— ¡Aleksej Petrovic! ¿Cuándo ha llegado? Muchas personas han preguntado por usted.
— Hoy. Pero aún no estoy para todos. Por favor, cierre la ventana de la antecámara.
El recién llegado se quitó un viejo impermeable de tipo militar, se secó la cara con un pañuelo, alisó sus finos y claros cabellos, ya fuertemente disminuidos en la cima de su cráneo. Tomó asiento en una butaca, encendió un cigarrillo, luego se levantó, caminando arriba y abajo por la habitación, llena de armarios y de mesas.
— ¿Será posible? — pensó, en alta voz.
Se acercó a un armario para abrir con fuerza la alta puerta de encina. En la penumbra del interior aparecieron las blancas extremidades de los travesaños de los estantes. Sobre uno de ellos había una caja cúbica de fuerte cartón amarillo: la cara vuelta hacia el exterior llevaba pegada una tira de papel amarillo cubierta de ideogramas chinos; esparcidos sobre toda su superficie, se veían numerosos circulitos de sellos postales.
El hombre acarició el cartón con sus largos dedos pálidos.
— ¡Tao Li, desconocido amigo! Ha llegado el momento de actuar.
Cerró dulcemente las puertas del armario. El profesor Satrov tomó una vieja bolsa, de la que extrajo un cuaderno enmohecido con la tapa de color gris. Volviendo con cuidado las páginas, empezó a examinar con una lupa largas series de cifras, haciendo a veces ciertos cálculos sobre un grueso bloc.
El cenicero se llenó de colillas de cigarrillo y de cerillas quemadas. El aire, lleno de humo, se coloreó de azul.
Los ojos excepcionalmente claros de Satrov brillaban bajo las espesas cejas. La alta frente de pensador, las cuadradas mandíbulas y el marcado perfil de la nariz, reforzaban una impresión de fuerza mental poco común y daban al profesor aspecto de fanático.
Al fin, el científico apartó el cuaderno.
— Sí. Setenta millones de años.
Con un gesto brusco, Satrov extendió el brazo como para traspasar algo ante sí, miró a su alrededor con ojos maliciosos y dijo de nuevo, en voz alta:
— Setenta millones… Pero no hay que tener miedo… Satrov puso en orden el escritorio metódicamente, sin prisas; se puso el impermeable y volvió a casa.
Satrov lanzó una mirada sobre los «bocetos», como llamaba a su colección de bronces artísticos, esparcidos por todos los rincones de la habitación. Se sentó ante una mesa cubierta con un encerado negro, sobre la que un cangrejo de bronce sostenía un enorme tintero, y abrió un álbum.
— Quizá estoy cansado…, envejecido… Me salen canas, me quedo calvo y… chocheo — murmuró.
Hacía tiempo que se sentía desganado; le parecía como si tuviese el cerebro enganchado en una tela de araña, tejida durante años por una cotidiana monotonía. Su pensamiento ya no volaba lejos con alas potentes; como un caballo sujeto a un pesado carro avanzaba con seguridad, pero despacio y con la cabeza gacha. Satrov comprendía que su estado era debido al cansancio. Los amigos y los colegas le aconsejaban retirarse, pero el profesor no sabía descansar ni interesarse en otra cosa, — ¡Dejadme en paz! Hace veinte años que no voy al teatro y desde mi nacimiento no he estado en el campo — acostumbraba a afirmar, con aire sombrío.
Pero, al mismo tiempo, el científico era consciente que el largo aislamiento, la consentida limitación de su interés, le costaría una pérdida de fuerzas y de valor intelectuales. Su retiro voluntario le daba la probabilidad de concentrarse más, pero le mantenía, por otra parte, sepultado en una oscura habitación lejos de todas las cosas del mundo.
Estupendo aficionado, siempre había encontrado la serenidad en la pintura. Pero tampoco una composición compleja y estudiada en todos los detalles conseguía ahora vencer su tensión nerviosa. Satrov cerró el álbum con violencia, se levantó y tomó un paquete de usadas partituras. Poco después, el viejo armonio llenó la habitación con las notas melodiosas del intermedio de Brahms. Satrov tocaba mal y raras veces, pero elegía valerosamente las piezas de más difícil ejecución, tai vez porque solía tocar en soledad y para sí mismo. Mirando las notas con los ojos miopes semicerrados, el profesor recordó todos los detalles de su reciente viaje, un viaje extraordinario para una persona sedentaria como él.
Un antiguo alumno suyo pasado a la sección de astronomía había elaborado una original teoría sobre el movimiento del sistema solar en el espacio. Entre el profesor y Viktor (tal era el nombre del ex alumno) se habían establecido firmes relaciones de amistad. Al estallar la guerra, Viktor se había enrolado como voluntario y fue enviado a la Escuela de Carros Armados, donde siguió un largo curso de adiestramiento. Por aquella época había completado su teoría. A principios de 1943, Satrov había recibido de Viktor una carta, en la que el ex alumno le comunicaba haber conseguido llevar a buen término su trabajo, prometiendo enviarle un cuaderno con la exposición detallada de su teoría, en cuanto tuviese tiempo de hacer una copia. Pero aquélla había sido su última carta; pero después, su ex alumno murió en una grandiosa batalla de tanques.
Por eso, Satrov nunca recibió el cuaderno prometido.
Las activas gestiones emprendidas para recuperar un eventual pliego expedido a su nombre no dieron ningún resultado. El profesor se convenció por fin de que Viktor, enviado al frente con gran urgencia, no había tenido tiempo material de mantener su promesa. Inmediatamente después de la guerra, Satrov consiguió localizar al comandante del grupo de Viktor. Este había participado en la misma batalla en la que el ex alumno perdió la vida, y se encontraba hospitalizado en Leningrado, donde trabajaba Satrov. El militar le aseguró que el tanque de Viktor, pese a haber sido alcanzado de lleno, no se había incendiado; si, efectivamente, los papeles del difunto estaban allí, aún existía la esperanza de recuperarlos. Según el comandante, el tanque seguiría aún en el campo de batalla, porque la zona fue abundantemente minada.
El profesor se trasladó, junto con el comandante, al escenario de la muerte de Viktor.
Y ahora, como si salieran de las ajadas partituras, desfilaban delante de sus ojos las imágenes del viaje apenas terminado.
— ¡Quieto, profesor! ¡No dé un paso más! — gritó el comandante, a su espalda.
Satrov obedeció.
El campo, batido por el sol, estaba cubierto de gruesas yerbas. Gotas de escarcha brillaban sobre las hojas, sobre los pétalos aterciopelados de las blancas flores de olor dulzón, sobre las cónicas fiorituras de los epilobios. Con el calor del sol matutino, los insectos zumbaban atareados sobre el follaje. Más lejos, el bosque mutilado por los proyectiles tres años atrás extendía 1a sombra de su verdor, rota por desiguales y frecuentes claros, recuerdo de las heridas de guerra en lenta curación. El campo era un completo fermento de vida vegetal, pero bajo la hierba vigorosa, se escondía la muerte, aún no borrada, no vencida por el tiempo y por la naturaleza.
La hierba crecida rápidamente escondía la tierra herida, cubierta de proyectiles, minas y bombas, arada por las cadenas de los carros armados, sembrada de astillas y bañada de sangre…
Satrov vio los tanques destrozados. Semicubiertos por la hierba, aparecían mustios en medio del campo en flor, con chorros de herrumbre roja sobre la coraza destrozada, con los cañones apuntados hacia el cielo o inclinados hacia el suelo. A la derecha, en un pequeño declive, se perfilaban las masas negras de tres máquinas quemadas e inmóviles. Los cañones alemanes apuntaban a Satrov, como si un odio ya muerto todavía les obligase a apuntar rabiosamente sobre los blancos y jóvenes abedules del margen del bosque.
Más allá, sobre un pequeño alto, un carro se había volcado al embestir una máquina caída sobre un costado. Entre las matas de epilobios sólo se veía una parte de su torre con la cruz blanca sucia. A la izquierda, la manchada masa gris oscura de un «Ferdinand» doblaba hacia abajo su cañón, cuya boca se hundía en la espesa hierba.
El florido campo no estaba atravesado por ningún sendero; entre la espesa hierba no aparecía la menor huella de hombre o de animal, no se escuchaba ningún rumor. Sólo una garza, asustada, dejaba escuchar su grito estridente desde algún lugar indeterminado. Lejano, roncaba un tractor.
El comandante se subió a un tronco de árbol caído y permaneció inmóvil largo rato. También su chofer callaba.
A Satrov le vino involuntariamente a la memoria, en su solemne tristeza, la inscripción latina que los antiguos solían esculpir en la entrada del teatro anatómico: «Hic est locus ubi mors gaudet sucurrere vitam», que significaba: «Este es el lugar en el que la muerte se complace en venir en socorro de la vida.»
Un sargento de baja estatura que mandaba la escuadra de zapadores se acercó al comandante. Su euforia le pareció a Satrov fuera de lugar.
— Camarada comandante, ¿podemos empezar? — preguntó el sargento, con voz sonora—. ¿Desde dónde?
— Desde aquí. —El comandante hundió el bastón en un arbusto de espino blanco—. En dirección hacia aquel abedul…
El sargento y los cuatro soldados que le acompañaban empezaron a localizar las minas.
— ¿Dónde está el tanque de Viktor? — Preguntó Satrov, en voz baja—. Aquí sólo veo tanques alemanes.
— Venga, mire — el comandante indicó con la mano a la izquierda—, allí, cerca del grupo de álamos. ¿Ve aquel pequeño abedul de arriba? El carro está a la derecha.
Satrov se fijó en el punto indicado. Un pequeño abedul, aún en pie por milagro, en el que había sido campo de batalla, parecía palpitar apenas con el temblor de las tiernas hojas nuevas. Y sobre la hierba, a unos dos metros de distancia, despuntaba una masa metálica deforme que, desde lejos, parecía una gran mancha roja con estrías negras.
— ¿Lo ve? — preguntó el comandante. Tras el gesto afirmativo del profesor, añadió—: Más a la izquierda está el mío. Allí está, está quemado. Aquel día yo…
En aquel momento llegó el sargento, que había terminado su trabajo.
— Terminado. El sendero está dispuesto.
El profesor y el comandante se pusieron en marcha. A Satrov, el carro le pareció como una calavera deformada, surcada por las negras sombras de grandes heridas. La coraza, retorcida y fundida en muchos sitios, presentaba rojas manchas de óxido.
Con ayuda del conductor, el comandante se encaramó sobre la máquina destruida, observó el interior largo rato con la cabeza metida por la escotilla abierta. Satrov se encaramó tras él y quedó a la espera, de pie sobre la coraza.
El comandante sacó la cabeza de la escotilla y dijo áspero, cerrando los ojos, deslumbrados por el sol:
— Es inútil que baje. Espere aquí. El sargento y yo lo buscaremos. Si no lo encontramos, aunque sólo sea para que se convenza, podrá bajar si lo desea.
El sargento se metió ágilmente en la máquina y ayudó al comandante a hacer otro tanto. Satrov se inclinó, preocupado, sobre la escotilla. En el interior del carro, el aire era sofocante, impregnado de podredumbre, con un ligero olor de aceite mineral y grasa. Aunque a través de las rasgaduras de la coraza penetrase un poco de luz, el comandante había encendido, para mayor seguridad, una linterna eléctrica. Inclinado, intentó, dentro del caos de metal retorcido, descubrir lo que no hubiese sido totalmente destruido. Intentó colocarse en el lugar del comandante, imaginando que se veía obligado a esconder algo valioso. El sargento se había metido en el habitáculo del conductor, donde estuvo largo rato revolviéndose y jadeando.
De improviso, el comandante descubrió sobre un asiento intacto una bolsa de reconocimiento colocada tras la almohadilla en el travesaño del respaldo. La sacó rápidamente. La piel, desteñida e hinchada, parecía aún en buen estado. Bajo la funda de celuloide, deteriorada por el tiempo, se veía un plano. El comandante arrugó la frente, presintiendo una desilusión, y forzó los oxidados botones automáticos. Satrov siguió sus movimientos con clara impaciencia. Bajo el plano topográfico, doblado varias veces, había un cuaderno con una gruesa tapa de color gris.
— ¡Lo he encontrado!
El mayor llevó la bolsa de reconocimiento hasta la escotilla.
Satrov sacó con premura el cuaderno, abriendo con cuidado sus arrugadas páginas. Al ver series de cifras y reconocer la escritura de Viktor, lanzó un grito de alegría.
El comandante salió del carro.
Se había levantado un ligero vientecillo que traía el dulce perfume de las flores. El delgado abedul temblaba, inclinándose sobre el carro como presa de enorme tristeza. Sobre el cielo flotaban espesas nubes blancas, y a lo lejos, somnoliento y rítmico, se oía el canto de un cuclillo…
… Satrov no advirtió que la puerta se había abierto y que en la habitación había entrado su mujer. Esta miró con amables ojos azules, orlados de una sombra de preocupación, al marido, absorto en sus pensamientos.
— ¿Comemos, Alesa? Satrov cerró el armonio.
— Otra vez tus pensamientos, ¿verdad? — le preguntó, dulcemente, su esposa, sacando los platos del aparador.
— Pasado mañana iré dos o tres días al observatorio para visitar a Belskij.
— No te reconozco, Alesa. Tú, siempre metida en casa…, durante meses sólo he visto tu espalda inclinada sobre la mesa, y ahora… ¿Qué te ha pasado? Aquí veo la influencia de…
— ¿De Davydov? — Se rió Satrov—. No, no, Oljuska, él no tiene ninguna relación. No le he visto desde el cuarenta y uno.
— ¡Pero si os escribís cada semana!
— No exageres, Oljuska. Davydov está ahora en América, en el congreso de geólogos… Por cierto, me haces recordar que vuelve dentro de unos días. Hoy mismo le escribiré.
El observatorio había sido reconstruido hacía poco, tras la bárbara destrucción provocada por los hitlerianos.
Satrov fue acogido con cordialidad y cortesía. Le recibió el propio director, el académico Belskij, quien puso a su disposición una habitación en su no muy espaciosa casa. Durante dos días, Satrov observó todo cuanto le rodeaba, tomó contacto con los instrumentos, los catálogos de las estrellas y los mapas celestes. Al tercer día le proporcionaron uno de los más potentes telescopios, por cuanto aquella noche era favorable a las observaciones. Belskij se brindó para servirle de guía en los sectores del cielo citados en el manuscrito de Viktor.
La sala en la que estaba dispuesto el telescopio parecía más el taller de una gran fábrica que un laboratorio científico. Las complejas construcciones metálicas superaban cumplidamente el alcance de los conocimientos técnicos de Satrov, quien pensó que su amigo, el profesor Davydov, apasionado por cualquier clase de máquinas, seguramente las habría apreciado más. En la gran torre circular destacaban algunos paneles con aparatos eléctricos. El ayudante de Belskij maniobró con rapidez y habilidad diversos interruptores y botones. Se escuchó el ruido sordo de los motores eléctricos, la torre giró sobre sí misma y el gran telescopio, semejante a un cañón con el tubo tapado, se abatió sobre el horizonte. El rumor de los motores cesó, seguido de un ligero silbido. El movimiento del telescopio se hizo casi imperceptible. Belskij invitó a Satrov a subir por una ligera escalerita de aluminio. Sobre la plataforma estaba fijada una cómoda butaca, lo suficientemente ancha como para albergar a los dos científicos. AI costado había una mesita con algunos instrumentos. Belskij atrajo hacia sí una barra metálica que llevaba en su extremo dos binoculares, semejantes a los que solía usar Satrov en su laboratorio.
— Este instrumento permite la observación simultánea a dos personas — explicó Belskij—. Los dos veremos la misma imagen proporcionada por el telescopio.
— Ya lo sé. También nosotros, los biólogos, lo utilizamos — contestó Satrov.
— Hoy recurrimos raramente a la observación visual — continuó Belskij—; el ojo se cansa en seguida y no conserva la imagen. Todo el trabajo astronómico moderno se basa en la fotografía, especialmente la observación de las estrellas, que es la que le interesa… Para empezar, puede ver alguna estrella. Aquí tiene una bonita pareja, azul y amarilla, en la constelación del Cisne. Regule el foco, como de costumbre… Espere; será mejor apagar la luz, para que sus ojos se acostumbren…
Satrov acercó los ojos al binocular y con mano experta reguló rápidamente los tornillos. En el centro de la negra circunferencia del campo visual brillaban claramente dos estrellas muy próximas. Satrov se dio cuenta inmediatamente de que el telescopio no estaba en situación de aumentar las estrellas tanto como la Luna o los planetas, a causa de las inmensas distancias que las separan de la Tierra. El telescopio recogía y concentraba sus rayos, haciéndolos más brillantes, más nítidamente visibles, y permitiendo ver mejor millones de estrellas de menor tamaño, absolutamente invisibles a simple vista.
Ante Satrov, sobre un fondo intenso, brillaban dos puntos luminosos de un bonito color azul y amarillo, incomparablemente más espléndidas que las más bellas piedras preciosas. Aquellos minúsculos puntos luminosos proporcionaban una indecible sensación de luz purísima y de infinita distancia, sumergidos en el insondable abismo de las tinieblas atravesadas por sus rayos. Satrov quedó fascinado por aquella palpitación de mundos lejanos, hasta que Belskij, apoyándose cómodamente contra el respaldo de la butaca, le distrajo al decirle:
— Continuemos nuestras observaciones. Difícilmente tendremos otra noche tan buena, y además, el telescopio ya no estará libre. ¿Quiere ver el centro de nuestra galaxia, el eje sobre el que gira esta rueda de estrellas?
Los motores volvieron a funcionar. Satrov sintió cómo se desplazaba la plataforma. En las lentes del binocular apareció un enjambre de veloces luces. Belskij aminoró la marcha del telescopio y la enorme máquina se movió imperceptible, silenciosamente. Ante los ojos de Satrov desfiló la parte de la Vía Láctea situada en los sectores de las constelaciones de Sagitario y de Escorpión.
Las breves aclaraciones de Belskij le ayudaron a orientarse en el acto y a comprender lo que veía. La cinta lechosa de la Vía Láctea estaba rociada de innumerables puntos luminosos, que se espesaban en una gran nebulosa oblonga dividida por dos zonas oscuras. Aquí y allá, sendas estrellas más cercanas a la Tierra brillaban con mayor intensidad, como si hubiesen salido de las profundidades del espacio.
Belskij paró el telescopio y amplió los aumentos del ocular. El campo visual apareció casi enteramente ocupado por una nube de estrellas, una densa masa luminosa en la que ya no se distinguían las estrellas separadas. A su alrededor hormigueaban millones de estrellas en grupos compactos y enrarecidos. A la vista de esta abundancia de mundos, no inferiores a nuestro Sol en dimensiones y luminosidad, Satrov notó una cierta opresión.
— En esta dirección se halla el centro de la galaxia — explicó Belskij—, a una distancia de treinta mil años luz. El verdadero centro es invisible para nosotros. Hasta hace poco no se ha logrado fotografiar con rayos infrarrojos el indistinto y vago contorno de este núcleo. A la derecha, esta mancha negra de enormes dimensiones es la masa de materia oscura que cubre el centro de la galaxia. En torno suyo giran todas las estrellas, así como el Sol, a una velocidad de doscientos cincuenta mil kilómetros por segundo. Si no existiera esa cortina oscura, aquí, la Vía Láctea sería muchísimo más luminosa y por la noche nuestro cielo no parecería negro, sino de color ceniza… Sigamos adelante…
En el telescopio, entre los enjambres de estrellas, se veían intervalos negros a distancias de millones de kilómetros.
— Aquélla es una nube de polvo oscuro y de fragmentos de materia — explicó Belskij—. Las estrellas las atraviesan con sus labios infrarrojos, como se ha demostrado al fotografiar con placas especiales… Aunque hay también numerosas estrellas que no brillan. Nosotros hemos comprobado sólo la presencia de las más próximas gracias a las ondas de radio que éstas emiten.
Satrov contemplaba una gran nebulosa. Semejante a una espira de humo luminosa, surcada con profundos vacíos negros, se cernía en el espacio como una nube embestida por un torbellino. En lo alto y a la derecha se veían copos más lúcidos, amarillentos, lanzados en los infinitos espacios interestelares.
Daba miedo pensar en las inmensas dimensiones de aquella nube de polvo cósmico que reflejaba la luz de las estrellas lejanas. En una cualquiera de sus negras zonas de vacío, todo nuestro sistema solar resultaría una entidad imperceptible.
— Echemos ahora una mirada más allá de los confines de nuestra galaxia — dijo Belskij.
El campo visual se engrandeció. Sólo en muy escasos momentos aparecían en lo profundo del cielo puntos luminosos apenas perceptibles, tan débiles que su luz moría en el ojo, sin conseguir casi provocar una sensación visual.
— Este es el espacio que separa nuestra galaxia de las otras islas de estrellas. Son mundos estelares parecidos a nuestra galaxia, pero excepcionalmente lejanos. Allí, hacia la constelación de Pegaso, se halla la zona más profunda del espacio que conocemos. Ahora miramos la galaxia más vecina a nosotros, que tiene dimensiones y forma semejantes a nuestro gigantesco sistema. Está formada por miríadas de estrellas de diverso tamaño y luminosidad, presenta los mismos cúmulos, la misma faja de materia oscura que se extiende sobre el plano ecuatorial y está también rodeada de cúmulos estelares esféricos. Es la llamada nebulosa M 31, en la constelación de Andrómeda. Está inclinada oblicuamente con respecto a nosotros, de forma que así la vemos en parte ladeada y en parte plana…
Satrov vio una nebulosa pálida de alargada forma oval. Observándola con atención, pudo distinguir haces luminosos dispuestos en espiral y separados por zonas oscuras.
En el centro de la nebulosa era visible una masa de estrellas más compacta y luminosa, que se fundía en un único grupo a una distancia abismal. De esta partían ramificaciones en espiral apenas perceptibles. Alrededor de la masa compacta, separados por anillos oscuros, se extendían haces más claros y pálidos, rotos en las extremidades por una serie de pequeñas manchas redondas, en particular hacia el límite inferior del campo visual.
— Mire… Para un paleontólogo como usted, esto le resultará particularmente interesante. La luz que llega ahora a nuestros ojos ha salido de aquella galaxia hace un millón y medio de años. Cuando aún no existía el hombre sobre la Tierra…
— ¿Y aquélla es la galaxia más próxima? — preguntó Satrov, maravillado.
— ¡Exacto! Conocemos otras, situadas a distancias del orden de centenares de miles de millones de años luz, La luz ha tenido que correr durante miles de millones de años a la velocidad de diez trillones de kilómetros al año para llegar hasta nosotros. Hemos observado estas galaxias en la constelación de Pegaso…
— ¡Inconcebible! Apenas cabe imaginar distancias semejantes. Espacios infinitos, inconmensurables…
Belskij le mostró aún durante largo rato los astros nocturnos. El profesor dio las gracias calurosamente a su Virgilio celeste y volvió a su habitación. Más tarde, se acostó, pero se quedó fantaseando sin conseguir dormirse.
En sus ojos cerrados saltaban enjambres de miles de astros, aparecían colosales nebulosas, negras cortinas de materia fría, gigantescos copos de gases luminosos…
Durante billones, trillones de kilómetros, todo estaba esparcido a distancias inimaginables en el vacío monstruoso y frío, en la eterna tiniebla, surcada sólo por arroyos de potentes radiaciones.
Las estrellas…, enormes masas de materia que se mantienen compactas por la gravedad que una desmesurada presión lleva a una altísima temperatura. La elevada temperatura provoca reacciones atómicas que aumentan la emisión de energía. A fin de poder resistir, para no explotar y conservar el equilibrio interior, las estrellas deben liberar cantidades enormes de energía, que es irradiada en el espacio bajo forma de calor, luz, rayos cósmicos. Y como si fueran centrales atómicas, alrededor de las estrellas giran los planetas, a los que éstas dan su calor.
En las monstruosas profundidades del espacio, los sistemas planetarios, junto a miles de millones de estrellas aisladas y de materia oscura y fría, forman un colosal sistema semejante a una rueda: la galaxia. A veces las estrellas se acercan, luego se alejan de nuevo por millones de años, naves de una misma galaxia. A distancias aún mayores navegan las galaxias, también parecidas a enormes navíos que se cambian los saludos de sus luces en un océano interminable de tinieblas y de hielo.
Observando el universo de modo tan vivo y directo, con sus espacios helados, las masas de materia incandescente, llevadas a temperaturas inconcebibles, haciéndose una clara idea de las distancias inaccesibles, de la increíble duración de los procesos celestes, en los que granitos de arena corno la Tierra tienen una importancia insignificante, Satrov había notado una sensación casi desconocida.
AI mismo tiempo, la orgullosa admiración hacia la vida y su más alta conquista, la mente humana, superaba en él todo extravío. La pequeña llama de la vida, tan fugaz, tan frágil, en grado de existir sólo sobre planetas semejantes a la Tierra, debe arder también en diversos puntes de aquellas muertas y negras profundidades del espacio.
Toda la estabilidad y la fuerza de la vida residen en su compleja organización, que apenas hemos empezado a comprender. Una organización alcanzada gracias a millones de años de evolución, de lucha de las contradicciones internas, de infinito sucederse de fuerzas nuevas más perfeccionadas que las antiguas. En esto reside la fuerza de la vida, su superioridad sobre la materia inerte. La terrible hostilidad de las fuerzas cósmicas no puede obstaculizar la vida, la cual engendra, a su vez, el pensamiento susceptible de comprender las leyes y (con su ayuda) de vencer las fuerzas de la naturaleza.
Aquí, sobre la Tierra, y allí, en las profundidades del espacio, florece la vida, poderosa fuente del pensamiento y de la voluntad, en el futuro capaz de transformarse en un torrente que se verterá sobre todo el universo. Un torrente que unirá los arroyos aislados en un inmenso océano de pensamiento.
Satrov comprendió que las sensaciones de aquella noche habían despertado la fuerza adormecida de su pensamiento creador. Le empujaba el descubrimiento encerrado en la caja de Tao Li…
Continuaría actuando sin temor a lo nuevo, por increíble que fuese.
El segundo del vapor Vitim estaba negligentemente apoyado en la baranda, brillante al sol. Sobre el agua verde, la nave parecía adormecida, acunada por el ritmo del oleaje, rodeada por movedizos fulgores luminosos. Junto a él, un largo barco inglés de alta proa ondeaba perezosamente en el aire las dos blancas cruces de los gruesos mástiles, soltando por la chimenea volutas de denso humo.
La extremidad meridional de la bahía, casi recta y negra a causa de la espesa sombra, estaba interrumpida por una pared de montañas rojo oscuras estriadas de violeta.
El oficial oyó desde abajo un rumor de pasos pesados y vio en la escalerita de la plancha la maciza cabeza y las anchas espaldas del profesor Davydov.
— ¿Ya levantado, Ilja Andreevic? — saludó el científico.
Davydov entrecerró los ojos, volvió en silencio la mirada hacia la soleada bahía, luego miró al segundo, que le sonreía.
— Quiero ir a las islas Hawai. Un sitio bonito, agradable… ¿Salimos en seguida?
— El capitán ha ido a tierra para las formalidades, pero todo está dispuesto. En cuanto llegue, partiremos. ¡Directamente a casa!
El profesor asintió, mientras metía una mano en el bolsillo en busca de cigarrillos. Gozaba del descanso, esos días de ocio obligado, tan raros en la vida de un pobre científico. Davydov volvía de San Francisco, donde había asistido como delegado al congreso de geólogos y paleontólogos, los estudiosos del pasado de la Tierra.
El científico deseaba hacer el viaje de regreso en una nave soviética, y el Vitim le había proporcionado la ocasión. Era agradable la parada en las Hawai. Davydov conocía aquellas islas, rodeadas por grandes extensiones de agua del océano Pacífico. Ante la inminente partida, se sentía aún más satisfecho. En aquellos días de calma y de lenta reflexión, se habían amontonado en su mente muchos pensamientos interesantes, suponían nuevas consideraciones y sentía la necesidad de controlar, confrontar, desarrollar sus ideas. Pero esto le era imposible en la cabina de una nave, le faltaban los instrumentos necesarios, los libros, las notas, las colecciones…
Davydov se pasó la mano por una sien, lo que revelaba en él cierta irritación…
A la derecha del ángulo saliente del muelle de cemento se abría casi de improviso una amplia avenida de palmas. Las espesas copas cubrían las graciosas casitas blancas rodeadas de parterres multicolores, dejando filtrar una luz broncínea. Más allá, a lo largo de un promontorio, el verde de los árboles se hundía en el agua, sobre la que flotaba casi imperceptiblemente una barca azul con bandas negras. En la barca, algunos chicos y chicas exponían su esbelto cuerpo bronceado al sol y reían ruidosamente antes de zambullirse.
A través del límpido aire, los ojos présbitas del profesor distinguían todos los detalles de la cercana costa. La atención de Davydov fue atraída por un parterre redondo, que tenía en el centro una extraña planta: de un espeso cojín de hojas plateadas de forma de cuchillo, se levantaba, alta como un hombre, una flor roja fusiforme.
— ¿Conoce aquella planta? — preguntó, con interés, el profesor al segundo.
— No — contestó, distraído, el joven marino—. La he visto, he oído decir que la consideran una rareza… Ilsa Andreevic, ¿es verdad que en su juventud fue usted marino?
Molesto por el imprevisto giro de la conversación, el profesor arrugó el ceño.
— Sí, pero ahora, ¿qué importa? — gruñó.
Desde un punto impreciso, más allá de las construcciones que sobresalían a la derecha, llegó el silbido de una sirena, que se reflejó en el agua inmóvil.
La cara del segundo adquirió entonces una expresión alarmada. Davydov miró, perplejo, a su alrededor.
Sobre la pequeña ciudad, y sobre la bahía abierta a la azul inmensidad del océano, reinaba, como antes, la calma. El profesor volvió su mirada a la barca de los bañistas.
Una muchacha morena, evidentemente hawaiana, saludó, erguida sobre la proa, a los marineros rusos,
agitando una mano, y se zambulló. Las flores rojas de su traje de baño atravesaron el espejo esmeralda del agua y desaparecieron. Una lancha a motor atravesó velozmente la rada. Un minuto después apareció en el muelle un automóvil, del que descendió rápidamente el capitán del Vitim, que se dirigió corriendo hacia su nave. Una fila de banderas empezó a palpitar sobre el mástil de señales. El capitán se precipitó ansioso sobre la plancha, secándose el sudor que le caía sobre la cara con la manga de la blanca guerrera.
— ¿Qué ha pasado? — empezó a decir el segundo.
— ¡Listos para la maniobra! — Gritó el capitán—. ¡Listos para la maniobra!
Inclinado sobre el megáfono, tras un breve intercambio de palabras con el oficial de máquinas, dio una serie de órdenes.
— ¡Todos a cubierta! ¡Cerrad las mamparas! ¡Despejad el puente! ¡Aflojad las amarras!
— Russians, what shallyou do? — preguntó una voz, alarmada, desde una nave cercana.
— Go ahead! — contestó inmediatamente el capitán del Vitim.
— Well! At full speed! — contestó el inglés con tono firme.
Bajo la popa, el agua empezó a burbujear sordamente. El Vitim vibró y por la derecha, el muelle se alejó lentamente. Viendo a los marineros correr presurosos arriba y abajo por el puente, Davydov se sintió turbado. Lanzó varias miradas interrogativas al capitán, pero éste, totalmente absorbido por la maniobra, parecía no darse cuenta de nada.
El mar continuaba tranquilo y en el cielo terso y tórrido no se veía ni una nube.
El Vitim salió y puso proa en dirección al mar abierto.
El capitán recobró el aliento y sacó un pañuelo del bolsillo. Al pasear su penetrante mirada sobre el puente, comprendió que todos esperaban con ansia una explicación.
— Está llegando por el noroeste una gigantesca ola. Creo que el único modo de salvar el barco es salirle al encuentro en mar abierto, a toda máquina…, lo más lejos posible de la costa.
Lanzó una mirada al muelle que se alejaba, como para estimar la distancia.
Davydov miró hacia proa y vio una serie de grandes olas que se acercaban amenazadoras a la nave. Detrás, al igual que el grueso de un ejército sigue a sus vanguardias, se levantaba una gris montaña liquida, cuya mole cubría el azul del horizonte.
— ¡Tripulación bajo cubierta! — ordenó el capitán, empuñando con gesto brusco el megáfono.
Junto a la costa, las primeras olas se hinchaban y se hacían más escarpadas. El Vitim embistió la primera. La proa de la nave se levantó para hundirse en seguida tras la cresta de la segunda oía. La barandilla de la cubierta, a la que Davydov estaba fuertemente agarrado, vibró con fuerza. El puente desapareció bajo el agua, mientras la cubierta fue envuelta por una nube de espuma brillante. Un segundo después, el Vitim volvió a salir con la proa apuntada hacia el cielo. Sus potentes máquinas rugían dentro del casco, resistiendo desesperadamente a la fuerza de las olas, que frenaban la nave y querían empujarla a la costa.
Ni una sola mancha de espuma blanqueaba sobre la cima del gigantesco caballón, alzado con un rumor siniestro y que se hacía cada vez más escarpado. El sombrío esplendor de aquella muralla líquida impresionante, maciza e impenetrable, recordaba a Davydov los flancos escoceses de las rocas basálticas, cortados a pico sobre el mar. Pesada como lava, la ola se levantaba cada vez más, oscureciendo el cielo y el sol; su cumbre, cada vez más veloz, sobrepasaba el mástil de proa. Una penumbra siniestra se condensaba a los pies de la montaña de agua, donde se iba formando una profunda fosa negra, en la que la nave se hundía en espera del golpe mortal.
Las personas que se encontraban sobre la cubierta bajaron instintivamente la cabeza ante los elementos, prontos a desencadenarse. La nave se sacudió bruscamente detenida en su avance. Los seis mil caballos de vapor que movían la hélice bajo la popa habían sido anulados por una fuerza monstruosa.
El primer golpe aplastó a los hombres contra las barandillas; un instante después, el agua se revolvió con furia, ensordeciéndolos y cegándolos.
Agarrado a la barandilla, medio asfixiado, el profesor sintió que la nave se doblaba sobre el flanco izquierdo, para luego enderezarse y doblarse sobre el flanco derecho; finalmente, se enderezó de nuevo para salir del abismo de agua que la había engullido. Poco a poco, el Vitim huyó del turbulento caos gris hacia el cielo claro y sereno.
El ensordecedor rugido terminó con desconcertante rapidez. El barco empezó a descender dulcemente a lo largo de la espalda del caballón, que huía hacia la costa. Del mar llegaban nuevas filas de olas, pero no parecían ya temibles. El capitán suspiró ruidosamente y estornudó con satisfacción. Davydov, empapado hasta los huesos, vio a su derecha al barco inglés, que surcaba velozmente las olas; acordándose de algo, corrió al extremo de la cubierta. Desde allí podían divisar el muelle y la ciudad abandonados poco antes. Con horror, el científico observó cómo la ola aún más gigantesca, al llegar a la costa, cubría con su mole el verdor de los jardines, las casitas blancas y la línea recta y clara de los muelles…
— ¡Otra! ¡Otra! — gritó el segundo, casi en la oreja de Davydov.
Efectivamente, una segunda ola enorme se echaba sobre la nave. Su llegada no había sido advertida, como si hubiese brotado de improviso del fondo del océano.
La montaña líquida de la cima redondeada se alzaba rugiendo, como para desahogar la ira que hervía en ella. Y de nuevo la nave fue frenada, sacudida por el peso del alud de agua, y luchó desesperadamente para sobrevivir. El caballón se deslizó hacia popa, mientras el Vitim se enfrentaba con una serie de olas menores. Después de dos o tres minutos, una tercera ola gigantesca se levantó del mar. Esta vez, las máquinas, obedientes al teléfono del capitán, dieron marcha atrás a tiempo; el choque fue menos fuerte y la nave se encabritó con mayor facilidad sobre la montaña líquida.
La lucha contra aquellas misteriosas olas, que surgían sin que soplase un hálito de viento y en un día tranquilo, continuó algún tiempo. El Vitim salió por fin de la aventura completamente empapado, pero con pocos daños; se mantuvo un rato al largo, y hasta que el capitán no se persuadió de que el peligro había pasado, no volvió a entrar en el puerto.
Había transcurrido apenas una hora desde el momento en que Davydov admiró la bella ciudad desde el puente del barco. Ahora, la costa estaba desconocida. Los parterres floridos, las lindas veredas, habían desaparecido. En su lugar se veían montones de maderos; fragmentos de techos deformados y ruinas mezcladas con largos troncos retorcidos indicaban el lugar en el que se derrumbaron las casas vecinas al mar. El espeso bosquecillo en el límite de la bahía, allí donde Davydov había visto a los jóvenes bañistas reír y bromear, quedó transformado en un pantano lleno de troncos arrancados. Las pocas casas de mampostería edificadas a lo largo del muelle parecían mirar tristemente a través de los vacíos ojos de sus ventanas. A sus pies yacían los restos de las casas más pequeñas y de las tiendas de madera destrozadas por la furia de las aguas.
Una gran lancha motora volcada sobre la orilla completaba el pavoroso cuadro como un monumento en recuerdo de la victoria del terrible mar.
Riachuelos de agua salada, que se abrían paso tortuosamente entre estratos de arena apenas depositados por el mar, brillaban al sol. Entre las ruinas hormigueaban míseras sombras en busca de los muertos, ansiosas de salvar los restos de sus bienes.
Emocionados, los marineros soviéticos se agolpaban sobre el puente y miraban silenciosos la orilla, incapaces ahora de alegrarse por su triunfo ante el peligro. En cuanto el Vitim atracó de nuevo en el muelle, milagrosamente intacto, el capitán exhortó a la tripulación a que acudiese en socorro de los habitantes, disponiendo que en la nave quedaran sólo los hombres de guardia.
Davydov volvió a bordo con los tripulantes hacia la noche. Tras lavarse con aire sombrío, se vendó una mano herida y empezó a pasear por cubierta, donde permaneció largo tiempo fumando.
La isla aún no había desaparecido en el horizonte, cuando se presentó al científico el oficial de máquinas, que presidía el comité de a bordo, para pedirle que «explicase a los muchachos lo que había pasado». Se decidió organizar una reunión en cubierta. El profesor nunca había tenido ocasión de dirigirse a un auditorio tan singular. Los marineros estaban reunidos junto a la primera bodega, unos sentados, otros en pie, otros tumbados por el suelo, mientras Davydov se apoyaba en el forro del cabestrante que le servía de cátedra. El océano, tranquilo y silencioso, ya no detenía el curso de la nave, que regresaba a la patria.
El profesor habló a los marineros del océano Pacífico, gigantesca depresión ocupada por la mayor masa líquida del planeta. A su alrededor, no lejos de los continentes, surgen cadenas de gigantescos plegamientos de la corteza terrestre, que emergen lentamente desde el fondo de profundísimas cavidades. Todas las cadenas de islas, las Aleutianas, las islas japonesas, el archipiélago de la Sonda, son precisamente pliegues de la corteza terrestre en vía de formación.
El proceso de formación de los pliegues es continuo: cada uno de ellos, cuya cima no es otra que la propia isla, se alza continuamente, a veces con una velocidad de dos metros anuales; al mismo tiempo se inclina siempre en dirección al océano.
— Imaginaos que por un instante las aguas del océano se retiran… — explicó el profesor—. En ese caso, veríais, en vez de las islas, cadenas de altas montañas inclinadas hacia el centro del océano y peligrosamente pendientes sobre las cavidades inferiores, parecidas a inmensas olas petrificadas. El declive opuesto, frente al continente, es menos fuerte, pero forma también una cavidad bastante profunda, ocupada por el mar. Tal es, por ejemplo, la estructura del mar del Japón. A lo largo de las vertientes situadas de cara al continente se forman cadenas volcánicas. En el interior de los plegamientos, la presión es tan grande que funde las rocas del núcleo interno; la materia fundida irrumpe por fisuras bajo la forma de lava incandescente. Las cavidades frente al océano se hacen cada vez más profundas bajo la presión de la base de los pliegues, y en ellas se sitúan los centros de los grandes terremotos.
«Precisamente uno de esos terremotos fue la causa de la desgracia de ayer. En un punto indeterminado del Norte, probablemente en la fosa de las Aleutianas, en la base de los plegamientos aleutianos, la fuerte presión de que he hablado ha roto un sector del fondo del océano, provocando un fuerte terremoto submarino. El empuje provocó una ola gigantesca que se ha extendido en el océano, hacia el Sur, a miles de millas del punto de origen, y pocas horas después alcanzó las islas Hawai. En mar abierto, nuestro Vitim hubiese pasado por encima de ella sin darse cuenta siquiera; en efecto, el diámetro de la ola era tan grande — cerca de 150.000 kilómetros— que la nave hubiese podido remontarla hasta su máxima altura sin notarlo siquiera. Pero frente a tierra firme es muy diferente. Cuando la ola halla un obstáculo, se levanta, crece y se lanza sobre la costa con inaudita violencia. No es preciso hablar de ello porque todos vosotros habéis visto ya los efectos. El aspecto y el carácter de las olas vienen determinados por los bancos de arena existentes en las proximidades de las costas.
Estas olas no son raras en el océano Pacífico, precisamente porque en el fondo de este mar están en curso procesos de formación de nuevos plegamientos en la corteza terrestre… Durante los últimos ciento veinte años, las islas Hawai han sufrido la violencia de las olas en veintiséis ocasiones. Las olas provenían de distintas direcciones: las Aleutianas (como la nuestra), el Japón, Kamchatka, las Filipinas, las islas Salomón, América del Sur, incluso la costa de México. Esta última se remonta a noviembre de 1938. La velocidad media de estas olas se calcula en trescientos a quinientos nudos… Los marineros, interesados, hicieron a Davydov numerosas preguntas, y la conversación se hubiese prolongado mucho tiempo, de no provocar el cambio de guardia la disolución del auditorio. El profesor se entretuvo en la cubierta, reflexionando intensamente, con la frente arrugada y los dientes apretados.
La inesperada destrucción de la bella isla había dejado una profunda huella en el corazón del científico. Y casi todas las preguntas realizadas por los marineros coincidían, en cierto sentido, con sus propios pensamientos. Era preciso descubrir no sólo cómo se producía la formación de los pliegues del océano Pacífico, sino también las causas de tal proceso. ¿Por qué en el corazón de la Tierra se provocan estos lentos y poderosos movimientos que arrugan enormes estratos de rocas, empujándolos siempre más arriba sobre la superficie de la tierra? ¡Qué insignificantes son nuestras informaciones acerca de las vísceras de nuestro planeta, el estado de la materia, los procesos físicos o químicos que se desarrollan bajo presiones del orden de millones de atmósferas, bajo estratos de miles de kilómetros, cuya estructura se desconoce!
Basta el desplazamiento de pocas moléculas, basta un insignificante aumento del volumen de estas masas inimaginables, para que sobre el sutil velo de la corteza terrestre conocida por nosotros se produzcan desplazamientos enormes, para que la corteza rota se levante en decenas de kilómetros. Sin embargo, sabemos que si estos desplazamientos faltasen, si estas fuertes sacudidas no se produjesen, significaría que la materia del interior del planeta se encuentra en estado de quietud, de equilibrio.
Únicamente en ocasiones, con intervalos de millones de años, algunos estratos de naturaleza rocosa se retuercen, se pliegan y, en parte, se funden, para salir a la superficie durante las erupciones volcánicas. Luego el conjunto emerge en la superficie, dando lugar a una enorme meseta en la que, más tarde, erosionada por las aguas y los agentes atmosféricos, se forman valles, montañas; en resumen, lo que solemos llamar un paisaje montañoso.
El hecho más sorprendente es que los focos volcánicos y las zonas de plegamiento de los estratos rocosos se hallan en profundidades relativamente pequeñas, a pocas decenas de kilómetros de la superficie terrestre, mientras que las partes centrales del planeta, cubiertas por un estrato de materia de treinta kilómetros de espesor, están en permanente estado de quietud…
La materia dura, enfriada, de nuestro planeta está constituida por elementos químicos constantes: los noventa y nueve ladrillos sobre los que se alza todo el Universo. Estos elementos, sobre la Tierra, son casi todos constantes e inmutables, a excepción de los pocos radiactivos que se transforman por si solos, entre los que se cuentan el famoso uranio, el torio, el radio, el plutonio. A éstos, según parece, hay que añadir los elementos 43°, 61°, 85° y 87° de la tabla de Mendeleev (masurio, florencio, ekaiodio y ekacesio), enteramente transformados.
En las estrellas sucede de forma diferente. Por la acción de presiones y temperaturas gigantescas, se produce la transformación de un elemento en otro: el hidrógeno, el litio, el berilio, se transforman en helio; el carbono se convierte en oxígeno, el cual, a su vez, pasa a carbono, desprendiendo colosales cantidades de energía en forma de calor, luz y otras radiaciones no menos potentes.
Pero sea cual fuere la hipótesis que se quiera aceptar sobre la formación de nuestro planeta, es evidente que hubo una época en la que la materia constitutiva de la Tierra se encontraba en un estado de fuerte calentamiento, era una masa de materia incandescente, semejante a la que forma las estrellas. ¿Y si en la masa enfriada del planeta hubiesen quedado aún elementos inestables, desconocidos por nosotros, resto de los procesos atómicos de aquella época, parecidos a los producidos artificialmente en nuestros laboratorios con los elementos uránicos?
Estos elementos, como el uranio, deben hallarse entre estratos relativamente superficiales de la Tierra. Permanecen inactivos, por supuesto, hasta que, a continuación de los infinitos desplazamientos y aglomeraciones de la materia, se crean masas de gran peso atómico, como el uranio y el torio.
Entonces, como hoy sabemos, pueden desarrollarse fuertes reacciones en cadena, que liberan una gran masa de energía.
Esto significa que las fuerzas desconocidas por nosotros que mueven la corteza terrestre son expresión de elementos del grupo del neptunio, derivados de transformaciones atómicas producidas hace un tiempo infinitamente largo. Pero si el proceso se efectúa de este modo, si en la Tierra la formación de las montañas es debido a reacciones atómicas que se han producido a gran profundidad, es de esperar que en un futuro se puedan dominar los focos. Estos se buscan en las proximidades de los plegamientos, en las regiones volcánicas; por ejemplo, en el Pacifico… Probablemente, en los momentos de mayor desarrollo de las reacciones en cadena a gran profundidad llegan a la superficie fuertes radiaciones, que podrían permitirnos identificar la zona de la fisión atómica.
Pero si estas radiaciones alcanzan la superficie, es posible que en las pasadas épocas geológicas hayan influido fuertemente sobre la población que vivía en los lugares de la formación de los pliegues y de las montañas…
Davydov recordó los inmensos amontonamientos de monstruos prehistóricos que había tenido la ocasión de estudiar en el Asia central, intentando dar una explicación satisfactoria a que restos de millones de aquellos animales se encontrasen en los mismos puntos.
Con el instinto del científico, percibía la importancia de sus suposiciones. Completamente obsesionado por sus pensamientos, no tenía la menor noción del tiempo que pasaba. Sólo al echar casualmente una ojeada al reloj vio que se retrasaba para la cena y soltó un taco.
Satrov se detuvo delante de una puerta, sobre la cual una plancha de cristal anunciaba: Profesor I. A. Davydov-jefe de sección; pasó una gran caja desde la mano derecha a la izquierda y, sonriendo bajo los bigotes, llamó. Una voz de bajo contestó con marcada indiferencia:
— ¡Adelante!
Satrov entró con su acostumbrado paso ligero, un poco inclinado y con los ojos brillantes.
— ¡Mira quién tenemos aquí! —Exclamó Davydov, que se levantó para salir presurosamente a su encuentro—. Esta si que no me la esperaba. ¡Cuántos años, querido amigo!
Satrov dejó la caja sobre la mesa y abrazó afectuosamente a su amigo. Delgado, de media estatura, Satrov resultaba minúsculo al lado de la maciza figura de Davydov. Los dos amigos eran opuestos por muchos conceptos. De imponente estatura y formación atlética, Davydov tenía un aspecto más modesto y bonachón que su nervioso y tímido amigo. La cara de Davydov con su nariz marcada y su irregular frente redonda bajo la espesa cabellera, era completamente opuesta a la de Satrov. Sólo los ojos luminosos, claros y penetrantes, se parecían en algo que no se lograba adivinar en seguida; quizá era la misma expresión, reflejo de una idéntica tensión de pensamiento y de voluntad.
Davydov hizo sentar a su amigo; ambos encendieron un cigarrillo y empezaron animadamente a intercambiarse las impresiones acumuladas durante tantos años y que no habían encontrado un hueco en su correspondencia. Por fin, Davydov se pasó una mano tras la oreja, se levantó y sacó del bolsillo del abrigo colgado en un rincón un grueso paquete. Lo abrió y lo puso delante de Satrov.
— Hágame el favor, Aleksej Petrov… Venga, no haga cumplidos — añadió Davydov ante el signo de protesta de Satrov. Y ambos se rieron.
— Igual que en los años cuarenta — dijo Satrov, con una nota de alegría en la voz—. ¿Aún se olvida de comer? ¡Tendrá un lavado de cerebro!
Davydov soltó una carcajada.
— Se lo llevaré a casa. Venga, adelante, acéptelo como en el cuarenta.
— ¡Muy bien! — Satrov alargó una mano—. ¡Oh!
— Tampoco su " ¡Oh!» ha cambiado. Me alegra volverle a escuchar… Oiga, Aleksej Petrovic, vamos al museo. Le enseñaré novedades interesantes… Hay también trabajo para usted…, tenemos algunos fósiles…
— No, Ilja Andreevic. He venido para una cosa muy importante. Es preciso que le hable de ello. Necesito su cerebro, que sabe trabajar bien y no se equivoca…
— ¡Interesante! — Davydov pasó el índice sobre la última línea del manuscrito y apartó los folios cubiertos de escritura—. A propósito, he recibido su carta hace una semana, y aún no le he contestado. No apruebo…
— ¿No aprueba mis jeremiadas? Este es un momento difícil — insistió Satrov algo turbado—. He adoptado también su filosofía, y muchas veces me ayuda. Aunque para ponerla en práctica hace falta cierta fuerza de espíritu. A veces no consigo…
— ¿Qué filosofía? — preguntó Davydov con curiosidad.
— Sus dos palabras mágicas: «No importa». Pero ni siquiera durante la guerra esta expresión me bastaba…
Davydov estalló en una gran carcajada. Al recobrar la respiración consiguió responder:
— Ah, claro… Ciertamente, continuaremos trabajando. Pero es difícil. Hay muchas dificultades. Excavaciones, enormes colecciones, el estudio de los hallazgos, de los datos y el personal es muy escaso. Y luego el tiempo que se malgasta en ir detrás de tonterías… Pero quería usted hablarme de cosas importantes y le he distraído…
— Sí, cosas extraordinarias. Aquí, en la mano, tengo algo increíble, tan increíble que no me he atrevido a hablar con nadie antes de hacerlo con usted.
Le tocó a Davydov el turno de mostrarse impaciente. Tras abrir el paquete, Satrov sacó de su interior una gran caja cúbica de cartón amarillo recubierta de ideogramas chinos y sellos de correos.
— Ilja Andreevic, ¿se acuerda de Tao Li?
— ¡Cómo no! Aquel joven paleontólogo chino, tan preparado, le asesinaron los fascistas el año cuarenta, cuando volvía de una expedición. Ha caído por la China libre.
— Precisamente. He inventariado algunos de los materiales recogidos por él. Mantuvimos correspondencia. Tenía intención de venir a vernos…, pero la ocasión no se presentó nunca — suspiró Satrov—. En resumen, de la que fue su última expedición me envió un paquete con algo extraordinariamente curioso. Aquí está. Venía acompañada por una nota, en la cual Tao Li me anunciaba una larga carta, que evidentemente nunca pudo escribir. Le mataron en el Szechuan, en la ruta de Chun-gking.
— ¿Localidad de la expedición? — preguntó Davydov.
— El Sikang.
— Un momento… Está… Es un nudo montañoso en la extremidad oriental del arco del Hirnalaya, exactamente entre la cadena del Hirnalaya y los montes de Szechuan… Quizá el famoso Kam, el objetivo de Przevalskij…, ¡naturalmente!
Satrov miró a su amigo con admiración.
— ¡Caramba, en geografía no le gana nadie! Yo sólo consigo orientarme con el mapa. El Kam es la parte noroeste del Sikang, y Tao Li hizo sus investigaciones allí, exactamente en la zona oriental, en la región de En-ta.
— Comprendo. Venga, enséñeme su mercancía. ¡Se puede esperar todo de ese país!
Satrov sacó de la caja un objeto envuelto en algunas hojas de papel fino. Tras librarlo de su envoltura, entregó a Davydov un resto fósil irreconocible a primera vista.
Davydov lo miró un par de veces y dijo:
— Es un fragmento del occipital de un gran dinosaurio. ¿Qué tiene de extraño?
Satrov no contestó. Davydov examinó otra vez el fósil y de pronto lanzó una sorda exclamación. Colocando el resto sobre la mesa, extrajo una lente binocular de una caja barnizada de amarillo, sacó los brazos del trípode y fijó el tubo. La ancha espalda del profesor se curvó sobre el instrumento; sus ojos se apoyaron sobre el doble ocular, mientras sus grandes manos ajustaban bajo la lente el hueso del dinosaurio. Durante un instante reinó el silencio en el estudio, roto sólo por el chasquido de una cerilla que Satrov había encendido. Por fin, Davydov separó del instrumento dos ojos asombrados.
— ¡Increíble! Desde luego no sabría explicarlo. El cráneo está atravesado de parte a parte en el punto más grueso del hueso. El agujero es tan estrecho que no puede haber sido producido por el cuerno o el diente de un animal. Si se tratase de una enfermedad, necrosis o caries óseas, se deberían hallar en los márgenes trazas de las mutaciones patológicas. No, este agujero ha sido producido por causas externas y cuando el animal aún estaba con vida… No hay duda. Ambas paredes…, atravesadas como por una bala… Sí, diría que se trata de una bala, si no fuese una locura… Pero no, el agujero no es redondo, es una estrecha fisura oval, con los bordes limpios, tanto que durante el proceso de fosilización se ha llenado de materia porosa — Davydov guardó el trípode del binocular—. Como nunca me ha gustado fantasear, y me siento ahora perfectamente lúcido, sólo puedo decir que se trata de un caso extraño e inexplicable…
Miró fríamente a Satrov. Este extrajo de la caja otra envoltura.
— Es inútil discutir, porque podría tratarse de una casualidad; pensándolo bien, hasta se encontrarían distintas explicaciones. Ahora bien, si encontrásemos otro caso del mismo género, tendríamos que abandonar las dudas… Aquí está el segundo caso…
Sobre la mesa, frente a Davydov, colocó otro hueso plano y con los bordes quebrados.
Davydov debió aspirar el cigarrillo demasiado profundamente, porque se puso a toser con la cara congestionada.
— Un fragmento de la pata izquierda de un dinosaurio — murmuró Satrov, inclinándose sobre el hombro de su amigo—. Pero no del mismo animal al que pertenece el cráneo. Este es un ejemplar más viejo y mayor…
Davydov bajó la cabeza para fijar la mirada en la pequeña fisura oval que presentaba también el segundo fósil.
— ¡Igual! ¡Exactamente igual! — exclamó emocionado, pasando un dedo por el borde del misterioso agujero.
— Y ahora la nota de Tao Li — prosiguió metódicamente Satrov, escondiendo una sonrisa de triunfo.
Habiendo gustado ya de la emoción del descubrimiento, le era más fácil mantener su calma.
La armoniosa lengua rusa cedió paso por un breve lapso a los discontinuos sones de la lengua inglesa. Satrov leyó lentamente la breve comunicación del científico muerto:
«Cuarenta millas al sur de En-ta, en la cuenca de los afluentes de la izquierda del Mekong, he descubierto una vasta depresión, ocupada actualmente por el río Chu-chechu. Se trata de un hundimiento montañoso recubierto por una capa de lava terciaria.
«En el punto donde el lecho del río ha erosionado la capa de lava, ésta presenta un espesor máximo de unos diez metros. Debajo se encuentran areniscas porosas, que contienen numerosos restos de dinosaurios, entre los cuales he descubierto algunos que presentan curiosas lesiones. Le envío dos de ellas, porque mi descubrimiento me ha sorprendido tanto que siento la necesidad de estar seguro de no equivocarme. No todas las lesiones son del mismo tipo. A veces parece como si el hueso hubiese sido cortado con un inmenso cuchillo, sin duda mientras el animal estaba aún con vida, o bien en el momento mismo de su muerte. Llevaré a Chungking más de treinta fósiles con estas lesiones, que he recogido en puntos distintos del valle, donde he descubierto una gran cantidad de restos de dinosaurio y hasta algunos esqueletos completos. En cada pieza que le envío, he puesto rótulos con la indicación precisa de la localidad.
La prisa con la que debo enviar el paquete, no me permite escribirle una carta más detallada. Lo haré a mi regreso a Szechuan, en cuanto tenga más tiempo.»
Satrov calló.
— ¿Eso es todo? — preguntó Davydov con impaciencia.
— Todo. Tan breve como grande es la importancia del descubrimiento.
— Un momento, Aleksej Petrovic. Déme tiempo a recuperarme… ¡Parece un sueño! Sentémonos y hablemos de ello con calma, porque siento como si me hubiera vuelto idiota…
— Sí, lo comprendo, lija Andreevic. Hay que tener un gran valor para deducir conclusiones de este hecho. Implica derribar conceptos bien arraigados… No tengo su audacia, pero veo que usted también…
— Bien. Razonemos con valor. Por fortuna estamos solos. Así nadie pensará que dos lumbreras de la paleontología han perdido la cabeza… Estos dinosaurios fueron muertos por alguna arma potente. Evidentemente la fuerza de penetración de esta arma era superior a la de los poderosos fusiles modernos. Por otra parte, sólo un ser racional, llegado además a un alto grado de civilización, podría construir un arma semejante, ¿correcto?
— Absolutamente. Ergo, ¡un hombre! — dedujo Satrov.
— Ahora bien, los dinosaurios vivieron en el período Cretáceo, digamos hace setenta millones de años. Todos los datos a nuestra disposición afirman, por otra parte, sin sombra de duda, que la aparición del hombre sobre la Tierra, uno de los últimos anillos de la cadena de la evolución del mundo animal, se verificó hace unos sesenta y nueve millones de años y que durante muchos centenares de miles de años el hombre permaneció en estado animal, hasta que su última especie no aprendió a pensar y a trabajar. La aparición del hombre no pudo suceder antes, mucho menos la de un hombre capaz de construir instrumentos técnicos. Absolutamente excluido. En consecuencia, sólo puede haber una conclusión: los que mataron a los dinosaurios no eran terrestres, venían de otro mundo…
— Sí, de algún otro mundo — confirmó Satrov—. Y yo…
— Un momento. Hasta aquí todo entra aún en los límites de la razón. Es después cuando la cosa se hace increíble. Las recientes conquistas de la astronomía y de la astrofísica han trastornado los viejos conceptos. Se han escrito muchas novelas sobre los habitantes de otros mundos. La tesis compartida hasta ahora por la mayoría de los científicos, esto es, que nuestro planeta sea una excepción, ha sido del todo superada. Hoy no tenemos ninguna razón para creer que muchas estrellas posean un sistema planetario propio, y dado que el número de las estrellas en el universo es infinitamente grande, también lo será el número de los sistemas planetarios. Por lo tanto, seguir pensando que la vida sea una prerrogativa exclusiva de la Tierra es absurdo. Se puede ya afirmar que en el universo existen otros mundos habitados. Hasta aquí todo va bien. Pero al mismo tiempo hemos descubierto que la distancia que nos separa de las estrellas más próximas dotadas de sistemas planetarios es pavorosamente grande. Tan grande que para cubrirla hacen falta decenas de años a la velocidad de la luz, es decir, a trescientos mil kilómetros por segundo. Esta velocidad es, por una ley física, inalcanzable, y un viaje a velocidades inferiores requeriría miles de años…
— Recientemente se han descubierto estrellas oscuras, visibles sólo gracias a las radiaciones que emiten. En la periferia de nuestro sistema solar existen muchas, pero, en primer lugar, su distancia es demasiado grande para que se puedan alcanzar con cohetes y, en segundo lugar, es poco probable que éstas tengan planetas habitados, a causa de la debilidad de sus radiaciones, insuficiente para calentar de forma adecuada un planeta, En cuanto a nuestro sistema planetario, fuera de la Tierra sólo Marte y Venus podrían estar habitados. Pero las probabilidades son pocas. Venus es demasiado caliente, gira alrededor del Sol con lentitud y su atmósfera es densa y sin oxígeno en estado libre. Aunque se pudiesen desarrollar formas de vida, está excluida en Venus la presencia de seres racionales con un alto nivel de civilización. Y también en Marte. Su atmósfera está demasiado enrarecida, el planeta es frío y si existe vida, sólo sería en formas inferiores. No hay duda de que Marte carece de la impetuosa energía vital que posee nuestra Tierra. Es inútil hablar de los planetas más lejanos. Saturno, Júpiter, Urano y Neptuno son mundos horrendos, fríos, oscuros, como los círculos inferiores del infierno dantesco. Saturno, por ejemplo, está formado por un núcleo rocoso recubierto por un estrato de hielo de un espesor de diez mil kilómetros y el conjunto está rodeado por una densa atmósfera de veinticinco mil kilómetros de altura, impenetrable a los rayos del sol y rica en gases venenosos: amoníaco y metano. Esto significa que bajo aquella atmósfera sólo hay tinieblas y hielo a ciento cuarenta grados bajo cero y con una presión de un millón de atmósferas… Da miedo pensar en ello…
— También creo — le interrumpió Satrov—, que en nuestro sistema planetario no existen mundos semejantes al nuestro. Y yo…
— Por lo tanto, excluyamos a nuestros planetas. Llegar a la Tierra desde los sistemas estelares más lejanos es imposible. ¿De dónde entonces venían aquellos seres? ¡Este es el problema!
— No me deja hablar, Ilja Andreevic. Aunque no tengo su erudición, hubiese pensado más o menos en las mismas posibilidades. Las estrellas, sin embargo, no son inmóviles. Se desplazan en el interior de nuestra galaxia; la misma galaxia gira alrededor de su propio eje y se mueve en el espacio hacia un punto indefinido, como hacen todas las innumerables galaxias. Durante el curso de millones de años las estrellas pueden, por lo tanto, alejarse y acercarse sensiblemente…
— Bien, no veo de qué nos servirán… El espacio ocupado por la galaxia es muy grande y no creo que el acercamiento de nuestro sistema solar a otro pueda tener una importancia práctica. Y además, ¿cómo establecer las trayectorias de las estrellas?
— Eso es cierto, pero sólo si el movimiento de las estrellas no está sometido a leyes, si las estrellas no siguen órbitas determinadas. Pero, ¿y si fuese así? Si se pudiera calcular.
— ¡Hum! — gruñó escéptico Davydov.
— Está bien. Descubriré mis cartas. Un ex alumno mío, que abandonó el curso en el tercer año para dedicarse a las matemáticas y a la astronomía, se ha ocupado del movimiento de nuestro sistema solar dentro de la galaxia, y ha conseguido enunciar ana interesante teoría apoyada en bases sólidas. Seré breve. Nuestro sistema solar describe, en el interior de la galaxia, una enorme órbita elíptica con un período de revolución de doscientos veinte millones de años. Esta órbita está ligeramente inclinada con respecto a la superficie horizontal que pasa por el ecuador de la «rueda de estrellas» de nuestra galaxia. Por eso el Sol, con sus planetas, corta en un determinado momento la colcha de materia oscura, polvo y fragmento de materia enfriada, que se extiende a ¡o largo de la superficie ecuatorial de la «rueda galáctica». Durante este período se aprecian a los sistemas estelares acumulados en algunas zonas. Es por tanto posible, que nuestro sistema solar se acerque a otros sistemas desconocidos, tanto como para hacer posible un vuelo interplanetario…
Davydov escuchó a su amigo, inmóvil, con una mano contraída sobre la varilla del binocular.
— Esta es la teoría — continuó Satrov—. Acabo de regresar del lugar donde murió mi ex alumno y donde hallé su manuscrito.
Satrov se detuvo y encendió un cigarrillo.
— Esta teoría nos indica sólo una hipótesis, pero aún no nos permite considerar como realidad un hecho increíble. Sin embargo, al ver que dos observaciones de naturaleza diferente se concatenan, tenemos razones para creer que estamos en el camino justo.
Satrov levantó el mentón y continuó con aire solemne:
— Basándose en su teoría, mi alumno afirmaba que el acercamiento del sistema solar a los cúmulos centrales de la rama espinal interior de la galaxia, se ha producido hace unos setenta millones de años…
— ¡Demonios! — explotó Davydov; era su imprecación favorita.
Satrov no abandonó su aire solemne:
— Un fenómeno increíble que se relaciona con otro se convierte en real. Creo tener el derecho de afirmar que, durante el período Cretáceo, nuestro sistema planetario se aproximó a otro sistema poblado por seres racionales, por hombres desde el punto de vista intelectual, y que estos seres han llegado por sus propios medios a nuestro planeta. Con el transcurso de otro largo período de tiempo los dos sistemas planetarios se han alejado nuevamente. Aquellos seres han permanecido poco tiempo sobre la Tierra y por eso no han dejado huellas perceptibles. Pero han estado aquí, han sido capaces de superar el espacio interestelar setenta millones de años antes de que nosotros intentásemos hacer lo mismo… ¿Está de acuerdo?
Davydov se levantó, miró a su amigo en silencio y le tendió la mano:
— Me ha convencido, Aleksej Petrovic, pero aún no lo veo todo claro. Por ejemplo, ¿por qué vinieron precisamente aquí, a nuestra Tierra, mosca minúscula entre tantas otras estrellas y planetas? Podría hacer también otras preguntas, pero, en líneas generales, me parece usted bastante convincente. Es inaudito, increíble, pero real. ¿Cree que esto se podrá publicar?
Satrov sacudió la cabeza:
— ¡De ninguna manera! Las prisas lo estropean todo y en un descubrimiento como éste la prisa es inadmisible.
— Justo, justo, amigo. Es siempre más prudente esperar que precipitarse. Pero hay que estar preparado para todo. Necesitamos argumentos sólidos, tanto como aquel nuestro de Leningrado…
Satrov se acordó del «argumento» que Davydov guardaba en una esquina del estudio en la época en la que trabajaban juntos. Era un gran montante de hierro, en un tiempo apoyo de un esqueleto, con el que Davydov pretendía persuadir a su testarudo amigo durante sus interminables discusiones. Satrov dejó escapar una sonrisa.
— ¡Lo recuerdo! Pero precisamente ahora empieza la segunda parte de mi razonamiento. No soy geólogo, no estoy acostumbrado a trabajar al aire libre, soy ante todo una rata de biblioteca. Esta empresa la podrá emprender sólo usted y nadie más. Su autoridad…
— ¡Ah! En una palabra, habría que excavar en el lugar de la batalla de los extraterrestres con los dinosaurios… ¡Muy bien!
Tras una pausa, Davydov continuó:
— El Sikang es un lugar interesante, sobre todo para paleontólogos como nosotros. ¡Quién sabe lo que podríamos encontrar! Aleksej Petrovic, al final de la era Terciaria coexistían allí formas viejas y nuevas de mamíferos hoy extinguidos. Una desordenada mezcolanza de lo que, en otros puntos de la Tierra había ya desaparecido con lo aparecido más recientemente. ¡Y qué lugar! — añadió animadamente—. Altas montañas cubiertas de nieve, heladas mesetas áridas y desiertas separadas por profundos valles cubiertos de una lujuriante vegetación tropical. Barrancos insuperables separan los pueblos. Entre un pueblo y otro hay, por ejemplo, una distancia de dos kilómetros, pero el valle que los separa es tan profundo e impracticable, que los habitantes de los dos pueblos nunca se encuentran, aunque se vean desde lejos.
Extraños animales, aun desconocidos por la ciencia, viven en lo profundo de los bosques, sobre el fondo de los valles, mientras en lo alto se desencadenan glaciales tormentas. Allí tienen su origen los mayores ríos de la India, de la China y del Siam: el Bramaputra, el Yang-Tze, el Mekong.
Davydov sacó un grueso reloj de tipo antiguo.
— Aún no son las dos. Pero la emoción ha sido tan grande…, ¡me parece como si hubiese pasado ya todo el día! — Se levantó para entregar un aro con unas llaves—. Esconda la caja en aquel armario, a la izquierda… Pase lo que pase, debemos hacer lo imposible. Vamos a ver si Tusilov nos recibe… ¿Se quedará en Moscú, Aleksej Petrovic, hasta que sepamos algo? Alrededor de una semana, es difícil que se tome antes alguna decisión. ¿Será mi huésped, no es verdad? Ahora llamo a mi secretario y luego a casa. ¡Llegaremos tarde!
En el amplio apartamento de Davydov, modestamente amueblado, reinaba el silencio. Por las grandes ventanas entraba la azulada penumbra del crepúsculo estival. Satrov caminaba en silencio arriba y abajo por la habitación. Davydov, hundido en una butaca frente a su gran escritorio, estaba sumergido en sus pensamientos.
Los dos amigos pensaban cada uno en sus propios problemas. No habían querido encender la luz, como si la oscuridad que iba cayendo lentamente atenuase su amargura.
— Me iré mañana — dijo al fin Satrov—. No puedo perder más tiempo- La negativa ha sido irrevocable… Había pocas probabilidades de conseguirlo… Ya se preocuparán nuestros descendientes de aclarar este asunto, cuando esas malditas fronteras no existan, Davydov, sin contestar, miró por la ventana donde, sobre los techos de la casa cercana, brillaban tímidamente las pequeñas y pálidas estrellas en el cielo de la ciudad.
— Es triste quedarse a la puerta de un gran descubrimiento, como un mendigo y no tener la posibilidad de entrar — continuó Satrov—. Ya no volveré a tener paz hasta que muera…
Davydov agitó de improviso por encima de su cabeza los puños cerrados.
— ¡No podemos renunciar! ¡Nos ayudarán! ¡Al diablo el Kam! A fin de cuentas, ¿qué seguridad tenemos de volver a encontrar las huellas de «ellos» en el lugar donde se han conservado los restos de los dinosaurios muertos? Ninguna. Si, por alguna razón, «ellos;» vinieron a la Tierra, no tenían por qué haberse quedado siempre en el mismo sitio. ¿Por qué no buscarlos entre los sedimentos del período Cretáceo, aquí mismo? Podría afirmar, sin más, que si tales restos existen, sólo podrán encontrarse en las regiones donde surjan sistemas montañosos elevados y de reciente formación. El descubrimiento se ha reducido al Kam. ¿Por qué? Porque sólo donde la corteza terrestre se halla fracturada en numerosos fragmentos pequeños, de los que unos se hayan elevado y otros humedecido, puede darse el caso que incluso los modestos sedimentos escapen a la acción de las inevitables inundaciones y erosiones. Si una pequeña depresión cualquiera se hundió en el período Cretáceo y quedó luego encerrada entre las montañas, gracias a la continua sedimentación podría salvarse lo que en otras localidades, en una llanura, por ejemplo, sería barrido y destruido por la acción de los agentes naturales. Tenemos puntos que responden a tales requisitos en las montañas del Kazachstán, de los Kirghises, del Uzbekistán, casi en toda Asia Central. Estas montañas se remontan exactamente a la gran época de formación alpina, que tuvo su inicio al final del período Cretáceo. Tenemos donde buscar, con la condición de saber hacerlo, de otra forma…
— ¡Caramba! No le comprendo, lija Andreevic — le interrumpió Satrov.
— ¿No cree que lo único seguro sea a quien buscar?
— Bueno, no tanto. Hay que descubrir el aspecto de estos extraterrestres, quizá eran una especie de protoplasma incapaz de conservarse… Esto en primer lugar. En segundo, ¿qué hacían aquí? La contestación a la primera pregunta nos dirá la clase de restos que podríamos encontrar excavando, la segunda nos indicará dónde podremos encontrarlos con más facilidad, si tales restos existen efectivamente. ¿En qué punto de nuestro planeta se han estacionado? Desde este punto de vista, nuestra empresa parece desesperada… ¡Pero esto no significa que tengamos que renunciar a ella! Vamos a dividirnos el trabajo como en los viejos tiempos, cuando escribíamos juntos. Usted se ocupará del primer problema, la parte biológica. Yo me encargaré del segundo, la parte geológica, la dirección y el desarrollo de las investigaciones. Tengo algunas ideas, porque ya me ocupé en una ocasión de los grandes yacimientos de dinosaurios del Asia central.
— ¡Vaya trabajo fácil! — Exclamó Satrov—. ¡Nada menos que establecer las formas de vida que puedan existir en otros mundos! En este campo nadie podría decir nunca nada exacto…
— ¡Vamos, intelectual de pacotilla! — Estalló Davydov—. El trabajo es difícil porque no existen datos y hay que proceder sólo con el razonamiento. Pero cada esperanza nuestra reposa precisamente en la fuerza del cerebro. Hay que romperse la cabeza y si usted no consigue descubrir nada válido, ¿quién de entre nosotros podría conseguirlo? Veamos; ante todo, las formas de vida fantásticas, los seres metálicos o de piedra, se los dejaremos a los novelistas, no nos conciernen. Recuerde la energética de la vida: la vida no se ha formado por casualidad, sino que se basa en leyes bien precisas. A mi entender, el principio fundamental es éste y hay que partir de él para desarrollar un método científico hasta el final. La estructura de los seres vivos no es una obra del azar. Primero, la unidad de la materia que compone el universo ha sido demostrada: la materia está compuesta en todas partes por los noventa y dos elementos fundamentales, al igual que en nuestra Tierra. Se ha demostrado la existencia de iguales leyes químicas y físicas en todo el espacio. Y si es así —Davydov dio un puñetazo sobre la mesa—, la sustancia viviente, compuesta por las moléculas más complejas, debe tener como base el carbono, el elemento capaz de producir compuestos complejos. Segundo, la base de la vida es el aprovechamiento de la energía solar, el disfrute de las más difusas reacciones químicas del oxígeno, ¿no es verdad?
— Sí —admitió Satrov—, pero…
— Un momento. Cuanto más compleja sea la estructura de la molécula, tanto más fácilmente ésta se descompone en presencia de un aumento de temperatura. La materia de las estrellas incandescentes no contiene, en general, compuestos químicos. En las estrellas menos calientes como, por ejemplo, en los espectros de las estrellas rojas, en las manchas solares, sólo descubrimos los compuestos químicos más simples. Se puede afirmar por tanto que la vida, en cualquier forma, aún en las formas más desacostumbradas, puede existir sólo en presencia de una temperatura relativamente baja. Pero no demasiado, porque de otra forma el movimiento de las moléculas se hace demasiado lento, cesan de producirse las reacciones químicas y la energía necesaria para la vida. En consecuencia, se puede afirmar, sin más, que los organismos vivos pueden existir dentro de límites de temperatura bastante restringidos. No quiero aburrirle con largos razonamientos: comprenderá fácilmente que estos límites de temperatura se pueden definir con mayor precisión aún, como los mismos límites dentro de los cuales el agua se encuentra en estado líquido. El agua es el elemento de las principales soluciones, por medio de las cuales se ejerce la actividad vital del organismo.
— Para formarse y desarrollarse gradualmente, la vida necesita un largo período de evolución. En consecuencia, las condiciones necesarias para la vida deben ser estables, prolongadas en el tiempo, comprendidas entre estrechos límites de temperatura, presión, radiaciones y todo lo que entendemos como condiciones físicas sobre la superficie de la Tierra.
— Pero el pensamiento sólo puede producirse en un organismo muy complejo, con energía elevada, un organismo en cierto modo independiente del ambiente que le rodea. Esto significa que la aparición de seres racionales se rige por límites aún más restringidos, por decirlo así, un estrecho corredor a través del tiempo y del espacio.
— Tomemos, por ejemplo, las plantas con sus síntesis del carbono por medio de la luz. Es una energética de orden inferior a la de los animales que queman oxígeno. Por eso, aunque alcancen dimensiones colosales las plantas, están obligadas a la inmovilidad. Las grandes plantas no pueden estar dotadas con un movimiento ágil y rápido como los animales, no son su propia máquina, dicho en términos vulgares.
— Por lo tanto, la vida, en la forma general y en las condiciones en que existe sobre la Tierra, no es obra de la casualidad, sino que se debe a leyes precisas. Sólo una vida de esta clase puede recorrer el largo camino del perfeccionamiento histórico, de la evolución.
— Exacto, Ilja Andreevic. Le prometo que reflexionaré sobre el problema y que le haré saber todo cuanto se me ocurra…
— Ilja Andreevic, al teléfono. Le han llamado varias veces estos días durante su ausencia.
Davydov bufó encolerizado, levantando los ojos de las notas. Sobre la mesa había un paquete enorme con un rótulo que decía: «Al profesor Davydov. Urgente». Bajo las notas yacían dos artículos que le habían remitido para su examen. En los pocos días empleados en solicitar el permiso para una expedición al Kam, se acumuló gran cantidad de trabajo, esa clase de trabajo que suele asediar a un científico y que no tiene ninguna relación directa con sus estudios. En casa de Davydov, un estudiante esperaba hacía mucho tiempo su opinión acerca de una larga tesis de doctorado. Dentro de tres horas tendría que tomar parte en una larga reunión.
Y además, Davydov debía escribir algunas cartas en relación con el extraordinario asunto de Satrov.
Vuelto al trabajo, tras haber hablado por teléfono, el profesor se enfrascó otra vez en la lectura de las notas. De vez en cuando escribía algo sobre el papel, tachando encolerizado una palabra o lanzando una imprecación dedicada al corrector. Por fin, las líneas empezaron a bailarle delante de los ojos, y Davydov comprendió que debía descansar.
Se restregó los ojos, se estiró y de pronto empezó a cantar en voz alta e increíblemente desentonaba un melancólico motivo:
¡Oh, tú, padre Volga, río ruso, ahorra, prodigio, las fuerzas del barquero!
Llamaron a la puerta entreabierta. Entró el profesor Kolcov, vicedirector del instituto en donde trabajaba Davydov. Sobre su rostro enmarcado por una corta barba, vagaba una sonrisa hastiada, y los ojos oscuros miraban tristes bajo las largas pestañas curvadas como las de una mujer.
— Una triste canción — comentó Kolcov.
— ¡Ya lo creo! Las pequeñeces no me permiten ocuparme de mi verdadero trabajo. Cuanto más envejezco, más me asaltaban tonterías de toda clase, y ya no tengo las fuerzas de antes, me es difícil trabajar de noche… ¡Maldita sea — tronó Davydov.
— ¡Calma! — Kolcov hizo una mueca—. No dudo de que podrá solucionarlo. Un temperamento como el suyo, un capitán como usted… — se rió—. Tengo para usted una carta de Korpacenko desde Alma-Ata. Creo que le interesará.
Sobre los techos el cielo empezaba a clarear. Cerca de la ventana abierta el precoz estival luchaba con la luz amarilla de la lámpara. Davydov volvió a fumar, pero el cigarrillo ya no le producía satisfacción, estaba cansado. Pero había llevado a cabo el programa establecido: once cartas a los geólogos destacados en la región de los sedimentos cretáceos de Asia central descansaban sobre la mesa llena de papeles y litaros. Sólo faltaban por hacer los sobres, y las cartas saldrían con el correo de la mañana. Davydov empezó a escribir las direcciones, frotándose los ojos adormecidos, sin darse cuenta de que su mujer había entrado en la habitación.
— ¡No te da vergüenza! — Exclamó indignada la mujer—. ¡Está amaneciendo! ¿Y tus promesas de no trabajar de noche? Y luego te quejas y dices que estás cansado, que ya no puedes… ¡Ah, así no pueden continuar las cosas!
— Ya he terminado… Mira, sólo faltan cinco sobres y ya he terminado — se justificó Davydov con un sentimiento de culpa—. Te prometo que no lo haré más. Esta vez era urgente y tenía…, a cualquier precio… Vete a dormir, pequeña, en seguida vengo.
Cerrada ya la última carta, Davydov apagó la lámpara. La habitación fue invadida por el aire fresco y la tenue luz matinal.
Davydov miró al cielo y se restregó la frente. De improviso, la misión de buscar las huellas de los seres extraterrestres en los valles montañosos del Asia central se le apareció en toda su desesperada dificultad.
En efecto, si se encontraban con frecuencia restos fósiles de animales era porque habían existido miles de millones de ejemplares en la superficie de la Tierra y muchos de sus despojos se habían hallado en condiciones que favorecían su conservación y fosilización. Pero los seres extraterrestres no podían ser muchos. Pero en algún lugar se conservarían huellas suyas; descubrirlas entre las grandes masas de depósitos sedimentarios, entre miles de kilómetros cúbicos de roca, sólo resultaría posible al precio de excavaciones colosales. Se precisaban miles de hombres para examinar millones de metros cúbicos de roca, centenares de potentes excavadoras para remover los estratos de tierras superficiales. ¡Una quimera! Ningún país del mundo, por rico que fuese, invertiría miles de millones de rublos en excavaciones de semejante magnitud. Una excavación normal, aunque fuera importante, aunque hubiese dejado al desnudo un área de trescientos o cuatrocientos metros cuadrados, sólo sería una gota de agua en el mar, una bagatela comparada con la misión impuesta. ¿Y las probabilidades? ¡Cero!
La verdad desnuda y despiadada le obligó a inclinar la cabeza. Sus tentativas le parecieron ridículas; sus proyectos, desesperados.
Satrov tenía razón, toda la razón al considerar, con su límpida mente, absolutamente inadecuados los medios a su disposición.
— ¡Qué pena! — Se dijo amargamente Davydov—. Será imposible conseguirlo… ¿Pero qué otra cosa se podía hacer? A propósito…, la carta de Korpacenko. Aún no la he leído.
El profesor sacó de su cartera la carta del conocido geólogo de la Academia de Ciencias del Kazachstán. Este informaba al Instituto de que, durante el año en curso, se iniciarían grandiosos trabajos en distintos valles montañosos del Tiang-shang para la construcción de una red de grandes canales y centrales eléctricas. Entre las localidades escogidas, dos presentaban mayor interés: la cantera número dos, situada a lo largo del curso inferior del rio Chu, la número cinco, lugar de reunión de la cuenca del Korkarin. En ambas se descubrirían sedimentos que se remontaban al cretáceo superior, entre los cuales se hallaban grandes acumulaciones de dinosaurios. Era necesario, por lo tanto, organizar un continuo servicio de observación paleontológico durante toda la duración de los trabajos. Con esta finalidad deseaba establecer contactos con la Comisión del plan y luego coordinar las operaciones directamente con los jefes de canteras…
A medida que iba leyendo, Davydov sentía renacer sus esperanzas. Había tenido una suerte inesperada. El interés de la ciencia coincidía con el interés de la industria, e iban a realizarse excavaciones de volumen tal, como nunca se habría permitido imaginar cualquier científico del mundo. Ahora se abrían nuevas perspectivas a las esperanzas de confirmar el increíble descubrimiento de Tao Li y, en caso de éxito, de dar a la Humanidad una prueba evidente de que no está sola en el Universo…
Sobre la ciudad se levantaba un sol nuevo, claro. En el cielo, las nubes parecían lenguas de espuma azul sobre un agua dorada transparente, y desde la ciudad que se estaba despertando llegaban los primeros rumores.
Davydov se levantó, respiró ávidamente el aire fresco, corrió la cortina y empezó a desnudarse.
Satrov rasgó y tiró a la papelera una hoja sobre la que había dibujado un cráneo. Luego, de un montón de libros colocados sobre la mesa, escogió un opúsculo y se sumió nuevamente en sus reflexiones.
¡Difícil camino el de la investigación! Los escasos vuelos del pensamiento son como saltos fabulosamente ligeros sobre abismos de groseros errores. Y te arrastras continuamente a lo largo de la fuerte pendiente de una lenta ascensión bajo el grave peso de los hechos, que te frenan, que te empujan hacia atrás… ¡No importa! El trabajo es grande y útil. ¡Piensa en los que estuvieron aquí hace setenta millones de años! Ni siquiera los pavorosos espacios interestelares asustaron a la indómita voluntad y a la mente del hombre. Aquellos seres desconocidos supieron pasar de una nave a otra mientras se aproximaban a enormes velocidades. No les asustó el hecho de que cada segundo les alejara en centenares de kilómetros de su planeta nativo. Y tras haber llevado a término su misión, supieron volver, o murieron poco después, para que aquellos grandes cambios que el trabajo racional produce sobre la naturaleza no quedasen desconocidos para nosotros, que estudiamos setenta millones de años después nuestro planeta.
El hecho de que hasta hoy no hayamos encontrado traza de estos cambios significa que ellos estuvieron en la Tierra durante un período muy breve. ¡Huéspedes desconocidos de un mundo desconocido!
Seguiría desempeñando su parte en la misión, intentando configurar el posible aspecto de los habitantes de otros mundos. Y hablaría de ello con Davydov… Pero Davydov le escribía regularmente y le hablaba de muchas cosas, a excepción de la más interesante: la marcha de las investigaciones. Había transcurrido un año y medio desde el día en que, en Moscú, sostuvieron su famoso coloquio sobre los restos de los monstruos prehistóricos. Era evidente que su gran amigo no había logrado resolver nada…
En aquel mismo momento, el coche de Davydov corría velozmente a lo largo de una carretera polvorienta y accidentada. El polvo blanquecino bailaba vertiginosamente bajo la luz de los faros y detrás del coche formaba una gran nube que tapaba las estrellas sobre el bajo horizonte.
Delante, a través del parabrisas, se veía en la noche un gran resplandor rosado. A lo lejos se oía un sordo rumor, claramente audible a pesar del ruido del motor.
Media hora después, acompañado por el jefe de la obra y por su colaborador, enviado anteriormente al lugar, Davydov se dirigía hacia la extremidad septentrional del sector, ensordecido por la gigantesca masa de trabajos.
Sobre altos postes, mil lamparitas parecían rodeadas por una ligera niebla, mientras una gran nube de polvo se levantaba por el lado izquierdo. El estrépito de las potentes excavadoras superaba el fragor de centenares de carretillas en movimiento sobre la colina revuelta.
El espesor de los sedimentos había sido profundamente atacado por el hecho del futuro canal. A los lados se levantaban taludes de veinte metros; en el espesor de la tierra, que parecía seccionada limpiamente por un gigantesco cuchicheo, se apreciaban estratos de cascajo, montones de piedras, con los que se alternaban estratos de arena amarilla esparcida con millones de brillantes cristales de mica y yeso.
La noche que antes ocultaba la desierta estepa, ya no existía, como tampoco no existía la estepa misma, la cantera era un mundo en sí, un mundo de trabajo gigantesco y febril que cambiaba a su gusto el aspecto del viejo desierto cosaco.
Davydov pasó junto a los hombres quemados por el sol, cubiertos de sudor y de polvo, que ni siquiera le dirigieron una mirada. Los martillos neumáticos temblaban en las manos expertas, mordiendo las vetas de dura roca. Pesadas, semejantes a enormes esqueletos de hierro, las máquinas se movían lentamente entre el polvo. Filas de automotores se amontonaban junto a las cintas transportadoras, que incesantemente los llenaban de tierra removida.
— ¡Esto sí que son excavaciones, Ilja Andreevic! — exclamó el colaborador de Davydov.
El profesor sonrió. Estuvo a punto de decir algo, pero en aquel instante, en el cielo, cubierto por el polvo, brilló un relámpago que se difundió por el aire en un amplio arco. Un fuerte trueno sacudió la tierra.
— Las minas — explicó el jefe de cantera—. Hemos hecho saltar de una sola vez trescientos mil metros cúbicos. Allí, en el octavo sector. Están preparando una trinchera para las excavadoras.
Davydov observó la «trinchera» donde se encontraba. Se extendía hasta perderse de vista, punteada por una fila de luces, cortando la estepa en línea recta. Al norte se abría un depósito de casi medio kilómetro de diámetro. Allí se había descubierto el cementerio de los dinosaurios, un colosal yacimiento de enormes huesos fósiles. La masa de huesos ocupaba toda la cuenca y, desde: lejos, parecía rebosar. Los restos fósiles estaban amontonados en desorden, mezclados con una gran cantidad de gruesas piedras; la masa tenía un espesor de ocho metros. Allí no había esqueletos de valor; sólo fragmentos de huesos de varias dimensiones y de diferentes especies de monstruos. Las excavadoras hundían sus cucharas en la masa, rastrillando el fondo de la cuenca. Negros montones de huesos mezclados se perfilaban a lo largo de los bordes de la cuenca con la pálida luz del alba… El sol se alzaba poco a poco. Los fósiles negros enrojecían como brasas en una estufa.
— La inspección puede darse por terminada — dijo Davydov, que se secaba continuamente la cara, llena de sudor—. Por aquí tampoco hay nada nuevo, igual que en el segundo sector. Otro montón de huesos. Hace veinte años, más al norte, cerca de las fuentes del Bozaba, en la orilla derecha del Chu, inspeccioné una cantidad aún mayor: treinta kilómetros de longitud. Estos enormes cementerios existen también en el valle del río Ili, en el Kara-Tau y cerca de Taskent. Pero todos son iguales. Entre millones de fragmentos óseos de variada naturaleza, no hay ni un solo esqueleto o un cráneo completo. Es material poco útil. Se trata de cementerios de dinosaurios cuya grandiosidad supera toda imaginación, destruidos en épocas remotas por las fuerzas de la naturaleza.
— ¿Tendrá nuevas consideraciones que hacer sobre estos «campos de la muerte», Ilja Andreevic? — Preguntó su colaborador—. En las obras que ha publicado…
— ¿He sido poco claro? — Le interrumpió Davydov—. Sí, poco claro y, además, erróneo. Entonces no tenía una idea precisa de las proporciones del fenómeno.
— ¿Y ahora qué piensa de ello, lija Andreevic?
— No sé… ¡No sé! —Contestó, con tono brusco, Davydov—. Debo irme dentro de tres horas, si quiero estar por la tarde en Lugovaja. El tren de Moscú sale a la una de la madrugada.
— ¿Debo continuar la vigilancia?
— Por supuesto. Búsquese ayudantes. Es posible que entre tanto material salga algo bueno. Quizá se pueda descubrir algo también en los otros sectores, pero confieso que ya no tengo más esperanzas en esta cantera. Espero más de la número cinco. En ella, los sedimentos tienen un carácter distinto: se trata de depósitos de cursos de agua pequeños y tranquilos, en parte, debidos también al viento. Pero Starozilov está allí desde hace seis meses y aún no me ha comunicado nada interesante.
Parece como si estuviera perdiendo el tiempo. El pobre se estará aburriendo…
En la gran sala de ejercicios para los doctorados había tres jóvenes. Uno, agachado sobre una mesa, conversaba animadamente con una muchacha sentada en una esquina.
— Un descubrimiento verdaderamente histórico — decía el joven, sentado sobre la mesa, mesándose nerviosamente los espesos cabellos rojizos—, que tiene un efecto determinante sobre la futura suerte de la Humanidad. La energía atómica en manos de los agresores amenaza el fin de la civilización de todas las conquistas de la cultura. La geología, la paleontología, no son hoy las disciplinas más importantes: temo haberme equivocado en la elección. Me siento como si estuviese fuera de la verdadera vida. Quisiera formar parte de aquellos que crean la energía atómica. ¿No es verdad, Zenja?
— Sí —contestó la muchacha—, pero si no valemos para las matemáticas… ¿Por qué sacudes la cabeza?
Y se volvió hacia el otro licenciado, que seguía en silencio la conversación.
— Sin embargo, ¡qué interesante es la paleontología! — Suspiró la muchacha—. Es cierto que la física será más importante, pero me parece que también nuestra especialidad puede prestar muchos servicios… El saber..
La puerta se abrió con estrépito, dejando paso a una muchacha bien formada, esbelta, con un rollo de papel milimetrado en las manos.
— ¡Muchachos, ha llegado Ilja Andreevic! Le he visto en el despacho. Ha dicho que viene en seguida con nosotros. Hay que prepararse, y vosotros perdiendo el tiempo con Miska…
Zenja volvió la vista hacia la recién llegada.
— Con Michail hablábamos de cosas serias.
— Ya sé cuáles son vuestras cosas serias. Abandonar la paleontología por la energía atómica. ¡Ya te descubrirán, genio incomprendido! Vamos, preguntemos a lija Andreevic su opinión sobre el particular. ¡Dicen que cuando se enfada las suelta más gordas que nadie!
— ¡Estás loca, Tam! — Protestó el inquieto Michail—. Nunca se le puede decir a un científico: «Su ciencia nos parece poco importante». ¡Somos sus alumnos!
— ¡Pues verás cómo se lo digo! — insistió, testaruda, Támara—. Ya es hora de acabar con tus charlas. No haces otra cosa que fastidiar a Benja, y ya estoy harta…
Se oyeron fuertes golpes en la puerta. Michail saltó inmediatamente de la mesa. Con un gesto espontáneo, Zenja se arregló el cabello. Entró Davydov con una amplia sonrisa, vivaz y alegre. Tras saludar, refirió con pocas palabras su viaje.
— Bien. ¿Habéis hecho progresos? ¿Tenéis preguntas que hacerme? Empecemos por ti, Támara Nikolaevna. Támara sonrió, un poco emocionada.
— ¿Podemos hacerle antes una pregunta de carácter general, Ilja Andreevic? — empezó—. ¿No tiene prisa?
Tras la espalda de Davydov, Michail giró los ojos con cómico terror.
— No tengo ninguna prisa, y sabéis que me asustan vuestras preguntas — contestó Davydov.
— Ilja Andreevic, Michail…, todos nosotros hemos discutido sobre nuestra vocación. Queremos estar seguros… Hoy, los fósiles… En resumen, Michail dice que deberíamos estudiar física… Hemos estudiado el informe de Petrov, no lo hemos entendido, pero es extremadamente interesante. — Támara había hablado con precipitación, confundiéndose. Con la garganta tensa, se apresuró a terminar—. Me gustaría conocer su opinión. ¿Qué nos aconseja?
Davydov se puso serio, frunció el ceño, pero, en contra de lo que esperaba Támara, no se enfadó.
Lentamente, sacó la petaca del bolsillo.
— La ventana está abierta, podemos fumar… La pregunta es sería. Os comprendo. En una época de grandes revoluciones técnicas, las disciplinas no directamente implicadas deben parecer de escasa importancia. Y vosotros, los jóvenes, estáis indecisos, a pesar de la especialización ya adquirida. Yo también haría lo mismo…
Davydov encendió el cigarrillo y quedó mirando, pensativo, la nubecilla de humo.
— Para ciertas personas — empezó, lentamente—, elegir una profesión no plantea particulares problemas. Se ocupan indiferentemente de cualquier cosa, muchas veces con éxito, con buenos resultados. Pero no creo que lleguen a ser nunca buenos científicos. La elección de una rama científica, digan lo que digan, viene determinada por las aficiones, por la capacidad, por los gustos personales. Sólo cuando vuestro cerebro necesite el saber y lo busque como lo hace una persona en trance de ahogarse, sólo entonces seréis verdaderos artífices de la ciencia, que no escatiman sus fuerzas con tal de progresar, que identifican su propia persona con la ciencia. Yo mismo, al principio, tuve mis dudas. Soy ingeniero, me apasiona la técnica, pero mis inclinaciones fundamentales son de carácter histórico. Porque me ocupo también de la historia más antigua de la Tierra y de la vida. Para bien o para mal, esto colma por completo toda mi existencia. Es una pena, quizá, que no sea físico, que no haga las cosas más importantes del momento, pero aquí se trata de combinar mis capacidades con mis intereses, y mis capacidades producirán el máximo fruto si se hallan en armonía con mi elección. No hay que disminuir la importancia de nuestra ciencia.
«Su «ayer» está más lejano que el de otras. Tal vez se halle por detrás de otras ciencias, pero resultará indudablemente necesaria, en cuando sea posible ponernos a estudiar al hombre. Nuestro organismo es una combinación compleja que se ha formado históricamente en fases evolutivas, que van desde el pez hasta el mamífero superior. Comprender a fondo la biología del hombre sin estudiar toda la escala de la evolución no es posible. Y de esto depende enteramente la medicina del futuro, la conservación del hombre como especie, además de otras muchas cosas. Tales problemas aún están lejanos, pero se van acercando cada vez más; para cuando lleguen, habremos preparado una base precisa de conocimientos. Por otra parte, el hombre que construirá el futuro deberá tener un notable bagaje de cultura general, de nociones y un vasto horizonte. La ciencia tiene leyes propias de desarrollo que no siempre coinciden con las exigencias prácticas del momento. El científico no puede ser un enemigo de la modernidad, pero tampoco puede vivir únicamente de ella. Debe situarse en vanguardia; de otra forma se convertiría en un funcionario. Si el científico huye de su tiempo, será un soñador, pero si desprecia el futuro, será un tonto. Esto lo comprendió hasta Pedro el Grande. Recordad su decreto sobre la recogida de fósiles, dictado en una época difícil de pobreza y retraso.
Davydov apagó el cigarrillo y lo tiró distraídamente al suelo, pero los alumnos no lo notaron. Zenja, apoyada en la mesa, miraba atentamente al profesor. Támara mantenía la cabeza alta, con aire triunfante, mientras Michail bajaba los ojos con la frente arrugada.
— Ahora vamos con el otro aspecto de vuestra pregunta — continuó el profesor—. Aquí tampoco hay que exagerar. No debemos hablar del fin de la civilización y quedarnos tranquilamente con las manos en los bolsillos como muchos intelectuales, que así intentan justificar su pereza. Los hombres van adquiriendo un poder siempre mayor sobre la naturaleza, pero olvidan la necesidad de educar y de transformar al hombre mismo, con frecuencia no muy alejado de sus progenitores en lo que se refiere a nivel de conciencia social. Pero vosotros, los jóvenes, queréis luchar por la cultura, por la futura felicidad del hombre. ¡Tened fe y seguid sin dudas la vía escogida! Es posible que muy pronto estalle una nueva y terrible guerra, que se realice la batalla decisiva de lo viejo contra lo nuevo. Cumpliendo con nuestro deber, lucharemos por nuestra civilización. Es una misión noble defenderla de la barbarie armada con los últimos descubrimientos de la técnica. Además, ¿tenéis ideas claras de lo que es hoy la energía atómica? La mayor parte de los elementos de la serie de los 92 tiene núcleos muy, pero que muy estables. Para desintegrarlos se precisa una energía superior a la que se obtendría de su escisión. Y esto no es una casualidad. Durante los miles de millones de años en que se ha formado nuestro planeta, así como los otros planetas, se ha producido una especie de selección en los procesos de mutación de la materia: todos los elementos inestables se han escindido, pasando a formar parte de fuerzas estables.
«Hasta ahora, nuestro conocimiento de la energía atómica se reduce al aprovechamiento de las reacciones en cadena de los isótopos del uranio y del torio, y de las reacciones provocadas por la transformación del tritio isótopo del hidrógeno, en helio, con el sistema extremadamente complejo de la bomba de hidrógeno. Es posible, como sabéis, elevar el peso atómico del uranio y obtener elementos artificiales que ya se salen de los límites de la tabla de Mendeleev, como el neptunio y el plutonio, 93° y 94° elementos artificiales. El uranio se puede transformar también en los elementos 95° y 96°, y así sucesivamente, hasta el 100° y sucesivos.
«Todos estos elementos artificiales son inestables y de posible escisión. La energía suministrada por la escisión del plutonio, así como la proporcionada por las formas inestables del uranio, isótopos 235 y 236, sirve, o bien de fuerza motriz para las máquinas atómicas destinadas a usos pacíficos, o bien como fuerza destructora en las bombas. Sin duda, durante los procesos de transformación de la materia existían en el pasado elementos parecidos al neptunio, más pesados que el uranio y que se han transformado sucesivamente en las formas estables registradas en la tabla mencionada. Podemos, por lo tanto, considerar el uranio como un resto de estos elementos superpesados, conservados gracias al estado de dispersión en que se encuentra en los estratos superiores de la corteza terrestre, donde está en condiciones de temperatura y de presión relativamente pequeñas y estables. El uranio, y es probable que el otro elemento pesado adyacente, el torio, seguirán siendo durante mucho tiempo los elementos base de la energía atómica, porque entre el aprovechamiento de las propiedades de escisión del uranio y el aprovechamiento de la energía de la materia en otros elementos, existe un abismo técnico que difícilmente podremos salvar en poco tiempo. Pero el uranio y el torio son elementos extremadamente raros, así como insignificantes sus reservas en el mundo. Por consiguiente, hasta hoy las reservas de energía atómica son muy limitadas…
— Al teléfono, Ilja Andreevic, conferencia internacional — se oyó una voz, procedente de la puerta.
— Voy, voy… — Davydov frunció el ceño con expresión de disgusto—. Quisiera seguiros hablando de la energía atómica… El uranio es escaso y las reservas existentes pueden ser consumidas en muy poco tiempo. Por eso, de cara al futuro, debemos buscar grandes yacimientos de este precioso elemento. Y nosotros… — el profesor calló de improviso y se alisó las sienes, manteniendo fija la mirada sobre las cabezas de sus discípulos—. Grandes yacimientos de uranio…, las cenizas del fuego que ha formado el planeta — murmuró, en voz baja—. Así.
El profesor se interrumpió, como si hubiese visto un fantasma, y salió precipitadamente de la habitación.
— ¿Qué le habrá pasado a Ilja Andreevic? — Exclamó Támara, rompiendo el silencio—. ¡Juraría que estaba a punto de soltar un taco!
— ¡Qué cosas tienes, Támara! — replicó Zenja, molesta—. Sencillamente, le han interrumpido con ese maldito teléfono. Lo han estropeado todo… Era tan interesante…
— Te aseguro que le ha pasado algo. No lo viste bien. Cambió por completo de expresión…
— Es verdad, Tam — insistió Michail—. También lo he notado. ¿Se le habrá ocurrido alguna idea interesante?
Michail había dado en el blanco. Davydov, en efecto, recorría el corredor completamente concentrado en la conjetura que de improviso deslumbró su cerebro. Recordó cómo, dos años antes, bajo la reciente impresión de las gigantescas olas que habían asolado la isla hawaiana, miraba desde la barandilla del barco el agua del océano, mientras en su mente tomaba forma una aún vaga idea de las fuerzas que conmovían la corteza terrestre. Desde entonces había recogido datos constantemente, meditando, pasando gradualmente desde estos fenómenos modernos a los más antiguos procesos de formación de las montañas, mucho más alejados en el tiempo y en el espacio. ¿No era el destino quien ponía ahora en sus manos una prueba de la exactitud de sus suposiciones? Davydov tomó el teléfono. Nadie contestaba, pero mantuvo mecánicamente el auricular contra su oreja, mientras seguía absorto en su idea. Durante veinte años, el misterio de los «campos de la muerte» de los dinosaurios encontrados en el Asia central le había torturado. A los pies del Tian-shan se acumulaban enormes cantidades de huesos de los grandes monstruos. Huesos de millones de individuos de las edades más dispares. Y en el pasado debió haber muchos más; en efecto, los yacimientos encontrados eran sólo restos escapados de la obra de destrucción de las fuerzas naturales. ¿Cuál fue la causa de aquella muerte en masa, justamente en aquellas localidades? ¿Causas desconocidas, imprevistas? ¡No! La matanza de los dinosaurios se remontaba al inicio de la gran época alpina, a la época de formación de las cadenas de Tian-shan, del Himalaya, del Cáucaso y de los Alpes. Y había una coincidencia territorial. Hace setenta millones de años, al final del período cretáceo, la corteza terrestre se arrugó lentamente en aquellas localidades, formando una serie de pliegues, tal como sucede hoy en el océano Pacífico. La diferencia estriba únicamente en el hecho de que en el Tian-shan no se formaron en el mar, sino en tierra firme, en una región poblada por animales terrestres. Además, el arrugamiento de la corteza terrestre en la época cretácea tuvo proporciones mucho mayores que hoy. Y los procesos de formación de las montañas, entonces como hoy, son debidos a la fuerza liberada por la escisión de elementos superpesados yacentes en el seno de la corteza terrestre. Si esta suposición es justa, no es improbable que en algunas regiones y en ciertos momentos la energía de las reacciones atómicas se haya liberado en la superficie, aunque haya sido sólo en forma de una fuerte radiación. Esta radiación habría podido difundirse en una vasta zona, matando a todo ser viviente, incluyendo a los animales allí emigrados de otras regiones. ¡Había que controlar la radiactividad de los huesos de los dinosaurios!
Nada pudo advertir a los monstruos sin cerebro su inevitable fin. Los restos más pequeños no se han salvado de la erosión y los otros, los grandes huesos de los dinosaurios, nos maravillan aún hoy por su gran abundancia. No era una coincidencia casual…
¿Y si tampoco fuese casual la otra coincidencia? ¿Por qué hemos encontrado huellas de seres extraterrestres precisamente en la zona de los levantamientos montañosos de aquella época? Las fuertes radiaciones, fatales para los monstruos, pero sin duda detectables por un instrumento, se habían iniciado miles de años antes. Entonces, si «ellos» se encontraban en los lugares en los que más tarde perecieron masivamente los dinosaurios, quiere decir que «ellos» buscaban las fuentes de la energía atómica… Y si era así, se deducen dos importantes consecuencias: primera, que nosotros debemos buscar las huellas de los seres extraterrestres en el Tian-shan y en el Himalaya, las formaciones montañosas más jóvenes de la Tierra. Segunda, si los procesos de formación de las montañas y los procesos volcánicos son debidos a concentraciones de elementos superpesados que entran en una reacción en cadena, es de esperar que se encuentren restos de estas concentraciones en las profundidades accesibles para nosotros de la corteza terrestre y en las correspondientes zonas geográficas… Y si se encuentran nuevamente huellas de los huéspedes celestes en las zonas de formación de las montañas, entonces tendría ya la seguridad de que…
— ¿Oiga? — resonó, de improviso, una voz en el auricular—. ¡Hable con Alma-Ata!
Davydov fue sacudido por un temblor. El curso de sus pensamientos se detuvo de golpe. Quizá desde Alma-Ata le iban a comunicar novedades importantes.
Una voz lejana, pero clara, le llamó por su nombre. Davydov reconoció al secretario científico del Instituto de Geología.
— ¿Ilja Andreevic? Esta mañana me ha telefoneado Starozilov desde la cantera número cinco. Se han descubierto esqueletos de dinosaurios, ignoro si dañados o intactos; no lo he entendido bien porque la línea estaba interferida. Starozilov me ha dicho que le llame; que es necesaria su presencia allí. ¿Qué le tengo que contestar?
— Dígale que tomaré el avión de mañana — contestó Davydov, sin vacilaciones.
— Tengo todavía un par de cosillas que decirle — continuó el secretario—, pero como mañana estará usted aquí, ya hablaremos de ellas. Hasta la vista.
— ¡Muchas gracias! — Gritó Davydov, lleno de alegría—. ¡Saludos a todos! ¡Hasta la vista!
Tras encargar al conserje un billete para el avión, el profesor salió a toda prisa en busca de Kolcov.
La carretera se extendía a lo largo de la orilla de un estrecho riachuelo. Las altas paredes de la garganta cruzaban en lontananza sus pendientes caídas a plomo sobre el lecho del río, a derecha e izquierda. La pendiente más cercana se recortaba con su negro perfil en una faja de sombra a la izquierda; abetos apuntados como flechas se alineaban a lo largo del dentado crestón rocoso. Los más lejanos, rodeados por una bruma perlacea, parecían velos etéreos. En el fondo de una imponente serie do crestas se erguía un cliente rocoso cubierto de nieve. La nieve descendía en largas cintas blancas a lo largo de las grises pendientes rocosas y, en lo alto, donde el cegador abrigo blanco nivelaba las rocas, una nube más espesa, semejante a una enorme barca blanca, se apoyaba sobre su gran quilla en la blanca cima.
La carretera bordeaba un escarpado barranco y empezaba a subir hacia el paso. El motor, recalentado, silbaba. El aire frío y puro embestía al coche, penetrando a través de los respiraderos de las ventanillas semicerradas.
Davydov advirtió que estaba en el paso por el ruido del motor. El coche descendía ahora hacia un amplio valle plano como una mesa, rodeado por un triple anillo de contrafuertes montañosos.
Hacia abajo, surcadas por extrañas grietas o salientes de estrellas torres y cúpulas circulares, se extendían rosadas areniscas y arcillas. El segundo contrafuerte rocoso estaba veteado por hirsutas líneas de abetos, que parecían casi negros sobre el fondo gris-violeta de las pendientes. Y en lo alto, como muralla de un castillo gigantesco emplazado para la defensa del valle, dominaba radiando triunfalmente su incandescente blancor una serie de agudas cimas nevadas.
Hacia abajo se veía claramente el surco abierto en la lisa estepa, el terraplén de un enorme dique, montones de tierra, fosas profundas, las casitas del pueblo y una fila de largas tiendas blancas.
Aunque acostumbrado al espectáculo de una gran obra, Davydov admitió con emoción el bordado de las armaduras, esqueleto de las construcciones de cemento. Era evidente que en aquella localidad estaba surgiendo una central eléctrica.
Durante las excavaciones se habían descubierto esqueletos de dinosaurios, se había descubierto un cementerio de una época en la que no habían surgido aún aquellas altas montañas. Aquellas montañas se habían levantado más tarde, gracias a la fuerza liberada por las reacciones atómicas producidas en las profundidades de la corteza terrestre. Y las radiaciones, sin duda, atrajeron a los seres celestes en busca de reservas de energía atómica…
El coche se detuvo junto a una larga casa blanca.
— Camarada Davydov, hemos llegado — dijo el chofer, abriendo la puerta—. ¿Ha echado un sueñecito? La carretera era buena y se podía…
Davydov se sacudió y, viendo a Starozilov que se apresuraba a salir a su encuentro, bajó del automóvil. El rostro cigomático de su colaborador estaba cubierto hasta los ojos por una barba híspida, vestía mono gris de operario, impregnado de polvo amarillo. Los ojos azules de Starozilov brillaban de entusiasmo.
— Jefe — algún tiempo atrás, aún estudiante, Starozilov había viajado mucho con Davydov y seguía llamándole testarudamente así, como para defender su propio derecho a una amistad hecha durante las expediciones—, voy a darle una alegría. ¡Le he esperado tanto tiempo que no veía la hora! Descanse y coma; luego iremos a la cantera del extremo sur…
— No estoy cansado. Iremos ahora — le interrumpió Davydov. La sonrisa de Starozilov se hizo aún más amplia.
— ¡Magnífico, jefe! — exclamó, metiéndose en el coche. Procuró ignorar la mirada de desaprobación del chofer, claramente escéptico con respecto al estado de limpieza del mono.
— Descubrimos los restos de los dinosaurios cuando las máquinas empezaron a excavar en un grueso estrato de arena eólica orientado hacia el Sur — se apresuró a explicar Starozilov—. Al principio encontramos algunos huesos sueltos; luego, un enorme esqueleto de monoclón muy bien conservado. ¡Su cráneo está agujereado de parte a parte! Tija Andreevic, ¿qué piensa usted?… Un estrecho agujero oval…
Davydov palideció.
— ¿Y qué más? — consiguió decir.
— En la excavación principal no hemos hallado nada más. Pero anteayer, justo en el límite de la excavación, aparecieron muchos otros huesos, pero no dispersos. Dan la impresión de varios esqueletos amontonados. Me ha extrañado que estuvieran carnívoros y herbívoros juntos. Por una pata posterior he reconocido a un gran carnosauro; en el mismo montón vi también las uñas de un querátopo. Algunos huesos están rotos, como si hubiesen recibido un golpe muy fuerte. No me he atrevido a tocar estos fósiles hasta que llegase usted… A la derecha, al fondo… — añadió Starozilov, dirigiéndose al chofer.
Unos minutos después, Davydov estaba inclinado sobre un gran esqueleto, cuyos blancos huesos resaltaban sobre la arena amarilla. Starozilov lo había limpiado cuidadosamente y cubierto de barniz para conservarlo hasta la llegada del profesor.
Davydov pasó junto a la larga cola y a las garras contraídas por el espasmo. Se arrodilló sobre la enorme cabeza deforme con su largo cuerno, semejante a un puñal, que coronaba el morro en pico.
Los anillos óseos de protección de los ojos, conservados en las vacías órbitas del cráneo, daban al monstruo una inmóvil expresión de ferocidad.
El profesor no tardó en hallar, debajo del ojo izquierdo, una perforación oval idéntica a la encontrada en el fósil de Tao Li. Traspasaba el cráneo de parte a parte; el agujero de salida estaba situado en el parietal, detrás de la órbita derecha, todavía cubierta de suciedad.
¡Sin duda, «ellos» también estuvieron allí! La decisión de buscar en las regiones de la Unión había sido acertada. ¿Pero qué otras huellas de los seres celestes podían ser descubiertas, admitiendo que existiesen?
Davydov examinó los esqueletos más cercanos. Sobre los huesos ya limpios no existían señales de heridas. Las fracturas mencionadas por Starozilov eran atribuibles a hechos sucedidos después de la muerte de los animales. Los huesos se habían roto tras haber sido sepultados por las arenas a causa de la acción de elementos naturales, como suele ocurrir.
Davydov dispuso que se empezase el examen desde arriba, separando los fósiles de las incrustaciones de roca.
— Habría que excavar una zona más basta a fin de aislar todo este yacimiento — dijo, con voz dubitativa— pero carecemos de medios. Habrá unos cinco mil metros cúbicos…
— No se preocupe, jefe — le animó Starozilov con una amplia sonrisa—. Los operarios se sienten tan interesados en la búsqueda de los «cocodrilos cornudos», como ellos les llaman, que espontáneamente se han ofrecido para ayudarnos. Así me lo ha asegurado uno de los jefes del grupo. Pasado mañana es domingo y novecientos hombres nos ayudarán.
— Novecientos, ¡demonios! — exclamó Davydov. Starozilov continuó con orgullo:
— La administración pone a nuestra disposición catorce excavadoras, medios de transporte, camiones; en una palabra, todo lo necesario. ¡Haremos una excavación como nunca pudo soñar ningún geólogo!
El profesor exultaba de entusiasmo. El trabajo corría en ayuda de la ciencia con desinterés y fuerza. Davydov sintió una desacostumbrada fe en el éxito de las investigaciones. Aquellas decenas de miles de toneladas que escondían en su seno un secreto científico ya no le parecían tan terribles. Olvidando todas las dudas, las dificultades y las adversidades, Davydov se sintió increíblemente seguro de sí mismo. Con semejantes medios obligaría a aquellas inertes masas de arena a que le rebelasen el secreto que desde hacía setenta millones de años custodiaban celosamente… Davydov no pensaba ni por asomo que las excavaciones pudiesen fracasar. Ya no le cabía en la cabeza una cosa semejante, cuando a sólo ciento cincuenta metros de distancia reposaba el esqueleto de un monstruo muerto por un arma humana…
— Indique el área de las excavaciones, jefe — resonó la voz de Starozilov—. Tenga presente que el limite de las arenas eólicas desciende oblicuamente, se extiende desde el Noroeste al Sudeste. Más a la izquierda se acuna una faja de arenas de origen fluvial.
El profesor se levantó sobre el borde de la fosa para observar durante largo rato, sumido en consideraciones y cálculos, el terreno estepario que llegaba hasta los pies de la montaña.
— ¿Y si empezásemos por el cuadrado comprendido entre aquel árbol a la derecha y aquí?
— En este caso, el ángulo de la izquierda tocará con las arenas fluviales — replicó Starozilov.
— ¡Magnífico! Me interesa que se pueda seguir la orilla del antiguo lecho del río. En las cercanías del lugar donde en un tiempo estuvo el agua… Venga, midamos el terreno y pongamos los piquetes. ¿Tiene la cinta?
— ¿Para qué? Se puede hacer con pasos. El levantamiento ya lo haremos después de la excavación.
— Muy bien, de acuerdo — contestó el profesor, sonriendo ante el entusiasmo de su colaborador—. Vamos a empezar por aquella altura… Quisiera telegrafiar hoy mismo al profesor Satrov.
… Sobre el lugar donde doce días antes Davydov y su colaborador habían medido la estepa ondulada, se abría una enorme excavación de nueve metros de profundidad. El viento levantaba remolinos de polvo sobre la lisa y árida superficie de las compactas arenas cretáceas. A lo largo del borde oriental de la excavación, el color amarillo de las rocas se difuminaba en un color gris como el acero. Starozilov iba arriba y abajo dando órdenes a un grupo de ayudantes, que sacaban la arena y limpiaban los esqueletos encontrados. Davydov había hecho venir desde Moscú a todos los alumnos del Instituto y a sus cuatro licenciados; había llamado de la obra número 2 al colaborador científico allí destacado. Treinta obreros, bajo la vigilancia de los diez colaboradores, rastrillaban la espesa capa de arena, acercándose cada vez más al límite de las rocas grises, donde sólo quedaban algunos restos óseos y grandes troncos de coníferas fosilizadas.
El tórrido sol ardía, la arena estaba candente, pero esto no impresionaba a los hombres, fascinados por la búsqueda.
Davydov descendió a la excavación y se detuvo frente a un gran amontonamiento de fósiles, en el que se habían contado seis esqueletos de dinosaurios. Sesenta metros al éste fue descubierto el esqueleto de un gigantesco carnívoro aislado, no lejos del límite de las arenas fluviales. Cerca de éste habían aparecido otros tres esqueletos de carnívoros más pequeños, del tamaño de un perro. En la excavación no se había encontrado nada más, ni tampoco huesos atravesados por el arma misteriosa. Davydov miraba con preocupación los trabajos, como calculando las probabilidades que quedaban.
— ¡Ilja Andreevic! ¡Venga aquí! —Era la voz de Zenja—. ¡Hemos hallado una tortuga!
Davydov se dirigió lentamente hacia la muchacha. Desde dos días antes, Zenja y Michail limpiaban la enorme cabeza de un dinosaurio con las fauces abiertas llenas de terribles dientes curvos. Zenja salió de la trinchera al encuentro del profesor; con una mueca de dolor, venció el anquilosamiento de las piernas, y en seguida sonrió, feliz.
El blanco pañuelo resaltaba su bronceado rostro, húmedo de sudor.
— ¡Ahí está! —indicó Zenja, con el instrumento, el fondo de la trinchera—. Está bajo el cráneo. ¡Descienda! — La muchacha saltó al interior con ligereza—. He limpiado la superficie de la concha… — continuó—. Es muy extraña. Tiene muchos reflejos de nácar y el dibujo no es corriente.
Davydov dobló fatigosamente su macizo cuerpo en la estrecha trinchera, para atisbar bajo el gigantesco cráneo del dinosaurio. En la roca gris, más oscura, sobresalía un pequeño casquete de unos veinte centímetros de diámetro. Su superficie presentaba unas hendiduras pequeñas y estrías de una disposición radial. El color del hueso no era normal: violeta oscuro, casi negro, y se distinguía netamente de los huesos blancos del cráneo del dinosaurio. Tampoco era común el reflejo nacarado del extraño objeto liso, casi bruñido, que relucía vagamente en la sombra de la trinchera.
Davydov no veía nada más. Jadeante, acercó los ojos al extraño descubrimiento, quitando cuidadosamente los granitos de arena con las yemas de los dedos. Notó en el centro de la cazoleta una sutura, y otra perpendicular que se cruzaba con la anterior.
— ¡Llamen a Starozilov inmediatamente! — Davydov levantó el rostro, congestionado—. ¡Y que vengan los obreros!
Zenja se contagió con la emoción del científico. Su voz sonora se elevó de la trinchera. Starozilov vino como un rayo; por lo menos así le pareció a Davydov, sumido en el examen del extraño fósil.
Paciente, lentamente, con gran cuidado, el profesor y su colaborador se pusieron a sacar la roca alrededor de la pequeña cazoleta violeta oscuro. En los bordes, el hueso no se extendía en profundidad. Al mostrarse la cazoleta en posición vertical, el objeto apareció como una semiesfera irregular ligeramente achatada. Limpiándola por el otro extremo, Davydov sintió de improviso que la aguja se hundía en la arena, como si el hueso se hubiese acabado. Durante un tiempo, el profesor sondeó cautamente el borde. Por fin decidió descalzar rápidamente la roca con un movimiento rotativo. Luego hizo caer la arena con un ligero golpe de la mano. El límite inferior del hueso resultó redondeado y más grueso; estaba encastrado en la parte semiesférica con dos amplios arcos.
El grito que salió del amplio pecho de Davydov hizo temblar a los colaboradores que se apretujaban a su alrededor.
— ¡Un cráneo, un cráneo! — gritaba el profesor, quitando la roca con mano experta.
Efectivamente, liberados de la roca, los grandes ojos vacíos aparecieron con toda evidencia. Apareció claramente también la frente amplia y recta. La misteriosa cazoleta no era otra cosa que la parte superior de un cráneo, parecido al del hombre, un poco mayor que el de un hombre mediano.
— ¡Ya lo tenemos! ¡Un animal o un hombre celeste! — exclamó el profesor, con infinita satisfacción, limpiándose enérgicamente las sienes.
Le daba vueltas la cabeza y tuvo que apoyarse en la pared de la trinchera. Starozilov se apresuró a cogerlo por el codo, pero el profesor se soltó con impaciencia.
— ¡Rápido! ¡Prepare una caja grande, ovalada, cola! Hay que sacarlo cuanto antes. Tiene aspecto de ser sólido, pero debemos actuar con cautela porque más abajo tienen que estar los huesos del esqueleto. Mientras, que los obreros saquen a estratos toda la roca de alrededor. El esqueleto del dinosaurio debe ser inmediatamente levantado y quitado de ahí. Regístrenlo todo, cada centímetro de este sector, y que también la arena…
Satrov se precipitó por el largo corredor del Instituto sin contestar al saludo de los colegas con los que se cruzaba. Se detuvo ante la misma puerta por la que había entrado con la caja de Tao-Li hacía dos años y medio. Pero ahora ya no mostraba la maliciosa sonrisa de quien saborea la sorpresa que va a provocar en un amigo la inesperada llegada. Con expresión seria y pensativa, entró casi corriendo en el estudio.
Davydov separó lentamente una hoja de papel sobre la que estaba haciendo algunos cálculos.
— ¡Aleksej Petrovic, es usted un verdadero correo diplomático! — Su voz retumbó como un trueno—. Una velocidad semejante es casi indecente… ¿Cuándo ha recibido mi carta?
— Ayer por la mañana. He salido a las cinco. Pero me ha ofendido. ¿No me lo podía haber dicho antes? ¿Por qué me ha escrito sólopostfactum? ¡Después de obligarme a pensar en el posible aspecto del hombre celeste, lo encuentra usted y permanece callado hasta el final de las excavaciones!
Airado, Satrov se encogió de hombros y se puso a caminar arriba y abajo por la habitación.
— No se enfade, Aleksej Petrovic. Yo también quise darle una sorpresa. ¿De qué hubiera servido que usted lo supiese dos semanas antes? Únicamente, para emocionarle y hacerle temblar de impaciencia en Leningrado.
— ¡Es que hubiera ido allí! —gritó, picado, Satrov.
— ¿Habría venido? — se maravilló Davydov—. ¿A las excavaciones? ¡Está usted desconocido! Pero yo no sabía…
Satrov no pudo ocultar una sonrisa.
— Así está mejor, mi querido amigo. Ahora mismo le enseñaré la bestia celeste. — Davydov se dirigió hacia el armario, cogió la manilla de la puerta con aire jocosamente solemne—. Haré como usted. ¡Oh!
Y abrió la puerta de par en par…
— ¡Quieto, Ilja Andreevic! — gritó Satrov—. ¡Espere! ¡Cierre!
Sorprendido, Davydov obedeció.
— No tuve tiempo de enviarle mis suposiciones — explicó Satrov—. Tenga ahora paciencia durante unos minutos: se las leeré antes de ver el cráneo del ser extraterrestre. Será un experimento muy interesante. Comprobaremos si nuestro cerebro puede efectivamente prever si el proceso de las analogías es válido para otros mundos.
— Excelente idea. ¡Adelante!
Como para asegurarse, Davydov cerró el armario con llave y volvió a la mesa. Satrov tomó algunas hojas de papel cubiertas por sus grandes caracteres regulares y sorprendentemente claros.
— No se lo leeré todo, no lo soportaría — admitió—. Me limitaré a las conclusiones generales. ¿Recuerda? Estábamos de acuerdo en que el esquema de la vida animal, fundado sobre la molécula de albúmina y la energía del oxígeno, debe ser común en todo el Universo. Estábamos de acuerdo en que las sustancias componentes del organismo son aprovechadas no casualmente, sino en virtud de su difusión y de sus propiedades químicas. Estábamos también de acuerdo en que el planeta más apto para la vida en cualquier sistema planetario debe ser semejante a nuestra Tierra. En primer lugar, en lo que respecta a la energía calorífica recibida de su propio sol: si éste es más luminoso y mayor que el nuestro, el planeta debe estar más alejado; si el sol es más pequeño y más frío, se podrían obtener condiciones de calor semejantes a las de la Tierra en un planeta más cercano.
«En segundo lugar, el planeta debe ser lo suficientemente grande para que la fuerza de la atracción de su masa retenga a su alrededor una atmósfera lo bastante densa como para defenderlo del frío del espacio y de los rayos cósmicos. Pero no demasiado grande, porque en este caso, en un estadio remoto de la propia existencia, cuando aún se hallaba en estado incandescente, hubiese podido perder una considerable parte de gas y alrededor del planeta se tendría una atmósfera demasiado densa, impenetrable a los rayos del sol y saturada de gases venenosos.
«En tercer lugar, la velocidad de rotación alrededor de su propio eje debería ser también aproximada a la de la Tierra. En efecto, si la rotación fuese demasiado lenta, se tendría por una parte un sobrecalentamiento fatal para la vida; por otra, un fuerte enfriamiento. Si la rotación fuese demasiado rápida, faltarían las condiciones de equilibrio en un planeta de tal magnitud, éste perdería la atmósfera, se achataría y por fin se disgregaría.
«Ergo, la fuerza de gravedad, la temperatura y la presión atmosférica sobre la superficie de nuestro planeta deben ser, en suma, semejantes a las que existen sobre nuestra Tierra.
«Tales son las premisas fundamentales. En consecuencia, el problema reside en las vías evolutivas fundamentales que llevan al nacimiento del ser racional. ¿Cómo será este ser? ¿Qué se requiere para el desarrollo de un gran cerebro capaz de un trabajo independiente, capaz de pensar? Ante todo, debe tener los órganos de los sentidos desarrollados, sobre todo, los de la vista, una vista de dos ojos, estereoscópica, capaz de valorar el espacio, de establecer con precisión la naturaleza de los objetos en el ambiente, de dar una precisa representación de la forma y la disposición de tales objetos. Es inútil decir que la cabeza deberá estar en la parte anterior del cuerpo, tener órganos sensoriales lo más cercanos posible al cerebro, para una economía en la transmisión de las sensaciones. El ser racional debe, además, saberse mover bien, tener extremidades diferenciadas, capaces de realizar un trabajo, dado que sólo a través del trabajo, a través de las experiencias del trabajo, se puede comprender el mundo que nos rodea. La estatura del ser racional no puede ser pequeña, porque en un organismo pequeño faltan las condiciones para el desarrollo de un fuerte cerebro, faltan las necesarias reservas de energía.
«Un animal pequeño depende demasiado, por otra parte, de los accidentes más insignificantes que se produzcan sobre la superficie del planeta, como el viento, la lluvia, etc., que para él se convertirían en verdaderas catástrofes. Y para poder comprender el mundo, es necesario ser hasta cierto punto independiente de las fuerzas de la naturaleza. Por eso el animal racional debe estar dotado de movimiento, de dimensiones y fuerzas suficientes, ergo poseer un esqueleto interno semejante al de nuestros vertebrados. No puede ser tampoco demasiado grande, porque en este caso faltarían las condiciones adecuadas de estabilidad y de armonía del organismo, necesarias para sostener una sobrecarga colosal: el cerebro.
«Me he extendido demasiado… En resumen, el animal debe ser vertebrado, tener una cabeza y una estatura casi igual a la nuestra. Todas estas características del hombre no son casuales. En efecto, el cerebro puede desarrollarse cuando la cabeza no es un instrumento, no está sobrecargada por cuernos, dientes, fuertes mandíbulas, no roe la tierra, no aferra la presa. Esto es posible si la naturaleza ofrece una nutrición vegetal suficiente; por ejemplo, para nuestro hombre tiene gran importancia la aparición de plantas frutícolas. Esto libera su organismo de la interminable digestión de la masa vegetal, a la que están condenados los herbívoros, así como del destino de los carnívoros í la caza y la búsqueda de la presa viva. El animal carnívoro, precisamente porque come carne, debe poseer instrumentos para agredir y matar, que impiden el desarrollo del cerebro. Sin embargo, si existen los frutos, las mandíbulas pueden ser relativamente más débiles, puede desarrollarse la gran caja craneana que aplana el morro. También se podría decir otra cosa: por ejemplo, cómo deberían ser las extremidades, pero la cosa ya está bastante clara: libertad de movimientos y capacidad para tener, usar y preparar un instrumento. Sin instrumento ni es ni puede existir el hombre. De ahí una última consideración. La finalidad de las extremidades debe estar diferenciada: unas deben permitir el movimiento, y son las piernas; otras deben ser órganos de presa, las manos. Todo esto viene unido al hecho de que la cabeza debe estar elevada del suelo, pues de otra forma disminuyen las posibilidades de percibir el mundo circunstante.
«Conclusión: la forma del hombre, su aspecto de animal racional no es una casualidad; es una forma correspondiente de un organismo que posee un gran cerebro. Entre las fuerzas hostiles del cosmos existen sólo zonas restringidas que la vida aprovecha, y estas zonas determinan su aspecto. Por eso, cualquier otro ser racional que no sea el hombre debe poseer muchas características estructurales semejantes a las humanas, en particular en lo que al cráneo se refiere. Sí, el cráneo debe ser absolutamente semejante al del hombre. Tales son, en resumen, mis conclusiones. — Satrov calló. Luego, su impaciencia largo rato contenida estalló—: Y ahora, ¡veamos la bestia celeste!
— ¡Inmediatamente! — Delante del armario, Davydov se detuvo—. Debo decirle, Aleksej Petrovic, que tiene toda la razón. Es sorprendente. En estos momentos se siente cuan poderosa es la ciencia, qué milagro es el pensamiento del hombre…
— Está bien. ¡Veamos ese cráneo!
Davydov sacó del armario una gran caja.
Ante los ojos de Satrov apareció un cráneo de extraño color violeta oscuro, recubierto de huecos y profundas grietas. La sólida caja ósea, habitáculo del cerebro, era muy semejante a la del hombre, así como las enormes ojeras salientes desde el estrecho puente óseo de la raíz nasal. Enteramente humanas eran también la nuca, redonda y rígida, y la breve, casi perpendicular, parte facial, coronada por la enorme frente inclinada hacia delante. Pero en lugar de los huesos nasales, el cráneo presentaba una base triangular, de la que surgía la mandíbula superior en forma de pico, ligeramente doblada hacia abajo por su extremidad anterior. La mandíbula inferior se correspondía con la superior, y tampoco ésta tenía la menor traza de dientes. Las extremidades articuladas se apoyaban casi verticalmente en la cavidad sobre amplias apófisis replegadas sobre grandes orificios redondos situados a los lados, bajo las sienes.
— ¿Es sólido? — preguntó Satrov en voz baja, y ante el signo afirmativo de Davydov, tomó el cráneo en las manos—. ¿En vez de dientes tenía una extremidad córnea en la mandíbula, cortante, como la de la tortuga? — preguntó, y sin esperar la contestación, continuó—:La estructura de las mandíbulas, de la nariz, del aparato auditivo es bastante primitiva… Estos huecos, toda la osamenta, demuestran que la piel debía adherirse directamente sobre el hueso, sin el estrato subcutáneo de los músculos. Una piel de tal clase difícilmente podría tener pelos. Y los huesos aislados…, naturalmente, hay que estudiarlos. La mandíbula está formada por dos huesos, también más primitivo que en el hombre…
«En su planeta existía, quizá, un ambiente natural algo diferente, y se ha producido un curso distinto de los procesos geológicos. Se han dado otras condiciones de selección natural. Interesante. ¿Ha estudiado la composición de este hueso?
— Detenidamente, no. Aunque sé que no es de fosfato de cal, como los huesos del hombre terrestre, sino…
— ¿De silicio? — le cortó Satrov.
— Exacto. El motivo es comprensible. Las propiedades químicas del silicio son análogas a las del carbono, y puede ser enteramente utilizado en los procesos biológicos.
— Pero, ¿y el esqueleto? ¿Y los huesos? ¿No ha encontrado nada?
— Absolutamente nada, excepto… — Davydov cogió del armario una segunda caja—. Aquí está…
Satrov vio dos pequeños fragmentos metálicos y un disco redondo de casi doce centímetros de diámetro. Los fragmentos metálicos tenían caras de iguales dimensiones; parecían pequeños heptaedros.
Por su peso, el metal se asemejaba al plomo, pero se distinguía de este último por su gran compacidad y su color amarillo claro.
— ¿Adivina qué es? — preguntó Davydov, haciendo saltar los dos pesados objetos en la palma de la mano.
— ¿Qué son? ¿Alguna aleación? — inquirió Satrov—. Ya que me lo pregunta, no debe tratarse de nada excepcional.
— En efecto. Es afnio, un metal raro, semejante por sus propiedades físicas al cobre, pero más pesado e incomparablemente más refractario. Sólo tiene una propiedad interesante: la de emitir electrones a alta temperatura. Y esto tiene un significado…, en especial si se examina este extraño espejo.
Satrov tomó el disco metálico, también muy pesado. El borde estaba redondeado y presentaba once profundas hendiduras, dispuestas a igual distancia. Por un lado, la superficie del disco era ligeramente cóncava, lisa y muy dura. Bajo un estrato transparente como el cristal se adivinaba un metal puro, blanco plateado, corroído en un punto que aparecía cubierto de una pátina gris. El estrato transparente se hallaba comprimido dentro de un anillo de metal duro gris azulado, que recubría toda la parte opuesta. En el centro de éste se abría un pequeño círculo de materia transparente igual a la de la otra cara, completamente cubierta por una pátina opaca, y de superficie convexa. El diámetro del círculo no superaba los seis centímetros. A su alrededor habían numerosas estrellitas grabadas con diverso número de puntas: desde dos hasta once. Las estrellitas estaban dispuestas sin orden aparente, aunque quedaban comprendidas dentro de dos líneas en espiral dibujadas una en la otra.
— El disco está hecho de tantalio, un metal duro, extraordinariamente estable — explicó Davydov—. La película transparente es de un compuesto desconocido. El simple análisis cualitativo no ha dado resultados y aún no he conseguido efectuar una investigación más completa. Pero el metal que hay bajo la película es indio, un metal extraordinario.
— ¿Por qué? —no dudó en preguntar Satrov.
— Este metal, que también se emplea en nuestros instrumentos, es el mejor indicador de la presencia de radiaciones neutrónicas. Y sé con precisión que es indio porque me he decidido a practicar un agujero, aquí, para su análisis…
— ¿Las estrellitas son una escritura o algo por el estilo? — preguntó Satrov, emocionado.
— Quizá… caracteres, o acaso cifras. También es posible que representen el esquema del instrumento. Pero me temo que no lo sabremos nunca.
— ¿Eso es todo?
— Todo. ¿Le parece poco, hombre insatisfecho? Tiene en sus manos algo que pondrá en conmoción a toda la Humanidad.
— ¿Han buscado bien? — insistió Satrov—. ¿Por qué sólo había el cráneo, sin el esqueleto? Tenía que estar…
— Claro que estaría, porque un ser sin huesos no habría podido tener cráneo. Hemos excavado por todas partes, hasta hemos tamizado la arena. Pero es poco probable que se haya conservado nada más…
— ¿Por qué está tan seguro de ello, Ilja Andreevic? ¿Qué derecho…?
— Un simple razonamiento. Hemos descubierto los restos de una catástrofe sucedida hace setenta millones de años. Sin esa catástrofe, nunca habríamos encontrado el cráneo ni ningún otro resto, a excepción de los dinosaurios muertos. No dudo de que hallaremos nuevos vestigios. Estoy seguro de que «ellos» — Davydov señaló el cráneo que, inmóvil, miraba a ambos amigos con sus órbitas vacías— se quedaron en la Tierra muy poco tiempo, algunos años nada más, y luego reemprendieron el vuelo para volver a su planeta. Ya le diré luego cómo he llegado a esta conclusión.
Davydov desplegó una gran hoja de papel milimetrado.
— Mire aquí, éste es un plano de las excavaciones. El — el profesor indicó el cráneo— estaba cerca de aquí, junto a la orilla del río, con aquella arma o instrumento que evidentemente aprovechaba la energía atómica. «Ellos» la conocían y la utilizaban, esto es indudable, como lo demuestra sin más su presencia en la Tierra. Gracias a su arma el ser celeste mató al monoclón desde gran distancia. Con toda evidencia «él» había irritado a los dinosaurios. Luego se puso a hacer algo y fue agredido por otro gigantesco monstruo. Si fue lento en usar de su arma o si ésta se estropeó, no lo sabremos jamás. Una sola cosa está clara: el monstruo fue fulminado a pocos pasos del ser celeste y, al morir, se derrumbó sobre «él». El arma se rompió o explotó. La rotura del arma liberó la carga de energía contenida en ella, creando un pequeño campo de radiaciones mortales. Por esta razón murieron también los demás dinosaurios, lo que explica el montón de esqueletos. Por otra parte, aquí, al sur, la radiación no existió, o fue más débil. Por aquí se acercaron pequeños carnívoros que se llevaron los huesos del ser celeste. El cráneo quedó en su lugar, porque era demasiado grande o porque quedaba aprisionado por el peso de la cabeza del dinosaurio. En esta otra parte, algunos de estos pequeños carnívoros murieron, y aquí están tres pequeños esqueletos. Todo esto ocurrió en las dunas arenosas de la orilla y el viento muy pronto enterró toda huella de la tragedia.
— ¿Y los instrumentos, las armas? — Satrov plegó con escepticismo las comisuras de la boca.
— Escuche. Han quedado trozos y partes hechas de metales extremadamente estables. Todo lo demás ha desaparecido sin dejar rastro, se ha oxidado, disgregado, pulverizado a lo largo de diez millones de años. Los metales no son como los huesos, no pueden fosilizarse, impregnarse de sustancias minerales, cementar la roca a su alrededor. El instrumento quizá ha estallado incluso y sus fragmentos se han dispersado durante la explosión o la rotura del arma, cosa que muy bien puede haber contribuido a la desaparición de las partes metálicas.
— Debo admitir que sus suposiciones parecen exactas — aprobó Satrov—. Ahora tiene usted que estudiar en seguida el cráneo, analizar la vía evolutiva reflejada en la estructura de los elementos óseos y… publicar los resultados. ¡Será un artículo que caerá como una bomba!…
Los ojos claros y salientes de Satrov no podían separarse del oscuro cráneo del ser celeste.
Davydov tomó a su amigo por los hombros y lo sacudió ligeramente.
— No pienso publicar la descripción de este cráneo. Satrov le miró maravillado, pero antes de que pudiese hablar, Davydov continuó:
— ¡Estúdielo, descríbalo! Esta parte le pertenece por derecho… ¡Y no me replique! ¿O ha olvidado mi testarudez?
— Pero, pero… — Satrov no encontraba las palabras.
— No hay pero que valga. El informe geológico sobre las excavaciones y las conclusiones sobre la catástrofe, con mención de todos mis colaboradores, y en particular de la muchacha que ha descubierto el cráneo, está listo. Aquí lo tiene. Publíquelo con mi nombre, junto con su descripción del cráneo. Esto será lo justo. ¿De acuerdo, Aleksej Petrovic? — La voz de Davydov adoptó un tono dulce, íntimo—. Tengo otra gran idea. ¿Recuerda? Me dijo y con razón que cuando un fenómeno increíble se encadena con otro, nos encontramos frente a la realidad. Muy bien, ahora la realidad está aquí: el cráneo de una bestia celeste. Pero esta realidad determina a su vez otro hecho increíble, se encadena con él. En suma, la cadena continúa y yo quiero continuar siguiendo sus anillos.
— Admitamos que así sea, aunque no consiga seguirla. Pero su proposición huele mal, a sacrificio. No puedo aceptar…
— No, Aleksej Petrovic. Crea a un viejo amigo: soy absolutamente sincero. ¿Acaso no compartió conmigo materiales interesantes cuando trabajábamos juntos? Más tarde comprenderá que también ahora hemos hecho lo mismo. Nosotros miramos la ciencia de igual manera, y para ambos lo que importa es el progreso…
Satrov inclinó la cabeza conmovido. No sabía expresar los propios sentimientos, las sensaciones particularmente profundas, y se quedó silencioso frente al amigo que le miraba con ojos sonrientes. Involuntariamente tocó con la mano el cráneo del pasajero de la «nave de las estrellas», que tanta fascinación ejercía sobre él. Su nave se había perdido ya en la inconmensurable profundidad del espacio, quedando inaccesible para cualquier fuerza o máquina. A pesar de todo, dejó una huella, indudable, indiscutible, la prueba de que la vida atraviesa una inevitable evolución, sigue un irreversible perfeccionamiento, aunque sea por caminos largos y difíciles. Es la ley, la condición indispensable para la existencia de la vida. Si por algún accidente del cosmos la vida no se interrumpe, el resultado inevitable es el nacimiento del pensamiento, la aparición del hombre, luego de la sociedad, la técnica, la lucha con las pavorosas fuerzas del universo, una lucha que puede llevarse muy lejos, como atestiguaba aquel ser llegado de otro mundo. Si «ellos» hubiesen venido a la Tierra no entonces, sino hoy…
Satrov se volvió hacia su amigo y dijo con voz tranquila y firme:
— Acepto su… proposición. Hagámoslo así. Tendré que ir a Leningrado, preparar mis cosas y volver cuanto antes. Como es natural, hay que trabajar aquí. Transportar un objeto tan precioso sería inadmisible… lija Andreevic, ¿por qué lo llama bestia celeste? No suena bien. Me parece ofensivo.
— Simplemente porque no consigo hallar una definición mejor. En efecto, no podemos llamarle hombre si queremos respetar la terminología científica. Es un hombre desde el punto de vista del pensamiento, del nivel técnico alcanzado, del carácter social, pero su organismo tiene una estructura anatómica diferente. Es claramente distinto del organismo humano. Es otro animal. Por eso le llamo animal celeste, bestia celestis en latín. También se podría recurrir al griego y llamarle terion celestis. Quizá suena mejor. De todas formas, el nombre se lo pondrá usted.
— Pero entonces, lija Andreevic — dijo Satrov tras un momento de silencio—, ¿qué le quedará a usted?
— Mi querido amigo, ya le he dicho que tengo la intención de seguir nuestra famosa cadena. Hace tiempo que estoy pensando en la influencia de las reacciones atómicas en los procesos geológicos. Ahora que nuestro extraordinario descubrimiento me ha hecho salir de la órbita de lo común, me ha empujado a un más alto nivel de pensamiento, me siento con valor para sacar conclusiones y ampliar el horizonte de la imaginación. Ahora intentaré demostrar la posibilidad de aprovechar las potentes fuentes de energía atómica que se esconden en las profundidades para convertirle en una ciencia de ejercicio práctico… Pero usted deberá estudiar la evolución de la vida y el porvenir del pensamiento, no ya dentro de los límites de nuestra Tierra, sino en todo el universo. Deberá demostrar este proceso, dar a los hombres una idea de las grandes posibilidades que se abren ante ellos. Con una clarísima victoria del pensamiento deberá derrotar a los escépticos pusilánimes y a los mezquinos fanáticos que aún pululan por las disciplinas científicas. Davydov se calló. Satrov miró a su amigo como si lo viese por primera vez.
— ¿Por qué estamos de pie? — preguntó por fin Davydov—. Sentémonos y descansemos. Estoy fatigado.
Ambos se sentaron en silencio, empezaron a fumar y, como obedeciendo a una orden, fijaron sus ojos pensativos sobre el cráneo, sobre las vacías órbitas del extraño ser.
Davydov observaba la frente saliente surcada por las pequeñas fositas e imaginaba cómo en tiempo inconmensurablemente lejano, tras aquella pared ósea trabajaba un gran cerebro humano. ¿Qué concepto del mundo, qué sentimientos, qué nociones contenía aquella extraña cabeza? ¿Qué cosas había imaginado la memoria del habitante de otro mundo, qué cosas de su planeta nativo trajo a nuestra Tierra? ¿Conocía la nostalgia de la patria? ¿Estaba ávido de grandes verdades, amaba lo bello? ¿Cuáles eran sus relaciones humanas, cuál el régimen social? ¿Habían alcanzado la fase más elevada? Había convertido su planeta en una única familia de trabajadores sin opresión ni explotación, sin el triste absurdo de la guerra que desperdician las fuerzas y las reservas de energía de la humanidad? ¿Cuál era el sexo de aquel pasajero de la «nave astral», que quedó para siempre en la Tierra extraña para él?
El cráneo miraba a Davydov, sin respuesta, como un símbolo del misterio y del silencio.
— Nunca sabremos nada de todo esto — se dijo el profesor—, pero nosotros, los hombres de la Tierra, también tenemos un gran cerebro y podemos formular muchas hipótesis. Cuando llegasteis, nuestra Tierra estaba poblada por terribles monstruos, encarnación de una fuerza sin pensamiento. En la obtusa maldad, en el inútil coraje del monstruo habéis visto un grave peligro y vosotros erais pocos. Un puñado de seres celestes errantes en un mundo desconocido a la búsqueda de una fuente de energía, tal vez de seres semejantes a vosotros… Satrov se movió, intentando de no estorbar a su amigo. Su naturaleza nerviosa protestaba contra la prolongada inacción. Lanzó una ojeada a Davydov, aun sumergido en sus pensamientos, tomó cuidadosamente de la mesa el pesado disco y empezó a examinarlo con el agudo espíritu de observación de un experto investigador. Colocando el disco en el luminoso cerco de luz de una especial lámpara microscópica, el profesor estudió los restos del desconocido instrumento desde todos los ángulos, intentando conectar detalles constructivos aún no conocidos. De repente, Satrov notó en el interior del círculo sobre la parte convexa del disco, algo que se traslucía bajo la película opaca. Conteniendo la respiración, el científico examinó más atentamente aquel punto, disponiendo el disco bajo la luz con distintas inclinaciones. Entonces a través del velo opaco depositado por el tiempo sobre la sustancia transparente del círculo, le pareció ver dos ojos que le miraban. Con un grito sofocado, el profesor dejó caer el pesado disco, que golpeó sobre la mesa con estrépito. Davydov se sobresaltó como empujado por un muelle, pero Satrov no se preocupó de él. Acababa de comprender, y el descubrimiento le dejó sin aliento.
— Ilja Andreevic — gritó—, ¿tiene algo que sirva para sacar brillo, piedra pómez y una gamuza?
— Naturalmente. Pero, ¿qué le ha agitado de esa manera, demonios?
— Démelo en seguida, lija Andreevic, en seguida… ¿Dónde están…?
La agitación de Satrov se contagió también a Davydov. Se levantó y tras tropezar con la alfombra, a la que pegó una furiosa patada, desapareció por una puerta. Satrov se cogió el disco e intentó raspar con la uña la superficie convexa del pequeño círculo…
Davydov colocó sobre la mesa un vasito lleno de polvo, una taza con agua, una botellita de alcohol y una gamuza.
Rápida y hábilmente, Satrov preparó una pasta, la extendió sobre la gamuza y empezó a frotar la superficie del círculo con medidos movimientos giratorios. Davydov seguía con interés el trabajo de su amigo.
— Este compuesto transparente desconocido para nosotros es extraordinariamente estable — explicó Satrov sin interrumpir su trabajo—. Y sin duda debe ser transparente como el cristal y en consecuencia tener una superficie pulida. Aquí, vea, la superficie se ha hecho opaca, ha sido corroída por la arena durante los millones de años de permanencia entre las rocas. Hasta esta sustancia durísima ha cedido… Pero si conseguimos pulirla, se hará de nuevo transparente…
— ¿Transparente? ¿Y luego? — preguntó Davydov con una nota de duda en su voz—. Al otro lado del disco la transparencia se ha mantenido. Sólo se ve una capa de indio…
— ¡Pero aquí hay una imagen! — exclamó Satrov, excitado—. ¡He visto unos ojos! Estoy seguro de que aquí está escondido el retrato del ser celeste. Quizá sea el mismo propietario del cráneo. ¿Por qué estará aquí? Tal vez sea un signo distintivo del arma, tal vez esta era su costumbre. Además, ¿qué importa? ¡Hemos logrado tener la imagen de un ser celeste!… Observe la forma de la superficie: es una lente… Y se pule bien — añadió palpando el círculo con los dedos.
Davydov, inclinado sobre el hombro de Satrov, miraba con impaciencia el disco, cuyo círculo central iba adquiriendo un esplendor vítreo cada vez más marcado.
Al fin, Satrov lanzó un suspiro de satisfacción, quitó el detergente, lavó el disquito con alcohol y lo secó con la gamuza.
— ¡Ya está! —levantó el disco hasta la luz, dándole la posición adecuada para que el reflejo incidiese directamente sobre el observador.
Involuntariamente ambos profesores se estremecieron. Bajo la capa ahora completamente transparente, amplificado por un desconocido efecto óptico hasta su tamaño natural, un rostro extraño, pero sin duda humano, fijaba los ojos sobre ellos. La imagen aparecía en relieve, pero lo más sorprendente era su extraordinaria, increíble naturalidad. Era un rostro vivo, parecía que un ser viviente estuviese mirando a los dos profesores, separado de ellos sólo por la lente transparente. Y los enormes ojos salientes eran capaces por sí solos de borrar cualquier otra impresión. Eran como dos lagos que encerrasen el eterno misterio del sistema del universo, espejos de una mente y de una voluntad férrea, eran dos poderosos rayos que surgían a través de la barrera de cristal lanzados a las infinitas lejanías del espacio. Sí, el hecho mismo de la existencia de la vida es garantía del desarrollo en diversos puntos del espacio universal del gran proceso de la evolución, de la aparición de la forma más elevada de la materia, del trabajo creador, del conocimiento…
Superando la primera impresión producida por los ojos del ser celeste, los dos científicos empezaron a examinar el rostro. La cabeza redonda recubierta por una piel espesa, lisa, sin pelos, no aparecía monstruosa ni repugnante. La fuerte, la amplia frente saliente tenía un aspecto tan intelectual y humano como los extraños ojos, y atenuaba los insólitos trazos de la parte inferior de la cara. La falta de orejas y de nariz, la boca en forma de pico y sin labios, eran en sí desagradables, pero no podían hacer olvidar que el desconocido ser estuviese cercano al hombre, fuese comprensible y no extraño. Todo en el aspecto del antiguo huésped de nuestro planeta denotaba afinidad de espíritu y de pensamiento con los hombres de la Tierra. Esto pareció a Satrov y a Davydov una garantía de que los habitantes de las diversas «naves de estrellas» se comprenderían una vez vencido el espacio que los separaba, una vez verificado el encuentro del pensamiento dispersado sobre las lejanas islas planetarias del universo. A los científicos les hubiese gustado pensar que esto se hacía realidad en un próximo futuro, pero la razón les decía que aún serían necesarios millones de años de conocimiento para la gran conquista del universo.
Y antes de proceder con seguridad a la unión de los distintos mundos, sería necesario unir a los pueblos de nuestro planeta en una sola familia fraterna, destruir la desigualdad, la opresión y los prejuicios de raza. En caso contrario, la humanidad nunca tendría fuerzas para llevar a cabo la empresa sublime de sojuzgar los terribles espacios interestelares, no lograría afrontar las mortales fuerzas del cosmos que amenazan la vida cuando ésta ya no es defendida por la atmósfera. Y para alcanzar esta primera fase era preciso trabajar aún prodigando todas las fuerzas del espíritu y del cuerpo, hasta alcanzar la condición necesaria al gran futuro de los hombres de la Tierra…