CAPÍTULO SEGUNDO

Sólo querría mudarse, decidió, si encontraba una casa absolutamente perfecta que, además de tener el número adecuado de habitaciones del tamaño adecuado, no requiriera prácticamente pintura ni reformas, y contara con un cuarto oscuro hecho y derecho, o algo que lo remplazara satisfactoriamente. Y no debía costar más de los cincuenta mil y pico que habían pagado (y todavía podían obtener, según la firme convicción de Walter) por la casa de Stepford.

Una elevada exigencia, sin duda, y Joanna no iba a perder mucho tiempo tratando de llenarla. Sin embargo, salió a ver casas con Bobbie una fría y luminosa mañana de principios de diciembre.

Bobbie, por su parte, salía con ese fin todas las mañanas. Apenas encontrara algo conveniente (y sus pretensiones eran mucho más flexibles que las de su amiga) había resuelto presionar a Dave para que se mudaran de inmediato, aunque los chicos tuvieran que cambiar de escuela en mitad del año escolar.

—Es mejor una pequeña alteración en sus vidas que una madre zombizada —alegaba.

Bebía realmente agua mineral, y se negaba a comer el más insignificante producto cultivado en la región.

—También se puede comprar oxígeno envasado, como sabes… —le decía Joanna.

—Tómalo a pitorreo. Ya te veo comparando el polvo de lavar «Ayax» con el de la marca que usas actualmente.

La búsqueda inclinó a Joanna a seguir buscando. Las mujeres que conocieron en Eastbridge —las propietarias de inmuebles y una agente de propiedades llamada Miss Kirgassa— eran despiertas, animadas y originales. El contraste acentuaba la uniforme placidez de las mujeres de Stepford. Eastbridge ofrecía, por añadidura, una amplia gama de actividades colectivas, tanto para mujeres, como para hombres y mujeres. Hasta se estaba constituyendo una rama de la NOW.

—¿Por qué no buscaron aquí primero? —preguntó Miss Kirgassa, zangoloteando su coche a una velocidad estremecedora por un camino en zigzag.

—Mi marido había oído hablar de Stepford —contestó Joanna, aferrándose al apoyabrazos, vigilando el camino, saltando sobre los suspirados frenos.

—Es un pueblo muerto. Nosotros estamos mucho más al día.

—Sin embargo, nos gustaría volver una vez más para empaquetar —dijo Bobbie desde el asiento trasero.

Miss Kirgassa lanzó una carcajada.

—Puedo conducir por estos caminos con los ojos vendados —aseguró—. Y deseo mostrarles dos casas más, después de ésta.

Camino de Stepford, Bobbie declaró:

—Ese trabajo me viene como anillo al dedo. Voy a ser agente de propiedades, acabo de resolverlo. Uno sale, conoce gente, y puede meter la nariz en los armarios del prójimo. Además, se fija el horario que le conviene. Lo digo en serio. Voy a ver cuáles son los requisitos.

Recibieron una larga carta (dos carillas) del Departamento de Salud. Se les aseguraba que su interés en la protección ambiental era compartido solidariamente por el Gobierno de su Estado y por el gobierno de su jurisdicción. Los establecimientos industriales en toda la extensión del territorio, estaban sometidos a rigurosas reglamentaciones tendentes a impedir la contaminación ambiental, entre ellas, las que se enumeraban seguidamente. Para mantenerlas en vigor, se procedía a efectuar, aparte y en apoyo de las inspecciones frecuentes, un examen periódico de muestras del suelo, el agua y el aire. No había indicio alguno de contaminación nociva en la zona de Stepford, ni de agente químico alguno que, surgido espontáneamente, pudiera producir un efecto tranquilizante o depresivo. Podrían estar seguras de que su preocupación carecía de fundamento, a pesar de lo cual se apreciaba debidamente su carta.

—Mucho olor y poco estiércol —comentó Bobbie, y se atuvo al agua mineral.

Cada vez que iba a casa de Joanna, llevaba consigo un termo de café.

Walter estaba tendido de costado. Y le daba la espalda, cuando ella salió del cuarto de baño. Joanna se sentó en la cama, apagó el velador y se metió bajo la sábana. Se acostó, y se quedó mirando el cielo raso, que generalmente iba cobrando forma allá arriba.

—¿Walter? —murmuró.

—¿Humm?

—¿Te resultó… bien?

—Claro. ¿A ti no?

—Sí.

Él no dijo nada.

—Tuve la impresión de que no te había resultado… Las últimas veces…

—No, ¿por qué? Fue tan agradable como siempre.

Joanna estaba tendida de espaldas. Veía el cielo raso. Pensó en Charmaine, que no quería dejarse alcanzar por Ed. (¿O había cambiado también en eso?) Recordó la alusión de Bobbie a las ideas raras de Dave.

—Buenas noches —dijo Walter.

— ¿Hay alguna cosa que yo no hago, y tú desearías que hiciera? ¿O que yo hago, y tú desearías que no hiciera? —preguntó Joanna.

Hubo un silencio, y después Walter dijo:

—Yo deseo que hagas cualquier cosa que tú desees hacer. Nada más. —Se volvió y la miró, apoyado sobre un codo. Sonrió—. Siempre es agradable, de veras. Tal vez he estado un poco cansado últimamente por los viajes diarios. —La besó en la mejilla—. Duerme, ahora.

—Tienes… ¿un asunto con Esther?

— ¡Por amor de Dios! Ella anda con un Black Panther. No tengo un asunto de esa clase con nadie.

—¿Un Black Panther?

—Eso le contó a Don su secretaria. Ni siquiera conversamos sobre el sexo. Todo lo que yo hago es corregir su pronunciación. Bueno, vamos a dormir.

Le besó la mejilla y se volvió al otro lado.

Ella se tendió boca abajo y cerró los ojos. Se corrió a un lado, al otro; se revolvió, inquieta, buscando una posición cómoda.

Fueron a ver una película en Norwood, con Bobbie y Dave, y pasaron una velada con ellos, delante de la estufa, jugando al Banquero en broma.

Un sábado a la noche cayó una espesa nevada, y a la tarde siguiente Walter renunció, un poco a regañadientes, a su fútbol televisado de los domingos, para llevar a Pete y Kim a deslizarse sobre la nieve, por la cuesta de Winter Hill. Joanna, entretanto, fue en el coche a New Sharon, y usó un rollo y medio de película en colores fotografiando un refugio de pájaros.

Pete obtuvo el papel principal de su clase para la función de Navidad. Walter, en el viaje de vuelta, perdió una noche su billetera, si no se la robaron.

Joanna llevó dieciséis fotografías a la agencia. Bob Silberberg, con quien trataba allí, demostró una admiración muy halagadora, pero dijo que por el momento no hacían contratos con nadie. Retuvo las fotos, y prometió hacerle saber, en un par de días, si encontraba algunas vendibles. Ella, decepcionada, almorzó con una vieja amiga, Doris Lombardo, y después se fue a comprar los regalos de Navidad para sus padres y para Walter.

Le devolvieron diez fotografías, entre ellas «Receso nocturno», que instantáneamente resolvió presentar en el próximo concurso de la Saturday Review. Una de las seis que la agencia había aceptado y se encargaría de colocar, era «Estudiante», la de Jonny Markowe ante su microscopio. Llamó a Bobbie para contarle la noticia, y dijo:

—Daré a Markowe el diez por ciento de las ganancias.

—¿Significa que podemos dejar de pagarle su cuota semanal?

—Me parece que no. La mejor, me ha producido hasta ahora algo más de mil dólares; pero las otras dos, apenas unos doscientos cada una.

—No está tan mal, después de todo, para una criatura que es el vivo retrato de Peter Lorre —dijo Bobbie—. Me refiero a él, no a ti. Oye, iba a llamarte en este momento. ¿Puedes alojar a Adam por el fin de semana? ¿Lo harías?

—Sin duda. Pete y Kim estarían encantados. ¿Por qué?

—Dave sufre un arrechucho pasional, y vamos a pasar un fin de semana juntos, los dos solitos. Una segunda luna de miel.

La sensación de algo que se repetía, de algo déjàvu, rozó a Joanna fugazmente. Se la sacudió y dijo:

— ¡Qué maravilla!

—Ya encontramos alojamiento para Jonny y Kenny en la vecindad, pero se me ocurrió que Adam se divertiría más en tu casa.

—Seguro. Y me ayudará a evitar que Pete y Kim se peleen todo el tiempo. Y ustedes qué piensan hacer, ¿van a ir a la ciudad?

—No, nos quedaremos aquí mismo. Aislados por la nieve, si nuestras esperanzas se cumplen. Te lo llevaré mañana, después de la escuela, ¿te viene bien?, y volveré a buscarlo el domingo, a última hora.

—Estupendo. ¿Qué tal anda la caza de casas?

—Regular. Hoy por la mañana vi una divina en Norwood, pero no se desocupa hasta el primero de abril.

—Espera hasta entonces.

—No, gracias. ¿Quieres que nos reunamos un rato?

—No puedo. Tengo imprescindiblemente que limpiar un poco.

—¿Ves cómo estás cambiando? El maleficio de Stepford empieza a obrar.

Una mujer de color, con bufanda anaranjada y abrigo a franjas, de piel sintética, aguardaba de pie ante el escritorio de la biblioteca, posadas las puntas de los dedos sobre una pila de libros. Dirigió una breve mirada a Joanna, y esbozó una inclinación de cabeza y una casi sonrisa. Ella le devolvió el casi saludo, y la mujer negra volvió los ojos a otro lado: a la silla vacía, detrás del escritorio, y a los anaqueles cargados de libros, detrás de la silla. Era alta y de cutis color canela, pelo negro crespísimo, grandes ojos castaños y apariencia exótica y atractiva. Podía tener unos treinta años.

Joanna, acercándose al escritorio, se quitó los guantes y sacó su tarjeta del bolsillo. Miró el cartelito con el nombre de Miss Austrian sobre el escritorio y, un poco más lejos, la pila de libros bajo los largos y finos dedos de la negra. Una cabeza cortada de Iris Murdoch; Yo sé por qué cantan los pájaros en su jaula, y, por último, El mago. Miró la tarjeta que ella misma había llenado: Autor: Skinner; título: Más allá de la libertad y la dignidad; fecha de entrega: 12 de diciembre. Hubiera querido decir alguna palabra de amistosa bienvenida a la mujer de color —esposa o hija, seguramente, de la familia que la delegada del Comité de Recepción había mencionado—; pero no quería adoptar la actitud protectora de una liberal blanca. ¿Diría algo si la mujer no fuera negra? Sí, por supuesto, en las mismas circunstancias, ella…

—Podríamos arrear con todo lo que nos diera la gana —dijo la negra.

—Y deberíamos hacerlo —dijo Joanna con una sonrisa—; para que aprenda a permanecer en su puesto. —Y señaló hacia el escritorio con un cabezazo.

La negra sonrió:

—¿Siempre está esto tan desierto?

—Yo nunca lo había visto así —contestó Joanna—. Pero siempre he venido por la tarde y en sábado.

—¿Hace mucho que vive en Stepford?

—Tres meses.

—Yo tres días —dijo la negra.

—Espero que le guste.

—Creo que me va a gustar.

Joanna le tendió la mano y se presentó, sonriendo:

—Soy Joanna Eberhart.

—Ruthanne Hendry —dijo la negra, sonriendo y estrechándole la mano.

Joanna ladeó la cabeza y la miró de soslayo:

—Conozco ese nombre. Lo he leído en alguna parte.

La otra volvió a sonreír:

—¿Tiene hijos chicos?

Joanna asintió, intrigada.

—He escrito un libro para niños: Penny tiene un plan. Está aquí. Lo primero que hice fue consultar el catálogo.

— ¡Pero, claro! Acabé de leérselo a Kim hace un par de semanas. ¡La deleitó! Y también a mí. ¡Es tan bueno encontrar un libro donde una niña hace positivamente algo, fuera de servir el té a sus muñecas!

—Ingeniosa propaganda —sonrió Ruthanne.

—Y usted dibujó, además, las ilustraciones. ¡Eran estupendas!

—Gracias.

—¿Está escribiendo otro?

Ruthanne Hendry asintió.

—Tengo planteado uno. Empezaré a concretarlo apenas estemos instalados.

—Perdonen ustedes —dijo Miss Austrian, que llegaba cojeando en ese momento, desde el fondo de la sala—. Está todo tan tranquilo aquí por las mañanas, que yo… —Se detuvo, parpadeó y se acercó a ellas cojeando— …trabajo en la oficina. Hay que poner uno de esos timbres que suenan con unos golpecitos. Hola, Mrs. Eberhart.

Y sonrió a las dos.

—Hola —dijo Joanna—. Le presento a Ruthanne Hendry, autora de uno de los libros que hay aquí: Penny tiene un plan.

— ¡Ooh! —Miss Austrian se dejó caer en su silla pesadamente, y se cruzó de brazos, sujetándolos con sus manos rosadas y regordetas—. Es un libro muy popular —añadió—. Tenemos dos ejemplares en circulación, y los dos son reposiciones.

—Me gusta esta biblioteca. ¿Puedo suscribirme? —preguntó Ruthanne.

—¿Reside usted en Stepford?

—Sí. Acabo de mudarme.

—En tal caso, la recibiremos gustosos. Miss Austrian abrió un cajón, sacó una tarjeta en blanco y la depositó sobre la mesa, junto a los libros.

Ante el mostrador del pequeño bar del centro, sin más parroquianos que dos operarios del servicio telefónico, Ruthanne revolvió su café y, mirando fijamente a Joanna, le preguntó:

—Dígame con franqueza: ¿hubo mucho revuelo cuando se supo que habíamos comprado casa aquí?

—Ni el más mínimo, que yo sepa. En este pueblo no puede haber revuelos… por nada. No hay ningún lugar para que la gente se encuentre con el prójimo, salvo la «Asociación de Hombres».

—Por ese lado, todo anda bien. Royal va a ser recibido como socio mañana por la noche. Pero las mujeres de la vecindad…

—Oh, escuche, eso no tiene nada que ver con el color, créalo. Son así con todo el mundo. Les falta tiempo para tomar una taza de café con usted, ¿verdad? ¿Están siempre atadas a sus tareas domésticas?

Ruthanne movió la cabeza afirmativamente.

—Por mí no me importa —dijo—. Me basto a mí misma, y no necesito a nadie, de lo contrario me habría opuesto a la mudanza, pero yo…

Joanna le habló de las mujeres de Stepford, y también de Bobbie, tan asustada de llegar a ser igual a ellas, que hasta planeaba irse de allí, para evitarlo.

Ruthanne sonrió.

—No hay peligro de que yo me convierta en una fregona. Si ellas son así, estupendo. Me preocupaba que se tratara de un prejuicio de color, únicamente por las chicas.

Tenía dos, de cuatro y seis años, y su marido, Royal, era director del Departamento de Sociología en una Universidad de la ciudad. Joanna le habló de Walter, de Pete y Kim, y de sus actividades fotográficas.

Se dieron sus números de teléfono respectivos.

—Me convertí en una anacoreta cuando trabajaba en Penny —dijo Ruthanne—, pero ya la llamaré, tarde o temprano.

—La llamaré yo —dijo Joanna—. Si está ocupada, no tiene más que decírmelo. Quiero que conozca a Bobbie. Estoy segura de que simpatizarán.

Camino de sus coches, que habían estacionado delante de la biblioteca, Joanna vio a Dale Coba, mirándola desde cierta distancia. Estaba de pie, con un cordero en los brazos, junto a un grupo de hombres que armaban un pesebre cerca del cottage de la «Sociedad Histórica». Lo saludó con una inclinación de cabeza y él, apretando el cordero, que parecía vivo, le devolvió el saludo y le sonrió.

Ella le dijo a Ruthanne quién era, y le preguntó si sabía que Ike Mazzard vivía en el pueblo.

—¿Quién?

—Ike Mazzard, el dibujante.

Ruthanne no tenía noticia de su existencia, lo que hizo que Joanna se sintiera muy vieja O demasiado blanca.

Tener a Adam con ellos durante el fin de semana no fue una bendición. El sábado, los tres chicos jugaron divinamente, dentro y fuera de la casa. En cambio, el domingo, un día de perros, nublado y frío, cuando Walter reivindicó sus derechos al comedor de diario para ver fútbol (cosa bastante justa después del paseo del domingo anterior), Adam y Pete atravesaron una serie de transformaciones, y fueron sucesivamente: soldados del Fuerte Sábana, que improvisaron con una, y la mesa, en el comedor; exploradores en el sótano. (¡Cuidadito con entrar en ese cuarto oscuro!); conductores del Star Treck, en el cuarto de Pete. Y lo curioso era que todos esos personajes tenían un solo enemigo común, llamado Kim-Adoquín, a quien alejaban con gritos y con burlas, vigilando que no estorbara sus aprestos de defensa. Y la pobre Kim, empeñada en jugar con ellos, se resistía como un verdadero adoquín a cualquier otra cosa: no quería dibujar, ni ayudar a poner en orden los negativos, ni siquiera (Joanna desesperada ya no sabía qué proponerle) a hacer galletitas. Adam y Pete ignoraron las amenazas; Kim ignoró las zalamerías: Walter lo ignoró todo.

Joanna se alegró cuando llegaron Bobbie y Da ve para llevarse a Adam.

Pero también se alegró de haberlo tenido allí, cuando vio el aspecto radiante del papá y la mamá. Bobbie, peinada de peluquería, estaba absolutamente preciosa, fuese por el maquillaje o por haber hecho el amor; por las dos cosas probablemente.

Dave parecía ufano, reanimado y feliz. Un frío tonificante entró con ellos en el hall.

—¿Qué tal, Joanna, cómo han andado las cosas? —preguntó Dave, frotándose las manos enguantadas de cuero.

Y Bobbie, arrebujada en su abrigo de zorrino, dijo a su vez:

—Espero que Adam no haya sido una molestia.

—No, ni pizca —contestó Joanna—. Ustedes dos parecen la flor de la maravilla.

—Y así nos sentimos —afirmó Dave.

A lo que Bobbie añadió, sonriendo:

—Ha sido un fin de semana delicioso. Gracias por ayudarnos a conseguirlo.

—De nada. Yo también les voy a encajar a Pete por un fin de semana, uno de estos días.

—Estaremos encantados de recibirlo —dijo Bobbie.

—Cuando se te ocurra, no tienes más que decir una palabra —añadió Dave, y llamó—: ¿Adam? ¡Ya es hora de irse!

—Está arriba, en el cuarto de Pete.

Dave hizo bocina con sus manos enguantadas, y gritó:

¡Adam! ¡Estamos aquí! ¡Busca tus cosas!

—Quítense los abrigos —propuso Joanna.

—Tenemos que buscar a Jonny y a Kenny —dijo Dave.

—Seguramente te vendrá bien un poco de paz y de silencio —dijo Bobbie—. Debió ser agotador.

—Reconozco que no ha sido precisamente el domingo más apacible de mi vida. Sin embargo, la jornada de ayer fue estupenda.

—¡Salud, amigos! —dijo Walter que llegaba de la cocina con un vaso en la mano.

—Hola, Walter —dijo Bobbie.

—¡Salud, hermano! —dijo Dave.

—¿Qué tal la segunda luna de miel? —preguntó Walter.

—Mejor que la primera; sólo que más corta —le contestó Dave con un guiño sonriente.

Joanna miró a Bobbie, esperando que saliera con una broma de las suyas, pero ella se limitó a sonreírle, y volvió los ojos a la escalera.

Adam estaba allí, ladeado, para no bloquearla con su bolsa de mercado.

—Hola, pastillita de goma —dijo Bobbie—… ¿Has pasado un buen fin de semana?

—No quiero irme —declaró Adam.

Y Kim, que estaba detrás de él, con Pete, preguntó:

—¿No puede quedarse otra noche?

—No, querida, mañana hay clase —dijo Bobbie.

—Vamos, compañero, tenemos que ir a buscar al resto de la mafia —dijo Dave.

Adam siguió bajando, enfurruñado, y Joanna fue a buscar su capote y sus botas al armario.

—Oye, Walter, tengo información sobre esas acciones que te interesaban —dijo Dave.

—Ah, qué bien —dijo Walter, y los dos se encaminaron al living.

Joanna entregó el capote de Adam a Bobbie, que le dio las gracias y lo sostuvo abierto delante de él. El chico dejó la bolsa de mercado en el suelo y aleteó hacia atrás, en busca de las mangas.

Joanna, que tenía las botas en la mano, preguntó:

—¿Quieres que te las ponga en una bolsa?

—No, no te molestes —dijo Bobbie. Tomó a Adam de los hombros, le hizo girar y le ayudó a abrocharse.

—Hueles bien —observó Adam.

—Gracias, pastillita de goma.

El chico alzó los ojos al cielo raso, y los bajó hacia ella.

—No me gusta que me llames así. Antes me gustaba, pero ahora no.

—Perdona. No volveré a hacerlo nunca más. —Bobbie le sonrió y le besó en la frente.

Walter y Dave salieron del living; Adam recogió su bolsa de mercado y se despidió de Pete y Kim. Joanna entregó las botas de Adam a Bobbie, y las dos se rozaron las mejillas. La de Bobbie estaba todavía fresca de intemperie, y era cierto que «olía bien».

—Mañana te llamo —dijo Joanna.

—Claro.

Se sonrieron la una a la otra.

Ya en la puerta, Bobbie se acercó a Walter y le ofreció la mejilla. Él titubeó un instante (Joanna se preguntó por qué), antes de inclinarse y tocarla con los labios, brevemente.

Dave besó a Joanna, palmeó el brazo de Walter —hasta la vista, hermano—, y dio un empujoncito a Adam, para que saliera detrás de Bobbie.

—¿Ahora podemos ir al comedor de diario? —preguntó Pete.

—Es todo de ustedes —dijo Walter.

Pete echó a correr, y Kim lo siguió.

Joanna y Walter permanecieron junto al vidrio frío de la contrapuerta de invierno, mirando a Bobbie, Dave y Adam mientras subían al auto.

— ¡Fantástico! —dijo Walter.

—Qué aspecto espléndido tienen, ¿no? Bobbie no estuvo tan deslumbrante, ni siquiera la noche de la comida. ¿Por qué no querías besarla?

Walter tardó en contestar, y por fin dijo:

—Qué sé yo, eso de besar la mejilla es tan teatral. Me revienta.

—Nunca lo noté.

—Será que he cambiado.

Joanna miró cerrarse las portezuelas y encenderse los faros delanteros.

—¿Qué dices de pasar nosotros un fin de semana solos? Ellos se quedarían con Pete, me lo prometieron, y estoy segura de que los Van Sant recibirían a Kim.

—Sería estupendo —admitió Walter—. Inmediatamente después de las fiestas.

—O los Hendry, quizá —prosiguió Joanna—. Tienen una muchachita de seis años, y me gustaría que Kim tuviera oportunidad de conocer a una familia negra.

El auto arrancó, brillaron las luces traseras rojas, y Walter cerró la puerta, echó la llave y apagó las luces de fuera.

¡Uf, qué lunes! Tenía que recomponer el cuarto de Pete (patas arriba), arreglar todos los otros, cambiar las camas, lavar la ropa (que había dejado acumular, como de costumbre), preparar la lista de compras para mañana, y alargar tres pantalones de Pete. Bueno, iba a ocuparse de estas cosas, sin importarle cuántas más quedaban por hacer: las compras de Navidad, los sobres de las tarjetas de saludo, y el disfraz de Pete para la fiesta de la escuela (¡Gracias por el regalito, Miss Turner!). Bobbie no fue a visitarla (providencialmente) y eso ya era algo: el día no se prestaba para charlas de café. «¿Tendrá razón? —caviló Joanna—, ¿estoy cambiando realmente?» No, qué demonios: alguna vez, siquiera de tanto en tanto, había que darle un empujón al trabajo doméstico, de lo contrario, la casa de uno se convertiría en…, bueno, en la casa de Bobbie. Por lo demás, una genuina casada de Stepford habría surcado ese mar con imperturbable calma y eficiencia, sin permitir que la aspiradora se enredara en su cordón, para después machacarse los dedos, al desenrollarlo del infernal aparato giratorio.

Le calentó las orejas a Pete por no guardar los juguetes cuando había acabado de jugar con ellos, y el chiquillo se resintió y no quiso hablarle durante una hora. Y Kim tosía.

Walter solicitó el relevo de su turno en el lavado de los platos, y salió corriendo para meterse en el automóvil cargado de Herb Sundersen. En ese momento había mucha actividad en la «Asociación de Hombres», con el proyecto de los Juguetes de Navidad. (¿Para quién? ¿Acaso había niños pobres en Stepford? Ella no había visto señal de ninguno.)

Cortó un molde para empezar el disfraz de Pete como muñeco de nieve; jugó una partida de algo con éste y con Kim (que tosió una sola vez, pero convenía seguir con los dedos cruzados); escribió los sobres de los saludos de Navidad hasta la L, y se acostó a las diez. Se quedó dormida con el libro de Skinner.

El martes fue mejor. En cuanto acabó de lavar las cosas del desayuno y de tender las camas, llamó a Bobbie —no hubo respuesta: debía estar cazando casas—; fue en coche al Centro, e hizo la compra de provisiones para la semana; volvió al Centro en seguida después de almorzar, tomó algunas fotografías del pesebre, y volvió a casa apenas un segundo antes de que llegara el ómnibus de la escuela.

Walter lavó los platos, y después fue a la «Asociación de Hombres». Los juguetes estaban destinados a niños de la ciudad, del ghetto o de los hospitales. ¿Tiene usted alguna queja al respecto, señora Eberhart? ¿O seguía siendo la señorita Ingalls…? ¿La señorita Ingalls-Eberhart, quizá?

Dejó a Pete y a Kim bañados y en la cama, y llamó a Bobbie. Era extraño que ella no la hubiera llamado en dos días enteros.

—¿Hola? —dijo la voz de Bobbie.

—Hace mucho que no hablamos.

—¿Quién es?

Joanna.

—Ah, hola, ¿qué tal? ¿Cómo estás?

—Bien, ¿y tú? Tu voz suena un poco apagada.

—No, estoy perfectamente.

—¿Tuviste más suerte esta mañana?

—¿A qué te refieres?

—A la búsqueda de casa.

—Esta mañana salí de compras —dijo Bobbie.

—¿Por qué no me llamaste?

—Era muy temprano.

—Yo fui alrededor de las diez. No tuvimos que encontrarnos por muy poco.

Bobbie no contestó.

—¿Bobbie?

—¿Sí?

—¿Estás segura de que te sientes bien?

—Positivamente. Me había puesto a planchar.

—¿A esta hora?

—Dave necesita una camisa para mañana.

— ¡Oh! Llámame por la mañana, entonces. Tal vez podamos almorzar juntas. A menos que vayas a ver casas.

—No.

—Llámame, pues. ¿De acuerdo?

—De acuerdo. Hasta pronto, Joanna.

—Hasta mañana, Bobbie.

Colgó y se quedó sentada, mirando el teléfono, y su mano sobre el teléfono. Le sobresaltó la idea —ridícula— de que Bobbie hubiera cambiado, lo mismo que Charmaine. No, Bobbie no: ¡imposible! Debía haber tenido una pelea con Dave, una pelea de marca mayor, que todavía no estaba dispuesta a comentar. ¿O sería que ella misma había ofendido a Bobbie de algún modo, sin darse cuenta? ¿Había dicho algo el domingo, sobre la permanencia de Adam, que Bobbie pudiera haber tomado a mal? Pero no, se habían despedido tan amigas como siempre, rozándose las mejillas y prometiendo recíprocamente llamarse. (Sin embargo, ya entonces, ahora que lo pensaba, Bobbie había parecido diferente: no había dicho la clase de cosas que solía decir, y se había movido con más lentitud también.) Quién sabe si ella y Dave no habían estado fumando yerba el fin de semana. Lo habían probado un par de veces sin mayor resultado, según Bobbie le había dicho. A lo mejor esta vez…

Escribió unos pocos sobres más.

Llamó a Ruthanne Hendry, que se mostró cordial y complacida de oírla. Conversaron acerca de El Mago, que Ruthanne estaba saboreando, como antes Joanna; y Ruthanne le habló de su nuevo libro, otra historia de Penny. Convinieron en almorzar juntas la semana próxima: Joanna se combinaría con Bobbie, y las tres irían al restaurante francés de Eastbridge. Ruthanne la llamaría el lunes por la mañana.

Siguió con los saludos de Navidad, y estuvo leyendo el libro de Skinner en la cama, hasta que llegó Walter.

—Esta noche hablé con Bobbie —le contó—. Me pareció diferente, como desteñida…

—Probablemente está cansada de tanto correr de aquí para allá en los últimos tiempos —dijo Walter mientras vaciaba sus bolsillos encima de la cómoda.

—El domingo también parecía diferente —observó Joanna—, no dijo…

—Tenía un poco de maquillaje, eso es todo. No vas a empezar con ese asunto del agente químico, ¿verdad?

Ella contrajo el ceño, apretando el libro cerrado contra las rodillas forradas de sábana.

—¿Te dijo Dave que hubieran estado probando marihuana de nuevo? —preguntó.

—No, pero bien podría ser ésa la explicación —dijo Walter.

Hicieron el amor, pero ella estaba tensa y no podía entregarse realmente, y no sirvió de nada.

Bobbie no llamó. A eso de la una, Joanna fue a su casa. Cuando bajó de la camioneta, le ladraron los perros, atados a una cuerda alta, al fondo del terreno. El perrillo inglés, erguido sobre sus patas traseras, manoteaba el aire y chillaba: «hip…, hip…, hip…»; el ovejero, inmóvil y lanudo, resoplaba: «ruff, ruff, ruff…» El «Chevy» azul de Bobbie estaba estacionado en la calzada.

Bobbie, en su living inmaculado —almohadones bien mullidos, maderas relucientes, revistas dispuestas en abanico sobre la mesita lustrada de atrás del sofá—, le sonrió y se excusó.

—Perdona. Estuve tan atareada que se me olvidó. ¿Almorzaste? Ven a la cocina, te prepararé un emparedado. ¿De qué te gustaría?

Estaba igual que el domingo: hermosa, recién peinada, con un maquillaje impecable. Llevaba algún corpiño relleno que le abultaba y levantaba el busto, debajo del suéter verde, y una faja que le rebanaba las caderas, bajo la falda tableada marrón.

Ya en su cocina inmaculada, admitió:

—Sí, he cambiado. Recapacité y comprendí que era terriblemente dejada y desprolija. No es ninguna vergüenza ser una buena ama de casa. He resuelto hacer mi trabajo concienzudamente, como Dave hace el suyo, y cuidar más de mi apariencia. ¿Estás segura de que no quieres un emparedado?

Joanna sacudió la cabeza.

—Bobbie, yo… —comenzó a decir—. ¿Es que no ves lo que te ha ocurrido? ¡Eso que hay acá, sea lo que sea, te ha atacado, lo mismo que a Charmaine!

Bobbie le sonrió.

—Nada me ha atacado. No hay nada raro aquí. Todo fue un montón de insensateces. Stepford es un lugar hermoso y saludable para vivir.

—Tú…, ¿no quieres mudarte ya?

— ¡Oh, no! También esa idea fue una insensatez. Me siento perfectamente feliz aquí. ¿Te preparo una taza de café, por lo menos?

Llamó a Walter al estudio. Contestó Esther.

—¿Oh, es usted? Buenas taaardes. ¡Me alegro taaanto de oírla! Debe hacer un día sobeeerbio allí. ¿O habla desde aquí mismo?

—No, estoy en casa. Puede comunicarme con Walter, ¿por favor?

—Temo que está ocupado en este momento.

—Se trata de algo importante. Avísele, por favor.

—Aguarde un segundo, entonces.

Esperó, sentada ante el escritorio, mirando los papeles y los sobres que había sacado del cajón del medio, y el calendario —Diciembre, Martes, 14: la fecha de ayer— y el dibujo de Ike Mazzard.

—En seguida está con usted, Mrs. Eberhart —dijo Esther—. No le habrá pasado algo malo a Pete o a Kim, espero…

—No, ellos están bien.

—Me alegro. Deben div…

—¿Hola? —dijo la voz de Walter.

—¿Walter?

—Hola. ¿Qué pasa?

—Walter, quiero que me escuches y no discutas —empezó Joanna—. Bobbie ha cambiado. Estuve en su casa. Parece como si… ¡No hay una sola manchita, Walter, está inmaculada! Y ella misma, se ha puesto toda… Oye, ¿tienes ahí las libretas de Banco? Las busqué y no puedo encontrarlas. ¿Walter?

—Sí, las tengo yo. Estuve comprando unas acciones por consejo de Dave. ¿Para qué las quieres?

—Para saber con cuánto contamos. Había una de las casas que vi en Eastbridge, que era…

—¡Joanna!

—…un poco más cara que ésta, pero…

—Joanna, escúchame.

—No voy a quedarme aquí un…

—¡Maldición!, ¿vas a escucharme?

Ella se aferró al brazo del sillón.

—Anda, te escucho.

—Procuraré estar de vuelta temprano. No hagas nada, hasta que yo llegue. ¿Me oyes? No contraigas ningún compromiso, ni des ningún paso. Creo que puedo despacharlo todo en una media hora.

—No voy a quedarme aquí un día más —insistió ella.

—Espera hasta que llegue; ¿lo harás? No podemos hablar de esto por teléfono.

—Trae las libretas de Banco.

—Tú no hagas nada, hasta que yo llegue.

El teléfono emitió un clic y se quedó muerto.

Joanna colgó.

Volvió a guardar los papeles y los sobres, y cerró el cajón del medio. Sacó la guía telefónica de su anaquel, y buscó el número de Miss Kirgassa en Eastbridge.

La casa que tenía en mente, la de la calle St. Martin, seguía en venta.

—Hasta creo que la han rebajado un poquito desde que usted la vio.

—¿Quiere hacerme un favor? Podría interesarnos, lo sabré definitivamente mañana. ¿Quiere averiguar el último precio que aceptarían en una venta al contado, y contestarme con la mayor brevedad posible?

—Se lo comunicaré inmediatamente —dijo Miss Kirgassa—. ¿Sabe si Mrs. Markowe ha encontrado algo ya? Esta mañana teníamos una cita, pero no apareció.

—Cambió de opinión, ya no se muda —dijo Joanna—. Pero yo sí.

Llamó a Buck Raymond, el agente de propiedades con quien se habían entendido en Stepford, y le preguntó:

—En el caso hipotético de que pusiéramos en venta esta casa mañana mismo, ¿cree que podríamos venderla rápidamente?

—Sin la menor duda —contestó Buck—. Hay una demanda sostenida aquí. Estoy seguro de que rembolsarían lo que pagaron por ella, y algo más, probablemente. ¿No está contenta en la casa?

—No.

—Lo lamento. ¿Quiere que empiece a mostrarla? Justamente hay un matrimonio que…

—No, no, todavía no —dijo Joanna—. Se lo haré saber mañana.

— ¡Para, para un minuto! —dijo Walter, haciendo ademanes apaciguadores con los brazos extendidos.

—No. —Joanna sacudió enérgicamente la cabeza—. No. Lo que sea, tarda cuatro meses en actuar. Significa que me queda uno solo para escapar, tal vez menos: nos mudamos el 4 de setiembre.

—Por el amor de Dios, Joanna…

—Charmaine vino a vivir en julio; en noviembre cambió. Bobbie llegó en agosto, y ahora estamos en diciembre.

Se volvió y se apartó de Walter.

El grifo del fregadero goteaba. Apretó la llave violentamente, y dejó de gotear.

—Ya leíste esa carta del Departamento de Salud —dijo Walter.

—Sí. Mucho olor y poca bosta, para citar a Bobbie. —Joanna se volvía y miró de frente—. Hay algo, tiene que haber algo. Anda, echa un vistazo. ¿Quieres hacerlo, por favor? ¡Tiene el busto levantado hasta acá, y el trasero tan fajado que se reduce prácticamente a nada! La casa parece un comercial, ¡como la de Carol, y la de Donna, y la de Kit Sundersen!

—Tarde o temprano tenía que limpiarla alguna vez: era un chiquero.

—¡Ha cambiado, Walter! No habla igual que antes, no piensa igual que antes… ¡Y yo no voy a quedarme clavada aquí para que me ocurra lo mismo!

—Tú no vas a…

Kim entró del jardín, con la carita colorada en la capucha orlada de piel.

—Quédate fuera, Kim —dijo Walter.

—Necesitamos provisiones —dijo la pequeña—. Salimos de excursión.

Joanna fue en busca del tarro de galletitas, lo abrió y sacó unas cuantas.

—Aquí tienes —dijo, poniéndolas en las manos emnitonadas de Kim—. No os alejéis mucho de casa. Está oscureciendo.

—¿Podemos llevar copos de maíz?

—No tenemos copos de maíz. Anda.

Kim salió y Walter cerró la puerta.

Joanna se sacudió unas migas de la mano.

—La casa es mejor, y podemos conseguir que la dejen en cincuenta y tres mil quinientos —dijo—. Y ahora nos darían esa suma por ésta, Buck Raymond me lo aseguró.

—No vamos a mudarnos —dijo Walter.

—¡Pero tú admitiste esa posibilidad!

—Para el verano próximo, no cuando…

—¡Yo no seré yo el verano próximo!

—Joanna…

—¿Es que no entiendes? ¡Me va a pasar lo mismo a mí, en enero!

—¡No te va a pasar nada!

—Eso le dije yo a Bobbie. ¡Las bromas que le habré hecho por el agua mineral!

Walter se acercó más.

—No hay nada en el aire, no hay nada en el agua —dijo—. Si ellas cambiaron, fue exclusivamente por las razones que te dieron: porque de pronto vieron que habían sido perezosas y negligentes. ¿Que Bobbie se interesa ahora por su apariencia? Pues bien, ¡ya era tiempo! Tampoco a ti te vendría mal mirarte en un espejo de vez en cuando.

Ella lo miró fijamente; él desvió los ojos, se le enrojeció la cara, y la miró de nuevo.

—Sostengo lo dicho: eres una hermosa mujer, y maldita la molestia que te tomas ya por parecerlo, salvo para una fiesta y alguna ocasión así.

Le volvió la espalda, dio unos pasos y se paró delante de la cocina; hizo girar un botón en un sentido y en otro.

Joanna lo miraba.

—Te diré lo que vamos a hacer… —empezó Walter.

—¿Tú quieres que cambie?

—Por supuesto que no. No seas tonta.

—¿Es eso lo que quieres? ¿Una atractiva fregona emperifollada?

—Todo lo que dije fue…

—¿Y por eso Stepford era el único lugar conveniente para mudarnos? Alguien te pasó el dato, ¿eh? «Llévala a Stepford, Wally viejo: allí hay algo en el aire que te la transformará en cuatro meses.»

—No hay nada en el aire —dijo Walter—. El dato que me pasaron fue: «Buenas escuelas, bajos impuestos.» Escucha: voy a tratar de ver las cosas desde tu punto de vista, para llegar a una especie de dictamen justo. Tú quieres mudarte, porque tienes miedo de «cambiar»; y yo pienso que estás ofuscada y… un poco histérica, y que una mudanza, en este momento, resultaría demasiado perjudicial para todos, especialmente para Pete y Kim. —Se interrumpió y tomó aliento—. Pues bien, hagamos lo siguiente —prosiguió—: Tú vas a conversar un rato con Alan Hollingsworth, y si él opina que estás…

—¿Con quién?

—Con Alan Hollingsworth —repitió Walter, y esquivó sus ojos—. El psiquiatra, ¿te acuerdas? —Volvió a mirarla—. Si él opina que no estás atravesando una…

—No necesito un psiquiatra —dijo Joanna—. Y si lo necesitara, no acudiría a Alan Hollingsworth. Vi a su mujer en la «Asamblea de Padres y Maestros»: es una de ellas. Diría que no estoy en mis cabales, no te quepa duda.

—Elige algún otro entonces. El que quieras. Si no estás pasando por una… crisis alucinadora o algo parecido, nos mudaremos lo más pronto posible. Mañana a la mañana voy a ver esa casa, y hasta haré un depósito para que la reserven.

—No necesito un psiquiatra —insistió Joanna—. Necesito irme de Stepford.

—Vamos, Joanna, creo que mi proposición es bastante justa. Tú nos pides que soportemos un trastorno muy grave, y yo pienso que, por el bien de todos y por tu propio bien, por el tuyo principalmente, debes asegurarte de que estás viendo las cosas con toda la lucidez que supones.

Ella lo miró en silencio.

—¿Y bien?

No dijo nada; siguió mirándolo.

—¿Y bien? —preguntó Walter nuevamente—. ¿No lo encuentras razonable?

—Bobbie cambió cuando estaba a solas con Dave —observó Joanna—. Y Charmaine cambió cuando estaba a solas con Ed.

Él miró a otro lado, meneando la cabeza.

—¿A mí me va a ocurrir en la misma ocasión? ¿En nuestro fin de semana íntimo?

— ¡La idea fue tuya!

—¿Y si no se me hubiera ocurrido, quizá la habrías sugerido tú?, ¿o no?

—¿Ves? ¿Te das cuenta de cómo estás hablando? Quiero que recapacites sobre lo que te he dicho. No puedes alterar nuestras vidas de ese modo, en el arrebato de un momento. Ni es razonable que lo pretendas.

Se volvió bruscamente y salió de la cocina.

Joanna, parada en el mismo lugar, se llevó la mano a la frente y cerró los ojos. Estuvo así un momento; después bajó la mano, abrió los ojos y meneó la cabeza. Fue hasta el refrigerador, lo abrió y sacó un tazón cubierto y un paquete de carne del supermercado.

Walter estaba sentado ante el escritorio, escribiendo en un bloc amarillo. El cigarrillo apoyado en el cenicero mandaba una cinta de humo hacia el interior de la lámpara. Miró a Joanna y se quitó las gafas.

—De acuerdo —dijo ella—. Lo consultaré… con alguien. Pero tendrá que ser una psiquiatra.

—Me parece buena idea.

—¿Y tú harás mañana un depósito para que reserven la casa?

—Sí, a menos que le vea algún inconveniente serio.

—No lo hay. Es una buena casa, construida hace apenas seis años. Con una hipoteca satisfactoria.

—Muy bien.

Ella se quedó mirándolo.

—¿Tú quieres que cambie?

—No. Me gustaría sólo que te pusieras un poquito de carmín, de tiempo en tiempo. No es un cambio enorme. También me gustaría cambiar yo un poco: por ejemplo, bajando unos kilos.

Joanna se echó el pelo hacia atrás.

—Voy a trabajar un rato en el cuarto oscuro —dijo—. Pete sigue despierto. ¿Quieres estar con el oído alerta?

—Seguro —contestó Walter, sonriéndole.

Ella lo miró, se volvió y se fue.

Llamó al servicial Departamento de Salud, que la remitió a la sociedad médica de la jurisdicción, y allí le proporcionaron los nombres, con los correspondientes números telefónicos, de cinco psiquiatras de sexo femenino. Las dos más cercanas, residentes en Eastbridge, tenían ocupadas las horas de consulta hasta bien mediado enero; felizmente la tercera, que vivía en Sheffield, al norte de Norwood, podía atenderla el sábado, a las dos de la tarde. Era la doctora Margaret Fancher, y por teléfono parecía simpática.

Joanna acabó con las tarjetas de Navidad y con el disfraz de Pete; compró juguetes y libros de cuentos para los dos chicos, y una botella de champaña para Bobbie y Dave. Para Walter ya tenía una hebilla de cinturón, de oro, adquirida en la ciudad; y había pensado registrar todas las tiendas de antigüedades de la Ruta Nueve, en busca de documentos jurídicos; pero sustituyó ese regalo adicional por un cardigan tostado.

Llegaron los primeros saludos de Navidad —de sus padres, de los socios de Walter, de los McCormick, los Chamalian y los Van Sant. Los colocó en hilera sobre un estante del living.

También llegó un cheque de la agencia: ciento veinticinco dólares.

El viernes por la tarde, a pesar de los cinco centímetros de nieve, que pronto serían más, metió a Pete y a Kim en la camioneta y se dirigió a casa de Bobbie.

Ella los recibió con amabilidad; Adam, Kenny y los perros con turbulencia. Bobbie preparó chocolate caliente, y Joanna llevó la bandeja al comedor de diario.

—Vigila tus pasos —recomendó Bobbie—. Enceré el piso esta mañana.

—Ya me fijé.

Joanna se sentó en la cocina, y estuvo observando a Bobbie —una Bobbie preciosa y bien formada— mientras limpiaba el horno con toallas de papel y un tarrito de espuma limpiadora.

—¿ Cómo te las has arreglado para tener esa figura bárbara, por Dios?

—Como algo menos de lo que acostumbraba y hago más ejercicio.

— ¡Debes haber rebajado cinco kilos!

—No, sólo dos o tres. Y llevo faja.

—Bobbie, por favor, ¿quieres contarme qué ocurrió el último fin de semana?

—No ocurrió nada. Nos quedamos aquí.

—¿Fumaste algo, tomaste algo? Me refiero a drogas.

—No, ¡qué tontería!

—Bobbie, tú ya no eres tú. ¿Acaso no lo ves? ¡Te has vuelto igual a las otras!

—Francamente, Joanna, eso es un disparate. Por supuesto que soy yo. Comprendí que era terriblemente dejada y desprolija, y ahora hago mi trabajo a conciencia, lo mismo que Dave hace el suyo.

—Ya sé, ya sé. ¿Y él cómo lo ha tomado?

—Está muy contento.

—Apuesto que sí.

—Este producto da resultados excelentes. ¿Tú lo usas?

«No estoy loca —pensó Joanna—, no estoy loca.»

Jonny y otros dos chicos estaban haciendo un muñeco de nieve frente a la casa de al lado. Joanna dejó a Pete y a Kim en la camioneta y fue a saludarlo.

— ¡Hola! —dijo Jonny—. ¿Tienes algún dinero para mí?

—Todavía no —contestó Joanna, protegiéndose la cara contra la nieve, que caía en gruesos copos—. Jonny, yo… no salgo de mi asombro al ver cómo ha cambiado tu mamá.

—Sí, ¿no es cierto? —jadeó el chico, moviendo afirmativamente la cabeza.

—No alcanzo a comprenderlo —añadió Joanna.

—Tampoco yo. No pega más gritos, hace desayunos calientes… —Jonny miró hacia la casa y arrugó el ceño. La cara se le cubrió de copos de nieve—. Ojalá le dure, pero apuesto que no.

La doctora Fancher era una mujercita con cara de duende, que representaba poco más de cincuenta años. Tenía el pelo corto y revuelto, de un castaño canoso; nariz afilada de marioneta, y ojos risueños, entre celestes y grises. Llevaba un vestido azul oscuro, broche de oro con el símbolo chino del Yang y el Yin, y anillo de casada. Su consultorio era un ambiente alegre —muebles Chippendale, reproducciones de Paul Klee, y cortinas a rayas, que filtraban el resplandor del sol y de la nieve. Había un diván de cuero castaño, con el cabezal cubierto por una toalla de papel, pero Joanna se sentó en un sillón, delante del escritorio de caoba, sobre el cual docenas de papelitos blancos festoneaban los costados de un secante verde.

—Estoy aquí por consejo de mi marido —explicó—. Nos trasladamos a Stepford en los primeros días de setiembre, y yo quiero que nos vayamos de allí lo antes posible. Ya hicimos un depósito para reservar una casa en Eastbridge, pero sólo porque me empeñé. Él piensa que mi actitud es… irracional.

Le contó a la doctora Fancher por qué quería mudarse, cómo eran las mujeres de Stepford, y cómo Charmaine, y después Bobbie, habían cambiado y se habían vuelto iguales a ellas.

—¿Usted ha estado en Stepford? —le preguntó.

—Una sola vez —contestó la psiquiatra—. Había oído decir que valía la pena verlo, y lo comprobé. También he oído decir que es una comunidad insular y antisocial.

—Y yo lo comprobé, puede creerme.

La doctora Fancher conocía el caso de la ciudad de Texas que tenía un bajo índice de criminalidad.

—Se debe al litio, aparentemente —dijo—. Salió un artículo sobre eso en algún periódico.

—Bobbie y yo escribimos al Departamento de Salud —le informó Joanna—. Nos contestaron que no había nada en Stepford que pudiera estar afectando a nadie. Supongo que nos tomarían por dos lunáticas. A decir verdad, yo pensaba en aquel momento que la alarma de Bobbie era bastante exagerada. Suscribí la carta solamente porque me lo había pedido.

Se miró las manos crispadas y se las restregó.

La doctora permaneció en silencio.

—He empezado a sospechar… —prosiguió Joanna—. ¡Santo Dios!, «sospechar», suena tan… —Juntó las manos, mirándolas.

—¿Ha empezado a sospechar qué?

Ella apartó las manos y se las enjugó en la falda.

—He empezado a sospechar que los hombres andan detrás de esto —dijo, y miró a la psiquiatra, que no sonrió, ni pareció sorprendida.

—¿Qué hombres?

Joanna se miró las manos:

—Mi marido, el marido de Bobbie, el de Charmaine… —Alzó los ojos hacia la doctora—. Todos ellos.

Le hablo de la «Asociación de Hombres».

—Una noche, hace un par de meses, yo estaba tomando fotografías en el centro, donde están esas tiendas coloniales. La casa de la «Asociación» queda enfrente en lo alto. Las ventanas estaban abiertas, y había… un olor en el aire. A droga o algo químico. Y de pronto habían bajado las persianas, tal vez sabían que yo estaba ahí fuera. Ese policía me había visto. Paró el coche y me dio conversación. —Se inclinó hacia delante—. Hay un montón de plantas industriales ultramodernas sobre la Ruta Nueve. Y muchos de los técnicos que desempeñan cargos de alto nivel, residen en Stepford, y pertenecen a la «Asociación de Hombres». Algo tienen en marcha allí todas las noches, y no creo que se trate simplemente de organizar repartos de juguetes, ni de póquer o billar. Hay una Química Americana Willis y una Bioquímica Stevenson. Podría ser que estuvieran fabricando clandestinamente algo en la casa de la colina, sin que el Departamento de Salud se enterara…

Se echó atrás en su asiento, secándose las manos contra las caderas enfaldadas, y no miró a la doctora Fancher.

La psiquiatra la interrogó sobre sus antecedentes de familia y su interés por la fotografía; sobre los puestos que había tenido, y sobre Walter, Pete y Kim.

—Toda mudanza es traumatizante, en mayor o menor grado —declaró—, en particular, la mudanza de la ciudad a la zona suburbana, para una mujer que no encuentra colmada su vida en el papel de ama de casa. Ella puede sentirse… como deportada a Siberia. —Dirigió a Joanna una sonrisa—. Y las fiestas de fin de año no mejoran, precisamente, la situación. Tienden a magnificar las ansiedades de todo el mundo. Muchas veces he pensado que algún año deberíamos tomarnos verdaderas vacaciones, y saltear las fiestas.

Joanna esbozó una sonrisa.

La doctora Fancher se inclinó hacia delante y, juntando las manos, se acodó sobre el escritorio.

—Comprendo que no sea usted feliz en un pueblo donde las mujeres están eminentemente orientadas hacia la domesticidad. Yo tampoco lo sería; ninguna mujer con intereses extrovertidos podría serlo. Pero me pregunto, y presumo que también se lo pregunta su esposo, si podría usted ser feliz en Eastbridge, o en cualquier otro lado, en este momento particular.

—Yo pienso que sí —dijo Joanna.

La doctora Fancher se miró las manos, apretando y flexionando la que llevaba el anillo de casada, con la otra. Miró a Joanna.

—Los pueblos desarrollan su carácter paulatinamente —dijo—, a medida que sus habitantes van discriminándose y seleccionándose entre sí. Unos cuantos artistas y escritores vinieron a radicarse en Sheffield tiempo atrás. Los siguieron otros, y las personas que los encontraban demasiado bohemios, se marcharon. Ahora somos un pueblo de artistas y escritores, no exclusivamente, por supuesto, pero sí en la medida suficiente para distinguirnos de Norwood o de Kimball. Estoy segura de que Stepford desarrolló su carácter en la misma forma. Me parece mucho más verosímil esto, que la sospecha de que los hombres de Stepford se hayan confabulado para someter a las mujeres a un lavado químico de cerebro. ¿Podrían, acaso? A lo sumo podrían narcotizarlas; pero esas mujeres, por lo que usted cuenta, no me dan la impresión de estar narcotizadas: son empeñosas y diligentes dentro del radio limitado de sus intereses. Sería toda una hazaña, hasta para los químicos más actualizados.

—Ya sé que parece… —dijo Joanna, frotándose la sien.

—Parece la idea de una mujer que, como muchas en nuestros días, y por buenas razones, mira a los hombres con profundo resentimiento y desconfianza —dijo la doctora Fancher—. Una mujer arrastrada en dos direcciones por exigencias conflictivas, más de lo que advierte, quizá; las viejas convenciones, por un lado; por el otro, las nuevas convenciones de la mujer emancipada.

Joanna meneó la cabeza:

—¡Si usted pudiera representarse cómo son las mujeres de Stepford! Son actrices de comerciales televisados, todas. No, ni eso siquiera. Son… Son como… —Se adelantó hasta el borde del sillón—. Hubo un programa hace unas cuatro o cinco semanas. Mis chicos lo estaban viendo. Figuras de todos los presidentes, que se movían de un lado a otro, y adoptaban diferentes expresiones faciales. Abraham Lincoln estaba de pie, pronunciaba la Oración de Gettysburg: tenía tal apariencia de vida, que uno… —Se quedó sentada, tiesa.

La doctora Fancher aguardó un momento y movió la cabeza afirmativamente.

—En vez de imponer una mudanza inmediata a su familia —dijo—, creo que debería ensa…

—¡Disneylandia! —dijo Joanna—. Era un programa de Disneylandia…

—Lo sé —sonrió la doctora Fancher—. Mis nietos estuvieron allí el verano pasado, y me contaron que habían «conocido» a Lincoln.

Joanna volvió la cara, con los ojos muy abiertos.

—Creo que debería considerar un ensayo de terapia —aconsejó la doctora Fancher—, para identificar y aclarar sus sentimientos. Después podrá decidir la mudanza conveniente, a Eastbridge o de regreso a la ciudad; hasta podría ocurrir que Stepford le resultara menos opresivo.

Joanna la miró.

—¿Quiere pensarlo un día o dos, y luego llamarme? Estoy segura de que puedo ayudarla. El caso merece unas pocas horas de exploración, ¿no es cierto?

Joanna se quedó inmóvil un momento y movió la cabeza afirmativamente.

La doctora Fancher tomó del soporte un bolígrafo y escribió en un recetario.

Joanna la miró, se levantó y recogió su bolso del escritorio.

—Esto la ayudará, mientras tanto —dijo la doctora, escribiendo—. Es un tranquilizante suave. Puede tomar tres al día —arrancó la receta y se la ofreció, sonriente—. No harán que se sienta fascinada por el trabajo doméstico.

Joanna tomó la receta.

La psiquiatra se puso de pie:

—Estaré ausente la semana de Navidad, pero podemos empezar a partir del tres de enero. ¿Quiere llamarme el lunes o el martes y contestarme lo que haya decidido?

Asintió.

La doctora Fancher dijo, sonriendo:

—No es nada catastrófico. Estoy plenamente segura de que puedo ayudarla.

Le tendió la mano, y Joanna la estrechó y se fue.

Había mucho movimiento en la biblioteca. Miss Austrian dijo que estaban en el sótano. La puerta de la izquierda, el anaquel de más abajo. Volver a ponerlos en el mismo orden. No fumar. Apagar las luces al salir.

Bajó la estrecha escalera empinada, tocando con una mano la pared. No había pasamanos.

La puerta de la izquierda. Encontró el conmutador de la luz adentro. Una punzada de fluorescencia en los ojos; el olor del papel viejo; la trepidación de un motor, a saltos regulares.

La habitación era pequeña y de techo bajo. Paredes de revistas encasilladas rodeaban una mesa de biblioteca y cuatro sillas de cocina: metal cromado y plástico rojo.

Grandes volúmenes de encuademación oscura sobresalían del último anaquel, apilados de a seis horizontalmente, y daban toda la vuelta a la habitación.

Joanna dejó su bolso sobre la mesa, se quitó el abrigo y lo extendió encima de una silla.

Partió de cinco años antes, y empezó a recorrer hacia atrás las páginas del volumen semestral.

fusión de dos asociaciones. La unión de la «Asociación Cívica de Stepford» y la «Asociación de Hombres» de Stepford, propuesta en su oportunidad, ha sido aceptada por los miembros de ambas organizaciones y tendrá efecto en unas semanas. Thomas C. Miller III y Dale Coba, sus respectivos presidentes…

Pasó hacia atrás las páginas, a través de partidos de fútbol de la Pequeña Liga, nevadas copiosas, robos, colisiones, riñas banderizas entre estudiantes de diferentes escuelas.

el «club de mujeres» suspende sus reuniones»

El «Club de Mujeres» de Stepford suspenderá sus reuniones bisemanales debido al declinante número de socias, según declaración de Mrs. Richard Okrey, que ejerce la presidencia del Club desde hace dos meses, por renuncia de la presidenta anterior, Mrs. Alan Hollingswort. «Se trata sólo de una suspensión temporaria», nos dijo Mrs. Okrey, en su casa de Fox Hallow Lane. «Estamos planeando una conscripción de socias en gran escala, para reanudar las reuniones a principios de la primavera.»

A otro con ese cuento, Mrs. Okrey.

Pasó hacia atrás las páginas, a través de anuncios de películas viejas y de comestibles a precios rebajados, a través del incendio en la iglesia metodista y la inauguración de la planta incineradora.

la «asociación de hombres» adquiere la propiedad terhune. Dale Coba, presidente de la…

Una modificación en la ley de parcelación territorial, un asalto en la «CompuTech».

Dejó caer el volumen inmediato anterior sobre el que había recorrido, y lo abrió por el final.

la «liga de mujeres sufragistas» podría cerrarse.

¿Y eso qué tiene de sorprendente?

A menos que se invierta el actual proceso de disminución en el número de miembros, la «Liga de Mujeres Sufragistas» de Stepford podría encontrarse obligada a cerrar sus puertas.

Así lo advierte la nueva presidenta de la Liga, Mrs. Theodore van Sant, de Fairview Lane.

¿Carol?

Más atrás, más atrás.

Una inundación había bajado, una inundación crecía.

la «asociación de hombres» reelige a coba.

Dale Coba, de Anvil Road, fue elegido por aclamación para ejercer, durante un nuevo período de dos años, la presidencia de la próspera…

Hay que retroceder dos años, entonces.

Salteó tres volúmenes.

Un robo, un incendio, una feria de beneficencia, una novedad.

Con una mano separaba las hojas chasqueantes, con la otra las pasaba, de prisa, de prisa.

SE CONSTITUYE LA «ASOCIACIÓN DE HOMBRES».

Un pequeño grupo de residentes de Stepford (doce hombres), que reparó hace un año el granero abandonado de Switzer Lane para efectuar sus reuniones, ha fundado la «Asociación de Hombres», y anuncia que está abierta la inscripción para los que deseen formar parte de ella. Dale Coba, de Anvil Road, fue elegido presidente, y será secundado por Duane T. Anderson, de Switzer Lane, en el cargo de vicepresidente, y por Robert Summer Jr., de Gwendolyn Lane, en el de secretario-tesorero. Los fines que persigue la asociación son «estrictamente sociales, dice Dale Coba: póquer, conversación entre hombres, y una bolsa de información sobre hobbies y actividades manuales». La familia Coba parece singularmente dotada para iniciar empresas: Mrs. Coba fue una de las fundadoras del «Club de Mujeres», del cual, no obstante, se ha retirado últimamente, como Mrs. Anderson y Mrs. Summer. Otros miembros de la «Asociación de Hombres» de Stepford son: Claude Axhelm, Peter J. Duwicki, Frank Ferretti, Steven Margolies, Ike Mazzard, Frank Roddenberry, James J. Scofield, Herbert Sundersen y Martin I. Weiner. Los hombres interesados en ulterior información, deben…

Salteó dos volúmenes más, y empezó a volver juntas las hojas de cada número, para buscar sólo las «Notas sobre nuevos residentes» en su correspondiente recuadro de la página dos.

…Mr. Ferretti es ingeniero industrial, y trabaja en el laboratorio de desarrollo de sistemas de la «Compañía CompuTech».

…Mr. Summer, que detenta numerosas patentes de tinturas y plásticos, se ha incorporado recientemente a la compañía americana de productos químicos «Willis», donde realiza investigaciones sobre polímeros vinílicos.

«Notas sobre Nuevos Residentes», «Notas sobre Nuevos Residentes»: a toda prisa, deteniéndose sólo cuando encontraba alguno de los nombres, saltando al final del artículo, diciéndose una y otra vez que tenía razón, que tenía razón.

…Mr. Duwicki, a quien sus amigos llaman Wick, está en el departamento de microcircuitaje de la «Compañía Instatron».

…Mr. Weiner trabaja en el departamento de grabación sonora de la «Compañía Instatron».

…Mr. Margolies trabaja para «Reed & Saunders», los fabricantes de dispositivos estabilizadores, cuya nueva planta de la Ruta Nueve entrará en actividad la semana próxima.

Volvió algunos volúmenes a su lugar, sacó otros y los dejó caer pesadamente sobre la mesa.

Mr, Roddenberry es codirector del laboratorio de desarrollo de sistemas de la «Compañía CompuTech».

…Mr. Sundersen diseña prótesis ópticas para el «Instituto Óptico Ulitz».

Y por último lo encontró. Leyó el artículo completo.

Nuevos vecinos de Anvil Road son Mr. Dale Coba, con sus hijos Dale Jr. y Darren, de cuatro y seis años, respectivamente. La familia ha llegado de Anaheim, California, donde residió durante seis años. «Hasta ahora nos gusta esta región del país dice Mrs. Coba—. No sé lo que sentiremos todos cuando llegue el invierno. No estamos acostumbrados al frío.»

Ambos esposos cursaron sus estudios en la U.C.L.A. y Mr. Coba hizo la práctica de posgraduado en el Instituto de Tecnología de California. En los seis últimos años trabajó en «audioanimatronica», en Disneylandia, ayudando a crear las figuras móviles y parlantes de los presidentes, sobre los cuales publicó un extenso artículo el Boletín Geográfico Nacional, en su número de agosto. Sus hobbies son la caza y el piano. Mrs. Coba, licenciada en lenguas, dedica sus horas libres a traducir la novela clásica noruega Las hijas del comandante.

El trabajo de Mr. Coba en nuestro medio probablemente será menos espectacular que en Disneylandia: se ha incorporado al departamento de investigación y desarrollo de la Microtécnica Burnham-Massey.

Se echó a reír como una boba.

¡Investigación y desarrollo! ¡Y probablemente menos espectacular!

Siguió riendo y riendo.

No podía parar.

No quería.

Seguía riendo como una boba, cuando se levantó de su asiento y miró una vez más esas «Notas sobre Nuevos Residentes», destacadas en recuadro. ¡probablemente será menos espectacularl ¡Dios del cielo!

Cerró el gran volumen oscuro, sin dejar de reír, lo recogió con otro que había al lado, y los mandó de un manotazo a su lugar en el último anaquel.

—¿Mrs. Eberhart? —era Miss Austrian, desde arriba—. Son las seis menos cinco. Vamos a cerrar.

— ¡Y… deje de reír, por amor de Dios!

—¡Ya acabé! —gritó—. Los estoy guardando.

—Asegúrese de que vuelve a colocarlos en el orden correcto.

—¡Bueno!

—Y apague las luces.

—¡Sí!

Guardó todos los volúmenes en el orden correcto, o casi.

—¡Santo Dios! —dijo, riéndose—. Probablemente.

Tomó su abrigo y su bolso, apagó las luces y subió, riendo, la escalera, en dirección a Miss Austrian, que se había asomado a mirarla. ¡Era explicable!

—¿Encontró lo que buscaba? —preguntó Miss Austrian.

—Sí, muchas gracias. Usted es una fuente de sabiduría, lo mismo que su biblioteca. Gracias. Buenas noches.

—Buenas noches —dijo Miss Austrian.

Cruzó a la farmacia, porque bien sabía Dios que necesitaba un tranquilizante. Iba a cerrar también; oscurecida a medias y vacía, salvo los Cornell. Entregó la receta a Mr. Cornell, que la leyó y dijo:

—Sí, puede tener esto en seguida. —Y pasó al interior.

Ella miró los peines de un escaparate, sonriendo. Un retintín de vidrios, a su espalda, la hizo volverse con un respingo.

Mrs. Cornell estaba parada frente a la pared, detrás del mostrador, fuera de la parte iluminada del local. Limpiaba algo con un trapo, limpiaba el anaquel de la pared, y colocaba encima, repitiendo el retintín de vidrios, lo que había limpiado. Era alta y rubia, larga de piernas y holgada de busto, bonita como…, digamos, como una muchacha de Ike Mazzard. Tomaba un objeto del anaquel, lo limpiaba, y limpiaba el anaquel, y ponía el objeto, y se repetía el retintín de vidrios; tomaba otro objeto, y…

— ¡Eh, hola! —dijo Joanna.

Ella volvió la cabeza y le sonrió.

—Hola, Mrs. Eberhart, ¿cómo está usted?

—Bien. Feliz y contenta. ¿Y usted?

—Muy bien, gracias —dijo Mrs. Cornell.

Limpió el objeto que tenía en la mano, limpió el anaquel, y puso el objeto encima, y se repitió el retintín de vidrios; y tomó otro objeto, lo limpió, y…

—Qué bien hace eso —observó Joanna.

—No es más que quitar el polvo —dijo Mrs. Cornell, limpiando el anaquel.

Una máquina de escribir tec-tec-tec-tecleó adentro.

—¿Conoce la oración de Gettysburg? —preguntó Joanna.

—Temo que no —dijo Mrs. Cornell, limpiando algo.

—Oh, vamos. Todo el mundo la conoce. «Ochenta y siete años atrás…»

—Sé esa parte, pero no lo que sigue. —Mrs. Cornell puso el objeto limpiado sobre el anaquel, repitiendo el retintín de vidrios, y tomó otro y lo limpió.

—Comprendo, es prescindible —dijo Joanna—. ¿Sabe «Estos cerditos fueron al mercado»?

—Por supuesto —dijo Mrs. Cornell, limpiando el anaquel.

—¿A cuenta? —preguntó en este punto Mr. Cornell.

Joanna se volvió.

El farmacéutico le tendió un frasquito tapado con una cápsula blanca.

—Sí —contestó, recibiendo el frasquito. Y añadió—: ¿Puede darme un poco de agua? Querría tomar uno ahora.

Él asintió con la cabeza y volvió adentro.

Parada ahí, con el frasquito en la mano, empezó a temblar. Hubo un retintín de vidrios a su espalda. Desprendió la cápsula y pellizcó la mota de algodón. Debajo había unas pastillas blancas; hizo caer una en la palma de la otra mano, temblando todavía, hundió el algodón en el frasquito y apretó la cápsula. Hubo un retintín de vidrios a su espalda.

Mr. Cornell le llevó el agua en un vaso de papel.

—Gracias. —Se puso la pastilla sobre la lengua, bebió y tragó.

Mr. Cornell estaba escribiendo en un bloc. Su cráneo era una cosa pelada y blancuzca como un bicho de humedad —una babosa— con unos pocos pelos castaños pegoteados transversalmente. Joanna bebió el resto del agua, dejó el vaso y metió el frasco en el bolso. Hubo un retintín de vidrios a su espalda.

Mr. Cornell volvió el bloc hacia ella y le ofreció su bolígrafo, sonriendo. Era feo: de ojos chicos y mentón sumido.

Joanna tomó el bolígrafo y dijo, mientras firmaba el bloc:

—Tiene usted una esposa encantadora: bonita, servicial, sumisa a la voluntad de su amo y señor. Es un hombre de suerte.

Le tendió el bolígrafo, y Mr. Cornell lo tomó; su cara estaba sonrosada. Bajó los ojos Y dijo:

—Ya lo sé.

—En este pueblo abundan los hombres de suerte —añadió Joanna—. Buenas noches.

—Buenas noches —dijo Mr. Cornell.

—Buenas noches —coreó su mujer—. Vuelva pronto.

Salió a la calle, iluminada de Navidad. Pasaba alguno que otro coche, con ruido de chorro.

Las ventanas de la «Asociación de Hombres» estaban encendidas, como las de todas las casas, escalonadas más allá, pendiente arriba. El rojo, el verde y el naranja hacían guiños desde algunas. Inhaló profundamente el aire de la noche, franqueó un banco de nieve afirmándose en las botas, y atravesó la calle.

Caminó hasta el pesebre inundado de luz y se paró a mirar: María, José y el Niño; los corderos y las cabras alrededor. Todo tenía apariencia de realidad, y, sin embargo, resultaba un poquito disneylesco.

—¿También ustedes hablan? —preguntó a María y a José.

No hubo respuesta; siguieron sonriendo, y nada más.

Permaneció allí un momento —ya no temblaba— y se encaminó de nuevo hacia la biblioteca.

Entró en el auto, puso en marcha el motor y encendió los faros; tomó el medio de la calle, dio marcha atrás, aceleró, pasó delante del pesebre y enfiló cuesta arriba.

La puerta se abrió cuando iba llegando por el senderito de la entrada, y Walter preguntó:

—¿Dónde estuviste?

Joanna se sacudió las botas contra el umbral.

—En la biblioteca.

—¿Por qué no llamaste? Pensé que habías tenido un accidente. Con esta nieve…

—Los caminos están despejados —dijo Joanna, restregando las suelas contra el felpudo.

— ¡Deberías haber llamado, por Dios! Son más de las seis.

Ella entró y Walter cerró la puerta.

Dejó su bolso sobre la silla y empezó a quitarse los guantes.

—¿Qué tal la doctora? —preguntó Walter.

—Muy agradable. Comprensiva.

—¿Y qué dijo?

Ella se metió los guantes en los bolsillos y empezó a desabrocharse el abrigo.

—Piensa que necesito un poco de terapia —contestó—. Para sacar a luz mis sentimientos, antes de mudarnos. Estoy «arrastrada en dos direcciones por exigencias conflictivas». —Se quitó el abrigo.

—Bueno, a mí me parece un consejo bastante sensato. ¿Y a ti?

Ella miró el abrigo, que sujetaba por el forro del cuello, y lo dejó caer encima del bolso y de la silla. Tenía las manos frías; se las frotó, palma contra palma, mirándolas.

Miró a Walter, que la vigilaba atentamente y había ladeado la cabeza. La barba le enarenaba las mejillas y le sombreaba el surco del mentón. Tenía la cara más redonda de lo que ella hubiera creído —estaba engordando— y debajo de sus ojos maravillosamente azules, la piel había empezado a formar bolsas. ¿Cuántos años tenía ahora? Iba a cumplir cuarenta el tres de marzo.

—A mí me parece un error —dijo por fin—. Un tremendo error. —Bajó los brazos y se palmeó los costados—. Me voy con Pete y Kim a la ciudad —añadió—, a casa de Shep y…

—¿Para qué?

—…Silvia, o a un hotel. Te llamaré dentro de uno o dos días, o te haré llamar por alguien. Otro abogado.

Walter la miró fijamente:

—¿De qué estás hablando?

—Lo sé todo —dijo Joanna—. Estuve leyendo números viejos de la Crónica. Sé lo que Dale Coba hacía antes, y sé lo que está haciendo ahora. Él y esos otros… genios de «CompuTech» y de «Instatron».

Walter, que la miraba fijamente, parpadeó:

—No sé de qué estás hablando.

—¡Oh, acaba con eso!

Joanna le volvió la espalda, fue por el pasillo a la cocina y encendió las luces. La abertura que daba al comedor de diario mostró oscuridad. Se volvió: Walter estaba en la puerta.

—No tengo la más remota idea de lo que estás hablando —dijo.

Ella pasó de largo a su lado.

—Déjate de mentir. No haces más que mentirme desde que tomé la primera fotografía.

Giró sobre sí misma, se abalanzó a la escalera y empezó a subir, gritando:

—¡Pete! ¡Kim!

—No están aquí.

Lo vio llegar del pasillo por encima del pasamanos.

—Como no llegabas, juzgué prudente sacarlos de casa esta noche. Por si hubiera ocurrido algo mala.

Ella se volvió: y lo miró desde arriba:

—¿Dónde están?

—Con amigos. Están perfectamente.

—¿ Cuáles amigos?

Walter dobló y llegó al pie de la escalera.

—Están perfectamente —repitió.

Ella giró hasta tenerlo de frente; encontró el pasamanos y lo aferró.

—Nuestro fin de semana solos, ¿eh?

—Creo que deberías tumbarte un rato—dijo Walter.

Apoyó una mano en la pared y la otra en la barandilla, y prosiguió:

—Estás desvariando, Joanna. ¡Y luego Diz! ¿Qué pinta Diz en el asunto? Y eso de que yo no he hecho más que mentirte, como acabas de decir…

—¿Qué pasó? ¿Ordenaste que adelantara la entrega? ¿Por eso estaban todos tan ocupados esta semana? ¡Juguetes de Navidad!, ése es el espantapájaros. ¿Y tú qué estabas haciendo, probando las medidas?

—Francamente, no entiendo de qué estás.

—El autómata —dijo Joanna. Se inclinó hacia él sosteniéndose del pasamanos—. ¡El robot! Oh, ya veo: el fiscal se sorprende ante un nuevo alegato. Te estás desperdiciando en fideicomisos y herencias; el lugar que te corresponde es una sala de justicia. ¿Y cuánto cuesta? ¿Quieres decírmelo? ¿Cuánto se paga corrientemente por una esposa de cocina con mucha pechuga y ninguna exigencia? ¡Un dineral, supongo! ¿O las fabrican baratas en la «Asociación de Hombres» por puro espíritu de camaradería? ¿Y adonde van a parar las verdaderas, al incinerador? ¿A la laguna de Stepford?.

Walter la miró, sin moverse: una mano en la pared, la otra sobre la barandilla.

—Sube y acuéstate —dijo. —Voy a salir.

Él sacudió la cabeza:

—No. No, mientras estés hablando de esa forma. Sube y descansa.

Joanna bajó un escalón:

—No pienso quedarme aquí para…

—No vas a salir. Ahora sube y descansa. Cuando te hayas calmado, los dos… trataremos de conversar razonablemente.

Ella lo miró, parado ahí, bloqueando la escalera; miró su abrigo sobre la silla…, se volvió y subió rápidamente. Entró en el dormitorio, cerró la puerta con llave, encendió las luces.

Fue a la cómoda, tiró de un cajón y sacó un grueso suéter blanco. Lo desdobló con una sacudida, metió los brazos y los embutió en las mangas. Tiró del cuello alto hacia abajo, por encima de la cabeza, se juntó el pelo y lo dejó en libertad.

La puerta fue probada desde el otro lado; resistió y recibió unas palmadas.

—¿Joanna?

— ¡Lárgate! —dijo, mientras se bajaba el suéter alrededor del cuerpo—. Estoy descansando. Me dijiste que descansara.

—Déjame entrar un minuto.

Ella se quedó vigilando la puerta, sin hablar.

—Joanna, quita la llave.

—Después. Quiero estar sola un rato.

Se quedó inmóvil, vigilando la puerta.

—Muy bien. Después.

Parada, escuchó… el silencio…, volvió a la cómoda y deslizó suavemente el cajón superior. Hurgó hasta encontrar un par de guantes blancos; se los puso, los ajustó; sacó una larga bufanda a rayas y se la enlazó al cuello.

Fue a la puerta, tendió el oído, apagó las luces.

Fue a la ventana y alzó la cortina. Brilló la luz del senderito. El living de los Claybrook estaba iluminado pero vacío; las ventanas del piso alto, oscuras.

Alzó el marco de la ventana sigilosamente. La contraventana de tormenta estaba detrás.

Se había olvidado de la maldita.

Empujó contra la parte inferior; estaba apretada, no se movería. La golpeó con el canto del puño enguantado primero, y empujó nuevamente con las dos manos. Cedió unas pulgadas hacia afuera y hacia arriba, y no cedería más. Las abrazaderas metálicas de los lados estaban abiertas hasta el límite posible; habría tenido que desclavarlas del marco.

Abajo, un abanico de luz se desplegó sobre la nieve.

Walter estaba en el escritorio.

Joanna se irguió, inmóvil, y escuchó. Un ruidito dentado venía de atrás, desde el teléfono de la mesa de noche. Una y otra vez: largo-corto-largo.

Estaba marcando un número en el teléfono del escritorio.

Llamando a Dale Coba para informarle que ella estaba allí.

Procedan de acuerdo con instrucciones. Todos los sistemas en marcha.

De puntillas, despacio, se dirigió a la puerta, escuchó, hizo girar la llave, y la entornó apenas, manteniendo una mano contra la cara interior. El rifle del «Star Trek» de Pete estaba tirado a la entrada de su cuarto. La voz de Walter sonó débilmente.

Joanna se encaminó de puntillas a la escalera, y empezó a bajar despacio y en silencio, pegada a la pared, mirando a través de los barrotes del pasamanos, hacia el rincón donde se abría el arco del escritorio.

…no creo que pueda conducirla yo mismo…

Tienes razón de sobra, abogado, no puedes.

Pero la silla junto a la puerta de entrada estaba vacía; su abrigo y su bolso (con las llaves del auto y la billetera) habían desaparecido. De cualquier modo, era mejor esto que salir por la ventana.

Siguió bajando hasta el hall. Walter acabó de hablar y se quedó en silencio. ¿Le convendría buscar su bolso?

Pero lo oyó moverse en el escritorio: corrió, agachada, al living y se pegó a la pared.

Los pasos de Walter entraron en el hall, se acercaron a la puerta del frente, se detuvieron.

Ella contuvo el aliento.

Una cadena de silbidos breves —su musiquilla habitual de vamos-a-ver, cuando acometía planes de importancia: colocar las contraventanas de tormenta, armar un triciclo… (¿matar una esposa? ¿O Coba, el cazador, prestaba ese servicio?). Cerró los ojos y procuró no pensar, temerosa de que sus pensamientos alertaran de algún modo a Walter.

Los pasos subieron la escalera, lentamente. Abrió los ojos y soltó el aliento poco a poco, aguardando, mientras los pasos se alejaban escalera arriba. Después, cruzó el living, de prisa y sigilosamente, sorteando los sillones y la mesa de la lámpara; quitó la llave de la puerta que daba al parque y la abrió: descorrió el pestillo de la contrapuerta de tormenta, y la empujó contra un zócalo de nieve acumulada.

Se escabulló fuera y echó a correr sobre la nieve; corrió y corrió, con el corazón palpitante, corrió hacia la sombra de árboles oscuros, sobre la nieve surcada por huellas de patines, marcada por las botas de Pete y Kim. Corrió, corrió y se aferró a un tronco; giró alrededor para tomar impulso y siguió corriendo tropezando; agarrándose a tientas de un tronco, a través de árboles y árboles oscuros. Corrió, tropezó y se aferró a los troncos manteniéndose siempre en el centro del largó cinturón de árboles que separaba las casas de Fairview Lane de las casas de Harvest.

Tenía que llegar a casa de Ruthanne. Ella le prestaría dinero y un abrigo, le permitiría llamar un taxi de Eastbridge, o tal vez a alguien de la ciudad —Shep, Doris, Andreas—, alguien que tuviera coche y quisiera ir a buscarla.

Pete y Kim debían estar perfectamente; necesitaba creerlo. Estarían bien, hasta que ella llegara a la ciudad y hablara con la gente, hablara con un abogado; y consiguiera sacárselos a Walter. Probablemente iban a estar cuidados a las mil maravillas por Bobbie o Carol, o Mary Ann Stavros…, mejor dicho, por las cosas llamadas con esos nombres.

Y había que poner sobre aviso a Ruthanne; quizá pudieran irse juntas, aunque ella todavía tenía tiempo.

Llegó al final del cinturón de árboles, se cercioró de que no se acercaban coches, y atravesó a la carrera Winter Hill Drive. Una hilera de abetos almohadillados de nieve bordeaba el camino por ese lado: echó a andar apresuradamente a lo largo de ella, detrás de los árboles, con los brazos cruzados sobre el pecho, y las manos, mal protegidas por los guantes finos, bajo las axilas.

Gwendolyn Lane, donde vivía Ruthanne, quedaba en alguna parte cerca de Short Ridge Hill, más allá de la casa de Bobbie; llegar hasta allí le llevaría casi una hora. Probablemente más, con toda la nieve que había en el suelo, y en la oscuridad de la noche. Y no se atrevía a hacer una seña a cualquier auto que pasara, porque podía ser Walter, y ella no lo sabría hasta que fuera demasiado tarde.

No sólo Walter, advirtió de pronto. Todos debían haber salido en su persecución, y seguramente estarían controlando las carreteras con linternas y faros. ¿Cómo iban a permitir que se les escapara y luego contara el cuento? Cualquier hombre era una amenaza; cualquier auto, un peligro. Tendría que comprobar que el marido de Ruthanne no estaba ahí, antes de tocar el timbre: mirar por las ventanas, y asegurarse.

Oh, Dios, ¿podría escapar? Ninguna de las otras había podido. Pero tal vez ninguna lo hubiera intentado. No lo había intentado Bobbie, ni Charmaine. Tal vez ella era la primera en descubrir las cosas a tiempo. Si todavía era tiempo…

Dejó Winter Hill, y siguió andando apresuradamente por Talcott Lane.

Delante brillaron faros, y un coche dobló desde un camino lateral, y avanzó por la mano opuesta. Joanna se acurrucó junto a otro auto estacionado, se congeló; una ola de luz pasó por debajo de ella, y el coche siguió de largo. Permaneció quieta, mirando: andaba lentamente y —no cabía duda— el rayo de una linterna se proyectaba desde su interior, y recorría con una viva claridad tambaleante los frentes de las casas y los canteros de nieve.

Se alejó de prisa, camino abajo, junto a las casas silenciosas con ventanas iluminadas de Navidad y puertas guarnecidas de luces navideñas. Al final de Talcott, se extendía la carretera de Old Norwood, y desde allí tomaría por Chimmey o por Hunnicut.

Cerca, ladraba un perro; ladró furiosamente; pero el ladrido se fue apagando a su espalda, a medida que aceleraba el paso hacia delante.

Una rama caída apoyaba su brazo negro sobre la nieve pisoteada; le plantó la bota encima, la partió por la mitad y siguió caminando rápidamente, con media rama húmeda y fría apretada en la mano, a través del guante fino.

Una linterna fulguró en Pine Tree Lane. Joanna echó a correr en medio de dos casas; corrió sobre nieve hacia la cúpula de nieve de un arbusto; se acurrucó detrás, jadeante, y apretó más la rama en la mano dolorida de frío.

Se asomó a mirar… los fondos de las casas con sus ventanas encendidas. Desde el tejado de una, un reguero de chispas rojas subió y danzó en el aire, para morir entre las estrellas.

El haz de la linterna se acercaba, oscilando entre las dos casas, y ella volvió a encogerse detrás del arbusto. Se friccionó una rodilla cubierta por la media, y abrigó la otra con el hueco del codo.

Una pálida claridad osciló hacia ella, por encima de la nieve, y puntos de luz se deslizaron por encima de su falda y de su mano enguantada.

Aguardó, aguardó más tiempo y se asomó.

Una oscura silueta de hombre se alejaba en medio de las casas, por una franja de nieve iluminada.

Aguardó a que el hombre hubiera desaparecido, y se encaminó de prisa a la calle próxima. ¿Hickory Lane? ¿Switzer? No estaba segura, pero las dos conducían a Short Ridge Road.

Tenía los pies entumecidos a pesar del forro de piel de las botas.

Una luz brilló, cegadora, y Joanna se volvió y hecho a correr. Una luz, enfrente, se balanceó hacia ella, y la eludió corriendo a una calle lateral, corrió cuesta arriba por una calzada despejada; pasó al costado de un garaje, y siguió corriendo cuesta abajo, por una larga pendiente de nieve. Resbaló y cayó; se arrastró gateando hasta ponerse de pie, sin soltar la rama —las luces se bamboleaban hacia ella— y corrió sobre la nieve llana. Una luz se abalanzó hacia ella. Se volvió: no había más que una llanura de nieve, sin ningún escondrijo; y se volvió de nuevo, y permaneció inmóvil en el mismo lugar, jadeando. « ¡Váyanse! », gritó a las luces que la acorralaban, oscilantes, dos a un lado, una al otro lado. Esgrimió la rama: « ¡Váyanse! »

Los haces de las linternas se balancearon, se movieron más despacio y se concentraron sobre ella, con una irradiación cegadora.

— ¡Váyanse! —gritó Joanna, cubriéndose los ojos.

La luz se atenuó.

—Apáguenlas. No vamos a hacerle daño, Mrs. Eberhart —dijo una voz.

—No tenga miedo, somos amigos de Walter —dijo otra.

La luz se apagó; ella bajó la mano.

—Y amigos suyos, también. Yo soy Frank Roddenberry. Usted me conoce.

—Tranquilícese. Nadie va a hacerle ningún daño —dijo alguien.

Sombras más oscuras que la oscuridad se erguían ante ella.

—No se acerquen —dijo Joanna, levantando más la rama.

—No necesita eso.

—No vamos a hacerle daño.

—¡Entonces, váyanse!

—Todo el mundo ha salido a buscarla —dijo Frank Roddenberry—. Walter está realmente preocupado.

—De eso no me cabe duda.

Estaban parados frente a ella, a unos cuatro o cinco metros: eran tres hombres.

—No debería andar corriendo por la calle así, desabrigada —dijo uno de ellos.

—¡Váyanse!

—Deje eso. Nadie va a hacerle daño —dijo Frank.

—Mrs. Eberhart, estuve hablando por teléfono con Walter no hace ni cinco minutos. —Era el hombre del medio—. Sabemos esa idea que se le ha metido. Está equivocada, Mrs. Eberhart. Créame, no hay nada de eso.

—Nadie está fabricando robots —dijo Frank.

—Usted debe pensar que somos muchísimo más inteligentes de lo que somos en realidad —intervino el hombre del medio—. ¿Robots capaces de manejar autos? ¿Y cocinar? ¿Y hacer las trenzas de las chicas?

—¿Y tan parecidos a mujeres reales que los chicos no se den cuenta? —dijo el tercer hombre. Era bajo y corpulento.

—Debe creer que somos una comunidad de genios —dijo el hombre del medio—. Créame, no lo somos.

—Ustedes son los hombres que nos llevaron a la Luna —arguyó Joanna.

—¿Quién hizo eso? —dijo el hombre—. Yo no. Frank, ¿tú llevaste a alguien a la Luna? ¿Y tú, Bernie?

—Yo no —dijo Frank.

El hombre bajo se hecho a reír.

—Yo tampoco, Win —dijo—. A menos que lo haya olvidado.

—Creo que nos confunde con otros tipos —dijo el hombre del medio—. Leonardo da Vinci y Albert Einstein, quizá.

— ¡Caray! No queremos robots por esposas —dijo el hombre bajo—. Queremos mujeres de carne y hueso.

—Váyanse y déjenme seguir mi camino.

Se quedaron allí, más oscuros que la oscuridad.

—Joanna —empezó Frank—. Si usted estuviera en lo cierto, y fuéramos capaces de fabricar robots tan fantásticos y con tal apariencia de vida, ¿no cree que lo explotaríamos de algún modo?

—Efectivamente —aprobó el hombre del medio—. Con un invento así podríamos ganar una fortuna.

—Tal vez lo hagan más adelante —dijo Joanna—. Tal vez esto no sea más que el principio.

—¡Oh, Señor! Usted tiene una respuesta lista para todo —dijo el hombre—. Debería haber sido usted el abogado, no Walter.

Frank y el tipo se rieron. —Vamos, Joanna —dijo Frank—, deje ya ese p-palo, o lo que sea, y…

—¡Váyanse y déjenme seguir mi camino!

—No podemos —dijo el hombre del medio—. Pescará una pulmonía, o la atropellará un auto.

—Voy a ir a casa de una amiga. Estaré bajo techo en unos minutos. Lo estaría ahora mismo, si ustedes no hubieran… ¡Oh, Dios! —Bajó la rama y se friccionó el brazo; se frotó los ojos y la frente, tiritando.

—¿Nos permitirá probarle que está en un error? —dijo el hombre del medio—. Después la llevaremos a su hogar, y podrá tener asistencia médica si la necesita.

Ella miró la silueta oscura.

—¿Probármelo?

—Pasaremos antes por la casa… Me refiero a la casa de la «Asociación de Hombres».

—¡Oh, no!

—¡Aguarde un segundo! ¡Déjeme hablar, por favor! La llevaremos a la casa y podrá registrarla de punta a punta. Estoy seguro de que nadie se opondrá, dadas las circunstancias. Y verá que allí…

—No voy a poner un pie en…

—Verá que allí no hay ninguna fábrica de robots. Hay un bar, una sala de juego y algunas habitaciones más, eso es todo. Hay un proyector de cine y unas cuantas películas muy censuradas: ahí tiene nuestro gran secreto.

—Y las máquinas tragaperras —añadió el tipo bajo.

—Sí. Adquirimos unas máquinas tragaperras.

—No pondré un pie allí sin una guardia armada —dijo Joanna—. De militares mujeres.

—Haremos salir a todo el mundo —dijo Frank—. Tendrá toda la sede p-para usted sola.

—No quiero ir.

—Mrs. Eberhart —dijo el hombre del medio—. Estamos procurando tratarla con toda la cortesía imaginable, pero el tiempo que podemos pasar aquí parlamentando tiene un límite.

—Espera un minuto —dijo el tipo bajo—. Se me ocurre una idea. Supongamos que una de esas mujeres que usted cree robots, se hiciera un tajo en el dedo, y sangrara. ¿Bastaría eso para convencerla de que es una persona real? ¿O diría que fabricamos robots con sangre debajo de la piel?

—Bernie, por el amor de Dios. —dijo el hombre del medio.

Y Frank añadió:

—No puedes… pedirle a alguien que se corte el dedo, sólo para…

—¿Quieren dejar que ella conteste la pregunta, por favor? ¿Y bien, Mrs. Eberhart? ¿La convencería esto? ¿Si se cortan un dedo y sangrara?

—Bernie…

— ¡Maldición!, déjenla contestar a ella.

Joanna se quedó mirándolo, azorada, y asintió con la cabeza.

—Si sangrara, yo… pensaría que es… real.

—No vamos a pedirle a nadie que se haga un tajo. Iremos a…

—Bobbie se prestaría —dijo Joanna—. Si es realmente Bobbie. Es mi amiga. Hablo de Bobbie Markowe.

—¿Vive en Fox Hollow Lane? —preguntó el hombre bajo.

—Sí.

—¿Ven? —dijo el hombre—. A dos pasos de aquí. Piensen un segundo, ¿quieren? Evitamos todo el viaje hasta el Centro, y no obligamos a Mrs. Eberhart a ir adonde no desea ir…

Nadie dijo nada.

—Supongo que no es… una mala idea —admitió Frank, después de un momento—. Podríamos hablar a Mrs. Markowe…

—No sangrará —dijo Joanna.

—Sangrará —afirmó el hombre del medio—. Y entonces usted se dará cuenta de que está equivocada, y permitirá que la llevemos a su casa y a Walter, sin más discusión.

—Si sangra, sí.

—De acuerdo —concluyó el hombre—. Tú, Frank, corre a casa de Mrs. Markowe, ve si está, y explícale las cosas. Voy a dejar mi linterna aquí en el suelo, Mrs. Eberhart. Bernie y yo nos adelantaremos un poco, y usted la recoge y nos sigue a la distancia que le resulte tranquilizadora. Pero mantengámonos enfocados con el haz de la linterna, para que sepamos que no se ha ido. Voy a dejarle mi chaquetón, además. Póngaselo. Oigo castañetear sus dientes.

Estaba equivocada, lo sabía. Equivocada, aterida, húmeda, muerta de cansancio y de hambre, arrastrada en dieciocho direcciones por exigencias conflictivas, entre ellas la de hacer pis.

Si fueran asesinos, la habrían matado entonces. La rama no habría detenido a tres hombres contra una mujer sola.

Alzó la rama y la miró, mientras caminaba lentamente, con los pies doloridos. La dejó caer. Tenía el guante húmedo y sucio, y los dedos helados. Se los restregó y metió la mano bajo la otra axila. La linterna era larga y pesada: la mantuvo tan firme como pudo.

Los hombres caminaban delante, a pasos cortos. El bajo llevaba chaqueta marrón y gorra de cuero rojo; el alto, camisa verde y pantalones tostados, metidos en las botas oscuras. Tenía el pelo de un rubio rojizo.

Su chaquetón de badana reposaba, tibio sobre los hombros de Joanna, envolviéndola en un olor fuerte y saludable; olor a animal, a vida.

Bobbie iba a sangrar. Era pura coincidencia que Dale Coba hubiera trabajado en robots para Disneylandia, y que Claude Axhelm se las echara de Henry Higgins, que Ike Mazzard dibujara sus croquis halagüeños. Coincidencia que ella se hubiera ofuscado hasta…, hasta la locura. Sí, locura. («No es catastrófico —había dicho la doctora Fancher sonriendo—. Estoy segura de poder ayudarla.»)

Bobbie iba a sangrar, y ella volvería a su casa y entraría en calor.

¿A su casa, con Walter?

¿Cuándo había empezado a desconfiar de él, a sentir que nada los unía? ¿De cuál de los dos era la culpa?

Se le había puesto la cara más redonda. ¿Por qué no lo había advertido hasta hoy? ¿Había estado demasiado ocupada tomando fotografías, trabajando en el cuarto oscuro?

Llamaría a la doctora Fancher el lunes, iría a tenderse en el diván de cuero marrón; lloraría un poco, probablemente, y procuraría llegar a ser feliz.

Los hombres aguardaban en la esquina de Fox Hollow Lane.

Se obligó a caminar más de prisa.

Frank estaba esperando en la puerta iluminada de Bobbie. Los hombres conversaron con él y se volvieron a Joanna que avanzaba lentamente por el senderito.

Frank sonrió:

—Dice que sí, que lo hará con gusto si eso representa un alivio para usted.

Joanna entregó la linterna al hombre de la camisa verde. Su cara, ancha y curtida tenía una expresión enérgica; le sacó de los hombros su chaquetón y dijo:

—Nosotros esperaremos aquí.

—No es necesario que ella se…

—Sí, lo es. Ande, o volverá a empezar con sus cavilaciones.

Frank salió al umbral y anunció:

—Está en la cocina.

Joanna entró en la casa, y se sintió inmediatamente envuelta en su tibieza. Una música de rock trompeteó y aporreó desde el piso alto.

Recorrió el pasillo, flexionando las manos doloridas.

Bobbie estaba esperando, parada en la cocina; vestía pantalones rojos y delantal con una enorme margarita aplicada.

—Hola, Joanna —dijo, sonriendo.

Una Bobbie acicalada y pechugona. Pero no un robot.

—Hola —dijo Joanna. Se aferró a la jamba de la puerta, se reclinó y apoyó la cabeza.

—Lamento saber que estás en semejante estado.

—Lamento estar en él.

—No me importa cortarme un poco el dedo si eso va a sosegar tu mente.

Bobbie se dirigió a una alacena. Su andar era suave, parejo, gracioso. Abrió un cajón.

—Bobbie… —dijo Joanna. Cerró un momento los ojos, y los abrió de nuevo—. ¿Eres realmente Bobbie?

—Por supuesto que sí —dijo Bobbie con una cuchilla en la mano. Fue hasta el fregadero y añadió—: Acércate. Desde ahí. no puedes ver.

La música de rock atronó.

—¿Qué pasa arriba? —preguntó Joanna.

—No sé. Dave tiene allí a los chicos. Acércate. No puedes ver.

La cuchilla era grande y de hoja puntiaguda.

—Te vas a amputar la mano con esa cosa —dijo Joanna.

—Tendré cuidado —sonrió Bobbie—. Acércate. —Y le hizo una seña, empuñando la cuchilla.

Joanna enderezó la cabeza y soltó la mano de la jamba. Entró en la cocina, tan inmaculada, tan reluciente, tan poco de Bobbie.

Se paró de pronto. «La música es por si grito —pensó—. Ella no va a cortarse el dedo: va a…

—Acércate —dijo Bobbie, de pie junto al fregadero, haciéndole señas y empuñando la cuchilla de hoja puntiaguda.

Nada catastrófico, doctora Fancher, ¿eh? ¿Pensar que son robots…? ¿Pensar que Bobbie sea capaz de matarme…? ¿Está segura de que me puede ayudar?

—No es necesario que lo hagas —dijo a Bobbie.

—Sosegará tu mente.

—Voy a ver a una psicoanalista en los primeros días del año. £50 es lo que sosegará mi mente. Así lo espero, por lo menos.

—Acércate —dijo Bobbie—. Los hombres aguardan.

Joanna se adelantó hacia Bobbie, que estaba de pie junto al fregadero, cuchilla en mano, con un aspecto tal de realidad —la piel, los ojos, el pelo, las manos, el movimiento acompasado del seno bajo el delantal— que no podía ser un robot, sencillamente no podía serlo, y se acabó el asunto.

Los hombres estaban parados en el umbral, exhalando vapor, con las manos hundidas en los bolsillos. Frank zarandeaba las caderas al compás de la estrepitosa música de rock.

—¿Qué puede llevar tanto tiempo? —dijo Bernie.

Wynn y Frank se encogieron de hombros.

La música de rock atronó.

—Voy a llamar a Walter para informarle que la encontramos —dijo Wynn. Y entró en la casa.

— ¡Consigue las llaves del coche de Dave! —le gritó Frank.

Загрузка...