En la alegría de los hermosos bosques.
Quizá fue ese día, o ese verano, u otro año… Ish alzó los ojos y vio a un joven ante él. Llevaba pantalones de lona azul en buen estado, con unos relucientes ribetes de cobre, y se cubría el torso con la piel de una bestia de la que colgaban aún las afiladas garras. Llevaba un arco en la mano y a la espalda un carcaj donde asomaban los cabos emplumados de unas flechas.
Ish parpadeó, pues el sol le lastimaba los viejos ojos.
—¿Quién eres? —preguntó.
El joven respondió con un tono respetuoso:
—Soy Jack, y tú bien lo sabes, Ish.
En el modo de decir «Ish» no había una familiaridad excesiva con un anciano, sino al contrario, deferencia y hasta temor, como si el nombre fuese un título honorífico.
Ish, desconcertado, entornó los ojos para ver mejor, pues con los años había perdido un poco la vista. Jack tenía el pelo negro, estaba seguro, o quizá gris ahora, pero este muchacho que se presentaba con su nombre llevaba una larga melena rubia.
—Haces mal en burlarte de un viejo —protestó Ish—. Jack es mi hijo mayor y lo reconocería en seguida. Tiene el pelo negro, y es más viejo que tú.
El muchacho, con una risita cortés, respondió:
—Hablas de mi abuelo, y tú bien lo sabes, Ish.
Otra vez el nombre «Ish» tuvo en su boca un sonido extraño. E Ish se sintió sorprendido por la repetición de la fórmula: «Y tú bien lo sabes, Ish».
—¿Eres de los Primeros o de los Otros? —preguntó.
—De los Primeros —dijo el joven.
Ish lo miró atentamente y le asombró que un joven que hacía tiempo había dejado de ser un niño llevara un arco en vez de un fusil.
—¿Por qué no llevas un fusil? —le preguntó.
—Los fusiles no son más que juguetes —dijo Jack con una risa un poco desdeñosa—. No se puede confiar en un fusil, tú bien lo sabes, Ish. Algunas veces el fusil dispara y hace un gran ruido; pero otras veces aprietas el gatillo y sólo se oye un “clic”. —Castañeteó los dedos—. No se puede cazar con fusiles, aunque los viejos dicen que así se hacía antes. En cambio se puede confiar en las flechas. Vuelan siempre. Y además… —y aquí el muchacho se irguió orgullosamente—, además es necesario ser fuerte y hábil para matar con el arco. Cualquiera, parece, podía matar con un fusil, tú bien lo sabes, Ish.
—Muéstrame una flecha —dijo Ish.
El joven sacó una flecha del carcaj, la miró, y se la tendió.
—Es una buena flecha —dijo—, la hice yo mismo.
Ish miró la flecha y la sopesó. No era un juguete de niño. De un metro de largo, había sido tallada en buena madera, y redondeada y alisada. Llevaba unas plumas en el cabo, pero Ish no pudo reconocer de qué ave eran. Los dedos le decían, sin embargo, que habían sido muy cuidadosamente dispuestas. Así la flecha giraría en el aire como una bala de fusil y llegaría muy lejos.
En seguida examinó la punta de la flecha, con el tacto más que con la vista. Era una punta muy afilada. Se pinchó el pulgar. Sus asperezas le revelaban que era de metal trabajado con martillo. El color parecía ser de un blanco plateado.
—¿De qué está hecha? —preguntó.
—De una de esas cosas redondas con figuras. Los viejos les daban un nombre, pero lo olvidé.
El joven se detuvo como para que Ish le informara, pero no recibió respuesta y continuó, orgulloso de saber tanto sobre flechas:
—Las encontramos en las viejas casas. Hay cajas y cajones llenos. A veces están guardadas en rollos muy pesados. Algunas son rojas y otras blancas como ésta. Hay dos clases de blancas. Unas tienen la figura de un toro con una joroba. Ésas no sirven, son muy duras.
Ish reflexionó y comprendió.
—¿Y esta punta blanca? —preguntó—. ¿Tenía también una figura?
Jack tomó la flecha de las manos de Ish, miró, y se la devolvió.
—Todas tienen figuras —dijo—. Ésta no se borró del todo. Es una mujer con alas en la cabeza. En otras hay halcones, aunque no verdaderos halcones. —Jack estaba contento de poder hablar—. En otras, hombres; por lo menos parecen hombres. Uno tiene barba, y otro el pelo largo hacia atrás, y otro una cara seria sin barba y pelo corto y gran mandíbula.
—¿Sabes tú quiénes son esos hombres?
—Oh, creemos, y tú bien lo sabes, Ish, que son los Antiguos, que vivieron antes que nuestros Antiguos.
Como no cayó ningún rayo del cielo, e Ish no parecía disgustado, Jack continuó:
—Sí, así habrá sido, y tú bien lo sabes, Ish. Los hombres, los halcones, y los toros. Quizá las mujeres con alas nacieron de un halcón y una mujer. Pero los Antiguos no se ofenden porque usemos sus figuras para hacer puntas de flecha. Eso me asombra. Quizá son demasiado grandes para ocuparse de cosas tan pequeñas o quizás hicieron sus obras hace mucho tiempo, y ahora están viejos y cansados.
Jack calló e Ish comprendió que el muchacho estaba orgulloso de su propia elocuencia y quería decir algo más. Por lo menos no le faltaba imaginación.
—Sí —continuó Jack—, se me ocurrió algo. Nuestros Antiguos, los americanos, hicieron las casas y los puentes, y las cosas redondas que usamos para las puntas de las flechas; pero los otros, los Antiguos de los Antiguos, hicieron quizá las lomas y el sol y hasta a los mismos americanos.
Aunque era demasiado fácil reírse de la ingenuidad de Jack, Ish no pudo resistir a la tentación de una broma.
—Sí —dijo—, he oído decir que los Antiguos hicieron a los americanos, pero dudo que hayan creado las lomas y el sol.
Jack no comprendió, pero sintió que en el tono de Ish había cierta ironía, y guardó silencio.
—Háblame de las puntas de flechas —dijo Ish—. No me interesa la cosmogonía.
Dijo la última palabra con humor malicioso, pues sabía que Jack no podría entenderla, pero quedaría impresionado por el sonido.
—Sí, las puntas de flechas —dijo el otro titubeando. Al fin continuó—: Empleamos las rojas y las blancas. Las rojas para los toros y pumas. Las blancas para los ciervos y la caza menor.
—¿Y eso por qué? —preguntó Ish, pues su racionalismo se rebelaba contra aquellas supersticiones ridículas.
—¿Por qué? ¿Por qué? ¿Quién sabe por qué? Excepto, tú, ¡Ish! Es así. —Titubeó otra vez y el sol atrajo su atención—. Sí, es como el sol que da vueltas alrededor de la tierra. Pero naturalmente nadie sabe por qué, ni se lo pregunta. ¿Y por qué tendría que haber un por qué?
Jack sonrió gravemente como un filósofo que acaba de expresar una verdad eterna. E Ish reflexionó y se preguntó si aquella aparente ingenuidad no ocultaba algo profundo. ¿Se había encontrado alguna vez respuesta a esos por qué? Quizá las cosas existían, y nada más.
Sin embargo, Ish estaba seguro, el argumento era falso. La vida humana sin causalidad era inconcebible. Estas puntas de flecha de distintos colores lo probaban. Pero la relación causa-efecto era absurda. El joven creía que para matar toros y pumas las puntas de flecha debían ser de cobre, mientras que la plata convenía a los ciervos y la caza menor. Sin embargo, las puntas de los dos metales eran igualmente duras y puntiagudas. Para aquellas mentes primitivas, el factor determinante era el color. Superstición pura.
Ish sintió renacer en su interior su viejo odio por las falsas ideas. A pesar de sus años, no pudo evitar romper una última lanza en favor de la verdad.
—¡No! —gritó, tan bruscamente que Jack se sobresaltó—. No, no es cierto. Blancas o rojas, las puntas de flecha…
Y se detuvo. No, era mejor callar. Creía oír una hermosa voz de contralto que le decía al oído: «Calma». Podía llegar a persuadir a aquel joven que era sin duda inteligente e imaginativo, como lo había sido el pequeño Joey. ¿Pero qué ganaría? Jack quedaría desconcertado y se sentiría incómodo entre los otros. Las puntas de flecha de cobre no eran, al fin y al cabo, menos eficaces, y si los cazadores les atribuían un poder mágico, este pensamiento los haría más valientes y daría mayor firmeza a su pulso.
Ish calló pues, sonrió al joven, y miró otra vez la flecha.
Se le ocurrió algo, y preguntó:
—Esas cosas redondas, ¿las encontráis fácilmente?
El muchacho se rió como si la pregunta fuese absurda.
—Oh, sí —dijo—. Podríamos pasarnos la vida haciendo puntas de flecha.
Era probablemente cierto, pensó Ish. Aunque hubiese ahora cien hombres en la Tribu, había miles y miles de monedas en los cajones de los armarios y en las cajas fuertes sólo en aquel rincón de la ciudad. Y cuando se agotaran las monedas, utilizarían las piezas de cobre de los teléfonos. Al fabricar el primer arco, recordó, había imaginado que la Tribu le pondría a sus flechas puntas de piedra. Pero habían tomado un atajo y ya trabajaban el metal. Quizá sus descendientes habían superado ya el momento crítico. Habían dejado de olvidar, y aprendían. En vez de deslizarse hacia el salvajismo, se mantenían en un mismo nivel, o habían empezado a subir. Al darles los arcos, los había ayudado realmente. Ish se sintió contento.
—Es una hermosa flecha —declaró tendiéndosela a Jack, aunque en verdad no sabía mucho de flechas.
En la cara de Jack brilló una sonrisa de felicidad, e Ish notó que hacía una marca en el cabo antes de meterla en el carcaj, como para poder reconocerla entre las otras. Y de pronto, Ish sintió una inmensa ternura. Desde que era viejo, y se pasaba las horas sentado en la loma, no había sentido nunca una emoción semejante. Este Jack, que pertenecía a los Primeros, era su biznieto y era también biznieto de Em. Ish lo miró con afecto y le hizo una pregunta inesperada.
—Muchacho —dijo—, ¿eres feliz?
Jack pareció perplejo y miró a todos lados antes de responder.
—Sí —dijo al fin—, soy feliz. La vida es como es, y yo soy parte de la vida.
¿Qué sentido tenía esta frase?, se preguntó Ish. ¿Era la fórmula ingenua de un semisalvaje, o quizás ocultaba una profunda filosofía? No pudo decidirlo. Y mientras reflexionaba, la niebla le invadió otra vez la mente. Aquellas palabras, tan raras, le parecían familiares. No creía, sin embargo, haberlas oído nunca, pero una persona que había conocido en otro tiempo podía haberlas dicho. Pues el muchacho no había preguntado, había afirmado. Ish no podía recordar quién había sido esa persona, pero tuvo una impresión de tibieza y dulzura.
Cuando salió de su ensueño y alzó otra vez los ojos, estaba solo. En realidad era incapaz de recordar si había conversado con el muchacho aquel mismo día, u otro día, o quizás otro verano.
Una mañana, Ish despertó tan temprano que su cuarto estaba todavía en penumbras. Se quedó inmóvil, sin saber dónde estaba, y durante un momento creyó haber vuelto a los años de su infancia cuando se metía al alba en la cama de su madre, para calentarse. En seguida, en unos pocos segundos, su pensamiento franqueó años, y tendió la mano hacia Em, que sin duda dormía junto a él. Pero no. Em había muerto. Luego pensó en su otra mujer. Tampoco estaba allí. Hacía mucho tiempo se la había dado a otro hombre, más joven, pues una mujer debía tener hijos para que la Tribu creciera y retrocedieran las tinieblas. Y comprendió entonces que era muy viejo y que estaba solo en su cama. Sin embargo, era siempre la misma cama, y el mismo cuarto.
Tenía la garganta seca. Al cabo de un rato, dejó lentamente la cama, y tambaleándose sobre sus viejas piernas anquilosadas, fue hacia el baño para beber un poco de agua. Al entrar alzó la mano para encender la luz eléctrica. Se oyó un ruidito familiar, y la claridad inundó el cuarto. En seguida se encontró otra vez en penumbras, y comprendió que la luz no se había encendido. No había habido luz eléctrica desde hacía años y no la habría nunca más. El sonido del interruptor había engañado su viejo cerebro y le había dado la ilusión de la luz. Pero no se preocupó, pues no era la primera vez que ocurría.
Abrió el grifo de la palangana. No salió agua. Y recordó que el agua había dejado de correr hacía años.
No podía beber, pero la sed no era mucha. Tenía la garganta seca, simplemente. Tragó saliva varias veces y se sintió mejor. Volvió a su dormitorio y se detuvo, olfateando. Con el curso del tiempo, los olores habían cambiado varias veces. Muy lejos, en el pasado, el aire había tenido el olor característico de las grandes ciudades. Luego había seguido el olor de los campos y las hojas. Y más tarde, ese olor se había desvanecido y ahora en las casas sólo se respiraba un olor de vejez y moho. Ish se había habituado a él y ya no lo notaba. Pero aquella mañana había un humo acre en el aire. Por eso se había despertado; pero no sintió ningún temor y se acostó otra vez.
Un viento del norte agitaba los pinos que ahora rodeaban la casa, y las ramas silbaban y golpeaban los vidrios y los muros.
El ruido le impedía dormir. Hubiera querido saber la hora, pero desde hacía muchos años no daba cuerda a los relojes. ¿Qué importaba el tiempo cuando no había citas a las que acudir, ni horarios de trabajo? Las costumbres habían cambiado radicalmente, y él estaba tan viejo que ya casi no vivía. En cierto sentido parecía como si hubiese dejado el tiempo por la eternidad.
Estaba solo en la vieja casa. Los otros dormían en otras partes, o al aire libre en verano. La vieja mansión, con sus fantasmas del pasado, no atraía a nadie. Pero para Ish los muertos estaban más cerca que los vivos.
A falta de reloj, unos vagos resplandores le indicaban que el sol no tardaría en salir. Había dormido bastante para un viejo. Seguiría dando vueltas y vueltas en su cama hasta que alguien —y esperaba que fuese el muchacho llamado Jack— viniese a traerle el desayuno. Sería un hueso de ternera bien cocido, que él podría chupar, y un poco de harina de maíz hervida. La Tribu lo colmaba de atenciones. Se le reservaba especialmente la harina de maíz, un producto raro. Se enviaba a alguien para que le llevara el martillo y lo ayudara a caminar hasta la loma donde se sentaba los días de sol. Casi siempre era Jack quien venía. Sí, lo cuidaban y protegían, aunque era un viejo inútil. Pero a veces los jóvenes que lo creían un dios se impacientaban y lo apremiaban para que respondiese a sus preguntas.
El viento seguía soplando y las ramas azotaban los muros. Pero tenía sueño aún, y al cabo de un rato se durmió, a pesar del ruido.
Los pasos de la montaña y los largos terraplenes de las carreteras parecerían, aun dentro de mil años, estrechos valles y pliegues. Las grandes masas de cemento de las presas durarán como el granito.
Pero el acero y la madera perecerán. Los devorarán tres fuegos.
El más lento de todos es el fuego de la herrumbre, que quema el acero. Concededle algunos siglos, y el puente orgulloso que cruza el abismo sólo será un poco de ceniza roja en las orillas.
Más rápido es el fuego de la podredumbre que ataca la madera.
Pero el fuego más rápido es el de las llamas.
De pronto, Ish sintió que alguien lo sacudía. Se despertó sobresaltado. Y al abrir los viejos ojos, vio a Jack inclinado sobre él; el joven tenía el rostro crispado por el terror.
—¡Levántate! ¡Levántate, rápido! —gritó Jack.
Aguijoneados por aquel brusco despertar, la mente y el cuerpo de Ish parecieron moverse más rápidamente que de costumbre. Con ayuda de Jack se puso algunas ropas. Ahora había un humo espeso en la habitación. Ish tosió; le lagrimeaban los ojos. Afuera se oía crepitar la madera. Bajaron precipitadamente. Al salir de la casa, la fuerza del viento asombró a Ish. El humo huía ante las ráfagas en un torbellino de hojas y ramitas encendidas.
El siniestro no era sorprendente. Ish lo había previsto hacía tiempo. Todos los años la avena silvestre crecía y se secaba en el mismo lugar. Todos los años los jardines desiertos eran más y más un depósito de hojas muertas. Sólo era cuestión de tiempo. Un día el fuego encendido por algún cazador provocaría un incendio. Avivadas por el viento, las llamas devastarían esta orilla de la bahía como habían devastado la otra.
Llegaban a la acera cuando el fuego creció en las malezas que rodeaban la casa vecina. Ish retrocedió. Jack lo arrastró lejos de las llamas. En ese momento Ish advirtió que había olvidado algo, aunque no sabía qué.
Se encontraron con otros dos muchachos, que miraban el fuego. Entonces Ish recordó:
—¡El martillo! —gritó—. ¡He olvidado el martillo!
En seguida se arrepintió de haber gritado tanto por una pequeñez, y en un momento tan crítico. El martillo no tenía importancia. Pero vio asombrado que sus palabras consternaban a los muchachos. Los tres se miraron, aterrados. Al fin, Jack se volvió bruscamente y corrió hacia la casa, hundiéndose en la espesa humareda que subía de los matorrales del jardín.
—Vuelve, vuelve —le gritó Ish, pero su voz no era muy fuerte, y el humo lo sofocaba.
Sería horrible, pensó, que Jack muriera en el incendio a causa de un simple martillo.
Pero Jack volvió sano y salvo, corriendo, con la piel de puma un poco chamuscada. Los otros dos jóvenes mostraron una rara alegría al ver que traía el martillo.
No podían quedarse allí, evidentemente. Las llamas se acercaban.
—¿Adónde vamos, Ish? —preguntó uno de los muchachos.
A Ish le asombró que consultaran a un viejo, incapaz de decidir rápidamente. Luego recordó que cuando los jóvenes salían de caza le preguntaban también adónde debían ir. Si callaba, lo pellizcaban. No le gustaba que lo pellizcaran e interrogó su viejo cerebro. Los muchachos podrían correr y salvarse, pero él no tendría fuerzas para seguirlos. Pensó con una intensidad que no conocía desde hacía tiempo. No tenía deseos de morir quemado con sus amigos, ni de que lo molestaran. Pensó en la roca donde en otro tiempo habían grabado los números de los años. Alrededor había otras piedras altas y desnudas, que no ofrecían alimento al fuego.
—Vamos a las rocas —ordenó, y ellos entendieron en seguida de qué hablaba.
A pesar de la ayuda de los jóvenes, Ish llegó agotado. Se acostó, sin aliento, y poco a poco recobró las fuerzas. El incendio continuaba su obra devastadora, pero allí no corrían peligro. Se habían refugiado entre dos rocas inclinadas, que se tocaban casi en la punta y parecían encontrarse formando una gruta natural.
Ish cayó en un sueño que era casi un desmayo, pues aquella huida precipitada había afectado su viejo corazón. Cuando recuperó el sentido, se quedó inmóvil, feliz, con una lucidez a la que no estaba ya acostumbrado.
Sí, pensó, la sequedad del otoño y los vientos del norte favorecen los incendios. Y este otoño sigue al verano en que conocí a Jack, cuando hablamos de puntas de flechas. Desde entonces Jack me cuida; se lo ordenó la Tribu seguramente. Al fin y al cabo soy muy importante, soy un dios. No, no soy un dios, pero sí quizás el oráculo de un dios. No, tampoco es así. Me rodean de cuidados y atenciones porque soy el último americano.
Y otra vez, aún con la fatiga de la larga carrera, se durmió, o se desmayó.
Al cabo de un rato, despertó nuevamente, y pensó que no había dormido mucho, pues las llamas aún crepitaban. Al abrir los ojos, vio la bóveda gris de la roca y comprendió que estaba acostado de espaldas. Oyó el ruido de unos pies que se arrastraban y el ladrido de un perro.
Tenía la mente aún más lúcida que hacía un rato, tan lúcida que se sorprendió en un principio, y luego se asustó un poco pues tenía la impresión de ver el futuro al mismo tiempo que el presente.
Este segundo mundo… ha desaparecido también, pensó, y sus pensamientos brillaron y oscilaron como la llama de una vela. He visto cómo se hundía el enorme mundo de antes. Ahora desaparece este pequeño mundo, mi segundo mundo. Lo devoran las llamas. El fuego que conocemos desde hace tanto tiempo, el fuego que nos calienta y que nos destruye. Se decía antes que las bombas nos obligarían a vivir otra vez en las cavernas. Y bien, henos aquí en una caverna, aunque no llegamos por el camino que todos preveían. He sobrevivido a la pérdida del mundo grande, pero no sobreviviré a la destrucción de este mundo pequeño. Soy viejo, y hoy pienso con claridad. Estoy seguro. Es el presagio del fin. Salimos de la caverna, y volvemos a la caverna.
A Ish se le habían aclarado también los ojos, no sólo la mente. Al cabo de un momento, se sintió bastante fuerte como para sentarse y mirar alrededor. Vio sorprendido que además de los tres jóvenes había en la cueva dos perros. Eran perros que se utilizaban para la caza, no muy grandes, de pelo negro y blanco; perros de pastor, se los hubiera llamado en los viejos días. Parecían inteligentes y bien enseñados, y estaban quietos y silenciosos.
Ish se volvió en seguida hacia los jóvenes. Ahora que veía a la vez el pasado, el presente y el futuro, podía reconocer en los tres muchachos la unión de las tres épocas. Todos vestían como Jack. Calzaban unos zapatos de piel de ciervo, y llevaban pantalones de lona con guarniciones de cobre. Se cubrían el torso con pieles de puma, y las garras les colgaban a la espalda. Todos llevaban su arco y carcaj con flechas, y un cuchillo a la cintura. Uno tenía una lanza tan alta como él. Ish la miró con atención y vio que terminaba en un viejo cuchillo de carnicero. La hoja, de unos cuarenta centímetros de largo, era un arma temible.
Ish miró entonces los rostros de los muchachos y vio que no se parecían a los rostros de los hombres de su tiempo. Eran serenos, y sin huellas de temor, preocupaciones o fatiga.
—¡Hola! —dijo uno de los muchachos señalando a Ish con un movimiento de cabeza—. ¡Está mejor! Nos mira.
Había alegría en su voz e Ish lo miró con ternura, y recordó que poco antes había temido que ese mismo muchacho lo pellizcara.
Algo le parecía asombroso; después de tantos años, aquellos muchachos hablaban todavía un idioma que en otro tiempo las gentes llamaban inglés.
Pero en realidad ese idioma ya no era el mismo. El acento había cambiado.
El humo penetraba ahora entre las rocas y lo hacía toser. Las llamas crepitaban más cerca. Debía de arder alguna casa o algún árbol próximo. Los perros gimieron. Pero el aire seguía siendo fresco e Ish no se asustó.
Se preguntó qué les habría pasado a los otros. La Tribu contaba ahora con algunos centenares de miembros. Pero estaba demasiado cansado para hacer preguntas, y la calma de los jóvenes permitía suponer que todos estaban sanos y salvos. Seguramente, pensó, se habían alejado a la primera amenaza de incendio, y quizás, en el último instante, Jack se había acordado del viejo que era también un dios y dormía solo en su casa.
Sí, ahora lo más simple era quedarse quieto y mirar y reflexionar sin hacer preguntas. Observó otra vez a los muchachos.
Uno de ellos jugaba ahora con un perro. Adelantaba la mano y la retiraba y el perro trataba de atraparla con alegres gruñidos. El animal y el muchacho parecían compartir la misma sencilla felicidad. Otro de los jóvenes tallaba una madera de pino. El cuchillo iba formando una figura que apareció poco a poco ante Ish. E Ish sonrió, pues la figura tenía caderas anchas y pechos abundantes; los jóvenes no habían cambiado mucho.
Aunque no conocía sus nombres, salvo el de Jack, todos debían de ser nietos o bisnietos suyos. Sentados en aquella gruta, entre dos altas rocas, jugaban con un perro o esculpían figuras mientras a su alrededor rugía el fuego. La civilización había desaparecido hacía muchos años, ahora ardían los últimos restos de la ciudad, y sin embargo, aquellos tres jóvenes parecían felices.
¿Todo había sido para bien, en el mejor de los mundos? ¡Salimos de la caverna y volvemos a la caverna! Si el elegido no hubiese muerto, si hubieran nacido otros parecidos a él, todo sería diferente. Oh, Joey, Joey. Pero ¿no era mejor así?
De pronto sintió deseos de vivir mucho tiempo, cien años más, y otros cien. Se había pasado la vida observando a los hombres y hubiese querido seguir así indefinidamente. El siglo siguiente, y el milenio siguiente serían épocas interesantes.
Luego, según la costumbre de los ancianos, cayó en una somnolencia entre el pensamiento y el sueño.
Y las tribus viven aisladas y siguen sus propios caminos, y debido a las características de los sobrevivientes y el lugar, hay más diferencias entre los hombres que en los primeros días del mundo.
Algunos viven temiendo el infierno y no satisfacen ninguna necesidad natural sin una plegaria. Desafían a las mareas en sus botes, se alimentan de peces y moluscos, y recolectan algas.
Otros, de piel más oscura, hablan distinto lenguaje y adoran a una madre y un niño oscuros como ellos. Crían caballos y pavos, cultivan maíz en las llanuras a orillas del río, cazan conejos con trampas y no tienen arcos.
Otros son más oscuros aún. Hablan inglés, con una voz pastosa, y no pueden pronunciar la r. Crían cerdos y gallinas y siembran trigo. Cultivan también algodón, pero sólo para ofrecérselo a su dios, pues saben que es un símbolo de poder. El dios que adoran tiene la figura de un lagarto y se llama Olsaytn…
Otros tiran con habilidad el arco y la flecha y amaestran perros de caza. Discuten en los debates y asambleas. Sus mujeres caminan orgullosamente. El símbolo de su dios es un martillo, pero no le rinden grandes homenajes.
Hay muchos otros, todos diferentes. Con el curso de los años, las tribus se multiplicarán y se aliarán con matrimonios y amistades. Luego, según quiera el ciego destino, nacerán nuevas civilizaciones y estallarán nuevas guerras.
Pasó el tiempo y tuvieron hambre y sed. El fuego se había apagado en algunos sitios, y uno de los jóvenes salió a reconocer el terreno. Al rato volvió con una vieja tetera que había llenado de agua en un manantial. Se la ofreció ante todo a Ish, que bebió a grandes tragos. Después bebieron los otros.
Luego el muchacho sacó una lata del bolsillo. Había perdido el marbete y parecía herrumbrada. Los tres jóvenes discutieron si convendría o no comer el contenido de la lata. Algunas personas habían muerto, declaró uno, por haber comido conservas. No pensaron en pedirle consejo a Ish. Uno dijo que como faltaba el dibujo con un pescado o frutas, no se podía saber qué comida era. Otro declaró entonces que una lata con herrumbre siempre es peligrosa, aunque se sepa qué hay dentro.
Si Ish hubiera entrado en la discusión, les hubiera aconsejado abrir la lata, para examinar el contenido. Pero la vejez le había dado sabiduría y experiencia, y sabía que discutían por el gusto de discutir, y que al fin se pondrían de acuerdo.
Al cabo de un rato, en efecto, abrieron la lata con un cuchillo y descubrieron una sustancia rojiza. Ish reconoció el salmón. El olor era agradable; la herrumbre había respetado el interior de la lata. Repartieron el salmón entre los cuatro.
Ish no comía salmón desde hacía mucho tiempo. La carne se había oscurecido y tenía poco gusto, pero su sabor, o falta de sabor, decidió, se debía quizás a su envejecido paladar. Si no le costase tanto hablar, les hubiera dado a aquellos jóvenes una conferencia sobre los milagros que les permitían comer aquella porción de salmón. Lo habían pescado hacía muchos años, probablemente en las costas de Alaska, a más de mil quinientos kilómetros. Pero los muchachos no lo hubieran entendido. Conocían el océano, que estaba muy cerca. Pero eran incapaces de representarse un buque en alta mar, y no podían imaginar largas distancias.
Ish se contentó con comer en silencio, sin dejar de mirar a los muchachos, sobre todo a aquel que se llamaba Jack. La vida no le había sido fácil. Tenía una cicatriz en el brazo derecho, y si los ojos no lo engañaban a Ish, algún accidente le había torcido la mano izquierda. Sí, Jack había sufrido, y sin embargo en su rostro, como en los de los otros, no había arrugas ni sombras.
Otra vez sintió Ish aquella ternura. A pesar de la cicatriz y la mano torcida, el joven parecía inocente como un niño, e Ish se preguntó si algún día el mundo no lo atacaría y lo sorprendería, indefenso. Recordó la pregunta que le había hecho a Jack: «¿Eres feliz?» Y Jack había respondido de un modo tan raro que Ish no sabía si había oído bien. Ya otras veces le había ocurrido algo parecido. El lenguaje había sufrido pocos cambios, pero las ideas y sentimientos de antes habían desaparecido. Quizá nadie veía ya una clara diferencia entre la alegría y la pena, como en los tiempos de la vieja civilización. Quién sabe si no se habían borrado también otras diferencias.
Quizá Jack no había comprendido exactamente la pregunta de Ish cuando había respondido: «Sí, soy feliz. La vida es como es, y yo soy parte de la vida».
Por lo menos, la alegría no había dejado la tierra. Mientras Ish descansaba, los jóvenes jugueteaban con los perros o bromeaban entre ellos. Reían a menudo, y por nada. Y el que tallaba la estatuilla, silbaba una canción. Era una canción alegre, que a Ish le parecía familiar, aunque había olvidado el nombre y la letra. Era una canción que evocaba campanas, y nieve, y luces verdes y rojas, y una fiesta. Sí, seguramente había sido una canción muy alegre en los viejos días, y ahora parecía más alegre que nunca. La alegría había sobrevivido al Gran Desastre.
¡El Gran Desastre! Ish no pensaba en aquellas palabras desde hacía tiempo. Ahora le parecían sin sentido. Si los hombres de los viejos días no hubiesen sido víctimas de una epidemia, lo habrían sido del tiempo. Qué importaba que todos hubieran muerto en algunos meses o más lentamente con el curso de los años. En cuanto a la pérdida de la civilización…
El joven silbaba animadamente, e Ish recordó las primeras palabras de la canción: «Oh, qué alegría…». Podía preguntarle cómo seguía al escultor. Pero se encontraba demasiado cansado para formular preguntas. Aunque tenía la mente clara, de una lucidez casi aterradora.
¿Qué significa esto?, se preguntó Ish. ¿Por qué mi mente está tan despierta? ¿Por la emoción del brusco despertar y la huida de la casa en llamas? Sólo sabía que nunca había pensado tan claramente.
Le asombró la confianza y la serenidad de los jóvenes mientras todo ardía afuera. No sabía cómo explicárselo. Quizá, pensaba, se debía a alguna diferencia entre el presente y los días de la civilización. En los viejos días estos jóvenes hubiesen sido rivales, pues los hombres eran demasiado numerosos. Entonces los seres humanos no prestaban mucha atención al mundo exterior, pues se creían más fuertes que él. Sólo pensaban en vencerse mutuamente, y hasta los hermanos desconfiaban unos de otros. Pero ahora la población era escasa. Estos muchachos ambulaban libremente con el arco en la mano, seguidos por algún perro. Pero de cuando en cuando necesitaban un camarada.
Sin embargo, y a pesar de la claridad de su mente, Ish no estaba seguro de haber descubierto la verdad. Al mediodía, el incendio se había alejado para alimentarse de otras regiones todavía intactas. Ish y los tres muchachos dejaron la caverna y, evitando los sitios aún cubiertos de cenizas ardientes, descendieron la falda de la colina y fueron hacia el sur. Los jóvenes seguían evidentemente un itinerario ya establecido.
Ish no hizo preguntas; debía recurrir a todas sus fuerzas para poder seguirlos. Los muchachos lo esperaban pacientemente, y a menudo Ish se apoyaba en ellos. Cuando caía la tarde, e Ish ya no podía tenerse en pie, levantaron un campamento a orillas de un arroyo. Gracias a los caprichos del viento y la frescura de la vegetación, las llamas habían respetado aquellos sitios.
Por el lecho del arroyo corría un hilo de agua. El ganado y los ciervos habían huido ante el fuego, pero los conejos y las codornices se habían ocultado entre las hojas. Los jóvenes se dispersaron armados de sus arcos y volvieron con varias piezas. Uno de ellos, sin duda por costumbre, se puso a encender un fuego con una barrena de arco; los otros se rieron de él y trajeron algunas brasas del incendio.
La comida le ayudó a Ish a recobrar fuerzas. Miró a su alrededor, vio las ruinas de un gran edificio, y comprendió que habían acampado en el parque universitario. A pesar de su fatiga, se incorporó y distinguió los muros de la biblioteca, a un centenar de metros. El fuego había destruido los árboles de alrededor sin tocar las piedras. Todos los volúmenes, el archivo de la humanidad, estaban aún intactos. ¿Para quién? Ish no intentó responder a la pregunta. Las reglas del juego habían cambiado. ¿Para bien o para mal? No podía decirlo. En todo caso, poco le importaba ahora que la biblioteca se conservara o destruyera. ¿Sabiduría o vejez? ¿O simplemente desesperanza y resignación?
Se despertó varias veces durante la noche, tiritando de frío, y envidió a los jóvenes que dormían profundamente. Sin embargo, logró descansar algunas horas, y como estaba tan fatigado, no tuvo ningún sueño.
Despertó al amanecer, bastante débil pero con la mente despejada.
Es raro, pensó. En estos últimos años no entendía muy bien qué pasaba a mi alrededor, cosa común en un viejo. Y desde ayer, veo todo y oigo todo. ¿Qué significa esto?
Miró a los jóvenes, que preparaban el desayuno. El escultor silbaba alegremente la canción que le hablaba a Ish de campanas y felicidad. Y él, Ish, tenía la mente clara, «clara como el tañido de una campana».
Lo oí alguna vez, se dijo ordenando silenciosamente sus pensamientos, según una vieja costumbre que había crecido con los años. Sí, lo oí alguna vez, o más probablemente lo leí en algún libro. La mente de un hombre se aclara poco antes de la muerte. Pues bien, soy muy viejo, y no me quejaré. Si fuese católico, y no hubiesen desaparecido los sacerdotes y las iglesias, me gustaría confesarme.
Sentado a orillas del arroyo, sintiendo aún el olor acre del humo, y con los edificios de la universidad a su espalda, Ish revisó su vida e hizo una lista de sus pecados y virtudes. Antes de despedirse de la vida, aunque todo hubiera cambiado en el mundo, era necesario estar en paz consigo mismo, pensó, y preguntarse si se ha acercado uno a los propios ideales. Cualquier hombre puede juzgarse de este modo, sin necesidad de religión ni sacerdotes.
Al terminar su examen de conciencia, no se sintió perturbado. Había cometido errores, pero siempre había buscado la justicia. Llevado por el Gran Desastre a circunstancias sin precedentes, había dado pruebas de coraje, y su vida, así lo esperaba al menos, no había sido inútil.
En ese momento, uno de los muchachos le trajo un bocado de algo que habían asado al fuego.
—Toma, Ish —dijo el muchacho—, un ala de codorniz, tú bien lo sabes.
Ish le dio las gracias y comió la carne felicitándose de haber conservado los dientes. El humo de la leña había dado a la carne tierna un delicioso sabor.
¿Por qué pensaré que voy a morir?, se preguntó. La vida es hermosa, y soy el último americano.
No se unió a la conversación de los jóvenes y no hizo preguntas sobre los proyectos del día. En realidad se sentía como si ya no perteneciera a esta tierra, a la que sin embargo seguía queriendo.
Después del desayuno, se oyó un grito lejano, y al rato apareció otro personaje. Hubo entonces una larga discusión, que Ish no intentó seguir. Comprendió sin embargo que toda la Tribu se mudaba a una región lacustre que el incendio no había tocado. Era un sitio magnífico, según el recién venido. Los tres compañeros de Ish protestaban, pues no habían sido consultados. Pero el otro explicó que el proyecto, sometido a la asamblea de la Tribu, había sido aprobado por unanimidad. Los tres jóvenes cedieron.
Aquel mismo incidente alegró a Ish. Él había sido el iniciador de las reuniones de la Tribu. Pero recordó entonces a Charlie y sintió pena y remordimiento.
Casi en seguida se prepararon a reiniciar la marcha. Ish estaba tan débil que apenas podía sostenerse en pie. Los jóvenes decidieron que se turnarían y lo llevarían a hombros, y se pusieron en camino. Suprimido el obstáculo de la lentitud de Ish, iban más rápido que el día anterior. Los muchachos bromeaban a propósito del poco peso de Ish, y se preguntaban entre risas por qué los viejos serían tan flacos. Ish se alegraba de no ser una carga excesiva; uno de los muchachos declaró que el martillo pesaba más que Ish.
Quizás el traqueteo afectó a Ish, pues descubrió que las nieblas le invadían otra vez el cerebro. Ni siquiera veía en qué dirección iban. Sólo de cuando en cuando se daba cuenta de algún incidente.
Después de haber marchado largo rato, salieron de la región incendiada y llegaron a una parte de la ciudad que el fuego no había alcanzado. El aire era muy húmedo. Ish tuvo un escalofrío y pensó que el viento había cambiado y estaban ahora cerca del puerto. En aquel barrio había ruinas de fábricas. Ish vio también unas vías de ferrocarril. Las malezas y los árboles lo invadían todo, pero la sequedad de los largos veranos había impedido que la región se convirtiese en una selva, y aquí y allá unos claros con hierbas facilitaban la marcha. Pero más a menudo seguían el asfalto de las calles, roto, agrietado, invadido por el musgo y las plantas salvajes. Aunque en aquel laberinto sólo podían guiarse por la posición del sol, o algún punto lejano.
Al atravesar una espesura, algo atrajo la atención de Ish, que tendió la mano y gritó. Los muchachos se detuvieron riéndose a carcajadas. Uno de ellos fue a buscar lo que había atraído a Ish. Ish se sintió muy contento y todos se rieron de él, alegremente, como de un niño.
Ish no se molestó. Tenía lo que quería. Era una flor escarlata, un geranio que se había adaptado a las nuevas condiciones y crecía como antes. Pero lo que había atraído a Ish era el color del geranio. El rojo casi había desaparecido de la superficie de la tierra. Antes había habido como un llamear de púrpuras y bermellones. Ahora el mundo era una discreta armonía de azules, verdes y castaños.
Pero sacudido por la marcha rápida del muchacho que lo llevaba a hombros, Ish perdió otra vez la conciencia. Cuanto volvió en sí, advirtió que lo habían acostado en la hierba, y había perdido la flor en alguna parte. Los muchachos estaban sentados, descansando. Alzó la cabeza y vio un pilón con unas letras: U.S. CALIFORNIA, y luego unos números, un 4 y un 0. Hacía mucho tiempo que no veía números y tardó en reconocer que aquellos dos se leían «cuarenta».
Entonces esta ruta que apenas puede verse bajo las hierbas y matorrales, pensó, es la vieja ruta 40 que lleva al este. Tenía seis calzadas de ancho. Pronto llegaremos al puente.
La mente se le nubló otra vez, hasta que de nuevo hicieron alto. Pero ahora no descansaron en la hierba. En ese momento lo llevaba Jack, y por encima del hombro del muchacho, Ish vio ante ellos al dueño de la lanza. Los otros dos tenían los arcos en la mano, con una flecha en la cuerda. Los dos perros, agazapados, gruñían sordamente. A cierta distancia, un enorme puma cerraba el camino.
El puma parecía prepararse para saltar. Los hombres y los perros aguardaban. Pasaron así algunos segundos.
De pronto, el que llevaba la lanza habló con una voz baja y serena:
—No nos atacará.
—¿Disparo? —preguntó otro.
—No seas loco —replicó el primero.
Retrocedieron un poco, dando un rodeo por la derecha, reteniendo a los perros, para que no excitaran y alarmaran al puma. La fiera quedó dueña del camino. Ish estaba asombrado. Los jóvenes no parecían tenerle miedo al puma, pero evitaban todo conflicto, y el animal no temía a los hombres. Quizá fuera por la falta de armas de fuego, o bien el puma, poco acostumbrado a ver a aquellos raros bípedos de inofensivo aspecto, no los creía peligrosos. Y, quizá, si los jóvenes no hubieran llevado la carga de un viejo, se habrían mostrado más agresivos.
Ish no pudo dejar de pensar que los hombres habían perdido su vieja arrogancia, y ahora las bestias eran sus iguales. Aquello era una derrota, y sin embargo los jóvenes seguían despreocupadamente su camino, bromeando, como si hubiesen retrocedido para evitar un árbol caído, o una casa en ruinas, y no un puma.
En las cercanías del puente, Ish sintió despertar su interés y lamentó no poder hablarles a los jóvenes de los viejos tiempos y contarles cómo había sido el puente con autos que corrían como trombas hacia arriba y hacia abajo, de modo que ningún peatón podía cruzarlo sin jugarse la vida.
Llegaron a la cabecera del este. Más allá se extendía el puente, herrumbroso, pero intacto. Sin embargo, las calzadas estaban muy estropeadas, el suelo se había hundido en algunos sectores y los pilones no estaban a un mismo nivel.
En medio del puente tuvieron que caminar por una viga. Ish miró hacia abajo, vio cómo rompían las olas y advirtió que la armazón, roída por el agua salada y la herrumbre, podía derrumbarse en cualquier momento.
Éste es el camino que ningún hombre recorre hasta el fin. Éste es el río tan largo que ningún viajero llega por él a la mar. Éste es el sendero infinito que serpentea entre las lomas. Éste es el puente que nadie ha atravesado completamente… Feliz aquel que detrás de la niebla y las nubes bajas ve —o cree ver— la otra orilla.
Luego, Ish volvió otra vez al mundo de las tinieblas hasta que advirtió que lo habían sentado sobre una superficie dura y sintió en la nuca el contacto de algo frío. Tenía los pies helados. Alguien le frotaba las manos y él recobraba lentamente el conocimiento.
Estaba sentado sobre la acera, con la cabeza apoyada en la baranda. Lo primero que vio fue el martillo, en el suelo, ante él, con el mango hacia arriba. Dos de los jóvenes le frotaban las manos. Los otros dos miraban, y todos parecían inquietos.
Ish sintió en los pies —y en las piernas, hasta las rodillas— un frío que podía llamarse mortal. Entendió también, pues se le había despejado de nuevo la mente, que aquello no había sido un simple desfallecimiento, propio de la vejez, sino una especie de ataque —apoplejía o síncope cardíaco—, y que los otros tenían miedo.
Jack movió los labios como si hablara y sin embargo no salía ningún sonido. Era incomprensible. Los labios se movieron más y más rápido, como si Jack gritase. De pronto, Ish comprendió que estaba sordo. Esta comprobación le dio más alegría que pena. Desde entonces gozaría de una paz que el hombre normal no puede conocer.
Los otros se pusieron a hablar, es decir a hacer gestos. Trataban desesperadamente de hacerse oír. Ish, perplejo, sacudió la cabeza. Quería explicar que los sonidos no llegaban a él, pero no podía articular una palabra. Se inquietó; en aquella tribu donde nadie sabía leer, era una molestia no poder hablar.
Los jóvenes se habían mostrado respetuosos y amables todo el día. Ahora se impacientaban. Ish adivinaba que le pedían algo y temían que él no lo hiciese. Gesticulaban y señalaban el martillo pero a Ish le pareció inútil tratar de comprender.
Al fin los jóvenes se impacientaron y empezaron a pellizcarlo. Ish era aún sensible al dolor. Gritó, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Se sintió avergonzado de esta debilidad, indigna del último americano.
Es raro, pensó, ser un dios viejo. Te rinden homenaje y te maltratan. En el caso de que no atiendas en seguida sus ruegos, tus adoradores emplean la violencia. No es justo.
Sin embargo, a fuerza de reflexionar y observar la mímica de los jóvenes, Ish comprendió al fin. Deseaban que erigiese a alguien y le diese el martillo. El martillo era suyo desde hacía mucho tiempo, y nadie le había propuesto hasta hoy que lo regalara. Pero poco importaba y además deseaba que dejaran de pellizcarlo. Podía aún mover los brazos y con un ademán indicó que le daba el martillo al joven Jack.
Jack tomó el martillo y lo balanceó en la mano derecha. Los otros tres retrocedieron unos pasos, e Ish sintió una rara piedad por el joven que heredaba su único bien.
Pero por lo menos todos parecían aliviados. El martillo ya tenía heredero, y dejaron de atormentar a Ish.
Ahora podía descansar, pensó Ish; había cumplido su tarea y estaba en paz consigo mismo. Se moría, no podía ignorarlo, allí, en el puente. No sería el primero. Cuántos otros habían muerto allí, víctimas de algún accidente de tránsito. Él hubiese pedido morir, también, en un accidente semejante. Último sobreviviente de la civilización, volvía allí para morir. Eso lo alegraba. Se repetía vagamente una frase inconclusa que había leído en un libro, cuando leía tantos libros: «Los hombres van y vienen…» Pero sin la segunda mitad era trivial, no significaba nada.
Miró a sus compañeros. Tenía una niebla ante los ojos, y no podía ver muy bien. Sin embargo, alcanzó a distinguir a los dos perros, echados tranquilamente, y a los cuatro jóvenes —tres estaban juntos, y el otro un poco apartado— sentados a su alrededor en un semicírculo. Lo miraban. Eran jóvenes, y en el ciclo de la humanidad tenían miles de años menos que él. Él, Ish, era el último representante del mundo antiguo; ellos eran los primeros del nuevo. ¿Recomenzaría la lenta evolución del pasado? Esperaba que no. Demasiados males habían ayudado a crear la civilización: la esclavitud, conquistas, guerras, tiranías.
Los ojos de Ish buscaron el puente, más allá del grupo de jóvenes. Ahora, en sus últimos instantes, se sentía más cerca del puente que de los seres humanos. El puente, como él, había sido parte de la civilización.
A cierta distancia se veía un auto, es decir los restos de un auto. Ish recordó el coche que había estado allí tanto tiempo. La pintura se había descascarado, los neumáticos se habían desinflado, y los excrementos de las aves marinas cubrían la capota. Era raro, y por otra parte sin importancia, pero recordaba que el propietario del auto había sido un tal James Robertson —con una E., una T. o una P. o una inicial parecida en el medio—, domiciliado en Oakland.
Sin embargo, Ish no se quedó mirando el coche. Alzó los ojos hacia los altos pilones, y los grandes cables de curvas perfectas. Esa parte del puente parecía aún en perfecto estado. Resistiría mucho tiempo y vería pasar a varias generaciones humanas. Los parapetos, los pilones y los cables tenían un color purpúreo, y la herrumbre no los había atacado sino superficialmente. Pero generaciones de gaviotas habían blanqueado la cima de los pilones.
Sí; el puente podía durar años, pero la herrumbre lo consumiría poco a poco. Los terremotos sacudirían los cimientos, y un día de tormenta caería un arco. Las creaciones del hombre, como él mismo, no serían eternas.
Cerró los ojos e imaginó las curvas de las montañas que rodeaban la bahía. Desde la destrucción de la civilización, la forma de las lomas no había cambiado. El tiempo, tal como lo concebía el hombre en su estrecha imaginación, no las había afectado. Gracias a la bahía y las lomas, Ish moría en el mundo donde había vivido.
Abrió otra vez los ojos y vio los dos picos puntiagudos que coronaban la cadena. «Los Pechos Gemelos»; así se los llamaba en otro tiempo. Se acordó de Em y su madre. La tierra, Em y su madre se unieron en su mente y se sintió feliz. Ahora volvía a ellas.
No, pensó al cabo de un momento. Es necesario que vea claramente la muerte, como la vida. Por lo menos con esta débil luz que hay en mí ahora. Estas montañas, a pesar de su forma, no tienen nada en común con Em, ni con mi madre; pero ellas me recibirán, recibirán mi cuerpo, aunque sin amor. Les soy indiferente. He estudiado las leyes del mundo físico, y sé que las montañas, aunque eternas a los ojos de los hombres, también cambian.
Viejo, cansado y moribundo, Ish hubiese querido encontrar ante sus ojos algo que no fuera dominado por el tiempo. Tenía frío, se le entumecían los dedos, perdía la vista.
Miró otra vez las cimas lejanas. Se había esforzado tanto… Había luchado… Había mirado hacia el pasado y el futuro. ¿Qué importaba todo ahora? ¿Qué había hecho realmente?
Nada quedaba de todos sus esfuerzos. Se dormiría, descansaría en las faldas de aquellas montañas que se parecían a los pechos de una mujer y eran a la vez un símbolo y un consuelo.
En seguida, aunque apenas veía ahora, se volvió hacia los jóvenes. Me entregarán a la tierra, pensó. Y yo también los entrego a la tierra, madre de los hombres. Los hombres van y vienen, pero la Tierra permanece.