LIBRO VI

1 Huida de la oscuridad a las tinieblas.

El oficial del ejército de los Dragones descendió despacio la escalera del segundo piso de la posada «La Brisa Salada». Era pasada la medianoche y la mayoría de los huéspedes se habían acostado. El único sonido que podía escuchar era el fragor de las olas al romper contra las rocas de la Bahía Sangrienta.

Se detuvo en el rellano para lanzar una rápida y escrutadora mirada a la sala que se extendía a sus pies. Estaba ocupada únicamente por un draconiano, que yacía atravesado sobre una mesa y roncaba estrepitosamente en un ebrio estupor. Las alas del hombre—dragón vibraban con cada ronquido, mientras la mesa de madera crujía y se balanceaba bajo su peso.

Los labios del oficial se retorcieron en una amarga mueca, pero siguió descendiendo. Vestía la acerada armadura de escamas de dragón que imitaba la auténtica, la que lucían los Señores de los Dragones. Un yelmo cubría su cabeza y su rostro de modo tan hermético que resultaba difícil reconocer sus rasgos. Lo único visible bajo la sombra que proyectaba el casco era una barba parda que ponía de manifiesto su condición de humano.

Ya al pie de la escalera se detuvo de forma abrupta, a1 parecer perplejo ante la imagen que ofrecía el posadero aún despierto y bostezando sobre sus libros de cuentas. Tras saludarle con una leve inclinación de cabeza, se dispuso a abandonar el local sin pronunciar palabra, pero el hospedero formuló una pregunta que le impidió cumplir su propósito.

—¿Esperáis esta noche a la Señora?

El oficial hizo una pausa para girarse, aunque manteniendo el rostro apartado, y empezó a ajustarse un par de guantes. Reinaba un frío punzante en el aire pues la ciudad, de Flotsam se hallaba inmersa en una tempestad más violenta que nunca desde su asentamiento en la costa tres siglos atrás.

—¿Con este tiempo? —gruñó—. Me parece poco probable. Ni siquiera los reptiles voladores pueden surcar estos vientos huracanados.

—Cierto, la noche no invita a salir ni a hombres ni a bestias —asintió el posadero, antes de observarlo con expresión taimada y añadir—: ¿Qué asunto os lleva a merodear por las calles en plena tempestad?

—No creo que sea asunto tuyo lo que haga o deje de hacer —respondió el interpelado, lanzando una mirada poco amistosa al curioso hospedero.

—No os ofendáis, no pretendía molestaros —se apresuró a disculparse el tosco individuo, a la vez que alzaba los brazos para detener un esperado manotón—. Sólo quería saberlo por si la Señora del Dragón regresa y os echa de menos; de ese modo podría informarle de vuestro paradero.

—No será necesario. Le he dejado una nota... explicando, mi ausencia. Además, volveré antes de que amanezca. Necesito tomar el aire, eso es todo.

—¡No lo dudo! —exclamó el posadero con una pícara sonrisa—. No habéis abandonado su alcoba durante tres días, o quizá debería decir durante tres noches. No os enfurezcáis conmigo —suplicó al ver que el rubor encendía los pómulos de su interlocutor debajo del yelmo—, admiro a un hombre que, como vos, ha logrado tenerla satisfecha durante tanto tiempo. ¿Dónde ha ido?

—La Señora del Dragón ha recibido órdenes de solucionar un problema surgido en el este, cerca de Solamnia. Pero yo en tu lugar no indagaría tanto.

—¡No, no! —se excusó de nuevo el hospedero—. Por supuesto que no. En cualquier caso, os deseo un feliz paseo... ¿cómo os llamáis? Ella nos presentó, pero no oí bien vuestro nombre.

—Tanis —contestó el enigmático personaje con voz queda—. Tanis el semielfo. Buenas noches.

Con una seca inclinación de cabeza dio un último tirón de sus rígidos guantes y, arropándose en su capa, abrió la puerta de la posada para internarse en la tormenta. El vendaval azotó la estancia con tal violencia que apagó las velas y esparció en remolinos los papeles del posadero. Durante un momento el oficial tuvo que luchar contra el batiente de la puerta, mientras el dueño del albergue lanzaba imprecaciones y trataba de recuperar sus zozobrantes libros de cuentas. Al fin logró cerrar de un brusco portazo devolviendo a la sala su paz, silencio, y acogedor ambiente.

El posadero lo espió cuando pasó junto al ventanal con la cabeza gacha para protegerse del viento y la capa ondeando tras su espalda.

Había también otra figura que vigilaba al semielfo. En el mismo instante en que se cerró la puerta, el ebrio draconiano alzó la cabeza y exhibió sus refulgentes ojos reptilianos. Acto seguido se levantó de la mesa con pasos sigilosos, pero al mismo tiempo rápidos y certeros, se acercó a la ventana y la abrió, deslizándose sobre sus garras posteriores para asomarse al exterior. Durante unos segundos permaneció a la espera, antes de abrir a su vez la puerta y desaparecer en la tormenta.

A través de la vidriera el posadero vio cómo el draconiano se alejaba en la misma dirección que el oficial del ejército de los Dragones. Estiró la cabeza para, siempre a través del cristal, escudriñar la noche. En el exterior reinaba una inquietante oscuridad, las altas farolas de hierro donde flameaban las antorchas untadas de brea se desdibujaban bajo los oscilantes chisporroteos castigados por el viento y la persistente lluvia. Sin embargo, el hospedero creyó distinguir cómo el hombre se adentraba en una calleja que conducía al centro de la ciudad portuaria y el draconiano, arrebujado en las sombras, lo seguía a una distancia prudencial. Meneando la cabeza, el tosco individuo despertó al vigilante nocturno, que dormitaba en una silla detrás del mostrador.

—Tengo el presentimiento de que la Señora del Dragón volverá esta noche, con o sin tormenta —susurró al embotado siervo—. Despiértame si viene.

Con un estremecimiento dirigió una nueva mirada hacia la inclemente noche, perfilándose en su mente las imágenes del oficial que ahora recorría las calles desiertas de Flotsam y del draconiano que lo acechaba amparado en la negrura.

—Pensándolo mejor, déjame dormir —rectificó.

Aquella noche la tempestad había cerrado las puertas de la ciudad. Las tabernas, que solían permanecer abiertas hasta que los primeros albores del día se filtraban por sus empañadas ventanas, habían atrancado sus accesos para aislarse del viento. Las calles estaban vacías, nadie se aventuraba a exponerse a las fuertes ráfagas que podían derribar a un hombre y traspasar los ropajes más cálidos con su punzante helor.

Tanis caminaba deprisa, con la cabeza gacha, manteniéndose lo más cerca posible de los sombríos edificios que detenían la fuerza del huracán. Pronto su barba se ribeteó de escarcha, mientras el aguanieve clavaba dolorosos aguijones en su rostro. El semielfo tiritaba sin cesar, maldiciendo el gélido contacto que establecía el frío metal de la armadura contra su piel. Volvía de vez en cuando la mirada para cerciorarse de que nadie se había tomado un inusitado interés en vigilar su partida del albergue, pero su visión era casi nula. La nieve y el agua se arremolinaban en torno a él con tal virulencia que apenas vislumbraba los contornos de los altos edificios que se erguían en la penumbra, así que menos aún podía atisbar a ninguna criatura. Pasado un rato, decidió que lo mejor sería concentrarse en encontrar su camino en la fantasmal ciudad; se sentía tan entumecido a causa del frío que dejó de preocuparle si le seguían.

Hacía pocos días que se hallaba en Flotsam, cuatro para ser exactos. Y la mayoría del tiempo lo había pasado con ella. Intentó apartar aquellos pensamientos de su mente mientras escudriñaba las enseñas callejeras a través de la lluvia. Sólo tenía una vaga noción de su ruta, sabía que sus compañeros estaban hospedados en una posada de las afueras, lejos del puerto, de las tabernas y burdeles. Por un momento se preguntó con desaliento qué haría si se perdía. No se atrevería a indagar sobre su paradero...

De pronto la encontró. Tras avanzar a trompicones por las desoladas calles, resbalando en el hielo, casi rompió en sollozos de alivio cuando vio la enseña salvajemente azotada por el viento. No recordaba el nombre, pero lo reconoció al leerlo: «Los Muelles».

Pensó que era un nombre estúpido para un albergue, mientras temblaba con tal agitación que apenas podía asir el picaporte. Al fin tiró de él y logró abrir, en el mismo momento en que una violenta ráfaga envolvía su cuerpo para arrastrarlo al interior. No sin esfuerzo, recobró el equilibrio y cerró la puerta.

No había vigilante nocturno en un lugar tan destartalado pero, a la vez del humeante fuego que crepitaba en la sucia chimenea, vio una vela tumbada sobre el mostrador, destinada al parecer a los huéspedes que volvían a altas horas de la noche. Pasados los primeros segundos consiguió dar una cierta flexibilidad a sus entumecidos dedos, encendió la candela y subió la escalera iluminado por su tenue llama.

Si se hubiera vuelto para asomarse a la ventana, habría visto acurrucarse a una figura en un portal de la acera de enfrente. Pero no lo hizo porque su atención estaba fija en la escalera.


—¡Caramon!

El fornido guerrero se incorporó como impulsado por un resorte para aferrar su espada, antes incluso de girar la cabeza y lanzar una inquisitiva mirada a su hermano.

—He oído un ruido en el pasillo —susurró Raistlin—. El repiqueteo que produce una vaina al entrechocar con su armadura.

Caramon meneó la cabeza en un intento de despejar su dormida mente, y se apresuró a levantarse del lecho con la espada enarbolada. Avanzó entonces hacia la puerta con paso sigiloso, hasta que también él oyó el ruido que había estorbado el ligero sueño de su hermano. Un hombre cubierto con una armadura caminaba en silencio por el pasillo que jalonaba las habitaciones, y el resplandor de la vela con la que se alumbraba se dibujó con total nitidez en el quicio de la puerta. El tintineo se interrumpió justo delante de su alcoba.

Cerrando los dedos en tomo a su empuñadura, Caramon hizo una señal a su hermano y este último se apresuró a asentir y cobijarse en la penumbra. Su mirada estaba abstraída, sin duda preparaba un encantamiento. Los gemelos trabajan bien unidos, combinando eficazmente la magia y el acero para derrotar a sus enemigos.

La llama de la vela osciló con cierta violencia, y quedó patente que el misterioso personaje del pasillo se la cambiaba de mano a fin de liberarla de la espada. Estirando el brazo, Caramon descorrió despacio el pestillo de la puerta. Esperó unos segundos, pero no ocurrió nada. El desconocido titubeaba, preguntándose quizá si no se habría equivocado de estancia. «No tardará en comprobarlo», pensó el corpulento hombretón.

El guerrero abrió con una brusca sacudida y, esquivando la recia hoja de madera, apresó a la oscura figura y la arrastró hasta el interior. Con toda la fuerza de sus robustos brazos, arrojó al suelo al individuo de la armadura. También la vela cayó, extinguiéndose su llama en la fundida cera. Raistlin empezó a entonar un hechizo mágico, que debía atrapar a su víctima en una viscosa substancia similar a una telaraña.

—¡Detente, Raistlin! —gritó el hombre derribado. Al reconocer la voz Caramon sujetó a su hermano, agitando todo su cuerpo para romper su concentración.

—¡Raist! ¡Es Tanis!

El mago se estremeció y salió de su trance, dejando caer sus brazos junto a los costados. Pero le asaltó un acceso de tos que le obligó a abrazar su pecho.

Caramon miró con ansiedad a su gemelo, quien le invitó; a alejarse con un gesto de la mano. Obediente, el guerrero desvió su atención hacia el semielfo y se agachó para ayudarle a incorporarse.

—¡Tanis! —exclamó, al mismo tiempo que lo estrechaba; en un fuerte abrazo que casi lo dejó sin resuello—. ¿Dónde has estado? Nos tenías muy preocupados. ¡Por todos los dioses, te vas a congelar! Voy a azuzar el fuego. Raist —añadió volviéndose hacia su hermano —, ¿seguro que te encuentras bien?

—No te preocupes por mí —Susurró el mago, que se había sentado en el lecho para tratar de recobrar el ritmo normal de su respiración. Sus ojos lanzaban áureos destellos a la luz de la fogata mientras observaba cómo el semielfo se acurrucaba agradecido junto a las llamas—. Deberías avisar a los otros.

—Ahora mismo.

—Te aconsejo que antes te vistas —comentó Raistlin con su habitual causticidad.

Encendido el rostro en un intenso rubor, Caramon se apresuró a ponerse unos calzones de cuero. Tras embutirse en ellos, deslizó una camisa por su cabeza y salió al pasillo, cerrando la puerta con suavidad. Tanis y Raistlin le oyeron golpear con los nudillos la puerta de la pareja de las Llanuras. Resonó en el aire la enfurecida voz de Riverwind, seguida por la precipitada explicación del guerrero.

Tanis miró a Raistlin por el rabillo del ojo y, al ver los relojes de arena que formaban sus pupilas fijos en él con expresión inquisidora, se volvió turbado hacia el fuego.

—¿Dónde has estado, semielfo? —preguntó el mago en un quedo Susurro.

—Fui capturado por un Señor del Dragón —respondió Tanis tragando saliva, antes de acabar de recitar la explicación que tenía preparada—. Me tomó por uno de sus oficiales y me ordenó que lo escoltase hasta llegar junto a sus tropas, que están acampadas en los aledaños de la ciudad. Tuve que obedecerle, de lo contrario habría sospechado. Al fin esta noche he podido escabullirme.

—Interesante —farfulló Raistlin entre toses.

—¿Qué es interesante? —le interrogó Tanis con una penetrante mirada.

—Nunca antes te había oído mentir, semielfo. Encuentro esta situación fascinadora.

Tanis abrió la boca, pero antes de que acertase a replicar Caramon regresó seguido por Riverwind, Goldmoon y Tika, que bostezaba para alejar el sueño.

Goldmoon corrió hacia el recién llegado y se apresuró a abrazarlo.

—¡Amigo! —exclamó con voz entrecortada, sin dejar de estrechar su cuerpo—. Nos has tenido muy preocupados...

Riverwind estrechó la mano de Tanis, y la severa expresión de su rostro se ensanchó en una sonrisa. Tiró suavemente del brazo de su esposa y la apartó del semielfo, pero sólo para ocupar su lugar.

—¡Hermano! —vociferó en que-shu, el dialecto de los habitantes de las Llanuras, mientras lo apretaba contra sí—. Temíamos que te hubieran capturado, que estuvieras muerto. No sabíamos...

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Tika con curiosidad, a la vez que también ella se acercaba para dar la bienvenida a Tanis.

El semielfo lanzó a Raistlin una mirada de soslayo, pero este último se había reclinado sobre su dura almohada y tenía los ojos fijos en el techo, indiferente al parecer a la conversación.

Tras aclarar a conciencia su garganta, sabedor de que el mago lo escuchaba, Tanis repitió su historia. Los otros siguieron el relato con continuas muestras de interés y simpatía, formulando numerosas preguntas. ¿Quién era el Señor del Dragón? ¿Contaba con un ejército numeroso? ¿Dónde se había instalado? ¿Qué hacían los draconianos en Flotsam? ¿Acaso buscaban al grupo? ¿Cómo había escapado Tanis?

El semielfo contestó haciendo gala de una gran soltura. Al Señor del Dragón apenas lo había visto, ignoraba quién era. El ejército no era muy nutrido, y había acampado en las afueras de la ciudad. Los draconianos, en efecto, buscaban a alguien, pero no a ellos; perseguían a un nombre llamado Berem, o algo parecido.

Al mencionar este nombre Tanis clavó una fugaz mirada: en Caramon, pero el fornido guerrero no dio muestras de reconocerlo y el semielfo suspiró aliviado. O bien no recordaba al humano que había visto remendar el velamen del Perechon, o bien ignoraba su identidad. En cualquier caso, su actitud le tranquilizó.

Los otros asintieron, absorbidos por su relato. Tanis fue relajando su tensión, aunque Raistlin le inquietaba pero, no tenía que preocuparse pues poco importaba lo que el mago pudiera decir o pensar. Cualquiera de los compañeros creería antes en sus palabras que en las del enigmático hechicero, incluso si pretendía afirmar que el día era noche. Sin duda Raistlin lo sabía, y éste era el motivo por el que no intentó proyectar la sombra de la duda sobre la historia: que ahora narraba. De todos modos, el semielfo se sentía avergonzado. Temía que le formulasen más preguntas que habían de enfangarle aún más en aquel interminable río de embustes, así que bostezó y gimió aparentando un agotamiento insuperable.

Goldmoon se levantó de inmediato, con gesto apesadumbrado.

—Discúlpanos, Tanis, hemos sido egoístas contigo —dijo dulcemente—. Te abruman el frío y el cansancio y nosotros te obligamos a hablar sin tregua. Debes dormir. Mañana tenemos que levantamos temprano para embarcar.

—¡No seas necia, Goldmoon! ¡No podremos zarpar en medio de semejante tormenta! —le espetó Tanis.

Todos lo miraron perplejos, incluso Raistlin se incorporó en su lecho. El reproche empañó los ojos de Goldmoon, a la vez que sus rasgos se endurecían como si quisieran recordarle que nadie debía hablarle en aquellos términos. Riverwind se acercó a ella con expresión turbada.

El silencio se hizo tenso, hasta que al fin Caramon se aclaró la garganta con un brusco carraspeo.

—Si no podemos irnos mañana, lo intentaremos al día siguiente —dijo en tono conciliador—. No te preocupes, Tanis, los draconianos no saldrán mientras dure el mal tiempo. Estamos a salvo.

—Lo sé, y lamento haber hablado así —farfulló No era mi intención ofenderte, Goldmoon. Los nervios me han jugado una mala pasada. Estoy tan agotado que no puedo pensar con claridad, será mejor que vaya a mi habitación y me acueste.

—El posadero se la ha alquilado a otro huésped —explicó Caramon, y se apresuró a añadir—Pero puedes dormir aquí, Tanis, te cedo mi cama.

—No, con el suelo me basta. —Evitando la mirada de Goldmoon, el semielfo empezó a desprenderse de su armadura de escamas con los ojos fijos en los torpes movimientos de sus manos.

—Que duermas bien, amigo —dijo ella con voz queda.

Al captar la preocupación que delataban sus palabras, imaginó que intercambiaba compasivas miradas con Riverwind. El hombre de las Llanuras apoyó la mano en su hombro para darle una cálida palmada, y abandonaron ambos la estancia. También Tika se fue, cerrando la puerta tras desearle un feliz descanso.

—Deja que te ayude —se ofreció Caramon sabedor de que Tanis, poco familiarizado con las armaduras rígidas, tenía dificultad para desabrochar las intrincadas hebillas y correas —. ¿Quieres que vaya a buscarte comida? ¿Quizá un poco de ponche?

—No —respondió Tanis con un esfuerzo de voluntad, aunque satisfecho por liberarse al fin de su metálica prisión. Intentó no pensar que al cabo de unas horas tendría que vestir de nuevo aquel incómodo uniforme, y se limitó a añadir: —Lo único que necesito es dormir.

—Acepta por lo menos mi manta —insistió Caramon, viendo que el semielfo tiritaba.

Tanis asió agradecido la manta que el otro le tendía, aunque no acabó de discernir si temblaba a causa de la baja temperatura o de sus turbulentas emociones. Se acostó, arropándose en su capa y en la gruesa pieza de lana, y cerró los ojos mientras trataba de respirar de un modo regular, pues sabía que Caramon, como una tierna nodriza, no se dormiría hasta asegurarse de que descansaba tranquilo. Un poco más tarde oyó cómo el guerrero se tendía en su lecho. La fogata se había reducido a tenues rescoldos, y la oscuridad invadió la estancia. Pronto Caramon empezó a roncar ruidosamente mientras, en la otra cama, se oía la persistente tos de Raistlin.

Cuando tuvo la total certeza de que ambos gemelos dormían Tanis estiró su arrebujado cuerpo y, tras colocar las manos debajo de su cabeza, permaneció despierto con la mirada perdida en la penumbra.

Casi había amanecido cuando la Señora del Dragón llegó a «La Brisa Salada». El vigilante se percató de inmediato de su iracundo humor, pues abrió la puerta con más violencia que los vientos tormentosos y lanzó una fulgurante mirada al local, como si su acogedor y caldeado ambiente le resultaran ofensivos. Parecía una prolongación del huracán que rugía en el exterior, siendo ella y no las intempestivas ráfagas la que hizo oscilar las llamas de las velas. y también fue ella quien envolvió la sala en la negrura.

El vigilante nocturno se apresuró a hincar la rodilla frente a tal aparición, pero los ojos de Kitiara no se dignaron mirarle, ya que estaban observando a un draconiano que permanecía sentado junto a una mesa y que le dio a entender, mediante un destello casi imperceptible en sus negras pupilas reptilianas, que algo iba mal.

Tras su espantosa máscara, los ojos de la Señora del Dragón se encogieron hasta convertirse en meras rendijas de las que emanaba una alarmante frialdad. Durante unos segundos se mantuvo inmóvil en el dintel, ignorando el gélido viento que se filtraba en la posada y agitaba la capa en torno a su espalda.

—Subamos —dijo al fin, con brusquedad, al draconiano.

La criatura asintió en silencio y la siguió, produciendo crujidos con sus garras en los listones de madera.

—¿Hay algo que...? —empezó a ofrecer el vigilante, pero se interrumpió a causa del estremecimiento que le causó la puerta al cerrarse de forma violenta.

—¡No! —rugió Kitiara. Apoyando la mano en la empuñadura de su espada, pasó junto al tembloroso hombrecillo sin mirarle y subió la escalera hacia sus habitaciones. El vigilante se hundió, conmocionado, en su silla.

La Señora del Dragón introdujo la llave en la cerradura y abrió la puerta para inspeccionar la estancia desde el umbral.

Estaba vacía.

El draconiano aguardaba a su espalda, tranquilo y callado. Enfurecida, Kitiara tiró violentamente de las sujeciones de su máscara y la arrancó de su rostro, antes de lanzarla sobre el lecho y ordenar sin volver la cabeza.

—Entra y cierra la puerta.

El draconiano obedeció, tratando de actuar con suavidad para no exasperarla aún más.

Kitiara no se molestó en mirar a la criatura, estaba demasiado ocupada contemplando la cama vacía.

—De modo que se ha ido.

—Sí, Señora —respondió el draconiano con voz sibilante.

—¿Lo has seguido, tal como te encargué?

—Por supuesto. —El soldado acompañó su susurro con una inclinación de cabeza.

—¿Dónde está?

Kitiara acarició su cabello moreno y crespo. Aún no se había girado hacia su interlocutor, así que éste no tenía idea de las emociones que albergaba... si en realidad era capaz de sentir.

—En una posada, Señora. Se encuentra en las afueras de la ciudad y se llama «Los Muelles».

—¿Con otra mujer? —Su voz delataba una tensión interior.

—No lo creo —el draconiano trató de disimular la sonrisa que afloraba a sus labios—. Al parecer tiene unos amigos hospedados en ese lugar. Se nos había informado de la presencia de forasteros en ese albergue, pero como no respondían a la descripción del Hombre de la Joya Verde no investigamos su identidad. .

—¿Hay alguien vigilándolo?

—Sí, Señora. Se os comunicará de inmediato si él o algún otro abandona el edificio.

La Señora del Dragón guardó unos instantes de silencio, y al fin se volvió. Su expresión era fría y tranquila, aunque una gran palidez desfiguraba su rostro. El draconiano se dijo que eran muchos los factores que podían contribuir a esa pérdida de color en los pómulos: la penosa huida de la Torre del Sumo Sacerdote, donde se rumoreaba que había sufrido una terrible derrota, así como la inquietante aparición de la legendaria lanza Dragonlance y la de los Orbes de los Dragones. Además, había fracasado en su búsqueda el Hombre de la Joya Verde, que tanto interesaba a la Reina de la Oscuridad y que, al parecer, había sido visto en Flotsam. La Señora del Dragón, comentaban divertidos los draconianos, no estaba exenta de preocupaciones. ¿Por qué le inquietaba tanto un simple individuo? Tenía un sinfín de amantes, en su mayoría mucho más atractivos y más ansiosos de agradarle que aquel hosco semielfo. Bakaris, por ejemplo.

—Estoy satisfecha de ti —declaró, de pronto, Kitiara irrumpiendo en las cavilaciones del draconiano. A continuación se despojó de su armadura con su habitual impudicia y le hizo señal de alejarse, no sin añadir en una actitud muy propia de ella— Serás recompensado. Ahora, déjame sola.

El soldado hizo una ligera reverencia y abandonó la estancia con la cabeza gacha. aunque no ignorante de lo que sucedía. Antes de desaparecer vio que la Señora del Dragón lanzaba una furtiva mirada a un pergamino que yacía sobre la mesa, y que había observado al entrar. Contenía unas frases escritas en los delicados caracteres elfos. En cuanto, cerró la puerta se oyó un estrépito metálico en la alcoba, producido por una pieza de armadura al ser arrojada con fuerza contra el muro.

2 Perseguidos

El viento se extinguió con la aparición del nuevo día. El ruido monótono que provocaba el agua al gotear desde los aleros resonaba en la dolorida cabeza de Tanis, haciendo que casi anhelara el regreso del desabrido huracán.

—Supongo que tendremos mar rizada —dijo Caramon reflexivo. Después de haber escuchado con sumo interés las historias marineras que les contara William, el posadero de «El Cerdo y el Silbido» en Port Balifor, el guerrero se consideraba un experto en cuestiones náuticas. Ninguno de los otros le replicaba, pues desconocían los secretos del océano, y sólo Raistlin lanzó a Caramon una mirada socarrona cuando éste, que había navegado en pequeños botes y en muy contadas ocasiones, empezó a hablar corno un viejo lobo de mar.

—Quizá no deberíamos arriesgamos a zarpar —apuntó Tika.

—Debemos irnos hoy mismo —repuso Tanis con expresión sombría—. Aunque sea a nado, abandonaremos Flotsam.

Los compañeros intercambiaron fugaces miradas antes de centrar su atención en Tanis que, asomado a la ventana, no les vio enarcar las cejas ni encogerse de hombros pese a tener en todo momento conciencia de ser observado.

Estaban reunidos en la habitación de los hermanos. Faltaba aún una hora para que amaneciese, pero Tanis los despertó al oír que cesaba el salvaje aullido del viento.

El semielfo inhaló una bocanada de aire, antes de dar media vuelta para decir:

—Lo lamento. Sé que mis palabras os parecerán arbitrarias, pero existen peligros que no tengo tiempo de explicaros en este momento. Lo único que puedo aseguraros es que corremos un riesgo al que nunca en nuestras vidas hemos tenido que enfrentamos. Debemos abandonar la ciudad sin perder un instante —sintió que una nota histérica teñía su última frase, y optó por callar.

Se produjo un breve silencio, que interrumpió Caramon para decir con desazón:

—Por supuesto, Tanis, estamos de acuerdo.

—Nuestros hatillos están a punto —coreó Goldmoon—. Partiremos cuando tú quieras.

—En ese caso, vámonos —ordenó Tanis.

—Tengo que ir a recoger mis cosas —anunció Tika, un poco asustada.

—Hazlo, pero apresúrate —la urgió el semielfo.

—Te ayudaré —ofreció Caramon.

El fornido hombretón ataviado, como Tanis, con la armadura que habían robado a los oficiales del ejército de los Dragones, siguió a Tika hasta su habitación, quizá ansioso de disfrutar los últimos instantes de soledad con la muchacha. También Goldmoon y Riverwind corrieron en busca de sus pertenencias. Raistlin permaneció en la estancia, in—móvil como una estatua. Lo único que necesitaba, sus saquillos llenos de valiosos ingredientes mágicos, su Bastón de Mago y el Orbe, estaban embutidos en su indescriptible bolsa.

Tanis percibió la insistente mirada de Raistlin, y tuvo la sensación de que el mago podía traspasar la penumbra que anidaba en su alma con la enigmática luz de sus dorados ojos. Sin embargo, se obstinaba en callar. «¿Por qué?», se preguntaba enfurecido el semielfo. Casi hubiera agradecido que Raistlin lo interrogase, lo acusara, pues de ese modo le daría la oportunidad de descargarse del peso de su conciencia al confesar la verdad... aunque no ignoraba las consecuencias de tal acción.

Pero Raistlin permanecía mudo, no emitiendo más sonido que el de su tos pertinaz.

Unos minutos más tarde, los otros regresaron a la estancia y Goldmoon declaró en tonos apagados:

—Estamos a tu entera disposición, Tanis.

Por unos instantes, Tanis fue incapaz de articular palabra. «Se lo contaré», decidió. Tragó saliva, se volvió hacia ellos y en sus caras vio confianza, una fe ciega en su honradez. Estaban dispuestos a seguirle sin titubeos y no podía fallarles, no podía traicionar aquella entrega incondicional. Se había convertido en su único agarradero, de modo que lanzó un suspiro y se tragó las frases que casi habían aflorado a sus labios.

—De acuerdo —se limitó a farfullar, a la vez que echaba a andar en dirección hacia la puerta.


Maquesta KarThon se despertó de su profundo sueño a causa de unos fuertes golpes en la puerta de su camarote. Acostumbraba a que interrumpieran su descanso a todas horas, se desperezó al instante y estiró el brazo para recoger sus botas.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

Antes de recibir una respuesta se apresuró a ponerse en situación. Una mirada por el ojo de buey le reveló que el vendaval había cesado, pero por el balanceo de la nave comprendió que la mar estaba gruesa.

—Han llegado los pasajeros —anunció una voz que reconoció como la de su primer oficial.

«Marineros de agua dulce», pensó desdeñosa, suspirando y quitándose la bota que había empezado a calzarse. En voz alta ordenó, mientras volvía a acostarse:

—Mandadlos a tierra. Hoy no navegaremos.

Al parecer se produjo un altercado en cubierta, pues oyó la voz encolerizada de su oficial seguida por otra que le respondía en el mismo tono. Maquesta se puso en pie, no sin una elevada dosis de esfuerzo. El segundo de a bordo, Bas Ohn-Koraf, era un minotauro, miembro de una raza que no se distinguía por su temperamento pacífico. Era muy fuerte y podía matar sin ser provocado. Esa fue una de las razones por las que se había hecho a la mar. En una nave como el Perechon nadie se molestaba en indagar sobre el pasado de sus compañeros.

Abriendo bruscamente la puerta de su camarote, Maq se dirigió con grandes zancadas al lugar donde atronaban las voces.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó con el tono más severo que era capaz de asumir, a la vez que miraba de hito en hito a su subordinado y el rostro barbudo del que se le antojó un oficial del ejército de los Dragones. No obstante, pronto reconoció los ojos pardos y ligeramente almendrados del falso soldado, y clavó en él unos ojos llenos de frialdad.

—He dicho que hoy no navegaríamos, semielfo, y cuando yo...

—Maquesta —se apresuró a interrumpirla Tanis—, tengo que hablar contigo. —Quiso hacer a un lado al minotauro para aproximarse a ella, pero el musculoso individuo lo sujetó con firmeza y lo lanzó hacia atrás. A sus espaldas otro oficial del ejército de los Dragones rugió amenazador y dio un paso al frente. Los ojos del minotauro despedían fulgurantes destellos cuando, con gran destreza, extrajo una daga de la abigarrada banda que rodeaba su cinto.

La tripulación se congregó en cubierta, ansiosos sus miembros por ver pelear a los dos colosos.

—Caramon —dijo Tanis, extendiendo su mano en un intento de contener al guerrero.

—¡Koraf! —exclamó Maquesta con una iracunda mirada, destinada a recordar a su primer oficial que se enfrentaba a pasajeros de pago que no debían ser maltratados, al me— nos mientras se hallasen cerca de tierra.

El minotauro gruñó, pero su daga desapareció con la misma rapidez con que había salido a la luz. Un instante después dio media vuelta y se alejó un poco con ademán despreciativo entre los murmullos decepcionados pero aún alegres de la tripulación, que anticipaba una travesía interesante.

Maquesta ayudó a Tanis a incorporarse, escrutándolo con la misma atención con la que habría observado a un hombre deseoso de enrolarse como tripulante de su nave. Al , instante se percató de que el semielfo había cambiado desde la última vez que lo viera cuatro días atrás, cuando él y el hombretón que lo protegía habían zanjado el precio de sus pasajes a bordo del Perech6n.

«Parece que haya atravesado el Abismo y luego regresado a tierra firme. Sin duda la atenaza algún problema grave —concluyó— y no seré yo quien se lo resuelva. No estoy dispuesta a arriesgar mi barco.» Sin embargo, tanto él como sus amigos habían pagado la mitad de la suma estipulada para el viaje, y Maq necesitaba el dinero. En los tiempos que corrían, a una bucanera le resultaba difícil competir con los Señores de los Dragones.

—Ven a mi camarote —le invitó la capitana con tono arisco, mostrándole el camino.

—Quédate junto a los otros, Caramon —ordenó Tanis a su compañero. El fornido humano asintió con la cabeza y lanzó una lóbrega mirada al minotauro mientras retrocedía para situarse al lado de sus amigos, que permanecían arracimados en silencio en torno a sus escasas pertenencias.

Tanis siguió a Maq hasta su cabina y se introdujo como pudo en el interior de la pequeña estancia, pues dos personas eran suficientes para abarrotarla por completo. El Perechon era una nave de firme construcción, diseñada para navegar a gran velocidad y realizar rápidas maniobras. Resultaba idónea para los menesteres de Maquesta, en los que era imprescindible entrar y salir diligentemente de los puertos a fin de descargar o recoger mercaderías que no siempre le pertenecían y más tarde entregarlas o bien hacerse con otras. En algunas ocasiones redondeaba sus ganancias sorprendiendo a los buques mercantes que zarpaban de Palanthas o Tarsis y apoderándose de sus cargamentos antes de que acertaran a comprender lo ocurrido. Era una experta en los abordajes, los saqueos y las huidas rápidas.

Era, asimismo, capaz de alcanzar en alta mar a las sólidas embarcaciones de los Señores de los Dragones, pero se había hecho el firme propósito de no atacarlas. La complicación radicaba en que en los últimos tiempos esas naves solían «escoltar» a las mercantes, de modo que Maquesta había perdido dinero en sus viajes más recientes. Este motivo y no otro la había impulsado a transportar pasajeros, algo que nunca habría hecho en circunstancias normales.

Tras desprenderse del yelmo, el semielfo se sentó frente a la mesa, o mejor dicho se derrumbó, porque no estaba acostumbrado al vaivén que las olas infligían a la nave. Maquesta permaneció de pie, equilibrándose sin esfuerzo.

—¿Puede saberse qué deseas? —preguntó entre bostezos—. Ya te he dicho que hoy no podemos zarpar. El mar está...

—Tenemos que hacerlo —la atajó Tanis.

—Mira —replicó la capitana recordándose ahora a sí misma que era un pasajero de pago para conservar la calma—, si tienes problemas no estoy dispuesta a que me utilices para resolverlos. No arriesgaré ni mi barco ni mi tripulación...

—No soy yo quien está en apuros, sino tú —replicó el semielfo paralizándola con los ojos.

—¿Yo? —repitió perpleja.

Tanis juntó las manos sobre la mesa y bajó la mirada. Las bruscas e incesantes sacudidas de la embarcación amarrada a su ancla, combinadas con el agotamiento de los últimos días, le producían náuseas. Al ver el tono verdoso que adquiría su tez oculta tras la barba, y los oscuros cercos que enmarcaban sus ausentes ojos, Maquesta pensó que había visto cadáveres de aspecto más saludable que el que presentaba el semielfo.

—¿Qué quieres decir? —preguntó tensa.

—F-fui capturado por un Señor del Dragón ha—hace tres días —balbuceó Tanis en un susurro, sin apartar la vista de sus manos—. No, «capturado» no es la palabra exacta. Su— puso que era uno de sus hombres a causa de este uniforme, y me ordenó que lo acompañara a su campamento. Estuve con él t—tres jornadas completas, y d—descubrí algo. Sé por qué el Señor del Dragón y su ejército están registrando todo Flotsam. He averiguado qué o, mejor dicho, a quién buscan.

—¿De verdad? —lo atajó Maquesta, sintiendo que el temor la invadía como una enfermedad contagiosa—. No creo que sea a ningún tripulante del Perechon.

—Te equivocas, persiguen al timonel. —al fin Tanis levantó la vista—. A Berem.

—¡A Berem! —exclamó Maquesta sin dar crédito a lo que oía—. ¿Por qué? Es un pobre mudo, ¡un retrasado! No niego su habilidad como piloto, pero eso es todo. ¿Qué puede haber hecho para provocar semejante despliegue de fuerzas contra él?

—Lo ignoro —confesó Tanis sin cesar de luchar contra sus náuseas—. No logré enterarme, ni estoy seguro de que ellos lo sepan tampoco. Pero han recibido órdenes de encontrarlo a cualquier precio y llevarlo vivo a presencia de —cerró los ojos para evitar los efectos de los agitados fanales—, la Reina de la Oscuridad.

Las primeras luces del alba se proyectaron en rayos rojizos sobre la embravecida superficie del océano. Por un instante iluminaron la bruñida tez negra de Maquesta, y un ígneo resplandor brotó de los pendientes de oro que le colgaban hasta casi rozar sus hombros. Nerviosa por la revelación del semielfo, la capitana se mesó la densa mata de cabello azabache. De pronto se le hizo un nudo en la garganta y balbuceó a la vez que un estremecimiento recorría sus vísceras.

—Nos desharemos de él. Lo dejaremos en tierra y contrataré a otro timonel.

—¡Escucha! —le urgió Tanis , agarrándola por el brazo para obligarla a mantener la calma—. Quizá ya sepan que está a bordo. Y, aunque no sea así, si lo capturan no te librarás de su castigo. Una vez descubran que ha navegado en esta embarcación, y te aseguro que lo descubrirán pues utilizan métodos capaces de hacer hablar incluso a un mudo, os arrestarán a ti y a toda tu tripulación. Puedes imaginarte que si caes en sus manos estás perdida.

Soltó su brazo, no le restaban fuerzas para inmovilizarlo por más tiempo.

—Siempre han actuado del mismo modo —continuó tras una breve pausa—. Lo sé porque me lo contó el Señor del Dragón. Han destruido pueblos enteros, torturado y asesinado a sus habitantes. Cualquiera que haya mantenido relación alguna con ese hombre está sentenciado, pues temen que el mortífero secreto que guarda con tanto celo haya sido revelado y eso es algo que no van a permitir.

—No puedo creer que te refieras a Berem —dijo Maquesta sentándose y observando, aún incrédula, a Tanis.

—No han podido entrar en acción a causa de la tormenta —explicó el semielfo con voz apagada—, y además, el Señor del Dragón tuvo que ir a Solamnia para librar una batalla. Pero esa... ese individuo volverá hoy de su misión, y entonces... —No fue capaz de concluir. Hundió la cabeza entre sus manos en el mismo instante en que un temblor incontrolable agitaba su cuerpo.

Maquesta lo miró sumida en un mar de dudas. ¿Era cierta su historia, o la había fraguado su imaginación para inducirla a que lo alejase de algún peligro? Al verle postrado en una condición lamentable sobre la mesa, pronunció un reniego. Era un juez avisado, no le quedaba otro remedio si quería controlar a sus toscos tripulantes, y comprendió que el semielfo no mentía. Al menos, no del todo. Sospechaba que le había ocultado ciertos detalles pero el relato de Berem, por extraño que resultase, revestía visos de verismo.

Pensó, incómoda, que todo aquello tenía sentido, y se maldijo a sí misma. Ella que presumía de su buen juicio, de su sapiencia, había permanecido ciega ante la enigmática figura de Berem. ¿Por qué? Sus labios se torcieron en una mueca burlona. Aquel hombre le gustaba, tenía que admitirlo. Era como un niño, cándido y alegre, y su peculiar carácter le había hecho pasar por alto su reticencia a desembarcar, su miedo a los extraños, su deseo de trabajar con piratas a pesar de haber renunciado siempre a los botines que capturaban. Se mantuvo unos momentos inmóvil, fundiéndose con el balanceo de su nave. Luego se asomó al exterior y contempló como el áureo reflejo del sol se borraba de la blanca espuma para desaparecer por completo, engullido por las densas nubes grisáceas. Sería peligroso salir a alta mar, pero si el viento soplaba en su dirección.

—Prefiero hallarme en medio del océano —murmuró, más para sí misma que para el maltrecho Tanis—, antes que quedar atrapada en tierra como una rata.

Resuelta a ponerse en movimiento, Maq se levantó y se encaminó a la puerta. Pero oyó un gemido procedente de Tanis y, girando la cabeza, lo miró compadecida.

—Vamos, semielfo —le susurró, no sin cierta amabilidad, mientras rodeaba con sus brazos y lo ayudaba a incorporarse—. Te sentirás mejor en cubierta, al aire libre. Además, debes explicar a tus compañeros que la nuestra no va a ser una placentera travesía por el océano. ¿Conoces el riesgo que todos corremos?

Tanis, apoyado en Maquesta, asintió con la cabeza antes de enfilar el oscilante pasillo inferior.

—No me lo has contado todo, de eso estoy segura —le susurró la capitana cuando, tras cerrar de un puntapié la puerta de su camarote, condujo a Tanis hasta la escalerilla que debía trepar para ascender a la cubierta principal. Sé que no es Berem la única criatura a quien busca el Señor del Dragón. Pero presiento que éste no es el primer temporal que capeas con tu grupo, y espero por el bien de todos que no se esfume vuestra suerte.


El Perechon inició su singladura por el embravecido mar. Navegando con pocas velas desplegadas, la embarcación parecía avanzar despacio pues tenía que luchar contra las olas para cubrir cada braza. Por fortuna el viento soplaba a su favor, en violentas ráfagas del suroeste que la empujaba rumbo al Mar Sangriento de Istar. Como los compañeros se dirigían a Kalaman, situada al noroeste de Flotsam y detrás del cabo de Nordmaar, apenas tenían que desviarse de la trayectoria que trazaban las corrientes aunque el navío debía describir una curva abierta. De todos modos, a Maquesta no le importaba permanecer alejada de tierra, en realidad era lo que pretendía.

Le anunció a Tanis que incluso existía la posibilidad de poner rumbo noreste y arribar a Mithas, lugar natal de los minotauros. Aunque algunas de estas criaturas luchaban en las filas de los ejércitos de los Dragones, en su mayoría no habían querido jurar lealtad a la Reina de la Oscuridad. Según Koraf los minotauros exigían el control absoluto de la zona oriental de Ansalon como recompensa por sus servicios, y esta jurisdicción había sido asignada a un nuevo Señor del Dragón, un goblin llamado Toede. A su raza no le agradaban ni los humanos ni los elfos, pero en este preciso momento tampoco se hallaban en buenas relaciones con los Señores de los Dragones de modo que Maq y su tripulación podían refugiarse en Mithas, donde estarían a salvo, al menos durante un tiempo.

A Tanis no le satisfacía esta demora, pero había dejado de ser dueño de su destino. Al asaltarle tal pensamiento, el semielfo lanzó una curiosa mirada al humano que se erguía en solitario en el centro del torbellino de sangre y llamas del Mar de Istar. Berem estaba en su puesto, gobernando la rueda con manos firmes y certeras mientras sus ojos, de vaga y despreocupada expresión, parecían perderse en el lejano horizonte.

Tanis centró su atención en el pectoral del timonel, ansioso por detectar un tenue fulgor verdoso. ¿Qué oscuro secreto latía en el pecho donde meses atrás, en Pax Tharkas, había descubierto la refulgente y esmeralda joya incrustada en la carne? ¿Por qué cientos de draconianos perdían el tiempo en buscar a un solo hombre cuando la guerra aún no había inclinado la balanza a su favor? ¿Cómo era posible que Kitiara hubiera abandonado el mando de sus fuerzas en Solamnia para supervisar la búsqueda en Flotsam a causa de un simple rumor, según el cual el piloto había sido visto, en esta ciudad portuaria?

«¡El es la Clave!». Tanis recordó, de pronto, las palabras de Kitiara. «Si lo capturamos, Krynn sucumbirá al poder de la Reina de la Oscuridad. No habrá en el país entero una fuerza capaz de derrotamos.»

Temblando y con el estómago revuelto, Tanis observó a aquel hombre con sobrecogimiento. ¡Berem parecía tan ajeno, tan por encima de todo! Era como si los problemas del mundo no lo afectasen en lo más mínimo. ¿Acaso estaba Maquesta en lo cierto al afirmar que era un retrasado? El semielfo lo dudaba. Recordaba a Berem tal como lo había visto durante aquellos breves segundos en medio de los horrores de Pax Tharkas. Evocó en su mente la expresión de su rostro cuando permitió que Eben, el traidor, le indicara el camino en un desesperado intento de fuga no se dibujaron en él las líneas del temor, la indiferencia o la abulia, Sino.. ¿cómo expresarlo? ¡Resignación, eso era lo que pareció manifestar! Se diría que conocía el destino que le aguardaba pero, a pesar de todo, había decidido seguir adelante. Cuando Berem y Eben llegaron a las puertas, cientos de toneladas de rocas se desprendieron del mecanismo que las bloqueaba, enterrándolos bajo peñascos que ni un dragón habría podido levantar. Dieron por sentado que ambos habían perecido.

Sin embargo, sólo Eben desapareció sin dejar rastro. Unas semanas más tarde, durante la celebración de los esponsales de Goldmoon y Riverwind, Tanis y Sturm volvieron a ver a Berem... ¡vivo! Antes de que pudieran acercarse a él, el enigmático personaje se escabulló entre el gentío y nunca más tuvieron noticias de su paradero. Nunca más hasta que Tanis lo encontrara hacía tres... no, cuatro días remendando una de las velas de la nave.

Berem mantenía el curso del Perechon con el rostro inundado de paz, mientras Tanis se acodaba en la barandilla para deshogar su náusea.

Maquesta no dijo nada a la tripulación acerca de la situación de Berem. Se limitó a explicar la brusca partida de su nave afirmando que había llegado a sus oídos que el Señor del Dragón estaba demasiado interesado en ella y juzgaba oportuno lanzarse a mar abierto. Nadie formuló preguntas incómodas, pues por un lado no profesaban un gran cariño a aquellos siniestros individuos y por otro habían permanecido en Flotsam el tiempo suficiente para perder todo su dinero.

Tampoco Tanis reveló a sus compañeros el motivo de su prisa. Todos conocían la historia del Hombre de la Joya Verde y, aunque eran demasiado educados —excepto Caramon— para manifestarlo, estaban convencidos de que Sturm y Tanis se habían excedido en sus brindis durante la boda. Así pues, no indagaron por qué motivo arriesgaban sus vidas en el embravecido océano, su fe en el cabecilla del grupo era absoluta.

Presa de incesantes mareos y de las violentas punzadas que le infligía su culpabilidad, Tanis merodeaba a trompicones por la cubierta sin dejar de contemplar el mar. Los poderes curativos de Goldmoon le habían ayudado a recobrar una pequeña parte de su integridad, aunque, al parecer, ni siquiera una sacerdotisa era capaz de aliviar el torbellino de su estómago. En cuanto al infierno en el que se debatía su alma, estaba por encima del auxilio de nadie.

Se sentó al fin frente al océano, escudriñándolo en todo momento con el temor de otear el velamen de otro barco en el horizonte. Los otros, quizá porque no eran víctimas de tan intenso agotamiento, se mostraban indiferentes al desordenado vaivén que agitaba a la nave mientras cortaba el abundante oleaje. Lo único que les afectaba era la rociada de alguna que otra ola al romper contra el casco.

Incluso Raistlin, para asombro de su hermano, parecía tranquilo. El mago permanecía apartado de los otros, acurrucado bajo una vela que había aparejado uno de los marineros a fin de impedir que los pasajeros se empaparan más de lo inevitable. No estaba mareado, y apenas tosía. Se hallaba absorto en sus pensamientos, con un brillo en sus dorados ojos más intenso que el del sol matutino que luchaba por abrirse paso entre las amenazadoras nubes tormentosas.

Maquesta se encogió de hombros cuando Tanis mencionó su miedo a que hubieran emprendido su persecución. El Perechon era más veloz que las macizas naves de los Señores de los Dragones, y, además, habían logrado cruzar el puerto sin ser vistos más que por otros buques piratas como el suyo. En su hermandad nadie hacía preguntas.

El mar se fue calmando, alisado por la persistente brisa. Durante todo el día los densos nubarrones se fueron acumulando, para ser al fin evaporados por el refrescante viento. La noche se inició clara y estrellada, y Maquesta pudo izar más velas. La nave siguió deslizándose por la llana superficie hasta que, a la mañana siguiente, los compañeros se despertaron ante una de las más espantosas visiones de todo Krynn.

Estaban en el extremo del Mar Sangriento de Istar.

El sol se mostraba como una enorme y dorada bola en el horizonte cuando el Perechon se internó en una superficie tan purpúrea como la capa que lucía el mago, como la sangre que se vertía por sus labios siempre que tosía.

—Quien le impuso su nombre estuvo muy acertado —comentó Tanis a Riverwind mientras, desde la cubierta, contemplaban las aguas rojizas y lóbregas. Su radio de observación era corto, una perpetua atmósfera de tormenta permanecía suspendida bajo la bóveda celeste y envolvía el mar en una cortina de tonalidades plomizas.

—Nunca quise creerlo —dijo el bárbaro solemnemente, meneando la cabeza—. Oí a William hablar de él, y no hice apenas caso de sus relatos sobre dragones marinos que engullían a los barcos y mujeres con colas de pez en lugar de piernas. Pero esto... —El hombre de las Llanuras enmudeció para lanzar furtivas e inquietas miradas a las aguas de color sangre.

—¿Supones que es cierto que nos hallamos frente a la sangre derramada por quienes murieron en Istar cuando la, montaña ígnea destruyó el templo del Príncipe de los Sacerdotes —preguntó Goldmoon en un susurro, acercándose a su esposo.

—¡Eso es una necedad! —intervino Maquesta, que había atravesado la cubierta para reunirse con ellos. Sus ojos no descansaban, en un intento de asegurarse de que sacaba en todo instante el mejor partido posible a su nave y sus tripulantes.

—¿Habéis escuchado las historias de William, ese hombre de cara porcina? —continuó sin poder contener la risa—. Le gusta asustar a los habitantes de tierra adentro. El agua debe su color al terreno del fondo, que se mueve con las constantes mareas. Recordad que no navegamos sobre arena como en el resto del océano. En un tiempo pasado ocupaba este paraje la capital de un próspero reino, y la región adyacente. Cuando cayó la montaña de fuego, abrió una brecha en el suelo y éste fue invadido por el océano, que creó un nuevo mar. Ahora las riquezas de Istar yacen bajo las olas.

Maquesta se asomó a la barandilla con ojos soñadores, como si pudiera penetrar las revueltas aguas para Ver los fabulosos tesoros de la ciudad perdida. Lanzó un anhelante suspiro y Goldmoon observó su morena tez con aversión, llenos sus ojos de la tristeza y del terror que le inspiraban la destrucción y pérdida de tantas vidas.

—No puedo creer que las mareas agiten constantemente la tierra —declaró Riverwind frunciendo el ceño—. Ni tampoco las olas y las corrientes pueden ser las causantes pues éstas no habrían impedido que el terreno acabase por asentarse.

—Cierto, bárbaro —admitió Maquesta alzando una mirada de admiración hacia el alto y atractivo habitante de las Llanuras— No os he explicado el fenómeno porque tengo entendido que ninguno de vosotros es navegante. Pero vuestro pueblo, si no me equivoco, está formado por granjeros y por consiguiente conocéis la textura de la tierra. Si hundes la mano en el agua, palparás sus, aún, recios granos. En realidad lo que provoca todo este movimiento es, según afirman, un remolino situado en el centro del Mar Sangriento, dotado de una fuerza insólita y capaz de arrastrar cualquier masa en sus violentas ondas. ¿Quién sabe? Quizá se trate de otra de las imaginativas historias de William. Debo confesar que nunca lo he visto, ni tampoco las personas que han viajado conmigo; y os aseguro que he surcado estos mares desde que era una niña, pues aprendí el oficio de mi padre. De todos modos, nadie ha cometido la imprudencia de internarse en la tempestad que veis suspendida sobre el corazón de este mar.

—¿Cómo llegaremos a Mithas? —gruñó Tanis—. Si tus cartas de navegación son correctas, está al otro lado del Mar Sangriento.

—Arribaremos a Mithas poniendo rumbo sur, si alguien nos persigue. De lo contrario bordearemos el extremo occidental del océano y seguiremos sin abandonar la costa hacia el norte, por el cabo Nordmaar. No te preocupes, semielfo —añadió Maq agitando la mano en un ademán exagerado—. Al menos podrás contar que has visto el Mar Sangriento, una de las maravillas del Krynn.

Cuando se disponía a alejarse, Maquesta fue llamada por el vigía.

—¡He avistado una nave por el oeste!

Al instante Maquesta y Koraf extrajeron sus catalejos y examinaron el horizonte de poniente. Los compañeros, por su parte, intercambiaron miradas inquietas y se agruparon. Incluso Raistlin abandonó su rincón bajo la protectora vela y cruzó la cubierta, sin cesar de escudriñar el punto indicado con sus dorados ojos.

—¿Ves algún velamen? —susurró la capitana al minotauro.

—No —contestó el interpelado con su tosca versión de la lengua común—. No es una nave, quizá sólo una nube. Pero avanza muy deprisa, más que cualquier tormenta que haya oteado nunca.

No acertaban a distinguir sino unas manchas oscuras perfiladas en lontananza, manchas que crecían bajo sus atentas miradas.

De pronto Tanis sintió un punzante dolor en sus entrañas, como si le hubieran traspasado con una espada. Tan agudo y auténtico era su sufrimiento que quedó sin resuello y tuvo que agarrarse a Caramon para no caer desplomado. Los demás lo contemplaron preocupados, mientras el guerrero le rodeaba con su poderoso brazo en un intento de sostenerlo.

Tanis sabía quiénes se aproximaban.

Y también conocía a su cabecilla.

3 La creciente oscuridad.

—Un grupo de dragones alados —dijo Raistlin, plantándose junto a su hermano—. Creo haber contado cinco.

—¡Dragones! —exclamó Maquesta con voz ahogada. Se aferró a la barandilla con manos temblorosas, pero pronto se repuso y dio media vuelta para ordenar—: ¡A toda vela!

Los marineros fijaron la vista en el poniente, atenazadas sus mentes por los horrores que sin duda se avecinaban. Maquesta tuvo que repetir su orden, esta vez gritando con todas sus fuerzas, si bien lo único que la inquietaba era la suerte de su amado barco. La serenidad y firmeza de su actitud lograron vencer los primeros y aún vagos temores de sus marineros. Instintivamente unos pocos se pusieron en movimiento para obedecerla, y los demás siguieron por inercia. Koraf contribuyó con su látigo, que hacía restallar contra la piel de quienes no actuaban con la celeridad debida. Al cabo de unos momentos, todas las velas ondeaban en sus mástiles. Los cabos crujían de un modo siniestro, mientras que los aparejos entonaban una triste melodía.

—¡Flanquea la tormenta sin adentrarse en ella! —instruyó Maquesta a Berem. El timonel asintió despacio, pero la abstraída expresión de su rostro hacía difícil adivinar si la había oído.

Al parecer sí se había enterado, pues el Perechon se acercó a la perpetua tempestad que envolvía el Mar Sangriento jalonando la blanca espuma de las olas y aprovechando el viento brumoso de la borrasca.

La maniobra era temeraria, y Maq lo sabía. Si una sola verga se torcía, se quebraba un cabo o se rasgaba una vela, quedarían indefensos. Pero había que correr ese riesgo.

—Es inútil—comentó Raistlin con frialdad—. Nunca dejaremos atrás a los dragones, fijaos cuán raudos acortan la distancia. Te han seguido, semielfo —añadió volviéndose hacia Tanis—. Te mantuvieron vigilado desde que abandonaste el campamento, o bien —su voz se tornó sibilante— los has guiado hasta aquí.

—¡No! ¡Lo juro! —protestó Tanis.

¡El draconiano ebrio! Cerró los ojos, sumido en la desesperación y maldiciéndose a sí mismo. Por supuesto Kit hizo que lo espiaran, no iba a confiar más en él que en los otros hombres que compartían su lecho. Se había comportado como un necio engreído al creer que significaba algo especial para aquella mujer y al suponer que lo amaba. Kitiara no quería a nadie, era incapaz de semejante emoción.

—¡Me han seguido, no cabe duda! —exclamó con los dientes apretados—. Debéis confiar en mí. Quizá haya sido un estúpido, pero no un traidor. No imaginé que fueran tras mis pasos en la tormenta.

—Tranquilízate Tanis, te creemos —declaró Goldmoon acercándose a él, mientras lanzaba a Raistlin una enfurecida mirada de soslayo.

El mago no despegó los labios, que se retorcieron en una mueca burlona. Tanis evitaba los ojos, y prefirió concentrarse en los dragones que se dibujaban ya con total nitidez. Todos a bordo podían ver sus enormes alas extendidas, las largas colas agitándose en el viento, las afiladas garras que mantenían abiertas bajo sus descomunales cuerpos azulados.

—Uno transporta a un jinete —informó Maquesta desalentada, sin apartar el ojo del catalejo—. Un jinete que oculta su rostro tras una máscara astada.

—Un Señor del Dragón —confirmó Caramon sin necesidad, pues todos sabían qué significaba aquella descripción. El fornido guerrero dirigió a Tanis una mirada sombría— . Será mejor que nos expliques qué está ocurriendo, semielfo. Si ese Señor del Dragón creyó que eras uno de los oficiales a sus órdenes, ¿por qué se tomó la molestia de hacerte espiar y seguirte hasta aquí?

Tanis empezó a hablar, pero sofocó sus quebradas palabras un rugido agónico, inarticulado, un rugido en el que se entremezclaban el terror y la ira de un modo tan sobrenatural que todos los presentes alejaron a los dragones de su pensamiento. Provenía el extraño alarido del timón de la nave, y los compañeros se volvieron hacia él con las armas equilibradas. Los miembros de la tripulación interrumpieron su enloquecido faenar, a la vez que Koraf se quedaba inmóvil, contraída su faz animal en una mueca de asombro en medio de aquellos rugidos que sonaban a cada instante más desgarrados.

Sólo Maq mantuvo la calma, y empezó a cruzar la cubierta en pos del piloto.

—Berem —lo llamó, adentrándose en la mente de aquel hombre merced a la afinidad de sus sentimientos. Lo que leyó le produjo terror y, aunque saltó sobre él, llegó demasiado tarde.

Con una expresión de incontrolable pánico dibujada en el rostro, Berem se sumió en el silencio y contempló a los ya próximos dragones. De pronto volvió a rugir, manifestando esta vez su miedo con un aullido que heló la sangre de todos los presentes, incluso del minotauro. Por encima de su cabeza las velas ondeaban al viento y los aparejos se extendían rígidos. La embarcación, navegando con toda la celeridad que era capaz de asumir, parecía saltar sobre las olas y dejaba tras de sí una estela de alba espuma. Sin embargo, los dragones ganaban terreno.

Cuando Maquesta casi le había dado alcance, el timonel agitó la cabeza como un animal herido e hizo girar la rueda.

—¡No, Berem! —gritó la capitana.

El brusco movimiento del piloto hizo que la embarcación virase, con tal velocidad que casi volcó. El palo de mesana se partió en dos a causa de la presión del viento, de tal modo que los aparejos, obenques, velas y hombres se desmoronaron sobre la cubierta o cayeron al Mar Sangriento.

Asiendo a Maq por el brazo, Koraf logró apartarla de la maltrecha verga. Caramon estrechó a Raistlin contra su cuerpo, arrojándose sobre la cubierta y protegiendo así el frágil cuerpo del mago con el suyo en el instante en que la maraña de cabos sueltos y madera astillada se estrellaba a escasa distancia. Los marineros, mientras, se desplomaban o bien se asestaban fuertes golpes contra los mamparos. Todos podían oír cómo la carga salía despedida en la bodega, pero nadie tenía tiempo de bajar a amarrarla de nuevo. Los compañeros se sujetaban a los cabos o a cualquier objeto al que podían aferrarse, afianzándose en un desesperado intento de salvar sus vidas, pese a presentir que Berem acabaría por hundir la nave. Las velas se batían como as alas de un ave moribunda, a la vez que se aflojaban los nudos y la nave zozobraba hacia un inminente final.

Pero el diestro piloto, aunque aparentemente enloquecido por el pánico, seguía siendo un experto navegante. En una reacción instintiva sostenía la rueda con firmeza cuando la veía a punto de girar libre y mortífera y, despacio, condujo de nuevo el barco hacia el viento con el mismo cuidado con que una madre acunaría a su hijo enfermo. El Perechon acabó por enderezarse y, al sentir la caricia de la brisa, se hincharon las velas muertas hasta hallar un nuevo rumbo.

Fue en ese momento cuando todos pensaron que hundirse' en el mar habría sido una muerte más rápida y fácil que la que ahora les aguardaba, pues un grisáceo manto de agitada bruma envolvió la nave en una densa penumbra.

—¡Se ha vuelto loco! Nos lleva irremediablemente hacia la tempestad del Mar Sangriento —constató Maquesta con una voz quebrada, apenas audible, mientras luchaba para recuperar el equilibrio. Koraf empezó a avanzar hacia Berem, retorcido su rostro en una mueca agresiva y con una cabilla de maniobras en la mano.

—¡No, Koraf! —ordenó Maquesta sin resuello, agarrándolo para detenerlo—. Quizá Berem tenga razón y ésta sea nuestra única oportunidad de salvamos. Los dragones no osarán seguimos hacia el corazón de la tempestad. Berem nos ha metido en este embrollo, y no tenemos otro timonel capaz de sacamos de él. Si logra mantenerse en el borde del remolino...

Un inesperado relámpago rasgó la plomiza cortina y la niebla se partió, revelando una ominosa escena. Un cúmulo de negras nubes se agitaba en el rugiente viento, y un rayo verdoso hendió el firmamento impregnando el aire del olor acre del azufre. Las rojizas aguas se rizaron en peligrosos vaivenes, lanzando chorros burbujeantes como los espumarajos de un epiléptico. Durante unos momentos nadie acertó a moverse, no podían sino contemplar el espectáculo sintiendo su propia insignificancia frente a las desencadenadas fuerzas de la naturaleza. El viento azotaba sus rostros y la nave se balanceaba en violentos bandazos, arrastrada por el mástil roto. Se desató de pronto un aguacero, entremezclado con piedras de granizo que repiqueteaban sin cesar sobre la entarimada cubierta, en el mismo instante en que la grisácea cortina volvía a cernirse sobre ellos.

Por orden de Maquesta algunos marineros se encaramaron a los obenques para arriar las velas restantes, mientras otro grupo se esforzaba en apartar la verga partida que se agitaba si ningún control. Acometieron esta tarea con hachas, que utilizaron para cortar los cabos y lograr así que el palo cayera a las sanguinolentas aguas. Libre al fin del peso muerto que la arrastraba, la nave se enderezó de nuevo. Aunque el viento continuaba zarandeándola, el Perechon parecía capaz de vencer a la tormenta incluso con un mástil menos.

El riesgo inmediato había hecho que los tripulantes se olvidasen de los dragones. Ahora que su vida prometía prolongarse unos minutos, los compañeros alzaron sus cabezas para escudriñar el aire a través de la brumosa lluvia.

—¿Creéis que los hemos confundido? —preguntó Caramon, quien sangraba por un ancho tajo abierto en su testa. Sus empañados ojos delataban el dolor que le infligía su herida, pero aún estaba más preocupado por su hermano. Raistlin se bamboleaba a su lado, ileso, mas presa de un virulento ataque de tos que apenas le permitía sostenerse en pie.

Tanis meneó la cabeza en actitud sombría. Tras dar un rápido vistazo a su alrededor para cerciorarse de que todos estaban bien, les hizo señal de acercarse. Uno por uno, los compañeros avanzaron a trompicones bajo la lluvia, aferrándose a los cabos que encontraban a su paso hasta congregarse en torno al semielfo. Ninguno de ellos conseguía apartar la mirada de las alturas.

Al principio no vieron nada, incluso resultaba difícil distinguir la proa de la nave a través de la lluvia y del revuelto mar. Los marineros se apresuraron a cantar victoria, convencidos de que habían perdido de vista a las bestias.

Pero Tanis, con la mirada fija en el oeste, sabía que sólo la muerte detendría a la Señora del Dragón en su empeño. Inevitablemente los vítores de los tripulantes se trocaron por gritos de terror cuando la cabeza de un Dragón Azul se asomó, de pronto, entre los nubarrones, con la boca abierta para exhibir sus amenazadores colmillos y sus flamígeros ojos resplandecientes de odio.

El Dragón voló hasta ellos, extendidas las alas pese a la fuerza de los vientos, la lluvia y el granizo. Un Señor del Dragón se erguía sobre su azulado lomo, y Tanis vio apesadumbrado que no portaba armas. No las necesitaba para capturar a Berem y hacer que su cabalgadura destruyera al resto. El semielfo inclinó la cabeza, atenazado por el presentimiento de lo que se avecinaba y por la amarga punzada de la culpabilidad.

Sin embargo, no tardó en alzar de nuevo la vista al pensar que existía una posibilidad. Quizá ella no reconocería a Berem, y se resistiría a aniquilar a los otros por miedo a lastimarle. Giró la cabeza hacia el timonel, pero su momentánea esperanza se disipó casi antes de nacer. Se diría que los dioses se habían confabulado contra ellos.

El viento había abierto la camisa de Berem. A través de la cortina que formaba la lluvia el semielfo distinguió la piedra verde incrustada en el pecho de aquel extraño humano; irradiaba destellos más brillantes que los del relámpago, cual un terrible faro que orientase a los buques en la tormenta. Berem no se había percatado, ni siquiera parecía ver al Dragón. Sus ojos acechaban la tempestad mientras conducía la nave hacia el centro del Mar Sangriento de Istar.

Sólo dos de los presentes percibieron la refulgente gema. Todos los demás estaban pendientes de la fiera, atrapados en un hipnótico trance que les impedía apartar la mirada de la enorme criatura azul que les sobrevolaba. Tanis estudiaba la joya que tanto lo había sorprendido meses atrás, y también la Señora del Dragón la había visto. Sus ojos, camuflados por la máscara metálica, estaban prendidos de los verdes destellos, aunque, pasado el primer momento de atracción, la insaciable mujer desvió el rostro hacia el semielfo que permanecía inmóvil en la azotada cubierta.

Una repentina ráfaga de viento sacudió al Dragón Azul, obligándolo a virar ligeramente, pero la mirada de la Señora del Dragón no sufrió ni el más leve parpadeo. Tanis vio un espantoso futuro en aquellos ojos castaños: el Dragón se lanzaría en picado sobre ellos y atraparía a Berem en sus garras, mientras su dueña se regocijaría en su victoria durante unos instantes agónicos para luego ordenarle que los destruyera a todos...

Tanis vio esta escena con la misma claridad con que había leído la pasión en el rostro de la mujer unos días antes, cuando la estrechaba en sus brazos.

Sin apartar los ojos de él, la Señora del Dragón alzó su enguantada mano. Quizá era una señal de ataque dirigida a su animal, quizá una despedida destinada a Tanis. Nunca lo sabría, pues en aquel momento una voz desgarrada se elevó por encima del rugido de la tormenta con un poder indescriptible.

—¡Kitiara! —exclamó Raistlin.

Liberándose de Caramon, el mago emprendió carrera hacia el Dragón sin cesar de resbalar sobre la empapada cubierta y con la túnica roja agitada en violentos remolinos por el creciente viento. Una ráfaga arrancó de forma súbita la capucha de su cabeza y la lluvia empezó a chorrear resplandeciente por su metálica tez, haciendo que sus ojos como relojes de arena lanzasen áureos destellos a través de la oscuridad de la tormenta.

La Señora del Dragón aferró su montura por la erizada crin que jalonaba su cuello azulado, obligándola a detenerse con tal brusquedad que Skie lanzó un grito de protesta. El cuerpo de la mujer adquirió una extraña rigidez, y sus ojos casi se salieron de sus órbitas al contemplar al frágil hermanastro que había criado desde la infancia. Su mirada se desvió hacia Caramon en el instante en que el guerrero se situaba junto a su gemelo.

—¿Kitiara? —susurró Caramon con un hilo de voz, lívido su rostro al observar al Dragón que permanecía suspendido sobre ellos desafiando al temporal.

La Señora del Dragón giró de nuevo su enmascarada cabeza hacia Tanis, antes de posar la mirada en Berem. El semielfo contuvo el resuello, viendo cómo el torbellino de su alma se reflejaba en aquellos ojos oscuros.

Para alcanzar a Berem tendría que matar al hermano menor que había aprendido cuanto sabía sobre las artes marciales de su propia mano. Tendría que matar a su frágil gemelo... y también al hombre que amó en un tiempo remoto. Tanis advirtió que su mirada recuperaba su habitual frialdad, y meneó la cabeza sumido en la desesperanza. No importaba, mataría a sus hermanastros y le mataría a él. En aquel momento recordó sus palabras: «Captura a Berem y tendremos todo Krynn a nuestros pies. La Reina Oscura nos recompensará con dones que nunca acertaríamos ni siquiera a soñar .»

Kitiara señaló a Berem con el índice y aflojó las invisibles riendas del Dragón. Con un cruel graznido Skie se aprestó a realizar su rapiña, pero el instante de vacilación de Kitiara resultó desastroso. Haciendo un esfuerzo para ignorarla, el timonel había virado la nave hacia el seno mismo de la tormenta entre los amenazadores aullidos del viento, que azotaba el velamen. Las olas rompían contra la cubierta, la lluvia los traspasaba convertida en punzantes agujas y el granizo empezó a acumularse en la cubierta, cubriéndola de una capa de escarcha.

De pronto el Dragón sufrió un revés al ser atrapado por una corriente de viento, y luego por otra. Batía sus alas en frenéticos movimientos mientras las ráfagas lo zarandeaban a su antojo y el granizo tamborileaba sobre su cabeza, amenazando con perforar sus correosos miembros. Sólo la suprema voluntad de su jinete impedía a Skie huir de la peligrosa borrasca y elevar el vuelo hacia la seguridad de un cielo despejado.

Tanis vio que Kitiara hacía un enfurecido gesto en dirección a Berem, respondido por el valiente ahínco del animal en su lucha para acercarse al piloto.

Una nueva ráfaga de viento irrumpió en la escena, esta vez castigando a la nave en el momento en que una ola se estrellaba contra el casco. El agua se vertió en la cubierta como una cascada festoneada de blanca, espuma, que alzó a los hombres por el aire para lanzarlos en un revuelto amasijo sobre el resbaladizo suelo. La embarcación zozobraba y cada uno se aferraba a lo que podía, cabos o redes, en un desesperado intento de no salir despedido por la borda.

Berem luchaba con el timón, que parecía haber cobrado vida y escapado al control de sus diestras manos. Mientras las velas se rasgaban por la mitad, los hombres desaparecían en el Mar Sangriento entre gritos aterrorizados. Al fin el barco se fue enderezando, aunque la madera crujía cada vez con más fuerza. Tanis se apresuró a alzar la vista.

El Dragón y Kitiara se habían desvanecido.

Libre al fin de su miedo, Maquesta entró en acción, decidida a salvar su maltrecha nave.

Lanzando una retahíla de órdenes, echó a correr y tropezó contra Tika.

—¡A la bodega, marinos de agua dulce! —exclamó enfurecida con una voz de trueno que se impuso a la tormenta—. ¡Tanis, llévate a tus amigos y nos os interfiráis en nuestro trabajo! Si lo prefieres, puedes utilizar mi camarote.

Aún aturdido, el semielfo asintió y condujo a sus compañeros al interior en una acción casi instintiva, pues se hallaba inmerso en un absurdo sueño presidido por una agitada oscuridad.

La mirada hechizada de Caramon traspasó su pecho cuando el fornido guerrero pasó junto a él tambaleándose y sujetando a su hermano. Los dorados ojos de Raistlin lo envolvieron en llamas que quemaron su alma. Todos fueron desfilando, para penetrar a trompicones en la diminuta cabina que se agitaba y los zarandeaba como a marionetas.

Tanis aguardó hasta que los compañeros se hubieron introducido en el camarote y se apoyó en la puerta incapaz de dar media vuelta, incapaz de hacerles frente. Había visto la sombría expresión de Caramon y el exultante destello que despedían los ojos de Raistlin. Había oído sollozar a Goldmoon.

Pero sabía que no podía evitarlo, de modo que se giró lentamente. Riverwind se erguía junto a su esposa, con el rostro contraído en sórdidas meditaciones mientras trataba de afianzar su mano en el techo. Tika se mordisqueaba el labio, en un vano afán por contener las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas. Tanis permaneció junto a la puerta, contemplando a sus amigos sin pronunciar palabra. No se oía sino el murmullo de la tempestad y de las olas que rompían contra la cubierta, para derramarse en un persistente goteo sobre sus cabezas. Estaban todos empapados, presas del frío y de los violentos temblores causados por el miedo, el dolor y la sorpresa.

—L-lo lamento —balbuceó al fin Tanis, lamiéndose los salados labios. Tenía la garganta tan reseca que apenas podía hablar—. Pensaba contároslo todo...

—Ahora ya sabemos dónde estuviste esos cuatro días —le interrumpió Caramon sin alzar la voz—. Con nuestra hermana, ¡la Señora del Dragón!

Tanis hundió la cabeza contra el pecho. La nave avanzaba a sacudidas bajo sus pies y lo arrojó hacia el escritorio de Maquesta claveteado en el suelo. Se agarró al mueble hasta que cesó de balancearse y recobró, de nuevo, el equilibrio para enfrentarse a ellos. El semielfo había soportado el dolor en innumerables ocasiones, el dolor que infligen los prejuicios, las derrotas, los cuchillos, las flechas y las espadas; pero no se sentía capaz de resistir éste que ahora lo atenazaba. La acusación de traidor que se reflejaba en todos aquellos pares de ojos penetraba en sus entrañas.

—Os suplico que me creáis... « ¡Qué estupidez acabo de decir! ¿Por qué habían de creerme?

No he hecho sino mentir desde mi regreso», pensó con un salvaje desgarro.

—Comprendo —empezó de nuevo—, que no tenéis motivos para confiar en mí, pero al menos escuchadme. Estaba paseando por Flotsam cuando fui atacado por un elfo. Al verme así ataviado —señaló su armadura— pensó que era un oficial del ejército de los Dragones. Kitiara me salvó la vida y me reconoció, deduciendo al instante que me había enrolado en sus filas. ¿Qué podía decirle? Me llevó —Tanis tragó saliva y se enjugó el empapado rostro— a la posada y... —no logró continuar.

—Y permaneciste cuatro días con sus noches entre los amorosos brazos de una Señora del Dragón— concluyó Caramon con tono iracundo al mismo tiempo que, equilibrándose, extendía un dedo como si de un arma se tratase—. Y, claro, después de tan arduas jornadas, necesitabas descansar. Sólo entonces te acordaste de nosotros y llamaste a nuestra puerta para asegurarte de que te esperábamos. ¡Y así era, como el hatajo de imbéciles confiados que somos!

—¡De acuerdo, estuve con Kitiara! —lo atajó Tanis trocando su pesadumbre por una furia incontrolable—. ¡La amaba! No espero que ninguno de vosotros lo entienda. ¡Pero no os he traicionado, lo juro por los dioses! Cuando partió hacia Solamnia se me ofreció la oportunidad de escapar, y así lo hice. Me siguió un draconiano, al parecer por orden de Kit. Quizá me haya comportado como un necio, ¡pero no soy un traidor!

—¡Bah! —exclamó Raistlin con desdén.

—¡Escúchame, mago! Si os hubiera traicionado, ¿por qué había de quedar perpleja al ver a sus hermanos? Si delaté vuestro paradero, ¿por qué no envió a una patrulla de draconianos a la posada para prenderos? ¿Por qué no lo hice yo mismo? Tuve una ocasión perfecta, y también hubiera podido ordenar la captura de Berem. Es a él a quien quieren, es a él al que buscaban en Flotsam. Sabían que viajaba a bordo de esta nave y Kitiara me ofreció el gobierno de Krynn si le proporcionaba a ese hombre, tan importante es. Me bastaba con conducir a Kitiara hasta él y la Reina Oscura me habría recompensado con gran magnanimidad.

—No intentarás hacemos creer que no consideraste esa posibilidad —acusó Raistlin, sibilino.

Tanis abrió la boca para replicar, pero guardó silencio. Sabía que su culpa se dibujaba en su rostro de forma tan ostensible como la barba que ningún elfo auténtico luciría, y se cubrió el rostro con las manos en un intento de ocultarlo.

—La quería —confesó con voz entrecortada—. Durante todos estos años me he negado a admitir su deslealtad. Y, aun sabiéndolo, no pude luchar contra mí mismo. Tú amas —dirigió una mirada a Riverwind—, y también tú —ahora sus ojos se clavaron en Caramon. La nave volvió a encabritarse, y Tanis se agarró a uno de los cantos del escritorio al sentir que el suelo se desplazaba bajo sus pies—. ¿Qué habríais hecho vosotros? ¡Durante cinco años ha presidido todos mis sueños! —Calló, sumiéndose en el silencio general. El rostro de Caramon revelaba una actitud reflexiva insólita en él, mientras Riverwind contemplaba a Goldmoon.

—Cuando se fue —prosiguió el semielfo con triste acento—, permanecí en su lecho y me odié por mi debilidad. Quizá vosotros me detestéis ahora, pero nunca abominaréis y despreciaréis tanto como yo mismo el abyecto acto que he cometido. Pensé en Laurana y...

Tanis enmudeció y levantó la cabeza. Mientras hablaba había percibido el cambio que se estaba operando en la trayectoria de la nave. Los demás también se habían dado cuenta y lanzaron una inquieta mirada a su alrededor. No se necesitaba ser un experto marino para advertir que ya no daban violentos bandazos. Ahora avanzaban con suavidad, en un movimiento que se les antojó aún más ominoso por lo antinatural. Antes de que nadie acertara a preguntarse su significado, un golpe en la puerta casi resquebrajó los maltratados listones.

—¡Maquesta dice que subáis! —exclamó Koraf sin cesar de aporrear la madera.

Tanis estudió brevemente a sus amigos. El rostro de Riverwind exhibía una expresión sombría y, aunque sus ojos se cruzaron con los del semielfo, no despedían ningún atisbo de luz. El hombre de las Llanuras siempre había desconfiado de las criaturas que no eran humanas, sólo los múltiples peligros que habían afrontado juntos lo habían inducido a quererle como a un hermano. ¿Se había destruido su afecto en un instante? Tanis lo miró con firmeza pero Riverwind bajó la vista y, sin pronunciar una palabra, echó a andar. No obstante se detuvo al pasar junto a él para susurrarle, contemplando cómo Goldmoon se levantaba:

—Tienes razón, amigo. Yo sé lo que es amar. —Dio entonces media vuelta y desapareció por la escalerilla.

Goldmoon lanzó una silenciosa mirada de soslayo a Tanis mientras se disponía a seguir a su esposo, y el semielfo leyó en sus ojos piedad y comprensión. Deseaba que los otros compartiesen su indulgencia.

Caramon titubeó, y al fin se alejó sin mirarle ni despegar los labios. Raistlin, en cambio, volvió la cabeza y prendió sus dorados ojos en el rostro del semielfo sin dejar de observarlo al caminar. ¿Asomaba un destello de júbilo en aquella áurea mirada? Objeto de la pertinaz desconfianza de los compañeros, quizá se alegraba de hallar un hermano en la ignominia. El semielfo no acertaba a adivinar sus pensamientos.

Cuando le tocó el turno a Tika, se acercó a él y le dio una suave palmada en el hombro. También sabía qué era amar.

Tanis permaneció unos momentos solo en el camarote, perdido en su propia oscuridad. Desechando sus sentimientos, subió a cubierta tras los otros y al instante se percató de lo ocurrido. Todas las miradas confluían en un flanco de la nave, y en los rostros se reflejaba una indecible angustia. Maquesta caminaba como un león enjaulado, meneando la cabeza y renegando en su idioma.

Al oír que Tanis se aproximaba, la capitana alzó el rostro y exclamó con un centelleo de odio en sus negros ojos:

—¡Tú y ese timonel, condenado por los dioses, nos habéis destruido!

Las palabras de Maquesta se le antojaron al semielfo una redundancia, una repetición de las frases que resonaban en su mente. Incluso se preguntó si era ella quien había hablado o por el contrario se había escuchado a sí mismo.

—Estamos atrapados en el remolino —afirmó Maq.

4 «Mi hermano...»

El Perechon se deslizaba sobre la cresta de agua con tanta ligereza como un ave surca el cielo. Pero era una ave con las alas cortadas, que la arremolinada corriente de un ciclón arrastraba sin remedio hacia una oscuridad teñida de sangre.

La terrible fuerza alisaba la superficie hasta hacerla parecer un cristal pintado. Un hueco y eterno rugido surgía de las negras profundidades e incluso las tormentosas nubes trazaban interminables círculos a su alrededor, como si toda la naturaleza estuviera aprisionada en el remolino, sujeta a una inminente destrucción.

Tanis se aferró a la barandilla con las manos doloridas a causa de la tensión. Contemplaba el torbellino sin miedo, sin angustia, tan sólo atenazado por un extraño entumecimiento. Ya nada importaba, la muerte se le antojaba rápida y acogedora.

Todos cuantos viajaban a bordo de aquel barco predestinado guardaban silencio, incapaces de abstraerse de los horrores que presentían. Se hallaban a cierta distancia del centro del remolino pues éste tenía varias millas de diámetro. Las aguas fluían veloces pero tranquilas, mientras a su alrededor el viento ululaba y la lluvia azotaba sus rostros. Pero no importaba, habían cesado de advertirlo. Lo único que veían, con los ojos desorbitados, era que pronto serían absorbidos por la amenazadora negrura.

Tan espantosa visión logró despertar a Berem de su perenne letargo. Pasado el primer impacto, Maquesta empezó a emitir enloquecidas órdenes que los hombres obedecían aturdidos, si bien todos sus esfuerzos resultaron vanos. Las velas enjarciadas contra el viento se desgarraron una tras otra y los cabos que antes las sujetaban lanzaron a los hombres al agua entre alaridos de pánico. Berem no conseguía virar el rumbo ni liberar la nave de las acuosas garras del océano. Koraf contribuyó con su fuerza a gobernar el timón, pero era como tratar de impedir que el mundo siguiera girando.

Berem abandonó y, con los hombros laxos, se sumió en la contemplación de las arremolinadas profundidades sin hacer caso de Maquesta ni del minotauro. Tanis leyó en su rostro una inexplicable serenidad, la misma que recordaba haber observado en Pax Tharkas cuando se dejó llevar de la mano de Eben hacia la mortífera cascada de granito: La verde joya de su pecho refulgía con una luz fantasmal en la que se reflejaba el tono sanguinolento del agua.

Tanis sintió que una mano poderosa se cerraba sobre su hombro, sacándolo de su espantado estupor.

—¡Tanis! ¿Dónde está Raistlin?

El semielfo dio media vuelta, y durante unos segundos miró a Caramon sin reconocerlo. Al fin susurró, con una mezcla de amargura e indiferencia.

—¿Qué importancia tiene? Déjale, al menos, elegir el lugar donde quiere morir.

—¡Tanis! —Caramon lo zarandeó para obligarle a recuperar la cordura—. ¡Tanis, escucha! Recuerda su magia y el Orbe de los Dragones, quizá pueda ayudamos...

—¡Por los dioses! ¡Caramon, tienes razón! —reaccionó al fin el semielfo.

Lanzó una rápida mirada a su alrededor, pero no vio rastro del mago y un escalofrío recorrió sus vísceras. Raistlin era capaz de ayudarles o de protegerse sólo a sí mismo. Aunque vagamente, Tanis evocó las palabras de Alhana, la princesa elfa, cuando les reveló que los Orbes habían sido dotados de un alto sentido de autoconservación por los hechiceros que los crearon.

—¡Busquémoslo abajo! —exclamó Tanis dando un salto hacia la escotilla, seguido por las contundentes pisadas de Caramon.

—¿Qué ocurre? —preguntó Riverwind desde la barandilla.

—Raistlin. El Orbe de los Dragones —explicó escuetamente el semielfo—. No vengas. Deja que lo intentemos Caramon y yo. Quédate aquí, con los otros.

—¡Caramon! —gritó Tika, y se dispuso a alcanzarles. Pero Riverwind se apresuró a detenerla, de modo que la muchacha tuvo que conformarse con lanzar una anhelante mirada al guerrero y permanecer silenciosa, apoyada en la barandilla.

Caramon ni siquiera se percató, ocupado como estaba en tomar la delantera a Tanis y atravesar la escotilla a sorprendente velocidad teniendo en cuenta el tamaño de su cuerpo. Al bajar a trompicones la escalera que conducía al camarote de Maquesta, el semielfo vio que la puerta estaba abierta y se mecía sobre sus goznes al ritmo que marcaba la nave. Irrumpió en la estancia mas, de pronto, se detuvo en el mismo dintel, como si se hubiera tropezado contra un muro.

Raistlin se hallaba en el centro de la estrecha cabina. Había encendido una vela en un fanal adosado a los mamparos, cuya llama hacía brillar su rostro como una máscara metálica y sus ojos con un fuego de tintes áureos. Sostenía en sus manos el Orbe de los Dragones, el premio cobrado en Silvanesti. Tanis advirtió que había crecido, asemejándose ahora a una pelota infantil con millares de colores arremolinados en su interior. Mareado, apartó la vista.

Frente a Raistlin se erguía Caramon, con el rostro tan lívido como el semielfo lo había visto en el sueño de Silvanesti, cuando el cadáver del guerrero yacía a sus pies.

El mago tosió, apretándose el pecho con una mano. Tanis hizo ademán de acercarse, pero le detuvo la penetrante mirada del enigmático hechicero.

—¡Mantente alejado de mí! —le ordenó entre esputos que teñían sus labios de sangre.

—¿Qué haces?

—¡Huir de una muerte segura, semielfo! —respondió emitiendo una risa desabrida, una risa que Tanis sólo había oído dos veces en el curso de su aventura—. ¿Qué iba a hacer si no?

—¿Cómo? —siguió indagando. Sintió que una oleada de terror se apoderaba de su mente al escudriñar los áureos ojos de Raistlin y distinguir en dos en reflejo de la turbulenta luz del Orbe.

—Utilizando mi magia y la de este objeto encantado. Es muy sencillo, aunque quizá escape a tu escasa inteligencia. Sé que poseo el don de aprovechar la energía de mi materia corpórea y de mi espíritu fundidas en una sola. Me transformaré en energía pura o en luz, si te resulta más fácil representártelo de ese modo. Podré entonces viajar a través de la bóveda celeste como los rayos del sol, volviendo a este mundo físico cuándo y dónde quiera.

Tanis meneó la cabeza. Raistlin tenía razón, no acertaba a comprender el fenómeno que acababa de describir le. Sin embargo, renacieron sus esperanzas.

—¿Puede el Orbe hacer eso para salvamos? —inquirió.

—Es probable, pero no seguro —respondió el mago en un acceso de tos—. En cualquier caso, no correré ese riesgo. Sé que yo puedo escapar y, en cuanto a los otros, no me preocupan. Tú los has llevado a las fauces de una sangrienta muerte, semielfo, y a ti te corresponde rescatarlos.

La ira reemplazó al temor en el ánimo de Tanis.

—Al menos tu hermano... —empezó a decir.

—Nadie —le atajó encogiendo los ojos—. Retrocede.

Una furia demente y desesperada conmovió la mente de Tanis. Tenía que hacer entrar en razón a Raistlin, a cualquier precio.

Debían utilizar todos aquella extraña magia y salvarse así de la destrucción. Tanis poseía los suficientes conocimientos arcanos para comprender que el mago no se atrevía a invocar un hechizo, pues necesitaba toda su fuerza si pretendía controlar el Orbe de los Dragones. Dio un paso al frente, y al instante vio un centelleo argénteo en la mano del hechicero. Había surgido de la nada una pequeña daga de plata, oculta tras su muñeca y sujeta por una correa de cuero de hábil diseño. El semielfo intercambió con Raistlin una mirada en la que ambos medían su poder.

—De acuerdo —dijo al fin Tanis, respirando hondo—. Estás dispuesto a matarme sin pensarlo dos veces. Pero no lastimarás a tu hermano. ¡Caramon, impide que realice sus propósitos!

El guerrero avanzó hacia su gemelo, que enarboló la daga de plata en actitud amenazadora.

—No lo hagas —advirtió con voz queda—. No te acerques.

Caramon titubeó.

—¡Adelante, Caramon! —ordenó Tanis investido de una gran firmeza—. No te hará daño.

—Cuéntaselo, hermano —susurró Raistlin sin apartar los ojos del guerrero. Los relojes de arena de sus pupilas se dilataron, a la vez que su dorada luz oscilaba como un ominoso presagio—. Cuéntale a Tanis lo que soy capaz de hacer. Lo recuerdas muy bien, y también yo. La imagen se aviva en nuestra mente cada vez que cruzamos una mirada, ¿no es cierto?

—¿De qué habla? —intentó averiguar Tanis que apenas había escuchado las palabras de Raistlin porque estaba pensando en cómo podría distraerlo y saltar sobre él...

—Las Torres de la Alta Hechicería —farfulló Caramon palideciendo—. Pero se nos prohibió revelarlo. Par-Salian dijo...

—Eso no importa ahora —le interrumpió el mago con voz desgarrada—. No hay nada que pueda hacerme Par-Salian. Una vez posea lo que me fue prometido, ni siquiera el gran Maestro tendrá poder para enfrentarse a mí. Pero ése no es asunto tuyo.

También Raistlin respiró hondo, antes de empezar a hablar con la mirada prendida de su gemelo. Sin prestarle atención Tanis se fue acercando, consciente tan sólo de un agudo pálpito en su garganta. Un movimiento rápido y el frágil mago caería... De pronto el semielfo se sintió atrapado por la voz de Raistlin, obligado a detenerse y escuchar como si las ondas sonoras hubieran tejido a su alrededor una invisible telaraña.

—La última Prueba en la Torre de Alta Hechicería, Tanis, tenía por objeto enfrentarme conmigo mismo. Y fracasé. Le maté, Tanis, maté a mi propio hermano —su voz sonaba serena—, o al menos a la criatura que le suplantaba. —El mago se encogió de hombros, y prosiguió— En realidad se trataba de una ilusión creada para mostrarme los más ocultos recovecos de mi odio y mis celos. Pretendían de ese modo purgar mi alma de sus tinieblas, si bien lo único que aprendí fue que no sabía controlarme. De todas formas, como aquello no formaba parte de la auténtica Prueba, mi fracaso no contó en mi contra... salvo para una persona.

—¡Vi cómo me mataba! —exclamó Caramon desfigurado por el horror—. Hicieron que contemplara la escena para que le comprendiera mejor. —El hombretón hundió el rostro entre las manos, mientras un estremecimiento convulsionaba su cuerpo—. ¡Y a fe mía que lo comprendo! —sollozó—. Comprendí entonces y siempre lo lamentaré. No te vayas sin mí, Raist. Eres débil, ¡me necesitas!

—Ya no, Caramon —repuso el mago entre suspiros—. En este viaje de nada has de servirme!

Tanis les observaba a ambos contraído por el pavor. No podía creerlo, ni siquiera de Raistlin.

—¡Caramon, detenle! —insistió ásperamente.

—No le ordenes que se me acerque, Tanis —le advirtió el hechicero con voz suave, como si leyera los pensamientos del semielfo—. Te aseguro que soy capaz de hacerlo. Lo que he anhelado toda mi vida se encuentra a mi alcance, y no permitiré que nadie me impida conseguirlo. Fíjate en el rostro de Caramon. ¡El también lo sabe! Le maté una vez, puedo hacerla de nuevo. Adiós, hermano.

El mago sujetó con ambas manos el Orbe de los Dragones y lo alzó hacia la luz de la llameante vela. Los colores se arremolinaban en su interior, emitiendo flamígeros destellos. Una poderosa aureola rodeó la figura de Raistlin.

Luchando para desechar su miedo, Tanis tensó el cuerpo en un último y desesperado intento de detener a Raistlin. Pero no logró moverse. Oyó cómo el hechicero entonaba unas extrañas palabras, en el instante mismo en que aquella refulgente y abrumadora luz asumía un intenso brillo que pareció traspasar su cerebro. Se cubrió los ojos con la mano pero el resplandor le abrasaba la carne y agostaba su mente, causándole un dolor insoportable. Tropezó contra el dintel de la puerta, y un agónico grito de Caramon resonó a su lado antes de que el cuerpo de su fornido amigo se desplomara con un ruido sordo.

Sobrevino el silencio, sumiéndose el camarote en la penumbra. Sin poder contener un escalofrío, Tanis abrió los ojos. Al principio no veía más que el espectro de una gigantesca bola roja grabada en su imaginación, pero poco a poco sus ojos se acostumbraron a la gélida oscuridad. La ardiente cera goteaba por la candela para formar en el entarimado suelo de la cabina un albo charco cerca del lugar donde yacía Caramon, frío e inmóvil. El guerrero tenía la mirada perdida en el vacío.

Raistlin había desaparecido.


Tika Waylan se hallaba en la cubierta del Perechon contemplando el sanguinolento mar y tratando de reprimir el llanto que afloraba a sus ojos. « Debes ser valiente —se decía a sí misma una y otra vez—. Has aprendido a luchar con valor en el combate. Caramon así lo afirma. Ahora no puedes flaquear, al menos morirás junto a él. No debe verte llorar.»

Pero los últimos cuatro días les habían puesto a todos los nervios a flor de piel. Temerosos de ser descubiertos por los draconianos que habían invadido Flotsam, los compañeros habían permanecido ocultos en aquella mugrienta posada. La extraña desaparición de Tanis los había dejado aterrorizados e indefensos, incapaces de indagar siquiera sobre su paradero. Durante unas interminables jornadas se habían visto obligados a cobijarse en sus habitaciones, donde Tika mantenía un estrecho contacto con Caramon. La fuerte atracción que los unía se había convertido en una auténtica tortura, pues no podían manifestarla. Ella deseaba rodear con sus brazos al enorme guerrero, sentir su musculoso cuerpo apretado contra el suyo.

Sabía que Caramon compartía sus anhelos. En ocasiones la miraba con tal ternura reflejada en los ojos, que sentía un impulso irrefrenable de acurrucarse a su lado para recibir el influjo del amor que, no le cabía la menor duda, anidaba en el corazón de aquel hombre de tosca apariencia.

No podría ser mientras Raistlin merodease en tomo a su hermano gemelo, aferrándose a él cual una frágil sombra. La muchacha se repetía incesantemente las palabras que pronunciara Caramon antes de llegar a Flotsam:

«Debo consagrarme por entero a mi hermano. En la Torre de la Alta Hechicería me vaticinaron que su fuerza contribuiría a la salvación del mundo. Yo soy su fuerza, por lo menos la física. Me necesita. Mi deber me llama junto a él y, hasta que cambie esa situación, no puedo comprometerme contigo. Mereces a alguien que te ponga en primer lugar, Tika, de modo que te dejo libre para que puedas encontrar a ese otro hombre.»

Pero ella no quería a otro hombre, y este mero pensamiento desató sus contenidas lágrimas. Se apresuró a dar media vuelta para ocultarse de Goldmoon y Riverwind, convencida de que interpretarían sus sollozos como una expresión de miedo. Y no era así, el temor a la muerte era un sentimiento que había vencido tiempo atrás. Lo que le causaba pavor era morir sola.

«¿Qué estarán haciendo?», se preguntó inquieta, secándose los ojos con el dorso de la mano. El barco se acercaba a aquel espantoso ojo negro y Caramon no volvía. Decidió ir en su busca, con la aprobación de Tanis o sin ella.

En aquel preciso instante vio salir al semielfo por la escotilla, arrastrando y sosteniendo a Caramon. Una fugaz mirada al lívido rostro del guerrero hizo que el corazón de Tika cesara de latir.

Intentó gritar, pero no logró articular palabra. No obstante, al oír sus ahogadas voces Goldmoon y Riverwind giraron sobre sí mismos y olvidaron por un momento el terrorífico remolino. Viendo que Tanis se bamboleaba bajo su carga, el hombre de las Llanuras corrió a ayudarle. Caramon caminaba como sumido en un ebrio estupor, con los ojos vidriosos y ciegos. Riverwind lo agarró cuando las piernas del semielfo se derrumbaban.

—Estoy bien —susurró Tanis en respuesta a la preocupada pregunta de Riverwind—. Goldmoon, Caramon necesita tu ayuda.

—¿Qué ha ocurrido, Tanis? —El temor había devuelto a Tika el don del habla—. ¿Dónde está Raistlin? ¿Acaso ha...? —Se interrumpió al contemplar los ojos del semielfo, que delataban el horror producido por lo que acababa de presenciar en la cabina.

—Raistlin se ha ido —se limitó a responder.

—¿Dónde? —inquirió de nuevo la muchacha, volviendo una anhelante mirada atrás como si esperase descubrir su cuerpo en el rojizo torbellino de las aguas.

—Nos mintió —declaró Tanis mientras ayudaba a Riverwind a tender a Caramon sobre un rollo de gruesa cuerda. El fornido guerrero no dijo nada, no parecía verles ni a ellos ni a su entorno; su mirada se perdía en el agitado viento que trazaba círculos en torno al remolino—. ¿Recordáis cuánto insistió en que fuéramos a Palanthas para aprender a utilizar el Orbe de los Dragones? Pues ya sabe cómo hacerlo, y nos ha abandonado. Quizá esté en Palanthas, aunque en realidad poco importa. —El semielfo se alejó de forma abrupta en pos de la barandilla.

Goldmoon extendió sus suaves manos sobre el hombretón, murmurando su nombre con voz tan queda que los otros no la oyeron a causa de las enfurecidas ráfagas. No obstante, al sentir su contacto, Caramon se estremeció y empezó a temblar violentamente. Tika se arrodilló junto a él, estrechando su manaza entre las suyas. Con la mirada aún absorta, el guerrero rompió a llorar en silencio y unos gruesos lagrimones se deslizaron por sus pómulos tras escapar de sus desorbitados ojos. Las pupilas de Goldmoon brillaban con su propio llanto, que, sin embargo, no le impidió seguir acariciando la frente del postrado compañero mientras pronunciaba su nombre como una madre llama al hijo extraviado.

Riverwind, contraído el rostro a causa de la ira, se reunió con Tanis.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó con tono sombrío.

—Raistlin dijo que... no puedo hablar de ello. ¡Ahora no! El semielfo meneó la cabeza, presa de un incontenible temblor. Se apoyó en la barandilla para, sin cesar de contemplar las turbulentas aguas, proferir unos reniegos en lengua elfa —idioma que casi nunca utilizaba—mientras se sujetaba la cabeza con las manos.

Entristecido por el precario estado de su compañero, Riverwind trató de reconfortarlo rodeando con su brazo sus hundidos hombros.

—Así que al fin ha ocurrido —comentó el hombre de las Llanuras—. Como preconizaba nuestro sueño, el mago ha abandonado a su hermano a una muerte segura.

—Y también como anunciaba el sueño, os he fallado —apostilló el semielfo con voz entrecortada—. ¿ Qué he hecho? ¡Todo ha sido culpa mía! Yo os he arrastrado a tan cruel destino.

—Amigo mío —dijo Riverwind conmovido por el sufrimiento de Tanis—, no debemos cuestionar los designios de los dioses...

—¡Malditos sean! —vociferó Tanis en un repentino ataque de ira y, alzando la cabeza para observar a su amigo, descargo un puñetazo sobre la barandilla—. ¡Ha sido mi elección la que nos ha condenado a todos! Durante las noches en que yacimos juntos, estrechados en un amoroso abrazo, a menudo me repetía lo fácil que sería quedarme a su lado para siempre. ¡No puedo hacerle reproches a Raistlin! A fin de cuentas, él y yo nos parecemos. Ambos hemos sido destruidos por una pasión destructiva.

—No has sido destruido, Tanis —lo corrigió Riverwind y, apretando los hombros del semielfo con sus poderosas manos, lo obligó a girarse hacia él con aquella firme actitud que lo caracterizaba—. Tú no sucumbiste a tu pasión como el mago. De haberlo hecho, no habrías dejado a Kitiara. La abandonaste, Tanis.

—Sí, huí como un simple ladrón —replicó Tanis con amargura—. Debí enfrentarme a ella, debí decirle la verdad sobre mí mismo. Me habría matado, y ahora vosotros estaríais a salvo. Tú y los otros compañeros habríais escapado. ¡Cuánto más fácil hubiera sido mi muerte! Pero me faltó valor, acarreándoos con mi cobardía esta terrible desgracia —añadió a la vez que se liberaba de Riverwind—. No sólo he decepcionado a mi propia alma, sino también a vosotros que sufrís las consecuencias de mis actos.

Examinó la cubierta. Berem permanecía tras el timón, aferrando la inútil rueda con aquella extraña expresión resignada. Maquesta luchaba aún por salvar su nave, sin cesar de impartir órdenes a través del ululante viento y el profundo rugido que brotaba del seno del remolino. Pero sus tripulantes, paralizados por el pánico, no obedecían. Unos lloraban, otros lanzaban imprecaciones y la mayoría contemplaban en una muda fascinación la gigantesca espiral que los arrastraba inexorablemente hacia la vasta oscuridad del sangriento océano. Tanis sintió que la mano de Riverwind tocaba su hombro. Casi enfurecido intentó desembarazarse, pero el hombre de las Llanuras se mostró inquebrantable.

—Tanis, ,hermano, elegiste avanzar por esta senda cuando, en «El Ultimo Hogar», corriste en defensa de Goldmoon. En aquella ocasión mi orgullo me indujo a rechazar tu ayuda, y de haberlo permitido ahora ambos estaríamos muertos. No nos volviste la espalda en la hora de la necesidad, y gracias a ti propagamos por el mundo la fe en los antiguos dioses. Trajimos la curación, aportamos la esperanza. ¿Recuerdas lo que nos dijo el Señor del Bosque?: «No lamentamos la pérdida de aquéllos que mueren alcanzando su destino.» Nosotros, amigo mío, hemos cumplido el nuestro. ¿Quién sabe cuántas vidas hemos salvado? ¿Quién sabe si la esperanza que hemos hecho renacer conducirá a la victoria? Al parecer, para nosotros la batalla ha concluido. Así sea. Depongamos las armas para que vengan otros a recogerlas y continuar la lucha.

—Tus palabras son hermosas, habitante de las Llanuras —lo espetó Tanis—, pero dime con sinceridad si puedes pensar en la muerte sin sentir amargura. Tienes numerosos motivos para vivir: Goldmoon, los hijos que aún no habéis engendrado,..

Un súbito espasmo de dolor cruzó el rostro de Riverwind. Desvió la cabeza para ocultarlo pero Tanis, qué lo observaba de cerca, advirtió su contracción y, de pronto, se hizo la luz en su mente. ¡También estaba destruyendo a su progenie ya concebida! El semielfo cerró los ojos, presa de un hondo desaliento.

—Goldmoon y yo decidimos no contártelo, ya tenías demasiadas preocupaciones —Riverwind suspiró—. Nuestro vástago habría nacido en otoño —balbuceó—, la época en que las hojas de los vallenwoods se tiñen de rojo y ocre como lo estaban cuando mi prometida y yo llegamos a Solace armados con la Vara de Cristal Azul. Aquel día Sturm Brightblade, el caballero, nos encontró y nos condujo a «El Ultimo Hogar»...

Tanis rompió a llorar, con unos punzantes sollozos que atravesaban su cuerpo como cuchillos. Riverwind lo rodeó con sus brazos y lo sujetó con fuerza.

—Sabemos que los vallenwoods están muertos —continuó en un susurro—, Sólo habríamos podido mostrar al hijo que esperamos tocones quemados y putrefactos. Ahora el niño verá los árboles tal como los dioses los concibieron, en un reino donde la vida se prolonga hasta la eternidad. No desesperes, amigo, hermano. Has devuelto al pueblo el conocimiento de los dioses; ahora debes conservar la fe.

Tanis apartó suavemente a Riverwind, no podía enfrentarse a la mirada de aquel hombre. Al contemplar su propia alma, la vio retorcerse como los torturados árboles de Silvanesti. ¿Fe? La había perdido. ¿Qué significaban los dioses para él? Era él quien había tomado las decisiones, quien había menospreciado los dones más valiosos de la vida, su patria elfa, el amor de Laurana. A punto había estado de dar también al traste con la amistad. Sólo la incorruptible lealtad de Riverwind, una lealtad que había entregado equivocadamente, impedía al hombre de las Llanuras reprocharle su infame acto.

El suicidio está prohibido a los elfos, que lo consideran una blasfemia por estimar la vida como el más precioso de todos los bienes. Pero Tanis espiaba el mar sanguinolento con vehemente anhelo.

Rezó para que la muerte sobreviniera con la mayor rapidez posible. «Que estas aguas teñidas de sangre se cierren sobre mi cabeza y me oculten en sus profundidades insondables. Y, si los dioses existen, si ahora me escuchan, sólo les suplico que mi ignominia no llegue nunca a oídos de Laurana. He causado ya demasiado sufrimiento.»

Mientras su alma elevaba esta plegaria, que esperaba fuese la última que pronunciara en Krynn, una sombra más oscura que las tormentosas nubes cayó sobre su conciencia. Oyó los gritos de Riverwind seguidos por un alarido de Goldmoon, pero sus voces se perdieron en el rugido del agua cuando la nave empezó a zambullirse en las entrañas del remolino. Aturdido, Tanis alzó los ojos para ver los flamígeros ojos de un Dragón Azul brillando a través de los densos nubarrones. Sobre su lomo se erguía la figura de Kitiara.

Reticentes a la idea de tener que abandonar el trofeo que había de aportarles una gloriosa victoria, Kit y Skie se abrieron camino en la tempestad y ahora el Dragón, con sus amenazadoras garras extendidas, se lanzaba en picado sobre Berem. Se diría que los pies del timonel estaban claveteados en la cubierta. En un estado de letárgica indefensión, contemplaba a su feroz agresor.

En una reacción instintiva, Tanis atravesó la agitada cubierta en el instante en que las aguas se arremolinaban en tomo a él y golpeó a Berem en el estómago. El piloto salió despedido hacia atrás, confundiéndose con la ola que en aquel momento rompía sobre sus cabezas. Tanis halló un agarradero; no sabía qué era, pero logró aferrarse a él antes que el suelo se deslizara bajo sus pies. La nave volvió a enderezarse y, cuando el semielfo levantó de nuevo la vista, Berem había desaparecido. El Dragón bramaba iracundo a escasa distancia.

Ahora era Kitiara quien elevaba poderosos gritos que se imponían a la tempestad, señalando al semielfo. La fiera mirada de Skie se centró en él. Izando los brazos como si de ese modo pudiera evitar la embestida del Dragón, Tanis contempló cómo el animal libraba una enloquecida lucha para controlar su vuelo en el continuo azote del viento.

«Quiero vivir. Vivir para olvidar estos horrores», pensó sin proponérselo el semielfo cuando las garras del Dragón se cernían sobre él.

Durante unos breves segundos se sintió suspendido en el aire mientras, al fondo, se desvanecía el mundo. Sólo era consciente de las salvajes sacudidas de su cabeza, de sus incoherentes alaridos. El Dragón y las aguas lo atacaron al unísono. No veía más que sangre...


Tika se acurrucó junto a Caramon, soslayado el temor a la muerte por la preocupación que el guerrero le causaba. Pero él no se percataba de su presencia. Sus ojos seguían absortos en el espacio, derramando lagrimones que chorreaban por sus pómulos mientras, con los puños cerrados, repetía dos palabras en una muda e inagotable letanía: «Mi hermano», «mi hermano...»

Con una lentitud agónica, de pesadilla, la nave se equilibró sobre el extremo del remolino como si incluso la madera que lo componía titubeara a causa del pánico. Maquesta se unió a su frágil cascarón en su última batalla por la vida, prestándole su propia fuerza interior, tratando de alterar las leyes de la naturaleza mediante su voluntad. Pero fue inútil. Con un estremecimiento sobrecogedor, el Perechon se deslizó por el ojo del ominoso torbellino.

Los listones crujieron, cayeron los mástiles y los hombres fueron despedidos entre alaridos de la resbaladiza cubierta cuando la sanguinolenta oscuridad succionó la nave hacia las profundidades de sus abiertas fauces.

Sólo aquellas dos palabras quedaron suspendidas en el aire, como un bendición.

“Mi hermano...”

5 El cronista y el mago.

Astinus de Palanthas estaba sentado en su estudio, guiando con su mano una pluma que hacía correr con trazos firmes y regulares. La clara escritura se leía sin dificultad incluso a cierta distancia. Astinus llenaba un pergamino deprisa, deteniéndose apenas para reflexionar. Al verle daba la impresión de que sus pensamientos volaban de su cabeza a la pluma y de allí se vertían sobre el papel, tan veloz era su ritmo. Sólo se interrumpía cuando hundía su punta en el tintero, pero también este movimiento se había convertido en algo tan automático como poner un punto en la «i» o una tilde en la «ñ».

La puerta se abrió con un crujido, pero Astinus no alzó la cabeza. No solía ser molestado cuando se hallaba inmerso en su trabajo. El historiador podía contar con los dedos de una mano las ocasiones en que eso había sucedido. Una de ellas fue durante el Cataclismo. Recordó que aquel hecho había roto su concentración, obligándole a verter unas gotas de tinta que habían arruinado una página.

Se abrió pues la puerta y una sombra oscureció su escritorio. Pero no se oyó ningún sonido, pese a que el cuerpo que proyectaba aquella sombra tomó aliento como si se dispusiera a hablar. Osciló el negro contorno, reflejando la turbación del intruso por la crasa ofensa cometida.

Es Bertrem, anotó Astinus, como anotaba todo cuando ocurría en su afán de almacenar cualquier información en los compartimentos de su mente para utilizarla en el futuro.

En el día de hoy, Hora Postvigilia cayendo hacia el29, Bertrem ha entrado en mi estudio.

La pluma prosiguió su irrefrenable avance sobre el pergamino. Al llegar al final de una página, Astinus la elevó suavemente y la depositó sobre otras similares que yacían apiladas en el extremo de su escritorio. Más tarde, cuando se retirase a descansar una vez concluida su tarea, los Estetas penetrarían en el estudio con la misma devoción con que un clérigo oraría en un templo y recogerían los rollos extendidos para transportarlos a la gran biblioteca. Ya en esta estancia los diferentes frutos de su firme puño serían ordenados, clasificados y archivados en los gigantescos volúmenes titulados Crónicas, la Historia de Krynn, obra todos ellos de Astinus de Palanthas.

—Maestro —dijo Bertrem con voz temblorosa. En el día de hoy, Hora Postvigilia cayendo hacia el 30, Bertrem ha hablado —escribió Astinus en el texto.

—Lamento molestaros, Maestro —continuó Bertrem casi en un susurro—, pero hay un joven moribundo en vuestro umbral.

En el día de hoy, Hora de Reposo subiendo hacia el 29, un joven ha muerto en nuestro umbral.

—Entérate de su nombre —ordenó el cronista sin levantar la vista ni detenerse en su labor—, para que pueda registrarlo. Asegúrate de la ortografía y averigua también su procedencia y su edad, si no es demasiado tarde.

—Conozco su nombre, Maestro. Se llama Raistlin, y viene de la ciudad de Solace, en la región de Abanasinia.

En el día de hoy, Hora de Reposo subiendo hacia el28, ha muerto Raistlin de Solace.

De pronto Astinus dejó de escribir y alzó la cabeza. —¿Raistlin de Solace?

—Sí, Maestro —confirmó Bertrem, inclinándose en una reverencia. Era la primera vez que Astinus lo miraba a los ojos, pese a que había formado parte de la Orden de los, Estetas que vivía en la gran biblioteca desde hacía varias décadas—. ¿Le conocéis, Maestro? Ha solicitado permiso para veros, por eso me he tomado la libertad de interrumpiros.

—Raistlin...

Una gota de tinta se derramó sobre el papel.

— ¿Dónde está?

—En la escalera, Maestro, donde lo encontramos. Pensamos que quizá podría ayudarle una de esas criaturas que, según el rumor, tienen el don de la curación y adoran a la diosa Mishakal.

El historiador contempló la negra mancha con fastidio, y se apresuró a esparcir sobre el pergamino un puñado de fina arena para secarla antes de que emborronase las páginas que luego depositaría sobre ella. Bajando de nuevo la mirada, Astinus reanudó su trabajo.

—Ningún ser dotado con poderes curativos es capaz de sanar la enfermedad que lo aqueja —comentó el historiador con una voz que parecía provenir de los albores de Tiempo—. Pero entrad su maltrecho cuerpo y acomodadlo en una habitación.

—¡Introducirlo en la biblioteca! —exclamó Bertrem perplejo—. Maestro, nunca han sido admitidos aquí más que los miembros de nuestra Orden...

—Le veré, si tengo tiempo, cuando concluya mi jornada —continuó Astinus como si no hubiera oído las palabras del Esteta—. Si todavía vive.

La pluma surcó del papel con su proverbial celeridad.

—Sí, Maestro —farfulló Bertrem y, dando media vuelta, abandonó la estancia.

Tras cerrar la puerta del estudio el Esteta atravesó a toda prisa los fríos y silenciosos pasillos marmóreos de la antigua biblioteca, desorbitados sus ojos por la sorpresa. Su gruesa y pesada túnica barría el suelo a su paso mientras su rapada cabeza brillaba con el sudor de la carrera, poco acostumbrada a realizar tan extenuantes esfuerzos. Sus compañeros de Orden lo observaron atónitos cuando irrumpió en la entrada de la biblioteca. Una rápida mirada a través de la cristalera de la puerta le reveló que el cuerpo del joven seguía tendido en la escalera.

—He recibido órdenes de llevarlo al interior —anunció Bertrem a los otros—. Astinus verá al mago esta noche, si todavía vive.

Los Estetas, mudos de asombro, se observaron unos a otros. Todos se preguntaban qué auguraba semejante acontecimiento.


«Me estoy muriendo.»

El reconocimiento de este hecho le llenaba de amargura. Acostado en un lecho en el interior de la fría y blanca celda que le habían asignado los Estetas, Raistlin maldijo la fragilidad de su cuerpo, maldijo las Pruebas que lo habían menoscabado, y maldijo a los dioses que le habían infligido tal castigo. Lanzó imprecaciones hasta que se le agotaron las palabras y se sintió tan exhausto que no podía ni siquiera pensar, para luego inmovilizarse bajo las blancas sábanas de lino que se le antojaban mortajas mientras sentía como el corazón se agitaba en su pecho cual una ave enjaulada.

Por segunda vez en su vida, Raistlin estaba solo y asustado. Sólo en una ocasión vivió en el aislamiento: en los tres atormentadores días durante los cuales se prolongó su Prueba en la Torre de la Alta Hechicería. ¿Había estado solo entonces? No lo creía así, aunque sus recuerdos eran borrosos. La voz, aquella voz que le hablaba en determinados momentos y que no logró identificar pese a saber ...Siempre había relacionado la voz con la Torre. Le había ayudado en aquellas jornadas de angustia, y también más tarde. Gracias a ella había sobrevivido a su dura experiencia.

Pero sabía que ahora no sobreviviría. La transformación mágica que había sufrido debilitó demasiado su frágil organismo. Había vencido, pero ¡a qué precio!

Los Estetas lo encontraron arrebujado en su túnica roja vomitando sangre sobre la escalinata. Había logrado pronunciar el nombre de Astinus y el suyo propio cuando se lo preguntaron, para al instante perder el conocimiento. Al despertar estaba en aquella gélida y angosta celda conventual, y no tardó en comprender su condición de moribundo. Le había exigido a su cuerpo más de lo que podía dar. El Orbe de los Dragones lo había salvado, pero no poseía fuerza suficiente para invocar su magia. Las frases que debía pronunciar a fin de avivar su encantamiento se habían evaporado de su recuerdo.

«De todos modos estoy demasiado débil para controlar su tremendo poder comprendió—. Si adivinara tan sólo, que he perdido mi fuerza me devoraría.»

Se le ofrecía una única alternativa: los libros de la gran biblioteca. El Orbe de los Dragones le había prometido que aquellos volúmenes encerraban los secretos de los antiguos hechiceros, magos poderosos sin parangón en el nuevo mundo de Krynn. Quizá hallaría los medios para alargar su vida. ¡Tenía que hablar con Astinus! Era imprescindible que el historiador le concediera el acceso a la gran biblioteca, tal como había vociferado frente a los complacientes Estetas. Pero ellos se habían limitado a asentir en silencio.

—Astinus te recibirá —le anunciaron al fin— esta tarde, si tiene tiempo.

«¡Si tiene tiempo!», se repetía Raistlin presa de una incontrolable ira. ¡Era él quien no lo tenía! Sentía como la arena de su vida se escabullía entre sus dedos y, por mucho que intentara detenerla, sabía que no lo conseguiría.

Contemplándolo con inmensa compasión, impotentes para ayudarle, los Estetas le sirvieron comida. Pero Raistlin no podía engullir ni siquiera las amargas hierbas medicinales que aliviaban su tos. Enfurecido, expulsó de su lado a aquellos necios y se recostó sobre su dura almohada para observar el desplazamiento de la luz solar por la celda. Haciendo un denodado esfuerzo que le permitiera retener la vida, el mago se exhortó a descansar a sabiendas de que su ira febril acabaría de consumirlo. Su pensamiento voló entonces hacia su hermano.

Tras cerrar sus agotados párpados, Raistlin imaginó a Caramon sentado junto a él. Casi podía sentir sus brazos en tomo a su talle, levantándolo para que respirara con más facilidad. Incluso olía los familiares efluvios del hombretón, mezcla de sudor, acero y piel curtida. Caramon lo cuidaría, impediría su muerte...

«No. Caramon está muerto. Todos han muerto, hatajo de idiotas. Debo apoyarme en mis propias fuerzas», pensó Raistlin en una inquietante ensoñación. Advirtió en ese instante que estaba a punto de desmayarse y luchó desesperadamente con la vehemencia que adopta el vencido. Haciendo un supremo esfuerzo, introdujo la mano en uno de los bolsillos de su túnica. Sus dedos acariciaron el Orbe de los Dragones, reducido ahora al tamaño de una canica, unos segundos antes de sumirse en la penumbra.


Lo despertaron unos ecos de voces y la sensación de que había alguien con él en la celda. Tras librar una ardua batalla para abrirse paso entre las densas capas de oscuridad, Raistlin asomó a la superficie de su conciencia y abrió los ojos.

Había caído la tarde. La luz rojiza de Lunitari se filtraba a través de la ventana, formando una ondulante mancha de sangre en el muro. Una vela ardía junto al lecho y, bajo su luz, vio dos hombres inclinados sobre él. Reconoció al más próximo como el Esteta que lo había descubierto. Pero ¿quién era el otro? Su rostro se le antojaba familiar.

—Ya despierta, Maestro —anunció el Esteta.

—Eso parece —corroboró, imperturbable, el interpelado. Se acercó al joven mago para examinar su rostro y esbozó una sonrisa de asentimiento, como si hubiera llegado alguien a quien aguardaba desde hacía tiempo. Su expresión era lo bastante peculiar para no pasar desapercibida ni a Raistlin ni al Esteta.

—Soy Astinus —se presentó—. Y tú eres Raistlin de Solace.

—En efecto —acertó a responder el mago formando las palabras con sus labios más que pronunciándolas. Al alzar la mirada hacia el cronista su ira renació, pues no pudo por menos que recordar el comentario insensible que había hecho al ser informado de su presencia: «Le veré, si tengo tiempo». Cuando posó los ojos en los de aquel hombre, un frío paralizador recorrió sus venas. Nunca antes había visto un semblante tan indiferente, tan desprovisto de emociones y pasiones humanas. Ni siquiera el tiempo se había atrevido a surcarlo.

Casi sin resuello, el mago se incorporó ayudado por el Esteta para observar mejor a Astinus.

Al advertir la reacción de Raistlin, el cronista comentó: —Me miras de un modo extraño, joven hechicero. ¿Qué ven esos relojes de arena que tienes por ojos?

—Veo a un hombre... inmortal. —Raistlin sólo lograba hablar entre dolorosos jadeos.

—Por supuesto. ¿Qué esperabas?—bromeó el Esteta, acomodando con suavidad al moribundo contra la almohada de su lecho—. El Maestro estaba aquí para atestiguar el nacimiento del primer habitante de Krynn, y seguirá en su puesto hasta haber dejado constancia del fin del último. Así nos lo enseña Gilean, dios del Gran Libro.

—¿Es eso cierto? —susurró Raistlin.

—Mi historia personal no tiene la menor importancia comparada con el devenir del mundo —respondió Astinus encogiéndose de hombros—. y ahora habla, Raistlin de Solace. ¿Qué quieres de mí? Estoy pasando por alto información que llenaría volúmenes enteros mientras pierdo el tiempo en esta fútil cháchara.

—Quiero pedirte... suplicarte un favor. —Las palabras parecían ser arrancadas de las entrañas del mago, pues brotaban entre esputos sanguinolentos—. Mi vida se mide por horas. Permite que la pase sumido en el estudio... en la gran biblioteca.

Bertrem chasqueó la lengua contra el paladar, perplejo ante semejante osadía. Lanzando una temerosa mirada a Astinus, el Esteta esperó la severa negativa que, estaba seguro, haría que la frágil piel del joven se desprendiera a tiras de sus huesos.

Transcurrieron unos inacabables minutos de silencio, roto tan sólo por la fatigosa respiración de Raistlin. El rostro de Astinus permaneció imperturbable cuando declaró con su habitual frialdad:

—Haz lo que desees.

Ignorando la atónita expresión de Bertrem, Astinus dio media vuelta y empezó a alejarse en pos de la puerta.

—Aguarda —exclamó Raistlin en un esfuerzo sobrehumano. Su áspero ruego hizo que el cronista se detuviera para que el mago, extendiendo una trémula mano, añadiese—: Me has preguntado qué veía al mirarte, y ahora quiero que respondas tú a esa misma pregunta. He percibido la expresión de tu rostro cuando te has inclinado sobre mí. ¡Me has reconocido! Sabes quién soy, y necesito que me lo reveles. ¿Qué ves en mis ojos?

Astinus giró la cabeza y exhibió una faz tan gélida, anodina e inconmovible como el mármol.

—Has afirmado ver a un hombre inmortal —dijo el historiador con voz queda y, tras un instante de vacilación, se encogió de hombros y concluyó—: Yo veo a un moribundo.

Pronunciadas estas palabras, volvió a girarse y abandonó la estancia.


«Se da por supuesto que tú, que sostienes este Libro en tus manos, has superado con éxito las Pruebas en una de las Torres de la Alta Hechicería y que has demostrado tu habilidad para ejercer control sobre un Orbe de los Dragones u otro Artefacto Mágico reconocido (véase Apéndice C), además de haber invocado con probada capacidad los Hechizos aprendidos...»

—Sí, sí —farfulló Raistlin descifrando apresuradamente las runas que se desplazaban como arañas por la página. Tras leer con impaciencia la lista de encantamientos, llegó al fin a la conclusión.

«Cumplidas estas exigencias con plena satisfacción de tus maestros, sometemos a tu estudio este Libro de Hechicería. Así, poseedor de la Clave, desvelarás nuestros Misterios.»

Con un inarticulado grito de cólera, Raistlin apartó a un lado el volumen encuadernado en azul cobalto y surcado de runas argenteas. Su mano temblaba cuando la alargó en pos del siguiente libro de idénticas características que yacía en la enorme pila formada por él mismo. Un acceso de tos le obligó a detenerse y, al luchar con denuedo para recobrar el aliento, temió no poder seguir adelante.

El dolor se hacía insufrible, hasta tal punto que en ocasiones deseaba hundirse en el olvido y atajar así la tortura.. con la que tenía que convivir un día tras otro. Débil y mareado, reclinó la cabeza sobre el escritorio para que reposara entre sus brazos. Descanso, dulce e indoloro descanso. Se dibujó en su mente la imagen de Caramon erguido en la vida de ultratumba, aguardando a su enteco hermano. Raistlin vio la mirada triste y leal de su gemelo, sintió su compasión.

El mago lanzó un jadeante suspiro que le dio fuerzas para, incorporarse. —«Encontrarme con Caramon! Estoy empezando a perder la cabeza. ¡Qué absurdo!», —se mofó de si mismo.

Humedeciendo con agua sus labios teñidos de sangre, el mago asió el siguiente libro de hechizos encuadernado también en azul cobalto y lo atrajo hacia su persona. Sus runas plateadas destellaron bajo la luz de las velas y vio que su cubierta, gélida al tacto, era idéntica a la de todos los otros ejemplares que se hallaban amontonados a su alrededor. También era igual a la del tomo arcano que ya obraba en su poder, el libro que se sabía de memoria y que perteneciera al mejor hechicero de todos los tiempos: Fistandantilus.

Sin poder contener el temblor de sus manos, Raistlin abrió la cubierta. Sus febriles ojos devoraron la página donde figuraban las consabidas exigencias: tan sólo los magos, que habían alcanzado un alto grado en la Orden estaban dotados de la experiencia y control necesarios para estudiar los encantamientos contenidos en su interior. Aquéllos que intentaran leerlos sin poseer estos conocimientos no verían sino indescifrables garabatos.

El debilitado mago respondía a todas las condiciones requeridas. Sin duda era el único hechicero de Túnica Roja e incluso Blanca de Krynn, con la posible excepción de Par-Salian. No obstante, al estudiar la escritura encerrada en el volumen no vio más que un confuso amasijo de símbolos.

«Así, poseedor de la Clave, desvelarás nuestros Misterios.»

Raistlin emitió un alarido, un desgarrado lamento que fue interrumpido por un débil sollozo. Presa de la ira y la frustración se arrojó sobre la mesa, esparciendo los libros por el suelo, antes de lacerar el aire con sus manos y gritar de nuevo. La magia, que su fragilidad le había impedido invocar, surgió ahora envuelta en cólera.

Los Estetas, que en aquel momento pasaban junto a la puerta de la gran biblioteca, intercambiaron miradas de desconcierto al oír tan espantosas voces. Percibieron entonces otro ruido, una crepitación sucedida por un fragor de trueno. Se detuvieron, alarmados, sin osar moverse hasta que uno más resuelto accionó el picaporte. Fue inútil, Raistlin había cerrado con pestillo. Otro señaló el suelo y todos retrocedieron cuando vislumbraron una fantasmagórica luz que centelleaba a través del dintel. Surgió de la biblioteca un intenso olor a azufre, que sólo dispersó una ráfaga de viento que pareció partir la puerta en dos, dada la fuerza con la que zarandeó. De nuevo oyeron los Estetas aquel alarido de furia, y se alejaron de forma precipitada por el marmóreo corredor en busca de Astinus.

Astinus acudió presto a la llamada de angustia de los Estetas, para encontrar la puerta de la gran biblioteca atrancada mediante la magia. No le sorprendió esta circunstancia y, lanzando un suspiro de resignación, extrajo un opúsculo del bolsillo de su túnica, se sentó en una silla y empezó a hacer anotaciones con su ágil y clara escritura. Los demás se arracimaron a su alrededor, espantados por los extraños sonidos que surgían de la cerrada estancia.

La inexplicable tormenta seguía atronando, presta a socavar los cimientos de la biblioteca. La luz destellaba en el contorno de la puerta con tal frecuencia que podría haber sido de día en la sala en lugar de ser la más negra hora nocturna. El ululante aullido de un vendaval se confundía con los vociferantes gritos del mago, orlados por una retahíla de golpes secos pero contundentes, así como por los crujidos de fajos enteros de papel que parecían arremolinarse en una tempestad sin nombre. Las lenguas de fuego lamían la crepitante madera de la puerta.

—¡Maestro! —exclamó aterrorizado uno de los Estetas, señalando las llamas—. ¡Está destruyendo los libros!

Astinus meneó la cabeza, mas no cejó en su tarea.

Sobrevino, de pronto, el silencio, al mismo tiempo que la luz, que se escapaba a través del quicio, se extinguía como engullida por la oscuridad. Los Estetas se acercaron a la puerta en actitud vacilante, aplicando el oído. Ningún ruido brotaba del interior de la biblioteca, salvo un quedo murmullo. Bertrem colocó la mano en el picaporte, que cedió a su ligera presión.

—Maestro, la puerta se abre —anunció.

Astinus se levantó y ordenó a los Estetas:

—Volved a vuestros estudios, no hay nada que podáis hacer aquí.

Con una muda inclinación de cabeza los monjes lanzaron a la aún oculta estancia una última e inquieta mirada, y desaparecieron por el resonante pasillo dejando solo al cronista. Éste aguardó unos instantes hasta asegurarse de que se habían ido, y abrió la puerta de la gran biblioteca.

Los plateados y rojizos rayos lunares se vertían por los ventanucos, sin acertar a iluminar las ordenadas estanterías que contenían millares de libros encuadernados ni los nichos abiertos en los muros donde se apilaban valiosos pergaminos. Su brillo se concentraba en una mesa, cuya superficie yacía enterrada bajo un montículo de papeles. Una agotada vela ardía en el centro de la tabla, junto a un volumen azul cobalto que recibía en sus páginas de color marfil el influjo de las lunas. Otros tomos similares se hallaban esparcidos por el suelo.

Astinus frunció el ceño al estudiar su entorno. Unas franjas negras festoneaban los muros, mientras que el olor a azufre y fuego conservaba aún toda su intensidad en los fragmentos de papel que revoloteaban por el aire, cayendo cual hojas muertas en una tormenta otoñal sobre un cuerpo postrado e inmóvil.

Una vez hubo entrado en la estancia, el cronista cerró la puerta con pestillo antes de acercarse a la inerte figura sorteando los pergaminos que yacían diseminados por todos los rincones. Nada dijo, ni tampoco se encorvó para ayudar al joven mago. Se detuvo junto a él y lo contempló en actitud reflexiva.

A pesar de su cautela, la túnica de Astinus rozó la metálica mano que Raistlin tenía extendida. Al sentir su contacto el mago levantó la cabeza, y contempló al cronista con los ojos empañados por la oscura sombra de la muerte.

—¿No has encontrado lo que buscabas? —preguntó Astinus, clavando en su maltrecho oponente una fría mirada.

—¡La Clave! —exclamó Raistlin entreabriendo sus blanquecinos labios manchados de sangre—. Se ha perdido en el tiempo. ¡Necios! —Cerró su ganchuda mano, avivada tan sólo por el fuego de la ira—. ¡Era tan sencilla que todo el mundo la conocía, y nadie se molestó en registrarla! La Clave que necesito... ¡perdida!

—Al parecer ha concluido tu viaje, mi viejo amigo —declaró Astinus sin compasión.

Raistlin despedía por sus ojos dorados un febril destello cuando preguntó:

—¿Quién soy? ¡Sé que me conoces!

—Eso ahora carece ya de importancia —repuso el cronista y, dando media vuelta, se dispuso a abandonar la biblioteca.

Resonó un penetrante alarido tras él, en el mismo instante, en que una mano lo agarraba por la túnica y lo obligaba a detenerse.

—No me vuelvas la espalda como se la has vuelto al mundo —le recriminó Raistlin.

—Volver la espalda al mundo —repitió el historiador con lentitud, inclinando la cabeza para enfrentarse al mago—. ¡Volver la espalda al mundo! —Raras eran las ocasiones en que alguna emoción traspasaba la helada superficie de la voz de Astinus, pero en aquel momento la cólera fustigó la plácida calma de su espíritu como una piedra lanzada a las aguas dormidas.

—¿Volver yo la espalda al mundo? —Las palabras del cronista se difundieron por la biblioteca con un fragor tan poderoso como el que antes emanara del trueno —. ¡Yo soy el mundo, como bien sabes! ¡He nacido innumerables veces, y he afrontado otras tantas muertes! Cada lágrima derramada ha sido un torrente brotado de mis ojos. Cada gota de sangre que ha manchado la tierra ha secado mis venas. Cada agonía, cada dicha sentidas han sido compartidas por mi alma, han formado parte de mí.

«Me siento con la mano apoyada en la trayectoria del tiempo, la trayectoria que creaste para mí, viejo amigo, y viajo a los confines de este mundo para perpetuar su historia. He cometido las más abyectas felonías, he hecho los más nobles sacrificios. Soy humano, elfo y ogro. En mí se confunden y disocian lo masculino y lo femenino. He engendrado hijos, los mismos que después he matado. Te vi como eras, y veo ahora en qué te has convertido. Si parezco frío e insensible es porque no existe otro medio para sobrevivir sin perder la cordura. Vierto mi pasión en mis escritos. Quienes leen mis libros saben qué significa haber vivido en todo minuto, en todo cuerpo, que haya recorrido el mundo.»

Raistlin soltó los ropajes del historiador y se desplomó sobre el suelo, víctima de una debilidad que se acrecentaba por momentos. Únicamente podía aferrarse a las palabras a Astinus, pese a sentir la fría garra de la muerte cerrada en torno a su corazón. «Debo vivir un instante más. Lunitari, concédeme ese fugaz segundo» —suplicaba al espíritu de la luna de la que los magos de Túnica Roja extraían su poder. Sabía que estaba a punto de pronunciarse una frase, una frase capaz de salvarle. Tenía que resistir.

Los ojos de Astinus centellearon al mirar al moribundo. Las palabras que le había espetado habían permanecido ocultas en sus entrañas durante tantos siglos que había perdido la cuenta.

—En el último día, el perfecto —añadió el cronista con voz trémula—, se reunirán los tres dioses: Paladine, el Radiante, Takhisis, la Reina de la Oscuridad y Gilean, Señor, de la Neutralidad. Cada uno sostendrá en su mano la Clave del Conocimiento, y la depositará junto a las otras dos sobre el gran Altar donde también se hallarán mis libros, donde se narra la historia de cada uno de los seres que han poblado Krynn a través del tiempo. Será entonces cuando, al fin, el mundo estará completo.

Astinus se interrumpió consternado, consciente de lo que había dicho, de lo que había hecho. Pero los ojos de Raistlin ya no le veían. Habíanse dilatado los relojes de arena de sus pupilas, y los tonos áureos que los rodeaban refulgían como llamas.

—¡La Clave! —susurró el mago exultante—. ¡La he hallado, la conozco!

Tan débil que apenas podía moverse, Raistlin introdujo la mano en la inefable bolsa que pendía de su cinto y sacó a la luz el empequeñecido Orbe de los Dragones. Sosteniendo el mágico objeto en su mano, el hechicero lo contempló con unos ojos que perdían viveza a cada instante.

—Sé quién eres —farfulló Raistlin con el entrecortado acento de un moribundo—. Ahora te conozco y te suplico que acudas en mi ayuda, como hiciste en la Torre y en Silvanesti. Nuestro trato ha sido zanjado. ¡Sálvame y también tú te salvarás!

El mago se derrumbó. Su cabeza poblada de largos mechones argénteos quedó apoyada en el suelo cuando entornó los párpados, privando a sus ojos de su malhadada visión. La mano que sujetaba Orbe adquirió una inerte flaccidez pero no así los dedos, que continuaron aferrados al enigmático objeto con una fuerza superior a la muerte.

Convertido en poco más que un amasijo de huesos cubiertos por una túnica de tintes sanguinolentos, Raistlin yacía inmóvil entre los papeles aún amontonados en la hechizada biblioteca.

Astinus observó el enjuto cuerpo durante unos momentos, bañado como estaba en la deslumbrante y purpúrea luz de las dos lunas. Abandonó acto seguido la silenciosa estancia, inclinada la cabeza y cuidando de atrancar la puerta con manos inseguras.

De nuevo en su estudio, el historiador permaneció largas horas sentado con la mirada absorta en la negrura.

6 Palanthas.

—¡Insisto en que era Raistlin!

—Y yo insisto en que si vuelves a contarme una sola de tus historias sobre elefantes lanudos, anillos transportadores o plantas que viven en el aire enroscaré este jupak en torno a tu cuello —le espetó Flint encolerizado.

—Tus amenazas no impiden que fuera Raistlin a quien vi —replicó Tasslehoff, aunque con un hilo de voz, mientras caminaba por las anchas y resplandecientes avenidas de la bella ciudad de Palanthas. El kender sabía por experiencia hasta qué punto podía jugar con la paciencia del enano, y el margen que daba Flint a la irritación era muy escaso en los últimos días.

—Y no vayas a molestar a Laurana con tus absurdas patrañas —advirtió Flint, adivinando las intenciones de Tas—. Ya tiene suficientes problemas.

—Pero...

El enano se detuvo y lanzó una sombría mirada al kender bajo la visera que proyectaban sus frondosas y encanecidas cejas.

—¿Lo prometes?

—De acuerdo —se resignó el interpelado.

No le habría costado hacerlo de no tener la total certeza de que había visto a Raistlin. Flint y él pasaban junto a la escalinata de la gran biblioteca de Palanthas cuando su penetrante mirada se posó en un grupo de monjes que se habían arracimado en tomo a una figura postrada. Aprovechando que Flint se detuvo unos instantes para admirar un delicado relieve de factura enanil que decoraba el friso de un edificio cercano, el kender se apresuró a subir los primeros peldaños resuelto a averiguar qué sucedía.

Espió perplejo, cómo un hombre idéntico a Raistlin, con su misma tez metálica de dorados destellos y una túnica roja, era transportado sin conocimiento al interior de la biblioteca. Pero en el tiempo que tardó en volver junto a Flint, agarrarlo por el brazo y tirar de él hasta el pórtico del edificio, el grupo desapareció.

El excitado kender trepó los peldaños de dos en dos y aporreó la puerta, exigiendo ser admitido. Sin embargo, el Esteta que acudió a su llamada pareció aterrorizarse tanto ante la idea de que un kender entrase en la gran biblioteca que el enano, escandalizado, lo llevó hasta la calle a empellones sin dar oportunidad a que el monje abriera la boca.

Dado que las promesas eran un concepto nebuloso para un kender, Tas meditó sobre la posibilidad de revelar a Laurana su descubrimiento, mas cuando pensó en el semblante, que había presentado en los últimos tiempos la muchacha elfa, demacrado y contraído a causa del sufrimiento, la preocupación y la falta de sueño, el bondadoso kender decidió que Flint tenía razón. Si se trataba de Raistlin lo más probable era que se hallara en la ciudad para resolver asuntos secretos y no acogiera su espontánea iniciativa con muy buenos ojos. No obstante...

Lanzando un suspiro el kender reanudó la marcha, propinando puntapiés a los objetos con los que se tropezaba y contemplando la urbe una vez más. Palanthas bien merecía una visita detallada, incluso en la Era del Poder había sido ensalzada por su belleza y gracia. No existía en todo Krynn ninguna otra ciudad que pudiera comparársele, al menos para una mentalidad humana. Construida en un diseño circular como el de una rueda, su centro era, literalmente, un cubo. Todos los edificios oficiales se hallaban distribuidos en tomo a la plaza, realzados con escalinatas y columnas que resultaban sobrecogedoras por su grandiosidad y elegancia. De la circunferencia central una serie de espaciosas avenidas partían en las direcciones de los ochos puntos de la brújula. Pavimentadas con piedras de perfecto ajuste, obra, por supuesto, de los enanos, y flanqueadas por árboles cuyas hojas conservaban sus áureos tintes a lo largo de todo el año, estas avenidas conducían al puerto en la parte norte y a las siete puertas de la Muralla de la Ciudad Vieja.

Incluso estas puertas eran obras maestras de arquitectura, guardada cada una de ellas por minaretes gemelos que se alzaban hasta alturas superiores a los trescientos pies. La muralla, por su parte, estaba labrada en intrincados diseños en los que se representaba la historia de Palanthas durante la Era de los Sueños. Pasado el muro se desplegaba la ciudad nueva. Ésta estaba concebida de tal modo que constituía una prolongación del modelo original, ya que partía de la antigua según un idéntico patrón circular y con las mismas avenidas flanqueadas por hileras de árboles. No obstante, en un detalle se rompía la simetría: ninguna muralla cercaba la zona nueva. Los habitantes eran adversos a las particiones que rompían el plano original, y no se alzaban nuevos edificios en ninguna de las dos mitades sin antes consultar las leyes de la armonía, tanto en el interior como en las zonas más apartadas del centro. La silueta de Palanthas sobre el horizonte crepuscular ofrecía una imagen tan embrujadora como la ciudad misma... con una excepción.

Interrumpió las cavilaciones de Tas una palmada en la espalda. Era Flint quien tan toscamente lo devolvía a la realidad.

—¿ Qué ocurre? —preguntó el kender, plantándose frente al enano.

—Me gustaría saber dónde estamos —apuntó Flint con voz desabrida, poniendo los brazos en jarras.

—Estamos... —Tas examinó su entorno—. Veamos, creo que nos encontramos... pero quizá me equivoque—. Clavó en Flint una gélida mirada—. ¿Cómo has permitido que nos perdiéramos?

—No me acuses a mí, tú eres el guía. Eres tú quien lee los mapas, tú el kender que conoce esta ciudad como la palma de su mano.

—Pero ahora estaba pensando —declaró Tas en actitud jactanciosa.

—¿En qué, mi filosófico amigo?

—En graves cuestiones que no entenderías.

—¡No me digas! Pero será mejor que lo dejemos —gruñó el hombrecillo mientras procedía a escudriñar la calle en ambos sentidos. No le gustaba el cariz que tomaba su aventura.

—Todo esto es muy extraño —anunció Tas con tono alegre, parafraseando las meditaciones del enano—. La calle que hemos enfilado parece hallarse vacía, en abierto contraste con las otras avenidas de Palanthas. —Mientras hablaba, contempló con cierto desasosiego las hileras de silenciosos edificios—. Me pregunto...

—No —interrumpió Flint—. Me niego rotundamente. Volveremos por donde hemos venido.

—¡Oh, vamos! —protestó Tas sin cesar de adentrarse en la desierta calzada—. Sólo unos metros para reconocer el terreno. Recuerda que Laurana nos recomendó examinarlo todo, inspeccionar las forn... forte... ¿como diablos se llaman?

—Fortificaciones —corrigió Flint, siguiendo al kender con paso reticente—. Pero aquí no las hay botarate. ¡Estamos en el centro de la ciudad! Laurana se refería a las murallas que la rodean.

—No he visto ningún muro delimitando Palanthas —dijo Tas con aire triunfante—. En cualquier caso, no en la parte nueva. Además, si esto es el centro no me explico por qué está desierto. Creo que deberíamos averiguarlo.

Flint lanzó un resoplido. Las palabras del kender empezaban a tener sentido, circunstancia que hizo que el enano menease la cabeza mientras se preguntaba si no serían víctimas de un espejismo causado por el exceso de sol.

Anduvieron en silencio durante varios minutos, penetrando en el corazón de la ciudad. A un lado, a escasas manzanas, se elevaba la mansión palaciega del Señor de Palanthas. Podían ver con total nitidez sus monumentales torreones, y sin embargo frente a ellos el panorama parecía velado por una indefinible penumbra.

Tas se asomó por las ventanas y por las puertas de todos cuantos edificios flanquearon. Cuando al fin llegaron al extremo de la travesía el kender habló, presa de una cierta desazón:

—Flint, me temo que todas las casas están vacías.

—Abandonadas —corrigió el enano en tonos apagados. Había cerrado los dedos en torno al astil de su hacha, y dio un respingo al oír la aguda voz de su compañero.

—Este lugar me produce una sensación extraña —confeso el kender, arrimándose a Flint—. Pero no te preocupes, no estoy asustado.

—¡Yo sí! ¡Salgamos de aquí!

Tas alzó la vista para estudiar los edificios que se erguían a ambos lados. Estaban todos ellos bien conservados. Aparentemente los habitantes de Palanthas se sentían tan orgullosos de su ciudad que incluso gastaban su dinero en remozar las moradas que a nadie cobijaban. Se hallaban entre comercios y viviendas de todo tipo, poseedores de una estructura impecable. Incluso las calles estaban libres de papeles e inmundicias... pero desiertas. El kender pensó que la que ahora visitaban fue en un tiempo una zona próspera, en pleno corazón de la urbe. ¿Por qué había dejado de serlo? ¿Por qué se habían ido sus pobladores? Le asaltó una incontenible sensación de temor, y no eran muchos los parajes en Krynn capaces de provocar tan singular inquietud en un miembro de su raza.

—¡Ni siquiera hay ratas! —susurró Flint, antes de agarrar a Tas por el brazo y tirar de él—. Ya hemos visto bastante.

—No seas cobarde —lo reprendió el kender. Se liberó entonces de la mano que pretendía arrastrarlo y, luchando por deshacerse también de la incómoda sensación que lo atenazaba, irguió sus pequeños hombros y echó a andar de nuevo por la empedrada acera. No había recorrido tres pies cuando advirtió que estaba solo de modo que, exasperado, volvió la cabeza. El enano permanecía inmóvil donde le había dejado, observándolo con destellos de cólera.

—Sólo quiero ir hasta la arboleda que se dibuja en la esquina —arguyó—. Fíjate, no es más que un grupo de robles sin ninguna particularidad. Quizá se trate de un parque donde podamos almorzar.

—¡No me gusta este lugar! —insistió Flint testarudo—. Me recuerda al Bosque Oscuro, aquella espesura donde Raistlin habló con los espectros.

—Aquí no hay más espectro que tú —replicó Tas irritado, resuelto a ignorar el hecho de que él había evocado la misma imagen en su memoria—. Estamos en pleno día, en el centro de una ciudad. ¡Vamos, por Reorx!

—¿Por qué hace tanto frío?

—Porque aún no ha concluido el invierno —respondió el kender elevando la voz. Pero, de pronto, enmudeció, cuando los ecos de sus palabras resonaron de un modo fantasmagórico en las silenciosas calles—. ¿Vienes o no? —acertó al fin a susurrar.

Flint tragó saliva, emitió un gruñido, aferró su hacha de guerra y empezó a avanzar en pos del kender, aunque sin dejar de lanzar furtivas miradas a los edificios como si de un momento a otro fuese a saltar sobre él una aparición demoníaca.

—No es cierto eso que has dicho del invierno —masculló—. Sólo aquí lo es.

—Tardará varias semanas en llegar la primavera —repuso Tas, satisfecho por haber encontrado un tema de discusión que borrase de su mente los fenómenos que se obraban en su estómago, tales como la formación de nudos y otras molestias similares.

Pero Flint no se prestó al altercado, un mal síntoma en él. En silencio y con el mayor sigilo posible, ambos se deslizaron sobre los adoquines hasta alcanzar el final de la calle, donde los edificios daban paso a la arboleda de forma abrupta. Como Tas había sugerido, se trataba de un robledal corriente si bien aquellos especímenes eran los más altos que habían visto tanto el kender como el enano en el curso de sus minuciosas exploraciones por Krynn.

Al acercarse, los dos amigos notaron que se intensificaba su gélida y extraña sensación hasta convertirse en un frío antinatural, más paralizador que el que habían experimentado incluso en el glaciar del Muro de Hielo. ¿A qué se debía un descenso tan brusco de la temperatura? El sol brillaba en un cielo sin nubes, y sin embargo sus dedos se entumecían por momentos. Flint no pudo sostener por más tiempo el hacha y tuvo que colocarla de nuevo en su soporte con manos rígidas y temblorosas, mientras intentaba en vano refrenar el rechinar de sus dientes, y tiritaba violentamente al perder la sensibilidad en sus puntiagudas orejas.

—S-salgamos de aquí —balbuceó el enano a través de sus labios amoratados.

—Estamos bajo la s-sombra de un edificio —Tas casi se mordió la lengua—. Cuando nos dé el sol en el rostro nos calentaremos.

—No hay fuego en Krynn capaz de caldear este ambiente —le espetó Flint agresivo pateando el suelo para avivar la circulación de su sangre.

—U-unos pasos más —se obstinó Tas sin cesar de moverse, pese a que se entrechocaban sus rodillas. Sin embargo, avanzaba en solitario. Al volver la cabeza comprobó que el enano estaba paralizado, con la frente inclinada y un intenso temblor en su barba.

«Debo retroceder», pensó el kender, pero no pudo hacerlo. Su proverbial curiosidad, que contribuía más que ningún otro factor a la extinción de su raza, lo impulsaba a seguir adelante.

Llegó por fin a la linde del robledal y, en ese instante, casi se detuvo el pálpito de su corazón. Los kenders suelen ser inmunes al miedo, por eso sólo uno de ellos podía llegar tan lejos. Pero incluso Tas se sintió ahora presa del más absurdo pánico que había experimentado en toda su vida, y comprendió que el causante de tal sentimiento se ocultaba en aquel bosque de vetustos robles.

«Son árboles normales —se repetía sin cesar, balbuceando hasta las palabras que no pronunciaba en voz alta—. He conversado con espectros en el Bosque Oscuro, me he enfrentado a tres o cuatro dragones y he roto uno de sus Orbes... sólo es un robledal corriente... he estado prisionero en el castillo de un mago, he visto a un diablo de los Abismos... es un robledal como tantos otros».

Despacio, dándose ánimos, Tas se abría camino entre los robles. Sin embargo, no fue lejos, ni siquiera traspasó la hilera que formaba el perímetro exterior del bosquecillo. Ahora veía lo que anidaba en sus entrañas.

Tasslehoff tragó saliva, dio media vuelta y emprendió una veloz carrera.

Al ver que el kender retrocedía a grandes zancadas hacia él, Flint supo que todo había terminado. Alguna criatura espantosa iba a irrumpir entre los árboles de un momento a otro, de modo que giró sobre sí mismo. Tan precipitado fue su acto, que tropezó contra su propio pie y cayó de bruces al suelo. Por fortuna Tas le había dado alcance y acertó a agarrarle por el cinto para incorporarle antes de seguir huyendo despavorido calle abajo, ahora seguido de cerca por el enano que sentía su vida pendiente de un hilo. Casi podía oír gigantescas pisadas sobre el empedrado, cada vez más cerca. No osó volverse a mirar, pero las visiones de un sanguinario monstruo se multiplicaron en su cerebro a un ritmo tan vertiginoso que creyó que su corazón no tardaría en estallar. Al fin llegaron al otro extremo de la calle.

El ambiente se caldeó bajo los benignos rayos del sol.

Oyeron de nuevo las voces de las personas reales en las frecuentadas calles adyacentes. Flint se detuvo exhausto, jadeante, para lanzar una temerosa mirada al lugar que acababan de abandonar. ¡Cuál no sería su sorpresa al comprobar que estaba vacío!

—¿Qué es lo que has visto? —logró preguntar cuando se normalizaron sus latidos.

—U-una torre —balbuceó Tas entre sonoros resoplidos. Su rostro estaba pálido como la muerte.

Flint abrió los ojos de par en par.

—¿ Una torre? —repitió, perplejo—. ¿Hemos huido de una simple torre? ¡Pensar que casi pierdo la vida en el empeño! Supongo —frunció su velludo ceño en actitud de alarma que no nos habrá perseguido una mole de piedra.

—No —admitió Tas—. Se erguía inmóvil, majestuosa. Pero era lo más aterrador que he visto nunca —concluyó al fin, aún temblando.


—Sin duda se trata de la Torre de la Alta Hechicería—dijo el Señor de Palanthas a Laurana aquella tarde, sentados en la sala de cartografía del bello palacio, que se alzaba en una colina desde donde se divisaba una espléndida panorámica de la ciudad—. No me extraña que tu pequeño amigo fuera dominado por el pánico. Lo que me sorprende es que fuera capaz de llegar hasta la linde del Robledal de Shoikan.

—Es un kender—le recordó Laurana con una sonrisa.

—Sí, por supuesto, eso explica su temeridad. Y ahora que hablamos del tema, se me ocurre una idea que nunca había considerado: contratar kenders para trabajar en las inmediaciones de la Torre. Tenemos que pagar precios astronómicos cuando, una vez al año, intentamos persuadir a los hombres para que entren en los edificios cercanos a fin de evitar su deterioro. Pero —el Señor pareció desalentarse— dudo que los habitantes acepten complacidos la presencia de un número nutrido de kenders en nuestras calles.

Amothus, Señor de Palanthas, recorrió el pulido suelo de mármol de la sala de cartografía con las manos unidas tras el manto que denotaba su elevado rango. Laurana empezó a caminar a su lado, tratando de no pisar el repulgo del largo y vaporoso vestido que los palanthianos habían insistido en que luciera. Se habían mostrado encantadores al ofrecérselo como obsequio, de modo que no pudo rehusar. Además, sabía que les horrorizaba ver a una Princesa de Qualinesti deambular por su ciudad ataviada con una cota de malla manchada de sangre y ajada por las mil batallas que había librado. No le dieron opción, no podía permitirse ofender a aquéllos cuya ayuda tanto necesitaba. Sin embargo, se sentía desnuda, frágil e indefensa sin la espada colgada del cinto y un entramado de acero rodeando su cuerpo.

Sabía muy bien que eran los generales del ejército de Palanthas —mandatarios provisionales de los Caballeros de Solamnia— y los otros nobles —miembros del Senado— quienes, en realidad, la hacían sentirse más frágil e indefensa. Todos ellos le recordaban con sólo mirarla que no era más que una mujer jugando a los soldados, al menos según su criterio. De acuerdo, había actuado bien, había luchado en su batalla particular y había vencido. Ahora no le restaba sino volver a la cocina...

—¿Qué es la Torre de la Alta Hechicería? —preguntó la muchacha de forma abrupta. Tras una semana de negociaciones con el Señor de Palanthas había aprendido que, pese a ser un hombre inteligente, sus pensamientos tendían a perderse en regiones inexploradas y necesitaba que le recordasen continuamente el tema principal que se estuviera tratando.

—¡Ah, sí! Si lo deseas, puedes verla desde esta ventana —anunció el dignatario, aunque con cierta reticencia.

—Me gustaría —aceptó Laurana.

Encogiéndose de hombros, Amothus desvió el curso de sus pasos y condujo a la joven hasta una ventana en la que ella había reparado por estar oculta tras gruesos cortinajes. Los que adornaban las otras ventanas estaban descorridos ya través de ellas se podía observar una apabullante visión de la ciudad en cualquier dirección que se mirara.

—Sí, ésa es la razón por la que los mantengo echados —dijo el Señor lanzando un suspiro, como si hubiera leído la curiosidad en sus ojos—. Y te aseguro que es una lástima, porque según las antiguas crónicas desde aquí se revelaba una de las más magníficas panorámicas de la ciudad. Sin embargo, entonces la Torre no estaba maldita...

El digno caballero apartó a un lado las cortinas, con mano trémula y el pesar reflejado en su rostro. Sobrecogida al descubrir la emoción que la embargaba, Laurana se asomó... y se quedó sin aliento. El sol se ocultaba tras las nevadas montañas, tiñendo el cielo de rojo y púrpura. Los vibrantes colores del incipiente crepúsculo reverberaban sobre los albos edificios de Palanthas al capturar su luz el raro y translúcido mármol, que con tanta profusión adornaba sus fachadas. Laurana nunca había imaginado que semejante belleza pudiera existir en el mundo de los humanos, rivalizando con su amada Qualinesti.

Pronto atrajo su mirada un espacio umbrío en la perlífera y radiante perspectiva, creado por una solitaria Torre que se elevaba hacia el cielo. Tan alta era que, aunque el palacio se hallaba construido en una colina, su cúspide apenas estaba por debajo de la ventana desde donde ahora la contemplaba. Toda ella de mármol negro, se destacaba en nítido contraste con el níveo mármol de las casas adyacentes. Pensó que, acaso en un tiempo remoto, varios minaretes debieron conferir especial realce a su superficie, mas ahora sus cuerpos aparecían mutilados y en total abandono. Unas oscuras ventanas, semejantes a cuencas oculares vacías, miraban amenazadoras al mundo. Rodeaba la mole una valla, también negra, y Laurana vio que algo revoloteaba en su cancela. Creyó al principio que se trataba de un pájaro inmenso atrapado entre sus rejas, pues se le antojó un ser vivo, pero, cuando se disponía a atraer la atención del Señor de Palanthas sobre la criatura, éste corrió los cortinajes con un escalofrío.

—Lo lamento —se disculpó—. No puedo soportarlo. Y pensar que hemos convivido con ella durante siglos...

—A mí no me parece tan terrible —lo interrumpió Laurana con firmeza, evocando en su imaginación la figura de la Torre y la ciudad que la rodeaba—. Esta Torre confiere carácter al lugar. Es una urbe muy hermosa, pero en ocasiones su belleza es tan perfecta, tan fría, que deja uno de advertirla. —Mientras hablaba la muchacha se asomó a las otras ventanas, y se sintió tan embrujada como en el momento de su llegada a la monumental Palanthas—. Después de ver esa... esa oscura mácula, su magnificencia destaca en mi mente con nuevo vigor. No sé si me comprendes...

Quedaba patente por la atónita expresión de su rostro; que el dignatario no comprendía ni una palabra. Laurana suspiró, si bien no pudo reprimir una mirada de soslayo a aquellos cortinajes que ejercían sobre ella una extraña fascinación.

—¿Cómo llegó a convertirse en una Torre maldita? —preguntó en lugar de explicarse.

—Fue durante... pero aquí viene alguien que te contará esa historia mucho mejor que yo —se interrumpió Amothus, al comprobar aliviado que la puerta se abría—. Si he de serte franco, no es un relato que me entusiasme repetir.

—Astinus, de la biblioteca de Palanthas —anunció el heraldo, aunque era evidente que Amothus ya sabía de quién se trataba.

Con gran perplejidad por parte de Laurana todos los presentes se levantaron en actitud respetuosa, incluso los grandes generales y nobles. «¿Tanta ceremonia por un bibliotecario?», se preguntó incrédula la joven. Más aún fue mayor su asombro cuando el Señor de Palanthas y todos sus caballeros se inclinaron en una profunda reverencia al entrar el cronista. También ella bajó la cabeza por pura cortesía, pues como miembro de la familia real de Qualinesti no debía saludar con tal sumisión a ningún habitante de Krynn salvo a su padre, el Orador de los Soles. Sin embargo, cuando se enderezó y estudió a aquel hombre misterioso, comprendió de pronto, que lo más adecuado era recibirle con gesto humilde.

La naturalidad e indiferencia de Astinus la convencieron, sin lugar a dudas, de que no perdería su desenvoltura ni en presencia de toda la realeza de Krynn ni de todo el firmamento. Parecía un hombre de mediana edad, si bien le rodeaba un aura atemporal. Se diría que su rostro había sido cincelado en el mármol de Palanthas y, al principio, Laurana sintió aversión ante la desapasionada calidad que caracterizaba tanto sus rasgos como su andar. Mas, de pronto, advirtió que sus oscuros ojos ardían con el fuego interior de un millar de almas.

—Llegas tarde, Astinus —dijo Amothus en tono festivo, aunque respetuoso. La joven observó que el Señor de Palanthas y sus generales permanecieron de pie hasta que el historiador hubo tomado asiento, una actitud que incluso los Caballeros de Solamnia imitaron. Casi abrumada por un insólito sobrecogimiento, se hundió en su silla en tomo a la enorme mesa redonda cubierta de mapas que ocupaba el centro de la gran sala.

—Tenía asuntos importantes que atender —respondió Astinus con una voz que parecía provenir de un pozo sin fondo.

—Me han informado de que has sido perturbado por un extraño evento. —El Señor de Palanthas se sonrojó incómodo—. Acepta mis disculpas, ignoro cómo pudieron encontrar a un hombre en semejante estado en la escalinata de tu biblioteca. Si nos lo hubieras comunicado habríamos retirado su cuerpo sin necesidad de armar tanto revuelo.

—No me ha causado ninguna molestia —repuso Astinus, lanzando una mirada de soslayo a Laurana—. El asunto se ha tratado como merecía, y ahora ya está resuelto.

—Pero ¿qué me dices de los despojos? —preguntó Amothus con un leve balbuceo—. Comprendo lo penoso que ha de resultarte, pero existen ciertas medidas sanitarias promulgadas por el Senado y quiero estar seguro de que todo se ha llevado del modo más conveniente.

—Quizá sea mejor que os deje —declaró fríamente Laurana, e hizo ademán de incorporarse—. Volveré cuando haya concluido esta conversación.

—¿Cómo? ¿Deseas irte cuando hace sólo unos minutos que estás aquí? —El Señor de Palanthas la observó a través de una extraña nebulosa.

—Creo que nuestra charla ha incomodado a la princesa elfa —comentó Astinus—. Su raza, como sin duda recordaréis, profesa una gran veneración a la vida. La muerte no se discute entre ellos de una manera tan cruda.

—¡Oh, por todos los dioses! —Amothus se ruborizó y se apresuró a levantarse para tomar su mano—. Te ruego que nos disculpes, querida. Mi negligencia ha sido abominable. Siéntate de nuevo, te lo suplico. Sirve un poco de vino a la Princesa —ordenó a un criado, que al instante llenó la copa de Laurana.

—Cuando yo he entrado hablabais de las Torres de la Alta Hechicería. ¿Qué sabes de ellas? —interrogó Astinus a la muchacha. A la vez que sus ojos la traspasaban hasta penetrar en su alma.

Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Laurana al sentir tan punzante mirada, de modo que sorbió un trago en un intento de tranquilizarse.

—Lo cierto —tartamudeó, arrepentida por haber mencionado el tema —es que preferiría que abordáramos el asunto que nos ha reunido. Estoy segura de que los generales desean volver cuanto antes junto a sus tropas y yo...

—¿Qué sabes de las Torres? —repitió Astinus.

—N-no mucho —balbuceó Laurana, asaltada por la súbita sensación de que había vuelto a la escuela y debía enfrentarse a su maestro Tenía un amigo, es decir, un conocido que se sometió a las Pruebas en la Torre de Wayreth, pero...

—Supongo que te refieres a Raistlin de Solace —la atajó, imperturbable, el historiador.

—¡En efecto! —respondió Laurana con sobresalto—.¿Cómo...?

—Soy cronista, joven Princesa. Saberlo forma parte de mi trabajo. y ahora voy a contarte la historia de la Torre de Palanthas, no sin antes advertirte que no debes considerarlo una pérdida de tiempo... porque su historia, Lauralanthalasa, está estrechamente ligada a tu destino. —Ignorando su ahogada exclamación de asombro, hizo un gesto imperativo a uno de los generales—. Abre esa cortina, está obstruyendo una de las más bellas panorámicas de la ciudad como, según creo, apuntaba la Princesa antes de mi llegada. Esta es pues la historia de la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas.

»Debo iniciar mi relato aludiendo a las llamadas Batallas Perdidas. Durante la Era del Poder, cuando el Príncipe de los Sacerdotes de Istar empezó a sobresaltarse ante las sombras, bautizó sus temores con un nombre concreto: ¡magos! Le espantaban tanto ellos como sus vastos poderes. No los comprendía y, por consiguiente, se convirtieron en una amenaza.

Fue fácil alzar al populacho contra los magos. Aunque respetados por todos, nunca inspiraron excesiva confianza, en primer lugar porque admitieron entre sus filas a representantes de los tres poderes del universo: los Túnicas Blancas del Bien, los Túnicas Rojas de la Neutralidad y los Túnicas Negras del Mal. A diferencia del Príncipe de los Sacerdotes, ellos supieron ver que el mundo sólo conservaba su equilibrio merced a la existencia de las tres Ordenes y que perturbarlo era abrir la puerta a la destrucción.

El pueblo se reveló pues contra los magos. Las cinco Torres de la Alta Hechicería fueron, por supuesto, sus primeros objetivos, ya que era en su seno donde se hallaba concentrado el poder de la Orden y también era en estas Torres donde los jóvenes aspirantes pasaban las Pruebas, o al menos aquéllos que osaban intentarlo. Has de saber que las distintas fases que las configuraban eran arduas o, lo que es peor, arriesgadas. El fracaso sólo podía entrañar un resultado: ¡la muerte!»

—¿La muerte? —repitió Laurana incrédula—. En ese caso Raistlin...

—Puso en juego su vida para someterse a la Prueba, y casi pagó tan alto precio. Sin embargo, eso ahora no viene al caso. Debido a la severa, o cabría decir mortífera, penalización que se imponía a quienes fracasaban empezaron a propagarse ciertos rumores sobre las Torres de la Alta Hechicería. En vano intentaron los magos explicar que no eran sino centros docentes donde los candidatos arriesgaban su vida de manera voluntaria, así como lugares donde guardaban sus libros de encantamientos, sus pergaminos y sus instrumentos arcanos. Nadie los creyó. Se divulgaron entre las gentes historias de negros rituales y sacrificios, alimentados por el Príncipe de los Sacerdotes y sus clérigos para satisfacer sus propios propósitos.

»Llegó al fin el día de la rebelión y, por segunda vez en la historia de la Orden, los Túnicas se reunieron. La primera vez habían creado los Orbes de los Dragones que contenían las esencias del bien y del mal, vinculadas por la neutralidad. Luego cada uno siguió su camino hasta que, aliados por una misma amenaza, se congregaron de nuevo para proteger su mundo.

»Los magos optaron por destruir dos de las Torres antes que permitir que la muchedumbre las invadiera y se entremetiera en asuntos que escapaban a su entendimiento. La demolición de estas dos Torres produjo sendas hecatombes en las regiones vecinas y asustó al Príncipe de los Sacerdotes, pues quedaba una en Istar y otra en Palanthas. La tercera, situada en el Bosque de Wayreth, no inquietaba a nadie por hallarse alejada de cualquier núcleo urbano.

»Decidió entonces el Príncipe de los Sacerdotes proponer un trato a los magos, en un acceso de aparente magnanimidad. Si abandonaban las dos Torres que aún quedaban en pie, les permitiría retirarse en paz, así como trasladar sus documentos e ingenios a la Torre de Alta Hechicería de Wayreth. Aunque a regañadientes, su ofrecimiento fue aceptado.»

—¿Por qué no lucharon los magos? —interrumpió Laurana—. He visto a Raistlin y a Fizban cuando se enfadan, y no quiero imaginar qué serían capaces de hacer unos hechiceros realmente poderosos.

—Cierto, pero hay algo que no has considerado. Tu joven amigo Raistlin quedaba exhausto siempre que invocaba sus hechizos, aunque sólo fueran encantamientos menores. Y, además, cuando se utiliza uno se borra de la memoria para siempre a menos que se revise el libro y se estudie de nuevo. A los magos del más alto nivel les ocurre lo mismo. Es así como los dioses nos protegen de criaturas que, de otro modo, llegarían a ser demasiado poderosas y aspirarían incluso a la divinidad. Los magos necesitan dormir, hallar ocasiones para concentrarse, pasar sus días en continuo estudio. ¿Cómo podían resistir a un asedio masivo? Y, por otra parte, no deseaban destruir a su propio pueblo.

»Todas estas razones los impulsaron a acceder a los deseos del Príncipe de los Sacerdotes. Incluso los investidos con la Túnica Negra, indiferentes al populacho, comprendieron que acabarían por ser derrotados y quizá se perdería la magia para un mundo futuro. Así que se retiraron de la Torre de la Alta Hechicería de Istar, y poco después el Príncipe decidió ocuparla. Acto seguido le llegó el Turno a esta mole que ves frente a ti, la de Palanthas. Pero la historia de esta Torre está preñada de horrores.»

Astinus, que había relatado aquellos sucesos con una voz monótona, desprovista de emoción, asumió, de pronto, una actitud solemne y acaso ominosa.

—Recuerdo bien aquel día —prosiguió más para sí mismo que para su callada audiencia—. Los magos me trajeron sus libros y pergaminos para que los custodiase en la biblioteca, ya que tenían más documentos de los que podían trasladar a la Torre de Wayreth. Sabían que yo los guardaría como un tesoro. Muchos de los libros de hechizos eran antiguos e ilegibles, pues habían sido protegidos con encantamientos especiales cuya Clave se había perdido. La Clave...

Astinus enmudeció, absorto en sus reflexiones. Pero pasados unos minutos suspiró, como para desechar negros pensamientos, y continuó.

—Los habitantes de Palanthas se congregaron en tomo a la Torre cuando el sumo dignatario de la Orden, el Mago de la Túnica Blanca, cerró sus delicadas puertas de oro con una llave de plata. El Señor de Palanthas lo contemplaba sin poder contener su ansiedad, y todos sabían que pretendía mudarse a sus estancias como había hecho su predecesor, el Príncipe de los Sacerdotes de Istar. Sus ojos escudriñaban la Torre animados por la irrefrenable ambición de descubrir las maravillas, tanto benévolas como perversas, que según los rumores encerraba.

—De todos los insignes edificios de Palanthas —murmuró Amothus—, la Torre de la Alta Hechicería era el más espléndido. Ahora, sin embargo...

—¿Qué ocurrió? —preguntó Laurana sintiendo un creciente frío a medida que la noche se enseñoreaba de la sala, y deseosa de que alguien ordenara a los sirvientes encender las velas.

—El Mago extendió la mano para entregar la llave de plata al Señor de la ciudad cuando, de pronto, un hechicero de Túnica Negra apareció en una de las ventanas de los pisos superiores —continuó Astinus con voz cavernosa y triste—. Todos enmudecieron presas del pánico, y él proclamó en medio del silencio: «Estas puertas permanecerán cerradas, y las estancias que guardan vacías, hasta el día en que llegue el Amo del Pasado y del Presente investido de un nuevo poder.» El perverso mago se lanzó entonces al aire, cayendo sobre la verja, y en el instante en que las púas de oro y plata traspasaron sus vestiduras sumió a la Torre en una maldición. Su sangre formó un charco en el suelo, a la vez que las metálicas puertas se retorcían y se tomaban negras. La refulgente mole alba y rojiza también se ensombreció hasta asumir un gris ceniciento, antes de que sus negros minaretes se desmoronasen.

»El Señor de Palanthas se apresuró a huir con el gentío y, en el día de hoy, no hay nadie que haya osado acercarse aún a la Torre de Palanthas. Ni siquiera los kenders —Astinus esbozó una leve sonrisa— que a nada temen en este mundo. Tan poderosa es la maldición que mantiene alejados a todos los mortales...»

—Hasta que regrese el Amo del Pasado y el Presente —repitió Laurana.

—¡Aquel hombre estaba loco! —exclamó despreciativo lord Amothus—. Ningún hombre posee el dominio del tiempo, a menos que tú, Astinus, tengas ese don.

—¡En absoluto! —protestó el cronista con un tono tan cavernoso que todos lo miraron sorprendidos—. Yo recuerdo el pasado y registro el presente, pero no pretendo ejercer control sobre ellos.

—Eso corrobora mi opinión sobre aquel pobre demente —declaró el Señor encogiéndose de hombros—. y ahora estamos obligados a soportar una visión tan ofensiva como la Torre porque nadie accede a vivir en su proximidad ni a acercarse lo bastante para derruirla.

—Creo que destruirla sería una injusticia —replicó Laurana con tono amable, al mismo tiempo que contemplaba la Torre a través de la ventana—. Pertenece a este lugar.

—En efecto, joven Princesa —apostilló Astinus sin cesar de taladrarla con sus penetrantes ojos.

Las sombras de la noche fueron acumulándose mientras, hablaba el cronista. Pronto la Torre quedó envuelta en penumbra, en una negrura que aún destacaba más por oposición a las luces que se encendían paulatinamente en el resto de la ciudad. Parecía que Palanthas quería rivalizar con el fulgor de las estrellas, si bien Laurana no pudo evitar el pensar que aquel redondo espacio de tinieblas siempre estaría presente en el ánimo de todos.

—¡Cuán triste y trágico! —susurró la Princesa, sintiéndose forzada a hablar porque Astinus no dejaba de escudriñarla—. Y ese contorno oscuro que he visto revolotear, atrapado en la verja... —se interrumpió, asaltada por un súbito temor.

—Loco de atar —insistió Amothus en lóbrega actitud—. Suponemos que son los restos del cuerpo del mago suicida, pero nadie se ha acercado lo suficiente como para comprobarlo.

Laurana se estremeció. Sujetándose con las manos su dolorida cabeza, comprendió que el siniestro relato que acaba de oír invadiría sus sueños durante muchas noches y deseó no haberle prestado atención. ¡Estrechamente ligado a su destino! Enfurecida, desechó tal pensamiento. Al fin y al cabo no importaba, no tenía tiempo para estas cavilaciones. Su destino ya se auguraba bastante sombrío sin necesidad de agregarle el aditamento de una historia surgida del mundo de las pesadillas.

Astinus, que parecía haber leído sus reflexiones, se levantó de manera abrupta y ordenó que encendieran más luces.

—El pasado se ha perdido —apuntó con frialdad, prendida su mirada de Laurana. Tu futuro te pertenece. Y tenemos mucho trabajo que completar antes de que amanezca.

7 Al mando de los caballeros de Solamnia.

—En primer lugar deseo leer un comunicado del Comandante Gunthar, que recibí hace escasas horas. —El Señor de Palanthas extrajo un pergamino de los pliegues de sus vestiduras de lana, finamente tejidas, y lo desplegó sobre la mesa para alisarlo. Apartó entonces la cabeza, enfocando su vista a una cierta distancia, en un intento de descifrarlo.

Laurana, convencida de que se trataba de la respuesta a un mensaje suyo que había instado a Amothus para que lo enviara dos días antes, se mordisqueó el labio con impaciencia.

—Está algo rasgado —se disculpó el Señor de Palanthas—. Los grifos que tan amablemente nos han facilitado los caballeros elfos —distinguió con una inclinación de cabeza a Laurana, quien respondió a la diferencia refrenando el impulso de arrancarle el documento de las manos— no han aprendido a transportar estos pergaminos sin arrugarlos y romperlos. ¡Ah, ahora lo entiendo! «Del Comandante Gunthar a Amothus, Señor de Palanthas. Saludos.» Es un hombre encantador —comentó, levantando la mirada—. Estuvo aquí el año pasado durante las Fiestas de Primavera que, por cierto, se celebrarán dentro de tres semanas, querida. Quizá quieras honrarnos con tu asistencia.

—Será un placer, si todavía estamos vivos para entonces —dijo Laurana mientras se retorcía las manos bajo la mesa en un esfuerzo para conservar la calma.

Amothus pestañeó, antes de esbozar una indulgente sonrisa.

—Sí, claro. Nos amenazan los ejércitos de los Dragones. Permitidme que continúe leyendo. «Me llena de pesar la pérdida de nuestros caballeros, aunque siempre nos queda el consuelo de pensar que murieron victoriosos, luchando contra el terrible mal que ensombrece nuestras tierras y aún me afecta de un modo más personal la noticia del fallecimiento de tres de nuestros mejores y más devotos paladines: Derek Crownguard, Caballero de la Rosa, Alfred Markenin, Caballero de la Espada y Sturm Brightblade, Caballero de la Corona.» —Amothus se volvió hacia Laurana para decirle: —Brightblade. Tengo entendido que era uno de tus más allegados amigos.

—Sí, lo era —balbuceó Laurana, inclinando el rostro sobre el pecho para permitir que su dorada melena ocultara la angustia que reflejaban sus ojos. No había transcurrido mucho tiempo desde el día en que enterraron a Sturm en la Cámara de Paladine, bajo las ruinas de la Torre del Sumo Sacerdote. El dolor aún no había cicatrizado.

—Continúa leyendo, Amothus —ordenó Astinus secamente—. No puedo permanecer tantas horas apartado de mis quehaceres.

—Tienes razón —se excusó el interpelado con un intenso rubor en las mejillas, y se aprestó a proseguir su lectura—. «Esta tragedia coloca a los caballeros en insólitas circunstancias. En primer lugar, si no me equivoco la Orden queda al mando de los Caballeros de la Corona, los de inferior categoría. Significa esto que, aunque todos han realizado las pruebas y ganado sus escudos, son jóvenes e inexpertos. Para la mayoría, aquélla fue su primera batalla. También quedamos sin mandatarios adecuados pues, según la Medida, debe haber un representante de cada una de las tres Órdenes de Caballeros entre los dirigentes de las tropas.»

Laurana oyó un débil tintineo de armaduras y espadas procedente de los caballeros, que se agitaban incómodos en sus asientos. Eran todos ellos líderes provisionales hasta que se solventara la cuestión del mando. Cerrando los ojos, la muchacha suspiró. «Por favor, Gunthar —rogó para sus adentros—, elige con prudencia. Son demasiados los que han muerto a causa de las maniobras políticas. ¡Pon fin a semejante injusticia!»

—«Por lo tanto nombro, para que asuma el cargo de Comandante en funciones de los Caballeros de Solamnia, a Lauralanthalasa de la casa real de Qualinesti.» —El Señor de Palanthas hizo una pausa como si dudase de haber leído correctamente a la vez que Laurana, invadida por un incrédulo sobresalto, abría los ojos de par en par. Sin embargo, su asombro no era mayor que el de los otros presentes Amothus releyó en silencio las últimas líneas del pergamino pero, al oír el gruñido de impaciencia de Astinus, siguió adelante.

—« Ella es en la actualidad la persona más experimentada en el campo de batalla y la única que sabe utilizar las lanzas Dragonlance. Confirmo la validez de este documento con mi sello. Gunthar Uth Wistan, Gran Señor de los Caballeros de Solamnia.» — Amothus levantó la mirada, la clavó en Laurana y dijo—: Felicitaciones, querida, o quizá debería decir general.

La muchacha estaba rígida como una estatua, aunque por un momento creyó que una incontenible cólera la empujaría a abandonar la sala. Horrendas visiones se dibujaban ante sus ojos: el cuerpo decapitado del Comandante Alfred, el infortunado Derek muriendo en un acceso de locura, los ojos sin vida y llenos de paz de Sturm, los cadáveres de los caballeros que habían muerto en la Torre expuestos en hilera...

Y ahora era ella quien ostentaba el mando, una muchacha elfa de la casa real que aún no había alcanzado la edad requerida —según las leyes de su raza— para desprenderse de la tutela paterna. Era poco más que aquella jovencita de vida regalada que se había fugado del hogar para perseguir a su amor de la infancia, Tanis el Semielfo. Sin embargo, la niña consentida había cambiado. El miedo, el sufrimiento, grandes pérdidas y pesares la habían obligado a crecer hasta convertirse, en ciertos aspectos, en una adulta mayor, incluso, que su progenitor.

Al volver la cabeza vio que los caballeros Markham y Patrick intercambiaban significativas miradas. De todos los Caballeros de la Corona, eran ellos los que contaban con los historiales más completos. Sabía que ambos se habían comportado como valientes soldados y honorables caballeros, que habían luchado con incomparable ahínco en la Torre del Sumo Sacerdote. ¿Por qué no había elegido Gunthar a uno de aquellos aguerridos nobles, tal como ella misma le había recomendado?

El caballero se incorporó con sombría expresión.

—No puedo aceptarlo —declaró en un susurro—. La Princesa Laurana es un bravo guerrero, no lo niego, pero nunca ha dirigido a un ejército en el campo de batalla.

—¿Lo has hecho tú, joven caballero? —preguntó imperturbable Astinus.

—No —admitió Patrick—. Pero mi caso es distinto. Ella es una muj...

—¡Oh, vamos, Patrick! —lo amonestó Markham entre sonoras carcajadas. Era un joven de carácter despreocupado y alegre, que ofrecía un curioso contraste con su siempre grave compañero—. El hecho de tener pelo en el pecho no te convierte en un general. Relájate y piensa que se trata de una decisión política. Gunthar sabe mover sus piezas. "

Laurana enrojeció, a sabiendas de que estaba en lo cierto. Sería una adalid segura hasta que Gunthar reorganizara la Orden y pudiera afianzarse como su caudillo.

—¡Pero no existe ningún precedente! —siguió arguyendo Patrick, aunque evitando los ojos de Laurana—. Estoy seguro de que la Medida prohíbe a las mujeres formar parte de la Orden de los Caballeros.

—Te equivocas —lo atajó Astinus—. Además, sí existe un precedente. En la Tercera Guerra de los Dragones se aceptó a una mujer en vuestras filas tras la muerte de su padre y sus hermanos. Ascendió al rango de Caballero de la Espada: y falleció en la lucha cubierta de honores, siendo su pérdida motivo de duelo entre los suyos.

Nadie abrió la boca. Amothus parecía muy turbado. Astinus observaba con su habitual frialdad a Patrick, mientras su compañero jugaba con su copa y lanzaba esporádicas pero amables miradas a Laurana. Tras librar una breve batalla en su interior, que se delataba en su contraído rostro, el caballero Patrick tomó de nuevo asiento.

Markham alzó la copa y propuso un brindis:

—Por nuestro Comandante.

Laurana no respondió. Estaba al mando, pero ¿de qué?, se preguntó con amargura. De los maltrechos Caballeros de Solamnia sobrevivientes que habían sido enviados a Palanthas en unas naves en las que habían embarcado centenares de ellos para ser diezmados hasta no sobrepasar la cincuentena. Habían obtenido una victoria, mas ¿a qué precio? Un Orbe de los Dragones destruido, la Torre del Sumo Sacerdote en ruinas...

—Sí, Laurana —declaró Astinus recogiendo el hilo de sus pensamientos—. Te han encomendado la tarea de recomponer los fragmentos.

La muchacha alzó la vista con sobresalto, asustada incluso frente a aquella extraña criatura que leía en su mente como si fuera de cristal.

—Yo no deseaba esto —murmuró entre sus labios insensibilizados.

—No creo que ninguno de nosotros haya rezado para que se desencadene una guerra —comentó Astinus con acento cáustico—. Pero la guerra ha estallado, y ahora debes hacer cuanto esté en tu mano si quieres ganarla. —Se puso en pie y al instante el Señor de Palanthas, los generales y los Caballeros lo imitaron en actitud respetuosa.

Laurana permaneció sentada, con la mirada fija en sus manos. Sentía los penetrantes ojos de Astinus clavados en ella, pero rehusó el enfrentamiento.

—¿Debes irte ya, Astinus? —preguntó con tristeza Amothus.

—Así es. Me aguardan mis estudios, los he abandonado durante más rato del que puedo permitirme. Os queda mucho trabajo por hacer, en su mayor parte de cariz mundano y por lo tanto aburrido. No me necesitáis, tenéis un caudillo. —Al pronunciar esta última frase hizo un gesto con la mano extendida.

—¿Cómo? —exclamó Laurana, espiando su ademán por el rabillo del ojo. Ahora sí le miró, aunque pronto desvió su vista hacia el Señor de Palanthas—. ¡No podéis hacerlo! ¡Tan sólo estoy al mando de los Caballeros!

—Lo que te convierte en Comandante de los ejércitos de la ciudad de Palanthas, si así lo decidimos —le recordó el Señor—. Y si Astinus te recomienda...

—No podría hacerlo —se apresuró a interrumpirle el cronista—. No está en mis prerrogativas recomendar a nadie, pues yo no moldeo la historia. —Enmudeció de forma abrupta, y Laurana se sorprendió al ver que desaparecía la máscara de su rostro revelando pesadumbre e incluso dolor—. O, mejor dicho, me he propuesto no manipularla bajo ninguna circunstancia. Claro que, a veces, incluso yo cometo fallos. —Suspiró para recuperar la compostura y cubrirse de nuevo con su impenetrable expresión—. He cumplido mi cometido: darte a conocer una parte del pasado que puede o no ayudarte en el futuro.

Dio media vuelta para irse.

—¡Aguarda! —exclamó Laurana a la vez que se ponía en pie. Hizo ademán de avanzar hacia él, pero flaqueó cuando los fríos ojos de Astinus se clavaron en los suyos levantando entre ambos un invisible muro de roca—. ¿Ves todo cuanto ocurre en el mismo momento en el que está sucediendo?

—En efecto.

—En ese caso podrías decirnos dónde están los ejércitos de los Dragones, qué hacen...

—Lo sabéis tan bien como yo —respondió el cronista desdeñoso, y volvió a girarse.

Laurana examinó su entorno, y vio que el dignatario y los generales la observaban divertidos. Sabía que estaba actuando de nuevo como una niña consentida, pero necesitaba respuestas. Astinus se hallaba cerca de la puerta, que los sirvientes acababan de abrir para franquearle el paso. Tras lanzar una desafiante mirada a los otros se alejó de la mesa y atravesó el pulido suelo de mármol, de forma tan precipitada que tropezó con el repulgo de su vestido. El historiador, al oírla, se detuvo en el dintel.

—Deseo hacerte dos preguntas —susurró la joven, ya junto a él.

—Sí —respondió él, penetrando sus verdes ojos—. Una brota de tu mente y la otra de tu corazón. Formula la primera.

—¿Existe todavía algún Orbe de los Dragones?

Astinus guardó silencio durante un instante, y una vez más Laurana vislumbró una sombra de dolor en sus ojos acompañada por un súbito envejecimiento de sus atemporales rasgos.

—Sí —declaró al fin—. Me está permitido revelarte que existe uno, pero está fuera de tus posibilidades utilizarlo o hallarlo siquiera. Descarta esa idea.

—Sé que la guardaba Tanis —insistió Laurana—. ¿Significan tus palabras que la ha perdido? ¿Dónde... —titubeó e antes de exponer la pregunta que le dictaba el corazón— dónde está él ahora?

—Desecha también eso de tus pensamientos.

—¿Qué quieres decir? —Laurana se paralizó al oír su gélido tono.

—No preconizo el futuro, sólo veo el presente en el instante en que se convierte en pasado.

Así ha sido desde el origen de los tiempos. He asistido a amores que, por su voluntad de sacrificio, han traído al mundo nuevas esperanzas. He presenciado cómo fracasaban amores que trataban de vencer el orgullo y la ambición de poder. El mundo se ha ensombrecido a causa de esta derrota, que, sin embargo, se ha desvanecido como la nubecilla que cubre al sol. y también he sido testigo de amores que se perdían en las tinieblas, amores mal comprendidos y peor entregados porque quien creía sentirlos no conocía su propio corazón.

—Hablas mediante enigmas —lo recriminó Laurana.

—¿Eso crees? —preguntó Astinus a su vez—. Adiós, Lauralanthalasa. Mi consejo es éste: concéntrate en cumplir tu deber.

El cronista hizo una leve reverencia y abandonó la estancia.

Laurana lo siguió con la mirada, sin cesar de repetirse sus palabras: «Amores que se perdían en las tinieblas.» ¿Era un enigma como había afirmado, o conocía la respuesta y se negaba a aceptarla? Era esto último lo que había insinuado Astinus.

«Dejé a Tanis en Flotsam para ocuparse de todo durante mi ausencia.» Kitiara había pronunciado esta frase. Kitiara, la Señora del Dragón; Kitiara, la mujer de raza humana que había conquistado el amor de Tanis.

De pronto desapareció el dolor que atenazaba el corazón de Laurana, la zozobra que la había agitado desde que oyó las palabras de Kitiara, para dar paso a un gélido y negro vacío como el producido por las constelaciones que faltaban en el cielo nocturno. «Amores que se perdían en las tinieblas.» Tanis se había perdido, era eso lo que Astinus intentaba decirle. «Concéntrate en cumplir tu deber.» Así lo haría, no le quedaba nada más que mereciera su atención.

Volviendo sobre sus pasos para enfrentarse al Señor de Palanthas y sus generales, Laurana irguió la cabeza y al hacerlo su dorado cabello refulgió bajo la luz de las velas.

—Asumiré el mando de los ejércitos —declaró con una voz casi tan fría como la oscuridad que había invadido su alma.


—¡He aquí una sólida pared de piedra! —afirmó Flint satisfecho, pateando las almenas de la Muralla de la Ciudad Vieja—. No me cabe la menor duda de que la construyeron los enanos.

Fíjate con cuánta precisión han sido tallados los bloques para que encajen sin necesidad de argamasa. ¡Y no hay dos iguales!

—Fascinante —comentó Tasslehoff sin poder reprimir un bostezo—. ¿Construyeron también los enanos la Torre que...?

—¡No me la recuerdes! —lo atajó el hombrecillo—. Ni tampoco fueron los enanos quienes edificaron las Torres de la Alta Hechicería. Los mismos magos se encargaron de tal tarea, y tengo entendido que las crearon a partir de las entrañas de la tierra y que izaron las piedras del suelo valiéndose de sus virtudes arcanas.

—¡Maravilloso! —Aquel relato había tenido el don de despertar al kender—. ¡Cuánto me habría gustado estar allí! ¿Cómo...?

—No es nada —prosiguió el enano en voz alta mientras clavaba en su compañero una fulgurante mirada— comparado con el trabajo de los albañiles de mi pueblo, que pasaron siglos perfeccionándose en el oficio. Observa bien esta roca, la textura de las marcas del cincel...

—Ahí viene Laurana —dijo Tas, aliviado por poder abandonar la lección de arquitectura enanil.

Flint dejó de escudriñar la roca para contemplar a la muchacha, quien se acercaba a ellos por un oscuro pasillo que desembocaba en las almenas. Vestía de nuevo la cota de malla que luciera en la Torre del Sumo Sacerdote, pero habían limpiado la sangre del peto decorado en oro y tejido de nuevo las hebras metálicas. Su largo cabello de color miel sobresalía bajo el yelmo emplumado, ondeando en la luz de Solinari al ritmo de su pausado andar, que interrumpía para admirar el horizonte de levante donde las montañas se dibujaban como sombras oscuras contra el estrellado cielo. También el resplandor de la luna acariciaba su rostro, y Flint no pudo reprimir un suspiro.

—Ha cambiado —dijo a Tasslehoff con voz queda— y los elfos no suelen alterarse por nada. ¿Recuerdas cuando la conocimos en Qualinesti? Fue en otoño, hace tan sólo seis meses. Sin embargo, se diría que han transcurrido años.

—Todavía no se ha repuesto de la muerte de Sturm. Ha pasado muy poco tiempo desde tan triste suceso —comentó Tas con una expresión grave y melancólica en su rostro habitualmente pícaro.

—No es ése el único motivo. —El enano meneó la cabeza—. Su actual estado se debe también al encuentro que tuvo con Kitiara en el muro de la Torre del Sumo Sacerdote. Sin duda le dijo algo que la perturbó. ¡Maldita sea! —imprecó agresivo—. Nunca confié en ella, ni siquiera en los viejos tiempos. No me sorprendió en absoluto verla ataviada con el uniforme de los Señores de los Dragones, y daría una montaña de monedas de cobre por saber qué fue lo que le comunicó a Laurana para apagar su luz interior. Parecía un fantasma cuando la bajamos del muro una vez se hubo marchado Kitiara a lomos de su Dragón Azul. Apostaría mi barba a que guarda alguna relación con Tanis.

—Aún no puedo creer que Kitiara se haya convertido en una Señora del Dragón. Siempre fue —Tas se interrumpió para buscar la palabra adecuada— una muchacha divertida.

—¿Divertida? —repitió Flint frunciendo el ceño—. Quizá, pero también fría y egoísta. Debo reconocer, sin embargo, que sabía ser encantadora cuando se lo proponía. —Su voz se convirtió en un susurro, pues Laurana se había acercado lo bastante para oírles—. Tanis nunca aceptó la realidad, se empeñó en que algo valioso se ocultaba bajo la tosca apariencia de Kitiara. Estaba convencido de ser el único que la conocía, de que se cubría con un duro caparazón para proteger sus tiernos sentimientos. ¡Tenía tanto corazón como estas piedras!

—¿Qué noticias nos traes, Laurana? —preguntó el kender con tono alegre cuando la elfa se detuvo frente a ellos.

La muchacha sonrió a sus amigos pero, como bien decía Flint, la suya no era ya la sonrisa inocente y feliz de la joven que solía pasear bajo los álamos de Qualinesti. Ahora emanaba de sus labios la mortecina luz del sol en el frío cielo invernal. Aún alumbraba pero era incapaz de calentar, quizá porque se había extinguido la llama de sus ojos.

—Me han nombrado Comandante de los ejércitos —anunció a boca de jarro.

—Felici... —empezó a decir Tas, pero murió su voz al encontrarse con el parapeto de su rostro.

—No hay razón para felicitarme —declaró Laurana con amargura—. ¿A quién voy a dirigir? A un puñado de caballeros atrincherados en un baluarte en ruinas que se yergue a varias millas de distancia en las Montañas Vingaard, y a un millar de hombres que defienden la muralla de esta ciudad. —Cerró su enguantado puño sin apartar la vista del cielo, que empezaba a revestirse de los primeros albores del nuevo día—. Deberíamos estar allí en este momento, mientras el ejército de los Dragones está aún diseminado y tratando de reagruparse. ¡Los derrotaríamos fácilmente! Pero no, no osamos adentrarnos en las Llanuras ni siquiera con las lanzas Dragonlance. ¿De qué nos sirven contra un enemigo que vuela? Si tuviéramos un Orbe...

Guardó silencio, antes de respirar hondo y proseguir:

—No merece la pena pensar en ello. Aquí nos quedaremos, en las almenas de Palanthas, para esperar la muerte.

—Vamos, Laurana —la amonestó Flint tras aclararse la garganta— no creo que la situación sea tan desesperada. Una sólida muralla rodea a esta ciudad, con mil hombres dispuestos a luchar en todo su perímetro. Los gnomos custodian el puerto con sus catapultas, los caballeros se hallan apostados en el único paso franqueable de las Montañas: Vingaard, donde hemos enviado refuerzos, tenemos las Dragonlance... sólo unas pocas, de acuerdo, pero Gunthar nos ha comunicado que hay más en camino. ¿De verdad opinas que no podemos atacar a esos reptiles voladores? Se lo pensarán dos veces antes de aventurarse a traspasar la muralla, aunque sea por el aire...

—No es suficiente, Flint —lo interrumpió Laurana—. Podemos contener el avance de las tropas rivales durante una semana o dos, quizá durante todo un mes. Pero ¿qué ocurrirá luego? ¿Qué será de nosotros cuando se hayan apoderado de las tierras adyacentes? La única opción que nos restará entonces será reunimos en pequeños reductos seguros. Pronto nuestro mundo consistirá en una ristra de diminutas islas luminosas rodeadas por vastos océanos de oscuridad, que nos acabarán invadiendo hasta los últimos resquicios.

Laurana apoyó la cabeza en su mano, reclinándose en la pared.

—¿Cuántas horas hace que no duermes? —preguntó Flint en actitud severa.

—No lo sé —respondió la muchacha. Mis períodos de sueño y de vela parecen entremezclarse. Pero la mitad del tiempo caminando corno una sonámbula, y la otra mitad durmiendo con plena conciencia de la realidad.

—Descansa ahora —le ordeno el enano con aquella voz que a Tas le recordaba la de su abuelo—. Nosotros te seguiremos, nuestra guardia ha terminado.

—No puedo —repuso Laurana frotándose los ojos. La primera idea de dormir le había hecho comprender cuán exhausta se sentía—. He venido a informaros que, según noticias recientes, los dragones han sido vistos sobrevolando la ciudad de Kalaman en dirección oeste.

—En ese caso vienen hacia aquí —comentó Tas tras visualizar un mapa en su mente.

—¿ Quién ha traído esas noticias? —preguntó receloso el enano.

—Los grifos. No hagas muecas —riñó la muchacha a Flint, aunque sonrió frente a su expresión de incredulidad—. Los grifos nos han proporcionado una gran ayuda. Aunque 1os elfos no prestaran en esta guerra más servicio que el de cedernos a sus animales, ya habrían hecho mucho por la causa.

—Los grifos son torpes y estúpidos —afirmó Flint—. No confío más en ellos que en un kender. Además —prosiguió, ignorando la mirada fulgurante de Tas— no tiene sentido lo que nos cuentas. Los Señores de los Dragones no lanzarían al ataque a sus animales sin el respaldo de los ejércitos.

—Quizá no estén tan desorganizados como creemos. —Laurana suspiró agotada—. O quizá mandan a los dragones tan sólo para hacer todos los estragos posibles, tales como desmoralizar a los habitantes o arrasar la región. Lo ignoro, pero veo que ha corrido la voz de su próxima venida.

Flint lanzó una mirada a su alrededor. Los centinelas que ya habían recibido el relevo permanecían en sus puestos, contemplando las montañas cuyos níveos picos asumían unas delicadas tonalidades rosáceas en el incipiente amanecer. Hablaban quedamente con quienes acudían junto a ellos, tras ser alertados con la alarmante nueva.

—Me lo temía —susurró Laurana—. ¡No tardará en cundir el pánico! Advertí a Amothus que guardara silencio, pero la discreción no es una de las mejores virtudes de los palanthianos. Fijaos, ¿qué os decía?

Al bajar la vista desde su atalaya los amigos comprobaron que las calles comenzaban a atestarse de personas que salían de sus casas a medio vestir, aún soñolientas y asustadas. Mientras observaba como corrían de un edificio a otro, la muchacha imaginó en qué términos debían divulgarse los rumores. Se mordió el labio, y sus ojos centellearon de ira.

—¡Ahora tendré que ordenar a mis hombres que abandonen la muralla para obligar a la población a encerrarse en sus hogares! No puedo permitir que estén en las calles cuando ataquen los dragones. ¡Vosotros, seguidme! —exclamó al mismo tiempo que hacía una señal a un grupo de soldados cercanos y se alejaba a toda prisa. Flint y Tas la vieron desaparecer por la escalera, en dirección al palacio, y al poco rato varias patrullas armadas ocuparon las calles e intentaron reagrupar a los habitantes, tanto para conducirles a sus casas como para sofocar la oleada de pánico.

—¡No parece que consigan su propósito! —gruñó Flint.

En efecto, la muchedumbre era más numerosa a cada minuto que pasaba.

Tas, erguido sobre un bloque de piedra desde el que se divisaba un panorama más amplio que entre las almenas, meneó la cabeza.

—No importa —dijo desalentado—. Mira, Flint...

El enano se apresuró a encaramarse a la roca, situándose al lado de su compañero. Algunos hombres gritaban, mientras señalaban el horizonte con el dedo extendido y las armas enarboladas. Aquí y allá, las dentadas puntas plateadas de varias Dragonlance refulgían bajo las antorchas.

—¿Cuántos son? —preguntó Flint entrecerrando los ojos.

—Diez —respondió despacio Tas—. Dos formaciones. y son unos dragones enormes, quizá rojos como los que vimos en Tarsis. No distingo su color en la tenue luz, pero es evidente que transportan jinetes. Quizá un Señor del Dragón, acaso Kitiara. Espero tener la oportunidad de hablarle esta vez —añadió, asaltado por un súbito pensamiento Debe ser interesante la vida de un Señor del Dragón...

Sus palabras se confundieron con el repicar de campanas que atronaba en todas las torres de la ciudad. El gentío que invadía las calles alzaba la mirada hacia los muros, donde los soldados proferían incesantes exclamaciones. A sus pies, en la lejanía, Tas vio salir a Laurana del palacio seguida por Amothus y dos de sus generales, adivinando por la postura de sus hombros que la muchacha estaba furiosa. Señaló las campanas, evidentemente para ordenar que las silenciaran, pero era demasiado tarde. Los habitantes de Palanthas estaban aterrorizados, y los inexpertos, y también espantados, soldados no lograban impedir el desenfreno. Se alzaron en el aire desgarrados alaridos, lamentos y voces de mando que trajeron a la mente de Tas tristes recuerdos de Tarsis. Presentía que centenares de personas morirían aplastadas en la barahúnda, y que las casas arderían sin remisión.

El kender se volvió despacio.

—Creo que no deseo hablar con Kitiara —rectificó, frotándose los ojos con las manos para ver mejor el imparable avance de los dragones—. No quiero saber cómo se siente un Señor del Dragón, porque deben llevar una existencia triste y oscura... Espera un momento...

Clavó su mirada en el horizonte, hacia el este, sin acertar a creer lo que veían sus ojos. Estiró su cuerpo y a punto estuvo de despeñarse por el parapeto.

—¡Flint! —exclamó agitando los brazos.

—¿Qué ocurre? —le espetó el enano pero, por fortuna, le prestó la atención necesaria para salvarle. Agarrándolo por el cinto de sus calzones azules, izó al excitado kender con una brusca y oportuna sacudida.

—¡Igual que en Pax Tharkas! —farfulló Tas de un modo casi incoherente, una vez recuperado el equilibrio—. Igual que en la tumba de Huma. ¡Están aquí, tal como preconizó Fizban! ¡Han venido!

—¿Quién ha venido? —¿De qué hablas? —rugió Flint exasperado.

Tras dar unos incontrolados saltos que hicieron rebotar sus bolsas, Tas dio media vuelta y se alejó a la carrera sin contestar al enano, que lanzaba chispas de cólera por todos sus poros mientras preguntaba una y otra vez:

—¿Quién ha venido, cabeza de chorlito?

—¡Laurana! —gritó Tas, con una voz tan aguda que rasgó el fresco aire de la mañana como una trompeta desafinada—. ¡Laurana, han venido! ¡Están aquí! ¡Se han cumplido los augurios de Fizban! ¡Laurana!

Maldiciendo al kender entre dientes, Flint volvió de nuevo la mirada hacia el este. Tras escudriñar brevemente su entorno, el enano deslizó su mano en el interior de un bolsillo de su jubón y extrajo un par de anteojos que se caló en la nariz, no sin antes cerciorarse una vez más de que nadie lo observaba.

Ahora pudo distinguir lo que no había sido más que una neblina de luz rosada rota por las puntiagudas masas de la cadena montañosa. Dio un hondo, tembloroso suspiro, incapaz de contener las lágrimas que empañaban su vista. Con gestos precipitados se quitó los anteojos, los guardó en su estuche e introdujo éste en su bolsillo. Pero aquellos cristales reveladores le habían permitido ver cómo el alba iluminaba las alas de los dragones con una luz rosácea, sí, pero que reflejaba destellos argénteos...

—Deponed vuestras armas, muchachos —ordenó Flint a los hombres que estaban cerca suyo mientras secaba sus ojos con uno de los pañuelos del kender—. ¡Alabado sea Reorx! Ahora tenemos una oportunidad, una nueva esperanza..

8 El juramento de los dragones.

Cuando los Dragones Plateados se posaron sobre el suelo en los aledaños de la gran ciudad de Palanthas, sus alas llenaron el cielo matutino de un brillo cegador. Los habitantes se apiñaron en las murallas para contemplar con cierto desasosiego a aquellas magníficas criaturas.

Al principio se sintieron tan aterrorizados frente a los enormes animales que decidieron tratar de ahuyentarlos, pese a que Laurana se apresuró a afirmar que no eran dañinos. Fue necesaria la intervención de Astinus, que abandonó su biblioteca para asegurar a Amothus con su habitual frialdad que aquellos dragones no les lastimarían. Los habitantes de Palanthas, al oír esta nueva, depusieron las armas aunque no sin mostrar cierta reticencia.

De todos modos, Laurana sabía muy bien que la inquieta muchedumbre habría creído a Astinus aunque éste les dijera que el sol saldría a medianoche. Era en él, y no en los dragones, en quien confiaban.

Hasta que la Princesa elfa no atravesó personalmente las puertas de la ciudad para lanzarse en los brazos de uno de los jinetes de los plateados reptiles, los arracimados espectadores no empezaron a pensar que aquella increíble fábula podía contener un fondo de verdad.

—¿Quién es ese hombre? ¿Quién nos ha enviado a los dragones? ¿Por qué han venido a Palanthas tan imponentes animales?

Entre empellones y codazos, el gentío se asomó al fortificado muro formulando preguntas y escuchando erróneas respuestas. Mientras, en el valle, los dragones agitaban despacio sus alas para mantener activa la circulación de su sangre en la gélida mañana.

Cuando Laurana abrazó al desconocido otra figura desmontó de su cabalgadura, una mujer cuyo cabello despedía reflejos tan argénteos como las alas de los dragones. La princesa elfa también la estrechó contra su pecho antes de que, con gran asombro por parte de los palanthianos, Astinus condujera a los tres personajes hasta su biblioteca, donde fueron admitidos sin oposición por los Estetas. Las descomunales puertas se cerraron tras ellos.

Reinó el desconcierto en las calles, que fueron invadidas por un interminable zumbido de susurros mientras los que permanecían apostados en la muralla lanzaban desconfiadas miradas a los dragones que permanecían erguidos ante las puertas de la ciudad.

Las campanas repicaron una vez más, anunciando una asamblea general convocada por Amothus. Los innumerables curiosos corrieron hasta la plaza que se extendía frente al palacio del Señor de la Ciudad, quien salió a un balcón resuelto a desvelar sus incógnitas.

—Nuestros visitantes son los Dragones Plateados —declaró—, seres bondadosos que se han unido a nosotros contra los dragones perversos tal como se narra en la leyenda de Huma. Han sido traídos a nuestra ciudad por ...

Todo cuanto el dignatario intentó explicar a continuación se difuminó en el júbilo masivo. Nuevo tañido de campanas, esta vez para celebrar el acontecimiento. El populacho inundó las calles con sus vítores, cantos y danzas, armando un revuelo tal que, tras un vano esfuerzo para restablecer el orden, el Señor se limitó a proclamar día de fiesta en la ciudad y regresar a su palacio.


Extracto del volumen Crónicas, la Historia de Krynn, tal como fue registrado por Astinus de Palanthas, y que tiene por titulo: «El Juramento de los Dragones».


En el instante en que yo, Astinus, escribo estas líneas, contemplo el semblante de Gilthanas, Señor de los elfos e hijo menor de Solostaran, Orador de los Soles y máximo caudillo de Qualinesti. El rostro de Gilthanas es muy semejante al de su hermana Laurana, no sólo por las facciones familiares. Ambos poseen los delicados rasgos y la cualidad atemporal de los elfos, mas hay algo que los distingue de otros miembros de su raza. En la faz de los dos se advierte una expresión de pesar que nunca se había observado antes en los elfos de Krynn aunque, desgraciadamente, antes de que concluya esta guerra, serán muchos los que asuman similar aire de tristeza. De todos modos, quizá no resulte negativo pues significará que, al fin, los elfos han aprendido que forman parte de nuestro universo en lugar de hallarse por encima de los avatares que lo aquejan.

A un lado de Gilthanas esta su hermana, y al otro una de las mujeres más hermosas que me ha sido dado ver en Krynn. Parece una muchacha elfa. Pero no engaña a mis ojos con sus artes mágicas; sé que no ha nacido de ninguna mujer, ni elfa ni de ninguna otra raza. Es una hembra de Dragón Plateado, hermana de aquélla a la que tanto amó Huma, Caballero de Solamnia. Ha querido su destino que también ella se enamorase de un mortal, al ígual que su hermana. Pero ese mortal, Gilthanas, a diferencia de Huma, no acepta su sino. Se entrecruzan sus miradas y, en lugar de amor, leo en el elfo una ira abrasadora que emponzoña las almas de ambos.

Habla Silvara, la mujer dragón, con su voz dulce y musical. La luz de mi candela ilumina su bella melena argéntea y sus ojos de un misterioso azul cobalto:

—Después de otorgar a Theros Ironfeld el poder de forjar de nuevo la lanza Dragonlance en el corazón del Monumento del Dragón Plateado —me comunica Silvara—, pasé largo tiempo con los compañeros hasta que llevaron la templada arma ante el Consejo de la Piedra Blanca. Antes de que partieran les mostré el Monumento y también las pinturas de la Guerra de los Dragones donde aparecían los portadores del bien —Dragones Plateados, Dorados y Broncíneos— en pugna con los representantes del mal.

—¿Dónde está tu pueblo? —me preguntaron los compañeros—. ¿Dónde se ocultan los dragones benignos? ¿Por qué no nos ayudan en esta hora de necesidad?

—Eludí responderles todo el tiempo que me fue posible... Silvara, enmudece y mira a Gilthanas con el corazón en sus ojos. El no responde a su llamada, y fija la vista en el suelo. Lanzando un suspiro, Silvara reanuda su relato.

—Al final no puede seguir resistiendo a sus presiones, y les hablé del juramento.

»Cuando Takhisis, la Reina de la Oscuridad, y sus perversas bestias fueron desterradas, los dragones benignos abandonaron el país para mantener el equilibrio entre el bien y el mal. Nacidos de la substancia del mundo, regresaron a él y se sumieron en un sueño que ningún tiempo sabría medir. Podríamos haber permanecido dormidos en este orbe de irrealidad, pero sobrevino el Cataclismo y Takhisis halló e1 modo de volver a la existencia.

»Había planeado concienzudamente su regreso, si el destino le concedía esta ocasión, y estaba preparada. Antes de que Paladine advirtiera sus designios, despertó a los Dragones del Mal y les ordenó que se deslizaran hasta los lugares más profundos y secretos para robar los huevos de sus oponentes, que dormían ajenos a lo que avecinaba...

»Los dragones perversos llevaron los huevos de sus hermanos de sangre a la ciudad de Sanction, donde se estaban formando los ejércitos. Allí, en los volcanes conocidos con el nombre de «Señores de la Muerte», fueron ocultadas las crías de los portadores del bien.

»Grande fue el dolor de los dragones bondadosos cuando Paladine los despertó de su sueño y descubrieron lo ocurrido. Fueron prestos en busca de Takhisis para averiguar qué precio habían de pagar para recuperar a sus hijos aún por nacer. Este precio era terrible. Takhisis exigió un juramento, en el que los desposeídos se comprometían a no participar en la guerra que se disponía a desatar sobre Krynn. Eran ellos quienes habían contribuido a derrotarla en la última liza, y quería asegurarse de que esta vez no se entrometerían.»

Silvara me lanza una mirada suplicante, como si yo fuera su juez. Meneo la cabeza con firme ademán, indicándole que me guardaría mucho de juzgarles. No soy sino un cronista imparcial. Parece relajarse, y prosigue:

—¿Qué podíamos hacer? Takhisis amenazó con matar a nuestros hijos dormidos en sus huevos a menos que jurásemos. Paladine no podía ayudamos, la elección era nuestra...

Silvara inclina la cabeza sobre el pecho, y su melena le cubre el rostro. Aunque no acierto a verla, oigo el torrente de lágrimas que sofocan sus apenas audibles palabras.

—Juramos.

Resulta ostensible que no puede continuar. Tras observarla unos instantes, Gilthanas se aclara la garganta y empieza a hablar con voz ronca.

—Yo o, mejor dicho, Theros, mi hermana y yo, logramos persuadir a Silvara de que no podían maniatarse a ese juramento. Le hicimos comprender que tenía que existir algún medio para rescatar los huevos de los dragones benignos, quizá un reducido grupo de hombres lograse sustraerlos. Aunque no del todo convencida y tras largos parlamentos, Silvara accedió a llevarme hasta Sanction para estudiar por mí mismo las posibilidades de mi plan.

»Nuestro viaje fue largo y difícil. Quizá algún día pueda relatar los peligros que afrontamos, pero no es éste el momento pues me siento cansado y además no disponemos de tiempo. Los ejércitos de los Dragones están reorganizándose y quizá los hallemos desprevenidos si atacamos enseguida. Observo que Laurana arde de impaciencia, ansiosa por perseguirlos incluso mientras hablamos, de modo que procuraré abreviar.»

Así pues, Gilthanas prosigue su relato de nuevo.

—Silvara, bajo su forma elfa tal como ahora la véis...

No sabría describir la amargura que delata su voz. Pero debo escuchar su historia sin perder detalle.

—...fuimos capturados en las cercanías de Sanction, convirtiéndonos en prisioneros del Señor del Dragón conocido como Ariakas.

Gilthanas cierra el puño, palidece su rostro de ira y temor.

—Verminaard no era nadie, nadie en absoluto, comparado con Ariakas. ¡Es inmenso el poder de esa diabólica criatura! Y, además, es tan inteligente como cruel, ya que es su estrategia la que guía a los ejércitos de los Dragones y la que les ha proporcionado una victoria tras otra.

»El sufrimiento que soportamos en sus manos fue inenarrable. No creo que pueda nunca explicar todo lo que nos hicieron.»

El joven Príncipe elfo tiembla con violencia. Silvara estira la mano para reconfortarle, pero él la rechaza y reemprende su historia.

—Al fin, con ayuda, logramos escapar. Estábamos en la misma Sanction, una horrenda ciudad construida en el valle que formaban los volcanes. Los Señores de la Muerte cercan todo su perímetro, corrompiendo el aire con su pestilente humo. Las casas son nuevas y modernas, pero en sus piedras se adivinan las huellas de la sangre derramada por tantos esclavos que se sacrificaron para alzarlas. En las laderas de las ígneas montañas hay un templo dedicado a Takhisis, la Reina Oscura, y en sus entrañas se guardan los huevos de los dragones robados. Fue a ese templo hacia donde nos encaminamos Silvara y yo.

»¿Cómo puedo describir el templo salvo diciendo que es un mundo de llamas y tinieblas? Altas columnas, talladas en la roca ardiente, se pierden de vista en las sulfurosas cavernas. Por sendas secretas, conocidas tan sólo por los sacerdotes de Takhisis, descendimos a profundidades abismales. Os preguntaréis quién nos ayudó, mas no puedo revelaros su identidad sin riesgo de su vida. Únicamente añadiré que algún dios invisible velaba por nosotros.»

Silvara interrumpe para farfullar «Paladine», pero Gilthanas la conmina al silencio con un despectivo gesto.

—Llegamos a las cámaras más profundas. De momento todo salía a la perfección, de modo que perfilé mi plan. Poco importa cuál, pero pensé en la forma de rescatar las crías aún en embrión. Atravesamos una cueva tras otra y por fin contemplamos los resplandecientes huevos, teñidos de plata, oro y bronce que destellaban a la luz del fuego. De pronto...

El Señor de los elfos hace una pausa. Su semblante, más pálido que la muerte, adquiere una nueva lividez todavía más blanquecina. Temiendo un desmayo, ordeno a uno de los Estetas que le sirva vino. Un simple sorbo le basta para recomponerse y seguir hablando, pero advierto en su absorta mirada que recuerda el horror de lo que presenció. En cuanto a Silvara, escribiré sobre ella en el momento oportuno.

Oigamos a Gilthanas.

—Los huevos no eran tales sino solamente sus cáscaras, rotas, resquebrajadas. Silvara emitió un grito de cólera, y me asaltó el miedo de ser descubiertos. Ninguno de nosotros sabía qué auguraba aquel espectáculo, pero ambos sentimos un helor en nuestras venas que ni siquiera el calor del volcán pudo disipar.

Nueva pausa de Gilthanas, apostillada por los ahogados sollozos de Silvara. Ella mira y, por vez primera, leo amor y compasión en sus ojos.

—Llevadla de aquí —ruega el elfo a uno de los Estetas—. Necesita descansar.

El interpelado obedece, conduciéndola gentilmente al exterior. Gilthanas humedece sus labios resecos y quebrados, antes de tomar de nuevo la palabra.

—Lo que ocurrió después me obsesionará incluso más allá de la muerte. Sueño con ello cada noche, y aunque no consigo dormir profundamente me despierto de mi ensimismamiento gritando.

»Silvara y yo estábamos en la cueva en la que encontramos los huevos rotos, contemplándolos asombrados cuando oímos unos cánticos procedentes del pasillo iluminado por las llamas.»

»"¡Son palabras mágicas!" ,exclamó Silvara.

»Nos acercamos a las voces con el mayor sigilo posible, ambos asustados pero atraídos por una inexplicable fascinación. Avanzamos y avanzamos, hasta que vimos...

Entorna los párpados y sofoca un sollozo. Laurana apoya la mano en su brazo, impregnados sus ojos de una muda compasión que devuelve el control a Gilthanas.

—En el interior de la caverna de la que provenían los cánticos había un altar consagrado a Takhisis. Lo que podía representar la figura tallada en la roca es algo que no logré discernir, pues estaba tan cubierta de sangre verde y negro cieno que parecía una espantosa excrecencia del muro. En tomo al altar vimos unas criaturas siniestras, oscuros sacerdotes de Takhisis y magos investidos con la Túnica Negra. Silvara y yo presenciamos sobrecogidos cómo uno de aquellos individuos exhibía ante los otros un brillante huevo dorado y lo depositaba sobre la hedionda ara, antes de que todos aquellos seres conocedores de negras artes arcanas unieran las manos y entonaran un canto. Las palabras que pronunciaban ardían en nuestras mentes y Silvara y yo nos abrazamos, temerosos de que nos hiciera enloquecer la perversidad que sentíamos aunque no la comprendiésemos.

»Unos segundos después el dorado huevo de dragón empezó a oscurecerse. Bajo nuestra atenta mirada, su cáscara asumió unas horribles tonalidades verdes que no tardaron en tomarse negras. Silvara no podía contener sus temblores.

»El ennegrecido huevo que yacía sobre el altar se abrió, y una larva surgió de su cáscara. Constituía una visión fantasmagórica, deleznable, que despertó en mí el impulso de echar a correr. Pero Silvara, comprendiendo el significado de aquel macabro rito, rehusó alejarse. Vimos juntos cómo la larva rasgaba su piel cubierta de légamo para que de su cuerpo brotasen las abyectas formas de... draconianos.»

Acompaña a su revelación un sofocado jadeo, y Gilthanas hunde la cabeza entre las manos. No puede proseguir. Laurana lo rodea con sus brazos en un intento de tranquilizarlo, y él se aferra a su hermana. Al fin recobra el aliento, aunque las palabras salen trémulas de sus labios.

—Casi nos descubrieron, de modo que nos apresuramos a escapar de Sanction, de nuevo con ayuda y, más muertos que vivos, recorrimos caminos desconocidos para los elfos y humanos en pos del antiguo reducto de los Dragones del Bien.

Gilthanas suspira, y al fin la paz ilumina su rostro contraído.

—Comparado con los horrores que habíamos sufrido, aquello fue como un dulce reposo tras una noche de febriles pesadillas. Resultaba difícil imaginar, entre la belleza que nos rodeaba, que lo que habíamos visto fuera real. Quizá por eso, cuando Silvara contó a los dragones lo que estaban haciendo con sus huevos, nadie quiso creerla, al menos al principio, e incluso hubo quien la acusó de inventarlo para asegurarse su auxilio. Por fortuna en el fondo de sus corazones todos sabían que no mentía, y al fin admitieron que habían sido engañados y que en consecuencia no debían respetar el juramento.

»Los dragones benignos han venido a ayudarnos. Vuelan por todos los rincones del país ofreciendo su concurso a quien pueda necesitarlo. También han regresado al Monumento del Dragón Plateado para contribuir en la forja de las lanzas Dragonlance con el mismo afán con que hace muchos años se pusieron al servicio de Huma. En su viaje transportan las mayores lanzas que pueden montarse en sus lomos, tal como las vimos en las pinturas, y nos permiten cabalgar sobre ellos para batallar y desafiar en el aire a los Señores de los Dragones.»

Gilthanas añade algunos detalles poco importantes que no es necesario anotar en mi escrito. Concluida su historia, Laurana se lo lleva a la biblioteca para acompañarle al palacio, donde Silvara y él podrán descansar unas horas. Temo que pasará mucho tiempo antes de que se disipe su horror, si es que logran desecharlo por completo. Al igual que ha sucedido con tantas bellas situaciones de nuestro mundo, es posible que su amor se derrumbe bajo el peso de la oscuridad que extiende sus hediondas alas sobre Krynn.


Así concluye el relato de Astinus de Palanthas sobre el Juramento de los Dragones. Una nota a pie de página afirma que otros pormenores del viaje de Gilthanas y Silvara a Sanction, sus aventuras en esta ciudad y la trágica historia de su amor fueron registrados por Astinus en fecha posterior y se hallarán en sucesivos volúmenes de sus Crónicas.


Laurana trasnochaba, pues tenía que dictar órdenes para la mañana siguiente. Sólo había transcurrido un día desde la llegada de Gilthanas y los Dragones Plateados, pero sus planes destinados a acosar al enemigo empezaban a tomar cuerpo. Dentro de escasas jornadas conduciría sus escuadras de dragones a la batalla con jinetes portadores de las nuevas lanzas Dragonlance.

Esperaba en primer lugar conquistar el alcázar de Vingaard, para liberar a los prisioneros y esclavos allí confinados. Luego proseguiría el avance hacia el sur y el este, precedida por los ejércitos de los Dragones, a fin de atraparlos entre el martillo de sus tropas y el yunque de las Montañas Dargaard que separaban Solamnia de Estwilde. Si conseguía recuperar Kalaman y su puerto, cortaría las líneas de abastecimiento que necesitaba el enemigo para sobrevivir en aquella parte del continente.

Tan concentrada estaba Laurana fraguando sus planes que ignoró la apremiante voz de alerta del guardián que custodiaba su puerta y la respuesta que recibió. Alguien entró en la estancia pero, convencida de que se trataba de uno de sus servidores, no levantó la vista de su trabajo hasta haber ultimado los detalles.

Sólo cuando el recién llegado se tomó la libertad de sentarse en una silla frente a ella alzó Laurana los ojos con sobresalto.

—¡Oh! —exclamó ruborizándose—. Discúlpame, Gilthanas. Estaba tan absorta en mis estudios que te tomé por un bien, no importa. ¿Cómo te sientes? Me tenías preocupada.

—Estoy mucho mejor, hermana —respondió el elfo con cierta hosquedad—. Lo cierto es que estaba más cansado de lo que yo mismo imaginaba, no había dormido apenas desde el episodio de Sanction. —Enmudeció, procediendo a contemplar los mapas que la muchacha había extendido sobre la mesa mientras, con aire ausente, asía una pluma muy afilada y acariciaba con sus dedos su volátil cuerpo.

—¿Qué ocurre, Gilthanas? —preguntó inquieta la Princesa elfa.

Él la miró y esbozó una triste sonrisa antes de contestar:

—Me conoces demasiado bien. Nunca pude ocultarte nada, ni siquiera cuando éramos niños...

—¿Se trata de nuestro padre? —inquirió Laurana, más alarmada a cada instante—. ¿Te has enterado de algo...?

—No, nada sé de nuestro pueblo salvo lo que ya te he contado, que se han aliado con los humanos y trabajan juntos para expulsar a los ejércitos de los Dragones de las islas Ergoth y de Sancrist.

—Alhana fue la causante de todo —musitó la joven—, ella me convenció de que no podían permanecer apartados del mundo. Incluso persuadió a Porthios...

—¿Debo asumir que esa persuasión ha llegado más lejos? —indagó Gilthanas sin mirar a su hermana, al mismo tiempo que empezaba a agujerear el pergamino con la punta de la pluma.

—Se ha hablado de matrimonio —confesó ella despacio—. Si se celebra esa alianza estoy seguro que será la típica boda de conveniencia, para mantener unido a nuestro pueblo. No imagino que el amor tenga cabida en el corazón de Porthios, ni siquiera por una mujer tan hermosa como Alhana. En cuanto a ella...

—Sus sentimientos quedaron enterrados con Sturm en la Torre del Sumo Sacerdote —concluyó con un suspiro Gilthanas.

—¿Cómo lo sabes? —Laurana escudriñó, atónita, sus ojos.

—Los vi juntos en Tarsis —explicó el joven—, y me bastó con contemplar sus rostros. También conocía la existencia de la Joya Estrella pero, como resultaba ostensible que él quería mantenerlo en secreto, no lo traicioné. Era un hombre excelente —añadió con voz amable—; me enorgullezco de haberle conocido, algo que nunca pensé poder decir de un humano.

Laurana tragó saliva, secándose las lágrimas que empezaban a deslizarse por sus pómulos.

—Sí —susurró como en un lamento——, pero no es ése el motivo de tu visita.

—En efecto —confesó él—, aunque quizá guarde alguna relación. —Durante unos minutos guardó silencio, sin decidirse a hablar. Al fin respiró hondo y prosiguió—: Laurana, sucedió algo en Sanction que no revelé a Astinus ni contaré a nadie si tú no lo deseas...

—¿Por qué entonces debo saberlo yo? —La muchacha palideció. Con mano temblorosa, depositó la pluma sobre la mesa.

Gilthanas fingió no haberle oído y continuó su relato sin apartar la mirada del mapa.

—Antes de escapar de Sanction tuvimos que pasar de nuevo por el palacio de Ariakas. No puedo explicarte la razón porque de hacerlo traicionaría a nuestro salvador, que , todavía corre peligro tratando de ayudar a cuantos cautivos necesitan de su concurso.

»La noche que pasamos allí ocultos, aguardando el momento propicio para la fuga, oímos una conversación entre Ariakas y un Señor del Dragón aunque debería decir Señora, pues se trataba de una mujer —ahora levantó la vista— de una humana llamada Kitiara.»

Laurana no despegó los labios. Su rostro había adquirido la lividez de la muerte, y también sus ojos habían perdido el color bajo la luz de las candelas.

Gilthanas suspiró de nuevo, y se inclinó para apoyar su mano sobre la de la joven. La piel de ésta estaba tan fría como la de un cadáver, y entonces él comprendió que sabía de antemano lo que se disponía a revelarle.

—Recordé que antes de abandonar Qualinesti me revelaste que aquella humana era la elegida del corazón de Tanis el Semielfo, y hermana, además, de Caramon y Raistlin. La reconocí gracias a lo que había oído decir de ella a estos dispares gemelos, si bien lo hubiera hecho de todos modos a causa del parecido que guarda con el mago. El tema central de su conversación era Tanis, Laurana. —Calló unos instantes, preguntándose si debía seguir adelante. La muchacha permanecía inmóvil, convertido su semblante en una máscara de hielo.

»Perdóname por el dolor que voy a causarte, hermana, pero tienes que saberlo —declaró al fin Gilthanas—. Kitiara bromeaba con Ariakas sobre el semielfo y dijo —se sonrojó—, dijo...No puedo repetirte sus palabras, pero te aseguro que son amantes. Su descripción no pudo ser más gráfica. Solicitó autorización de Ariakas para elevar a Tanis al rango de general del ejército de los Dragones, a cambio de una información que había prometido confiarle sobre un tal Hombre de la Joya Verde...»

—Detente —ordenó Laurana con un hilo de voz.

—Lo siento de veras —el Príncipe elfo estrujó su mano con un inmenso pesar dibujado en el rostro—. Sé cuánto le quieres, y ahora comprendo muy bien lo que significa amar de ese modo. —Cerró los ojos e inclinó la cabeza—. Comprendo qué es ver tu amor traicionado.

—Márchate, Gilthanas —susurró ella.

Dándole unas tiernas palmadas en la mano para expresarle su compasión, el joven se levantó y abandonó la estancia en silencio.

Tras cerrarse la puerta Laurana permaneció unos momentos inmóvil y, apretando firmemente los labios, recuperó su abandonada pluma y reanudó su trabajo en el punto en que lo había dejado al entrar su hermano.

9 Victoria.

—Deja que te ayude a subir —ofreció Tas.

—Creo que... ¡no, espera! —gritó Flint. Pero era demasiado tarde. El enérgico kender ya había agarrado la bota del enano y, al izarle, lo arrojó de cabeza contra el musculoso cuerpo del joven Dragón Broncíneo. Agitando las manos a la desesperada, Flint logró sujetarse al arnés que ceñía el cuello del animal y quedar suspendido, mecido en su desequilibrio como un saco atado a un gancho.

—¿Puede saberse qué haces dando vueltas de ese modo? —preguntó Tas, alzando la vista—. No es momento para juegos. Yo te empujaré...

—¡No, suelta! —rugió el enano al tiempo que propinaba un puntapié a la mano de Tasslehoff—. ¡Te ordeno que te apartes!

—Muy, bien, monta tú solo si quieres —respondió dolido Tas, y retrocedió.

Resoplando y con el rostro encarnado, Flint se dejó caer al suelo.

—Me encaramaré al dragón cuando llegue el momento ¡sin tu ayuda! —vociferó con una mirada furibunda.

—Será mejor que te apresures —replicó el kender con frialdad—. Todos los demás están ya sobre las sillas.

El enano observó unos instantes al enorme Dragón Broncíneo y, testarudo cruzó los brazos sobre el pecho.

—Debo pensar bien la jugada.

—¡Vamos, Flint! Lo único que haces es perder tiempo, ¡Y yo quiero volar! ¡Termina de una vez! —le imprecó—. Claro que siempre puedo partir en solitario...

—¡No harás tal cosa! —replicó el enano enfurecido—. Ahora que al fin la guerra parece haber dado un giro favorable, no se puede mandar a la batalla a un kender montado en un dragón. Sería una hecatombe, tan desastrosa como si entregásemos al enemigo las llaves de la ciudad. Laurana dijo que sólo te permitiría volar si lo hacías en mi compañía...

—¡Entonces monta! Temo que cuando lleguemos haya terminado la guerra. Seré abuelo antes de que decidas moverte.

—¿Abuelo tú? —se burló Flint estudiando de nuevo al corpulento animal, que parecía mirarle con expresión hostil... o al menos, así lo imaginó—. El día en que tú seas abuelo me arrancaré la barba.

Khirsah, el Dragón, los observaba a ambos con divertida impaciencia. Joven e impulsivo —aunque la edad se contaba de un modo harto peculiar en Krynn—, el animal estaba de acuerdo con el kender en que había llegado la hora de volar, la hora de luchar. Había sido uno de los primeros en acudir a la llamada hecha a todos los dragones de oro y plata, de bronce y de cobre. El fuego de la batalla ardía con virulencia en sus entrañas.

A pesar de su juventud, Khirsah profesaba un gran respeto a los ancianos del mundo. Sobrepasaba ampliamente en años al enano, y, sin embargo, lo veía como una criatura de larga y fructífera vida, como uno de aquellos mayores a los que reverenciaba. Sea como fuere, en aquel instante pensó que si no hacía algo al respecto se cumpliría la predicción del kender y no llegaría a tiempo para intervenir en la pugna.

—Discúlpame, respetable señor —dijo con un suspiro, cuidando de utilizar los términos adecuados—. ¿Hay algún modo en que pueda prestarte mi auxilio?

Sobresaltado, Flint dio media vuelta para comprobar quién le dirigía tan corteses palabras. El Dragón inclinó entonces su descomunal cabeza e insistió, esta vez en lengua enanil:

—Honorable y respetado señor...

Flint retrocedió, tan anonadado que tropezó contra Tasslehoff y lo arrastró al suelo en un revoltijo de cuerpos.

El Dragón Broncíneo estiró su cabeza y, asiendo con suavidad los ropajes de ambos entre sus impresionantes colmillos, los incorporó como si fueran cachorros de gato recién nacidos.

—N-no sé —balbuceó Flint, sin poder evitar el rubor ante la manera en que le había abordado el animal. Se sentía tan incómodo como complacido—. Podrías... o quizá no. —Recuperó su dignidad, estaba decidido a no delatar su sobrecogimiento—. Puedes imaginar que no es nuevo para mí volar a lomos de un dragón. Lo que ocurre es que, verás, lo que sucede es que...

—¡Nunca antes habías cabalgado sobre estas criaturas! —desmintió Tas encolerizado—. y además... ¡ay! —Flint había dado un puñetazo en las costillas de su compañero.

—Últimamente he tenido asuntos más importantes en que pensar, debo admitirlo, y necesito un poco de tiempo para acostumbrarme.

—Por supuesto, señor —dijo Khirsah sin un asomo de sonrisa—. ¿Puedo llamarte Flint?

—Puedes —accedió condescendiente.

—Me llamo Tasslehoff Burrfoot —se presentó el kender, estirando su pequeña mano—. Flint nunca viaja sin mí. Oh, me temo que no tienes un miembro adecuado para estrechar el mío. No importa. ¿Cuál es tu nombre?

—Para los mortales mi apelativo es Igneo Resplandor —anunció el Dragón con una nueva reverencia—. Y ahora, respetable Flint, ¿podrías ordenar a tu escudero kender ...?

—¡Escudero! —repitió Tas ofendido. Pero el animal lo ignoró.

—Te ruego que hagas montar a tu escudero, y yo le ayudaré a ajustar la silla y la lanza.

Flint se acarició pensativo la barba antes de dirigirse al atónito y boquiabierto Tas con un gesto grandilocuente:

—Vamos, escudero, haz lo que se te ha dicho.

—Y-yo... nosotros... —tartamudeó el kender. Pero no terminó la frase que se disponía a pronunciar, porque el Dragón ya lo había alzado en el aire. Con los dientes apretados contra su zamarra, Khirsah lo mantuvo en suspenso y al fin lo depositó sobre la silla que tenía atada a su broncíneo cuerpo. Tan encantado estaba Tas por hallarse a lomos del dragón que guardó silencio, respondiendo así al propósito del animal.

—Y ahora, Tasslehoff Burrfoot, escúchame atentamente —le instó Igneo Resplandor—. Intentabas izar a tu señor desde detrás, cuando la posición correcta es la que has adoptado ahora. La montura metálica de la lanza debe estar delante y a la derecha del jinete, bien apalancada frente a las articulaciones de mi ala y por encima de mi hombro. ¿Has comprendido?

—¡Sí! —exclamó Tas muy excitado.

—El escudo que ves en el suelo os protegerá del aliento de los dragones enemigos, o al menos de la mayor parte...

—¡No puedo creerlo! —protestó el enano, cruzando de nuevo los brazos en terca actitud—. ¿Qué significa «la mayor parte»? ¿Y cómo voy a arreglármelas para volar y sostener al mismo tiempo una lanza y un escudo, por no mencionar el hecho de que este maldito artefacto es más grande que el kender y yo juntos?

—Creía que eras un consumado jinete de dragones, respetable Flint —se burló Tas.

El rostro del enano se encendió de ira. Empezó a lanzar improperios, pero Khirsah lo interrumpió con su hábil diplomacia.

—Es probable que el honorable Flint no esté acostumbrado a este nuevo modelo, escudero Burrfoot. La pelta se encaja en la lanza, y ésta a su vez debe introducirse en el agujero diseñado para recibirla. De ese modo el arma descansa sobre la silla y se desliza de un lado a otro según convenga. Cuando os ataquen, no tenéis más que atrincheraros tras ella.

—¡Pásame el escudo, honorable Flint! —ordenó, más que solicitó, el kender.

Gruñendo, el enano se acercó al lugar donde yacía el enorme pertrecho. Aunque con cierta dificultad a causa de su peso, logró levantarlo del suelo e izarlo por el costado del Dragón para, con ayuda del animal, entregárselo al kender que no tardó en ajustarlo siguiendo las indicaciones de su broncíneo amigo. Le tocaba ahora el turno a la lanza Dragonlance. También con esfuerzo, Flint la arrastró hasta los pies de su compañero y le tendió la punta. Tas la agarró y, después de perder casi el equilibrio y salir despedido de su montura, la introdujo en el agujero del escudo. Cuando el eje quedó bien insertado, la lanza se equilibró y empezó a mecerse con ligereza y facilidad guiada por la diminuta mano del kender.

—¡Es fantástico! —exclamó Tas mientras seguía experimentando—. ¡Golpe seco y cae un dragón! ¡Revés, y otro derribado! —Incluso se puso en pie sobre el lomo del animal, tan bien afianzado como el arma misma—. ¡Vamos, Flint, apresúrate! Los cabecillas vuelven para dar la orden de partir. ¡Veo a Laurana a la grupa de un gigantesco Dragón Plateado con rumbo hacia nosotros! Está pasando revista a las filas, y no tardará ni un minuto en dar la señal. Deprisa Flint— Tas empezó a dar saltos de excitación.

—En primer lugar, respetable señor —lo instruyó Khirsah— debes cubrirte con la chaqueta acolchada. Eso es, perfecto. Ensarta la tira de nuevo en la hebilla. No, ésta no, la que... ahora has acertado.

—Te pareces a un mamut lanudo que vi una vez—se mofó el kender al contemplar su abultada figura—. ¿Te he contado alguna vez la historia?

—¡Los diablos te confundan! —rugió el enano casi incapaz de andar, embutido como estaba en aquella prenda forrada de piel—. No es momento para escuchar uno de tus ridículos relatos. —E, incrustando la punta de su nariz en el hocico del Dragón, exclamó—: ¡Muy bien, animal, explícame ahora cómo monto! ¡Y no te atrevas a rozarme siquiera con uno de tus colmillos!

—Por supuesto que no, señor —dijo Khirsah en una actitud de hondo respeto. Inclinando la cabeza, el Dragón extendió una de sus alas de bronce sobre el suelo.

—Eso ya me gusta más —declaró el hombrecillo antes de lanzar una mirada satisfecha al atónito kender, atusándose la barba con gesto engreído. Empezó a caminar muy erguido por el ala de Igneo Resplandor para ocupar su lugar, ensoberbecido, en la parte delantera de la silla, y se abrochó la correa que debía mantenerle afianzado en su montura.

—¡Ya han dado la señal! —vociferó Tas a la vez que se apresuraba a acomodarse detrás de su compañero. Espoleando con los talones los flancos del Dragón, añadió—: ¡Levanta el vuelo!

—No tengas tanta prisa —lo amonestó el enano, que todavía no había terminado de verificar los movimientos de la Dragonlance—. ¿Cómo he de conducirte?

—Indícame la dirección que quieras tomar tirando de las riendas —explicó Khirsah aunque sin apartar la mirada de la Comandante, atento a la señal que en realidad aún no había sido dada.

—Comprendo —asintió Flint, estirando la mano hacia abajo—. Después de todo, soy yo quien ostenta el mando. ¡La señal! Vamos, elévate.

—A tus órdenes, señor. —Khirsah se lanzó al aire, desplegando sus alas para aprovechar las corrientes que flotaban frente a la colina desde donde habían despegado.

—¡Había olvidado las riendas! —gritó Flint mientras trataba de asirlas antes de que cayeran fuera de su alcance.

Khirsah sonrió vara sus adentros y siguió su curso.

Los Dragones del Bien y los caballeros que los cabalgaban se hallaban congregados sobre los ondulantes cerros que se erguían al este de las Montañas Vingaard. En aquel paraje los gélidos vientos invernales habían dado paso a las cálidas brisas del norte, fundiendo la escarcha del suelo. Los ricos aromas desprendidos por los renovados brotes perfumaban el aire donde los dragones evolucionaban formando amplios arcos para ocupar sus puestos en la formación.

El panorama que desde allí se divisaba era como para cortar el aliento. Tasslehoff sabía que lo recordaría siempre, quizá incluso más allá del final de los tiempos. Decenas de alas broncíneas, argénteas y cobrizas centelleaban bajo la luz matutina, y también las grandes lanzas Dragonlance, montadas sobre las sillas, despedían destellos iluminadas por el sol. Las armaduras de los caballeros brillaban intensamente, mientras la bandera en la que figuraba el martín pescador con su hilo de oro ondeaba resplandeciente al viento, ofreciendo un bello contraste con el azul del cielo.

Las últimas semanas habían estado marcadas por el triunfo. Quizá, tal como afirmaba Flint, la marea de la guerra fluía al fin en su dirección.

El Áureo General, como las tropas llamaban a Laurana, había creado un ejército a partir de la nada. Los habitantes de Palanthas, contagiados de su entusiasmo, se habían unido a la causa. Se ganó también el respeto de los Caballeros de Solamnia merced a sus osadas ideas y a sus acciones tan firmes como decisivas. Así pues, las fuerzas de tierra abandonaron la ciudad, arrojándose como un alud sobre el llano para obligar a las desorganizadas tropas de la Señora del Dragón, conocida como la Dama Oscura, a levantar el vuelo en medio de una oleada de pánico.

Ahora, con múltiples victorias a sus espaldas y el enemigo huyendo de su poderosa acometida, todos veían el triunfo definitivo como algo inapelable.

Pero Laurana era demasiado prudente para ceñirse los laureles. Todavía tenían que enfrentarse a los dragones de la Reina de la Oscuridad. Dónde estaban y por qué no habían intervenido en la liza era algo que ni ella ni sus oficiales habían acertado a imaginar. Día tras día mantenía a los caballeros y sus monturas en estado de alerta, prestos para el ataque.

Había llegado el momento tan esperado. Avistaron a los dragones, escuadrillas de tintes azulados y rojos que, según, los informes recibidos, se dirigían al oeste a fin de detener a la insolente general y su insignificante ejército.

Convertidos en una cadena de plata y bronce los Dragones de Whitestone, como solían ser denominados, surcaban la llanura de Solamnia. Aunque todos los caballeros que los montaban habían aprendido a volar durante el tiempo que sus ocupaciones les permitían —salvo el enano, que se negó rotundamente— aquel mundo de bajas y etéreas nubes, les resultaba desconocido y extraño todavía.

Los estandartes se agitaban incontrolables, a causa del viento huracanado y los soldados de a pie, que avanzaban bajo su mirada, no eran sino hileras de hormigas en la hierba. Para algunos de los caballeros volar constituía una experiencia emocionante, mas otros la consideraban una dura prueba que exigía todo cuanto valor poseían.

Siempre al frente de las tropas, guiándolas como un vivo ejemplo de arrojo, volaba Laurana a la grupa del colosal dragón argénteo que su hermano había trasladado desde las Islas de los Dragones. Ni el mismo sol lucía más dorado que el cabello que se arremolinaba en torno a su yelmo; Se había convertido a los ojos de todos en un símbolo tan sagrado como la Dragonlance, tan enjuta y delicada, tan bella y mortífera. La habrían seguido sin titubear hasta las puertas del Abismo.

Al estirar la cabeza por encima del hombro de Flint, Tasslehoff vio a Laurana en cabeza de la formación. Aunque no se rezagaba en ningún momento, volvía a menudo la vista para comprobar que nadie desfallecía ni se desorientaba. También inclinaba el cuerpo hacia adelante a fin de conferenciar con su plateada montura, tan segura de sí misma que Tas decidió relajarse y disfrutar de la cabalgada. Aquella era sin lugar a dudas la más inolvidable de cuantas aventuras había vivido. Las lágrimas trazaban en su rostro surcos desviados por el viento, delatando su inconmensurable júbilo.

Ahora el kender, tan aficionado a los mapas, podía contemplar el más perfecto de todos.

Se extendía a sus pies los ríos y los árboles, los montes y los valles, las ciudades y las granjas tan detalladamente que ni la más minuciosa maqueta hubiera conseguido reproducirlos. Deseó más que nada en el mundo capturar tal visión para siempre en su memoria.

Comprendió que con el tiempo un recuerdo podía distorsionarse, de manera que debía hallar un medio para perpetuar lo que ahora se grababa en su retina. Dicho y hecho aunque las palabras no traspasaron los límites de su pensamiento. Aferrándose con las rodillas a la silla, el kender soltó a Flint y empezó a rebuscar en sus bolsas. Extrajo al fin un pergamino, lo apoyó con firmeza en la espalda del enano y procedió a emborronarlo con un carboncillo.

—¡Deja ya de moverte! —ordenó a su compañero, que aún se afanaba en asir las riendas.

—¿Puede saberse qué haces, criatura impertinente? —protestó el enano, golpeando a Tas como si fuera una avispa que no pudiera quitarse de encima.

—¡Dibujo un mapa! —respondió Tas en un súbito trance—. ¡Un mapa perfecto! Seré famoso. ¡Mira, allí están nuestras tropas como un ejército de insectos! ¡El alcázar de Vingaard acaba de entrar en mi campo visual! Estate quieto, o me harás errar el trazo.

Flint emitió un gruñido y abandonó sus intentos de recuperar las riendas o liberarse de la presión del kender tras decidir que lo mejor sería concentrarse en no perder el control del Dragón ni del desayuno en su revuelto estómago. Había cometido el error de bajar la mirada, y ahora se obstinaba en mantener la vista al frente con el cuerpo a un tiempo rígido y tembloroso. El penacho de plumas de grifo que adornaba su yelmo le azotaba salvajemente el rostro en el vendaval. Los pájaros planeaban en el cielo debajo de él. Ambos factores contribuyeron a hacerle tomar la inapelable resolución de incluir a los dragones en aquella lista encabezada por las embarcaciones y los caballos, en la que figuraba cuanto debía evitarse a cualquier precio.

—¡Fíjate! —exclamó Tas muy excitado—, allí están los ejércitos enemigos! ¡Se despliega ante mí una batalla y puedo verla en perspectiva! —El kender dobló el cuerpo para espiar lo que sucedía unos metros más abajo. Incluso creía oír, entre las rugientes ráfagas, los tintineos metálicos de las armaduras y los clamores—. ¿No podríamos acercarnos un poco... ¿no, mi mapaaaa!

Con una imprevisible rapidez, Khirsah había trazado un bucle para lanzarse en picado. La fuerza de esta maniobra arrancó el pergamino de las manos de Tas, que vio desesperado cómo revoloteaba ligero cual una hoja en otoño.

Flint vociferaba con el índice extendido. Aunque Tas trataba de no perderse detalle, en aquel momento atravesaron una densa nube y no acertaba a ver ni la punta de su nariz.

Tan repentinamente como había entrado en él, Khirsah , emergió del banco de nubes y el panorama se aclaró por completo.

—¡Es increíble! —gritó el kender sobrecogido. Debajo de ellos, acosando a las tropas pedestres, volaban varias filas de dragones. Sus correosas alas de tonalidades rojas y azules ondeaban como banderas del mal al arrojarse sobre los indefensos ejércitos del Aureo General.

Tasslehoff distinguía desde su atalaya a aquellas sólidas líneas de guerreros que se rompían a causa del pánico. Pero no había lugar donde huir, donde ocultarse en el herbáceo llano. Tas comprendió que era éste el motivo por el que habían esperado las huestes enemigas, y la visión del fuego, que surgía de sus bocas como hálitos calcinantes para abrasar a las desprotegidas tropas, le llenó de desazón.

—¡Tenemos que detenerles!

Tan deprisa se volteó Khirsah que Tas a punto estuvo de tragarse la lengua. El cielo parecía elevarse sobre su flanco, y por un instante el kender experimentó la extraña sensación de estar cayendo hacia arriba. Más por instinto que por razonamiento, se agarró al cinto de Flint al recordar que también él debería haberse ajustado las correas como su compañero. Ahora ya no había tiempo, se ataría la próxima vez.

Si había una próxima vez. El viento rugía a su alrededor, mientras la tierra daba vertiginosas vueltas al compás de la espiral que trazaba el Dragón en su descenso. A los kenders les entusiasmaban las nuevas experiencias, y sin duda ésta era una de las más excitantes... pero Tas deseó que la tierra no se alzara a su encuentro a semejante velocidad.

—¡No he querido decir que tuviéramos que detenerles ahora mismo! —rectificó, dirigiéndose a Flint. Al levantar —¿o quizá la bajó?— la mirada, vio otros dragones a escasa distancia, aunque el panorama se le antojó borroso y no sabía en qué posición se hallaban respecto a ellos. Volaban ora por encima, ora a sus pies, y unos segundos más tarde detrás. ¡Se habían puesto al frente, en solitario! ¿Qué pretendía Flint?

—¡Aminora la marcha, esto es una locura! —ordenó al enano—. ¡Te has adelantado a todos los compañeros, incluso a Laurana!

Nada le habría gustado más a Flint que obedecer al kender. La última pirueta había puesto las riendas a su alcance y ahora tiraba de ellas con todas sus fuerzas, sin cesar de repetir «¡So, animal!» que, de no engañarle su memoria era la señal más usada para frenar a los caballos. Sin embargo, su fórmula no surtía efecto con el Dragón.

No fue reconfortante para él comprobar que no era el único que tropezaba con dificultades en el manejo de su montura. Detrás de él, la delicada línea de plata y bronce se deshacía como guiada por una voz de mando silenciosa que hubiera ordenado a los animales agruparse en cuadrillas de dos o tres.

Los caballeros manipulaban las riendas a la desesperada, en un vano intento de devolver a los dragones a sus ordenadas hileras. Pero los animales no atendían a estos impulsos: el cielo era su reino. Luchar en el aire era diferente de hacerlo en tierra firme, y debían mostrar a sus jinetes el modo de batirse a la grupa de unas criaturas que nada tenían que ver con los caballos.

Describiendo un grácil círculo, Khirsah se lanzó en picado contra un nube. Al verse envuelto en la densa bruma, Tas perdió de nuevo el sentido de la orientación hasta que el soleado cielo volvió a estallar frente a él, en el instante en que el Dragón abandonaba el cúmulo. Ahora sabía dónde estaban las alturas y el suelo, y este último se acercaba a un ritmo inquietante.

Flint emitió uno de sus rugidos, que obligó a Tas a alzar la mirada para advertir que se dirigían hacia un grupo de Dragones Azules. Tan concentrados estaban en perseguir a unos aterrorizados soldados pedestres, que no se percataron de su avance.

—¡La lanza! —vociferó Tas.

Flint forcejeaba con el arma, pero no tuvo tiempo de ajustarla ni de afianzarla debidamente en su hombro. De todos modos, tampoco importaba. Aprovechando que los Dragones Azules aún no los habían descubierto Khirsah surcó otra nube y, al deslizarse de nuevo a cielo abierto, los sorprendió por la espalda. Como una llama broncínea el joven Dragón se arrojó sobre el grupo enemigo dirigiéndose hacia su cabecilla, un enorme animal cuyo jinete se cubría con un yelmo de tonos también azulados. Embistiendo raudo y sigiloso, Khirsah clavó en el cuerpo de su oponente sus cuatro garras mortíferamente afiladas.

La fuerza del impacto desplazó a Flint hacia adelante; Tas aterrizó sobre su amigo, aplastándolo. El enano trato de incorporarse, pero el kender lo atenazaba con un brazo mientras con la mano libre golpeaba su yelmo y alentaba al Dragón.

—¡Has estado fantástico! ¡Atácale de nuevo! —lo azuzaba, presa de una gran agitación y sin cesar de aporrear la cabeza del pobre Flint.

Tras emitir unas ininteligibles imprecaciones en su lengua, Flint se desembarazó del incómodo abrazo de Tas. En ese preciso instante Khirsah se remontó en el aire, refugiándose en un banco de nubes antes de que la Escuadra Azul reaccionase a su inesperada arremetida.

Khirsah aguardó unos momentos, quizá para dar ocasión a sus zarandeados jinetes a recobrar la compostura. Flint se apresuró a sentarse en su lugar, Tas le rodeó la cintura con ambos brazos. Pensó el kender que su compañero tenía la tez cenicienta y exhibía en su rostro una expresión preocupada, pero también debía reconocer que aquella experiencia escapaba a los límites de lo normal. Antes de que acertara a preguntarle si se encontraba bien, Khirsah salió una vez más de su escudo de nubes.

Los Dragones Azules estaban debajo, con el cabecilla situado en el centro del grupo suspendido sobre sus descomunales alas. Estaba levemente herido y desconcertado; la sangre manaba por sus cuartos traseros, allí donde las garras de Khirsah habían rasgado su dura y escamosa piel. Tanto el animal como su jinete de yelmo azulado escudriñaban el cielo en busca de su atacante. De pronto el hombre extendió el índice.

Arriesgándose a volver la vista hacia atrás, Tas contempló un espléndido panorama que le dejó sin resuello. El bronce y la plata centellearon bajo el sol cuando los Dragones de Whitestone surgieron de un cúmulo cercano y descendieron vociferantes sobre la Escuadra Azul. Se rompió el círculo enemigo, pues los gigantescos animales se apresuraron a cobrar altura para evitar que sus perseguidores los embistieran por la espalda. Los enfrentamientos se sucedían y entremezclaban en medio de un fragor indescriptible. Brotaron llamas cegadoras y chisporroteantes en el instante en que un gran Dragón Broncíneo, que se debatía a la derecha del kender, emitía un grito de dolor y se desplomaba en el aire con la cabeza ardiendo. Tas vio que su jinete luchaba denodadamente para asir las riendas, abierta su boca en un alarido inaudible a causa de la velocidad con que él y su cabalgadura se zambullían hacia el suelo.

Contempló el kender cómo las tierra se acercaba también a ellos y se preguntó qué se debía sentir al estrellarse contra la hierba. Pero no duraron mucho sus cavilaciones, ya que Khirsah lo despertó con un atronador rugido.

El cabecilla azul descubrió al joven Dragón, no pudiendo sustraerse a su resonante desafío. Ignoró entonces a los otros animales que batallaban a su alrededor, para emprender el vuelo en pos del broncíneo enemigo que le citaba en un duelo a muerte.

—¡Ha llegado tu turno, enano! ¡Equilibra la lanza! —ordenó Khirsah a la vez que batía sus enormes alas para ganar altura, con la intención de facilitar sus propias maniobras; y también de dar opción su jinete para que se preparara.

—Yo me ocuparé de las riendas —ofreció Tas.

El kender no estaba seguro de haber sido oído por su compañero. El rostro de Flint presentaba una extraña rigidez, y sus movimientos eran lentos y mecánicos. Presa de una incontenible impaciencia, Tas no podía sino aferrar las riendas y observar las evoluciones de los cenicientos dedos del enano para fijar la empuñadura de la lanza debajo de su hombro y empuñarla tal como había aprendido. El insondable hombrecillo alzó la vista al frente, vacío su rostro de expresión.

Khirsah continuó elevándose, antes de equilibrarse y dar así oportunidad a Tas de examinar su entorno y preguntarse dónde estaba el enemigo. En efecto, había perdido de vista al Dragón Azul y a su jinete. Igneo Resplandor dio entonces un poderoso salto, que cortó al kender la respiración. Allí mismo estaba su rival, delante de ellos.

Vio que la azulada criatura abría su espantosa boca surcada de colmillos y, recordando las llamas cegadoras se arrebujó detrás del escudo. Como Flint permaneciera con la espalda rígida y la mirada perdida más allá de su arma protectora, fija en el dragón que les atacaba, el kender soltó el brazo de su cinto y le tiró de la barba para obligarle a ocultar la testa.

Un resplandor tan intenso como el del relámpago estalló a su alrededor, seguido por un fragor de trueno que casi dejó si conocimiento al kender y al enano. Khirsah lanzó un alarido de dolor, pero se mantuvo firme en su curso.

Ambos dragones se embistieron al unísono, y la Dragonlance apuntó al cuerpo de su víctima. Por un instante Tas no vio sino destellos rojizos y azulados, mientras el mundo daba vueltas vertiginosas. En una ocasión sus ojos se clavaron de manera siniestra, más no logró discernir la escena. Refulgían las garras de los contendientes, y resultaba difícil distinguir los alaridos de Khirsah de los gritos de su oponente. Las alas se batían confusas en el aire, a la vez que la hierba trazaba espirales más y más rápidas a medida que todo el grupo se precipitaba hacia el suelo.

«¿Por qué no suelta Igneo Resplandor al Dragón Azul?», pensó Tas en pleno delirio. De pronto, comprendió la causa: ¡Se habían enmarañado!

La Dragonlance había errado en su diana y, al rebotar contra la ósea juntura del ala rival, se había incrustado en su hombro, hallándose ahora alojada bajo coriácea piel. El herido se debatía a la desesperada para liberarse pero Khirsah, dominado por la furia del combate, lo laceró con sus garras delanteras e hincó sus afilados colmillos en su carne.

Enzarzados en tan cruenta lid, los dragones habían olvidado por completo a sus jinetes. También Tas se sentía demasiado aturdido para observar al oficial de yelmo azulado hasta que, al alzar la mirada sin saber dónde posarla, atrajo su atención aquel ser que se agarraba obstinado a su silla a escasos pies de distancia.

Una vez más se confundieron el cielo y la tierra cuando los dragones trazaron un círculo completo en el aire, aunque el súbito torbellino no impidió a Tas advertir que el yelmo azul se desprendía de la cabeza de su portador, dejando al descubierto su rubio cabello. Los ojos del individuo, libres ahora de su máscara, se mostraron fríos y brillantes, sin asomo de temor. Su penetrante mirada traspasó al desconcertado Tasslehoff.

«Ese rostro me resulta familiar», pensó el kender con una sensación de distanciamiento como si todo aquello le estuviera ocurriendo a otro ser bajo su atenta observación. ¿Dónde podía haberlo visto con anterioridad? La imagen de Sturm se dibujó en su mente.

El oficial se desembarazó del arnés y se irguió sobre los estribos. Su brazo derecho colgaba laxo junto a su cadera, pero había estirado la otra mano.

De pronto el kender comprendió. Sabía perfectamente lo que se disponía a hacer su oponente, como si se hubiera dirigido a él para revelarle sus planes.

—¡Flint! —exclamó con vehemencia—. ¡Suelta la lanza ahora mismo!

Pero el enano sostenía el arma en sus inflexibles manos, perdida la mirada en el horizonte insondable. Los dragones luchaban, mordían y hundían sus garras suspendidos en el espacio, retorciéndose el azul a fin de liberarse de la lanza y zafarse así del despiadado ataque de su enemigo. Tas oyó cómo el jinete rival pronunciaba unas palabras, y al instante su animal cesó de debatirse para adoptar una actitud alerta.

Con sorprendente agilidad, el oficial saltó de una grupa a otra y rodeo el cuello de Khirsah con uno de sus brazos mientras trataba de equilibrarse. Sin apenas esfuerzo el misterioso personaje se incorporó y sujetó con sus poderosas piernas la agitada testuz de Igneo Resplandor.

El Dragón, sin embargo, hizo caso omiso del humano. Todos sus pensamientos estaban centrados en su más directo contrincante.

El oficial lanzó una fugaz mirada a los dos compañeros y comprendió que ninguno representaba una amenaza, atados como estaban a la silla... o, al menos, las tirantes correas así lo daban a entender. Desenvainó entonces su espadón e, inclinando el cuerpo hacia adelante, empezó a cercenar los arneses del Dragón Broncíneo en el lugar donde se cruzaban sobre su pecho, cerca de sus colosales alas.

—¡Flint! —suplicó Tas—. ¡Suelta la lanza! ¡Mira! —El kender zarandeó al impertérrito enano—. ¡Si ese individuo corta las correas la silla se desprenderá, arrastrando el arma y también a nosotros!

Flint volvió despacio la cabeza, despertando al fin. Con una lentitud que a Tas se le antojó agónica, su temblorosa mano empezó a manipular el mecanismo que había de liberar la lanza y deshacer el mortífero abrazo de los dragones. ¿Llegaría a tiempo?

Tas vio que la espada traspasaba el aire, casi al mismo tiempo que una de las correas del arnés se alejaba en un ominoso revoloteo. Era demasiado tarde para pensar o fraguar planes. Mientras Flint seguía forcejeando con el complicado artefacto, Tas se levantó como pudo y ciñó las riendas a su talle para, sujetándose al borde de la silla, rodear al enano hasta colocarse delante de él. Estiró entonces el cuerpo sobre el cuello del Dragón y, tras enmarañar sus piernas en la ósea crin, se arrastró resuelto a abalanzarse sobre el oficial.

El enemigo no prestaba atención a aquel par de jinetes que imaginaba atrapados en sus correas. Tan absorto estaba en su trabajo —el arnés no tenía ya apenas sujeción— que nunca supo qué le había golpeado.

Fue el cuerpo de Tasslehoff lo que descargó su peso sobre el oficial, al lanzarse contra su espalda. Sobresaltado y retorciéndose en un descontrolado afán para mantener el equilibrio, el atacado dejó caer la espada y se aferró con todas sus fuerzas a la testuz del Dragón Broncíneo. Entre gritos de furia intentó dar la vuelta, pues quería saber a toda costa quién lo había agredido. Pero, de pronto, la más negra noche nubló sus ojos, cuando unos pequeños brazos rodearon su cabeza y ensombrecieron el mundo. Aquella momentánea ceguera lo obligó a prescindir de su agarradero en el cuello del animal, empecinado como estaba en liberarse de lo que le pareció una criatura dotada de tres pares de manos y piernas, todas ellas aplastándole con incomparable tenacidad. Pero, al notar que empezaba a deslizar por el cuerpo del Dragón, se afianzó de nuevo a la crin.

—¡Flint, suelta la lanza! ¡Flint...! —Tas ya no sabía lo que decía. El suelo se elevaba a su encuentro, ahora que los debilitados dragones se desplomaban sin remisión. En su cabeza estallaron resplandores de luz blanca mientras permanecía aferrado al oficial, que no cejaba en sus forcejeos.

Resonó, de pronto, un gran estampido metálico. La lanza se soltó, y los combatientes quedaron libres.

Desplegando sus alas, Khirsah interrumpió su rauda caída y recobró el equilibrio. El cielo y la tierra asumieron una vez más sus posiciones correctas, un hecho que provocó las lágrimas de Tas.

«No me he dejado asustar», se repetía el kender entre sollozos, pero nunca nada le había parecido tan hermoso como el cielo azul... de nuevo en el lugar que le asignara la naturaleza.

—¿Estás bien, Igneo Resplandor? —preguntó el kender.

El broncíneo ser asintió, no le quedaban fuerzas para hablar.

—Tengo un prisionero —declaró, el aún confundido Tasslehoff, tomando conciencia de lo que había hecho. Soltó despacio al vencido, que meneó la cabeza entre mareado y asfixiado, antes de añadir—: No creo que pretendas escapar en estas circunstancias.

Liberada su presa, el kender culebreó por la crin en pos de los hombros del Dragón. Vio que el oficial alzaba la mirada hacia el cielo y apretaba los puños de rabia al contemplar cómo sus animales perdían terreno frente a Laurana y su ejército. Observó de un modo muy especial a la Princesa elfa, y en aquel instante Tas recordó dónde se había topado con aquel hombre en el pasado.

—Será mejor que nos devuelvas a tierra firme –ordenó el kender a Khirsah, recobrando el resuello y agitando las manos—. ¡Rápido, es urgente!

El Dragón arqueó la cabeza para mirar a sus jinetes, y Tas comprobó que tenía un ojo tan hinchado que apenas podía abrirlo. Presentaba hondas quemaduras en uno de los lados de su broncínea testa, y la sangre chorreaba por su maltrecho hocico. El kender escudriñó la zona adyacente en busca del enemigo azul, pero había desaparecido sin dejar rastro.

Al posar la vista en el oficial, Tasslehoff se sintió como un héroe. Ahora comprendía la magnitud de su acción.

—¡Lo hemos conseguido! —exclamó lleno de júbilo, dirigiéndose a Flint—. ¡Hemos vencido a un dragón y yo he apresado a su jinete con la única ayuda de mis manos!

El enano asintió despacio, mientras el kender contemplaba cómo el suelo se aproximaba y pensaba que nunca le había parecido tan maravillosamente terrenal como en este momento.

Cuando Khirsah aterrizó, los soldados de a pie se congregaron en torno a ellos entre vítores y exclamaciones de júbilo. Unos cuantos se llevaron al cautivo quien, antes de alejarse, lanzo una penetrante mirada a su aprehensor. Aunque su ominosa expresión causó cierta zozobra al kender, no tardo en olvidarla para ocuparse de su compañero.

El enano se hallaba desplomado sobre la silla; con el rostro cansado y envejecido. Sus labios se habían teñido de matices violáceos.

—¿Qué te ocurre?

—Nada.

—Sin embargo, veo que te sujetas el pecho con las manos. ¿Estás herido?

—No.

—Entonces, ¿a qué viene esa postura?

—Supongo que no me dejarás tranquilo hasta que te responda —gruñó Flint—. Pues bien, la causante de mi precario estado es esa maldita lanza, aunque también le diría cuatro palabras al inventor de la chaqueta. ¡No me cabe la menor duda de que su grado de necedad sólo puede ser comparado con el tuyo! El mango de la Dragonlance se ha incrustado en mi clavícula, y supongo que las magulladuras recibidas me dolerán durante más de una semana. Por otra parte, esa historia que has forjado en tomo a tu captura es una burda patraña. ¡Ha sido un auténtico milagro que no os precipitarais ambos en el vacío! Y si te interesa mi opinión, lo has prendido por accidente. Para terminar mi discurso voy a hacerte una advertencia: ¡No volveré a montar a la grupa de uno de esos gigantescos animales en todo lo que me resta de vida!

Flint cerró la boca como si quisiera morder el aire, a la vez que clavaba en el kender una mirada tan fulminante que este último se apresuró a alejarse. Sabía que cuando el enano se dejaba dominar por el mal humor lo más prudente era apartarse de él hasta que se templaran sus ánimos. Después de comer se sentiría mejor.

Aquella noche, cuando Tasslehoff se arrebujó en el flanco de Khirsah para descansar cómodamente bajo su protección, recordó, de pronto, que algo no encajaba en la iracunda parrafada de Flint.

El enano había cubierto con sus brazos la parte izquierda de su pecho, según él a fin de aliviar el dolor producido por la lanza... ¡que permaneció a su derecha durante todo el combate!

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