George R. Stewart La Tierra permanece

Los hombres van y vienen

pero la Tierra permanece

ECLESIASTÉS, 1, 4

1 MUNDO SIN FIN

Si hoy apareciera por mutación un nuevo virus mortal… nuestros rápidos transportes podrían llevarlo a los más alejados rincones de la tierra, y morirían millones de seres humanos.

W.M. Stanley,

Chemical and Engineering News,

22 de diciembre de 1947

1

Y, en esta emergencia cesa desde ahora, excepto en el distrito de Columbia, el Gobierno de los Estados Unidos. Los funcionarios y los oficiales de las Fuerzas Armadas pasan a depender de los gobernadores de Estado, o de cualquier otra autoridad local. Por orden del Presidente. Dios salve al pueblo de los Estados Unidos…

Es un comunicado del Consejo de Emergencia del Territorio de la Bahía. El Centro de hospitalización de Oakland ha sido abandonado. Sus funciones, comprendidos los sepelios en el mar, se concentran ahora en el Centro de Berkeley.

Sintonicen esta estación, actualmente la única en el norte de California. Informaremos a ustedes mientras sea posible.


Subía apoyándose en el borde de la roca, cuando oyó el cascabeleo. El colmillo se le hundió en la carne. Instantáneamente retiró la mano derecha; se volvió y vio la serpiente, enroscada, amenazadora. No era muy grande. Llevándose la mano a los labios, succionó con fuerza la base del dedo índice, donde asomaba una gota roja.

No perder tiempo en matar a la serpiente, recordó.

Se dejó caer, succionándose el dedo. Vio el martillo al pie de la roca, y pensó si lo dejaría allí. Pero aquello se parecía al pánico. Lo recogió con la mano izquierda y avanzó por el áspero sendero.

No se apresuró. La prisa le aceleraba el corazón, y el veneno circulaba entonces con mayor rapidez. Aunque el corazón le latía de tal modo, por la excitación o el miedo, que apresurarse o no parecía indiferente. Al llegar a unos árboles, sacó el pañuelo y se lo ató en la muñeca derecha. Con una ramita arrolló el pañuelo en un torniquete.

Echó a caminar, y se sintió más tranquilo. El corazón se le apaciguaba. No debía preocuparse demasiado. Era un hombre joven, y sano y fuerte. La mordedura no sería fatal.

Al fin la cabaña apareció ante él. La mano le colgaba dura e insensible. Poco antes de llegar, se detuvo y soltó el torniquete. Dejó que la sangre le circulara por la mano, y luego volvió a atársela.

Abrió la puerta con el hombro, dejando caer el martillo. La herramienta se balanceó un momento sobre su pesada cabeza, y al fin se detuvo, con el mango hacia arriba.

En el cajón de la mesa buscó el botiquín. Rápidamente siguió las instrucciones. Con la hoja de afeitar trazó unas cruces sobre la marca de los colmillos, y aplicó la bomba de succión. Luego se tendió en el camastro y observó la ampolla de goma que la sangre hinchaba lentamente.

No temía morir. Todo aquello era sólo una molestia. La gente le había dicho y repetido que no anduviese solo por las montañas. «Lleve un perro por lo menos», añadían. Siempre se había reído. Los perros peleaban constantemente con los jabalíes o los zorrillos, y además no le gustaban. Ahora los consejeros se sentirían satisfechos.

Se revolvió en la cama, como afiebrado. «Quizá», les diría, «me atrae el peligro». Eso parecería heroico. Podía decir también, más sinceramente: «Amo esta soledad, lejos de los problemas de la vida en común».

Sin embargo, por lo menos ese año último sólo el trabajo lo había llevado a las montañas. Preparaba una tesis: La Ecología de la zona de Black Creek. Debía investigar las relaciones, pasadas y presentes, entre los hombres, plantas y animales de la región. Buscar un compañero ideal le hubiese llevado demasiado tiempo. Además, nunca le pareció que hubiese allí grandes peligros. Aunque en un radio de ocho kilómetros no vivía un solo ser humano, difícilmente pasase un día sin que se apareciera algún pescador que subía en coche por la carretera rocosa, o simplemente remontaba la corriente.

Sin embargo, pensándolo un poco, ¿cuándo había visto a algún pescador? Desde luego, no esa semana. No tampoco en las dos semanas últimas. Había oído un automóvil, una noche. Le sorprendió que alguien subiese en la oscuridad por esa carretera. Comúnmente acampaban abajo a la caída de la tarde, y partían a la mañana. Pero quizá deseaban llegar cuanto antes a algún río favorito, e iniciar la pesca al amanecer.

No, realmente, no había hablado ni visto a nadie en las dos últimas semanas.

Una punzada de dolor lo devolvió al presente. Tenía la mano hinchada. Soltó el torniquete y la sangre circuló otra vez.

Sí, su aislamiento era total. No tenía radio. Podía haber ocurrido una catástrofe en la Bolsa, u otro Pearl Harbor. Quizás eso explicaba la escasez de pescadores. De cualquier modo, no podía esperar que viniesen a ayudarlo.

Sin embargo, aquella perspectiva no lo alarmaba. En el peor de los casos seguiría allí acostado. Tenía agua y comida para dos o tres días. Luego, cuando la mano se le deshinchase, iría en el coche al rancho de Johnson, el más cercano.

Pasó la tarde. A la hora de cenar, sin ganas, preparó café y bebió unas cuantas tazas. Sufría bastante, pero a pesar del dolor y el café, se quedó dormido…

Se despertó de pronto, con la luz, advirtiendo que alguien había abierto la puerta. Dos hombres en traje de calle, casi elegantes, escudriñaban a su alrededor de una manera extraña, como asustados.

—¡Estoy enfermo! —dijo desde la cama.

El miedo de los hombres se transformó en pánico. Se volvieron rápidamente y sin cerrar la puerta echaron a correr. Momentos después se oyó el ruido de un motor, que se perdió en seguida en las montañas.

Sintió miedo, entonces, por primera vez. Se incorporó y miró por la ventana. El coche había desaparecido en el recodo. ¿Qué pasaba? ¿Por qué esa huida?

La luz venía de oriente. Había dormido hasta el amanecer. La mano le dolía aún. Pero no se sentía enfermo. Calentó el jarrito de café, preparó un poco de avena y se acostó otra vez. Iría en seguida a casa de Johnson… si antes no pasaba alguien que quisiera detenerse y ayudarlo.

Sin embargo, pronto empezó a empeorar. Se trataba, sin duda, de una recaída. A media tarde estaba realmente asustado. Tumbado en la cama, redactó una nota, explicando lo que había ocurrido. No pasaría mucho tiempo sin que alguien lo encontrase. Sus padres, sin noticias, telefonearían a Johnson. Logró garabatear con la mano izquierda unas pocas palabras. Luego firmó: Ish. El esfuerzo de escribir el nombre completo, Isherwood Williams, le pareció inútil, y además, todo el mundo le conocía por aquel diminutivo.

A medianoche, como el náufrago que ve pasar a lo lejos, desde una balsa, un buque trasatlántico, oyó un ruido de coches, dos coches, que subían por la carretera. Se acercaron, y luego siguieron adelante, sin detenerse. Los llamó, pero se sentía muy débil, y su voz, estaba seguro, no atravesaba aquellos doscientos metros.

Antes del crepúsculo, no sin esfuerzo, se incorporó tambaleándose, y encendió la lámpara. No quería quedarse a oscuras.

Se inclinó luego, aprensivamente, hacia el espejito que colgaba del techo inclinado. El rostro no parecía más largo y flaco que antes, pero tenía las mejillas encendidas. Los grandes ojos azules, congestionados, que lo miraban con un ardor febril, y el hirsuto cabello castaño completaban el retrato de un hombre muy enfermo.

Se volvió a la cama, sin miedo, pero seguro casi de que iba a morir. De pronto se sentía helado; en seguida, devorado por la fiebre. La lámpara sobre la mesa iluminaba los rincones de la cabaña. El martillo seguía en el suelo, con el mango hacia arriba, en un precario equilibrio. Si hiciese testamento, un testamento como los de antes, divagó, en el que se describían todos los bienes, diría: «Un martillo de minero; peso de la cabeza, cuatro libras; mango, treinta centímetros; madera rajada, dañada por la intemperie; metal enmohecido, aún utilizable.» Había hallado el martillo poco antes de encontrarse con la serpiente, recibiendo con alegría aquel legado del pasado, de una época en que los mineros blandían el martillo con una mano y sostenían el buril con la otra. Cuatro libras es casi el peso máximo que un hombre puede manejar de ese modo. En aquel delirio febril, pensó que una fotografía del martillo podía ilustrar muy bien su tesis.

La noche fue una larga pesadilla: torturado por accesos de tos, sofocado, consumido primero por el frío, y luego por la fiebre. Una erupción similar al sarampión le cubrió el cuerpo.

Al alba se hundió otra vez en un sueño profundo.


«Nunca ha ocurrido» no es igual a «No ocurrirá»… Sería como decir: «Nunca he muerto, por lo tanto soy inmortal.» Se asiste aterrado a una invasión de langostas o saltamontes, y estos mismos insectos, que han pululado de un modo alarmante, desaparecen de pronto de la faz de la tierra. Los animales superiores están sujetos a fluctuaciones parecidas. Los lemmings tienen ciclos regulares. Las liebres de la montaña se multiplican durante años, y se cree que van a invadir el mundo. Luego, rápidamente, una epidemia acaba con ellas. Algunos zoólogos han sugerido incluso una ley biológica: el número de individuos de una especie no es constante, baja y sube. Cuanto más elevada sea la especie, más lenta es la gestación, y más prolongadas las fluctuaciones.

Durante la mayor parte del siglo XIX, el búfalo abundó en las estepas africanas. Era un animal resistente, con escasos enemigos naturales, y un censo realizado cada diez años hubiese demostrado que seguían propagándose.

Luego, a fines de siglo, cuando eran más numerosos, fueron atacados repentinamente por la peste bovina. El búfalo se convirtió en una curiosidad en aquellos territorios. Desde hace cincuenta años, reconquista lentamente su supremacía.

En cuanto al hombre, no debe esperarse que escape, en su larga trayectoria, a la suerte de los animales inferiores. Si hay una ley biológica de flujo y reflujo, su situación es ahora muy peligrosa. Durante diez mil años su número ha aumentado constantemente a pesar de las guerras, las pestes y las hambres. Biológicamente, la prosperidad del hombre es demasiado larga.


Ish despertó a media mañana con una inesperada sensación de bienestar. Había temido lo peor, pero se encontraba casi curado. Ya no se ahogaba, y la hinchazón de la mano había desaparecido. El día anterior se había sentido muy enfermo, y no había pensado en la mordedura. Ahora, la mano y su enfermedad eran sólo recuerdos, como si una hubiese curado a la otra. A mediodía había recobrado la lucidez, y casi todas sus fuerzas.

Después de un ligero almuerzo, decidió que podía ir a casa de Johnson. No se molestó en empacar sus cosas. Llevaría su importante libro de notas y su cámara fotográfica. En el último momento, obedeciendo a un impulso, recogió también el martillo. Subió al coche y se puso lentamente en marcha, tratando de no utilizar la mano derecha.

En el rancho de Johnson reinaba el silencio. Detuvo el coche junto a la bomba de gasolina. Nadie salió a atenderlo, pero eso no era raro, pues la bomba de Johnson, como otras muchas en las montañas, se utilizaba pocas veces. Tocó la bocina, y volvió a esperar.

Al cabo de un rato saltó del coche y subió las destartaladas escaleras que llevaban a la habitación-almacén. Allí los pescadores podían comprar cigarrillos y conservas. Entró, pero no había nadie.

Se sorprendió un poco. Como le ocurría a menudo en sus períodos de soledad, no sabía exactamente qué día era. Miércoles, creía. O martes, o jueves. Cualquier día de la semana, pero no domingo. Los domingos, y a veces algún sábado, los Johnson cerraban el almacén y salían de excursión. Era gente desinteresada, que no mezclaba los placeres con los negocios. Sin embargo, vivían de las ventas del almacén en la temporada de pesca y no podían ausentarse mucho tiempo. Y si hubieran salido de vacaciones, habrían cerrado la puerta con llave. Pero aquellos montañeses eran a veces desconcertantes. El incidente bien podía merecer un párrafo en su tesis. De cualquier modo, el depósito del coche estaba casi vacío. Echó en el tanque treinta litros de gasolina y no sin esfuerzo garabateó un cheque. Lo dejó sobre el mostrador, con una nota: «No encontré a nadie. Llevo treinta litros. Ish».

Mientras descendía por la carretera, lo asaltó una vaga inquietud: los Johnson fuera, un día de trabajo; la puerta sin llave, ningún pescador, un auto en la noche, y, algo todavía más extraño, aquellos hombres que habían huido al encontrarse con un enfermo en una cabaña solitaria. Sin embargo, brillaba el sol, y la mano casi no le dolía. Y aquella fiebre rara, admitiendo que no se debiera a la acción del veneno, había desaparecido.

La carretera descendía entre bosquecillos de pinos, bordeando un riachuelo tormentoso. Al llegar a la central eléctrica de Black Creek, Ish se sintió otra vez sereno y lúcido.

En la central todo estaba como siempre. Las dínamos zumbaban; el agua bullía. Una luz brillaba en el puente. Ish pensó que estaría continuamente encendida. Había allí exceso de electricidad.

Durante un instante, pensó en cruzar el puente y llegar al edificio. Vería allí a alguien y se libraría de aquel extraño temor. Pero el ruido de los generadores lo tranquilizaba. Al fin y al cabo, la central trabajaba como siempre. Cierto, no se veía a nadie; pero aquellos mecanismos automáticos necesitaban de pocos hombres, y éstos no salían casi nunca.

Se alejaba ya, cuando un perro ovejero salió del edificio. Separado de Ish por el riachuelo, ladró furiosamente, corriendo de un lado a otro, excitado.

¡Qué perro raro!, pensó Ish. ¿Qué le pasará? ¿Pensará que voy a robarme la central? Realmente, la gente sobrestima la inteligencia de los perros.

Dobló una curva y los ladridos se perdieron a lo lejos. Pero la cólera del perro había sido otra prueba de normalidad. Ish comenzó a silbar alegremente. Quince kilómetros y llegaría al primer pueblo, un pequeño pueblo llamado Hutsonville.


Consideremos el caso de la rata del Capitán Maclear. Este interesante roedor habitaba la isla de Christmas, un nido tropical a unos trescientos kilómetros al sur de Java. La especie había sido descrita científicamente por primera vez en 1667. En el cráneo, muy desarrollado, sobresalían notablemente los arcos supraorbitales y la arista anterior de la placa cigomática.

Un naturalista observó que las ratas poblaban la isla «en miríadas», alimentándose de frutas y raíces tiernas. La isla era su universo, su paraíso terrenal. Sin embargo, en aquella vegetación no necesitaban pelear entre ellas. Todos los ejemplares estaban bien alimentados, y hasta demasiado gordos.

En 1903 las atacó una enfermedad nueva. Excesivamente numerosas, vulnerables a causa del mismo bienestar, las ratas no pudieron resistir el contagio, y pronto morían por millares. A pesar de su número, a pesar de su facilidad para reproducirse, la especie se ha extinguido.


Llegó a lo alto de la cuesta y vio Hutsonville a sus pies, a un kilómetro de distancia. Descendía ya, cuando vislumbró algo que le heló la sangre. Frenó automáticamente. Saltó del coche y corrió hacia atrás, incrédulo. Allí, junto a la carretera, a la vista de todos, yacía el cadáver de un hombre en traje de calle. Las hormigas le cubrían la cara. El cadáver llevaba allí un día o dos. ¿Cómo no lo habían visto? Ish no se acercó a examinarlo. Había que avisar en seguida al comisario de Hutsonville. Volvió al coche rápidamente.

Sin embargo, ya en el coche, tuvo la curiosa impresión de que aquello no concernía al comisario, y que posiblemente ni siquiera habría comisario. No había visto a nadie en el rancho de Johnson ni en la central, y no había encontrado ningún coche en la carretera. Los únicos restos del pasado eran, al parecer, la luz en el puente y el tranquilo rumor de los generadores.

Las primeras casas se alzaban ya a lo largo del camino. Ish respiró aliviado. Allí, en un solar vacío, una gallina escarbaba el suelo, rodeada de media docena de pollitos. Un poco más lejos, un gato blanco y negro se paseaba tranquilamente por la acera, como si aquel día de junio fuese igual a cualquier otro.

El calor del mediodía pesaba sobre la calle solitaria. Como en una ciudad mexicana, pensó Ish, «todo el mundo duerme la siesta». Luego, de pronto, comprendió que su pensamiento había sido como un silbido, para darse ánimo. Llegó al centro del pueblo, detuvo el coche junto a la acera, y bajó. No había nadie.

Empujó la puerta de un pequeño restaurante. Estaba abierto. Entró.

—¡Hola! —llamó.

Nadie salió a su encuentro. Ningún eco vino a tranquilizarlo.

El banco estaba cerrado, a pesar de la hora. Y aquel día sólo podía ser (estaba ahora más seguro) martes o miércoles, o jueves. ¿Quién soy, en verdad?, pensó. ¿Rip van Winkle? Y aun así, Rip van Winkle, después de dormir veinte años, había encontrado un pueblo animado y con gente.

La puerta de la ferretería, detrás del banco, estaba abierta. Entró y volvió a llamar. Silencio. Probó en la panadería vecina. Esta vez oyó un leve ruido. Un ratón, sin duda.

¿Un partido de béisbol había atraído a toda la población? Aun así, habrían cerrado las tiendas. Regresó a su coche, se sentó al volante, y miró alrededor. ¿Estaría delirando, acostado aún en la cabaña? No se atrevía a seguir investigando. Advirtió de pronto que había varios coches detenidos a lo largo de la calle, espectáculo común en un mediodía. No podía irse, decidió, antes de informar sobre el cadáver.

Tocó la bocina, y el sonido violó impúdicamente el silencio de la calle desierta. Tocó dos veces, esperó y volvió a tocar dos veces más. Y otra vez, y otra, con creciente pánico. Miraba mientras tanto a su alrededor, esperando que alguien se asomase a una puerta o sacara la cabeza por una ventana. Se detuvo, y se encontró otra vez en aquel silencio de muerte sólo interrumpido por el cacareo de una gallina. El miedo le ha hecho poner un huevo, pensó.

Un perro gordo apareció en la esquina y avanzó pesadamente; el perro inevitable que se pasea por las aceras de todos los pueblos. Ish bajó del coche y se acercó al animal. No han olvidado alimentarse, por lo menos, se dijo. En seguida se le hizo un nudo en la garganta pensando en lo que el perro podía haber comido. El perro parecía dispuesto a entablar relaciones amistosas; lo esquivó, manteniéndose a distancia, y siguió calle abajo. Ish lo dejó ir. Al fin y al cabo el perro nada podía decirle.

Podría entrar en todos esos negocios buscando algún indicio como un detective, pensó. Luego tuvo otra idea. En la acera de enfrente había un quiosco donde compraba a veces algún diario. Cruzó la calle. La puerta estaba cerrada, pero a través de los vidrios se veían unas pilas de periódicos. El reflejo de la luz en los vidrios molestaba bastante, pero alcanzó a leer un título. Los caracteres eran tan grandes como los del día de Pearl Harbor:


GRAVE CRISIS


¿Qué crisis? Volvió rápidamente al coche y recogió el martillo. Un instante después lo alzaba ante la puerta.

Pero se detuvo, como si la civilización misma se hubiese movilizado reteniéndole el brazo y diciéndole: no puedes hacerlo. Un ciudadano honesto no fuerza una puerta. Miró a derecha e izquierda como si esperara que un policía o un destacamento de gendarmes cayeran sobre él.

La calle solitaria lo devolvió a la realidad, y el miedo barrió sus escrúpulos. Demonios, pensó, si es necesario pagaré la puerta.

Sintiendo que quemaba las naves, que dejaba atrás el mundo civilizado, alzó el pesado martillo, y golpeó con fuerza la cerradura. La madera se hizo añicos, la puerta se abrió, e Ish entró en el quiosco.

Tomó el periódico y recibió la primera sorpresa. El Chronicle tenía habitualmente veinte o treinta páginas. Este ejemplar parecía un semanario pueblerino, una simple hoja doble. La fecha era el miércoles de la semana anterior.

Los titulares revelaban lo esencial. Una epidemia desconocida que se propagaba con una velocidad sin precedentes, llevando la muerte a todas partes, había devastado los Estados Unidos, de costa a costa. Las cifras recogidas en algunas ciudades, y de valor relativo, indicaban que había muerto del 25 al 35 por ciento de la población. No había noticias de Boston, Atlanta y Nueva Orleáns. Los servicios informativos de esas ciudades parecían interrumpidos. Examinó rápidamente el resto del diario, obteniendo así una impresión general, aunque muy confusa. Por los síntomas, la enfermedad parecía un sarampión… un sarampión mortal. Nadie conocía sus orígenes. El ir y venir de los aviones la había hecho aparecer casi simultáneamente en los centros más importantes, desbaratando todo intento de cuarentena.

En una entrevista, un célebre bacteriólogo señalaba que la posibilidad de nuevas enfermedades preocupaba desde hacía mucho a los hombres de ciencia. En el pasado había habido ejemplos curiosos, aunque de escasa importancia, como la fiebre inglesa y la fiebre Q. En cuanto a su origen, tres hipótesis eran posibles: alguna enfermedad animal; algún microorganismo nuevo, un virus posiblemente producido por mutación; un accidente —quizá provocado— en un laboratorio de guerra bacteriológica. Esto último, parecía, era la creencia popular. Se presumía que el aire mismo transmitía la enfermedad, posiblemente con las partículas de polvo. El aislamiento del enfermo no servía de nada.

En una entrevista telefónica un viejo y un hosco sabio inglés había comentado: “Durante varios miles de años el hombre ha desarrollado su estupidez. No derramaré una lágrima sobre su tumba.” En el otro extremo, un crítico americano igualmente hosco había dicho: “Sólo la fe nos puede salvar ahora; yo me paso las horas rezando.”

Se señalaban algunos saqueos, sobre todo de licorerías. En general, sin embargo, el miedo había ayudado a mantener el orden. En Louisville y Spokane los incendios barrían la ciudad, pues no había bomberos.

Aun en aquella edición que (los periodistas no podían haberlo ignorado) sería la última, se habían incluido algunas noticias pintorescas. En Omaha un fanático había corrido desnudo por las calles, anunciando el fin del mundo y la apertura del Séptimo Sello. En Sacramento, una loca había abierto las jaulas del circo, temiendo que los animales muriesen de hambre, y había sido devorada por una leona. Seguía una nota de mayor interés científico. Según el director del zoológico de San Diego, los monos morían como moscas, pero los otros animales no estaban afectados.

Ish sintió que desfallecía ante aquel cúmulo de horrores. Su soledad lo aterraba. Sin embargo, siguió leyendo, como hipnotizado.

La civilización, la raza humana… había desaparecido, por lo menos, elegantemente. Muchos habían escapado de las ciudades, pero los otros —y de acuerdo con aquellas noticias de la semana anterior— no habían sido arrastrados por el pánico. La civilización se había batido en retirada, pero cargando con sus heridos, y sin dejar de defenderse. Los médicos y las enfermeras habían seguido en sus puestos, y muchos miles se habían ofrecido como voluntarios. Ciudades enteras habían servido de hospitales y puntos de concentración. Había cesado todo comercio, pero los alimentos se distribuían aún, como en una ciudad sitiada. Aunque la población había disminuido en una tercera parte, el servicio telefónico, el agua, la luz y la energía eléctrica seguían funcionando. Para evitar ciertos horrores, que hubiesen llevado a una completa desmoralización, los muertos debían enterrarse inmediatamente en fosas comunes. Ish llegó a la última línea y volvió a releerlo todo con más cuidado. Le sobraba tiempo. Luego salió y se sentó en su coche. No había ningún motivo, reflexionó, para que se sentara en su propio coche y no en otro cualquiera. Los derechos de propiedad habían desaparecido, y sin embargo se sentía allí más cómodo. El perro gordo volvió a pasar por la calle, pero Ish no lo llamó. Se quedó allí un rato, ensimismado. Apenas podía pensar; la mente le daba vueltas y vueltas, sin llegar a ninguna parte.

Caía ya la tarde, cuando encendió el motor y llevó el coche calle abajo, deteniéndose de cuando en cuando a tocar la bocina. Dobló por una calle lateral, y dio una vuelta al pueblo, llamando regularmente. Pasó así un cuarto de hora y se encontró otra vez en el punto de partida. No había visto a nadie, ni había recibido ninguna respuesta. Había encontrado cuatro perros, algunos gatos, varias gallinas desperdigadas, una vaca que pacía en un solar vacío con un pedazo de cuerda en el pescuezo, y una rata que husmeaba en un umbral.

Ish se dirigió entonces a una casa de las afueras que (le había parecido) era la mejor de la ciudad. Saltó del coche, con el martillo en la mano. Esta vez no vaciló un instante. Golpeó tres veces con fuerza, y la puerta cedió. Tal como suponía, había en el vestíbulo un gran aparato de radio. Inspeccionó rápidamente la planta baja y el piso de arriba. No encontró a nadie, y regresó al vestíbulo. La electricidad todavía funcionaba. Esperó unos instantes y luego buscó cuidadosamente. Sólo oyó unos débiles ruidos parásitos. Probó la onda corta, pero sin éxito. Metódicamente, exploró todas las longitudes. Desde luego, pensó, si alguna estación funciona aún, no transmitirá probablemente las veinticuatro horas del día.

Dejó la radio en una longitud que correspondía —o había correspondido— a una potente emisora. Luego se echó en el sofá.

A pesar de aquellos horrores, sentía la curiosidad desinteresada de un espectador, como si asistiese al último acto de una tragedia. Seguía siendo lo que era, o había sido —el tiempo de verbo no importaba—: un intelectual, un sabio incipiente, más inclinado a observar los acontecimientos que a participar en ellos.

Así ocurrió que llegase a contemplar la catástrofe —con una satisfacción irónica, aunque momentánea— como la demostración de un aforismo, enunciado un día por su profesor de economía política: «El desastre temido no llega nunca, la teja cae donde menos se espera». Se había temido una guerra destructora, la pesadilla de ciudades arrasadas, hecatombes de hombres y animales, tierras estériles. Pero, en realidad, sólo la humanidad había sido suprimida, y casi con limpieza, con un mínimo de trastornos. Los sobrevivientes, si los había, serían los reyes de la tierra.

Se instaló cómodamente en el sofá. La noche era cálida. Agotado físicamente por la enfermedad y tantas emociones, no tardó en dormirse.


Allá arriba, en el cielo, la luna, los planetas y las estrellas recorren sus largas y tranquilas órbitas. No tienen ojos, y no ven. Sin embargo, el hombre había imaginado alguna vez que miraban la tierra.

Pero si viesen realmente, ¿qué verían esta noche?

Ningún cambio. Aunque el humo de las chimeneas ya no enturbia la atmósfera, pesadas humaredas surgen aún de los volcanes y los bosques incendiados. Visto desde la luna, el planeta tendrá esta noche su resplandor de costumbre; ni más brillante, ni más oscuro.


Se despertó en pleno día. Abrió y cerró la mano. El dolor de la mordedura era ahora una pequeña molestia local. Sentía la cabeza despejada, y comprendió que la otra enfermedad, si había habido otra enfermedad, también desaparecía. Se le ocurrió algo. La explicación era evidente: había padecido aquella enfermedad, combatiéndola con el veneno que tenía en la sangre. Microbio y veneno se habían destruido mutuamente. Aquello, por lo menos, explicaba que siguiese vivo.

Siguió en el sofá, tranquilo e inmóvil, y los fragmentos aislados del rompecabezas comenzaron a ordenarse. Los hombres que había visto en la cabaña… eran sólo unos pobres fugitivos, que huían de la peste. El coche que había subido por la carretera, en medio de la noche, llevaba quizás a otros fugitivos, posiblemente los Johnson. El excitado ovejero había intentado comunicarle los sucesos de la central.

Sin embargo, la idea de ser el único sobreviviente no le perturbaba demasiado. Había vivido solo durante un tiempo. No había asistido a la tragedia, ni había visto morir a sus semejantes. A la vez no podía creer (y no había por qué creerlo) que fuese el último hombre sobre la tierra. Según el periódico, la población había disminuido en un tercio. El silencio que reinaba en Hutsonville demostraba solamente que sus habitantes se habían dispersado o refugiado en otra ciudad. Antes de llorar el fin del mundo, y la muerte del hombre, tenía que descubrir si el mundo ya no existía, y si el hombre había muerto. Ante todo, evidentemente, debía volver a la casa paterna. Quizá sus padres vivían aún. Así, con un plan definido para el día, sintió la tranquilidad que seguía siempre a sus decisiones, aun temporales.

Al levantarse, buscó otra vez en ambas ondas de la radio, sin resultado.

Exploró la cocina. La nevera aún funcionaba. En la despensa había algunos alimentos, aunque no tantos como podía esperarse. Las provisiones, aparentemente habían escaseado en los últimos días. Aun así, había media docena de huevos, una libra de manteca, un poco de jamón, algunas lechugas y unas pocas sobras. En un armarito encontró una lata de jugo de pomelo, y, en un cajón, un pan duro de unos cinco días atrás; la fecha, sin duda, en que la ciudad había sido abandonada.

Estas provisiones, y un fuego al aire libre, le hubiesen bastado para prepararse una buena comida, pero abrió las llaves de la cocina eléctrica y advirtió que las planchas se calentaban. Se preparó un copioso desayuno, y transformó el pan en unas tostadas aceptables. Cuando volvía de las montañas, siempre sentía necesidad de comer legumbres frescas, y al acostumbrado desayuno de huevos, jamón y café, añadió una abundante ensalada de lechuga.

Volvió al sofá. En una mesita había una caja de laca roja; la abrió y extrajo un cigarrillo. Hasta ahora, reflexionó, la vida material no ofrece problemas.

El cigarrillo estaba bastante fresco. Con un buen desayuno y un buen cigarrillo, el humor de Ish cambió sensiblemente. En realidad, había apartado todas las inquietudes, dejándolas para más tarde, si descubría que estaban justificadas.

Cuando acabó de fumar, pensó que no valía la pena lavar los platos; pero, como era naturalmente cuidadoso, comprobó si había cerrado la nevera y las llaves de la cocina. Luego recogió el martillo, que le había sido tan útil, y salió por la puerta destrozada. Se metió en el coche y partió hacia la casa paterna.

A casi un kilómetro de la ciudad, pasó delante del cementerio, y le asombró que el día anterior no hubiese pensado en él. Sin bajar del coche, advirtió una nueva y larga hilera de tumbas, y una excavadora junto a un montón de tierra. Las gentes que habían abandonado Hutsonville, pensó, no eran quizá muy numerosas.

Más allá del cementerio, la carretera atravesaba un terreno llano. Ante aquel espacio desierto, Ish se sintió otra vez deprimido. Hubiera deseado oír, por lo menos, el traqueteo de un camión cuesta arriba; pero no hubo tal camión.

En un campo, algunos novillos y caballos movían la cola espantando los insectos, como en cualquier mañana de verano. Más lejos, las aspas de un molino giraban lentamente, y delante del abrevadero, en un suelo húmedo, crecían las hierbas. Y eso era todo.

Sin embargo, aquella carretera no era muy transitada, y en cualquier otro día Ish hubiera podido recorrer varios kilómetros sin ver a nadie. Al fin llegó a la carretera principal. Las luces rojas del cruce estaban encendidas. Frenó automáticamente.

Pero las cuatro calzadas, donde había corrido un río de camiones, autobuses y coches, estaban desiertas. Después de detenerse un momento ante las luces rojas, Ish se puso otra vez en marcha.

Un poco más lejos, mientras corría libremente por la carretera, se sintió envuelto en una atmósfera lúgubre y espectral. Se inclinó sobre el volante, como dominado por un sopor. De cuando en cuando, algún espectáculo insólito parecía despertarlo.

Algo saltó ante él, en el camino. Aceleró rápidamente. ¿Un perro? No; advirtió unas orejas puntiagudas, y unas patas flacas, de color claro, un gris amarillento. Era un coyote, que corría tranquilamente por la carretera, en pleno día. Un instinto misterioso le había advertido que el mundo había cambiado, y que podía tomarse nuevas libertades. Ish se acercó, tocando la bocina, y el animal dio media vuelta, pasó al otro lado de la carretera y se alejó sin parecer demasiado asustado…

Dos coches volcados, en un ángulo extravagante, bloqueaban parcialmente el camino. Ish se detuvo. El cadáver aplastado de un hombre asomaba debajo de uno de los autos. No había otros cuerpos, pero la sangre cubría la carretera. Aunque le hubiese parecido necesario, no habría podido levantar el coche para sacar el cuerpo y darle sepultura. Siguió adelante…

En una ciudad importante (Ish no registró su nombre) se detuvo para abastecerse de gasolina. Había aún electricidad. Llenó el depósito en una estación de servicio. Como el coche había andado mucho tiempo por las montañas, revisó el radiador y la batería, y echó un litro de aceite. Un neumático necesitaba aire. Apretó la válvula compresora y oyó el ruido del motor. Sí, el hombre había desaparecido, pero todos sus ingeniosos aparatos marchaban todavía, sin su vigilancia…

En la calle principal de otra ciudad, tocó largo rato la bocina. Realmente, no esperaba ninguna respuesta, pero esa calle, sin saber por qué, le parecía más normal. Los coches se alineaban a lo largo de las aceras. Parecía un domingo por la mañana, con los negocios cerrados, cuando la gente no ha iniciado aún sus idas y venidas. Pero no era tan temprano, pues el sol había subido en el cielo. De pronto comprendió por qué se había detenido, y por qué la calle parecía ilusoriamente animada. Frente a un restaurante llamado The Derby funcionaba aún un letrero luminoso: un caballito que movía las patas, galopando. A la luz del día, sólo el movimiento llamaba la atención; la luz rosada era apenas visible. Ish miró un rato y advirtió el ritmo: uno, dos, tres. Y las patas del caballo se recogían casi debajo del tronco. Cuatro… las patas reaparecían y el vientre parecía tocar el suelo. Uno, dos, tres, cuatro. Uno, dos, tres, cuatro. Galopaba frenéticamente, y esa carrera sin testigos no llevaba a ninguna parte. Era un caballo valiente, pensó Ish, aunque insensato e inútil. Símbolo quizá de esa civilización que había enorgullecido al hombre, y que, lanzada al galope, no alcanzaba ninguna meta, destinada algún día, ya sin fuerza, a detenerse para siempre…

Una humareda se elevaba en el aire. Ish sintió que el corazón le saltaba en el pecho. Dobló rápidamente por una calle lateral. Pero antes de llegar, supo ya que no encontraría a nadie. En efecto, era sólo una granja que empezaba a arder. Aun en un lugar deshabitado, muchas cosas podían provocar un incendio. Un montón de grasientos desperdicios que se inflamaban espontáneamente, o algún aparato eléctrico aún enchufado, o el motor de una nevera. La granja estaba condenada. No había modo de apagar el fuego, ni motivos para molestarse. Dio media vuelta y volvió a la carretera…

Conducía lentamente, y a menudo se detenía a investigar, sin muchas esperanzas. A veces veía algunos cadáveres, pero, en general, sólo encontraba soledad y vacío. La incubación, parecía, había sido bastante lenta, y los enfermos no habían caído en las calles. Una vez atravesó una ciudad donde el olor de los cuerpos putrefactos envenenaba la atmósfera. Recordó haber leído en el diario que ciertas zonas habían servido de puntos de concentración, transformándose así en enormes morgues. Todo hablaba de muerte en aquella ciudad. No era necesario detenerse.

Al caer la tarde, llegó a lo alto de las lomas, y la bahía se abrió ante él, envuelta en el esplendor del sol poniente. En distintos puntos de la ciudad, que se extendía hasta perderse de vista, se alzaban algunas columnas de humo. Fue hacia la casa de sus padres. No tenía esperanzas. Sólo un milagro lo había salvado a él. ¡Milagro de milagros si la epidemia había perdonado a su familia!

Salió del bulevar y dobló hacia la avenida San Lupo. Todo tenía el mismo aspecto, aunque las aceras no estaban muy limpias. Pero la calle mantenía aún su decoro. No había cadáveres, aunque eso era inimaginable en la avenida San Lupo. Vio a la vieja gata gris de los Hatfields que dormía al sol en los escalones del porche, como tantas otras veces. Despertada por el ruido del motor, se levantó estirándose perezosamente.

Se detuvo frente a la casa. Tocó dos veces la bocina, y esperó. Nada. Salió del coche y subió las escaleras. Sólo después de entrar advirtió que no habían cerrado la puerta.

La casa estaba en orden. Echó una ojeada, aprensivamente, pero todo era normal. Quizá le habían dejado una nota, indicándole adónde habían ido. Buscó en vano en la sala.

Arriba no había tampoco nada raro; pero en la habitación de sus padres, las dos camas estaban sin hacer. Sintió un vahído, y salió de la habitación, tambaleándose.

Agarrándose a la barandilla, volvió a bajar las escaleras. La cocina, pensó, y la cabeza se le despejó un poco ante la perspectiva de algo concreto.

Al abrir la puerta, tuvo una impresión de vida y movimiento. Era sólo el segundero del reloj eléctrico. En ese instante dejaba la vertical, iniciando su descenso hacia el seis. Casi en seguida lo sobresaltó un ruido repentino. El motor de la nevera había comenzado a zumbar, como si la llegada de un ser humano hubiese turbado su reposo. Ish, sacudido por un violento malestar, se inclinó rápidamente sobre la pileta y vomitó.

Ya repuesto, volvió a salir y se sentó en el coche. No se sentía enfermo, pero sí débil y tremendamente abatido. Si hiciera una especie de investigación policíaca, revolviendo armarios y cajones, probablemente descubriese algo. Pero ¿de qué serviría torturarse así? La historia, en sus líneas principales, era demasiado clara. No había adentro ningún cadáver; por fortuna. Tampoco habría espectros, imaginaba… Aunque el reloj y la nevera casi lo parecían.

¿Debía regresar a la casa, o continuar el viaje? Pensó en el primer momento que no se atrevería a entrar otra vez en aquellos cuartos vacíos. Se le ocurrió luego que sus padres, si por rara fortuna seguían con vida, volverían como él a la casa. Al cabo de media hora, venciendo su repugnancia, franqueó el umbral.

Recorrió otra vez las habitaciones, donde se oía el lenguaje patético de las casas abandonadas. De cuando en cuando algún objeto le hablaba con más fuerza… la costosa enciclopedia que su padre había comprado recientemente, después de muchas dudas… la maceta de geranios de su madre, que ahora necesitaba agua… el barómetro que su padre consultaba todas las mañanas, antes del desayuno. Sí, era una sencilla casa de un humilde profesor de historia que vivía entregado a sus libros, y de una mujer —secretaria de la YWCA— que había hecho de ella un hogar.

Al cabo de un rato, se sentó en la sala. Entre los muebles, los cuadros y los libros familiares, fue sintiéndose poco a poco menos abatido.

Al caer el crepúsculo, recordó que no había comido desde la mañana. No tenía apetito, pero su debilidad podía deberse a la falta de alimento. Revisó un armario y abrió una lata de sopa. No había más pan que un mendrugo mohoso. En la nevera encontró manteca y un poco de queso. Descubrió unas galletas en otro armario. La presión del gas era débil, pero alcanzó a calentar la sopa.

Después se sentó en el porche, en la oscuridad. A pesar de la comida, apenas se tenía en pie, y comprendió que había sufrido un rudo golpe.

Desde la avenida San Lupo, en la falda de la loma, se veía una gran parte de la ciudad. Y nada parecía haber cambiado. La producción de electricidad era sin duda automática. En las fábricas hidroeléctricas, el agua alimentaba aún los generadores. Y alguien había ordenado, cuando todo empezó a empeorar, que no se apagaran las luces. Allá abajo brillaba el puente de la bahía, y, más lejos, el resplandor de San Francisco y el marco luminoso del Golden Gate disipaban las nieblas de la noche. Las señales de tránsito funcionaban aún, pasando del verde al rojo. De lo alto de las torres, los reflectores enviaban silenciosos avisos a aviones que no volarían más. Lejos, hacia el sur, en algún lugar de Oakland, había, sin embargo, una zona oscura. Un conmutador descompuesto quizás, o un fusible quemado… Los anuncios luminosos, algunos por lo menos, seguían encendidos. Lanzaban patéticamente sus reclamos publicitarios a un mundo sin clientes ni vendedores. Un enorme cartel, que una casa cercana ocultaba en parte, seguía transmitiendo: Beba… Pero Ish no veía qué debía beber.

Siguió mirando, casi hipnotizado. Beba… oscuridad. Beba… oscuridad. Beba… Bueno, ¿por qué no?, pensó. Fue a buscar la botella de coñac de su padre.

Pero el coñac era débil y no encontró en él ningún consuelo. No soy hombre, pensó, de buscar la muerte en el alcohol. El anuncio que brillaba allá abajo era más interesante. Beba… oscuridad. Beba… oscuridad. Beba. ¿Cuánto tiempo brillarían esas luces? ¿Cómo se apagarían? ¿Qué mecanismos seguirían funcionando? ¿Qué destino tendría esa obra, edificada lentamente a lo largo de los siglos, y que ahora sobrevivía a su creador?

Supongo, pensó Ish, que la mejor solución sería el suicidio. Pero no, es demasiado pronto. Estoy vivo, y hay quizás otros sobrevivientes. Somos como moléculas de gas que flotan sin encontrarse en un vacío neumático.

Cayó otra vez, lentamente, en un desaliento cercano a la desesperación. Sí, podía vivir, alimentándose como un necrófago de los víveres de los almacenes. Podía unirse a otros hombres. ¿Y luego? Si se hubiera encontrado con media docena de amigos todo sería diferente. Pero ahora no podría evitar a los imbéciles, o aún a los canallas. Alzó los ojos y vio otra vez el anuncio que brillaba a lo lejos: Beba… oscuridad. Beba… oscuridad. Beba. Y volvió a preguntarse cuánto tiempo brillarían aún esas inútiles letras de fuego. Y aquello que había visto durante el día. ¿Qué sería del coyote que corría a saltos por la carretera? Las vacas y los caballos paseaban lentamente alrededor del abrevadero, bajo las aspas del molino. ¿Durante cuánto tiempo giraría el molino, sacando agua de las honduras de la tierra?

De pronto, se sobresaltó. Parecía que el deseo de vivir despertaba en él. No sería un actor, quizá; no quedaban papeles para él en el mundo, pero sería por lo menos un espectador más; un espectador habituado ya a observar el mundo. El telón había caído, era cierto; pero ahora, ante su mirada de investigador, iba a desarrollarse el primer acto de un drama insólito. Durante miles de años el hombre había sido el amo indiscutido de la tierra. Y he aquí que ese rey de la creación desaparecía ahora, quizá por mucho tiempo, quizá para siempre. Aunque la raza humana no se hubiera extinguido del todo, los sobrevivientes tardarían siglos en retomar las riendas del poder. ¿Qué sería del mundo y sus criaturas sin el hombre? Y bien, él, Ish, iba a verlo.

2

Sin embargo, cuando se acostó no pudo dormirse. El frío abrazo de la niebla estival envolvió la casa, y la conciencia de su soledad se transformó en miedo y en pánico. Se levantó, y poniéndose una bata fue a sentarse ante el aparato de radio. Buscó frenéticamente en todas las ondas. Sólo oyó unos débiles ruidos.

De pronto pensó en el teléfono. Levantó el tubo y oyó el zumbido familiar. Discó un número; cualquier número. La campanilla resonó en una casa lejana. Ish creyó oír un despertar de ecos en las habitaciones vacías. A la décima llamada, colgó el tubo. Probó un segundo número, y un tercero… y dejó de llamar.

Se le ocurrió entonces otra idea. Añadió un reflector a la lámpara y, de pie, en el porche, lanzó un mensaje a la ciudad nocturna: tres puntos, tres rayas, tres puntos, el S.O.S. en que habían puesto sus últimas esperanzas tantos hombres amenazados por la muerte. Pero no hubo respuesta. Comprendió al cabo de un rato que entre las luces de la ciudad sus modestas señales pasarían inadvertidas.

Entró en la casa, temblando de frío. Abrió una llave y el motor de la calefacción se puso en marcha.

La electricidad funcionaba todavía, y en el tanque había aún combustible. En ese aspecto no había problemas. Se sentó y a los pocos minutos apagó las luces con la curiosa sensación de que eran demasiado visibles. La niebla y la oscuridad lo protegerían con sus velos impenetrables. Sin embargo, angustiado por la soledad, puso el martillo al alcance de la mano.

Un grito espantoso desgarró la oscuridad. Temblando de pies a cabeza, Ish tardó en reconocer la llamada de amor de un gato, sonido familiar en las noches de estío, aun en el aristocrático San Lupo. Los aullidos siguieron un tiempo, y al fin los ladridos de un perro interrumpieron el idilio. El silencio volvió a apoderarse de la noche.


Para ellos también termina un mundo de veinte mil años. Yacen en las perreras, con las lenguas hinchadas, muertos de sed. Perdigueros, ovejeros, pequineses, lebreles. Los más afortunados vagan por la ciudad y los campos, bebiendo en los arroyos, en las fuentes, en los estanques poblados de peces rojos. Buscan por todas partes algo que comer, persiguen una gallina, atrapan una ardilla en un parque. Y poco a poco las torturas del hambre borran siglos de servidumbre. Furtivamente se acercan a los cadáveres insepultos.

El animal de raza no se distingue ya por la altura, la forma de la cabeza o el color del pelo. Fuera de concurso, Príncipe de Piamonte IV no supera al último cuzco callejero. El premio, el derecho a sobrevivir, lo obtiene el de más ingenio, mayor vigor, una mandíbula más fuerte, o aquel que sabe adaptarse a las nuevas condiciones de vida, y que, de vuelta al salvajismo, vence a sus rivales asegurándose su subsistencia.

Durazno, el perro de aguas color miel, permanece echado, triste y afligido, debilitado por el hambre, poco inteligente, de patas demasiado cortas para perseguir las presas… Spot, el mestizo predilecto de los niños, tiene la suerte de encontrar una camada de gatitos y los mata, no por crueldad, sino para comérselos… Ned, el terrier de pelo duro, independiente por naturaleza y amigo de correrías, corretea sin dificultades… Bridget, el setter rojo, se estremece, y de cuando en cuando lanza al cielo un aullido que termina en una queja. Su alma bondadosa no tolera un mundo sin dioses.


Aquella mañana se trazó un plan. En un distrito urbano de dos millones de habitantes, debían de haber sobrevivido otros. La solución era evidente; tenía que encontrar a alguien, en cualquier parte. Pero ¿cómo?

Recorrió toda la vecindad, esperando descubrir algún conocido. Pero las casas parecían deshabitadas. Las flores se marchitaban en los jardines resecos.

Regresó, cruzó el parque de sus juegos infantiles, y trepó a las rocas. Dos de ellas se tocaban en la cima, formando una especie de pequeña gruta; un refugio natural, primitivo, donde Ish se había escondido a menudo. Miró. No había nadie.

En una ancha superficie rocosa que seguía la inclinación de la colina, los indios habían abierto unos hoyos con sus martillos de piedra. El mundo de los pieles rojas ha desaparecido, pensó Ish. Y ahora desaparece también otro mundo. ¿Seré yo su último representante?

Subió al coche y se trazó mentalmente la ruta que podría seguir para que la bocina se oyese en casi toda la ciudad. Se puso en marcha tocando la bocina a cortos intervalos, y deteniéndose a esperar una posible respuesta.

Las calles tenían el aspecto de las primeras horas de la mañana. Había muchos coches estacionados, y poco desorden. De cuando en cuando encontraba un cadáver; algún enfermo a quien la muerte había sorprendido en la calle. Dos perros merodeaban cerca de un cuerpo. En una esquina, el cadáver de un hombre colgaba de la cruz de un poste telefónico, con un cartel en el pecho que decía: Ladrón. Ish entró luego en una zona comercial, y vio entonces algunas señales de violencia. El escaparate de una licorería estaba hecho trizas.

Salió de la zona comercial tocando otra vez la bocina. Medio minuto más tarde se oyó otra bocina lejana y débil. Pensó por un momento que los oídos lo engañaban.

Tocó otra vez y la respuesta llegó inmediatamente. El corazón le dio un salto. El eco, pensó. Llamó con un bocinazo corto y otro largo y escuchó. La respuesta fue un sonido breve y único.

Dio media vuelta y fue hacia el lugar de donde venía el sonido, a no más de setecientos u ochocientos metros. Tres calles más allá tocó de nuevo y esperó. Más a la derecha se metió en un callejón cerrado, volvió atrás y probó otra calle. Lanzó la llamada y la contestación llegó desde más cerca. Avanzó rápidamente en línea recta y la respuesta siguiente sonó a sus espaldas. Retrocedió y entró en una callejuela bordeada de tiendas. Había largas filas de coches junto a las aceras, pero no vio a nadie. Era raro que aquel otro sobreviviente no estuviese en medio de la calle haciendo señas. Tocó la bocina y la respuesta casi lo ensordeció. Detuvo el coche, saltó a tierra y echó a correr. El hombre estaba dentro de un auto. Cuando Ish se acercó, se desplomó sobre el volante, y cayó luego de costado. La bocina emitió un largo quejido. Una vaharada de whisky llegó a las narices de Ish. El hombre de barba larga e hirsuta, y una cara sucia y roja, estaba completamente borracho.

Ish, de pronto furioso, sacudió el cuerpo caído. El hombre entreabrió los ojos y gruñó como preguntando qué ocurría. Ish sentó el cuerpo inerte, y la mano del hombre buscó a tientas la botella de whisky, en un rincón del asiento. Ish se adelantó y arrojó la botella a la calle, donde se rompió ruidosamente. Se sentía amargado y furioso. Había allí una terrible ironía. Había encontrado un único sobreviviente, y era un pobre viejo borracho, que no servía para nada en este mundo, ni en ningún otro. Los ojos del hombre se abrieron entonces, y la ira de Ish se transformó en enorme piedad.

Aquellos ojos habían visto demasiado. Había en ellos espanto y horror. El cuerpo sucio y enfermo ocultaba de algún modo una mente sensible, que ahora sólo deseaba olvidar.

Ish se sentó junto al borracho. Los ojos del hombre miraron aquí y allá, como extraviados, y la tragedia pareció crecer en ellos. Ish le tomó de pronto la muñeca y buscó el pulso. Era débil e irregular. No le quedaban quizá sino unas horas de vida.

Bien, pensó Ish. El sobreviviente podía haber sido una muchacha, o un hombre inteligente, pero era este borracho, a quien nadie podía ayudar.

Al cabo de un rato Ish salió del coche y entró en el bar. Había un gato en el mostrador. Ish creyó que estaba muerto, pero de pronto el animal se movió. Había estado durmiendo, simplemente. El gato miró a Ish con la fría insolencia con que una duquesa mira a su camarera. Ish se sintió incómodo y tuvo que recordar que los gatos habían sido siempre así. El animal parecía contento y bien alimentado.

Ish miró los estantes y advirtió que el borracho no se había molestado en elegir su botella. Un whisky cualquiera le había bastado.

Salió y vio que el hombre había encontrado en alguna parte otra botella y bebía a grandes tragos. No había mucho que hacer, pero Ish decidió intentarlo.

Se apoyó en la ventanilla. El hombre, quizás animado otra vez por el alcohol, parecía más lúcido. Miró a Ish y sonrió patéticamente.

—Ho… ho… ah —dijo con voz pastosa.

—¿Cómo se siente? —preguntó Ish.

—Bar… el…’low —balbuceó el otro.

Ish intentó descifrar aquellos sonidos. El hombre esbozó otra vez su patética sonrisa infantil y repitió con una voz un poco más clara:

—No… Bar’l… low.

Ish comprendió a medias.

—¿Su nombre es Barelow? —preguntó—. ¿No? ¿Barlow?

El hombre asintió, sonrió, y antes que Ish pudiese impedirlo tomó otro trago. Ish se sintió más triste que furioso. ¿Qué importaba ahora un nombre? Y no obstante, el señor Barlow, sumergido en las nieblas del alcohol, intentaba cumplir con una norma de civilizada cortesía.

En seguida, muy lentamente, el señor Barlow se desplomó otra vez en el asiento, y la botella cayó y se vació en el piso del coche.

Ish vacilaba. ¿Uniría su suerte a la del hombre intentando curarlo y reformarlo? El señor Barlow parecía un caso sin esperanza. Y si se quedaba, podía perder la oportunidad de encontrar a algún otro.

—Quédese aquí —le dijo al hombre tumbado, quizás inconsciente—. Volveré.


Los gatos habían vivido dominados por el hombre sólo cinco mil años, y nunca habían aceptado de buen grado esa dominación. Los ejemplares encerrados en las casas, pronto murieron de sed. Pero los que quedaron en la calle se las arreglaron mejor que los perros. La caza del ratón dejó de ser un juego para transformarse en una industria. Los gatos cazan pájaros, rondan por calles y avenidas buscando alguna lata de desperdicios que las ratas no hayan saqueado aún. Salen de los límites de la ciudad e invaden las guaridas de codornices y conejos. Allí se encuentran con otros gatos realmente salvajes, y el fin es sangriento y rápido, pues los vigorosos habitantes de los bosques despedazan a los gatos ciudadanos.


Esta vez el sonido era más insistente. El hombre que tocaba la bocina no parecía borracho. Ish se acercó y vio a un hombre y una mujer. Reían y le hacían señas. Bajó del coche. El hombre era corpulento y vestía una deslumbrante chaqueta deportiva. La mujer era joven y bonita. Se había pintado la boca con una espesa capa de carmín. En los dedos le relumbraban varios anillos.

Ish dio unos pasos, y de pronto se detuvo. Dos son una pareja, y tres una multitud. La mirada del hombre era decididamente hostil. La mano derecha no dejaba el abultado bolsillo de la chaqueta.

—¿Cómo están? —dijo Ish, sin moverse.

—Oh, muy bien —dijo el hombre. La mujer se rió con una risita tonta y miró a Ish provocativamente. Ish se sintió otra vez en peligro—. Sí —prosiguió el hombre—, sí, lo pasamos muy bien. Mucha comida, mucha bebida y muchísimo… —Hizo un ademán obsceno y sonrió a la mujer con una mueca. La mujer se rió otra vez.

Ish se preguntó qué habría sido la mujer en la vieja vida. Parecía ahora una prostituta acomodada. Llevaba en los dedos bastantes diamantes como para instalar toda una joyería.

—¿Hay otros sobrevivientes? —preguntó.

El hombre y la mujer se miraron. La mujer se rió. No parecía conocer otro lenguaje.

—No —dijo el hombre—, no en los alrededores. —Hizo una pausa y echó una mirada a la mujer—. No hasta ahora, por lo menos.

Ish miró la mano del hombre, aún en el bolsillo de la chaqueta. La mujer movía las caderas y entornaba los párpados, como diciendo que se quedaría con el vencedor. En los ojos de la pareja no había huellas de aquel dolor que nublaba los ojos del borracho. Y sin embargo, quizás habían sufrido demasiado también, y de algún modo habían perdido la razón. Ish comprendió de pronto que nunca había estado tan cerca de la muerte.

—¿Adónde va? —preguntó el hombre.

—Oh, sólo daba una vuelta —dijo Ish.

La mujer se echó a reír. Ish se volvió y caminó hacia el coche pensando que en cualquier momento recibiría un tiro en la espalda. Llegó al coche, subió y se alejó…

Esta vez no oyó ningún sonido, pero al volver la esquina, allí estaba ella, plantada en medio de la calle: una adolescente de piernas largas y melena rubia. Durante un momento no se movió, como un ciervo sorprendido en un claro del bosque. Luego, con la rapidez de un temeroso animal acosado, se dobló en dos, y protegiéndose de la luz del sol trató de ver detrás del parabrisas. En seguida echó a correr, como un animal, y se escabulló entre las tablas de una cerca.

Ish bajó del coche, fue hasta la empalizada y llamó varias veces. No hubo respuesta. Si hubiera oído una risita burlona en una ventana, o hubiese visto el revoloteo de una falda en una esquina, quizás habría seguido buscando. Pero, evidentemente, la huida de la muchacha no era un coqueteo. Quizás había aprendido dolorosamente que sólo así podía salvarse. Ish esperó un rato, pero como la muchacha no reaparecía, se puso otra vez en marcha…

Oyó otras bocinas, pero callaban antes que pudiese localizarlas. Al fin vio un viejo que salía de un almacén, con un cochecito de niño donde se apilaban latas y cajas. Ish se acercó y vio que no era tan viejo. Sin la barba blanca y enmarañada no hubiese representado más de sesenta años. Llevaba un traje arrugado y sucio. Debía de dormir vestido desde hacía un tiempo.

Ish descubrió que el viejo era más comunicativo que los otros, pero no mucho. Llevó a Ish a su casa, no muy lejos. En las habitaciones se amontonaban toda clase de cosas: algunas útiles, otras totalmente inútiles. Dominado por una manía posesiva, el viejo se transformaría pronto en un ermitaño y un avaro. Antes del desastre había tenido mujer y había trabajado en una ferretería; aunque probablemente siempre se había sentido desgraciado y solo, con muy pocos amigos. Ahora era en verdad más feliz que nunca, pues no había nadie que estorbase sus ansias de rapiña ni que le impidiese retirarse a vivir rodeado de pilas de mercancías. Guardaba alimentos envasados; a veces cajones enteros, o simples montones de latas. Pero había también una docena de cestos de naranjas, que no podría consumir antes que se pudrieran. Algunos sacos de celofán se habían roto, y los guisantes cubrían el piso. Ish vio además varias cajas de lámparas eléctricas y tubos de radio, un violonchelo —aunque el hombre no sabía música—, más de cien ejemplares de una misma revista, una docena de despertadores y otras muchas cosas que el viejo había reunido, no con la idea de utilizarlas un día, sino porque esa acumulación le daba una agradable sensación de seguridad. El viejo era a veces simpático, pero no pertenecía ya, pensó Ish, al mundo de los vivos. La catástrofe había transformado a un hombre taciturno y solitario en un maníaco a un paso de la locura. Seguiría en el futuro apilando cosas a su alrededor, y encerrándose cada vez más en sí mismo.

Sin embargo, cuando Ish se levantó para irse, el viejo, presa del pánico, lo tomó por el brazo.

—¿Qué sentido tiene todo esto? —preguntó, excitado—. ¿Por qué se me perdonó la vida?

Ish contempló el rostro descompuesto por el terror, la boca abierta de donde colgaba un hilo de baba.

—Sí —respondió irritado y aliviado a la vez por poder dar rienda suelta a su cólera—. Sí. ¿Por qué vive usted y han muerto tantos hombres capaces?

El viejo miró involuntariamente alrededor. Su terror era abyecto, casi animal.

—Eso mismo me asusta —gimió.

Ish lo compadeció.

—Vamos —dijo—. No hay motivo para asustarse. Nadie sabe por qué ha sobrevivido. ¿No lo mordió alguna serpiente de cascabel?

—No.

—Bueno, no importa. La cuestión de la inmunidad natural es un misterio. Las epidemias más graves no atacan a todo el mundo.

Pero el otro sacudió la cabeza.

—Debo de haber sido un gran pecador —dijo.

—En ese caso lo hubieran castigado.

—Quizás… —El viejo se interrumpió y miró alrededor—. Quizá me reservan un castigo especial.

Y el viejo se estremeció de pies a cabeza.

Al acercarse a la barrera de peaje, Ish se preguntó maquinalmente si tendría monedas. En un segundo de extravío imaginó una escena absurda donde deslizaba una moneda imaginaria en una mano imaginaria. Pero aunque tuvo que aminorar la marcha para cruzar el estrecho pasaje, no sacó la mano por la ventanilla.

Había decidido llegar a San Francisco. Pero luego comprendió que lo había atraído la idea de ver el puente. Era la más audaz y la más grande de las obras del hombre en aquella región. Como todos los puentes, era un símbolo de unidad y seguridad. San Francisco sólo había sido un pretexto. Había deseado realmente renovar alguna suerte de comunión con el símbolo del puente.

Ahora el puente estaba desierto. Donde seis líneas de coches habían corrido hacia el este y el oeste, las franjas blancas se prolongaban hasta unirse. Una gaviota que se había posado en la barandilla sacudió perezosamente las alas al acercarse el coche y descendió al agua planeando.

Ish tuvo el capricho de cruzar hacia la izquierda y avanzó sin encontrar obstáculos. Atravesó el túnel, y las altas y magníficas torres y las largas curvas del puente colgante se alzaron ante él. Como de costumbre, se habían estado pintando algunas partes; un cable rojo anaranjado se destacaba sobre el gris plateado común.

De pronto, vio algo raro. Un coche, deportivo verde, estaba estacionado junto al parapeto, apuntando al este.

Ish lo miró al pasar. Adentro no había nadie, nada. Siguió adelante. En seguida, cediendo a la curiosidad, describió una larga curva y fue a detenerse junto al cupé.

Abrió la portezuela y examinó los asientos. No, nada. ¿El conductor, desesperado, atacado por la enfermedad, se habría arrojado al agua saltando por encima de la barandilla? O quizás el motor se había descompuesto y él, o ella, había detenido a otro coche, o había continuado a pie. Las llaves estaban aún en el tablero; la licencia de conductor colgaba del volante: John Robertson, número tal, calle Cincuenta y cuatro, Oakland. Nombre y dirección comunes. El coche del señor Robertson era ahora dueño del Puente.

De vuelta en el túnel, Ish pensó que podría haber resuelto parte del problema intentando poner en marcha el motor. Pero en realidad no importaba… como no importaba, tampoco, que marchase otra vez hacia el este. Habiendo dado media vuelta para acercarse al cupé, Ish siguió simplemente en línea recta. San Francisco, estaba seguro, nada podía ofrecerle…

Algo más tarde, como había prometido, Ish volvió a la calle donde había hablado —si aquello podía llamarse hablar— con el borracho.

Encontró el cuerpo caído en la acera, frente al bar. Después de todo, reflexionó Ish, el cuerpo humano sólo puede absorber una cantidad limitada de alcohol. Ish recordó los ojos del borracho, y no pudo sentir pena.

No había perros en los alrededores, pero Ish no podía dejar allí el cuerpo. Al fin y al cabo había conocido al señor Barlow, y había hablado con él. Aunque no sabía cómo o dónde enterrarlo. Sacó unas mantas de una tienda, y envolvió el cuerpo cuidadosamente. Luego lo llevó al auto y cerró las ventanillas. Sería un mausoleo hermético y duradero.

Las oraciones fúnebres parecían fuera de lugar. Pero al observar desde afuera el rollo de mantas, pensó que el señor Barlow había sido sin duda un buen hombre, que no había podido sobrevivir al derrumbe del mundo. Se sacó entonces el sombrero y se quedó así unos instantes…


Ahora, como en la antigüedad, cuando la caída de un poderoso monarca alegraba a los pueblos sometidos, se regocijan los abetos, y entonan los cedros: «Has caído y el hacha no amenaza ya nuestra existencia». Y los ciervos, zorros y codornices cantan: «Eres ahora como nosotros. ¿Es éste el hombre que estremeció la tierra?»

(«La tumba ha devorado tu soberbia, y la música de tus violas; los gusanos se mueven bajo tu cuerpo, y te cubren. »)

No, nadie dice estas palabras, nadie las piensa, y el libro de Isaías se confunde con el polvo. El gamo, sin saber por qué, se atreve a salir de la espesura; los zorros juegan junto a la fuente seca de la Plaza; la codorniz empolla sus huevos en las hierbas altas, cerca del reloj de sol.


Hacia el fin del día, después de dar un largo rodeo para evitar un lugar nauseabundo donde se amontonaban los cadáveres, Ish volvió a la casa de San Lupo.

Había aprendido mucho. El Gran Desastre —así llamaba ahora a la epidemia— no había despoblado enteramente el mundo. No había por qué comprometer el futuro uniéndose a cualquiera. Era preferible buscar y elegir. Por otra parte, todos los que había encontrado hasta ahora estaban en los límites de la locura.

Se le ocurrió una nueva idea, que podía expresarse con una nueva fórmula: el Golpe de Gracia. La mayoría de los que habían escapado al Gran Desastre caerían víctimas de algún mal que habían evitado hasta entonces. Muchos se matarían bebiendo. Se habían cometido, sospechaba, algunos asesinatos, y habían abundado, seguramente, los suicidas. Algunos hombres que habían arrastrado en otro tiempo una existencia normal, como el viejo, no podrían sobreponerse y enloquecerían. Muchos heridos y enfermos morirían por falta de cuidados. De acuerdo con una ley biológica, toda especie debe contar con un número mínimo de representantes. Por debajo de ese número está irremediablemente condenada.

¿La humanidad sobrevivirá? Punto capital, que podía animar a Ish. De acuerdo con los resultados de la jornada, las esperanzas eran pocas. ¿Y quién puede desear que sobreviva una humanidad de fantoches?

Había empezado la mañana como un verdadero Robinsón Crusoe, dispuesto a aceptar al primer Viernes. Terminaba el día pensando que se resignaría a la soledad si no encontraba un amigo aceptable. Sólo una mujer parecía haber deseado su compañía, y había habido allí una amenaza de traición y muerte. Si Ish hubiese eliminado al hombre, habría encontrado en ella una mera compañía física. En cuanto a la adolescente, hubiera debido recurrir a un lazo o una trampa de osos. Y probablemente, como el viejo, ella había perdido la razón.

No, el Gran Desastre no había dejado con vida a los mejores, y las pruebas que habían soportado los sobrevivientes no habían acrecentado sus virtudes.

Se preparó una cena, y comió, sin apetito. Luego intentó leer, pero las palabras tenían tan poco sabor como la comida. Pensaba aún en el señor Barlow y los demás. De un modo o de otro, cada uno a su manera, todos los que había visto aquel día estaban derrumbándose. ¿Y él mismo? ¿Conservaba todas sus facultades? Tomó lápiz y papel y escribió una lista de cualidades que podían permitirle seguir viviendo, y aún ser feliz donde los otros habían fracasado.

1) Voluntad de vivir. Deseo de ver lo que será la tierra sin el hombre. Geógrafo.

2) Amor a la soledad. Poco hablador.

3) Haberse extirpado el apéndice.

4) Habilidad manual. Pero mal mecánico. Vida al aire libre.

5) No haber visto morir a la familia y los otros.

Se interrumpió con los ojos fijos en la última línea. Esperaba que fuese cierto.

Reflexionó unos minutos. Podía añadir otras cualidades a la lista. Su educación, que le permitía adaptarse a las nuevas circunstancias. Le gustaba leer, y podía así distraerse y olvidar. No era además un lector común. Podía investigar en los libros y buscar allí los medios de reconstruir el mundo.

Con los dedos crispados sobre el lápiz, pensó si podría anotar que no era supersticioso. Podía ser importante. Si no, presa como el viejo de un abyecto terror, llegaría a pensar quizá que el desastre era obra de la ira de Dios, que había arrasado a su pueblo con una peste, como antes con el diluvio. Y él, aunque no tenía aún mujer e hijos, sería un nuevo Noé, encargado de repoblar el mundo desierto. Pero divagaciones semejantes llevaban a la locura. Sí, si un hombre se cree mensajero de Dios no está lejos de creerse Dios mismo, y de enloquecer.

No, pensó Ish. Pase lo que pase, nunca me creeré un dios. No seré nunca un dios.

Abandonándose así al curso de sus pensamientos, comprobó, no sin sorpresa, que la perspectiva de una vida solitaria no dejaba de darle una sensación de seguridad, y aun de euforia. Las relaciones sociales habían sido en el pasado una de sus mayores preocupaciones. La idea de ir a un baile lo había hecho transpirar más de una vez; nunca había pertenecido a una asociación de estudiantes. En los viejos días este modo de ser era un defecto; ahora, al contrario, parecía una ventaja. Se había quedado siempre en un rincón en las reuniones sociales, entrando muy pocas veces en la conversación, contentándose con escuchar y observar objetivamente, y ahora, del mismo modo, podía soportar fácilmente el silencio, y observar como espectador el curso de las cosas. Su debilidad se había transformado en una fuerza. Como un ciego en un mundo de pronto privado de luz. En esas tinieblas donde la gente normal andaría a los tropezones, él se encontraría muy cómodo, y los otros vendrían a colgársele del brazo, implorándole que les sirviera de guía.

Sin embargo, cuando se encontró en cama, en la oscuridad, la imagen de esa vida solitaria perdió todo su encanto. Las frías manos de la niebla cruzaron la bahía y se cerraron sobre la casa de San Lupo Drive. Ish sintió otra vez aquel miedo. Acurrucado entre las mantas, con el oído atento a todos los ruidos de la noche, pensó en su soledad, y en el Golpe de Gracia, que pendía sobre él, amenazante. Lo asaltó un violento deseo de huir, con la mayor rapidez posible, de aquellos enigmáticos peligros. Invocó entonces el auxilio de la razón, y se dijo que la epidemia no podía haber devastado todo el país, que en alguna parte debía de haber quedado con vida alguna comunidad, y que él la encontraría.

3

El pánico murió con la noche, pero el miedo, tenaz, siguió alojado en el corazón de Ish. Se levantó con cuidado, y tragó aprensivamente saliva, pensando qué ocurriría si enfermaba de la garganta. Bajó lentamente las escaleras. Una cadera dislocada podía significar la muerte.

Empezó en seguida a preparar la partida, y como siempre que seguía un plan determinado, aunque no fuese un plan razonable, se sintió satisfecho y tranquilo.

Su auto era viejo. Podía elegir algún otro entre los centenares de coches abandonados. En la mayoría faltaban las llaves. Pero al fin encontró en un garaje una camioneta con llaves, que respondía a sus deseos. Encendió el motor; funcionaba perfectamente. Se preparaba a partir cuando lo asaltó una sensación de malestar. No era la pena de abandonar su viejo auto. De pronto recordó. Regresó a su coche y recogió el martillo. Lo llevó a la camioneta y lo puso en el piso, a sus pies. Luego, salió del garaje.

En un almacén desayunó un poco de queso y unos bizcochos mientras elegía en los estantes algunas provisiones. Los víveres abundarían en todas las ciudades. Pero convenía llevar unas reservas en el coche. Otras tiendas le proporcionaron un saco de dormir, un hacha, una pala, un impermeable, cigarrillos, una botellita de coñac. Recordando las aventuras de la víspera, entró en una armería y eligió un fusil liviano, una carabina de repetición, una pistola automática que podía llevar fácilmente en el bolsillo, y un cuchillo de caza.

Ya en la camioneta, y listo para partir, vio al perro. Había visto muchos perros en los últimos días, apartándolos siempre de su mente. Ofrecían un patético espectáculo, y aparentemente no les gustaba lo que ocurría. A veces parecían famélicos, o demasiado bien alimentados. Algunos se encogían, asustados, otros mostraban los dientes, muy seguros de sí mismos. Éste era un pequeño perro de caza, blanco y parduzco, de orejas largas y caídas. Un sabueso, probablemente, aunque sabía muy poco de razas caninas. Sentado prudentemente a unos tres metros de distancia, el perro miró a Ish, movió la cola, y lloriqueó débilmente.

—¡Fuera! —gritó Ish, sintiendo como si levantara un muro contra lazos de afecto que sólo podían terminar con la muerte—. ¡Fuera! —repitió. Pero el perro avanzó unos pasos, se tendió en la acera con el hocico entre las patas, y fijó en Ish unos ojos suplicantes. Las largas orejas caídas le daban una expresión de infinita tristeza, como si Ish le partiera el corazón. De pronto, sin querer, Ish sonrió, y pensó que era su primera sonrisa sin ironía desde el día de la serpiente.

Se dominó, pero el perro, que había visto en seguida su cambio de humor, se le restregaba ya contra las piernas. Ish lo miró y el animal se escurrió, con un temor fingido o real, describió un círculo interrumpido por dos saltos de costado, se dejó caer otra vez con la cabeza entre las patas, y lanzó un corto ladrido ansioso que terminó en un gemido. Ish sonrió de nuevo, esta vez abiertamente, y el perro comprendió sin duda que había ganado la partida. Echó a correr otra vez, cambiando rápidamente de dirección, como si persiguiera un conejo. Al fin se arrojó osadamente a los pies de Ish, y alargó la cabeza como esperando una caricia y diciendo: «¿No estuve bien?» Ish comprendió y le puso la mano en la cabeza y le acarició el lustroso pelaje. El perro lanzó un pequeño gruñido de satisfacción, y movió con tanta fuerza la cola, que se le estremecieron las orejas. Puso los claros ojos en blanco. Era la imagen misma de la adoración. Unas arruguitas le cruzaban la frente. Un caso de amor a primera vista. Parecía que el perro dijera: «No hay otro hombre en el mundo para mí».

Ish confesó su derrota. Se agachó y acarició francamente al nuevo amigo. Bueno, pensó, quiéralo o no, tengo un perro. Es decir, el perro me tiene a mí.

Abrió la puerta de la camioneta y el perro saltó y se instaló en el asiento como si estuviese en su casa.

En un almacén, Ish encontró una caja de galletas para perro. Le dio una. El perro la aceptó sin demostrar cariño o agradecimiento. El hombre tenía el deber de alimentarlo, y toda muestra de gratitud era por lo tanto superflua. Ish notó entonces por primera vez que en realidad el animal no era un perro sino una perra. Bien, pensó, he hecho una verdadera conquista.

Volvió a su casa y recogió algunas cosas: trajes, un par de anteojos de campaña, libros. Se preguntó si necesitaría algo más. El viaje podía llevarlo a la otra orilla del continente. Al fin se encogió de hombros.

En la cartera tenía diecinueve dólares, en billetes de cinco y de uno. Era más que suficiente. Pensó en tirar la cartera, pero al fin la guardó. Estaba tan acostumbrado a llevarla en el bolsillo que sin ella se sentiría incómodo. El dinero no molestaba.

Sin muchas esperanzas, escribió una nota y la dejó bien a la vista en la sala. Si sus padres regresaban, sabrían que podían esperarlo, o dejarle un mensaje.

De pie junto al auto, echó una mirada de despedida a la avenida San Lupo. La calle estaba desierta. Las casas y los árboles no habían cambiado, pero notó otra vez en el césped y los jardines la falta de riego y cuidados. A pesar de las nieblas nocturnas, el seco verano californiano marchitaba las plantas.

Era media tarde. Pero Ish decidió partir en seguida. Deseaba alejarse y pasar la noche en otra ciudad.


Las plantas y flores que el hombre había cuidado mueren como los gatos y los perros. Tréboles y hierbas inclinan la cabeza, y los dientes de león amarillean. Las ásteres, que aman el agua, se marchitan en los macizos. Florecen las cizañas. La savia se consume en los tallos de las camelias; no habrá capullos la primavera próxima. En las enredaderas y los rosales las hojas se retuercen luchando contra la sequía. Las calabazas silvestres extienden sus brazos sobre jardines y terrazas. Como los bárbaros que en otro tiempo, desaparecidos los ejércitos romanos, invadieron las delicadas provincias, así las malezas silvestres avanzan y destruyen las plantas regaladas que había mimado el hombre.


Un zumbido firme y regular subía del motor. La mañana del segundo día Ish manejó con exagerada prudencia, temiendo siempre que se le reventara un neumático, que se le descompusieran los frenos, o que alguna vaca se le cruzara en el camino. Con los ojos fijos en el velocímetro, trataba de no superar los sesenta kilómetros por hora.

Pero el motor era poderoso, y la aguja subía a cada instante a los setenta y los ochenta.

La velocidad lo fue sacando poco a poco de aquella depresión. El mero cambio era ya un alivio; la huida, un solaz. Pero Ish sabía que escapaba sobre todo, por un tiempo, a la necesidad de decidir. Inclinado sobre el volante, viendo cómo se alzaba a cada momento el telón de un nuevo decorado, no hacía planes para el futuro, no pensaba cómo iba a vivir, ni si iba a vivir. Sólo le preocupaba cómo doblar la próxima curva.

La perra estaba echada en el asiento. De cuando en cuando ponía la cabeza en las rodillas de su nuevo amo; en general dormía apaciblemente, y su presencia era también un alivio.

El espejo retrovisor no mostraba nunca un auto. Ish, por costumbre, lo miraba a menudo, y veía las imágenes de la carabina y el fusil, el saco de dormir y las latas de conserva en el asiento de atrás. Era como un marino en alta mar, con su barca llena de provisiones, preparada para cualquier emergencia; y sentía, también, esa profunda desesperación del náufrago, la desolación de la inmensidad.

Siguió la carretera 99, que cruzaba el valle de San Joaquín. No se apresuraba, pero la velocidad media era excelente. No había camiones que lo obligasen a aminorar la marcha, y no era necesario detenerse obedeciendo a las luces del tránsito —aunque la mayoría funcionaba aún—, ni disminuir la velocidad en las ciudades. En realidad, y a pesar de sus temores, debía reconocer que la carretera 99 era ahora más segura que antes, con su tránsito denso y alocado.

No vio ningún hombre. Si buscara en las ciudades y pueblos, quizá pudiera descubrir a alguien; pero ¿para qué? Podía encontrar a algún individuo aislado en cualquier momento. Quería comprobar ahora si no había alguna ciudad con vida.

La amplia llanura se extendía hasta el horizonte: viñedos, huertas, campos de melones, sembrados de algodón. El ojo experimentado de un campesino habría podido descubrir quizá los efectos de la desaparición del hombre, pero para Ish no había ningún cambio.

En Bakesfield dejó la carretera 99 y tomó el tortuoso camino que llevaba al paso de Tehachapi. Los campos se transformaron en laderas cubiertas de robles, y luego en pinares parecidos a parques. La soledad pesaba menos en estos sitios, que habían estado casi siempre deshabitados. Ish llegó al extremo del desfiladero. El desierto asomaba en el horizonte. Sintió miedo, otra vez. Aunque el sol estaba todavía muy alto, se detuvo en el pueblo de Mojave y empezó a prepararse.

Para atravesar aquellos trescientos kilómetros de desierto, aun en la vieja época, el automovilista debía llevar su provisión de agua. En algunos lugares, si el coche sufría una avería había que caminar todo un día para encontrar un puesto caminero. Ish, que sólo podía contar consigo mismo, debía multiplicar las precauciones.

Encontró una ferretería. La puerta maciza estaba cerrada con dos vueltas de llave. Ish rompió un escaparate con el martillo y entró. Tomó tres grandes cantimploras y las llenó en un grifo de donde salía aún un débil hilo de agua. De un almacén sacó una garrafa con cinco litros de vino tinto.

Todo esto no le pareció, sin embargo, suficiente. Los peligros del desierto lo obsesionaban. Sin saber muy bien qué quería, retrocedió por la calle principal hasta que se encontró con una motocicleta. Era negra y blanca, como las de los guardias de tránsito. A pesar de sentirse asustado y desanimado, sintió ciertos escrúpulos. Robarle la motocicleta a un policía era algo demasiado insólito.

Al fin, después de algunos titubeos, saltó del coche y probó la motocicleta, dando algunas vueltas por la calle.

Bajo el pesado calor de las últimas horas de la tarde, trabajó una hora preparando unas tablas. Quería subir la motocicleta al portaequipajes. No sería sólo un marino en su barca; tendría también una chalupa en caso de naufragio. Sin embargo, sus temores crecían constantemente y se sorprendió varias veces echando una ojeada por encima del hombro.

El sol se puso. Agotado, Ish se preparó una cena fría y comió sin apetito. Pensó hasta en los peligros de una indigestión. Luego fue a buscar una lata de comida para perros. La perra aceptó impasible el regalo, y se acomodó otra vez en el asiento delantero. Ish buscó entonces el mejor hotel del pueblo, y se instaló en un cuarto seguido por la perra. Apenas salía agua de los grifos. Parecía que en aquel pueblo el suministro de agua no era automático, como en las ciudades. Se lavó lo mejor que pudo, y se acostó. La perra se acurrucó en el piso.

Pero Ish, aterrorizado casi, no podía dormir. La perra gemía en sueños sobresaltándolo. El miedo se le hizo casi intolerable. Se levantó para asegurarse de que había cerrado bien la puerta, sin saber exactamente qué temía o contra qué enemigo quería protegerse. Pensó en ir a buscar un somnífero a una farmacia, pero la idea de un sueño demasiado profundo lo asustó. El recuerdo del señor Barlow, por otra parte, le impedía recurrir al coñac. Se durmió al fin, con un sueño agitado.

Despertó con la cabeza pesada. Hacía mucho calor, y dudó en atravesar el desierto. Se le ocurrió que podría retroceder hacia el sur, hasta Los Ángeles. No era mala idea echar una ojeada por allí. Pero estos argumentos, lo sabía muy bien, eran simples pretextos. Conservaba aún bastante amor propio para no volverse atrás mientras no hubiera un impedimento serio; pero decidió, de todos modos, no meterse en el desierto antes de la caída del sol. Era, se dijo, una precaución elemental. Aun en tiempos normales se acostumbraba cruzar el desierto de noche, para evitar el calor.

Pasó el día en Mojave, nervioso, inquieto, preguntándose qué otras precauciones podría tomar. Al fin, cuando el sol bajó sobre las montañas del oeste, emprendió la marcha, con la perra a su lado.

No había recorrido dos kilómetros cuando sintió que el desierto lo envolvía. Con los últimos rayos del sol, los árboles de Judea proyectaban largas y extrañas sombras. Al fin el crepúsculo lo anegó todo. Ish encendió los faros, que iluminaron el camino solitario, siempre solitario. A veces buscaba en el retrovisor el reflejo de unas luces gemelas que indicaran que se acercaba otro coche. La oscuridad fue pronto total, y se sintió aún más angustiado. A pesar de que el motor ronroneaba regularmente, pensó en todos los accidentes posibles: el estallido de un neumático, el motor recalentado, una interrupción en el paso de la gasolina. Redujo la velocidad. Ni siquiera podía confiar en la motocicleta. Algunas horas más tarde —marchaba ahora muy lentamente— llegó a un puesto del desierto donde anteriormente uno podía proveerse de gasolina, neumáticos o bebidas. La casa estaba a oscuras. Ish pasó de largo. Los rayos blancos de los faros recortaban claramente la carretera. El motor rugía suavemente. ¿Qué sería de él si se detenía?

Estaban ya en pleno corazón del desierto, cuando la perra empezó a gruñir y a agitarse.

—Cállate —dijo Ish, pero el animal siguió con sus gemidos y sacudidas—. Oh, bueno —continuó él, y detuvo el coche, sin molestarse en salir a un costado del camino.

Ish descendió y la perra salió detrás de él. Describió rápidamente varios círculos, y levantando de pronto la cabeza lanzó un ladrido, demasiado sonoro para un animal tan pequeño, y echó a correr.

—¡Aquí! ¡Aquí! —gritó Ish. Pero la perra no le prestó atención. Sus ladridos se perdieron a lo lejos.

Siguió un profundo silencio. Ish se sobresaltó al notar de pronto que había cesado también otro ruido: el ronroneo del motor. Se metió apresuradamente en el coche y apretó el arranque. El motor ronroneó otra vez. Ish suspiró. El corazón le golpeaba el pecho. Sintió de pronto como si lo miraran miles de ojos invisibles. Apagó los faros y se quedó allí, sentado en la oscuridad.

A lo lejos, muy débilmente, se oyeron otra vez los ladridos. El sonido subía y bajaba, como si la perra diese vueltas persiguiendo una presa. Ish pensó en seguir viaje y dejarla allí. Después de todo, era ella quien lo había buscado. Y si ahora lo olvidaba para correr detrás del primer conejo, él no podía sentirse responsable. Puso en marcha el coche, pero se detuvo a los pocos metros. Era abandonarla cruelmente. El animal, sin agua, encontraría una muerte horrible. En cierto modo, tenía ya ciertas obligaciones con la perra, aunque ella lo utilizase. Ish se sintió deprimido y solo, y se estremeció.

Al cabo de un rato, un cuarto de hora quizás, advirtió que la perra había vuelto sin hacer ruido. Se había echado en el suelo y jadeaba con la lengua afuera. Ish se sintió furioso. Pensó en los vagos peligros a que podían exponerlo aquellas tonterías. Dejarla morir de sed en el desierto hubiera sido cruel, pero podía librarse de ella rápidamente y sin hacerla sufrir. Bajó del auto con el fusil en la mano.

Vio entonces a la perra, echada a sus pies, con la cabeza entre las patas, jadeando aún. No se levantó para recibirlo, pero Ish alcanzó a ver que lo miraba. Después de una buena caza de conejos, volvía junto a su amo, el hombre que había adoptado y que cumplía tan bien sus funciones sirviéndole sabrosas conservas y llevándola a lugares donde había auténticos conejos. Ish cedió de pronto y se echó a reír.

Con la risa, algo se rompió en su interior. Sintió como si se hubiera desembarazado de un terrible peso. Después de todo, pensó, ¿qué temo? Nada puede ocurrirme peor que la muerte. Y en esto casi todos se me han adelantado. ¿Por qué asustarse? Es la suerte común.

Se sintió increíblemente aliviado. Dio algunos pasos por la carretera para que su cuerpo se asociara a la alegría de su alma.

No se contentó con dejar caer un fardo que en cualquier momento podía sentir otra vez sobre los hombros. Pronunció, podría decirse, su Declaración de Independencia. Avanzó audazmente hacia el destino, le abofeteó la cara y le desafió a que respondiese al golpe. Juró que si vivía, viviría libre de todo temor. ¿No había escapado a un desastre casi universal?

En dos zancadas llegó a la parte trasera del auto, deshizo los nudos y dejó caer la motocicleta. Al diablo con aquellas excesivas precauciones. Quizás el destino sólo atacaba a los demasiado prudentes. Desde ahora aceptaría su suerte, y, por lo menos, disfrutaría de la vida hasta el último día. ¿No vivía acaso un simple aplazamiento?

—Bueno, vamos, Princesa —dijo con un tono irónico—. En marcha.

Y advirtió en seguida que al fin había dado un nombre a la perra. Era un buen nombre; su vulgaridad evocaba la serena existencia de otros tiempos. La perra sería la Princesa, una bestia que esperaría siempre los más atentos cuidados; y como recompensa lo ayudaría a pensar en otra cosa que sus propias desgracias.

Sin embargo, pensándolo bien, no viajaría más esa noche. Orgulloso de su reconquistada libertad, le complacía exponerse a nuevos peligros. Sacó del auto el saco de dormir y lo instaló al precario abrigo de un mezquite. Princesa se echó a su lado y se durmió en seguida profundamente, fatigada por la caza.

Ish despertó en medio de la noche, pero no sintió ningún miedo. Después de tantas pruebas había alcanzado al fin un puerto de paz. Princesa gemía en sueños y agitaba las patas como si cazase aún el conejo. Al fin se tranquilizó. Ish se durmió también.

Cuando despertó de nuevo, el alba coloreaba de un amarillo limón las lomas desérticas. Hacía frío, y Princesa se había recostado contra el saco de dormir. Ish se incorporó, y vio la salida del sol.


Esto es el desierto, la soledad que empezó con los primeros días del mundo. Más tarde aparecieron los hombres. Acamparon a orillas de los arroyos, y dejaron aquí y allá unos bloques de piedra, y sus caminos atravesaron las apretadas filas de mezquites, pero uno no podía asegurar realmente que hubiesen estado allí. Más tarde aún, pusieron vías de ferrocarril, tendieron líneas eléctricas y trazaron largas y rectas carreteras. Sin embargo, en la inmensidad del desierto, el espacio conquistado se veía apenas, y a diez metros de las vías o el asfalto reinaba aún la naturaleza salvaje. Luego, la raza humana se extinguió dejando atrás su obra.

No hay tiempo en el desierto. Mil años son un día. La arena vuela, los vientos desplazan los guijarros; pero los cambios son imperceptibles. De cuando en cuando, quizás una vez por siglo, el cielo deja escapar una tromba de agua, y el agua bulle en los cauces de los falsos arroyos, y los cantos rodados se entrechocan en la corriente. Diez siglos más, y quizá las grietas de la tierra se abran otra vez y vuelva a surgir la lava.

Con la misma lentitud con que cedió a los hombres, el desierto borrará las huellas humanas. Pasarán los años y se verán aún los bloques de piedra en la arena, y la larga carretera se extenderá hasta las lomas acuchilladas del horizonte. Los rieles estarán en su sitio, con un poco de herrumbre. Tal es el desierto, la soledad; da lentamente, quita lentamente.


La aguja del velocímetro quedó un rato en los ciento diez. Ish disfrutó de su libertad, sin pensar en accidentes. Más tarde, aminoró un poco la marcha y miró alrededor con nuevo interés. Su ojo experimentado de geógrafo intentó reconstruir el drama de la desaparición del hombre. Allí nada había cambiado.

En Needles, el indicador de gasolina señalaba casi el cero. No había electricidad, y las bombas no funcionaban. Después de algunas búsquedas, Ish descubrió un depósito de gasolina en un barrio apartado, y llenó el depósito. Luego volvió al camino.

Cruzó el río Colorado, entró en Arizona, y la carretera subió entre rocosos y afilados desfiladeros. Una media docena de bueyes y dos vacas con sus terneros pastaban en una cañada. Ish detuvo el auto y los animales alzaron perezosamente la cabeza. Aquellas bestias del desierto, cuando no se acercaban a la ruta, pasaban meses sin ver a un hombre. Los vaqueros venían a juntarlas sólo dos veces por año. La desaparición de la especie humana pasaría aquí casi inadvertida; los rebaños se reproducirían quizá más rápidamente. Después de algún tiempo, las praderas devastadas no podrían alimentar a todos, y pronto el lobo aullaría en las hondonadas y limitaría el número de los rebaños. Al fin, sin embargo, Ish no lo dudaba, vacunos y lobos llegarían a un acuerdo inconsciente, y el rebaño, libre de amos, crecería y engordaría como antes.

Más lejos, cerca de la villa minera de Oatman, Ish vio dos burros. No podía saber si en los días de la catástrofe estaban ya en los alrededores del pueblo, o eran burros salvajes. De todos modos, parecían contentos con su suerte. Descendió del coche e intentó acercarse, pero los animales escaparon manteniéndose a distancia. Ish permitió entonces que Princesa dejara el auto y arremetiera contra los extraños animales. El macho, con las orejas bajas y mostrando los dientes, la enfrentó alzando las patas. Princesa dio media vuelta y corrió a buscar la protección de su amo. El burro, pensó Ish, podría medirse favorablemente con un lobo, y hasta el puma podía lamentar el ataque.

Atravesó la cumbre de Oatman, y del otro lado se encontró por vez primera con el camino parcialmente bloqueado. Hacía uno o dos días una violenta tormenta debía de haber devastado la región. Torrentes de agua habían descendido sin duda por la pendiente arrastrando arena al camino. Ish bajó a examinar los daños. En tiempos normales, una cuadrilla de peones camineros hubieran sacado rápidamente los detritus, abriendo las zanjas de desagüe y poniendo todo en orden. Ahora una capa de arena cubría la carretera. Más abajo, el agua había roto el asfalto en los bordes. Pasarían unos años y el asfalto se agrietaría, y la arena y los pedruscos formarían una barrera infranqueable. El obstáculo era por ahora poco serio, e Ish pasó sin dificultades.

Basta que se rompa un eslabón, y toda una carretera es inservible, pensó Ish, preguntándose durante cuánto tiempo sería posible pasar. Aquella noche durmió otra vez en cama, en el mejor hotel de Kingman.


Los vacunos, los caballos, los asnos han vivido libremente miles de siglos errando por bosques, estepas y desiertos. Luego el hombre conquistó el poder y empleó para sus propios fines a vacunos, caballos y asnos. Ahora, acabado el reino del hombre, los animales recuperaban la libertad.

Encerradas en los establos, las vacas, torturadas por la sed, mugieron un tiempo y al fin callaron. Los caballos murieron en las cuadras, lentamente.

Los asnos recorren ahora los desiertos, como en los viejos días. Huelen el viento del este, trotan por los lechos de los lagos secos, suben las lomas pedregosas y se alimentan de espinos, acompañados por los borregos de largos cuernos.

Pero los Hereford de cara blanca encontraron cómo subsistir en las praderas, y aun en las granjas el ganado rompió los cercados y recobró la libertad, uniéndose a caballos y asnos…

Los caballos prefirieron la extensión ilimitada de las llanuras. Comen el pasto verde de la primavera, y el pasto seco del otoño, y en invierno buscan bajo la nieve algunas briznas marchitas, acompañados por rebaños de cuernos afilados.

Las vacas buscan las tierras más verdes y los bosques. Ocultan en los matorrales a los recién nacidos, hasta que éstos pueden seguir a las madres. Los bisontes son sus compañeros y sus rivales. Entre los machos estallan sangrientas peleas. Vencen los más fuertes, y los bisontes recuperan sus antiguos dominios. Entonces el ganado se refugia en las profundidades de los bosques.


En Kingman no había electricidad, pero el agua corría aún. Un depósito de gas líquido alimentaba la cocina del hotel y la presión era normal. La falta de refrigeración eléctrica privó a Ish de huevos, manteca y leche. Pero después de asaltar un almacén pudo prepararse un excelente desayuno: pomelos en su jugo, salchichas en lata, mermeladas. Preparó una buena cantidad de café y le añadió leche condensada y azúcar. Princesa se hartó de carne de caballo en conserva. Después del desayuno, y con la ayuda del martillo y un cincel, Ish agujereó el tanque de un camión, recogió la gasolina en una lata y pasó el combustible a su coche. En la ciudad había algunos cadáveres, pero el calor seco de Arizona los había momificado.

Más allá de Kingman, unos densos pinares se perdían a lo lejos. La carretera era casi el único testimonio de la actividad del hombre. No había hilos telefónicos; las cercas eran raras. Las praderas se extendían a derecha e izquierda, verdes por las lluvias del verano y salpicadas de arbustos. El pastoreo había cambiado el aspecto de los campos, y la desaparición del hombre traería otras modificaciones. Libres de la amenaza de los mataderos, los rebaños se multiplicarían, y antes que sus enemigos pudieran diezmarlos habrían devorado las hierbas hasta las raíces, cambiando la faz de la tierra. O era posible también que la fiebre aftosa cruzase la frontera de México acabando con los vacunos. Y quizá los lobos y pumas se propagarían muy rápidamente. De todos modos, al cabo de veinticinco o cincuenta años, la situación se estabilizaría, y el mundo sería otra vez como antes de la llegada del hombre blanco.

Los dos primeros días, Ish había sentido miedo; el tercero había reaccionado lanzándose por los caminos a toda velocidad. Hoy no había en él más que serenidad y calma. Se sentía penetrado por el silencio que había caído sobre el mundo. En el tiempo que había pasado en las montañas, había gustado del silencio sin analizarlo, y no había advertido que el ruido era una invención humana. Había muchas definiciones del hombre, y él añadiría otra: «El animal que creó el ruido». No oía ahora sino el ronroneo casi imperceptible del motor, y no necesitaba recurrir a la bocina. No había camiones con ruidosos tubos de escape, silbidos de trenes, rugidos de aviones en el cielo. Todo había callado. Los pueblos habían enmudecido también, sin sirenas, campanas, vociferantes aparatos de radio, voces de seres humanos. Aquella era quizá la paz de la muerte, pero de todos modos era la paz.

Ish conducía lentamente, pero no por miedo. Cuando tenía ganas, se detenía a mirar algo, y a veces se entretenía tratando de oír algún sonido. A menudo, callado el motor, reinaba un silencio total, aun en las ciudades. Otras veces oía sólo el aleteo de un pájaro, o el débil zumbido de un insecto, o el murmullo del viento en las hojas. En una ocasión, y con una sensación de alivio, oyó el apagado rumor de una tormenta lejana.

Ahora, en las primeras horas de la tarde, había llegado a una meseta cubierta de pinos. Al norte asomaba un pico nevado.

Llegó a Williams. En la estación había un aerodinámico tren de acero. En Flagstaff, un incendio había destruido gran parte de la ciudad. No encontró a nadie.

Poco más allá de Flagstaff, después de una curva, vio dos cuervos que alzaban vuelo, abandonando su presa. Se acercó un poco atemorizado, pero era sólo un carnero. El animal yacía tiesamente en el camino, con el cuello ensangrentado. Había otros cadáveres a orilla de la carretera. Ish contó veintiséis.

¿Perros o coyotes? No podía decirlo, pero no era difícil reconstruir la escena. Acorralados, los carneros habían huido por la pradera, y los que se encontraban a los lados del rebaño habían sido separados de sus compañeros.

Un poco más lejos se le ocurrió tomar el camino que llevaba al monumento nacional de Walnut Canyon. La casa del conservador dominaba el profundo cañón, sembrado de ruinas, vestigio de moradas trogloditas. Faltaba una hora para la puesta del sol, e Ish se entretuvo en seguir el estrecho sendero y contemplar con una sonrisa sin alegría aquellos escombros donde habían vivido otros hombres. Volvió sobre sus pasos, y pasó la noche en la casa a orillas del cañón. El agua de una tormenta había entrado por debajo de la puerta, estropeando el piso. Caerían otras lluvias, año tras año, y muy pronto la hermosa casa no sería muy distinta de aquellos otros refugios al pie de los acantilados. Y se confundirían las ruinas de las dos civilizaciones.


Las ovejas resistirán también un cierto tiempo. Aunque las fieras las ataquen sin descanso, no es posible exterminar millones de ovejas en un día o un mes, y miles de corderos seguirán viniendo al mundo. ¿Qué significan algunos cientos entre millones? Sin embargo, no sin motivo, «las ovejas sin pastor» fueron para los hombres símbolo de un pueblo condenado a la extinción. Pasará el tiempo, y las ovejas desaparecerán…

En el invierno vagan sin rumbo, cegadas por la nieve; en el verano se alejan del agua y no saben volver; en la primavera, las inundaciones las sorprenden y cientos se ahogan. Caen estúpidamente en los precipicios, y los cuerpos en descomposición se amontonan en las hondonadas. Y los asesinos se multiplican: perros que vuelven al estado salvaje, coyotes, pumas, osos. De los grandes rebaños sólo quedarán algunos grupos desperdigados. Un poco más, y los corderos habrán desaparecido de la faz de la tierra.

Hace miles de años, aceptaron la protección del pastor y perdieron su agilidad e independencia. Ahora, desaparecido el pastor, las ovejas lo siguen a la muerte.


Al día siguiente, Ish atravesó las altas llanuras de las Montañas Rocosas. Era una región dedicada a la cría de ovejas, y había más cadáveres. Muy lejos, en la falda de una loma, creyó ver unas ovejas que huían rápidamente, pero no podía asegurarlo.

Pero vio, otra vez, una escena aún más extraña. En un prado verde, a orillas de un arroyo, algunas ovejas pacían tranquilamente. Ish miró, casi buscando al pastor. Sólo vio dos perros. El pastor había desaparecido, pero los perros seguían con su acostumbrada tarea, juntaban los animales, no permitían que se alejaran del agua y, sin duda, mantenían a distancia a los merodeadores nocturnos. Ish detuvo el coche y sujetó a Princesa para que no perturbara la pacífica escena. Los dos perros, al oír el auto, ladraron furiosamente y devolvieron al rebaño a algunos animales dispersos. En las ciudades, la electricidad corría aún por los cables después de la desaparición del hombre. Del mismo modo, en las grandes praderas, los perros guardaban aún los rebaños. Pero, pensó Ish, eso no duraría mucho.

La carretera atravesaba amplias llanuras. U.S. 66, se leía en los mojones. Había sido en otro tiempo una ruta importante, el camino de los Okies a California, como decía la canción. Ahora la carretera estaba desierta. Ningún autobús iba a Los Ángeles; los camiones no corrían hacia el este y el oeste; no había carromatos cargados de muebles y gentes que iban a la recolección de frutas; no pasaban bruñidos autos de turistas, ni siquiera carretas tiradas por escuálidos caballos.

Ish descendió al valle del río Grande, franqueó el puente y subió por el largo camino de Albuquerque. Albuquerque era la más grande de las ciudades que había cruzado hasta entonces. Tocó la bocina y prestó atención. Nadie respondió y le pareció inútil retrasarse.

Aquella noche durmió en un hotel de las afueras de Albuquerque, en lo alto de una cuesta que bajaba a la ciudad. El hotel estaba en sombras. No había ya corriente eléctrica.

Al día siguiente, subió a la montaña y se encontró ante unos picos separados por vastas planicies. Sintió otra vez el frenesí de la velocidad y echó a correr por la recta carretera. Los picos desaparecieron a lo lejos. Texas se abrió ante él con la monotonía del Panhandle. El calor se hizo de pronto tórrido. A su alrededor se extendían hasta el infinito los campos de rastrojos. Los segadores habían segado el trigo poco antes que los alcanzara la muerte. Aquella noche durmió en los suburbios de Oklahoma.

Por la mañana bordeó la ciudad y tomó la ruta 66 hacia Chicago. Pero al cabo de unos kilómetros encontró un árbol que bloqueaba la carretera. Bajó a estudiar la situación. Una tromba huracanada había cruzado sin duda la llanura. El álamo cerraba la ruta en una confusión de ramas y hojas. Se necesitaría medio día de trabajo para limpiar el camino. Ish sintió de pronto que el episodio era como un símbolo del drama que se había propuesto observar. ¡La famosa carretera 66! ¡Bloqueada por un árbol! Aunque lo quitara del camino, habría habido otros accidentes similares, o los habría pronto. Las tormentas cubrirían la ruta de barro, los taludes se desmoronarían, una crecida se llevaría un puente. Pocos años más, y sólo un pionero en una carreta podría tomar la ruta 66 de Chicago a Los Ángeles.

Ish pensó en dar un rodeo por el campo, pero las lluvias recientes habían ablandado la tierra. El mapa indicaba que a quince kilómetros había un camino que lo devolvería a la ruta principal. Dio media vuelta y partió.

Pero después de recorrer quince kilómetros comprendió que no necesitaba volver a la carretera 66. El camino lateral lo llevaba directamente al este, y esta dirección era tan buena como cualquier otra. Ese árbol caído, pensó, ha cambiado quizás el curso futuro de la historia humana. Quién sabe qué podría hacer yo en Chicago. Ahora ocurrirá algo distinto.

Cruzó, pues, Oklahoma hacia el este. Los campos estaban desiertos. Las lomas onduladas, con verdes robles achaparrados, eran las de siempre. En las llanuras se sucedían los sembrados de trigo y algodón. El cereal estaba alto, y las espigas asomaban sobre los matorrales. Pero el algodón se marchitaba rápidamente.

El calor era aplastante, y poco a poco destruía en Ish los hábitos de la vida civilizada. Se afeitaba aún todos los días, porque se sentía así más cómodo, no porque le preocupara su propio aspecto. Pero el cabello, mal recortado, le caía en largas mechas. Vestía un par de pantalones y una camisa de cuello abierto. Todas las mañanas tiraba la camisa y se ponía una limpia. Había perdido su sombrero de fieltro gris, y en un bazar de Oklahoma había tomado uno de esos ordinarios sombreros de paja que usaban los cosechadores para protegerse del sol.

Aquella misma tarde entró en Arkansas, y le pareció notar un cambio. El tiempo era cálido y húmedo. La vegetación lo invadía todo, carreteras y edificios. Las hiedras y rosales trepadores tapaban las ventanas y colgaban ya de los techos y porches. Las casas más pequeñas parecían retroceder y esconderse en los bosques. Las cercas desaparecían también. La carretera se confundía con el campo. La hierba y las malezas asomaban en las grietas minúsculas del cemento. Los largos brazos de algunas trepadoras llegaban hasta la línea blanca que dividía la ruta, y se unían a los que venían del otro lado.

Los duraznos estaban maduros, e Ish animó un poco su menú de conservas con una incursión a una huerta. Unos cerdos que comían la fruta caída escaparon al verlo. Aquella noche durmió en North Little Rock.


Algunos cerdos mueren en sus resguardadas porquerizas, y las crías gruñen reclamando alimento. Pero otros se pasean libremente. No necesitan al hombre. Los días calurosos buscan el barro a orillas de los ríos, y se instalan allí, satisfechos. Los días frescos se internan en los bosques de robles y se alimentan de bellotas. Las futuras generaciones tendrán patas más ágiles, un cuerpo más delgado y colmillos más largos. La furia de los machos espantará al lobo y al oso. Como el hombre, los puercos comen carne, tubérculos, nueces, frutas. Vivirán.


A la mañana siguiente, en las afueras de una aldea, Ish saltó casi en el asiento. El espectáculo era sorprendente: un jardín sin malezas, bien regado y cuidado. Detuvo el coche, descendió, y se encontró por primera vez con lo que podría llamarse, generosamente, un grupo social. Era una familia de negros: un hombre, una mujer de mediana edad y un niño. La abultada cintura de la mujer prometía la llegada de un cuarto ciudadano.

Eran gente tímida. El chico se mantenía aparte, curioso, pero asustado, rascándose la cabeza. La mujer guardaba silencio y no hablaba sino cuando se le preguntaba algo. El hombre se había sacado el sombrero de paja y estrujaba nerviosamente el ala gastada y rota. Unas gotas de transpiración, debidas al calor o el nerviosismo, le corrían por la frente negra y brillante.

Ish comprendía apenas el oscuro dialecto, que la turbación hacía aún más ininteligible. Dedujo, sin embargo, que no había por allí otros sobrevivientes. En realidad, sabían muy poco, pues después del desastre no habían hecho más que cortos paseos a pie, sin alejarse del lugar. No eran una familia, sino una asociación fortuita de tres sobrevivientes, tres seres humanos que escapando a la ley de probabilidades se habían salvado en un mismo villorrio.

Ish comprendió pronto que estaban aún afectados por la catástrofe, y que conservaban los arraigados hábitos de su existencia anterior. Apenas se atrevían a hablar en presencia de un blanco, y no alzaban nunca los ojos.

A pesar de la evidente mala disposición de aquella gente, Ish examinó el lugar. Aunque habían podido elegir entre todas las casas de la aldea, se habían contentado con la cabaña donde vivía la mujer antes del desastre. Ish vio desde la puerta la cama y las sillas desvencijadas, la cocina de hierro, la mesa con un mantel de hule y las moscas que zumbaban sobre unos comestibles. El exterior tenía mejor aspecto. El jardín era casi exuberante, había un buen campo de trigo, y cultivaban también algodón. Ish se preguntó qué diablos pensarían hacer con aquel algodón. Aparentemente, habían continuado con las viejas tareas, obteniendo así una sensación de seguridad.

Tenían también pollos y algunos cerdos en un corral. Se turbaron tanto cuando Ish miró los cerdos, que era evidente que los habían sacado de alguna porqueriza ajena. Ahora el hombre blanco los obligaría a devolver los animales.

Ish pidió unos huevos frescos, y les dio un dólar por una docena. Al cabo de un cuarto de hora, agotados todos los temas de conversación, volvió a su auto, con gran alivio de sus huéspedes.

Se quedó un momento ante el volante, sumergido en sus pensamientos. Si me quedara aquí, reflexionó, podría ser un verdadero rey. No les haría mucha gracia, pero con la colaboración de los viejos hábitos acabarían por resignarse. Cultivarían mis legumbres, cuidarían mis gallinas, y hasta tendríamos una o dos vacas. Harían, en fin, todo el trabajo. Yo sería verdaderamente un rey, aunque en pequeña escala.

Pero la idea se le borró en seguida, y se puso en marcha pensando que los tres negros habían solucionado mejor que él el problema de la nueva vida. Como un necrófago, él vivía de los despojos de la civilización. Ellos, por lo menos, llevaban una existencia estable y creadora, pegados a la tierra, y satisfacían sus necesidades con el propio trabajo.


De las seiscientas mil especies de insectos, sólo unas pocas docenas advirtieron la desaparición del hombre, y de éstas las únicas condenadas realmente a la extinción fueron las tres especies de parásitos humanos. Tan antigua, si no honorable, era esta asociación que se la había citado para apoyar la teoría del origen único del hombre. Los antropólogos, en efecto, han señalado que aun en las tribus más aisladas el hombre tiene siempre los mismos parásitos, concluyéndose así que estos insectos nos fueron legados por nuestros antepasados, los primeros hombres-monos.

Desde tiempos muy remotos, a través de miles y miles de siglos, estos parásitos se adaptaron cuidadosamente a su universo: el cuerpo del hombre. Formaban tres tribus que tenían como respectivos dominios la cabeza, los vestidos y las partes sexuales. De este modo, a pesar de sus diferencias de raza, observaron los términos tácitos de una alianza tripartita, dando a su anfitrión un ejemplo que él hubiera debido seguir. Pero esa perfecta adaptación al ser humano les quitó la posibilidad de explotar a otro huésped.

La caída del hombre provocó su ruina. Cuando sintieron que el universo se enfriaba, buscaron otro; no lo encontraron y murieron. Billones de criaturas tuvieron así un triste fin.

Pocos lamentos acompañaron el funeral del Homo Sapiens. El Canis familiaris, como individuo, lanzó quizás algunos tristes aullidos; pero como representante de una especie alimentada con azotes y puntapiés, volvió a unirse alegremente a sus hermanos salvajes. Que el Homo Sapiens se consuele sin embargo, pues hubo tres que lo lloraron sinceramente.


Ish llegó al puente que franqueaba el caudaloso río de aguas pardas. Un camión atascado bloqueaba la carretera de Memphis.

Sintiéndose como un niño que desafía alguna prohibición paterna, Ish cruzó a la izquierda de las vías del ferrocarril, y se lanzó a toda velocidad hacia Tennessee por el camino que lleva a Arkansas.

Nadie lo detuvo. Memphis parecía tan desierta como las otras ciudades, pero el viento del sur traía un vaho fétido desde los que habían sido los populosos barrios de Seale Street. Ish decidió olvidar las ciudades sureñas y volvió otra vez al campo.

No había ido muy lejos cuando al viento sucedió una lluvia. Ish tenía poca prisa y se detuvo en un hotel, al extremo de un pueblo. No se molestó en averiguar el nombre. En la cocina había gas, y se preparó una cena con los huevos. Era un verdadero festín, y sin embargo no se sintió satisfecho. Se preguntó si estaría comiendo lo necesario. Quizá debería proveerse de vitaminas en alguna farmacia.

Más tarde desató a Princesa y la perra desapareció bajo la lluvia con un largo ladrido, como si hubiese encontrado un rastro. Pensó fastidiado que quizá tendría que esperar una hora a la señorita. Pero Princesa volvió casi en seguida, oliendo espantosamente a zorrillo. Ish la encerró en el garaje y la perra se quedó allí, ladrando y quejándose amargamente.

Ish se acostó con la impresión de que le faltaba algo. Quizá la conmoción había sido mayor de lo que había creído. Pensó también que podía pesarle la soledad, o que el instinto sexual estaba haciendo de las suyas.

Una emoción violenta, sabía, tiene a veces curiosos efectos. Recordó la historia de un hombre que había visto cómo su mujer moría en un accidente, y que había quedado impotente durante meses.

Pensó en los negros que había visto por la mañana. La mujer, ya cerca de los cuarenta, muy adelantada en el embarazo, y que sin duda nunca había sido una belleza, no podía haber despertado en él ninguna inquietud. No, aquellas gentes lo habían perturbado por la seguridad de que parecían gozar, gracias al contacto con la tierra. Princesa ladró en ese momento en el garaje. Ish le lanzó una maldición y se echó a dormir.

Por la mañana seguía descontento e inquieto. La tormenta no había cesado del todo, pero ya no llovía. Decidió hacer un paseo a pie por la carretera. Antes de partir, miró dentro de la camioneta y vio el rifle en el asiento. Hasta ahora apenas lo había tocado. Sin saber muy bien por qué, se lo puso bajo el brazo, y echó a andar.

Princesa lo siguió unos pocos metros, luego descubrió un nuevo rastro y, a pesar de la experiencia de la noche anterior, desapareció de prisa entre las lomas ladrando animadamente.

—Buena suerte —le gritó su amo.

En cuanto a él mismo, sólo deseaba estirar las piernas o encontrar un árbol con fruta madura. De pronto vio una vaca y un ternero. El espectáculo no tenía nada de notable. En todos los campos de Tennessee podía ver algo parecido. Lo excepcional era que ahora llevaba el rifle bajo el brazo. Comprendió entonces qué había estado rumiando, de algún modo.

Apoyó el rifle sobre un poste de la cerca y apuntó cuidadosamente a la testuz del ternero. La distancia era suficientemente corta. Oprimió el gatillo y el rifle retrocedió golpeándolo. Cuando el estruendo se apagó Ish oyó que el ternero lanzaba un largo y ronco gemido. Estaba todavía en pie, con las patas separadas, pero se tambaleaba y un hilo de sangre le brotaba del hocico. Al fin se derrumbó.

La vaca, asustada por la detonación, había corrido unos cuantos metros. Ahora miraba, indecisa. Ish ignoraba si lo atacaría en defensa del ternero. Apuntó otra vez y la alcanzó con una bala detrás del cuello. La vaca cayó e Ish la remató con otros dos tiros.

Fue al coche a buscar el cuchillo de caza y aprovechó para cargar el rifle. Estaba asombrado. Hasta entonces apenas había usado un arma. Ahora declaraba la guerra a la naturaleza y temía que le aplicaran la ley del talión. Sin embargo, cuando llegó al sitio donde yacían la vaca y el ternero, no encontró ninguna resistencia. Descubrió, consternado, que el ternero respiraba aún. Aunque la operación le repugnaba, lo degolló. La caza nunca le había gustado, y nunca había faenado un animal. Aquello fue, pues, una lamentable carnicería. Cubierto de sangre, logró separar el hígado, y advirtió que no tenía en qué llevárselo. Dejó la masa sanguinolenta en las entrañas del ternero y fue a buscar un recipiente. Cuando volvió, un cuervo picoteaba los ojos de la bestia.

Al fin llegó con el hígado a la cocina, pero había perdido el apetito. Se lavó lo mejor que pudo, y ambuló sin rumbo por el hotel, pues llovía otra vez. Princesa ladró en la puerta. El chaparrón le había quitado el olor a zorrillo. Ish la dejó pasar. La perra estaba mojada, embarrada, cubierta de arañazos. Se tendió en el piso y se limpió con la lengua. Ish se echó en una cama. Las emociones lo habían agotado, pero sin embargo ya no sentía aquella inquietud. Afuera arreciaba la lluvia. Al cabo de una hora, por primera vez desde el desastre, Ish sentía algo nuevo: se aburría.

Descubrió en el cuarto una revista vieja, de seis meses atrás, y leyó una historia donde una pareja de jóvenes enamorados afrontaba uno de los problemas de los tiempos modernos: la escasez de vivienda. Un relato sobre la construcción de las pirámides no hubiera parecido más envejecido. Leyó otros cuentos, pero la publicidad le parecía mucho más divertida. Examinó diez anuncios; ninguno tenía actualidad. No estaban dirigidos a individuos aislados, sino a miembros de un grupo. El mal aliento, por ejemplo, era perjudicial no porque fuera síntoma de una caries o trastornos digestivos, sino porque el atacado del mal sería rechazado por las muchachas en los bailes y ninguna querría casarse con él.

No obstante, el periódico tuvo la virtud de distraerlo. Al mediodía sintió hambre, y cuando miró el hígado, ahora en una cacerola, advirtió que el recuerdo del ternero ensangrentado no era ya una obsesión. Frió una lonja, y comió ávidamente. Tenía simplemente necesidad de carne fresca, concluyó. Princesa participó del festín.

Después de comer, se sintió satisfecho y aliviado. Matar un ternero no era una heroica hazaña, y no podía decirse que ahora se ganaba la comida. Sin embargo, era mejor que abrir una lata de conservas, y más real. Había dejado de dedicarse al pillaje, aprovechando el ejemplo de los negros. Entendía ahora la paradoja de que un acto destructor puede equivaler a un acto creador.


Una cerca es un hecho y a la vez un símbolo. Entre los rebaños y los cereales, la cerca se eleva como un hecho; pero entre el centeno y el maíz, es sólo un símbolo, pues el centeno y el maíz no se devoran entre ellos. Las cercas dividían la tierra. De este lado de la cerca estaban las cosechas, y del otro, el camino. Y más allá del camino, otra cerca, y luego un huerto, y la casa detrás de una nueva cerca, y al fin el corral, también con su cerca. Destruidas las cercas —hechos y símbolos—, ya no existen separaciones, divisiones, ni cambios bruscos; todo es una llanura de ondulaciones imprecisas y colores indistintos donde las plantas y las flores se confunden como al principio de los tiempos.


Ish perdió otra vez la noción del tiempo. No viajaba mucho por día, pues llovía frecuentemente, y las carreteras no eran tan rectas y lisas como en el Oeste. Había perdido además el gusto por la velocidad. Se dirigió hacia el noroeste, por entre las lomas de Kentucky, atravesó Ohio, y entró en Pennsylvania.

Ish se alimentaba ahora de maíz verde que cortaba en los campos invadidos por las malezas, y de bayas maduras y frutas que arrancaba de árboles y arbustos. De cuando en cuando encontraba, en alguna huerta, unas plantas de lechuga que los gusanos habían respetado, o zanahorias que no se molestaba en cocinar. Una vez mató un lechón y dos perdices. Otro día, con Princesa encerrada en el coche, pasó dos horas persiguiendo a unos pavos que escapaban cuando estaban a tiro. Al fin, logró acercarse y mató un macho. Unas semanas atrás, el pavo era aún sin duda huésped de un gallinero; pero ahora, acostumbrado a protegerse de los zorros, se había convertido en un verdadero y sagaz habitante de los bosques.

Entre una lluvia y otra, el tiempo era siempre caluroso, e Ish se bañaba desnudo en arroyos y ríos. Como el agua corriente tenía ya mal sabor, bebía de pozos y fuentes, aunque en los grandes ríos, pensaba, las aguas correrían limpias y libres de desperdicios y residuos.

Acostumbrado ya a estudiar ciudades, podía saber en seguida, con alguna certeza, si estaban deshabitadas, o si podría encontrar a uno o dos sobrevivientes. Muy a menudo los bares y almacenes de bebidas habían sido saqueados. Las otras casas, en general, permanecían intactas. De cuando en cuando, sin embargo, algún banco mostraba señales de haber sido asaltado. Alguien había seguido confiando en el dinero. Por las calles erraban a veces cerdos o perros, menos frecuentemente algún gato.

Aun en esas regiones antaño populosas, los cadáveres eran relativamente escasos, y el hedor no era tan nauseabundo como él había temido. Casi todas las granjas y aldeas habían sido abandonadas. Los últimos habitantes se habían ido a las ciudades en busca de cuidados médicos, cuando no habían huido a las montañas con la esperanza de escapar a la epidemia. En los barrios de las ciudades importantes, unos grandes montones de tierra señalaban los lugares donde habían trabajado las excavadoras hasta el último día. Al fin, como podía esperarse, muchos cuerpos habían quedado sin sepultura, pero esto había ocurrido principalmente en los alrededores de los hospitales. Ish, prevenido por el olfato, evitaba esas zonas o pasaba velozmente.

Los sobrevivientes, en general, vivían solos, más raramente en parejas. No dejaban sus antiguas casas. A veces parecía que deseaban retener a Ish, pero nunca se ofrecían a acompañarlo. Ish no había encontrado aún el compañero ideal. Si era necesario, pensaba, podía volver.

El campo cambiaba más rápidamente que las ciudades, aunque esos cambios fueran al principio apenas visibles. Las malezas lo invadían todo. En esta región el desastre había ocurrido antes de la cosecha, y de las cargadas espigas caía ya una lluvia de granos de trigo. Las vacas y los caballos erraban libremente; las empalizadas empezaban a caer. Aquí y allá se veía algún campo de trigo intacto, con sus cercas sólidas, pero más a menudo los animales habían logrado abrir alguna brecha.

Una mañana Ish atravesó el río Delaware y se internó en Nueva Jersey. En las primeras horas de la tarde entraría en Nueva York.

4

Llegó a Pulaski Skyway alrededor del mediodía. A los quince años había pasado por allí con sus padres. El torrente del tránsito lo había aterrorizado entonces; los camiones y coches pasaban rugiendo en todas direcciones, y en seguida desaparecían rápidamente hundiéndose en los túneles. Recordó que su padre miraba ansiosamente las señales luminosas y que su madre, nerviosa y asustada, daba continuos consejos. Ahora Princesa dormía plácidamente a su lado, y ningún coche le cerraba el camino.

Vio a lo lejos las altas torres de los rascacielos, de un gris perla contra el cielo nublado. Había llovido recientemente y el tiempo era fresco.

La aparición de los rascacielos lo emocionó de un modo curioso. Entendía ahora por qué había ido a Nueva York. La ciudad era para él el centro del mundo. Lo que había ocurrido en Nueva York debía de ser muestra de lo que había ocurrido en otros sitios.

Cuando llegó al cruce de Jersey City, se detuvo en medio de la carretera a estudiar las señales. Detrás de él no hubo un repentino chirriar de frenos, ni bocinazos, ni insultos de conductores furiosos, ni voces de policías en los altavoces.

Por lo menos, pensó Ish, la vida es más tranquila.

Muy alto en el cielo, un pájaro, quizás una gaviota, graznó dos veces. El motor ronroneaba con un zumbido de abeja.

En el último momento, Ish temió entrar en uno de los túneles. Si las aguas los habían invadido, quizá no pudiera salir. Dio media vuelta, cruzó el puente George Washington y llegó a Manhattan.


Tendida entre los brazos de sus ríos, la ciudad resistiría muchos años. El tiempo no ataca fácilmente la piedra, el ladrillo, el cemento, el asfalto, el vidrio. El agua deja manchas negras, el moho las verdea, en las grietas asoman unas briznas; pero sólo en la superficie. El viento destroza un vidrio, o se lleva unas tejas. Una pared se inclina, con los cimientos carcomidos por las lluvias. Unos años más tarde, cae, y los ladrillos cubren la calle. Las heladas hacen su trabajo, en marzo, y con el deshielo la piedra se descascara. El desgaste es lento. Las aguas de las lluvias corren por los desagües a las cloacas, y si las cloacas se atascan, corren por las calles hasta los ríos. La nieve se amontona en los sitios bajos y las esquinas; nadie la barre. En la primavera se funde y desaparece también en las alcantarillas. Lo mismo que en el desierto, un año es como una hora nocturna; un siglo, como un día.

En verdad, la ciudad se parece mucho al desierto. Por el suelo, revestido de cemento y asfalto, las aguas de la lluvia se dividen para alcanzar los ríos. Aquí y allá crece alguna hierba; pero no hay árboles, o vides, o altas gramíneas. Los árboles de las avenidas mueren faltos de cuidados. Los ciervos y conejos evitan las calles desiertas. Hasta las ratas se van. Sólo las criaturas aladas encuentran allí refugio. Los pájaros anidan en las altas cornisas; a la mañana y a la noche los murciélagos salen y entran por las ventanas rotas. Sí, la ciudad resistirá mucho, muchísimo tiempo.


Ish dobló por Broadway, con la intención de llegar a Battery. Pero en la calle 170 un letrero decía CALLE CERRADA, y una flecha apuntaba hacia el este. Nada le impedía pasar, pero esta vez obedeció. Entró en la avenida Ámsterdam, y luego siguió hacia el sur. El olor le indicó que el Centro Médico debía de haber sido uno de los últimos puntos de concentración, y que la señal desviaba el tránsito.

La avenida Ámsterdam estaba desierta. En algún lugar de aquella vasta acumulación de cemento, ladrillos, argamasa, yeso, debía de haber alguien con vida. La catástrofe había sido casi universal, y en el superpoblado Manhattan había hecho seguramente más estragos que en ninguna otra parte. Y lo que él llamaba el golpe de gracia debía de haberse sentido más en una población urbana. Por otra parte, había visto que en todas las ciudades se había salvado alguien, y lo mismo debía de haber ocurrido entre los millones de Manhattan. Pero no se molestó en tocar la bocina. Un individuo aislado no le interesaba.

Siguió cruzando calles sin advertir ningún signo de vida. Las nubes se habían dispersado, y el sol brillaba en el cenit, pero parecía como si fuesen las tres de la madrugada. En otro tiempo, aun a esa hora hubiera encontrado a alguien: un policía que hacía su ronda o algún taxi nocturno. Pasó ante un desierto campo de deportes.

Había en las calles algunos coches estacionados. Recordó que su padre le había mostrado Wall Street en la quietud de una mañana de domingo. El silencio era ahora aún más abrumador.

Cerca del estadio Lewisohn, dos perros flacos olfateaban la puerta de un garaje. Más allá, dos palomas alzaron vuelo. Eso fue todo.

Siguió adelante, pasó ante el edificio de ladrillos rojos de la Universidad de Columbia y se detuvo frente a la alta catedral. No había sido terminada y así seguiría hasta el fin de los días. Bajó del coche, empujó la puerta y entró. Horrorizado, pensó un instante que en la nave principal encontraría los cadáveres de miles de fieles, que seguramente se habían reunido allí para pasar en oración sus últimas horas. Pero sus temores eran infundados. Se paseó por las naves laterales y entró en las capillas del ábside donde ingleses, franceses, italianos y otros habitantes de aquella ciudad políglota y bullente venían a visitar a sus santos. El sol atravesaba los vitrales. El recuerdo que guardaba de una lejana visita anterior era bastante fiel. Sintió deseos de arrodillarse ante un altar. No hay ateos en los cráteres de los obuses, recordó. Y ahora el mundo entero era un inmenso cráter. Pero lo que había ocurrido no parecía demostrar que a Dios le interesara mucho la humanidad, o sus individuos.

Bajó por la nave principal, se detuvo en la puerta, y contempló el hermoso interior. Sintió que se le cerraba la garganta. Este era, pues, el fin de las luchas y aspiraciones del hombre… Salió a la calle desierta y se metió otra vez en el coche.

En la avenida de la catedral dobló hacia el este y desdeñando las señales de tránsito entró en el Central Park y tomó el East Drive. En aquel día de verano las gentes habrían ido quizás al parque como en otros tiempos. Pero no vio a nadie. Recordó las ardillas. Los perros y gatos hambrientos habían acabado con ellas. Un bisonte pacía en un claro del parque; mas allá se veía un caballo. Ish pasó ante el museo Metropolitano y el obelisco de Cleopatra, ahora doblemente huérfano. Llegó a la estación de Sherman, tomó la Quinta Avenida y recordó el estribillo de un salmo: «¿De qué te sirven ahora tus victorias?».


Isla en el interior de otra isla, el rectángulo verde del parque no morirá. Su suelo descubierto recibe los beneficios de las lluvias y el sol. El primer año crece la hierba; las semillas caen de árboles y matorrales, y los pájaros traen otras. Dos o tres años más y brotarán árboles nuevos. Veinte años más y el parque se habrá transformado en monte salvaje, donde cada árbol trata de crecer por encima de sus compañeros, para alcanzar la luz. Las vigorosas especies indígenas, los fresnos y arces, han ahogado las delicadas plantas exóticas cuidadas por el hombre. El camino de herradura se ha borrado; una espesa alfombra de hojas muertas cubre los senderos. Cien años más y el monte será un bosque espeso donde no habrá otra huella humana que el arco de piedra que cruza el arroyo. Los gamos corren entre los árboles, el gato salvaje salta sobre el conejo, y las cabezas de las percas asoman en el lago.


En los altos escaparates de las casas de modas, los maniquíes posaban aún con sus alegres vestidos y sus joyas brillantes. Ish miraba el desierto de la Quinta Avenida, silenciosa como una calle aldeana una mañana de domingo. Alguien había roto el escaparate de una joyería. Espero que el hombre haya encontrado sabrosos los diamantes, pobre diablo, pensó Ish. Aunque quizá se había sentido atraído por la belleza de las piedras, como el niño que recoge guijarros en la playa. Quizá los zafiros y rubíes lo habían ayudado a morir.

Sin embargo, en la Quinta Avenida reinaba en general el orden. Ish pensó que la muerte había sido misericordiosa, y la Quinta Avenida era un hermoso cadáver.

En Rockefeller Center, asustadas por el ruido del motor, alzaron vuelo algunas palomas. A la altura de la calle 42 se detuvo en mitad de la avenida y bajó dejando a Princesa en el auto.

La acera de la calle 42 parecía ridículamente ancha. Entró en la estación Grand Central y se detuvo a contemplar la inmensidad de la sala de espera.

—¡Oooh! —gritó y con una alegría infantil escuchó el eco que bajaba de la alta bóveda y llenaba la sala desierta.

De vuelta en la calle, una puerta giratoria atrajo su atención. La empujó distraídamente, y se encontró en el amplio vestíbulo de un hotel con butacas y sofás adosados a los muros.

Durante un instante tuvo la idea de acercarse al escritorio y entablar una imaginaria conversación con el empleado. Había telegrafiado desde… bueno, Kansas City sería un buen lugar… para reservar una habitación. Sí, y su reserva había sido confirmada. ¿Qué eran ahora esas excusas? Pero estas fantasías se desvanecieron rápidamente. Tantos cuartos vacíos, y el empleado quién sabe dónde. La broma, decididamente, no era muy divertida.

En ese momento, advirtió algo. Sobre butacas, sillones, ceniceros y el piso de baldosas había una capa de polvo gris.

Poco experto en tareas domésticas, no se había fijado antes en el polvo. O quizás había más polvo allí que en otras partes. De un modo o de otro, el polvo sería desde entonces parte de su vida.

Volvió al coche, lo puso en marcha, cruzó la calle 42 y continuó hacia el sur. En los escalones de la Biblioteca se había tendido un gato gris, con las patas estiradas, como imitando los leones de piedra.

Más allá entró en Broadway y no se detuvo hasta llegar a Wall Street. Bajó con Princesa, y la perra se interesó en un rastro que corría a lo largo de la acera. ¡Wall Street! Se paseó por la calle desierta. Mirando con atención, descubrió que aquí y allí brotaban unas hierbas entre las grietas del arroyo. Recordó que según la tradición familiar, uno de sus antepasados, un colono holandés, había tenido una granja en aquellos parajes. Su padre solía decir en los tiempos difíciles: «Lástima que no nos quedamos en la isla de Manhattan». Ahora, Ish podía recuperar los dominios ancestrales. Nadie se los disputaría. Aquel desierto de cemento armado, acero y asfalto no era muy atractivo. Cambiaría con gusto la granja de Wall Street por diez acres en el valle de Napa, o aun un rinconcito en Central Park.

Regresó al coche, y recorrió los pocos kilómetros que lo separaban de la Battery. Allá abajo golpeaba el océano cerrándole el camino.

Quizá en Europa, América del Sur, algunas islas, había grupos de sobrevivientes. Pero él no podía saberlo. En aquella misma costa, hacía trescientos años, había desembarcado su antepasado holandés. Y bien, ahora él cerraba el círculo.

La estatua de la Libertad se alzaba hacia el cielo. Libertad, pensó irónicamente Ish. Me sobra ahora. La dama de la antorcha no había exigido tanto.

Un gran trasatlántico había encallado en la playa, cerca de la isla del Gobernador, empujado sin duda por la marea. Ahora que las aguas se habían retirado, era una masa enorme curiosamente inclinada. Había dejado Europa, con el germen de la enfermedad misteriosa en los flancos, y cargado de pasajeros y tripulantes muertos o moribundos había intentado desesperadamente llegar a puerto, un puerto que no enviaba señales. Ningún remolcador había salido a su encuentro. Quizá no había habido bastantes marineros para echar el ancla, y el capitán, agonizante, con los ojos nublados, había dirigido el barco hacia los bancos de arena. El trasatlántico seguiría allí un tiempo. Las olas cubrirían de limo el casco, y un siglo más tarde, casi invisible, sería una islita coronada de árboles.

Ish dio media vuelta, cruzó la orilla sur, recibió en pleno rostro el hedor que venía del hospital Bellevue, encontró el mismo aire pestilente en los alrededores de la estación Pennsylvania y al fin tomó la Undécima Avenida, hacia el norte. En la Riverside advirtió que el sol se ponía detrás de las chimeneas apagadas de Jersey. Se preguntaba dónde pasaría la noche, cuando oyó una voz que llamaba:

—¡Eh, aquí!

Princesa estalló en furiosos ladridos. Ish frenó y miró hacia atrás. Un hombre salía de un edificio. Ish descendió yendo a su encuentro. Princesa se quedó adentro, ladrando.

El hombre avanzaba con la mano extendida. Era una figura convencional, de la cabeza a los pies. Bien afeitado, con traje de verano y la chaqueta puesta. Ni joven ni viejo, de vientre un poco abultado. Sonreía amablemente. Ish casi esperaba oír la fórmula ritual del comerciante: «¿Qué desea, señor?».

—Me llamo Abrams —respondió el hombre—. Milt Abrams.

Ish acertó apenas a mascullar su propio nombre. Casi lo había olvidado. Hechas las presentaciones, Milt Abrams lo hizo entrar en la casa y lo llevó a unas agradables habitaciones del segundo piso. Una rubia de unos cuarenta años, bien vestida, casi elegante, estaba sentada junto a una mesa de cóctel, con una coctelera al alcance de la mano.

—Le presento a la señora… —empezó a decir Abrams, e Ish comprendió en seguida el porqué del titubeo. La catástrofe debería haber dejado con vida a muy pocas parejas, y desde entonces no había habido oportunidad para ceremonias matrimoniales. Milt Abrams tenía bastantes prejuicios como para que eso lo turbara.

La mujer dedicó a Ish una sonrisa que desconcertó aún más a Milt.

—Llámeme Ann —dijo—. ¿Quiere tomar algo? ¡Martinis calientes, no puedo ofrecerle otra cosa! ¡Ni pizca de hielo en toda Nueva York!

A su modo, la mujer era tan típicamente neoyorquina como Milt.

—Se lo repito continuamente —dijo Milt—: No bebas eso. El martini caliente es un veneno…

—Pasar todo el verano en Nueva York sin una pizca de hielo… —se quejó Ann.

Parecía no obstante que a pesar de su desagrado había consumido ya varios martinis calientes.

—Le ofreceré algo mejor —declaró Milt. Abrió un armario y exhibió un estante con botellas de amontillado, coñac Napoleón, y selectos licores—. Estos no necesitan hielo —comentó.

Milt era, evidentemente, un buen catador. A la hora de la cena abrió una botella de Chateau-Margaux.

El Chateau-Margaux exigía algo más que carne en conserva. Pero el vino corría liberalmente, e Ish se hundió en una ligera y feliz embriaguez. Ann parecía a aquellas horas bastante mareada.

La velada pasó agradablemente. Los tres jugaron al bridge, a la luz de unas velas. Bebieron licores. Escucharon discos en un fonógrafo portátil que no necesitaba de energía eléctrica. Cambiaron las frases comunes de tres personas reunidas en una mesa de juego:

—Ese disco chirría.

—No he hecho aún una baza…

—Tomaría otra copa…

La comedia estaba bien interpretada. Nadie insinuaba que detrás de los vidrios no hubiese un mundo; se jugaba a las cartas a la luz de las velas porque era más divertido; no había recuerdos ni alusiones inconvenientes. Ish comprendió que así era mejor. La gente normal, y Milt y Ann eran ciertamente normales, no se interesaba mucho en el lejano pasado o el lejano futuro. Vivía sobre todo en el presente.

Pero algunas observaciones fortuitas en las pausas del juego informaron suficientemente a Ish. Milt había sido propietario de una pequeña joyería. Ann había estado casada con un tal Harry, y había tenido bastante dinero como para veranear a orillas del Maine. Sólo había trabajado una vez: vendiendo perfumes en una tienda de lujo, en Navidad. Ahora compartían una morada que en otro tiempo hubiera sido demasiado suntuosa para los recursos de Milt. La electricidad había faltado bruscamente, pues las dinamos de Nueva York eran de vapor, pero el servicio de agua corriente seguía funcionando y no había problemas sanitarios.

La pareja vivía en Riverside como unos náufragos en una isla desierta. Pacíficos habitantes de Nueva York, no habían tenido nunca un auto y no sabían conducir. Un automóvil era para ellos un enigma. Con la desaparición de los transportes públicos sólo podían contar con sus propias piernas, y no habían sido nunca aficionados a las largas caminatas. El límite este era para ellos Broadway, con tiendas donde abundaban los comestibles y los vinos finos. Al oeste corría el río. Un radio de cinco kilómetros bastaba para sus paseos. Ése era todo su mundo.

En ese estrecho dominio no había, creían, otros seres vivos. Del resto de la ciudad sabían tanto como Ish. La orilla izquierda estaba tan lejos como Filadelfia. Brooklyn era una región tan fabulosa como Arabia.

De cuando en cuando escuchaban unos autos que cruzaban la avenida, y alguna vez veían alguno. Pero no se acercaban. La soledad y el desamparo los inclinaban a la desconfianza, y temían a los posibles malhechores.

—Pero al fin la soledad empezaba a pesarme —explicó Milt, no sin cierta turbación—. Y usted no corría. Vi que iba solo, me pareció simpático, y además la matrícula de su coche decía que no era de Nueva York.

Ish abrió la boca para ofrecerle el revólver, y se contuvo. Las armas de fuego podían resolver dificultades, pero también crearlas. Milt, probablemente, no había disparado un arma en su vida. En cuanto a Ann, era una de esas mujeres nerviosas que con un revólver en la mano pueden ser tan peligrosas para los amigos como para los enemigos.

Sin cine, ni radio, ni el espectáculo de una ciudad animada, Milt y Ann no parecían sin embargo muy aburridos. Jugaban interminablemente a las cartas por sumas astronómicas, y Ann debía ahora a Milt varios millones de dólares. Ponían discos durante horas, jazz, folklore, música de baile, en el ronco fonógrafo. Leían innumerables novelas policiales que sacaban de las bibliotecas circulantes de Broadway y que dejaban en cualquier lugar de la casa. Y, advirtió Ish, se atraían físicamente.

Pero, aunque no se aburrían, tampoco sentían el placer de vivir. Era una existencia sin sentido. Iban de un lado a otro como estupidizados. Habían perdido toda esperanza. Nueva York, su mundo, había muerto, y no lo verían vivo otra vez. No mostraron ningún interés cuando Ish quiso hablarles del resto del país. Si Roma perece, perece el mundo.

A la mañana siguiente, Ann se desayunó con otro martini y lamentó nuevamente la falta de hielo. Ella y Milt le pidieron a Ish que no se fuera en seguida; hasta le suplicaron que se quedara para siempre. En algún lugar de Nueva York encontraría sin duda una muchacha que los acompañaría a jugar al bridge. Ish no había encontrado desde la catástrofe gentes más simpáticas. Sin embargo, no tenía ningún deseo de compartir su destino… ni siquiera con una compañera para jugar al bridge y otras cosas. No. Había decidido volver al Oeste.

Pero cuando se puso en marcha, y la pareja lo despidió desde la puerta, sintió deseos de quedarse un tiempo. Milt y Ann le inspiraban a la vez simpatía y piedad. No quería pensar qué sería de ellos cuando llegara el invierno y la nieve cubriera las hondonadas, entre los edificios, y el viento del norte aullara en el desfiladero de Broadway. No habría calefacción central el próximo invierno en Nueva York. Pero habría en cambio muchísimo hielo, y Ann podría enfriar sus martinis.

Ish dudaba que la pareja soportase los rigores invernales, aunque transformara los muebles en leña. Estaban a merced de cualquier accidente, o de una pulmonía. Eran como los perros de aguas o los pequineses que en otro tiempo habían ambulado por las calles, pero al extremo de una cadena. Los ciudadanos Milt y Ann no sobrevivirían a la ciudad. Pagarían el precio que la naturaleza exige siempre a los organismos demasiado especializados. Milt y Ann —el joyero y la vendedora de perfumes— eran incapaces de adaptarse a nuevas condiciones de existencia. En cambio, aquellos negros de Arkansas habían redescubierto casi sin esfuerzo la vida primitiva.

La avenida describía una curva, e Ish sintió que aunque volviera la cabeza ya no los vería. Se le humedecieron los ojos. Adiós, Milt y Ann.

5

El regreso al Oeste —al hogar, pensaba Ish— fue un verdadero viaje de placer. Un hombre y su perro en auto. Los días se deslizaron sin incidentes notables.

En los campos de Pennsylvania el trigo era castaño dorado, y las espigas le llegaban a Ish al hombro. Cuando vio la barrera de peaje apretó con todas sus fuerzas el acelerador y corrió por las curvas a ciento veinte y ciento treinta kilómetros por hora, ebrio de velocidad, sin pensar en el peligro. Entró así en Ohio.

En las ciudades y pueblos ya no había gas, pero Ish había encontrado un calentador de querosén de dos picos. Los días de buen tiempo acampaba en los bosques y encendía una hoguera. Las conservas eran aún su principal alimento, aunque en los campos cosechaba espigas de maíz y, cuando podía, legumbres y frutas.

Le hubiese gustado comer unos huevos, pero las gallinas habían desaparecido completamente, y lo mismo los patos. Comadrejas, gatos y ratas habían exterminado sin duda a aquellas volátiles, que no podían vivir sin protección. Una vez, sin embargo, Ish oyó la ronca llamada de una pintada, y en dos ocasiones vio unas ocas que nadaban en las acequias. Mató una, pero descubrió que era un animal demasiado viejo y duro para una marmita de campamento. Los pavos no faltaban en los bosques, y de cuando en cuando cazaba alguno. Con un perro de caza hubiese podido conseguir, quizás, algunas perdices y faisanes. Princesa se lanzaba a menudo tras el rastro de innumerables conejos, pero nunca traía ninguno. Ish terminó por preguntarse si esos conejos, siempre invisibles, no serían imaginarios.

En los campos abundaba el ganado, pero las labores de carnicero le desagradaban y el tiempo caluroso no invitaba además a comer carne. De vez en cuando se veían unas ovejas. Cuando el camino cruzaba algún terreno pantanoso, debía cuidarse de los cerdos tendidos a la sombra en el fresco cemento. Algunos perros famélicos erraban aún por las ciudades. No se veían muchos gatos pero de noche estallaban a veces coros de maullidos; habían vuelto a sus hábitos nocturnos.

Evitando las grandes ciudades, Ish corría hacia el oeste —Indiana, Illinois, Iowa— y atravesaba campos de trigo, y pueblos soleados y desiertos de día, y oscuros y desiertos de noche. La naturaleza salvaje seguía apoderándose del mundo: aquí, entre las hierbas de una acera asomaba un retoño de álamo; allí, un hilo telefónico cruzaba el camino; más allá, unas huellas de barro revelaban que un coatí había abrevado en la fuente de una plaza, al pie de una estatua a un soldado de la guerra civil.

Encontró otros seres humanos, en parejas o tríos. Las moléculas aisladas se reagrupaban. En general todos se aferraban al lugar donde habían vivido antes del desastre. Nadie manifestó deseos de seguirlo; a veces lo invitaban a quedarse. El ofrecimiento no tentaba a Ish. Aquellas pobres gentes arrastraban una vida corporal, pero le parecían a Ish mentalmente muertas. Había estudiado bastante antropología como para saber que había habido anteriormente otros casos. Un individuo no suele sobrevivir al cuadro de su existencia. Privado de familia, amigos, oficios religiosos, placeres, hábitos, e incluso esperanza, no es más que un cadáver animado.

La catástrofe no había concluido. Un día Ish encontró a una mujer loca. Sus ropas revelaban que había sido rica, pero ahora no era capaz de atender a sus necesidades, y el primer invierno acabaría con ella. Muchos sobrevivientes decían que los suicidas habían sido numerosos.

Pero las emociones y la soledad no habían trastornado de ningún modo a Ish. Se sorprendía a veces. Lo atribuía a su curiosidad, su carácter, la lista de cualidades que había redactado un día y que debían ayudarlo en esta nueva vida.

A veces, sentado en el auto, o ante el fuego, se sentía asaltado por imágenes eróticas. Pensaba en Ann, la neoyorquina, con su belleza rubia, fresca y limpia. Pero Ann era una excepción. En general las mujeres iban desarregladas y sucias, y sólo dejaban su apatía para reír histéricamente. Sin duda, muchas eran asequibles, pero no le inspiraban ningún deseo. Quizá su actitud era un efecto de la catástrofe. Pero no se preocupaba, con el tiempo todo volvería a la normalidad.

En las ardientes llanuras de Nebraska, el trigo seguía en pie. El oro de la espiga estaba oscureciéndose, y los granos empezaban a caer. El año siguiente habría una cosecha espontánea; pero aparecerían también hierbas y malezas que ahogarían el trigo con un espeso manto.

El parque de Estes ofrecía agradables refugios de sombra, después del calor de las llanuras. Ish se quedó allí una semana. Las truchas no habían visto un anzuelo en todo el verano y la pesca era excelente.

Luego vinieron las altas montañas, a las que sucedieron el desierto y las tierras de artemisa. Apretando el acelerador, Ish tomaba rápidamente las curvas de la carretera 40, hacia el paso de Donner.

Cruzó el paso y vio que unas espesas cortinas de humo cubrían los campos. ¿En qué mes estamos?, se preguntó. ¿Agosto? Quizá principios de setiembre. La época de incendios en los bosques. Y no había nadie para combatir el fuego.

Al acercarse al paso de Yuba se encontró bruscamente con el siniestro. Las llamas se alzaban a ambos lados de la ruta. Decidió ir adelante. La carretera era ancha y se podía pasar sin peligro. Pero tras una curva descubrió que un tronco envuelto en llamas bloqueaba la carretera. El terror que había vivido una mañana en el desierto —parecía que habían transcurrido años— cayó otra vez sobre él. Se sintió desesperadamente solo, incapaz de afrontar una emergencia, recobrarse de un accidente.

Había una única solución: retroceder. Dio marcha atrás bruscamente y se le bloqueó el motor. Al cabo de un rato consiguió ponerse otra vez en marcha, y huyó del fuego.

Ya fuera de peligro, recobró la calma. Decidió probar la carretera 20. Los incendios no la habían perdonado, pero estaban casi extinguidos. Avanzó lentamente, evitando los árboles caídos. Pero cuando llegó a una cima se estremeció al ver detrás de él la extensión del fuego. Había tenido suerte.

Había planeado pasar la noche entre los árboles de la montaña, pero pensando que el fuego podía rodearlo, siguió camino y acampó en la plaza de un pueblo, al pie de unas lomas. No había ni una farola encendida. Se sintió decepcionado, pues esperaba encontrar luces en California. Los incendios habían destruido sin duda las líneas eléctricas, por lo menos en aquella región.

Acostado en el suelo, incómodo, sintiendo el acre olor del humo en la nariz, intentó conciliar el sueño; pero tenía la impresión de haber caído en una trampa. Aunque todos los incendios se hubieran extinguido, los árboles quemados y los desprendimientos de las laderas vecinas debían de haber obstruido el camino de la sierra.

A la mañana, como de costumbre, se sintió más animado. California, si no podía salir, era por lo menos una prisión espaciosa y cómoda, y si era imposible cruzar la sierra, podía tomar la carretera del desierto.

Se preparaba para partir, cuando Princesa, con su acostumbrado espíritu de contradicción, se puso a ladrar y desapareció tras un rastro. Irritado, Ish se resignó a esperarla, y como la perra tardaba en reaparecer, alteró sus planes y pasó la mayor parte del día tendido a la sombra de los árboles, semidesnudo. Reanudó su viaje en las últimas horas de la tarde.

Llegó a la cima de la montaña al anochecer. La bahía se abría en abanico ante sus ojos, con su corona de ciudades. Sonrió al advertir que en las calles había aún muchas luces encendidas. Había olvidado el espectáculo. Las centrales de vapor se habían detenido casi inmediatamente, y las pequeñas fábricas hidroeléctricas no habían funcionado mucho tiempo. Sintió un curioso orgullo: aquellas luces eran quizá las últimas.

Durante un instante se preguntó si no habría sido víctima de una alucinación y se encontraba ahora en una ciudad donde todo funcionaba normalmente.

La larga carretera desierta lo devolvió a la realidad. Las manchas negras indicaban que la electricidad faltaba en algunos barrios. Las luces del puente Golden Gate se habían apagado también. O quizá las ocultaba la niebla que subía de la bahía.

Entró en la avenida San Lupo. Nada parecía haber cambiado. Siempre habrá una avenida San Lupo, pensó, y recordó a los otros sobrevivientes. Él también había decidido refugiarse en un sitio familiar, y regresaba con la fidelidad de una paloma.

Abrió la puerta y encendió la luz. Todo estaba como antes. No esperaba otra cosa, y sin embargo… Sintió una sorda melancolía.

Las amarillentas hojas secas, pensó. Era una línea que había oído en un teatro, no recordaba en qué obra. En otro tiempo, en el pasado…

Princesa se lanzó hacia la cocina, resbaló en el linóleo, lanzó un cómico chillido, y se enderezó. Ish la siguió, agradeciéndole la interrupción. La perra olfateaba el zócalo, pero no era posible descubrir qué le interesaba tanto.

Bueno, pensó Ish volviendo a la sala, parece que me he insensibilizado, pero al menos no hay espectadores y no tengo que fingir. Todo esto es consecuencia, sin duda, de tantas pruebas.

La nota que había dejado sobre el escritorio seguía allí, intacta. La tomó, arrugándola, la arrojó a la chimenea, y encendió un fósforo. Titubeó un momento. Al fin acercó la llamita al papel y observó cómo ardía. Otro episodio terminado.


Esa generación no conocerá padres, esposas, hijos o amigos. Será como en épocas fabulosas, cuando los dioses, para poblar la tierra, recurrían a las piedras o los dientes del dragón, y eran todos extraños, de rostro extraño, y nadie conocía el rostro de sus semejantes.


A la mañana siguiente decidió ordenar su vida. La comida, como ya lo había comprobado, no era un problema. Examinó las tiendas del barrio. Las ratas habían destrozado cajas y roído alimentos que cubrían los pisos de baldosas. De pronto, vio en un escaparate cajones de frutas de brillantes colores y legumbres apetitosas y frescas que parecían recién cosechadas. Incrédulo, acercó la cara al vidrio polvoriento. En seguida, primero irritado y luego divertido, descubrió que aquellas naranjas, manzanas, tomates y peras relucientes eran frutos de cartón con que el comerciante había decorado en otro tiempo su vitrina.

Un poco más allá encontró una tienda que, aparentemente, los ratones no habían podido asaltar. Abrió con cuidado una ventana y entró.

El pan no era ya comestible, y los gusanos pululaban en cajas de bizcochos herméticamente cerradas. Pero la fruta seca y todos los alimentos guardados en recipientes de vidrio o latón estaban intactos. Mientras sacaba unos frascos de aceitunas, oyó el zumbido de un motor eléctrico. Abrió la nevera y encontró manteca perfectamente conservada, carne fresca, vegetales congelados. Salió con su botín y cerró cuidadosamente la ventana para evitar, por lo menos, una invasión de ratas.

De regreso a su casa examinó nuevamente la situación. La vida material, y por mucho tiempo, no presentaría dificultades. En las tiendas abundaban los alimentos y las ropas, no había más que servirse. El agua salía aún de los grifos. Ya no había gas, y con otro clima hubiese tenido que conseguir algún combustible. Pero el calentador de querosén le bastaba para cocinar. Encendería la chimenea en invierno, y si eso no bastaba podía recurrir a toda una batería de calentadores. Se sintió tan orgulloso de no necesitar ayuda, que temió transformarse en ermitaño, como el viejo que había encontrado hacía un tiempo.


En aquellos días, cuando el aire mismo transmitía la muerte, y la civilización vivía sus últimos instantes, los hombres encargados del suministro del agua se miraron y dijeron: «Podemos enfermar y morir, pero la gente seguirá necesitando agua». Recordaron entonces los planes que se habían trazado en otra época, cuando se vivía con el temor de los bombardeos. Abrieron válvulas y canales. El agua que bajaba de las montañas serpenteó en los largos sifones, entró en las tuberías subterráneas, y al fin en los depósitos, presta a salir por todos los grifos. «Ahora —dijeron los hombres—, podemos desaparecer, pues el agua correrá hasta que el óxido roa las tuberías, y eso no ocurrirá en vida de nuestros hijos.» Luego murieron. Pero como hombres de honor, que cumplieron hasta el fin su tarea.

El agua seguía, pues, brindando sus beneficios, y nadie sufría sed. Corría aún en abundancia cuando los últimos sobrevivientes erraban tristemente por las calles.


Al principio, Ish temía morirse de aburrimiento, Pero pronto encontró en qué ocuparse. La fiebre de actividad que había mostrado en el viaje al Este había desaparecido. Dormía mucho. Se pasaba largas horas sentado, con los ojos abiertos, sumido en una profunda apatía. Pero cuando salía de estos estados, sentía miedo, y se lanzaba a la acción con renovado ardor.

Por fortuna, el cuidado de la vida material, aunque poco complicado, le absorbía gran parte del tiempo.

Comía en la casa, y pronto comprendió que si dejaba amontonar los platos las hormigas le aumentaban el trabajo. Por la misma razón llevaba lejos los desperdicios. Alimentaba a Princesa, y cuando la perra olía mal, la bañaba.

Un día, para sacudir la modorra, fue a la biblioteca pública, hizo saltar la cerradura de un martillazo, después de ambular un poco salió, sonriendo, con Robinsón Crusoe y Los Robinsones suizos bajo el brazo.

Pero estos libros no le interesaron mucho. Las preocupaciones religiosas de Crusoe le parecieron aburridas y tontas. En cuanto a la familia suiza —ya había tenido esa impresión en la infancia—, el barco náufrago era una especie de saco sin fondo que servía todas las necesidades. A falta de radio, tenía el fonógrafo y los discos de sus padres. Al cabo de un tiempo encontró en una tienda de música un aparato mejor. Era pesado, pero logró subirlo al coche y lo instaló en el vestíbulo de su casa. Se llevó también gran cantidad de discos. Se regaló además un hermoso acordeón. Con ayuda de un manual, logró sacar algunos sonidos patéticos que Princesa saludaba con terribles aullidos. Reunió también algunos materiales de pintura, aunque nunca los utilizó.

Pero le interesaba, sobre todo, observar lo que ocurría en un mundo liberado del yugo del hombre. Recorría en auto la ciudad y el campo vecino. A veces, se paseaba por las lomas con sus prismáticos de larga distancia. Princesa lo abandonaba de pronto para lanzarse en persecución de su eterno conejo invisible.

Un día salió a buscar al anciano que amontonaba tantos objetos heteróclitos. No sin trabajo, encontró la casa: un desordenado nido de ratas. Pero el viejo no estaba allí, y nada indicaba que viviera aún. Ish, descorazonado por tantas decepcionantes tentativas, no buscó otros compañeros.

El aspecto de las calles cambiaba lentamente. La sequía de verano seguía aún, pero los vientos traían polvo, hojas muertas, detritus y los amontonaba aquí y allá. No había en la ciudad muchos animales, perros, gatos o ratas. En algunos barrios, sin embargo, sobre todo en los muelles, pululaban los perros, pero pertenecían todos a la misma raza: terriers o mestizos de terrier, pequeños y activos. Habían abandonado ya sus viejos hábitos e iniciado una nueva vida. Siguiendo quizás el ejemplo de las ratas, asaltaban y asolaban las tiendas. Las ratas roían las cajas de cartón, y luego entraban los perros y se comían las galletas. Pero se alimentaban también de ratas. Así se explicaba su número en las zonas donde siempre habían abundado los roedores, aun antes de la catástrofe. Los perros habían perseguido o matado a los gatos, y a costa sin duda de algunos arañazos habían logrado satisfacer su hambre.

Esos perros divertían a Ish. Se paseaban con la despreocupación tradicional de los terriers, y hasta con un aire fanfarrón. Aunque sucios y flacos, parecían vigorosos y seguros de sí mismos, como si pensaran haber solucionado el problema de la comida. Eran sin duda los ejemplares más independientes de la especie, los que nunca se habían preocupado mucho de los hombres. Ish no les interesaba y se mantenían a distancia sin buscarlo ni rehuirlo. Un día Princesa se peleó a dentelladas con una perra, y desde entonces, en aquellos barrios, Ish la tenía siempre atada o la encerraba en el coche.

En los parques y los lugares arbolados de los alrededores, veía a veces algún gato, casi siempre subido a una rama, quizá para cazar pájaros o porque temía a los perros.

En el curso de sus paseos por las lomas, Ish nunca había encontrado un perro, pero un día lo sorprendió una algarabía de chillidos y ladridos. Se subió a una altura y vio, en un viejo campo de golf, unos ocho o diez perros que perseguían a media docena de vacas. Se llevó los prismáticos a los ojos y notó que los perros, aunque de razas distintas, eran todos de alta estatura. La jauría estaba formada por un danés, un ovejero escocés, un dálmata y varios mestizos, todos de patas largas y robustos. Se habían unido indudablemente para la caza y no parecía aquél su primer ataque. Trataban de aislar un ternero. Pero las vacas contraatacaban vigorosamente, con cornadas y coces. Al fin alcanzaron a refugiarse entre unos espesos matorrales, a orillas del campo de golf, y los asaltantes se batieron en retirada.

El espectáculo había terminado. Ish llamó a Princesa y se dirigió hacia el auto, que había dejado a algo más de un kilómetro. De pronto, los ladridos de la jauría estallaron de nuevo. Se acercaban cada vez más e Ish comprendió que le seguían la pista.

Sintió pánico. Echó a correr. Pero eso era incitarlos. Se tranquilizó, y recogió algunas piedras y una rama caída que podría servirle como lanza. Luego siguió caminando hacia el coche. Los ladridos se oían más cerca. De pronto los perros callaron e Ish comprendió que lo habían visto. Esperaba que un resto de miedo ancestral les impidiese atacar a un hombre, pero se preguntó de pronto qué le habría ocurrido al viejo y a los otros que había encontrado en aquellos parajes. Y he aquí que uno de los perros, un horroroso mestizo negro, saltó a la carretera, ante él. Se detuvo a unos cincuenta metros, se sentó sobre los cuartos traseros y lo miró. Ish levantó el brazo como si fuese a tirarle una piedra. El perro dio un salto, se lanzó hacia el borde de la carretera y desapareció entre unos matorrales. La maleza se movía como si los perros estuviesen preparándose para saltar sobre él. Princesa, como siempre, mostraba una exasperante indecisión. Con la cola entre las patas se apretaba contra su amo, o de pronto corría a derecha e izquierda y ladraba como desafiando al mundo entero.

El auto estaba a la vista. Ish se acercó con un paso regular, sin malgastar sus piedras, y echando de cuando en cuando una ojeada por encima del hombro. Princesa le avisaría, en caso de ataque por la espalda. De pronto el danés se lanzó por una brecha, entre los matorrales. Era un perro magnífico, pesado como un hombre. Aullando, Princesa se precipitó hacia él en un reto suicida. El danés le salió al encuentro y a la vez el ovejero escocés apareció a la derecha. Pero Princesa se escabulló con la agilidad de una liebre. Los dos perrazos chocaron uno contra otro, y rodaron por el suelo, gruñendo. Princesa regresó a frotarse contra las piernas de Ish. Apareció entonces el dálmata. Cruzó la carretera y se detuvo, mostrando una lengua roja. Ish no se apresuró ni aminoró la marcha. El recién venido era de aspecto menos feroz que sus compañeros, e Ish estaba decidido a hacerle frente. Un hermoso collar con una placa de metal le rodeaba aún el cuello pelado. No sin inquietud, Ish advirtió que a pesar de su flacura y sus salientes costillas, el animal no había perdido su vigor. Evidentemente, a los perros no les faltaba comida: conejos, terneros, o cualquier carroña. Esperaba que no se devoraran aún entre ellos, y que ignorasen el gusto del hombre.

Cuando llegó a unos seis metros del dálmata, Ish, sin detenerse, alzó el brazo en un ademán de amenaza. El perro metió la cola entre las patas y huyó. El auto estaba muy cerca e Ish suspiró, aliviado.

Abrió la portezuela, hizo subir a Princesa y, reprimiendo una última ola de pánico, la siguió con dignidad. Cerró la portezuela y se sintió fuera de peligro. La mano se le crispó sobre el mango del martillo que yacía a sus pies.

El hermoso danés se había echado al borde de la carretera. Los otros habían desaparecido. Ahora, a salvo, Ish examinó la situación más imparcialmente, Los perros no le habían hecho ningún mal; ni siquiera lo habían amenazado. Se le habían aparecido como fieras sedientas de sangre, pero ahora le inspiraban piedad. Quizá los había atraído el recuerdo nostálgico de suculentas comidas, la leña que crepitaba en la chimenea, las caricias y palabras cariñosas. Y se puso en marcha deseando sinceramente que trituraran un conejo, o tumbaran algún ternero.

A la mañana siguiente, el drama se transformó en comedia. Princesa, evidentemente, requería un compañero. Como Ish no quería cachorros, la encerró en el sótano.

Pero, a pesar de todo, ignoraba las verdaderas intenciones de la jauría. Perecer entre los dientes de los perros le parecía la menos envidiable de las suertes. Desde entonces no se aventuró otra vez en las montañas sin un revólver en el cinturón o una carabina.

Dos días después, una invasión de hormigas le hizo olvidar el peligro de los perros. Ya había tenido algunas dificultades con aquellos bichos; pero ahora aparecían por todos lados e invadían la casa. La lucha no era nueva. Ish recordaba el grito consternado de su madre cuando una columna negra atravesaba la cocina, la irritación de su padre, las discusiones sobre cómo destruirlas. Las hormigas venían ahora con ejércitos cien veces más poderosos, y sin encontrarse con molestas amas de casa dispuestas siempre a combatirlas y aun llevar la guerra a los mismos nidos. En algunos meses se habían multiplicado increíblemente. La comida, sin duda, no les faltaba.

Salían de todas partes. Ish deploraba que los límites de sus conocimientos entomológicos no le permitieran desvelar el misterio de este crecimiento. A pesar de sus búsquedas, nunca supo si las hormigas tenían en alguna parte su metrópoli, o si se multiplicaban un poco en todas partes.

Nada escapaba a sus exploraciones. Ish se convirtió muy pronto en una furibunda y escrupulosa ama de casa, pues la más minúscula partícula de comida o aun una mosca muerta atraía inmediatamente una columna de tres centímetros de ancho. Se paseaban como pulgas por el pelaje de Princesa, pero no la picaban. Las descubrió en sus propias ropas. Una madrugada despertó con una horrible pesadilla y descubrió un cortejo de hormigas que le cruzaba la cara. No pudo saber qué las había atraído.

Pero la casa era sólo una tierra extranjera, abierta a sus incursiones. Las fortalezas de los hormigueros se alzaban afuera, en todas partes. Si Ish daba vuelta un terrón, miles de hormigas surgían de galerías subterráneas. Era posible que acabasen con todos los otros insectos, al quitarles los medios de subsistencia. Trajo de una droguería formol y DDT y convirtió la casa en una isla fortificada. Las invasoras no se arredraron. Muchas morían sin duda en el campo de batalla, pero algunos millones más o menos no era una gran diferencia. Intentó calcular cuántas hormigas habría en el barrio y llegó a unas increíbles cifras astronómicas. ¿No tenían enemigos naturales? ¿Seguirían multiplicándose? Desaparecido el hombre, ¿heredarían la tierra?

No. Al fin y al cabo eran las mismas atareadas hormiguitas que habían puesto a prueba a las pacientes amas de casa californianas. Hizo algunas investigaciones y descubrió que la plaga no se extendía mucho más allá de los límites ciudadanos. Como los perros, los gatos, las ratas, estas hormigas eran también animales domésticos, que dependían del hombre. Este pensamiento lo animó. Si sólo le hubiera preocupado su comodidad, se habría ido, pero prefería, aun a costa de ciertos inconvenientes, observar qué ocurría.

Luego, una mañana, no más hormigas. Miró atentamente a su alrededor, y no descubrió una sola. Dejó unas migas en el piso y fue a sus ocupaciones. Cuando volvió, el festín seguía intacto. Sorprendido, presintiendo que había ocurrido algo insólito, salió al jardín. Dio vuelta un terrón y no vio la agitación habitual. Siguió buscando. Aquí y allá encontró algunos ejemplares que vagaban aturdidos, pero eran tan pocos que hubiese podido contarlos. Sin embargo, no había cadáveres. Las hormigas habían desaparecido como por arte de encantamiento. Si hubiera conocido la estructura de los hormigueros, habría podido descubrir quizá sus cementerios. Lamentó su ignorancia y se resignó a no enterarse.

Nunca resolvió el misterio, pero adivinaba la verdad. Cuando una especie se propaga demasiado, es casi siempre víctima de algún cataclismo. Era posible que las hormigas hubiesen agotado los víveres que habían permitido su crecimiento. Aunque quizá fuera más probable que las hubiese atacado alguna enfermedad. En los días siguientes, sintió, o creyó sentir, un hedor débil, pero penetrante, que atribuyó a la descomposición de aquellos millones de cadáveres.

Tiempo después, después de una jornada dedicada a la lectura, sintió hambre. Fue a la cocina y buscó en la nevera un poco de queso. Miró casualmente el reloj eléctrico y se sorprendió. Las nueve y treinta y siete. Creía que era más tarde. Mientras volvía a la sala, masticando el primer bocado de queso, consultó su reloj de pulsera: las agujas señalaban las diez y nueve minutos. Al fin el viejo reloj se ha descompuesto, pensó. No era raro. Recordó cómo se había sorprendido al llegar después de la catástrofe y ver que las manecillas se movían.

Retomó el libro. Un viento del norte con un acre olor a humo sacudía las ventanas. Pero el olor no le llamaba la atención. Muy a menudo el humo de los bosques incendiados era negro y espeso como una nube de tormenta. Al cabo de un rato parpadeó y acercó los ojos a la página. Este humo me hace lagrimear, pensó. Casi no veo. Acercó el libro a los ojos y le pareció que toda la habitación se oscurecía. Con un sobresalto se volvió hacia la lámpara eléctrica, sobre la mesa de bridge.

En seguida, se levantó de un salto, con el corazón palpitante, y salió al porche. Miró la amplia perspectiva de la ciudad. Las luces brillaban aún en las calles. La guirnalda de globos amarillos seguía encendida en el puente, y en lo alto de los pilones parpadeaban las luces rojas. Miró con más atención. Las luces parecían menos brillantes que de costumbre. ¿Sería efecto de su imaginación? ¿O las velaba la humareda? Volvió a su sillón y trató de leer para olvidar sus temores.

Pero en seguida parpadeó otra vez. Miró la lámpara, perplejo. Y recordó de pronto el reloj de la cocina. Bueno, pensó, era inevitable.

En el reloj de pulsera eran ahora las diez cincuenta y dos. Fue a la cocina. El reloj indicaba las diez y catorce. Sacó cuentas rápidamente. El resultado confirmaba sus temores. El reloj eléctrico había atrasado seis minutos en tres cuartos de hora.

Sabía que el reloj de pared marchaba con impulsos eléctricos: una frecuencia de sesenta por minuto. Ahora estos impulsos se habían espaciado. Un técnico hubiera calculado fácilmente la frecuencia actual. Él hubiese podido hacerlo también, pero no le serviría de nada. Se sintió de pronto descorazonado. El sistema eléctrico se deterioraría cada vez más rápidamente.

Regresó a la sala. Esta vez era indiscutible. La luz había palidecido. Las sombras invadían los rincones de la habitación.

Las luces se apagan. Las luces del mundo, pensó, y conoció el terror de un niño abandonado en la oscuridad.

Princesa dormitaba en el piso. La disminución de la luz no la molestaba, pero se le contagió la inquietud de su amo y se incorporó gimiendo.

Ish salió otra vez al porche. De minuto en minuto, las largas guirnaldas de luces eran menos y menos claras, más y más amarillentas. El viento apresuraba aquella muerte, cortando aquí unos cables, interrumpiendo allá un circuito. El fuego que se extendía por las lomas vecinas quemaba las líneas, y hasta quizás alguna central.

Al cabo de un momento las luces dejaron de palidecer y se mantuvieron en un vago resplandor. Ish regresó a la sala, y acercando otra lámpara pudo leer cómodamente. Princesa volvió a su sueño. A pesar de la hora, Ish no tenía deseos de acostarse. Era como si estuviese velando el cadáver de su más caro y viejo amigo. «Hágase la luz. Y la luz se hizo», recordó. Parecía que el mundo hubiera llegado al otro extremo de su historia.

Poco después fue a mirar el reloj. Se había parado. Las dos agujas en lo alto del cuadrante señalaban las once y cinco.

Las manecillas del reloj de pulsera, en cambio, habían pasado la medianoche. Las luces se extinguirían totalmente dentro de unas pocas horas, o se mantendrían así algunos días.

Ish no se decidía a acostarse. Trató de leer y al fin se quedó dormido en el sillón.


En cuanto a la electricidad, los dispositivos de las centrales eléctricas eran tan ingeniosos que aun en pleno desastre no fue necesario ningún cambio. Los hombres habían sido vencidos por la enfermedad, pero las dínamos hacían correr aún a lo largo de los cables sus regulares vibraciones. Después de la breve agonía de la humanidad, las luces no perdieron nada de su brillo. Cuando caía un cable privando de electricidad a todo un pueblo, otro en seguida se encargaba de su tarea. Si se detenía una dínamo, sus hermanas, a lo largo de una línea de centenares de kilómetros, redoblaban sus esfuerzos.

Sin embargo, todo sistema, cadena o camino, tiene su punto débil El agua puede correr durante años, las grandes dínamos pueden girar sobre sus bien aceitados cojinetes; pero hay un punto débil: los reguladores que gobiernan las dínamos y que no son totalmente automáticos. Anteriormente se los examinaba cada diez días. Se los aceitaba una vez por mes. Pasaron dos meses sin que se presentaran los inspectores, y las reservas de aceite se agotaron; uno a uno, a lo largo de las semanas, los reguladores dejaron de funcionar.

Cuando un regulador se detiene, el grifo cambia automáticamente de ángulo y no fluye el agua. La dínamo se para entonces y no produce más electricidad. Muchas dínamos, una tras otra, quedan así inactivas. Las otras deben hacer un trabajo demasiado grande, y pocos días más tarde se detiene totalmente el sistema.


Cuando Ish despertó, las lámparas apenas alumbraban. Los filamentos eran de un rojo anaranjado. En la habitación reinaban las sombras.

¡Las luces se apagan! Cuántas veces, en el curso de los siglos, se había oído esa frase, pronunciada a veces con indiferencia, otras con pánico, literal o simbólicamente. ¡Cuánto había significado la luz en la historia del hombre! La luz del mundo. La luz de la vida. La luz del conocimiento.

Ish se estremeció. Pero, al fin y al cabo, la electricidad había sobrevivido al hombre gracias a los sistemas automáticos. Recordó el día en que había descendido de las montañas, sin saber nada del desastre. Había pasado ante una central eléctrica y concluyó que todo era normal porque el agua seguía corriendo por las esclusas y las dínamos zumbaban regularmente. Y quizás en otras partes la oscuridad era ya total. Quizás estas lámparas eran las últimas en extinguirse, y ya no habría más luz en el mundo.

No tenía ganas de dormir. Era su deber quedarse despierto. Pero esperaba que el último acto del drama fuese breve. La luz disminuyó todavía más. Es el fin, se dijo. Pero las lámparas seguían encendidas. El filamento era ahora de un rojo cereza.

Y otra vez se ensombrecieron. La obra de la destrucción se aceleraba, como un trineo que desciende una colina, lentamente al principio, luego más y más rápido. Durante un segundo, las luces parecieron brillar con más fuerza, y luego desaparecieron.

Princesa se agitó y ladró en sueños. ¿Era un toque de difuntos?

Ish salió de la casa, diciéndose, sin convicción, que había habido un desperfecto en el sistema del barrio. Escudriñó la oscuridad. Detrás de las tinieblas, que el humo hacía más densas aún, brillaba débilmente una luna anaranjada. No se veía otra luz, ni en las calles ni en el puente: era, pues, el fin. «Apáguese la luz. Y la luz se apagó.»

Basta de melodrama, se dijo. A tientas entró en la casa y buscó en el armario donde su madre guardaba las velas. Encontró una sola y la puso en el candelero. La llama era pequeña, pero recta y clara. Ish se dejó caer débilmente en el sillón.

6

La desaparición de las luces trastornó a Ish. Aun en pleno día creía ver unas sombras que acechaban en los rincones. Volvía la Edad de las Tinieblas.

Almacenó fósforos, linternas, velas, casi contra su voluntad, pero sintiéndose curiosamente protegido.

Aunque no tardó en descubrir que la luz no era el producto eléctrico más importante. La nevera era ahora inútil, y la carne fresca, la manteca y las legumbres se transformaban en una masa putrefacta y maloliente.

Luego cambió la estación. Ish había perdido la cuenta de las semanas y los meses, pero su ojo ejercitado de geógrafo sabía descifrar los mensajes de la naturaleza. Era sin duda octubre; la primera lluvia confirmó sus presunciones. No se trataba de una tormenta pasajera. Fina y continua, la lluvia parecía eternizarse.

No salió en ese tiempo y trató de distraerse en la casa. Tocaba el acordeón, leía libros que hasta entonces no se había atrevido a mirar por falta de tiempo. De cuando en cuando se asomaba a la ventana y miraba la lluvia y las nubes bajas que parecían rozar los techos.

Una mañana salió a ver qué ocurría, qué nuevos episodios se habían añadido al drama. Al principio no advirtió nada nuevo. Luego vio en la avenida que las hojas muertas habían tapado una alcantarilla. El agua bullía en la calle e invadía las aceras; cruzaba la selva de hierbas que había sido el jardín de los Hart, entraba en la casa por debajo de la puerta y empapaba sin duda pisos y alfombras. Un poco más abajo, el río invadía la rosaleda y se perdía en una alcantarilla de la otra calle. Los destrozos no eran muy grandes, pero éste era sólo un ejemplo de lo que ocurría en miles de otros sitios.

Los hombres habían construido carreteras, alcantarillas, diques y otros obstáculos para oponerse al curso natural de las aguas. Estos trabajos necesitaban de cuidados constantes. Dos minutos le hubieran bastado a Ish para sacar la hojarasca y desatascar la alcantarilla, pero no le parecía necesario. Zanjas, alcantarillas y diques habían sido construidos para uso del hombre. El hombre había desaparecido y ya no tenían utilidad. Que el agua siguiese su curso y cruzara la rosaleda. Empapadas de agua y barro las alfombras de los Hart desaparecerían muy pronto. Tanto peor. Afligirse sería seguir viviendo en el mundo del pasado.

Ish volvía a su casa cuando tropezó con una cabra que comía tranquilamente el seto del señor Osmer, en otro tiempo tan cuidado. Divertido y curioso, se preguntó de dónde vendría la intrusa. Nadie había tenido animales semejantes en aquel barrio. La cabra, quizá también divertida e intrigada, dejó de comer y miró a Ish. Los hombres eran ahora bichos raros. Después de haberlo examinado sin temor ni respeto, la cabra juzgó que los suculentos brotes del seto eran más interesantes que aquel bípedo.

Princesa, que volvía de una de sus expediciones, apareció de pronto y se lanzó hacia la desconocida con frenéticos ladridos. La cabra bajó la cabeza y la amenazó con los cuernos. Princesa no era un animal combativo y saltando hacia un costado corrió hacia su protector. La cabra dio una dentellada al seto.

Algunos minutos más tarde Ish la vio pasearse por la acera como si toda la avenida San Lupo le perteneciese. ¿Y por qué no?, pensó. Quizás así es. El mundo cambia de amos.

Cuando la lluvia lo retenía en la casa, la mente de Ish se volvía hacia la religión, como el día en que había visitado la catedral. Hojeaba frecuentemente la voluminosa Biblia que su padre había cubierto de anotaciones. Los Evangelios lo decepcionaron, probablemente porque trataban de los problemas del hombre en la sociedad. «Dad al César…» Era una orden superflua, pues no había ni siquiera un inspector de tributos que representara al César.

«Vended vuestros bienes y repartid el dinero entre los pobres… Haz a otros lo que deseas te hagan a ti… Ama a tu prójimo como a ti mismo.» Todos esos preceptos sólo podían aplicarse a multitudes. En ese mundo reducido a su más simple expresión, un fariseo o un saduceo hubiesen podido cumplir aún los ritos de una religión formalista; pero, basada en la caridad, la doctrina cristiana carecía ahora de sentido.

Retrocedió al Antiguo Testamento, comenzó por el Eclesiastés, y lo encontró más actual. El viejo, el predicador, Cohelet lo llamaban en una nota al pie de página, tenía el arte de pintar con crudeza y realismo la lucha del hombre contra el universo. A veces, sus palabras se aplicaban exactamente a Ish. «Y que el árbol caiga hacia el sur o el norte, allí quedará.» Ish recordó aquel tronco de Oklahoma que cerraba la carretera 66. Más adelante leyó: «Más vale vivir acompañado que solo, pues si uno cae, el otro puede levantar al compañero, pero desgraciado de aquel que cae y está solo». E Ish recordó su terror cuando se sintió solo, sin nadie que pudiera ayudarlo en caso de accidente. Leyó sin descanso, maravillado ante aquella comprensión realista, y aun clarividente, de las leyes del universo. Hasta encontró esta frase: «Muerde la serpiente cuando no está encantada».

Llegó al final del primer capítulo y sus ojos se posaron en unos versículos del Cantar de los cantares, que es de Salomón. «Que él me bese con besos de su boca, pues mejores son sus amores que el vino», leyó.

Se agitó nerviosamente. En el curso de aquellos largos meses, se había sentido así en muy raras ocasiones. Comprendía ahora, otra vez, que el desastre lo había afectado más de lo que imaginaba. Así, en las antiguas leyendas de encantamientos, un rey miraba pasar el cortejo de la vida sin poder unirse a él. Otros hombres habían buscado una solución al problema. Aun aquellos que habían buscado la muerte en el alcohol habían participado de algún modo de la vida. Pero él, el observador, había rechazado la vida.

¿Y qué era la vida? Millones de hombres se habían hecho la misma pregunta. Cohelet, el predicador, no había sido el primero. Y todos habían encontrado una respuesta diferente. Salvo aquellos para quienes la pregunta no tenía respuesta.

Él, por ejemplo, Isherwood Williams, era una rara fusión de deseos y reacciones, realidades y quimeras. Afuera se extendía la vasta ciudad desierta, donde la lluvia golpeaba las largas avenidas solitarias, ya en las sombras del crepúsculo. Y entre los dos, el hombre y el mundo, había un raro e invisible vínculo. Cambiaba uno, y cambiaba el otro.

Era aquélla una vasta ecuación de varios términos y dos grandes incógnitas. De un lado estaba Ish, llamémosle X, y del otro Y, el mundo y sus pertenencias. Y las dos incógnitas buscaban un equilibrio que sólo se alcanzaba en la muerte. Éste era probablemente el pensamiento del desilusionado Cohelet cuando escribía: «Los vivos saben que morirán, pero los muertos nada saben». Mas de este lado de la muerte el equilibrio era siempre inestable. Si X cambiaba, si alguna glándula afectaba su humor, si Ish se sentía conmovido, o simplemente se aburría, hacía un gesto; y ese gesto modificaba la ecuación, aunque fuera ligeramente, estableciendo un provisorio equilibrio. Si, al contrario, cambiaba el mundo, si una catástrofe destruía la raza humana, o más simplemente, si la lluvia dejaba de caer, Ish, es decir X, se transformaba también, y nuevos actos ordenaban un nuevo y precario equilibrio. ¿Quién podía decir cuál de las incógnitas se imponía a la otra?

Casi inconscientemente dejó el sillón, y comprendió que ese movimiento traducía su inquietud. El equilibrio de la ecuación se había roto, y él se había levantado para restablecerlo. Pero su estado de ánimo cambiaba también el mundo. Princesa, arrancada de su sueño, dio un salto y corrió por la sala. Ish oyó que la lluvia golpeaba con más fuerza los vidrios. Alzó los ojos al cielo. Así se le presentaba el mundo, obligándolo a actuar. Fue a la cocina a preparar la cena.


La desaparición casi completa de la raza humana, catástrofe sin precedentes en la historia del mundo, no alteró las relaciones de la tierra y el sol, la extensión y la distribución de océanos y continentes, los períodos de lluvia y buen tiempo. Así, la primera tormenta de otoño, que partió de las islas Aleutianas para batir la costa de California, fue como muchas otras. La humedad apagó los incendios de los bosques; la lluvia lavó el humo y el polvo del aire. Llegó el viento del noroeste, fresco y de una cristalina pureza. La temperatura descendió rápidamente.


Ish se agitó en sueños y despertó, lentamente. Tenía frío. La otra incógnita de la ecuación ha cambiado, pensó, y se cubrió con una manta. Oh, hija de reyes, murmuró soñadoramente, tus pechos son… Y se durmió otra vez.

A la mañana la casa estaba helada. Se puso un chaleco de lana mientras preparaba el desayuno. Pensó en encender la chimenea, pero el frío parecía haberlo reanimado y decidió que ese día no se quedaría en la casa.

Después del desayuno salió al porche y admiró la escena. Lavado por la lluvia, el cielo era más limpio. El viento había amainado. A varios kilómetros de distancia, los pilones rojos del Golden Gate, sobre el fondo del cielo azul, casi parecían al alcance de la mano. Ish se volvió hacia el norte para mirar el pico de Tamalpais y se sobresaltó. Entre la montaña y él, a orillas de la bahía, se alzaba una delgada cinta de humo. Quizás aquella columna se había elevado cien veces sin que él pudiera verla en la atmósfera de humo y brumas. Ahora era una señal.

Sí, el fuego podía ser espontáneo. Anteriormente, otras columnas de humo habían atraído inútilmente a Ish. Sin embargo, el diluvio de los días pasados tenía que haber apagado los incendios.

De todos modos, este humo no estaba a más de tres kilómetros, e Ish pensó en meterse en seguida en el coche e ir a investigar. En el peor de los casos, sólo perdería unos minutos, y el tiempo sobraba. Pero un recuerdo lo detuvo. Había intentado ya acercarse a otros hombres y siempre había fracasado. Sintió uno de aquellos accesos de salvajismo, tan frecuentes en otra época, cuando la perspectiva de un baile lo hacía transpirar. Buscó algún pretexto. Así hacía antes: alegaba un trabajo urgente o se enfrascaba en un libro en vez de ir al baile.

¿Robinsón Crusoe deseaba realmente dejar la isla desierta donde era monarca absoluto? La pregunta no era nueva. Y aunque Robinsón amara la sociedad humana, ¿por qué él, Ish, debería parecérsele? Quizá él amaba su isla. Quizá temía los lazos humanos.

Casi con miedo, como si huyera de una tentación, llamó a Princesa, subió al coche, y salió en dirección opuesta.

Durante horas erró sin rumbo por las montañas. Los efectos de la lluvia eran ya evidentes. No se podía saber con claridad dónde terminaba la carretera y donde empezaban los campos. Los vientos del otoño habían hecho caer las hojas. En el cemento se veían algunas ramas muertas. El agua había arrastrado barro. A lo lejos, oyó, o creyó oír, los ladridos de una jauría. Pero los perros no aparecieron, y en las primeras horas de la tarde volvió a la casa. Del lado de las montañas, ningún humo rayaba el cielo. Sintió cierto alivio, pero también una gran decepción.

La otra incógnita de la ecuación había cambiado, y él había respondido huyendo. El hilo de humo reaparecería quizá a la mañana siguiente, pero no era seguro. O quizá aquel ser humano, quien quiera que fuese, había pasado simplemente por la ciudad, y no volvería.

En las primeras horas del crepúsculo miró otra vez y vio una luz débil, pero inconfundible. No vaciló. Llamó a Princesa, saltó al coche, y fue hacia la señal.

Marchaba lentamente. La ventana iluminada parecía mirar a su porche. Los árboles la habían ocultado, hasta que cayeron las hojas. Pero cuando Ish se alejó unos metros, la luz desapareció. Erró media hora a la aventura; al fin volvió a verla, descendió lentamente la calle y pasó ante la casa. Las persianas estaban bajas, pero algunos rayos de luz llegaban a iluminar la acera. Parecía la luz de una lámpara de petróleo.

Ish paró el motor en el otro lado de la calle y esperó. No apareció nadie. Titubeó un minuto. Luego, en un repentino impulso, abrió la portezuela y bajó del coche. Pero Princesa se le adelantó y corrió hacia la casa ladrando furiosamente. Su olfato le revelaba quizás una presencia desconocida. Con un juramento, Ish la siguió. Esta vez la perra lo obligaba a actuar. Se detuvo un segundo, pensando que no llevaba armas. Las normas de cortesía recomendaban no presentarse en casa ajena empuñando un revólver. Recogió impulsivamente el viejo martillo y cruzó la calle. Detrás de la persiana se perfilaba una sombra.

Pisaba la acera, cuando la puerta se abrió unos centímetros y el haz de una linterna cayó sobre él. Ish, enceguecido, se detuvo y esperó. Princesa, muda de miedo, se batió en retirada. Ish tuvo la desagradable impresión de que le apuntaban con un revólver. Y aquella luz, que no lo dejaba ver. Se había apresurado. La llegada de un desconocido en medio de la noche siempre asusta a la gente. Felizmente se había afeitado aquella mañana y llevaba un traje bastante limpio.

El silencio no terminaba nunca. Ish esperaba la pregunta, inevitable, pero un poco ridícula: «¿Quién es?», o la orden: «¡Arriba las manos!» Se sorprendió realmente cuando oyó una voz de mujer que decía solamente:

—¡Qué hermoso perro!

La voz era suave y modulada. Ish se sintió invadido por una cálida ternura.

La linterna eléctrica bajó al fin e iluminó la acera. Princesa correteó por el charco de luz, moviendo alegremente la cola. La puerta de la casa se abrió de par en par, y recortada contra la vaga luz del vestíbulo, Ish vio la silueta de una mujer arrodillada que acariciaba a la perra. Dio un paso adelante, llevando en la mano el ridículo martillo.

Princesa, excitada, dio un salto y se metió en la casa. La mujer se incorporó con un grito que era también una risa y se lanzó en su persecución. ¡Dios mío, tiene un gato!, pensó Ish, acercándose.

Pero cuando entró, Princesa corría simplemente alrededor de la mesa, olfateando las sillas, y la mujer protegía una lámpara de petróleo de los saltos del animal.

Era una mujer alta, morena, de unos treinta años. Observaba las cabriolas de Princesa y en su risa vibraba el eco del paraíso perdido. De pronto, algo se quebró en el corazón de Ish, y rió alegremente.

Cuando la mujer volvió a hablar, no hizo preguntas ni dio órdenes:

—Es magnífico ver a alguien —dijo.

Ish no encontró nada mejor que excusarse por el martillo, que aún tenía en la mano.

—Perdón por la herramienta —dijo, y la dejó en el piso, con el mango hacia arriba.

—No se preocupe, lo entiendo muy bien —dijo ella—. He conocido eso. Hay que llevar algo. La moneda de la suerte o la pata de conejo, ¿recuerda? No hemos cambiado mucho.

Ish temblaba ahora. Se sentía sin fuerzas. Tenía la impresión casi física de otras barreras que se derrumbaban: esas indispensables barreras defensivas que había elevado en meses de soledad y desesperanza. Dominado por el deseo irresistible de un contacto humano, hizo el viejo ademán convencional y tendió la mano derecha. La mujer se la apretó, y advirtiendo que Ish temblaba, lo llevó hacia una silla y casi lo obligó a sentarse. Luego le palmeó ligeramente la espalda.

—Le prepararé algo de cenar —dijo.

Ish no protestó, a pesar de que había cenado antes de salir. El propósito de la invitación tan serena no era calmar una exigencia corporal. La comida en común era un símbolo: sentarse a la misma mesa, compartir el pan y la sal, el primer lazo que unía a los seres humanos.

Ahora estaban sentados uno frente a otro. Comieron un poco, sin apetito, como cumpliendo un rito. El pan era fresco.

—Lo hice yo misma —dijo ella—, pero es cada vez más difícil encontrar harina sin gusanos.

No había manteca, pero sí miel y mermelada para el pan, y una botella de vino tinto.

Y como un niño, Ish se puso a hablar. Esta vez no era como en Nueva York, con Ann y Milt. En aquel tiempo se había refugiado tras sus barricadas. Ahora, y por primera vez, contaba su vida después del desastre. Hasta mostró la cicatriz de los dientes de la serpiente y las marcas más grandes donde había aplicado la ventosa. Describió su terror, su huida, y esa soledad que ahora su imaginación y su pensamiento rechazaban. Y de cuando en cuando ella interrumpía para murmurar:

—Sí, ya sé. Pasé por eso. Continúe.

La mujer había asistido a la catástrofe. Y sin embargo, adivinaba Ish, la había afectado menos. No parecía sentir la necesidad de hablar, pero invitaba a Ish a que contara sus experiencias.

Y mientras hablaba, Ish comprendió que, para él al menos, no era aquél un encuentro fortuito, un breve paréntesis. Todo su futuro estaba allí. Había encontrado en su camino hombres y mujeres, y nunca había querido unirse a ellos. Quizá el tiempo había curado las heridas. O quizá aquella mujer era diferente.

Además era una mujer. Esta idea penetraba cada vez más profundamente en Ish, y no pudo impedir un estremecimiento. Entre dos hombres, partir el pan era una realidad, y sentarse a la misma mesa, un símbolo suficiente. Pero entre un hombre y una mujer, la partición, realidad y símbolo, debía ir más lejos.

De pronto advirtieron que no sabían sus nombres. Sólo Princesa había tenido el honor de una presentación.

—Isherwood —declaró él—. Era el apellido de soltera de mi madre. Terrible, ¿no es cierto? Todos me llamaban Ish.

—Yo me llamo Em —dijo ella—. Es decir Emma. Ish y Em. No son nombres muy poéticos.

La mujer se rió, e Ish se unió a esa risa. Reír juntos, otro acto de comunión. Pero no el acuerdo último. Había una técnica para llegar a ese acuerdo. Ish había conocido hombres experimentados, los había visto actuar. Pero él, Ish, no era de esa especie. Todas aquellas virtudes que le habían permitido sobrevivir lo embarazaban ahora. Aunque las técnicas de antes, reflexionó, estaban fuera de lugar. Habían servido en otro tiempo, cuando había muchachas en todos los bares, en busca de aventuras. Pero ahora la vasta ciudad era sólo un desierto, y esta mujer había soportado la catástrofe, el miedo, la soledad. Sí, y después de tantas pruebas aún había valor en sus ojos, y determinación, y alegría.

En su desvarío, Ish se preguntó si no deberían celebrar alguna suerte de ceremonia matrimonial. Los cuáqueros se casaban sin sacerdote. ¿Por qué no ellos también? Por ejemplo, de pie, juntos, mirarían hacia el este, esperando la salida del sol. Y adivinó que el contacto de las rodillas bajo la mesa parecería menos inconveniente que palabras y juramentos. Advirtió que habían callado desde hacía un rato. La mujer lo miraba serenamente, e Ish supo que ella había entendido su silencio.

Turbado, se incorporó tan bruscamente que volcó la silla. La mesa ya no era un símbolo de unión, sino un obstáculo. Fue hacia ella. Em se incorporó también y los brazos de Ish se cerraron sobre aquel cuerpo cálido.


Cantar de Cantares. Son tiernos tus ojos, amor mío, y tus labios dulces y firmes. Tu cuello es marfil, y tus hombros pulidos como el marfil. Tus pechos son suaves como la lana. Tus muslos firmes y fuertes como cedros. Oh Cantar de los Cantares.


Em había pasado al cuarto vecino. Ish, el corazón palpitante, esperaba. Sólo tenía un temor. En un mundo donde no había médicos ni otras mujeres, ¿podían correr ese riesgo? Pero ella estaba en el cuarto. Había visto también el peligro, y había decidido afrontarlo.


Oh Cantar de Cantares. Amor mío, tu lecho es fragante como las ramas del pino y tibio es tu cuerpo. Eres Astarté. Eres Afrodita, que guarda el templo del amor. En mí está la fuerza. Los torrentes están contenidos. Ha llegado mi hora. Oh, recíbeme en tu ser infinito.

7

Em dormía a su lado. Los pensamientos se agolpaban en la mente de Ish impidiéndole conciliar el sueño. Recordaba las palabras que ella había dicho horas antes: poco importaban los sucesos que habían cambiado el mundo; él no había cambiado, y seguiría siendo igual a sí mismo. Sí, era cierto. A pesar de la tragedia, que lo había sacudido profundamente, él era siempre el investigador, el espectador que un poco apartado observa los fenómenos, sin confundirse con ellos. Era algo raro. En el mundo de otro tiempo no hubiera ocurrido nunca. Para él el amor había nacido de las ruinas.

Se durmió. Al despertar, era de día, y estaba solo. Paseó alrededor una mirada asustada. Sí, el cuarto era pobre y estaba mal arreglado. Quizá lo que él suponía una notable experiencia de amor no hubiera sido en otro tiempo más que una vulgar aventura en la habitación de cualquier hotel barato. Ella… no era ciertamente una diosa, una ninfa de los bosques que asoma entre las sombras del crepúsculo. Excepto en el momento del deseo, nunca sería Astarté o Afrodita. Quién sabe cómo es a la luz del día, se preguntó estremeciéndose. Era mayor que él; quizá no había buscado en ella sino un poco de ternura maternal. Oh, tanto peor, se dijo. La perfección no es de este mundo. El universo no va a trastornar sus leyes para complacerme. Recordó entonces que las primeras palabras de Em no habían sido ni una pregunta ni una orden, sino una afirmación. Sí, estaba bien así. Es necesario aceptar sin protestas los dones del destino.

Se levantó y vistió. Y mientras se arreglaba, un aroma llegó al dormitorio. ¡Café! Era también un símbolo… un poco más moderno, nada más.

Em había puesto la mesa del desayuno en el comedor, como la mujer de un empleado cualquiera. Ish la miró, casi con timidez. Y a la luz de la mañana vio aún más claramente los grandes ojos negros y apartados en el rostro moreno, los carnosos labios, la curva de los senos bajo la bata verde clara.

Ish no se adelantó a besarla, y ella no hizo ningún movimiento. Pero cambiaron una sonrisa.

—¿Dónde está Princesa? —preguntó Ish.

—La dejé salir un momento.

—Perfecto. Será un hermoso día, me parece.

—Sí, creo que sí. Lo siento, pero no hay huevos.

—No importa. Oh, jamón.

—Sí.

Estas frases no significaban mucho, pero los colmaban de alegría; más quizá que si se hicieran grandes promesas de amor. Una tranquila felicidad embargó a Ish. No, no había sido una aventura cualquiera en una habitación alquilada. Interrogó a aquellos ojos serenos, y sus incertidumbres se disiparon. Sería algo duradero.

Algunas horas más tarde se instalaron en la casa de San Lupo. Ish tenía más bienes, libros sobre todo, que ella. Parecía menos complicado unirse a los libros que llevarlos a casa de Em.

Desde entonces los días pasaron más rápidos y tranquilos. Había mucho que compartir. Sí, recordó Ish. «Un amigo dobla las alegrías, y reduce las penas.»

Em no recordaba nunca el pasado. Una o dos veces Ish le hizo alguna pregunta, pensando que ella quizá necesitaría hablar. Pero Em le respondió entrecortadamente, e Ish pensó que ella se había adaptado ya a la nueva vida y sólo pensaba en el porvenir.

Sin embargo, ella no se envolvía en ningún misterio. Por observaciones casuales, Ish supo que había tenido un marido, a quien había querido sin duda, y dos hijos. Había estudiado en el liceo, pero no había frecuentado la universidad. Su sintaxis no era siempre perfecta. El acento que lo había sorprendido desde las primeras frases recordaba a Kentucky o Tennessee. Sin embargo, ella nunca mencionaba que hubiese vivido fuera de California.

Su nivel social, suponía Ish, debía de haber sido inferior al suyo. Pero ahora los viejos prejuicios eran verdaderamente ridículos. Aquellas viejas tonterías ya no contaban. Y los días se sucedían apaciblemente.

Una mañana Ish fue a buscar provisiones. Subió al auto y apoyó el pulgar sobre el botón de arranque. Se oyó un leve ruidito metálico, y nada más. Probó otra vez, sin resultado.

Ningún melodioso ronroneo, ningún golpecito tranquilizador indicó que los fríos cilindros se pusieran a funcionar. Sintió pánico. Apretó el botón varias veces y sólo obtuvo el mismo ruido. La batería se ha agotado, pensó.

Bajó del coche, destapó el motor y contempló con desesperación el complicado orden de cables y piezas. Era demasiado para él. Descorazonado, regresó a la casa.

—El coche no marcha —dijo—. Se agotó la batería o algo similar.

Había hablado en un tono tan lúgubre que cuando Em estalló en una carcajada no podía dar crédito sus oídos.

—No nos esperan en ninguna parte —dijo ella—. Viéndote, uno creería que todo está perdido.

Ish también se rió. La contrariedad, compartida, le pareció de pronto sin importancia. Era cómodo tener un coche para recorrer las tiendas y transportar los paquetes. Pero podían vivir sin él. Em tenía razón: nadie los apuraba.

Había imaginado una jornada exasperante, con largas horas pasadas en elegir un coche nuevo o reparar el antiguo. Pero la búsqueda fue como un juego, aunque encontraron lo que necesitaban sólo al concluir la mañana. La mayor parte de los coches no tenían llaves. Ish hubiese podido servirse de algún alambre, pero le pareció que no sería muy cómodo. En otros no funcionaban las baterías. Al fin encontraron en una loma un coche casi completo. La carga de la batería era demasiado débil para poner en marcha el motor, pero los faros llegaban a encenderse, e Ish pensó que la corriente haría funcionar las bujías.

Lo empujaron loma abajo y al cabo de un rato los cilindros golpearon y chisporrotearon. Ish y Em rieron alegremente. Al fin circuló la gasolina, se calentó el motor, y se puso en marcha. Descendieron por la avenida desierta a noventa kilómetros por hora. Em se inclinó hacia Ish para besarlo. Y de pronto Ish sintió, asombrado, que nunca había sido más feliz en su vida.

El auto no era tan bueno como la camioneta, pero permitía ampliar el área de exploraciones. Buscaron en la guía telefónica la dirección de los comercios de baterías. Al fin forzaron la entrada de un depósito y encontraron docenas de baterías y reservas de ácido. Aunque poco sabían de mecánica, se arriesgaron a verter el ácido en una batería apropiada y luego la pusieron en la camioneta. Las primeras pruebas fueron un éxito.

El motor ronroneaba suavemente, tan pronto como Ish apoyaba el pie en el acelerador. Ish se dijo alegremente que había resuelto dos problemas. Ante todo había aprendido a reparar un automóvil. Y, lo que era más importante, había comprobado que no necesitaba un coche para vivir feliz y sin miedo.

Al día siguiente la nueva batería había dejado de funcionar. Estaba en mal estado, o habían cometido algún error al instalarla. Esta vez, sin embargo, no sintió pánico, y no se apresuró. Dos días después, decidió solucionar el problema. Lo ayudó la suerte, o puso más cuidado, pero al fin las baterías funcionaron satisfactoriamente.


Vestidos de lacas bruñidas y cromo brillante, las piezas del motor dispuestas en un orden milimétrico, los conmutadores exactos como cronómetros, habían sido el orgullo de una civilización, y su símbolo.

Y ahora están encerrados ignominiosamente en los garajes, abandonados en los parques de estacionamiento o junto a las aceras. El viento los cubre de hojas muertas y polvo. Y la lluvia transforma este polvo y estas hojas en un barro donde caen otros polvos y otras hojas. Los parabrisas son cristales opacos.

En el interior, los cambios son más lentos. Las superficies aceitadas resisten a la herrumbre. Las bobinas, los conmutadores, los carburadores y las bujías se mantienen en buen estado.

En las baterías, noche y día, operan lentas reacciones químicas, descomponiendo y neutralizando. Pasan algunos meses y los acumuladores mueren. Pero, separados, los acumuladores y ácidos no se alteran, y poner el ácido y adaptar el nuevo acumulador no es tarea difícil. Los acumuladores no son, pues, el punto débil.

El punto débil son sobre todo los neumáticos. El caucho se descompone lentamente. Los neumáticos viven un año, cinco años, pero llevan en sí el principio de la muerte. Las cámaras se desinflan, y los neumáticos, aplastados por el peso del coche, son pronto inútiles. El caucho se altera aún bajo techo. Los neumáticos almacenados durarán diez, veinte años, quizá más aún. Pero entonces ya no habrá rutas, y los hombres no sabrán conducir un automóvil, y hasta habrán perdido el deseo de hacerlo.


La cabeza de Em reposaba sobre el brazo plegado de Ish, y él le miraba los límpidos ojos negros. Estaban acostados en el diván de la sala. El rostro de Em parecía aún más oscuro a la luz del crepúsculo.

Un problema, pensaba Ish, estaba aún sin solución. Y ella lo había sacado a la luz.

—Sería maravilloso.

—No estoy tan seguro.

—Oh, sí.

—No me gusta.

—¿Por mí?

—Sí, sería peligroso. Sólo cuentas conmigo y yo no te serviría de mucho.

—Pero puedes leer todos los libros.

—Los libros —repitió Ish con una breve risa—. La comadrona práctica, Patología del parto. No, no me gustaría, aunque tú pienses de otro modo.

—También podrías buscar los libros y leerlos. Sería útil. Y yo en verdad no necesitaría mucha ayuda. Pasé por eso dos veces, ya sabes. No fue nada terrible.

—Quizá. Pero sería diferente sin médicos y hospitales. ¿Por qué piensas tanto en eso?

—Es una ley biológica, supongo. Algo natural.

—¿Crees que es necesario perpetuar la vida, que es nuestro deber asegurar el porvenir?

Em calló. Ish adivinó que ella reflexionaba, y que la reflexión no era una de sus virtudes. Sus decisiones nacían espontáneamente, de lo más profundo de su ser.

—No sé —dijo ella al fin—, no sé si es necesario que la vida continúe. ¿Por qué debería continuar? No, es puro egoísmo. Quiero un hijo, eso es todo. Oh, me es difícil explicártelo. Quiero un beso, también. —Ish la besó—. Me gustaría saber hablar —continuó ella—. Me gustaría poder expresar lo que pienso.

Alargó un brazo hacia la mesa y sacó un fósforo de la caja. Fumaba más que él, e Ish supuso que tomaría también un cigarrillo. Pero se engañó. Era un fósforo grande de cocina. Em lo hizo girar entre el pulgar y el índice, sin hablar. Luego lo frotó contra la caja.

Se alzó una llama, que se debilitó en seguida y corrió por la madera del fósforo. De pronto, Em sopló y lo apagó.

Ish comprendió vagamente que Em, a falta de palabras, había intentado —quizás inconscientemente— expresar algo que no sabía decir. Y creyó haber adivinado. El fósforo no vivía en la caja, sino sólo cuando ardía… y no podía arder siempre. Lo mismo era para los hombres y las mujeres. Vivir era consumir la vida.

Recordó entonces su terror de los primeros días y el momento en que había vencido ese terror, cuando había sacado la motocicleta del coche, dejándola caer al borde del camino. Recordó con qué exaltación había desafiado a la muerte y las potencias tenebrosas.

El cuerpo de Em se estremeció entre sus brazos. Sí, pensó Ish con humildad, de cuando en cuando él representaba el papel de héroe, pero para ella el heroísmo era pan cotidiano.

—Muy bien —dijo—. Supongo que tienes razón. Leeré libros.

—Sí —dijo ella—. Quizá necesite realmente un poco de ayuda.

Ish sintió el contacto del cuerpo tibio de Em y se sintió golpeado otra vez por la soledad y el terror. ¿Quién era él para llevar a la humanidad por el largo e incierto camino del futuro? Pero esto duró muy poco. El coraje de Em lo animó. Sí, pensó, ella será la madre de las naciones. Sin valor, todo está perdido.

Y entonces, de pronto, fue otra vez consciente del cuerpo de Em.


Y tuya será la gloria, pues en el amor de la vida tu rostro brilla de tal modo que borra las tinieblas y el miedo de la muerte. Eres Deméter, Hertha, Isis, Cibeles de los Leones, y la madre Montaña. De tus hijos nacerán las tribus, y de tus nietos las naciones. Tu nombre es la Madre, y serás bendita.

Habrá otra vez cantos y risas. Los adolescentes se pasearán por las praderas; los jóvenes saltarán los arroyos. Los hijos de tus hijos serán tan numerosos como los retoños de los pinos en la falda de la montaña. Serás bendita, pues en las horas oscuras tu rostro estará vuelto hacia la luz.


Titubeaban aún, cuando una mañana Em miró hacia afuera y dijo:

—¡Oh, ratas!

Ish miró. Dos ratas corrían a lo largo del seto, buscando algo de comer, o investigando. Em le mostró las ratas a Princesa a través de la ventana y abrió la puerta. Fiel a los instintos de su raza, la perra se precipitó afuera ladrando y las ratas desaparecieron.

A mediodía vieron otras ratas cerca de la casa, en la calle y los jardines.

A la mañana siguiente, era una invasión. Había ratas en todas partes.

Eran ratas comunes, ni más pequeñas ni más grandes que antes, ni flacas ni gordas. Ish recordó la invasión de hormigas y se estremeció.

Decidió emprender una investigación científica; el mejor remedio para vencer aquel horror era estudiarlo.

Recorrieron la ciudad en coche, aplastando aquí y allá alguna rata que caía bajo las ruedas. La primera vez el horrible ruido los estremeció, pero el incidente se repitió tantas veces que pronto se acostumbraron. Las ratas ocupaban casi toda la ciudad, pero llegaban también al campo y habían conquistado más terreno que las hormigas.

La situación era clara. Ish recordaba estadísticas donde se afirmaba que el número de ratas en una ciudad es aproximadamente igual al número de habitantes.

—Ya ves —le explicó a Em—, esto nos da un millón de ratas como número inicial, o sea unas quinientas mil hembras. Algunas tiendas y almacenes son aún inaccesibles para los roedores, pero deben de disponer desde hace tiempo de comida en abundancia.

—¿Cuántas ratas habrá en la ciudad?

—No puedo calcularlo ahora. Lo intentaré más tarde.

De noche, en la casa, se abocó al problema. La enciclopedia de su padre le informó que las ratas daban a luz casi todos los meses una camada de diez. A los dos meses de reproducción habría en la ciudad diez millones de ratas. Las hijas hembras, a su vez, eran fecundas a la edad de dos meses. Sí, el promedio de mortalidad era sin duda bastante elevado, e Ish no pudo determinar cuántas ratas llegarían a la edad adulta. Pero de todos modos el crecimiento era prodigioso. Renunció a seguir calculando.

Aun admitiendo que el número de ratas sólo se duplicara cada mes —apreciación ridículamente moderada—, habría ya unos cincuenta millones de ratas. Si el número se triplicaba, ya habrían llegado al billón.

¿Y por qué, se preguntó Ish, disponiendo de cantidades casi ilimitadas de comida, no se cuadruplicarían todos los meses? En la vieja época, el hombre, único enemigo de las ratas ciudadanas, había luchado constantemente para impedir su multiplicación. Desaparecido el hombre, sólo quedaban como adversarios algunos perros ratoneros y los gatos. Pero las circunstancias las favorecían. Los perros ratoneros, había notado Ish, se lanzaban solos al combate sin ayuda de los gatos. Sin duda los habían matado, antes de dedicarse a las ratas, eliminando así el más eficaz medio de destrucción. Y los perros mismos habían caído al fin bajo esta marea. No se los veía más. Las ratas no habían podido matarlos, aunque con aquellos dientes puntiagudos habrían dado cuenta, quizá, de muchos cachorros. Probablemente, los perros se habían batido en retirada, aterrorizados por el número de roedores, refugiándose en las afueras.

Un billón de ratas o cincuenta millones, qué importaba. Lo cierto era que había demasiadas, e Ish y Em se sentían sitiados. Vigilaban cuidadosamente las puertas. Una rata, venida no supo de dónde, apareció en la cocina, y hubo una persecución alocada. Ish tomó una escoba y la aplastó contra el suelo, no sin que antes la rata trepara por la escoba y dejara en el mango la marca de sus dientes.

Algunos días después, sin embargo, se advirtió un cambio en el aspecto y actitud de los roedores. Aparentemente los víveres, a pesar de su abundancia, no alcanzaban a satisfacer el apetito de las asaltantes. Parecían más flacas y correteaban febrilmente en busca de alimento. Se pusieron a excavar en el jardín. Desenterraron ante todo los bulbos de los tulipanes, que parecían encontrar particularmente sabrosos. Luego se lanzaron sobre otras raíces y bulbos. Se subían a las ramas de los árboles, donde comían insectos o restos de semillas y frutas. Llegaron a roer la corteza de los troncos como si fuesen conejos.

Ish acercaba el coche a la casa, y protegido por sus altas botas, salía o entraba precipitadamente. Pero en realidad, las ratas nunca intentaron atacarlo. Princesa quedaba en la casa, aunque no habían intentado tampoco nada contra ella.

Ish no se sobresaltaba ya cuando un sordo crujido le anunciaba que las ruedas pasaban sobre un roedor. Tenía la impresión de dejar detrás de él una larga hilera de ratas aplastadas. Una vez, vio en el ángulo de dos muros un raro objeto blanco. Detuvo el auto para mirar desde más cerca y reconoció el cráneo de un perrito. Los dientes aún largos y brillantes eran de terrier. Las ratas habían acorralado al perro, o él mismo se había refugiado allí para defenderse mejor. ¿Habrían osado atacar a un perro vigoroso y sano? Quizás el terrier era viejo, o estaba enfermo, o había sufrido algún accidente. De todos modos, por una vez, los roedores habían dado cuenta del ratonero. Sólo quedaban los huesos mayores; los otros habían sido roídos o llevados a alguna guarida. En los alrededores, algunos cráneos diminutos indicaban que el animal había vendido cara su vida. Ish imaginó unos cuerpos grises que rodeaban al perro, incapaz de desprenderse de los que le habían saltado encima. Otras ratas mientras tanto le habrían cortado los tendones, como los lobos que atacan a los bisontes viejos. Una docena, una cincuentena de roedores había caído en la lucha; los otros, enfurecidos por el hambre, habían roído la piel y los músculos, y el perro había renunciado a defenderse. Ish se alejó pensativo y decidido a cuidar de Princesa con más atención.

Recordó, esperanzado, que las hormigas habían desaparecido casi en una noche. A estas ratas les ocurriría lo mismo, pero nada anunciaba ese fin.

—¿Las ratas serán dueñas del mundo? —le preguntó Em—. ¿Ocuparán el lugar de los hombres?

—No sé —contestó Ish—, pero no lo creo. Cuentan con las reservas de víveres de la ciudad y se reproducen muy rápidamente. Pero en el campo deberán buscar alimento, y serán perseguidas por zorros, serpientes y búhos, que el hombre ya no destruye.

—Nunca lo había pensado —dijo Em—. ¿Es decir que las ratas son animales domésticos porque los hombres les proporcionaban comida y mataban a sus enemigos?

—Parásitos del hombre, en realidad, me parece —dijo Ish, y luego notando que Em parecía interesada añadió—: A propósito de parásitos, no les faltan a las ratas. Como las hormigas. Cuando una especie crece demasiado, siempre cae sobre ella alguna peste… quiero decir… —De pronto, había recordado algo. Tosió para ocultar su titubeo y terminó con un tono indiferente—: Sí, alguna peste caerá sobre ellas.

Parecía que Em, no había notado nada.

—Entonces —dijo—, sólo nos queda cruzarnos de brazos y esperar el triunfo de los parásitos de las ratas.

Ish no le transmitió sus inquietudes. La peste que había recordado era aquella peste bubónica tan común entre las ratas. Y la peste la transmitían las pulgas, unas pulgas infectadas que dejaban gustosamente las ratas muertas por los hombres. La perspectiva de vivir rodeados de millones de ratas que podían propagar la peste era horrible, y podía enloquecer a cualquiera. Ish bañó la casa con DDT y hasta roció sus ropas y las de Em. Naturalmente, ella se sorprendió y él le confesó sus temores.

Em no pareció impresionada. Era de un coraje capaz de enfrentar pruebas aún más duras que la peste, y quizás había también en ella una sombra de fatalismo. La prudencia indicaba que debían dejar la ciudad en seguida, e instalarse en cualquier sitio —el desierto, por ejemplo— donde las ratas no pudieran vivir.

Sin embargo, ambos habían decidido ya que no podrían vivir una vida cimentada en el miedo. Pero Em era más valiente que Ish. Las ratas horrorizaban tanto a Ish que a veces, dominado por el pánico, quería arrastrar a Em al coche y huir rápidamente. En esos momentos, la energía de Em lo sostenía.

Ish examinaba atentamente las ratas, todos los días, buscando en ellas algún síntoma de enfermedad. Pero parecían más activas que nunca.

Un día, temprano, Em lo llamó desde la ventana:

—¡Mira, se pelean!

Ish se acercó sin mucho interés. Se trataba, probablemente, de alguna especie de juego amoroso. Pero no era así.

Una rata grande se había lanzado sobre otra más pequeña. Esta se defendía y paraba los golpes con la energía de la desesperación. Iba a meterse en un agujero demasiado pequeño para la otra, cuando una tercera rata, todavía más grande, apareció de pronto y la atacó. De la garganta de la víctima salió un hilo de sangre y la atacante se la llevó a rastras, mientras la que había iniciado la lucha la seguía de cerca.

Con botas, guantes, y armado de un palo, Ish salió en busca de comestibles. Le sorprendió encontrar pocas ratas en las tiendas, pero luego descubrió que no había quedado nada que los roedores pudieran llevar o comer. El suelo estaba sembrado de papeles, cartones rotos y excrementos. Hasta habían roído los marbetes de las latas de conserva, y a veces era difícil saber qué contenían. Por ahora el hambre amenazaba a aquellas hordas más que la enfermedad. Llevó las nuevas a Em.

A la mañana siguiente soltaron a Princesa para que diese su paseo cotidiano. Algunos minutos más tarde, la vieron regresar precipitadamente, aullando, perseguida por una vanguardia de ratas, y ya con dos o tres en el lomo. Le abrieron la puerta y tres o cuatro ratas aprovecharon para entrar. Princesa se ocultó bajo el diván, temblando y gimiendo. Abandonados por el principal protagonista del drama, Ish y Em pasaron un cuarto de hora persiguiendo a las intrusas. Luego examinaron toda la casa, de arriba abajo, ayudados esta vez por Princesa que apenas había salido de su susto, para asegurarse que no había quedado ninguna rata detrás de un armario o la biblioteca. Desde entonces no dejaron salir a Princesa, y hasta le pusieron un bozal por si enfermaba de hidrofobia.

Pero ya no había dudas: las ratas se devoraban entre ellas. A veces muchas unían sus fuerzas contra una sola. Parecían menos numerosas. Aunque se ocultaban de ellas mismas.

A pesar del disgusto que no lograba vencer, la invasión ofreció a Ish un interesante estudio de ecología, casi un problema de laboratorio. Las provisiones que había acumulado el hombre se habían transformado en alimentos para ratas. Luego, al agotarse los cereales, los frutos secos y los sacos de habas, aún les quedaba el recurso de devorarse entre ellas. Y la especie seguiría viviendo sin que nadie sufriera de hambre.

—Primero desaparecerán las viejas, las enfermas y las débiles —comentó Ish—; luego, aquellas un poco menos enfermas, menos viejas y débiles, y así sucesivamente…

—Y al fin —concluyó Em, que mostraba a veces una lógica desconcertante—, no quedarán más que dos grandes ratas para pelear, lo mismo que los gatos de Kilkenny[1].

Ish explicó que, sin llegar a ese caso extremo, las ratas, ya más escasas, encontrarían otros medios de subsistencia.

Era indudable que las ratas no destruían la especie en beneficio de algunos individuos; en realidad salvaban la especie. Si hubiesen sido animales sentimentales, resignándose a morir de hambre antes que devorar a un compañero, habrían corrido un gran peligro. Pero eran realistas, y el porvenir de la especie estaba asegurado.

El número de ratas disminuía día a día. Una mañana pareció que no había quedado una sola. Pero Ish sabía que aún había muchas en la ciudad y que su desaparición aparente era un fenómeno común. En épocas normales, las ratas vivían ocultas, y habitaban preferentemente en agujeros y zanjas cubiertas de escombros. Sólo cuando se propagaron demasiado, y los viejos refugios fueron insuficientes, salieron a la luz.

Probablemente, pensó Ish, alguna enfermedad había contribuido a su desaparición, pero esto era sólo una conjetura. Gracias a su ferocidad fratricida, los cadáveres eran poco numerosos. Ish sospechaba que las ratas habían servido de tumbas vivientes a muchos seres humanos víctimas de la epidemia.

Le asombraba la discreción de los ratones. Primero habían aparecido las hormigas, luego las ratas. Entre los dos, podían haberse presentado los ratones. Las circunstancias los favorecían, y se reproducían más rápidamente que las ratas. Ish nunca se explicó el fenómeno y se contentó con felicitarse.

Tanto a Ish como a Em les costó recobrarse de aquel horror. Decidieron al fin que Princesa no había contraído la rabia. La soltaron, y la vida recuperó su normalidad, y olvidaron el continuo ajetreo de aquellos cuerpos grises.


Las fábulas nos han inducido a error. El rey de los animales no era el león, sino el hombre. Y su reino fue a menudo cruel y tiránico.

Pero cuando se oyó el grito de «El rey ha muerto», nadie respondió: «¡Viva el rey!».

En otro tiempo, cuando un monarca moría sin dejar herederos, sus capitanes se disputaban el trono, y si alguno de ellos no superaba en fuerza a los otros, el reino se desmembraba. Y así pasaba ahora, pues la hormiga, la rata, el perro y la abeja son de inteligencia similar. Durante cierto tiempo, habrá luchas, rápidos encumbramientos, bruscas caídas, luego la tierra disfrutará de una calma y una paz que no conoce desde hace veinte mil años.


Otra vez la cabeza de Em se apoyaba en el hueco del brazo de Ish, y él miraba tiernamente los ojos negros.

—Bueno —dijo ella—, es hora de que empieces con esos libros de medicina.

Ish no tuvo tiempo de decir una palabra. Em se estremeció y se echó a llorar. Él nunca había imaginado que el miedo pudiera dominarla. Sintió de pronto su propia debilidad. ¿Qué ocurriría si ella se acobardaba?

—Querida —dijo Ish—. Quizás hay tiempo aún de hacer algo. ¿Por qué sufrir esa prueba?

—Oh, no es eso, ¡no es eso! —protestó Em, estremeciéndose aún—. Te he mentido. No con mis palabras, sino con mi silencio. Pero es lo mismo. Eres tan bueno… Me dices que tengo manos hermosas. Ni siquiera te has fijado en el azul de las lúnulas.

Ish no pudo ocultar su desconcierto. Ahora todo se explicaba: la tez morena, la limpidez de los ojos negros, la blancura de los dientes, la sonoridad de la voz, la flexibilidad del carácter.

—Sí —susurró ella—, al principio no parecía importante. No eres el primer hombre que ama a una mulata. Pero la raza de mi madre nunca tuvo mucha suerte en la tierra. No quisiera que los niños que deben repoblar la tierra lleven esa maldición. Aunque siento, sobre todo, que no he sido leal contigo.

Ish ya no la oía; las convenciones del mundo civilizado parecían ahora una farsa desopilante. No pudo dominarse y se echó a reír, y entonces ella se rió con él, abrazándolo.

—Querida —dijo Ish al fin—, todo ha acabado. Nueva York es un desierto, y ya no hay gobierno en Washington. Senadores, jueces y presidentes no son más que polvo. Los que perseguían a judíos y negros se pudren con ellos. Somos sólo dos pobres náufragos, que viven de los restos de la civilización e ignoran si no serán presa de las hormigas, las ratas u otras bestias. Quizá dentro de mil años la gente pueda ofrecerse el lujo de preocuparse y molestarse otra vez por esas cosas. Pero lo dudo. Por ahora, sólo somos dos, o quizá tres.

Ish besó a Em, que seguía llorando en silencio. Y comprendió que esta vez, por lo menos, había sido más perspicaz, y más fuerte, que ella.

8

Al día siguiente fue a la universidad y detuvo el coche frente a la biblioteca. No había estado allí desde el Gran Desastre, y se había contentado con los libros de la biblioteca municipal. El edificio estaba intacto. Los arbustos y árboles de alrededor no habían crecido apreciablemente en aquellos meses. Los tubos de desagüe parecían estar en perfecto estado, pues no se veía una mancha en los blancos muros de granito. Ish, sin embargo, tuvo una impresión general de suciedad, desorden y abandono.

No deseaba abrir un agujero en un vidrio por donde entrarían los animales y la lluvia. Pero debió resignarse. Dio unos leves martillazos y logró abrir una brecha pequeña que le permitió pasar la mano y alcanzar el pestillo de la ventana. Más tarde taparía la abertura con unas maderas, y el edificio quedaría protegido otra vez de las ratas y la lluvia.

Sus estudios lo habían llevado cientos de veces a esta biblioteca. Entró ahora sintiendo a la vez miedo y respeto. Allí se almacenaba la sabiduría, que había creado la civilización, y que podía reconstruirla. Futuro padre, el porvenir se le presentaba bajo una luz nueva. Su hijo no sería educado como un parásito; no viviría de las ruinas de un mundo muerto. No, no sería necesario. Todo estaba aquí. Todo el saber humano.

Había venido a buscar unos libros de obstetricia, pero se contentó con examinar algunos estantes de la gran sala de lectura, y se fue. La obstetricia podía esperar.

Volvió a la casa como hipnotizado. ¡Los libros! Todos los conocimientos científicos estaban en esos libros, y sin embargo, los libros no bastaban. Ante todo se necesitaban hombres capaces de leer y utilizarlos. Y era necesario también salvar otras cosas. Las semillas, por ejemplo. Ish se prometió vigilar la preservación de las principales plantas del país.

Comprendió de pronto que la civilización no dependía sólo del hombre, sino de todos los parientes, amigos y compañeros que lo escoltaban. Como san Francisco, que había saludado en el sol a un hermano, ¿por qué no diría él «Oh, mi hermano el trigo», «Oh, mi hermana la avena»? Ish sonrió. Sí, esta letanía podía prolongarse indefinidamente: «Oh, abuela la rueda; oh, primo el compás; oh, amigo el teorema de Newton». Todos los descubrimientos de la ciencia y la filosofía podían personificarse y transformarse en aliados del hombre, aunque esas invocaciones fuesen un poco ridículas.

Pisó a fondo el acelerador, animado por un entusiasmo juvenil; quería comunicar en seguida sus pensamientos a Em. Em trataba, sin mucho éxito, de que Princesa aprendiese a cobrar una pieza.

—¡La civilización! —dijo Em—. Oh, los aviones que vuelan más y más alto y más rápido.

—Sí. Pero también el arte. La música, la literatura, la cultura.

—Ah, sí. Las novelas policiales y esas orquestas de jazz que me lastiman los oídos.

Ella bromeaba, indudablemente, pero Ish se sentía un poco decepcionado.

—A propósito de civilización —dijo Em—, estamos perdiendo la cuenta del tiempo. Ya no sabemos en qué mes estamos. Sería necesario fijar las fechas, si no no podremos festejar el cumpleaños del pequeño.

He aquí la diferencia, pensó Ish. La diferencia entre el hombre y la mujer. A Em sólo le interesa lo inmediato. El porvenir de la civilización le parece menos importante que una fecha de nacimiento. Se sintió otra vez muy superior a ella.

—No he leído un solo libro de obstetricia —dijo—. Lo siento. Pero no hay prisa, ¿verdad?

—Oh, no. Y quizás es inútil. En los viejos tiempos, ¿recuerdas?, había nacimientos en los taxis y los ascensores. Cuando quieren salir, nada los detiene.

Más tarde, hubo de confesarse que la sugerencia de Em tenía su importancia. Sí, era indispensable medir el paso del tiempo. Al fin y al cabo, el tiempo, la historia, la tradición y la civilización eran una sola cosa. Perder la continuidad del tiempo, era perder algo irreemplazable. Quizá ya se había perdido, si otros sobrevivientes no habían sido más cuidadosos. Los siete días de la semana, con su día de descanso, eran una valiosa tradición. Existía desde hacía por lo menos cinco mil años, y nadie sabía si no se remontaba a épocas anteriores. ¿Podría situar alguna vez exactamente el domingo?

Encontrar el primer día del año no sería difícil. Conocía bastante astronomía, y si descubría el día del solsticio y lo relacionaba con el calendario del año anterior, llegaría quizás a establecer la fecha y el día de la semana.

Era tiempo de abocarse al problema. De acuerdo con las condiciones atmosféricas, y el tiempo que había pasado desde la catástrofe, imaginaba que estarían a mediados de diciembre. Observando las puestas de sol podría descubrir el día del solsticio.

Al día siguiente se procuró un anteojo meridiano, y aunque no sabía muy bien cómo emplearlo, lo instaló en el porche de cara al oeste. Oscureció los lentes con hollín, para protegerse los ojos de la luz, y sus primeras observaciones le mostraron que el sol desaparecía detrás de las montañas de San Francisco, al Sur del Golden Gate. Creía recordar que el extremo meridional del tránsito no estaba muy lejos. Inmovilizó el anteojo y registró el ángulo de la puesta.

A la mañana siguiente el sol declinó un poco más al Sur. Luego su sistema, como ocurre con todos los sistemas, se hizo añicos. Una violenta tempestad vino del océano, e Ish debió interrumpir sus observaciones toda una semana. Cuando el cielo se aclaró, el sol se ponía ya al norte.

—Bueno —declaró Ish—, el error no puede ser muy grande. Si añadimos un día a la hora de la última puesta, estaremos muy cerca del solsticio. Y si le añadimos diez días habremos entrado en el nuevo año.

—¿No es estúpido? —preguntó Em.

—¿Por qué?

—¿No debería comenzar el año cuando el sol se dirige otra vez hacia el norte? ¿No se pensó eso en un principio, y luego hubo una confusión y se perdieron diez días?

—Sí, creo que ocurrió algo parecido.

—Y bien, ¿por qué no hacer coincidir nuestro nuevo año con eso que tú llamas… el solsticio? Sería más simple.

—Sí, pero uno no puede tomarse libertades con el calendario. Es muy antiguo. No vamos a cambiarlo ahora.

—¿No lo cambió un tal Julio? Hubo algunas dificultades, creo recordar, pero los cambios se hicieron.

—Sí, tienes razón. Podríamos reformarlo, si quisiéramos. Me siento, realmente, un hombre importante.

Luego, dejando que la imaginación se desbordara, decidieron que en la loma donde vivían había todo un calendario. Los meses, las semanas y los días no tenían mucha importancia, pues el sol describía ante ellos todo su arco. Para fechar los acontecimientos sólo tenían que observar si el sol se ponía en medio del Golden Gate, si alcanzaba la primera cima del norte, o los otros puntos de la montaña. ¿Para qué dividir el tiempo en meses?

—Espera —dijo Em de pronto—. Las navidades no pueden estar muy lejos. No lo había pensado. ¿Crees que podré bajar a la ciudad antes que cierren las tiendas para comprarte una corbata?

Ish la miró sonriendo.

—Estas navidades deberían ser bastante lúgubres, y sin embargo estoy contento.

—El año próximo —dijo Em— será mejor. Le regalaremos el primer árbol.

—Sí, y un sonajero, ¿no te parece? Pero más hermoso será cuando tenga un tren eléctrico, que yo manejaré. No, pobrecito. No habrá para él trenes eléctricos. Aunque quizá nuestros nietos, dentro de veinticinco años, puedan disfrutar otra vez de la electricidad.

—¡Veinticinco años! En ese entonces seré una vieja. Pienso ahora en el porvenir más que en el pasado. Hasta hace poco tiempo el pasado me obsesionaba. Pero ahora… ¿Y los años? Habrá que señalar los años. Los náufragos en las islas desiertas hacen unas marcas en las cortezas de los árboles, ¿no es así? El niño querrá saber qué día ha nacido. Le servirá para votar, o sacar un pasaporte. Aunque quizá tú no quieras establecer estas formalidades. ¿En qué año estamos realmente?

Es algo bien femenino, pensó Ish, subordinar ideas tan importantes al futuro de un niño que aún no ha nacido. Sin embargo, como siempre, o casi siempre, el instinto de Em era infalible. Sería una lástima que se rompiera el hilo de la historia. Los arqueólogos, sin duda, podrían retomarlo alguna vez, pero podría evitárseles desde ahora ese trabajo.

—Tienes razón —dijo—. Por otra parte, es muy simple. Sabemos en qué año estamos, y cuando decidamos que ha empezado otro, grabaremos la fecha en una roca.

—¿No es tonto comenzar por un año de cuatro cifras? —dijo Em—. Para mí… —Se interrumpió y paseó a su alrededor una de aquellas calmas miradas que daban a veces la impresión de una dramática intensidad—. Para mí, este año será el año uno.

Aquella tarde dejó de llover. Las nubes estaban aún muy bajas, pero el aire era claro y limpio. Habrían podido verse las luces de San Francisco, si hubiesen estado encendidas.

Ish, de pie en el porche, miraba el oscuro oeste, y aspiraba profundamente el aire fresco y húmedo. Sentía aún aquella exaltación.

Hemos terminado con el pasado, se dijo. Estos últimos meses, esta cola de año, son sólo pasado. Es la hora cero, y estamos entre dos eras. Comienza una nueva vida. Comienza el año uno. ¡El año uno!

Ahora, ante él, en la oscuridad, ya no se extendía un mundo desierto, y en perpetuo cambio. En los años próximos se asistiría a la lucha de una sociedad que renacía de sus cenizas, y se ponía otra vez en camino. Y él, Ish, no sería el único espectador, o no sería sólo eso. Sabía leer. Tenía ya bastantes conocimientos. Añadiría otros, técnicos, psicológicos, políticos, si fuese necesario.

Otros sobrevivientes se unirían a él, hombres de valor, que colaborarían en la creación del mundo nuevo. Se prometió buscarlos. Buscaría con cuidado, apartando a todos los desequilibrados y enfermos.

Pero en lo más hondo de su ser acechaba aún un profundo terror. Em podía morir, y el espíritu del futuro desaparecería con ella. Y sin embargo, este terror no era real. El corazón de Em era una llama demasiado clara. Em era la vida misma. Era imposible asociarla a la idea de la muerte. Era la luz del futuro y sus hijos participarían de esa gloria. Oh, madre de las naciones. Tus hijos te bendecirán.

Él, solo, hubiera seguido viviendo, sintiendo que la muerte se acercaba furtivamente, como la oscuridad que una vez, al desaparecer las luces, lo había asaltado desde todos los rincones. Pero Em, con su esfuerzo, rechazaba la muerte, y la vida renacía ya en su seno. En aquella claridad, no había temores.

Era raro, y aun lógico, que el pensamiento de un niño cambiara así todas las cosas. Ish había conocido la desesperación, ahora lo iluminaba la esperanza. Imaginó el día en que el sol se pondría otra vez en el extremo meridional de su arco, y los dos —o los tres— irían a esculpir en una roca el número que conmemoraría el fin del año uno. No todo había terminado. La llama de la vida seguiría encendida.

Oh, mundo sin fin, pensó. Y con los ojos fijos en el extremo oriental de la ciudad desierta, aspiró a bocanadas el aire fresco y húmedo, y escuchó las palabras que cantaban en su interior: Oh, mundo sin fin. ¡Mundo sin fin!

Años fugitivos

No lejos de San Lupo había habido un jardín público. Unas grandes rocas componían un pintoresco escenario, y dos de ellas, unidas en la cima, formaban una gruta estrecha y alta. Una superficie rocosa, lisa y espaciosa como el piso de una pequeña habitación, y donde uno podía sentarse cómodamente, recubría la falta de la loma. En otro tiempo, muy anterior a lo que llamaban ahora los viejos días, había habitado allí una tribu, y en la superficie rocosa se veían aún unos agujeros donde los indios maceraban los granos con piedras.

Las estaciones habían cumplido su ciclo, y el sol, por segunda vez, declinaba al sur del Golden Gate, cuando un día Ish y Em subieron por la colina hacia las rocas. Era una serena y soleada tarde de invierno. Em llevaba al bebé, envuelto en una manta suave. Aunque ya otra vez embarazada, conservaba su ligereza de movimientos. Ish cargaba un martillo y un cincel. Princesa había salido con ellos, pero, como de costumbre, había desaparecido detrás de alguno de sus conejos.

Cuando llegaron a las rocas, Em se sentó al sol para alimentar al bebé, e Ish golpeó con el martillo y el cincel la lisa superficie. La roca era dura, mas pronto trazó una línea recta. Pero sería divertido adornarla un poco, y la conmemoración del primer circuito del sol, de sur a sur, bien merecía alguna ceremonia.

Añadió, pues, un trazo en la base de la línea recta y un gancho en la cabeza, y la figura se pareció así a una I de los viejos tiempos de la imprenta.

Terminada su obra, Ish se sentó al sol, junto a Em. El satisfecho bebé reía feliz. Jugaron con él.

—Bueno, ha pasado el año uno —dijo Ish.

—Sí —respondió Em—, pero yo lo llamaría el año del bebé. La memoria recuerda mejor los nombres que los números.

Así, desde el principio, llamaron a veces a un año no con un número sino por algún acontecimiento.

En la primavera del segundo año, Ish sembró su primer huerto. La horticultura nunca le había gustado, y por eso quizás a pesar de sus buenos propósitos, y dos tentativas poco entusiastas, no obtuvo nada el primer año. No obstante, al revolver con su azada el suelo húmedo y negro, sintió que el contacto con la tierra lo satisfacía de algún modo.

Ésta fue, por otra parte, la única alegría que le dio su huerto. Algunas semillas —costaba mucho encontrarlas a causa de las depredaciones de las ratas— eran viejas y no germinaban. Pronto aparecieron los caracoles y las babosas. Una caja de veneno los eliminó rápidamente. Pero cuando las lechugas empezaban a brotar, una cabra saltó la cerca y sólo dejó unas pocas hojas. Ish reforzó la cerca. Entonces aparecieron los conejos con sus galerías subterráneas. Más destrozos y más trabajo. Una tarde, Ish oyó unos ruidos y llegó justo a tiempo para ahuyentar una vaca que intentaba derribar la empalizada.

De noche, Ish despertaba con pesadillas de cuervos voraces, conejos y vacas que rondaban el huerto y miraban sus legumbres con ojos brillantes como ojos de tigre.

En junio les llegó el turno a los insectos. Roció las legumbres con insecticidas, hasta que se preguntó si se atrevería a comerlas luego, cuando alcanzaran la madurez.

Los cuervos fueron los últimos en encontrar el huerto, en julio, aunque compensaron la tardanza con el número. Ish mató algunos. Pero parecía como si pusiesen centinelas: cuando él les daba la espalda, caían sobre los macizos. Ish no podía vigilarlos todo el día. Los espantapájaros y los espejos los alejaron unas horas, pero los cuervos pronto perdieron el miedo.

Al fin, Ish decidió proteger las legumbres con cortinas de alambre, y cosechó una planta de lechuga, y algunas cebollas y tomates raquíticos. Dejó granar algunas plantas y guardó las semillas para el futuro.

Su labor de horticultor aficionado lo había descorazonado profundamente. Cultivar legumbres cuando otros miles de ciudadanos hacen lo mismo, es relativamente fácil; pero no ocurre así cuando vuestra huerta es la única en muchos kilómetros a la redonda, y todos los vegetarianos del mundo animal, mamíferos, pájaros, moluscos, insectos llegan al galope o por el aire, a rastras o a saltos, y aparentemente llamando a sus compañeros con el grito universal de: «¡A comer!».

Hacia fines del verano, nació el segundo hijo. La llamaron Mary, como habían llamado John al primero, para que los viejos nombres no desaparecieran de la faz de la tierra.

La recién venida sólo tenía algunas semanas cuando se produjo otro acontecimiento memorable.

En el curso de estos primeros años, Ish y Em, que llevaban una vida doméstica y feliz, habían recibido de cuando en cuando la visita de algún forastero que pasaba en automóvil y veía el humo de San Lupo. Estos sobrevivientes, con una excepción, parecían sufrir aún la conmoción de la catástrofe. Parecían abejas que habían perdido la colmena, corderos sin rebaño. Sin duda, concluía Ish, los pocos que habían logrado adaptarse se habían afincado ya en algún sitio. Por otra parte, hombre o mujer, la presencia de un tercero era siempre molesta. Ish y Em se alegraban cuando el intruso decidía seguir su camino.

La excepción fue Ezra. Ish nunca olvidó el cálido día de septiembre en que Ezra apareció calle arriba: el rostro rubicundo, el cráneo medio calvo más rojo aún, el mentón puntiagudo. Vio a Ish de pronto, y sonrió descubriendo los dientes cariados.

—¡Buen día, amigo! —gritó, con una pizca de acento inglés. Se quedó hasta después de las primeras lluvias. Siempre estaba de buen humor, incluso cuando lo torturaban los dientes, y poseía el don inestimable de que la gente se sintiese cómoda. Los niños tenían siempre una sonrisa para Ezra.

Ish y Em hubiesen querido retenerlo, pero temían la vida en triángulo, aun con alguien tan discreto como Ezra. Un día en que la vida sedentaria parecía pesarle, lo despacharon entre bromas, diciéndole que se buscara una hermosa muchacha y viniese a vivir cerca de ellos. Su partida dejó un gran vacío en la casa.

El sol iba ya hacia el sur. Y cuando fueron a grabar el número 2 en la roca, recordaban aún a Ezra, aunque se había ido sin esperanzas de regresar. Era, pensaban, un amigo dispuesto siempre a ayudar, un buen compañero. En su memoria, el año se llamó año de Ezra.

El año 3 fue el año de los incendios. En pleno verano, el humo ocultó el cielo, y más o menos espeso y no se disipó durante tres largos meses. Los niños despertaban a veces con ataques de tos y los ojos irritados y llorosos.

Ish imaginó sin esfuerzo qué ocurría. No había ya, en aquellos sitios, vastos bosques de árboles gigantescos que el fuego apenas podía dañar. En las regiones boscosas, explotadas y saqueadas por el hombre, abundaba sobre todo la vegetación secundaria, espesa y muy inflamable, y montones de ramas dejadas por los leñadores. Esos bosques eran creación del hombre, necesitaban de él, y sólo habían sobrevivido merced a su vigilancia. Ahora las mangueras estaban enrolladas, y se oxidaban los depósitos. El verano era particularmente seco, y en todo el norte de California, y sin duda también en Oregón y Washington, los incendios provocados por el rayo se propagaban rápidamente, transformando en braseros los troncos muertos. Toda una horrible semana, Ish y Em, consternados, vieron de noche, al norte del golfo, unas llamas altas y vivas que devastaban los flancos de la montaña y sólo morían cuando no tenían más que devorar. Por suerte, un brazo de mar los separaba de las montañas del norte, y en el sur no hubo tormentas eléctricas. Todo pasó al fin, e Ish pensó que los daños alcanzarían a la mayoría de los bosques de California. Pasarían siglos antes que recobraran su perdido esplendor.

Ese año, nuevo síntoma de adaptación, Ish retomó el hábito de la lectura. Por ahora, la biblioteca municipal le bastaba; guardaba en reserva, para más tarde, el millón de volúmenes de la universidad. Quizá lo más útil era acrecentar sus conocimientos de medicina, agricultura, mecánica, pero sólo la historia de la humanidad lo atraía. Devoró innumerables obras de antropología e historia, y luego pasó a la filosofía, especialmente a la filosofía de la historia. Pero leyó también novelas, poemas, obras de teatro que de un modo u otro le desvelaban los misterios del alma humana.

Leía a la noche, y Em tejía. Los niños dormían en un cuarto del primer piso; Princesa se desperezaba ante el fuego; de cuando en cuando Ish alzaba la cabeza y pensaba que sus padres habían pasado así muchas noches. Luego posaba los ojos en la lámpara de petróleo y los alzaba hacia las otras lámparas muertas.

El año 4 fue el año de la llegada… Un hermoso día de primavera, alrededor del mediodía, Princesa se precipitó a la calle ladrando con todas sus fuerzas y una bocina lanzó una sonora llamada. Ezra había partido hacía más de un año, y ya nadie pensaba en él. Pero allí estaba… en un auto destartalado, lleno de viajeros y utensilios domésticos. Ish no pudo dejar de pensar en aquellos camiones que en la época de la recolección de frutas llegaban en otros tiempos a California.

Después de Ezra, bajaron del coche una mujer de unos treinta y cinco años, otra más joven, una muchachita asustada y un niño. Ezra presentó a las dos mujeres: la mayor se llamaba Molly; la segunda, Jean, y después de cada nombre añadió naturalmente y sin ningún embarazo: «mi mujer».

Aquella confesión de bigamia no impresionó mucho a Ish. Había tenido ya muchas experiencias, y no ignoraba que en el pasado la pluralidad de mujeres había sido común en muchas grandes civilizaciones. Lo mismo podía ocurrir en el futuro. Era sin duda la mejor solución, en una sociedad destruida donde había dos mujeres y un solo hombre. Por otra parte, Ezra era capaz de desenvolverse cómodamente en las situaciones más embarazosas.

El niño, Ralph, era hijo de Molly. Había nacido algunas semanas antes del Gran Desastre, y la leche de su madre o la herencia lo habían inmunizado. Ish no había visto nunca entre los sobrevivientes dos miembros de una misma familia.

En cuanto a la niña, la llamaban Evie, pero nadie sabía su verdadero nombre. Ezra la había encontrado sola y sucia; se alimentaba de conservas, de caracoles, y hasta de lombrices. Debía de haber tenido cinco o seis años en la época del Gran Desastre. Nadie podía decir si era idiota de nacimiento o si el horror y la soledad le habían alterado la mente. Temblaba y gimoteaba casi sin cesar, y sólo Ezra podía arrancarle alguna sonrisa de cuando en cuando. Balbuceaba algunas pocas palabras. Al cabo de un tiempo, tranquilizada por la bondad de sus nuevos compañeros, empezó a hablar un poco más; pero nunca se desarrolló normalmente.

El mismo año, más adelante, Ish y Ezra hicieron un viaje en la vieja camioneta de Ish. No fue un viaje de placer; tuvieron muchas dificultades con los neumáticos y el motor, y los caminos estaban en mal estado. Pero cumplieron al menos la misión que se habían propuesto.

Encontraron a George y Maurine, pareja que Ezra había descubierto en sus vagabundeos. George era alto, de movimientos lentos, canoso, y estaba siempre de buen humor. No tenía la palabra fácil, pero era hábil en su oficio, la carpintería. Lástima, pensó Ish, un mecánico o un granjero nos hubiera sido más útil. Maurine, de unos cuarenta años de edad, y diez años más joven, era su calco. Las tareas domésticas la entusiasmaban tanto como a George la carpintería. George era de una inteligencia poco brillante, y Maurine, totalmente estúpida.

Ish y Ezra discutieron en privado el caso de George y Maurine, y concluyeron que la pareja, gente de buena voluntad, era aceptable. Ish pensó sonriendo que era como admitir a un nuevo socio en un club, pero los candidatos eran tan escasos, que no se podía ser demasiado exigente. Llevaron a George y Maurine a San Lupo.

Ish y Maurine descubrieron que les había ocurrido algo parecido. Cuando Maurine era niña, y vivía en Dakota del Sur, la había mordido una serpiente de cascabel.

A finales de año, Em dio a luz otro hijo al que llamaron Roger. Los habitantes de San Lupo eran ahora siete adultos y cuatro niños, sin contar a Evie. En ese entonces, al principio en broma, empezaron a llamarse a sí mismos la Tribu.

El año 5 no trajo ningún acontecimiento extraordinario. Molly y Jean tuvieron cada una un hijo. Ezra, dos veces padre, estaba muy contento. Ese año fue bautizado el año de los toros. En efecto, los bovinos se multiplicaron como anteriormente las hormigas y las ratas. Se veía pocas veces un caballo, raramente un carnero. Pero en las aún intactas praderas el número de cabezas de ganado vacuno alcanzó proporciones catastróficas. Los miembros de la Tribu podían comer carne a discreción, aunque a veces dura como suela. Pero uno salía de paseo y corría el peligro de encontrarse cara a cara con un toro furioso. Un tiro de revólver podía terminar con el problema, pero luego había que arrastrar el cadáver lejos de las casas, o aguantar el hedor. Todos se hicieron expertos en el arte de esquivar los cuernos puntiagudos. Esto al fin se convirtió en un deporte al que llamaron «el juego del toreo».

El año 6 fue memorable. En el curso de los doce meses, las cuatro mujeres dieron a luz. Aun Maurine, que parecía tener demasiados años. Em había predicado con el ejemplo, y ahora tener hijos era un honor. Todos los miembros de la Tribu habían vivido algún tiempo solos, y habían conocido lo que llamaban la Gran Soledad. El recuerdo de aquellas horas de horror todavía no se había borrado. Aun ahora, la Tribu no era más que una llamita, amenazada por las tinieblas. Cada nuevo niño parecía reanimar aquella claridad vacilante, y afirmar la esperanza de vencer la oscuridad y la muerte. Al terminar el año el número de niños se elevaba a diez y superaba ya al de adultos. Sin contar a Evie, que no participaba de ningún grupo.

Pero fue un año memorable también por otras razones. Hubo una gran sequía, y pocos pastos, y los flacos bovinos, demasiado numerosos, iban de un lado a otro en busca de comida. Enloquecidos por el hambre, una noche echaron abajo la cerca del huerto. El ruido despertó a los hombres, que descargaron sus fusiles casi a bocajarro contra las asustadas bestias. Pero el huerto quedó arrasado y, amarga ironía, sin que un solo animal satisficiera su hambre.

Luego aparecieron las langostas. Cayeron del cielo un día y devoraron todo lo que había escapado al ganado. Comieron las hojas de los árboles, y las frutas, hasta que los carozos colgaron de las ramas desnudas de los árboles. Poco después las langostas murieron y un olor nauseabundo apestó la atmósfera.

Y cientos de cadáveres de vacas cubrían los lechos secos de ríos y pantanos. El hedor se hizo intolerable. Y la tierra estaba tan oscura y desnuda que parecía que nunca se recobraría.

La colonia estaba horrorizada. Ish intentaba explicar a sus compañeros que eran calamidades naturales en aquel período de transición. En condiciones atmosféricas adecuadas, la invasión de langostas, por ejemplo, era inevitable, pues los insectos proliferaban en campos donde nadie los perseguía. Pero la fetidez y el aspecto desolado de la tierra los hacía sordos a todas las explicaciones. George y Maurine buscaron consuelo en los rezos. Jean se burló abiertamente y declaró que los sucesos de los últimos años no invitaban a confiar en Dios. Molly, presa de una verdadera neurastenia, sufría crisis de llanto. A pesar de la lógica de sus razonamientos, Ish desesperaba del porvenir. Sólo Ezra y Em parecían resignarse.

Los niños mayores no se mostraban muy afectados. Bebían con entusiasmo su leche condensada, y el hedor de la descomposición no parecía quitarles el apetito. John —a quien llamaban Jack—, de la mano de su padre, miró distraídamente una vaca que agonizaba al sol. El espectáculo le parecía natural.

Pero los niños de pecho, salvo el último bebé de Em, parecían absorber con la leche la angustia de sus madres. Se agitaban y lloriqueaban. Las madres se inquietaban todavía más. Era un círculo vicioso.

Octubre fue una larga pesadilla.

Y luego ocurrió un milagro. Dos semanas después de las primeras lluvias, una alfombra verde cubrió las colinas. Renació la felicidad. Molly y Maurine lloraron de alegría. Ish mismo se sintió aliviado, pues la desesperación de los otros había hecho tambalear su confianza en el poder de recuperación de la tierra. Hasta se había preguntado si no habrían muerto todas las semillas.

Cuando llegó el solsticio de invierno, todos se reunieron otra vez al pie de las rocas para grabar un número y bautizar el año. Titubearon un momento. Si se quería guardar un buen recuerdo, podían llamarlo el año de los cuatro niños. Pero era también el de las vacas muertas y el de las langostas. Al fin y al cabo, había sido un año de desgracias, así que se lo llamó simplemente el año malo.

El año 7 no fue mejor. De pronto, los pumas invadieron toda la región. No se podía salir sin un fusil y un perro que daba la alarma y no se separaba de las piernas del amo. Los pumas no se atrevían a atacar al hombre, pero mataron a cuatro perros, y uno nunca podía saber si alguna fiera no le caería encima desde la rama de un árbol. Los niños vivieron encerrados en las casas. Ish adivinaba sin esfuerzo las causas de la invasión. El año de los toros había sido un buen año para los pumas, y se habían multiplicado. La sequía había diezmado luego los rebaños, y las fieras carniceras bajaban de las montañas.

Un día ocurrió el accidente que todos temían. Ish apuntó mal con su fusil a un puma, y sólo le rozó el lomo. El animal, furioso, saltó sobre él y lo hirió seriamente antes que Ezra pudiese intervenir. Ish cojeó desde entonces un poco, y no podía quedarse sentado mucho tiempo en la misma posición. Se cansaba mucho al conducir el coche, pero por ese entonces las carreteras estaban ya muy estropeadas, los coches se descomponían fácilmente, y no había muchos lugares donde ir. Aquel año fue bautizado el año de los pumas.

El año 8 fue relativamente tranquilo. Se lo llamó el año de la visita a la iglesia. El nombre divertía a Ish, pues implicaba que el experimento había comenzado y terminado al mismo tiempo.

Aquellos siete americanos pertenecían a muy distintos cultos, y no había entre ellos ningún fervoroso creyente. Ish había estudiado el catecismo en la infancia, pero cuando Maurine le preguntó a qué religión pertenecía, dijo que era escéptico. Ella, que nunca había oído la palabra, no la entendió, y desde entonces llamó a Ish miembro de la iglesia escéptica.

En cuanto a Maurine, era católica, como Molly. Las dos mujeres se persignaban de cuando en cuando, o rezaban un Ave María, pero no podían confesarse ni asistir a misa. Aparentemente, pensaba Ish, la Iglesia católica no había previsto que un día no habría nadie en el trono de San Pedro, y que los fieles sólo serían dos ovejas sin pastor.

George era metodista, y diácono. Pero carecía de elocuencia, y era incapaz de organizar una congregación. Ezra toleraba cualquier creencia, pero rehusaba toda profesión de fe. Sus convicciones no eran, pues, muy profundas. Jean había sido miembro de una vociferante secta moderna, los Hijos de Cristo. Pero en el momento del Gran Desastre, las plegarias de los fieles habían quedado sin respuesta, y había perdido la fe. Em, que no recordaba voluntariamente el pasado, era reticente. A Ish le parecía que no rezaba nunca. Pero de cuando en cuando, y aparentemente sin entusiasmo religioso, entonaba algunos cánticos y spirituals con su cálida voz de contralto.

George y Maurine, olvidando la larga enemistad de sus iglesias, fueron los primeros en hablar de oficios religiosos, «a causa de los niños». Apelaron a Ish, que era una especie de jefe, sobre todo en las cuestiones intelectuales. Maurine, mostrando un amplio criterio, declaró que no se opondría a que los servicios se celebraran «a la manera escéptica».

Ish se sintió tentado. Poco le costaba fundar una religión mezclando los ritos de distintos cultos. Daría así a sus compañeros una sensación de comodidad y confianza que en verdad necesitaban a menudo, y la comunidad sería más unida y fuerte. George, Maurine y Molly se adherirían con entusiasmo; Jean se convertiría; Ezra no haría objeciones. Pero la mentira repugnaba a Ish, y Em, no lo olvidaba, no se dejaría engañar.

Al fin celebraron un oficio todos los domingos. George había llevado cuenta exacta de los días de la semana. Cantaban cánticos, leían pasajes de la Biblia, y de pie, con la cabeza desnuda, alzaban al cielo una plegaria silenciosa.

Pero durante esos minutos de silencio, Ish nunca rezó. Em y Ezra hicieron probablemente lo mismo. Jean, resueltamente hostil, no se unió a sus compañeros. Con más fervor, o más hipocresía, Ish hubiera podido convencerla. Pero en realidad aquellos oficios dominicales favorecían más las querellas que la unidad, y la impostura más que la religión. Un día, de pronto, Ish decidió interrumpir los oficios. Diplomáticamente, declaró que los rezos en silencio se prolongarían indefinidamente, pues «cada uno los diría en su corazón según su deseo».

Molly opinó que la idea era conmovedora, y derramó unas lágrimas. Así el experimento religioso tuvo buen fin.

A principios del año 9, la colonia se componía de siete adultos, incluida Evie, y trece niños de distintas edades, desde los recién nacidos hasta Ralph, el hijo de Molly, que tenía nueve años, y Jack, el hijo de Ish y Em, de ocho.

Todos miraban con optimismo el porvenir de la Tribu, nombre que habían adoptado definitivamente. Los nacimientos eran recibidos siempre con gran regocijo, como si las sombras retrocedieran un poco más, y se ampliara el círculo de luz.

Poco después de año nuevo, un anciano de buen aspecto llamó una mañana a casa de George. Era uno de esos viajeros que de cuando en cuando, pero cada vez más raramente, venían a pedir asilo.

Lo recibieron con los brazos abiertos, pero, como otros, no pareció emocionarse con esa hospitalidad. Sólo se quedó una noche y partió sin despedirse.

Casi en seguida, todos se sintieron mal, e irritables. Los bebés lloraban. De pronto se declararon anginas, y resfriados, y dolores de cabeza. Una epidemia había caído sobre la Tribu.

En los últimos años, la salud de toda la comunidad había sido increíblemente buena. A Ezra y algunos otros les habían dolido las muelas. George se quejaba de dolores articulares a los que daba el viejo nombre de reumatismo. A veces una herida se infectaba. Pero hasta los resfriados no eran más que un recuerdo, Y sólo dos enfermedades aparecían de cuando en cuando. Una de ellas atacaba a los niños; mostraba muchos síntomas del sarampión, y quizá lo era. La otra empezaba con un violento dolor de garganta, pero las sulfamidas la hacían desaparecer tan rápidamente que nadie conocía su curso. Mientras hubiese sulfamidas en las farmacias, Ish no creía necesario permitir que la enfermedad evolucionara para satisfacer una mera curiosidad científica.

Esta ausencia casi total de enfermedades era para las gentes inclinadas a la superstición, como George y Maurine, un verdadero milagro. Imaginaban que Dios había castigado a la raza humana con una terrible epidemia, y que ahora, a guisa de compensación, había decidido suprimir los males menores… Del mismo modo, después del Diluvio había mostrado en el cielo el más hermoso de los arcos iris, señalando así que su ira se había calmado.

Para Ish la explicación era más simple. La muerte de tantos seres humanos había roto la cadena de la mayoría de las infecciones, y muchas enfermedades habían muerto, podía decirse, junto con sus bacterias. Seguían existiendo, desde luego, las enfermedades de los organismos gastados, como el aneurisma, o el cáncer, o el reumatismo de George. Y los animales transmitían también algunos males, como la tularemia. Aquí y allá, algún sobreviviente afectado de alguna enfermedad crónica la transmitía a los otros. Así, sin duda, había sobrevivido el sarampión.

El viejo, recordaron todos un poco tarde, se sonaba la nariz muy frecuentemente. Tenía probablemente infectados los senos frontales y había pasado a sus huéspedes aquella afección que se creía desaparecida, y que en otro tiempo se conocía como «resfriado de cabeza».

De todos modos era un espectáculo casi cómico ver a aquellas gentes que habían disfrutado hasta entonces de una salud tan extraordinaria, tosiendo, estornudando, sonándose la nariz y lloriqueando.

Afortunadamente, el resfriado siguió su curso, sin complicaciones, y algunas semanas más tarde todos habían curado. El resto del año, Ish vivió temiendo otra epidemia. La infección, latente, podía rebrotar y propasarse a toda la Tribu. Pero el calor de aquel verano, particularmente seco, terminó con los últimos microbios. Ish se felicitó. En los viejos días se había resfriado muy a menudo, y ahora decía, no totalmente en broma, que la desaparición del resfriado compensaba ampliamente la pérdida de la civilización.

El otoño, sin embargo, trajo desgracias mayores. Sin que se supiera exactamente por qué, tres niños sufrieron unas fuertes diarreas y murieron. Probablemente habían ido a jugar a alguna casa de los alrededores y habían encontrado algún veneno, un insecticida quizá. Lo habían probado por curiosidad, lo habían encontrado dulce, y se lo habían repartido. Aun muerta, la civilización tendía sus trampas.

Entre esos niños se encontraba un hijo de Ish. Ish había temido siempre una desgracia semejante y había pensado en el dolor de Em. Em lloró a su hijo, pero Ish no conocía aún toda su fortaleza. Su amor a la vida era tan apasionado que llegaba a aceptar la muerte como parte de la vida. Molly y Jean, madres de los otros niños, manifestaron ruidosamente su dolor y rechazaron todo consuelo. Habían nacido dos nuevos niños; no obstante, por primera vez, el número total de la Tribu había disminuido en el curso de doce meses. Ese año se llamó el año de los muertos.

El año 10 pasó sin incidentes y tuvieron dificultades en encontrarle un nombre. Pero cuando llegaron a la roca, e Ish tomó el martillo y el cincel para grabar los números, los niños, por primera vez, manifestaron su voluntad, y decretaron que ese año sería el año de la pesca. Algunos meses antes, habían descubierto que en la bahía abundaban unos magníficos róbalos, y habían organizado alegres partidas de pesca. Estos peces eran un buen alimento, y habían sido auténtica fuente de diversión. En general, pensaba Ish bastante sorprendido, nadie parecía buscar distracciones. Había tanto que hacer para asegurar el bienestar material, y esta tarea brindaba tantas satisfacciones, que los juegos no los tentaban.

En el año 11, Molly y Jean tuvieron niños, pero el hijo de Molly no sobrevivió al parto. Fue una gran desgracia; era el primer niño que moría al nacer. Ahora todas las mujeres eran hábiles comadronas. Quizá Molly tenía demasiados años.

Cuando llegó la hora de bautizar el año, hubo una discusión entre viejos y jóvenes. Los padres habían elegido un nombre: el año de la muerte de Princesa… La perra había muerto después de algunos meses de enfermedad. Nadie conocía su edad exacta; cuando Ish la había recogido, tanto podía tener un año como tres o cuatro. Había sido hasta el fin la misma Princesa, con la que se tenían todos los miramientos, caprichosa, siempre dispuesta a seguir la pista de algún conejo imaginario cuando uno la necesitaba. A pesar de tantos defectos, sabía hacerse querer, y durante un tiempo había vivido en San Lupo casi como un ser humano.

Ahora tenían docenas de perros, casi todos hijos, nietos y bisnietos de Princesa, que desaparecía de cuando en cuando para encontrar un viejo amigo entre los perros salvajes o elegir un nuevo pretendiente. Después de tantos cruces, sus descendientes eran de una raza incierta, y no se le parecían ni por la talla, ni por el color, ni por el carácter.

Pero para los niños Princesa era sólo una vieja perra, no muy interesante, con la que no se podía contar. Según ellos el año debía llamarse el año de las esculturas de madera, y después de algunas dudas Ish se mostró de acuerdo, aunque Princesa había sido su amiga. Lo había arrancado a tantos tristes pensamientos, lo había librado del miedo, y lo había llevado con saltos y ladridos a la casa donde había encontrado a Em. Y quizá sin ella hubiera continuado su camino. Pero Princesa había muerto ahora, pertenecía al pasado.

Pronto los niños ni siquiera recordarían su nombre. Princesa se hundiría en el olvido. A Ish se le heló el corazón. Él también envejecería, y sería una sombra del pasado. Lo llamarían un tiempo vieja momia, luego moriría y lo olvidarían. Así ocurría siempre. Y luego, mientras los otros discutían, pensó en las esculturas en madera. Habían llegado a ser una manía como las pompas de jabón o el mah-jongg de los viejos tiempos. De pronto, todos los niños habían invadido los aserraderos en busca de hermosas maderas de abeto para tallar en ellas bueyes, perros u hombres. Los primeros ensayos fueron torpes, pero algunos niños pronto se mostraron muy diestros. El entusiasmo se apagó con los días, aunque siguió siendo un pasatiempo agradable para las tardes de lluvia.

Ish había estudiado bastante antropología para saber que todos los pueblos tratan de expresarse artísticamente, y le preocupaba que la Tribu no manifestara ningún talento especial, y se contentara con vivir a la sombra del pasado: escuchando discos en los fonógrafos de cuerda y mirando viejos libros ilustrados. Le alegró por lo tanto aquella moda de la escultura.

Aprovechó una pausa en la discusión para apoyar a los chicos. El año se llamó año de la escultura en madera. Según Ish, ese año tenía un valor simbólico, pues señalaba una ruptura con el pasado y un paso hacia el porvenir. Sin embargo, el nombre no tenía quizá tanta importancia, y él exageraba su significado.

El año 12, Jean dio a luz un niño muerto. Em, como compensación, tuvo el primer par de mellizos. Se los llamó Joseph y Josephine, y luego Joey y Josey. Aquél fue, pues, el año de los mellizos.

El año 13 vio nacer a dos niños robustos. Fue un año tranquilo y agradable, sin sucesos de importancia. A falta de algo mejor, se lo llamó el año bueno.

El año 14 se pareció al 13 y fue el segundo año bueno.

El año 15 fue excelente y pudo haber sido el tercer año bueno. Pero había algunas diferencias. Ish y todos los mayores sintieron otra vez la vieja soledad y la amenaza de las tinieblas. No aumentar es disminuir, y aquél era el primer año sin nacimientos. Todas las mujeres —Em, Molly, Jean y Maurine— envejecían, y las niñas eran todavía demasiado jóvenes para casarse, excepto Evie, la idiota, que nunca debería tener descendencia. El año no había sido, pues, enteramente bueno, y no merecía ese título. Los niños recordaron que Ish había encontrado su viejo y asmático acordeón. Agrupados a su alrededor, habían cantado juntos viejas canciones como El hogar de la montaña y Ella vendrá por la colina, y los niños propusieron el nombre del año que cantamos. Nadie sino Ish pareció advertir en el nombre una confusión gramatical.

El año 16 se celebró el primer matrimonio. Los novios fueron Mary, hija mayor de Ish y Em, y Ralph, hijo de Molly, nacido poco antes del Gran Desastre. En los viejos tiempos, un matrimonio entre criaturas tan jóvenes hubiera parecido prematuro y hasta poco decente. Pero las antiguas normas no tenían ya vigor. Ish y Em, en la intimidad, pesaron el pro y el contra. Mary y Ralph no estaban perdidamente enamorados; pero desde un principio habían sido destinados el uno al otro. Era un matrimonio de conveniencia, como las antiguas bodas reales. El amor romántico, pensó Ish, había caído también víctima de la epidemia.

Maurine, Molly y Jean querían «una verdadera boda», según su propia expresión. Separaron un disco de Lohengrin y prepararon un vestido de novia de seda blanca con velo y corona. Pero para Ish estos ritos hubieran sido una horrible parodia del pasado. Em, con su reserva habitual, se mostró de acuerdo. Mary era, al fin y al cabo, hija de ellos, e impusieron su voluntad. Como toda ceremonia, Mary y Ralph se presentaron ante Ezra, que pronunció un discurso sobre los deberes y responsabilidades de los esposos. Mary tuvo un bebé antes de fines de diciembre, y el año fue el año del nieto.

El año 17 los niños sugirieron que se lo llamara año de la casa derrumbada. Una de las casas vecinas, en efecto, se hundió estrepitosamente ante los niños, que habían acudido a los primeros ruidos. Después de un examen, el accidente pareció normal. Las termitas eran dueñas del edificio desde hacía diecisiete años y habían carcomido los cimientos. Este suceso impresionó mucho a los niños, y a pesar de su escasa importancia, designó el año.

El año 18 Jean tuvo otro hijo. Fue el último niño nacido de la vieja generación, pero se habían celebrado nuevos matrimonios y nacieron dos niños más.

Éste fue el año de los estudios. En cuanto los primeros niños alcanzaron la edad escolar, Ish intentó enseñarles a leer y escribir y transmitirles algunas nociones de aritmética y geografía. Pero le era difícil reunir a sus alumnos, ocupados en sus tareas o juegos, y los estudios no habían adelantado mucho. Sin embargo, los de más edad sabían leer casi correctamente, o habían sabido leer en otra época. Ish se preguntaba si la mayoría —por ejemplo Mary, madre ahora de dos niños— sabría deletrear polisílabos. Mary era su hija mayor, y aunque la quería mucho, debía reconocer que no era, en verdad, una intelectual.

En ese año 18, Ish hizo otro esfuerzo y trató de reunir a todos los niños en edad de aprender, para que no fueran totalmente ignorantes. Tuvo éxito un tiempo; luego, los escolares lo abandonaron. No supo jamás si había obtenido algún resultado y sufrió una amarga decepción.

El año 19 fue llamado el año del alce a causa de un incidente que impresionó a los niños. Una mañana, Evie, asomada a la ventana, gritó algo con su rara voz ronca, señalando afuera con el dedo. Miraron y vieron un animal desconocido. Era un alce, el primero que se había aventurado en esos parajes. Sin duda los rebaños se habían multiplicado y ahora bajaban del norte a recuperar las posesiones que el hombre les había arrebatado.

Para el año 20 todos estuvieron de acuerdo: el año del terremoto. El viejo volcán de San Leandro había vuelto a la actividad, y una madrugada, una violenta sacudida, seguida de un estrépito de chimeneas que caían, despertó a la Tribu. Las casas habitadas soportaron el fenómeno gracias a George, que las mantenía en excelente estado. Pero las que habían sido roídas por las termitas, minadas por las aguas de las lluvias o carcomidas por el moho, se derrumbaron rápidamente. Los escombros cubrieron las calles, y el terremoto acabó así el lento trabajo del tiempo.

Para el año 21 Ish había elegido un nombre: el año de la mayoría de edad. Los miembros de la Tribu eran ahora treinta y seis: siete abuelos, Evie, veintiún hijos, y siete nietos.

Sin embargo, ese año, como muchos otros, conmemoró un incidente sin importancia. Joey, uno de los mellizos —los más jóvenes de los hijos de Ish y Em— era un muchacho despierto, aunque menudo para su edad, y menos dotado para los juegos que la mayor parte de los otros niños. Como benjamín, era el favorito de sus padres. Sin embargo, en aquella tropa de niños pasaba un poco inadvertido, y acababa de cumplir los nueve años. Pero a final de año se advirtió que Joey sabía leer, no lenta y trabajosamente como los otros chicos, sino con facilidad y gusto. Ish se sintió invadido por una ola de ternura y orgullo. Sólo en Joey ardía realmente la llama de la inteligencia.

Los otros lo admiraron también, y todos de acuerdo declararon que el año sería llamado el año en que Joey leyó.

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