Soy un médico de a bordo y he participado en tres expediciones al cosmos. Mi especialidad médica es la psiquiatría: la astro psiquiatría, como se llama hoy. El problema del que me ocupo tuvo su origen hace mucho tiempo, en el decenio comprendido entre 1970 y 1980. Entonces el vuelo desde la Tierra a Marte duraba más de un año, y para llegar a Mercurio eran necesarios cerca de dos. Los motores trabajaban sólo en las fases de la partida y de la llegada. Las observaciones astronómicas no se hacían desde los cohetes, sino desde observatorios especiales instalados sobre satélites artificiales. ¿De qué se ocupaba entonces la tripulación durante los largos meses del viaje? Casi de nada. La forzada inacción causaba agotamientos nerviosos, estados de postración, enfermedades. La lectura y la radio no podían suplir enteramente todas las cosas de que carecían los primeros astronautas. Echaban de menos el trabajo creador al que estaban acostumbrados. Fue entonces cuando se pensó en formar las tripulaciones con individuos que tuviesen alguna afición, no importaba cuál mientras les mantuviese ocupados durante el vuelo. Así surgieron pilotos apasionados por las matemáticas, navegantes que estudiaban antiguos papiros, ingenieros que dedicaban todo su tiempo a la poesía. En los formularios que los astronautas debían rellenar fue añadido el famoso punto 12: «¿Cuál es su hobby?»
Pocos años después, con la entrada de la humanidad en la época de los vuelos interestelares, el problema se hizo aún más agudo. En efecto, pese a alcanzar casi la velocidad de la luz, los cohetes atomiónicos, que hacían el recorrido desde la Tierra hasta las estrellas más cercanas, viajaban durante años. Es verdad que el tiempo disminuía de acuerdo con la elevada velocidad de los cohetes, pero de todos modos los viajes duraban ocho, doce y a veces veinte años…
Pero estoy divagando y aún no he empezado mi historia… El punto 12 es el objeto de mi trabajo científico. Y es justamente la historia del punto 12 la que me ha traído aquí, al Archivo Central de Astronáutica.
La misma tarde del día en que llegué, tuve un coloquio con el director del archivo, un hombre joven todavía, a quien el estallido del depósito de combustible de un cohete casi había privado de la vista. Llevaba lentes de contacto de un azul opaco que le escondían los ojos, por lo que parecía no sonreír nunca.
— Bien — dijo, después de haberme escuchado—, desea usted empezar con el material del sector O-14… Ah, perdone, esta es nuestra clasificación interna y no le dice nada. Me referí a la primera expedición a la estrella de Barnard.
Para vergüenza mía debo confesar que no sabía casi nada de tal expedición.
— Sí —continuó el director—, la historia de Jean Zarubin, comandante de la expedición, resolverá muchas de las cuestiones que le interesan. Dentro de media hora le traerán el material. ¡Buen trabajo!
Tras los lentes azules, los ojos no eran visibles, pero la voz tenía un tono triste.
El material llegó a mi mesa. Los folios estaban amarillentos en algunos lugares, la tinta (entonces escribían con tinta) se había descolorido. Pero alguien había restaurado el resto cuidadosamente; se habían adjuntado fotocopias de rayos infrarrojos, cubierto el papel con una película de plástico transparente que se presentaba lisa al tacto y resistente.
La ventana daba sobre el mar. Fuera, las olas crujían dulcemente como páginas deshojadas de un libro…
En la época en que fue realizada, la expedición a la estrella de Barnard era una empresa difícil, casi desesperada. Distancia: seis años luz. El cohete debía efectuar la mitad del recorrido en fase de aceleración y la otra mitad en fase de deceleración; aunque este sistema permitía alcanzar una velocidad superior a la de la luz, el vuelo de ida y vuelta requería unos catorce años. Para la tripulación el tiempo aún sería menor y los catorce años se habrían reducido a unos cuarenta meses reales. Un período en sí no excesivamente largo, pero con el peligro de que el motor debía trabajar casi constantemente a pleno régimen durante treinta y ocho meses, de los cuarenta, y el combustible era limitado. Un retraso cualquiera significaba, pues, el fin de la expedición.
Hoy parece una insensatez esta decisión de partir hacia el cosmos con peligro de quedarse sin reservas de combustible, pero entonces no era posible otra cosa. Las naves espaciales no podían cargar más de lo que los ingenieros conseguían colocar en sus compartimentos…
Leo el texto de la reunión del comité encargado de escoger la tripulación. Se presentan candidatos y el comité los rechaza siempre, porque el vuelo es excepcionalmente difícil, porque el capitán debe ser a la vez un óptimo ingeniero, porque debe reunir una excepcional resistencia, una audacia casi desatinada. Y de pronto, todos asienten.
Vuelvo la página. Empiezan las notas personales del capitán Jean Zarubin.
Zarubin. El apellido es ruso. ¿Por qué Jean? Me hago esa pregunta y al punto hallo la respuesta. El padre, Zarubin, es un ingeniero ruso. La madre es una pintora francesa.
Tres páginas más y empiezo a comprender el motivo de que Jean Zarubin fuese nombrado por unanimidad comandante del «Polus». Era un hombre en el que se asociaban de modo excepcional la fría sabiduría del científico y el fogoso temperamento del luchador. Por ello le habían destinado a las más arriesgadas empresas. Sabía salir de las situaciones más arduas y desesperadas. Era justamente el hombre apto para una expedición que muchos consideraban de antemano condenada al fracaso.
Encuentro las fotografías de la tripulación del «Polus». Son fotografías en blanco y negro, en dos dimensiones. El capitán tenía entonces treinta y ocho años. En la fotografía aparece más viejo: una cara llena, ligeramente grueso con anchos pómulos, labios fuertemente apretados, nariz aguileña, pelo rizado y seguramente muy suave y ojos extraños. Unos ojos tranquilos, casi perezosos, pero en los que vagaba una luz impertinente, descarada…
Los restantes astronautas eran más jóvenes. Los ingenieros, marido y mujer, estaban fotografiados juntos, volaban siempre juntos. El piloto tenía una mirada absorta de músico. El médico de a bordo era una muchacha: quizá yo también tenía aquel aspecto serio en la primera fotografía que me hicieron al ingresar en la Flota Astral. El astrofísico mostraba una mirada obstinada sobre un rostro manchado de quemaduras: había realizado con el capitán un aterrizaje forzoso en Dion, satélite de Saturno.
Punto 12 del formulario: hojeo las páginas y veo que las fotografías me han orientado bien. En efecto, el piloto es un compositor; la pasión de la muchacha seria es la microbiología, el astrofísico estudia obstinadamente las lenguas, ya posee cinco a la perfección entre las cuales el latín y el griego antiguo. Los ingenieros, marido y mujer, tienen la misma pasión: el ajedrez, el nuevo ajedrez con dos reinas blancas y dos reinas negras y un tablero de 81 casillas…
La pregunta 12 también halla respuesta en el formulario del capitán. Su pasión extraña, única, excepcional; nunca me había topado con nada semejante. Desde pequeño, el capitán se deleita con la pintura: es natural considerando que su madre era pintora. Pero el capitán no pinta, no, se interesa por otra cosa. Sueña con descubrir los secretos de la Edad Media, con recuperar la composición de sus colores, sus mezclas. Y hace investigaciones químicas, siempre con la obstinación del científico y el temperamento del artista.
Seis hombres, seis caracteres diferentes, seis destinos distintos. Pero la pauta viene marcada por el capitán. Los demás le quieren, tienen fe en él, le imitan. Y por eso todos saben ser tranquilos, imperturbables y desenfrenadamente audaces.
Partida. El «Polus» apunta hacia la estrella de Barnard. El reactor atómico lanza por las toberas oleadas de iones invisibles… El cohete está en fase de aceleración, se nota continuamente la sobrecarga. Durante los primeros momentos es difícil caminar, difícil trabajar. El médico hace observar con severidad el régimen establecido. Los astronautas se acostumbran a las condiciones del vuelo. Se ordena la estiba y se instala el radiotelescopio. Empieza la vida normal. El control del reactor, de los instrumentos, de los mecanismos, requiere poco tiempo. Cuatro horas al día son obligatorias para las respectivas especializaciones; el resto del tiempo es libre y cada cual lo emplea como quiere. La muchacha seria lee ávidamente textos de microbiología. El piloto ha compuesto una canción y todos los tripulantes la cantan. Los dos ingenieros pasan largas horas ante el tablero, el astrofísico lee a Plutarco en su lengua original…
El cohete vuela hacia la estrella de Barnard aumentando progresivamente su velocidad. Los meses pasan. El reactor atómico funciona tal como estaba previsto. El consumo de combustible es el calculado, ni un miligramo más.
La catástrofe vino de improviso.
Durante el octavo mes de vuelo se verificó una variación en el régimen de trabajo del reactor con el consiguiente aumento del consumo de combustible. En el diario de a bordo apareció una breve anotación: «No sabemos la causa de tal reacción accesoria».
Fuera, el mar levanta la voz. El viento es más fuerte y las olas ya no rozan como páginas de un libro, rebufan impacientes batiendo la costa. Oigo la risa de una mujer. No, no puedo, no debo distraerme. Me parece estar viendo a aquellos hombres en el cohete. Ahora ya los conozco y puedo imaginar todo lo que ha sucedido. Quizá me equivoque en algún detalle, pero, ¿qué importa? Pero no, estoy segura de que no me equivocaré ni siquiera en los detalles. Tengo el convencimiento de que los hechos se desarrollaron así:
En la retorta colocada sobre la espita hervía un líquido oscuro. Vapores negruzcos recorrían el serpentín para terminar en el condensador. El capitán examinaba atentamente una probeta que contenía un polvo rojo oscuro. Se abrió la puerta. La llama del quemador tembló. El capitán se volvió. En la entrada se hallaba el ingeniero.
El ingeniero estaba turbado. Era un hombre que sabía controlarse, aunque su voz traicionaba su turbación. Una voz extraña, sonora, desacostumbradamente firme. El ingeniero intentaba mantener la calma, pero no lo conseguía.
— Siéntate, Nikolaj — el capitán le acercó una butaca—. He hecho estos cálculos ayer y he obtenido el mismo resultado. Por lo tanto, siéntate.
— ¿Es ya la hora?
El capitán miró el reloj.
— Faltan cincuenta y cinco minutos para la cena. Tenemos tiempo de hablar. Avisa a todos, por favor.
— Muy bien — contestó mecánicamente el ingeniero—. Se lo diré a todos. Sí, se lo diré.
No comprendía la tranquilidad del capitán. La velocidad del «Polus» aumentaba segundo a segundo y había que tomar inmediatamente una decisión.
— Mira — explicó el capitán, acercándole la probeta—. Seguramente te interesará. Es cinabrio. Un color endiabladamente seductor. Pero suele oscurecerse a la luz… Ya lo he encontrado; todo el secreto está en el grado de dispersión…
Y se extendió en una disertación acerca de cómo había conseguido obtener un cinabrio estable a la luz. El ingeniero le escuchó con impaciencia, atormentando la probeta con las manos, y con los ojos fijos en el reloj de la pared: treinta segundos, la velocidad había aumentado en dos kilómetros por segundo; un minuto más y habría aumentado otros cuatro kilómetros por segundo…
— Me voy — dijo por fin—, debo advertir a los otros, Mientras descendía la escalerita comprendió de pronto que no tenía prisa, ya no contaba los segundos.
El capitán cerró la puerta de la cabina, introdujo distraídamente las probetas en el trípode y pensó con una sonrisa: «El pánico es como una reacción en cadena. Todo lo que le es extraño, lo retrasa… "
Diez minutos después, el capitán bajó al salón. Cinco personas le saludaron poniéndose en pie. Y por el modo de levantarse, por el hecho de que todos llevaban el uniforme de los astronautas, cosa que sucedía raras veces y sólo en las ocasiones solemnes, el capitán comprendió que ya no era necesario explicar la situación.
— Bueno — murmuró—, parece que sólo yo me he olvidado de ponerme el uniforme… Nadie sonrió.
— Sentémonos — indicó el capitán—. Consejo de guerra. Como está prescrito, que hable primero el más joven: Lenocka, ¿qué debemos hacer? ¿Qué piensa de la situación?
La muchacha contestó con toda seriedad:
— Soy médico, Jean Pavlovic, y nuestro problema es, ante todo, técnico. Permítame expresar mi opinión después.
El capitán asintió con la cabeza.
— De acuerdo, Oigamos a Sergej.
El astrofísico abrió los brazos:
— Tampoco concierne a mi especialidad. No tengo una opinión bien definida, pero sé que el combustible debería bastar para alcanzar la estrella de Barnard. ¿Por qué volver a mitad de camino?
— ¿Por qué? —Repitió, a su vez, el capitán—. Porque desde allí ya no podríamos volver. Desde la mitad del trayecto, sí; desde la estrella de Barnard, no.
— No lo comprendo — insistió el astrofísico, pensativo—. ¿Por qué no? Nos vendrían a buscar. Verán que no volveremos y vendrán por nosotros. La astronáutica está en continuo desarrollo.
— Sí —contestó, riendo, el capitán—. Pero hará falta tiempo… Por lo tanto, es usted del parecer de continuar…, ¿no es así? Bueno. Ahora usted, Georgej. ¿Entra el asunto dentro de su especialidad?
El piloto saltó en pie, separando la butaca.
— Siéntese — ordenó el capitán—. Siéntese y hable con calma. No salte. ¿Y bien?
— ¡No debemos volver! — El piloto casi gritaba—. Hay que seguir adelante… ¡Adelante a través de lo imposible! ¿Cómo podemos pensar en volver? Sabíamos que la expedición era muy difícil. Lo sabíamos, ¿no? Y ahora, en cuanto surge la primera dificultad, ¡se habla de volver! ¡No, no, adelante!
— Adelante a través de lo imposible — murmuró el capitán—. Bien dicho… ¿Qué opinan los ingenieros? ¿Nina Vladimirovna? ¿Nikolaj?
El ingeniero miró a su mujer. Esta hizo un gesto y él tomó la palabra. Habló con calma, como si pensase en voz alta.
— Nuestro vuelo a la estrella de Barnard es una expedición científica. Si entre todos podemos saber algo nuevo, si hacemos algún descubrimiento, nuestro esfuerzo habrá sido útil. Pero este esfuerzo sólo será verdaderamente útil si nuestro descubrimiento es conocido por otros hombres, por la Humanidad. Si llegamos hasta la estrella de Barnard y luego no es posible volver atrás, ¿qué valor tendrán nuestros descubrimientos? Sergej ha dicho que al final alguien nos vendrá a recoger. Lo admito. Pero entonces, el mérito será suyo, de quienes vengan a recogernos. ¿Qué méritos tendremos nosotros? ¿Qué hará por la Humanidad nuestra expedición?… En una palabra, sólo produciremos molestias. Sí, molestias. En la Tierra esperarán nuestro regreso, y lo harán en vano. Si volvemos inmediatamente, la pérdida de tiempo se reducirá al mínimo. Partirá una nueva expedición. Quizá seamos nosotros mismos. Habremos perdido, eso sí, algunos años. Pero, por el contrario, proporcionaremos a la Tierra el material recogido. Pero ahora no tenemos esa posibilidad… ¿Continuar? ¿Para qué? Nina y yo nos oponemos. Hay que volver en el acto.
Siguió un largo silencio. Luego, la muchacha preguntó:
— ¿Qué piensa usted, capitán? Zarubin sonrió con tristeza.
— Creo que nuestros ingenieros tienen razón. Las bellas palabras sólo son palabras. Y el buen sentido, la lógica, el cálculo, están de parte de los ingenieros. Hemos venido a hacer descubrimientos. Si la Tierra no tiene noticia de ellos, no valdrán nada. Nikolaj tiene razón, toda la razón.
El capitán se levantó y atravesó pesadamente la cabina. Era difícil caminar. La sobrecarga tres veces mayor, provocada por la aceleración del cohete, dificultaba los movimientos.
— Cabe también la espera de un socorro — continuó—. Quedan dos soluciones. La primera es volver a la Tierra; la segunda es alcanzar la estrella de Barnard…, y luego, regresar de algún modo. Regresar, pese a la pérdida de combustible.
— ¿Cómo? — preguntó el ingeniero. Zarubin se acercó a la butaca, se sentó e hizo una pausa antes de contestar.
— No lo sé. Pero tenemos tiempo. Para llegar a la estrella de Barnard aún faltan once meses. Si ustedes deciden que volvamos ahora, lo haremos. Pero si creen que durante esos once meses yo puedo pensar, inventar, descubrir alguna cosa que nos permita resolver esta situación, entonces…, ¡adelante a través de lo imposible! Esto es todo, amigos… ¿Qué les parece? ¿Lenocka?
La muchacha le miró con malicia.
— Como todos los hombres, es usted muy listo. Apostaría algo a que ya tiene preparada alguna solución. El capitán soltó una carcajada.
— ¡Perdería! Aún no he encontrado nada. Pero lo encontraré, estoy seguro.
— Lo creemos. Estamos convencidos de ello. — El ingeniero calló un momento—. Aunque no puedo imaginar cómo saldremos de este embrollo. Nos queda el dieciocho por ciento del carburante. El dieciocho por ciento, en vez del cincuenta… Pero después de lo que ha dicho, capitán, es suficiente. Vamos a la estrella de Barnard. Como dice Georgej, ¡adelante a través de lo imposible!
…Las ventanas se abren sin ruido. El viento vuelve las páginas, atraviesa la habitación, llenándola con el fresco olor del mar. Ese olor es algo maravilloso. En los cohetes no existe. Los acondicionadores depuran el aire, mantienen la humedad necesaria, la temperatura conveniente. Pero el aire acondicionado no tiene sabor, como el agua destilada. Se han probado muchas veces generadores de olores artificiales, pero hasta ahora sin resultados satisfactorios. El olor común del aire terrestre es demasiado complejo y no es fácil reproducirlo. Ahora, por ejemplo… Siento el olor del mar, de las húmedas hojas otoñales, de perfumes apenas perceptibles. A veces, cuando el viento se hace más fuerte, percibo el olor de la tierra y hasta el débil perfume de los colores.
El viento vuelve las páginas… ¿Con qué contaría el capitán? Soy médico, he volado y sé que no suceden milagros. Cuando el «Polus» llegase a la estrella de Barnard, sólo le quedaría el dieciocho por ciento de combustible. El dieciocho en vez del cincuenta…
A la mañana siguiente rogué al director que me enseñase los cuadros de Zarubin.
— Hay que subir arriba — explicó—, ¿Ya lo ha leído todo?
Escuchó mi respuesta y asintió con la cabeza.
— Lo comprendo. Yo también lo pensaba. Desde aquel momento, la historia empieza a tener un carácter excepcional. Sí, el capitán asumió una gran responsabilidad…
Calló durante largo rato, mordiéndose los labios. Luego se levantó y se ajustó las gafas.
— Bueno, vamos.
El director cojeaba. Recorrimos lentamente los corredores del Archivo.
— Leerá otras cosas sobre el particular — dijo el director—. Si no me equivoco, segundo volumen, página cien y siguientes. Zarubin quería descubrir el secreto de los maestros italianos del Renacimiento. A partir del siglo XVIII empezó la decadencia de la pintura al óleo, desde el punto de vista de la técnica de los colores, quiero decir. Muchas cosas se consideraron irremediablemente perdidas. Los pintores ya no sabían obtener colores luminosos y al mismo tiempo persistentes. Particularmente, en lo que respecta al celeste y al azul. Zarubin..
Los cuadros de Zarubin estaban reunidos en una estrecha galería inundada de sol. Lo primero que me llamó la atención fue que cada uno de los cuadros de Zarubin estaban pintados de un solo color: rojo, azul, verde…
— Son estudios para probar los colores — explicó el director—. Aquí hay uno, Estudio en tonos azules. Ultramarino.
En un cielo azul volaban juntas dos delicadas figuras humanas, un hombre y una mujer. Todo estaba pintado en azul. Pero nunca había visto una tan infinita variedad de matices. El cielo aparecía nocturno, azul oscuro en el extremo izquierdo inferior del cuadro y transparente, saturado por el aire ardiente del mediodía, en el ángulo opuesto. En los hombres, las alas formaban un mosaico de tonos azules, celestes, violetas. Los colores eran unas veces elásticos, claros, luminosos; otras veces, dulces, tenues, transparentes. En comparación, el estudio de Degas: Las bailarinas azules hubiera parecido un cuadro mortecino, pobre en colores.
Admiré luego otros cuadros. Estudio en tonos rojos dos soles escarlatas en un planeta desconocido, un caos de sombras y penumbras desde el rojo sangre hasta el rosa luminoso. Estudio en tonos ocres: amontonamientos de rocas oscuras, severas. Estudio en tonos verdes: un bosque irreal, mágico…
— Zarubin fantaseaba — dijo el director—. Al principio pretendía probar los colores. Pero después…
SI director calló. Miré los azules, impenetrables cristales de sus gafas.
— Siga leyendo — dijo, por fin, en voz baja—. Luego le enseñaré los demás cuadros. Entonces comprenderá…
Leo con la mayor rapidez posible. Intento fijar las cosas principales y adelante, adelante…
El «Polus» continuó su viaje. La velocidad del cohete alcanzó el límite máximo y los motores empezaron a trabajar en régimen de deceleración. A juzgar por las breves notas del diario de a bordo, todo seguía normalmente, ninguna avería, ninguna enfermedad. Nadie recordaba al capitán la promesa hecha. Zarubin estaba, como siempre, tranquilo, seguro de sí mismo y alegre. Como antes, dedicaba mucho tiempo a la tecnología de los colores y pintaba estudios…
El cohete alcanzó la estrella de Barnard diecinueve meses después de su partida. Cerca de la débil estrella rosada se descubrió un planeta, de dimensiones casi idénticas a las de la Tierra, pero cubierto de hielos. El «Polus» se preparó a posarse sobre él. El flujo de iones emitido por las toberas del cohete fundió los hielos y el primer intento no tuvo éxito. El capitán escogió otro punto, con el mismo resultado… Por fin, tras seis tentativas, se encontró bajo el hielo una roca granítica.
El planeta estaba muerto. Su atmósfera estaba compuesta casi exclusivamente de oxígeno puro, pero no se encontró ni un ser viviente ni una planta. El termómetro señalaba cincuenta grados bajo cero. «Planeta inerte — estaba escrito en el diario del piloto—; pero, en cambio, qué diluvio de descubrimientos…»
Sí, un diluvio de descubrimientos. Incluso hoy, cuando la ciencia de la estructura y evolución de las estrellas ha experimentado grandes avances, los descubrimientos hechos por la expedición del «Polus» en muchos aspectos no han perdido nada de su valor. El estudio de la envoltura gaseosa de las enanas rosadas tipo Barnard se considera aún como un clásico científico.
Diario de a bordo… El manuscrito del astrofísico con la paradójica hipótesis sobre la evolución de las estrellas…, y, por fin, lo que yo buscaba: la orden de regreso dada por el capitán. No doy crédito a mis ojos y repaso rápidamente las páginas. Una anotación en el diario del navegante. Ahora lo creo; sé que sucedió así.
Un día, el capitán declaró:
— Hay que regresar.
Los cinco hombres miraron a Zarubin en silencio. Se oía el tic-tac de los relojes…
— Tenemos que volver — repitió el capitán—, Ya sabemos que nos queda el dieciocho por ciento del combustible. Pero hay una solución. Ante todo, aligerar el cohete. Debemos eliminar todo el equipo eléctrico con excepción de los instrumentos de corrección. — Vio que el piloto quería decir algo y le detuvo con un gesto—. Hay que hacerlo así. Los instrumentos, los mamparos interiores de los depósitos vacíos, parte de los víveres y las voluminosas instalaciones eléctricas. No es eso todo. El mayor consumo de combustible es debido a la pequeña aceleración de los primeros meses de vuelo. Habrá que resignarse a los inconvenientes: el «Polus» deberá partir con una aceleración, no de tres, sino de nueve veces…
— Con una aceleración semejante, será imposible guiar el cohete — objetó el ingeniero—. El piloto no podrá…
— Ya lo sé —le interrumpió con dureza el capitán—. La dirección, durante los primeros meses, será dada desde aquí, desde este planeta. Aquí se quedará un hombre. ¡Silencio! Recuérdenlo, no hay otra solución y se hará así. Sigamos. Nina Vladimirovna y Nikolaj no pueden quedarse, esperan un niño. Sí, lo sé. Lenocka es médico, debe partir. Sergej es el astrofísico, y también debe partir. Georgej tiene poca resistencia. Por eso me quedaré yo. ¡Silencio he dicho!
«Tengo delante los cálculos hechos por Zarubin. Soy médico y no todo lo veo claro. Pero no resulta difícil comprender que son irreprochables. El cohete se aligera hasta el desmantelamiento, se fuerza hasta el fondo la sobrecarga de salida. Se suprime el sistema de alimentación de emergencia, consistente en dos micro reactores, se desmonta casi toda la instalación electrónica. Si durante el viaje sucede algo imprevisto, el cohete ni siquiera podrá volver a la estrella de Barnard.
«Riesgo al cubo — dice el diario del navegante. Y dos renglones más abajo—: Pero para el que se queda, el riesgo será diez, cien veces mayor.»
Zarubin tendría que esperar catorce años. Únicamente hasta entonces otro cohete podría ir a recogerlo. Catorce años solo sobre un planeta hostil, cubierto de hielo…
Fotografía de la habitación del capitán. Está construida con una parte del material de las bodegas. A través de las paredes transparentes se ven las instalaciones electrónicas, los micro reactores. Sobre el techo, las antenas del mando a distancia. En torno a ella, un desierto de hielo. En el cielo gris, cubierto por una densa bruma, salta la luz fría de la estrella de Barnard. un disco cuatro veces más grande que el Sol, pero apenas más luminoso que la Luna.
Hojeo con nerviosismo el diario de a bordo. Está todo: las instrucciones del capitán, los acuerdos relativos al enlace por radio durante los primeros días de vuelo, la lista de los objetos dejados al capitán… Y luego, de pronto, dos palabras: «El «Polus» parte.»
Siguen anotaciones extrañas. Parecen escritas por un niño, las líneas son irregulares, las letras aparecen deformadas. Es el efecto de la sobrecarga nueve.
Consigo leerlas con fatiga. La primera anotación: «Todo bien. ¡Maldita sobrecarga! Manchas violeta en los ojos…» Dos días después: «Tomamos la velocidad establecida. Imposible caminar, debemos arrastrarnos…»
Una semana más tarde: «Pesado, mucho… (borrado). Resistimos. El reactor trabaja a pleno régimen.»
Dos folios del diario de a bordo están en blanco. Sobre el tercero, manchado de tinta, consta la siguiente observación: «El mando a distancia no funciona. Los rayos encuentran un obstáculo desconocido. Es… (borrado). Es el fin.» Pero al final de la página hay otra, escrita con mano más firme: «El mando a distancia ha vuelto a funcionar. El indicador de potencia señala cuatro unidades. El capitán da la energía de sus micro reactores y nosotros no podemos impedírselo. Se sacrifica…»
Cierro el diario. Ahora sólo puedo pensar en el capitán. No esperaba, sin duda, que se estropease el mando a distancia.
Se oye el alarmante pitido de la señal de control del indicador. La temblorosa aguja se detiene en el cero. Las ondas de radio han encontrado un obstáculo y el mando a distancia no funcionaba.
El capitán se halla de pie ante la pared transparente de la bodega. El sol escarlata se oculta en el horizonte. Las tinieblas se van condensando sobre la llanura helada. El viento levanta la nieve, haciéndola voltear en el cielo turbio.
La señal de control del indicador suena con insistencia. Las ondas de radio se dispersan, ya no están en condiciones de guiar al cohete. Zarubin observa el ocaso de la estrella de Barnard. Tras su espalda se encienden febrilmente lamparitas en los paneles del piloto electrónico.
El disco purpúreo desaparece rápidamente bajo el horizonte. Durante un segundo brillaron infinitos rayos escarlata, luego cae la noche.
Zarubin se acerca al panel de los instrumentos. La aguja señala cero. El capitán hace girar la rueda del regulador de potencia. En la bodega se difunde el silbido de los motores del sistema de refrigeración. Zarubin gira el volante a fondo, al máximo, hasta que no siente resistencia. Pasa detrás del cuadro, quita el limitador y da otras dos vueltas. El silbido se transforma en un rugido sonoro, penetrante, fortísimo.
El capitán se arrastra hacia la pared y se sienta. Le tiemblan las manos. Toma un pañuelo y se seca la frente. Apoya la mejilla contra la pared fría.
Hay que esperar a que las nuevas señales de gran potencia hayan alcanzado el rayo y, reflejadas, vuelvan atrás.
Zarubin espera.
Ha perdido la noción del tiempo. Los micro reactores, llevados casi hasta un régimen de explosión, rugían; los motores del sistema de refrigeración gimen, suban. Tiemblan las gruesas paredes de la bodega…
El capitán espera.
Al fin, una fuerza desconocida le empuja a levantarse y a acercarse al panel de los instrumentos. La aguja del indicador de potencia se halla sobre la línea verde. La potencia de las señales es ahora suficiente para guiar al cohete. Zarubin sonríe débilmente, y echa una mirada al indicador de consumo. La energía gastada supera en ciento cuarenta veces la cantidad prevista en el cálculo.
Aquella noche, el capitán no duerme. Prepara la ruta para el piloto electrónico. Hay que corregir la desviación provocada por la interrupción en el enlace.
El viento empuja olas de nieve sobre la llanura. Sobre el horizonte llamea una tenue aurora boreal.
Los micro reactores zumban furiosos, produciendo energía. Todo cuanto fue avaramente calculado para catorce años se irradiaba ahora en el espacio con generosidad…
Enfilada la ruta en el aparato electrónico, el capitán camina cansadamente por la bodega. Sobre el techo transparente brillan las estrellas. El capitán se apoya en el cuadro de instrumentos y mira al cielo. En algún punto lejano el «Polus» volvía a tomar velocidad y se dirigía con seguridad hacia la Tierra.
…Era muy tarde, pero, pese a todo, fui a ver al director. Recordaba que me había hablado de otros cuadros de Zarubin.
El director no dormía.
— Sabía que iba a venir — me dijo, poniéndose las gafas—. Vamos, es aquí cerca.
En la habitación contigua, iluminada con lámparas fluorescentes, estaban colgados dos pequeños cuadros. En un primer momento creí que el director se había equivocado. Me parecía que Zarubin nunca pintaría cuadros semejantes. No se asemejaban en nada a los que había visto durante el día, no eran estudios de colores ni temas fantásticos. Eran dos paisajes comunes. Uno representaba una calle y un árbol; el otro, el margen de un bosque.
— Sí, son de Zarubin — afirmó el director, como si hubiese adivinado mis pensamientos—. Se quedó allí, ya lo sabe. Sí, fue una solución dura, pero, de todos modos, una solución. Hablo como astronauta, como ex astronauta. — El director se ajustó las gafas azules y guardó silencio—. Y luego Zarubin hizo…, ya sabe… En cuatro semanas suministró una energía calculada para catorce años. Corrigió las desviaciones, devolvió al «Polus» a su ruta exacta. Y cuando el cohete alcanzó la velocidad inferior a la de la luz, y empezó la fase de deceleración, la tripulación recuperó el gobierno de la nave. Pero los micro reactores de Zarubin ya no producían energía. Todo había terminado… Fue entonces cuando Zarubin pintó estos cuadros… Amaba a la Tierra, la vida…
Un cuadro representaba una calle, una calle en cuesta en el centro de un pueblo. A un lado de la calle, una poderosa encina retorcida, pintada al estilo de Jules Dubre, al estilo de la escuela de Barbizon: chaparra, nudosa, llena de vida y de fuerza. El viento empuja nubes despeinadas. En la cuneta lateral descansa una gran piedra, y parece como si un momento antes algún viandante se hubiese sentado en ella… Cada detalle está pintado con cariño, con amor, con una riqueza poco común de colores y matices.
El otro cuadro no está terminado. Representa un bosque en primavera. Todo él está saturado de luz, de calor… Sorprendentes tonalidades doradas… Zarubin conocía el alma de los colores.
— Yo traje estos cuadros a la Tierra — dijo el director, casi en un murmullo. — ¿Usted?
— Sí.
Su voz era triste, como si traicionase un sentimiento de culpa.
— El material que ha examinado no tiene conclusión. El resto se refiere a otras expediciones El «Polus» llegó a la Tierra y en el acto fue enviada una expedición de socorro. Durante el viaje tuvimos una avería… — el director levantó una mano hasta sus lentes—. Pero llegamos Descubrimos la bodega, los cuadros… También encontramos una nota del capitán…
— ¿Qué decía?
— Sólo unas palabras: ADELANTE, A TRAVÉS DE LO IMPOSIBLE.