CAPÍTULO TERCERO

La plaza de estacionamiento del supermercado estaba completamente llena, pero encontró un lugar conveniente para aparcar, cerca de la entrada; esto, sumado al calorcito del sol y al olor dulce y húmedo del aire cuando bajó del coche, hizo que se sintiera menos fastidiada de haber tenido que salir de compras. Un poco menos fastidiada, en el peor de los casos.

Miss Austrian venía hacia ella, cojeando y bastoneando, desde la entrada del supermercado, con una bolsita de papel en la mano y —no podía creerlo— una sonrisa amistosa en su pálida cara de Reina de Corazón. ¿Le estaba dedicada a ella esa sonrisa?

—Buenos días, Mrs. Hendry —dijo Miss Austrian.

¡Qué les parece! Resulta que el negro es un color tolerable.

—Buenos días —contestó.

—Por cierto que marzo se está despidiendo como un corderito, ¿verdad?

—Sí. Y eso que prometía ser un león de dos cabezas.

Miss Austrian se detuvo y se quedó mirándola.

—Hace meses que no la vemos por la biblioteca —dijo—. Espero que no nos haya abandonado por la televisión.

—Oh, no, jamás. Estuve trabajando —contestó con una sonrisa.

—¿En un nuevo libro?

—Sí.

—Qué bien. Avíseme cuando esté a punto de publicarse. Encargaremos un ejemplar.

—No dejaré de hacerlo. Y pronto iré por allí. Ya casi he terminado con él.

—Que pase un buen día —dijo Miss Austrian, sonriendo, y se puso en marcha con su bastón.

—Gracias, usted lo mismo.

Bueno, ya había una venta.

Tal vez ella había sido demasiado susceptible. Tal vez Miss Austrian se mostrara fría con todo el mundo, aun con los blancos, hasta que llevaban unos meses de residencia.

Traspuso las puertas automáticas del supermercado y encontró un carrito vacío. Los pasillos presentaban el desfile habitual de los sábados a la mañana.

Circuló rápidamente, tomando lo que necesitaba, maniobrando el carrito dentro, fuera y alrededor. « ¡Permiso! ¡Permiso, por favor! » Todavía la irritaba la forma en que hacían sus compras estas mujeres, deslizándose lánguidamente, como si no sudaran nunca. ¿Hasta qué punto podía ser blanca la gente? ¡Si hasta llenaban sus carritos así! Ella podía comprar todo el supermercado, en el tiempo que les llevaba un solo pasillo.

Joanna Eberhart se acercaba, despampanante con su abrigo celeste, de cinturón ajustado. Tenía una figura extraordinaria, y estaba más bonita de lo que Ruthanne recordaba, con el pelo oscuro y sedoso peinado hacia atrás en graciosas ondas esponjadas. Avanzaba lentamente mirando los estantes.

—Hola, Joanna —saludó Ruthanne.

Ella se detuvo y la miró, con ojos castaños de tupidas pestañas.

—Ruthanne. Hola —dijo, y sonrió—. ¿Cómo está?

Un rojo vivo realzaba la curva de sus labios: un rosa pálido, su cutis perfecto.

—Yo, bien —contestó Ruthanne, sonriendo—. A usted no necesito preguntarle cómo está: se la ve esplendorosa.

—Gracias. He estado cuidando más de mi persona últimamente.

—Salta a la vista.

—Perdone que no la haya llamado.

—Oh, no se preocupe.

Ruthanne colocó de un tirón su carrito frente al de Joanna, para que la gente pudiera circular junto a ellas.

—Tenía la intención —prosiguió Joanna—. Pero hay tanto que hacer en la casa. Usted sabe.

—No se preocupe —repitió Ruthanne—. Yo estuve muy atareada también. Ya casi he terminado mi libro. Me falta sólo una ilustración principal y unas pocas chicas.

—felicitaciones.

—Gracias. Y usted, ¿en qué ha andado? ¿Ha tomado algunas fotos interesantes?

—Oh, no. Ya no me dedico mucho a la fotografía.

—¿No?

—No. No estaba particularmente dotada, y me hacía perder un tiempo precioso, al que en realidad puedo dar mejor empleo.

Ruthanne la miró.

—La llamaré pronto, en cuanto consiga poner al día las cosas —dijo Joanna, sonriendo.

—¿A qué se ha dedicado, entonces, fuera del trabajo de la casa? —preguntó Ruthanne.

—A nada más, realmente. Los quehaceres domésticos me bastan. Antes me creía obligada a tener otros intereses, pero ahora estoy más conforme conmigo misma. Soy más feliz, además, y mi familia también. Eso es lo que cuenta, ¿no?

—Sí, supongo que sí —dijo Ruthanne.

Bajó la vista a los dos carritos: el suyo, lleno con un montón de cosas; el de Joanna, prolijamente arreglado. Apartó de un tirón el suyo, para dar paso a Joanna.

—Tal vez podamos combinar ese almuerzo —dijo, mirándola—. Ahora que voy a terminar el libro.

—Tal vez podamos —dijo Joanna—. Ha sido un gusto verla.

—Lo mismo digo.

Joanna echó a andar, sonriente… y se detuvo, tomó una lata de un estante, la examinó y la colocó en su carrito. Se alejó por el pasillo del supermercado.

Ruthanne se quedó observándola; se volvió y siguió en dirección opuesta.

No conseguía aplicarse al trabajo. Iba y venía por el cuarto, que le resultaba estrecho; miraba por la ventana a Chickie y a Sara, jugando con las chicas Cohane; repasaba la pila de dibujos terminados, y no los encontraba tan hábiles y divertidos como había pensado.

Cuando por fin empezó a ocuparse de Penny, al volante de la Bertha P. Moran, eran prácticamente las cinco.

Bajó al escritorio.

Royal estaba sentado, leyendo Hombres en grupos, apoyados sobre un cojín los pies en calcetines azules. Alzó los ojos y le preguntó:

—¿Listo?

Se había arreglado la montura de las gafas con cinta adhesiva.

—No, caray, en este momento arrancaba —dijo Ruthanne.

—¿Qué te pasó?

—Yo qué sé. Algo me tenía sobre ascuas. Oye, ¿me harías un favor? Ahora que las cosas andan quiero seguir adelante.

—¿La comida?

Ruthanne asintió con la cabeza.

—¿Querrías llevarlas a la pizzería o a McDonald?

Royal tomó su pipa de encima de la mesa, y dijo:

—Bueno.

—Quiero acabar con esto. Si no acabo, no voy a disfrutar del próximo fin de semana.

Él apoyó el libro abierto sobre sus muslos, y tomó de la mesa el chisme de limpiar la pipa.

Ruthanne, que ya se volvía para irse, lo miró aún por encima del hombro:

—¿Estás seguro de que no te molesta?

Royal revolvió el chisme hacia delante y hacia atrás en la cazoleta de la pipa.

—Seguro. Sigue con tus cosas —dijo. Alzó los ojos hacia ella y sonrió—: No me molesta.


FIN
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