Ira Levin Las poseídas de Stepford

Hoy la lucha toma una forma diferente: en vez de pretender encerrar al hombre en una prisión, la mujer intenta escapar de otra; ya no procura arrastrarlo al ámbito de la inmanencia, sino emerger ella misma a la luz de la trascendencia. Pero la actitud de los varones crea ahora un nuevo conflicto: el hombre se muestra reacio a dejarla escapar.

SIMONE DE BEAUVOIR, El Segundo Sexo

CAPÍTULO PRIMERO

La delegada del Comité de Recepción, sesentona sin vuelta, aunque con forzada juventud y vivacidad (pelo zanahoria, labios rojos, vestido amarillo radiante) dedicó a Joanna un relumbrón de ojos y dientes, y afirmó:

—Le va a gustar vivir aquí. Es un pueblo encantador, con gente encantadora. No podía haber elegido mejor.

El enorme bolso de cuero marrón que llevaba al hombro estaba viejo y raspado. De su interior fue sacando y entregándole paquetes y paquetes de desayuno en polvo y mezclas para sopas; una latita con detergente no tóxico; una libreta de bonos de descuento, válidos en veintidós negocios de la localidad; dos panes de jabón; un envase de almohadillas desodorantes…

— ¡Basta, basta! —exclamó Joanna, de pie en el umbral, con las dos manos llenas—. ¡Pare! ¡Deténgase! ¡Gracias!

La delegada del Comité de Recepción colocó un tubito de agua de Colonia encima de las otras cosas, y después hurgó en el bolso (« ¡No, de veras! », dijo Joanna) y extrajo unos lentes con montura rosa y una libretita bordada.

—Yo hago las «Notas sobre Nuevos Residentes» para la Crónica de Stepford —explicó, sonriendo y colocándose las gafas.

Se zambulló en el bolso, emergió con un bolígrafo y apretó el tope, que hizo clic bajo el pulgar de uña roja.

Joanna le informó de dónde se habían trasladado Walter y ella; cuál era la ocupación de Walter y en qué firma; los nombres y las respectivas edades de Pete y Kim; qué hacía ella antes de que nacieran los chicos; a qué colegios habían asistido Walter y ella.

Se meneaba impaciente al hablar, molesta de permanecer allí, en la puerta de entrada, con las dos manos cargadas, y Pete y Kim fuera del alcance de su oído.

—¿Tienen ustedes algunos hobbies o intereses especiales?

Estuvo a punto de contestar con un no que le ahorrara tiempo, pero titubeó: una respuesta explícita publicada en el periódico local, podía servir como un poste caminero para otras mujeres afines a ella, y por lo tanto amigas potenciales. Las que había conocido en los días anteriores, sus vecinas de las casas más próximas, aunque bastante agradables y serviciales, parecían completamente absorbidas por sus deberes domésticos. Tal vez cuando las fuera conociendo encontrara que tenían pensamientos e intereses de más vasto alcance; pero de todos modos resultaba prudente poner esa señal caminera.

—Sí, varios —dijo, pues—. Yo juego al tenis cuando se me presenta la oportunidad, y soy fotógrafa casi profesional.

—¿Cómo? —dijo la delegada del Comité de Recepción, tomando nota.

Joanna sonrió.

—Significa que una agencia se encarga de comercializar tres de mis fotografías. Además, me interesa la política y el Movimiento Pro Emancipación de las Mujeres. Por este último me intereso muchísimo. Igual que mi marido.

La delegada del Comité de Recepción la miró:

—¿También él?

—Sí. Una cantidad de hombres se interesa por ese movimiento.

No entró en la explicación de los beneficios-para-ambos-sexos; en cambio, echó la cabeza hacia atrás, en dirección al hall de entrada, y tendió el oído: un público de canal de Televisión reía en el comedor de diario, y Pete y Kim estaban discutiendo, pero por debajo del nivel de intervención.

Joanna sonrió a la delegada.

—Mi marido tiene interés, además, por el remo y el fútbol —siguió diciendo— y colecciona documentos jurídicos norteamericanos de otros tiempos.

Era la parte de información que le correspondía a Walter.

La delegada del Comité de Recepción terminó de escribir, cerró su libreta y apretó el tope de su bolígrafo, que hizo clic.

—Ya está bien, señora Eberhart —dijo, sonriendo y quitándose las gafas—. Sé que le va a encantar el pueblo, y deseo darle una sincera y cordial «bienvenida a Stepford». Si necesita cualquier información sobre tiendas y servicios locales, llámeme sin reparo. El número está en la tapa de la libreta de bonos.

—Gracias, lo haré —dijo Joanna—. Y gracias por todo esto.

—Pruébelos, son excelentes productos —dijo la delegada del Comité de Recepción—. Ahora, adiós.

Se volvió y echó a andar. Joanna la observó mientras bajaba por el senderito curvo y se dirigía a su baqueteado «Volkswagen» rojo. Unos perros llenaron repentinamente las ventanillas: un alboroto negro y castaño de spaniels, saltando y ladrando, con las patas apretadas contra los vidrios. Más allá del «Volkswagen», una blancura móvil atrajo la mirada de Joanna. Del otro lado de la calle bordeada de árboles jóvenes, en una de las ventanas altas de los Claybrook, la blancura se movió de nuevo, dejando un panel para ocupar el inmediato: estaban lavando la ventana. Joanna sonrió, por si Donna Claybrook la estuviera mirando. La blancura bajó a un panel inferior, y de ahí pasó al contiguo.

Con un bramido sorprendente, el «Volkswagen» arrancó del bordillo; Joanna retrocedió hasta el hall de entrada y cerró la puerta con la cadera.

Pete y Kim estaban alzando el tono.

—¡Mocosa, cola sucia!

—¡Basta! ¡Basta! ¡Basta!

—¡Acabad ya! —ordenó Joanna, tirando el doble puñado de muestras sobre la mesa de la cocina.

—¡Ella me está pateando! —gritó Pete.

—¡Mentira! —gritó Kim—: ¡Cola sucia tú!

—Ahora basta, ¿entendéis? —dijo Joanna, acercándose a mirar por la abertura.

Pete estaba tirado en el suelo, demasiado cerca del televisor y Kim, de pie junto a él, con la cara encendida de furia, se contenía para no patearlo. Los dos seguían en pijama.

—Ella me pateó dos veces —dijo Pete.

—¡Tú cambiaste el canal! —gritó Kim— ¡Él cambió el canal!

—¡Mentira!

Yo estaba viendo al Gato Félix.

—¡Callaos! —ordenó Joanna—. Quiero silencio. ¡Total, perfecto, absoluto silencio!

Los dos la miraron: Kim, con los grandes ojos azules de Walter; Pete con los de ella misma, graves y oscuros.

«¡Persígalos a muerte! —vociferó el televisor—. ¡Nada de electricidad! »

—Punto A, estáis demasiado cerca del televisor —dijo Joanna—. Punto B, lo apagáis inmediatamente. Punto C, os vestís los dos de una vez. Eso verde que está allá fuera, es césped. Y eso amarillo que cae sobre lo verde, es sol.

Pete se levantó de un salto, manoteó el tablero de controles y oscureció la pantalla hasta un moribundo puntito de luz. Kim rompió a llorar.

Joanna rezongó y dio la vuelta para entrar en el comedor de diario. En cuclillas, atrajo a Kim contra su hombro; le rascó la espalda, cubierta por el pijama, le besó los ricitos de seda.

—Vamos, vamos, ¿no quieres volver a jugar con esa simpática Allison? A lo mejor veis hoy otra ardilla.

Pete se acercó a su madre y le levantó un mechón de pelo. Ella lo miró:

—No le cambies más los canales.

—¡Oh, está bien! —dijo el chiquillo, enrollando en un dedo el mechón oscuro.

—Y tú no patees, ¿eh?

Siguió rascando la espalda de Kim, y trató de alcanzar con sus besos la mejilla escurridiza. Le tocaba lavar los platos a Walter y los dos chicos jugaban tranquilos en el cuarto de Pete, de modo que se dio una rápida ducha fresca, se vistió con short, camisa y zapatillas y se cepilló el pelo. Mientras se lo ataba, se asomó a echar un vistazo a Pete y a Kim: estaban sentados en el suelo, jugando con la estación espacial de Pete.

Se retiró en silencio y bajó la escalera recién alfombrada. La noche se presentaba bien: la tarea de desempaquetar había quedado definitivamente concluida; se sentía limpia y fresca, y contaba con unos minutos de libertad —diez o quince, si la ayudaba la suerte— quizá para sentarse fuera con Walter, a contemplar sus árboles y sus dos acres y pico de terreno.

Dobló y atravesó el hall. La cocina estaba hecha un primor y el lavaplatos funcionaba.

Walter, delante del fregadero, se inclinaba para mirar por la ventana hacia la casa de los Van Sant. Tenía en la camisa una mancha Rorschach de sudor: un conejo, con las orejas torcidas hacia fuera.

Walter se volvió, pegó un respingo y le preguntó, sonriendo:

—¿Cuánto tiempo hace que estás ahí?

—Acabo de llegar.

Él se secó las manos en un paño:

—Parece como si hubieras vuelto a nacer.

—Así me siento. Los chicos están jugando como dos ángeles, ¿quieres que vayamos fuera?

Okay —dijo Walter, doblando el paño—. Pero sólo unos minutos. Voy a ir a conversar con Ted. —Deslizó el paño sobre un barrote del estante—. Por eso estaba mirando. En este momento acaban de comer.

—¿Sobre qué quieres conversar con él?

Salieron al parque.

—Iba a contártelo —dijo Walter mientras caminaban—. He cambiado de opinión: voy a entrar en esa «Asociación de Hombres».

Ella se detuvo y lo miró.

—Hay demasiadas cosas centradas allí, para optar por la abstención sin más ni más —prosiguió Walter—. La politiquería local, las campañas de caridad y todo eso…

—¿Cómo puedes incorporarte a una anacrónica, vetusta…?

—Hablé con algunos socios en el tren —la interrumpió Walter—. Ted, Vic Stavros y algunos más que ellos me presentaron. Están de acuerdo en que ese asunto de «no se admiten mujeres» es arcaico.

La tomó del brazo y siguieron caminando juntos.

—Pero el cambio sólo puede intentarse desde dentro —continuó Walter— y como yo quiero contribuir a él, me incorporo el sábado a la noche. Ted me va a informar sobre las comisiones y la gente.

Le ofreció sus cigarrillos.

—¿Fumas o «esta noche no»?

—Sí, fumo —dijo Joanna, y tendió la mano para coger un cigarrillo.

Se quedaron en el límite extremo del parque, en la fresca penumbra azul rechinante de grillos, y Walter acercó la llama de su encendedor al cigarrillo de Joanna y después al suyo.

—Mira ese cielo —dijo—. Vale hasta el último penique que nos cuesta.

Ella miró —un cielo malva, azul, azul oscuro: maravilloso— y en seguida bajó los ojos a su cigarrillo.

—Las organizaciones pueden modificarse desde fuera —reflexionó—. Se elevan petitorios, se recogen…

—Pero es más fácil desde dentro —insistió él—. Ya lo verás. Si los hombres con quienes conversé son socios típicos, antes de que te des cuenta tendremos una «Asociación de Todos». Con póquer coeducacional y sexo alrededor de las mesas de billar.

—Si los hombres con quienes conversaste fueran socios típicos, tendríamos ya una «Asociación de Todos». Oh, bueno, sigue adelante, incorpórate. Yo pensaré eslóganes para una campaña publicitaria. Me sobrará tiempo cuando empiecen las clases.

Walter le rodeó los hombros con el brazo.

—Ten un poco de paciencia. Si en seis meses no se consigue la admisión de las mujeres, renuncio y peleamos juntos, hombro con hombro. «Sexo sí, sexismo no.»

—«Stepford perdió el Step»[1] —dijo Joanna tendiendo la mano hacia el cenicero de la mesa de jardín.

—No está mal.

—Espera a que entre en acción.

Acabaron sus cigarrillos y permanecieron del brazo, contemplando la ancha y oscura franja de césped, y los altos árboles —negros contra el cielo malva— que la festoneaban. Brillaban luces en medio de los troncos; ventanas de las casas de Harvest Lane, la calle siguiente.

—Robert Ardrey tiene razón: me siento muy «territorial» —comentó Joanna.

Walter volvió los ojos hacia la casa de los Van Sant, y consultó de reojo su reloj.

—Voy dentro a lavarme —dijo a Joanna y la besó en la mejilla.

Ella se volvió, le tomó del mentón y lo besó en los labios.

—Yo me quedaré fuera unos minutos más. Si los chicos han empezado la función, grita.

Okay. —Y Walter entró en la casa por la puerta del living.

Joanna cruzó los brazos y se los friccionó: estaba refrescando. Echó la cabeza hacia atrás, con los ojos cerrados, y aspiró el olor del césped, de los árboles, del aire puro. Una delicia. Abrió los ojos a una sola motita de estrella en la oscuridad azul del cielo, un trillón de kilómetros arriba.

—Estrella luminosa, estrella brillante… —dijo, y no añadió el resto, pero lo pensó.

Deseó… que fueran felices en Stepford. Que Pete y Kim anduvieran bien en la escuela; que Walter y ella encontraran buenos amigos y plenitud. Que a Walter no le resultara demasiado pesado el viaje de ida y vuelta diario —aunque la idea de la mudanza había sido originariamente suya—. Que la vida de los cuatro se enriqueciera allí, en vez de empobrecerse, como había temido al dejar la ciudad, esa ciudad malsana, abarrotada y regida por el crimen, pero intensamente viva.

Sonido y movimiento la hicieron volverse hacia la casa de los Van Sant.

Carol Van Sant, una silueta oscura contra el resplandor enmarcado por la puerta de su cocina, ajustaba la tapa de un cubo de basura. Se inclinó hasta el suelo —fulguró su cabellera roja— y se enderezó con algo grande y redondo, una piedra, que colocó sobre la tapa.

— ¡Hola! —gritó Joanna.

Carol se irguió y se quedó parada frente a ella. Una figura alta, zanquilarga y aparentemente desnuda, salvo el contorno purpúreo del vestido, a contraluz.

—¿Quién anda ahí? —preguntó.

—Joanna Eberhart. ¿La asusté? Si es así, lo lamento.

Se aproximó al seto que dividía las propiedades.

—Hola, Joanna —saludó Carol, con su acento nasal de Nueva Inglaterra—. No, no me asustó. Hermosa noche, ¿verdad?

—Sí —convino Joanna—. Y lo que la hace todavía más hermosa para mí es que he terminado de desempaquetar.

Tuvo que hablar en voz alta. Carol no se había movido del quicio de su puerta, y seguía demasiado lejos para mantener cómodamente el diálogo, aunque ella estaba ya en la zona que orillaba el seto doble.

—Kim pasó un rato estupendo con Allison esta tarde —dijo—. Se llevan divinamente.

—Kim es una criatura amorosa —dijo Carol—. Me alegro que Allison tenga una amiguita tan simpática en la casa de al lado. Buenas noches, Joanna —y se volvió para entrar.

— ¡Eh, aguarde un minuto! —gritó Joanna.

Carol se volvió de nuevo:

— ¿Sí?

Joanna hubiera querido que el cantero y el seto desaparecieran, para poder avanzar un poco más; pero ¡qué diablos!, a esa Carol no le habría costado mucho acercarse a su lado del seto. ¿Qué asunto de tan vital urgencia podía reclamarla en esa cocina de iluminación fluorescente y cacerolas de cobre colgadas por todas partes?

—Walter va a ir a conversar un rato con Ted —dijo en voz alta a la silueta aparentemente desnuda de su vecina—. ¿Por qué no viene usted a tomar una taza de café conmigo? ¿Después que haya acostado a las chicas?

—Gracias, me encantaría —contestó Carol—. Pero tengo que encerar el piso del comedor de diario.

—¿Esta noche?

—La noche es la única oportunidad posible hasta que empiecen las clases.

—¿Y no puede esperar hasta entonces? Faltan sólo tres días.

Carol meneó la cabeza:

—No, ya lo he diferido demasiado. Está lleno de marcas de pisadas. Además, Ted tiene que ir a la «Asociación de Hombres» más tarde.

—¿Va todas las noches?

—Casi todas.

¡Santo Dios!

—¿Y usted se queda y hace el trabajo de la casa?

—Siempre hay una cosa u otra que hacer, usted sabe lo que es esto. Y ahora tengo que acabar con la cocina. Buenas noches.

—Buenas noches —dijo Joanna, y se quedó mirándola mientras entraba en su cocina (perfil de un busto exuberante, a contraluz) y cerraba la puerta. Casi instantáneamente reapareció en la ventana, abierta sobre el fregadero: ajustaba el grifo del agua, levantaba algo en sus manos y fregaba. Su pelo rojo estaba prolijamente peinado, y brillante; su cara, de nariz fina, tenía una expresión pensativa (y ¡qué diablos!, hasta inteligente); sus grandes senos purpúreos se bamboleaban al compás del fregado.

Joanna volvió a su parque. No, ella no sabía lo que era eso, gracias a Dios: no era una fregona compulsiva. ¿Quién podía culpar a Ted si se aprovechaba de semejante gansa del tipo explótame-por-favor? Bueno, ella podía.

Walter salió de la casa con una chaqueta liviana.

—No creo que esté más de una hora…

—Esta Carol Van Sant es increíble —dijo Joanna—. No puede venir a tomar una taza de café, porque tiene que encerar el comedor de diario. Ted va cada noche a la «Asociación de Hombres» y ella se queda haciendo el trabajo doméstico.

— ¡Cristo, qué barbaridad! —dijo Walter, meneando la cabeza.

— ¡Al lado de ella, mi madre es Kate Millett!

Él se echó a reír, le dijo «Hasta luego», la besó en la mejilla y atravesó el parque.

Joanna dirigió una última mirada a su estrella, ahora más luminosa.

«Trabaja tú», pensó. Y entró en la casa.

Los cuatro salieron juntos el sábado por la mañana, sujetos con cinturones de seguridad a los asientos de su flamante camioneta. Joanna y Walter llevaban gafas de sol y charlaban sobre tiendas y compras; Pete y Kim ponían a prueba el funcionamiento automático de las ventanillas, haciéndolas bajar y subir, subir y bajar, hasta que Walter les ordenó que acabaran con eso. Era un día radiante, presagiando el otoño. Fueron al Centro de Stepford (una estructura blanca de tiendas con frentes coloniales, hermosa como una tarjeta postal) a comprar varias cosas de ferretería y de farmacia, con bonos de descuento; de ahí tomaron hacia el Sur, por la Ruta Nueve, hasta una gran galería comercial nueva —zapatos para Pete y Kim, con descuento (¡qué plantón!) y un columpio de jardín, sin descuento—; se dirigieron hacia el Este, por la carretera de Eastbridge, hasta un parador de McDonald (grandes sandwiches y batidos de chocolate); siguieron un trecho más en la misma dirección, en busca de antigüedades (una mesa octogonal, no documentos); y luego recorrieron Stepford en todas direcciones —Norte, Sur, Este y Oeste— por las carreteras de Anvil y de Cold Creek, por Hunnicutt, Beavertail, Burgess Ridge, para que Pete y Kim vieran todo lo que Joanna y Walter ya habían visto cuando buscaban casa: su nueva escuela, y las otras, a las que asistirían con el tiempo; un edificio misterioso, que resultó ser ( ¡quién lo hubiera dicho desde fuera!) una planta incineradora no contaminante, y los terrenos para excursiones, donde estaban construyendo una piscina pública. Joanna cantó Good Morning Starshine, a petición de Pete, y todos juntos interpretaron MacNamara’s Band, encargándose cada uno de imitar un instrumento distinto, en la parte final. Después de eso, Kim vomitó, pero con preaviso suficiente para que Walter pudiera frenar, detenerse, desprenderle el cinturón y sacarla de la camioneta a tiempo, gracias a Dios.

El incidente aplacó los bríos. Volvieron a atravesar el Centro de Stepford, esta vez a poca velocidad, porque Pete dijo que quizá vomitara él también. Walter les señaló la estructura blanca de la biblioteca, y la estructura vieja, de dos siglos, del Cottage, que ahora ocupaba la «Sociedad Histórica».

Kim, mirando hacia arriba a través de la ventanilla, se despegó de la lengua un chicle muy chupado, para preguntar:

—Y eso grandote, ¿qué es?

—Ésa es la casa de la «Asociación de Hombres» —dijo Walter.

Pete se inclinó hasta el límite de su cinturón de seguridad, sacó la cabeza y miró.

—¿A donde vas a ir esta noche?

—En efecto.

—¿Y cómo se llega?

—Hay un camino para automóviles algo más lejos, que conduce a lo alto de la colina.

Se habían adelantado hasta un camión, en cuya parte posterior descubierta había un hombre de pie, vestido de color caqui, con los brazos estirados hacia los costados de la cabina. Tenía pelo oscuro, cara larga y enjuta, y usaba gafas.

—Ése es Gary Claybrook, ¿no? —dijo Joanna.

Walter tocó la bocina brevemente y agitó el brazo a través de la ventanilla.

El vecino de enfrente se dobló para mirarlos, sonrió, los saludó con la mano y tomó la dirección del camión. Joanna le devolvió la sonrisa y el saludo.

—¡Hola, Mr. Claybrook! —gritó Kim.

—¿Dónde está Jeremy? —gritó Pete.

—No os puede oír —dijo Joanna.

—¡Me gustaría saber conducir así un camión! —dijo Pete.

—¡A mí también! —coreó Kim.

El camión reptaba ahora, rechinante, pujando contra la pendiente brusca que describía una curva hacia la izquierda. Gary Claybrook les sonrió, cohibido. El camión estaba lleno a medias con pequeñas cajas de cartón.

—¿En qué trabaja, tiene una destilería clandestina? —preguntó Joanna.

—No, si gana tanto como dice Ted.

—Oh…

—¿Qué es una destilería clandestina? —preguntó Pete.

Se encendieron las luces de los frenos, y el camión paró, con la señal del viraje a la izquierda, parpadeante.

Joanna explicó lo que era una destilería clandestina.

Un coche pasó como una exhalación, colina abajo, y el camión enfiló hacia el camino vecinal de la izquierda.

—¿Ése es el camino de autos que decías? —preguntó Pete.

Walter se volvió y asintió con un movimiento de cabeza:

—Ése, sí.

Kim apretó el botón para bajar más su ventanilla, y gritó:

—¡Adiós, Mr. Claybrook!

Él los saludó con la mano mientras se alejaban.

Pete soltó la hebilla de su cinturón de seguridad, se dejó caer de rodillas a un lado del asiento, y miró por el vidrio posterior.

—¿Puedo ir yo alguna vez?

—Hummm, lo siento. No se admiten chicos —dijo Walter.

—¡Caracoles! ¡Qué pedazo de reja han conseguido! ¡Como la de los Héroes de Hogan!

—Para que no pasen las mujeres —dijo Joanna, mirando hacia delante y llevando una mano a la montura de sus gafas. Walter sonrió.

—¿De veras? ¿Para eso es? —preguntó Pete.

—Pete se ha soltado el cinturón —dijo Kim.

—Pete… —advirtió Joanna.

Subieron por la carretera de Norwood y tomaron hacia el Oeste por Winter Hill Drive.

Por una cuestión de principió, no pensaba ocuparse de ningún trabajo doméstico. Y bien sabía Dios que tenía un montón de cosas que hacer, y que hasta hubiera querido positivamete hacer algunas —por ejemplo, armar la estantería del living. Pero esa noche no, ¡no señor! Podía quedar para otro momento. Ella no era Carol van Sant, y tampoco Mary Ann Stavros, a quien acababa de ver pasando la aspiradora junto a una ventana del primer piso, cuando fue al cuarto de Pete a bajar la persiana.

No, señor. Que Walter estuviera en la «Asociación de Hombres», santo y bueno. Tenía que ir, para incorporarse; y tendría que volver una o dos veces por semana, para verla algún día renovada. Pero ella no iba a hacer el trabajo doméstico mientras él estaba allí (por lo menos esta primera vez), de igual modo que él no iba a hacerlo cuando ella saliera a cualquier parte… como se proponía salir la próxima noche de luna al Centro, para tomar fotografías de esos frentes de tienda coloniales. (Los paneles irregulares de la ferretería debían balancear el reflejo de la luna con un efecto que quizá resultara interesante.)

Así, en cuanto Pete y Kim se durmieron, bajó al sótano, donde tomó algunas medidas y planeó algunos arreglos en el depósito de los trastos que iba a ser su cuarto oscuro; después volvió a subir, se aseguró de que Pete y Kim continuaban dormidos, y se preparó un vodka con agua tónica, que llevó al escritorio.

Sintonizó en la radio una musiquita de Richard Rodgers, melosa pero agradable; apartó cuidadosamente del centro de la mesa los contratos y demás efectos de Walter, y sacó su lupa, su lápiz rojo y las fotografías que se había apresurado a tomar en la ciudad, antes de partir. Eran casi todas un desperdicio de película, tal como había sospechado desde que las tomó —no tenían que apurarla, si la querían sacar buena— pero encontró una que la entusiasmó realmente: la instantánea de un negro joven y bien vestido, con una cartera diplomática en la mano, lanzando una mirada de furioso rencor a un taxi vacío que acababa de pasar junto a él. Si la expresión de la cara no se perdía en la ampliación, y si se oscurecía el fondo lo suficiente para destacar el taxi borroso, la fotografía podía resultar impresionante, y la agencia —Joanna estaba segura de ello— se encargaría gustosamente de comercializarla. Sobraban mercados para las fotos que dramatizaban las tensiones raciales. Marcó un asterisco rojo al margen de la impresión, y siguió buscando otras que fueran buenas, o por lo menos parcialmente aprovechables. Se acordó de su vodka con agua tónica y lo bebió.

A las once y cuarto estaba cansada, por lo que volvió a colocar sus cosas en el lado de la mesa que le correspondía, y las de Walter donde las había encontrado; desconectó la radio, llevó su vaso a la cocina y lo enjuagó. Verificó las puertas, apagó las luces —excepto la del hall de entrada— y subió la escalera.

El elefante de Kim estaba tirado en el suelo. Se agachó a recogerlo y lo metió en la camita de su hija, al lado de la almohada; estiró la sábana hasta los hombros de Kim y le acarició levemente los rizos.

Pete estaba acostado de espaldas, con la boca abierta, exactamente igual que en su inspección anterior. Esperó hasta ver levantarse su pecho y salió, dejando la puerta entornada. Apagó la luz del hall y entró en el cuarto que compartía con Walter.

Se desvistió, se trenzó el pelo, se dio una ducha, se friccionó la cara con crema, se lavó los dientes y se metió en la cama.

Las doce menos veinte. Apagó el velador.

Tendida de espaldas, desplazó la pierna y el brazo derechos lateralmente. Echaba de menos la presencia de Walter a su lado, pero la impresión de amplitud en el contacto de las sábanas lisas y frescas, era agradable. ¿Cuántas veces se había acostado sola, desde que se casaron? No muchas; algunas noches en que él estuvo ausente de la ciudad por asuntos de Marburg-Donlevy; las que ella pasó en el hospital cuando nacieron Pete y Kim; el día que hubo un corte general de luz; la ocasión en que ella viajó a su pueblo, para asistir al funeral del tío Bert. Unas veinte o veinticinco noches, a lo sumo, en algo más de diez años. No era experiencia penosa. ¡Por Dios, si hasta la hacía sentirse de nuevo Joanna Ingalls! ¿Se acuerdan de esa muchacha?

Se preguntó si Walter estaría emborrachándose. Había bebidas alcohólicas en ese camión que conducía Gary Claybrook (¿o las cajas eran demasiado chicas para contenerlas?) Pero Walter había ido en el coche de Vic Stavros, de modo que no había inconveniente para que se emborrachara. No era muy probable en él, sin embargo: casi nunca le había ocurrido. ¿Y si el de la mona era Vic Stavros? ¡Pamplinas! No había motivo para afligirse.

La cama se sacudía. Ella estaba acostada en la oscuridad, y la cama se sacudía. Alcanzó a percibir una oscuridad más densa en el hueco de la puerta que daba al baño, y una débil claridad en los tiradores de la cómoda mientras la cama seguía sacudiéndose y sacudiéndola, con un ritmo lento y regular, marcado por los gemidos intermitentes del elástico que acompañaban cada sacudida. ¡Era Walter el que temblaba! Debía haber atrapado una fiebre infecciosa. ¿O sería un ataque de delirium tremens? Giró sobre sí misma y se inclinó hacia él, apoyada en un solo brazo, y buscándole a tientas la frente con el otro, escrutándolo en la oscuridad. Los ojos de Walter (vacíos) la enfocaron y se apartaron instantáneamente; todo en él se apartó de ella, y el pedazo de sábana, que Joanna acababa de advertir a la altura de su ingle, desapareció de pronto, sustituida por la forma de su cadera. La cama dejó de moverse.

¿Habría estado Walter… masturbándose?

No sabía qué pensar.

—Creí que tenías un ataque de delirium tremens —dijo—. O alguna fiebre infecciosa.

Walter siguió inmóvil.

—No quise despertarte. Son más de las dos. —dijo al fin.

Ella, sentada en la cama, retuvo el aliento.

Walter siguió dándole la espalda, callado.

Joanna recorrió con los ojos la habitación; reconoció las ventanas y los muebles, borrosos, a la media luz indirecta de la lamparita que quedaba encendida toda la noche en el baño de Pete y Kim. Se sujetó la trenza, tirante; se pasó la mano por el estómago.

—Pudiste despertarme. No me habría importado.

Él no contestó.

—¡Caray! No tienes que hacer eso…

—Simplemente, no quise despertarte. Estabas profundamente dormida.

—Bueno, la próxima vez despiértame.

Walter se movió y se tendió de espaldas, sin sábana.

—¿Lo conseguiste? —preguntó Joanna.

—No.

—Pues bien —sonrió ella—. Ahora estoy despierta.

Se acostó a su lado y se volvió hacia Walter con un brazo extendido. Él se volvió hacia ella. Se abrazaron y se besaron. Walter olía a whisky.

—Digo yo, la consideración está bien —le cuchicheó Joanna al oído—; …¡pero qué diablos!

Esa vez resultó una de las mejores, al menos para ella.

—¡Uuuuh! —resopló al volver del cuarto de baño—. Todavía me siento floja.

Walter, que estaba fumando sentado en la cama le sonrió.

Joanna se metió en la cama, se instaló cómodamente bajo el brazo de su marido, le tornó la mano y la atrajo hacia su pecho.

—¿Qué hicieron? —preguntó—. ¿Te estuvieron mostrando películas pornográficas o algo así?

—No tuve tanta suerte —sonrió Walter. Le puso su cigarrillo entre los labios, y ella aspiró una bocanada.

—Me sacaron ocho dólares con cincuenta en el póquer, y me dieron una lata sobre las pérfidas intenciones del Departamento Zonal respecto a la carretera de Eastbridge.

—Temí que pescaras una curda.

—¿Yo? Un par de copas, y pare de contar. No son grandes bebedores. ¿Y qué hiciste?

Se lo contó y también las esperanzas que tenía en la foto del negro. Walter le habló de algunos hombres que había conocido esa noche: el pediatra recomendado por los Van Sant y los Claybrook; el ilustrador de revistas, que era la celebridad número uno de Stepford; otros dos abogados, un psiquiatra, el jefe de Policía, el gerente del Supermercado del Centro.

—El psiquiatra tendría que estar a favor de la admisión de las mujeres —observó Joanna.

—Y lo está. Así como el doctor Verry. No sondeé a nadie más. No quise presentarme como un activista furioso desde mi primera visita.

—¿Cuándo irás de nuevo? —preguntó Joanna y, de pronto (quién sabe por qué) tuvo miedo de que le contestara: mañana.

—No lo sé —dijo Walter—. Escucha, no pienso hacer de esto una forma de vida, como lo han hecho Ted y Vic. Presumo que iré aproximadamente dentro de una semana, pero no estoy seguro. En realidad, es un poco lugareño.

Joanna sonrió, y se apretó más contra él.

Había bajado aproximadamente un tercio de la escalera, tanteando los escalones con las puntas de los pies, y sosteniendo la maldita canasta de la ropa a la altura de la cara, por culpa del maldito pasamanos, cuando, ¡qué casualidad!, empezó a sonar el dos veces maldito teléfono.

No podía dejar allí la canasta, porque se caería; y tampoco podía llevarla de nuevo, porque no había espacio para volverse, con ella a cuestas. Siguió, pues, bajando despacito, tanteando los escalones con las puntas de los pies, y contestando mentalmente: « ¡ya va, ya va! » al timbre mandón y perentorio.

Perseveró hasta el fin y, cuando llegó a la meta, dejó la canasta en el suelo, y se encaminó al escritorio con paso airado.

— ¡Hola! —dijo, tal como lo sentía, sin el menor barniz de amabilidad.

—Hola, ¿es usted Joanna Eberhart? —la voz era fuerte, alegre, un poco áspera: parecida a la de Peggy Clavenger. Pero Peggy Clavenger estaba trabajando en Paris-Match según las últimas noticias que tuvo de ella, y ni siquiera debía saber que se había casado, cuánto menos conocer su nueva dirección.

—Sí. ¿Quién habla? —dijo.

—No hemos sido presentadas formalmente —prosiguió la voz que no podía pertenecer a Peggy Clavenger—, pero voy a remediarlo en seguida. Bobbie, tengo el gusto de presentarte a Joanna Eberhart. Joanna, tengo el gusto de presentarte a Bobbie Markowe, con K.O.W.E. finales. Bobbie reside en Ajax Country desde hace cinco semanas, y le encantaría entablar relación con una entusiasta aficionada a la fotografía, que tiene un vivo interés por la política y por el feminismo. Ésa eres tú, a juzgar por lo que dice la Crónica de Stepford (puedes tomar la palabra «crónica» en el buen sentido o en el malo, según tu criterio del periodismo). ¿Han dado una impresión exacta de tu persona? ¿Verdaderamente no te quita el sueño averiguar si las escamas de jabón celestes son mejores que las de las rosadas, o viceversa? Si tuvieras completa libertad de elección, ¿optarías instantáneamente por no andar con el estropajo en la mano? ¿Hola? ¿Todavía estás ahí, Joanna? ¿Hola?

— ¡Hola! Sí, aquí estoy. ¡Y cómo! ¡Vaya si estoy aquí! ¡La gran siete, vale la pena poner un aviso en los periódicos!

— ¡Qué gusto da ver una cocina tan revuelta! —dijo Bobbie—. No llega precisamente a la altura de la mía (te faltan las marquitas de manos grasientas en la superficie de los gabinetes) pero está bien, muy bien. Felicitaciones.

—Si quieres puedo mostrarte unos cuartos de baño desaseados y deprimentes —propuso Joanna.

—No, gracias, prefiero tomar café.

—¿No te importa que sea del instantáneo?

—¿Quieres decir que hay otro?

Bobbie, una mujer bajita y trastona, llevaba una camiseta celeste con la figura de Snoopy, vaqueros y sandalias. Tenía boca grande y dientes insólitamente blancos; ojos azules que no perdían detalle; melena corta, oscura y alborotada; manos pequeñas y uñas sucias. También tenía un marido llamado Dave, que era analista de stocks, y tres hijos, de diez, ocho y seis años, respectivamente. Y, además, un viejo perro ovejero y otro de tipo inglés. Representaba menos edad que Joanna, treinta y dos o treinta y tres como mucho. Bebió dos tazas de café, engulló una rosquilla bañada en chocolate, y habló largo y tendido sobre las mujeres de Fox Hollow Lane.

—Empiezo a pensar que hay un concurso nacional del que no me había enterado —dijo, lamiéndose las puntas de los dedos, embadurnadas de chocolate— con un premio de un millón de dólares y… Paul Newman, para la que tenga la casa más limpia en la próxima Navidad. Se pasan la vida friega que te friega, lustra que te lustra…

—Por acá ocurre lo mismo. Hasta de noche. Mientras los maridos…

—Ya sé: en la «Asociación de Hombres» —completó Bobbie.

Comentaron el anticuado juego sucio sexista de la asociación, su injusticia flagrante en un pueblo donde las mujeres no contaban con una sola organización propia, ni siquiera una «Liga de Mujeres Sufragistas».

—Créeme —dijo Bobbie—, he registrado el lugar de punta a punta: hay un club de Jardinería y una que otra pequeña congregación religiosa de viejas irlandesas que, por lo demás, no me admitirían: Markowe es una versión promocional de Markowitz… Está la «Sociedad Histórica», nada sexista, naturalmente. Me asomé y les dije: «Hola.» Cadáveres en posturas de seres vivos.

Dave había entrado en la «Asociación de Hombres» y pensaba, como Walter, que era factible cambiarla desde dentro. Pero Bobbie sabía los puntos que calzaban.

—Vas a ver; tendremos que encadenarnos a esa reja, antes de que hagan algo. Y, a propósito, ¿qué me dices de la reja? ¡Cualquiera pensaría que están refinando opio!

Conversaron sobre la posibilidad de reunirse con algunas de sus vecinas, aunque sólo fuera para espabilarlas un poco y estimularlas a desempeñar un papel más activo en la vida de la comunidad. Pero las mujeres que habían conocido —convinieron— no parecían predispuestas a aceptar siquiera un paso tan pequeño hacia la liberación.

Conversaron sobre la «Organización Nacional para las Mujeres», la «NOW»[2], a la que ambas pertenecían, y sobre las actividades de Joanna como fotógrafa.

— ¡Válgame Dios, éstas son formidables! —exclamó Bobbie, mirando las cuatro ampliaciones enmarcadas que había colgado en el escritorio—. ¡Son bárbaras!

Joanna le agradeció.

—Conque una aficionada entusiasta, ¿eh? Pensé que eso quería decir «Polaroids» de los chicos. ¡Pero estas fotos son fantásticas!

—Ahora que Kim está en el Jardín de Infancia, voy a ponerme a trabajar en serio —dijo Joanna.

Acompañó a Bobbie hasta su coche.

— ¡No, maldita sea! —estalló Bobbie de pronto—. Por lo menos tendríamos que intentarlo. Hablemos con esas mujeres de su casa. Debe haber algunas un poco mortificadas con la situación. ¿Y? ¿Qué te parece? ¿No sería grande que pudiéramos constituir un grupo acaso hasta una pequeña rama de la «NOW», y darle a esa «Asociación de Hombres» un buen vapuleo? Dave y Walter se engañan a sí mismos; la «Asociación» no va a cambiar, a menos que la obliguen. Las organizaciones de peces gordos no lo hacen jamás. ¿Qué me dices, Joanna? ¿Salimos por ahí a buscar adhesiones?

Joanna asintió con la cabeza.

—Podríamos. No es posible que todas estén tan conformes como aparentan.

Habló con Carol van Sant.

—Caramba, no, Joanna —dijo Carol—. No creo que esa clase de cosas pueda interesarme. Pero gracias por la invitación, de todos modos.

Estaba limpiando el tabique plástico en la habitación de Stacy y Allison, pasando una enorme esponja amarilla por una franja de pliegues de acordeón, con firmes movimientos descendentes.

—Sería sólo por un par de horas —dijo Joanna—. De noche o, si resultara más conveniente para todas, de día, dentro del horario escolar.

Carol, en cuclillas para lavar la parte inferior de la franja, contestó:

—Lo siento, pero en realidad no dispongo de tiempo para esas cosas.

Joanna la observó un momento.

—¿No le molesta que la organización central de Stepford, la única que hace algo efectivo en lo referente a proyectos de bien común, sea terreno vedado para las mujeres? ¿No cree usted que tal exclusión resulta un poco arcaica?

—¿Ar-cai-ca? —repitió Carol, escurriendo la esponja dentro de un balde con agua jabonosa.

Joanna la miró.

—Anacrónica, anticuada, como prefiera.

Carol exprimió la esponja, fuera y por encima del balde.

—No, a mí no me parece arcaica.

Se levantó, se empinó y alcanzó con la esponja el borde superior de la franja inmediata.

—Ted está más capacitado que yo para esa clase de cosas —dijo, y empezó a pasar la esponja por los pliegues, con firmes movimientos descendentes, cuidando que cada golpe empezara exactamente donde había terminado el anterior.

—Además, los hombres necesitan un lugar donde poder distraerse y beber uno o dos tragos.

—¿Y las mujeres no?

—No, no tanto.

Carol meneó su cabeza pelirroja y prolija, de propaganda de champú, sin desviarla de su operación de limpieza.

—Disculpe, Joanna —concluyó—. Simplemente no tengo tiempo para ir a una reunión.

Okay. Si cambia de opinión, avíseme.

—¿Le importa si no la acompaño hasta abajo?

—No, claro que no.

Habló a Bárbara Chamalian, que vivía al otro lado de los Van Sant.

—Gracias, pero no veo cómo podría arreglármelas para acudir —dijo Bárbara.

Era una mujer de mandíbula cuadrada y pelo oscuro, embutida en un vestido rosa que modelaba una figura excepcional.

—Lloyd se queda a menudo en la ciudad —explicó—. Y las noches que no se queda, le gusta ir a la «Asociación de Hombres». Me resultaría intolerable pagar a una baby sitter, solamente para…

—Podría hacerse dentro del horario escolar —insinuó Joanna.

—No. Será mejor que no cuente conmigo —insistió Bárbara, con una sonrisa amplia y atractiva—. Como quiera que sea, me alegro de haber tenido la oportunidad de conocerla. ¿No querría entrar a sentarse un rato? Estoy planchando.

—No, gracias. Quiero hablar con algunas otras mujeres.

Habló a Marge McCormick. («Francamente, no creo que eso llegara a interesarme»); a Kit Sundersen («Temo no disponer de tiempo. Lo lamento de veras, Mrs. Eberhart») y a Donna Claybrook («Es una excelente idea, pero yo estoy tan ocupada estos días… En todo caso, le agradezco la invitación»).

Se encontró con Mary Ann Stavros en un pasillo del Supermercado del Centro.

—No, no creo tener tiempo para nada por el estilo. ¡Hay tanto que hacer en la casa! Sabe usted.

—Pero saldrá de vez en cuando, ¿no?

—Por supuesto. ¿Acaso no he salido ahora?

—Le hablo de salir a distraerse.

Mary Ann sonrió y meneó la cabeza, balanceando las mechas de su pelo rubio y lacio.

—No, casi nunca. No siento mucha necesidad de distracción. Hasta la vista.

Se alejó, empujando su carrito de provisiones; un poco más allá se detuvo, sacó una lata de un estante, la observó, la colocó en el interior del carrito y siguió su camino.

Joanna la miró partir y volvió los ojos al carrito de otra mujer, que pasaba a su lado lentamente. « ¡Mi Dios!, son prolijas hasta para llenar sus carritos», pensó, y examinó el suyo: un revoltijo de tarros, cajas y frascos. La atravesó el impulso culpable de ordenarlo, pero maldito si lo iba a seguir. ¡No faltaba más! Por el contrario, arrebató una lata cualquiera de la estantería —helado de vainilla— y la arrojó entre las otras cosas. ¡Ni siquiera necesitaba el maldito producto!

Habló con la madre de una compañera de colegio de Kim, en la sala de espera del doctor Verry; con Yvonne Weisgalt, que vivía al lado de los Stavros, y con Jill Burke que vivía en la casa contigua. Todas declinaron su invitación. Les faltaba tiempo o interés para reunirse con otras mujeres, a conversar sobre sus experiencias comunes.

Bobbie tuvo peor suerte aún, considerando que había hablado con casi el doble de mujeres.

—Aceptó una sola —le contó a Joanna—. Una viuda de ochenta y cinco años, que me metió en su casa a tirones, me tuvo secuestrada una hora, y me sometió a una pulverización de saliva a corta distancia. En cualquier momento que estemos dispuestas a cargar contra la «Asociación de Hombres», encontraremos a Eda Mae Hamilton dispuesta de buena gana a secundarnos.

—Convendría que nos mantuviéramos en contacto con ella —dijo Joanna.

—¡Oh, no, todavía no hemos llegado a ese extremo!

Perdieron una mañana haciendo juntas las visitas, para ensayar la teoría (de Bobbie), según la cual, si hablaban las dos con ciertas ambigüedades premeditadas, podían crear la sugestión incitante de una falange de mujeres, con lugar para una más. No funcionó.

—¡Crrisstto! —explotó Bobbie en su automóvil, arremetiendo furiosa contra la cuesta de Short Ridge Hill—. Aquí está pasando algo que huele mal. Estamos en el Pueblo que el Tiempo Olvidó.

Una tarde, Joanna dejó a Pete y a Kim al cuidado de la quinceañera Melinda Stavros y tomó el tren para la ciudad, donde se encontró con Walter y un matrimonio amigo —Shep y Silvia Tackover— en un restaurante italiano del barrio de los teatros.

Fue agradable ver de nuevo a Shep y Silvia, una pareja optimista, hogareña y dinámica, que había sobrevivido a varios golpes rudos, entre ellos la muerte de un hijito de cuatro años, ahogado. También fue agradable estar de nuevo en la ciudad —Joanna disfruto a fondo del color y el movimiento del restaurante concurrido.

Tanto ella como Walter hablaron entusiastamente de Stepford, alabaron su belleza y su tranquilidad, y ponderaron las ventajas de vivir en una casa y no en un apartamento. Joanna se abstuvo de aludir a la tremenda domesticidad de las mujeres, y a la sensible falta de toda actividad extradoméstica. Calló, suponía que por orgullo; porque le repugnaba atraer la conmiseración ajena, aun la de Shep y Silvia. Habló en cambio de Bobbie y lo divertida que era, y de las excelentes escuelas de Stepford, sin sobrecarga de alumnos. Walter no sacó el tema de la «Asociación de Hombres» y ella tampoco. Silvia, que estaba empleada en la Administración de Vivienda y Desarrollo, habría sufrido un ataque.

A pesar de todo, ya en camino del teatro, Silvia le dirigió una penetrante mirada crítica y preguntó:

—¿Cuesta adaptarse?

—En algunos aspectos.

—Lo lograrás —dijo Silvia y le sonrió alentadoramente—. ¿Qué tal anda la fotografía? Debe resultarte formidable allí, donde lo abordas todo con ojos nuevos.

—No he hecho nada hasta ahora. Bobbie y yo hemos andado correteando por todos lados, tratando de promover una modesta actividad feminista. Aquello está un poco estancado, para serte franca.

—El correteo y la promoción no son cosa tuya. Tu trabajo es la fotografía, o debería serlo.

—Ya lo sé. He conseguido un fontanero que irá uno de estos días a instalar la pila en el cuarto oscuro.

—Walter parece eufórico.

—Lo está. En realidad, es una buena vida.

La pieza, un hit musical de la temporada anterior, los decepcionó. En el tren que los traía de vuelta, la desmenuzaron durante unos minutos; después, Walter se puso las gafas y sacó unos papeles para trabajar, y Joanna hojeó el Time y se quedó fumando y mirando por la ventanilla la oscuridad y las luces ocasionales que la atravesaban.

Silvia tenía razón: su trabajo era la fotografía. Al demonio las mujeres de Stepford, excepto Bobbie, naturalmente.

Los dos coches estaban en la estación, por lo que tuvieron que ir separados a casa. Joanna salió delante en la camioneta, y Walter la siguió en el «Toyota». El Centro estaba desierto y escenográfico a la luz de sus tres faroles —sí, tomaría allí unas cuantas fotos, antes de que estuviera terminado el cuarto oscuro— y más arriba, había reflectores encendidos y ventanas iluminadas en la sede de la «Asociación de Hombres», ante la cual aguardaba un automóvil con el motor en marcha, a punto de salir por el camino particular.

Encontraron a Melinda Stavros, bostezante pero risueña, y a Pete y Kim en sus camitas, profundamente dormidos.

En el comedor de diario había vasos de leche vacíos y platos sucios sobre la mesa de la lámpara; bolas de papel blanco estrujado encima del sofá, y en el suelo, delante del sofá; y una botella de ginger-ale vacía tirada en el suelo, entre las bolas de papel.

«Menos mal que no se lo transmiten a sus hijas», pensó Joanna.

La tercera vez que Walter fue a la «Asociación de Hombres», llamó a Joanna alrededor de las nueve, y le avisó que iba a volver en seguida a casa con la Comisión de Nuevos Proyectos, para la que había sido designado la vez anterior. Estaban haciendo algún trabajo de construcción en el edificio (ella alcanzaba a percibir un zumbido de maquinarias al fondo) y no encontraban un lugar tranquilo para sentarse a conversar.

—Estupendo —dijo Joanna—. Yo estoy ocupada con los trastos que faltaba sacar del cuarto oscuro, así que ustedes podrán disponer de todo el…

—No, escucha —la interrumpió Walter—. Quédate arriba con nosotros y participa en la conversación. Hay entre ellos un par de exclusivistas fanáticos. No les vendrá nada mal oír a una mujer que hace comentarios inteligentes. Porque estoy seguro que los harás.

—Gracias. ¿Pero si ellos se oponen?

—La casa es nuestra.

—¿Seguro que lo que buscas no es una sirvienta?

Walter se echó a reír.

—¡Cielos, no hay forma de engañarla! Está bien, me pescaste. Pero una criada inteligente, ¿de acuerdo? ¿Harás lo que te pido? Creo que puede resultar útil.

Okay. Dame quince minutos y seré una criada inteligente, y además bonita. ¿Qué te parece como colaboración?

—¡ Fantástica! ¡ Increíble!

Llegaron cinco, y uno de ellos, un hombrecito jovial y carirrojo que aparentaba unos sesenta años y lucía un bigote engomado, de guías rematadas en puntas de palillos, era Ike Mazzard, el ilustrador de revistas.

—No estoy segura de que me sea usted simpático —dijo Joanna estrechando cordialmente su mano—. Me arruinó la adolescencia con esas muchachas de ensueño que dibuja.

—Usted debía imitarlas bastante —contestó él con una risita complacida.

—¿Quiere apostar algo?

Los cuatro restantes andaban alrededor de los cuarenta. El alto de pelo negro y aire de negligente arrogancia, era Dale Coba, el presidente de la Asociación. Le sonrió, con una mirada desdeñosa de sus ojos verdes, y dijo:

—Mucho gusto, Joanna.

«Uno de los exclusivistas fanáticos —pensó ella—: las mujeres son para la cama, y punto.»

Su mano era suave, sin presión.

Los otros eran un tal Anselm o Axhelm, Sundersen y Roddenberry.

—Conocí a su esposa —le dijo Joanna a Sundersen, un hombre pálido y barrigón, que parecía nervioso—. Suponiendo que sean ustedes los Sundersen que viven al otro lado del camino.

—¿La conoció? Sí, somos ésos. No hay otros Sundersen en Stepford.

—La invité a una reunión, pero no podía asistir.

—Es poco sociable…

Los ojos de Sundersen miraban a cualquier parte, menos a Joanna, que dijo:

—Perdone. No escuché bien su nombre.

—Herb —contestó sin mirarla.

Joanna los introdujo a todos en el living, fue a la cocina a buscar hielo y soda, y los llevó a Walter, que aguardaba junto al mueble bar.

—¿Inteligente? ¿Bonita? —cuchicheó, y él le hizo una mueca.

Volvió a la cocina y llenó unos boles con patatas fritas y cacahuetes.

No partió ninguna objeción del círculo de hombres cuando, vaso en mano, dijo: «¿Me permiten?», y se acomodó en el extremo del sofá que Walter le había reservado. Ike Mazzard y el tal Anselm (o Axhelm) se pusieron de pie, y los demás amagaron hacerlo, con excepción de Dale Coba, que siguió sentado, comiendo cacahuetes que se sacaba del puño y mirándola por encima de la mesa de copetín, con sus desdeñosos ojos verdes.

Discutieron el proyecto de los Juguetes-de-Navidad y el proyecto de Preservación-del-Paisaje. Roddenberry tartamudeaba un poco; tenía una cara simpática —nariz de dogo, barba azuleña— y se llamaba Frank. Y Coba tenía un sobrenombre que aparentemente no se justificaba: Diz[3]. Consideraron la conveniencia probable de que hubiera ese año en el Centro un festival de luces de Hannukah, simultáneamente con el pesebre de Navidad, en atención al número de residentes judíos que había ahora en Stepford. Propusieron ideas para nuevos proyectos. Y en este punto intervino Joanna.

—¿Puedo sugerir algo?

—Por supuesto —dijeron Frank Roddenberry y Herb Sundersen.

Coba, echado hacia atrás en su asiento, miraba al cielo raso (desdeñosamente, sin duda), la nuca apoyada en las manos y las piernas extendidas.

—¿Les parece que habría posibilidad de organizar algunas conferencias nocturnas para adultos, o bien algunos debates entre padres y adolescentes? —preguntó Joanna—. Podría utilizarse el salón de actos de una de las escuelas…

—¿Sobre qué tema? —preguntó Frank Roddenberry.

—Cualquiera, de interés general. El asunto de las drogas, por ejemplo, que nos concierne a todos, aunque la Crónica lo meta a escobazos debajo de la alfombra; la invasión de la música rock…, ¡qué sé yo!, cualquier cosa que haga salir a la gente de su encierro y la incite a escuchar lo que dice otra gente, y a dialogar con los demás.

—Es interesante —dijo Claude Anselm, o Axhelm, inclinándose hacia delante, cruzando las piernas y rascándose la sien. Era delgado y rubio, le brillaban los ojos y nunca estaba quieto.

—Y puede ser que con esto se consiga sacar de su encierro aun a las mujeres —prosiguió Joanna—. Por si no lo saben, este pueblo es una zona de siniestro para las baby sitters.

Todos soltaron una carcajada, y ella se sintió satisfecha de sí misma y cómoda en su papel. Adelantó otros posibles temas de debate, a los que Walter, y después Herb Sundersen, añadieron unos pocos más. Se expusieron otras ideas para nuevos proyectos; Joanna participó en la discusión de todos, y los hombres (excepto el maldito Coba) le prestaron sostenida atención; Ike Mazzard, Frank, Walter, Claude, el mismo Herb, que ahora la miraba de frente, expresaban su asentimiento con cabezazos y de viva voz; o la interrogaban gravemente, y ella se sentía muy satisfecha de sí misma, ¡claro que sí!, respondiendo a sus preguntas con inteligencia y buen sentido. ¡Adelante, Gloria Steinem!

Advirtió, con sorpresa y azoramiento, que Ike Mazzard la estaba dibujando. Sentado en su silla (junto al perseverante contemplador del cielo raso, Dale Coba), picoteaba con un bolígrafo azul en una libreta, posada sobre su pulcra rodilla a rayas, mirando alternativamente a Joanna y a su obra de picoteo.

¡Ike Mazzard, dibujándola a ella!

Los hombres se habían quedado silenciosos. Miraban el interior de sus vasos, revolvían sus cubitos de hielo.

—¡Epa! —dijo Joanna, meneándose desasosegada pero sonriente—:¡Yo no soy una muchacha de Ike Mazzard!

—Toda muchacha es una muchacha de Ike Mazzard —contestó el hombrecito; le sonrió y sonrió a su obra de picoteo.

Ella miró a Walter, que le sonrió, turbado, y se encogió de hombros.

Miró de nuevo a Mazzard y después, sin volver la cabeza, a los otros hombres. Ellos la miraron y sonrieron nerviosamente.

—¡Vaya! Esto es un buen mata-conversación —dijo.

—Descanse, puede moverse —dijo Ike Mazzard. Dio vuelta a la hoja y reanudó el picoteo.

Habló Frank:

—Yo no creo que otro campo de b…béisbol sea tan imprescindible.

Joanna oyó gritar a Kim: «¡Mami!», pero Walter la detuvo, tocándole el brazo, dejó su vaso encima de la mesa, se levantó y pidió disculpas a Claude al pasar delante de él.

Los hombres volvieron al tema de los nuevos proyectos. Ella deslizó una palabra aquí y allá, moviendo la cabeza, pero sin perder conciencia en ningún momento de que Mazzard la miraba y picoteaba alternativamente. ¡Trate una de ser Gloria Steinem cuando Ike Mazzard la está dibujando! El hombrecito hacía un poco de camelo: ella no era el tipo «una-sola-vez-en-la-vida-y-no-hay-que-perder-la-oportunidad», ni siquiera con aquel Palazzo de Pucci. ¿Y por qué estarían tan tensos los hombres? Su conversación parecía forzada y llena de baches. Herb Sundersen se había ruborizado positivamente.

De pronto se sintió como desnuda, como si Mazzard la estuviera dibujando en poses obscenas.

Cruzó las piernas; hubiera deseado cruzar los brazos también, pero no lo hizo. Por amor de Dios, se trata de un artista camelero, y nada más. Estás vestida.

Llegó Walter, que se inclinó hacia ella, y le dijo:

—Era solamente una pesadilla. —Se enderezó y, preguntó a los hombres—: ¿Alguien quiere otra copa? ¿Diz? ¿Frank?

—Sírvame un trago más, pero chico —dijo Ike Mazzard.

—¿El baño queda por allí? —preguntó Herb, levantándose.

Prosiguió la conversación, ya más suelta y despreocupada.

Proyectos nuevos.

Proyectos antiguos.

Mazzard se guardó el bolígrafo en el bolsillo, sonriente.

— ¡Uf! —resopló Joanna, y se echó aire.

Coba enderezó la cabeza y, siempre con las manos en la nuca, pero ahora con el mentón contra el pecho, miró la libreta apoyada sobre la rodilla de Mazzard, y dijo:

—Usted no acaba nunca de asombrarme.

—¿Puedo ver yo? —preguntó Joanna.

—¡Por supuesto! —contestó Mazzard. Se incorporó a medias y le tendió la libreta.

Walter también miró y Frank se inclinó para ver.

Croquis de Joanna: página tras página de croquis, pequeños, precisos y… lisonjeros, como habían sido siempre los dibujos de Ike Mazzard. Caras de frente, de tres cuartos, de perfil; estudios de expresión, que la mostraban sonriente o seria, hablando o frunciendo el ceño.

—¡Son preciosos! —dijo Walter.

—Y Frank comentó:

—¡Estupendo, Ike!

Claude y Herb se acercaron por detrás del sofá.

Joanna volvió a recorrer todas las páginas.

—Son… maravillosos —dijo—. Ojalá pudiera decir que son perfectamente fieles…

—Es que lo son —aseguró Mazzard.

—Dios lo bendiga.

Le devolvió la libreta. Él la apoyó sobre la rodilla, volvió algunas hojas y sacó su bolígrafo. Escribió algo en una página, la arrancó y se la ofreció.

Era uno de los croquis en que la había tomado de tres cuartos, seria, y llevaba la conocida firma sin mayúsculas ike mazzard.

Se lo mostró a Walter, que dijo:

—Gracias, Ike.

—Es un placer.

Joanna le sonrió:

—Gracias. Le perdono por arruinarme la adolescencia.

Sonrió a los demás.

—¿Alguno de ustedes quiere café?

Todos querían, con excepción de Claude, que quiso té.

Fue a la cocina y colocó el croquis sobre los posafuentes, encima del refrigerador. ¡Un retrato de ella dibujado por Ike Mazzard! ¡Quién se lo hubiera dicho en su pueblo, tiempo atrás, cuando andaba por los once o los doce años, y leía los Journals y los Companions de mami! ¡Qué tontería ponerse tan nerviosa por lo que en realidad había sido una gentileza de Ike Mazzard!

Sonriendo, llenó de agua la cafetera, la enchufó, ajustó el filtro, echó unas cucharadas de café y colocó la tapa. Cerró el recipiente plástico del café y se volvió. Coba estaba reclinado en el hueco de la puerta, con un hombro contra el quicio y cruzado de brazos, observándola.

Muy frío a pesar de la tricota de cuello alto, color verde jade (que, por supuesto, hacía juego con sus ojos) y el traje de franela gris pizarra.

—Me gusta observar a las mujeres ocupadas en los pequeños menesteres domésticos —le dijo con una sonrisa.

—Ha venido al pueblo más adecuado para saciar el gusto. —Joanna tiró la cuchara al fregadero, y llevó el tarro de café al refrigerador.

Coba seguía allí, observándola.

Ella deseó que apareciera Walter.

—Usted no parece particularmente vertiginoso —dijo—. ¿Por qué lo llaman Diz?

—En un tiempo trabajé en Disneylandia.

Se echó a reír mientras iba al fregadero.

—¡No me diga!

—Es la verdad.

Joanna se volvió en redondo y lo miró.

—¿No me cree?

—No.

—¿Por qué?

Ella reflexionó un instante y lo supo.

—¿Por qué no me cree? Dígame.

Al infierno con él: quería saberlo, se lo diría.

—No da la impresión de una persona que disfrute haciendo feliz a la gente.

Un impacto mortal, sin duda, para la admisión de las mujeres en la bendita y sacrosanta «Asociación de Hombres».

Coba la miró, desdeñoso.

—¡Qué sabe usted!

Sonrió, se apartó del quicio, dio media vuelta y se fue.

—No me entusiasma mucho el presidente —dijo Joanna, mientras se desvestía.

—Tampoco a mí —convino Walter—. Es frío como un témpano. Pero no va a estar en el cargo a perpetuidad.

—Mejor así, porque de lo contrario las mujeres no conseguirán entrar nunca. ¿Cuándo hay elecciones?

—Inmediatamente después del primero de año.

—¿En qué trabaja?

—En la empresa «Burnham-Massey», de la ruta Nueve. Lo mismo que Claude.

—Ah, oye, ¿cómo es el apellido?

—¿De Claude? Axhelm.

Kim empezó a llorar. Ardía de fiebre, y ellos estuvieron en pie hasta pasadas las tres, tomándole la temperatura (cuarenta grados y unas líneas, al principio), leyendo un manual de medicina casera, llamando al doctor Verry y dándole baños casi fríos y friegas con alcohol.

Bobbie encontró una viva.

—…Por lo menos en comparación con las otras posmas —graznó su voz desde el teléfono—. Se llama Charmaine Wimperis, y si la miras un poco de soslayo se convierte en Raquel Welch. Viven en la cuesta de Burgess Ridge, en una ultramoderna de doscientos mil dólares; y ella tiene criada, jardinero y, además, pon atención, pista de tenis.

¿En serio?

—Ya sabía yo que esto iba a hacerte salir del sótano. Estás invitada a jugar y también a almorzar. Pasaré a buscarte alrededor de las once y media.

—¿Hoy? ¡No puedo! Kim todavía no sale. —¿Todavía?

—¿Podríamos aplazarlo hasta el miércoles? O el jueves, para mayor seguridad.

—El miércoles. Lo consultaré con ella y volveré a llamarte.

¡Pim! ¡Pum! ¡Paam! Charmaine era buena jugadora. ¡Caracoles si era buena! Mandaba la pelota zumbando, directa y dura, primero a un lado de la cancha, después al otro; la tuvo corriendo de lado a lado todo el tiempo, y luego la obligó a correr hasta el fondo de la cancha, con un tiro largo que Joanna apenas alcanzó a atajar. Salió corriendo detrás de la pelota, pero Charmaine la bajó con un smash que la proyectó hacia el ángulo interior izquierdo de la red, y ganó el juego y el set por seis a tres; luego de haber ganado el primero por seis a dos.

—¡Oh, Dios! ¡Cómo me la dieron! —exclamó Joanna—. ¡Qué papelón! ¡Qué paliza!

—¡Uno más! —gritó Charmaine, retrocediendo hasta la línea de saque—. ¡Vamos, uno más!

—¡No puedo! Con esto me alcanza para no poder andar mañana. —Recogió la pelota—. ¡Ven, Bobbie, juega tú!

Bobbie, sentada en el césped con las piernas cruzadas, al otro lado de la verja de tela metálica, ofrecía la cara en bandeja sobre una lámpara de sol.

—No he jugado desde el colegio, ¡juro que es verdad!

—Un solo juego, entonces —gritó Charmaine—. ¡Un juego más, Joanna!

—¡Está bien, un juego más!

Lo ganó Charmaine.

—Me has dejado muerta, pero fue bárbaro. Gracias —dijo Joanna cuando salían juntas de la cancha.

—Lo único que te falta es volver a practicar un poco —dijo Charmaine, pasando cuidadosamente la punta de una toalla por sus mejillas de pómulos altos—. Tienes un saque de primera.

—Mucho me sirvió.

—¿Quieres jugar a menudo? Todo lo que he conseguido hasta ahora es un par de muchachitos, los dos con erecciones permanentes.

—Mándamelos —dijo Bobbie, levantándose del suelo.

Caminaron por el sendero de lajas en dirección a la casa.

—Es una pista estupenda —comentó Joanna, pasándose la toalla por el brazo.

—Úsala, pues. Yo solía jugar diariamente con Ginnie Fisher, ¿la conoces?, pero me plantó. Tú no lo harás, ¿verdad? ¿Qué te parece mañana?

— ¡Oh, no puedo!

Se sentaron en una terraza, bajo una sombrilla de «Cinzano», y la criada, una mujer delgada y canosa que se llamaba Nettie, les llevó una jarra de Bloody Mary, un tazón de crema de pepinos y galletitas crocantes.

—Es maravillosa —dijo Charmaine—. Una alemana de Virgo; si le ordenara lamer mis zapatos, lo haría. ¿Tú que eres, Joanna?

—Una americana de Tauro.

—Si le mandas lamer tus zapatos, te escupe en el ojo —dijo Bobbie—. No creerás realmente esas monsergas, ¿no?

—Por supuesto que sí —contestó Charmaine, sirviendo Bloody Mary—. Y tú también creerías, si te acercaras a estas cosas con espíritu abierto.

(Joanna la miró de reojo, no era Raquel Welch, pero andaba cerca.)

—Por eso me dejó plantada Ginnie Fisher —prosiguió Charmaine—. Es de Géminis, y ésos cambian todo el tiempo. Los Tauro son constantes y uno puede contar con ellos. Lo que significa que tendremos tenis al por mayor.

—Esta nativa de Tauro tiene una casa y dos chiquillos que atender, sin ninguna alemana de Virgo.

Charmaine tenía un hijo único, de nueve años, llamado Merrill. Su esposo, Ed, era productor de Televisión. Se habían trasladado a Stepford en julio. Sí, Ed era miembro de la «Asociación de Hombres» y, no, a ella no le incomodaba la injusticia sexista.

—Cualquier cosa que lo retenga fuera de casa por la noche me viene bien —declara—. Él es de Aries y yo de Escorpio.

—Oh, vamos… —dijo Bobbie, y se metió en la boca una galletita cargada con crema de pepinos.

—Es una combinación pésima —explicó Charmaine—. Ah, si yo hubiera sabido antes lo que sé ahora…

—¿Pésima en qué sentido? —preguntó Joanna.

Y fue un error. Charmaine se explayó sin trabas acerca de las incompatibilidades que existían entre ella y Ed, en múltiples aspectos: social, emocional y sobre todo sexual.

Nettie llevó langosta a la Newburg con patatas juliana.

— ¡Pobres caderas mías! —gimió Bobbie, sirviéndose langosta a cucharadas, mientras Charmaine entraba en pormenores con una franqueza portentosa. Ed era un sátiro y un pervertido sexual.

—Me mandó hacer ese vestido de goma en Inglaterra, sabe Dios a qué precio. De goma, ¿se dan una idea? Se lo pones a alguna de tus secretarias, le dije yo. A mí no me vas a meter dentro de eso. Cierres relámpagos con candaditos, de arriba abajo. No se puede tener encerrada a una Escorpio. A las Virgo sí, en todo momento, porque han nacido para el yugo. Pero las de Escorpio han nacido para andar sueltas. —Si Ed hubiera sabido antes lo que tú sabes ahora… —dijo Joanna.

—No habría habido la menor diferencia —dijo Charmaine—. Está loco por mí. Es un Aries típico.

Netti llevó pastelillos de frambuesa y café. Bobbie rezongó. Charmaine les habló de otros pervertidos sexuales que había conocido en sus tiempos de modelo profesional: eran varios.

Las acompañó hasta el auto de Bobbie.

—Escucha, Joanna —le dijo al despedirse—, ya sé que eres una persona muy ocupada, pero en cualquier momento que tengas una hora libre, vienes directamente. Ni siquiera necesitas llamar. Yo estoy casi siempre en casa.

—Gracias, lo haré. Y gracias también por el día de hoy. Ha sido grandioso.

—En cualquier momento —repitió Charmaine. Se inclinó hacia la ventanilla—. Otra cosa, ¿querrían hacerme un favor las dos? ¿Querrían leer Los signos del Zodíaco, de Linda Goodman, aunque sólo sea por complacerme? Léanlo y verán lo acertada que es. Lo tienen en la farmacia del Centro, en rústica. ¿Lo harán? ¿Por favor…?

Se rindieron sonrientes, y prometieron que lo harían.

—¡Chau! —gritó Charmaine, saludándolas con la mano cuando se alejaban.

—Bueno —dijo Bobbie, doblando la curva de la carretera—, tal vez no sea el elemento ideal para la N O W, pero al menos no está enamorada de su aspiradora.

—¡Es despampanante!

—¿Verdad que sí? Aun para estas regiones, donde las mujeres pueden tener poco seso, hay que reconocer que les sobra presencia. ¡Caray, qué matrimonio! ¿Qué me dices de ese vestido de goma? ¡Y yo pensaba que el pobre Dave tenía ocurrencias espeluznantes!

—¿Dave? —dijo Joanna, mirándola.

Bobbie le enfocó una sonrisa lateral.

—A mí no me vas a arrancar ninguna confesión verídica. Soy Leo, y las Leo hemos nacido para cambiar de tema. ¿Queréis ir al cine tú y Walter el sábado a la noche?

Habían comprado la casa a un matrimonio Pilgrim, que la había habitado solamente dos meses y se habían trasladado al Canadá. Los Pilgrim, a su vez, se la habían comprado a una tal Mrs. McGrath, quien por su parte se la había comprado al constructor, once años antes. Mrs. McGrath era, pues, la que había dejado la mayoría de los trastos que había en el depósito del sótano. No era justo, en realidad, llamarlos trastos: había dos buenas sillas de comedor coloniales, que Walter iba a desarmar y a componer algún día: una edición completa del Libro del saber, en veinte tomos, que estaba ahora en los anaqueles del cuarto de Pete; además, cajas y paquetitos de trabajos de ferretería y restos de materiales: cosas que si no eran precisamente hallazgos, podían resultar útiles. Mrs. McGrath había sido un ama de casa ahorrativa y previsora.

Joanna había pasado ya la mayor parte de lo. que no eran realmente trastos a un rincón del fondo del sótano, antes de que el fontanero instalara la pila, y ahora estaba pasando el resto —tarros de pintura y envoltorios de tejas de amianto—, mientras Walter martillaba una alacena de madera contrachapada, y Pete le alcanzaba los clavos. Kim había ido con las chicas de los Van Sant y Carol a la biblioteca.

Joanna desenrolló un envoltorio de papel de diario amarillento, y encontró un pincel de una pulgada, con las cerdas limpias un poco endurecidas, pero todavía flexibles. Empezaba a enrollarlo de nuevo en el diario —media hoja de la Crónica— cuando las palabras club de mujeres atrajeron su atención. el club de mujeres escucha a una escritora. Volvió el papel y miró.

—¡Dios santo!

Pete la miró y Walter, sin interrumpir los martillazos, dijo:

—¿Qué ocurre?

Sacó el pincel del diario, lo dejó en el suelo, sostuvo con ambas manos la media hoja desplegada, y empezó a leer.

Walter dejó de martillar, se volvió a mirarla y preguntó:

—¿Qué ocurre?

Siguió leyendo un momento. Le miró, miró el diario, luego a Walter otra vez. Dijo:

—Había… un club de mujeres aquí. Betty Friedan habló para ellas. Y Kitt Sundersen era la presidenta. La mujer de Dale Coba y la de Frank Roddenberry pertenecían a la comisión directiva.

—¿Estás bromeando?

Joanna bajó los ojos al diario y leyó: «Betty Friedan, autora de La mística femenina, dirigió la palabra a las socias del «Club de Mujeres» de Stepford, el jueves por la noche, en casa de Mrs. Herbert Sundersen, presidenta de la institución. Más de cincuenta mujeres aplaudieron a Mrs. Friedan cuando se refirió a las injusticias y frustraciones a que está sometida la mujer casada en nuestros tiempos…» Alzó los ojos.

—¿Puedo seguir un rato yo? —pidió Pete.

Walter le tendió el martillo y preguntó a Joanna:

—¿Cuándo fue eso?

Ella miró el diario:

—No lo dice. Es la mitad inferior. Hay una foto de la comisión directiva: «Mrs. Steven Margolies, Mrs. Dale Coba, la escritora Betty Friedan, Mrs. Herbert Sundersen, Mrs. Frank Roddenberry y Mrs. Duane T. Anderson.»

Le tendió la media hoja abierta, y él se acercó y tomó un lado.

—Si esto no es el colmo de lo absurdo… —comentó, observando la fotografía y el artículo.

—Yo hablé con Kit Sundersen, y no me dijo una palabra al respecto. Solamente que no tenía tiempo para una reunión. Como todas las demás.

—Debió ser hace seis o siete años —aventuró Walter, palpando los bordes del papel amarillento.

—O más. La mística apareció cuando yo trabajaba todavía. Andreas me dio el ejemplar que había usado para la reseña. ¿Te acuerdas?

Él asintió y se volvió hacia Pete, que estaba martillando la alacena vigorosamente.

— ¡Eh, cuidado! Vas a dejar marcas. —Se volvió de nuevo al diario—. Bueno, es bastante tiempo, ¿no? Debe haber fracasado, simplemente.

—¿Con cincuenta socias? ¿Más de cincuenta… que aplaudían a la Friedan, no la silbaban?

—Bueno, ya no existe, ¿verdad? —dijo Walter, soltando el papel—. Salvo que hayan tenido la peor encargada de relaciones públicas del mundo. Le preguntaré a Herb lo que pasó la próxima vez que lo vea.

Se acercó nuevamente a Pete:

—Vaya, has hecho un buen trabajo.

Joanna miró el diario y meneó la cabeza:

— ¡No lo puedo creer! ¿Quiénes eran esas cincuenta mujeres? No es posible que todas se hayan mudado a otra parte…

—Vamos, vamos. Tú no has hablado con todas las mujeres del pueblo.

—Pero Bobbie sí, o le faltó muy poco.

Dobló el papel, lo volvió a doblar y lo colocó sobre la caja de su equipo. El pincel estaba en el suelo. Lo recogió.

—¿Necesitas un pincel?

Walter volvió la cabeza:

—No pretenderás que pinte estas cosas.

—No, no. Estaba envuelto en el diario.

—Ah —dijo él, y volvió a la alacena.

Joanna dejó el pincel, se agachó y juntó unas tejas sueltas.

—¿Cómo es posible que no lo mencionara? Era la presidenta…

Apenas Bobbie y Dave entraron en el coche, se lo contó.

—¿Estás segura de que no es uno de esos periódicos que se imprimen en las galerías de tres al cuarto? —dijo Bobbie—. «Fred Smith se acuesta con Elizabeth Taylor», y cosas por el estilo.

—Es la enferma Crónica —afirmó Joanna—.La mitad inferior de la primera hoja. Aquí la tienes, si quieres ver.

La tendió al asiento de atrás, y ellas la desplegaron en medio de las dos. Walter encendió la luz de arriba.

—Podrías haber ganado una hermosa suma, si me hubieras hecho una apuesta y después me la hubieras mostrado —dijo Dave.

—No se me ocurrió.

— ¡Más de cincuenta mujeres! —exclamó Bobbie—. ¿Quiénes diablos eran? ¿Qué pasó con el club?

—Eso es lo que yo quiero saber —dijo Joanna—. Y por qué no me lo mencionó Kit Sundersen. Mañana mismo voy a hablar con ella.

Viajaron hasta Eastbridge y se pusieron en la cola para la función de las nueve: una película inglesa de categoría R. Las parejas de la cola eran bulliciosas y charlatanas: arracimadas en grupitos de cuatro y de seis, reían, miraban hacia el final de la cola, y saludaban con la mano a otras. No parecía haber nadie conocido, excepto un matrimonio de cierta edad, que Bobbie reconoció de la «Sociedad Histórica», y el muchacho de los McCormick con su pareja —dos chicos de diecisiete, solemnemente tomados de la mano para aparentar dieciocho.

La película era «brutalmente buena», convinieron los cuatro, y después que terminó volvieron en automóvil a casa de Bobbie y Dave, que estaba caótica: los chicos no se habían acostado y el perro ovejero brincaba alegremente por todas partes. Cuando Bobbie y Dave consiguieron librarse de la baby sitter, de los chicos y del perro ovejero, se sentaron a tomar café y torta de nata en el living, arrasado por el torbellino.

—Ya sabía yo que no era la única irresistible —dijo Joanna al ver un croquis de Bobbie dibujado por Ike Mazzard, metido en el marco del cuadro que colgaba sobre la estufa.

—Toda muchacha es una muchacha de Ike Mazzard, ¿acaso no lo sabías? —dijo Bobbie, hundiendo el croquis en la esquina interior del marco para que estuviera más seguro, y dejando el cuadro más torcido de lo que ya estaba.

— ¡Corcho! Me gustaría parecer la mitad de hermosa.

—Eres hermosa tal como eres —dijo Dave a su espalda.

—¿No es un amor de muchacho? —le dijo Bobbie a Joanna. Se volvió hacia Dave y le besó en la mejilla—. Todavía es domingo para que te levantes tan temprano.

—Joanna Eberhart —dijo Kit Sundersen, y sonrió—. ¿Cómo le va? ¿Quiere pasar?

—Sí, querida —dijo Joanna—. Siempre que usted disponga de unos minutos.

—Claro que sí. Entre.

Kit, una bonita mujer de pelo negro y hoyuelos en las mejillas, parecía apenas mayor que en la foto poco favorecedora de la Crónica.

Alrededor de los treinta y tres, calculó Joanna, al entrar en el hall. El piso vinílico de color marfil relucía, como si acabara de posarse sobre él uno de esos revestimientos plásticos que se anuncian por TV. Del living llegaban sonidos de un partido de béisbol.

—Herb está dentro, con Gary Claybrook —le informó Kit—. ¿Quiere saludarlos?

Joanna se aproximó al arco del living y asomó la cabeza: Herb y Gary, sentados en un sofá, miraban atentamente un gran televisor en colores, a través de la habitación. Gary tenía medio emparedado en la mano y masticaba. Delante de ellos, sobre una mesita baja, había un plato de sandwiches y dos latas de cerveza. La habitación era beige, marrón y verde; colonial e inmaculada. Joanna aguardó a que un jugador que había salido corriendo atrapara la pelota, y dijo:

— ¡Hola!

Herb y Gary se volvieron y le sonrieron.

—Hola, Joanna —contestaron los dos; a lo que Gary añadió—: ¿Qué tal? —y Herb—: ¿También está Walter aquí?

—Muy bien, gracias. No, Walter no está —dijo ella—. Yo vine a conversar un momento con Kit. ¿Bueno el partido?

Herb desvió los ojos y Gary contestó:

—Muy bueno.

Kit, que estaba detrás de Joanna y olía al perfume de la madre de Walter, cualquiera que fuese, le dijo:

—Venga, vamos a la cocina.

—Que se diviertan —dijo Joanna a los dos hombres.

Gary, que había clavado los dientes en un sandwich, le sonrió con los ojos, a través de los cristales. Herb la miró y contestó:

—Gracias. Eso deseamos.

Joanna siguió los pasos de Kit sobre el vinílico de pseudorrevestimiento plástico.

—¿Le gustaría tomar una taza de café?

—Gracias, no se moleste.

La siguió hasta la cocina, que olía a café. Estaba impecable, naturalmente, o lo habría estado, de no ser por la secadora abierta, y por la pila de ropa limpia y la canasta para ropa que había sobre una mesa, encima de la secadora. El ojo redondo de la lavadora se revolvía, borrascoso. El piso era un nuevo despliegue de plástico.

—Está todavía sobre la cocina —dijo Kit—, de modo que no sería ninguna molestia.

—Bueno, siendo así…

Se sentó a una mesa redonda verde, mientras Kit sacaba una taza y un plato, de una alacena cuidadosamente arreglada: todas las tazas colgadas de sus ganchos, todos los platos alineados en sus soportes.

—Ahora todo es paz y silencio —dijo Kit, cerrando la alacena y yendo hacia la cocina. Su figura, en el vestido celeste corto, era casi tan despampanante como la de Charmaine—. Los chicos fueron a casa de Gary y Donna. Yo estoy haciendo el lavado de Marge McCormick. No sé qué compostura tiene hoy que no se puede mover.

— ¡Oh, pobre!

Kit sujetó con las puntas de los dedos la tapa de una cafetera, y sirvió el café.

—No dudo de que estará como nueva en un par de días. ¿Cómo lo toma, Joanna?

—Con leche y sin azúcar, por favor.

Kit se dirigió al refrigerador con la taza y el plato.

—Si viene a hablarme otra vez de esa reunión, lamento decirle que sigo estando terriblemente ocupada.

—No se trata de eso —dijo Joanna. Observó atentamente a Kit, que en ese momento abría el refrigerador, y prosiguió—: Quería averiguar lo que ocurrió en el «Club de Mujeres».

—¿El «Club de Mujeres»? —Estaba de pie ante el refrigerador iluminado, de espaldas a Joanna—. ¡Oh, hace tantos años de eso! Se deshizo.

—¿Por qué?

Kit cerró el refrigerador y abrió un cajón adyacente.

—Varias socias se fueron a vivir a otro lado. —Cerró el cajón y se volvió, colocando una cucharilla sobre el plato—. Y el resto, simplemente perdió interés. Yo, por lo menos, lo perdí.—Se dirigió a la mesa, vigilando la taza—. No cumplía ninguna finalidad útil. Las reuniones resultaron abrumadoramente aburridas al cabo de un tiempo… —Dejó el plato y la taza sobre la mesa, y los empujó más cerca de Joanna—. ¿Tiene suficiente leche?

—Sí, está muy bien. Gracias. ¿Cómo es posible que no me hablara de eso cuando vine la vez pasada?

Kit sonrió y sus hoyuelos se hicieron más profundos.

—Usted no me preguntó nada. De lo contrario, le habría dicho cualquier cosa que deseara saber. No es ningún secreto. ¿Querría un trozo de torta o unas galletitas?

—No, gracias.

—Voy a doblar estas cosas.

Kit se apartó de la mesa. Joanna la observó mientras cerraba la secadora, tomaba una pieza de ropa de la pila, y la sacudía: era una camiseta.

—¿Qué pasa con Bill McCormick? ¿No sabe manejar una lavadora? Yo creía que era una de nuestros cerebros aeroespaciales.

—Tiene que atender a Marge —contestó Kit, doblando la camiseta—. ¡Qué suaves y blancas salen estas cosas! ¿No?

Puso la camiseta doblada en la canasta de la ropa, sonriendo.

Parecía la actriz de un comercial.

Y eso era, pensó Joanna de pronto. Ella y las demás, todas las casadas de Stepford, eran eso: actrices de comerciales, complacidas con detergentes y ceras para el piso, con productos de limpieza, champúes y desodorantes. Hermosas actrices, abundantes de busto pero escasas de talento, tan exageradas en su papel de amas de casa de un pueblo suburbano, que le quitaban toda realidad y no convencían a nadie.

—Kit… —empezó a decir.

Kit la miró.

—Usted debía ser muy joven cuando fue presidenta del club. Significa que es una persona inteligente y, de cierto empuje. ¿Es feliz ahora? Dígame la verdad. ¿Siente que está viviendo una vida plena?

Kit la miró y movió la cabeza en señal de asentimiento.

—Sí —dijo—, soy feliz. Siento que estoy viviendo una vida perfectamente plena. Herb tiene un trabajo importante, que no podría desempeñar tan bien, ni muchos menos, si no fuera por mí. Los dos constituimos una unidad: entre los dos estamos criando una familia, haciendo investigaciones de óptica, gobernando un hogar limpio y confortable, y trabajando en una obra de bien social.

—¿A través de la «Asociación de Hombres»? —Sí.

—¿Las reuniones del «Club de Mujeres» eran más aburridas que los quehaceres domésticos? Kit frunció el ceño.

—No, pero sí menos útiles. ¿Por qué no toma su café? ¿Está mal?

—No —dijo Joanna—. Estaba esperando a que se enfriara un poco. —Y levantó la taza.

—Ah. —Kit sonrió, volvió a la pila de ropa y dobló algo.

Joanna la observó. ¿Le preguntaría quiénes habían sido las otras socias? No, ¿para qué? Todas debían ser iguales a ella… Se llevó la taza a los labios y bebió un sorbo: el café era fuerte y aromático, el mejor que había paladeado en mucho tiempo.

—¿Cómo están sus chicos? —preguntó Kit.

—Muy bien.

Ya iba a preguntarle la marca del café, pero se contuvo y siguió bebiendo.

Quizá los paneles irregulares de la ferretería balancearan el reflejo de la luna con un efecto interesante, pero no había medio de comprobarlo; no mientras los paneles siguieran ahí, y la luna siguiera allá. C’est la vie. Vagabundeó un rato por el Centro, impregnándose en la sensación de vacío nocturno a través de todo el arco de la calle: a un lado, la blanca hilera de tiendas de frente colonial; al otro, la falda de la colina, la biblioteca, el cottage de la «Sociedad Histórica». Desperdició cierta cantidad de película en faroles y cestos de papeles —con tiempo de cliché—, pero era sólo película común, de modo que no importaba un cuerno. Un gato bajó al trote el senderito de la biblioteca —un gato gris plateado, con una negra sombra de luna adherida a las zarpas— y cruzó la calle hacia la plaza de estacionamiento del supermercado. No, gracias, las fotografías de gatos no nos entusiasman.

Armó el trípode sobre el cuadro de césped de la biblioteca, y tomó algunas de los frentes coloniales, usando el lente de cincuenta milímetros y haciendo exposiciones de diez, doce y catorce segundos.

Un olor raro, a droga, alteró el aire, traído por una ráfaga que soplaba a su espalda. Casi le recordó algo de su niñez, pero no por completo. ¿Algún jarabe que le habían dado? ¿Algún juguete que había tenido?

Volvió a cargar la cámara a la luz de la luna, cerró el trípode y retrocedió hacia el lado opuesto de la calle, explorando la biblioteca en busca de un ángulo conveniente. Encontró uno y se instaló. El blanco entablado de quilla aparecía listado de negro a la luz perpendicular de la luna; las ventanas mostraban paredes tapizadas de libros, débilmente iluminadas desde dentro. Enfocó, extremando las precauciones, y ensayó una serie de tomas, la primera de ocho segundos, y cada una de las siguientes un segundo más larga que la anterior, hasta llegar a dieciocho. Una, por lo menos, captaría las paredes interiores tapizadas de libros, sin sobreexponer el entablado.

Fue hasta el automóvil a buscar su suéter, y cuando volvió a la cámara, echó una mirada a su alrededor. ¿El cottage de la «Sociedad Histórica»? No, la sombra de los árboles lo oscurecía demasiado, y de cualquier modo, era insulso. En cambio, más allá, en lo alto de la colina, el edificio de la «Asociación de Hombres» presentaba un aspecto sorprendentemente cómico: sobre la casa cuadrada del siglo XIX, simétrica y maciza, se tambaleaba como una sombrillita una reluciente antena de TV. Las cuatro altas ventanas del primer piso estaban abiertas y vividamente iluminadas. En el interior se movían algunas figuras.

Joanna sacó de la cámara el lente de cincuenta milímetros, y estaba colocando el de treinta y cinco, cuando el resplandor de unos faros irrumpió en la calle y se fue haciendo más y más brillante.

Se volvió y un faro auxiliar la enfocó. Mientras cerraba los ojos, ajustó el lente; después se los protegió con la mano y miró de soslayo.

El automóvil se detuvo; el rayo del faro auxiliar se desvió, para extinguirse en una chispa naranja. Joanna parpadeó varias veces, viendo todavía la irradiación enceguecedora.

Un coche de la Policía. Continuaba detenido en el mismo lugar, a unos diez metros de distancia, del otro lado de la calle. Una voz de hombre hablaba suavemente en su interior; hablaba y seguía hablando.

Ella aguardó.

El coche avanzó, llegó hasta donde estaba y se detuvo. El joven policía del antipolicial bigote castaño, la saludó con una sonrisa.

—…noches, señora.

Lo había visto a menudo, una vez en la papelería, comprando papel crepé de todos los colores en existencia, un rollo de cada color.

—Hola —le contestó sonriendo.

Estaba solo en el coche; debía haber estado hablando por su radio. ¿Acerca de ella?

—Lamento haberla enfadado así —dijo el policía—. ¿Es suyo el auto que está estacionado junto a la estafeta de correos?

—Sí, no lo estacioné aquí mismo porque estaba…

—Bien, bien… Quería asegurarme, simplemente.

Miró de costado hacia la cámara.

—Es una bonita cámara ésa. ¿De qué marca es?

—Una «Pentax».

—«Pentax», ah. —Miró a la cámara y a Joanna—. ¿Y puede sacar fotografías de noche?

—Con tiempo de exposición.

—Sí, claro. ¿Y cuántos segundos lleva, en una noche como ésta?

—Bueno, depende.

Él quiso saber qué clase de película estaba usando, y en qué. Si era una aficionada o una fotógrafa profesional. Cuánto costaba aproximadamente una «Pentax», y qué ventajas tenía sobre otras cámaras.

Ella procuró no impacientarse: debía estar contenta de vivir en un pueblo donde un policía podía detenerse un rato a conversar.

—Bueno —acabó por decir el hombre, con una sonrisa—, supongo que no debo hacerle perder más tiempo. Buenas noches.

—Buenas noches —contestó Joanna, sonriendo.

El auto se puso en marcha lentamente.

El gato gris atravesó a la carrera los rayos de los faros.

Joanna se quedó mirando el coche un momento; después se volvió hacia la cámara y aseguró el lente. Agachada ante el visor, lo movió hasta conseguir un buen encuadre de la «Asociación de Hombres», y ajustó la cabeza del trípode. Enfocó, y obtuvo en el visor una imagen más nítida de la alta casa cuadrada con su antena tambaleante. Dos ventanas estaban ahora oscuras, otra oscurecida por la persiana bajada, y la última también.

Se incorporó, dirigió una mirada a la casa misma, y luego a las luces traseras, ya lejanas, del coche policial.

Sí, había irradiado un mensaje referente a ella, y la había distraído con sus preguntas mientras el mensaje surtía efecto y se bajaban las persianas.

¡Pero, mujer, no seas chiflada! Miró el edificio una vez más. Seguramente no tendrían un aparato de onda corta allí. ¿Y qué podía temer el policía que fotografiara? ¡Quién sabe, a lo mejor estaban en plena orgía! ¡A lo mejor habían invitado a algunas mujerzuelas de la ciudad! (o, mejor aún, de aquí, de Stepford mismo, ¿por qué no?». La ampliación revela escandaloso secreto.

Al parecer, diligentes amas de casa, satisfactoriamente inmóviles para una exposición bastante larga, fueron sorprendidas mientras retozaban en la «Asociación de Hombres», el sábado a la noche, por la fotógrafa Nancy Drew Eberhart, de Fairview Lane…

Sonriendo, se agachó al visor, mejoró el encuadre y el enfoque y fotografió la casa de ventanas oscuras en tres exposiciones, de diez, doce y catorce segundos, respectivamente.

Fotografió también la estafeta de correos y su mástil desnudo, recortado contra las nubes que iluminaba la luna.

Estaba poniendo el trípode en el auto, cuando pasó a su lado el coche policial y aminoró la marcha.

—¡Espero que salgan todas! —gritó el joven policía.

—¡Gracias! —le gritó ella a su vez—. ¡Muy agradable la conversación!

Era una forma de reparar sus suspicacias de origen urbano.

—¡Buenas noches! —gritó el policía.

Uno de los socios más antiguos en la firma de Walter murió de uremia, y se descubrió que había llevado una contabilidad alarmantemente inexacta de los bienes administrados en fideicomiso. Walter tuvo que pasar dos noches y un fin de semana en la ciudad, y en las noches subsiguientes rara vez volvió a casa antes de las once. Pete sufrió una caída del ómnibus escolar, y a raíz de ella perdió dos dientes. Los padres de Joanna, que iban a pasar unas vacaciones en el Caribe, aprovecharon para hacerle una visita de tres días, anunciada en el último momento. (Quedaron encantados con la casa y con Stepford, y la madre de Joanna encontró admirable a Carol van Sant. « ¡Tan serena y tan eficiente! No te vendría mal seguir su ejemplo, Joanna.»)

El lavaplatos se descompuso y también la bomba. Llegó el octavo cumpleaños de Pete, ocasión que, naturalmente, requirió regalos, privilegios, una tarta y una fiesta. Kim pescó unas anginas y no pudo salir en tres días. El período de Joanna se atrasó, pero llegó finalmente, gracias a Dios y a la píldora.

Se las arregló para intercalar entre todas estas cosas un poco de tenis, y su juego había mejorado, aunque todavía no estaba a la par del de Charmaine. Consiguió dejar instaladas tres cuartas partes del cuarto oscuro; ensayó unas cuantas ampliaciones de la foto «Negro y Taxi»; reveló e imprimió las que había tomado en el Centro, y encontró dos que parecían excelentes. Tomó instantáneas de Pete, Kim y Scott Chamalian, jugando en el columpio del jardín.

Veía a Bobbie casi diariamente; hacían las compras juntas y, de vez en cuando, ella se presentaba con sus dos hijos menores, Adam y Kenny, de vuelta de la escuela. Un día, Joanna, Bobbie y Charmaine se vistieron de punta en blanco y fueron a Eastbridge, para obsequiarse con un lunch de dos cócteles en un restaurante francés.

Hacia finales de octubre, Walter ya regresaba a comer, después de haber dejado convenientemente desenredadas, remendadas y tapadas las malversaciones del socio difunto. En la casa todo funcionaba, todos andaban bien. Tallaron una calabaza enorme para la fiesta de Todos los Santos, a la que Pete asistió, por-la-razón-o-por-la-fuerza, en figura de Batman desdentado, y Kim disfrazada de Heckel o Jeckel (insistía en que era las dos). Joanna repartió cincuenta bolsas de bombones, y después tuvo que ponerse a régimen de fruta y galletitas. Ya sabía para el año próximo.

El primer sábado de noviembre dieron una comida: Bobbie y Dave, Charmaine con Ed, su marido, y de la ciudad, Shep y Silvia Tackower, Don Ferrault —uno de los socios de Walter— y su esposa, Lucy.

La asistenta local que Joanna tomó para que ayudara a servir y a lavar la vajilla, estaba contentísima de trabajar en Stepford, para variar un poco.

— ¡Antes había aquí tanta vida social! —añoró—. Yo tenía una rueda de señoras que se disputaban mis servicios. Y ahora tengo que ir a Norwood, a Eastbridge y a New Sharon. ¡Y eso que aborrezco conducir de noche!

Era una mujer regordeta y movediza, de pelo blanco, que se llamaba Mary Migliardi.

—Todo por culpa de la «Asociación de Hombres» —añadió, mientras clavaba palillos en un plato de camarones—. La vida social se fue por la ventana desde que ellos inauguraron. Los hombres salen y las mujeres se quedan en casita. Si viviera mi viejo, tendría que tumbarme de un garrotazo en la cabeza, antes que lo dejara hacerse socio.

—Pero es una institución muy antigua, ¿no? —dijo Joanna, mezclando la ensalada a la distancia de un brazo, en atención a su vestido.

—¿Habla en broma? Es nueva. Seis o siete años, no más. Antes estaba la «Asociación Cívica», los «Elks» y la «Legión». —Siguió pinchando camarones a una velocidad automática—. Pero todas se refundieron en ésa, en cuanto empezó a funcionar. Menos la «Legión», que todavía está separada. Seis o siete años, y nada más. Esto no será todo lo que tiene para hors d’oeuvres, ¿verdad?

—Hay un rollo de queso en el refrigerador.

Llegó Walter, elegantísimo con su chaqueta a cuadros, con el cubo para el hielo.

—Andamos de suerte. Hay una buena película de animales. Pete ni siquiera piensa en bajar. Llevó el «Sony» a su cuarto.

Abrió el congelador y sacó una bolsa de cubitos.

—Mary acaba de informarme que la «Asociación de Hombres» es nueva —dijo Joanna.

—No es nueva —dijo Walter, tirando del extremo de la bolsa.

—Unos seis o siete años —intervino Mary.

—A eso en mi pueblo lo llaman viejo.

—Yo creía que se remontaba a los puritanos —dijo Joanna.

—¿Qué te dio esa idea? —preguntó Walter, volcando los cubitos de hielo en el cubo.

Ella revolvía la ensalada.

—No sé… La forma en que está establecida. Esa casa tan vieja…

—Era la propiedad Terhune —dijo Mary, cubriendo con una hoja de plástico la fuente erizada de palillos—. La compraron tirada. Salió a remate judicial y no hubo otro postor.

La comida resultó un desastre. Lucy Ferrault era alérgica a algo y no paraba de estornudar; Silvia estaba preocupada; Bobbie, con quien Joanna había contado como estrella de la conversación, tenía laringitis. Charmaine era Miss Vamp: provocativa y gancho en ristre, moldeada en seda blanca hasta el suelo y con una ventana a la altura del ombligo. Dave y Shep fueron provocados y enganchados. Walter (¡que el diablo se lo llevase!) conversaba de leyes con Don Ferrault, en un rincón. Ed Wimperis —corpulento, carnoso, bien trajeado y adobado— hablaba de televisión, palmeando el brazo de Joanna y explicando con palabras parsimoniosas por qué los cachets iban a cambiarlo todo. Ya en la mesa, Silvia sacudió sus preocupaciones y arremetió contra las comunidades suburbanas, que se enriquecían a costa de los flojos gravámenes de la industria liviana, y al mismo tiempo se encastillaban en un parcelamiento de dos y de cuatro acres. Ed Wimperis derramó su copa de vino. Joanna procuró mantener la conversación en un nivel superficial, y Bobbie acudió valerosamente en su ayuda, intentando una explicación afónica sobre el origen de su laringitis: había estado grabando cintas para un amigo de Dave, que «se las daba de Henry Higgins, el desgraciado». Pero en este punto Charmaine, que conocía al aludido, y también había hecho grabaciones para él, le interrumpió:

—Nunca tomes a risa lo que haga un Capricorniano. Producen.

Tras lo cual, se internó en un análisis de signos que dio toda la vuelta de la mesa y reclamó la atención de cada uno.

El asado estaba demasiado hecho y Walter pasó un mal rato cortándolo en tajadas. El soufflé levantó, pero no tanto como hubiera debido, tal y como Mary se cuidó de hacer notar cuando lo servía. Lucy Ferrault siguió estornudando.

—Nunca más —dijo Joanna mientras apagaba las luces de fuera.

—Para mí será bastante pronto —dijo Walter en un bostezo.

—Oye, tú, ¿cómo pudiste quedarte parado ahí, parrafeando con Don, cuando había tres mujeres sentadas como postes en el sofá?

Silvia llamó para disculparse, le habían birlado un ascenso que estaba segura de merecer; y Charmaine llamó para decir que habían pasado un rato estupendo, y para posponer una cita de tenis, concertada condicionalmente para el martes.

—A Ed se le ha metido un tema entre ceja y ceja —explicó—. Va a tomarse unos días de descanso; haremos quedarse a Merrill con los Da-Costas (¿no los conoces?, ¡dichosa tú!) y los dos nos dedicaremos al «redescubrimiento mutuo». Significa que me va a andar persiguiendo todo el tiempo alrededor de la cama. Y mi período no llega hasta la semana próxima, ¡maldito sea!

—¿Por qué no dejar que te alcance? —sugirió Joanna.

—¡ Vaya una pregunta! Simplemente, porque no me hace gracia que un tremendo gallo se me eche encima. Nunca me gustó y nunca me gustará. Y no es que sea una lesbiana, porque lo probé, y eso tampoco es gran cosa. No, simplemente no me interesa el sexo. No creo que a ninguna mujer le interese, en realidad, ni siquiera a las de Piscis. ¿Te interesa a ti?

—Bueno, no soy una «ninfo», pero me interesa, cómo no.

¿Realmente, o sólo porque se supone que debe interesarte?

—Realmente.

—Bueno, cada uno es como es. En fin… Dejémoslo para el jueves, ¿de acuerdo? Ese día él tiene una conferencia de la que no puede zafarse, gracias a Dios.

Okay. El jueves, si no surge algún inconveniente.

—No permitas que surja.

—Está empezando a hacer frío.

—Usaremos suéters.

Concurrió a una asamblea de la «Asociación de Padres y Maestros». Allí se encontró con las maestras de Pete y de Kim, Miss Turner y Miss Gay, dos agradables mujeres de mediana edad, solícitamente dispuestas a contestar sus preguntas sobre métodos de enseñanza y los resultados que estaban obteniendo con el nuevo programa de actividad escolar. La concurrencia era escasa. Aparte de las maestras, sentadas al fondo del salón, sólo había nueve madres, y aproximadamente una docena de padres. La presidenta de la Asociación, una atractiva rubia llamada Mrs. Hollingsworth, dirigió el asunto con sonriente y calmosa eficiencia.

Joanna compró ropa de invierno para Pete y Kim y dos pantalones de lana para ella. Hizo unas ampliaciones fantásticas de «Receso Nocturno» y «La Biblioteca de Stepford». Además, llevó a Pete y a Kim al dentista, doctor Coe.

—¿En eso quedamos? —preguntó Charmaine haciéndola pasar.

—Por supuesto que sí. Yo dije que bueno, si no surgía algún inconveniente.

Charmaine cerró la puerta y le sonrió.

—Caramba, Joanna, discúlpame. Se me olvidó completamente.

—No importa. Corre a cambiarte.

—No podemos jugar —dijo Charmaine—. Primero, porque tengo muchísimas cosas que hacer…

—¿Cosas que hacer?

—Quehaceres de la casa.

—Joanna la miró.

—Despedimos a Nettie. Son absolutamente inconcebibles los líos con que salía del paso. Esto parece limpio a primera vista, pero mira un poco los rincones, son un horror. Ayer limpié a fondo el comedor y la cocina, pero me faltan los otros cuartos. No es justo que Ed tenga que vivir en la mugre.

—Muy gracioso el chiste —dijo Joanna, mirándola.

—No estoy jugando. Ed es un tipo verdaderamente extraordinario, y yo he sido egoísta y holgazana. Para mí se acabó el tenis, y se acabó la lectura de esos libros de Astrología. De ahora en adelante voy a cumplir como corresponde a mis deberes para con él, y también para con Merrill. Soy una mujer muy afortunada al tener un esposo y un hijo tan extraordinarios.

Joanna miró la raqueta prensada y enfundada que tenía en la mano, y luego a Charmaine.

—Me parece una gran idea. —Sonrió—. Pero francamente no puedo creer que de veras hayas renunciado al tenis.

—Ve y mira —dijo Charmaine.

Joanna no se movió ni le quitó los ojos de encima.

—Ve y mira —repitió Charmaine.

Joanna se volvió, atravesó el living y se aproximó a las puertas vidrieras. Descorrió una —oyó a su espalda los pasos de Charmaine— y salió a la terraza. La cruzó hasta el límite donde empezaba la barranca verde con su sendero de lajas, y miró hacia abajo.

Un camión cargado con secciones de cerca de tela metálica, estaba estacionado sobre el césped surcado de huellas de neumáticos, junto a la pista de tenis.

Dos lados de la verja habían desaparecido, y los otros dos —uno largo y otro corto— estaban derribados horizontalmente sobre el suelo. Dos hombres, de rodillas sobre el lado largo, trabajaban en él con unas cortadoras. Separaban y juntaban alternativamente los largos mangos de las cortadoras, y a cada doble movimiento sucedía un claro y breve sonido metálico.

En el centro de la pista, un montículo de tierra remplazaba la red y los postes desaparecidos.

—Ed necesita un putting green para practicar golf —dijo Charmaine, al llegar al lado de Joanna.

—¡Pero ésta es una pista de arcilla! —protestó Joanna, volviéndose hacia ella.

—Es la única superficie llana que tenemos en el terreno.

—¡Mi Dios! —dijo Joanna, consternada, mirando a los hombres que accionaban los mangos de las cortadoras—. ¡Qué disparate, Charmaine!

—Ed juega al golf, no juega al tenis.

Joanna la miró fijamente:

—¿Qué te hizo? ¿Te hipnotizó?

—No seas tonta —dijo Charmaine, sonriendo—. Ed es un tipo extraordinario, y yo una mujer de suerte que debería estarle agradecida. ¿Quieres quedarte un rato? Preparé un poco de café. Estoy limpiando a fondo la habitación de Merrill, pero podemos conversar mientras yo trabajo.

—Bueno —dijo Joanna, pero en seguida sacudió la cabeza y se rectificó—: No, no, yo…

Se apartó de Charmaine, retrocediendo unos pasos, sin dejar de mirarla.

—Hay varias cosas que yo también debería estar haciendo.

Se volvió y atravesó rápidamente la terraza.

—Perdona que haya olvidado llamarte —dijo Charmaine, entrando con ella en el living.

—No es nada —dijo Joanna mientras caminaba rápidamente. Se detuvo, se volvió, sujetando la raqueta ante sí con las dos manos, y añadió—: Vendré a verte dentro de unos días. ¿De acuerdo?

—Sí —dijo Charmaine, sonriente—. Pero avísame, por favor. Y dale saludos míos a Walter.

Bobbie fue a verlo con sus propios ojos, y la llamó para comentar.

—La encontré moviendo los muebles del dormitorio. ¡Se mudaron en julio! ¿Qué suciedad puede haber?

—No le va a durar —dijo Joanna—. No le puede durar. La gente no cambia así, de la noche a la mañana.

—¿Ah, no? —dijo Bobbie—. ¿Por estos lados tampoco?

—¿Qué quieres decir?

—¡Cállate la boca, Kenny! ¡Adam, dale eso inmediatamente! Joanna, escucha, necesito hablar contigo. ¿Podemos almorzar juntas mañana?

—Sí…

—Pasaré a recogerte alrededor de las doce. ¡Te dije que le dieras eso! A las doce, y no me vayas a fallar. ¿Okay?

—Convenido. ¡Kim, te estás mojando todo el…!

Walter no se sorprendió particularmente, al enterarse del cambio operado en Charmaine.

—Ed debe haberle ajustado las clavijas —dijo, haciendo girar contra su cuchara un tenedor cargado de spaghetti—. No creo que gane suficiente dinero para sostener ese tren. Una criada debe estar cobrando por lo menos cien dólares semanales, en este momento.

—¡Pero es que toda su actitud ha cambiado! —arguyó Joanna—. Cualquiera hubiera imaginado que se quejaría.

—¿Sabéis cuánto le dan a Jeremy para sus gastos? —preguntó Pete.

—Tiene dos años más que tú —le recordó Walter.

—Te va a parecer una locura —dijo Bobbie—, pero quiero que me escuches sin reír porque, una de dos: estoy en lo cierto, o estoy perdiendo la chaveta y hay que compadecerme —y mordió el panecillo de su hamburguesa con queso.

Joanna, que la observaba, tragó su hamburguesa y dijo:

—Está bien. Habla.

Se habían estacionado frente al parador de MacDonald, y estaban comiendo dentro del automóvil.

Bobbie tomó un bocadito de hamburguesa, masticó y tragó.

—Salió algo en el Time hace unas semanas —dijo—. Lo busqué, pero debo haber tirado el número. —Miró a Joanna—. Resulta que tienen un promedio muy bajo de criminalidad en El Paso, de Texas. Creo que era en El Paso, pero si no era no importa. De cualquier modo, en algún lugar de Texas, tienen un promedio de criminalidad muy bajo, más bajo que en todo el resto del territorio. Y la razón es que hay en el suelo un agente químico que pasa al agua, aplaca a todo el mundo y afloja las tensiones. Cierto, como que hay Dios.

—Sí, creo recordarlo —admitió Joanna, con la hamburguesa en la mano.

—Yo pienso que también aquí, en Stepford, hay algo, Joanna. Es posible, ¿no? Todas esas plantas industriales raras de la Ruta Nueve, electrónicas, computadoras, trebejos aeroespaciales, en combinación con el riachuelo de Stepford, que corre exactamente detrás, sabe Dios qué porquería están propagando en el ambiente.

—¿Qué pretendes decir?

—Reflexiona un minuto. —Bobbie cerró el puño de su mano libre y proyectó el meñique—. Charmaine ha cambiado y se ha convertido en una fregona. —Proyectó el anular—: La mujer con quien hablaste, la que era presidenta del club, también cambió, ¿verdad? Tuvo que haber sido diferente en otro tiempo…

Joanna asintió con la cabeza.

Apareció el dedo medio de Bobbie.

—La que jugaba al tenis con Charmaine antes que tú, cambió también. La misma Charmaine nos lo dijo.

Joanna arrugó el ceño. Sacó una patata frita de la bolsa que estaba en medio de las dos.

—¿Tú piensas que se debe… a un agente químico?

Bobbie movió la cabeza afirmativamente:

—Que puede provenir de alguna de esas plantas, o simplemente estar aquí ya, como en El Paso o donde sea. —Tomó su café del tablero—. Tiene que ser eso. No puede ser pura coincidencia que todas las mujeres de Stepford sean como son. Y algunas de las que visitamos, seguramente pertenecieron a ese club. Unos pocos años atrás aplaudían a Betty Friedan, y míralas ahora. Ellas también han cambiado.

Joanna comió su patata frita y mordió un bocado de hamburguesa. Bobbie tragó un bojeado de hamburguesa y sorbió su café.

—Hay algo —insistió Bobbie—. En la tierra, en el agua, en el aire… No sé dónde, pero algo hay. Hace que las mujeres se interesen en el manejo de la casa, y se desinteresen de todo lo demás. ¿Quién conoce a fondo la acción de los agentes químicos? Ni los ganadores del Premio Nobel. Tal vez se trate de una especie de hormona. Así se explicarían esas pechugas fabulosas. Te habrás fijado, sin duda.

— ¡Cómo no me voy a fijar! Cada vez que pongo un pie en el supermercado, me siento núbil.

—Y yo lo mismo, te lo juro. —Bobbie dejó su café sobre el tablero y sacó unas patatas fritas de la bolsa—. ¿Y bien?

—Supongo que es… posible. Pero suena tan… fantástico —dijo Joanna, y tomó del tablero su café, que había dejado un parche de | niebla en el parabrisas.

—No más fantástico, creo, que el asunto de El Paso.

—Sí, más, porque afecta únicamente a las mujeres. ¿Qué opina Dave?

—No se lo he comentado todavía. Me pareció mejor ensayarlo primero contigo.

Joanna sorbió su café.

—Bueno, cabe dentro de lo posible —admitió—. No creo que hayas perdido el juicio. Lo que hay que hacer ahora, se me ocurre, es escribir una carta muy mesurada a… ¿al Departamento de Salud? ¿A la Comisión de Estudios Ambientales? No sé bien: al organismo del Estado que tenga autoridad para investigar. Podríamos averiguar cuál es en la biblioteca.

—Hummm… —Bobbie sacudió la cabeza—. Yo trabajé en un organismo del Estado: olvídalo. Yo pienso que lo primero es mandarse mudar. Después, en todo caso, bombardear con cartas.

Joanna la miró.

—Lo digo en serio —aseguró Bobbie—. Lo que ha podido convertir a Charmaine en una fregona, no va a tener mayor dificultad conmigo. Ni contigo.

—Oh, vamos…

—Hay algo aquí, Joanna. No estoy bromeando. ¡Esto es Villa Zombi! Y recuerda que Charmaine se vino a vivir en julio, yo en agosto, y tú en setiembre.

—Está bien, baja la voz. No soy sorda.

Bobbie tomó un bocado de hamburguesa proporcional a su boca grande. Joanna sorbió su café y frunció el ceño.

—Aunque yo esté equivocada —dijo Bobbie con la boca llena—, aunque no haya aquí ningún agente químico que actúe como sospechoso —tragó—, ¿es éste el lugar donde realmente deseas vivir? Cada una de nosotras cuenta ahora con una amiga: tú la has conseguido después de dos meses, yo al cabo de tres. ¿Responde esto a tu concepto de una comunidad ideal? Cuando fui a Norwood a hacerme peinar para tu comida, vi una docena de mujeres: todas estaban apuradas, desaliñadas, irritadas…, ¡vivas! ¡Me dieron ganas de abrazarlas a todas, una por una!

—Busca amigas en Norwood —sugirió Joanna, sonriendo—. Tienes el coche.

— ¡Esa maldita independencia tuya! —Bobbie tomó su café del tablero—. Voy a pedirle a Dave que nos mudemos —anunció—. Venderemos la casa y compraremos otra en Norwood o en Eastbridge. Nos costará, a lo sumo, algunas molestias y dolores de cabeza, más los gastos de mudanza…, que puedo cubrir empeñando el cacharro, si él insiste.

—¿Crees que accederá?

—Será mejor que lo haga, o su vida va a hacerse un verdadero infierno. Yo siempre quise que compráramos en Norwood, pero él dijo: «Hay demasiadas avispas.» Y bueno, prefiero que me piquen las avispas, a que me envenene eso que está actuando por aquí. De modo que vas a quedarte sin ninguna amiga dentro de poco…, salvo que a tu vez hables con Walter.

¿De mudarnos?

Bobbie asintió, se quedó mirándola fijamente y sorbió su café.

Joanna meneó la cabeza.

—No podría pedirle que nos mudáramos de nuevo.

—¿Por qué no? Él quiere que seas feliz, ¿verdad?

—No estoy segura de no serlo. Y acabo de instalar el cuarto oscuro.

—Muy bien. Quédate clavada como una estaca. Transfórmate en tu vecina de al lado.

—Escucha, Bobbie: no puede tratarse de un agente químico. Es decir, podría ser, pero, francamente, no lo creo.

Conversaron sobre el mismo tema mientras terminaban de almorzar, y después siguieron viaje por la carretera de Eastbridge, y doblaron en la Ruta Nueve. Pasaron la galería comercial y las tiendas de antigüedades y llegaron a las plantas industriales.

—Los Solares del Envenenador —dijo Bobbie.

Joanna miró los limpios y bajos edificios emplazados a cierta distancia de la carretera, y separados entre sí por amplios espacios de césped verde. Óptica Ulitz (ahí trabajaba Herb Sundersen); CompuTech (Vic Stavros, ¿o estaba en Instatron?); Bioquímica Stevenson; Computadoras Haig-Darling; Microtécnica Burnham-Massey (Dale Coba —silbidos— y Claude Axhelm); Instatron; Reed & Saunders (Bill McCormick —¿cómo seguía Marge?—); Electrónica Vesey; Química Americana Willis.

—Experimentación sobre fluido nervioso, te apuesto cinco de los grandes —dijo Bobbie.

—¿En zona poblada?

—¿Por qué no? Con esa pandilla de Washington…

—Vamos, Bobbie…

Walter vio que andaba cavilosa, y le preguntó el motivo.

Joanna eludió la respuesta:

—Tienes que hacer ese contrato de Koblenz.

—Tengo todo el fin de semana libre. Vamos, desembucha.

Así, mientras raspaba los platos y los iba colocando en el lavaplatos, le contó que Bobbie quería mudarse, y le habló de su teoría de El Paso.

—Me parece bastante descabellado —dijo Walter.

—A mí también —convino Joanna—. Pero es cierto que las mujeres parecen cambiar aquí, y que el cambio es lamentable. Si Bobbie se va, y si Charmaine no recobra su personalidad anterior, que por lo menos era…

—¿Tú quieres que nos mudemos?

Ella lo miró con incertidumbre. Los ojos azules de Walter, que aguardaban la respuesta, no daban ningún indicio de sus sentimientos.

—No —dijo al fin Joanna—. No ahora, cuando estamos todos instalados. La casa es buena… Y sí: estoy segura de que sería más feliz en Eastbridge o en Norwood. Desearía que hubiéramos buscado en uno de esos pueblos.

—Vaya una respuesta inequívoca: no y sí —sonrió Walter.

—Pongamos un sesenta contra cuarenta por ciento—dijo Joanna.

Él se apartó de la alacena contra la cual estaba apoyado:

—Bueno, si la proporción llega a ser de cero contra cien, nos mudaremos.

—¿Querrías?

—Seguro. Si te sintieras realmente desdichada. No querría que fuera durante el año escolar…

—No, claro que no.

—Pero podríamos mudarnos en el verano próximo. No creo que perdiéramos nada, salvo el tiempo y los gastos de mudanza y embalaje.

—Es lo que dijo Bobbie.

—De manera que todo es cuestión de que te decidas.

Walter consultó su reloj y salió de la cocina.

—¿Sí?

Ella se adelantó hasta donde podía verlo, y se quedó parada en el pasillo.

—Gracias. Me siento mejor ahora —dijo, sonriendo.

—Eres tú quien tiene que pasar aquí todo el día, no yo —dijo Walter, y entró en el escritorio.

Joanna lo vio irse, volvió a la cocina, y echó un vistazo por la abertura hacia el comedor de diario. Pete y Kim, sentados en el suelo, miraban televisión… ¿El presidente Kennedy y el presidente Johnson juntos? ¡Qué raro! No: simplemente figuras que los representaban.

Miró un momento más, fue al fregadero y raspó los últimos platos.

También Dave estaba dispuesto a mudarse en cuanto acabara el período escolar.

—Accedió tan fácilmente, que le hubiera dado las gracias de rodillas —dijo Bobbie por teléfono a la mañana siguiente—. Lo único que espero es resistir hasta junio.

—Bebe agua mineral, por si acaso —bromeó Joanna.

—¿Crees que no? Acabo de mandar a Dave a comprar unas botellas.

Joanna se echó a reír.

—Ríe todo lo que quieras. Por unos pocos centavos diarios, más vale prevenir que lamentar. Además, he resuelto mandar una carta al Departamento de Salud. Pero, ¿cómo lo hago sin dar la impresión de una señora viejita con los tornillos flojos? Ahí está el problema. ¿Quieres ayudarme a escribir y firmar conmigo?

—Seguro. Ven más tarde. Walter está redactando un contrato de fideicomiso, y a lo mejor nos presta algunos vistos y considerandos.

Hizo collages de hojas otoñales con Pete y Kim. Ayudó a Walter a colocar las contraventanas de tormenta y se reunió con él en la ciudad, para ir a una cena de socios-y-sus-esposas: el plomo habitual de cordialidad falsa y auténtica inspección de trapos. Llegó un cheque de la agencia: doscientos dólares, por cuatro usos de su mejor fotografía.

Se encontró con Marge McCormick en el supermercado —sí, había tenido una indisposición, pero ya estaba bien, gracias—; con Frank Roddenberry en la ferretería: —«Hola, Joanna, ¿cómo le va?»— y con la delegada del Comité de Recepción, a la salida.

—Una familia negra viene a vivir en Gwendolyn Lane. Pero yo pienso que eso es bueno. ¿Usted no?

—Sí, yo pienso lo mismo.

—¿Ya tiene todo preparado para el invierno?

—Ahora sí. —Sonriendo le mostró la bolsa de alimento para pájaros que acababa de comprar.

— ¡Aquí es divino! —dijo la delegada del Comité de Recepción—. Usted es la fotógrafa, ¿verdad? ¡Debería tomarse un día de campo!

Llamó a Charmaine y la invitó a almorzar.

—No puedo, Joanna, lo siento mucho. ¡Tengo tanto que hacer en la casa! Tú sabes lo que es eso.

Claude Axhelm llegó un sábado a la tarde, para verla a ella, no a Walter. Llevaba consigo un estuche.

—Tengo un proyecto, en el que trabajo desde hace tiempo en mis horas libres —dijo, dando vueltas por la cocina, mientras Joanna le preparaba una taza de té—. Quizás haya oído hablar de él. He andado buscando cierto número de personas, para que me graben cintas con varias listas de palabras y sílabas. Los hombres lo hacen en la «Asociación», las mujeres en su casa.

—Sí, ya me he enterado.

—Cada persona me dice dónde nació, todos los lugares donde ha vivido, y por cuánto tiempo. —Siguió dando vueltas por la cocina, y tocando al pasar las manijas de los gabinetes—. Más adelante, voy a alimentar con todo eso una computadora, acompañando cada cinta con los correspondientes datos geográficos. Obtenidas las muestras suficientes, estaré en condiciones de alimentar la computadora con una cinta sin datos —deslizó un dedo a lo largo de la arista de una alacena, y miró a Joanna con sus ojos brillantes—: Y aunque sea una cinta muy breve, de unas pocas palabras o una oración, la computadora estará en condiciones de proporcionar una filiación geográfica de la persona: su lugar de origen y los lugares donde ha residido. Una especie de Henry Higgins electrónico. Pero no me interesa solamente como un alarde técnico: lo veo como un instrumento útil en la actividad policial.

—Mi amiga Bobbie Markowe… —empezó Joanna.

—La esposa de Dave, por supuesto.

—…se quedó afónica después de grabar para usted.

—Porque se apresuró demasiado —dijo Claude—. Lo despachó todo en un par de noches. Usted no necesita hacerlo tan rápidamente. Le dejo el grabador. Puede tomarse el tiempo que quiera. ¿Acepta? Sería una gran ayuda para mí.

Llegó Walter del jardín: había estado quemando hojas secas en el fondo, con Pete y Kim. Los dos hombres se saludaron y se estrecharon la mano.

—Perdona —dijo Walter a Joanna—. Debí avisarte que Claude iba a venir a hablar contigo. ¿Crees que podrás ayudarlo?

—Tengo tan poco tiempo disponible…

—Hágalo en los minutos libres. No importa que tarde unas semanas.

—Bueno, si usted no tiene inconveniente en dejar tantos días el grabador…

—Y recibirá un obsequio en retribución —dijo Claude, abriendo el estuche sobre la mesa—.Mire: le dejo una banda extra; usted graba algunas canciones de cuna, o cualquier cosita que acostumbre cantarles a sus pequeños, y yo traslado la grabación a un disco. Si sale alguna noche, la baby sitter podrá hacérselo escuchar.

—¡Oh, qué buena idea! —dijo Joanna.

—Podrías cantar The Goodnight Song y Good Morning Starshine —sugirió Walter.

—Todas las que quiera. Cuantas más, mejor —dijo Claude.

—Será conveniente que vuelva al jardín —dijo Walter—. La fogata sigue encendida. Te veré luego, Claude.

—De acuerdo.

Joanna le dio a Claude su té, y él le enseñó cómo se cargaba y manejaba el elegante grabador de estuche negro. Le entregó ocho carretes de repuesto en sus cajitas amarillas, y una carpeta negra, de hojas crespas y remendadas.

—¡Dios mío! ¡Qué trabajito me espera! —exclamó Joanna, pasando las páginas, mecanografiadas a tres columnas.

—Anda rápido —le aseguró Claude—. No tiene más que articular claramente cada palabra, en su voz normal, y hacer una pequeña pausa antes de la siguiente. Y fíjese que la aguja permanezca en rojo. ¿Quiere practicar?

Compartieron la Cena de Acción de Gracias con Dan, el hermano de Walter, y su familia. La reunión había sido arreglada por la madre de ambos y, de acuerdo con sus intenciones, debía ser una reconciliación entre los dos hermanos, distanciados durante un año, a raíz de una disputa referente a la propiedad paterna. Pero ocurrió que la disputa volvió a estallar con más acritud, porque en el ínterin la propiedad disputada había adquirido más valor. Walter gritó, Dan gritó, la madre de ambos gritó más fuerte, y Joanna tuvo que dar difíciles explicaciones a Pete y a Kim, en el automóvil que los llevaba de vuelta a su casa.

Tomó fotos de Jonathan, el primogénito de Bobbie, aplicado a su microscopio, y de unos peones podando árboles en la carretera de Norwood. Estaba tratando de obtener, como mínimo, doce fotografías de primer orden, para llenar un álbum que deslumbrara a la agencia y la persuadiera de ofrecerle un contrato. La primera nevada cayó una noche cuando Walter estaba en la «Asociación». Joanna la contempló desde la ventana del escritorio: era un polvillo de nieve chispeante, que se arremolinaba en el aire, a la luz de la lámpara eléctrica del poste. Nada del otro mundo. Pero ya vendría más, y con ella juegos, buenas fotografías y el fastidio de las botas y las ropas para nieve.

Del otro lado de la calle, junto a la ventana del living de su casa, estaba sentada Donna Claybrook, lustrando algo que parecía un trofeo deportivo, pule que te pule, con movimientos automáticamente regulados. Joanna la observó y meneó la cabeza. «Las casadas de Stepford no paran un momento», se dijo.

Sonaba como el primer verso de un poema.

Las casadas de Stepford no paran un momento. Tata ta tatata hasta el último aliento. ¿Como robots trabajan? Sí, quedaba bien. Como robots trabajan hasta el último aliento.

Sonrió. ¡Tendría gracia mandar eso a la Crónica!

Fue al escritorio, se sentó y apartó el lápiz que había dejado de señal sobre la página mecanografiada. Escuchó unos segundos (atenta al silencio del piso alto) y puso en marcha el grabador. Con un dedo sobre la página, se inclinó hacia el micrófono, sostenido por el dibujo enmarcado de Ike Mazzard, y articuló cuidadosamente:

—Traba. Trabajo. Trabar. Trabe. Trabilla. Trabo. Trabuco. Tracción. Tractor. Traje. Trajín. Trajo.

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