Sus lazos sociales han de ser sin duda de una fuerza singular, muy superiores a los que tanto nos enorgullecen; pues miles de europeos son indios, y no hemos visto nunca que uno solo de estos aborígenes se hiciera voluntariamente europeo.
Después de la ceremonia de la roca, cuando Ish acabó de grabar los números 2 y 1 en la lisa superficie, los miembros de la Tribu regresaron a las casas. Los niños corrían delante, gritando, excitados, pensando en la hoguera tradicional que coronaba los festejos del nuevo año.
Ish marchaba junto a Em, pero los dos guardaban silencio. Como todos los años en esa época, Ish se hundía en sus reflexiones y se preguntaba qué traería el año próximo. Oyó a los niños, que gritaban:
—Vamos a la casa que se derrumbó. Hay muchas maderas secas…
—Yo sé dónde encontrar una lata de petróleo…
—Yo iré a buscar papel higiénico, que arde muy bien.
Los adultos, como de costumbre, se reunieron en casa de Ish y Em, y se sentaron a conversar un rato. Ish descorchó una botella de oporto y todos brindaron, incluso George, que comúnmente no bebía alcohol. Como momentos antes en la roca, todos convinieron que el año 21 había sido un buen año, y que el 22 se anunciaba bien.
Sin embargo, en medio de la alegría general, Ish sintió renacer en su interior un vago descontento.
¿Por qué?, pensó, sobreexcitado, como si quisiese convencer a un adversario. ¿Por qué he de ser yo quien prevé o intenta prever lo que pasará en los próximos cinco, diez, veinte años? En ese entonces quizá yo ya no viva. Nuestros descendientes… deberán solucionar sus propios problemas.
Aunque no era así, enteramente. Todas las generaciones contribuyen a crear o resolver los problemas de las generaciones futuras.
De todos modos, no podía dejar de preguntarse qué ocurriría con la Tribu en los años próximos. Después del Gran Desastre había imaginado que los sobrevivientes resucitarían poco a poco el mundo civilizado.
Había soñado con el día en que se encenderían otra vez las lámparas eléctricas. Pero sus esperanzas se habían desvanecido, y la pequeña comunidad vivía aún de los despojos del pasado.
Paseó la mirada alrededor, como hacía a menudo, y examinó a sus compañeros. Ellos eran, podía decirse, los ladrillos que servirían para levantar una nueva civilización. Ezra, por ejemplo. Ish se sentía inundado por la simple alegría de la amistad cada vez que miraba aquel rostro delgado y encendido, de sonrisa tan agradable, a pesar de los dientes cariados. Ezra tenía talento, sin duda, pero era el talento de vivir cordialmente con sus semejantes, y no la fuerza que crea las nuevas civilizaciones. No, no Ezra.
Junto a Ezra estaba George, el bueno de George… pesado, de andar vacilante, vigoroso aún, a pesar las canas. George, a su manera, no carecía de valor. Era un excelente carpintero, y había aprendido plomería y pintura y todos los oficios que pueden tener utilidad en el cuidado de una casa. Era un hombre indispensable, y gracias a él habían sobrevivido los oficios manuales. Sin embargo, Ish no lo ignoraba, George era muy poco inteligente, y probablemente no había abierto un libro en su vida. No, no George.
Al lado de George se había sentado Evie, la débil mental. Molly cuidaba de su apariencia, y Evie, esbelta y rubia, parecía bonita si uno no se fijaba mucho en su rostro inexpresivo. Allí estaba, mirando a derecha e izquierda, como si se interesara en la conversación, aunque Ish sabía que no entendía nada o casi nada. Evie no sería esa piedra angular. No, no Evie.
Los ojos de Ish se posaron en seguida en Molly, la mayor de las dos mujeres de Ezra. Sin ser tonta, Molly tenía poca instrucción, y ningún don intelectual. Por otra parte, como las otras mujeres, había consagrado todas sus energías a dar hijos al mundo y educarlos. Tenía cinco hijos. Había desempeñado su papel, y no podía exigírsele más. No, no Molly.
¿Em? Ish la miró y sintió que una inmensa ternura le colmaba el pecho. Cualquier juicio que hiciese sobre ella no tendría mucho valor. Em había decidido que tuviesen un hijo. La catástrofe no había debilitado su coraje ni su confianza. A ella se volvían todos en los momentos de dolor. Sin su apoyo, nada se hubiese hecho. Sin embargo, su fuerza sólo obraba en el terreno de la acción material e inmediata. Aunque capaz de devolver a sus compañeros la esperanza y el coraje, raramente ofrecía una idea. Ish la sentía a menudo superior a él, y tenía necesidad de su ayuda; pero sabía también que no podía contarse con ella para modelar el futuro. No, no Em.
Detrás de Em, Ralph y Roger estaban sentados en el piso. Se los llamaba siempre «los muchachos», aunque estuviesen casados y fueran padres de familia. Ralph, hijo de Molly, se había casado con Mary, hija de Ish. Jack y Roger eran hijos de Ish. Sin embargo, se sentía muy alejado de ellos. Sólo eran veinte años más jóvenes, pero a Ish esos años le parecían siglos. Ellos no habían conocido los viejos tiempos y no podían imaginar una civilización en el futuro. No, probablemente tampoco los muchachos.
La mirada de Ish había completado el círculo y se posaba ahora en Jean, la más joven de las esposas de Ezra. Había dado a luz diez hijos, de los que aún vivían siete. No le faltaba personalidad, ni voluntad. Su negativa a asistir a los oficios religiosos era una prueba. Pero no tenía ideas nuevas. No, no Jean.
En cuanto a Maurine, la mujer de George, no se había tomado el trabajo de venir a la reunión. De la roca había ido directamente a su casa para barrer, fregar o cumplir cualquiera de las mil tareas domésticas que eran su vida. Cualquier otro, pero no Maurine.
Había otros tres mayores ausentes: Mary, Martha y la pequeña Jeanie, esposas de los tres muchachos. Mary había sido siempre la menos expresiva de las hijas de Ish, y el paso de los años y las sucesivas maternidades parecían haber aumentado su apatía. Martha y Jeanie eran también madres y sólo pensaban en sus hijos. No, ninguna de las tres.
Presentes o ausentes, doce adultos en total. Ish no podía creer que no hubiera más reservas humanas.
Una media docena de niños se había sentado con sus padres o corría alrededor de la mesa. Habían preferido la reunión en casa de Ish a la hoguera, y aunque se aburriesen sentían el orgullo de imitar a los mayores. Ish los miró, pensativo. De cuando en cuando dejaban de atender a la conversación para empujarse o golpearse. Sin embargo, por despreocupados que pareciesen, no había otra esperanza que ellos. Los mayores se contentarían, probablemente, con seguir los viejos hábitos, y así hasta el día de la muerte, pero los niños tendrían que hacer un esfuerzo y adaptarse. ¿Brotaría de alguno de ellos la chispa inicial?
De pronto, mientras aún miraba a los niños, Ish vio a uno que en vez de pelear con sus camaradas no perdía una palabra de la conversación; en sus grandes ojos brillaban la inteligencia y la curiosidad. Era Joey.
Vivaz y alerta, la mirada de Joey no tardó en encontrar la de su padre, y el rostro se le iluminó con la radiante sonrisa de los nueve años. Ish le guiñó disimuladamente un ojo. La sonrisa de Joey, que ya le llegaba a las orejas, se hizo aún más amplia, y, como respuesta, la acompañó un parpadeo. Luego Ish, para no intimidar al niño, desvió la mirada. George, Ezra y los muchachos proseguían una lenta discusión. Ish conocía ya el tema, y no tenía ningún interés en intervenir.
—No debe de pesar más de doscientos kilos —decía George.
—Quizá —replicó Jack—, pero ya es bastante para traerla hasta aquí.
—Oh, no es tanto —añadió Jack, que gustaba de exhibir su fuerza.
Ish había oído muchas veces la misma discusión. George proponía buscar una nevera de gas y llevarla a San Lupo. Las reservas de gas envasado no faltaban, y dispondrían de hielo. Todo quedaría en palabras, y no porque el proyecto fuese irrealizable o presentara extraordinarias dificultades. Pero nadie sentía la necesidad de un cambio, y en aquel clima templado no había tanta necesitad de hielo. No obstante, sin saber exactamente por qué, Ish sintió que la vieja discusión lo molestaba.
Miró otra vez a Joey. El niño era bajo para su edad. Su mirada vivaz interrogaba todos los rostros y, advertía Ish, hasta adivinaba el pensamiento del que hablaba, particularmente cuando éste era George, que tenía la palabra lenta. Aquel día era memorable para Joey. El año que acababa de terminar llevaba su nombre: el año en que Joey leyó. Ningún otro niño había recibido tal honor. Quizá lo haría demasiado orgulloso. Pero la idea había nacido espontáneamente de los otros niños, como homenaje a su inteligencia.
La discusión continuaba tibiamente. George hablaba ahora.
—No, no reportaría muchas ventajas conectar las tuberías.
—Pero, George —interrumpió la voz rápida de Ezra, que a pesar de los años conservaba aún algo del acento de Yorkshire—, ¿no habrá perdido presión el gas después de tanto tiempo? Yo creo que…
Su protesta se perdió en el ruido de una pelea entre dos niños. Weston, el hijo de Ezra, de doce años, le pegaba a Betty, su hermanastra.
—Basta, Weston —ordenó Ezra—. Basta, he dicho, o te calentaré los pantalones.
La amenaza carecía de convicción, e Ish creía recordar que el pacífico Ezra jamás le había pegado a un niño. No obstante, la pelea terminó y Weston se contentó con lloriquear:
—Fue Betty quien empezó…
—¿Y para qué necesitas hielo, George? —preguntó Ralph.
Así terminaba siempre la discusión. Los muchachos, que nunca habían visto para qué servía tener hielo, no entendían tampoco por qué debían tomarse tanto trabajo en procurárselo.
George había oído la misma pregunta muchas veces. Debería de tener preparada una respuesta, pero no era hombre que se apresurara. Se quedó un rato con la boca abierta, ordenando las palabras, e Ish miró otra vez a Joey. El niño miraba al titubeante George, Ezra y Jack como queriendo leerles el pensamiento. Al fin sus ojos se encontraron otra vez con los de Ish. Padre e hijo intercambiaron un silencioso mensaje de camaradería y comprensión. Joey parecía decirse que él o su padre ya habrían encontrado la respuesta.
Algo estalló entonces en la mente de Ish. No oyó las palabras que brotaban al fin lentamente de la boca de George.
¡Joey!, pensó, y el nombre pareció despertar mil ecos en su espíritu. ¡Joey! ¡Él es el indicado!
«No sabes», escribió Cohelet en su sabiduría, «cómo se forman los huesos del niño en el seno de la madre.» Pasaron siglos desde que Cohelet observó las cosas del mundo, y las encontró tan inconstantes como el viento, y no conocemos aún el secreto del destino humano. Ignoramos, particularmente, por qué la mayoría sólo ve el mundo visible, y por qué son tan raros los elegidos que más allá de las cosas materiales ven lo que aún no es, e imaginan así lo que podría ser. Sin estas raras criaturas, sin embargo, los hombres son semejantes a bestias.
En las sombrías y húmedas profundidades se unen las dos mitades, y cada una de ellas lleva en sí la perfecta mitad del genio. Pero esto no es aún suficiente. El niño debe venir al mundo en tiempo y lugar propicios para cumplir su tarea. Y eso no es todo. En el mundo donde vive el niño, la muerte cabalga día y noche.
Cuando nacen millones de niños, todos los años, se cumple alguna vez el raro milagro, y un profeta aparece entre los hombres. Pero ¿qué esperanza puede haber cuando la humanidad ha sido diezmada y los niños son pocos?
Ish advirtió de pronto que se había incorporado sin saber por qué ni cómo. Hablaba. En realidad, pronunciaba un discurso.
—Escuchad —decía—, ha llegado la hora de actuar. Hemos esperado bastante.
Estaba en la sala de su casa, y se dirigía a un grupo de amigos. Y sin embargo, le parecía estar en un estrado, en un anfiteatro inmenso, y dirigiéndose a toda una nación, la humanidad entera.
—Hay que acabar con esto —continuó—. No podemos seguir en esta vida cómoda, hurgando en los restos de los viejos días, no creando ni haciendo nada nosotros mismos. Estos tesoros se agotarán un día, si no en nuestra época, en la de nuestros hijos, o nuestros nietos. ¿Qué ocurrirá entonces? ¿Qué será de ellos si nada producen? Encontrarán siempre de qué alimentarse, supongo. Las vacas y conejos no desaparecerán de la noche a la mañana. Pero ¿y los objetos manufacturados, las herramientas? ¿Cómo encenderán fuego cuando no haya más fósforos?
Se interrumpió para pasear a su alrededor una mirada. Todos sonreían, aprobando. Joey lo miraba excitado, con los ojos brillantes.
—Esa nevera de que hablabais hace un rato —siguió Ish— es un buen ejemplo. Discutimos y nos cruzamos de brazos. Nos parecemos a aquel viejo rey encantado, que veía el ir y venir de las gentes. Pero él nunca podía moverse para no romper el encantamiento. Parecería que aún pesara sobre nosotros el Gran Desastre. Así pudo haber sido al principio. Unos seres humanos que han visto desaparecer el mundo no pueden recobrarse rápidamente. Pero han pasado veintiún años, y hay jóvenes aquí que no conocieron la catástrofe.
»Hay mucho que hacer. Necesitaríamos más animales domésticos, y más perros. Deberíamos alimentarnos de nuestros propios cultivos, en vez de asaltar los viejos almacenes. Deberíamos enseñar a los niños a leer y escribir correctamente. Ninguno de vosotros me ha apoyado. Pero no podemos vivir como parásitos. Es necesario avanzar.
Hizo una pausa, buscando palabras que renovasen el viejo aforismo, «el que no avanza, retrocede», y hubo un coro de aplausos. Ish pensó que los había entusiasmado con su elocuencia, pero vio en seguida que en casi todas las caras había una sonrisa irónica.
—Un discurso viejo, pero bueno, papá —señaló Roger.
Ish lo miró con furia. Jefe de la Tribu desde hacía veintiún años, no le agradaba que se burlasen de él. Pero Ezra se echó a reír, y la tensión desapareció en seguida.
—Bueno, ¿haremos algo? —preguntó Ish—. Quizás el discurso es viejo, pero sigue siendo tan verdadero como antes.
Esperó. Jack, su hijo mayor, sentado en el piso, se incorporó pesadamente. Era ya más alto y más fuerte que su padre, y tenía varios hijos.
—Lo siento, papá —dijo—, pero tengo que irme.
—¿Por qué? ¿Adónde vas? —preguntó Ish, un poco irritado.
—Tengo algo que hacer esta tarde.
—¿No puede esperar?
Jack iba ya hacia la puerta.
—Sí, quizá podría esperar —dijo poniendo la mano en el picaporte—. Pero será mejor que me vaya.
Hubo un momento de silencio. Se oyó el ruido de la puerta que se abría y se cerraba. Ish sintió que se le encendía el rostro.
—Continúa, Ish —dijo alguien, y a pesar de su ira Ish reconoció la voz de Ezra—. Dinos qué debemos hacer. Me gustan tus ideas.
Sí, era la voz de Ezra, y Ezra, como de costumbre, trataba de restablecer la paz, pensó Ish, y hasta lo halagaba.
Ish se serenó. ¿Cómo negarle a Jack su independencia? Jack era un hombre ahora, y no el niño que debe obedecer a su padre. Pero Ish se sentía inquieto aún, y tenía necesidad de hablar. El incidente, por lo menos, podía convertirse en tema de meditación.
—La actitud de Jack —dijo— es un verdadero símbolo. Hemos vivido día a día todos estos años, sin esforzarnos en producir alimentos, ni resucitar la civilización material. No es éste, sin duda, el único aspecto de la cuestión. La civilización no era solamente una colección de artefactos. Era también una organización social, un conjunto de normas, leyes, hábitos individuales y sociales. De todo eso, sólo hemos conservado la familia. Es natural, supongo. Pero cuando nuestro número aumente, la familia no bastará. Si un niño va por mal camino, los padres lo corrigen. Pero cuando el niño crece, escapa a nuestra tutela. No tenemos leyes, no somos ni una democracia, ni una monarquía, ni una dictadura, ni nada. Si alguien, Jack por ejemplo, decide no asistir a una reunión importante, nadie puede impedírselo. Aunque votáramos y decidiésemos llevar a cabo algún trabajo, no habría modo de asegurar su ejecución. Sólo podemos contar con la buena voluntad.
Había terminado su discurso, pensó Ish, sin llegar a ninguna conclusión. Sólo la cólera nacida de la partida de Jack había inspirado sus palabras. Ignoraba las reglas de la elocuencia, y rara vez improvisaba un discurso.
Sin embargo, todos habían escuchado con simpatía. Ezra fue el primero en expresar su aprobación.
—¡Así es! —dijo—. Qué tiempos maravillosos aquellos. ¡Qué no daría yo por encender el gran aparato de radio de George y escuchar de nuevo a Charlie McCarthy! ¿Recuerdas cómo el hombrecito se burlaba del otro, y cómo éste le contestaba?
Ezra sacó el penique victoriano que era su amuleto. Lo lanzó al aire y lo atrapó al vuelo, entusiasmado con el recuerdo de los viejos cómicos.
—Y el cine —continuó—. Uno pagaba y se sentaba tranquilamente. Y las canciones de las películas, y en la pantalla se veía a Bob Hope o Dotty Lamour. ¡Qué tiempos aquellos! ¿No podríamos encontrar aquellas películas y pasárselas a los chicos? ¡Cómo se reirían! ¡Quizás hasta podamos descubrir alguna película de Chaplin!
Ezra sacó un cigarrillo, frotó una cerilla, y brotó una llamita clara. Conservados en lugares secos, los fósforos parecían no estropearse nunca. Sin embargo, nadie sabía cómo se fabricaban y cada vez que se encendía una llamita, había un fósforo menos. Y Ezra pensaba que el retorno de la civilización era resucitar el cinematógrafo, y al mismo tiempo encendía un fósforo.
—Si dos o tres de los muchachos me ayudaran —intervino George— podríamos tener aquí la nevera dentro de unos pocos días.
George calló. Ish supuso que no tendría más que decir, pues no era muy elocuente. Ante la sorpresa de todos, prosiguió:
—Pero esas leyes de que hablabas… No sé. No me disgusta vivir en un lugar sin leyes. Uno puede hacer ahora lo que quiera. Puedes detener el auto donde se te antoje, hasta junto a una bomba de incendio. Ningún policía vendrá a molestarle. Bueno, puedes dejar el coche junto a esa bomba si tienes un coche que funcione.
Era la primera vez, pensó Ish, que George se permitía una broma. George se festejaba ahora su gracia con un débil cloqueo. Los otros le hicieron coro. En la Tribu, el nivel del humor nunca había sido muy alto.
Ish abrió la boca, pero Ezra se le adelantó.
—Muy bien, propongo un brindis —dijo—. ¡Por la ley y el orden!
Los viejos recibieron con una risa la vieja fórmula, pero para los jóvenes no significaba nada.
Todos bebieron, y la conversación volvió a la trivialidad que convenía a una reunión mundana.
Después de todo, pensó Ish, ésta es una reunión mundana, y la discusión de los problemas serios está fuera de lugar. Su vehemente discursito daría quizá sus frutos en el futuro. Pero lo dudaba. En otro tiempo se decía que para reparar el techo hay que esperar a que llueva. Y ahora la gente era menos previsora que antes. Seguirían así hasta que un día algún suceso desagradable, o aun grave, los obligara a actuar.
Ish brindó con los otros y escuchó distraídamente la conversación, mientras seguía el hilo de sus propios pensamientos. Había sido un día importante. Había grabado el número 21 en la superficie lisa de la roca, y había comenzado el año 22. Y el nombre dado al año 21 parecía prometer un brillante futuro a su benjamín.
Se volvió hacia Joey y vio que el chico lo miraba con admiración. Sí, sólo Joey lo comprendía realmente.
En aquel sistema inmenso y complejo de presas y túneles, de acueductos y diques, que llevaba el agua de las montañas a las ciudades, un segmento de tubería fue la falla fatal. Aun en la fábrica, ya podían haberse notado sus imperfecciones, pero el inspector había revisado el tubo al fin de una agotadora jornada, cuando la fatiga oscurecía ya sus sentidos y su juicio.
El daño no fue muy grande. Los obreros instalaron la tubería y ésta cumplió sus funciones. Poco antes del Gran Desastre, un capataz advirtió en aquella sección una pequeña pérdida. Soldaron el caño y no hubo más dificultades.
Luego pasaron años sin que nadie inspeccionara la sección. El delgado hilo de agua que brotaba de la fisura creció poco a poco. Aun en los veranos más secos las hierbas crecían junto al caño; los pájaros y otros animalitos iban allí a beber. La herrumbre roía mientras tanto la superficie exterior, y en el interior actuaba la acción corrosiva del agua. Al fin se abrieron unos minúsculos orificios en la dura piel de acero.
Cinco años, diez años… El agua brota de la tubería en una docena de finos chorros. Ahora el charco sirve de abrevadero a las bestias.
Cinco años más, y nace un arroyo de la tierra, el único curso de agua en aquellas áridas regiones. La herrumbre ha agujereado el caño como una colmena.
Debajo, el suelo es desde hace mucho tiempo blando y fangoso, y los pies de los animales han abierto una pequeña zanja. Al fin la erosión concluye su tarea: el suelo donde se apoyaba el pilar de cemento que sostenía el acueducto es ahora un pantano. El pilar se hunde y la cañería desgastada no soporta el peso del agua. Una larga grieta se abre en el acero y un torrente llena la zanja. El pilar desciende un poco más. La cañería se abre otra vez, y el agua que escapa del acueducto corre ahora como un río.
Ish acababa de acostarse, aquella misma noche, cuando se oyeron unos disparos de armas de fuego. Se incorporó de un salto. Se oyó otra detonación, y en seguida un estruendo de fusilería atronó la noche.
La cama se estremeció suavemente. Em se reía.
—La trampa de siempre —dijo Ish más tranquilo.
—Esta vez te asustaste realmente.
—He estado pensando demasiado en el futuro. Sí, tengo los nervios a flor de piel.
Se oyó una descarga cerrada, como si se estuviese librando una lucha de guerrillas. Ish se acostó otra vez. Como en años anteriores, cuando ya no había nadie junto a la hoguera, uno de los muchachos había arrojado a las cenizas calientes unas cajas de cartuchos. Las cajas se habían quemado, y ahora los cartuchos estallaban. La broma no era totalmente inofensiva, aunque en aquella época la hierba verde evitaba todo peligro de incendio. Las gentes, advertidas de antemano, se mantenían lejos de las brasas. Probablemente, pensó Ish, la broma le estaba dedicada, y todos los otros estaban enterados.
Y bien, había mordido el anzuelo. Se sintió irritado, pero por razones más serias.
—Bueno —le dijo a Em—, seguimos como siempre. Cajas enteras de cartuchos desperdiciados, y nadie sabe fabricarlos. Vivimos en una región infestada de pumas y toros salvajes, y sólo las armas de fuego pueden protegernos. Y nos alimentamos de vacas, conejos y codornices que matamos a tiros.
Em no respondió, e Ish, enojado, pensó en las hogueras. Imaginó las maderas sacadas de un aserradero y los rollos de papel higiénico. Las cajas de fósforos daban hermosas llamas azules. En otro tiempo aquella hoguera hubiese costado diez mil dólares. Hoy esos materiales eran aún más preciosos, pues no podían reemplazarse.
—No te atormentes, querido —susurró Em—. Es hora de dormir.
Ish se acercó a ella, y apoyó la cabeza en su pecho, y le pareció como otras veces que Em le comunicaba fuerza y confianza.
—No me atormento demasiado —dijo—. Quizá me divierta ver el futuro muy negro, e imaginar que vivimos peligrosamente.
Calló un momento. Em no replicó, e Ish pensó en voz alta:
—¿Recuerdas? Yo decía lo mismo hace mucho tiempo. Debemos crear, y no vivir del pillaje. No nos conviene, incluso psicológicamente. Lo decía antes de que naciese Jack.
—Sí, recuerdo. Lo repetiste bastantes veces. Sin embargo, es mucho más fácil abrir latas de conservas, mientras haya latas en almacenes y tiendas.
—Pero cualquier día se agotarán las reservas. ¿Qué harán entonces las gentes?
—Las gentes resolverán entonces ellas mismas el problema. Querido, te lo ruego, no te atormentes tanto. Sería distinto si hubiera aquí otros hombres como tú, hombres que prevén siempre el futuro. Pero todos somos gente común: Ezra, George, yo. Darwin, me parece, dijo que descendíamos del chimpancé o del orangután. Y creo que los chimpancés no piensan mucho en el porvenir. Si descendiéramos de abejas u hormigas seríamos más previsores, y si nuestros antepasados fueran las ardillas, almacenaríamos nueces para el invierno.
—Quizá. Pero en los viejos tiempos todos pensaban en el futuro. Piensa en la civilización que llegaron a edificar.
—Y disfrutaban con Dotty no sé cuántos y Charlie McCarthy, como dice Ezra. —Em cambió de tema—: Y ese pillaje, como lo llamas, ¿por qué te atormenta tanto? ¿Era tan diferente antes? Si necesitas cobre, entras en una ferretería y te lo llevas. En los viejos tiempos sacaban el cobre de las montañas. Mineral de cobre, es cierto, pero era lo mismo un pillaje. En cuanto a los alimentos, se explotaban las riquezas del suelo y se las transformaba en trigo. Nosotros obtenemos lo que necesitamos en los almacenes. No veo una gran diferencia.
Este razonamiento desconcertó por un rato a Ish. Pero en seguida volvió a la carga.
—No, no era así —dijo—. Nuestros predecesores creaban más que nosotros. El mundo estaba en continua actividad. Producían lo que consumían.
—No estoy tan segura —replicó Em—. Recuerdo haber leído en los suplementos dominicales de los diarios que un día se acabarían el cobre y el petróleo, y que se agotaría el suelo y no tendríamos qué comer.
Una larga experiencia le decía a Ish que Em deseaba dormir. No replicó. Pero no pudo conciliar el sueño y se puso a pensar. Recordó las horas que habían seguido al Gran Desastre, cuando imaginaba cómo resucitar la civilización. Y sus reflexiones filosóficas sobre la transformación del mundo. Unas veces el hombre luchaba tenazmente contra el medio; otras, el medio cambiaba al hombre. Sólo una inteligencia muy poderosa podía imponerse al mundo.
Recordó entonces al pequeño Joey, el niño precoz de clara mirada, el único que parecía comprenderlo enteramente. Imaginó a Joey adolescente, a quien podría hablarle sin reticencia. Y hasta preparó su discurso.
Tú y yo, Joey, le diría, somos de la misma rama. Ezra, George y todos los demás son buena gente. Gente simple y normal. La humanidad necesita muchos como ellos, pero les falta la chispa que enciende el fuego. ¡Nosotros somos esa chispa!
Y de Joey, la cima, Ish pasó revista, rápidamente, a los otros, hasta llegar a Evie, lo más bajo. ¿No se habían equivocado al conservar a Evie con ellos? Había un remedio para esos casos, recordó. La eutanasia. La muerte misericordiosa, como decían antes. Pero, en aquel grupito, ¿quién podía arrogarse el derecho de suprimir a un ser como Evie, aunque ella no conociese la felicidad, ni hiciera feliz a nadie? La responsabilidad de esta decisión sólo podía recaer sobre un jefe supremo. La simple autoridad de un padre americano, la opinión de un grupo de amigos no bastaban. El problema se resolvería más tarde. No con relación a Evie quizá. Pero nacería una organización, y se actuaría enérgicamente.
Vio con tanta claridad aquel mundo futuro, que se agitó bruscamente, como si ya ordenase hacer frente a alguna eventualidad.
Em no se había dormido aún, o el movimiento de Ish la había despertado.
—¿Qué te pasa, querido? —preguntó—. Das saltos como un cachorro que sueña con un león.
—Algún día cambiarán las cosas —dijo Ish, como si Em hubiera seguido sus pensamientos.
—Sí, ya lo sé —dijo ella—. Habrá que hacer algo. “Organizarse” creo que es la palabra. Prevenirse para el futuro.
—¿Adivinas el pensamiento?
—Bueno, querido, lo has dicho tantas veces… Es como una idea fija. Siempre que llega un nuevo año, George habla de la nevera y tú hablas de los cambios y los peligros. ¡Y nada ha cambiado aún!
—Sí, pero algo ocurrirá un día. Es inevitable. Verás como tengo razón.
—Tienes razón, querido. Sigue atormentándote. No puedes vivir sin preocupaciones. Y esta preocupación, me parece, no te hará daño.
Em no dijo nada más. Abrazó a Ish y lo apretó contra su cuerpo. Ish se tranquilizó y se durmió.
De la cañería rota sigue manando agua, que forma un río. Ni una sola gota llega a los depósitos. Al mismo tiempo, por mil fisuras que aparecieron en el curso de los años, por los grifos que nadie cerró en el momento del Gran Desastre, por las grietas que abrió el temblor de tierra, se escurre constantemente el agua, y el nivel desciende en los depósitos.
Como Ish había anunciado, nada se hizo. Pasaron las semanas. Ningún hombre jadeó tratando de llevar la nevera a lo alto de la loma, ninguna azada golpeó volcando la tierra. De cuando en cuando, Ish se inquietaba, pero en general la vida seguía su camino, y él mismo se dejaba arrastrar por la despreocupación de sus compañeros. Con sus viejos hábitos de observador científico, aun manteniéndose aparte, seguía preguntándose qué iría a ocurrir.
Pensaba a veces que la brusca desaparición de la sociedad secular seguía afectando a todos sus compañeros. La antropología citaba muchos ejemplos similares. Los cazadores de cabezas y otros indios, privados de sus ocupaciones tradicionales, habían perdido hasta la voluntad de vivir. Las nuevas leyes les prohibían robar caballos o cazar cabelleras, y ya nada deseaban. Otras veces, un clima suave y abundancia de alimentos quitaban al hombre toda idea de progreso. Así, en los trópicos, en algunas islas de los mares del Sur, los isleños se alimentaban exclusivamente de bananas. ¿O habría aquí otra causa?
Ish intentaba en realidad resolver un problema que intrigaba a los filósofos desde los albores de la civilización humana: el de las fuerzas dinámicas de la sociedad. ¿Por qué la sociedad se transforma? El estudioso Ish era más afortunado que Cohelet, Platón, Malthus o Toynbee. Tenía ante los ojos una sociedad reducida que podía someterse a verdaderas experiencias de laboratorio.
No obstante, cada vez que alcanzaba este punto de su razonamiento, Ish sentía que esa simplicidad era sólo aparente. Dejaba de ser un sabio para convertirse en un hombre, y adoptaba una actitud no muy distinta de la de Em. Esta sociedad de San Lupo no era el macrocosmos puro y simple de un filósofo, un pequeño acuario arrebatado al océano de la humanidad. No. Era un grupo de individuos. Era Ezra, Em, los muchachos… y sí, Joey. Si cambiaran los individuos la situación ya no sería la misma. Bastaría cambiar un solo individuo. Por ejemplo, en lugar de Em… Dotty Lamour. O bien, en lugar de George, uno de los grandes pensadores que había conocido en la universidad, el profesor Sauer. Todo sería también diferente.
Pero ¿podía asegurarlo? Quizá no. Quizás el ambiente se impusiera a todos, incluso a los gigantes.
Sin embargo, Em se equivocaba cuando temía que las preocupaciones le trajesen a Ish alguna úlcera o una enfermedad nerviosa. Al contrario, apasionándose con sus observaciones, Ish se interesaba aún más en la vida. Desde los días del Gran Desastre se había asignado el papel de testigo en un mundo que había perdido a sus dueños. Habían pasado veintiún años, y los cambios eran aún demasiado lentos para que fuesen visibles de un día a otro, o aun de un mes a otro. El problema de la sociedad —su adaptación, su renacimiento— ocupaba ahora toda su atención.
Y otra vez debía corregir su pensamiento. No podía, ni debía, limitarse a ser un observador, un sabio. Platón y los otros filósofos habían podido permitirse mirar el mundo y hacer comentarios más o menos sarcásticos. Sus obras habían influido en las generaciones futuras, pero no habían sido responsables del desarrollo y crecimiento de la sociedad. Raramente el pensador había sido también un jefe: Marco Aurelio, Tomás Moro, Woodrow Wilson. Ish no se creía un jefe, en el sentido exacto del término, pero era el intelectual, el pensador de una pequeña comunidad. Inevitablemente, los otros recurrían a resolver las dificultades; en caso de grave peligro todos le pedían protección.
Obsesionado por esta idea, había buscado muchas veces en la biblioteca municipal biografías de pensadores que hubiesen sido también jefes. La suerte de estos hombres no era envidiable. Marco Aurelio había agotado, en cuerpo y alma, en sangrientas e infructuosas campañas en las fronteras del Danubio. Tomás Moro había subido al cadalso, y más tarde, destino irónico, había sido canonizado como mártir de la Iglesia. A los ojos de sus biógrafos, Wilson había sido también un mártir, pero ninguna Iglesia de la paz lo había declarado santo. No, el intelectual no se había distinguido en el poder. Sin embargo, en una sociedad que sólo contaba con treinta y seis miembros, Ish podía influir en el futuro más que un emperador, un canciller o un presidente de los viejos días.
La primera semana del año, unas lluvias torrenciales ayudaron a mantener el nivel del agua en los tanques. Luego, un poco antes que de costumbre, se inició el período de sequía de mediados de invierno.
Como la sangre de un leviatán que brotase por miles de orificios, diminutos como pinchazos de alfiler, el agua vital se escurre por los grifos abiertos, las conexiones flojas y los agujeros de las tuberías.
Y ahora en el tanque, donde el indicador inmóvil señalaba un nivel de seis metros, sólo había una delgada capa de agua.
Aquella mañana Ish despertó y vio que era un hermoso día de sol. Había dormido bien y se sentía descansado. Em se había levantado ya, y los ruidos familiares que venían de la cocina anunciaban que el desayuno no tardaría. Se quedó acostado algunos minutos, disfrutando de su bienestar. Le agradaba quedarse así en cama, y no sólo los domingos como antes. En la nueva vida no se consultaban ansiosamente los relojes, y nadie se apresuraba a tomar el tren de las 7,53. Esta libertad, desconocida en los viejos tiempos, convenía a la independencia de su carácter.
Al fin se levantó y afeitó. No había agua caliente, aunque no la necesitaba. Un mentón hirsuto no hubiera molestado a nadie, pero después de afeitarse sentía una agradable sensación de limpieza y bienestar.
Se puso luego una camisa limpia y unos pantalones de sarga azul, se calzó unas cómodas zapatillas, y bajó a desayunar.
Cuando entraba en la cocina, Em, con una voz más alta que de costumbre, decía:
—Josey, mi pequeña, ¿por qué no abres más ese grifo?
—Pero, mamá, no se puede abrir más.
Ish entró y vio a Josey con la tetera debajo del grifo. El agua caía gota a gota.
—Buenos días —saludó—. Le diré a George que revise las tuberías. Josey, ve a buscar agua a un grifo del jardín.
Josey echó a correr e Ish besó a Em y le habló de sus planes para el día. Pasó un rato y al fin Josey volvió con la tetera llena.
—Salió mucha agua al principio —dijo—, pero se acabó en seguida.
—¡Qué fastidio! —se quejó Em—. No tenemos agua para lavar los platos.
Ish reconoció el tono de voz. La situación era crítica y Em esperaba que los hombres la ayudaran.
Sirvieron el desayuno en el comedor. Ish se sentó a la cabecera y Em enfrente. Ahora sólo quedaban cuatro hijos en la casa. Robert, de dieciséis años, casi un hombre según las normas de la Tribu, estaba en un extremo; a su lado se sentaba Walt, de doce años, alto y activo, y enfrente, cerca de la puerta de la cocina, Joey y Josey, que ayudaban a preparar el desayuno, poner la mesa, servir, y lavar la vajilla.
Ish no pudo dejar de pensar que esta escena familiar no era muy distinta de otras de los viejos días. En su juventud, ciertamente, no había deseado tantos hijos. Pero la familia seguía siendo la misma, como en todos los tiempos y todas las sociedades: el padre, la madre y los hijos; una célula básica y biológica más que social. Al fin y al cabo, pensó, la familia era la más duradera de todas las instituciones. Había precedido a la civilización, y ahora la sobrevivía.
Había jugo de pomelo… envasado, por supuesto. Ish dudaba que aquellos jugos insípidos conservaran alguna vitamina. Pero aun así, eran refrescantes, y por lo menos no hacían daño. No había huevos, pues gallinas no habían sobrevivido al Gran Desastre. No había tampoco jamón, difícil de encontrar, y no se veían cerdos en los alrededores. El jamón había sido reemplazado, ventajosamente, aun para el gusto de Ish, por sabrosas y doradas costillas de buey. Los niños las preferían a cualquier otro alimento. Acostumbrados desde su infancia a alimentarse de carne, eran resueltamente carnívoros. Ish y Em, en cambio, preferían las tostadas y los cereales. Pero como las ratas y gusanos habían devorado los paquetes de harina y avena, se contentaban con sopas de sémola de maíz. Echaban a la sémola leche condensada, y la endulzaban con algún jarabe, pues las ratas y la humedad habían acabado con el azúcar. Los adultos bebían también café. Ish ponía en el suyo leche y jarabe; Em lo prefería amargo y negro. El café, como el jugo de pomelo, había perdido casi todo su aroma.
Este desayuno tipo había sido adoptado poco a poco. Era bastante satisfactorio, y para añadirle vitaminas comían fruta fresca. Aunque las heladas, los insectos y los conejos habían devastado las huertas, y había que recurrir a fresas y frambuesas silvestres, manzanas no muy agusanadas y ciruelas ácidas que crecían en árboles silvestres.
Cuando Ish acabó de desayunar, se echó en un sillón, sacó un cigarrillo y lo encendió. Pero los cigarrillos no habían soportado bien la prueba del tiempo. No se encontraban ya latas de cigarrillos, y los de los paquetes comunes estaban muy secos. Había que humedecerlos, pero entonces parecían a veces demasiado húmedos. Así ocurría con el que Ish tenía en los labios. Por otra parte, no tenía la conciencia tranquila, y no podía fumar en paz. En la cocina, Em y los mellizos parecían quejarse y dedujo que no tenían agua.
Será mejor que vaya a ver a George y le pida que limpie esa tubería, pensó. Se incorporó y salió a la calle.
Pero antes de ir a buscar a George se detuvo en casa de Ezra. No porque Ezra supiera arreglar algo, o lo necesitara para tratar con George; pero le agradaba su compañía. Llamó, y Jean acudió a la puerta.
—Ez no está —dijo la mujer—. Esta semana vive en casa de Molly.
Ish se turbó un poco, como cada vez que se encontraba con la práctica real de la bigamia. Asombrosamente, Jean y Molly eran grandes amigas y se ayudaban en los quehaceres domésticos. Era un triunfo de aquella virtud de Ezra, capaz de entenderse con todos, y crear a su alrededor una atmósfera de afabilidad.
Ish dio media vuelta, pero luego recordó el propósito de su visita a George, y se volvió otra vez.
—Jean —dijo—, ¿hay agua en tus grifos?
—No —respondió Jean—. No. Un hilo nada más.
Jean cerró la puerta. Ish bajó los escalones del porche y fue hacia la casa de Molly. Sintió un leve escalofrío.
Molly no tenía dificultades con sus grifos. Pero su casa estaba en una calle más baja, y podía haber un poco de agua en las tuberías.
Ish y Ezra fueron juntos a ver a George, que vivía en una casa elegante y cuidada, protegida por una verja blanca pintada recientemente. Maurine los hizo pasar a la sala y los invitó a sentarse mientras iba a buscar a George, que arreglaba algo. Ish se sentó en mullida butaca tapizada de terciopelo. Luego, como siempre, miró alrededor, sintiendo otra vez el mismo asombro y un placer casi perverso. Esta sala de George y Maurine correspondía exactamente a los ideales de un próspero carpintero de los viejos días. Había lámparas eléctricas, con rosadas pantallas de abalorios, un lujoso reloj eléctrico, un magnífico aparato de radio de cuatro bandas de frecuencia, un aparato de televisión. En las dos mesas había unas carpetas artísticamente dispuestas, y en una de ellas se veía una pila de revistas populares.
Las lámparas no alumbraban, pues no había electricidad, y las agujas del reloj eléctrico marcaban eternamente las 12.17. Las revistas eran por lo menos de veintiún años atrás. El aparato de radio nada podía transmitir, aunque hubiera habido corriente.
Sin embargo, todos esos objetos eran símbolos de prosperidad. En los viejos días, George había sido carpintero. La posición económica del marido de Maurine debía de haber sido similar. Habían deseado siempre tener lámparas, relojes eléctricos, aparatos de radio, y ahora que estaban a su alcance los habían traído a la casa. A la noche, Maurine encendía una lámpara de petróleo y ponía un disco en el fonógrafo de mano. Era ridículo, y un poco emocionante. Ish se acordó de un comentario de Em:
—En los viejos tiempos, recuerda —había dicho Em—, las gentes ponían un piano en la sala, y a veces un piano de cola, aunque nadie en la casa supiese una palabra de música. Y tenían una colección de aquellos libros… los clásicos de Harvard, que no leían jamás. E instalaban un hogar sin chimenea. Querían mostrar que podían permitirse esos lujos. Eran el símbolo del éxito. Esas lámparas de George y Maurine no son otra cosa, aunque no den luz.
Las pisadas de George resonaron en el vestíbulo y su silueta maciza apareció en la puerta. Traía una llave inglesa en la mano, y estaba vestido con su acostumbrado traje de carpintero, arrugado y manchado de pintura. Hubiera podido ponerse un traje nuevo todos los días, pero se sentía más cómodo con ropa usada.
—Hola, George —dijo Ezra, que siempre hablaba antes que nadie.
—Buenos días, George —dijo Ish.
George movió la boca un rato, como si buscase las palabras más adecuadas. Al fin se decidió:
—Buen día, Ish… Buen día, Ezra.
—Escucha, George —prosiguió Ish—. No hay agua en mi casa, ni en casa de Jean. ¿Y aquí?
Una pausa.
—Aquí tampoco —respondió al fin George.
—Y bien —dijo Ish—, ¿qué opinas?
George titubeó. Movió la boca como si tuviese entre los labios un cigarro imaginario. Su estupidez era exasperante. Pero Ish dominó su irritación. George era un buen hombre, siempre dispuesto a ayudar.
—Y bien —repitió—, ¿qué opinas, George?
George movió el imaginario cigarro hacia una comisura de la boca, y luego dijo:
—Bueno, si arriba tampoco hay agua, es inútil que trate de destapar mis cañerías. Algo ha pasado en el caño principal.
Ezra miró a Ish de reojo, y una sombra de sonrisa se le dibujó en los labios. La conclusión de George era demasiado obvia, o por lo menos parecía muy notable.
—Quizá tengas razón, George —dijo Ish—, pero ¿qué haremos?
Antes de responder, George movió el cigarro hasta el otro lado de la boca.
—No sé.
Como Em, George consideraba que esta dificultad no era de su incumbencia. Si le pidieran que arreglase un grifo flojo o un vertedero atascado, se pondría en seguida a trabajar. Pero no era un mecánico, y menos un ingeniero. Como siempre, Ish era el indicado.
—¿De dónde venía el agua? —preguntó Ish, de pronto.
Los otros callaron. Era curioso. Habían usado el agua veinte años, sin preguntarse de dónde salía. Era un don del pasado, tan gratuito como el aire, las cajas de habas y las botellas de salsa de tomate que se apilaban en los mercados. Ish se había preguntado alguna vez, vagamente, cuánto tiempo correría el agua, y qué deberían hacer para asegurarse nuevas reservas. Pero no había tomado ninguna decisión. El agua no se acabaría de la noche a la mañana, y no había prisa. Por primera vez tenía una razón inmediata para decirse: «Hay que ocuparse de las reservas de agua».
Interrogó sucesivamente con la mirada a George y Ezra y no obtuvo respuesta. George se apoyaba ora en un pie, ora en el otro. Los ojos maliciosos de Ezra parecían decir que aquél no era su terreno. Ezra conocía a la gente. Vendedor en una tienda de vinos, sabía sin duda bromear con los clientes y venderles las marcas que más favorecían a la casa, pero, en cuanto a las ideas, Ish era superior a él. E Ish comprendió que debía responder a su propia pregunta.
—El agua viene seguramente de la vieja red de la ciudad —dijo—. Es decir, venía. Lo mejor, creo, será subir a los depósitos y ver si todavía hay agua.
—Muy bien —dijo Ezra, siempre de acuerdo—. ¿Y si hablásemos con los muchachos?
—No —dijo Ish—. Si se tratara de una partida de caza o de pesca, perfectamente. Pero no saben nada de reservas de agua.
Salieron, llamaron a los perros, y prepararon los arneses. Los depósitos estaban a unos mil quinientos metros, pero desde su encuentro con el puma, Ish no hacía largas caminatas, y a George los años le habían endurecido las piernas. Los preparativos fueron bastante largos. En ocasiones semejantes, Ish lamentaba que el arte de domar caballos se hubiera perdido. No había caballos salvajes en las cercanías, pero debían de abundar en el valle de San Joaquín. Por desgracia, los tres hombres eran gente acostumbrada a los automóviles, y no sabían tratar a los caballos. Los perros eran más convenientes; exigían menos cuidados y comían cualquier trozo de carne. Los caballos, en cambio, necesitaban buenos pastos y había que protegerlos contra los zorros y los pumas. En fin, a falta de automóviles, los carritos tirados por perros satisfacían las modestas necesidades de la Tribu, y George se sentía feliz haciendo los carritos y reparándolos. Durante un tiempo, cuando se sentaba en uno de aquellos vehículos, arrastrados por cuatro perros, Ish creía participar en una grotesca cabalgata y ofrecer un risible espectáculo. Pero los otros no tenían tantos escrúpulos, y, poco a poco, se había habituado. ¿No había habido antes trineos de perros? ¿Por qué no carritos?
Dejaron los perros al pie de la última ladera y subieron por el viejo sendero abriéndose camino entre las zarzas. Se inclinaron sobre el depósito. Había sólo una pequeña capa de agua en dos o tres lugares bajos, y la tubería de desagüe había quedado al aire. La miraron largamente y Ezra suspiró:
—Era esto.
Hicieron algunos planes, pero sin interés ni convicción. La estación de las lluvias llegaba a su fin, y había pocas posibilidades de que el agua llenara otra vez el depósito. Descendieron por el sendero, subieron a los carritos y regresaron a las casas.
Al acercarse, los perros de los carritos se pusieron a ladrar, y los que habían quedado en las casas les hicieron coro. Toda la colonia se había reunido en casa de Ish. Cuando Ish comunicó la noticia, los rostros de los mayores se ensombrecieron, y un niño, demasiado joven para apreciar la gravedad de las circunstancias, se echó a llorar. Todos hablaban a la vez. Nadie temía morir de sed, pero las mujeres no podían admitir que no hubiera más agua en los baños y no un solo día, sino nunca más. Era volver al estado salvaje.
Sólo Maurine aceptó resignada la catástrofe.
—Pasé mis primeros dieciocho años en una granja de Dakota —declaró—. Nunca vi un inodoro, excepto algún domingo en la ciudad, y teníamos que salir de la casa. Al fin papá nos llevó a todos a California, en el viejo auto, pero yo pensaba que eso no podía durar y que pronto tendríamos que salir otra vez, aun bajo la lluvia o la nieve. Los inodoros estaban muy bien, pero eso se acabó. Agradezco a Dios que el tiempo no sea aquí tan frío como en Dakota.
El problema del agua potable preocupaba sobre todo a los hombres. Al principio, como viejos ciudadanos, pensaron en reunir todas las botellas de agua mineral que podían encontrarse en los almacenes y tiendas. Pero pronto comprendieron que, aun en verano, no faltaría el agua. A pesar de los largos períodos de sequía, la región no era un desierto y había arroyos en las cañadas, a los que nadie hasta entonces había prestado atención, donde abrevaban las vacas y otros animales.
Precisamente en este punto asomó una diferencia entre la vieja generación y la nueva. Ish, un geógrafo, no sabía si había un manantial o un río en los alrededores, aunque pudiera localizar cualquier sitio por los nombres de las calles. Los jóvenes, al contrario, podían indicar ríos, lagunas y fuentes. Ignoraban el nombre de las calles, pero se orientaban sin titubear.
Ish descubrió de pronto que su propio hijo, Walt, le señalaba la existencia de un arroyo que él nunca había advertido, pues sus aguas se perdían en una alcantarilla, bajo San Lupo.
Pronto la consternación inicial se transformó en alegría febril. Los más jóvenes fueron con los carritos a llenar latas de veinte litros al manantial vecino. Los mayores se pusieron a cavar pozos que reemplazarían a los inodoros.
El entusiasmo duró varias horas y la obra realizada fue considerable. Pero nadie estaba acostumbrado a manejar el pico y la pala, y al mediodía todos se quejaban de ampollas y cansancio. Cuando se separaron para almorzar, Ish comprendió que nadie volvería al trabajo. Tenían otros proyectos: partidas de pesca, matar un toro que podía ser peligroso, cazar codornices para la cena. Por otra parte los jóvenes habían traído bastante agua para satisfacer las necesidades inmediatas. Psicológicamente por lo menos, había una enorme diferencia entre un poco de agua y nada de agua. La presencia de un recipiente de veinte litros en la cocina borraba todas las inquietudes.
Después del almuerzo, Ish se echó otra vez en el sillón con un cigarrillo. No tenía ningún deseo de continuar solo el trabajo. En un manual de moral podría ser un buen ejemplo. Pero en la práctica, se cubriría de ridículo.
El pequeño Joey se le acercó balanceándose nerviosamente sobre uno y otro pie.
—¿Qué quieres, Joey? —preguntó Ish.
—¿No vamos a trabajar un poco más?
—No, Joey, no esta tarde.
Joey siguió balanceándose. Su mirada se paseó por la sala y se fijó otra vez en su padre.
—Vete a jugar, Joey —dijo Ish dulcemente—. Todo está bien. Te daré la lección a la hora de siempre.
Joey se fue, pero su muda simpatía había emocionado a Ish. El niño no podía comprender todos los problemas, pero su vivaz inteligencia le decía que su padre no estaba satisfecho, aunque no hubiera discutido con los otros. Sí, Joey era el predestinado.
Desde que Ish había tenido esta idea, el día de año nuevo, había multiplicado las lecciones, y Joey estudiaba con avidez. Hasta podía temerse que se transformara en un pedante. No mostraba, además, ninguna de las virtudes del jefe, e Ish dudaba a menudo.
Este pequeño incidente, por ejemplo. Podía revelar intuición y previsión, o el simple deseo de rehuir a los niños de su edad, más hábiles que él en los juegos, y sentirse seguro junto a su padre. Ish esperaba que los otros niños no advirtieran su cariño por Joey. Un padre no tiene derecho a preferencias, pero su benjamín —como se le había revelado de pronto— era la encarnación misma de sus sueños. Oh, por qué preocuparse tanto, pensó. Y de repente fue como si estuviese explicándole todo a Em. «El día de año nuevo me pareció que Joey era el elegido. Ahora no estoy tan seguro. Quizá sean sólo los sentimientos de un padre hacia su hijo menor. Es posible que un día me pelee con él como con Walt. Sin embargo, tengo esperanzas. Los otros no han mostrado nunca esta inteligencia, esta vivacidad de espíritu. No sé. Quisiera saber. Seguiré probando.»
Encendió otro cigarrillo y de pronto se sintió irritado. Él mismo no había mostrado mucha inteligencia. Desde hacía años repetía que algo grave iba a ocurrir. Los otros se reían de él, profeta de las desgracias y de sus oráculos que nunca se cumplían. ¡Y aquella mañana había ocurrido! De pronto había caído un rayo sobre la Tribu. Podía recordar las caras espantadas, cuando Ezra, George y él habían traído las noticias. Había sido el momento de recordar sus profecías, de meter el dedo en la llaga. Hubiese debido pintar el porvenir con los más negros colores. Quizás así se hubiera conseguido algo.
En realidad —y quizás él había compartido la consternación de los otros—, todos habían buscado las soluciones más fáciles, y se habían ocultado la realidad, con la despreocupación de costumbre. O, recurriendo a una vieja comparación, quizá bastante adecuada, el problema había resbalado sobre ellos «como agua sobre el lomo de un pato». Cuatro o cinco horas después, todos habían olvidado la amenaza para dedicarse a los placeres de siempre.
En apariencia por lo menos. Seguramente todos estaban aún sorprendidos e inquietos. Unos habían ido a pescar, otros a cazar codornices. Ish había oído ya dos disparos de escopeta. Pero sentían probablemente un malestar, un remordimiento. Regresarían al atardecer, fatigados, y el momento sería favorable. Ish los reuniría. El hierro no estaría ya al rojo vivo, pero sería posible calentarlo un poco.
Entonces, con cierta inconsecuencia, aplastó el segundo cigarrillo y se abandonó al descanso; libre de toda preocupación, cómodamente estirado en el sofá.
Qué agradable, pensó. Es como…
En esos días, los hombres miran el mar, y gritan de pronto:
—¡Un buque! ¡Un buque! ¿No ves el humo de la chimenea? ¡Sí, viene hacia aquí! —Y todos se regocijan y dicen alegremente—: ¿Por qué desconfiamos? La civilización no podía haberse perdido totalmente, era insensato… Sí, siempre lo dije… En Australia, o África del Sur, en alguna región solitaria del norte, o alguna de las islas…
Pero no es ningún navío sino una nubecita en el horizonte.
O bien alguien despierta de su siesta y alza los ojos.
—¡Sí! ¡Sabía que no tardaría! Es el motor de un avión… No me engaño.
Pero son las langostas en las malezas. No hay aviones en el cielo.
O algún otro equipa con baterías un aparato de radio y con los auriculares puestos busca una estación.
—¡Sí! —exclama de pronto—. Callad… ¡Aquí está! ¡Justo en la frecuencia 920! Alguien habla… Lo escucho muy bien, parece español… Ah, ahora se perdió…
Pero no hay voces en el aire, sino el eco de una lejana tormenta.
Sí, qué agradable, pensó Ish estirado en el sofá. ¡Y de pronto un sobresalto! En la calle se oyen dos detonaciones; el tubo de escape de un poderoso camión que ocupa la mitad de la calle. Es un hermoso camión pintado de rojo con adornos azules, y en la carrocería hay unas grandes letras blancas: U.S. GOVT. Baja un hombre, es el conductor, y sin embargo lleva… la ropa que conviene a su jerarquía: traje de etiqueta y sombrero de copa. El recién llegado no ha pronunciado una sílaba, pero Ish sabe que es el gobernador de California. Y siente una inefable felicidad. Ese hombre representa la seguridad, la autoridad constituida. Viene a socorrer a unas pobres gentes hundidas en las tinieblas. Ish ya no es más un niño débil y abandonado en un mundo hostil.
Esta felicidad, excesiva, lo despierta. Tiene las palmas húmedas; el corazón le golpea el pecho. Está en la sala familiar. Su felicidad se extingue como la llama de una vela, y siente una indecible desolación.
Al fin pareció despertar del todo, y la desolación también desapareció. Cuántas veces, en el curso de aquellos veintiún años, había tenido ese sueño, en distintas formas. Aunque no en los primeros años; la sensación de soledad e inseguridad parecía haber crecido progresivamente. Y el nacimiento de los niños no había podido impedirlo.
Sí, el símbolo era claro. Las circunstancias cambiaban, pero su significado era evidente. Aparecía casi siempre como un retorno del gobierno. Ish estaba un poco sorprendido. Nunca había sido excesivamente patriota, y nunca había pensado en los posibles beneficios de su ciudadanía. Pero para pensar en el aire que se respira, es necesario que la asfixia le apriete a uno la garganta. En los viejos días, la inmensidad y los recursos del país debían de haber afectado de algún modo a todos los ciudadanos.
Se sintió otra vez en la realidad y se movió en el sillón. De acuerdo con la posición del sol juzgó que había dormido una hora. Se oyeron otros disparos. Los cazadores de codornices, se dijo con una débil sonrisa. De ahí habían nacido los ruidos del camión. Bueno, convocaría a una reunión esa noche.
Los recipientes de agua estaban casi vacíos al terminar el día, pero por lo menos nadie había pasado sed. A la noche, los mayores, y además Robert y Richard, de dieciséis años, acudieron a la invitación de Ish. Nadie parecía muy inquieto. Casi todos opinaban que la mejor solución era cavar un pozo en San Lupo antes que mudarse cerca de un manantial. Sí, sería necesario vigilar la higiene e instruir a los niños.
La asamblea no tenía presidente. De cuando en cuando alguien le pedía consejo a Ish, reconociendo su superioridad intelectual, o simplemente por cortesía al dueño de casa. Nadie tomaba notas. Por otra parte, no se había presentado ninguna moción, ni se había votado ningún proyecto. La reunión era mundana más que parlamentaria. Ish escuchaba.
—Pero ¿cómo saber si el pozo dará agua?
—No sería un pozo si no diese agua.
—Bueno, ese agujero en la tierra, si prefieres.
—¡Es cierto!
—Quizá sea mejor traer un caño desde un río o un manantial y unirlo a nuestras viejas tuberías.
—¿Qué opinas, George? ¿Te parece bien?
—Sí, sí… supongo… Sí… creo que podría…
—Lo malo es que necesitamos agua ahora mismo.
—Sería necesario levantar una represa de tierra para contener las aguas del manantial.
—No es imposible.
—No, pero sería un buen trabajo.
La conversación saltaba de un tema a otro, e Ish se sentía cada vez más perturbado. Aquel día se había dado un paso atrás, quizá definitivo. De pronto advirtió que se había incorporado y que estaba dirigiendo un verdadero discurso a las diez personas del grupo.
—Este accidente no debería haber ocurrido —declaró—. Nos hemos dejado sorprender. En estos últimos seis meses deberíamos haber advertido que el agua bajaba en los depósitos, pero no nos molestamos en mirar. Y aquí estamos, atrapados. Hemos retrocedido varios siglos, y quizá no podamos nunca recuperar lo perdido. Hemos cometido demasiados errores. Es necesario que los niños aprendan a leer y escribir. Nadie me ha apoyado. Es necesario enviar una expedición para saber qué ocurre en el mundo. No es prudente ignorar qué sucede del otro lado de la montaña. Deberíamos tener más animales domésticos, gallinas por ejemplo. Deberíamos producir lo que comemos…
En ese momento, cuando Ish empezaba a sentirse arrebatado por su propia oratoria, alguien aplaudió. Ish calló complacido. Pero oyó entonces que todos reían alegremente y comprendió otra vez que el aplauso era puramente irónico.
—¡El bueno del viejo! ¡Otra vez con su discurso! —dijo uno de los muchachos.
Y otro entonó:
—¡George va a hablar de la nevera!
Ish rió con los demás. Esta vez no se sentía irritado, pero le apenaba haberse repetido. Había fracasado otra vez. Ezra se apresuró a tomar la palabra. El bueno de Ezra, siempre dispuesto a ayudar a sus amigos.
—Sí —dijo—, es el viejo discurso, pero con algo nuevo. ¿Qué os parece lo de enviar una expedición?
Ante la sorpresa de Ish, se inició una acalorada discusión. Decididamente, pensó Ish, las reacciones de los seres humanos, sobre todo cuando pertenecen a un grupo, son imprevisibles. La idea de la expedición se le había ocurrido espontáneamente, y había nacido quizá de los acontecimientos del día y los tristes resultados del descuido general. Era, para él, la menos importante de sus sugerencias, pero había despertado la imaginación del grupo. Todos la aceptaron, e Ish se unió a ellos. Era, por lo menos, un modo de sacudir la apatía de la Tribu.
Pronto se dejó ganar por el entusiasmo. Su idea original era simplemente la de explorar la región en unos ciento cincuenta kilómetros cuadrados, pero los otros le habían atribuido proyectos más ambiciosos, y él los apoyó. Pronto todos hablaban de una expedición transcontinental.
Lewis y Clark al revés, pensó Ish, pero no dijo nada. ¿Cuántos de los presentes conocían los nombres de Lewis y Clark?
La conversación continuó animadamente.
—¡Demasiado lejos para ir a pie!
—O aun con los perros.
—Los caballos serían más útiles, si tuviéramos alguno.
—Seguramente hay muchos en el valle.
—Habría que capturarlos y domarlos.
De pronto, Ish recordó su sueño habitual, el que había tenido aquella misma tarde. ¿Cómo podían saber realmente si el gobierno había desaparecido? Quizá se había formado otra vez. Pequeño y débil, no había podido comunicarse con la costa oeste. Pero la Tribu podía intentar algún contacto.
Curiosamente, todos querían ir. Los hombres, al parecer, no podían estarse quietos, siempre ansiosos por ver nuevos escenarios. Pero era necesario elegir. Ish fue eliminado, y no protestó, pues desde que lo había lastimado el puma le costaba moverse. George tenía demasiados años. Ezra, a pesar de sus protestas, no fue aceptado, pues no sabía disparar un fusil e ignoraba el arte de vivir en el campo. En cuanto a los muchachos, todos, excepto ellos mismos, declararon a coro que sus mujeres y sus hijos los necesitaban. Al fin la elección recayó en Robert y Richard, aún adolescentes, pero capaces de cuidar de sí mismos. Las madres, Em y Molly, no parecían muy convencidas, pero el entusiasmo general borró cualquier objeción. Robert y Richard estaban contentísimos.
Había que resolver aún dos cuestiones: el itinerario y el medio de transporte. Desde hacía años, nadie andaba en automóvil, y a lo largo de la avenida San Lupo se veía una fila de coches con los neumáticos desinflados donde jugaban los niños. En calles y avenidas había árboles caídos y restos de chimeneas, recuerdo del último terremoto. Por otra parte, los jóvenes no conocían el placer de devorar kilómetros sin otro trabajo que mover unos dispositivos. ¿Y a dónde ir, aun con un Rolls Royce? No esperaba ningún amigo en los otros barrios de la ciudad, ni ningún cinematógrafo. Para llevar cajas de conserva y botellas, o para las partidas de pesca a orillas de la bahía, bastaban los carritos de perros.
Sin embargo, los fundadores de la Tribu afirmaban que era posible reparar un automóvil, y hacerlo recorrer largas distancias, incluso con los neumáticos desinflados. Bastaba marchar a poca velocidad, cuarenta kilómetros por hora, algo enorme si se lo comparaba con la velocidad que alcanzaban los perros. En una palabra, se podía llegar a Nueva York, por lo menos si las carreteras estaban transitables.
Sólo había que solucionar la segunda dificultad: el itinerario. Ish se encontró en su elemento y desplegó sus conocimientos geográficos. Al este, en la sierra Nevada, los árboles y los deslizamientos de tierra habrían obstruido todos los caminos; las rutas del norte no estaban probablemente mejor. El sur ofrecía más posibilidades. Era la ruta que había elegido Ish para llegar a Nueva York, veintidós años antes. Los caminos del desierto no habrían cambiado mucho. Los puentes del Colorado podían haberse hundido. Sólo había un modo de saberlo: ir hasta allí.
Con una creciente emoción, ayudado por viejos mapas camineros, Ish trazó el itinerario. Luego del Colorado, los viajeros no encontrarían montañas muy escarpadas ni grandes ríos. Sólo el río Grande en Albuquerque. En seguida, franqueadas las montañas llegarían a las altas planicies, y podrían elegir entre varios caminos. La gasolina no era un problema. La encontrarían en todas partes. Una vez en las llanuras cruzarían sin dificultades el Missouri y el Mississippi. Los grandes puentes de acero eran sólidos, según lo probaba el puente de la bahía.
—¡Qué aventura! —exclamó Ish—. Daría no sé qué por acompañaros. Buscaréis sobrevivientes. No uno o dos, sino comunidades. Veréis cómo los otros grupos han resuelto sus dificultades y han empezado a vivir.
Más allá del Mississippi, volviendo al itinerario, empezaban las conjeturas. Era un país de bosques, y los caminos estarían quizás obstruidos. A menos que los incendios no hubieran acabado con los árboles, sobre todo en Illinois. Una vez allí, decidirían.
Las velas se habían consumido. El reloj señalaba las diez, lo que correspondía aproximadamente a la vieja hora. De cuando en cuando Ish ponía su reloj de acuerdo con el sol, y todos lo consultaban para poner en hora sus propios relojes. Era bastante tarde para gente privada de electricidad, y acostumbrada a acostarse y levantarse con el sol.
De pronto todos se pusieron de pie y se despidieron. Cuando se quedaron solos, Ish y Em mandaron a Robert a la cama y ordenaron un poco el salón. Ish sintió cierta nostalgia. Tantos cambios, y sin embargo las apariencias eran las mismas. Volvían los viejos días. El chico que se había ido a acostar era él y no Robert. Tantas veces, espiando entre los barrotes de la escalera, como Robert sin duda, había mirado a sus padres que vaciaban ceniceros, golpeaban almohadones, ponían todo en su sitio, para no ver a la mañana siguiente el triste espectáculo de una habitación en desorden. Era un agradable y pequeño intermedio familiar que terminaba la jornada y calmaba los nervios después del zumbido de la charla.
Concluida la tarea, se sentaron en el diván para fumar un último cigarrillo. Ish no podía olvidar los acontecimientos del día. Las conclusiones no habían estado de acuerdo con sus planes, pero sentía que había logrado una victoria.
—Las comunicaciones —dijo—. Las comunicaciones son lo esencial. Lo prueba la historia. Cuando una nación o una sociedad se aíslan, dejan de progresar y degeneran. Son como George y Maurine que amontonan toda clase de objetos, sin ningún propósito. Así ocurrió en China y Egipto. Pero cuando se aseguran las comunicaciones el mecanismo del progreso se pone otra vez en marcha. Lo mismo nos pasará a nosotros.
Em calló e Ish pensó que ella no aprobaba totalmente su discurso.
—¿Qué piensas, querida?
—Pienso que a los indios no les alegró mucho poder comunicarse con los blancos, ni a mis antepasados de la costa africana conocer a los negreros.
—Sí, pero quizás eso también me da la razón. ¿Qué dirías si una mañana bajaran de la montaña unos negreros, sin que nosotros hubiésemos sospechado su existencia? ¿No habría sido mejor que los indios hubieran enviado exploradores a Europa, preparándose para recibir a los hombres blancos que llegaron con caballos y fusiles?
Ish se sentía orgulloso de su respuesta. La política de Em consistía en dejar pasar las cosas y vivir en la ignorancia. Esta filosofía debía llevar al desastre.
—Oh, quizá, quizá —murmuró Em.
—¿Recuerdas? —dijo Ish—. Lo digo desde hace mucho tiempo. Es necesario crear y no vivir del pillaje. Ya lo decía cuando esperábamos el primer hijo.
—Sí, recuerdo. Lo dijiste mil veces. Y sin embargo, es más fácil abrir latas de conserva.
—Pero las latas se acabarán un día. Y no debe encontrarnos desprevenidos, como la falta de agua.
Cuando Ish despertó a la mañana siguiente, Em ya se había levantado. Descansó un tiempo, inmóvil, tranquilo y feliz. Luego, de pronto, se encontró reflexionando y haciendo planes.
Al cabo de un rato, se sintió de mal humor. Piensas demasiado, se dijo.
¿Por qué no podía él, como los otros, sentirse satisfecho y feliz, sin atormentarse con el futuro e imaginar constantemente qué pasaría en las próximas veinticuatro horas, o los próximos veinticuatro años? ¿Por qué no podía disfrutar de sesenta segundos de calma? No, su mente era un continuo torbellino, una máquina. ¿Una máquina? Era tiempo justamente de pensar en máquinas.
Aquella serena felicidad, entre vigilia y sueño, se había desvanecido. De un manotazo, apartó la manta.
La mañana era clara y soleada. Aunque casi hacía frío, salió al balconcito y se quedó mirando al oeste. Con el curso de los años los árboles habían crecido, pero veía aún la cima de la montaña y la bahía con los dos grandes puentes.
¡Los puentes! ¡Sí, los puentes! Eran para él la más emocionante reliquia del pasado. Para los niños los puentes no eran muy distintos de las lomas o los árboles. Estaban ahí, y eso era todo. Pero para él, Ish, los puentes eran testimonios del poder y la gloria de la civilización muerta. Así en otro tiempo, algún bárbaro, burgundio o sajón, habría contemplado un acueducto o un arco de triunfo romanos.
No, la comparación no era exacta. El bárbaro se había contentado con sus tradiciones; era dueño de su propio mundo. Él, Ish, se parecía más a un último sobreviviente del mundo romano —senador o filósofo— confundido entre los bárbaros, que medita ante las ruinas de una ciudad desierta, ansioso e indeciso, pues sabe que no se encontrará otra vez con sus amigos en los baños, ni verá desfilar por las calles las cohortes.
La historia se repite, pensó, pero siempre con variantes.
Sí, a menudo pensaba en el lejano pasado. La historia no se repetía como un niño torpe repite una y otra vez su tabla de multiplicar. Como un artista conservaba la idea, pero cambiaba los detalles; como un compositor que desarrolla variaciones sobre un mismo tema, lo susurraba en un tono menor, lo retomaba en un tono más grave, lo hacía cantar en los violines, o estallar en las trompetas.
Estaba de pie, en pijama, en el balconcito, y sentía la brisa que le acariciaba la cara. Aspiró profundamente, y advirtió que el olor mismo del aire había cambiado. En los viejos días uno no advertía casi nunca el olor característico de la ciudad: gasolina, comidas, desperdicios, y hasta sudor humano. Ahora el aire tenía esa pureza de los campos y las praderas montañosas.
¡Pero los puentes! Los miró como si buscara una luz en las tinieblas. No iba desde hacía años al Golden Gate. A pie, o aun en carrito, la distancia era considerable, y habría que descansar una noche.
El aspecto del puente de la bahía no había cambiado. Recordó cómo había sido en otro tiempo: seis filas de automóviles, camiones, autobuses, trenes eléctricos que corrían ruidosamente por el nivel inferior. Ahora sólo había un coche en el puente, la cupé abandonada en el extremo oeste. La licencia del conductor colgaba aún del volante: John S. Robertson (o quizá James T., no se acordaba), calle tal, número cual, de Oakland. Los neumáticos se habían desinflado, y la pintura, antes de un verde brillante, era ahora gris como el musgo.
A simple vista, los cambios son evidentes. Los pilones que esconden las cabezas en las nubes de verano, los cables de varios kilómetros de longitud, las vigas de acero ya no brillan al sol como la plata. La herrumbre los ha recubierto de un oscuro sudario. Pero los pájaros han manchado de blanco la cima de los pilones.
Sí, desde hace más de veinte años, las aves marinas —gaviotas, pelícanos, cormoranes— se posan en el puente. Y en los muelles corren las ratas, se pelean, animan y multiplican, y en la marea baja se alimentan de mejillones y cangrejos.
En la amplia calzada, por donde nadie pasa ahora, hay muy pocos cambios: sólo unas pocas grietas y asperezas. Arrastrado por el viento, el polvo se ha depositado en las rendijas y rincones, y allí crecen las hierbas y el musgo.
La estructura interior del puente está intacta. La herrumbre ha roído apenas la capa protectora. En el lado oeste, durante las tempestades, las olas golpean los despintados pilones de acero, y la sal acelera la obra de la corrosión. Un ingeniero, si hubiera ingenieros, menearía la cabeza y ordenaría el cambio de algunas piezas.
Pero nada más. En la resistente estructura del puente, la civilización desafía aún los ataques del mar y el aire.
Ish salió de su ensueño y fue a afeitarse. El limpio contacto del acero era agradable y estimulante a la vez. Animado por las perspectivas del día, trazó sus planes. Haría que se reanudase el trabajo en los pozos. Dirigiría los preparativos de la expedición al interior, como el presidente Jefferson, que había aconsejado a Lewis y Clark. Intentaría poner en marcha un coche. Quizá, pensó alegremente, tomarían otra vez el camino —en el sentido literal, pero también en el sentido figurado—, un camino que llevaba al renacimiento de la civilización.
Acabó de afeitarse, pero la operación había sido muy agradable. Se enjabonó otra vez y se repasó las mejillas… Ahora los treinta y tantos miembros de la Tribu tenían en sus manos el germen del porvenir. Eran gente común, no muy inteligentes, pero honestos. Los de mayor edad, a pesar de sus imperfecciones, eran realmente ejemplares notables; pues, al fin y al cabo, habían sido sacados al azar de una enorme arca humana. Ish los examinó otra vez, uno a uno, y al fin se consideró a sí mismo. ¿Qué era él entre los otros?
Sí, recordaba, hacía muchos años, en aquella misma casa, había hecho una lista de sus aptitudes, las que podían ser más útiles en la nueva vida. Había anotado, con satisfacción y entre otras cosas, que lo habían operado de apendicitis. Se alegraba aún, aunque ninguno de sus compañeros tuviese dificultades con el apéndice.
Pero otras características habían dejado de ser una ventaja. Por ejemplo, su amor a la soledad. Ya no parecía más una virtud, y hasta quizás era un vicio. Aunque él, Ish, había cambiado en el curso de los años. Si hiciese otra vez la lista, no sería la de antes. Había leído mucho, y había aprendido mucho. Y algo más importante, había vivido con Em y era ahora padre de familia. Había madurado y envejecido. Tenía más voluntad que George y Ezra. Si se presentaba alguna dificultad, recurrían a él. Sólo él pensaba en el futuro.
Desmontó la máquina de afeitar, sacó la hoja y la echó en un cajón del botiquín. Nunca utilizaba dos veces la misma hoja, había miles y la economía aquí no contaba. Y sin embargo, como en otros tiempos, no sabía qué hacer con las hojas usadas. Recordaba viejos chistes con este tema. Era raro que una pequeñez semejante persistiera después de tantos cambios.
Después del desayuno, Ish fue a ver a Ezra. Se sentaron en los escalones del porche. Pronto llegaron otros. Se habló de una cosa y otra, se hicieron bromas, que entre los jóvenes terminaban a golpes. De común acuerdo, todos decidieron concluir el trabajo, pero nadie mostró mucha prisa. Esta demora irritó a Ish, especialmente cuando George, con su parsimonia habitual, recordó el viejo asunto de la nevera.
Al fin, Ezra y los tres jóvenes, escoltados por una tropa de niños y niñas, se encaminaron al lugar del trabajo. De pronto, como arrastrados por un entusiasmo frenético, todos, incluso Ezra, echaron a correr. Ish vio que Evie corría también, con el rubio cabello al viento. No supo quién había ganado la carrera, Pero pronto la tierra empezó a volar a un lado y a otro. Ish se sentía entre inquieto y divertido. Los miembros de la Tribu confundían siempre el juego con el trabajo. Él pensaba que no era posible lograr ningún resultado sin un esfuerzo penoso. Media hora más y aquel ardor se enfriaría; los golpes de pico se harían más lentos. Luego, primero los niños, los padres después, todos buscarían una ocupación más agradable.
Para el hombre primitivo, perseguir al ciervo, acurrucarse en el pantano a esperar la bandada de patos, arriesgar la vida en los despeñaderos, refugio de las cabras, cercar al jabalí en los bosques… no era trabajo, a pesar del sudor, la respiración jadeante, y la fatiga. Lo mismo para las mujeres dar a luz, errar por los bosques en busca de fresas y hongos, alimentar el fuego a la entrada de la caverna.
Pero el canto, la danza, el amor no eran juegos. Con los cantos y danzas aplacaban los espíritus de las aguas y el bosque. Y el amor, con la protección de los dioses, aseguraba el futuro de la tribu. Así en los primeros días de la tierra, trabajo y juego se confundían, y una misma palabra los designaba.
Pero los siglos sucedieron a los siglos, y hubo cambios y transformaciones. El hombre creó la civilización, y sintió un inmenso orgullo. Y uno de los primeros cuidados de la civilización fue el de separar el trabajo del juego. Esta división fue pronto más profunda que la anterior entre el sueño y la vigilia. Desde entonces el sueño fue sinónimo de descanso, y «dormirse en el trabajo», una horrible falta. El timbre del reloj registrador y el clamor de la sirena —más que el ademán de encender la luz y apagar el reloj despertador— señalaron las dos partes de la vida humana. Los obreros declararon huelgas, tiraron piedras, recurrieron a la dinamita para desplazar una hora y hacerla pasar de una categoría a otra. Y el trabajo se hizo cada vez más penoso y detestable, y el juego, más artificial y febril.
Ish y George se habían quedado solos en el porche de Ezra. Ish adivinó que George se preparaba a hablar. Es raro, pensó, en general la gente no hace una pausa hasta que ha dicho algo. George hace una pausa antes de hablar.
—Y bien —dijo George, e hizo otra pausa—. Y bien, buscaré unos tablones… para las paredes de los pozos… cuando sean más profundos.
—Perfecto —aprobó Ish.
George haría su trabajo. En los viejos días había adquirido el hábito del trabajo, y quizá nunca había jugado realmente.
George fue a buscar sus tablones, e Ish se unió a Dick y Bob, que habían estado preparando los perros.
Los dos jóvenes lo esperaban ante su puerta con tres cochecitos, listos para partir. En uno de los carruajes asomaba el cañón de un rifle.
Ish reflexionó un momento. ¿No olvidaba nada? Le parecía que le faltaba algo.
—Oye, Bob —dijo—, ve a buscar mi martillo, ¿quieres?
—¿Para qué?
—No sé. Puede servir para abrir una puerta.
—Un ladrillo bastaría —objetó Bob, pero obedeció.
Ish tomó el rifle y revisó el cargador. Nadie se alejaba de las casas sin un arma. Había pocas probabilidades de tropezar con un toro enfurecido o una osa con su cría, pero era mejor ir prevenido. A veces Ish despertaba sobresaltado en medio de la noche recordando la vez que lo habían perseguido los perros.
Bob llegó con el martillo y se lo dio a su padre. Ish lo tomó por el mango y sintió en seguida una rara sensación de seguridad. El peso de la herramienta, el viejo martillo que había descubierto poco antes que lo mordiera la serpiente, era tranquilizador. Ish pensaba a veces en ponerle un mango nuevo. Aunque hubiera podido buscar también otro martillo. En realidad la herramienta no era muy práctica. Lo empleaba, por tradición, todos los años para grabar los números en la roca, pero aun entonces hubiera sido más útil un martillo más liviano.
Echó el martillo en el coche, a sus pies, y le pareció que todo estaba bien ahora.
—¿Listos? —les preguntó a Dick y Bob, y en ese instante algo le llamó la atención.
Un niño, oculto apenas entre los matorrales, observaba los preparativos de partida. Ish reconoció la menuda silueta.
—Joey —llamó impulsivamente—, ¿quieres venir?
Joey salió de los matorrales, pero no se adelantó.
—Tengo que ayudar en los pozos —dijo.
—Tanto peor, cavarán sin ti.
Es decir, añadió Ish mentalmente, no cavarán, ni contigo ni sin ti.
Joey no esperó más. Era, evidentemente, lo que deseaba. Corrió al cochecito de Ish y se acurrucó a sus pies con el martillo en las rodillas.
Los perros partieron a toda velocidad, con su habitual explosión de ladridos. Los otros dos carritos se lanzaron detrás. Los muchachos gritaban, y los perros hacían coro. Los dogos que guardaban las casas ladraban también. Parecía que hubiese estallado un motín. Encogido, detrás de sus seis perros, Ish se sintió ridículo como en una carroza de carnaval.
Ya en marcha, los perros no malgastaron el aliento en ladridos y adoptaron un paso más lento. Ish repasó sus planes.
Hicieron el primer alto en un viejo puesto de gasolina. En el interior, el sol era de un amarillo mortecino. Después de veintiún años de manchas de moscas y polvo, los vidrios habían perdido su transparencia.
La guía de teléfonos colgaba de un clavo junto al mudo aparato. Ish la abrió y una lluvia de papeles amarillos cayó al suelo. Buscó la dirección del agente local de jeeps. Sí, con las carreteras estropeadas, lo mejor era un jeep.
Media hora más tarde llegaron al lugar. Ish miró a través del escaparate y el corazón le dio un vuelco. Un jeep esperaba.
Los muchachos ataron los perros, que se echaron en el suelo ordenadamente, sin enredar las riendas.
Dick probó la puerta; estaba cerrada con llave.
—Toma el martillo y haz saltar la cerradura —dijo Ish.
—Oh, prefiero un ladrillo —declaró Dick, y corrió hacia los restos de una chimenea, derribada por el terremoto. Bob lo siguió.
Ish no pudo dominar su irritación. ¿Qué mosca les había picado? Nada mejor que un martillo para abrir una puerta. Lo sabía por experiencia. Lo había hecho muchas veces.
En tres zancadas cruzó la acera, blandiendo rítmicamente el martillo, y con el último paso dio un golpe que hizo saltar la cerradura. ¡Una buena lección! No había traído el martillo para nada.
El jeep de la sala de exposición tenía sus cuatro neumáticos desinflados, y estaba cubierto de polvo, pero bajo la espesa capa se veía aún la brillante pintura roja. En el tablero se leía quince kilómetros. Ish sacudió la cabeza.
—No —dijo—. Es demasiado nuevo. Quiero decir que era demasiado nuevo. Necesitamos uno más usado.
En el garaje de atrás había varios jeeps. Todos los neumáticos estaban desinflados. Un jeep tenía la cubierta del motor levantada y sus entrañas diseminadas por el piso para una reparación que no se terminaría nunca. No había muchas diferencias entre los demás. Uno de ellos había recorrido nueve mil kilómetros, e Ish decidió probarlo.
Los muchachos seguían todos sus movimientos e Ish sintió que su prestigio estaba en juego.
—Escuchadme bien —dijo en un tono agresivo—. No sé si podré poner en marcha esta antigualla. No sé si algún otro podría. No soy un mecánico, y como casi toda la gente de mi época, conduje mucho tiempo un auto sin saber cambiar un neumático o una bujía. No esperéis milagros. Veamos primero si podemos moverlo.
Se aseguró de que no estuviera puesto el freno de mano y que la palanca de cambio se encontrase en punto muerto.
—Bien —dijo—. Los neumáticos están desinflados y el lubricante se ha solidificado en los cojinetes. Quizá los cojinetes mismos se han aplastado después de veinte años de inmovilidad. Lo empujaremos desde atrás. No costará mucho… ¡Vamos! Todos juntos… ¡Ahora!
El coche se movió unos centímetros.
Los muchachos gritaron y los perros respondieron afuera. Sin embargo, no se había ganado aún la partida. Sólo sabían que las ruedas giraban.
Luego, Ish metió la segunda marcha, y empujaron otra vez. El jeep no se movió.
Faltaba saber si el motor y los engranajes funcionaban o si los había estropeado la herrumbre. Alzó el capó y comprobó que el motor estaba bien lubricado. La herrumbre no había tocado la superficie, pero no se sabía qué había ocurrido en el interior.
Los muchachos lo miraban, expectantes. Ish pensó, buscando una solución. Podía probar otro coche. Podía atar los perros al jeep. Se le ocurrió otra idea.
El jeep del motor desarmado estaba a unos tres metros, en línea recta. Utilizándolo como catapulta quizá pudieran mover el otro jeep. Podían también romperle algo. Pero eso no importaba.
Acercaron el jeep sin motor a unos sesenta centímetros del otro, y tomaron aliento. Luego empujaron todos a la vez.
Hubo un satisfactorio estruendo metálico. Fueron a ver y comprobaron que el otro jeep se había desplazado unos centímetros. Empujaron de nuevo y lograron moverlo un poco más. Ish empezó a sentir que había triunfado.
—¿Veis? —dijo—, lo más difícil es ponerlo en movimiento. El resto no cuesta mucho.
Se preguntó si el principio se aplicaría a los hombres tanto como a las máquinas.
Los acumuladores, naturalmente, estaban descargados, pero este problema podía solucionarse fácilmente. Ordenó a los muchachos que quitaran el aceite y pusieran otro más liviano.
Luego subió a un cochecito y se alejó. Media hora más tarde traía acumuladores nuevos. Los instaló y giró la llave de contacto con los ojos fijos en la aguja del amperímetro. La aguja no se movió. Quizá los cables estaban rotos.
Golpeó con la punta de los dedos el amperímetro, y la aguja, tanto tiempo inmóvil, saltó de pronto, osciló, más allá de Descarga. El jeep resucitaba.
Buscó el botón de arranque.
—Bueno, muchachos —dijo—, ahora la prueba principal. Ver cómo funciona la batería.
Los muchachos sonrieron, inexpresivamente; nunca habían oído aquella palabra. Ish apretó el botón de arranque. Se oyó un gruñido. Y luego el zumbido del motor, cada vez más rápido.
El depósito de gasolina estaba casi vacío, como en todos los otros coches. Quizá los tanques no eran realmente impermeables, o bien la gasolina escapaba por el carburador. Ish lo ignoraba.
Encontraron un surtidor de gasolina y echaron veinte litros en el depósito. Ish reemplazó las bujías. Cebó el carburador, orgulloso de su habilidad. Luego se sentó ante el tablero, hizo girar la llave de contacto y apretó el botón de arranque.
El motor zumbó, en un tono cada vez más agudo, y al fin con un rugido volvió a la vida.
Los muchachos gritaron. Ish pisaba complacido el acelerador. Se sentía orgulloso de esta victoria del mundo civilizado, del trabajo honesto y consciente de los mecánicos e ingenieros que habían creado un motor que aún funcionaba después de veintiún años.
Pero cuando se agotó la gasolina del carburador, el motor se detuvo bruscamente. Lo cebaron y lo pusieron en marcha varias veces, y al fin la vieja bomba succionó gasolina del depósito y el motor funcionó sin detenerse. Los neumáticos eran ahora la mayor dificultad.
En el salón de ventas había una barra metálica horizontal de donde colgaban varios neumáticos. Pero al cabo de tanto tiempo, su mismo peso los había deformado, y el caucho conservaba la impresión de la barra. Podrían servir durante varios kilómetros, pero no para largos trayectos. Ish separó los mejor conservados, pero aun en éstos el caucho se había agrietado y endurecido, perdiendo toda elasticidad.
Con la ayuda de un gato, levantaron una rueda. Sacarla no fue tarea fácil, pues las tuercas estaban herrumbradas.
Bob y Dick no estaban acostumbrados a manejar herramientas, y el pequeño e inquieto Joey era más un estorbo que una ayuda. Aun en los viejos días, Ish sólo había desmontado una rueda en una o dos oportunidades, y había perdido la mano, si la había tenido alguna vez. Tardaron mucho tiempo en sacar el primer neumático. Bob se despellejó un nudillo, y Dick se arrancó la mitad de una uña. Poner el neumático fue aún más difícil, a causa de la rigidez del caucho. Al fin, agotados y exasperados, concluyeron la tarea.
Mientras descansaban, triunfantes pero sin fuerzas, Ish oyó que Joey lo llamaba desde el garaje.
—¿Qué te pasa, Joey? —preguntó, algo impaciente.
—Ven a ver, papá.
—Oh, Joey, estoy cansado —protestó Ish.
Se incorporó sin embargo y acudió a la llamada, y los dos muchachos lo siguieron arrastrando los pies. Joey señaló con un dedo la rueda de repuesto de un jeep.
—Mira, papá. ¿Por qué no usamos esta rueda?
Ish se echó a reír.
—Bueno, muchachos —les dijo a Bob y Dick—, hay que confesar que fuimos unos tontos.
En efecto, les bastaba sacar las ruedas de recambio, inflarlas y ponérselas al jeep. Habían trabajado inútilmente.
Pero Ish, aun avergonzado de su estupidez, sentía una rara y nueva alegría. Era Joey quien había encontrado la solución.
Se acercaba la hora del almuerzo.
Habían traído unas cucharas y los indispensables abrelatas. Sólo faltaba encontrar una tienda de comestibles.
En la tienda, como en todas las otras, reinaban el desorden y la suciedad. El espectáculo entristeció a Ish, aunque lo hubiese visto muchas veces. A los muchachos, al contrario, no les llamaba la atención, pues no habían visto nunca una tienda en otro estado. Las ratas y ratones habían roído todas las cajas de cartón, y el piso era una confusión de papeles y excrementos. Hasta habían roído el papel higiénico, probablemente para hacer los nidos.
Pero los dientes habían atacado en vano el latón y el vidrio. Las botellas y latas seguían intactas, y su limpieza parecía más notable en medio de aquella suciedad. Pero desde más cerca se advertía que esa limpieza era sólo una ilusión. Las ratas habían cubierto de excrementos los estantes y habían roído casi todos los marbetes, quizás atraídas por el sabor de la goma. En otras latas, las imágenes habían perdido su color, y los tomates, antes de un rojo vivo, eran ahora de un amarillo terroso; los rosados melocotones apenas se veían.
Algunas inscripciones, sin embargo, eran aún legibles. Por lo menos Ish y Joey eran capaces de descifrarlas. Los otros miraban perplejos las palabras difíciles, como melocotones o espárragos, y elegían guiándose por los dibujos.
Los muchachos hubiesen almorzado sin inconvenientes en medio de la basura. Ish los arrastró afuera y se sentaron en la acera al sol.
No se molestaron en encender un fuego y comieron un almuerzo frío, de distintas conservas: guisantes, sardinas, salmón, paté de foie, corned beef, aceitunas, frutos secos, espárragos. Era una comida rica en proteínas y grasas, pensó Ish, y pobre en hidratos de carbono. Pero los alimentos con hidratos de carbono eran raros y exigían alguna preparación, como la sémola de maíz o los macarrones. El postre fue melocotón y ananás en su jugo.
Cuando acabaron de comer, limpiaron las cucharas y los abrelatas y se los metieron en el bolsillo. Las latas vacías quedaron allí. Había tanta basura en la calle que nada importaba un poco más.
Los muchachos, advirtió Ish complacido, estaban ansiosos por volver al trabajo. Parecían entusiasmados por aquella victoria sobre el mundo de la materia. A Ish, aún un poco cansado, se le había ocurrido algo nuevo.
—Muchachos —dijo—, ¿os creéis capaces de cambiar vosotros solos las ruedas?
—Claro que sí —dijo Dick, algo perplejo.
—Bueno, Joey es muy chico para ayudaros, y yo me siento cansado. La biblioteca municipal está muy cerca. Joey podría acompañarme. ¿Quieres, Joey?
Joey, encantado, ya se había puesto de pie. Los otros sólo querían volver a sus neumáticos.
Ish se encaminó hacia la biblioteca. Joey, impaciente, corría adelante. Era ridículo, pensó Ish, que nunca se le hubiese ocurrido llevar allí a Joey. Pero no había previsto el rápido desarrollo intelectual del niño.
Pensando siempre en reservar la biblioteca universitaria para más tarde, Ish sacaba los libros que necesitaba de la biblioteca municipal, y había forzado la cerradura hacía ya muchos años. Empujó la pesada puerta y entró orgullosamente. Joey lo siguió pisándole los talones.
Entraron en la gran sala de lectura y caminaron ante los estantes. Joey no decía nada, pero sus ojos devoraban los títulos. Llegaron otra vez al vestíbulo e Ish rompió el silencio.
—Bueno, ¿qué te parece?
—¿Son todos los libros del mundo?
—Oh, no, sólo algunos.
—¿Puedo leerlos?
—Sí, puedes leer lo que quieras. Devuélvelos siempre y ponlos en su lugar para que no se desordenen ni extravíen.
—¿Qué hay en los libros?
—Oh, un poco de todo. Si leyeses todos éstos, sabrías bastantes cosas.
—Los leeré todos.
Ish sintió que una repentina sombra empañaba su felicidad.
—Oh, no, Joey, eso sería imposible. Además hay libros aburridos, estúpidos, y hasta malos. Pero yo te ayudaré a elegir los buenos. Ahora, hay que irse.
Tenía prisa por sacar a Joey a la calle. El espectáculo de tantos volúmenes podía hacer daño al niño. Ish se alegró de no haberlo llevado a la biblioteca universitaria. Eso llegaría más tarde.
Regresaron al garaje. Esta vez Joey no corría delante. Caminaba junto a su padre, reflexionando. Al fin se decidió a hablar.
—Papá, ¿cómo se llaman esas cosas que cuelgan del techo en casa? Esas bolas brillantes. Un día me dijiste que antes se encendían y alumbraban.
—Sí, lámparas eléctricas.
—Si leo todos los libros, ¿podré encenderlas otra vez?
Ish sintió una emocionada alegría, y en seguida un estremecimiento de temor. ¿No iban demasiado rápido?
—No sé, Joey —dijo en un tono que quería ser indiferente—. Quizá sí, quizá no. Se necesita tiempo, el trabajo de mucha gente. No hay que apresurarse.
Siguieron caminando, en silencio. Ish se sentía orgulloso de que Joey satisficiera sus ambiciones, pero a la vez aquella victoria lo asustaba. El niño se adelantaba demasiado. La inteligencia no debía superar a los años. Joey necesitaba mayor vigor físico y energía moral. Iría lejos.
Un ruido lo sacó de su ensimismamiento. Joey vomitaba sobre un montón de restos.
Ese almuerzo, pensó Ish, sintiéndose culpable. He dejado que se hartara de cosas indigestas. Ya le ocurrió otras veces.
Pero en seguida pensó que la causa eran quizá las emociones y no el almuerzo. Joey se sintió muy pronto mejor, y cuando llegaron al garaje descubrieron, que los muchachos habían cambiado las ruedas e inflado los neumáticos. Ish sintió un nuevo interés por el jeep y la proyectada expedición.
Sentándose al volante, puso otra vez el motor en marcha. Los neumáticos aguantaban, al menos por el momento. Quedaban pendientes los problemas del embrague, la transmisión, la dirección, los frenos, y todos los órganos misteriosos y esenciales, ocultos en las entrañas de un coche y que él sólo conocía de nombre. Bob y Dick habían echado agua al radiador, pero podía haber una tubería obstruida y eso bastaría para inmovilizar el jeep. Otra vez se preocupaba por el futuro.
—Perfecto —dijo—. Vamos.
El motor ronroneaba alegremente. Ish pisó el acelerador y el auto se sacudió como si una larga inactividad lo hubiera paralizado. Sin embargo, avanzaba, obedeciendo las órdenes de Ish. Ish frenó y el jeep se detuvo. Pero se había movido, y lo que era también importante, se había detenido.
La alegría de Ish se transformó en exaltación. ¡No era un sueño! Si en un solo día un hombre y tres muchachos habían devuelto la vida a un jeep, ¿qué no podría hacer la Tribu en algunos años?
Los muchachos soltaron un tiro de perros y ataron el cochecito a uno de los otros. Ish, con Joey a su lado, arrancó valientemente.
En las calles había montones de escombros, que el viento había cubierto con polvo y hojas. Después de las lluvias invernales, esos montones, donde crecía una hierba espesa, parecían bancos y montículos naturales. Ish marchaba en zigzag. Se acercaba a la meta cuando chocó con un ladrillo y se oyó un estallido. El neumático trasero de la izquierda había reventado. Ish siguió dando tumbos, y al fin llegó poco antes que los cochecitos. A pesar de ese último accidente, el viaje había sido un éxito.
Detuvo el jeep frente a su casa y se reclinó en el asiento, aliviado. Tocó la bocina y después de un silencio de tantos años se oyó el viejo sonido estridente.
Esperaba que grandes y pequeños acudirían de todas partes atraídos por el raro sonido; pero no apareció nadie. Sólo respondió un concierto de ladridos. Los perros de los coches, que alcanzaban en ese momento la cima de la loma, se unieron al coro.
Ish sintió un raro desasosiego. Una vez, hacía muchos años, había entrado en una ciudad desierta y había hecho sonar la bocina. Y ahora parecía que la pesadilla se repetía otra vez. Pero la impresión duró unos pocos segundos.
Mary, con su bebé en brazos, salió sin prisa de una casa en el extremo de la calle, y saludó con la mano.
—¡Se fueron a la corrida de toros! —gritó.
Los muchachos sólo pensaron entonces en unirse al juego. Soltaron los perros y se fueron corriendo sin pedirle permiso a Ish. Joey, curado de su indigestión, los siguió. Ish se sintió bruscamente solo y abandonado. Sólo Mary vino a admirar el coche. Lo contempló, muda, con los ojos muy abiertos, tan inexpresivamente como el bebé.
Ish saltó del jeep y se desperezó. Tenía las piernas entumecidas, y los tumbos le habían dejado dolorida la espalda enferma.
—Bueno —dijo, con orgullo en la voz—, ¿qué te parece, Mary?
Mary era hija suya, pero no se parecía a él ni a Em, y su estupidez lo irritaba a menudo.
—Muy bien —respondió ella con su habitual falta de entusiasmo.
—¿Dónde es la corrida? —preguntó Ish.
—Cerca del nogal grande.
Se oyeron unos gritos lejanos. Alguien, sin duda, había esquivado una embestida del toro.
—Y bueno, iré a admirar el deporte nacional —dijo Ish, aunque sabía que era una ironía malgastada.
—Sí —dijo Mary, y con el niño en brazos se volvió hacia su casa.
Ish descendió la loma y atravesó un prado que en otro tiempo había sido el patio de alguien. ¡El deporte nacional! Su entrada triunfal había sido un fracaso, y no podía dejar de sentir cierta amargura. Otro grito indicó que alguien acababa de escapar apenas a los cuernos del toro.
El juego era peligroso, aunque nadie había muerto todavía, ni había sido herido de gravedad. Ish lo desaprobaba, pero no se atrevía a oponerse. Los muchachos tenían exceso de energías y quizá sentían la necesidad del peligro. La existencia era en San Lupo demasiado serena y monótona. Recordó a Mary. ¿Cómo no volverse insensible en aquellas condiciones? Los niños atravesaban las calles sin temor a los autos, y habían desaparecido también muchos otros peligros de la vida cotidiana; los resfriados, por ejemplo, y las bombas atómicas. Naturalmente, como gente que vivía al aire libre, y usaba hachas y cuchillos, conocían las magulladuras y heridas. Mary se había quemado una vez las manos, y un día un niño de tres años se había caído del muelle, ahogándose casi.
Ish llegó a un espacio que en otro tiempo había sido un parque, cerca de la roca que servía de calendario. El toro estaba en el centro de un prado que apenas merecía ese nombre. La hierba, de treinta centímetros de altura, no conocía otros jardineros que los ciervos y las vacas.
Harry, el hijo de Molly, de quince años, era el torero. Lo secundaba Walt, que “jugaba en la retaguardia”, término deportivo heredado de los viejos días. Ish no era un experto, pero le bastó una mirada para saber que el toro no era peligroso. Era un Hereford de raza casi pura, rojo, y con manchas blancas en la frente. Estos toros vivían en libertad desde hacía varias generaciones y eran ahora de patas más largas, más delgados, y de cuernos más grandes. En ese momento el juego languidecía un poco. El toro, fatigado, miraba indeciso a Harry, que lo provocaba sin éxito.
Los espectadores, la Tribu casi completa, incluso Jean y su bebé, estaban sentados a orillas del claro. Los árboles los protegerían del toro, si el animal decidía dejar el césped. En caso de necesidad se soltarían los perros y Jack tenía un fusil en las rodillas.
De pronto, el toro volvió a la vida y embistió pesadamente con bastante fuerza como para derribar a veinte muchachos. Pero Harry saltó a un costado y el toro se detuvo, desconcertado.
Una niña —Betty, la hija de Jean— se incorporó y gritó que ahora era su turno. Parecía una pequeña salvaje, con las faldas recogidas sobre los muslos, las largas piernas bronceadas. Harry cedió su lugar a su hermanastra. El toro estaba fatigado y la niña no corría peligro. Ayudada por Walt, Betty provocó algunas embestidas que esquivó fácilmente. Y entonces un niño gritó con todas sus fuerzas:
—¡Yo ahora!
Era Joey. Ish frunció el ceño, pero sabía que no necesitaría ejercer su autoridad. Joey sólo tenía nueve años, y las leyes del juego le prohibían intervenir. Los niños mayores se impusieron amablemente, pero con firmeza.
—No, Joey —dijo Bob, de dieciséis años—, eres muy pequeño. Espera un par de años.
—Soy tan bueno como Walt —protestó Joey.
Ish creyó adivinar que Joey había practicado por su cuenta, en secreto, con algún toro bonachón, y quizás ayudado por Josie, su hermana gemela, y su devota esclava. Ish se estremeció ante la idea de que Joey pudiese sufrir un accidente… Joey, entre todos los niños… Después de algunas débiles protestas, el chico cedió.
El toro, gordo, había combatido bastante. Se contentaba con rascar la tierra mientras Betty bailaba a su alrededor. La corrida había terminado y los espectadores empezaron a dispersarse. Los muchachos llamaron a Betty y Walt. El toro, aliviado sin duda, quedó solo en el claro.
Ish fue a inspeccionar el trabajo del día. El pozo sólo tenía unos pocos centímetros. Palas y picos yacían alrededor. La indolencia de los trabajadores y la atracción de la corrida había terminado con las buenas intenciones. Ish miró el agujero y sonrió con una mueca.
Sin embargo, habían llevado a las casas agua suficiente para atender a las necesidades inmediatas. Em había preparado para la cena un sabroso asado de ternera. Por desgracia, el Napa Gamay, de veinticinco años atrás, si uno podía creer en la etiqueta, se había avinagrado.
Ish decidió que los muchachos saldrían cuatro días más tarde. Había aquí otra diferencia con los viejos tiempos. Antes todo era tan complicado, que un viaje largo exigía muchos preparativos. Ahora se decidía algo y se hacía. Por otra parte, la estación era favorable, y las postergaciones podían enfriar el entusiasmo que despertaba la expedición.
Mientras llegaba el día de la partida, trabajó con los muchachos. Les enseñó a conducir. Volvió con ellos al garaje y les mostró cómo debían cambiar algunas piezas, como la bomba de aceite y las bujías.
—Si os encontráis en dificultades —aconsejó— mejor será deteneros en un garaje y tratar de poner en marcha otro auto. Perderéis menos tiempo.
Luego, planeó, entusiasmado, el itinerario. En las estaciones de gasolina encontró unos mapas camineros amarillentos y descoloridos. Los estudió atentamente y, ayudado por sus conocimientos geográficos, trató de imaginar los cambios que las inundaciones, los vientos y el rápido crecimiento de los árboles podían haber provocado en los caminos.
—Primero iréis hacia el sur, hacia Los Ángeles —concluyó—. Era un gran centro poblado en los viejos días. Es posible que encontréis allí sobrevivientes, quizá hasta alguna comunidad. —Siguió con la mirada las líneas rojas—. Probad ante todo la ruta 99. Creo que podréis pasar. Si tropezáis con obstáculos en las montañas, volved hacia Bakersfield, tomad la 466, y cruzad el desfiladero de Tehachapi.
Se interrumpió. Sintió que la nostalgia le cerraba la garganta y le humedecía los ojos. ¡Aquellos nombres evocaban tantos recuerdos! Burbank, Hollywood, Pasadena… Antes ciudades vivas y prósperas que él había conocido. Ahora los coyotes perseguían a las liebres en los parques y jardines devastados. Sin embargo, los nombres estaban aún allí, en los mapas, en grandes letras negras.
Se dominó, pues los dos muchachos lo miraban estupefactos.
—Perfecto —dijo rápidamente—. Desde Los Ángeles, o desde Barstow, si no podéis llegar a Los Ángeles, tomad la 66. Yo tomé ese camino. Atravesaréis fácilmente el desierto. No olvidéis las provisiones de agua. Si el puente del Colorado existe aún, tanto mejor. Si no, volved hacia el norte y probad la ruta que atraviesa la presa de Boulder. Seguramente la encontraréis intacta.
Les enseñó a leer los mapas por si debían cambiar de itinerario. Pero sin duda les bastaría con apartar de cuando en cuando un árbol caído, o trabajar con pico y pala una hora o dos para quitar algún montón de tierra. Al fin y al cabo, veintiún años de abandono no bastaban para que desapareciesen las carreteras.
—Tendréis algunas dificultades en Arizona —continuó Ish—. En las montañas. Pero…
—¿Arizona? ¿Qué es eso?
Era Bob quien hacía la pregunta, bastante natural. Ish no supo qué decir. ¿Qué había sido Arizona? ¿Un territorio, una entidad, una abstracción? ¿Cómo explicar en pocas palabras lo que era «un Estado»? ¿Y cómo explicar lo que era Arizona ahora?
—Oh —dijo al fin—, Arizona es el nombre de esta región de aquí abajo, del otro lado del río. —Se le ocurrió algo—. Mirad aquí en el mapa. Este territorio rodeado de una raya amarilla.
—Ah —dijo Bob—. Hay una cerca alrededor.
—Bueno, me parece que no.
—Es cierto. No tienen necesidad de cerca, pues está el río.
Inútil insistir, pensó Ish. Cree que Arizona es una especie de patio grande.
Evitó desde entonces referirse a los Estados y se contentó con mencionar las ciudades. Una ciudad, para los muchachos, era una confusión de calles bordeadas de casas en ruinas. Vivían en una ciudad y podían imaginar otras, con comunidades similares a la Tribu.
El itinerario de Ish pasaba por Denver, Omaha, Chicago. Quería saber qué había ocurrido en las grandes ciudades. Llegarían allá en primavera. Les aconsejó que fueran en seguida a Washington y Nueva York por la carretera que pareciese más transitable.
—Podréis franquear las montañas por el paso de Pennsylvania. Es difícil que una carretera tan ancha haya quedado obstruida o que se hayan cerrado los túneles.
Ellos mismos podían elegir por dónde volver. Para ese entonces conocerían mejor que él el estado de los caminos. Les aconsejaba, sin embargo, que intentasen viajar por el sur. Quizás habría allí gentes que habían escapado al invierno.
Todos los días hacían un paseo en jeep, y después de algunas pruebas, consiguieron unos neumáticos que parecían bastante resistentes.
Al cuarto día, partieron, con el jeep cargado de acumuladores, neumáticos y piezas de repuesto. Los muchachos desbordaban de alegría; las madres no podían contener las lágrimas ante la perspectiva de una separación tan larga; Ish, muy nervioso, no ocultaba que su deseo hubiera sido acompañar a los viajeros.
Las fronteras eran líneas de demarcación tan duras, tan inflexibles como las cercas. Eran también obra del hombre, abstracciones que se hacían reales. Atravesabais una frontera y cambiaba la superficie del suelo. Una nueva vibración os decía que habíais dejado la suave carretera de Delaware por la más áspera de Maryland. Los neumáticos entonaban otra canción. FRONTERA DEL ESTADO, señalaba el pilón. ENTRADA A NEBRASKA. VELOCIDAD MÁXIMA 90 KILÓMETROS. Los reglamentos mismos eran distintos, y uno apretaba con más fuerza el acelerador.
A ambos lados de una frontera nacional, agitadas por los mismos vientos, flotaban banderas de colores diferentes. Os sometíais a las formalidades de la aduana y del servicio de inmigración y erais de pronto un extraño, un desconocido. Notabais que los policías llevaban otro uniforme. Cambiabais vuestro dinero, y los sellos que poníais en las cartas mostraban una cara distinta. Será mejor conducir prudentemente, pensabais. No tengamos dificultades con la policía. Curiosa historia. Atravesabais una línea invisible y os transformabais en otro hombre: un extranjero.
Pero las fronteras desaparecen más rápidamente que las cercas. Las líneas imaginarias no son atacadas lentamente por la herrumbre. El cambio es aquí muy rápido, y quizá menos desconcertante. Se dirá desde entonces, como en el principio de los siglos: «En el lugar donde los robles empiezan a clarear y crecen los pinos». Se dirá: «Allá abajo… no sé exactamente dónde, en las lomas arcillosas, donde crecen unos matorrales de salvia».
Después de la partida de los muchachos, comenzó un largo período sin incidentes que se llamó el año bueno. Los días sucedían a los días, y las semanas a las semanas. Las lluvias se prolongaron. Fueron lluvias torrenciales, seguidas de días despejados, días en que las lejanas torres del Golden Gate se alzaban precisas y majestuosas contra el cielo azul.
Por las mañanas, Ish lograba que la gente trabajara en los pozos. En el primer ensayo, tropezaron pronto con una capa de roca. El segundo pozo fue más profundo, y encontraron un buen manantial. Revistieron con maderas las paredes del pozo e instalaron una bomba manual. Pero por ese entonces ya se habían acostumbrado a no usar los inodoros, así que renunciaron a hacerlos funcionar.
En esa época, los peces abundaban en la bahía, y se prefería la pesca al trabajo.
A la tarde, todos se reunían para cantar canciones, que Ish acompañaba al acordeón. Ish propuso que se organizara un coro. No faltaban las hermosas voces, y George era un buen bajo. Pero todos preferían el camino del menor esfuerzo.
Decididamente, la Tribu no gustaba mucho de la música, como Ish había comprobado hacía tiempo. Algunos años antes había puesto algunos discos de sinfonías en el fonógrafo. No se oía muy bien, pero se podían seguir los temas. Los niños permanecieron indiferentes. A veces, atraídos por la melodía, abandonaban los juegos o la escultura en madera y escuchaban con atención. Pero no tardaban en volver a sus ocupaciones. Bueno, ¿qué podía esperarse de unas pocas gentes comunes y sus descendientes? Estaban un poco por encima de lo común, se corregía, pero carecían de cultura musical. En los viejos días, diez norteamericanos de cada mil sabían apreciar realmente a Beethoven, y esos pocos, como los perros de pura raza, no habían sobrevivido al Gran Desastre.
Probó también con el jazz. El sonido de los saxofones atrajo otra vez a los niños, pero el interés no duró mucho. ¡El jazz hot! Sus intrincados ritmos no podían atraer a mentes simples, sino a oídos educados. Era como pedirles que admirasen a Picasso o Joyce.
En realidad —y había aquí algo alentador— los jóvenes detestaban el fonógrafo. Preferían cantar ellos mismos. El papel pasivo de oyentes les disgustaba.
Jamás, sin embargo, intentaban componer una melodía o unos versos. Ish, de cuando en cuando, inspirado por algún acontecimiento importante, improvisaba una estrofa, pero carecía de genio poético y sus extrañas tentativas no eran bien recibidas.
Cantaban, pues, a una sola voz. Preferían las melodías más simples: Llévame otra vez a Virginia, aunque nadie sabía qué era Virginia, o quién quería ir allí, o Aleluya, soy un vagabundo, sin preguntarse qué era un vagabundo. Cantaban también las quejas de Bárbara Allen, aunque ninguno de ellos sufriese penas de amor.
Ish pensaba constantemente en los dos muchachos del jeep. Los niños pedían Mi hogar en la llanura e Ish tocaba la melodía sintiendo un nudo en la garganta. Quizás en aquel mismo instante Dick y Bob erraban por aquellos sitios. ¿Qué ocurriría en las vastas llanuras? ¿Habría aún ciervos y antílopes? ¿Ganado? ¿Habrían vuelto los bisontes?
Pero recordaba a los muchachos sobre todo en las negras horas de la noche. Se despertaba de pronto sobresaltado, y se pasaba las horas rumiando sus inquietudes.
¿Cómo había permitido semejante aventura? Imaginaba inundaciones y tormentas. ¡Y el coche! Qué locura confiar un jeep a muchachos tan jóvenes. No corrían el peligro, ciertamente, de chocar con otro vehículo, pero podían caer en un pozo. Los caminos eran malos; los peligros, innumerables.
¿Y los pumas, los osos, los toros salvajes? Los toros que incluso parecían despreciar al hombre, como en otros tiempos.
No, los hombres eran el mayor peligro. Un sudor frío cubría entonces la frente de Ish. ¿Con qué hombres podían tropezar los muchachos? ¿Y con qué sociedades deformadas por las circunstancias, libres del freno de las tradiciones? Quizás había en ellas bárbaros ritos religiosos, ¡sacrificios humanos, canibalismo! Quizá, como Ulises, los muchachos se encontrarían con resucitados lotófagos, sirenas, lestrigones. La Tribu, aferrada a la falda de la loma, era estúpida, y carecía de poder creador; pero por lo menos conservaba cierta dignidad. Nada garantizaba que otros hubiesen hecho lo mismo. Pero con la luz del día desaparecían los fantasmas. Ish pensaba entonces en los muchachos y los imaginaba felices, entusiasmados con nuevos paisajes, quizá con nuevos amigos. En caso de accidente, si no encontraban otro coche, volverían a pie. No les faltarían los víveres. A treinta kilómetros por día —o por lo menos ciento cincuenta por semana—, aunque tuviesen que caminar quince mil kilómetros, regresarían antes del otoño. Y si el jeep aguantaba, volverían mucho antes. Ante este pensamiento, Ish apenas podía reprimir su excitación. ¿Qué novedades traerían?
Pasaron las semanas, y cesaron las lluvias. La hierba de las lomas germinó y amarilleó. Por las mañanas, las nubes eran tan bajas que rozaban las torres de los puentes.
Con el correr del tiempo, las inquietudes de Ish se atenuaron. La ausencia prolongada de los viajeros demostraba que habían llegado muy lejos. Si habían atravesado el continente, tardarían aún en regresar, y no había por qué atormentarse. Se dejó arrastrar por otros pensamientos y otras preocupaciones.
Había reorganizado la escuela. Sentía que era su deber enseñar a los niños a leer, escribir y contar, para que se conservasen en la Tribu las bases primeras de la civilización. Pero los desagradecidos escolares se revolvían en sus asientos y volvían unos ojos impacientes hacia las ventanas. No pensaban en otra cosa, advertía Ish, que correr por las faldas de la loma, jugar a los toros, pescar. Trataba inútilmente de atraerlos recurriendo a los sistemas pedagógicos más famosos de los viejos días.
La talla en madera, único arte que practicaba la Tribu, era herencia del viejo George. A pesar de su escasa inteligencia, George había logrado transmitir a los niños su afición a la ebanistería. Ish no tenía ninguna habilidad de esa especie. Pero se le ocurrió utilizar aquel interés de los niños para sus propios fines.
Les enseñó algunos principios de geometría y a servirse del compás y la regla para dibujar en la madera.
Los niños mordieron el anzuelo, se entusiasmaron con los círculos, triángulos y hexágonos, y pronto esculpieron figuras geométricas. El propio Ish talló con su cuchillo una vieja y gruesa rama de pino.
Pero el entusiasmo se apagó pronto. Mover la hoja del cuchillo a lo largo de una regla de acero para obtener una línea recta, era fácil y aburrido. Seguir el contorno de un círculo era más difícil, pero uno se cansaba pronto de ese trabajo maquinal y monótono. Una vez terminadas —Ish mismo debía reconocerlo—, las esculturas parecían malas imitaciones de los adornos que en otro tiempo se hacían a máquina.
Los niños decidieron volver de nuevo a la fantasía y la improvisación. Era más divertido, y las esculturas tenían mejor aspecto.
El escultor más hábil era Walt, que leía a trompicones. Con mano firme, grababa un friso de animales sobre la lisa superficie de una plancha sin necesidad de medidas ni de principios geométricos. Si sus tres vacas no cubrían el espacio disponible, añadía un ternero. Y la obra guardaba, sin embargo, un perfecto equilibrio. Trabajaba con igual habilidad en bajo relieve, medio relieve, o alto relieve. Los otros niños no le escatimaban su admiración.
La estratagema de Ish terminó, pues, en un fracaso, y se encontró otra vez a solas con el pequeño Joey. Joey no tenía ningún talento para la escultura, pero era el único que se había entusiasmado con las eternas verdades de las líneas y los ángulos. Un día, Ish sorprendió al niño que cortaba triángulos de papel de diversas formas, les recortaba luego los vértices y los ponía uno junto a otro para formar una línea recta.
—¿Resulta? —preguntó Ish.
—Sí, tú dijiste que siempre resulta.
—Entonces ¿por qué pruebas?
Joey calló, pero Ish comprendió que el niño rendía así homenaje a las verdades inmutables y universales. Era un desafío a los poderes de la casualidad y el cambio. Y cuando estos tenebrosos poderes se declaraban vencidos, la inteligencia podía atribuirse una nueva victoria.
Ish se quedó a solas con el pequeño Joey… en el sentido literal y el figurado. Cuando los otros escolares huían lanzando gritos de alegría, Joey se inclinaba sobre algún libraco con mayor aplicación aún, y hasta con un aire de superioridad.
Los otros niños eran fornidos gigantes y superaban a Joey en todos los juegos al aire libre. La cabeza de Joey era demasiado grande para su cuerpo, o así le parecía a uno, pues se sabía que estaba atiborrada de conocimientos. Tenía unos ojos grandes y vivaces.
Sólo él, entre todos los niños, sufría de dolores de cabeza y frecuentes indigestiones. Ish suponía que esos malestares eran de origen nervioso, pero no podía recurrir a un médico clínico, o un psiquiatra, y debía contentarse con hipótesis. Pero Joey pesaba menos que lo normal y cualquier ejercicio físico lo agotaba.
—Esto me preocupa —le decía Ish a Em.
—Sí —convenía Em—, pero te alegra que se apasione por la geometría. Quizás es inteligente porque es débil.
—Sí, quizá. Tiene sus alegrías. Pero me gustaría que fuese más robusto.
—No sé. Me parece que te gusta tal como es.
E Ish reconocía, una vez más, que Em tenía razón.
Sí, se decía, los mocetones no nos faltan. Y aunque Joey sea debilucho, o neurótico o pedante, en él se conservará la tradición intelectual.
Joey seguía siendo, pues, el preferido de Ish. Veía en él la esperanza del futuro, le hablaba largamente y le enseñaba todo lo que sabía.
Las horas de clase siguieron arrastrándose mientras se esperaba el regreso de Dick y Bob. Hasta Ish las encontraba interminables. Aquel verano tenía once alumnos, a los que intentaba inculcar algunas nociones elementales.
Las clases se daban en la sala de Ish, y los niños venían de distintas casas. Se comenzaba a las nueve y se terminaba a las doce, con un largo recreo. Ish había advertido que no podía exigirles más.
No habiendo logrado dorarles la píldora de la geometría, enseñaba ahora aritmética. Pero al enunciarles los problemas tropezaba con dificultades prácticas. «Si Pedro levanta una cerca de nueve metros…» decía el viejo libro. Nadie levantaba cercas ahora, y había que explicarles para qué habían servido las cercas… algo bastante complicado. Pensó en seguir los métodos de la escuela progresiva e instalar una tienda donde los alumnos comprarían, venderían y llevarían cuentas. Pero ya no había tiendas y hubiese sido necesario explicarles todo el viejo sistema económico.
Trató entonces de interesarles en la matemática pura. Fracasó, pero se convenció por lo menos a sí mismo de que la matemática era la base misma de la civilización. Aunque no podía expresarlo claramente, la relación que había entre los números le parecía maravillosa. Dos y dos eran eternamente cuatro, y nunca cinco. Eso no había cambiado… aunque los toros salvajes pelearan ahora en las calles. Hacía juegos con progresiones aritméticas, encadenando números. Pero, excepto Joey, ningún niño parecía interesado, y las miradas de reojo a las ventanas demostraban la inutilidad de sus esfuerzos.
Probó entonces con la geografía, materia que dominaba. Los niños se divertían en dibujar mapas de los alrededores. Pero nadie se interesó en la geografía del mundo. ¿Quién podía acusarlos? La vuelta de Bob y Dick despertaría quizá su curiosidad. Pero por el momento sólo se interesaban en un área de unos pocos kilómetros. ¿Qué importaba la forma de Europa, con todas sus penínsulas? ¿Qué importaban las islas diseminadas en el mar?
Tuvo un poco más de éxito con la historia y la antropología. Les habló del desarrollo del hombre, ese luchador que lentamente, durante miles de años, había creado y aprendido, y a pesar de sus errores, sus crueldades, había llegado, antes de la catástrofe, a ofrecer el espectáculo de una magnífica victoria. Los niños escucharon con cierto entusiasmo.
Ish insistió entonces en la lectura y la escritura, llaves del saber. Pero sólo Joey era aficionado a leer, y dejaba atrás a todos sus condiscípulos. Entendía rápidamente el significado de cualquier palabra, y hasta el significado de los libros.
Ci-vi-li-za-ción. El tío Ish habla siempre de eso. Hoy hay muchas codornices cerca del río. ¿Dos y seis? Ya lo sé. ¿Para qué decirlo? ¿Dos y nueve? Es difícil. No tengo bastantes dedos. El tío George es más divertido que el tío Ish. Nos enseña escultura. Mi papá es todavía más divertido. Dice cosas divertidas. Pero el tío Ish tiene el martillo. Ahí está, sobre la chimenea. Joey cuenta muchas historias del martillo. Me parece que las inventa. No estoy seguro. Tengo ganas de pellizcar a Betty, pero el tío Ish se enojaría. El tío Ish lo sabe todo. Me da miedo. Si pudiese decirle cuánto es siete y nueve, volvería la civilización y podría ver las figuras que se mueven. ¿Las vio papá? Sería divertido. ¿Ocho y ocho? Joey lo sabe en seguida. Joey no sabe buscar nidos de codornices. Falta poco para que termine la clase.
A pesar de los repetidos fracasos, Ish redoblaba sus esfuerzos y aprovechaba cualquier ocasión para estimular el interés de sus alumnos.
Un día, después de una excursión más larga que de costumbre, los niños llevaron a la escuela unas nueces de una especie bastante rara. Ish vio en seguida un pretexto para dar una lección de historia natural, que los niños escucharon complacidos. Ordenó a Walt que fuese a buscar dos piedras para romper la gruesa cáscara. Walt trajo dos ladrillos. En su pobre vocabulario no había diferencia entre piedras y ladrillos.
Ish no lo corrigió, pero pensó que si intentaba romper las nueces con aquellos ladrillos podía aplastarse un dedo. Miró alrededor y vio el martillo sobre la chimenea.
—Tráeme el martillo, Chris —le dijo al niño más cercano.
Habitualmente, Chris inventaba cualquier excusa para dejar su asiento. Pero esta vez no se movió. Miró a sus vecinos Walt y Weston con aire embarazado y asustado.
—Tráeme el martillo, Chris —repitió Ish, pensando que el niño, distraído, sólo había oído su nombre.
—No… no… quiero —balbuceó Chris.
Chris, de ocho años, no lloraba fácilmente, pero esta vez apenas podía retener las lágrimas. Ish no insistió.
—Traedme el martillo, cualquiera de vosotros —dijo.
Weston se volvió hacia Walt, y Bárbara y Betty, las dos hermanas, se miraron. Eran los mayores. Los cuatro abrían mucho los ojos, pero no hicieron ademán de levantarse. Los más pequeños tampoco se movieron. Pero Ish notó que se echaban furtivas ojeadas.
Intrigado, Ish deseó evitar una escena, e iba a dejar su silla cuando ocurrió un incidente singular.
Joey se levantó. Fue hacia la chimenea. Todos los niños lo siguieron con los ojos. En la habitación había un silencio de muerte. Joey se detuvo ante la chimenea, estiró la mano, y tomó el martillo. Una niñita lanzó un grito. Siguió un silencio, y Joey volvió, le entregó el martillo a su padre, y se sentó otra vez.
Nadie había pronunciado una palabra y los niños, contemplaban a Joey con la boca abierta. Ish quebró el silencio rompiendo una nuez de un martillazo. La tensión, cualquiera fuese su causa, se disipó en seguida.
Al mediodía, después de despedir a sus alumnos, Ish pensó en el incidente, y descubrió sobresaltado que era un caso de superstición pura. Los niños veían en el martillo un símbolo misterioso y místico del lejano pasado. Sólo se lo empleaba en las grandes ocasiones, y el resto del tiempo descansaba en la chimenea. En general nadie lo tocaba, salvo Ish. Bob mismo, recordó ahora Ish, se lo había llevado de mala gana el día que fueron a buscar el jeep. Era, a los ojos de los niños, un emblema todopoderoso… desgraciado el imprudente que osara tocarlo. Al principio, quizás, había sido una simple broma; pero luego la idea había sido tomada en serio. E Ish comprendió otra vez que Joey se distinguía de los otros. Joey no podía estar seguro de que el martillo de Ish no fuese como los otros martillos. Pero su superstición alcanzaba un nivel más elevado. Le complacía creer que participaba de las funciones sagradas de su padre. ¿No leía acaso como él? Hijo del gran sacerdote, hijo del elegido, podía impunemente tocar las reliquias que fulminarían a otros. Hasta era capaz de haber alimentado el temor de sus amigos para darse importancia. Sería fácil, pensó Ish, destruir aquella tonta superstición.
Pero al empezar la tarde, su certidumbre se transformó en duda. Los niños jugaban ante la casa, en la acera. Saltaban de una losa a otra cantando a voz en cuello una vieja cantinela.
Ish la había oído a menudo en los viejos días. Las palabras no significaban nada; era sólo una cantinela infantil. Y los mismos niños no tardaban en reírse. Pero ¿no les parecería ahora una fórmula mágica? Era aquélla una sociedad sin tradiciones, y no había posibilidad de que la lectura las resucitase.
Sentado en su sillón, en la sala, oía a los niños que jugaban y cantaban. Observó el humo del cigarrillo que subía en volutas, y recordó otros perturbadores ejemplos de superstición. Ezra llevaba siempre en el bolsillo una moneda con la efigie de la reina Victoria, y para los niños no era sin duda muy distinta del martillo. Molly se pasaba el día «tocando madera», e Ish recordó no sin inquietud que los niños la imitaban. ¿Comprenderían un día que era una costumbre pueril, que no podía conjurar la mala suerte?
Sí, concluyó de mala gana, el problema era grave. En los viejos días las creencias de los niños de una familia, o un pequeño grupo de familias, tenían importancia; pero el contacto con otras creencias traía cierto equilibrio. Por otra parte, había muchas tradiciones —el cristianismo, la civilización occidental, el folklore indoeuropeo, la cultura angloamericana— y nadie, para bien o para mal, podía sustraerse a esas influencias.
Pero ahora aquel tesoro humano se había perdido. Siete sobrevivientes —Evie no contaba— no habían bastado para salvarlo. Y durante mucho tiempo la Tribu sólo había sido un grupo de padres y niños, sin generaciones intermedias. Los padres habían enseñado a jugar a los pequeños. La Tribu era, pues, maleable, y podía cambiar con cualquier influencia. Era una ventaja, pero también una responsabilidad, y un peligro.
Sería peligroso, por ejemplo —e Ish se estremeció—, permitir que actuara en la Tribu alguna fuerza nefasta. Un demagogo no encontraría oposición.
Aunque evidentemente, e Ish sonrió con una mueca, los niños no se habían mostrado muy maleables como escolares.
En cuanto a la superstición, reemplazaría quizás a la religión ausente. Los niños parecían sentir la necesidad de creer en algo sobrenatural, y hasta quizá tenían el deseo inconsciente de encontrar una explicación al origen de la vida.
Algunos años antes, había organizado servicios religiosos que pronto parecieron una absurda parodia. Los habían interrumpido, pero quizás habían cometido un error.
Ish comprendió, más claramente que nunca, que podía fundar una religión. Su palabra era ley. Con un poco de insistencia podía grabar cualquier idea en la mente de sus alumnos. Podía decirles que Dios había hecho el mundo en seis días. Lo creerían. Podía declarar, como en la antigua leyenda india, que el mundo era obra de un viejo coyote. Lo creerían.
Pero ¿qué podía enseñarles sinceramente? Una de las teorías de su profesor de cosmogonía. La aceptarían sin resistencia, aunque la tradición cristiana o la leyenda india fuesen más poéticas y atrayentes.
En realidad, cualquier sistema podía dar origen a una religión. Otra vez, como hacía veinte años, rechazó la idea. No podía renegar de su sincero escepticismo.
Más vale, pensó recordando alguna de sus lecturas, no creer en Dios, que tener de él una idea indigna.
Encendió otro cigarrillo y se hundió en el sillón… Sin embargo, había allí un vacío. Si no se lo colmaba, en tres o cuatro generaciones sus descendientes evocarían quizá los demonios, obedecerían servilmente a presuntos brujos, practicarían los ritos de la antropofagia. El vudú, el chamanismo, los tabúes se extenderían entre ellos.
Se sobresaltó. Sí, la Tribu tenía ya sus tabúes, y sin quererlo, él mismo había sido el instigador.
El caso de Evie, por ejemplo. Lo había discutido hacía tiempo con Em y Ezra. Los pequeños que Evie podía dar a luz serían siempre una carga para la Tribu. Y ahora ella era para los muchachos algo así como una intocable. Evie, de cabellos rubios y grandes ojos azules, era quizá la muchacha más hermosa de la Tribu. Pero, sabía Ish, ninguno de los jóvenes se había acercado a ella. No temían ser alcanzados por un rayo, no; simplemente, nunca se les había ocurrido. No se necesitaba ninguna ley. Evie era tabú.
Había otro problema parecido. Temiendo que los celos terminaran en desórdenes, habían hecho de la fidelidad conyugal más que una virtud una necesidad. Los jóvenes se casaban en la adolescencia. Ezra, como bígamo, no había tenido discípulos. La fidelidad era ciertamente una ventaja en aquellas circunstancias, pero se la aceptaba más como una cuestión de fe que de razón. La primera infracción —y seguramente la habría— podía conmover terriblemente a la Tribu.
Tercer ejemplo, aunque de menor importancia. La biblioteca universitaria era tabú, y se la consideraba un templo sagrado. Un día, cuando los muchachos eran pequeños, Ish los había llevado a pasear, y habían llegado así al parque universitario. Mientras él dormía la siesta, dos de los niños habían desclavado una madera que reemplazaba a un vidrio roto, habían entrado en la sala de lectura y jugando habían tirado algunos libros al suelo. Aterrado ante esa profanación del santuario del pensamiento, Ish los había castigado de tal modo que más tarde no podía recordarlo sin vergüenza y remordimiento. Su furia y su horror, sin proporción con los destrozos, habían producido más efecto que los golpes. Advertidos por sus mayores, los otros niños habían respetado desde entonces la biblioteca, con gran satisfacción de Ish. Sólo ahora descubría qué clase de temor los alejaba del edificio.
Había un cuarto ejemplo, que lo llevó al punto de partida. Se incorporó y se acercó a la chimenea.
El martillo estaba allí, donde lo había dejado. No le había pedido a nadie, ni siquiera a Joey, que lo volviera a su sitio.
El martillo estaba allí, en equilibrio sobre la cabeza de acero herrumbrado, de dos kilos. Ish lo tenía desde hacía años. Lo había encontrado poco antes que lo mordiera la serpiente de cascabel. Era, pues, su más viejo amigo, anterior a Em y Ezra.
Lo examinó con curiosidad y atención. El mango estaba estropeado. Mostraba las huellas del tiempo y un golpe que había recibido antes que Ish lo encontrase. ¿Qué madera era aquélla? No lo sabía. Quizá fresno o nogal. Más probablemente nogal blanco.
Lo más simple, concluyó de manera impulsiva, sería deshacerse del martillo. Arrojándolo al mar, por ejemplo.
No, eso sería tratar los síntomas, y no la enfermedad. Los niños no se librarían así de la superstición, que podría fijarse sobre otros objetos, y tomar formas más siniestras.
La destrucción del martillo sería quizás una lección simbólica, pues probaría que era sólo una herramienta desprovista de poder. Pero ¿cómo lograrlo? Quemar el mango sería fácil, pero no podría destruir la cabeza. Podía recurrir a unos ácidos, mas los niños pensarían que deseaba librarse de un enemigo peligroso.
E Ish tuvo entonces la impresión de encontrarse ante un objeto de maléfico poder. Sí, aquella unión de madera y acero reunía todas las cualidades necesarias para convertirse en símbolo: solidez, permanencia, entidad. La significación fálica era evidente. ¿Cómo no se le había ocurrido nunca darle un nombre? Los hombres se complacían en personificar las armas, que son, de algún modo, emblemas de fuerza. Durendal, por ejemplo. Ya se conocía el martillo como atributo divino, Thor, y habría otros seguramente. Y no había que olvidar a aquel rey franco que había rechazado a los sarracenos y al que sus guerreros apodaban Martel. ¡Carlos del Martillo! ¡Ish del Martillo!
Cuando los niños llegaron a clase, a la mañana siguiente, Ish prefirió no tocar el asunto de la superstición. Esperaría el momento propicio, observándolos atentamente un día o dos, o una semana. Y sobre todo sondearía los pensamientos de Joey.
Pasaron algunas semanas, e Ish concluyó que Joey no era como los otros. Había cumplido diez años aquel verano. Su precocidad dejaba a veces una triste impresión. Era, como se decía en otro tiempo, «demasiado grande para sus pantalones». Por la edad se encontraba entre Walt y Weston, de doce años, y Chris, de ocho. Pero buscaba siempre la compañía de los mayores. Le costaba, sin duda, competir con muchachos de mayor desarrollo físico. En cuanto a Josey, su hermana melliza, la hacía a un lado con ese desprecio que los niños de su edad muestran por las niñas. Josey, por otra parte, carecía de dones intelectuales.
De ese modo, Joey, comprobó Ish tristemente, vivía en una continua tensión nerviosa. Sus camaradas no osaban tocar la herramienta, pero habían creído natural que Joey se expusiera al peligro. O quizá lo creían invulnerable. Ish recordaba haber leído que los salvajes atribuían a algunos de ellos una fuerza sobrenatural. Mana, así llamaban a esa fuerza los antropólogos. A los ojos de los niños, Joey estaba protegido por el mana, y Joey se imaginaba al abrigo de todo peligro.
Ish no dejaba de advertir, ciertamente, los defectos de Joey, pero ponía aún en él todas sus esperanzas. Joey representaba el futuro. La civilización era obra de la inteligencia humana, y sólo la inteligencia lograría resucitarla un día. Y Joey tenía inteligencia, y hasta era posible que tuviese, también, aquel otro poder. El mana no era quizá más que una invención de mentes primitivas. Sin embargo, aun los pueblos más evolucionados reconocen a ciertos hombres, marcados por el destino, como jefes indiscutidos. Y nadie había explicado nunca ese misterio.
¿Joey se sabía elegido por el destino? Ish se lo preguntaba a menudo. No lo sabía, pero fue convenciéndose cada vez más, y al fin del verano creía ver ya en Joey el signo de los elegidos.
Pero aunque rechazara la idea de la predestinación, o el mana, sólo Joey, indudablemente, era capaz de alzar la antorcha que alejaría las tinieblas. Sólo él era capaz de recoger el tesoro de tradiciones humanas y transmitirlo a sus descendientes.
Pero Joey no se distinguía únicamente en la adquisición de conocimientos. A la edad de diez años, tenía sus propias experiencias, y hacía sus propios descubrimientos. Había aprendido a leer casi solo. Aunque desde luego, su genio sólo se revelaba en el terreno de la experiencia infantil.
Los rompecabezas, por ejemplo. Los niños, entusiasmados de pronto con los juegos de paciencia, habían desvalijado las tiendas. Ish, que se entretenía mirándolos, comprobó que Joey era menos hábil que los otros. Parecía carecer de sensibilidad para las formas y trataba de juntar piezas que indudablemente no podían adaptarse. Sus camaradas no le ocultaban su indignación. Joey, humillado, abandonó durante un tiempo el juego.
Pero de pronto se le ocurrió algo. No se guiaría por las formas, sino por los colores. Logró armar así su rompecabezas con mayor rapidez que los otros.
Confesó orgullosamente el secreto de su éxito, pero los otros rehusaron adoptar el sistema.
—¿Para qué? —preguntó Weston—. Tu método es más rápido, pero menos divertido. No tenemos prisa.
—Sí —añadió Betty—. No tiene gracia juntar primero los pedazos amarillos, luego los rojos, luego los azules.
Joey no supo qué replicar, pero Ish leyó en el fondo de su pensamiento. En verdad, la rapidez no era una de las reglas del juego; pero Joey se complacía en hacer un trabajo rápido y bien. Prefería correr a caminar. Parecía tener ese espíritu de empresa y competencia que había distinguido alguna vez a sus antepasados. Poco hábil en distinguir las formas, sin vigor físico, había recurrido a su inteligencia. «Usaba la cabeza», como se decía antes.
Sólo la edad de Joey hacía notable el descubrimiento, pero Ish no dejaba de decirse, complacido, que el niño había intuido las leyes de la clasificación, instrumento fundamental del progreso humano. La clasificación era la base de la lógica, y del lenguaje, con nombres y verbos que agrupaban y separaban objetos y actos. Gracias a la clasificación, el hombre había podido ordenar el aparente desorden del mundo físico.
Y Joey apreciaba realmente el lenguaje. No sólo se servía de él para expresar deseos y sentimientos. Le parecía el entretenimiento más apasionante. Hacía juegos de palabras y buscaba rimas. Las adivinanzas lo fascinaban.
Un día, Ish lo oyó mientras planteaba una adivinanza a los otros niños.
—La inventé yo mismo —dijo Joey orgullosamente—. ¿En qué se parecen un hombre, un toro, un pez y una serpiente?
—En que todos comen —le dijo Betty maquinalmente.
—Eso es demasiado fácil —dijo Joey—. También los pájaros comen.
Los niños pensaron un momento, y luego buscaron otra distracción. Con la amenaza de perder su auditorio, Joey se apresuró a decir:
—Se parecen en que ninguno tiene alas para volar.
En el primer momento, Ish no descubrió nada extraordinario en esa adivinanza. Pero luego, pensando, le asombró que a un niño de diez años le hubieran llamado la atención semejanzas negativas. Una vieja definición le vino a la memoria: «El genio es la capacidad de ver lo que no hay». Claro, esta definición del genio, como tantas otras, no era muy exacta, pues podía incluir también a los locos. Sin embargo, encerraba cierta verdad. Los grandes pensadores habían intuido un mundo que no se revelaba siempre, y lo habían buscado hasta descubrirlo. El primer requisito para hacer un descubrimiento, a no ser que se cuente con la casualidad, es indudablemente notar que algo falta.
Joey tuvo otras aventuras aquel verano. Un día volvió a la casa tambaleándose, oliendo a alcohol. Se descubrió más tarde que había visitado con Walt y Weston una licorería de la zona comercial. Era un peligro ya previsto por Ish. Una vez se había puesto a vaciar las botellas de un depósito. Al cabo de una hora, comprobó que las reservas apenas habían disminuido. La tarea era enorme, y los niños deberían resistir la tentación. Algo similar le había ocurrido a él en su juventud. Su padre había tenido siempre un poco de whisky, coñac y jerez, y a Ish poco le hubiese costado hacer una visita clandestina al aparador. Se había abstenido, y ahora sus hijos y nietos no parecían mostrar tampoco gran interés en vaciar botellas. El alcoholismo era un dios ignorado en la Tribu. La vida era tan sana y simple que no había necesidad de estimulantes. O quizás el alcohol había perdido su atracción por estar al alcance de todos.
Joey, e Ish se alegró, no había bebido mucho, y no parecía enfermo, ni muy borracho. Evidentemente, había alardeado otra vez ante los niños mayores, y había logrado impresionarlos. Walt y Weston no habían salido tan bien de la aventura.
Sin embargo, Joey estaba un poco marcado y no protestó cuando lo mandaron a la cama. Ish aprovechó la ocasión para hablarle de los peligros de la vanidad. El niño lo miraba con sus ojos grandes e inteligentes. Entendía, a pesar del alcohol, y su mirada parecía decir: Nos entendemos. Sabemos muchas cosas. No somos como los otros.
En un repentino impulso de ternura, Ish le tomó una manita. Los ojos de Joey se iluminaron de alegría, e Ish comprendió que a pesar de sus fanfarronadas, su hijo era un niño tímido y sensible, como había sido él. Sí, su temeridad no era más que una forma de la timidez.
—Joey, pequeño —dijo de pronto—, ¿por qué te esfuerzas tanto? Weston y Walt tienen dos años más que tú. No te atormentes. Dentro de diez años, veinte años, los habrás dejado muy atrás.
El niño sonrió. Pero Ish no se engañaba. Joey sonreía al sentir el cariño de su padre, no por lo que éste pudiera haberle dicho. A los diez años se vive en el presente, y los años futuros se pierden en una brumosa lejanía.
Inclinado sobre Joey, Ish vio que los grandes ojos parpadeaban con el alcohol y el sueño. Se sintió inundado otra vez por el amor a su hijo. Es el elegido, pensó. Él llevará la antorcha.
Los párpados de Joey se cerraron. El padre se quedó a la cabecera de la cama, con la manita en su mano. Luego, quizá porque el sueño es imagen de la muerte, sintió un repentino temor. Caprichos del destino, pensó. Amar es exponerse a sufrir. Hasta ahora los hados lo habían favorecido. Em… Joey… Aquella manita era tan frágil…; sentía bajo sus dedos un pulso débil y rápido. Cualquier cosa podría detenerlo. Un niño tan débil, con un alma demasiado ardiente, ¿qué posibilidades tenía de llegar a ser hombre?
Sin embargo, de él, y sólo de él, dependía el futuro. Necesitaba crecer en edad y sabiduría… y vivir.
Entre el sueño y la realidad se interpone el azar. Un síncope detiene el corazón, un cuchillo hiere, un caballo tropieza, el cáncer roe las carnes, enemigos aún más sutiles atacan disimuladamente…
Entonces, sentados alrededor del fuego, a la entrada de la caverna, los sobrevivientes se preguntan: «¿Qué vamos a hacer? Ya no está aquí para guiarnos». O mientras doblan las campanas, se reúnen en la plaza y murmuran: «El destino ha sido cruel al llevárselo. ¿Quién nos aconsejará ahora?» O se encuentran en una esquina de la calle y suspiran: «Es una gran desgracia. Nadie merece ocupar su lugar».
Todo a lo largo de la historia esta misma queja: «Si esa enfermedad no hubiese atacado al joven rey… Si el príncipe viviese… Si el general no hubiese sido tan temerario… Si el presidente no se hubiese agotado…»
Entre los sueños y la realidad, la frágil barrera de una vida humana.
Las nieblas se disiparon otra vez, y volvió el calor. Cuántas veces, pensó Ish, ha desfilado ante mí el cortejo de los meses. He aquí otra vez el tiempo de la sequedad y la muerte. El dios Pan ha exhalado su último suspiro. Pronto caerán las lluvias y verdearán las lomas. Y una mañana veré desde el porche que el sol se pone muy lejos en el sur. Entonces todos dejaremos las casas y yo grabaré otros números en la roca. ¿Y cómo bautizaremos el año?
Dick y Bob volverían pronto. Los remordimientos atormentaban aún a Ish, y se reprochaba a menudo haber dejado partir a los muchachos. Aunque había tenido tiempo de acostumbrarse a su ausencia, y su ansiedad se había atenuado un poco. Además, otras inquietudes, otros remordimientos lo acosaban continuamente.
¡Los niños! ¡Sus supersticiones y sus ideas sobre la religión! No será difícil, había pensado Ish, restablecer la verdad. Pero ya había pasado el verano.
¿Tenía miedo de hablar? ¿Deseaba que los niños vieran en Joey a una especie de brujo? ¿No desearía, en lo más hondo de sí mismo, que pensaran en él, Ish, como un dios? Al fin y al cabo, no a todo el mundo se le ofrece esa tentadora oportunidad. Y si no era dios, podría ser al menos un semidiós, o un mago.
Desde el incidente del martillo, observaba con curiosidad cómo se conducían con él los pequeños. A veces dominaban el respeto y el temor. Había mana en él, más aún que en Joey. Podía realizar notables proezas. Conocía el sentido de las palabras más raras, y el secreto de los números. Por algún mágico poder, sabía cómo era el mundo del otro lado del horizonte, del otro lado de los puentes, y sabía también que había islas en el mar más allá de las rocas de los Farallones, que en los días claros se perfilaban contra el cielo.
Ish comprendió que aquellos niños eran más simples e ingenuos que cualquier criatura de los viejos días. Ninguno de ellos había visto a más de unas pocas docenas de seres humanos. Eran felices, pero con la felicidad de unas escasas y agradables experiencias, indefinidamente repetidas. No había para ellos cambios imprevistos, esos cambios que en otro tiempo alteraban los nervios de los pequeños, pero que a la vez les aguzaban la inteligencia.
No era raro que creyesen ver en él a un ser sobrenatural, que no pertenecía totalmente a la tierra, y que lo miraran a veces con un temor reverente.
Pero otras veces, más a menudo, sólo era para ellos el padre, o el abuelo, o el tío Ish que habían conocido toda la vida, y que en otro tiempo se había puesto a cuatro patas para jugar con ellos. No les inspiraba entonces mucho respeto. Y los mayores lo consideraban un viejo chocho, y aunque lo temiesen, se burlaban de él.
Ocho días después del incidente del martillo, le pusieron un clavo en la silla: la broma clásica de los escolares. Y otra vez dejaron la clase conteniendo la risa, e Ish descubrió que le habían prendido a la chaqueta una cinta blanca, que colgaba como una cola.
Ish aceptaba buenamente estas bromas, y no intentaba descubrir al culpable. La familiaridad de los niños lo divertía. Pero no podía dejar de sentirse algo molesto. Que lo tomen a uno por un héroe o un dios es siempre agradable. ¿Pero se le pone a un dios un clavo en la silla o se le prenden trapos a la espalda? Sin embargo, Ish reflexionó y comprendió que las dos actitudes no eran incompatibles y sin precedentes.
¡Es raro ser un dios! Los sacerdotes traen a tu altar un buey de dorados cuernos, y lo inmolan de un hachazo. El sacrificio te satisface. Pero luego separan la cabeza, los cuernos y la cola, envuelven en el cuero las entrañas, queman en el altar esas pestilencias y se regalan con los mejores trozos. El engaño no pasa inadvertido y excita tu ira divina. ¿Lanzas entonces tus rayos, juntas tus nubes más negras? No. Piensas: es mi pueblo, un pueblo de hombres gordos, orgullosos e insolentes. ¿Querrías que tu pueblo fuese flaco y humilde? El año próximo, si estalla una epidemia, los sacerdotes quemarán el buey entero… quizá varios bueyes. Y tú te contentas con un débil trueno, que se pierde en la gozosa algarabía del festín. «No soy estúpido» les dices a tus hijos, «pero hay momentos en que un dios debe parecer estúpido». Y te preguntas si haces bien en confesar un secreto. Quizás hubiera sido mejor aplastarlos contra una montaña. Esos dones que tienen a su alcance, son demasiado peligrosos…
Vosotras también, divinidades terribles, que exigís sacrificios humanos, de cuando en cuando cerráis los ojos. ¡Ah, es magnífico y horrible! Los gemidos de la víctima, los gritos de su mujer, y las hachas de los verdugos. Allí yace, cubierto de sangre, con la lengua afuera. Ha sufrido una muerte espantosa. Pero de pronto el muerto se levanta y baila con los otros, y su sudor lava la pintura roja de los muros. Entonces tú, el dios terrible, recurres a tu sabiduría y recuerdas sólo la fingida muerte; aunque hasta los tontos del pueblo se ríen de ti.
No, es inútil prosternarse en el barro y besar la tierra. Una ligera inclinación de cabeza es suficiente.
Sin embargo, no sin aprensión, Ish decidió intentar una experiencia. Quizás había dado demasiada importancia al incidente del martillo. Y bien, ya se vería.
Eligió con cuidado el momento, los últimos minutos de clase. Si ocurría algo embarazoso, podría batirse en retirada. Encauzó la conversación según sus planes, y al fin preguntó con tono indiferente:
—¿Y cómo crees que se hizo todo esto —e hizo un vago y amplio ademán—, el mundo entero?
La respuesta no se hizo esperar. Era Weston quien hablaba entonces, pero expresó la opinión de todos.
—Bueno, lo hicieron los americanos.
Ish contuvo la respiración. Sin embargo, comprendió, era fácil encontrar la raíz de la idea. Cuando un niño preguntaba quién había hecho las casas, las calles o las conservas, los padres le respondían siempre: los americanos. Hizo otra pregunta:
—¿Y qué sabes de los americanos?
—Oh, los americanos eran la gente antigua.
Esta vez Ish tardó en comprender. «La gente antigua» no era sólo gente vieja, sino también seres sobrenaturales, de otro mundo. Era el momento de aclarar el problema.
—Yo era… —empezó a decir, y se detuvo, pues no había razón para emplear el pasado—. Yo soy un americano.
Al pronunciar estas palabras tan simples, sintió un cierto orgullo, como si en ese momento las banderas flotasen al viento y se oyera el canto triunfal de las fanfarrias. En otro tiempo había sido un honor ser americano. No se trataba de amor propio, sino de un sentimiento de confianza, seguridad, y fraternidad con millones de otros hombres. Sin embargo, ahora había titubeado.
Siguió un silencio, e Ish sintió que todos los ojos se clavaban en él, y comprendió que su explicación había echado leña al fuego. Había querido decir, simplemente, que los americanos eran seres de carne y hueso. Había tratado de decir: Miradme, soy Ish, padre y abuelo de algunos de vosotros. Me he puesto a cuatro patas para jugar con vosotros. Me habéis tirado del pelo. Oh, soy simplemente Ish, y cuando digo que soy un americano, quiero decir que no había en ellos nada de sobrenatural. Eran sólo hombres.
Tal había sido su pensamiento, pero los niños habían interpretado mal sus palabras. Yo soy un americano, había dicho, y los niños habían inclinado la cabeza pensando: Sí, claro, eres un americano. Sabes cosas extraordinarias que nosotros humildes mortales no podemos conocer. Nos enseñas a leer y escribir. Nos describes el mundo. Juegas con los números. Llevas el martillo. Sí, es evidente. Otros seres como tú hicieron el mundo; eres el último sobreviviente de la vieja raza. Eres un viejo del otro mundo. Sí, es cierto, eres un americano.
Ish miró impotente a su alrededor. Reinaba un silencio de muerte. De pronto Joey le sonrió como diciéndole: Hay algo común entre los dos. Yo soy como un recuerdo de los viejos días. Sé leer. Entiendo los libros. Toco el martillo, y no me pasa nada.
Ish se alegró de haber hecho la pregunta poco antes de mediodía. Ya no habría más preguntas, ni respuestas.
—Es la hora —gritó—. ¡La clase ha terminado!
Un día, cuando ya caía la tarde, Ish conversaba con Joey, o mejor dicho, seguía instruyéndolo con algunos juegos. Había reunido unas monedas y le daba a Joey nociones de economía política. Joey admiraba las brillantes y sonoras monedas de níquel, con la figura de aquel raro animal jorobado. Como todos los niños de su edad en los viejos días, prefería las monedas a los billetes con la imagen del hombre barbudo, que se parecía un poco al tío George. Ish trataba de explicarle el sistema monetario antiguo.
Cuando parecía que Joey ya había entendido, Ish oyó un sonido insólito y sin embargo familiar. Alzó la cabeza y escuchó. El sonido se oyó otra vez, más cerca. Era la bocina de un coche.
—¡Em! —gritó Ish—. ¡Han vuelto!
Se incorporó de un salto y las monedas rodaron por el porche.
Em y los niños salieron tropezándose. El jeep apareció en la esquina y los perros lo saludaron con un concierto de ladridos. Los miembros de la Tribu corrieron a recibirlo. El coche estaba sucio y abollado, y mostraba las huellas del largo viaje. Ish contuvo el aliento unos segundos. En seguida los muchachos saltaron a tierra, gritando alegremente. Ish suspiró aliviado y comprendió que desde el día de la partida no había disfrutado de un minuto de verdadera tranquilidad.
Allí estaban los muchachos, rodeados de una cohorte de niños vocingleros. Ish se quedó aparte, un poco embarazado. Luego, un movimiento en el jeep atrajo su atención. ¿Otro viajero? Sí, y ahora iba a salir. Ish tuvo un mal presentimiento, y observó con inquietud la aparición del intruso.
Primero asomó la cabeza: un cráneo calvo, una barba castaña, abundante, pero sucia y descuidada. El hombre descendió y se enderezó lentamente.
Con temor, casi con pánico, Ish lo examinó. Era un hombre de elevada estatura, corpulento y pesado. Parecía fuerte, pero se movía dificultosamente, como si padeciese algún mal. En la cara de luna, los ojos apenas se veían. Ojos de cerdo, pensó Ish.
El hombre estaba ahora rodeado de niños. Alzó la cabeza, se encontró con la mirada de Ish, y sonrió. Los ojos del hombre eran de un azul pálido.
Ish hizo un esfuerzo para responder a la sonrisa. Yo tenía que haberle sonreído antes, pensó. Es un huésped y se supone que debo darle la bienvenida.
Para terminar con aquella situación embarazosa, Ish se adelantó y le dio la mano a Bob, aunque no podía olvidar al desconocido.
Aproximadamente de mi edad, pensó.
Bob hizo las presentaciones.
—Nuestro amigo Charlie —dijo simplemente, y le palmoteó la espalda.
—Encantado —alcanzó a articular Ish.
La trivial fórmula de cortesía se le había quedado en la garganta. Miró fijamente los diminutos ojos azules. ¿Ojos de cerdo? No, de jabalí. Aquel infantil color azul disimulaba la fuerza y la ferocidad. Los dos hombres se estrecharon la mano. Ish sintió que el otro era más fuerte.
Bob arrastraba ya a Charlie para presentárselo a los otros. Ish se sintió todavía más molesto. Estemos alertas, pensó.
Había imaginado aquel regreso como una fiesta. Y ahora ese Charlie lo estropeaba todo.
Hombre agradable, en su género. Y buen compañero, a juzgar por el afecto que le mostraban los muchachos. Pero Charlie era un hombre sucio. Sólo eso justificaba su antipatía. Charlie era un hombre sucio, y esa suciedad, pensaba Ish, no se limitaba sólo a su exterior.
Ish, como todos, se había habituado ya a la suciedad, la eterna suciedad de la tierra. Pero no era eso lo que molestaba en Charlie. Quizá la causa fuesen aquellas ropas. Charlie vestía un traje de los viejos días, que ya no se usaba. Hasta llevaba chaleco, quizá porque el tiempo era fresco y las nubes bajas presagiaban lluvia. Pero el traje estaba cubierto de manchas de grasa y otras que uno hubiera creído de huevo, si las gallinas no hubiesen desaparecido hacía años.
La pequeña multitud fue hacia la casa, e Ish atrás. La sala estaba repleta. Los dos muchachos y Charlie en el centro. Los niños miraban maravillados a los viajeros que volvían de una lejana expedición, y observaban asombrados a Charlie. No estaban acostumbrados a ver gente extraña. Nunca habían disfrutado de una fiesta parecida. Era el momento de descorchar una botella de champaña, pensó Ish; pero no había hielo. En seguida se preguntó por qué esta idea le parecía risible.
—¿Llegasteis al otro lado? —gritaban todos—. ¿Hasta dónde fuisteis? ¿Visteis la ciudad grande?
Ish no se dejaba arrastrar por la alegría general. Miraba de reojo la barba grasienta y el chaleco manchado, y sentía crecer su antipatía.
Cuidado, pensó. Pareces un aldeano que no confía en ningún desconocido. Decías que la Tribu necesitaba el estimulante de nuevas ideas, y cuando se te presenta un extraño, piensas que su alma debe de ser tan sucia como su chaleco.
—No —dijo Bob—, no llegamos a Nueva York. Pero sí a la otra gran ciudad… Chicago. Luego los caminos estaban cada vez más malos, y tropezábamos con troncos caídos y montones de tierra. Además no había puentes y debíamos hacer largos rodeos.
Alguien hizo otra pregunta antes que Bob terminara la frase. Todos hablaban a la vez y los viajeros no sabían a quién contestar. En ese alboroto, Ish se encontró con la mirada de Ezra, y comprendió que su amigo compartía sus inquietudes y también desconfiaba de Charlie.
Ish se sintió a la vez aliviado y justificado. Ezra tenía gran experiencia en estas cuestiones. Si él adivinaba algún peligro, había que estar preparado. Su juicio en estos asuntos era infalible.
Vamos, se calmó Ish. No sabes qué piensa Ezra. Quizás está perturbado porque adivina tus temores. Y tú has perdido la cabeza. Temes, como un salvaje, que cualquier extranjero venga a imponerte sus ideas y sus dioses.
Los viajeros continuaban el entrecortado relato.
—Vestidos muy cómicos —decía Dick—. Como batas blancas y largas, y mangas anchas del mismo color. Hombres y mujeres vestían igual. Nos tiraron piedras y nos gritaron que éramos gente impura. «¡Somos los elegidos del Señor!», decían. No pudimos acercarnos.
Em lo interrumpió. Su voz grave y sonora pareció dominar los agudos chillidos de los niños. Cualquier otro hubiera debido golpear la mesa para que le prestaran atención. Todos callaron en seguida, aunque Em no levantó la voz y sólo dijo unas palabras triviales.
—Es tarde —dijo—. Hora de cenar. Los chicos tienen hambre…
Evie lanzó una de sus risitas tontas y calló también.
Em dijo que todos debían ir a sus casas y volver más tarde. Ish observó a Charlie y advirtió que Ezra hacía otro tanto. Los ojos de Charlie se detuvieron, excesivamente en Em. Luego su mirada se posó en los cabellos rubios de Evie, con una admiración no disimulada. Todos se incorporaron y se dispusieron a salir. Dick invitó a Charlie a cenar en casa de Ezra.
Sirvieron la comida, y cuando todos se sentaron a la mesa, hubo otra vez un tropel de preguntas. Ish calló, esperando a que Em calmara sus inquietudes de madre. ¿No habían enfermado? ¿Habían comido bien? ¿No habían tenido frío de noche?
Hablarían del viaje, decidieron, después de la cena, cuando volvieran los demás. A Ish no le parecía bien sondear a Bob a propósito de Charlie, pero no pudo contenerse. Bob habló sin reticencias.
—Oh —dijo—, ¿Charlie? Lo encontramos hace unos doce días, cerca de Los Ángeles. Hay allí algunos grupos como el nuestro, pero Charlie estaba solo.
—¿Le ofreciste subir al jeep o te lo pidió él?
Ish estudió el rostro de Bob. El muchacho no pareció perturbado.
—Oh, no me acuerdo. Yo no le dije nada. Quizá Dick.
Ish se hundió otra vez en sus reflexiones. Charlie tenía quizá sus razones para dejar Los Ángeles. Pero no se lo podía acusar sin permitirle que se defendiera.
—Cuenta historias muy divertidas. Es un hombre magnífico —continuó Bob.
Historias divertidas, sí, y de un género previsible. La Tribu llamaba a las cosas por su nombre, y la misma pobreza del vocabulario había hecho desaparecer el concepto de obscenidad, que había muerto quizá con el amor romántico. Pero Charlie conservaba un repertorio de buenas anécdotas. Ish no había sido nunca un mojigato, pero sintió que su desconfianza se transformaba en una especie de indignación virtuosa. Se repitió que no sabía nada de Charlie, salvo lo que decían los muchachos. Deploró amargamente la falta de agua que les había arrebatado la paz, trayéndoles a ese intruso.
Después de la cena, una hoguera encendida en la colina atrajo a toda la Tribu. Los más jóvenes cantaban y bromeaban. Era un día de fiesta.
En aquel concierto de gritos y risas, los muchachos terminaron su relato. En la carretera a Los Ángeles habían encontrado algunos obstáculos, pero el jeep los había salvado fácilmente. Los fanáticos de túnicas blancas, que se llamaban a sí mismos elegidos del Señor, vivían en Los Ángeles. Algún hombre enérgico, pensó Ish, les habría impuesto esas ideas. La Tribu, libre de esas influencias, se había desinteresado en cambio de toda cuestión sobrenatural.
Después de Los Ángeles, los muchachos habían tomado la ruta 66, como lo había hecho Ish en los días que siguieron al Gran Desastre, cuando no era mucho mayor que ellos. La carretera que atravesaba el desierto se conservaba en buen estado, aunque cubierta de arena en algunos lugares. El puente sobre el Colorado se movía un poco, pero se mantenía aún en pie.
Había otra comunidad cerca de Albuquerque. De acuerdo con la descripción de los muchachos, Ish concluyó que los miembros de esa colonia, aunque no fueran muy morenos, eran de raza india, pues cultivaban maíz y alubias, como lo habían hecho los pueblos indios durante siglos. Sólo unos pocos —los más viejos— hablaban inglés. Encerrados en sí mismos, miraban a los extranjeros con desconfianza. Tenían caballos, no usaban automóviles y se mantenían lejos de las ciudades.
Desde allí los muchachos habían ido hacia Denver, y luego habían atravesado las llanuras.
—Seguimos una carretera —explicó Bob— que comenzaba como 66.
Bob calló titubeando. Ish reflexionó un instante y comprendió que el muchacho hablaba de la ruta 6.
Bob había visto una cifra familiar en los pilones aún intactos, pero no conocía el nombre. Ish tuvo vergüenza de la ignorancia de su hijo.
La ruta 6 les había permitido llegar a los límites de Colorado y cruzar las planicies de Nebraska.
—Había muchas vacas —comentó Dick—. No se veía otra cosa.
—¿Visteis también esos toros con jorobas? —preguntó Ish.
—Sí, unos pocos —dijo Dick.
—¿Y la hierba? ¿Era derecha y alta, con espigas? Debía de ser tierna en el camino de ida, y dorada, con el grano duro cuando volvisteis.
—No, no vimos nada parecido.
—¿Y el maíz? Conocéis el maíz. Se cultivaba cerca de Río Grande.
—No, no vimos maíz.
A partir de entonces, los caminos estaban a menudo bloqueados. En aquellas regiones de otoños lluviosos e inviernos fríos, la humedad favorecía el crecimiento de las plantas. El cemento, agrietado y hendido, había sido invadido por las hierbas, los matorrales, y hasta los arbustos. Pero al fin, trabajosamente, habían logrado atravesar lo que había sido antes el Estado de Iowa.
—Llegamos al gran río —dijo Bob—. El mayor de todos. Pero el puente es sólido aún.
Al fin habían entrado en Chicago, un desierto de calles vacías. La ciudad, pensó Ish, era poco hospitalaria, sobre todo cuando los vientos de invierno se abatían sobre el lago Michigan. No era raro que las gentes, que podían elegir cualquier lugar del país, hubieran emigrado al sur. Chicago era ahora una ciudad de fantasmas.
Al salir de Chicago en un día nublado y gris, se habían perdido en el laberinto de carreteras que rodeaba la ciudad, y habían ido hacia el sur, en vez del este.
—Así que buscamos en una tienda una de esas máquinas que señalan la dirección —dijo Bob, y miró a Ish.
—Una brújula —dijo Ish.
—Bueno, la brújula nos ayudó a encontrar el camino y llegamos a orillas de un río que no pudimos atravesar.
El río Wabash, pensó Ish. Inundaciones sucesivas habían arrebatado los puentes, o quizás un solo huracán. No se podía pasar por el sur, y Bob y Dick habían vuelto a la ruta 6.
El viaje hacia el este fue una verdadera aventura. Las inundaciones, las tormentas y las heladas habían destrozado la carretera, y las arenas, las plantas y los árboles caídos apenas dejaban ver el cemento. El jeep se abrió paso entre matorrales o esquivando troncos. Pero muy a menudo los muchachos tenían que recurrir a la pala y el hacha, en una lucha agotadora. Además, empezaba a pesarles la soledad.
—Un día de mucho frío, con viento del norte —confesó Dick—, tuvimos miedo. Recordamos lo que nos habías dicho de la nieve y pensamos que no volveríamos a casa.
En alguna parte, probablemente cerca de Toledo, habían dado media vuelta. El agua de las lluvias había cubierto los caminos, y se preguntaban si la inundación no se habría llevado los puentes. En ese caso, nunca podrían reunirse con sus familias. En lugar de ir hacia el sur, como les había aconsejado Ish, habían regresado por el mismo camino. El viaje de vuelta no les había enseñado, pues, nada nuevo.
Ish no les hizo ningún reproche. Al contrario, elogió su energía y su inteligencia. La culpa debía recaer en él, que los había enviado a Chicago y Nueva York, las grandes ciudades de los viejos días. Hubiera sido preferible elegir la ruta meridional hacia Houston y Nueva Orleáns, lejos de los inhospitalarios inviernos del norte. Sin embargo, al este de Houston las inundaciones debían de haber sido catastróficas. Quizás Arkansas y Louisiana se habían transformado en selvas antes que Iowa e Illinois.
Los niños, con sus rondas y canciones, rodeaban el fuego. ¿No había en ese frenesí algo de primitivo y bárbaro? ¿O bien esa exuberancia era natural? Evie, mentalmente una niña, bailaba también, con los cabellos rubios al viento.
Ish miraba y pensaba. Los muchachos habían descubierto que el país volvía al estado salvaje. Pero no podía esperarse otra cosa. La expedición había tenido otra utilidad: el contacto con dos comunidades, si podía hablarse de contacto, ya que aquellos grupos rechazaban a todos los extraños. ¿Era un simple prejuicio, o un profundo instinto de conservación?
Sin embargo, la certidumbre de que había seres humanos cerca de Albuquerque aliviaba un poco la angustia de la soledad.
Dos pequeñas colonias descubiertas en un solo viaje. Podía suponerse que había muchas de ellas en todo el país. Ish recordó a los negros que había visto en Arkansas hacía muchos años. En aquella región fértil, sin inviernos rigurosos, esos tres negros habían sido quizás el núcleo de un grupo de hombres de distintas razas. Evidentemente, por sus costumbres y modo de pensar, aquella comunidad poco se parecería a las de California y Nuevo México. Estas diferencias plantearían nuevos problemas.
Pero el momento no era adecuado para las meditaciones filosóficas. Los bailes y los gritos de los niños se habían transformado en algo desenfrenado. Los muchachos mayores, incluso algunos casados, no habían podido resistirse, y se habían unido a la partida. Estaban jugando con un látigo, y el que era tocado debía saltar el fuego. De pronto, Ish se puso tenso. Charlie tomaba parte en el juego. Entre Dick y Evie, blandía el látigo. La presencia de una persona mayor entre ellos, y sobre todo de ese extraño, redoblaba la alegría de los niños.
Ish buscó argumentos que disiparan su desconfianza. ¿Por qué Charlie no había de unirse al baile? ¿No valgo más que esas gentes de Los Ángeles o Albuquerque que rechazan a los desconocidos? Creo, sin embargo, que me alegraría que este Charlie fuera distinto.
Pero a pesar de sus esfuerzos, Ish era incapaz de reprimir su antipatía. Consideraba ahora de otro modo el viaje de los muchachos. Aunque el descubrimiento de las nuevas colonias era todo un acontecimiento, nada le parecía más importante que la presencia de Charlie.
Se hacía tarde y las madres reunieron a sus hijos. La fiesta había terminado, pero la mayor parte de los adultos siguieron a Ish y Em para conversar un poco más con los dos muchachos y Charlie.
—Siéntese —le dijo Ezra a Charlie mostrándole el sillón junto a la chimenea.
Era el sitio de honor, y el más cómodo. Ezra tenía el arte de que la gente se sintiera cómoda, e Ish se reprochó no haber sabido cumplir sus deberes de dueño de casa. Charlie podía haber pensado que no era bien recibido. E Ish se preguntó si ése, precisamente, no había sido su deseo. La noche era fresca y Ezra pidió que encendieran la chimenea. Los muchachos trajeron leña y pronto el fuego crepitó alegremente difundiendo un agradable calor.
Charlaron, y Ezra como siempre llevó la voz cantante. Charlie dijo que tenía sed. Jack le trajo una botella de coñac. Vació varios vasos, sin que en apariencia le causaran ningún efecto.
—Decididamente, no termino de calentarme —señaló Ezra.
—¿No estarás enfermo? —preguntó Em.
Ish se estremeció. La enfermedad era algo tan raro en la Tribu que el menor malestar preocupaba a todos.
—No sé —respondió Ezra—. Si estuviésemos en los viejos días pensaría que me he resfriado. Pero no puede ser, por supuesto.
Trajeron más leña; el calor fue pronto insoportable. Ish se quitó el suéter y se quedó en mangas de camisa. Charlie se quitó también la chaqueta y se desabotonó el chaleco.
George, echado en el sofá, se durmió, pero su ausencia no hizo decaer la conversación. Charlie continuó con sus libaciones, y por efecto del fuego o del alcohol unas gotas de transpiración le perlaron la frente, aunque no perdió su lucidez.
Ish advirtió que Ezra trataba de que Charlie hablara de sí mismo. Pero el tacto de Ezra era innecesario. Charlie no ocultaba su pasado.
—Al fin ella murió —explicó—. Llevábamos muchos años juntos, diez o doce. Bueno, no quise quedarme allí un minuto más; como los muchachos me gustaron, me vine con ellos.
Ish sintió que cambiaba de opinión. Los muchachos, que habían pasado un tiempo con Charlie, lo apreciaban realmente. Quizás este hombre fuerte y alegre sería un elemento útil para la Tribu. Miró a Charlie y vio que la transpiración le bañaba la frente.
—Charlie —dijo—, se sentiría más cómodo sin el chaleco.
Charlie se sobresaltó, pero no dijo nada.
—Lo siento. No sé qué me pasa. Quizá sea mejor que me vaya y me acueste —dijo Ezra, pero no se movió.
—No puede ser un resfriado —dijo Em—. Nadie se ha resfriado nunca aquí.
Charlie aceptó alejarse del fuego con su botella de coñac, pero no se quitó el chaleco.
Los dos perros de la casa se acercaron a olfatearlo. Todo olor nuevo los excitaba. Al principio parecieron indiferentes, pero cuando Charlie les acarició el lomo y las orejas, se revolvieron alegremente, moviendo la cola.
Ish, que nunca se había sentido cómodo con gente desconocida, titubeaba. Unas veces, seducido por fuerza y la simpatía de Charlie, le parecía un hombre muy agradable; otras, esa misma fuerza y simpatía le desagradaban. Quizá temía ver amenazado su prestigio en la Tribu. Charlie se le aparecía entonces como la misma encarnación del mal.
Al fin George despertó, se desperezó pesadamente y anunció que se iba a acostar. Los otros se prepararon a partir con él. Ish advirtió que Ezra quería decirle algo y lo llevó a la cocina.
—¿Te sientes mal?
—¿Yo? —dijo Ezra—. Nunca estuve mejor en mi vida.
Sonrió e Ish empezó a entender.
—No tenías frío.
—Nunca tuve menos frío —replicó Ezra—. Quería ver si Charlie se sacaba el chaleco. Me hubiese asombrado, por otra parte. Es un hombre precavido, y confirmó mis sospechas. Ha agrandado un bolsillo del chaleco y lleva uno de esos juguetes que se hacían antes para las carteras de las mujeres. Sólo un juguete.
Ish se sintió aliviado. Un revólver. Algo simple, concreto, conocido, fácil de manejar. La alegría no le duró mucho.
—Desearía saber a qué atenerme —prosiguió Ezra—. Tengo a veces la impresión de que hay algo sucio y vil en ese hombre. Otras veces me parece que será mi mejor amigo. En fin, es alguien que sabe lo que quiere, y lo obtiene siempre.
Volvieron a la sala. George se despedía.
—Hemos tenido suerte —le decía a Charlie—. Necesitábamos otro hombre fuerte en la Tribu. Espero que se quede con nosotros.
Hubo un coro general de aprobación, y luego todos, incluso Charlie y Ezra, salieron.
Ish se quedó a solas con sus pensamientos. Había intentado unirse al coro, pero la lengua no le había obedecido. Y se repitió las palabras de Ezra: Hay algo sucio y vil en ese hombre.
Más tarde, Ish recordó una costumbre de otros tiempos, ya abandonada. Fue hasta la puerta de la cocina y descubrió que había un candado. Recordó que lo había puesto su madre, que no confiaba en las cerraduras comunes. Cerró la puerta con el candado. Luego examinó la cerradura de la puerta de delante. Aún funcionaba.
Nunca, desde el Gran Desastre, se le había ocurrido cerrar con llave. En la Tribu no había nadie sospechoso. Un extraño no hubiese podido escapar a la vigilancia de los perros. Y he aquí que aparecía un hombre que no era de fiar, y que se había ganado la confianza de los perros. ¿Los habría acariciado con premeditación?
Ish se acostó y comunicó sus temores a Em. Ella no se interesó mucho. Ish pensó, como otras veces, que en Em había una inercia peligrosa.
—¿Y por qué no ha de tener un revólver en el bolsillo? —preguntó ella—. Tú también llevas un arma cuando sales.
—No la oculto, y no temo quitarme el chaleco y quedarme un momento desarmado.
—Es cierto, pero quizá tú mismo lo pusiste nervioso. Te es antipático, y quizás él piensa lo mismo de ti. Está entre gente extraña… solo.
Ish sintió otra vez rabia, casi cólera. Charlie, ese intruso.
—Sí —dijo—, pero estamos aquí en nuestra casa. Él es quien debe adaptarse, no nosotros.
—Tienes razón, querido, quizá. Pero no hablemos ahora. Tengo sueño.
Si algo envidiaba Ish a Em, era su facilidad para dormirse en el momento mismo en que decía tener sueño. El sueño huía de él cuando más lo llamaba, y no podía dejar de pensar. Justamente se le acababa de ocurrir una nueva idea. Se vio envuelto en una pelea con Charlie. Si hubiera habido entre los miembros de la Tribu una unión verdadera o simbólica, la llegada de un extraño, por más fuerte que fuese, habría presentado pocos peligros. Ahora era quizá demasiado tarde. El extraño estaba allí, y se encontraba ante individuos aislados.
Y Charlie no era un adversario despreciable. Ya se había ganado la amistad de Dick y Bob, sin contar los más chicos. George parecía admirarlo. Ezra titubeaba. ¿Qué era ese raro encanto, que parecía apoyarse en la fuerza física?
Era difícil saber por qué casi todos simpatizaban con Charlie. ¿No lo enceguecerían a él, Ish, los prejuicios? Quizá veía en el hombre a un rival. De todos modos, algo era indudable. Habría lucha entre ellos, un duelo quizá, pues la Tribu ignoraba la solidaridad propia de un Estado.
O peor aún, podría ser una lucha entre dos partidos, con dos jefes rivales. ¿Quiénes lo apoyarían? No era verdaderamente un jefe. Pero no había otro. George era demasiado estúpido, y Ezra gustaba de la comodidad. Oh, sí, en inteligencia era superior a todos. Pero en la disputa por el poder el intelectual había perdido siempre. Pensó en los ojos de un azul infantil y engañoso. Los ojos negros nunca podían ser tan duros y fríos.
¿Quién se enrolará bajo mi estandarte?, se preguntó dramáticamente. Hasta Em podía abandonarlo. Se había reído de sus temores y había defendido a Charlie. Ish se sintió otra vez el niño desamparado de los viejos días. De todos los que lo rodeaban, únicamente Joey era capaz de entenderlo. Y Joey era sólo un niño, menudo y débil para su edad. ¿De qué le serviría en una lucha contra Charlie? No, no, pensó de nuevo, no ojos de cerdo. Ojos de jabalí.
Al fin se rebeló contra sí mismo. No es más que una extravagancia nocturna, se dijo. Esas ideas que nacen en las tinieblas en las noches de insomnio. Logró librarse de sus pensamientos, y se durmió.
A la mañana siguiente, al despertar, la situación le parecía, si no color de rosa, por lo menos no tan sombría. Desayunó casi alegremente, contento de ver a Bob en su sitio de costumbre y de obtener más noticias del viaje.
Luego, cuando creía haber recobrado la calma, todo se derrumbó otra vez.
—Bueno, voy a ver a Charlie —dijo Bob.
Ish tuvo en la punta de la lengua un consejo paternal: «En tu lugar yo dejaría tranquilo a ese hombre». Pero Em, con una mirada, le rogó que callase, e Ish comprendió que si Charlie se transformaba en algo prohibido sería más atractivo aún. Se preguntó otra vez qué clase de fascinación ejercía Charlie sobre los muchachos.
Bob se fue, y los otros niños, terminadas las tareas matinales, lo siguieron.
—¿Qué los atrae tanto? —le preguntó Ish a Em.
—Oh, no te atormentes —dijo ella—. Es sólo la novedad. No me parece raro.
—Podemos tener dificultades.
—Es posible —admitió Em. Era la primera vez que ella se mostraba de acuerdo. Pero en seguida desvió el curso de los pensamientos de Ish, diciendo—: Pero no empieces tú.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Ish irritado, aunque nunca discutía con Em—. ¿Piensas que vamos a disputarnos la jefatura de la Tribu?
—Ve a ver qué pasa —dijo ella sin responder a su pregunta.
El consejo le pareció bueno a Ish, quizá porque sentía realmente curiosidad. Pero cuando cruzó la puerta, titubeó y se quedó un rato en el porche. Sentía las manos extrañamente vacías, se sentía indefenso. Pensó en buscar un revólver. En los alrededores de las casas, las armas de fuego eran inútiles, pues bastaba la vigilancia de los perros. Podía pretextar una excursión. De todos modos, un revólver equivaldría a una declaración de guerra, y sería también admitir su debilidad. Sin embargo, no se decidía a salir sin nada.
Entró en la casa y vio el martillo sobre la repisa de la chimenea. Bueno, pensó encolerizado. No eres mejor que los niños. Te dejas arrastrar por sus ideas estúpidas. A pesar de todo, tomó el martillo y se lo llevó. Su peso y su solidez eran tranquilizadores. Ya no sentía en la mano derecha, que asía el duro mango de madera, aquella rara sensación de vacío.
En la loma donde la noche anterior había ardido la hoguera se oían ahora gritos y risas. Se dirigió hacia allí. No había nadie cerca y sintió de pronto el peso de la soledad.
Le faltaban fuerzas para seguir adelante. Una vez más era la hormiga perdida, lejos del hormiguero; la abeja que no podía volver a la colmena destruida; el niño sin madre. Se detuvo, el cuerpo bañado en un sudor frío. Los Estados Unidos no eran más que un recuerdo del pasado. No contaba con nadie. No sabía si encontraría algún apoyo entre los miembros de la Tribu. No había ya gendarmes, fiscales, jueces a los que acudir.
Apretó el mango del martillo con tanta fuerza que le crujieron los nudillos. No quiero retroceder, pensó. Y haciendo acopio de valor, avanzó lentamente.
Cuando dio algunos pasos, pasando del pensamiento a la acción, se sintió mejor. Vio al grupo cerca de las cenizas de la hoguera. Estaban todos los jóvenes, y también Ezra. De pie o sentados, rodeaban a Charlie, que hablaba, reía y bromeaba. Era exactamente el espectáculo que Ish había esperado ver. Pero cuando estuvo más cerca, sintió que un frío le nacía en el estómago y le invadía luego el cuerpo. El mango de madera le tembló en la mano.
En el centro del grupo estaba Evie, la idiota, junto a Charlie, e Ish no había visto nunca aquella expresión en su rostro.
Ish estaba entonces a unos diez pasos de Charlie. Se detuvo. Algunos de los niños lo habían visto, pero la historia que contaba Charlie era demasiado interesante para interrumpirlo. Aunque Ish estuviese allí en carne y hueso, su presencia no había sido reconocida oficialmente.
Dejó pasar unos instantes, que le parecieron siglos. Sin embargo, el corazón no le latió más que unas tres o cuatro veces. Ya no sentía aquel sudor frío. Se encontraba preparado para actuar. Era casi feliz. Sus temores se transformaban en realidad, y la peor de las dificultades, cuando adquiere forma visible, es preferible a una sombra vaga y confusa. No se puede luchar contra un mal que es mera apariencia.
Esperó aún, el tiempo de algunos latidos. La crisis había estallado de pronto, como ocurría a menudo en aquella nueva vida. En los viejos tiempos, las crisis se arrastraban interminablemente y uno leía los diarios semanas y meses antes que los obreros se declararan en huelga o que los aviones dejaran caer sus bombas. Pero en esta sociedad minúscula, el drama estallaba en unas pocas horas.
Evie estaba en el centro del grupo, aunque habitualmente se mantenía apartada. Comúnmente apenas prestaba atención a sus compañeros. Esta vez contemplaba a Charlie con admiración, y parecía beber sus palabras, aunque probablemente no comprendía ni la mitad. No era la historia lo que la atraía. Su cuerpo rozaba el cuerpo de Charlie.
¿Y para esto, se preguntó Ish amargamente, habían cuidado de Evie? Ezra la había encontrado sucia, desgreñada, viviendo como una bestia, y con apenas la inteligencia necesaria para abrir las latas de conserva. ¿No hubiera sido mejor poner a su alcance algún veneno azucarado? Y bien, la habían cuidado durante años, y su existencia no había sido una alegría para ellos, y sin duda tampoco para ella. La compasión que Evie inspiraba era una reliquia de otro tiempo.
Evie, tal como la veía ahora, en el centro el grupo, parecía una extraña. Ocurría a menudo: uno no se fija en el cuadro que tiene siempre delante de las narices, y la gente a quien se ve durante años parece perder sus características más personales. Evie, advirtió de pronto, era una notable belleza rubia. Desde luego, los ojos parecían vacíos y su rostro carecía de expresión. Pero para un hombre como Charlie esos detalles no debían de tener gran importancia. Sí, como había dicho Ezra, Charlie sabía lo que quería, y lo obtenía rápidamente. ¿Y por qué iba a esperar?
Los dedos de Ish se crisparon sobre el mango del martillo. Era tranquilizador, pero hubiese preferido un revólver.
Un coro de carcajadas saludó unas palabras de Charlie. Evie se rió, con breves chillidos. Charlie se inclinó hacia ella y le pellizcó el talle. La joven lanzó un gritito agudo, de niña. Ish se acercó, su presencia se hizo de pronto oficial, y todos se volvieron hacia él. Esperaban, advirtió Ish en seguida. Aquella inesperada situación los sorprendía, y no sabían qué actitud adoptar. Ish se acercó a Charlie, con el martillo en la mano derecha y tratando de no apretar el puño izquierdo, a pesar de su cólera.
Mientras Ish se acercaba, Charlie, con movimientos despreocupados, tomó a Evie por el talle. Sorprendida, ella cedió. Charlie se volvió entonces hacia Ish y lo miró desafiante. Ish aceptó el desafío, y se serenó. La necesidad de actuar le aclaraba las ideas.
—Dejadnos solos unos instantes —ordenó en voz alta. No había necesidad de pretextos. Todos sabían qué iba a ocurrir—. Quiero hablar con Charlie. Ezra, llévate a Evie a casa de Molly. Necesita que la peinen.
Nadie protestó. Se dispersaron con una prisa en la que había algo de temor. Dejar partir a Ezra era perder su mejor aliado, pero intentar retenerlo hubiera sido una confesión de debilidad ante todos, incluso ante Charlie.
Se quedaron solos frente a frente, Ish de pie, Charlie sentado. Charlie no hizo ademán de levantarse, e Ish también se sentó. No podía quedarse de pie mientras el otro siguiese indolentemente sentado. Charlie no llevaba chaqueta y se había desabotonado el chaleco, lo que le daba un aspecto de descuido. Se miraron, separados por unos dos metros.
Ish pensó que era mejor no andarse por las ramas.
—Sólo quiero decirle esto: deje tranquila a Evie.
Charlie fue también categórico.
—¿Quién ordena eso?
Ish pensó un momento. ¿Nosotros? Era demasiado vago. ¿Nosotros, la Tribu? Charlie se reiría. Al fin se decidió.
—Yo lo ordeno.
Charlie no respondió. Recogió unos guijarros del suelo y los hizo saltar en la mano izquierda. Nada hubiera podido indicar mejor su despreocupación.
—Podría contestarle con alguna de las viejas frases —dijo al fin—. Usted ya las conoce. No insistamos. Pero soy razonable. ¿Por qué quiere que deje tranquila a Evie? ¿Es su amiguita?
—Por algo muy simple —dijo Ish rápidamente—. En nuestro grupo no hay seguramente genios, pero tampoco imbéciles. No queremos cargar con unos cuantos niños idiotas, como lo serían fatalmente los hijos de Evie.
Apenas dejó de hablar, Ish comprendió que había cometido un error. Como todo intelectual, había preferido la discusión a las órdenes, debilitando así su autoridad. Ahora él había pasado a segundo plano, y Charlie era el jefe.
—Demonios —dijo Charlie—. Pero si ella pudiera tener hijos ya los habría tenido, con todos esos muchachos que andan a su alrededor.
—Los muchachos no tocaron nunca a Evie —declaró Ish—. Crecieron con ella y la respetan. Y, por otra parte, casamos muy jóvenes a los muchachos.
Sintió que sus argumentos eran cada vez más débiles.
—¡Bueno! —dijo Charlie con el aplomo de un hombre que domina la situación—. Debería alegrarle que me haya fijado en la única mujer libre. ¿Y si me hubiera gustado una de las otras? Deme las gracias.
Ish buscó desesperadamente una respuesta. No podía amenazarle con la policía o la justicia. Había lanzado un desafío, y había perdido.
No, no había más que decir. Ish se levantó, dio media vuelta, y se fue. Recordó algo: un día, poco después del Gran Desastre, se había vuelto para alejarse de otro hombre y había tenido la seguridad de que iba a recibir un tiro en la espalda. Pero ahora no tenía miedo, y esto lo mortificaba aún más. Charlie no tenía necesidad de matarlo, pues era el vencedor.
Ish volvió a su casa arrastrando los pies. Había olvidado la amargura de la humillación. El martillo era ahora una herramienta embarazosa, y no un símbolo de poder. Durante años la vida había transcurrido sin incidentes; él era el jefe y todos lo respetaban. Pero no era en verdad muy distinto de aquel joven raro que apenas recordaba. El joven que había sido antes del Gran Desastre, el que temía los bailes, y nunca se sentía cómodo con la gente, y no tenía ninguna autoridad. Había cambiado mucho, pero no había perdido totalmente su timidez.
Llegó así a la puerta de su casa, con una profunda amargura. Em lo esperaba. Ish dejó el martillo y la tomó en sus brazos, o fue ella quizá quien se lanzó hacia él, no lo sabía, pero se sintió otra vez seguro de sí mismo. Em no estaba siempre de acuerdo con él. En la noche de la víspera, por ejemplo, habían discutido sobre Charlie; pero él siempre encontraba en ella nuevas fuerzas.
Se sentaron en el sofá y él le contó toda la historia. Aun antes que ella hubiese abierto la boca, Ish sintió su ternura como un bálsamo.
—¡Qué imprudencia! —dijo Em al fin—. No debías haber despedido a los muchachos. Nadie piensa ni entiende tantas cosas como tú, pero no sabes tratar a un hombre de esa especie.
Y Em preparó el plan de operaciones.
—Ve a buscar a Ezra, George y los muchachos —dijo—. No. Mandaré a un chico. Nadie tiene derecho a sembrar la discordia y a decirnos qué debemos hacer.
Ish comprendió que se había equivocado. No tenía por qué descorazonarse y sentirse solo. La Tribu estaba allí y lo protegería.
George fue el primero en llegar. Luego apareció Ezra, quien miró primero a George y luego a Em. Sabe algo, pensó Ish, un secreto que sólo me dirá a mí.
Pero Ezra no trató de hablarle a solas, y se limitó a mirar a Em, embarazado.
—Molly tuvo que encerrar a Evie en un cuarto del primer piso —anunció.
Parecía como si a Ezra le molestase hablar allí, en público, de la pasión que las caricias de un hombre habían despertado en la idiota.
—Es capaz de saltar por la ventana —dijo Ish.
—Podría ponerle unos barrotes —propuso George—, o unas tablas.
A pesar de la gravedad de la situación, todos se echaron a reír. George estaba siempre dispuesto a hacer algún trabajo de carpintería en las casas. Pero no se podía encerrar a Evie por el resto de sus días. Llegaron Jack y Roger, hijos de Ish. Luego apareció Ralph, el último del trío.
La presencia de los muchachos alivió un poco la tensión. Todos se sentaron cómodamente. Esperaban, comprendió Ish, que él dijese algo, y lamentó no haber pensado en prepararse. Se discutía la organización de un nuevo Estado, y no había tiempo de redactar tranquilamente una constitución. Era necesario actuar con rapidez y resolver el difícil problema.
—¿Qué vamos a hacer con Evie y ese Charlie? —preguntó directamente.
Todos se pusieron a hablar a la vez, e Ish tuvo la desagradable impresión de que ninguno, excepto Ezra, lo apoyaba. Los muchachos y George mismo parecían creer que la vitalidad de Charlie enriquecería a la Tribu. Si Evie le gustaba, tanto mejor. Por fidelidad a Ish, estaban decididos a exigirle a Charlie que se excusase. Pero pensaban también que Ish había obrado precipitadamente. Debía haber consultado con los otros antes de discutir con Charlie.
Ish recordó que no se podía permitir que Evie diese a luz niños idiotas. Pero el argumento no causó la impresión esperada. Evie había participado de la vida de la Tribu, y la idea de que sus hijos pudieran parecérsele no asustaba a los muchachos. No alcanzaban a imaginar un futuro lejano donde los descendientes de Evie se mezclarían con los otros haciendo bajar el nivel intelectual de la colonia.
Curiosamente, George, a pesar de su torpeza mental, presentó un argumento más perturbador.
—Pero ¿sabemos si es verdaderamente idiota? —dijo—. Ha sufrido tantas desgracias, la pobrecita… Se le murieron los padres, se quedó sola. Cualquiera podía haber enloquecido en su lugar. Quizás era tan inteligente como nosotros y sus hijos serán normales.
Ish no podía imaginar a Evie con hijos normales, pero quizá George tuviese razón. Todos parecían impresionados, excepto Ezra. Charlie se les aparecía ya como un benefactor de la comunidad e iba a hacer de Evie una persona como las otras. Pero Ezra, evidentemente, tenía algo que decir.
Se incorporó. No era hombre ceremonioso, y a todos les sorprendió también verlo un poco turbado. Se le había encendido el rostro aún más que de costumbre. Miraba a un lado y a otro, y de cuando en cuando clavaba los ojos en Em, indeciso.
—Tengo algo que decir —anunció—. Hablé largamente con ese hombre, Charlie, anoche, en mi casa, antes de acostarnos. Había bebido mucho y el alcohol le soltó la lengua. —Se interrumpió, y miró a Em—. Es un jactancioso, y ya conocéis esa clase de hombres. —Esta vez se volvió hacia los muchachos, pobres salvajes, incapaces de conocer las alusiones de un hombre civilizado—. Me habló mucho de sí mismo, y yo le tiré de la lengua.
Ezra se detuvo otra vez. Ish no lo había visto nunca así.
—Bueno, Ezra, habla. Estamos entre nosotros —dijo.
La timidez de Ezra se quebró de pronto.
—Ese hombre, ese Charlie, está podrido como un pescado de diez días. Tiene varias enfermedades, enfermedades venéreas. Todas las que existieron alguna vez.
George se tambaleó como si hubiese recibido un golpe en el pecho. El rubor cubrió el rostro moreno de Em. Los muchachos no parpadearon. No conocían las enfermedades venéreas.
Antes de intentar una explicación, Ezra esperó a que Em dejase la sala, pero no logró hacerse entender, pues los muchachos tenían una idea muy vaga de la enfermedad en general.
Mientras tanto, Ish se abandonaba al torbellino de sus pensamientos. Esta situación no tenía precedentes, ni en la antigua ni en la nueva vida. Recordó que los leprosos habían vivido apartados. Podía prohibirse que un hombre enfermo de tifus trabajara en un restaurante. Pero ¿para qué buscar ejemplos? Ya no había leyes en la tierra.
—Que se vayan los muchachos —le dijo bruscamente a Ezra—. Decidiremos nosotros.
Los muchachos, en efecto, no conocían los peligros de las enfermedades, e ignoraban que una sociedad tiene derecho a defenderse. Dejaron uno a uno la sala, obedientes como niños, a pesar de su edad y estatura.
—Y ni una palabra a nadie —les advirtió Ezra.
Los tres hombres quedaron solos y se miraron.
—Llamemos a Em —propuso Ezra.
Em se unió a ellos. Se quedaron un minuto callados, como aplastados por la inminencia del peligro. Había una amenaza de muerte en el aire, no de una muerte limpia y digna, sino degradante y vergonzosa.
—¿Y bien? —dijo Ish advirtiendo que los otros esperaban que dijese algo.
Roto el silencio, discutieron la situación. Pronto se pusieron de acuerdo en un punto: la Tribu tenía el derecho de protegerse. Cualquier sociedad, o individuo, puede golpear en defensa propia.
Pero aceptado ese derecho, ¿a qué medios podían recurrir? ¿Una simple advertencia? Sería insuficiente. Y si Charlie contagiaba a alguien, el castigo que podían infligirle sería una simple venganza social que nada remediaría. Encerrarlo indefinidamente sería imponer una pesada carga a aquella pequeña sociedad. La mejor solución sería ordenarle que se alejara, que desapareciera. No encontraría dificultades para vivir. Si regresaba, el castigo sería la muerte.
¡La muerte! Se estremecieron. No había, desde hacía mucho tiempo, ni guerras ni ejecuciones. La idea que necesitasen castigar con la pena capital no podía dejar de perturbarles.
—¿Y luego? —La voz de Em era la voz misma de los temores de todos—. ¿Si vuelve? Nosotros, los padres, somos sólo una minoría. Podría entenderse secretamente con los jóvenes. ¿Y si gana la amistad de algunos de los muchachos, que deciden protegerlo? Y Evie, ¿no encontraría cómplices entre las muchachas?
—Podríamos meterlo en el jeep y dejarlo a cien o ciento cincuenta kilómetros de aquí —propuso Ezra, y después de una pausa, añadió—: Sí, pero al mes estará de vuelta, ¿y quién le impedirá merodear con un rifle y disparar contra cualquiera? Los muchachos y los perros podrán ahuyentarlo, pero uno de nosotros habrá muerto. Me echaría a temblar cada vez que pasase ante un matorral.
—No se puede castigar a un hombre por un crimen que aún no ha cometido —declaró George.
—¿Por qué no? —replicó Em.
Todos la miraron, pero ella no dijo nada más.
—Porque… bueno, es imposible. —George exponía trabajosamente su pensamiento—. Es necesario que cometa un crimen. Luego se somete al hombre a un tribunal. Así es la ley.
—¿Qué ley?
Todos callaron. Luego la conversación se desvió, como si nadie tuviese el coraje de seguir el pensamiento de Em.
Ish trató de ser imparcial.
—No sabemos si tiene realmente esas enfermedades. Y no tenemos médicos que puedan comprobarlo. Quizá se curó hace tiempo, o es un jactancioso. Conocí hombres como él.
—En efecto —dijo Ezra—. No hay doctores, y nunca podremos estar seguros. Hasta podemos pensar que se jacta tontamente. Pero no hay pruebas. Por mi parte, creo que está realmente enfermo. Camina lentamente, como si sufriera.
—Parece que las sulfamidas son eficaces —observó Ish, que deseando ser justo trataba de ahogar su secreta alegría.
Se volvió hacia George y vio consternado horror y disgusto en sus ojos. George, el ciudadano de la clase media, cargado de prejuicios contra las enfermedades venéreas. George, el diácono, que recitaba los versículos de la Biblia sobre los pecados de los padres.
Em habló otra vez.
—Pregunté qué ley —dijo—. En los viejos libros hay muchas leyes, pero no rigen ya. En la ley antigua, como dijo George, se esperaba a que alguien cometiera un crimen, y luego se lo castigaba. Pero el mal ya estaba hecho. ¿Podemos asumir esa responsabilidad? Hay que pensar en los niños.
El argumento era irrefutable. Todos guardaron silencio, hundidos en sus pensamientos.
Em no habla en nombre de una filosofía, pensó Ish. Piensa en los niños, un caso particular. Sin embargo, quizás hay en ella algo más profundo que una filosofía. Es la madre, y defiende la vida.
El silencio les pareció muy largo, aunque sólo había durado unos pocos minutos. Ezra fue el primero en hablar.
—Estamos aquí, cruzados de brazos, y el problema es urgente. Habría que actuar. —Añadió como si pensara en voz alta—: En aquellos días vi, sí… vi morir a mucha gente buena. Estoy casi acostumbrado a la muerte… aunque no, no del todo.
—¿Y si votásemos? —propuso Ish.
—¿Qué? —preguntó George.
Hubo otra pausa.
—Podríamos echarlo —dijo Ezra—, o… lo otro. No podemos encerrarlo. No hay mucho que elegir.
Em decidió rápidamente la cuestión.
—Podemos votar expulsión o muerte.
Había papel en los cajones del escritorio. A los niños les gustaba dibujar. Em encontró cuatro lápices. Ish cortó una hoja de papel en cuatro trozos, se guardó uno y dio los otros a sus compañeros. Pensó que eran cuatro y podía producirse un empate.
Tomó su papel, escribió una E, y se detuvo.
No nos precipitamos, no nos apasionamos, no odiamos.
Ignoramos la furia del hombre que defiende encarnizadamente su vida en la batalla. Ignoramos la locura de dos adversarios que la ambición o una mujer ha enfrentado.
Anudad la cuerda, afilad el hacha, echad el veneno, apilad los leños.
Ha matado a su semejante sin provocación, ha quitado el hijo a su madre, ha escupido la imagen de nuestro Dios, ha sellado un pacto con el demonio, ha revelado al enemigo los secretos de nuestras fortalezas.
Tenemos miedo, pero nos dominamos. No discutamos más. Somos la Justicia, la Ley; Nos, el Pueblo; el Estado.
Ish tenía aún el lápiz suspendido sobre la letra E. Sabía muy bien que el destierro de Charlie no resolvería el problema. Charlie volvería; era un hombre fuerte e insidioso capaz de conquistar a los jóvenes. ¿Qué me pasa?, se preguntó. ¿Temo aún perder mis privilegios? ¿Temo que Charlie me reemplace? No estaba seguro. Pero sabía que la Tribu se encontraba en un peligro real que amenazaba su existencia. Sabía en fin que el amor a sus hijos y nietos, su responsabilidad, le quitaban toda posibilidad de elección. Tachó la E y escribió la otra palabra. Las seis letras parecían brillar sobre el papel blanco. ¿Era justo? Al escribir esa palabra, ¿no resucitaba la guerra, la tiranía, el abuso de autoridad, enfermedades más graves que todas aquellas que Charlie podía transmitir? ¿Por qué no esperar? ¿Por qué no reflexionar?
Tomó el lápiz para tachar la palabra, pero se detuvo. No, a pesar de todos sus escrúpulos, no la tacharía. Si Charlie cometía un crimen, nadie dudaría en castigarlo con la pena capital, y sin embargo no harían más que seguir las convenciones del pasado. Ojo por Ojo, diente por diente. Ejecutar al asesino no devolvía la vida a la víctima, era una simple venganza. Para ser eficaz, el castigo debía preceder al crimen.
¿Cuánto tiempo había pensado? Advirtió de pronto que estaba mirando su papel y que los otros esperaban. Al fin y al cabo, él era una sola voz. La mayoría estaría quizá contra él. Habría cumplido su deber y Charlie sería desterrado, simplemente.
—Dadme los papeles.
Los puso sobre el escritorio. Y cuatro veces leyó, en voz alta:
—Muerte… Muerte… Muerte… Muerte…
Echaron otra vez tierra en la tumba, bajo el roble. Luego la cubrieron con ramas y piedras pesadas para protegerla de los coyotes. En seguida se volvieron a sus casas, apretándose unos contra otros. Ish caminaba entre ellos con el martillo en la mano derecha. Aunque sabía desde un principio que no lo iba a necesitar, había preferido llevarlo. El peso de la herramienta lo ayudaba de algún modo a mantenerse en pie. Lo había llevado en la mano, como un emblema de autoridad, cuando habían ido a buscar a Charlie. Rodeado de los muchachos, con los fusiles listos, Ish había pronunciado la sentencia, que Charlie había recibido con obscenas maldiciones.
La vida ya nunca sería la misma. Ish trataba de olvidar; cuando recordaba la ejecución sentía náuseas. Sin la firmeza de George nunca hubieran podido llegar hasta el final. George, con su habilidad práctica, había puesto la escalera y había anudado la cuerda.
No, nunca le gustaría recordarlo. Era a la vez un fin y un principio. El fin de esos veintiún años de vida idílica en un viejo paraíso terrestre. Habían tenido algunas dificultades, era cierto; hasta habían conocido la muerte. Pero qué sencillez y qué paz. Era un fin, y sin embargo era también un principio y un largo camino se abría ahora ante ellos. En el pasado sólo habían sido un pequeño grupo, apenas algo más que una familia numerosa. En el futuro serían un Estado.
Había allí una paradójica ironía. El Estado debía ser una especie de madre nutricia que protegiera a los individuos y los ayudara a vivir una vida más plena. Y ahora el primer acto del Estado, su nacimiento podría decirse, era una condena a muerte. Pero quizás en el lejano pasado el Estado había nacido siempre en alguna hora difícil, cuando se había sentido la necesidad de recurrir al poder, y el poder primitivo se expresaba a menudo en sentencias de muerte.
Era necesario, era necesario, se repetía Ish. Sí, la muerte de Charlie se justificaba. Había que proteger la seguridad y la felicidad de la Tribu. Por un acto de violencia, aunque pudiese parecer desagradable y cruel, habían impedido —o por lo menos así lo esperaban— una serie de maldades y perversidades que una vez iniciada nada podría detener. Ahora —así lo esperaban— no habría niños ciegos, viejos temblorosos e idiotas, matrimonios corrompidos ya en su consumación.
Sin embargo, quería olvidar. Sí, la sentencia podía justificarse racionalmente. Pero no había habido pruebas definitivas.
Y no sabía si no habían intervenido otros motivos secundarios o personales. Recordó, con un sentimiento de culpa, cómo se había alegrado cuando había creído ver en las palabras de Ezra una confirmación de sus temores y aprensiones. Pues bien, nunca lo sabría.
Ahora, de todos modos, la suerte estaba echada. Muy a menudo —así lo probaba la historia— de nada servían las ejecuciones. Los muertos se levantaban de las tumbas y sus espíritus seguían viviendo entre los hombres. Afortunadamente, Charlie no parecía tener espíritu.
Ish caminaba junto a los otros. Todos guardaban silencio, salvo los tres muchachos que habían recobrado el ánimo y bromeaban. No había razón, sin embargo, para que se angustiaran menos que los viejos. No habían votado, pero habían aceptado sus consecuencias. Sí, pensó Ish, si hay culpa, todos somos culpables, y en el futuro podremos acusarnos unos a otros.
Caminaban por las calles sucias, invadidas por las hierbas, entre las casas casi en ruinas, y aunque apenas había dos kilómetros entre San Lupo y la tumba bajo el roble, la distancia les parecía enormemente larga.
Tan pronto como entró en su casa, Ish se acercó a la chimenea y dejó allí el martillo cabeza abajo, con el mango hacia arriba. Sí, era un viejo amigo, pero cuando recordaba el día en que lo había usado por primera vez, su imagen de los últimos veintidós años cambiaba un poco. Una vida idílica en un paraíso terrenal, quizá; pero también años de anarquía, donde ninguna autoridad había protegido al individuo. Recordaba aún aquel día vívidamente. Había bajado de las montañas, se había detenido en una calle de Hutsonville, titubeando, mirando a un lado y a otro, pensando que iba a hacer algo ilegal e irrevocable. Luego, con una aprensión que sentía aún, había alzado el martillo, había hecho saltar la débil cerradura, y había entrado a leer el periódico. Oh, sí, cuando el Estado lo envuelve a uno, invisible y presente como el aire que se respira, no se piensa en él más que para quejarse de los impuestos y las leyes. Pero cuando el Estado desaparece… ¿cómo decía el viejo versículo? «Su mano se alzará contra todos, y la mano de todos se alzará contra él.» La predicción se había cumplido. Aun George y Ezra no eran más que precarios aliados; no habían soportado la prueba de la batalla. Y si la vida había transcurrido apaciblemente había que agradecérselo a la diosa fortuna.
Del otro lado de la calle vino el ruido de una sierra. George había vuelto a sus queridos trabajos de carpintería. No perdía el tiempo en filosofar. Tampoco Ezra, ni los muchachos. Sólo él, Ish, pensaba y pensaba. De nuevo, como tantas veces, se preguntó dónde estaba la raíz de la acción. ¿En el interior del hombre? ¿O afuera, en el mundo? Por ejemplo, la reciente tragedia. De la falta de agua había nacido la idea de la expedición. Los muchachos habían traído a Charlie, y la llegada de Charlie, parte del mundo exterior, había determinado el resto. Sin embargo, no se podía deducir que la falta de agua fuese la causa de todo. Su mente había intervenido también, imaginando los posibles resultados de una expedición. Y pensó otra vez en Joey, el niño que veía más allá, con los ojos puestos en el futuro.
Entró Em. No había asistido a la ejecución; no era cosa de mujeres. Pero también ella había escrito la palabra en el trozo de papel. Aunque Em no se preocupaba ni inquietaba. Era como parte de la naturaleza.
—No pienses —le dijo Em—. No te atormentes.
Ish le tomó la mano y la apretó contra su mejilla. La mano de Em, fresca, parecía quitarle su propia fiebre. Habían pasado muchos años desde que había visto a Em por vez primera, de pie en un umbral, envuelta en luz, y ella había hablado, sin preguntar, sin desafiar, afirmando simplemente. Veintiún, veintidós años… El tiempo los unía cada vez más. Ya no habría más hijos, pero el amor no se debilitaría. Diez años mayor que él, Em era quizás ahora más una madre que una esposa. Y estaba bien así.
—No puedo impedirlo —dijo él al fin—. Me atormento sin descanso. Quizá me guste. Siempre quiero ver el futuro. En los viejos días encontré verdaderamente mi vocación: la investigación científica. Pero es una broma pesada que yo haya sobrevivido al Gran Desastre. Hombres como George y Ezra son mil veces más útiles. No piensan; viven, simplemente. Y los hombres que actúan sin reflexionar, quizá valen más aún. Jefes como Charlie. Yo, a pesar de mis esfuerzos, no soy como aquellos que dieron leyes y fundaron naciones: Moisés, Solón… Licurgo. Todo cambiaría si yo fuera distinto.
Em apretó su cara contra la de él un momento.
—Yo te quiero tal como eres.
Sí, ésta era la respuesta tradicional de la esposa devota, una respuesta trivial, pero tranquilizadora.
—Por otra parte —continuó ella—, ¿cómo puedes saberlo? Aunque fueras Moisés o uno de esos otros no podrías luchar contra las fuerzas de la naturaleza.
Uno de los niños la llamó, y Em se fue. Ish se incorporó, se acercó al escritorio y sacó la caja que los muchachos habían traído de la comunidad de Río Grande. Ish sabía qué había en la caja, pero con el rápido desarrollo del drama no había tenido tiempo ni tranquilidad para examinarla.
La abrió y hundió los dedos en los granos frescos y suaves. Sacó unos pocos, se los puso en la palma de la mano y los examinó. Eran negros y rojos, pequeños, puntiagudos, y no chatos, grandes y amarillos como él esperaba. Los granos comunes habían sido, en los viejos días, granos de maíz híbrido, una planta de cultivo. Los granitos negros y rojos eran de la especie primitiva, que cultivaban los pueblos indios.
Se sentó y jugó otra vez con los granos haciéndolos resbalar entre los dedos. Poco a poco un olvido misericordioso le trajo la paz. En aquel maíz —resultado de la expedición— estaba la vida y el futuro.
Alzó los ojos y vio a Joey, curioso siempre, que lo miraba desde el otro extremo de la sala. Llamó cariñosamente al niño y le explicó lo que era el maíz. De año en año la Tribu había dejado para más tarde el cultivo del maíz, y un día Ish descubrió que todas las semillas estaban muertas. Pero ahora la experiencia sería posible.
Aunque sintiendo que iba a hacer algo insensato, Ish llevó la caja a la cocina seguido de Joey. Encendieron un hornillo de la cocina de petróleo, e Ish echó cuidadosamente en un tostador unas dos docenas de granos.
Era malgastar unas preciosas semillas, pero el emocionado Ish se dijo que Joey aprovecharía la demostración.
El maíz, mal tostado, apenas se podía comer. Pero ni el padre ni el hijo se quejaron. En realidad, Ish no recordaba haber comido maíz tostado sino como acompañamiento de algún cóctel, pero le explicó a Joey que ése había sido el principal alimento de los antepasados americanos.
Joey escuchaba apasionadamente, y la flaca carita se le iluminaba con el resplandor de los ojazos.
Cómo quisiera, pensó Ish, que se fortificara, y poder así contar con él. He malgastado dos docenas de granos, pero he sembrado en la mente de Joey una semilla que no morirá nunca.
El maíz y el trigo, como el perro y el caballo, fueron mucho tiempo amigos y compañeros del hombre.
Aquí y allá, en algún seco rincón de otro continente, la gramínea de pesadas espigas había crecido junto a primitivas aldeas, donde las condiciones del suelo eran más favorables. Así, en un principio, el trigo quizás adaptó al hombre, pero pronto el hombre adaptó el trigo. A los atentos cuidados del uno responde el otro con dones generosos. Los tallos se hacían más altos, las espigas daban más granos. Pero el trigo era también más y más exigente y reclamaba campos cuidados y libres de cizaña.
Luego, cesaron los cultivos. El primer año el trigo creció espontáneamente cubriendo miles de acres. Pero poco a poco fue desapareciendo. Los lobos hambrientos reaparecieron, se lanzaron sobre las ovejas, y del mismo modo las malas hierbas, cada año más feroces, atacaron el trigo sin que nadie las persiguiese.
Pronto el trigo murió en casi todo el mundo. La espigada gramínea sólo creció en algunos rincones de Asia y África, como en otros tiempos, antes que apareciese esa ciencia pasajera llamada agricultura.
El maíz siguió el ejemplo del trigo. Nacido en los trópicos americanos, él también viajó con el hombre. Como la oveja, vendió su libertad por los cuidados y olvidó esparcir los granos que cobijaba la dura mazorca. Desapareció así antes que el trigo. Sólo en las altas llanuras de México, el teosinte salvaje alzaba las borladas cabezas al sol.
No habrá, pues, más espigas, a menos que aquí y allá sobrevivan algunos hombres. Pues si el hombre vive del trigo y el maíz, el trigo y el maíz viven también del hombre.
George y Maurine eran los únicos que llevaban la cuenta exacta —así lo creían al menos— de los días y los meses. Los otros se contentaban con observar la posición del sol y el aspecto de las plantas. Ish confiaba orgullosamente en sus métodos científicos, y cuando comparaba sus notas con el calendario de George no encontraba nunca más de una semana de diferencia, y esto quizá, pensaba, por algún error de George.
Poco importaba una semana más o menos para las semillas de maíz. Pero la estación estaba ya demasiado avanzada. El frío impediría la germinación. Era mejor esperar a la primavera próxima.
Sin embargo, Ish empezó a buscar en seguida un campo soleado. Joey lo acompañaba y juntos discutían gravemente la orientación, la naturaleza del suelo y los métodos que emplearían para proteger los sembrados de las bestias salvajes. En realidad, aquella región era la más mala que uno pudiera imaginar para cultivar maíz. La variedad adaptada al valle seco y cálido de Río Grande no se aclimataría quizás a los veranos frescos y brumosos de los alrededores de San Francisco. Ish no se había ocupado nunca de cuestiones de agricultura y ni siquiera de jardinería. No tenía más que unos conocimientos teóricos, propios de un geógrafo. Recordaba cómo se forman las vainas y quernoidos y creía poder reconocerlos, pero eso no lo convertía en un agricultor. En la Tribu no había ningún granjero, aunque Maurine se había criado en una granja. La circunstancia de que todos fueran gente de ciudad ya había afectado notablemente la vida de la Tribu.
Un día —ya había pasado una semana y el recuerdo de Charlie y el roble empezaban a borrarse—, Ish y Joey volvieron a San Lupo con la alegría de haber encontrado un campo que les parecía conveniente. Em los esperaba en el porche, e Ish tuvo en seguida el presentimiento de una desgracia.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—Oh, nada grave —dijo ella—. Así lo espero al menos. Bob no se siente muy bien.
Ish se detuvo y la miró, preocupado.
—No, no creo —dijo Em—. No soy médico, pero no creo que sea una enfermedad de esa especie. Sería imposible, por otra parte. Ven a verlo. Dice que se siente cansado desde hace unos días.
Ish hacía de médico en la Tribu. Había adquirido cierta habilidad para curar las heridas y las torceduras y una vez había arreglado un brazo roto. Pero su ciencia no iba más lejos, pues todas las enfermedades, excepto dos, habían desaparecido.
—¿Tiene uno de esos dolores de garganta? —preguntó—. ¡Eso curará pronto!
—No —respondió Em, tal como temía Ish. Ella no se preocuparía tanto por unas simples anginas—. No —repitió Em—, no es la garganta. Se acostó y parece muy cansado.
—Las sulfamidas lo curarán —declaró Ish animadamente—. Por suerte no faltan en las farmacias. Y si las sulfamidas no dan resultado, probaremos los antibióticos.
Entró en la casa. Bob estaba acostado, inmóvil, de cara a la pared.
—Oh, no tengo nada —dijo, irritado—. Mamá exagera.
Que se hubiera metido en cama probaba lo contrario, pensó Ish. Un muchacho de dieciséis años no toma esa resolución mientras pueda mantenerse en pie.
Ish se volvió y vio a Joey que miraba curiosamente a su hermano.
—¡Joey, vete! —gritó.
—Quiero ver. Quiero saber qué es estar enfermo.
—No, vete. Cuando seas más grande y más fuerte te enseñaré a curar a la gente. Por ahora no queremos que tú también te enfermes. Lo primero que debes saber de las enfermedades es que se transmiten.
Joey se fue de mala gana. Su curiosidad era mayor que el temor totalmente teórico del contagio. La Tribu disfrutaba de una salud floreciente, y los niños no habían aprendido a respetar la enfermedad.
Bob se quejaba de dolor de cabeza y una debilidad general. Estaba inmóvil, postrado en su lecho. Ish le tomó la temperatura: 38 grados y medio, nada catastrófico. Ordenó una fuerte dosis de sulfamidas con un gran vaso de agua. Bob se atragantó con las tabletas; no estaba acostumbrado a tragar remedios.
Ish le aconsejó a Bob que tratase de dormir, salió y cerró la puerta.
—¿Y bien? —preguntó Em.
Ish se encogió de hombros.
—Nada que las sulfamidas no puedan curar, me parece.
—Esto no me gusta. Tan pronto…
—Oh, una simple coincidencia.
—Quizá. Pero me asombra no verte preocupado.
—Antes esperaré los resultados del tratamiento. Le daré una dosis cada cuatro horas.
—Espero que eso baste —dijo Em, y se alejó.
Aun antes de llegar al pie de la escalera, Ish comprendió el escepticismo de Em. ¿Cómo no atormentarse? En los viejos días, a pesar de los médicos y los servicios de asistencia pública, el ataque brusco y misterioso de una enfermedad era siempre aterrador. Cuánto más ahora.
Privado de la protección del Estado, privado del tesoro que la ciencia médica había acumulado durante siglos, el hombre se sentía desnudo, miserable, expuesto a todos los peligros.
Es culpa mía, pensó Ish. Debiera haber leído algunos libros de medicina. Debiera haberme convertido en médico.
Pero el estudio de la medicina nunca lo había atraído, aun en los viejos días, cuando buscaba su vocación. Los genios universales son raros. Por otra parte nunca se había sentido realmente la necesidad de un médico, pues no había ya enfermedades.
El Gran Desastre, después de todo, había traído algún beneficio. De un solo golpe le había quitado a la humanidad casi todos sus males físicos. En la prehistoria todas las tribus habían tenido sin duda su enfermedad característica, propagada por parásitos.
Los hombres de Neanderthal, si las pruebas no hubiesen desaparecido con ellos, habrían podido reconocerse por sus parásitos tanto como por su modo de tallar la piedra. Cuando los arqueólogos encontraban los vestigios de dos culturas superpuestas, decretaban que la Tribu B había vencido a la Tribu A. Probablemente era cierto. Pero la Tribu B había obtenido la victoria gracias, probablemente, a la virulencia de sus microbios.
Las reflexiones de Ish aumentaban su inquietud. Media hora más tarde, fue a ver otra vez a Bob. Caía la noche y el enfermo dormía en la oscuridad. Ish no quiso molestarle y bajó de nuevo.
Se sentó en un sillón de la sala y encendió un cigarrillo. Le hubiera gustado discutir la cuestión con alguien, pero Em no tenía mucha instrucción, y Joey era un niño sin experiencia. De todas las enfermedades, la Tribu sólo conocía la escarlatina y las anginas. Los microbios habían sido transmitidos sin duda por alguno de los miembros, o por algún animal, un perro o una vaca. Pero los habitantes de Los Ángeles se habían librado quizá de la escarlatina y podían haber conservado la tos ferina o las paperas, y quizás había aún casos de disentería en los alrededores de Río Grande.
En cuanto a Charlie, si no había padecido aquellas enfermedades venéreas de que se jactaba, había transportado por lo menos los microbios que vivían en Los Ángeles. ¡Qué mala idea la de aquella expedición! Ish sintió odio por todos los extraños. ¡Habría que recibirlos a tiros!
Una mosca le zumbó en la nariz y la apartó con un nerviosismo que no le era habitual. Josey llamó. La cena estaba servida.
La desaparición del hombre no había amenazado la existencia de la mosca doméstica, que no estaba irrevocablemente atada, como el piojo, a la suerte de los seres humanos. Como la rata, el ratón, la pulga y la cucaracha, esta habitante de las moradas del hombre sufrió sin duda los rigores del destino. Murieron centenares, millares de sus hermanas. Pero al fin sobrevivió.
Pues, como ese señor al que el príncipe Hamlet llamara «mosca de agua», la mosca disfrutaba de «la Posesión del lodo», aunque no hay referencia aquí a tierras y dominios, sino al lodo en sentido propio y figurado. Así la Biblia del rey Jaime declara recatadamente que Ahod golpeó al rey Eglon en el vientre y «salió el lodo». De modo que aunque el hombre hubiese desaparecido casi totalmente, la mosca doméstica no corría peligro mientras hubiera animales. Sus larvas se alimentaban de excrementos, como las serpientes se alimentan de ratas; los pájaros, de insectos, y los hombres, de la carne de los animales.
Sin embargo, cuando el hombre se eclipsó, los días fueron duros. En los patios de las granjas no había festines abundantes como los dones del Nilo. Ya no había letrinas descubiertas, ya no había innumerables sumideros colmados de basuras y desperdicios. Sólo, aquí y allá, unos pocos excrementos permitían que la mosca común pusiera sus huevos, criara sus larvas y lanzara a la ventura sus cohortes de zumbantes e infatigables viajeras.
Una semana más tarde, la enfermedad había extendido sus dominios. Dick, que había acompañado a Bob en la expedición, fue la segunda víctima. Luego cayeron Ezra y cinco niños. Teniendo en cuenta el número de miembros de la Tribu, la proporción de enfermos era aterradora. Se había declarado —Ish estaba seguro ahora— una epidemia de fiebre tifoidea.
Algunos de los adultos habían sido vacunados en los viejos días, pero la inmunidad debía de haber cesado hacía tiempo. Nada preservaba a los niños. Antes la fiebre tifoidea había sido combatida sobre todo con medidas profilácticas. Una vez que se declaraba la enfermedad, había que resignarse.
La explicación era bastante simple, pensó Ish. Charlie, hubiera tenido o no otras enfermedades, había traído por lo menos el bacilo de Eberth. Había tenido la fiebre tifoidea hacía un tiempo o recientemente, nunca se sabría. No tenía, por otra parte, ninguna importancia.
Era indudable, por lo menos, que Charlie, hombre poco limpio, había comido con los muchachos una semana. Luego, las letrinas al aire libre y las moscas habían favorecido la infección.
Se acostumbraron a hervir el agua. Quemaron las viejas letrinas y taparon los pozos. Pulverizaciones con DDT acabarían con las moscas. Pero estas precauciones llegaban un poco tarde. Todos los miembros de la Tribu habían estado expuestos ya a la infección. Los que se mantenían aún en pie gozaban de una inmunidad natural, o bien la enfermedad incubaba en ellos y en cualquier momento se declararía con todas sus fuerzas.
Todos los días aparecían nuevos casos. Bob, ahora en la segunda semana de la enfermedad, deliraba mostrando el sombrío camino que seguirían los otros. Los que no habían caído en cama estaban agotados por el esfuerzo de cuidar a los enfermos.
Apenas habían tenido tiempo de asustarse, pero el miedo rondaba estrechando cada día más su círculo. No había muertos aún, pero ningún enfermo había pasado la crisis decisiva. En los primeros años, un nuevo nacimiento parecía hacer retroceder un poco más las tinieblas. Ahora, cada vez que alguien caía enfermo las tinieblas se acercaban amenazando devorarlos. No morirían todos, naturalmente, pero la muerte de unos pocos bastaría para que la Tribu perdiese la voluntad de vivir.
George, Maurine y Molly habían recurrido a las plegarias, y algunos de los jóvenes los imitaban. Dios, sin duda, los castigaba por el crimen que habían cometido. Ralph pensó en huir con su mujer y sus hijos, que la epidemia había perdonado hasta ahora. Ish lo disuadió. Si por desgracia alguno de ellos había sufrido ya el contagio, el aislamiento y la falta de ayuda aumentarían el peligro.
Estamos a un paso del pánico, pensó Ish. Y a la mañana siguiente él mismo despertó afiebrado y deprimido. Hizo un esfuerzo, se levantó, respondió de cualquier modo a las preguntas de Em, y evitó su mirada. Bob se había agravado, y Em no abandonaba su cabecera. Ish cuidaba a Joey y Josey, en los primeros días de la enfermedad. Walt ayudaba en una casa vecina.
A la tarde, mientras se ocupaba de Joey, Ish sintió que perdía el conocimiento. Recurriendo a sus últimas fuerzas, alcanzó a llegar a la cama y se desvaneció.
Cuando recobró el sentido, parecía como si hubiesen pasado horas. Em se inclinaba sobre él. Lo había desvestido y acostado.
Débil como un niño, Ish la miró a los ojos, temiendo descubrir miedo en ella. Si Em estaba asustada, todo estaba perdido. Pero los grandes ojos negros lo miraban serenamente. ¡Oh, madre de las naciones! Ish se durmió.
Pasaron días y noches, y el delirio lo llevó lejos de la realidad. Unas formas vagas se movían a su alrededor, unas formas horribles que se acercaban a él, inasibles como la niebla. A veces reclamaba su martillo o llamaba a Joey; otras gritaba el nombre de Charlie. Pero cuando el terror llegaba al colmo, recurría a Em. Entonces una dulce mano le apretaba la suya, y en los ojos de ella no había miedo.
La semana siguiente fue más tranquila, pero se sentía tan débil y abatido que le parecía a veces que la vida se le escapaba del cuerpo, y no lo lamentaba. Pero cuando alzaba los ojos hacia Em, se sentía otra vez animado y fuerte, y cerraba los labios para retener aquella vida fugitiva que quería alejarse como una mariposa. Pero mientras tuviera a Em a su cabecera, estaba seguro, la vida seguiría alentando en él.
Cuando Em se alejaba, Ish se quedaba pensando que ella no resistiría mucho tiempo. En cualquier momento caería agotada. La fiebre la perdonaría quizá. Pero la carga era excesiva.
Poco a poco iba recobrando la lucidez. Algunos enfermos habían muerto, lo presentía, pero ignoraba quiénes o cuántos. No se atrevía a preguntarlo.
Una vez oyó que Jeanie lloraba a gritos la muerte de un niño. Em la consoló con unas pocas palabras y la animó a seguir luchando. George vino a la casa, convertido en un viejo descuidado y sucio que no tenía tiempo de lavarse. Maurine había tenido una recaída y su nieto estaba agonizando. Em no le habló de Dios, pero le devolvió la confianza y las fuerzas. George se fue con la cabeza alta y diciendo algo que parecía una oración. Las tinieblas avanzaban y la llamita de la vela vacilaba y humeaba; pero Em no conocía la desesperación y animaba a todos.
Es curioso, pensó Ish, le faltan los dones que me parecen más indispensables. No tiene ni gran inteligencia ni gran instrucción. No tiene muchas ideas. Y sin embargo, hay en ella grandeza y seguridad. Sin ella, en estas últimas semanas todos nos hubiéramos abandonado a la desesperanza y la muerte.
Un día, sin embargo, Em vino a sentarse en la cama, y traía en el rostro las huellas de un indecible cansancio. Ish sintió miedo. Luego, de pronto, se sintió feliz, pues sabía que ella nunca se hubiera mostrado así si el futuro no estuviese asegurado. No obstante, nunca había visto en un rostro humano una fatiga semejante. Y comprendió que detrás de esa fatiga había una enorme pena.
Comprendió también que él ya no era un enfermo, sino un convaleciente, quizá menos cansado que ella, y que podía ayudarla a llevar aquella carga.
La miró y sonrió, y a pesar de su agotamiento ella le sonrió también.
—Dime, quiero saber —murmuró Ish.
Em titubeó e Ish pensó apresuradamente: ¿Sería Walt? No, Walt no había estado enfermo. Aquel mismo día Em le había llevado un vaso de agua. ¿Jack? No, estaba seguro de haber oído su voz; era un muchacho tan fuerte. ¿Josey entonces? ¿O Mary? ¿Varios quizá?
—Dímelo, estoy bastante bien —insistió, y con desesperación pensó: No, no él. No era un niño vigoroso, pero los más débiles son a veces quienes mejor soportan las enfermedades. No, no él.
—Cinco en toda la calle, han muerto cinco.
—¿Quiénes? —preguntó Ish invocando todo su valor.
—Todos niños.
—¿Y los nuestros? —gritó Ish, aterrorizado, sintiendo que ella no quería decírselo.
—Sí, hace cinco días —dijo Em.
Y en sus labios se formó un nombre, e Ish comprendió antes de haber oído. Joey.
¿Para qué seguir viviendo? El resto importaba poco. ¡El elegido! Los demás podían haber muerto; sólo él era capaz de llevar la antorcha. ¡El hijo prometido! Ish, inmóvil, cerró los ojos.
La convalecencia de Ish duró varias semanas. Recuperaba lentamente las fuerzas, pero había perdido el gusto de vivir. El espejo le mostró unas estrías grises en el pelo. ¿Soy viejo ya?, se preguntó. No, no eran los años. Pero nunca sería el de antes. Había perdido el coraje y la confianza de la juventud.
Había tenido siempre el orgullo de ser sincero consigo mismo y mirar la vida de frente. Advertía ahora que evitaba pensar en ciertos temas. Un resto de debilidad, sin duda. Pasaría un tiempo, y seguiría adelante.
Otras veces —y eso lo asustaba— se negaba a admitir la realidad. Hacía proyectos como si Joey aún estuviese allí, refugiándose en un mundo de fantasías. Siempre había tenido esa tendencia, y así había podido soportar la soledad después del Gran Desastre. Ahora la realidad le parecía demasiado inhóspita. Recordó un verso de sus lecturas de aquellos años:
Nunca más la confianza feliz de la mañana.
Sí, nunca más. Joey se había ido, y la sombra de Charlie pesaba sobre la Tribu, y había nacido el imprescindible Estado, con la muerte en las manos. Y todos sus proyectos, nacidos en la alegría de la mañana, habían fracasado. ¿Por qué? Cansado, se refugiaba entonces en los sueños.
Cuando pudo pensar con más calma, sintió amargamente la ironía de la vida. Las desgracias esperadas no llegan nunca. Y los planes mejor concebidos no pueden impedir una imprevisible catástrofe.
Estaba solo la mayor parte del día. Había otros enfermos, que cuidaba la agotada Em. Le hubiera gustado hablar con Ezra, pero su amigo no había dejado la cama. Excepto Em y Ezra, ahora que Joey se había ido, no deseaba ver a nadie.
Una tarde Ish despertó de su siesta y encontró a Em sentada a su cabecera. La miró con los ojos entornados, fingiéndose dormido. Parecía fatigada, pero ya no con aquel cansancio indecible de hacía un tiempo. Aunque triste aún, había recobrado la serenidad. Em no conocía la desesperación. E Ish no buscaba ya el miedo en su rostro.
Em alzó la cabeza, vio los ojos abiertos de Ish, y sonrió. Había llegado el momento, comprendió él, de enfrentar la realidad.
—Quiero hablarte —dijo con una voz que era apenas un soplo, como si aún estuviese dormido.
Hubo una pausa.
—Sí —murmuró ella—. Estoy aquí… Habla… Estoy aquí…
—Quiero hablarte —repitió Ish sin atreverse a empezar.
Se sentía pequeño y humilde, como un niño asustado que antes de interrogar a su madre trata de animarse y alejar los temores. Pero ya no era un niño, y temió que ella no pudiese devolverle la paz.
—Quisiera hacerte algunas preguntas —balbuceó—. Cómo…
Se interrumpió otra vez.
Em le sonrió, apenada por su debilidad, pero no le pidió que postergaran la conversación.
—Sí —dijo Ish desesperadamente—. Sé qué piensan George y los otros. Oí algo, a pesar de la fiebre. ¿Es… es un castigo?
Miró a Em y por vez primera en el curso de aquellas semanas vio miedo en su rostro, o una sombra de miedo. Le he hecho daño, pensó Ish con terror. No obstante, tenía que seguir, o un muro de dudas y mentiras se alzaría entre ellos.
—Ya sabes lo que quiero decir —continuó—. ¿Es porque matamos a Charlie? ¿Dios nos castigó? ¿Ojo por ojo, diente por diente? ¿Por eso todos… y Joey…? Quizá se sirvió de Charlie como instrumento para manifestarnos su cólera.
Calló. El horror contraía el rostro de Em.
—¡No, no! —gritó ella—. ¡También tú! ¡Discutí tanto con los otros, sola, cuando estabas enfermo! No podía explicarlo, pero sabía que era imposible. No encontraba argumentos. Sólo podía darles valor.
Em se detuvo, como agotada por su vehemencia.
—Sí —continuó—, perdí todo mi valor, como sangre. Salía de mí, me sentía cada vez más débil, y me preguntaba: ¿Habrá bastante? ¿Habrá bastante? Y tú delirabas y hablabas de Charlie.
Em calló de nuevo, e Ish no supo qué decirle.
—Oh —dijo ella—, no me pidas más valor. No sé razonar. No he estudiado. Sólo sé que hicimos lo que nos pareció mejor. Si Dios existe, si pecamos, como pretende George, fue porque somos como él nos hizo. Y no creo que él nos tienda trampas. Oh, eres más instruido que George. No traigas otra vez el Dios de la venganza, el Dios de la cólera, el que no nos enseña las reglas del juego y luego nos castiga si nos equivocamos. ¡No lo traigas otra vez, te lo ruego! ¡No tú!
Y otra vez se sintió pequeño y humilde. Em, de algún modo, había atendido sus ruegos. Se sentía ahora tranquilo, con una nueva seguridad y una nueva confianza. Sí, no debía haber dudado.
Tomó la mano de Em.
—No tengas miedo —le dijo, sin pensar que en aquel consejo había algo de irónico—. Tienes razón. Tienes razón. No tendré otra vez esos pensamientos. Son absurdos, lo sé. Pero la muerte es algo terrible a veces, y la enfermedad debilita. No lo olvides. No soy todavía yo mismo.
De pronto, Em lo besó, con el rostro bañado en lágrimas, y dejó el cuarto. Había recobrado sus fuerzas. Todos se apoyarían otra vez en ella. ¡Oh madre de naciones!
También él se recobraba, quizás ayudado por las palabras de Em. Joey se ha ido, pensó. No volverá más. Nunca más se acercará a mí corriendo, con los ojos brillantes de curiosidad. Pero el porvenir está ahí aún. Tengo canas, sí, pero me quedan Em y los otros. Aún puedo ser feliz. El futuro no será como lo había imaginado. Pero haré lo que pueda.
Se sentía abrumado por su propia pequeñez. Todas las fuerzas de la naturaleza parecían aliarse contra él, único hombre vivo capaz de imaginar y preparar el futuro. Había tratado de dominarlas, y ellas lo habían arrollado. Sí, aun con ayuda de Joey, no hubiera podido vencerlas. Modificaría sus planes, los haría más sutiles. Se trazaría objetivos menos ambiciosos y más prácticos. Imitaría al zorro, y no al león.
Lo más urgente era recuperar la salud. Tardaría dos o tres semanas. Pero antes de fin de año volvería al trabajo.
Sintió que su mente funcionaba otra vez. Podía contar con ella. Era un excelente instrumento de trabajo, una máquina un poco usada, pero útil aún.
Sin embargo, se sentía todavía muy débil, y se durmió en medio de sus meditaciones.
Quizá los seres humanos, los sistemas filosóficos y los libros eran demasiado numerosos. Quizá los cursos del pensamiento eran demasiado profundos, y los restos del pasado se amontonaban como basuras o viejas ropas. ¿Por qué no se alegraría el filósofo si todo desapareciese de pronto? Los hombres empezarían otra vez, a partir de cero, y el juego tendría nuevas reglas. Las pérdidas no serían quizá mayores que las ganancias.
Durante las semanas de la epidemia, las pocas personas sanas no pudieron hacer otra cosa que enterrar precipitadamente a los muertos. Cuando todos curaron, George, Maurine y Molly plantearon la cuestión de los funerales.
A Ish y a Em no les parecían necesarios. Sin embargo, Ish comprendió que los otros encontrarían en la ceremonia algún consuelo. Los oficios religiosos señalarían además el fin de aquel período de peligro, miedo y duelo, y la vuelta a la vida normal. En cuanto a él, Ish, sentiría otra vez el dolor de la muerte de Joey; pero luego miraría resueltamente el futuro, y pondría en marcha sus modestos proyectos.
Puso, pues, como condición que cuando acabaran los oficios todos volverían a la vida normal. Aunque no había pensado en la reanudación de las clases, los otros lo entendieron así, e Ish aceptó.
Eligieron a Ezra para que celebrase la ceremonia y éste decidió que comenzaría al alba.
Como en casi todos los lugares donde no hay luz eléctrica, los miembros de la Tribu se levantaban con el día. Antes de salir el sol, todos estaban ya junto a la pequeña hilera de montículos. El cielo era claro pero en el oeste las tinieblas cubrían aún las faldas de las lomas, y los pinos no arrojaban todavía sus sombras sobre las tumbas.
La estación estaba muy avanzada, y ya no había flores, pero los niños, dirigidos por Ezra, habían cortado ramas de pino para cubrir los montículos. No había más que cinco tumbas, pero la pérdida era catastrófica. Para la Tribu, cinco muertes eran más que cien mil en una vieja ciudad de un millón de habitantes.
Estaban allí todos los sobrevivientes; los bebés en brazos de sus madres; los niños y niñas de la mano de sus padres.
Ish tenía el martillo en la mano derecha; la cabeza colgaba pesadamente. Había dejado la casa con las manos vacías, pero Josey, creyendo que era un olvido, le recordó la herramienta. El martillo señalaba para los jóvenes la trascendencia del acto. Algunos meses antes, Ish no hubiese cedido y hubiera hablado de los peligros de la superstición. Pero ahora había traído el martillo. En realidad, debía confesárselo, él mismo se sentía mejor. Los acontecimientos recientes lo habían hecho más humilde. Si la Tribu necesitaba un emblema de fuerza y unidad, y el martillo los hacía felices, ¿por qué negarse en nombre del racionalismo? Quizás el racionalismo era un lujo de la civilización.
Formaban ahora un semicírculo irregular, de cara a las tumbas, en grupos de familias. Ish, en el centro, miraba a un lado y a otro. George vestía un traje gris oscuro, adecuado a las circunstancias, quizás el mismo que acostumbraba ponerse en los funerales de los viejos días, o uno parecido. Maurine, toda de negro, llevaba un velo oscuro. Mientras estos dos vivieran, sobrevivirían las viejas normas. Los otros se habían puesto las ropas que les habían parecido más cómodas. Los hombres y los muchachos llevaban pantalones de lona azul, camisas deportivas y chaquetas livianas para protegerse del frío del alba. Las niñas sólo se diferenciaban de sus hermanos por los cabellos, más largos. Pero las mujeres y las muchachas, fieles a las tradiciones de la coquetería femenina, llevaban faldas, blusas y bufandas de vivos colores.
Ezra se separó del grupo y se preparó a hablar. Una luz dorada asomaba sobre el perfil de las lomas. La naturaleza parecía retener el aliento. Ish sintió un nudo en la garganta. La ceremonia le parecía sin sentido y opinaba que ante la muerte todos los discursos eran impertinentes. Sin embargo, esos ritos fúnebres respondían a una de las más viejas necesidades del corazón humano, y quizás éstos encontraran un eco en el futuro. Pasarían miles de años, y un antropólogo estudiaría las costumbres de los sobrevivientes del Gran Desastre. “Poco se sabe de su modo de vivir”, escribiría. “Algunas tumbas descubiertas recientemente indican que practicaban la inhumación.”
Ish temía el discurso de Ezra. El tema era peligroso y era fácil caer en alguna torpeza. Pero desde las primeras palabras, se reprochó su falta de confianza. Ezra no repetía las viejas fórmulas. No hablaba de la vida eterna. Esa promesa no hubiera consolado a nadie, salvo a George, Maurine, y quizá Molly. Sobre las tradiciones religiosas del pasado pesaba la negra sombra del Gran Desastre.
Ezra, que conocía tan bien el corazón humano, se contentó con evocar el recuerdo de los niños muertos. Contó una anécdota curiosa de cada uno de ellos, una aventura aún fresca en el recuerdo de todos.
Cuando hacia el fin del discurso pronunció el nombre de Joey, Ish sintió que se le doblaban las piernas. Ezra no habló de la brillante inteligencia del niño. No recordó que un año llevaba su nombre. Narró solamente los incidentes de un juego.
Mientras Ezra hablaba de Joey, Ish advirtió que los niños lo miraban de reojo. Nadie ignoraba que Joey era su hijo preferido. Se preguntaban si él, Ish, no realizaría algún milagro; él, el antiguo, el americano, que sabía tantas cosas extrañas, avanzaría quizás al terminar la ceremonia, blandiendo el martillo, para declarar que Joey no se había ido, que Joey vivía aún, que Joey volvería. Y se abrirían las tumbas…
Pero los niños se limitaron a lanzar aquellas miradas furtivas, sin hablar. E Ish sabía muy bien que no podía resucitar a los muertos.
Cuando Ezra acabó de hablar de Joey, hizo aún algunas consideraciones generales. ¿Por qué no se detenía? Era una falta de tacto prolongar inútilmente la ceremonia.
Luego Ezra se detuvo, bruscamente, y al mismo tiempo el mundo se llenó de luz. ¡Sobre las lomas asomaba el primer rayo de sol!
Ish no sabía si alegrarse o disgustarse. Bien planeado, pensó, pero un truco teatral. Miró a su alrededor y vio que todos sonreían. Se sintió más animado.
¡La resurrección del sol! Un símbolo viejo como el mundo. Ezra era demasiado sincero como para prometer la inmortalidad, pero había elegido el momento y afortunadamente no había nubes en el cielo. Allí estaba el símbolo: tanto podía aplicárselo a la resurrección de los muertos como a la supervivencia de la raza humana.
Ahora los dorados senderos de la luz solar corrían entre las altas sombras de los árboles.
Somos realmente hombres, los que honramos a los muertos. No siempre fue así. Antes, cuando moría uno de nosotros, quedaba tendido a la entrada de la caverna, tan baja que no podíamos entrar en ella sin agacharnos. Ahora no necesitamos agacharnos, y honramos a los muertos.
Ahora, cuando un hombre muere no lo dejamos en el lugar donde ha caído, no lo tomamos por las piernas para arrastrarlo hasta el bosque y que sirva de pasto a los zorros y las ratas. No lo arrojamos al agua para que lo arrastre la corriente.
No, lo acostamos con cuidado en una fosa, y lo cubrimos con hojas y ramas. Vuelve así a la tierra, madre de todas las criaturas.
O lo colgamos de las ramas de un árbol, y lo confiamos a los vientos del cielo. Y si algunos pájaros lo picotean, está bien, pues los pájaros son criaturas del cielo y el aire.
O lo entregamos al fuego purificador. Luego retomamos nuestra vida, y pronto olvidamos, como las bestias. Pero hemos honrado a los muertos, y cuando dejemos de hacerlo, no seremos hombres.
Después de la ceremonia, volvieron a San Lupo envueltos en la luz del amanecer. Ish deseaba estar solo, pero pensaba que debía quedarse junto a Em. Ella se adelantó entonces a sus deseos:
—Sal un rato —dijo—. Un paseo te hará bien. Necesitas estar solo.
Ish aceptó. Como lo había temido, la ceremonia lo había trastornado. Hay gente que busca compañía en los momentos de dolor, pero él prefería la soledad; Em no lo inquietaba; era más fuerte que él.
No llevó nada de comer; no tenía hambre y siempre podía entrar en algún almacén y tomar algunas latas de conserva. Tampoco se llevó el revólver, aunque nadie se alejaba de San Lupo sin ir armado. En el último momento, sin embargo, tras algún titubeo, tomó el martillo de encima de la chimenea.
No dejó de sentir ciertos escrúpulos. ¿Por qué ese martillo ocupaba tanto sus pensamientos? No era, al fin y al cabo, el más viejo de sus bienes. En la casa había muchas cosas que tenía desde la infancia. Pero ninguna era como el martillo; quizá porque éste le recordaba los primeros días que habían seguido al desastre. Aunque no era para él ni un fetiche ni un símbolo.
Se alejó de la casa y marchó sin rumbo, con el único deseo de quedarse solo. El martillo era un estorbo, le pesaba en la mano. No pudo impedir un movimiento de impaciencia. Terminaría por ser tan supersticioso como los niños.
Bueno, ¿por qué no dejarlo caer simplemente y recogerlo a la vuelta? Pero no lo hizo.
Lo más irritante no era el peso del martillo. Aquella herramienta se había transformado en una idea fija. Decidió desprenderse de ella. No permitiría que lo obsesionara. Descendería hasta el puerto y desde el muelle la arrojaría a las aguas. El martillo se hundiría, y no se hablaría más de él. Siguió caminando. Luego recordó a Joey y olvidó su proyecto.
Al cabo de un rato, salió de su tristeza y sintió otra vez el martillo en la mano. Advirtió también que no caminaba hacia el puerto. Iba hacia el sur, y no hacia el oeste.
La distancia es muy larga, se dijo, y me siento aún bastante débil. No es necesario que vaya tan lejos para desembarazarme de este viejo martillo. Basta que lo eche en algún matorral, y pronto lo olvidaré.
Y comprendió en seguida que se engañaba a sí mismo. Y que aunque arrojara el martillo a alguna cañada no olvidaría el lugar. Renunció a las escapatorias. No, no quería librarse de aquel objeto que tenía ahora tanta importancia en su vida. Al mismo tiempo comprendió por qué iba hacia el sur. Seguía la larga avenida que llevaba a la universidad. No estaba allí desde hacía tiempo. Sentía aún aquella pena, pero con menos fuerza, como si la decisión de aguantar el martillo lo hubiera aliviado.
Una vez más se distrajo observando la acción destructiva del tiempo. El terremoto había afectado particularmente a aquel barrio. Una enorme grieta cortaba en dos la calzada, y el agua de las lluvias la había transformado en un estanque donde flotaban hojas de árboles y arbustos. Balanceando el martillo, Ish tomó impulso y saltó el foso de más de un metro de ancho, comprobando con alegría que a pesar de la enfermedad no tenía las piernas muy débiles.
A ambos lados de la avenida las casas no eran más que montones de ruinas, cubiertas por plantas trepadoras. Los árboles habían invadido los porches.
En todas partes las plantas del país estaban matando las plantas exóticas, en otro tiempo orgullo de los jardineros.
Notó al pasar las especies que habían sobrevivido. En vez de glicinas y camelias había muchos rosales trepadores. Un cedro del Himalaya extendía sus ramas vigorosas, pero al pie del árbol no había ningún retoño. En cambio, bajo un eucalipto australiano, unos jóvenes tallos crecían en un suelo de humus y hojas muertas donde no hubiese podido brotar ninguna otra cosa.
A la entrada del parque universitario había un bosquecillo de pinos. No se veía allí la confusión común en los jardines. Los árboles formaban una bóveda espesa y la sombra no favorecía el crecimiento de plantas y hierbas.
Al pie de un pino, una serpiente de cascabel dormitaba al sol. Parecía atontada, como si no se hubiese recobrado aún del fresco de la noche. Ish se detuvo un momento. Podía matarla fácilmente. Titubeó, y siguió adelante.
No; lo habían mordido una vez y recordaba aún aquel horror. Pero no odiaba la raza de los crótalos. En realidad, era posible que la mordedura le hubiese salvado la vida. Hasta podía sentirse agradecido y elegir a la serpiente de cascabel como tótem de la Tribu. Pero no. Sería neutral.
Por otra parte, su tolerancia no alcanzaba sólo a las serpientes de cascabel. Y los niños lo imitaban. En los tiempos de la civilización, los hombres se sentían realmente amos del universo. Elegían a sus amigos y enemigos. Y mataban a las serpientes de cascabel. Pero ahora la naturaleza había recuperado su independencia. No aceptaba dictadores. Matar una serpiente de cascabel era un trabajo inútil, pues no había posibilidad de exterminarlas, ni siquiera de reducir sensiblemente su número. Si un reptil se atrevía a acercarse a las casas, se lo aplastaba para proteger a los niños. Pero no se emprendía ninguna campaña contra las serpientes o los pumas.
Bajó una escalera cubierta de musgo y hierbas y cruzó un crujiente puente de madera. Recordó que el puente era viejo ya en su infancia. Una espesa maleza cubría las orillas del arroyo. Ish se abrió paso dificultosamente, aunque el camino estaba asfaltado.
Los matorrales se estremecieron e Ish se sobresaltó, pues no llevaba armas. Quizás era un puma. Los lobos y los perros salvajes frecuentaban también las cercanías de los arroyos.
Pero cuando salió de la espesura, no vio más que unos ciervos que pacían entre los árboles.
A la izquierda se alzaban algunos edificios. No podía recordar qué departamento universitario se había alojado allí. El seto, antes tan bien podado, ocultaba ahora las ventanas bajas.
Siguió su camino. Atravesó otros matorrales y el edificio de la biblioteca apareció ante él, algo disimulado entre los arbustos. En una ventana había un vidrio roto. Una rama de pino la había golpeado durante alguna tormenta. El accidente no había ocurrido antes de su última visita, unos años atrás. Había guardado la biblioteca como reserva para el futuro. Hasta había enseñado a los niños que la respetaran. Sí, hasta les había hecho creer, temía, que era tabú. En realidad había intentado siempre inculcarles un respeto casi místico por los libros. Una quemazón de libros le había parecido siempre uno de los peores crímenes que el hombre pueda cometer.
Dio una vuelta a la biblioteca, no sin algunas dificultades, pues unas altas malezas le cerraban el paso. Hasta tuvo que trepar por el tronco caído de un pino. El edificio estaba aún en buenas condiciones. Llegó al fin a la ventana que había roto hacía tantos años y que luego había tapado con una tabla. Después de todo, pensó con satisfacción, el martillo me servirá de algo.
Desclavó la tabla y entró en el edificio. Había entrado así por vez primera cuando Em esperaba el primer hijo, para llevarse algunos libros de obstetricia. El problema que le había parecido entonces tan angustioso se había desvanecido. Hubiera debido concluir que era inútil inquietarse y que casi todos los problemas se resuelven por sí solos.
Atravesó el vestíbulo y entró en la sala de lectura. Había bastante suciedad. A pesar de sus precauciones, era evidente que los murciélagos habían logrado entrar en el edificio, quizá por la ventana rota recientemente. Había también huellas de ratas o algún otro roedor. Pero los excrementos no habían dañado los libros. Pasó el dedo por el lomo de un volumen y lo retiró sucio de polvo. Pero menos quizá de lo que hubiera podido esperarse.
Sí, allí estaban todos aún, más de un millón de libros, casi toda la sabiduría del mundo al abrigo de cuatro paredes. Tuvo una sensación de seguridad y esperanza. Contempló aquel tesoro con ojos de avaro.
Bajó por una escalerita de caracol y fue hacia la sección geográfica, que en sus tiempos de estudiante había sido su refugio preferido. Nada había cambiado. Se sintió allí como en su casa. Buscó en los estantes los libros familiares.
Un tomo voluminoso encuadernado en rojo le llamó la atención. Lo sacó del estante y sopló el polvo del lomo. La obra era El clima a través de las Edades, de Brooks. Conocía bien la obra. Lo abrió, encontró la tarjeta y vio que el último lector —un mes antes del Gran Desastre— había sido un tal Isherwood Williams. Tardó algunos segundos en comprender que ese tal Isherwood Williams no era otro que él mismo. Nadie lo había llamado por su nombre completo desde hacía años. Sí, había leído el libro en el último trimestre de sus estudios. Era una buena obra, interesante, pero los trabajos de un alemán, Zeimer quizá, la habían envejecido.
Dejó el martillo para tener las dos manos libres. Luego, de pie junto a una ventana polvorienta que dejaba pasar una vaga claridad, hojeó el libro. En realidad, sus teorías no tenían ningún valor práctico. Aunque lo tirara o lo hiciese pedazos no sería una gran pérdida. Pero lo devolvió respetuosamente a su sitio.
Dio algunos pasos y de pronto sintió que en su mente todo se derrumbaba. ¿Para qué servía al fin aquel millón de volúmenes? ¿Por qué cuidar y preservar los libros? Nadie sabía leerlos. Pasta de madera y negro de humo, no servían para nada si no había una inteligencia capaz de interpretarlos.
Se alejó tristemente y subía ya la escalera de caracol cuando notó que tenía las manos vacías. Había olvidado el martillo. Dio media vuelta, dominado por la angustia, y lo vio en el suelo, en el mismo sitio donde lo había dejado al sacar el libro. Lo recogió, con inmenso alivio, y subió por la escalera.
Salió por la ventana rota y maquinalmente se puso a clavar la tabla. De pronto se detuvo, sintiendo otra vez aquella desolación. ¿Para qué clavar la tabla? De nada serviría. Nadie iría, nunca, a leer allí. Balanceó tontamente el martillo.
Al fin, lentamente, sin entusiasmo, sin esperanza, hundió otra vez los clavos. George haría trabajos de ebanistería hasta el día de su muerte, Ezra ayudaría a sus vecinos, y él, Ish, seguiría pensando ilusionado en los libros y el futuro.
Terminó su trabajo y se fue a sentar en los escalones de piedra. Las malezas asaltaban por todas partes los edificios en ruinas. Recordó un viejo cuadro donde se veía un hombre —¿César? ¿Aníbal?— sentado entre las ruinas de Cartago. Dio un martillazo en el borde de un peldaño, mellando el granito. Era uno de esos actos de vandalismo que lo habían horrorizado siempre. Golpeó con más fuerza. Saltó un trozo de unos cinco centímetros. El peldaño parecía dirigirle un mudo reproche.
Y mientras martillaba, ahora débilmente, el granito, pensó por primera vez en Joey sin sentirse aplastado por la pena. Joey no hubiera podido cambiar el curso de las cosas. No era más que un niño inteligente. El mundo entero se hubiese aliado contra él. Hubiera luchado con todas sus fuerzas hasta caer vencido. Habría sido un hombre desgraciado.
Joey, pensó, era como yo. Siempre inquieto. Nunca feliz.
Alzó el martillo sobre un trocito de granito y rencorosamente lo hizo trizas.
Necesito un poco de descanso, pensó. Es hora de descansar.
Thoreau y Gauguin, conocemos sus nombres. Pero ¿no olvidamos a otros miles? No escribieron libros, ni pintaron cuadros, pero renunciaron también al mundo. ¿Y esos otros, esos millones de otros, que rechazaron, en sus sueños, la civilización?
Hemos escuchado sus palabras, hemos visto sus ojos… «Qué hermoso era el bosque donde acampamos… A veces desearía… pero los negocios… ¿Nunca pensaste, George, en vivir en una isla desierta? Sólo una cabaña en los bosques… sin teléfono… La playa a orillas del mar… Se estaría tan bien… Pero están Maud y los niños.»
¡Qué raro! Después de edificar una magnífica civilización, los hombres sólo habían tenido un deseo: huir de ella.
Los caldeos pretendían que Oanes, el dios-pez, salió de las aguas para enseñar a los hombres las artes y las leyes. Pero ¿era un dios o un demonio?
¿Por qué las viejas leyendas nos hablan siempre de la edad de oro de la simplicidad?
Uno podría creer que esta gran civilización no es realmente la materialización de sueños humanos, sino la obra de una fatalidad misteriosa. Poco a poco, a medida que crecen las ciudades, los hombres se ven obligados a renunciar a una vida libre y feliz; a la fácil recolección de los frutos silvestres siguen los penosos trabajos de la agricultura. Poco a poco las ciudades son más numerosas, y los hombres abandonan la excitación de la caza por los duros afanes de la cría de ganado.
Así el monstruo de Frankenstein impone su tiranía a sus aterrorizados creadores. Y los hombres intentan escapar por mil disimuladas sendas.
¿Cómo renacería, pues, una civilización destruida sin el concurso de misteriosas fatalidades?
De pronto, Ish se sintió muy viejo. No tenía aún cincuenta años y los otros fundadores de la Tribu eran mayores que él. Pero entre él y sus hijos el abismo era muy grande. No era sólo un abismo de años, sino también de modos de pensar y vivir. Nunca había habido distancia semejante entre dos generaciones.
Sentado en los escalones de la biblioteca, mientras reducía a trizas el pedazo de granito, Ish vio ante él la larga perspectiva del futuro. En suma, todo se reducía a la vieja pregunta: ¿el hombre influye sobre el medio, o el medio sobre el hombre? ¿La época napoleónica creó a Napoleón o al contrario? Si Joey hubiese vivido, las confusas circunstancias que habían modelado a Jack, Roger y Ralph lo habrían afectado y él no hubiera podido resistirse. Sí, aunque Joey hubiese vivido nada hubiese podido aminorar el vertiginoso descenso. Y con Joey, a no ser que ocurriera algo imprevisto, había muerto la última esperanza.
¡Los planetas y las estrellas! Bajo los repetidos martillazos, el granito era ahora un polvo fino. ¡Los planetas y las estrellas! No, no creía en la astrología. Y sin embargo, la posición de las estrellas mostraba que el sistema solar cambiaba continuamente, y que la tierra era cada vez menos propicia al hombre. Quizá la astrología era una verdadera ciencia, y los cambios que se producían en el cielo eran el símbolo de los acontecimientos terrestres. ¡Los planetas y las estrellas! ¿Cómo podía modificar el hombre lo que estaba escrito en los cielos?
Sí, el futuro era previsible. La Tribu no resucitaría la civilización. No la necesitaba. Durante algún tiempo continuaría el pillaje. Se abrirían latas de conserva, y se consumirían cartuchos y fósforos. Todos serían felices, pero no habría creadores. Luego, tarde o temprano, la población aumentaría y los víveres empezarían a faltar. No habría hambre, pues el ganado abundaba en los campos. La vida continuaría.
Y de pronto se le ocurrió una nueva idea. Había vacas y toros en los campos, sí, pero ¿qué pasaría cuando se terminaran los cartuchos? ¿Cuando no hubiera fósforos? En realidad, no habría que esperar a que se agotaran las municiones. La pólvora se estropea con el tiempo. Tres o cuatro generaciones más y los hombres serían unas miserables criaturas que habrían perdido los secretos de la civilización, sin haber aprendido aún las técnicas con que los salvajes vencen las dificultades cotidianas. Era posible, y quizá preferible, que después de tres o cuatro generaciones la raza humana se extinguiese, incapaz de pasar de la vida vegetativa y parásita a condiciones más estables que permitiesen un lento progreso.
Golpeó de nuevo con fuerza el borde del escalón. Saltó otro trozo de granito. Ish lo miró tristemente. A pesar de todas sus resoluciones, el pensamiento del futuro seguía atormentándole. Pero ¿cómo saber qué ocurriría después de tres o cuatro generaciones?
Se incorporó y se volvió hacia San Lupo. Estaba más tranquilo ahora.
—Sí —pensó en voz alta—. El zorro pierde el pelo, pero no las mañas, y yo seré siempre un atormentado, aunque haya vivido veintidós años con Em. Olvido el pasado, para ocuparme del futuro. Sí, necesito un poco de descanso. Mis tentativas han fracasado, es cierto. No obstante, sé que empezaré otra vez. Y ahora que mi meta es menos ambiciosa, quizá tenga más éxito.
Cuando, después de una larga caminata, llegó a San Lupo, sus vagos proyectos habían tomado forma, pero los pondría en marcha a la mañana siguiente.
A la noche estalló una tormenta, y cuando despertó, unas nubes bajas y grises ocultaban el cielo. Ish se sorprendió. Con los acontecimientos recientes se había olvidado del tiempo. Recordó que el sol se ponía cerca del sur y que, para emplear las palabras de los viejos días, estaban en el mes de noviembre. La lluvia molestaba sus planes, pero no había prisa, y mientras, podía perfeccionarlos.
Desde el día anterior, su pensamiento había cambiado tanto que la ruidosa llegada de los chicos lo sobresaltó. Claro, pensó, vienen a clase.
Bajó las escaleras. Estaban todos allí, excepto Joey y otros dos más pequeños, sentados en sillas o en el suelo. Todos los ojos se alzaron hacia él con una rara curiosidad. Joey se había ido, y quizás Ish cambiara las lecciones. Pero esta curiosidad, Ish no lo ignoraba, era pasajera, y caerían otra vez en aquella apatía que había combatido sin éxito.
Miró todos los rostros, uno a uno. Eran hermosos niños. No había ningún estúpido entre ellos, pero tampoco ninguna mente excepcional. No, no estaba allí el elegido.
Había llegado el momento. Habló sin remordimiento ni pena:
—Se acabaron las clases —anunció.
Los niños lo miraron un momento, consternados, y contentos, aunque no se atrevían a mostrar abiertamente su alegría.
—Se acabaron las clases —repitió Ish, sintiendo que adoptaba involuntariamente un tono dramático—. No habrá más clases… nunca.
Esta vez la consternación no se desvaneció. Los niños se quedaron inquietos, nerviosos. Algunos se levantaron para irse. El fin de las clases les parecía algo grave, aunque no sabían bien por qué.
Al fin salieron lentamente, sin hacer ruido. Pasó un minuto y sólo se oyó el rumor de la lluvia. Luego estalló un griterío; eran niños otra vez. La escuela no había sido más que un breve episodio en sus vidas; la olvidarían pronto, y nunca la echarían de menos. Durante un rato, Ish se sintió muy abatido. ¡Joey, Joey!, pensó. Pero no estaba arrepentido. Era la única solución razonable.
—Se acabaron las clases —murmuró—. Se acabaron las clases.
Y recordó de pronto que en aquella misma sala, hacía muchos años, había visto cómo se apagaban las luces eléctricas.
Siguieron tres días de lluvia. Ish reflexionó y maduró sus planes. Al fin un frío viento del norte barrió el cielo y un sol brillante empezó a secar las hojas húmedas. Había llegado el momento.
Buscó un tiempo en los jardines selváticos. En aquella zona nunca se habían cultivado comercialmente los cítricos. Pero el clima convenía a los limoneros, por lo menos como árboles de adorno. E Ish creía recordar que la madera de limonero era la más apropiada. Podía haber consultado algunos libros, pero había cambiado de modo de pensar. Resolvería él mismo sus problemas.
En lo que había sido en los viejos días un hermoso parque privado encontró un limonero. El árbol vivía aún, aunque ahogado entre dos pinos y dañado por las heladas. Algunos de los retoños habían sobrevivido a los rigores invernales.
Ish se abrió paso entre unos matorrales espinosos, eligió un retoño del grueso de su pulgar, y sacó su cuchillo. La madera era dura como el hueso, pero al fin logró cortarla. El retoño tenía una longitud aproximada de un metro y medio. Había crecido rectamente hasta alcanzar un metro veinte de altura, pero luego se había doblado bajo las ramas de los pinos. Era a la vez fuerte y flexible. Ish lo apoyó contra el suelo, doblándolo, y comprobó que se enderezaba con fuerza.
Sí, pensó con un poco de amargura, no necesito nada más.
Llevó a su casa el tallo de limonero y se sentó en el porche, al sol. Cortó ante todo la parte doblada y tuvo una vara recta de un metro veinte.
Descortezó entonces el retoño y afiló las puntas. El trabajo le llevó bastante tiempo, pues debía interrumpirse a menudo para afilar el cuchillo en una piedra de amolar.
Walt y Josey habían ido a jugar con los otros niños. Regresaron a la hora del almuerzo.
—¿Qué haces, papá? —preguntó Josey.
—Preparo un juego —respondió Ish. En otro tiempo había intentado mostrar la utilidad de la instrucción. Era un error que no volvería a cometer. Esta vez aprovecharía la afición de los humanos al juego.
Después del almuerzo, los niños difundieron la novedad.
A la tarde apareció George.
—¿Por qué no vienes a mi casa? —preguntó—. Con el torno trabajarás más rápido.
Ish le dio las gracias, pero le dijo que prefería el cuchillo, aunque ya le dolía la mano. Era necesario hacer el trabajo con las herramientas más simples, casi primitivas.
A la caída de la tarde, Ish tenía la mano cubierta de ampollas, pero había terminado. Los extremos de la vara estaban simétricamente afilados. La apoyó contra el suelo, la dobló hasta formar un semicírculo, y la soltó. Satisfecho, talló unas muescas en cada extremo y se guardó el cuchillo en el bolsillo.
A la mañana siguiente, continuó el trabajo. Sobraban los cordeles, y hasta pensó en utilizar hilo de pescar de nailon, que trenzaría hasta obtener una cuerda suficientemente gruesa.
No, se dijo. Trabajaré con materiales que puedan obtener ellos mismos.
Buscó el cuero de un ternero sacrificado recientemente y cortó una larga tira. Era un trabajo lento y difícil, pero sobraba tiempo. Limpió de pelos la tira y la recortó hasta que pareció un cordel. Luego trenzó tres de estas tiras, obtuvo una cuerda, e hizo un nudo en cada extremo.
Se quedó un momento con la vara en una mano y la cuerda en la otra. Dobló la vara, y fijó los nudos de la cuerda a las muescas de los extremos. La cuerda era un poco más corta y la rama se dobló.
Ish contempló el arco. El genio creador del hombre se manifestaba otra vez sobre la tierra. Hubiese podido buscar en una tienda de artículos de deporte y hubiera encontrado un arco más perfecto. Pero había preferido tallar la madera él mismo con una herramienta primitiva, y hacer una cuerda con tiras de cuero.
Tiró de la cuerda. La vibración lo hizo sonreír. Otra vez satisfecho, desmontó el arco.
A la mañana siguiente cortó una rama de pino para hacer una flecha. La blanda madera verde se cortaba con facilidad y media hora más tarde la flecha estaba lista. Llamó a los niños. Acudieron Walt y Josey, y luego Weston.
—Vamos a hacer una prueba —les dijo.
Disparó el arco. La flecha vaciló un poco, pero Ish había apuntado hacia arriba y después de recorrer unos quince metros cayó y se clavó en el suelo.
Ish no había esperado semejante triunfo. Los tres niños, maravillados, se quedaron un momento con la boca abierta. Nunca habían visto nada parecido. Luego echaron a correr, gritando de alegría, para traerle la flecha. Ish disparó varias veces.
Al fin, tal como Ish esperaba, llegó la inevitable petición.
—Déjame probar, papá —suplicó Walt.
El primer tiro de Walt no pasó de los seis metros, pero el niño celebró ruidosamente su hazaña. Josey y Weston probaron también.
Antes de la hora de cenar, todos los niños de la Tribu se preparaban afanosamente un arco.
El éxito superó las esperanzas de Ish. Pocos días después, unas flechas torpemente lanzadas se entrecruzaban en el aire alrededor de las casas. Las madres pensaban preocupadas en la posibilidad de que alguien perdiera un ojo, y dos niños regresaron llorando y quejándose de haber recibido flechas en distintas partes del cuerpo. Pero las flechas no tenían punta y no volaban muy lejos. No hubo que deplorar ningún accidente grave.
Pero se establecieron severas reglas. «Prohibido disparar el arco contra alguien.» «Prohibido jugar cerca de las casas.»
Se organizaron concursos. Bajo la dirección de los mayores, que sabían manejar los fusiles, los niños tiraron al blanco. Probaron arcos de diferente longitud y forma. Josey se quejó de que Walt ganaba siempre. Ish le aconsejó poner unas plumas de codorniz en el extremo posterior de la flecha. La niña obedeció y triunfó sobre Walt. Todas las flechas se adornaron entonces con plumas de codorniz y ganaron en potencia de vuelo. Los mayores se dejaron arrastrar por el entusiasmo de los chicos y también prepararon arcos, aunque podían emplear armas de fuego. Pero los arqueros más entusiastas eran los niños, que no podían usar los fusiles.
Ish esperaba su hora. Las primeras lluvias habían reverdecido la tierra. El sol se ponía ahora detrás de las lomas, al sur del Golden Gate.
Walt y Weston, ambos de doce años, se habían enredado en alguna misteriosa confabulación infantil. Perfeccionaban continuamente sus arcos y afilaban sus flechas una y otra vez. Durante las horas de sol, apenas se los veía.
Una tarde, se oyeron unos pasos precipitados en la calle, y Walt y Weston entraron sin aliento en la sala.
—¡Mira, papá! —gritó Walt, y tendió a Ish el patético cadáver de un gordo conejo traspasado por una flecha de madera.
—¡Mira! —gritó de nuevo—. Yo estaba escondido detrás de un matorral y cuando paso, disparé y lo maté.
Símbolo de su triunfo, el pobre conejo entristeció a Ish.
Qué lastima, pensó, que la creación sea también destrucción.
—Te felicito, Walt —dijo—. Fue un buen tiro.
El sol se ponía casi siempre en un cielo sin nubes, cada vez un poco más al sur. No tardaría ya en volver atrás.
Un día, tan repentinamente que casi se podía haber fijado la hora y el minuto, los niños se cansaron de arcos y flechas y se entusiasmaron con alguna otra cosa. Ish no se preocupó. Ya volverían al juego más tarde, quizás al año siguiente, en la misma estación. La fabricación y el manejo de los arcos no caerían en el olvido. Durante veinte años, cien años si fuera necesario, el arco sería un juego infantil. Al fin, cuando se agotaran las municiones, allí estaría, para reemplazar a los fusiles. Era el arma más perfecta del hombre primitivo, y la más difícil de inventar. Ish legaba al futuro ese precioso don. Sus tataranietos no tendrían que defenderse a puñetazos de los osos, y no se morirían de hambre rodeados de rebaños. Habrían olvidado la civilización, pero no serían por lo menos hermanos de los monos. Andarían con la cabeza erguida, como hombres libres, con el arco en la mano. Y si no disponían de cuchillos de acero, tallarían sus arcos con piedras afiladas.
Tenía otro plan, pero no había prisa. Ahora podía enseñarles a servirse de una barrena de arco, y cuando no hubiese más fósforos, la Tribu sabría encender un fuego.
Sin embargo, su entusiasmo, como el de los niños, se enfrió con el transcurso de las semanas. En lugar de saborear la victoria de la fabricación del arco y su éxito entre los niños, recordaba incesantemente las desgracias del año. Joey, el niño irreemplazable, había muerto. Y el día que Em, George, Ezra y él habían decidido la muerte de Charlie, el mundo había perdido su frescura e inocencia. Y la confianza y la fe se habían extinguido en él al abandonar la esperanza de ver renacer la civilización.
El sol había llegado al extremo sur de su trayecto. Un día o dos más y empezaría a rehacer el camino. Todos se preparaban para la ceremonia de grabar los números en la roca y bautizar el año. Era ahora la mayor de las fiestas, a la vez Navidad y Año Nuevo, y un símbolo de vida. Como todo lo demás, las festividades habían cambiado mucho. La Tribu celebraba aún el día de Acción de Gracias y se reunía alrededor de una mesa bien servida. Pero el 4 de julio y todas las otras fiestas patrióticas habían desaparecido. George, que había pertenecido a un sindicato, y era amigo de conservar las tradiciones, dejaba de trabajar y se ponía su mejor traje cuando creía que había llegado el día del trabajo. Pero nadie lo imitaba. Cosa curiosa, o quizá natural, las fiestas populares habían sobrevivido a las oficiales. El día de los Inocentes y el de Todos los Santos eran motivo de regocijo general, y los niños repetían las tradiciones que les habían transmitido sus padres. Un día, seis semanas después del solsticio de invierno, y según la leyenda, la marmota podía ver su propia sombra. Como no había marmotas en aquella región, la habían reemplazado por la ardilla. Pero todo esto no era nada comparado con la fiesta que los reunía al pie de la roca.
Los niños discutían entre ellos el nombre del año. Los más chicos proponían el nombre de año del arco y la flecha; otros preferían año del viaje. Los mayores recordaban otras cosas y guardaban un turbado silencio. Ish adivinaba que aún pensaban en Charlie y la muerte de sus compañeros. Para él, los mayores acontecimientos de aquellos últimos doce meses eran la muerte de Joey y su propia desilusión.
Al fin, el sol se puso casi en el mismo sitio, o quizás un poco más al norte, y los padres, con gran alegría de los niños, decretaron que la fiesta se celebraría al día siguiente.
Se reunió toda la Tribu. El día era claro y cálido para la estación, y las madres habían llevado sus bebés. Cuando se grabaron los números todos los que sabían hablar se desearon un feliz Año Nuevo, de acuerdo con la costumbre de los viejos días.
Luego, según los ritos de costumbre, Ish preguntó cómo se llamaría el nuevo año. Siguió un profundo silencio.
Al fin, Ezra, siempre oportuno, tomó la palabra.
—Este año nos trajo muchas penas, y cualquier nombre despertaría tristes recuerdos. Los números son cómodos, y no sugieren nada desagradable. No le demos ningún nombre a este año. Llamémoslo simplemente el año 22.
El río de los años pasó otra vez rápidamente, y ahora Ish no se resistió, y se dejó llevar.
En estos años la Tribu cultivó un poco de maíz, no mucho, pero bastante para obtener una pequeña cosecha y guardar algunas semillas. Todos los otoños, como si la primera lluvia fuese una señal, los niños retomaban los arcos y las flechas, hasta que se cansaban y buscaban otro juego. De cuando en cuando los adultos se reunían a deliberar. Lo que allí se decidía, obligaba a todos.
Por lo menos, pensaba Ish, legaré estas costumbres al porvenir. Sin embargo, a medida que pasaban los años, los jóvenes influían más y más en el curso de las sesiones. Ish presidía siempre. Se sentaba en el sitio de honor, y los que querían hablar se incorporaban y lo saludaban respetuosamente con una inclinación de cabeza. Ish tenía el martillo en las rodillas o lo balanceaba maquinalmente. Cuando la discusión entre dos jóvenes subía de tono, Ish daba un martillazo y los adversarios callaban inmediatamente. Si intervenía en los debates, todos lo escuchaban con atención, aunque nunca seguían sus consejos.
Así pasaron los años. El año 23, del lobo furioso; el año 24, de las moras; el 25, de la lluvia interminable.
Cuando llegó el año 26, el viejo George no estaba ya con ellos. Había estado pintando, subido a una escalera. Nadie supo nunca si había sido un ataque al corazón o una caída accidental. Pero lo encontraron muerto al pie de la escalera. Desde entonces, ya nadie reparó los techos ni pintó las fachadas de las casas. Maurine siguió viviendo un tiempo en la casita de las rosadas pantallas con flecos, el mudo aparato de radio, las mesitas con carpetas. Pero era tan vieja como George, y murió antes de fin de año. El año se llamó año de la muerte de George y Maurine.
Y los años pasaron: 27, 28, 29, 30. Ya era difícil recordar los nombres y su orden. ¿El año del maíz había seguido al año del crepúsculo rojo, o éste precedía al año de la muerte de Evie?
¡Pobre Evie! La enterraron junto a los demás, y así se pareció más a todos. Había vivido con ellos y nadie sabía si había sido feliz o si habían hecho bien al salvarle la vida. Sólo una vez había salido de la sombra: cuando Charlie la había elegido entre todas las muchachas de la Tribu. Los jóvenes apenas notaron su desaparición, pero para los mayores desaparecía con ella una criatura de los viejos días.
Ahora los fundadores de la Tribu eran sólo cinco. Jean e Ish eran los más jóvenes, y los mejor conservados. Pero Ish, que no se había curado totalmente de su vieja herida, cojeaba un poco. Molly se quejaba de vagos malestares y caía en crisis de llanto. Una tosecita seca atormentaba a Ezra. La figura de Em había perdido un poco de su gracia real. Sin embargo, todos disfrutaban de una salud excelente, y sus pequeñas molestias eran achaques de la edad.
El año 34 fue un año memorable. Se sabía, desde hacía un tiempo, que otra Tribu, menos numerosa, vivía en el extremo norte de la bahía, pero aquel año llegó un mensajero a proponer la unión. Ish le prohibió al joven que se acercara. El recuerdo de Charlie aconsejaba prudencia. Cuando el mensajero comunicó cuál era el propósito de su visita, se convocó al consejo.
Ish presidió con el martillo en la mano, pues el asunto era muy importante. En seguida estalló una animada discusión. Al temor de las enfermedades se unía el prejuicio contra los extraños. Sin embargo, la curiosidad era más fuerte, y además muchos deseaban que el número de miembros de la Tribu, sobre todo el de las mujeres, fuese mayor. Desde hacía años los hombres eran más numerosos que las mujeres y algunos muchachos parecían condenados al celibato. Ish conocía por otra parte el peligro de los matrimonios entre parientes cercanos, inevitables en el seno de la Tribu.
Sin embargo, Ish, apoyado por Ezra, se oponía a la alianza por temor a las enfermedades. Jack, Ralph, Roger, los mayores y sus hijos recordaban demasiado bien el año 22 y se pusieron de su lado. Pero los más jóvenes, sobre todo aquellos que no estaban casados, pensando en las muchachas de la otra Tribu, protestaban ruidosamente.
Entonces habló Em. Tenía ahora la cabeza cubierta de canas, pero su voz grave dominaba aún cualquier discusión.
—Lo he repetido a menudo —dijo—, no se vive rechazando la vida. Nuestros hijos y nietos necesitan mujeres. Quizás haya un grave peligro, pero habrá que afrontarlo.
La serenidad y seguridad de Em, más que sus palabras, animaron a todos. La alianza se votó por unanimidad.
Esta vez tuvieron suerte. Hubo una sola epidemia, de escarlatina, que contrajeron los otros. Pero pronto curaron.
Desde entonces la Tribu se dividió en dos clanes: los Primeros y los Otros. Los niños que nacían de un matrimonio mixto pertenecían al clan del padre. A Ish le asombraba que la mujer tuviese tan poca influencia, y no ocurriera como en los pueblos primitivos. Pero las viejas tradiciones eran muy fuertes.
El año siguiente, Em perdió hasta la sombra de su gracia real. Ish vio en su rostro unas raras arrugas que no eran de vejez, sino de dolor. La piel antes mate era ahora de un gris ceniciento. Ish sintió miedo y frío, y comprendió que la hora de la separación había llegado.
A veces, en los sombríos meses que siguieron, Ish pensaba: Quizá no es más que apendicitis. Le duele en ese sitio. ¿Por qué no operarla? Podría leer libros, aprender lo necesario. Uno de los muchachos le daría éter. En el peor de los casos, Em dejaría de sufrir.
Pero cuando llegaba el momento siempre retrocedía. Le temblaba la mano, no tenía valor. No se atrevía a hundir el bisturí en el costado de la que amaba. Em sólo contaba con ella misma.
Y pronto debió reconocer que no era apendicitis. Cuando el sol inició su marcha hacia el sur, Em cayó en cama y no se levantó más. En las farmacias en ruinas, Ish encontró polvos y jarabes que atenuaron los sufrimientos de Em. Después de haber tomado el calmante, ella dormía o permanecía inmóvil, sonriendo. Cuando el dolor volvía, Ish pensaba si no debería aumentar la dosis y terminar aquel tormento.
Pero no lo hizo. Pues sabía que Em amaba aún la vida y no perdería el valor.
Se pasaba largas horas a su cabecera, tomándole la mano y cambiando de cuando en cuando algunas palabras.
Como siempre, era ella quien lo consolaba a él, a pesar de sus torturas, y el fin tan cercano. Sí, se decía Ish una vez más, ella había sido para él una madre tanto como una esposa.
—No te atormentes por los niños —le dijo Em un día—, ni por los nietos y todos los que seguirán. Serán felices, me parece. Por lo menos serán tan felices como hubiesen podido serlo en los viejos días. No pienses demasiado en la civilización. Irán adelante.
¿Desde cuándo pensaba ella así?, se preguntaba Ish. ¿Había sabido Em que él fracasaría? ¿Había presentido lo que iba a ocurrir merced a su intuición o a la sangre diferente que le corría por las venas? De nuevo se preguntó en qué residía la grandeza del hombre o la mujer.
Josey se ocupaba ahora de la casa y cuidaba a su madre. Josey era también madre, y una mujer alta, de grandes pechos, y paso gracioso. De todos los hijos era quien más se parecía a Em.
Todos venían a visitar a la enferma, los hijos, las hijas y los nietos. Los nietos mayores eran casi muchachos, y en las nietas asomaba la mujer.
Ish comprendió que Em tenía razón. Irían adelante. La simplicidad es índice de fuerza. Vivirían.
Un día se había sentado al lado de Em y le había tomado la mano. Ella estaba muy débil. Y de pronto Ish sintió junto a ellos una sombría presencia. Em calló, y los dedos le temblaron ligeramente.
Oh madre de las naciones, pensó Ish. Tus hijos te cantarán alabanzas y tus hijas te bendecirán.
Estaba solo ahora, en aquel cuarto donde hacía poco habían sido tres, pues la muerte se había ido llevándose a Em. Se quedó allí, encorvado, con los ojos secos. Todo había terminado. Enterrarían a la madre de las naciones y no pondrían en su tumba, de acuerdo con las costumbres de la Tribu, ni cruces ni epitafios. Y, como hacían los hombres desde el principio de los siglos, desde que el amor y su hermano el dolor habían aparecido sobre la tierra, Ish veló a la muerta bienamada. Nunca se encontraría otra vez tanta grandeza y serenidad.
Y los años siguieron pasando, y el sol fue del norte al sur, y del sur al norte. Se grabaron otros números en la superficie de la roca.
Un día de primavera, Molly murió de repente, de una embolia sin duda. El mismo año, un enorme tumor, como un monstruo de pesadilla, invadió a Jean. Nada la aliviaba, y cuando se dio muerte, nadie la acusó.
Es el fin, pensó Ish. Nosotros, los americanos, somos viejos, y nos dispersamos como las hojas de la última primavera.
La tristeza lo abrumaba. Sin embargo, cuando se paseaba por las faldas de la loma, veía niños que jugaban y jóvenes que hablaban animadamente, y madres que amamantaban a sus bebés. Poca tristeza y mucha alegría.
Un día, Ezra fue a verlo y le dijo:
—Deberías tomar otra mujer.
Ish lo miró.
—No —dijo Ezra—, yo no. Soy demasiado viejo. Tú eres más joven. Hay una muchacha entre los Otros y ningún hombre para casarse con ella. Si no se es muy viejo, siempre es preferible no estar solo, y tú podrás tener más hijos.
Ish se casó con la muchacha. Ella fue el consuelo de sus largas noches y le dio hijos, pero para Ish fue siempre como si aquellos hijos no le pertenecieran, pues Em no los había llevado en su seno.
Se grabaron otros números en la roca. Salvo Ish y Ezra, todos los americanos habían desaparecido ya. Y Ezra era un viejecito seco y arrugado, que tosía y enflaquecía cada vez más. Ish mismo tenía el pelo gris. Aunque no era gordo, se le redondeaba el vientre y se le adelgazaban las piernas. Le dolía siempre el costado, en el lugar donde el puma le había clavado las garras, y caminaba poco. Sin embargo, el año 42 su mujer le dio aún otro hijo. No sintió mucho cariño por la criatura. Además, ahora ya tenía bisnietos.
El último día del año 43, Ish no se sintió con fuerzas para llegar hasta la roca, y Ezra estaba demasiado débil. Dejaron para más tarde el bautizo del año. De cuando en cuando se prometían ir al día siguiente, o confiar la misión a alguno de los hijos. A veces los jóvenes y hasta los niños se inquietaban. Pero al parecer no había prisa, y la ceremonia se postergaba indefinidamente. Un día llovía, el otro nevaba, y otro era ideal para pescar. Nunca se grabaron los números, el año no tuvo ningún nombre, y la vida siguió su curso. Y los años pasaron sin que nadie pensara en bautizarlos.
Desde hacía un tiempo, la mujer de Ish no tenía más hijos. Un día se presentó ante él acompañada de un hombre de su edad y los dos le pidieron respetuosamente permiso para unirse.
E Ish comprendió que recorría ya la última etapa de su vida. Empezó a pasarse las horas con Ezra, su compañero de vejez.
El espectáculo de dos viejos que se sientan juntos a recordar el pasado, no hubiera sido raro en otros días; pero aquí eran los únicos viejos. Todos los demás eran jóvenes, al menos comparativamente. La Tribu festejaba nacimientos y enterraba muertos, pero los nacimientos eran más numerosos que las muertes, y donde hay muchos jóvenes hay también risas.
Los años seguían pasando y los dos viejos, sentados en la ladera de la loma, al sol, hablaban cada vez más del pasado. Los años recientes habían dejado pocos recuerdos. Algunos eran buenos, otros malos, o por lo menos así se los clasificaba. Pero la diferencia no era grande. De modo que los viejos retrocedían hasta el pasado lejano y, de cuando en cuando, echaban una ojeada al porvenir.
Ish admiraba la sabiduría de Ezra, y su amor a los hombres.
—Una tribu es como un niño —comentó un día Ezra con su voz aflautada de viejo, que cada día se parecía más a un grito de pájaro. La tos lo interrumpió y cuando recuperó el aliento dijo—: Sí, una tribu es como un niño. Educas al niño, le das consejos, pero al fin hace siempre lo que quiere. Lo mismo una tribu.
—Sí —dijo otro día—, el tiempo aclara los misterios. Todo me parece hoy mucho más claro que antes. Dentro de cien años, si vivo todavía, el mundo no tendrá secretos para mí.
A veces hablaban de los otros americanos, los desaparecidos. Recordaban, riéndose, al viejo George y Maurine, y el hermoso aparato de radio de donde no salía ningún sonido. Y sonreían al pensar cómo se resistía siempre Jean a los oficios religiosos.
—Sí —decía Ezra—, todo es más claro ahora. ¿Por qué hemos sobrevivido al Gran Desastre? Nunca lo sabré, pero creo entender por qué no sucumbimos al dolor de ver que todos morían. George y Maurine, y quizá también Molly, vivieron sin enloquecer gracias a su apatía y su falta de imaginación. Jean se aferró a la vida. Yo me olvidé de mí mismo para pensar en los otros. Y tú y Em…
Ezra hizo una pausa y entonces Ish dijo:
—Sí, tienes razón, creo… Seguí viviendo porque me mantuve aparte, observando qué ocurría. En cuánto a Em…
Esta vez fue Ish quien se interrumpió, y Ezra retomó la palabra.
—Bueno, la Tribu será como fuimos nosotros. No habrá genios entre ellos porque no los hubo entre nosotros. Quizás un genio no hubiese podido sobrevivir… En cuanto a Em, sobran las explicaciones. Era la más fuerte. Sí, necesitábamos de George y sus trabajos, y también de tu previsión. Y quizá yo era un hombre útil como elemento de unión entre gentes tan distintas. Pero necesitábamos sobre todo a Em. Nos daba valor, y sin valor la vida es una muerte lenta.
A sus pies, en la falda de la colina, un árbol creció ante ellos —así le pareció a Ish— y pronto su pantalla de hojas ocultó el puente y sus enmohecidos pilones. Luego el árbol se secó, murió y cayó con el viento. Ish pudo ver otra vez el puente.
Un día un incendio estalló en la ciudad en ruinas del otro lado de la bahía, e Ish recordó que muchos años atrás, cuando él no había nacido aún, el fuego había devastado aquella misma ciudad. Esta vez el siniestro duró una semana; el viento del norte hacía crecer las llamas que nadie combatía, y que a nadie preocupaban. El fuego no se extinguió hasta que no quedó nada por devorar.
Luego, hasta la misma conversación fue un penoso esfuerzo. Ish se contentaba con tumbarse al sol; cerca de él tosía un viejo arrugado. Sin que supiera cómo, los días se transformaron en semanas, y el río de los años corrió sin detenerse. Ezra estaba siempre allí, y algunas veces Ish pensaba: Tose y enflaquece, pero vivirá más que yo.
Al fin hablar era algo agotador. La mente se replegaba sobre sí misma, e Ish meditaba en las rarezas de la existencia. ¿Qué diferencia había al fin? Aun sin el Gran Desastre, sería un viejo. Profesor honorario, sacaría libros de la biblioteca, hablaría de sus investigaciones y sería considerado un viejo chocho por sus colegas de cincuenta o sesenta años, que sin embargo les dirían a los estudiantes: «Es el profesor Williams, un gran sabio. Estamos muy orgullosos de él».
Ahora los viejos días parecían tan lejanos como Nínive o Mohenjadaro. Él mismo había visto cómo el mundo se derrumbaba. Sin embargo, cosa curiosa, la catástrofe había respetado su personalidad. Era aún el profesor honorario, ahora que unas tinieblas le oscurecían el pensamiento, y se calentaba al sol en una loma solitaria, patriarca de una tribu primitiva.
Y con aquellos años que pasaban, había extraños cambios. Los jóvenes venían siempre a pedirle consejo a Ish, pero no con la actitud de antes. Mientras estaba sentado en la falda de la loma, o cuando se quedaba en su casa los días de niebla o lluvia, le traían pequeños regalos: un puñado de moras dulces, una piedra brillante, un trozo de vidrio de color que relucía al sol. Ish no prestaba mucha atención a las piedras o al vidrio, ni siquiera a los zafiros y esmeraldas sacados de alguna joyería, pero recibía todo con alegría, pues comprendía que los jóvenes le traían lo que más admiraban.
Rendido el homenaje, aprovechaban algún momento en que Ish tenía el martillo en la mano para hacerle ceremoniosamente alguna pregunta. A veces lo consultaban sobre el tiempo. Ish miraba entonces el barómetro de su padre y predecía, ante los jóvenes asombrados, que las nubes se disiparían con el calor del día o que se preparaba una tempestad.
Pero otras veces las preguntas eran menos simples. Por ejemplo adónde debían ir para encontrar buena caza. Ish no lo sabía. Pero los jóvenes, descontentos, lo pellizcaban. Ish les gritaba entonces cualquier cosa:
—¡Al norte! ¡Detrás de las lomas!
Los jóvenes se iban satisfechos. Ish temía que regresaran a decirle que no habían encontrado nada, pero esto no ocurría nunca.
A veces sus pensamientos eran claros; otras, una niebla le invadía el cerebro. Un día se encontraba con la mente despejada, y mientras los jóvenes le hacían una pregunta, comprendió que se había transformado en un dios, o por lo menos en el oráculo que expresaba la voluntad de un dios. Y recordó que una vez los niños no se habían atrevido a tocar el martillo y habían asentido cuando les dijo que era un americano. Sin embargo, nunca había deseado ser un dios.
Un día, sentado en la loma, al sol, vio que Ezra no estaba a su lado, y comprendió que su compañero había partido para siempre. Nadie se sentaría ya junto a él. Apretó con fuerza el mango del martillo, ahora tan pesado que apenas podía levantarlo con las dos manos.
Los mineros lo manejaban en otros tiempos con una sola mano, pensó. Y ahora es demasiado pesado para mí. Pero se ha transformado en el símbolo del dios tribal, y me acompaña aún cuando todos los otros, incluso Ezra, han desaparecido.
Entonces, como si el dolor de la pérdida de Ezra le hubiera dado una mayor lucidez, miró alrededor y recordó que en aquel sitio había habido antes un cuidado jardín. Ahora sólo se veía una hierba alta que crecía desordenadamente entre árboles y arbustos, y una casa en ruinas rodeada de malezas.
Alzó los ojos al cielo. El sol estaba en el este, no en el oeste como había esperado. Era ya pleno verano y él creía que apenas se había iniciado la primavera. Sí, en el curso de aquellos años había perdido la noción del tiempo. Confundía el cotidiano viaje del sol y el más lento a lo largo del año con las cuatro etapas de las estaciones. Y se sintió entonces muy viejo, y con una profunda amargura.
Esta tristeza despertó el recuerdo de otras y pensó: Em ha partido, y también Joey, y Ezra, mi buen compañero.
Y al sentirse solo entre tantas desgracias, se echó a llorar quedamente, pues era muy viejo y no sabía dominarse.
—Sí —murmuró—. Se han ido todos. Soy el último americano.