hotel no se encuentra dentro de la zona de exclusión primaba —explicó Morris—. Cuenta con el personal mínimo para atendernos, formado exclusivamente por voluntarios, y en la cocina hay un refugio provisto de calefacción.
Permanecí unos minutos en mi habitación, contemplando la ciudad que se acurrucaba, como una manta de piedra, bajo las colinas de Judea. Las calles cercanas estaban desiertas, excepto por las patrullas de seguridad y algunas ambulancias del Hospital Universitario Hadaza, situado a unas calles de distancia, en el Monte Sinaí. Los semáforos, balanceándose con el viento, parecían ángeles paralíticos.
Cuando cruzamos el control, el soldado del EDI que viajaba con nosotros había hecho un comentario interesante: antiguamente, los fanáticos que viajaban a Jerusalén creían ser Jesús que había regresado, o San Juan Bautista, o el primer Mesías, el único verdadero. Sin embargo, últimamente afirmaban ser Küin. Esta ciudad, que ya había sido testigo de una gran cantidad de historia, estaba a punto de presenciar un poco más.
Sue, Morris y Ray me estaban esperando en el inmenso atrio del hotel.
—Mira, Scotty —dijo Morris, señalando los cinco pisos de plantas colgantes—. Es el Jardín de Babilonia.
—Babilonia está bastante más hacia el este —replicó Sue—. Pero, pero sí, lo parece.
Una vez en el restaurante, ocupamos una mesa situada en el extremo opuesto al reservado de vinilo rojo en el que se había congregado el otro grupo de clientes, formado por hombres y mujeres del EDI. Nuestra camarera (la única que había) era una mujer anciana con acento americano que nos comentó que no le inquietaba la evacuación, a pesar de que eso significaba que tendría que quedarse a dormir en el hotel.
—A pesar de lo mucho que solía quejarme del tráfico —añadió—, no me gusta la idea de tener que conducir por esas calles vacías.
A continuación, anunció que el plato principal de aquella noche era pollo con almendras.
—Y eso es todo, a no ser que sean alérgicos o algo así. En ese caso, puede que el cocinero acceda a hacer algún cambio.
Todos aceptamos el pollo y Morris pidió una botella de vino blanco. Pregunté sobre la agenda del día siguiente.
—Aparte del trabajo científico —respondió Morris—, el Ministro de Defensa Israelí nos visitará por la tarde, acompañado de fotógrafos y cámaras. La verdad es que no tiene ninguna importancia, puesto que no estaríamos aquí si el gobierno israelí no tuviera ya toda la información que podíamos proporcionarle. No es más que un numerito para los servicios informativos, pero Ray y Sue tendrán que hacer alguna interpretación para el pueblo llano.
—¿Vamos a darles hielo de Minkowski o retroalimentación? — preguntó Ray.
Morris y yo nos quedamos perplejos.
—No dejes al resto de la gente fuera de la conversación, Ray —dijo Sue—. Es de mala educación. Morris, Scotty, supongo que habéis visto algo de eso en los extractos del congreso. —Yo soy muy lento leyendo —dijo Morris.
—Dedicamos mucho tiempo a traducir las matemáticas al inglés — le reprendió Sue.
—No son más que metáforas —comentó Ray.
—Es importante conseguir que la gente lo comprenda. Que al menos comprenda lo mismo que nosotros, que no es mucho.
—¿Hielo de Minkowski o retroalimentación positiva? —insistió Ray. —Retroalimentación, creo.
—Sigo sin enterarme de nada —comentó Morris. Sue frunció el ceño y puso en orden sus ideas. —Morris, Scotty, ¿sabéis que es la retroalimentación? Parte de mi trabajo con el código de Sue implicaba el uso de la recurrencia y la auto-amplificación, pero ella estaba hablando de algo mucho más general.
—Es lo que sucede cuando te levantas en la sala de actos del instituto para pronunciar el discurso de despedida y los altavoces empiezan a chirriar como un cerdo en un matadero. Sue sonrió.
—Es un buen ejemplo. Describe el proceso, Scotty. —Entre el micrófono y los altavoces hay un amplificador. En ocasiones, empiezan a hablar entre ellos: todo lo que entra por el micrófono sale por los altavoces, a mayor volumen. Si hay algún ruido en el sistema, se forma un bucle.
—Exactamente. El altavoz aumenta cualquier sonido que registre el micrófono, por pequeño que sea; el micrófono lo oye y lo multiplica de nuevo… y así sucesivamente, hasta que el sistema empieza a sonar como un timbre… o a chillar como un cerdo.
—¿Y qué tiene que ver esto con los Cronolitos? —preguntó Morris.
—Porque el tiempo en sí mismo también es una especie de amplificador. ¿Conoces aquel antiguo refrán que dice que una mariposa que revolotea sobre China puede, con el tiempo, provocar una tormenta sobre Ohío? Es un fenómeno llamado “dependencia sensible”. Normalmente, un acontecimiento mayor es un acontecimiento menor que ha sido amplificado a través del tiempo.
—Como esa película en la que un muchacho viaja al pasado y acaba cambiando su propio presente.
—Bueno, Scotty —continuó Sue—. El ejemplo que nos has dado es el de amplificación; sin embargo, cuando Kuin envía un monumento conmemorando una victoria que tendrá lugar dentro de veinte años, lo que está haciendo es colocar frente a frente el micrófono y el altavoz. Está creando un bucle de retroalimentación, un bucle de retroalimentación deliberado. Se amplifica a sí mismo. Nosotros creemos que esa es la razón por la que los Cronolitos están expandiendo su territorio con tanta rapidez. Al marcar sus victorias, Kuin crea la expectativa de que será el ganador, y eso hace que la victoria sea mucho más probable, incluso inevitable. Al igual que la siguiente… y así sucesivamente.
Este terreno me resultaba familiar, puesto que los artículos de Sue y las conjeturas de la prensa popular me habían hecho llegar a esa misma conclusión.
—Tengo un par de preguntas —dije.
—De acuerdo.
—Supongo que la primera es: ¿cómo afecta todo esto a Kuin? ¿Cómo consiguió enviarnos el primer monumento? ¿Al hacerlo, no estaba cambiando su pasado? ¿Acaso ahora hay dos Kuines?
—Tus suposiciones son tan buenas como las mías. Creo que me estás preguntando s¡ comprendemos mejor todo esto a un nivel teórico. Bueno, sí y no. En la medida de lo posible, hemos intentado evitar un modelo de diversos mundos…
—¿Por qué? ¿Acaso esa es la respuesta más sencilla?
—No, simplemente porque tenemos razones para creer que no es cierto. Y si lo fuera, limitaría lo que podemos hacer para solucionar el problema. Sin embargo, la alternativa…
—La alternativa —interrumpió Ray— es que Kuin comete una especie de suicidio cada vez que lo hace.
La camarera nos trajo la comida en un carrito cubierto por una tela de lino; después de servirnos, se alejó de nuevo a la cocina, empujando el carrito vacío. Al otro lado de la sala, los soldados del EDI habían terminado de cenar y estaban empezando con los postres. Me pregunté I si sería ésta la primera vez que comían en el restaurante de un hotel de cuatro estrellas, porque prestaban una gran atención a todo lo que tenían en el plato y hacían comentarios sobre cuánto les hubiera costado si hubiesen tenido que pagar.
—Kuin está cambiando lo que ha sido en el pasado —explicó Sue entre bocado y bocado—. Borrándolo, sustituyéndolo… pero eso no es exactamente un suicidio, ¿no? Imaginad un Kuin hipotético, un jefe militar de algún país lejano que, de alguna forma, ha conseguido M apoderarse de esta tecnología. Decide apretar el interruptor y, de pronto, ya no es tan sólo Kuin, sino el Kuin, la persona que todo el mundo está esperando… a efectos prácticos, se ha convertido en un jodido Mesías. De todas formas, las cosas no han cambiado demasiado para él; puede que haya desaparecido una parte de su historia personal, pero se trata de una pérdida apenas dolorosa, puesto que ha sido glorificado. Ahora tiene a su disposición grandes ejércitos, una gran credibilidad, un futuro brillante. Por otra parte, puede que el puesto del Kuin original haya sido ocupado por alguna persona más ambiciosa que creció envidiándole. En el peor de los casos, eso sería una especie de muerte, pero también podría ser un billete para la gloria. Además, no puedes lamentarte por algo que nunca has tenido, ¿verdad?
—Sea como sea, yo sigo considerando que se trata de un riesgo enorme. Si ya lo has hecho una vez, ¿para qué vas a pulsar el interruptor de nuevo? —pregunté.
—¿Quién sabe? Por ideología, por delirios de grandeza, porque estás cegado por la ambición, por un impulso auto-destructivo… O puede que, simplemente, por necesidad, como último recurso ante un giro militar. También puede ser que en cada ocasión lo haga por una razón diferente. Sea como sea, Kuin se encuentra justo en el centro del bucle de retroalimentación. Él es la señal que genera el ruido.
—Así que un ruido pequeño se convierte en un ruido fuerte —dijo Morris—. Un pedo se convierte en un trueno. Sue asintió con impaciencia.
__Pero el tiempo no es el único factor de amplificación: también están las expectativas y la interacción humana. A las rocas no les importa en absoluto Kuin, ni tampoco a los árboles. Kuin sólo nos importa a nosotros. Los humanos actuamos según lo que esperamos, y cada vez nos resulta más sencillo esperar al Kuin conquistador, al rey-dios Kuin. Sentimos la tentación de rendirnos, de colaborar, de idealizar al vencedor, de formar parte del proceso para no ser castigados.
—¿Estás diciendo que nosotros estamos creando a Kuin? —Nosotros, en concreto, no… pero sí que lo están haciendo las personas en general.
—Eso fue lo que le pasó a mi mujer antes de que nos separáramos — comentó Morris—, Le obsesionaba tanto el hecho de que pudiera decepcionarla que era incapaz de quitarse esa idea de la cabeza. No importaba lo mucho que me esforzara en tranquilizarla, ni que ganara mucho dinero ni que fuera a misa cada domingo. Me tuvo sometido a un periodo de prueba permanente. “Algún día me dejarás”, solía decirme. Si dices algo así con demasiada frecuencia, es bastante posible que tus palabras acaben siendo ciertas.
Morris reflexionó sobre lo que acababa de decir y, sonrojado, apartó la mano de su vaso de vino.
—Expectativas —dijo Sue—. Retroalimcntación. Eso es exactamente. De pronto, Kuin personifica todo aquello que tememos o que deseamos en secreto…
—Y se está aproximando a Jerusalén para nacer —señalé.
Ante aquella idea, la habitación pareció enfriarse. Incluso los alborotadores adolescentes del EDI estaban ahora más callados.
—Bueno —dije—, aunque la explicación no me ha resultado demasiado reconfortante, he podido entenderla. Veamos… ¿qué es el hielo dt Minkowski?
—Una metáfora de un color distinto, pero creo que, por esta noche ya hemos hablado bastante del tema. Tendrás que esperar a mañana Scotty. Ray se lo explicará al Ministro de Defensa.
Sue sonrió con tristeza mientras que Ray se hinchió de orgullo. Después del café nos levantarnos; yo me fui directo a mi habitación.
Estaba marcando el número de teléfono de Janice y Kaitlin cuando el recepcionista me interrumpió para decirme que el ancho de banda estaba al límite de su capacidad y que, por lo menos, tendría que esperar una hora antes de poder efectuar la llamada, así que cogí una cerveza del minibar, apoyé los pies en el alféizar de la ventana y observé una carrera automovilística que se desarrollaba por las oscuras calles de la zona de exclusión. Los focos de la Cúpula de la Roca hacían que la estructura pareciera tan venerable y sólida como su historia; sin embargo, en menos de cuarenta y ocho horas, se alzaría un monumento más grande e impresionante a escasos kilómetros de distancia.
Me levanté a las siete de la mañana, inquieto pero sin hambre. Después de ducharme y vestirme, me pregunté hasta dónde me dejarían llegar los equipos de seguridad sí intentaba hacer un poco de turismo… por ejemplo, pasear alrededor del hotel. Decidí descubrirlo. Delante del ascensor había una elegante pareja de agentes del FBI. Uno de ellos me detuvo y me miró sin expresión alguna.
—¿Adonde va, jefe?
—A desayunar —respondí.
—Antes tiene que enseñarnos su insignia.
—¿Insignia?
—Nadie puede acceder a esta planta ni abandonarla sin una insignia. No necesitaba ninguna asquerosa insignia… o al parecer, sí.
—¿Quién las reparte?
—Tiene que hablar con las personas que le trajeron hasta aquí, jefe. Y no tardé demasiado porque, en aquel instante, Morris Torrance se acercó amia toda prisa y, mientras me daba los buenos días con alegría, me clavó una tarjeta de identificación en la solapa de la camisa.
—Bajaré contigo —dijo.
Ambos hombres se separaron del mismo modo que las puertas del ascensor que custodiaban. Asintieron con la cabeza a Morris y el menos agresivo de los dos me deseó que tuviera un buen día.
—Lo tendré, jefe —respondí.
—No es más que una medida de precaución —comentó Morris mientras bajábamos.
—¿Como lo de acosar a mi padre? ¿Como lo de leer mi historial médico?
Se encogió de hombros.
—¿Sue no te explicó nada de esto?
—Un poco. No eres simplemente su guardaespaldas, ¿verdad?
—Sí que lo soy, entre otras cosas.
—Eres su carcelero.
—Sue no está en la cárcel. Tiene libertad absoluta para ir adonde quiera.
—Siempre y cuando tú estés al corriente. Siempre y cuando alguien pueda vigilarla.
—Es una especie de pacto que hicimos —dijo Morris—. ¿Adonde quieres ir, Scotty? ¿A desayunar?
—Necesito un poco de aire fresco.
—¿Te apetece hacer turismo? ¿Te das cuenta de que es una idea pésima?
—Puedes llamarme curioso.
—Bueno… supongo que podré conseguir un vehículo del EDI con las credenciales adecuadas. Puede que incluso nos dejen acceder a la zona de exclusión, si realmente eso es lo que quieres.
No contesté.
—Tal y como están las cosas —añadió—, si no aceptas mi oferta, mucho me temo que tendrás que quedarte encerrado en el hotel.
—¿Te gusta este tipo de trabajo?
—Si quieres, puedo hablarte sobre él.
Morris cogió prestado un automóvil azul sin ningún distintivo pero con adhesivos de todo tipo pegados en el parabrisas, además de un complejo sistema GPS que se extendía por el salpicadero del lado del pasajero. Mientras nos alejábamos por la calle Lehi, miré (de nuevo) por la ventanilla.
Era otro día lluvioso; las palmeras de la avenida se mecían con el viento. A la luz del día, las calles no estaban vacías: había policías y patrullas del EDI por todas partes y guardias del departamento de defensa civil en las intersecciones principales. Sólo la zona en la que se suponía que aterrizaría el Cronolito había sido completamente evacuada.
Al llegar a la Ciudad Nueva, Morris accedió a la calle Rey David, el núcleo de la zona de exclusión.
La evacuación de una zona urbana principal no sólo consiste en mantener alejadas a las personas… aunque en realidad es exactamente eso, sólo que a una escala imposible. La mayor parte de los daños que provoca un Cronolito son consecuencia de la oleada de frío, del choque térmico. Por ejemplo, en el área circundante a la zona del impacto, cualquier depósito lleno de agua explotaría, y por esta razón, las autoridades municipales habían pedido a los propietarios de los inmuebles que debían ser evacuados que vaciaran las tuberías antes de abandonarlos; también habían despresurizado ¡a zona del impacto para evitar que estallara la depuradora central, a pesar de que esta medida complicaría los trabajos de extinción de incendios… que serían inevitables, puesto que los fluidos volátiles y los gases escaparían de los contenedores, que quedarían debilitados o agrietados por el frío. Los conductos maestros de gas ya estaban cerrados. En teoría, los propietarios debían vaciar las cisternas de los inodoros, purgar todas las tuberías de gas y sacar de la zona todas las bombonas de propano, pero como no había tiempo material para realizar las comprobaciones casa por casa, resultaba imposible garantizar que no se producirían explosiones. Por otra parte, en las proximidades de la zona del impacto, el choque térmico haría que incluso una botella de leche se convirtiera en un artefacto explosivo potencialmente letal.
Guardé silencio mientras pasamos por delante de las tiendas cerradas, cuyos escaparates habían sido recubiertos de cinta adhesiva. Dejamos a tras sombríos rascacielos y el Hotel Rey David, que estaba tan muerto como un cadáver.
—Una ciudad vacía es algo antinatural —comentó Morris—. Algo malvado… no sé si me estoy explicando.
Al llegar a un control redujo la velocidad y saludó con la mano a los soldados mientras examinaban nuestras credenciales.
—¿Sabes, Scotty? La verdad es que no me siento a gusto vigilándoos a ti y a Sue.
—¿Se supone que eso debería reconfortarme?
—Solo te estoy dando conversación. De todas formas, debes admitir que tiene sentido, que es lógico.
—¿Lo es?
—Ya te lo han explicado.
—¿Te refieres a todo eso sobre la coincidencia? ¿Lo que Sue denomina “turbulencia tau”? La verdad es que no sé hasta qué punto debo creerlo.
—Sí, me refiero a eso —respondió Morris—, pero también al punto de vista del Congreso y la Administración. Scotty, hay dos hechos sobre los Cronotitos que son indiscutiblemente ciertos. El primero es que nadie sabe cómo fabricarlos; el segundo, que los conocimientos necesarios se están gestando en algún lugar en este mismo momento. Hemos proporcionado a Sue y a su equipo los medios para descubrir cómo se crea uno de esos monumentos… y puede que ese sea precisamente nuestro error, porque una vez revelado, ese conocimiento podría caer en las manos equivocadas. Quizá, si no hubiéramos decidido abrir la caja de Pandora, nada de esto habría sucedido.
—Eso es lógica circular.
—¿Y crees que por ser circular es errónea? En la situación en la que nos encontramos, ¿cómo te atreves a rechazar una posibilidad simplemente porque no te gusta su silogismo?
Me encogí de hombros.
—No voy a disculparme por haber investigado tu pasado —continuó—. Son cosas que solemos hacer cuando hay una emergencia nacional, como llamar a filas o controlar el suministro de alimentos.
—No sabía que me habíais reclutado.
—Intenta pensar en ello de esta forma.
—¿Y todo esto sólo se debe a que fui a la universidad con Sue Chopra? ¿A que, por casualidad, estuve en la playa de Chumphon?
—Más bien se debe a que todos nosotros estamos unidos por una cuerda que somos incapaces de ver.
—Eso es… muy poético.
Morris condujo en silencio durante un rato. El sol asomó entre las nubes y columnas de luz iluminaron las colinas de Judea.
—Scotty, soy una persona razonable… o al menos, me gusta creerlo. Sigo yendo a misa cada domingo. El hecho de trabajar para el FBI no me convierte en ningún monstruo. ¿Sabes qué es el FBI moderno? Ya no se trata de policías, ladrones, trincheras y toda esa mierda. Durante veinte años, he estado realizando trabajos de oficina en Quántico. Soy experto en tiro y todo eso, pero nunca he utilizado un arma en una situación policial. Tú y yo no somos tan diferentes.
—No tienes ni idea de cómo soy, Morris.
—De acuerdo, tienes razón, pero para poder seguir adelante con mis razonamientos, digamos que ambos somos personas normales. Personalmente, no creo que exista nada más sobrenatural que lo que leemos en la Biblia; yo sólo me creo aquello de que descansó el séptimo día. La gente dice que soy sensato. Incluso aburrido. ¿Consideras que soy aburrido?
No contesté.
—Pero tengo sueños, Scorty —continuó—. La primera vez que vi el Cronolito de Chumphon estaba en Washington viendo la televisión. Lo sorprendente del tema es que lo reconocí… porque lo había visto antes. Lo había visto en sueños. No era nada concreto, no se trataba de una profecía ni de nada que pudiera demostrarle a nadie. Sin embargo, en cuanto lo vi, supe que era algo que iba a formar parte de mi vida. No apartaba los ojos de carretera.
—Estaría bien que esas nubes se hubieran alejado mañana por la noche —comentó—. Así podríamos verlo mejor. —Morris —pregunté—, ¿algo de todo esto es cierto? —Nunca te mentiría. —¿Por qué no?
—Bueno, puede que porque también te reconocí a ti, Scotty. Es decir, en mis sueños. Allí fue donde te vi por primera vez… y estabas con Sue.
Al releer estas páginas, tengo la impresión de haber hablado demasiado sobre mí mismo y no lo suficiente sobre Sue Chopra. De todas formas, sólo puedo contar la historia tal y como yo la viví. En mi opinión, Sue estaba obsesionada por su trabajo y cegada por las fuerzas que le habían convertido en una defensora del estado. Me inquietaba que hubiera aceptado esta situación, posiblemente porque yo tenía sus mismas limitaciones y estaba recibiendo idénticas recompensas: podía acceder a los procesadores de última generación y a las mejores incubadoras de códigos, pero estaba siendo investigado y cobrando un salario a cambio de muestras de DNA y orina para la nueva ciencia de la turbulencia tau.
Me había prometido a mí mismo que soportaría todo esto hasta que hubiera financiado la parte que me correspondía de la cirugía de Kaitlin. Después, me alejaría de este lugar. Si los Cronolitos seguían avanzando y la crisis empeoraba, quería estar en casa, cerca de mi hija.
Y en cuanto a Kait… en estos momentos, para ella no podía ser más que un punto de apoyo emociona!, un refugio por si las cosas iban mal con Whit, su padre suplente. Sin embargo, tenía la impresión (puede que tan fuerte y concreta como el sueño de Morris) de que tarde o temprano me necesitaría.
Nos encontrábamos en Jerusalén porque los niveles de radiactividad ambiental anunciaban la llegada de un Cronolito, del mismo modo que los temblores de tierra advierten de la erupción de un volcán. ¿Habría también una turbulencia tau premonitoria, fuera lo que fuera eso? ¿Algún rastro insólito en el aire, una cascada fractal de coincidencias?! Y si así era, ¿sería perceptible? ¿Significativa?
Cuando desperté el miércoles por la mañana, faltaban menos de quince horas para la llegada. La planta del hotel había sido sellada; nadie podía entrar ni salir de ella, excepto los técnicos que se movían entre los monitores de la suite y el despliegue de antenas del tejado. Al parecer, habíamos recibido amenazas de una serie de grupos radicales y anónimos. Nos subieron el desayuno, la comida y la cena desde la cocina siguiendo un horario riguroso.
La ciudad estaba silenciosa y tranquila bajo un polvoriento cielo de color turquesa.
El Ministro de Defensa Israelí ¡legó por la tarde para su sesión de fotos, acompañado de dos fotógrafos de la sección de prensa, tres asesores júnior del ejército y un par de ministros. Los periodistas llevaban cámaras sujetas a los hombros. El Ministro de Defensa, un hombre calvo vestido con ropa militar, escuchó la descripción que hizo Sue del equipo de reconocimiento y prestó atención a la explicación de Ray Mosley sobre el “hielo de Minkowski”… que en mi opinión no era más que una torpe metáfora.
Minkowski fue un físico del siglo veinte que afirmó que el universo podía entenderse como un cubo de cuatro dimensiones. Cualquier acontecimiento puede describirse como un punto en ese espacio de cuatro dimensiones, y la suma de esos puntos es el universo, pasado, presente y futuro.
Ray nos dijo que intentáramos imaginar el cubo de Minkowski como un bloque de agua líquida que se estuviera congelando al revés, es decir, desde la base hacia arriba. El avance de la congelación representaría nuestra experiencia humana en el transcurso del tiempo: lo que está helado es pasado, inmutable e inalterable; lo que está líquido es futuro, indeterminado e incierto… y nosotros vivimos en la frontera que se está cristalizando. Para poder viajar al pasado tendríamos que deshacer (¿o debería decir “descongelar”?) todo un universo. Obviamente, eso era absurdo: ¿qué fuerza sería capaz de invertir el movimiento de los planetas, despertar las estrellas muertas y disolver fetos en el útero? Kuin no había hecho eso, sino algo diferente pero igual de maravilloso. Según nos explicó Ray, un Cronolito es como una aguja al rojo vivo que atraviesa el hielo de Minkowski, de modo que sus efectos, a pesar de ser impresionantes, solo se producen de forma local. Aunque en Chumphon, Tailandia y Asia las consecuencias habían sido extrañas y paradójicas, la Luna seguía girando alrededor de la Tierra, los cometas continuaban moviéndose en sus órbitas inalterables y las estrellas seguían brillando. Yeso significaba que el hielo de Minkowski se había cristalizado de nuevo alrededor de la aguja y que el tiempo volvía a fluir como antes… quizá ligeramente herido, pero substancialmente inalterado.
El Ministro de Defensa aceptó esta explicación con el mismo escepticismo de un clérigo musulmán que se encuentra de visita en el Vaticano. Formuló algunas preguntas, admiró los cristales blindados que habían sustituido a las ventanas del hotel y dedicó unas palabras de aprobación a los hombres y mujeres que se encargaban del funcionamiento de la maquinaria. Después de desearnos que todos aprendiéramos algo útil durante las siguientes horas si, que Dios no lo quisiera, la tragedia tenía lugar, se dirigió hacia el tejado para contemplar el despliegue de antenas, seguido por los fotógrafos que no paraban de beber café en vasos de plástico.
Todo esto sería editado de forma que lograra transmitir al pueblo la tranquilidad del gobierno frente a la crisis.
Pero el hielo de Minkowski se estaba derritiendo invisible e inevitablemente. Las conexiones del hotel seguían estando al máximo de su capacidad debido a la cantidad de instrumentos de intercambio de datos que estaban conectados, pero ese día recibí una llamada. Era Janice. Y me dijo que mi padre había muerto mientras dormía.
En Maryland había estado nevando todo el día y el suelo estaba cubierto por una capa de nieve polvo de unos quince centímetros de espesor. En el mismo instante en que mi padre sufrió la insuficiencia cardiaca, su tarjeta médica envió una señal de alarma al hospital… pero cuando la ambulancia consiguió llegar a su casa, ya era demasiado tarde. Janice se ofreció a hacer los preparativos necesarios mientras yo estaba en el extranjero (puesto que no había más familiares con vida). Accedí y le di las gracias.
—Lo siento, Scotty —dijo—. Sé que era un hombre difícil, pero lo siento mucho.
Intenté sentir su pérdida de un modo significativo. Sin embargo, sólo fui capaz de preguntarme cuántas penurias habría eludido al abandonar la historia en estos momentos.
Morris llamó a mi puerta al anochecer y me acompañó a la suite tecnológica, que estaba bañada en la luz azulada que proyectaban los monitores. Como observadores, Morris y yo quedamos relegados a las sillas que se alineaban contra la pared del fondo, donde nadie nos pudiera pisar. La sala estaba caliente y seca, puesto que los calefactores portátiles ya estaban funcionando al máximo de su capacidad. Los técnicos, que parecían llevar demasiada ropa encima, sudaban frente a sus paneles de control.
El despejado cielo empezaba a oscurecerse. En la ciudad reinaba un silencio preternatural.
—Ya falta poco —susurró Morris. Ésta era la primera vez que se había previsto la llegada de un Cronolito con tanta precisión; de todas formas, los cálculos seguían siendo aproximados y la cuenta atrás, provisional.
—Mantened los ojos bien abiertos —dijo Sue, al pasar delante de nosotros.
—¿Y si no sucede nada? —dijo Morris.
—Entonces el Likkud perderá las elecciones, y nosotros nuestra credibilidad.
Los minutos pasaron. Nos dieron chaquetas acolchadas a todos aquellos que no nos habíamos puesto ropa de abrigo. Morris volvió a salir de las sombras, sudoroso e inquieto.
—Suponemos que el aterrizaje tendrá lugar en el distrito comercial. Se trata de una elección interesante, pues evita la Ciudad Antigua, el Templo de la Montaña.
—Kuin es como César —comenté—. Todo el mundo puede adorar al dios que prefiera, siempre y cuando se incline ante el conquistador.
—Y no sería la primera vez que eso sucede en Jerusalén.
Pero puede que fuera la última. Los Cronolitos habían hecho que despertaran todos los temores apocalípticos que durante el siglo XX se habían centrado en las armas nucleares: la sensación de que la llegada de una nueva tecnología provocaría de nuevo la guerra, la impresión de que el largo desfile de imperios que se alzaban y se desplomaban podía haber llegado a su ciclo final. En estos momentos, resultaba demasiado sencillo creer en estas cosas… al fin y al cabo, el valle de Megiddo se encontraba a escasos kilómetros de aquí.
Nos recordaron que, a pesar de la temperatura, debíamos mantener las chaquetas abrochadas. Para amortiguar el choque térmico, Sue quería que en la habitación hiciera tanto calor como fuéramos capaces de tolerar.
Gracias a los análisis efectuados durante las llegadas previas, nos habíamos hecho una idea de lo que debíamos esperar. Cuando aparecen, los Cronolitos no desplazan el aire ni el lecho de roca, sino que transforman esos materiales y los incorporan en su estructura. La onda expansiva es una consecuencia de lo que Sue denominaba “enfriamiento radial”: alrededor de la piedra de Kuin, el aire se condensa, se solidifica y se precipita hasta el suelo… y durante unas décimas de segundo, sucede algo similar con el aire que lo reemplaza. En un radio ligeramente más amplio, la atmósfera se congela, separando los gases que la constituyen (oxígeno, nitrógeno y dióxido de carbono); y en un radio mucho mayor, el vapor de agua se sedimenta.
La presencia de aguas subterráneas provoca un fenómeno similar en el terreno y el lecho de roca, agrietando la piedra e irradiando una onda expansiva por el suelo.
Todo este aire helado y en movimiento crea células de convección, que provocan fuertes vientos en la zona del impacto y nieblas impredecibles y penetrantes en diversos kilómetros a la redonda.
Y esta era la razón por la que nadie se quejaba del calor ni de que la habitación estuviera sellada.
Los técnicos con batas blancas, que en su mayoría eran estudiantes de postgrado cedidos por la universidad, controlaban las terminales que se alineaban frente a las ventanas. Recibían la telemetría del equipo instalado en el tejado o de los sensores remotos que había en las proximidades de la zona de la llegada. Periódicamente, recitaban números que no tenían ningún significado para mí, pero era obvio que U tensión iba en aumento. Sue paseaba entre estos jóvenes entusiastas como una madre impaciente.
Cuando se detuvo delante de nosotros, me fijé en que llevaba Pantalones vaqueros y una blusa blanca.
—Los niveles van en aumento y están formando unas curvas extremadamente abruptas —explicó—: Sólo faltan un par de minutos para la llegada, muchachos. —¿Deberíamos ponernos gafas o algo así? —No es ninguna bomba de hidrógeno, Morris. No va a dejarte ciego. Dicho esto, se alejó.
Uno de los técnicos de control, una muchacha rubia que no parecía mucho mayor que Kaitlin, se levantó de su asiento y empezó a aproximarse hacia Suecon una sonrisa suplicante en la cara. El contingente de seguridad del EDI la miró con dureza, al igual que Morris.
La muchacha vaciló. Parecía aturdida. Se acercó un poco más y, en un gesto conmovedor y casi infantil, cogió a Sue de la mano.
—¿Cassie? —dijo Sue—. ¿Qué sucede?
—Quería darle… las gracias —la voz de Cassie era tímida pero vehemente. Sue frunció el ceño.
—De nada, pero… ¿por qué?
Pero Cassie ya estaba retrocediendo con la cabeza agachada, como si aquella idea hubiera salido de su mente con la misma rapidez con laque había entrado. Se llevó una mano a la boca.
—¡Oh! ¡Lo siento! Sólo es que… sentía que debía decírselo. No sé en qué estaría pensando…
Se sonrojó.
—Será mejor que ocupes tu asiento —respondió Sue con amabilidad. Estábamos sumergidos en la turbulencia tau. El calor y la tensión eran palpables. Al otro lado de la ventana, el centro de la ciudad parpadeaba bajo un repentino fulgor áureo.
Todo sucedió en cuestión de segundos… pero como el tiempo es elástico, los vivimos como si fueran minutos. Tengo que reconocer que estaba asustado.
La llegada del monumento proporcionó una iluminación secundaria en forma de cortina de colores que cambiaban con rapidez: el azul y el verde dieron paso al rojo y al violeta, que envolvieron la ciudad y nos sumieron en una penumbra espectral.
—Mil novecientos siete minutos —dijo Sue, comprobando su reloj.
_Ya hace frío —me dijo Morris—. ¿Te has dado cuenta?
Era como si la temperatura de la habitación hubiera descendido varios grados. Asentí.
Uno de los hombres del EDI se puso en pie, nervioso, con el dedo en el gatillo de su arma. La luz empezó a desvanecerse con la misma rapidez con la que había llegado; y entonces…
Entonces, el Cronolito había llegado.
Centelleó para revelar su existencia bajo la quebradiza luz de la luna. Se alzaba más allá de la Cúpula de la Roca, era más alto que las colinas, grotescamente inmenso, y estaba cubierto de hielo.
—¡Ha aterrizado! —anunció alguien desde los paneles de control—. La radiación ambiental desciende. Temperatura externa en descenso…
—Sujetaos con fuerza —dijo Sue.
La onda expansiva, rugiendo como un trueno, combó el cristal de la ventana. Casi al instante, la humedad empezó a desprenderse de la atmósfera y el Cronolito se desvaneció en un remolino blanco. A unos kilómetros de distancia, el choque térmico agrietó el hormigón, quebró la madera y, seguramente, destruyó los tejidos de cualquier criatura que hubiera tenido la desgracia de encontrarse en la zona de exclusión (había unas cuantas: perros, gatos, peregrinos y escépticos).
A continuación, la tormenta central irradió una oleada de blancura y la escarcha empezó a ascender por las colinas de Judea como el fuego. Las farolas de la ciudad se fueron apagando a medida que en la red eléctrica se producían cortocircuitos que estallaban en miles de chispas. Las nubes envolvieron el hotel y el fuerte viento empezó a golpear las ventanas. De repente, la sala quedó a oscuras; sólo las luces de los paneles de control parpadeaban como estrellas reflejadas en un estanque.
—Hace un frío de mil demonios —murmuró Morris. Envolví mi cuerpo entre mis brazos para darme calor y vi que Sue Chopra hacía lo mismo mientras se alejaba de la ventana.
El soldado del EDI que se había puesto de pie hacía unos instantes levantó su pistola automática y, tras gritar algo incomprensible bajo el ruido de la tormenta, empezó a dispararnos.
Aquel tipo se llamaba Aaron Weiszack.
No sé mucho sobre él, sólo lo que leí en los periódicos al día siguiente. Y ahora me pregunto: si los periódicos publicaran sus titulares antes de que sucedieran, ¿no estarían librando al mundo de grandes sufrimientos?
Puede que no.
Aaron Weiszack nació en Cleveland, Ohio, pero su familia emigró a Israel en el año 2011. Pasó sus años de adolescencia en el extrarradio de Tel Aviv, donde flirteó con una serie de organizaciones políticas radicales hasta que, en el año 2020, fue llamado a filas. Weiszack estuvo detenido durante las revueltas del Monte del Templo de 2025, aunque poco después fue puesto en libertad sin cargos. A pesar de todo esto, su expediente en el EDI era impecable y ninguno de sus supervisores sabía que estaba afiliado a una facción “latinista” llamada Abraza el Futuro.
Aunque no estaba loco, podía decirse que era una persona desequilibrada. Nadie sabía con certeza cuál fue el motivo de su ataque. Sólo le dio tiempo a apretar dos veces el gatillo antes de ser reducido por los disparos de otro soldado del EDI, una mujer llamada Leah Agnon.
Weiszack murió casi al instante por las lesiones. Sin embargo, no fue la única baja que hubo en aquella habitación.
A menudo pienso que el acto de Aaron Weiszack fue tan funesto como la llegada de Kuin a Jerusalén, puesto que, en cierto modo, nos mostró una imagen más precisa de lo que nos deparaba el futuro.
El último disparo de Weiszack agrietó una de las supuestas ventanas blindadas (revelando que no habían sido fabricadas a prueba de balas) y ésta se vino abajo provocando una lluvia de fragmentos plateados. El gélido viento y la densa niebla se adueñaron de la sala. Me levanté, ensordecido por los disparos y parpadeando como un estúpido, al mismo tiempo que Morris saltaba de su asiento y corría hacia Sue Chopra, que yacía en el suelo, para cubrirla con su cuerpo. Nadie sabía si el ataque había terminado o acababa de empezar. No podía ver a Sue bajo el cuerpo de Morris… no sabía si estaba gravemente herida, pero había sangre por todas partes: la de Weiszack salpicaba la pared y la de los jóvenes técnicos goteaba por los paneles de control. Cogí aire con fuerza y descubrí que podía oír de nuevo. Oía gritos de voces humanas, el rugido del viento. Diminutos granos de hielo entraban en la habitación como metralla, propulsados por los abruptos termoclinos que barrían la ciudad.
Los reclutas del EDÍ rodearon a Weiszack y apuntaron con sus rifles su cuerpo inerte. El contingente del FBI se desplegó para proteger la zona y algunos ayudantes de Sue corrieron hacia sus compañeros heridos para socorrerlos. Decenas de voces pedían ayuda… y por encima de ellas me pareció oír la de Morris. En la sala había un auxiliar médico, pero si no había sido herido, debía de estar sobrecogido por el miedo.
Me tiré al suelo y avancé a rastras hacia Morris. Sue había apoyado la cabeza en su regazo. Estaba herida. Había sangre sobre la moqueta, montones de gotas rojas que humeaban bajo aquel frío brutal. Morris me miró.
—No es grave —intento que sus palabras se oyeran sobre el rugido del viento—. Ayúdame a llevarla al pasillo.
—¡No! —dijo Sue revolviéndose.
Entonces, pude ver una herida que sangraba sin parar en la parte carnosa de su muslo derecho, justo en el punto en el que sus vaqueros habían sido desgarrados por uñábala o por la metralla. Si no había sufrido más lesiones, era cierto que no se encontraba en peligro inmediato.
—Deja que nos ocupemos nosotros de esto —dijo Morris con firmeza.
—¡Hay personas heridas! —los ojos de Sue se precipitaron hacia la hilera de paneles de control, donde estudiantes y técnicos habían quedado paralizados por el terror o se habían desplomado sobre sus asientos—. ¡Dios mío… Cassie!
Cassie, la atractiva estudiante de postgrado, había perdido parte de su cráneo durante el tiroteo.
Entonces, Sue cerró los ojos y la sacamos de aquella gélida sala. Mientras Morris hablaba por teléfono con gravedad, presioné mi mano contra su ensangrentada herida.
Las ambulancias del Hospital Hadassah del Monte Sínaí ya estaban de camino, patinando sobre el hielo que se había aferrado a la calle Lehi.
Los auxiliares médicos convirtieron el vestíbulo en un hospital improvisado, cubriendo las ventanas rotas con mantas térmicas y conectando los radiadores al generador de reserva del hotel. Uno de ellos, que estaba realizando un vendaje de presión sobre la herida de Sue, indicaba a los socorristas que iban llegando al hotel dónde estaban los heridos más graves (algunos habían sido trasladados al vestíbulo mientras que otros permanecían inmovilizados en la planta superior). El EDI y la policía civil acordonaron el edificio mientras las sirenas de las ambulancias sollozaban por toda la ciudad.
—Ha muerto —dijo Sue con tristeza.
Se refería a Cassie, por supuesto.
—Ha muerto… Scotty, tú la viste. Sólo tenía veinte años. Estudiaba el curso de postgrado en el Instituto de Tecnología de Massachusetts. Era una muchacha dulce y amable. Se acercó para darme las gracias y minutos después la asesinaron. ¿Qué significa todo esto? ¿Acaso tiene algún significado?
En el exterior, el hielo caía de las cornisas y del tejado del hotel, rompiéndose en pedazos sobre las aceras. La luz de la luna se filtraba por las vidriosas ruinas blancas, perfilando el contorno del Kuin de Jerusalén.
El Kuin de Jerusalén: una columna de cuatro lados que se alza para formar un trono sobre el que se sienta la figura de Kuin.
Kuin contempla con placidez el desierto de Judea, que se extiende más allá de la destruida Cúpula de la Roca. Lleva pantalones y camisa de labrador. Sobre su cabeza descansa una banda que podría ser una modesta corona, bordada con imágenes de lúnulas y hojas de laurel. Su rostro es ceremonioso y regio; sus rasgos, indeterminados.
La inmensa base del monumento se une con la tierra en las ruinas de la Plaza de Sión. La cúspide se eleva a cuatrocientos veinticinco metros de altura.