—Los botes informan que no hay rastro de nuestros guardiamarinas, almirante.
El tono del capitán Mijailov era al mismo tiempo defensivo y exculpatorio; pocos oficiales deseaban informar de un fallo a Kutuzov. El fornido almirante miraba impasible en su silla de mando en el puente de la Lenin. Alzó su taza de té, bebió un trago y soltó un gruñido como única respuesta.
Kutuzov se volvió a los que se agrupaban a su alrededor en los puestos de mando. Rod Blaine ocupaba aún la silla de lugarteniente; era más veterano que el teniente Borman, y Kutuzov se mostraba muy puntilloso en estas cuestiones.
—Ocho científicos —dijo Kutuzov—. Ocho científicos, cinco oficiales, catorce técnicos espaciales e infantes de marina. Todos víctimas de los pajeños.
—¡Pajeños! —el doctor Horvath giró su silla de mando hacia Kutuzov—. Almirante, casi todos esos hombres estaban a bordo de la MacArthur cuando usted la destruyó. Algunos quizás aún vivos. En cuanto a los guardiamarinas, si fueron tan locos como para intentar aterrizar con botes salvavidas… —su voz se apagó cuando Rod volvió hacia él unos ojos feroces—. Perdón, capitán. No quería decir eso. De veras; lo siento. También a mí me agradaban los muchachos. ¡Pero no podemos acusar a los pajeños de lo que pasó! Los pajeños han intentado ayudar y pueden hacer aún mucho por nosotros… Almirante, ¿cuándo podremos volver a la nave embajadora?
El estruendo que brotó de la garganta de Kutuzov era risa.
—¡Vamos! Doctor, nos iremos a casa en cuanto esos botes estén colocados. Creí que estaba claro.
El Ministro de Ciencias apretó los dientes.
—Tenía la esperanza de que recuperase usted la cordura. —Su tono era frío y ferozmente irónico—. Almirante, está usted destruyendo la mayor oportunidad de la Humanidad en toda su historia. La tecnología que podemos comprar (¡que ellos nos darán!) es muy superior a lo que podríamos conseguir en muchos siglos. Los pajeños han hecho gastos enormes para darnos la bienvenida. Si usted no nos hubiese prohibido que les dijéramos lo de las miniaturas escapadas, estoy seguro de que nos habrían ayudado.
Pero, claro, tenía usted que mantener sus malditos secretos… y a causa de su estúpida xenofobia perdimos la nave investigadora y la mayoría de nuestros instrumentos. Y ahora piensa usted ofenderles yéndose de aquí cuando ellos planeaban nuevas conferencias… Dios mío, si fuesen belicosos no habrían aguantado provocaciones como las que les ha hecho usted…
—¿Ha acabado? —preguntó despectivo Kutuzov.
—He acabado por ahora. Veremos cuando volvamos. Kutuzov apretó un botón del brazo de su silla.
—Capitán Mijailov, dispóngalo todo para que salgamos hacia el punto de entrada Alderson. Una gravedad y media, capitán.
—De acuerdo, señor.
—Entonces está usted decidido a portarse como un loco —protestó Horvath—. Blaine, ¿no puede hacerle razonar?
—Doctor, estoy decidido a cumplir mis órdenes —dijo Kutuzov; no parecía que las amenazas de Horvath le afectasen gran cosa; se volvió a Rod—. Capitán, agradeceré su consejo. Pero no haré nada que comprometa la seguridad de esta nave, y no puedo permitir más contactos personales con los pajeños. ¿Tiene usted algo que proponer, capitán Blaine?
Rod había escuchado la conversación sin gran interés; sus pensamientos eran una masa confusa. ¿Qué podía haber hecho yo? se decía. No podía pensar en otra cosa. El almirante podía pedirle consejo, pero por mera cortesía. Rod no tenía ni mando ni deberes. Había perdido su nave, su carrera había terminado… Cavilar sobre esto y lamentarlo no le hacía sin embargo ningún bien.
—Yo creo, señor, que deberíamos mantener la amistad con los pajeños. No deberíamos olvidar las intenciones del gobierno…
—¿Quiere usted decir que yo hago eso? —preguntó Kutuzov.
—Ni mucho menos, señor. Pero es probable que el Imperio quiera comerciar con la Paja. Como dice el doctor Horvath, no han hecho nada hostil.
—¿Qué me dice de sus guardiamarinas? Rod tragó saliva.
—No sé, señor. Puede que Potter o Whitbread no fuesen capaces de controlar sus botes salvavidas y Staley intentase salvarles. Sería muy propio de él…
Kutuzov frunció el ceño.
—Tres botes salvavidas, capitán. Los tres intentan aterrizar y los tres arden.
Miró lo que pasaba a su alrededor: en una pantalla los infantes de marina se disponían a cubrir con gas venenoso un bote que estaba penetrando en la bodega hangar de la Lenin. ¡En su barco insignia no se escaparía ningún alienígena!
—¿Qué le gustaría decir a los pajeños, doctor?
—No les diré lo que me gustaría decir, almirante —respondió ásperamente Horvath—. Me atendré a su historia de la plaga. Es casi cierta, además. Una plaga de miniaturas. Pero, almirante, debemos dejar abierta la posibilidad de una segunda expedición.
—Ellos sabrán que usted les miente —dijo Kutuzov—. Blaine, ¿qué me dice usted? ¿Es mejor que los pajeños oigan explicaciones en las que no creen?
«Maldita sea, ¿es que no sabe que no quiero pensar en los pajeños? Ni en ninguna otra cosa… ¿De qué sirve mi consejo? El consejo de un hombre que ha perdido su nave…»
—Almirante, no veo qué habría de malo en que el ministro Horvath hablase con los pajeños —Rod subrayó «ministro»; Horvath no sólo era un destacado ministro del Consejo, sino que tenía poderosas relaciones en la Liga de la Humanidad e influencia en la Asociación de Comerciantes Imperiales, además.
La combinación resultaba decisiva.
—Alguien debe hablar con ellos, no importa mucho quién. No hay hombre a bordo que pueda engañar a su Fyunch(click).
—Está bien. Da. Capitán Mijailov, que comunicaciones llame a la nave embajadora pajeña. El doctor Horvath hablará con ellos.
Se iluminaron las pantallas y apareció la cara semisonriente de un Marrón-y-blanco. Rod frunció el ceño, y luego alzó los ojos rápido para confirmar que su propia pantalla no estaba encendida.
El pajeño miró a Horvath.
—Fyunch(click).
—Ah. Estaba esperando hablar con usted. Nos vamos ya. No hay más remedio.
La expresión del pajeño no cambió.
—Es evidente, pero nos disgusta mucho, Anthony. Tenemos que hablar de muchas cosas, de acuerdos comerciales, del alquiler de bases en el Imperio…
—Sí, sí, pero no tenemos autoridad para firmar tratados ni acuerdos comerciales —protestó Horvath—. En realidad hemos conseguido mucho, y ahora tenemos que irnos. Hubo una plaga en la MacArthur, algo nuevo para nuestros médicos, y desconocemos el centro focal de infección y el vector. Y dado que esta nave es nuestro único medio de volver, el al… el decisor de nuestra nave cree que es mejor que nos vayamos mientras dispongamos aún de una tripulación completa. ¡Volveremos!
—¿Volverá usted? —preguntó el pajeño.
—Ojalá. Me gustaría mucho. —No tuvo que esforzarse por parecer sincero en esto.
—Será bienvenido. Serán bienvenidos todos los humanos. Tenemos puestas grandes esperanzas en el comercio entre nuestras razas, Anthony. Podemos aprender mucho todos. También nosotros tenemos regalos… ¿No Pueden llevarlos a su nave?
—Bueno, gracias… yo… —Horvath miró a Kutuzov. El almirante estaba a punto de explotar. Negó violentamente con la cabeza.
—No sería prudente —dijo Horvath con tristeza—. Mientras no sepamos la causa de la plaga, es mejor no añadir nada a lo que no estuviésemos expuestos antes. Lo siento mucho.
—Lo mismo digo, Anthony. Hemos advertido que los ingenieros de ustedes son… ¿cómo puedo expresarlo delicadamente? No están tan avanzados como los nuestros en muchos sentidos. Quizás estén subespecializados. Hemos pensado que esto podría remediarse en parte con nuestro regalo.
—Yo… perdone un momento —dijo Horvath; se volvió a Kutuzov después de bloquear el sonido—. Almirante, ¡no puede usted rechazar una oportunidad así! ¡Puede ser el acontecimiento más significativo de la historia del Imperio!
El almirante asintió lentamente. Sus ojos oscuros se achicaron.
—Piense también que si los pajeños se hacen con el Campo Langston y el Impulsor Alderson serán la amenaza más significativa de la historia de la Humanidad, ministro Horvath.
—Soy consciente de ello —replicó Horvath; desbloqueó el sonido—. Me temo que…
El pajeño le interrumpió diciendo:
—¿No puede usted venir a ver nuestros regalos, Anthony? Podría sacar fotografías, examinarlos detenidamente y construir luego otros modelos. ¿Cree usted que eso sería peligroso para personas que han estado en el propio planeta Paja?
Horvath pensó todo esto rápidamente. ¡Tenia que conseguir aquellos regalos! Bloqueó de nuevo el sonido y sonrió suavemente al almirante.
—Creo que tiene razón. ¿No podríamos meterlos en el transbordador? Kutuzov parecía estar saboreando leche amarga. Asintió. Horvath se volvió al pajeño, aliviado.
—Gracias. Si colocan ustedes los regalos en el transbordador, los estudiaremos en el camino de vuelta y podrán recuperar después los regalos y el transbordador, que es un obsequio que les hacemos, en el punto de Eddie el Loco dentro de dos semanas y media.
—Magnífico —dijo calurosamente el pajeño—. Pero no necesitarán el transbordador. Uno de nuestros regalos es una nave espacial con controles adaptados a las manos y las mentes humanas. Los demás regalos irán a bordo de esta nave.
Kutuzov pareció sorprenderse y asintió en seguida. Horvath se dio cuenta y sonrió para sí.
—Eso es maravilloso. Les traeremos regalos cuando volvamos. Deseamos corresponder adecuadamente a su hospitalidad…
El almirante Kutuzov decía algo. Horvath se apartó de la pantalla para escuchar.
—Pregúntele por los guardiamarinas —ordenó el almirante.
—¿Se sabe algo más de nuestros guardiamarinas? —preguntó Horvath. La voz del pajeño adquirió un tono dolorido.
—¿Qué podría saberse, Anthony? Murieron al intentar aterrizar y su vehículo ardió por completo. Les hemos enviado imágenes, ¿no las han recibido?
—Bueno…, yo no las vi —contestó Horvath.
Era verdad, pero no por eso resultaba más fácil decirlo. ¡Aquel almirante condenado no creía nada de lo que le decían! Él creía que los muchachos habían sido capturados y que estaban torturándolos para obtener información.
—Lo siento, me ordenaron preguntar.
—Comprendemos muy bien su postura. Los humanos se preocupan mucho por sus jóvenes de la clase que toma decisiones. Lo mismo sucede con los pajeños. Nuestras razas tienen mucho en común. Ha sido un placer hablar de nuevo con usted, Anthony. Esperamos que vuelva pronto.
En los tableros del puente parpadeó una alarma. El almirante Kutuzov frunció el ceño y escuchó atentamente algo que Horvath no podía oír. Al mismo tiempo un altavoz anunció el informe del piloto.
—Los botes de la nave están ya seguros, señor. Listos para partir. El pajeño había oído algo sin duda.
—Esa nave que les obsequiamos puede alcanzarles si no aceleran a más de… —hubo una pausa en la que el pajeño escuchó algo— tres de sus gravedades.
Horvath miró interrogante a Kutuzov. El almirante cavilaba y parecía a punto de decir algo. Pero en vez de ello hizo un gesto de asentimiento a Horvath.
—En este viaje iremos a una gravedad y media —dijo Horvath al pajeño.
Parpadearon las pantallas y el receptor de Horvath se apagó. La voz del almirante Kutuzov resonó en el oído del ministro.
—Acaban de informarme de que ha salido una nave de Paja Uno y se dirige hacia el Punto Alderson a 1,74 gravedades. Dos gravedades pajeñas. Pídale, por favor, que nos explique lo que pretende esa nave. —La voz del almirante era bastante pausada, pero el tono era imperativo.
Horvath tragó saliva y volvió al pajeño. Activó de nuevo su pantalla. Preguntó, vacilante, con miedo a ofender.
—¿Lo sabe usted? —concluyó.
—Desde luego —contestó suavemente el pajeño—. Acabo de enterarme. Los Amos han enviado a nuestros embajadores en el Imperio a reunirse con ustedes. Son tres, y les suplicamos que los lleven hasta su capital imperial, donde representarán a nuestra raza. Tienen plena autoridad para negociar con ustedes.
Kutuzov tomó aliento. Parecía a punto de ponerse a gritar, y tenía la cara congestionada, pero sólo dijo, muy bajo, para que el pajeño no pudiese oírle:
—Dígale que debemos discutir eso. Capitán Mijailov, acelere cuando lo juzgue conveniente.
—Muy bien, señor.
—Ahora nos vamos —dijo Horvath al pajeño—. Yo… nosotros… Tenemos que discutir la cuestión de los embajadores… Esto es una sorpresa… Me hubiese gustado que viniese usted mismo. ¿Vendrán como embajadores algunos de nuestros Fyunch(click)? —Hablaba rápidamente, captando señales de avisos que sonaban tras él.
—Habrá tiempo para que discutan todo lo necesario —le aseguró el pajeño—. Y, no, ningún embajador pajeño podría identificarse con un humano individual; deben representar todos ellos a nuestra raza. Supongo que lo entiende… Han sido elegidos los tres de modo que representen todos los puntos de vista, y si actúan con unanimidad pueden comprometer en un acuerdo a todos los pajeños. Dada la amenaza de la plaga, podrían permanecer en cuarentena hasta que ustedes estén seguros de que no hay nada que amenace su salud… —Sonó en la Lenin una señal más fuerte que las anteriores—. Adiós, Anthony. Adiós a todos ustedes. Y vuelvan pronto.
Resonaron las últimas señales y la Lenin inició su viaje. Horvath contempló la pantalla en blanco mientras los demás iniciaban la discusión tras él.
El crucero modelo presidente Lenin de su Imperial Majestad estaba lleno hasta su capacidad y aún más con la tripulación de la MacArthur y los científicos.
Los técnicos espaciales compartían las hamacas de rotación con los auxiliares. Los infantes de marina dormían en los pasillos y los oficiales se hacinaban tres y más en camarotes previstos para uno. Había artefactos pajeños salvados de la MacArthur en la cubierta hangar, que Kutuzov insistió en mantener en vacío, bajo constante vigilancia, con inspecciones. No había lugar a bordo donde pudiese celebrarse una asamblea de la nave.
Si necesitasen un punto de reunión no podrían encontrarlo. La Lenin permanecería en situación de alarma de combate hasta que abandonasen el sistema pajeño, incluso durante los servicios fúnebres dirigidos por David Hardy y el capellán de la Lenin, George Alexis. No era una situación insólita para ninguno de los dos; aunque era tradicional que todos los viajeros se reuniesen si era posible, los servicios fúnebres se hacían a veces con la tripulación en situación de alarma de combate. Mientras se colocaba una estola negra y se volvía al misal que un soldado sostenía abierto, David Hardy pensó que probablemente hubiese dirigido más réquiems de aquel modo que ante toda la tripulación reunida.
Resonó en la Lenin un toque de trompeta.
—Posición de descanso —dijo suavemente el piloto jefe.
—Que Dios les conceda el descanso eterno —entonó Hardy.
—Y que alumbre sobre ellos la luz perenne —respondió Alexis.
Ambos conocían muy bien cada versículo y cada respuesta, como todos los que llevaban en la Marina tiempo suficiente para formar parte de la tripulación de la Lenin.
—Yo soy la resurrección y la vida, dice el Señor. Quien crea en mí, aunque muera vivirá: y quien viva y crea en mí, jamás morirá.
El servicio continuó, los tripulantes contestando desde sus puestos de combate, un suave murmullo por toda la nave.
—Yo oí una voz del cielo diciéndome, escribe. Que sean benditos los muertos que mueren en el Señor: eso dice el Espíritu; pues descansan de sus trabajos.
Descanso, pensó Rod. Hay eso, de todos modos, descanso para los muchachos. Se estremeció. He visto perderse muchas naves, y muchos hombres a mi mando los encontraron a cientos de parsecs de su hogar. Inspiró profundamente, pero la tensión de su pecho siguió inalterable.
Se difuminaron las luces por toda la Lenin, y las voces grabadas del coro de la Marina Imperial cantaron un himno al que se unieron los tripulantes.
—Día de cólera y de combate inminente, palabras de David con ecos de Sibila: Cielos y mundos que en cenizas concluyen…
¿Sibila?, pensó Rod. Dios mío, eso debe de ser antiguo. El himno seguía y concluyó con un estallido de voces viriles.
¿Creo yo en todo esto? Se preguntó Rod. Hardy cree, basta verle la cara. Y Kelley, dispuesto a lanzar a sus camaradas por los tubos de torpedos, cree también. ¿Por qué no puedo creer yo como ellos? Pero yo creo también ¿no es cierto? Siempre creí que creía, que el universo, este universo, ha de tener algún sentido. Piensa en Bury. Ésta no es siquiera su religión, pero le conmueve. ¿Qué pensará?
Horace Bury miraba fijamente los tubos de torpedos. ¡Cuatro cuerpos y una cabeza! La cabeza de un infante de marina que los Marrones habían utilizado de caballo de Troya. Bury la había visto sólo una vez girando en el espacio en una nube de niebla y cristal fragmentado y Marrones agonizantes. Recordaba una mandíbula cuadrada, una boca ancha y firme, brillantes ojos muertos. Alá tenga misericordia de ellos, y que sus legiones caigan sobre la Paja…
Sally está tomándoselo mejor que yo, pensó Rod, pese a ser una civil. A ambos nos agradaban esos muchachos… ¿Por qué no me preocupo yo de los demás? Cinco infantes de marina muertos al rescatar a los civiles. No hubiese sido tan terrible si hubiesen muerto en acción. Yo ya esperaba pérdidas cuando envié al grupo de rescate con el transbordador. En realidad nunca creí que los muchachos pudieran salir de la MacArthur. ¡Pero lo hicieron!
—Encomendamos a Dios omnipotente las almas de nuestros hermanos fallecidos, y entregamos sus cuerpos a las profundidades del espacio; en seguridad y esperanza cierta de resurrección en vida perdurable por nuestro Señor Jesucristo; pues cuando él venga en gloriosa majestad a juzgar a los mundos, devolverán los mares sus muertos y verterán las profundidades sus cargas…
Kelley giró la llave y hubo un suave jusch, luego otro; tres, cuatro, cinco. Sólo cuatro cuerpos y una cabeza recobrados, de veintisiete muertos y desaparecidos.
¿Y qué harán los pajeños, por su parte?, se preguntaba Rod. Tres cañones laterales dispararon al espacio contra la nada, salvo el tercero, cuyo impacto evaporaría los cuerpos lanzados un momento antes. Había insistido en ello el almirante, y nadie lo había discutido.
Cesaron las vibrantes notas de trompeta cuando las cintas del trompetista de la Lenin y las del de la MacArthur terminaron al mismo tiempo. La nave permaneció inmóvil un instante.
Los oficiales salieron en silencio de la sala de torpedos. En los pasillos se encendieron del todo las luces y los hombres volvieron rápidamente a sus puestos o a las atestadas áreas de descanso. La rutina de la nave continúa, pensó Rod. También los servicios fúnebres son parte del Libro. Todo tiene su norma: nacimiento a bordo de la nave, inscripción; entierro, con o sin cuerpo; y también hay una norma para los capitanes que pierden sus naves. El Libro decreta que comparezcan ante un tribunal militar.
—Rod. Un momento, Rod, por favor.
Se detuvo a instancias de Sally. Estaban en el pasillo y el resto de los oficiales y la tripulación pasaban junto a ellos. Rod quería continuar, volver a la soledad de su camarote donde nadie le preguntase qué había sucedido a bordo de la MacArthur. Pero allí estaba Sally, y algo en su interior quería hablar con ella, o simplemente estar cerca de ella…
—Rod, el doctor Horvath dice que los pajeños han enviado embajadores a nuestro encuentro al punto Eddie el Loco, pero que el almirante Kutuzov no piensa admitirlos a bordo. ¿Es verdad?
¡Maldita sea! pensó. Otra vez los pajeños…
—Así es —contestó, y se volvió para marcharse.
—¡Espere, Rod! ¡Tenemos que hacer algo!, ¿adonde va usted? —le vio alejarse rápidamente. ¿Y qué hago yo ahora?, se preguntó.
La puerta de Blaine estaba cerrada, pero el indicador decía que no estaba cerrada con llave. Kevin Renner vaciló, luego llamó. Sin resultado. Esperó un momento y volvió a llamar.
—Adelante.
Renner abrió la puerta. Resultaba extraño entrar directamente en el camarote de Blaine: no había ningún centinela, nada de la misteriosa aureola de mando que rodea al capitán.
—Hola, capitán. ¿Le importaría charlar un rato?
—No. ¿Qué puedo ofrecerle?
A Blaine era evidente que le daba igual. No miraba a Renner, y éste se preguntó qué sucedería si se tomaba en serio aquella aceptación formal. Podía pedir algo de beber…
El camarote de Blaine era grande. Hubiese sido una habitación de torre si la Lenin estuviese diseñada con una torre. Sólo había cuatro hombres y una mujer con camarote individual, y Blaine no utilizaba la preciada habitación; parecía llevar sentado varias horas en aquella silla, probablemente desde los servicios fúnebres. Desde luego no se había cambiado. Había tenido que pedir prestado a Mijailov uno de sus uniformes de gala y no le quedaba bien.
Permanecieron sentados en silencio, Blaine contemplando algún espacio-tiempo que excluía a su visitante.
—He estado viendo el trabajo de Buckman —dijo Renner, por decir algo. Por algo hay que empezar, y preferiblemente no por los pajeños.
—¿Ah, sí? ¿Cómo va? —preguntó formulariamente Blaine.
—No lo entiendo del todo. Él dice que puede probar que en el Saco de Carbón está formándose una protoestrella. En unos mil años alumbrará con luz propia. Bueno, no puede demostrármelo porque yo no sé suficientes matemáticas.
—Vaya.
—¿Qué tal lo pasa usted? —Renner parecía dispuesto a marcharse—. ¿Disfrutando de estas vacaciones?
Por fin Blaine alzó sus ojos angustiados.
—Kevin, ¿por qué intentarían los muchachos volver al planeta?
—Capitán, eso es una tontería. No pudieron intentar nada de eso. —Dios mío, desvaría. Esto va a ser más duro de lo que pensaba.
—Entonces, dígame qué sucedió.
Renner parecía desconcertado, pero evidentemente Blaine hablaba en serio.
—Capitán, la nave estaba llena de Marrones… Había Marrones por todas partes. Debieron de llegar a la zona de almacenaje de botes salvavidas muy pronto. Si usted fuese pajeño ¿cómo rediseñaría una nave salvavidas?
—Soberbiamente. —Blaine sonrió de veras—. Ni siquiera un hombre muerto podría desaprovechar un chiste como éste.
—Me tenía preocupado —Renner rió entre dientes y luego se puso serio—. No, lo que quiero decir es que ellos rediseñan para cada nueva situación. En espacio profundo el bote desaceleraría y pediría ayuda. Junto a un gigante gaseoso, orbitaria. Siempre automático, desde luego, para que los pasajeros no resultasen afectados. Junto a un mundo habitable, el bote aterrizaría.
—¿Sí? —Blaine frunció el ceño. En sus ojos había ahora una chispa de vida. Renner contuvo la respiración.
—Sí, pero, Kevin, ¿qué pasó entonces? Si los Marrones llegaron a los botes sin duda los diseñaron correctamente. Además, tendrían controles; no obligarían necesariamente a aterrizar.
Renner se encogió de hombros.
—¿Puede usted adivinar para qué sirven las palancas y los interruptores de un tablero de mando pajeño nada más verlo? Yo no, y dudo que los guardiamarinas pudieran. Salvo que los Marrones previesen eso. Capitán, quizás los botes no estuviesen terminados, o resultasen averiados en el combate.
—Quizás…
—Quizás… muchas cosas. Puede que estuviesen diseñados para los Marrones. Los muchachos tendrían que amontonarse allí dentro en un espacio reducido. Y que no hubiese tiempo con sólo tres minutos de margen.
—¡Aquellos malditos torpedos! ¡Aquello debía de estar lleno de Marrones!
Renner asintió.
—Pero ¿a quién se le iba a ocurrir una cosa así?
—Debía habérseme ocurrido a mí.
—¿Por qué? —preguntó Renner muy serio—. Capitán.
—Ya no soy capitán.
¡Aja! pensó Renner.
—Sí, señor. Aún sigue siéndolo y no creo que nadie en la Marina piense lo contrario. Nadie. El Zar quedó muy satisfecho con el procedimiento de descontaminación que usted aplicó, ¿no es cierto? Todo el mundo piensa eso. ¿Por qué demonios se acusa usted de un error que fue de todos?
Blaine miró a Renner dudoso. El piloto jefe tenía la cara levemente enrojecida. ¿Por qué se agitaba tanto?
—Hay otra cosa —dijo Rod—. Suponga que los botes salvavidas estuviesen adecuadamente diseñados. Suponga que los muchachos hiciesen un aterrizaje perfecto y mintiesen los pajeños.
—He pensado eso —dijo Renner—. ¿Qué piensa usted?
—Bueno, no creo que fuese posible, pero me gustaría comprobarlo.
—Si conociese usted a los pajeños tan bien como yo, estaría seguro. Convénzase. Estudie los datos. Tenemos en abundancia a bordo de esta nave, y tiene usted tiempo. Tiene que saber usted mucho sobre los pajeños, es usted el mayor especialista que tiene la Marina en el tema.
—¿Yo? —rió Rod—. Kevin, yo no soy especialista en nada. Lo primero que tendré que hacer cuando regrese es comparecer ante un tribunal militar…
—Al diablo los tribunales militares —dijo Renner con impaciencia—. ¿Es posible, capitán, que esté usted aquí torturándose por ese formulismo? ¡Dios mío!
—¿Y en qué cree usted que debo pensar, teniente Renner? Kevin se echó a reír. Era mejor que Blaine se enfadase que no que siguiese aferrado a sus cavilaciones.
—Oh, en cuanto a por qué Sally estaba tan triste esta tarde… creo que se sintió herida por cómo la trató usted. Por su actitud cuando le preguntó qué iba a decir sobre los embajadores pajeños. Sobre las rebeliones y secesiones de los mundos coloniales, o sobre el precio del iridio, o la inflación de la corona…
—Renner, por amor de Dios, cállese…
Kevin sonrió satisfecho.
—…o cómo conseguir que yo me vaya de esta habitación. Capitán, mírelo de este modo. Suponga que un tribunal le considera culpable de negligencia. Desde luego ésa sería la única acusación posible. Usted no rindió la nave al enemigo ni nada similar. Así que suponga que de veras quisiesen su cabellera y se agarrasen a eso. Lo peor que podrían hacer sería dejarle en tierra. Ni siquiera le degradarían. Simplemente le dejarían en tierra y usted dimitiría… Aún seguiría siendo el decimosegundo marqués de Crucis.
—Sí. ¿Y qué?
—¿Y qué? —Renner se enfureció de pronto; frunció el ceño y cerró un puño—. ¿Y qué? Mire, capitán, yo no soy más que un piloto mercante, todos los miembros de mi familia lo han sido y todos nosotros queremos seguir siéndolo. Cogí este puesto en la Marina porque todos lo hacemos… quizá allá en nuestro hogar no seamos tan partidarios del imperialismo como lo son ustedes en la capital, pero se debe en parte a que confiamos en que ustedes los aristócratas dirigirán las cosas. Nosotros cumplimos con nuestra parte, y esperamos que ustedes, que tienen todos los privilegios, cumplan con la suya…
—Bueno… —Blaine parecía calmado, y un poco embarazado por el estallido de Renner—. ¿Y cómo ve usted mi papel?
—¿Qué cree usted? Usted es el único aristócrata del Imperio que sabe algo de los pajeños, ¿y me pregunta a mí lo que debe hacer? Capitán, espero que piense bien esto, nada más. Señor, el Imperio se verá obligado a seguir una política racional respecto a los pajeños, y la influencia de la Marina es grande… ¡No puede usted dejar que la Marina base su política en lo que diga Kutuzov! Ya puede empezar usted a pensar en esos embajadores pajeños a los que el almirante no quiere admitir.
—Maldita sea, tiene usted razón. Ha pensado mucho en eso, ¿verdad?
—Bueno, quizás un poco. Mire, tiene usted tiempo. Hable con Sally sobre los pajeños. Estudie los informes que enviamos desde Paja Uno. Así cuando el almirante le pida consejo dispondrá usted de argumentos para convencerle. Tenemos que llevar con nosotros a esos embajadores…
Rod hizo un gesto de repugnancia. ¡Pajeños a bordo de otra nave! Dios santo…
—Y deje de pensar así —dijo Renner—. No se escaparán ni se multiplicarán por la Lenin. No tendrían tiempo, además. Utilice la cabeza, señor. El almirante le escuchará. Ahora sólo le habla del tema Horvath, y todo lo que Horvath sugiere el Zar lo rechaza, pero a usted le escucharía…
—Está usted actuando como si mi criterio valiese algo —dijo Rod, con impaciencia—. Pero las pruebas demuestran lo contrario.
—Dios mío. Está usted realmente deprimido, ¿verdad? ¿Sabe lo que piensan de su capitán sus oficiales y soldados? ¿Tiene usted idea? Demonios, capitán, es por tipos como usted por lo que puedo yo aceptar la aristocracia… —Kevin se detuvo, embarazado, por haber dicho más de lo que pretendía—. Mire, el Zar tendrá que preguntarle a usted su opinión. No tiene por qué seguir el consejo que usted le dé, ni el de Horvath, pero tiene que preguntarles a ambos. Así lo dicen las instrucciones de la expedición…
—¿Cómo demonios sabe usted eso?
—Capitán, mi división tuvo que encargarse de rescatar los libros de la MacArthur, ¿recuerda? No tenían el sello de SECRETO.
—¿Cómo que no?
—Bueno, quizás la luz no fuese buena y yo no viese los sellos. Además, tenía que asegurarme de cuáles eran los libros, ¿no? Lo cierto es que el doctor Horvath conoce esa norma. Va a insistir en que se celebre un consejo de guerra antes de que Kutuzov decida definitivamente la cuestión de los j embajadores.
—Comprendo —Rod se rascó el puente de la nariz—. Kevin, ¿quién le | dijo que viniese? ¿Horvath?
—Por supuesto que no. Fue idea mía. —Renner vaciló—. Bueno, hubo una persona que me animó, capitán —esperó a que Blaine dijera algo, pero al ver que no lo hacía, continuó—: Me pregunto a veces por qué no se habrá extinguido la aristocracia, a veces parecen ustedes tan estúpidos. ¿Por qué no le ha hecho una visita a Sally? Está sentada en su camarote, muy triste, con un montón de notas y libros por los que no puede interesarse ya… —Renner se detuvo bruscamente—. Le vendría muy bien que la animaran un poco.
—¿Sally? Preocupada por…
—Dios mío… —murmuró Renner. Se volvió y salió del camarote.
La Lenin avanzaba hacia el punto Eddie el Loco a una gravedad y media. Lo mismo hacía la nave obsequio.
La nave obsequio era un cilindro aerodinámico, hinchado en el morro, con muchas ventanas, como un minarete que cabalgase sobre una llama de fusión. A Sally Fowler y el capellán Hardy les pareció muy curioso. Ninguno más reparó en el torpe simbolismo fálico… ni lo admitiría.
Kutuzov odiaba aquella nave. A los embajadores pajeños podía tratárseles según las normas, pero la nave era algo distinto. Se había situado a tres kilómetros de distancia de la Lenin, y radiaba un alegre mensaje, mientras los artilleros de la Lenin la seguían desesperadamente. Kutuzov se había dicho que no podía llevar un arma suficientemente grande para atravesar el campo de la Lenin.
Había mejores razones para odiar aquella nave. Kutuzov se sentía tentado de violar sus órdenes. Los voluntarios, tripulantes de la MacArthur, que fueron a probarla estaban entusiasmados con ella. Los controles parecían los de un transbordador de la Marina, pero el impulsor era un impulsor de fusión pajeño típico, un largo y delgado aguijón que guiaba un flujo de plasma con enorme eficiencia. Había otros detalles, todos ellos valiosos; el almirante Laurenti Kutuzov quería llevarse a casa aquella nave.
Y temía dejarla acercarse a su propia nave.
Después de que la probaron los oficiales de la Marina, subieron a bordo los civiles. Todo este tráfico demostraba claramente que era mentira lo que se había dicho a los pajeños sobre la plaga que afectaba a la tripulación de la MacArthur, Kutuzov lo sabía; pero en realidad no tendría que dar explicaciones a los pajeños. No pensaba comunicarse con ellos. Dejó que Horvath le leyese las instrucciones de la expedición y convocó su consejo de guerra. No habría alienígenas a bordo de la Lenin mientras Kutuzov viviese. Aquella nave, sin embargo…
Kutuzov contemplaba la nave flotando en sus pantallas, mientras el personal científico se trasladaba a ella. Habían ido a la Lenin para los servicios fúnebres, y ahora volvían presurosos a reanudar los estudios de su nuevo juguete.
Todos los informes indicaban que estaba llena de maravillas de enorme valor para el Imperio; sin embargo, ¿cómo iba a atreverse a subirla a bordo? No tenía objeto buscar consejo. El capitán Blaine podía haberle ayudado, pero no, era un hombre destrozado, condenado a hundirse cada vez más en su propio fracaso, inútil precisamente cuando su consejo podría haber significado una gran ayuda. Horvath tenía fe ciega en las buenas intenciones de los pajeños. Luego estaba Bury, con su odio igualmente ciego, pese a todas las pruebas que pudiesen demostrar que los pajeños eran amistosos e inofensivos.
—Probablemente lo sean —dijo Kutuzov en voz alta. Horace Bury alzó los ojos sorprendido. Estaba tomando té con el almirante en el puente mientras observaban la nave regalo pajeña. El comerciante miró intrigado al almirante.
—Probablemente los pajeños sean amistosos. Inofensivos —repitió Kutuzov.
—¡No puede usted creer eso! —protestó Bury.
—Como he dicho a los otros —dijo Kutuzov encogiéndose de hombros—, lo que yo crea no tiene importancia. Mi obligación es llevar al gobierno la máxima información. Con sólo esta nave, cualquier riesgo de pérdida significa pérdida de toda información. Pero esa nave espacial pajeña sería muy valiosa, ¿no lo cree usted, Excelencia? ¿Cuánto pagaría usted a la Marina porque le concediesen permiso para fabricar naves con ese impulsor?
—Pagaría mucho más porque se eliminase para siempre la amenaza pajeña —dijo Bury con energía.
—Humm. —El almirante se sentía inclinado a darle la razón a Bury.
Había ya bastantes problemas en el sector Trans-Saco de Carbón. Sólo Dios sabía cuántas colonias podían estar sublevándose, cuántos exteriores habrían hecho causa común contra el Imperio; los alienígenas eran un nuevo problema que la Marina no necesitaba.
—Aun así… la tecnología. Las posibilidades comerciales. Creí que estaría usted interesado.
—No podemos confiar en ellos —afirmó Bury.
Se esforzaba mucho por hablar con calma. Al almirante no le impresionaría un hombre incapaz de controlar sus emociones. Bury le entendía muy bien… su propio padre había sido así.
—Almirante, han matado a nuestros guardiamarinas. Supongo que no creerá usted ese cuento de que pretendieron aterrizar en el planeta. Y soltaron a aquellos monstruos en la MacArthur, y casi lograron introducirlos en la Lenin. —El comerciante se estremeció imperceptiblemente; le brillaron los ojos. El peligro había sido tan grande…—. Supongo que no permitirá usted que esos alienígenas penetren en el Imperio. Supongo que no les permitirá subir a su nave.
Monstruos capaces de leer el pensamiento. Telépatas o no, leían el pensamiento. Bury luchaba por controlar su desesperación: si hasta el almirante Kutuzov empezaba a creer las mentiras de los alienígenas, ¿qué posibilidades tenía el Imperio? La nueva tecnología podía emocionar extraordinariamente a los miembros de la asociación de comerciantes imperiales, y sólo la Marina tenía bastante influencia para bloquear las peticiones de comercio que solicitaría la asociación. ¡Había que hacer algo!
—Me pregunto si no se dejará influir demasiado por el doctor Horvath… —dijo Bury.
El almirante frunció el ceño, y Horace Bury sonrió para sí. Horvath. Ésa era la clave, enfrentar a Horvath con el almirante. Alguien tenía que…
Anthony Horvath se sentía en aquel momento muy bien y muy cómodo, pese a la aceleración de una gravedad y media. La nave regalo era espaciosa y tenía incluso cuidadosos detalles de lujo entre sus innumerables maravillas. Estaba la ducha, con media docena de regaderas ajustables dispuestas en distintos ángulos y un cedazo molecular para recuperar el agua. Había una partida de comidas pajeñas precongeladas, que con ayuda de los hornos microondulares podían convertirse en una gran variedad de platos. Incluso los fracasos culinarios eran… interesantes. Había café sintético pero bueno, e incluso vino. Para mayor comodidad, la Lenin y Kutuzov estaban a tranquilizadora distancia. A bordo de la nave de combate iban todos hacinados como mercancías en una nave mercante, en cabinas atestadas y durmiendo en los pasillos, mientras Horvath paseaba allí a su antojo. Cogió el micrófono y continuó su dictado con otro suspiro de satisfacción. Todo iba bien… con las palabras…
—Gran parte de lo que construyen los pajeños tiene objetivos múltiples —decía a su computadora—. Esta nave es en sí una prueba de inteligencia, pretendiérase o no. Los pajeños aprenderán mucho sobre nuestra capacidad teniendo en cuenta el tiempo que tarda nuestra tripulación en controlar adecuadamente esta nave. Sospecho que sus propios Marrones la tendrían en marcha y perfectamente controlada en el plazo de una hora, pero hay que tener en cuenta que un Marrón no tendría ninguna dificultad para concentrarse en la maquinaria varios días seguidos. Los humanos lo suficientemente inteligentes para tales tareas las encuentran terriblemente aburridas, y tenemos por costumbre que los tripulantes hagan guardias mientras sus oficiales permanecen de servicio para resolver cualquier problema. Reaccionamos más lentamente y necesitamos personal para realizar tareas que a los pajeños individuales les parecen muy simples.
»Los pajeños nos han dicho también mucho sobre sí mismos. Por ejemplo, nosotros utilizamos humanos como respaldo de los sistemas automáticos, aunque a menudo omitamos la automatización con el fin de dar empleo constante a los humanos necesarios para emergencias, pero por lo demás superfinos. Los pajeños parecen deficientes en la tecnología de las computadoras, y rara vez automatizan algo. Por el contrario, emplean a una o más subespecies como computadoras biológicas, y parecen tener un suministro adecuado en ellas. Pero no es una opción que esté abierta a los humanos.
Hizo una pausa para pensar y miró a su alrededor.
—Ah. Luego están las estatuas.
Horvath cogió una y sonrió. Las habían colocado como soldados de juguete sobre la mesa ante él: una docena de figurillas pajeñas de plástico transparente. A través del plástico se veían los órganos internos con vividos colores y muchos detalles. Las miró de nuevo y luego frunció el ceño. Aquello tenía que llevarse de vuelta al Imperio.
En realidad, hubo de admitir, no había tanto motivo para llevar aquello. El plástico nada tenía de especial, y las estatuillas estaban registradas con todo detalle; cualquier buen formador de plástico podría programarse para producir mil en una hora. Y en realidad, aquéllas debían de haberlas hecho del mismo modo. Pero eran alienígenas, y eran un obsequio, y él las quería para su despacho, o para el museo de Nueva Escocia. ¡Que Esparta se quedase con las copias para variar!
Podía identificar la mayoría de las formas inmediatamente: Ingeniero, Mediador, Amo; la inmensa figura de un Porteador, un musculoso Ingeniero de manos anchas y fuertes y grandes pies, probablemente un Campesino. Un pequeño Relojero (¡Malditos Marrones! Dos veces maldito el almirante que no había dejado que los pajeños ayudasen a exterminarlos). Había un Médico de largos dedos y cabeza pequeña. Al lado, había un flaco Corredor que parecía todo piernas… Horvath habló de nuevo a su computadora.
—La cabeza del Corredor es pequeña, pero tiene una frente abultada. Yo creo que el Corredor no es un ser inteligente pero que tiene capacidad verbal para memorizar y transmitir mensajes. Quizás pueda seguir instrucciones elementales. El Corredor debe de haber evolucionado como portador de mensajes especializado antes de que la civilización llegase al estadio del teléfono, y se mantiene ahora por razones tradicionales más que de utilidad. Por la estructura cerebral resulta evidente que el Relojero nunca podría haber memorizado o transmitido mensajes. El lóbulo parietal está muy poco desarrollado. —Aquello era para Kutuzov.
—Estas estatuillas son sumamente detalladas —prosiguió—. Se desmontan como rompecabezas mostrando los detalles interiores. Aunque no conocemos la función de la mayor parte de los órganos internos, podemos estar seguros de que se dividen diferencialmente de modo distinto a los órganos humanos, y que es posible que la filosofía a que se atienen los pajeños para diseñar sus aparatos, sobreponiendo funciones múltiples, esté presente también en su sistema anatómico. Hemos identificado ya el corazón y los pulmones; estos últimos consisten en dos lóbulos distintos de desigual tamaño.
El capellán Hardy se abrazó al quicio cuando disminuyó la aceleración de la nave, luego se incorporó. Cuando los Ingenieros estabilizaron la velocidad entró y se sentó tranquilamente sin hablar. Horvath le saludó con un gesto y continuó su dictado.
—La única zona en que las estatuillas son vagas e indiferenciadas es en los órganos reproductores. —Horvath sonrió e hizo un guiño al capellán; realmente estaba contento—. Los pajeños han sido siempre muy reticentes sobre la sexualidad. Estas estatuillas quizás sean muñecos educativos para los niños; desde luego fueron fabricadas en serie. Si es así (en realidad tenemos que preguntarles a los pajeños si tenemos posibilidad) quiere decir que la cultura pajeña comparte algunas similitudes con la de los humanos.
Horvath frunció el ceño. La educación sexual de los jóvenes era un problema periódico de la humanidad. A veces era algo totalmente explícito y general, y en otros períodos de la historia desaparecía del todo. En las partes civilizadas del Imperio estas cuestiones se dejaban entonces a los libros, pero había muchos planetas recién descubiertos donde todo el asunto era para los subadolescentes conocimiento prohibido.
—Por supuesto puede ser una cuestión de simple eficiencia —continuó Horvath—. Estatuas destinadas a diferenciar los órganos sexuales quizás exigiesen el triple de figurillas, unas para los machos, otras para las hembras y otras para la propia fase reproductiva. Ya indiqué que hay una sola glándula mamaria desarrollada en todas las especies, y creo que nos dijeron que todos los pajeños pueden dar de mamar a los pequeños.
Dejó de dictar y accionó varios instrumentos de la computadora. Sobre la pantalla comenzaron a fluir palabras.
—Sí. Y esta mama única está siempre del lado derecho, o al menos del lado contrario al brazo único destinado al trabajo pesado. Así pueden sostener a la cría con el brazo más fuerte, mientras quedan libres los brazos derechos para acariciarla y cuidarla; esto es muy lógico, dada la ultrasensibilidad y las densas terminaciones sensoriales nerviosas de los brazos derechos.
Carraspeó e hizo una seña a Hardy para que se sirviera algo de beber.
—La mama única de las formas superiores indica claramente que deben de ser sumamente raros los partos múltiples entre los pajeños de las castas superiores. Sin embargo, deben de darse con frecuencia en la casta de los Relojeros, o al menos debe suceder después de que la criatura ha dado a luz ya varias crías. Podemos estar seguros de que los vestigios de mamas que hay en el costado derecho de las miniaturas se convierten en órganos plenos en cierta etapa de su desarrollo; de no ser así nunca podría haberse multiplicado su número con tanta rapidez a bordo de la MacArthur. —Dejó la caja—. ¿Qué tal, David?
—Muy bien. Este juguete pajeño me tiene fascinado. Es un juego de lógica, no hay duda, y muy bueno. Un jugador elige un criterio para distribuir en categorías los distintos objetos, y los otros jugadores intentan descubrir el criterio y demostrarlo. Muy interesante.
—Ah. Quizás el señor Bury quiera comercializarlo.
—La Iglesia podría comprar unos cuantos —dijo Hardy—. Serían útiles para la formación de los teólogos. Dudo que interese mucho a la mayoría de la población. Demasiado difícil. —Miró las estatuillas y frunció el ceño—. Parece haber por lo menos una forma perdida, ¿se da cuenta?
Horvath asintió.
—El animal no inteligente que vimos en el zoo. Los pajeños no querían hablar de él cuando estábamos allí.
—Ni después —añadió Hardy—. Se lo pregunté a mi Fyunch(click) y cambió de conversación.
—Otro misterio para los futuros investigadores —dijo Horvath—. Aunque podríamos también evitar el tema en presencia de los pajeños. No deberíamos preguntar a sus embajadores, por ejemplo —hizo una pausa invitadora.
David Hardy sonrió suavemente, pero no aceptó la invitación.
—Bueno —dijo Horvath—. Sabe, no hay muchas cosas de que los pajeños no quieran hablar, y me pregunto por qué se mostrarán tan silenciosos respecto a esa casta. Estoy casi seguro de que no era un antepasado de las otras formas pajeñas… no era un mono, o un simio, como si dijésemos.
Hardy bebió un trago de coñac. Era muy bueno, y se preguntó dónde habrían conseguido los pajeños el modelo para reproducirlo. Era sin duda sintético, y Hardy pensó que podía percibir la diferencia, pero tenía que esforzarse.
—Fueron muy amables al poner esto a bordo. —Bebió de nuevo.
—Es lástima que tengamos que abandonar todo esto —dijo Horvath—. De todos modos nos va muy bien con las grabaciones y registros que estamos haciendo. Hologramas, rayos X, densidades de masa, emisiones de tadon y hemos desmontado todo lo que se desmonta para comprobar las piezas. El teniente Sinclair nos ha ayudado mucho… La Marina puede ser muy útil a veces. Me gustaría que lo fuese siempre.
—¿Ha pensado usted en el problema desde el punto de vista de la Marina? Si usted se equivoca en sus suposiciones, pierde alguna información. Si ellos se equivocan, ponen en peligro a toda la especie.
—Vamos, por muy avanzados que estuviesen los pajeños, no hay bastantes simplemente para amenazar al Imperio. Lo sabe perfectamente, David.
—Supongo que sí, Anthony. Tampoco yo creo que los pajeños sean una amenaza. Por otra parte no puedo creer que sean tan sencillos y abiertos como usted parece creer. Por supuesto, he tenido más tiempo que usted para pensar en ellos…
—¿Eh? —exclamó Horvath.
Le gustaba el capellán Hardy. El eclesiástico siempre tenía historias interesantes e ideas sugestivas que exponer. Por supuesto era bastante hábil con las palabras, su profesión se lo exigía, pero no era un sacerdote típico… ni tampoco un hombre de la Marina típico.
—No puedo hacer —dijo Hardy sonriendo— ninguna de mis tareas normales, sabe. ¿Arqueología lingüística? Ni siquiera he sido capaz de aprender el lenguaje pajeño. En cuanto al encargo que me hizo la Iglesia, dudo que haya pruebas suficientes para decidir nada. Mis deberes como capellán de la nave me ocupan muy poco tiempo… ¿Qué otra cosa puedo hacer más que pensar en los pajeños? —sonrió de nuevo—. Y considere el problema que tendrán los misioneros en la próxima expedición.
—¿Cree que la Iglesia enviará una misión?
—¿Por qué no? Desde luego, no puedo plantear ninguna objeción teológica. Sin embargo, puede que sea inútil… —Hardy rió entre dientes—. Recuerdo una historia de unos misioneros en el Cielo. Estaban discutiendo sobre su trabajo anterior, y uno se puso a hablar de los miles que había convertido. Otro a presumir de que había hecho volver a la Iglesia a todo un planeta de pecadores. Por último, se volvieron a un pequeño capellán que estaba en el extremo de la mesa y le preguntaron cuántas almas había salvado. «Una.» Esta anécdota está destinada a ejemplificar un principio moral, pero pienso inevitablemente que las misiones a Paja Uno pueden hacerla real…
—David —dijo Horvath; había en su voz un tono de urgencia—. La Iglesia tiene que ejercer una influencia importante en la política imperial respecto a los pajeños. Y estoy seguro de que sabe que el cardenal concederá gran importancia a las opiniones que emita usted cuando informe en Nueva Roma. Supongo que se da cuenta de que lo que usted diga sobre los pajeños influirá tanto como… maldita sea, influirá más. Más que el informe científico, e incluso más quizás que el de la Marina.
—Soy consciente de ello. —Hardy se había puesto serio—. Yo no busco esa influencia, Anthony. Pero me doy cuenta de la situación.
—Está bien. —Horvath no quería presionar más. Nunca pretendía presionar demasiado, aunque a veces se olvidaba de sus intenciones.
Sin embargo desde que había ingresado en la administración científica, había tenido que aprender a luchar por sus presupuestos. Lanzó un profundo suspiro y cambió de táctica.
—Me gustaría que me ayudara usted ahora mismo en algo. Me gustaría que nos llevásemos de vuelta estas estatuillas.
—¿Por qué no llevarnos toda la nave? —preguntó Hardy—. Me gustaría que lo hiciéramos.
Bebió más coñac y carraspeó otra vez. Era mucho más fácil hablar de los pajeños que sobre la política Imperial.
—He visto que ha prestado usted bastante atención a las zonas en blanco de las estatuillas —dijo con picardía. Horvath frunció el ceño.
—¿De veras? Bueno, quizás. Quizás lo hiciese.
—Debió dedicar mucho más tiempo a pensar en eso. ¿No le pareció que fuese ésa otra zona de reticencia pajeña?
—En realidad no.
—Pues a mi sí. Me desconcierta.
Horvath se encogió de hombros, luego sirvió coñac para los dos. No tenía sentido escatimarlo si iban a tener que abandonarlo después.
—Probablemente piensen que sus vidas sexuales no son asunto nuestro. ¿Qué detalles les dimos nosotros sobre eso?
—Muchos. Yo tuve una vida matrimonial larga y feliz —dijo el capellán Hardy—. Quizás no sea un experto en lo que hace que sea feliz una relación amorosa, pero sé suficiente para enseñar a los pajeños todo lo que necesitan saber. No les oculté nada, y tengo entendido que Sally Fowler tampoco lo hizo. Después de todo, son alienígenas… no podemos tentarles ni hacerles desear. —Hardy sonrió.
También sonrió Horvath.
—Tiene usted razón —asintió pensativo—. Dígame, David… ¿por qué insistió el almirante en destruir los cadáveres después del funeral?
—Bueno, debería haber pensado en eso… sí. Y nadie protestó. No queríamos que los alienígenas diseccionaran a nuestros camaradas.
—Exactamente. No queríamos ocultar nada, sólo nos repugnaba el que unos alienígenas descuartizaran a hombres muertos. Es algo en lo que el Zar y yo estamos de acuerdo. Ahora, David, ¿cree usted que los pajeños piensan igual sobre su propia reproducción?
Hardy pensó unos instantes en aquello.
—Por lo que sé, no me parece imposible. Muchas sociedades humanas han sentido lo mismo respecto a las fotografías, por ejemplo. Y muchas aún lo sienten. —Bebió un trago más de coñac—. Anthony, sencillamente no lo creo. No tengo nada mejor que ofrecer, pero no creo que haya dado usted con la clave. Lo que necesitamos es una larga conferencia con un antropólogo.
—Ese maldito almirante no la quiere dejar subir a bordo —gruñó Horvath, pero dejó que la cólera pasase enseguida—. Apuesto a que ella aún está furiosa.
Sally no estaba furiosa. Había agotado ya su vocabulario. Mientras Hardy y Horvath y los demás examinaban alegremente los regalos pajeños, ella tenía que contentarse con holografías e informes dictados.
Ahora no podía concentrarse. Se daba cuenta de que había leído cinco veces el mismo párrafo. Dejó el informe. Maldito Rod Blaine. No tenía ningún derecho a preocuparla de aquel modo.
Alguien llamó a la puerta del camarote. Sally abrió rápidamente.
—Sí… Oh. Hola, señor Renner.
—¿Esperaba a otra persona? —preguntó tímidamente Renner—. Pareció desilusionarse al ver que era yo. No es muy halagador.
—Lo siento. No, no esperaba a nadie ¿Decía usted algo?
—No.
—Creí que… Señor Renner, creí que decía usted «extinto».
—¿Ha trabajado usted mucho? —preguntó Renner.
Miró el camarote. El escritorio, normalmente ordenado, estaba lleno de papeles, dibujos y copias. Sobre la cubierta de acero, junto a un mamparo, estaba tirado uno de los informes de Horvath. Renner movió los labios en lo que podía haber sido una semisonrisa.
Sally siguió su mirada y enrojeció.
—No mucho —admitió.
Renner le había dicho que iba a visitar a Rod en su camarote, y ella esperaba que le dijese algo. Y esperó. Finalmente cedió.
—Está bien. No he hecho nada. ¿Cómo está él?
—Como un saco de cristales rotos.
—Oh —aquello la deprimía.
—Perdió su nave. Por supuesto está muy deprimido. Escuche, no permita que nadie le diga que perder una nave es como perder a una mujer. No es así. Se parece mucho más a ver destruido el planeta natal.
—Es… ¿cree que puedo hacer algo? Renner la miró fijamente.
—Extinto, le digo. Por supuesto que puede hacer algo. Puede ayudarle, echarle una mano. O simplemente sentarse con él. Si puede seguir con la mirada fija en la pared estando usted en la habitación, supongo que debemos considerarle un caso perdido. Debemos pensar que resultó alcanzado por el fuego durante la lucha.
—¿Cómo dice? No resultó herido…
—Por supuesto que no. Quería decir que… olvídelo. Mire, basta con que llame a su puerta, ¿lo hará?
Kevin la empujó hacia el pasillo y sin saber cómo ella se encontró caminando pasillo adelante. Al volverse desconcertada, Renner le indicó la puerta.
—Yo entraré a tomar un trago.
Bueno, pensó ella. Ahora resulta que son los capitanes mercantes los que tienen que decir a los aristócratas cómo deben comportarse entre sí… No tenía sentido quedarse en el pasillo. Llamó.
—Adelante.
Sally entró rápidamente.
—Hola —dijo. Oh, Dios mío. Tiene un aspecto horrible; y ese uniforme que le sobra por todas partes… Tengo que hacer algo—. ¿Ocupado?
—No. Sólo pensaba en una cosa que dijo el señor Renner. ¿Sabía usted que en el fondo Kevin Renner cree realmente en el Imperio?
Miró a su alrededor buscando una silla. No tenía sentido que esperase a que él la invitara. Se sentó.
—Es un oficial de la Marina, ¿no?
—Oh, sí, claro que apoya al Imperio, porque si no no ocuparía ese cargo… pero quiero decir que cree realmente que nosotros sabemos lo que estamos haciendo. Sorprendente.
—¿No lo sabemos? —preguntó ella vacilante—. Porque si no lo sabemos corre grave peligro toda la especie humana.
—Recuerdo que creía que lo sabía —dijo Rod.
Aquello parecía un poco ridículo. Había una larga lista de temas que discutir con la única chica en diez parsecs antes de tocar la teoría política.
—Tiene usted buen aspecto. ¿Cómo es posible? Debe de haberlo perdido todo.
—No, tenía mi maletín de viaje. La ropa que llevé a Paja Uno, ¿recuerda? —luego no pudo evitarlo y se echó a reír—. Rod, ¿se da cuenta del aspecto que tiene con el uniforme del capitán Mijailov? No son ustedes del mismo tamaño en ninguna dimensión. ¡Bueno! ¡Déjelo ya! No empiece a preocuparse por eso, Rod Blaine.
Llevó un rato, pero ella ganó. Lo supo cuando Rod miró los grandes pliegues que había hecho en el capote para que no pareciese una tienda de campaña. Lentamente sonrió.
—Imagino que no me citarían en la lista de hombres más elegantes de la corte del Times…
—No…
Estaban sentados en silencio y ella intentaba pensar algo que decir. Maldita sea, se decía, ¿por qué me es tan difícil hablar con él? Tío Ben dice que yo hablo demasiado, y sin embargo no se me ocurre nada que decir.
—¿Qué fue lo que le dijo el señor Renner?
—Me recordó mis deberes. Me había olvidado de que aún tenía algunos. Pero creo que tiene razón, la vida sigue, incluso para un capitán que ha perdido su nave… —Hubo más silencio, y el aire pareció de nuevo sofocante V pesado.
¿Y qué digo ahora?
—Llevaba usted… llevaba mucho tiempo con la MacArthur, ¿verdad?
—Tres años. Dos como oficial y uno como capitán. Y ahora la nave no existe… Será mejor que no empiece otra vez con eso. ¿Y qué ha hecho usted?
—Me lo preguntó, ¿recuerda? Estuve estudiando los datos de Paja Uno; y los informes sobre la nave que nos regalaron… y pensando en lo que podría decir para convencer al almirante de que debemos llevar con nosotros a los embajadores pajeños. Tenemos que convencerle, Rod, no hay más remedio. Me gustaría que pudiésemos hablar de otra cosa, y habrá mucho; tiempo después de abandonar el sistema pajeño. —Y pasaremos mucho tiempo juntos, además, ahora que ha desaparecido la MacArthur. Sinceramente, creo que me alegro un poco de la muerte de mi rival. Será mejor que no sospeche eso de mí—. Pero, Rod, tenemos tan poco tiempo, y no se me ocurre nada…
Blaine se rascó el puente de la nariz. ¿Cuándo dejarás de ser el Hombre de las Lamentaciones y empezarás a actuar como el futuro marqués?
—Está bien, Sally. Veremos lo que se puede hacer. Siempre que permita usted que Kelley nos sirva la cena aquí.
—De acuerdo —dijo ella con una amplia sonrisa.
Horace Bury no era un hombre feliz.
Si había sido difícil tratar con la tripulación de la MacArthur, aún lo era más tratar con la de la Lenin. Eran ekaterianos, fanáticos imperiales, y se trataba además de una tripulación escogida a las órdenes de un almirante y un capitán de su mundo natal. Hubiese sido más fácil influir en las Hermandades Espartanas.
Bury sabía todo esto de antemano, pero tenía aquella desdichada necesidad de dominar y controlar su medio en cualquier circunstancia; y apenas si tenía con qué trabajar.
Su situación a bordo era aún más ambigua que antes. El capitán Mijailov y el almirante sabían que tenía que permanecer bajo el control personal de Blaine, sin que pesase sobre él ninguna acusación oficial, pero sin poder disfrutar tampoco de libertad plena. Mijailov resolvió el problema asignando como criados de Bury a varios infantes de marina y poniendo a un hombre de Blaine, Kelley, al cargo de estos soldados. Así que siempre que Bury abandonaba su camarote los soldados le seguían por toda la nave.
Intentó hablar con los tripulantes de la Lenin. Pocos le escucharon. Quizás hubiesen oído rumores de lo que podía ofrecer y temiesen que los infantes de marina de la MacArthur les denunciasen. Quizás le considerasen sospechoso de traición y le odiasen.
Un comerciante necesita paciencia, y Bury tenía más que la mayoría. Aun así, le resultaba difícil controlarse cuando no podía controlar nada más; cuando no había nada que hacer más que sentarse y esperar, su inquieto temperamento le sumía en solitarios ataques de cólera. En público, sin embargo, era capaz de controlarse siempre. Fuera de su camarote, Bury se mostraba tranquilo, relajado, resultaba un conversador hábil, agradable incluso para el almirante Kutuzov. Y quizás especialmente para él…
Esto le dio acceso a los oficiales de la Lenin, pero éstos eran muy formalistas, y cuando él quería hablarles solían decir que estaban muy ocupados. Bury pronto descubrió que sólo había tres temas seguros: los juegos de cartas, los pajeños y el té. Si la MacArthur utilizaba como combustible el café, la Lenin se servía del té; y los bebedores de té suelen hablar más del tema, y conocerlo mejor, que los bebedores de café. Las naves de Bury comerciaban en té lo mismo que en todo lo demás que pudiese reportarles beneficios, pero él no llevaba té, ni lo bebía.
En consecuencia, Bury pasaba interminables horas jugando a las cartas: los oficiales de la Lenin y de la MacArthur se alegraban de poder sentarse con él en su camarote, siempre más despejado que la sala de oficiales. Resultaba también fácil hablar de los pajeños con los oficiales de la Lenin… siempre hablaban en grupo, pero sentían curiosidad. Después de diez meses en el sistema pajeño, la mayoría no habían visto nunca un pajeño. Todos querían oír hablar de los alienígenas, y Bury estaba dispuesto a contar cosas.
Los intervalos entre los servicios se animaban cuando Bury hablaba del mundo pajeño, de los Mediadores capaces de leer el pensamiento aunque dijesen que no podían, del zoo, del Castillo, de las fincas feudales con su aspecto de fortalezas… Bury se había dado cuenta de esto. Y la conversación pasaba a los peligros. Los pajeños no les habían vendido armas, ni siquiera se las habían mostrado, porque planeaban un ataque y pretendían sorprenderles. Habían sembrado la MacArthur con miniaturas (fue casi el primer acto del primer pajeño con quien se encontraron) y aquellos animales insidiosos y hábiles se habían apoderado de la nave y habían estado a punto de escapar con todos los secretos militares del Imperio. Sólo la vigilancia del almirante Kutuzov había impedido el desastre total.
Y los pajeños se consideraban más inteligentes que los humanos. Consideraban a los humanos animales a los que tenían que domesticar, con suavidad a ser posible, pero domesticar, convertirlos en otra casta al servicio de aquellos amos casi invisibles.
Hablaba de los pajeños y los odiaba. En su mente parpadeaban imágenes, a veces ante el simple pensamiento de un pajeño, y siempre de noche, cuando intentaba dormir. Tenía pesadillas con un traje espacial y una armadura de combate de la Marina. Se aproximaba por detrás, y a través de la placa facial, brillaban tres pares de diminutos ojos. A veces el sueño terminaba en una nube de alienígenas de seis extremidades agonizando en el vacío, flotando alrededor de una cabeza humana; y Bury se dormía. Pero a veces la pesadilla le dejaba llamando a gritos a los soldados de la Lenin, mientras las miniaturas encerradas en el traje espacial penetraban en la nave, y Bury se despertaba sudando en frío. Tenía que advertir a los ekaterinianos.
Éstos le escuchaban, pero no le creían. Bury se daba cuenta. Le habían oído antes de subir a bordo, y habían oído sus gritos por la noche. Y creían que estaba loco.
Bury dio las gracias a Alá por Buckman más de una vez. El astrofísico era una persona extraña, pero Bury podía hablar con él. Al principio, la «guardia de honor» de infantes de marina que permanecía a la puerta de Bury había desconcertado a Buckman, pero al poco tiempo el científico la ignoraba como ignoraba la mayoría de las actividades inexplicables de sus semejantes.
Buckman había estudiado el trabajo de los pajeños en el Ojo de Murcheson y en el Saco de Carbón.
—¡Excelente trabajo! Hay cosas que quiero comprobar personalmente, no estoy seguro de algunas de sus hipótesis… pero ese condenado Kutuzov no me deja utilizar los telescopios de la Lenin.
—Buckman, ¿es posible que los pajeños sean más inteligentes que nosotros?
—Bueno, los que yo traté son más inteligentes que la mayoría de la gente que conozco. Por ejemplo mi cuñado… Pero usted quiere decir en general, ¿no? —Buckman se rascó la barbilla, pensando—. Podrían ser más listos que yo. Han hecho un trabajo excelente. Pero están más limitados de lo que creen. En todos sus millones de años sólo han podido examinar de cerca dos estrellas.
La definición de inteligencia de Buckman era bastante limitada.
Bury renunció en seguida a intentar convencer a Buckman de que los pajeños eran una amenaza. También Buckman pensaba que Bury estaba loco; pero para él estaban locos todos.
Gracias, Alá, por Buckman.
Los dos científicos civiles eran bastante cordiales pero, con la excepción de Buckman, sólo querían una cosa de Bury: un análisis de las posibilidades de comercio con los pajeños. Bury lo daba en seis palabras: ¡Cazarlos antes de que nos cacen! Hasta Kutuzov consideraba prematuro este juicio.
El almirante le escuchaba con bastante cortesía, y Bury creía que le había convencido de que había que dejar atrás a los embajadores pajeños, que sólo idiotas como Horvath subirían a un enemigo a bordo de la única nave capaz de advertir al Imperio sobre los alienígenas; pero ni siquiera esto era seguro.
En resumen, era una espléndida oportunidad para que Horace Bury practicara la paciencia. Si a veces la paciencia le abandonaba, sólo Nabil lo sabía; y Nabil estaba más allá de las sorpresas.
En la sala de oficiales de la Lenin había una fotografía del emperador. Leónidas IX miraba hacia la larga mesa de madera, y a ambos lados de su imagen había banderas imperiales y estandartes de guerra. Colgaban de los mamparos cuadros de batallas navales de la historia de ambos imperios, y en un rincón ardía una vela ante un icono de Santa Katerina. Había incluso un sistema de ventilación especial para que siguiera ardiendo en gravedad cero.
David Hardy no podía evitar una sonrisa ante aquel icono. La idea de una imagen como aquélla a bordo de una nave con aquel nombre resultaba divertida; suponía que o bien Kutuzov no sabía nada de la historia del comunismo (después de todo, había sido hacía mucho tiempo), o sus simpatías nacionalistas rusas le cegaban. Probablemente fuese lo primero, pues para la mayoría de los imperiales Lenin era el nombre de un héroe del pasado, un hombre conocido por la leyenda pero no con detalle. Había muchos así: César, Ivan el Terrible, Napoleón, Churchill, Stalin, Washington, Jefferson, Trotsky, todos más o menos contemporáneos (salvo para historiadores cuidadosos); vista desde suficiente distancia, la historia preatómica tiende a mezclarse.
La sala de oficiales comenzó a llenarse al entrar científicos y oficiales y ocupar sus puestos. Los infantes de marina reservaron dos asientos, la cabecera de la mesa y el situado inmediatamente a su derecha, aunque Horvath había intentado ocupar aquel asiento. El Ministro de Ciencias se encogió de hombros cuando los infantes de marina se lo impidieron hablándole en ruso, y se fue al otro extremo, donde desplazó a un biólogo, luego mandó retirarse a otro científico del lugar situado a su derecha e invitó a sentarse allí a David Hardy. Si el almirante quería jugar a los prestigios, allá él; pero Anthony Horvath sabía también algo del tema.
Observó cómo iban entrando los demás. Cargill, Sinclair y Renner entraron juntos. Luego Sally Fowler y el capitán Blaine… extraño, pensó Horvath, que Blaine pudiese entrar ahora en un salón lleno de gente sin ningún ceremonial. Un infante de marina indicó asientos a la izquierda de la cabecera de la mesa, pero Rod y Sally se sentaron hacia la mitad. Él podía permitírselo, pensó Horvath. Había nacido para su cargo. Bien, mi hijo podrá hacerlo también. Mi trabajo en esta expedición será suficiente para que se me incluya en la próxima lista de honores…
—¡Atención!
Los oficiales se levantaron, y también la mayoría de los científicos. Horvath lo pensó un momento y se levantó también. Miró a la puerta, esperando al almirante, pero el único que entró fue el capitán Mijailov. Así que tendremos que pasar por esto dos veces, pensó Horvath.
El almirante le engañó. Llegó justo cuando Mijailov alcanzaba su asiento, y murmuró:
—Continúen, caballeros —tan rápidamente que el infante de marina no tuvo posibilidad de anunciarle. Si alguien quería desairar a Kutuzov, tendría que buscar otra oportunidad.
—El teniente Borman leerá las instrucciones de la expedición —dijo fríamente Kutuzov.
—Sección doce. Consejo de Guerra. Párrafo primero. El vicealmirante al mando pedirá consejo al equipo científico y a los primeros oficiales de la MacArthur, salvo cuando la dilación ponga en peligro, ajuicio del almirante y sólo de él, la seguridad de la nave de combate Lenin.
«Párrafo dos. Si el jefe del equipo científico de esta expedición no estuviese de acuerdo con el vicealmirante al cargo, debe convocar un Consejo de Guerra para que aconseje al almirante. El jefe del equipo científico puede…
—Eso es suficiente, teniente Borman —dijo Kutuzov—. Siguiendo esas órdenes, y a petición formal del Ministro de Ciencias Horvath, se convoca este Consejo de Guerra para que asesore sobre la petición que han hecho los alienígenas de visitar el Imperio. Todo lo que aquí se diga quedará registrado. Puede usted empezar cuando quiera, señor Horvath.
Demonios, pensó Sally. Este ambiente es como el del presbiterio de San Pedro durante la misa mayor en Nueva Roma. El protocolo debe intimidar a todos los que no estén de acuerdo con Kutuzov.
—Gracias, almirante —dijo cortésmente Horvath—. Dado que la sesión puede ser larga (después de todo, señor, estamos discutiendo lo que puede ser la decisión más importante que todos nosotros hayamos tomado), creo que debemos pedir algo de beber. ¿No podría proporcionarnos su gente café, capitán Mijailov?
Kutuzov frunció el ceño, pero no había razón alguna para rechazar la petición.
Además rompía el hielo entre los que llenaban el compartimiento. Con los camareros y el olor del café y del té en el aire, se evaporaba gran parte de la rigidez protocolaria, tal como Horvath pretendía.
—Gracias. —Horvath estaba radiante—. Ahora, tal como todos saben, los pajeños nos han pedido que permitamos que envíen tres embajadores al Imperio. Esta embajada tendrá, me han dicho, plena autoridad para representar a la civilización pajeña, para firmar tratados de amistad y comercio, aprobar programas científicos comunes… no hace falta que siga. Las ventajas de llevarles ante el Virrey supongo que son evidentes. ¿No están de acuerdo?
Hubo un murmullo de aprobación. Kutuzov se mantenía tieso, los ojos oscuros achicados bajo las tupidas cejas, la cara una máscara moldeada con áspera arcilla.
—Sí —dijo Horvath—. Creo que es evidente que, si tenemos un medio de hacerlo, debemos tratar con toda cortesía a los embajadores pajeños. ¿No está de acuerdo, almirante Kutuzov?
Cazado en su propia trampa, pensó Sally. Esto se graba… tendrá que comportarse.
—Hemos perdido la MacArthur —dijo Kutuzov ásperamente—. Sólo nos queda esta nave. Doctor Horvath, ¿no estaba usted presente en la conferencia en la que el Virrey Merrill planeó esta expedición?
—Sí…
—Yo no, pero me la han contado. ¿No quedó claro entonces que no debía subir a bordo de esta nave ningún alienígena? Son órdenes directas del propio Virrey.
—Bueno… sí, señor. Pero el contexto indicaba claramente lo que el Virrey quería decir. No podría permitirse el acceso de alienígenas a la Lenin siempre que resultase evidente su hostilidad; así, hiciesen lo que hiciesen, la Lenin estaría segura. Pero sabemos muy bien que los pajeños no son hostiles. En las instrucciones finales de la expedición, Su Alteza deja la decisión al criterio de usted; no existe, pues, una prohibición oficial.
—Pero la decisión se dejó a mi criterio —dijo Kutuzov triunfalmente—. No entiendo por qué es diferente a las instrucciones verbales. Capitán Blaine, usted estaba presente: ¿me equivoco al suponer que Su Alteza dijo «que en ninguna circunstancia» abordarían los alienígenas la Lenin?
Rod tragó saliva.
—Sí, señor, pero…
—Creo que no hay más que hablar —le cortó el almirante.
—Oh, no —dijo suavemente Horvath—. Capitán Blaine, estaba usted a punto de continuar. Hágalo, por favor.
La sala de oficiales quedó en silencio. ¿Lo conseguirá?, se preguntaba Sally. ¿Qué puede hacerle el Zar? Puede ponerle las cosas difíciles en la Marina, pero…
—Sólo iba a decir, almirante, que Su Alteza no estaba tanto dando órdenes como indicando directrices. Creo que si hubiese pretendido obligarle a usted con ellas, no lo habría dejado a su discreción, señor. Lo habría incluido en las órdenes.
Muy bien, exclamó Sally silenciosamente.
Los ojos de Kutuzov se achicaron aún más. Pidió un té con un gesto a un camarero.
—Creo que subestima usted la confianza de Su Alteza en su juicio —dijo Horvath.
Sonaba a falso y se dio cuenta inmediatamente. Podía haberlo dicho cualquier otro, Hardy o Blaine, pero Horvath tenía miedo a lo que pudiesen decir ambos en aquella reunión. Eran los dos demasiado independientes.
—Gracias —dijo el almirante con una sonrisa—. Quizás confiase más en mí que en usted, doctor. Sí. Ha demostrado usted que puede obrar contra los deseos expresos del Virrey. Desde luego, yo no actuaré tan a la ligera. Y aún tiene usted que convencerme de que sea necesario. Puede volver otra expedición a por los embajadores.
—¿Enviarán otros después de un ultraje como éste? —estalló Sally. Todos la miraron—. Los pajeños no ha pedido tanto, almirante. Y su petición es muy razonable.
—¿Cree usted que se ofenderán si la rechazamos?
—No… no sé, almirante. Pudiera ser. Sí. Que se ofendieran mucho. Kutuzov asintió, como si pudiese entenderlo.
—Quizá sea menor el riesgo que se corre dejándoles entrar aquí, señora. Teniente Cargill. ¿Hizo usted el estudio que le pedí?
—Lo hice, señor —contestó con entusiasmo Jack Cargill—. El almirante me pidió que supusiera que los pajeños tienen los secretos del Impulsor y del Campo y que calculase su potencia militar en función de eso. He calculado su fuerza naval…
Hizo un gesto a un oficial y apareció un gráfico en la pantalla de intercomunicación de la sala de oficiales.
Se volvieron las cabezas y hubo un momento de sorprendido silencio. Alguien lanzó una exclamación. «¿Tantos?»… «¡Dios mío!»… «Pero eso es más que la flota del sector»…
Las curvas se elevaban abruptamente al principio, mostrando la relación entre naves de pasajeros y de carga pajeñas y naves de la Marina. Luego, se igualaban, pero más tarde empezaban a subir de nuevo.
—Puede verse que la amenaza es muy grave —dijo suavemente Cargill—. Dentro de dos años, los pajeños podrían reunir una flota que constituiría un serio desafío para toda la Marina imperial.
—Eso es ridículo —protestó Horvath.
—No lo es, señor —contestó Cargill—. He sido muy prudente en mis cálculos de su capacidad industrial. Tenemos las lecturas de neutrino y un buen cálculo de su generación energética (número de plantas de fusión, producción térmica), y supuse un nivel de eficiencia no superior al nuestro, aunque sospecho que sería más elevado. No hay duda de que les sobran trabajadores especializados.
—¿Y dónde van a conseguir los metales? —preguntó De Vandalia; el geólogo parecía desconcertado—. Han minado todo el planeta, y, si hemos de creer lo que nos dijeron, todos los asteroides.
—Pueden transformar los metales existentes. Artículos de lujo. Vehículos de transporte superfluos. En este momento, todos los Amos tienen una flota propia de automóviles y camiones que podrían fundirse. Carecen de algunas cosas, pero recordemos que los pajeños tienen todos los metales de un sistema planetario completo ya extraídos. —Cargill hablaba de corrido, como si esperase ya aquella objeción—. Una flota exige mucho metal, pero en realidad no es mucho comparando con los recursos de toda una civilización industrial.
—¡Muy bien, de acuerdo! —replicó Horvath—. Acepto los cálculos que ha hecho usted. Pero ¿por qué demonios considera que son unas cifras amenazadoras? Los pajeños no son una amenaza.
Cargill pareció enojarse.
—Es un término técnico. ‹Amenaza» en los servicios secretos alude a la capacidad…
—Y no a las intenciones. Eso ya nos lo ha dicho. Almirante, todo esto significa que haremos bien en ser corteses con esos embajadores, para que no se dediquen a construir naves de guerra.
—Mi interpretación no es ésa —dijo Kutuzov.
Parecía menos imperioso ahora; su voz tenía una modulación más suave, bien porque quería convencer a los otros, o bien porque se sentía más confiado, era algo que no estaba claro.
—Significa, a mi juicio —continuó—, que hemos de tomar todas las precauciones para evitar que los pajeños descubran el secreto del Campo Langston.
Hubo más silencio. Los gráficos de Cargill eran estremecedores en su sencillez. La flota pajeña era potencialmente mayor que las de todos los exteriores y rebeldes del sector unidas.
—Rod… ¿tiene razón? —preguntó Sally.
—Las cifras son correctas —murmuró hoscamente Blaine—. Pero… bien. Veamos —alzó la voz—. Almirante, de todos modos estoy seguro de que podemos proteger el Campo.
Kutuzov se volvió en silencio hacia él y le miró expectante.
—Primero, señor —dijo Rod cautamente—, existe el riesgo de que los pajeños hayan descubierto ya el secreto. Por las miniaturas. —Se pintó en su cara una mueca de dolor, y tuvo que esforzarse para no rascarse el puente de la nariz—. No creo que lo hayan conseguido, pero es posible. Segundo, pueden haberlo obtenido de los guardiamarinas perdidos. Tanto Whitbread como Staley sabían suficiente para facilitarles un buen principio…
—Sí. El señor Potter sabía más —secundó Sinclair—. Era un tipo muy estudioso, señor.
«Ridículo»… «Tan paranoico como el Zar»… «Está muerto.» Hablaban a la vez varios civiles. Sally se preguntaba qué estaba haciendo Rod, pero permanecía callada.
—Por último, los pajeños saben que existe el Campo. Todos hemos visto lo que son capaces de hacer… superficies sin fricción, permeabilidades diferenciales, reordenación de estructuras moleculares. ¡Consideren lo que hicieron las miniaturas con el generador de la MacArthur! Con sinceridad, almirante, dado que saben que el Campo es posible, es sólo cuestión de tiempo el que sus Ingenieros lo construyan. Por tanto, si bien la protección de nuestros secretos tecnológicos es importante, no puede ser la única consideración.
Hubo más cuchicheos nerviosos alrededor de la mesa, pero el almirante no escuchaba; parecía pensar en lo que había dicho Rod.
Horvath tomó aliento para hablar, pero se controló. Blaine había sido el Primero en conseguir impresionar visiblemente al almirante, y Horvath era lo bastante realista para saber que cualquier cosa que dijese sería rechazada automáticamente. Hizo una señal a Hardy.
—David, ¿puedes decir tú algo? —suplicó.
—Podemos tomar todas las precauciones que quiera —proclamó Sally—. Ellos aceptan la historia de la plaga, la crean o no. Dicen que sus embajadores están dispuestos a someterse a cuarentena… Supongo que no podrán eludir a los hombres de su servicio de seguridad, almirante. Y además, puede usted saltar tan pronto como suban a bordo.
—Eso es cierto —dijo Hardy pensativo—. Por supuesto, podemos irritar a los pajeños aún más tomando a sus embajadores… y no devolviéndolos nunca.
—¡Nosotros no haríamos eso! —protestó Horvath.
—Podríamos hacerlo, Anthony. Sea realista. Si Su Majestad decide que los pajeños son peligrosos y la Marina que saben demasiado, jamás se les permitirá volver.
—En consecuencia, no hay ningún riesgo —dijo rápidamente Sally—. Ninguna amenaza para la Lenin de unos pajeños sometidos a cuarentena. Almirante, estoy segura de que es menos arriesgado llevarlos. De ese modo, no nos exponemos a ofenderles hasta que el príncipe Merrill, o Su Majestad, decidan sobre su futuro.
—Hum —Kutuzov bebió un sorbo de té. Había interés en sus ojos—. Es usted persuasiva, señora. Lo mismo que usted, capitán Blaine —hizo una pausa—. El señor Bury no fue invitado a esta conferencia. Creo que es momento de oírle. Contramaestre, traiga usted a Su Excelencia a la sala de oficiales.
—¡Da, almirante!
Esperaron. Varias conversaciones en murmullos alrededor de la mesa rompieron el silencio.
—Rod, estuvo usted muy bien —Sally resplandecía. Se inclinó y le estrechó la mano por debajo de la mesa—. Gracias.
Entró Bury, seguido de los inevitables infantes de marina. Kutuzov hizo una seña y se retiraron, dejando al parpadeante Bury al fondo del salón. Cargill se levantó para indicarle un lugar en la mesa.
Bury escuchó atentamente el resumen que hizo el teniente Borman de las discusiones. Si le sorprendió lo que oía, no lo demostró, pues su expresión se mantuvo cortésmente interesada.
—Solicito su consejo, Excelencia —dijo Kutuzov cuando acabó Borman—. Confieso que no deseo que esas criaturas suban a mi nave. Sin embargo, a menos que constituyan una amenaza para la seguridad de la Lenin, no creo que mi negativa esté justificada.
—Ah —Bury se mesó la barba mientras intentaba poner en orden sus pensamientos—. ¿Saben ustedes que en mi opinión los pajeños son capaces de leer el pensamiento?
—¡Qué ridiculez! —exclamó Horvath.
—No es ninguna ridiculez —replicó Bury. Su voz era suave y lisa—. Quizás sea improbable, pero hay pruebas de una capacidad humana bastante insospechada. —Horvath comenzó a decir algo, pero Bury continuó suavemente—: No pruebas concluyentes, desde luego, pero son pruebas. Y cuando digo leer el pensamiento, no quiero decir necesariamente telepatía. Consideren la habilidad de los pajeños en el estudio de los humanos individuales, que es tal que pueden literalmente interpretar el papel de esa persona; interpretarlos tan bien que sus amigos no pueden apreciar la diferencia. Sólo la apariencia les traiciona. ¿Cuántas veces han visto a los soldados obedecer automáticamente las órdenes de un pajeño que imitaba a un oficial?
—Hable usted claro —pidió Horvath. Con aquello apenas podía argumentar; lo que Bury decía era del dominio público.
—En consecuencia, hagan esto por telepatía o por una identificación perfecta con los seres humanos, leen el pensamiento. Son, por lo tanto, las criaturas más persuasivas que puedan imaginarse. Saben exactamente cuáles son nuestras motivaciones, y exactamente qué argumentos esgrimir.
—¡Por amor de Dios! —explotó Horvath—. ¿Quiere decir que van a convencernos hablando de que les demos la Lenin?
—¿Puede usted estar seguro de que no pueden? ¿Absolutamente seguro, doctor?
David Hardy carraspeó. Todos se volvieron al capellán, y esto pareció ponerle un poco nervioso. Luego sonrió.
—Siempre supe que el estudio de los clásicos tendría algún valor práctico. ¿Conoce alguno de ustedes la República de Platón? No, por supuesto que no. Bien, en la primera página, Sócrates, al que se consideraba el más persuasivo de todos los hombres, se entera por sus amigos de que o bien permanece toda la noche con ellos por su voluntad, o bien lo hará por la fuerza. Sócrates pregunta razonablemente si no hay una alternativa… ¿podría persuadirles de que le dejasen irse a casa? La respuesta, por supuesto, es que no podría porque sus amigos no le escucharían.
Hubo un breve silencio.
—Oh —dijo Sally—. Por supuesto. Si los pajeños no conociesen nunca al almirante Kutuzov o al capitán Mijailov (o a ninguno de los miembros de la tripulación de la Lenin), ¿cómo iban a contarles nada? Supongo, señor Bury, que no creerá que podrían inducir a la tripulación de la MacArthur a amotinarse.
Bury se encogió de hombros.
—Señora, con todos los respetos, ¿ha pensado usted lo que pueden ofrecer los pajeños? Más riqueza de la que existe en todo el Imperio. Muchos hombres se han dejado corromper por mucho menos…
Y usted también lo ha hecho, pensó Sally.
—Si son tan eficientes, ¿por qué no lo han hecho ya? —la voz de Kevin Renner tenía un tono burlón, que bordeaba la insubordinación. Como iba a abandonar el servicio tan pronto como regresaran a Nueva Escocia, Renner podía permitirse cualquier cosa de la que no se le pudiese acusar oficialmente.
—Puede que aún no hayan necesitado hacerlo —contestó Bury.
—Lo más probable es que no puedan hacerlo —replicó Renner—. Y si pudieran leer el pensamiento, tendrían ya todos nuestros secretos. Tuvieron a Sinclair, que sabe arreglarlo todo en la Marina… tenían un Fyunch(click) asignado al señor Blaine, que debió de enterarse de todos los secretos políticos…
—Nunca estuvieron en contacto directo con el capitán Blaine —le recordó Bury.
—Tenían a la señorita Fowler, la tuvieron durante el tiempo que la necesitaron. —Renner rió entre dientes por algún chiste personal—. Ella debe de saber más sobre política imperial que la mayoría de nosotros. Señor Bury, los pajeños son buenos, pero no tanto, en la persecución o en la lectura del pensamiento.
—Me siento inclinado a darle la razón al señor Renner —añadió Hardy—. Aunque, desde luego, las precauciones sugeridas por la señorita Fowler serían adecuadas. Contacto con los alienígenas limitado a un puñado de elegidos: yo mismo, por ejemplo. Dudo que pudieran corromperme, pero aunque pudiesen, yo no tengo ninguna autoridad de mando. El señor Bury, si él aceptase. No, sugiero, el doctor Horvath o cualquier otro científico con acceso a equipo complejo, y ningún soldado salvo bajo supervisión directa y por intercomunicador. Quizás resulte duro para los pajeños, pero creo que la Lenin no correría mucho peligro.
—Hummm. Bien, ¿señor Bury? —preguntó Kutuzov.
—Pero… ¡Les aseguro que son peligrosos! Tienen una capacidad tecnológica increíble. Por la misericordia de Alá, ¿quién sabe lo que pueden construir a partir de objetos inofensivos? Armas, equipo de comunicación, sistemas de escape… —Bury ya no mantenía la calma y luchaba por contenerse.
—Retiro la sugerencia de que se dé acceso a los pajeños al señor Bury —dijo Hardy vigorosamente—. Dudo que sobreviviesen a la experiencia. Disculpe, Excelencia.
Bury murmuró en arábigo. Comprendió demasiado tarde que Hardy era lingüista.
—Oh, seguro que no —dijo Hardy con una sonrisa—. Conozco a mis antepasados mucho mejor que eso.
—Ya lo veo, almirante —dijo Bury—. Veo que no he sido suficientemente persuasivo. Lo siento, porque por una vez no me impulsaba nada más que el bienestar del Imperio. Si buscase sólo los beneficios… comprendo perfectamente el comercio potencial y la riqueza que podrían reportarnos nuestras relaciones con los pajeños. Pero les considero el mayor peligro con que se haya enfrentado la raza humana.
—Da —dijo decididamente Kutuzov—. En esto quizá estemos de acuerdo si añadimos una palabra: peligro potencial, Excelencia. Lo que aquí consideramos es riesgo menor, y a menos que haya un riesgo para la Lenin estoy convencido de que es menor riesgo transportar a esos embajadores en las condiciones convenidas por el capellán Hardy. Doctor Horvath, ¿está usted de acuerdo?
—Si no hay otro medio de tratar con ellos, sí. Pero me parece vergonzoso hacerlo así…
—Bah. Capitán Blaine, ¿está usted de acuerdo?
Blaine se rascó la punta de la nariz.
—Sí, señor. Llevarlos es el menor riesgo… si los pajeños son una amenaza, podremos probarlo, y podemos aprender algo de los embajadores.
—¿Señora?
—Estoy de acuerdo con el doctor Horvath…
—Gracias —Kutuzov parecía estar chupando limones; tenía la cara crispada como si pasase por un calvario—. Capitán Mijailov. Disponga las cosas para que se confine a los pajeños en lugar seguro. El pretexto es el peligro de infección, pero se ocupará usted de que no puedan escapar. Capitán Blaine, informará a los pajeños que subiremos a bordo a sus embajadores, pero puede que no quieran venir cuando sepan las condiciones. Sin herramientas, sin armas, el equipaje debe ser inspeccionado y sellado, y no podrán disponer de él durante el trayecto. Ninguna miniatura ni otras castas inferiores, sólo diplomáticos. Den las razones que quieran, pero estas condiciones no están sujetas a cambio. —Se levantó bruscamente.
—Almirante, ¿y la nave obsequio? —preguntó Horvath—. No podemos tomar…
Su voz se apagó, porque no había nadie con quien hablar… El almirante había salido de la sala de oficiales.
Kutuzov le llamaba el punto Alderson. Los refugiados de la MacArthur solían llamarle el punto de Eddie el Loco, y algunos tripulantes de la Lenin estaban adquiriendo el mismo hábito. Estaba sobre el plano del sistema pajeño, y era bastante difícil de encontrar. Esta vez no habría problema.
—Limítese a proyectar la ruta de la nave pajeña hasta la intercesión de la línea recta entre la Paja y el Ojo de Murcheson —dijo Renner al capitán Mijailov—. Se acercará usted bastante, señor.
—¿Tan eficiente es la astronavegación pajeña? —preguntó incrédulo Mijailov.
—Sí, para volverle a uno loco. Pero pueden hacerlo; con una aceleración constante.
—Hay otra nave que se dirige a ese punto desde la Paja —dijo Kutuzov; se adelantó al capitán Mijailov para ajustar los controles a la pantalla del puente, y frente a ellos brillaron los vectores—. Llegará mucho antes de irnos nosotros.
—Es una nave cisterna —dijo con firmeza Renner—. Y apuesto cualquier cosa a que la nave que lleva a los embajadores es ligera, transparente y tan evidentemente inofensiva que nadie podría sospechar nada de ella, señor.
—Quiere usted decir que ni siquiera yo —dijo Kutuzov; Renner vio que ninguna sonrisa acompañaba a las palabras—. Gracias, señor Renner. Continuará usted ayudando al capitán Mijailov.
Habían dejado atrás los asteroides troyanos. Todos los científicos que iban a bordo querían los telescopios de la Lenin para examinar aquellos asteroides, y el almirante no puso ninguna objeción. No estaba claro si temía un ataque final desde los asteroides, o si compartía el deseo que tenían los civiles de saberlo todo sobre los pajeños, pero Buckman y los demás tuvieron su oportunidad.
Buckman pronto perdió interés. Los asteroides estaban totalmente civilizados y sus órbitas eran artificiales. No servían de gran cosa. Pero los otros no compartían ese punto de vista. Observaban la luz de los impulsores de fusión pajeños, medían los flujos de neutrino de las estaciones energéticas, veían flecos de luz que mostraban un espectro oscuro alrededor de las bandas verdes de clorofila y se preguntaban si había allí, bajo cúpulas inmensas, granjas… Era la única conclusión posible. Y toda roca lo bastante grande para verse tenía el cráter único característico que demostraba concluyentemente que el asteroide había sido trasladado.
En una ocasión Buckman recuperó su interés. Había estado examinando las órbitas de los asteroides como un favor a Horvath. De pronto se quedó con los ojos en blanco. Luego tecleó febrilmente códigos en la computadora y observó los resultados.
—Increíble.
—¿Qué es increíble?—preguntó paciente Horvath.
—La Colmena de Piedra estaba absolutamente fría.
—Sí. —Horvath tenía experiencia en sacarle información a Buckman.
—Supongamos que el resto de los asteroides lo están. Lo creo. Esas órbitas son perfectas… aunque la proyectáramos adelante o atrás lo que quisiéramos, jamás habría colisiones. Esas cosas pueden llevar ahí mucho tiempo.
Horvath continuó hablando consigo mismo. ¿Qué antigüedad tenía aquella civilización asteroidal? ¡Buckman pensaba en ciclos vitales estelares! No era extraño que la Colmena de Piedra se hubiese enfriado: los pajeños no hacían correcciones orbitales. Simplemente colocaron los asteroides donde los querían…
Bueno, pensó, es hora de volver a la nave regalo. No tardaremos mucho en tener que abandonarla… ¿Hará algún progreso Blaine?
Rod y Sally conferenciaban en aquel momento con el almirante. Estaban reunidos en el puente; que Rod supiese, sólo el almirante y su camarero habían visto alguna vez el interior del camarote de Kutuzov. Posiblemente ni el almirante, pues al parecer siempre estaba en el puente, sin perder de vista las pantallas, perpetuamente acechando una posible traición pajeña.
—Es una lástima —decía Kutuzov— Esa nave sería valiosa. Pero no podemos arriesgarnos a subirla a bordo. Sus mecanismos… ¿quién sabe la fusión que tiene? Y además estarían aquí los pajeños para aprovechar la ocasión…
—Así es, señor —confesó Rod cordialmente; dudaba que la nave obsequio significase una amenaza, pero tenía mecanismos que ni siquiera Sinclair era capaz de entender—. Estaba pensando en algunos de los otros artefactos. Piezas pequeñas. Esas estatuillas que tanto le gustan al capellán Hardy. Podríamos sellarlo todo en plástico, luego fundirlo todo en recipientes de acero y emplazarlo sobre el casco, dentro del Campo. Si los pajeños consiguen algo después de esas precauciones, quizá sea mejor que no volvamos a casa.
—Hum —el almirante se rascó la barbilla—. ¿Cree usted valiosos esos artefactos?
—Sí, señor. —Cuando Kutuzov decía valioso, quería decir algo distinto a lo que querían decir Sally o Horvath—. Cuanto más sepamos sobre la tecnología pajeña, mejores cálculos de amenaza podremos hacer Cargill y yo, señor.
—Da. Capitán, quiero su opinión sincera. ¿Qué piensa de los pajeños?
Sally hubo de hacer un esfuerzo para controlarse. No sabía lo que iba a decir Rod, que estaba demostrando ser todo un genio manejando al almirante.
—Puede decirse que estoy de acuerdo tanto con el doctor Horvath como con usted, señor —dijo Rod, encogiéndose de hombros; al ver que Kutuzov enarcaba las cejas, Rod se apresuró a añadir—: Podrían ser el mayor peligro que hayamos afrontado los hombres, o la mayor oportunidad potencial. O ambas cosas. Pero cuanto más sepamos sobre ellos, mejor… siempre que tomemos precauciones contra los peligros.
—Bien, capitán. Yo valoro su opinión. ¿Asumiría usted personalmente la responsabilidad de neutralizar cualquier amenaza de los artefactos pajeños que cojamos de esa nave? Quiero algo más que obediencia. Exigo su colaboración, su palabra de que no correrá ningún riesgo.
Esto no me hará muy popular ante Horvath, reflexionó Rod. Al principio el Ministro de Ciencias se alegrará de poder cogerlo todo; pero no tardará en querer algo de lo que yo no puedo estar seguro.
—De acuerdo, señor. Iré allí y lo veré por mí mismo. Bueno… necesitaré a la señorita Fowler.
Kutuzov achicó los ojos, mirándole.
—Bien. Será usted responsable de su seguridad.
—Por supuesto.
—Está bien. Adelante.
Cuando Rod y Sally dejaron el puente, el teniente Borman miró con curiosidad a su almirante. Se preguntó si estaría sonriendo. No, por supuesto que no. Era sencillamente imposible.
Si hubiese habido un oficial de rango superior al de Blaine presente en aquel momento. Kutuzov podría haberse explicado, pero no podía hablar de un capitán (y futuro marqués) con Borman. Lo que podía haber dicho, sin embargo, era: «Merece la pena arriesgar a la señorita Fowler para mantener activo a Blaine. Cuando no se pone a cavilar, es un buen oficial». Kutuzov podía no abandonar nunca el puente, pero la moral de sus oficiales formaba parte de sus deberes; y se lo tomaba muy en serio, como todos los deberes.
Empezaron a producirse conflictos inmediatamente, claro. Horvath lo quería todo, y suponía a Rod dispuesto a burlar al almirante; cuando descubrió que se tomaba en serio su promesa, terminó la luna de miel. A medio camino entre la cólera y las lágrimas, vio a la tripulación de Blaine que empezaba a desmontar la nave obsequio, arrancando delicados engranajes (cortando a veces al azar por si los pajeños hubiesen previsto lo que harían los humanos) y empaquetando los recipientes de plástico.
Para Rod fue aquél un nuevo período de actividad útil y además con Sally de compañera. Podían hablar durante horas seguidas cuando trabajaban. Podían beber coñac e invitar al capellán Hardy. Rod empezó a aprender algo de antropología escuchando a Sally y a Hardy discutir sobre sutilezas teóricas del desarrollo cultural.
Cuando estaban ya próximos al punto de Eddie el Loco, Horvath se puso casi frenético.
—Es usted igual que el almirante, Blaine —le dijo mientras veía a un técnico aplicar una máquina de soldar a un engranaje que generaba el campo complejo que alteraba las estructuras moleculares de otra cafetera mágica.
—Ya tenemos una de ésas a bordo de la Lenin. ¿Qué daño nos haría otra?
—La que tenemos no fue diseñada por pajeños que supiesen que iba a estar a bordo de la nave de combate —contestó Sally—. Ésta es distinta…
—Los pajeños siempre hacen cosas distintas —replicó Horvath—. Y usted es la peor de todos… más cauta que Blaine, Dios mío. Creía conocerla mejor.
Ella sonrió y se volvió.
—Mejor que corte también por allí —dijo al técnico.
—De acuerdo, señorita. —El técnico espacial cambió de sitio y empezó otra vez.
—Bah —Horvath salió de estampida a buscar a David Hardy. El capellán había asumido el papel de purificador, lo que no dejaba de ser justo; sin él, habrían cesado las comunicaciones en el transbordador en unas horas.
El técnico espacial terminó de separar el engranaje y lo empaquetó en una caja. Derramó plástico alrededor y selló la tapa.
—Hay que colocar un recipiente de acero fuera, señor. Yo lo soldaré.
—Bien. Adelante —le dijo Blaine—. Ya lo inspeccionaré más tarde. El técnico abandonó la cabina, y entonces Blaine se volvió a Sally:
—Sabes, no me había fijado, pero Horvath tiene razón. Eres más cauta que yo. ¿Por qué?
—No te preocupes por eso —dijo ella, y se encogió de hombros.
—No lo haré, entonces.
—Ahí tenemos esa protoestrella de Buckman —dijo; dio las luces, cogió a Rod de la mano y lo condujo hacia la escotilla de visión—. No me canso de mirarla.
Sus ojos tardaron unos segundos en ajustarse, pero luego el Saco de Carbón dejó de ser sólo negrura interminable. Después aparecieron los rojos y hubo un pequeño torbellino de rojo sobre negro.
Estaban muy juntos. Últimamente solían estarlo, y a Rod le agradaba. Recorrió la espina dorsal de ella con los dedos hasta que se dio cuenta de que estaba rascándole suavemente detrás de la oreja izquierda.
—Tendrás que hablar muy pronto con los embajadores pajeños —dijo ella—. ¿Has pensado lo que vas a decirles?
—Más o menos. Quizás hubiese sido mejor darles algún aviso, pero bueno, quizás sea más seguro al estilo del almirante.
—Dudo que sea muy distinto. Será hermoso volver a donde hay más estrellas. Me pregunto… Rod, ¿cómo piensas que serán los embajadores pajeños?
—Ni idea. Supongo que lo sabremos muy pronto. Hablas demasiado.
—Eso dice siempre mi tío Ben.
Callaron largo rato.
—Preparados. Llegan a bordo.
—ABRAN LAS ESCOTILLAS DE LA CUBIERTA HANGAR. SAQUEN LOS REMOLCADORES.
—PREPAREN LAS CABINAS.
El aparato descendió a las entrañas de la Lenin. Había otro bote con el equipaje de los pajeños; todo, incluso los trajes de presión que habían usado los pajeños a bordo, había sido transferido a otro bote. El vehículo de pasajeros aterrizó en las cubiertas de acero con un clunk.
—¡Compañía de la nave, ATENCIÓN!
—¡Infantes de marina, PRESENTEN ARMAS!
La cámara neumática se abrió y todo un coro de contramaestres hicieron sonar las gaitas. Apareció una cara marrón-y-blanca. Luego otra. Cuando los dos Mediadores salieron, apareció el tercer pajeño.
Era un blanco puro, con matas sedosas en los sobacos, y un tono gris alrededor del hocico y manchas por el torso.
—Un Amo viejo —susurró Blaine a Sally. Ella asintió. El impacto de los rayos cósmicos sobre los folículos capilares tenía los mismos efectos en los pajeños que en los humanos.
Horvath avanzó hasta el final de la línea de infantes de marina y auxiliares.
—Bienvenidos a bordo —dijo—. Me alegro de verles… éste es un momento histórico.
—Esperamos que para ambas razas —contestó el primer Mediador.
—En nombre de la Marina les doy la bienvenida a bordo —dijo Rod—. Debo pedir disculpas por las preocupaciones de cuarentena, pero…
—No se preocupe por eso —dijo un pajeño—. Yo soy Jock. Y éste es Charlie —señaló al otro Mediador—. Los nombres son sólo una convención; no podrían ustedes pronunciar los nuestros. —Se volvió al Amo blanco, y gorjeó, terminando con—: Capitán Roderick Blaine y ministro Anthony Horvath —luego se volvió a los humanos—. Señor ministro Horvath, le presento al embajador. Solicita que le llamen Ivan.
Rod se inclinó. Nunca se había visto cara a cara con un pajeño, y sentía un vivo impulso de acercarse a él y palparle la piel. Un blanco macho.
—La guardia de honor les conducirá a sus dependencias —dijo Rod—. Espero que sean bastante grandes; hay dos cabinas adyacentes.
Y cuatro oficiales maldiciendo por verse privados de ellas; las consecuencias de esto fueron prolongándose hasta que un joven teniente se encontró en la sala artillera con los guardiamarinas de la Lenin.
—Sería suficiente una cabina —dijo con mucha calma Charlie—. Nosotros no necesitamos intimidad. No es una de las exigencias de nuestra especie. —Había algo familiar en la voz de Charlie que molestó a Rod.
Los pajeños se inclinaron al unísono, copias perfectas de conducta cortesana. Rod se preguntó dónde habrían aprendido aquello. Devolvió la inclinación, lo mismo que hicieron Horvath y los demás que había en la cubierta hangar; luego los infantes de marina les condujeron fuera de allí, con otro escuadrón cerrando el cortejo. El capellán Hardy les esperaba en sus dependencias.
—Un macho —comentó Sally.
—Interesante. Los Mediadores le llaman «el Embajador», sin embargo parece que los pajeños consideran que los tres tienen los mismos poderes. Nos dijeron que tenían que actuar al unísono para firmar tratados…
—Puede que los Mediadores no sean sus Mediadores —dijo Sally—. Preguntaré… Estoy segura de que tendré oportunidad. Rod, ¿estás seguro de que no puedo ir allí con ellos, ahora?
Rod rió entre dientes.
—Ya tendrás tu oportunidad. Deja a Hardy que tenga la suya de momento.
Ahora la cubierta hangar se despejaba rápidamente. No había ya rastro alguno de la tripulación de la Lenin allí, ni en los botes que recibían a la nave pajeña. El vehículo de los equipajes estaba sujeto, colocado en su lugar y sellado.
—¡ATENCIÓN! OCUPEN SUS POSICIONES DE SALTO, PREPÁRENSE PARA EL IMPULSOR ALDERSON. OCUPEN SUS POSICIONES DE SALTO.
—No pierden el tiempo, ¿verdad? —dijo Sally.
—Ni un minuto. Es mejor que nos apresuremos. —La cogió de la mano y la llevó hacia su camarote mientras la Lenin iniciaba muy lentamente su rotación a gravedad cero—. Sospecho que los pajeños no necesitan el giro —dijo Rod cuando llegaban a la puerta de la cabina—. Pero es cosa del almirante. Si tienes que hacer algo, hazlo inmediatamente…
—PREPÁRENSE PARA EL IMPULSOR ALDERSON. TODOS A SUS PUESTOS DE SALTO.
—Vamos —urgió Rod—. Tenemos el tiempo justo para fisgonear la cabina pajeña por el intercomunicador.
Accionó los controles hasta que apareció en la pantalla el camarote de los pajeños.
—Si necesitan ustedes algo —decía el capellán Hardy—, habrá soldados a la puerta siempre, y este botón les conectará directamente con mi cabina. Yo soy su anfitrión oficial en este viaje.
Sonaron timbres por la nave. Hardy frunció el ceño.
—Ahora me iré a mi cabina… Probablemente prefieran estar solos durante el cambio Alderson. Les sugiero que se coloquen en sus literas y no se muevan de ellas hasta que el cambio termine. —Se contuvo para no decir más. Sus instrucciones eran claras: los pajeños no debían saber nada hasta que estuviesen fuera de su sistema natal.
—¿Dura mucho? —preguntó Jock.
—No —contestó Hardy con una leve sonrisa—. Hasta luego.
—Auf Wiedersehen —dijo Jock.
—Auf Wiedersehen. —David Hardy salió desconcertado. ¿Dónde habrían aprendido aquello?
Las literas tenían unas proporciones erróneas y eran demasiado duras; no preveían las diferencias individuales de los pajeños. Jock balanceó el torso y movió el brazo derecho inferior, indicando su disgusto por la situación, pero al mismo tiempo su sorpresa porque las cosas no fuesen peor aún.
—Evidentemente lo copiaron de algo destinado a un Marrón. —Sus tonos indicaban conocimiento deducido pero no directamente observado. La voz cambió a tono de conversación—. Ojalá hubiésemos podido traer nuestro propio Marrón.
—Pienso lo mismo también —dijo Charlie—. Pero habrían desconfiado con un Marrón. Lo sé. —Inició un nuevo pensamiento, pero habló el Amo.
—¿Estaba el Amo humano entre los que nos recibieron? —preguntó Ivan.
—No —respondió Jock—. ¡Maldito sea! Con el tiempo que llevo intentando estudiarlo, y ni le conozco aún ni he podido siquiera oír su voz. Mi opinión es que debe de ser un comité, o un Amo sujeto a la disciplina de los humanos. Apostaría cualquier cosa a que es humano.
—No harán ustedes ninguna tentativa de entrar en contacto con el Amo de la Lenin —dijo Ivan—. Si hubiésemos de conocerle, no se convertiría usted en su Fyunch(click). Sabemos lo que les sucede a los Fyunch(click) de los humanos.
No hacía falta contestar. El Amo sabía que le habían oído y que en consecuencia le obedecerían. Se acercó a su litera y la miró con disgusto.
Sonaron alarmas, y a través de los altavoces llegaron palabras humanas.
—Prepárense para el Impulsor Eddie el Loco. Último aviso —tradujo uno. Se tendieron en las literas. Sonó un tono más fuerte por toda la nave. Luego sucedió algo horrible.
—¡Rod! ¡Rod, mire a los pajeños!
—¿Qué? —Blaine luchó por controlar su cuerpo. Le era difícil recuperar el control; no podía concentrarse. Miró a Sally, luego siguió su mirada hasta la pantalla de intercomunicación.
Los pajeños gorjeaban descontroladamente. Estaban fuera de sus literas, y el Embajador flotaba por el camarote totalmente desorientado. Chocó con un mamparo y se desvió hacia el otro lado. Los dos Mediadores observaban, sin saber qué hacer y bastante apurados también. Uno de ellos intentó sujetar al Amo pero no lo logró. Los tres se movían sin control por el compartimiento.
Jock fue el primero que logró sujetarse a una abrazadera. Silbó y bufó, luego Charlie avanzó hacia el Amo. Le agarró del pelo con el brazo izquierdo, y Jock, sujetándose al mamparo con los dos derechos extendió el izquierdo hasta que Charlie pudo agarrarlo. Laboriosamente se abrieron camino otra vez hasta las literas y Jock ató a Ivan. Se tendieron desconsolados, silbando y gorjeando.
—¿No crees que deberíamos ayudarlos? —preguntó Sally.
Rod flexionó sus miembros y extrajo mentalmente una raíz cuadrada. Luego probó con dos integrales y las soluciones le parecieron correctas. Su mente se había recuperado lo suficiente para prestar atención a Sally y a los pajeños.
—No. De todos modos nada podríamos hacer… No se sabe que haya dejado nunca efecto permanente, salvo los pocos que pierden el juicio y nunca vuelven a establecer contacto con la realidad.
—Los pajeños no han hecho eso —dijo con firmeza Sally—. Actuaban con un objetivo, pero no lo alcanzaban. Nosotros nos recuperamos mucho más deprisa que ellos.
—Menos mal que somos mejores que los pajeños en algo. Hardy aparecerá en seguida… tardará más tiempo que nosotros en recuperarse. Es más viejo.
—AVISO DE ACELERACIÓN. PREPÁRENSE PARA UNA GRAVEDAD DE ACELERACIÓN. —Un Mediador canturreó algo, y el Amo respondió. Sally les observó durante un rato.
—Creo que llevas razón. No parecen tener demasiados problemas, pero el Amo aún no se ha repuesto del todo.
Sonó un tono. La Lenin se balanceó y volvió el peso. Todo estaba bajo control y se dirigían a casa. Rod y Sally se miraron y sonrieron. Casa.
—De todos modos, ¿qué podrías hacer por el Amo? —preguntó Rod. Ella se encogió de hombros con indiferencia.
—Supongo que nada. Son tan distintos. Y… Rod, ¿qué harías tú si fueses el embajador imperial ante otra raza y te encerrasen en una cabina pequeña sólo con dos ojos espías en cada compartimiento?
—Yo esperaba que destruyesen esos aparatos. Los vieron, desde luego. No intentamos esconderlos. Pero no sabemos si le dijeron algo a Hardy.
—Dudo que lo hicieran. Actúan como si no se ocuparan de ellos. Charlie dijo que la intimidad «no es una de las exigencias de nuestra especie». —Sally se estremeció—. Eso significa una verdadera diferencia.
Sonó un timbre y Rod se volvió automáticamente hacia la puerta de la cabina antes de comprender que sonaba en el intercomunicador. Uno de los pajeños cruzaba cauteloso la cabina. Abrió la puerta. Entró Hardy.
—¿Todo bien? —preguntó inquieto.
—Podrían habernos avisado de esto —dijo Jock; su voz tenía un tono acusador; en realidad era una afirmación—. ¿Afecta así el Impulsor Eddie el Loco a los humanos?
—¿Cómo así? —preguntó inconscientemente Hardy.
—Desorientación. Vértigo. Incapacidad para concentrarse. Músculos fuera de control. Náuseas. Deseo de muerte.
Hardy parecía sorprendido. Probablemente lo está, pensó Rod. El capellán no observaría a los pajeños sin decirles que estaba haciéndolo, aunque hubiese media docena de pares de ojos fijos en la pantalla constantemente.
—Produce también un efecto sobre los humanos, sí —contestó Hardy—. No tan violento como usted lo describe. El Impulsor provoca desorientación y una incapacidad general para concentrarse, pero el efecto pasa pronto. No sabíamos cómo les afectaría a ustedes, pero no ha habido en toda nuestra historia más que unos cuantos casos de efectos irreversibles, y fueron todos… digamos, psicológicos.
—Comprendo —dijo Charlie—. Doctor Hardy, deberá perdonarnos pero no estamos en condiciones de hablar. Quizás lo estemos dentro de unas horas. La próxima vez seguiremos su consejo y nos ataremos a nuestras literas y dormiremos cuando activen su máquina Eddie el Loco.
—Entonces les dejo —dijo Hardy—. ¿Necesitan algo? ¿Está bien el Embajador?
—Bastante bien. Gracias por su interés.
Hardy se fue y los pajeños volvieron a sus literas. Gorjearon y silbaron.
—Y eso es todo —dijo Rod—. Se me ocurren muchas cosas más interesantes que observar a los pajeños tumbados en sus literas y hablando en un idioma que no entiendo.
Y hay tiempo de sobra para estudiar a los pajeños, pensó Sally. Casualmente, no tenemos nada que hacer ninguno de los dos ahora mismo… y nosotros tenemos intimidad.
—Pienso igual—dijo Sally.
Pese a los kilómetros cúbicos de llama amarilla que la rodeaban, la Lenin era una nave feliz. Kutuzov relajó la vigilancia y permitió a la tripulación volver a los servicios normales por primera vez desde la destrucción de la MacArthur. Aunque la nave estaba en las profundidades de un sol, tenía combustible, y sus problemas estaban en el Libro. La rutina del cuerpo los resolvería. Hasta los científicos olvidaron su pesar por abandonar el sistema alienígena con interrogantes que no habían resuelto: volvían a casa.
La única mujer en diez parsecs habría sido tema de especulación en cualquier circunstancia. Las luchas podrían haberse planteado alrededor de dos preguntas: ¿Cuáles son mis/tus posibilidades con ella? Y ¿Estamos desperdiciándolas? Pero era evidente que Sally había elegido su hombre. Esto facilitaba las cosas a los que se preocupaban por tales problemas, y a aquellos que tenía por misión eliminar los conflictos.
La noche que siguió al salto, Kutuzov dio un banquete. Fue muy protocolario, y la mayoría de los invitados no disfrutaron mucho; la conversación de sobremesa del almirante se redujo a cuestiones profesionales. Pero se fue pronto, y entonces se inició una fiesta más libre.
Rod y Sally se quedaron tres horas. Todos querían hablar de los pajeños, y a Rod le sorprendió verse de pronto hablando sobre ellos sólo con una sombra del dolor sordo que le había acongojado hasta entonces cuando pensaba en los alienígenas. El entusiasmo de Sally era bastante por sí solo… y, además, parecía tan preocupada por él como por los alienígenas. Hasta había dedicado varias horas a arreglar el uniforme de gala de Mijailov de modo que le sentara casi bien.
Cuando dejaron la fiesta, no hablaron de pajeños ni de la Paja en varias horas; las horas que estuvieron juntos antes de ir a sus cabinas independientes.
La nave continuaba su marcha. Al cabo de un tiempo el amarillo de allá del Campo se volvió naranja, y luego rojo ladrillo, y las sondas de la Lenin indicaron que su Campo era más caliente que la fotoesfera que lo rodeaba. Científicos y tripulación observaban ansiosos la pantalla, y cuando aparecieron estrellas sobre un fondo rojinegro todos brindaron celebrándolo. Hasta el almirante se unió a ellos, con una sonrisa amplia y torpe.
Poco después el oficial de comunicaciones estableció contacto con un carguero que esperaba. Había también una pequeña chalupa para enviar mensajes, rápida, manejada por jóvenes miembros de la tripulación en perfecta condición física. Kutuzov dictó su informe y lo envió con dos de sus guardiamarinas, y la chalupa aceleró a tres gravedades, buscando el punto Alderson donde saltaría al sistema de Nueva Caledonia e informaría del primer contacto de la Humanidad con una civilización alienígena.
El carguero llevaba correo y noticias de casi un año. Se habían producido más rebeliones en el sector. Una antigua colonia se había aliado con una agrupación armada de exteriores desafiando al Imperio. Nueva Chicago estaba ocupada por el ejército, y aunque la economía funcionaba de nuevo, la mayoría de la población detestaba el paternalismo imperial. La inflación de la corona había sido controlada. Su Majestad la Emperatriz había dado a luz un niño, Alejandro, y el príncipe heredero Lisandro no era ya la única seguridad de la estirpe imperial reinante. Esta noticia mereció otro brindis de los tripulantes de la Lenin, y la celebración fue tan sonada que Mijailov hubo de utilizar tripulantes de la MacArthur para atender la nave.
La chalupa volvió con más mensajes transmitidos antes de que se encontrase con la Lenin. La capital del sector hervía de entusiasmo, y el Virrey preparaba una gran recepción en honor de los embajadores pajeños. Armstrong, Ministro de Guerra, envió un parco «bien hecho» y mil preguntas.
Había también un mensaje para Rod Blaine que supo de él cuando el asistente del almirante fue a buscarle para que acudiera a la cabina de éste.
—Probablemente sea esto —dijo Rod a Sally—: Detenga usted a Blaine hasta que comparezca ante un consejo de guerra.
—No seas tonto. —Sally sonrió para animarle—. Te espero aquí.
—Si es que me dejan volver a mi cabina. —Se volvió al infante de marina—. Vamos, Ivanov.
Cuando entró en la cabina del almirante se quedó sorprendido. Esperaba un cuarto desnudo, funcional y frío; había allí, por el contrario, una desconcertante variedad de colores, alfombras orientales, tapices en las paredes, el inevitable icono y el retrato del Emperador, pero mucho más. Había incluso libros encuadernados en piel en una estantería sobre el escritorio de Kutuzov. El almirante indicó una silla de teca rosa espartana.
—¿Tomará usted té? —preguntó.
—Bueno… Gracias, sí, señor.
—Dos tazas de té, Keemun.
El camarero lo sirvió, de un termo de plata en forma de antiguo samovar ruso, en tazas de cristal.
—Puede irse. Capitán Blaine, tengo órdenes para usted.
—Le escucho, señor —dijo Rod. Al menos podría haber esperado a que saborease el té.
—Dejará usted esta nave. Tan pronto como llegue aquí la chalupa subirá usted a bordo para regresar a Nueva Caledonia a aceleración máxima si el médico lo aprueba.
—De acuerdo, señor. ¿Tan ansiosos están de que comparezca ante un consejo de guerra?
Kutuzov pareció desconcertado.
—¿Consejo de guerra? No lo creo, capitán. Tiene que haber un tribunal oficial de investigación, desde luego. Las ordenanzas lo imponen. Pero me sorprendería que el tribunal investigador formulase acusaciones contra usted.
Kutuzov se volvió a su tallado escritorio. Sobre la pulida superficie de madera había una cinta grabada.
—Esto es para usted. El membrete indica «Personal y urgente». Y le explicará sin duda de qué se trata.
Rod cogió la cinta y la examinó curioso.
—Por supuesto está en código de mando —dijo el almirante—. Mi secretario le ayudará si lo desea.
—Gracias.
El almirante utilizó el intercomunicador para llamar a un teniente, que descifró las cintas en una máquina traductora. Salió de ella un pequeño folleto.
—¿Nada más, almirante? —preguntó el teniente.
—He terminado. Le dejo que lea su mensaje, capitán. Buenos Días. —Almirante y teniente dejaron el camarote mientras la máquina traductora continuaba su tarea. El mensaje iba saliendo como un gusano de las interioridades de la máquina.
Rod lo cogió y leyó con asombro creciente.
Lo leyó de nuevo mientras volvía a su cabina. Sally se levantó al verle entrar.
—¡Rod, qué expresión tan extraña!
—Llegó una carta—dijo.
—Oh… ¿Noticias de casa?
—Algo así.
Ella sonrió, pero había desconcierto en su voz.
—¿Cómo están todos? ¿Está bien tu padre?
Rod parecía muy nervioso y excitado, pero estaba demasiado alegre para haber recibido malas noticias. ¿Qué le inquietaba entonces? Era como si tuviese alguna tarea que realizar, algo que quisiese hacer pero que le diese miedo…
—Mi familia está bien. También la tuya… te enterarás de eso muy pronto. El senador Fowler está en Nueva Escocia.
Le miró incrédula.
—¿Está aquí mi tío Ben? Pero ¿por qué?
—Dice que estaba preocupado por ti. Nadie se ocupa de ti, así que él tenía que…
Ella le sacó la lengua y quiso coger el mensaje. Rod la esquivó pese a la aceleración de una gravedad y media.
—Está bien —le dijo; aunque rió, estaba tenso—. Le envió el Emperador. Como su representante personal, presidiendo la comisión imperial que negociará con los pajeños —Rod hizo una pausa—. Ambos estamos nombrados por la comisión.
Ella le miró con los ojos en blanco. Poco a poco fue comprendiendo. Era un reconocimiento profesional mucho mayor de lo que ella podía haber imaginado.
—Felicidades, señor representante de su Majestad Imperial —Rod se echó a reír; la cogió por la muñeca con ambas manos y la mantuvo frente a él—. El señor presidente de la comisión extraordinaria de Su Majestad me pregunta también que cuándo nos casamos. Creo que es una pregunta interesante.
—Pero… yo… Rod… nosotros —Contuvo el aliento.
—Vaya, por una vez no sabes qué decir. Te faltan palabras. —Aprovechó la oportunidad para besarla. Luego otra vez. Aquello duró mucho.
—Creo que sería mejor leer esa carta —dijo ella cuando se separaron—. Si no te importa.
—Aún no has contestado a la pregunta de tu tío, y no te dejaré leerla hasta que lo hagas.
—¿Su pregunta? —Los ojos de Sally relampaguearon—. ¡Rod Blaine, si yo me casase con alguien (si, no olvides) tendría que pedírmelo él mismo!
—Está bien. Lady Sandra Liddell Leonovna Bright Fowler, ¿quiere usted casarse conmigo? —La burla había desaparecido de su voz, y aunque intentaba conservar la sonrisa, la perdió también; parecía un niño de cuatro años a punto de sentarse por primera vez en el regazo del rey Melchor—. Cuando volvamos a Nueva Escocia…
—Sí, por supuesto, me casaré contigo… ¿Nueva Escocia? Rod, tu padre querrá que nos casemos en la Corte. Todos tus amigos están en Esparta…
—Creo que será mejor que leas ese mensaje, querida. Aún tardaremos tiempo en llegar a Esparta. —Le entregó el papel y se apoyó en el brazo de la silla en que ella se sentó—. Es esta parte.
PRIMERA REACCIÓN AQUÍ INDECISA ENTRE PROCLAMARLE HÉROE O VILLANO STOP PÉRDIDA MACARTHUR NO SALUDADA CON ALEGRÍA EN ALMIRANTAZGO STOP CRANSTON EXPLOTÓ STOP ARMSTRONG DIJO CITO CÓMO DEMONIOS PUEDE ALGUIEN PERDER UN CRUCERO DE COMBATE CIERRO CITA STOP
PÁRRAFO INFORME KUTUZOV EN SU FAVOR STOP KUTUZOV ASUME RESPONSABILIDAD TOTAL PÉRDIDA STOP KUTUZOV INFORMA POSIBLES CASTAS PAJEÑAS SUPERIORES PUDIERON LIMPIAR LA MACARTHUR DE PARÁSITOS PERO ESTO PODÍA COMPROMETER SECRETOS TECNOLÓGICOS IMPERIALES DEMASIADO IMPORTANTES STOP KUTUZOV AÚN INSEGURO AMPLITUD AMENAZA PAJEÑA PERO SUGIERE ALMIRANTAZGO REÚNA GRAN FLOTA COMBATE STOP INFORME HORVATH AFIRMA FÁJENOS AMISTOSOS NINGUNA FLOTA NECESARIA Y FÁJENOS CITO MAYOR OPORTUNIDAD HISTORIA CIERRO CITA STOP
PÁRRAFO POR ORDEN SOBERANO SOY AHORA PRESIDENTE COMISIÓN IMPERIAL EXTRAORDINARIA PARA NEGOCIAR CON ALIENÍGENAS STOP POR ORDEN PERSONAL DE SU MAJESTAD RODERICK BLAINE GUIÓN QUE ES USTED PERO USTED CASI LO ESTROPEÓ PERDIENDO SU NAVE STOP No CONVIERTA ESTO EN UN HÁBITO GUIÓN Y LA SEÑORITA SANDRA BRIGHT QUEDAN NOMBRADOS REPRESENTANTES STOP COMISIÓN TIENE PLENA AUTORIDAD PARA ACTUAR EN NOMBRE DEL SOBERANO STOP REPRESENTANTES PERMANECERÁN en nueva escocia a menos aconsejable enviar representantes ALIENÍGENAS A ESPARTA STOP
PÁRRAFO SI COMISIÓN DEDUCE ALIENÍGENAS PLANTEAN AMENAZAS O AMENAZA POTENCIAL A IMPERIO COMISIÓN ACTUARÁ DE ACUERDO CON VIRREY TRANS-SACO CARBÓN PARA TOMAR MEDIDAS URGENTES QUE PAREZCAN NECESARIAS STOP INTERROGANTE ALGUNA SUGERENCIA INTERROGANTE
PÁRRAFO ROD A MENOS QUE ESOS PAJEÑOS SEAN SIMPLES AGRICULTORES Y ESTA SONDA ME ASEGURA QUE NO LO SON USTED Y SALLY ESTARÁN AQUÍ MUCHO TIEMPO STOP SUPONGO NO SE HA VUELTO LOCO PARA COMPROMETERSE CON SALLY STOP INTERROGANTE CUÁNDO ES LA BODA INTERROGANTE SU PADRE ENVÍA RECUERDOS STOP TAMBIÉN YO STOP EL MARQUÉS ESPERA ESTÉN CASADOS USTEDES LA PRÓXIMA VEZ QUE LES VEA STOP SI PIENSA QUE MARQUÉS Y YO HEMOS PREPARADO ESTO SE EQUIVOCA STOP SU MAJESTAD APRUEBA BODA INMEDIATA STOP SU MADRE Y LA EMPERATRIZ ENVÍAN BENDICIONES STOP
—Pero ¿y si dijese que no? —preguntó Sally—. ¡Es la cosa más arrogante que he visto en mi vida!
—Pero no dijiste que no. Dijiste que sí. —Se inclinó para besarla. Ella se apartó y entonces él se dio cuenta de que estaba realmente furiosa.
—Maldita sea —su voz era más baja y clara—. Maldita sea. «Su Majestad aprueba»… ¡Demonios! ¡Si te rechazase ahora sería alta traición!
—Yo pregunté primero —indicó él—. Y tú contestaste. Primero.
—Fue muy hábil. Bueno, deja de poner cara de muchachito. Sí, quiero casarme contigo. No me agrada que me ordenen hacer algo que de todos modos quiero hacer.
Rod la miró con curiosidad.
—Tú estuviste libre durante mucho tiempo. Yo nunca.
—¿Qué?
—De las obligaciones que implican los títulos. Primero, hiciste un viaje de estudios por las culturas primitivas… que elegiste muy bien. Yo fui a la academia por mi Wanderjahr. Luego estuviste en un campo-prisión, pero incluso en aquel infierno no estabas sometida a ninguna autoridad que pudieses respetar.
Elegía cuidadosamente las palabras. Sally estaba roja de cólera.
—Luego la MacArthur. Como invitada. Bajo mi autoridad entonces, ¿recuerdas? Y respetaste el hecho hasta tal punto…
—Muy bien, y me oculté cuando capturamos la sonda de Eddie el Loco. Tú sabes por qué.
—Demasiado bien. Luego Nueva Escocia, donde eras prácticamente la persona de mayor rango. Te agradaba esa situación, ¿no es así? Los pocos que estaban por encima de ti no tenían interés en hacértelo saber. Y luego en Paja Uno, haciendo exactamente lo que más habías deseado hacer de tu vida. Estuviste libre durante mucho tiempo. Ahora vuelves al cajón.
—Eso parece.
Rod agitó el papel en la mano.
—Endiabladamente arrogante. Muy bien. También a mí me asombra, pero por razones distintas que a ti. Yo llevo bajo las órdenes de otros mucho tiempo. Toda mi vida.
—Supongo que es la primera vez que te ordenan que te cases con alguien.
—Sí. Pero ambos esperábamos algo parecido, ¿no? Políticamente, desde el punto de vista del Imperio, nuestro matrimonio es una alianza buena para desperdiciarla. Tenemos los privilegios, la propiedad, los títulos y ahora llega el orden. Es una suerte que nos amemos, porque tenemos obligación de ello…
—¿Ante quién? —preguntó ella.
Rod rió entre dientes con tristeza. La idea era irresistiblemente divertida.
—Ante Kevin Renner. El Imperio existe con el fin de que a Renner le resulte más fácil hacer el papel de turista. Le debemos esto a Renner, y se nos paga bien por el privilegio, y él está dispuesto a exigirlo.
Ella estaba asombrada.
—¿Piensa él así realmente? ¡Dios mío, claro que sí! ¡Él me ordenó que viniese a tu cabina!
—¿Qué? ¿Él qué?
Sally rió entre dientes.
—Fantástico. Deberíamos preguntarle para ver qué dice. Déjame terminar de leer esto, Rod.
PÁRRAFO TENGO AUTORIDAD PARA NOMBRAR OTROS MIEMBROS COMISIÓN STOP ESPERO SU AYUDA STOP TODOS EN CINCUENTA PARSECS QUIEREN FIGURAR EN COMISIÓN STOP DADO PODERES SU MAJESTAD DELEGÓ EN NOSOTROS NO ME EXTRAÑA STOP SU PRIMERA TAREA ES AYUDARME A COMPLETAR COMISIÓN STOP SEGUNDA SERÁ PREPARAR PRUEBAS Y LISTA TESTIGOS STOP
PÁRRAFO ALMIRANTE KUTUZOV HA ORDENADO PONERLE A USTED A BORDO CHALUPA MENSAJE PARA QUE REGRESE LO ANTES POSIBLE A NUEVA ESCOCIA STOP TRAIGA A SALLY SI LO JUZGA OPORTUNO Y MÉDICO APRUEBA STOP ALMIRANTE ASUMIRÁ RESPONSABILIDAD POR HORACE BURY STOP DÉSE PRISA STOP BESE SALLY POR MÍ STOP CORTE RECUERDOS BENJAMÍN BRIGHT FOWLER SENADOR SE ABRE PARÉNTESIS PRESIDENTE IMPERIAL COMISIÓN EXTRAORDINARIA ACTUANDO EN NOMBRE DE SU MAJESTAD LEÓNIDAS NUEVE CIERRE PARÉNTESIS FlN MENSAJE
—¿Iré en la chalupa? —preguntó ella.
—Eso tú verás. Estás en condiciones. ¿Quieres?
—Sí… Tengo que preparar un montón de cosas antes de que los pajeños lleguen allí. Dios mío, tenemos que hacer todo eso y además está la boda… Rod, ¿te das cuenta de lo que va a significar la boda del heredero de Crucis Court y de la heredera Fowler en una capital de provincias? Necesitaré tres secretarias, la de tío Ben no me servirá de nada, y tendremos que preparar una recepción para los pajeños, y… Bueno, da igual. ¿Dónde estábamos?
Kutuzov y Mijailov se volcaron en la preparación del banquete de despedida de Rod y Sally. Los cocineros de la Lenin trabajaron todo el día preparando un banquete ekateriano tradicional: docenas de platos, sopas, pastas, asados, hojas de parra prensadas en la granja hidropónica, kebab; un río interminable de comida, y entre plato y plato vasitos de vodka. Era imposible hablar durante la comida, pues tan pronto como se acaba un plato, los camareros de la MacArthur traían otro, o, para dar un respiro a la digestión, los infantes de la Lenin ejecutaban danzas llevadas de las estepas rusas a las colinas de St. Ekaterina y conservadas durante novecientos años por fanáticos como Kutuzov.
Por último, los músicos se fueron y los camareros retiraron los platos, dejando a los comensales con el té y con más vodka. El guardiamarina más joven de la Lenin brindó por el Emperador y el capitán Mijailov por el zarevich Alejandro, mientras el almirante resplandecía.
—Es capaz de montar todo un gran espectáculo cuando está tranquilo murmuro Renner a Cargill—. Nunca imaginé que pudiera decir… Aquí viene lo bueno. El propio Zar va a hacer un brindis. El almirante se levantó y alzó su vaso.
—Reservaré mi brindis por un rato —dijo pesadamente; era posible que los interminables vasos de vodka le hubieran afectado, pero nadie podía estar seguro.
—Capitán Blaine, la próxima vez que nos encontremos los papeles estarán invertidos. Entonces deberá decirme usted cómo tratar con los pajeños. No le envidio esa tarea.
—¿Por qué frunce el ceño, Horvath? —murmuró Cargill—. Parece como si le hubiesen metido una rana por el cuello de la camisa.
—Sí. ¿Querrá un puesto en la comisión? —preguntó Sinclair.
—Apuesto a que es eso —dijo Renner—. A mí no me importaría tampoco figurar en ella.
—Ni a usted ni a nadie —dijo Cargill—. Calle ahora y escuche.
—Hay más motivos para felicitar al señor Blaine —decía Kutuzov—, y por eso me reservo el brindis. El capellán Hardy tiene algo que comunicarnos.
David Hardy se levantó. Sonreía alegre y feliz.
—La señorita Sandra me ha hecho el honor de pedirme que anunciase formalmente su compromiso con el señor Roderick Blaine, miembro de la Comisión Imperial —dijo—. Ya les he dado mi felicitación en privado… permítanme que sea el primero que les felicite públicamente.
Todos empezaron a hablar a la vez, pero el almirante impuso silencio.
—Y ahora mi brindis —dijo Kutuzov—. Por el futuro marqués de Crucis.
Sally enrojeció y se sentó mientras los demás seguían de pie y alzaban los vasos. Bueno, ahora esto es ya oficial, pensó. No habría modo de eludirlo aunque quisiese… No es que quiera, pero es ya tan inevitable…
—También por la señora Sandra, miembro de la Comisión Imperial —añadió Kutuzov; todos bebieron de nuevo—. Y por el señor Roderick Blaine, consejero imperial. Larga vida y muchos hijos. Porque pueda proteger a nuestro Imperio cuando negocien con los pajeños.
—Les damos las gracias —dijo Rod—. Haremos lo posible; y, por supuesto, debo decirles que soy el más feliz de los mortales.
—Quizás su prometida quiera hablar —instó Kutuzov. Ella se levantó, pero no se le ocurría nada.
—Gracias a todos —balbució, y se sentó de nuevo.
—¿Otra vez te faltan las palabras? —preguntó malévolamente Rod—. Y con toda esta gente alrededor… ¡Has perdido una rara oportunidad! Después el protocolo desapareció. Todos se agruparon a su alrededor.
—Toda la felicidad del mundo —dijo Cargill; estrechó vigorosamente la mano de Rod—. De veras, señor. Y el Imperio no podría haber elegido mejor para la Comisión.
—¿No se casarán antes de que lleguemos? —preguntó Sinclair—. No sería justo que se casaran en mi ciudad sin estar yo presente.
—No sabemos exactamente cuándo —le dijo Sally—. Pero desde luego no antes de que llegue la Lenin. Todos ustedes están invitados a la boda, por supuesto.
Y también los pajeños, añadió para sí. Y me pregunto qué les parecerá.
La fiesta se disolvió en un caleidoscopio de pequeños grupos con Rod y Sally en el centro. La mesa de la sala de oficiales la bajaron a cubierta para dejar más espacio, mientras circulaban camareros con café y té.
—Me permitirán, por supuesto, que les felicite —dijo suavemente Bury—. Espero que no pensarán que intentaba sobornarles cuando les envié mi regalo de boda.
—¿Por qué íbamos a pensar eso? —preguntó inocente Sally—. Gracias, señor Bury.
Si su primera observación había sido ambigua, su sonrisa fue lo bastante cálida para ocultarlo. A Sally no le preocupaba la reputación de Bury, y él había sido muy afable con ella en la relación que habían mantenido; ¡si pudiese librarse de aquel absurdo miedo a los pajeños!
Al final Rod pudo salir del centro de la fiesta. Encontró al doctor Horvath en un rincón de la sala.
—Ha estado usted eludiéndome toda la noche, doctor —dijo Rod afablemente—. Me gustaría saber por qué.
Horvath intentó sonreír pero comprendió que no podía. Frunció el ceño un instante y luego se relajó. Parecía haber tomado una decisión.
—No tiene sentido que le diga otra cosa que la verdad. Blaine, yo no le quería a usted en esta expedición. Sabe por qué. Muy bien, su hombre, Renner, me convenció de que usted no podía haber hecho otra cosa con la sonda. Hemos tenido nuestras diferencias, pero en conjunto tengo que aprobar cómo ha llevado usted el mando. Con su rango y experiencia era inevitable que le diesen un puesto de autoridad en la Comisión.
—Yo no lo esperaba —contestó Rod—. Aunque pensándolo bien, y desde el punto de vista de Esparta, supongo que tiene razón. ¿Por eso está usted raro conmigo?
—No —contestó Horvath con franqueza—. Como dije, era inevitable, y no dejo que las leyes de la naturaleza me incomoden. Pero espero un puesto en esa Comisión, Blaine. Fui el jefe científico de esta expedición. Tuve que luchar por cada migaja de información que obtuvimos. Dios mío, si hay dos puestos para miembros de la expedición, creo que me he ganado uno.
—Y Sally no —dijo fríamente Rod.
—Ella fue muy útil —admitió Horvath—. Y es encantadora y muy inteligente, y por supuesto es difícil que sea usted objetivo al juzgarla… pero, honradamente, Blaine, ¿compara usted su capacidad con la mía?
El ceño de Rod se desvaneció. Sonrió ampliamente, y estuvo a punto de echarse a reír. Los celos profesionales de Horvath no eran ni cómicos ni patéticos, eran simplemente inevitables; tan inevitables como su creencia en que el nombramiento ponía en entredicho su competencia como científico.
—Cálmese, doctor —dijo Rod—. Sally no está en esa Comisión por su capacidad científica, ni yo tampoco. Al Emperador no le preocupa la capacidad, sino el interés. —Estuvo a punto de decir lealtad, pero no hubiese servido—. En cierto modo, el que no se le haya nombrado a usted inmediatamente —Rod subrayó esta palabra— es un cumplido.
Horvath enarcó las cejas.
—¿Cómo dice?
—Usted es un científico, doctor. Toda su formación y en realidad toda su filosofía de la vida es la objetividad, ¿verdad?
—Más o menos —aceptó Horvath—. Aunque desde que dejé el laboratorio…
—Ha tenido usted que luchar por sus presupuestos. Además se ha metido usted en política sólo para ayudar a sus colegas a hacer lo que usted haría si se viera libre de deberes administrativos.
—Bueno, sí. Gracias. Pocos comprenden eso.
—En consecuencia, sus tratos con los pajeños serían igual. Objetivos, no políticos. Pero eso podría no ser la mejor vía para el Imperio. No es que le falte a usted lealtad, doctor, pero su Majestad sabe que Sally y yo anteponemos el Imperio a todo. Nos educaron para pensar así desde que nacimos. Y ni siquiera podemos pretender una objetividad científica en lo que atañe a los intereses imperiales. —Y si esto no le sirve que se vaya al diablo.
Pero sirvió. Horvath aún no se sentía del todo feliz, y evidentemente no iba a dejar de luchar por un puesto en la Comisión; pero sonrió y deseó a Rod y a Sally un feliz matrimonio. Rod le escuchó y se volvió a Sally con una sensación de triunfo.
—Pero ¿ni siquiera podemos decir adiós a los pajeños? —preguntó ella suplicante—. Rod, ¿no puedes convencerles? Rod miró sin esperanza al almirante.
—Señora —dijo Kutuzov—, no deseo contrariarla. Cuando los pajeños lleguen a Nueva Escocia serán responsabilidad suya, no mía. Y entonces me dirá usted lo que debo hacer con ellos. Hasta entonces, los pajeños son responsabilidad mía, y no pienso cambiar de política. El doctor Hardy puede entregarles el mensaje que quieran.
¿Qué haría si Rod y yo le ordenásemos que nos dejara verlos, pensó, como miembros de la Comisión? Pero eso significaría hacer una escena y Rod consideraba sin duda al almirante un hombre valioso y útil. Si hacían aquello, quizás no pudiesen volver a trabajar juntos. Además, Rod no podría hacerlo ni aunque se lo pidiesen.
—No se trata de que esos pajeños sean amigos especiales —recordó Hardy a Sally—. Han tenido tan poco contacto con seres humanos que apenas si les conozco. Estoy seguro de que cambiarán cuando lleguemos a Nueva Escocia. —Sonrió y cambió de tema—. Confío en que mantengan su promesa y esperen a que llegue la Lenin para casarse.
—Quiero que nos case usted —dijo Sally rápidamente—. ¡Tendremos que esperarle!
—Gracias. —Hardy iba a decir algo más, pero Kelley se acercó cruzando el salón y saludó.
—Capitán, he enviado sus cosas a la Mermes y también las de la señorita Sally, y dicen que están preparados.
—Mi conciencia —Rod se echó a reír—. Pero tiene razón. Sally, mejor será que nos preparemos. Va a ser duro soportar tres gravedades después de esta cena…
—Yo he de dejarles también —dijo Kutuzov—. Tengo que enviar despachos por la Hermes. —Sonrió torpemente—. Adiós, señora. Y a usted también, capitán. Suerte. Ha sido usted un buen oficial.
—Bueno… Gracias, señor.
Rod miró a su alrededor y localizó a Bury al otro lado del compartimiento.
—Kelley, el almirante asumirá la responsabilidad del cuidado de Su Excelencia.
—Con su permiso, haré que el artillero Kelley continúe al mando de los infantes de marina de guardia —dijo Kutuzov.
—Desde luego, señor. Kelley, mucho cuidado cuando lleguemos a Nueva Escocia. Puede que intente escapar y puede que no. No tengo idea de lo que le espera cuando llegue allí, pero las órdenes son bastante claras. Tenemos que mantenerle bajo custodia. Puede que intente sobornar a alguno de sus hombres.
Kelley soltó un bufido.
—Será mejor que no lo haga.
—Sí. Bueno, adiós, Kelley. No permita que Nabil le clave una daga en las costillas. Espero tenerlo conmigo en Nueva Escocia.
—De acuerdo, señor. Tendré cuidado, capitán. El marqués me mataría si le sucediese algo a usted. Eso me dijo cuando salimos de Crucis Court. Kutuzov carraspeó sonoramente.
—Nuestros huéspedes deben irse inmediatamente —anunció—. Con nuestras felicitaciones finales.
Rod y Sally abandonaron la sala de oficiales entre un coro de aclamaciones.
La fiesta parecía destinada a durar mucho.
La chalupa correo Hermes era pequeña. Su espacio vital no era mayor que el transbordador de la MacArthur, aunque en conjunto la nave era mucho mayor. Después de los sistemas de apoyo de vida iban los depósitos y los motores y poco más que las escalerillas de acceso. Apenas llegaron a bordo, la nave partió.
Había poco que hacer, y la pesada aceleración hacía imposible de todos modos un verdadero trabajo. El médico examinó a sus pasajeros a intervalos de ocho horas para asegurarse de que podían soportar las tres gravedades de la Hermes, y aprobó la petición de Rod de aumentar a tres gravedades y media para llegar antes. Bajo aquel peso era mejor dormir el máximo posible y limitar las actividades mentales a una conversación ligera.
Tras ellos, cuando alcanzaron el Punto Alderson, brillaba enorme el Ojo de Murcheson. Un instante después, el Ojo era sólo una estrella roja brillante frente al Saco de Carbón. Tenía una pequeña mota amarillenta.
Pasaron a un vehículo de aterrizaje en cuanto la Hermes se situó en órbita alrededor de Nueva Escocia. Sally apenas tuvo tiempo de despedirse de los tripulantes de la nave correo.
—VISITANTES DESPEJEN BOTE ATERRIZAJE. PASAJEROS PREPÁRENSE PARA ATERRIZAJE.
Se oyó el estruendo de las compuertas neumáticas al cerrarse.
—¿Preparado, señor? —preguntó el piloto.
—Sí…
Se activaron los retros. No fue ni mucho menos un aterrizaje fácil; el piloto tenía demasiada prisa. Descendieron sobre las melladas rocas y los geiseres de Nueva Escocia. Cuando llegaron a la ciudad aún llevaban demasiada velocidad y el piloto hubo de rodearla dos veces; luego la nave descendió lentamente, planeó y aterrizó en el techo-aeropuerto de la Casa del Almirantazgo.
—¡Ahí está tío Ben! —gritó Sally. Y corrió a sus brazos.
Benjamin Bright Fowler tenía ochenta años normales y los aparentaba; antes de la terapia de regeneración había parecido tener cincuenta y hallarse en el período de madurez intelectual de su vida. Esto último no dejaba de ser cierto.
Medía uno setenta y cuatro y pesaba noventa kilos: era un hombre corpulento, casi calvo, con una aureola de pelo negro que encanecía alrededor de una brillante coronilla. Sólo llevaba sombrero en la estación más fría, e incluso entonces solía olvidárselo.
El senador Fowler vestía de forma extravagante, con unos pantalones llenos de arrugas sobre unas botas de cuero suaves y pulidas. Un chaquetón muy gastado de pelo de camello que le llegaba a la rodilla cubría la parte superior de su cuerpo. Eran ropas muy caras, y muy cuidadas. Sus ojos soñolientos, que tendían a lagrimear, y su voluminosa apariencia no le convertían en una figura impresionante, y sus enemigos políticos habían cometido más de una vez el error de juzgar su capacidad por su aspecto. A veces, cuando la ocasión era lo suficientemente importante, dejaba que su criado eligiese la ropa y le vistiese adecuadamente, y entonces, al menos por unas horas, su aspecto era el adecuado; era, después de todo, uno de los hombres más poderosos del Imperio. Pero normalmente se ponía lo primero que encontraba en su guardarropa y, como los criados nunca tiraban nada que a él le gustase, a veces vestía prendas muy viejas.
Dio a Sally un abrazo de oso y la besó en la frente. Sally era más alta que su tío y estuvo a punto de plantar un beso en su brillante calva, pero se lo pensó mejor. Benjamin Fowler no se ocupaba de su propia apariencia y se enfurecía si alguien le hacía comentarios al respecto, pero era muy sensible en lo relativo a su calvicie. Se negaba además en redondo a permitir que los especialistas en cosmética interviniesen.
—¡Tío Ben, qué alegría verte! —Sally se apartó de él antes de que le aplastase una costilla; luego añadió con falsa cólera—: ¡Quién te manda organizar mi vida! ¿Sabes que aquel radiograma obligó a Rod a hacerme una proposición?
El senador Fowler miró desconcertado a su sobrina.
—¿Quieres decir que no la había hecho ya? —Fingió examinar a Rod con meticulosidad microscópica—. Parece bastante normal. Debe de ser un mal interno. ¿Cómo estás, Rod? Tienes buen aspecto, muchacho.
Dio la mano a Rod, apretando la suficiente para hacer daño. Con la mano izquierda Fowler extrajo su computadora de bolsillo de debajo de los heterodoxos pliegues de su grueso chaquetón.
—Lamento tener que daros prisa, muchachos, pero vamos retrasados. Venid… —se volvió y caminó rápidamente hacia el ascensor, dejándoles seguirle.
Bajaron doce pisos y Fowler les condujo por laberintos de pasillos. Había infantes de marina haciendo guardia ante una puerta.
—Entrad, entrad —urgió el senador—. No podemos hacer esperar a esos almirantes y capitanes. ¡Vamos, Rod!
Los infantes de marina saludaron y Rod respondió con aire ausente. Entró desconcertado: un gran salón, revestido de madera oscura, con una enorme mesa de mármol que ocupaba casi toda su longitud. A la mesa se sentaban cinco capitanes y dos almirantes. En un pequeño escritorio había un funcionario, y había sitio para un transcriptor y más escribientes. Tan pronto como entró Rod alguien dijo:
—Este Tribunal Investigador entra en sesión. Adelántese y jure. Diga su nombre.
—¿Cómo?
—Su nombre, capitán.
Hablaba el almirante que ocupaba el centro de la mesa. Rod no le reconoció. Sólo conocía a la mitad de los oficiales que había allí.
—Sabe usted su nombre, ¿verdad?
—Desde luego, señor… Almirante, nadie me dijo que venía directamente a un tribunal investigador.
—Pues ahora ya lo sabe. Por favor, diga su nombre.
—Roderick Harold, Lord Blaine, Capitán, Marina Espacial del Emperador; antes al mando de la nave MacArthur.
—Gracias.
Comenzaron a hacerle preguntas.
—Capitán, ¿cuándo supo usted por primera vez que los pequeños alienígenas eran capaces de utilizar herramientas y realizar trabajo útil?
—Capitán, describa por favor los procedimientos de esterilización que utilizó.
—Capitán, ¿cree usted que los alienígenas que estaban fuera de la nave sabían que tenía usted miniaturas sueltas a bordo?
Contestó lo mejor que pudo. A veces un oficial le hacía una pregunta y otro le interrumpía diciendo:
—Maldita sea, pero si eso está en el informe. ¿Es que no oyó usted las cintas?
La investigación avanzaba a velocidad vertiginosa. Y de pronto terminó.
—Puede retirarse por el momento, capitán —dijo el almirante que presidía.
En el vestíbulo esperaban Sally y el senador Fowler. Había una joven que vestía una falda escocesa junto a ellos con una especie de cartera de hombre de negocios.
—La señorita McPherson. Mi nueva secretaria social —dijo Sally, presentándola.
—Encantada de conocerle, señor. Señorita, sería mejor que…
—Desde luego. Gracias. —McPherson se fue con un tintineo de tacones sobre suelo de mármol; tenía un bonito caminar—. Rod —dijo Sally—. Rod, ¿sabes a cuántas fiestas tendremos que ir?
—¡Fiestas! Por Dios, mujer, están decidiendo mi destino ahí dentro… y te pones a hablarme de fiestas.
—No digas tonterías —intervino el senador Fowler—. Eso ya se decidió hace semanas. Cuando Merill, Cranston, Armstrong y yo escuchamos el informe de Kutuzov. ¡Allí estaba yo, con tu nombramiento de Su Majestad en el bolsillo, y tú vas y pierdes la nave! Tienes suerte de que tu almirante sea un hombre honrado, muchacho. Mucha suerte.
Se abrió la puerta.
—¿Capitán Blaine? —llamó un funcionario.
Entró y se situó frente a la mesa. El almirante alzó un papel y carraspeó.
—Es opinión unánime del Tribunal Especial de Investigación reunido para examinar las circunstancias de la pérdida del crucero de combate clase general de Su Majestad Imperial MacArthur. Primero, este Tribunal considera que la nave se perdió por infección accidental de formas de vida alienígena y que fue acertado destruirla para impedir la contaminación de otras naves. Segundo, este Tribunal exime a su comandante, el capitán Roderick Blaine, de cualquier acusación de negligencia. Tercero, este Tribunal ordena a los oficiales supervivientes de la MacArthur que preparen un informe detallado de los procedimientos a seguir para que no se den en el futuro más pérdidas similares. Cuarto, este Tribunal considera que la inspección y esterilización de la MacArthur resultaron difíciles por la presencia de gran número de científicos civiles y de su equipo e instrumentos a bordo, y que el ministro Anthony Horvath, jefe científico de la expedición, se opuso a la esterilización y exigió que la búsqueda de los alienígenas no obstaculizase los experimentos de los civiles. Quinto, este Tribunal considera que el capitán Blaine habría sido más diligente en la inspección de su navío sin las dificultades que se exponen en la cuarta consideración; y este Tribunal no recomienda que se le reprenda por ello. Siendo unánime el criterio del Tribunal, se da por concluida la sesión. Capitán, puede irse.
—Gracias, señor.
—Bien. Aquello fue una chapuza, Blaine. ¿Lo sabe, verdad?
—Sí, señor. —Dios mío, ¿cuántas veces habré pensado en ello?
—Pero dudo que hubiese alguien en la Marina que pudiera haberlo hecho mejor. La nave debía de ser una casa de locos con todos aquellos civiles a bordo. Está bien, senador, es todo suyo. Están ya preparados en la sala 675.
—Bien. Gracias, almirante. —Fowler sacó a Blaine del salón de audiencias y le llevó pasillo abajo al ascensor. Un suboficial lo tenía abierto, esperando.
—¿Y adonde vamos ahora? —preguntó Rod—. ¿Seis setenta y cinco? ¡Eso es el retiro!
—Por supuesto —dijo el senador; entraron en el ascensor—. No pensarás que vas a poder estar en la Marina y en la Comisión al mismo tiempo. Por eso teníamos que acelerar los trámites del Tribunal de Investigación. Hasta que no se archivase el resultado no podías pasar al retiro.
—Pero, senador…
—Ben. Llámame Ben.
—Sí, señor. Ben, ¡yo no quiero pasar a la reserva! La Marina es mi carrera…
—Ya no. —El ascensor se detuvo y Fowler empujó a Rod delante—. Habrías tenido que abandonarla de todos modos. La familia es demasiado importante. Los pares no pueden abandonar el gobierno para dedicarse a andar por ahí en esas naves toda la vida. Sabías que tendrías que retirarte pronto.
—Sí, lo sabía. Después de que murieron mis hermanos no había otra posibilidad. ¡Pero aún no! ¿No podrían darme simplemente un permiso?
—No seas tonto. La cuestión pajeña se prolongará mucho tiempo. Esparta está demasiado lejos para manejarla. Ya hemos llegado —Fowler le indicó una puerta.
Los documentos del retiro estaban ya redactados. Roderick Harold Lord Blaine: será ascendido a almirante e incluido en la lista de inactivos por orden de Su Majestad Imperial.
—¿Adonde quiere que le enviemos la paga, señor?
—¿Cómo dice?
—Que tiene usted derecho a una paga. ¿Dónde quiere que se la enviemos? —Para el funcionario, Rod era ya un civil.
—¿Puedo donarla al fondo de ayuda a la Marina?
—Desde luego, señor.
—Hágalo.
El funcionario escribió rápidamente. Hubo otras preguntas, todas triviales. Rellenados los formularios, el funcionario se los pasó y le ofreció una pluma.
—Firme aquí, señor.
Sintió la pluma fría en la mano. No quería tocarla.
—Vamos, hay una docena de personas esperando —urgió el senador Fowler—. Esperándote a ti y esperando a Sally. ¡Vamos, muchacho, firma!
—De acuerdo, señor. —No tenía sentido demorarlo. Es algo que no puedo discutir. Si el propio Emperador me nombró para esa maldita Comisión… garrapateó rápidamente y luego posó un pulgar entintado en los documentos.
Un taxi les conducía por las estrechas calles de Nueva Escocia. El tráfico era lento y el taxi no tenía distintivos oficiales que le diesen preferencia de paso. Para Rod era una experiencia insólita viajar así; normalmente tenía vehículos aéreos de la Marina que le llevaban de terraza en terraza, y la última vez en Nueva Escocia había tenido un vehículo aéreo propio con la tripulación esperando. Pero ya no, nunca más.
—Tendré que comprar un vehículo aéreo y buscarme un conductor —dijo Rod—. ¿Se concederá una licencia de transporte aéreo a los miembros de la Comisión?
—Sin duda. Puedes pedir lo que quieras —dijo el senador Fowler—. En realidad el nombramiento trae consigo una baronía titular; no es que tú lo necesites, pero es otro de los motivos de que nos hayamos hecho tan populares últimamente.
—¿Cuántos comisionados habrá?
—En eso también he de tener discreción. No pueden ser demasiados.
—El taxi frenó bruscamente para no atropellar a un peatón; Fowler sacó su computadora de bolsillo—. Otra vez tarde. Nombramientos en palacio. Tendrás que estar allí, por supuesto. Las habitaciones de los criados deben de estar atestadas, pero podemos meter al tuyo en… búscate uno, ¿o quieres que lo haga mi secretaria?
—Kelley está en la Lenin. Supongo que querrá quedarse conmigo.
—Otro buen elemento que perdía la Marina.
—¡Kelley! ¿Cómo está ese viejo zorro?
—Muy bien.
—Me alegro. Por cierto que tu padre me dijo que te preguntara por él. ¿Sabes que es de mi edad? Me acuerdo de verle con uniforme cuando tu padre era un teniente, y hace mucho tiempo de eso.
—¿Dónde está Sally?
Cuando él había salido de la 675, ella se había ido. Él lo había preferido así, pues con los papeles del retiro abultando bajo el capote no se sentía con ánimo de hablar.
—Se ha ido de compras. Tú no tendrás que hacer eso. Uno de mis empleados tomó tu talla de los archivos de la Marina y te encargó un par de trajes. Están en Palacio.
—Ben… te mueves demasiado aprisa, Ben —dijo Rod.
—Qué remedio. Cuando la Lenin entre en órbita necesitaremos algunas respuestas. Entretanto tendrás que estudiar la situación política de aquí. Todo está muy confuso. La Asociación Imperial de Comerciantes quiere comerciar, cuanto antes. La Liga de la Humanidad quiere intercambios culturales. Armstrong quiere que su flota trate con los exteriores, pero los pajeños le dan miedo. Esto tiene que resolverse antes de que Merrill pueda seguir con la reconquista de Transacocarbón. La Bolsa, desde aquí hasta Esparta, está en ascuas… ¿Qué significará la tecnología pajeña desde el punto de vista económico? ¿Qué empresas se arruinarán? ¿Quién se hará rico? Y todo esto está en nuestras manos, muchacho. Somos nosotros quienes hemos de marcar la política.
—Uf. —El pleno impacto iba alcanzándole—. ¿Y Sally? ¿Y el resto de los miembros de la Comisión?
—No seas tonto. La Comisión somos tú y yo. Sally hará lo que queramos que haga.
—Quieres decir lo que tú quieras que haga. No estoy muy seguro de eso… ella tiene ideas propias.
—¿Crees que yo no sé eso? He vivido con ella mucho tiempo. Demonios, también tú eres independiente. No creo que vaya a poder imponerte lo que quiera.
Hasta ahora has estado haciendo un trabajo bastante bueno, pensó Rod.
—Supongo que puedes hacerte cargo del asunto de la Comisión —dijo Ben—. El Parlamento está preocupado por las prerrogativas imperiales. Si hay algo que sea pura prerrogativa es la defensa contra alienígenas. Pero si son pacíficos, el Parlamento quiere intervenir en los tratos comerciales. El Emperador no está dispuesto a pasar la cuestión pajeña al gobierno mientras no estemos seguros de lo que significan los alienígenas. Pero no puede manejar esto desde Esparta. No puede tampoco venir hasta aquí… Muchacho, eso traería problemas en la capital. El Parlamento no podría impedirle que se hiciese cargo del poder el príncipe heredero Lisandro, pero el muchacho es demasiado joven. Callejón sin salida. Su Majestad es una cosa, y los agentes con poderes imperiales otra. Demonios, yo no quiero dar autoridad imperial a nadie más que a la familia real. Un hombre, una familia, no pueden ejercer personalmente demasiado poder pese a todo el que acumulen en teoría, pero a través de agentes nombrados la cosa cambia.
—¿Y Merrill? Éste es su sector.
—¿Y qué? Las mismas objeciones se aplican a él que a cualquier otro. Más. El trabajo de Virrey está muy claramente definido. No incluye trato con alienígenas. Merrill no intentaría establecer un pequeño imperio propio aquí, pero la historia indica claramente que hay que vigilar de todos modos. Así que tenía que ser una comisión. El Parlamento no estaría dispuesto además a conceder tanto poder a un solo hombre, ni siquiera a mí. Hacerme presidente era preferible. Incluir a mi sobrina en la Comisión… Mi hermano era más popular que yo, necesitábamos una mujer y aquí está Sally recién venida de la Paja. Estupendo. Pero no puedo quedarme aquí mucho tiempo, Rod. Tiene que ser otro. Tendrás que ser tú.
—Lo veía venir. ¿Por qué yo?
—Es lo más natural. Necesitaba el apoyo de tu padre para que se aprobase la Comisión, de todos modos. El marqués es muy popular en este momento. Hizo una gran tarea consolidando su sector. Tiene un buen historial de guerra. Además, tú eres casi de la familia real. Estás emparentado con el trono…
—La relación es muy lejana. El hijo de mi hermana tiene más derecho que yo a alegar ese parentesco.
—Sí, pero eso significa no ampliar excesivamente la prerrogativa. Los padres confían en ti. A los barones les gusta tu padre. También a los comunes, y nadie va a pensar que tú quieras proclamarte rey aquí; perderías Crucis Court. Así que ahora el problema es encontrar un par de tipos de aquí que acepten las baronías y te ayuden cuando yo me vaya. Tendrás que buscarte un sustituto si quieres volver a casa, pero ya conseguirás resolver eso. Yo lo conseguí. —Fowler sonrió beatíficamente.
Frente a ellos se alzaba el palacio. Guardas con faldas escocesas vigilaban fuera en uniformes de gala. Pero el oficial que comprobó sus credenciales en su lista de fichas antes de dejarles pasar era un infante de marina.
—Deprisa —dijo el senador Fowler mientras recorrían el camino circular hacia las escaleras de roca roja y amarilla—. Rod, si esos pajeños son una amenaza, ¿podríamos enviar allí a Kutuzov con una flota de combate?
—¿Cómo?
—Ya me oíste. ¿De qué te ríes?
—De una conversación que tuve con uno de mis oficiales allá en Paja Uno. Sólo que yo me sentaba en tu asiento. Sí, señor. No querría, pero podría. Y puedo decírtelo tan rápido porque decidí el asunto en el viaje de vuelta, de otro modo habría tenido que decirte que buscases a otro para tu comisión. —Se detuvo un momento—. Sally no lo admitiría, sin embargo.
—No esperaba que lo admitiese. Pero tampoco se opondrá. Cualquier prueba o acontecimiento que nos obligase a ti o a mí a ordenar algo así la haría dimitir. Mira, he leído esos informes una y otra vez, y no puedo encontrar muchas cosas malas… Sin embargo, hay algunas. Como lo de vuestros guardiamarinas. Me cuesta trabajo creerlo.
El vehículo llegó hasta las escaleras de palacio y se detuvo allí y el conductor se bajó a abrirles la puerta. Rod buscó dinero para pagar la carrera, y dio una propina demasiado grande porque no estaba acostumbrado a ir en taxi.
—¿Eso es todo, señor? —preguntó el camarero.
Rod miró su computadora de bolsillo.
—Sí, gracias. Llegaremos tarde, Sally. —No hizo ninguna tentativa de levantarse—. Angus… tomaremos café. Con coñac.
—De acuerdo, señor.
—Rod, llegaremos tarde realmente —Sally tampoco se levantaba; se miraron y rieron—. ¿Cuándo fue la última vez que comimos juntos? —preguntó.
—¿Hace una semana? ¿Dos? No recuerdo. Sally, en mi vida he tenido tanto trabajo. En este momento unas maniobras en la Flota serían un descanso. Y esta noche otra fiesta. Lady Riordan. ¿Tenemos que ir?
—Tío Ben dice que el Barón Riordan es muy influyente en Nueva Irlanda, y que podemos necesitar su apoyo allí.
—Entonces imagino que tendremos que ir. —Angus llegó con el café; Rod lo probó y lanzó un supiro satisfecho—. Angus, es el mejor café con coñac que he tomado en mi vida. La calidad ha venido mejorando notablemente en esta última semana.
—Gracias, señor. Está reservado para usted.
—¿Para mí? ¿Sally, es éste tu…?
—No. —Ella estaba tan desconcertada como él.— ¿Dónde lo conseguiste, Angus?
—Un capitán mercante lo trajo personalmente a la casa del gobierno, señora. Dijo que era para Lord Blaine. El chef lo probó y dijo que podía servirlo.
—Desde luego que sí —dijo Rod entusiasmado—. ¿Quién era ese capitán?
—Me enteraré, señor.
—Debe de buscar algún favor —dijo Rod pensativo después de irse el camarero—. Aunque lo lógico entonces hubiese sido hacerme saber… —miró de nuevo su computadora—. No podemos demorarnos más. No podemos hacer esperar al Virrey toda la tarde.
—Podríamos. Tú y el tío Ben no estáis de acuerdo con mi propuesta, y…
—¿Por qué no dejas eso para la conferencia, querida?
El Virrey exigía a la Comisión una decisión inmediata sobre la actitud a adoptar con los pajeños. Él era sólo uno entre muchos. Armstrong, Ministro de Guerra, quería saber qué tamaño debía tener la flota de combate capaz de desarmar a los pajeños… Por si acaso, decía, para que la sección planificadora del almirante Cranston pudiera ponerse a trabajar.
La Asociación de Comerciantes Imperiales insistía en que lo que Bury supiese sobre posibilidades mercantiles se comunicase a todos lo miembros. El Gran Diácono de la Iglesia de Él quería pruebas de que los pajeños eran ángeles. Otra facción eliana estaba segura de que eran diablos y de que el Imperio no facilitaría información auténtica. El cardenal Randolf, de la Iglesia Imperial, quería que se pasasen en televisión películas de los pajeños para acabar de una vez por todas con los elianos.
Y no había nadie en doscientos parsecs a la redonda que no quisiese un puesto en la Comisión.
—Al menos estaremos en la misma reunión —dijo Sally.
—Sí. —Sus cuartos de palacio estaban en el mismo pasillo, pero sólo se veían en las fiestas. En la vorágine de las últimas semanas habían estado pocas veces en las mismas conferencias.
Angus volvió e hizo una inclinación.
—Capitán Anderson, Ragnarok, señor.
—Comprendo. Gracias, Angus. Es una nave de Autonética Imperial, Sally.
—¡Entonces fue el señor Bury el que envió el café y el coñac! Qué detalle…
—Sí —dijo Rod, suspirando—. Realmente tendremos que irnos.
Subieron las escaleras desde el comedor a la oficina del Virrey Merrill. El senador Fowler, el Ministro de Guerra Armstrong y Cranston, almirante de la Flota, les esperaban impacientes.
—Es la primera vez que comemos juntos en dos semanas —explicó Rod—. Disculpen.
—Será mejor cuando llegue la Lenin —dijo el senador Fowler—. Los científicos de Horvath podrán hacer entonces la mayor parte de las apariciones en público. Ellos se prestarán gustosos a eso.
—Suponiendo que usted les permita hacerlo —dijo el príncipe Merrill—. No ha dejado decir gran cosa a sus protegidos pese a todo lo que han hablado.
—Disculpe, alteza —dijo el almirante Cranston—. Tengo prisa. ¿Qué he de hacer cuando llegue la Lenin? La nave entrará en órbita de aquí a sesenta horas, y tengo que enviar órdenes a Kutuzov.
—Estaría ya resuelto si hubieses aceptado mi sugerencia, tío Ben —dijo Sally—. Démosles habitaciones en Palacio, asignémosles criados y guardianes, y dejemos que los propios pajeños decidan a quién quieren ver.
—En cierto modo tiene razón —convino Merrill—. Después de todo; son representantes de una potencia soberana. Sería difícil de justificar si los detuviésemos, ¿no? Sería un paso decisivo y ¿para qué?
—El almirante Kutuzov está convencido de que los pajeños son una amenaza —dijo el Ministro de Guerra—. Dice que son muy persuasivos.
Que si se les da ocasión de hablar con quien quieran, Dios sabe de lo que pueden ser capaces. Podrían plantearnos problemas políticos, Alteza, y eso no sería nada conveniente.
—No creerá que tres pajeños puedan constituir una amenaza militar —insistió Sally.
Benjamin Fowler suspiró pesadamente.
—Ya hemos discutido eso antes. ¡No es la amenaza militar lo que me preocupa! Si dejamos libres a los pajeños podrán establecer acuerdos. El informe de Bury me convence de eso. Los pajeños pueden llegar a formar grupos de interés que les apoyen. Negociar acuerdos comerciales.
—La Comisión pone un veto a cualquier acuerdo, tío Ben.
—Difícil será oponerse a un acuerdo que puede sernos desconocido. Si los pajeños son, como Horvath cree, gentes pacíficas que sólo desean vendernos o regalarnos su tecnología, que no pretenden competir por el territorio habitable (¿cómo demonios podemos saberlo?), que no constituyen ninguna amenaza militar, ni van a aliarse jamás con los exteriores…
El almirante Cranston carraspeó sonoramente.
—Y todo lo demás; aunque fuesen todo eso y más, aún constituyen un problema. Por una parte, su tecnología hará tambalearse todo el Imperio. No podemos limitarnos a aceptar las innovaciones sin un plan de reajuste.
—El departamento de trabajo se ocupa actualmente de eso —dijo secamente Merrill—. El presidente del instituto de trabajo estuvo aquí hace menos de una hora exigiendo que mantengamos aislados a los pajeños hasta que su equipo pueda estudiar los problemas de desempleo. No es que se opongan a la nueva tecnología, pero quieren que seamos cautos. Y no puedo reprochárselo.
—Tampoco la Asociación de Comerciantes del Imperio se muestra unánimemente favorable —añadió Rod—. Anoche, en casa de Lady Malcolm, dos comerciantes me dijeron que desconfiaban de los pajeños.
Rod se acarició las solapas de su capote de brillantes colores. Las ropas civiles ajustaban mejor y deberían resultarle más cómodas que el uniforme de la Marina, pero no se lo parecían.
—Maldita sea —continuó—. ¡No sé qué decir! He estado tan ocupado con charlas y conferencias sin sentido y con esas malditas fiestas que no he tenido posibilidad de pensar con calma.
—Lo comprendo —dijo Merrill—. Aun así, señor, las órdenes que tengo de Su Majestad son claras. He de seguir el consejo de la Comisión. Y aún sigo esperando ese consejo. Lady Sandra…
—Sally, por favor. —No le gustaba su nombre, aunque no supiese por qué.
—Lady Sally ha propuesto por lo menos algo. ¡Senador, usted y Blaine no han hecho más que decir que no sabían bastante!
—Hay un pequeño problema con mi flota —intervino Armstrong—. Debo saber si los cruceros de combate de Cranston pueden volver a luchar contra los exteriores o deben permanecer en este rincón del sector. ¡Si no aparece la flota en las provincias distantes pronto tendremos más rebeliones!
—¿Las mismas exigencias? —preguntó Rod.
—Sí. Quieren naves propias. Más participación en la política imperial, también. Pero sobre todo naves ¡Para volverme loco! Tienen ya control de sus asuntos internos. No pagan más impuestos que nosotros. Cuando aparecen los exteriores, llaman a la Marina y acudimos. Pero esto no es problema suyo, señor. Si realmente necesitamos naves para defender a la Humanidad de monstruos alienígenas, las encontraré aunque tenga que ir yo mismo a trabajar a los astilleros.
—Casi sería mejor que los pajeños fuesen hostiles —dijo pensativo Merrill—. Una auténtica amenaza contra el Imperio uniría a las provincias… Me pregunto si podría convencer de esto a los barones.
—¡Alteza! —protestó Sally.
—Era sólo una idea. Nada más.
—Podemos hacerlo indirectamente —gruñó Fowler; todos se volvieron a mirarle—. Es evidente. Dejemos que la prensa haga su trabajo. Cuando llegue la Lenin, organizaremos un espectáculo insólito en Nueva Escocia. Gran recepción a los pajeños. Con todos los honores. Con mucho protocolo, muchos desfiles, etcétera. Conferencias con el cuerpo diplomático. Nadie podrá poner objeciones a que las apariciones en público de los pajeños sean ceremoniales de protocolo y que el Ministro de Asuntos Exteriores monopolice el resto de su tiempo. Y entretanto, podríamos trabajar. Alteza, le aconsejaremos lo más pronto posible, pero Leoni… Su Majestad no me envió aquí para hacer juicios precipitados. Hasta que sepa más, no llegaré a una conclusión definitiva.
El vehículo de aterrizaje se posó en el techo de Palacio con un agudo silbido de los motores que fue convirtiéndose en rumor sordo hasta apagarse por completo. Fuera se oyó un prolongado redoble de tambores. La música marcial penetró en la cabina y luego atronó en la nave al abrirse la escotilla.
David Hardy parpadeó ante los reflejos del sol matutino sobre las piedras multicolores del Palacio. Aspiró el aire fresco sin olor a naves y hombres y filtros, y sintió la calidez de Nueva Caledonia. Sus pies tocaban sólida roca. ¡El hogar!
—¡GUARDIA DE HONOR, ATENCIÓN!
Oh, Señor, ahora saldrán todos, pensó David. Se irguió y descendió por la rampa mientras las cámaras centraban en él sus objetivos. Le seguían otros oficiales y civiles. El doctor Horvath fue el último, y cuando apareció David hizo una seña al oficial que estaba al cargo.
—¡PRESENTEN… ARMAS!
—¡Snap! ¡Crak! Cincuenta pares de guantes blancos hicieron idénticos movimientos y golpearon las armas al mismo tiempo. Cincuenta mangas escarlata con cinta dorada se alzaron con geométrica precisión. El redoble del tambor se hizo más sonoro, más rápido.
Los pajeños bajaron la rampa. Parpadearon bajo la claridad del sol de Nueva Caledonia. Las trompetas lanzaron su saludo y luego cedieron paso de nuevo a los tambores. Después sólo alteró el silencio el lejano rumor del tráfico en las calles, a medio kilómetro de distancia. Hasta los informadores guardaban silencio en su plataforma elevada. Los pajeños giraban sus cuerpos a un lado y a otro.
¡Qué curioso! Al fin un mundo humano, y humanos gobernando. Sin embargo, ¿qué hacían? Delante había dos hileras de veinticinco soldados en posición rígida, sosteniendo las armas en lo que no podía ser una postura cómoda. Todos igual y evidentemente sin amenazar a nadie; pero Ivan se volvió automáticamente, como buscando a sus Guerreros.
A su derecha había más soldados de aquellos, pero llevaban instrumentos que producían ruidos, no armas, y varios llevaban banderas de colores; tres más llevaban armas y un cuarto una bandera aún mayor de un solo color, símbolos que ya habían visto antes. Una corona y una nave espacial, un águila y la hoz y el martillo.
Justo enfrente, más allá de los tripulantes de la Lenin y de la MacArthur, había más humanos que vestían ropas muy diversas. Evidentemente esperaban hablar con los pajeños, pero no hablaban.
—El capitán Blaine y la señorita Fowler —gorjeó Jock—. Su postura indica que los dos que hay frente a ellos reciben un tratamiento de respeto.
David Hardy condujo a los pajeños. Los alienígenas aún seguían charlando entre sí con tonos musicales.
—Si el aire les resulta desagradable —dijo David—, podemos hacerles filtros. Pero no vi que la atmósfera de la nave les molestase. —Aspiró otra bocanada de aquel aire limpio y precioso.
—No, no, es sólo un poco insípido —dijo un Mediador; era imposible distinguirlos—. Además hay oxígeno extra. Creo que lo necesitaremos.
—¿Y la gravedad?
—Bien. —El pajeño achicó los ojos hacia el sol—. Necesitaremos también gafas oscuras.
—Desde luego.
Llegaron al final de la hilera de guardias de honor. Hardy hizo una inclinación a Merrill. Los dos Mediadores hicieron lo mismo; una imitación perfecta. El Blanco permaneció erguido un instante y luego se inclinó, pero no tanto como los otros.
El doctor Horvath esperaba.
—El Príncipe Estefan Merrill, Virrey de Su Majestad Imperial en el sector Trans-Saco de Carbón —anunció Horvath—. Su Alteza el Embajador de Paja Uno. Su nombre es Ivan.
Merrill se inclinó protocolariamente y luego indicó al senador Fowler con un ademán.
—Senador Benjamin Bright Fowler, Lord Presidente de la Comisión Imperial Extraordinaria. El senador Fowler tiene poderes para hablar con ustedes en nombre del Emperador y les trae un mensaje de Su Majestad.
Los pajeños se inclinaron de nuevo.
El senador Fowler había permitido a su criado que le vistiese adecuadamente: millones de seres humanos verían las imágenes de aquella recepción. Su túnica negra no tenía más adorno que un pequeño sol de oro al pecho, a la izquierda; la faja era nueva y los pantalones ajustaban perfectamente y se embutían en unas botas resplandecientes, suaves como guantes. Llevaba en el brazo izquierdo un bastón de caña con el mango de oro labrado, mientras que Rod Blaine sostenía un pergamino.
Fowler leyó con la voz de sus discursos oficiales muy tranquilo. Este caso no iba a ser una excepción.
—Leónidas IX, Emperador de la Humanidad por la gracia de Dios, a los representantes de la civilización pajeña, saludos, bienvenidos. La Humanidad lleva mil años buscando hermanos en el Universo. Es un sueño de toda nuestra historia…
El mensaje era largo y protocolario, y los pajeños lo escucharon en silencio. A su izquierda un grupo de hombres se movían y murmuraban, y algunos les enfocaban instrumentos que los pajeños identificaron como cámaras trivisionales mal diseñadas. Había un bosque de cámaras y, más allá, más hombres; ¿por qué necesitarían los humanos tanta gente para una tarea tan simple?
Fowler terminó el mensaje. Siguió la mirada del pajeño sin volver la cabeza.
—Los señores de la prensa —murmuró—. Procuraremos por todos los medios que no les molesten.
Luego alzó el pergamino para mostrar el sello imperial y se lo ofreció a los pajeños.
—Evidentemente esperan respuesta. Éste es uno de los actos «protocolarios» de que nos habló Hardy. No sé qué decir. ¿Qué opináis vosotros?
—No sé qué decir tampoco —dijo Jock—. Pero hay que decir algo.
—¿Qué dijeron ellos? —preguntó el Amo.
—Aunque lo tradujera no tendría sentido. Nos han dado la bienvenida en nombre de su Emperador, que parece ser un super Amo. Ese bajo y gordo es el Mediador de ese Emperador.
—Ah. Al menos hemos encontrado uno con quien poder comunicarnos. Hablale.
—¡Pero si no ha dicho nada!
—No digas nada tú tampoco.
—Estamos muy agradecidos por la bienvenida de su Emperador. Creemos que este primer encuentro entre razas inteligentes será una fecha histórica, quizás el acontecimiento más importante de nuestras historias. Estamos deseosos de iniciar el comercio y el enriquecimiento mutuo de pajeños y humanos.
—Pareces Horvath.
—Claro. Fueron palabras suyas. Solía utilizarlas antes de que los humanos destruyesen su nave más pequeña. Tenemos que saber por qué lo hicieron.
—¡No preguntarás hasta que no sepamos más de los humanos!
Los pajeños seguían parpadeando en un silencio que se prolongaba embarazosamente. Era obvio que no tenían más que decir.
—Deben de estar ustedes cansados del viaje —dijo Merrill—. Supongo que querrán descansar en sus habitaciones antes de que empiece el desfile.
Al ver que los pajeños no contestaban, Merrill hizo un leve gesto con la mano. La banda inició una marcha y los pajeños se vieron conducidos hacia un ascensor.
—Conseguiremos burlar a esos malditos periodistas —murmuraba Fowler. Se volvió para sonreír a las cámaras. Los otros hicieron lo mismo y aún sonreían cuando las puertas del ascensor se cerraron ante las caras de los periodistas, que corrieron tras los pajeños al ver que se iban.
No había ningún ojo espía en las habitaciones, y las puertas tenían cerraduras. Había varias habitaciones, todas de techo muy alto; tres con lo que los humanos consideraban camas adecuadas para los pajeños, y cada una de éstas con un cuarto adjunto para deshacerse de los desperdicios y lavarse. En otra habitación había un refrigerador y hornillos de llama y de microondas, grandes reservas de alimentos incluyendo los manjares que habían traído los pajeños, cubertería y equipo que no reconocieron. Otra habitación, la mayor de todas, tenía en el centro una gran mesa de madera encerada y sillas pajeñas y humanas.
Vagabundearon por los vastos espacios.
—Una pantalla trivisional —exclamó Jock.
Manipuló los controles y apareció una imagen. Era una cinta en la que aparecían ellos mismos escuchando el mensaje del Emperador. Otros canales mostraban lo mismo, u hombres hablando sobre la llegada de los pajeños, o…
Un hombre alto que vestía prendas sueltas gritaba. Su tono y su gesto indicaban cólera:
—¡Son diablos! ¡Hay que destruirlos! ¡Las legiones de Él lucharán contra las legiones del infierno!
Los gritos de aquel hombre quedaron cortados y le sustituyó otro hombre, que vestía también ropa floja, pero que no gritaba. Hablaba con calma.
—Han oído al hombre que se autoproclama la Voz de Él. No es necesario que lo diga, por supuesto, pero hablando en nombre de la Iglesia puedo asegurarles que los pajeños no son ni ángeles ni demonios; son sólo seres inteligentes muy parecidos a nosotros. Si constituyen una amenaza para la Humanidad, no se trata, desde luego, de una amenaza espiritual; los siervos de Su Majestad podrán tratar sin miedo con ellos.
—Cardenal Randolf, ¿ha determinado la Iglesia El, bueno… el status de los pajeños? Es decir, su definición teológica…
—Por supuesto que no. Pero puedo decir que no son seres sobrenaturales.
El cardenal Randolf se echó a reír y lo mismo hizo el comentarista. No había rastro del hombre que gritaba furioso.
—Venid —dijo el Amo—. Ya tendréis tiempo para esto más tarde. Entraron en la habitación mayor y se sentaron a la mesa; Charlie sirvió cereal de las reservas de alimentos.
—¿Habéis olido el aire? —preguntó Jock—. No tienen desarrollo industrial. ¡El planeta debe de estar casi vacío! Hay espacio para millones de Amos y todos sus servidores.
—Un exceso de luz solar de este tipo podría dejarnos ciegos. La gravedad acortaría nuestras vidas. —Charlie inspiró profundamente—. Pero hay espacio y alimentos y metales. Creo que podríamos soportar bien la gravedad y la luz del sol.
—Quizás no haya oído bien… —dijo Jock con un gesto burlón—. ¿Vamos a conquistar nosotros tres el planeta?
—¡Estos humanos me llevan a ideas de Eddie el Loco! ¿Os disteis cuenta? ¿Oísteis? El Mediador del Emperador detesta a los operadores de las cámaras trivisionales, y sin embargo les habla sonriendo y dice que no tiene poder para impedirles molestarnos.
—Nos han dado un aparato trivisional —dijo el Amo.
—Y es evidente lo que ven los humanos. Había portavoces de varios Amos. Ya visteis —indicó Jock con placer—. Tendré muchas posibilidades de descubrir cómo se gobiernan los humanos y cómo viven.
—Nos han dado una fuente de información que ellos no controlan —dijo el Amo—. ¿Qué significa esto?
Los Mediadores guardaron silencio.
—Sí—dijo Ivan—. Si no tenemos éxito en nuestra misión, no nos permitirán volver. —Hizo un gesto de indiferencia—. Lo sabíamos antes de venir. Ahora es más vital que nunca que establezcamos comercio con los humanos cuanto antes; o que determinemos qué relaciones no son deseables y hallemos medio de impedirlas. Debéis actuar enseguida.
Lo sabían. Los Mediadores que habían propuesto aquella misión y los Amos que habían consentido conocían los límites temporales antes de que abandonaran Paja Uno. Eran dos: el período de vida de un Mediador era corto, y el Amo moriría aproximadamente al mismo tiempo. El gran desequilibrio hormonal que le hacía estéril y permanentemente macho le mataría. Pero sólo los híbridos y los Encargados estériles podían ser candidatos, pues ningún Amo confiaría en otro que no fuese un Encargado para aquella tarea; y sólo un Encargado podía sobrevivir sin procrear.
La extensión del segundo límite temporal era menos previsible, pero no menos segura: la civilización estaba de nuevo amenazada en la Paja. Se iniciaba otro Ciclo, y pese a los inevitables Eddie el Loco no habría medio de impedirlo. Tras el colapso, los humanos encontrarían a los pajeños sumidos en la barbarie. La raza estaría desvalida, o casi; ¿qué harían entonces los humanos?
Nadie lo sabía y ningún Amo quería arriesgarse.
—Los humanos han prometido acuerdos comerciales. Supongo que el Mediador será su instrumento. Quizás también el señor Bury u otro como él.
Jock dejó su silla y examinó las paredes artesonadas. Había botones ocultos y apretó uno. Se deslizó un panel mostrando otro aparato trivisional, y Jock lo accionó.
—¿Qué hay que discutir? —preguntó el Amo—. Nosotros necesitamos alimentos y tierra para salir de los Ciclos. Tenemos que ocultar la urgencia de nuestras necesidades y sus razones. Poco tenemos que ofrecer para intercambiar, salvo ideas; no tenemos recursos que ampliar. Si los humanos desean bienes duraderos, deben darnos metales para fabricarlos.
Cualquier reducción de los recursos de la Paja prolongaría el colapso siguiente; y esto no podían permitirlo.
—Aunque la Marina insiste en guardar silencio, puedo decirles que esos seres poseen una tecnología muy superior a la del Primer Imperio —decía un comentarista en la pantalla. Parecía impresionado.
—Los humanos no poseen ya muchas de las cosas que tenían —dijo Jock—. En otros tiempos, en el período que ellos llaman el Primer Imperio, tenían maquinaria transformadora de alimentos de asombrosa eficacia. Sólo necesitaban energía y materia orgánica, basura, maleza, incluso animales hombres muertos. Las materias tóxicas quedaban eliminadas o transformadas.
—¿Conoces los principios? ¿O la amplitud de su uso? ¿O por qué no disponen ya de ella? —preguntó el Amo.
—No. Los humanos no hablan de ello.
—Yo oí —añadió Charlie—. Fue un soldado que se llamaba Dubcek, intentaba ocultar el hecho evidente de que los humanos tienen Ciclos. Todos lo hacen.
—Nosotros conocemos sus Ciclos —dijo Ivan—. Son Ciclos extrañamente erráticos.
—Sabemos lo que los guardiamarinas nos dijeron en sus últimas horas. Sabemos lo que los otros habían dicho implícitamente. Sabemos que les sobrecoge el poderío de su Primer Imperio, pero que sienten escasa admiración por sus civilizaciones anteriores. Poco más. Quizás con la trivisión podamos aprender.
—Y esa máquina alimentadora, ¿sabrán otros más sobre ella?
—Sí. Un Marrón, con lo que saben los humanos de los principios, es posible que pudiera…
—Por favor —dijo Charlie—. Deja de echar de menos a los Marrones.
—No puedo evitarlo. No tengo más que tenderme en una de sus literas, o sentarme en esta silla, e inevitablemente mi pensamiento me lleva…
—Un Marrón moriría enseguida. Dos Marrones procrearían infinitamente y si se lo impidiésemos morirían lo mismo. Olvídate de los Marrones.
—Lo haré. Pero esa máquina de alimentos reduciría considerablemente los Ciclos.
—Reunirás todos los datos posibles sobre la máquina —ordenó Ivan—. Y tú dejarás de hablar de los Marrones. Mi litera está tan mal diseñada como la vuestra.
La tribuna estaba frente a las puertas de Palacio, y llena de humanos. Se extendían a ambos lados estructuras más permanentes, hasta donde podían ver los pajeños desde su asiento de primera fila. Les rodeaban humanos por todas partes.
Ivan permanecía impasible. No comprendía el propósito de todo aquello, pero los humanos se esforzaban por observar las formalidades. Cuando dejaron sus habitaciones les siguieron humanos armados, y aquellos hombres no observaban a los pajeños; vigilaban incesantemente a las multitudes que les rodeaban. Aquellos soldados no eran impresionantes y sería como Carnes en manos de los Guerreros, pero al menos los Amos humanos les habían proporcionado una guardia personal. Intentaban ser corteses.
Los Mediadores charlaban como hacen siempre los Mediadores, e Ivan escuchaba atentamente. De las conversaciones de los Mediadores se podía aprender mucho.
—Éstos son —decía Jock— los Amos supremos de este planeta, de veinte planetas y de más. Sin embargo han dicho que deben hacer esto. ¿Por qué?
—Tengo varías teorías —dijo Charlie—. Fíjate, en las normas de respeto cuando se aproximen a los asientos. El Virrey Merrill ayuda a Sally a subir las escaleras. Algunos omiten los títulos y otros los utilizan siempre, y por los altavoces se dan títulos y más títulos. «Caballeros de la prensa» parece que no entraña ningún status especial. Sin embargo paran a quien les place, y aunque los otros les impidan ir donde quieren, no les castigan por intentarlo.
—¿Qué regla ves ahí? —preguntó Jock—. Yo no veo ninguna.
—¿Has extraído alguna conclusión? —preguntó Ivan.
—Sólo tengo preguntas interesantes—contestó Charlie.
—Entonces os diré mis propias observaciones —dijo Ivan.
Jock pasó a hablar la lengua reciente de los remolcadores troyanos.
—¿Qué esquema ves tú?
Charlie contestó en el mismo idioma.
—Veo una compleja red de obligaciones, pero dentro de ella una pirámide de poder. Aunque nadie es de verdad independiente, cuando se acerca uno a la cúspide de la pirámide el poder crece muchísimo. Sin embargo, raras veces se utiliza plenamente. Hay líneas de obligaciones que se extienden por todas partes, hacia arriba, hacia abajo, a los lados de un modo totalmente extraño. Mientras que un Amo nunca trabaja directamente para ningún otro, estos humanos trabajan todos unos para otros. El Virrey Merrill responde a órdenes de arriba y a obligaciones de abajo. Los Marrones y los Labradores y los Guerreros y los Trabajadores exigen y reciben cuentas periódicas de la actuación de sus Amos.
Jock (asombrado):
—Es demasiado complejo. Pero si no llegamos a descifrarlo no podremos predecir lo que harán los humanos.
—Las normas cambian constantemente —dijo Charlie—. Y hay esa actitud que ellos llaman «protocolaría»…
—Sí, lo he observado —dijo Jock—. Esa mujer pequeña que cayó frente al vehículo. Los hombres del vehículo vacilaron, quizás resultaran heridos. El vehículo se detuvo con mucha brusquedad. ¿Qué prerrogativas puede tener esa mujer?
—Si el que se la lleva es su padre —dijo Jock—, entonces es una protoingeniero. Salvo quesea una mujer pequeña y tengan pocos ingenieros femeninos, y el coche del Amo se detuviese para evitar atropellada, en perjuicio del Amo. Ahora comprendo por qué sus Fyunch(click) se vuelven locos.
La tribuna estaba casi llena, y Hardy volvió a su sitio junto a ellos.
—¿Puede explicarme otra vez qué pasa aquí? —preguntó Charlie—. No entendimos nada, y usted tenía poco tiempo.
Hardy lo pensó. Todos los niños sabían lo que era un desfile, aunque nadie se lo dijese; lo que uno hacía era llevarlos a que viesen uno. A los niños les gustaba porque podían ver cosas extrañas y maravillosas… Los adultos… Bueno, los adultos tenían otras razones.
—Pasarán —explicó— una serie de hombres ante nosotros en formaciones regulares. Algunos tocarán instrumentos de música. Habrá vehículos que exhibirán piezas de artesanía y de arte e implementos agrícolas. Luego pasarán más hombres caminando, y cada grupo llevará el mismo uniforme.
—¿Y con qué objetivo? Hardy se echó a reír.
—Honrarles a ustedes, y honrarnos nosotros y honrarles a ellos. Que muestren sus habilidades. —Y quizás su poder…—. Hemos tenido desfiles en toda nuestra historia, y no hay indicios de que vayamos a prescindir de ellos.
—¿Y es éste uno de esos actos de «protocolo» de que nos habló?
—Sí, pero teóricamente también debe de resultar divertido. —Hardy sonreía benévolamente. Tenían un aire curioso con su piel marrón y blanca y sus grandes gafas negras, fijadas con cintas, porque no tenían narices en que apoyar las gafas ordinarias. Aquellas gafas les daban un aire extrañamente solemne.
Hardy percibió un rumor atrás y se volvió. El estado mayor del Almirantazgo ocupaba su puesto. Hardy reconoció al almirante Kutuzov junto al Gran Almirante de la Flota, Cranston.
Los pajeños charlaban entre sí, sus voces subían y bajaban escalas, agitaban los brazos…
—¡Es él! ¡Es el Amo de la Lenin! —Jock se levantó y miró. Los brazos indicaban sorpresa, alegría, asombro…
Charlie estudiaba las actitudes de los humanos cuando entraban en el espacio de la tribuna. ¿Quién rendía pleitesía a quién? ¿De qué forma? Los que vestían del mismo modo reaccionaban previsiblemente, y sus ropas indicaban su rango concreto. Blaine llevaba en otros tiempos aquella ropa y mientras lo hacía correspondía al rango que teóricamente podía asignársele. Ahora no vestía ya lo mismo, y las reglas eran distintas. Hasta Kutuzov se había inclinado ante él. Y sin embargo… Charlie observó las acciones de los demás y las expresiones faciales, y dijo:
—Tienes razón. Ten cuidado.
—¿Estás seguro? —preguntó el Blanco.
—¡Sí! Es el que he estudiado durante más tiempo, aunque sólo a través de la conducta de los que seguían sus órdenes. Fíjate en la ancha faja de la manga, el símbolo planetario en el pecho, el respeto que le muestran los infantes de marina de la Lenin que hacen guardia. Desde luego que sí. Tenía razón desde un principio, un solo ser y humano…
—Deja de estudiarle. Aparta los ojos de allí.
—¡No! ¡Debemos conocer este tipo de humano! ¡Ésta es la clase que ellos eligen para mandar sus naves de guerra!
—Aparta los ojos de allí.
—Eres un Amo, pero no mi Amo.
—Obedece —dijo Ivan. No se le daban bien las discusiones.
A Charlie sí. Mientras Jock vacilaba con su dilema interno, Charlie pasó a un idioma antiguo y medio olvidado, menos con propósitos de acatamiento que por recordar a Jock cuánto tenían que ocultar.
—Si tuviésemos varios Mediadores el riesgo sería admisible; pero si tú te vuelves loco ahora, tendríamos que decidir las cosas sólo Ivan y yo. Tu Amo no estaría representado.
—Pero los peligros que amenazan a nuestro mundo…
—Considera la suerte de tus hermanos. La Mediadora de Sally Fowler se dedica ahora a decir a los Amos que podríamos llegar a un mundo perfecto si ellos limitasen su descendencia. El Mediador de Horace Bury…
—Si pudiésemos saber…
—… ha desaparecido. Envía cartas a los Amos más poderosos pidiendo que le hagan ofertas porque está dispuesto a cambiar de Amo, e indicando el valor de informaciones que sólo él posee. ¡La Mediadora de Jonathon Whitbread traicionó a su Amo y mató a su propio Fyunch(click)! —Los ojos de Charlie brillaron al mirar a Ivan. El Amo estaba observando, pero no entendía.
Charlie pasó otra vez a la lengua común.
—La Mediadora del capitán Roderick Blaine se volvió también loca. Estabais presentes. La Mediadora de Gavin Potter también. La Mediadora de Sinclair aún puede vivir en sociedad, pero está también completamente trastornada.
—Eso es cierto —dijo el Blanco—. La hemos puesto al cargo de un proyecto para crear un campo de fuerza como el que poseen los humanos. Trabaja asombrosamente bien con los Marrones y utiliza personalmente herramientas. Pero con su Amo y con sus hermanos Mediadores habla como si tuviese dañado el lóbulo parietal.
Jock se sentó de pronto, los ojos fijos enfrente.
—Considerad el panorama —continuó Charlie—. Sólo la Mediadora de Horst Staley está realmente sana, de acuerdo con un criterio racional. No debemos identificarnos con ningún humano. Desde luego esto no debería resultar duro. ¡No puede haber en nosotros ningún instinto que nos empuje a identificarnos con los humanos!
Jock volvió al idioma reciente de los remolcadores troyanos.
—Pero estamos solos aquí. ¿De quién debería ser entonces Fyunch(click), Ivan?
—Tu no serás Fyunch(click) de ningún humano —dijo Ivan. Sólo había entendido esto último. Charlie no contestó.
Me alegro de que terminase, fuese lo que fuese, pensó Hardy. La conversación pajeña se había prolongado sólo medio minuto, pero el intercambio de información debía de haber sido considerable… y el contenido emocional muy alto. David estaba seguro, aunque no pudiese identificar siquiera unas cuantas frases de un idioma pajeño. Hacía muy poco que había llegado a la conclusión de que había varios idiomas entre los pajeños.
—Aquí vienen el Virrey y los miembros de la Comisión —dijo—. Y ahora empiezan las bandas. Pronto sabrán lo que es un desfile.
A Rod le pareció que hasta las paredes mismas de Palacio temblaban a causa del estruendo. Un centenar de tambores redoblaron como un trueno, y tras ellos una banda de música entonó una marcha antigua de tiempos del Condominio. El director alzó la batuta, dirigiendo a sus músicos. Las chicas arrojaban al aire sus bastones y los recogían ágilmente mientras iniciaban el desfile.
—El Embajador pregunta si ésos son Guerreros —gritó Charlie. Rod estuvo a punto de echarse a reír, pero controló cuidadosamente su voz.
—No. Es la banda del Instituto John Muir… Un grupo juvenil. Algunos pueden convertirse en Guerreros cuando crezcan, y otros serán Agricultores, o Ingenieros, o…
—Gracias. —Los pajeños comenzaron a gorjear entre sí.
No tardarían en llegar los guerreros, pensó Rod. Como aquella recepción tendría sin duda la mayor audiencia trivisional del Imperio, Merrill no iba a despreciar la oportunidad de hacer un despliegue de fuerza. Podía obligar a los rebeldes a pensárselo dos veces antes de sublevarse. Pero no se desplegaría demasiado equipo militar, y habría más jóvenes bonitas con flores que infantes de marina y soldados.
El desfile era interminable. Todo barón provincial tenía que hacer acto de presencia; todo gremio, corporación, ciudad, escuela… Todos querían participar y a todos había dado permiso Fowler.
A la banda del Instituto John Muir siguió un batallón de tropas de montañeses con faldas escocesas, tambores y gaitas. A Rod aquella música estridente arañaba los nervios, pero procuraba controlarse; aunque aquellos soldados procedían del otro lado del Saco de Carbón, eran, naturalmente, populares en Nueva Escocia, y a todos los neoescoceses les gustaba, o decían que les gustaba, la música de gaita.
Los montañeses llevaban espadas y picas, y gorros de piel de oso de casi un metro de altura. De sus hombros caían ondas de brillantes pliegues. No había amenaza visible, pero la reputación de los montañeses era bastante amenazadora; ningún ejército de los mundos conocidos podía enfrentarse a ellos cuando abandonaban su protocolaria suavidad y se colocaban una armadura y un traje de combate; y los montañeses eran leales al Emperador hasta los tuétanos.
—¿Son Guerreros ésos? —preguntó Charlie.
—Sí. Forman parte de la guardia del Virrey Merrill —dijo Rod. Tenía que hacer esfuerzos para no saludar al ver pasar las banderas. Por fin, se quitó el sombrero.
El desfile continuaba: una carroza cubierta de flores de alguna baronía neoirlandesa; otras de los gremios de artesanos; más soldados, de Friedlandia esta vez, desfilando torpemente porque eran artilleros y tanquistas y no tenían sus vehículos. Otro recordatorio para las provincias de lo que Su Majestad podía enviar contra sus enemigos.
—¿Qué sacarán en limpio los pajeños de todo esto? —preguntó por lo bajo Merrill. Hizo un gesto de saludo a la bandera de otra carroza.
—Es difícil saberlo —contestó el senador Fowler.
—Más seguro es lo que van a pensar las provincias —dijo Armstrong—. Este espectáculo valdrá por una visita de un crucero de combate a muchos sitios. Y resulta mucho más barato.
—Más barato para el gobierno —puntualizó Merrill—. Me horroriza pensar lo que se ha gastado en todo eso. Afortunadamente, no tuve que pagarlo yo.
—Rod, ahora ya puedes irte —dijo el senador Fowler—. Hardy presentará excusas en tu nombre a los pajeños.
—Está bien. Gracias.
Rod desapareció. Detrás quedaban los rumores del desfile y la conversación apagada de sus amigos.
—Nunca en mi vida oí tantos tambores —dijo Sally.
—Bueno, en todos los aniversarios es lo mismo —le recordó el senador Fowler.
—Sí, pero yo no tengo por qué estar pendiente de todo en los aniversarios.
—¿Aniversarios? —preguntó Jock.
Rod se fue cuando Sally intentaba explicar lo que eran las fiestas patrióticas, y centenares de gaitas pasaban desplegando esplendores gaélicos.
El pequeño grupo entró en un hosco silencio. La hostilidad de Horowitz era casi audible mientras encabezaba la comitiva hacia al sótano más próximo. Yo soy el xenólogo más competente del sector Trans-Saco de Carbón, iba pensando. Tendrían que ir a Esparta para encontrar otro mejor. Y ese maldito aristócrata y su dama dudan de mi palabra profesional.
Y tengo que soportarlo.
No había duda sobre esto, reflexionaba Horowitz. El presidente de la Universidad se lo había dicho muy claro personalmente.
—¡Haz lo que ellos quieren, Ziggy, por amor de Dios! Esta Comisión es muy importante. Todo nuestro presupuesto, y no digamos tu departamento, se verá afectado por sus informes. Podrían decir que nosotros no cooperábamos y pedir un equipo a Esparta.
Y qué. Al menos aquellos jóvenes aristócratas sabrían que el tiempo de él era valioso. Se lo había dicho media docena de veces mientras iban a los laboratorios.
Estaban situados en profundos sótanos de la Universidad Vieja, y caminaban sobre suelos de piedra gastada por el roce, excavados una era antes. El propio Murcheson había recorrido aquellos pasillos antes de que se completase la terraformación de Nueva Escocia, y, según la leyenda, aún podía verse su espectro vagando por aquellos pasadizos: una figura encapuchada con un ojo rojo y llameante.
¿Y por qué es esto tan condenadamente importante, en definitiva? ¿Por qué le dará tanta importancia la chica?
El laboratorio era otra sala excavada en la roca viva. Horowitz hizo un gesto imperioso y dos ayudantes abrieron un recipiente congelador. Salió de él una larga mesa.
El piloto de la sonda de Eddie el Loco yacía despiezado sobre la blanca y suave superficie de plástico. Sus órganos estaban dispuestos de modo semejante a su situación antes de la autopsia, con líneas negras trazadas sobre la piel indicando las articulaciones. Rojo claro y rojo oscuro y verde grisáceo, formas imposibles: los componentes de un Mediador pajeño tenían todos los colores y texturas de un hombre alcanzado por una granada. Rod sintió un vuelco en el estómago y recordó escenas de combate.
Pestañeó al ver a Sally inclinarse impaciente sobre el cadáver para ver mejor. Tenía una expresión tensa y hosca… aunque ya la tenía en la oficina de Horowitz.
—¡Mire! —Horowitz explotó triunfalmente; su dedo huesudo indicó varios nódulos con forma de cacahuete, de un verde lima, en el abdomen—. Aquí. Y aquí. Éstos serían los testículos. Las otras variantes pajeñas tienen también testículos internos.
—Sí… —aceptó Sally.
—¿De este tamaño? —preguntó despectivamente Horowitz.
—No sabemos —dijo Sally, muy seriamente—. En las estatuillas no había órganos reproductores, y los únicos pajeños diseccionados en la expedición fueron un Marrón y algunas miniaturas. El Marrón era hembra.
—He visto las miniaturas —dijo Horowitz.
—Bueno… sí —aceptó Sally—. Los testículos de las miniaturas machos eran lo suficientemente grandes como para verlos…
—Mucho mayores que éstos, en proporción. Pero es igual. Éstos quizás no hubiesen producido esperma. He estado haciendo comprobaciones. El piloto era un híbrido estéril. —Horowitz dio una palmada con el dorso de la mano izquierda sobre la palma de la derecha—. ¡Un híbrido estéril!
Sally estudió al pajeño. Está realmente alterada, pensó Rod.
—Los pajeños empiezan siendo machos y luego se vuelven hembras —murmuró Sally, con voz casi inaudible—. ¿No sería quizás éste un ejemplar no maduro?
—¿Un piloto?
—Sí, por supuesto… —suspiró—. De todos modos tiene usted razón. Era de la estatura de un Mediador plenamente desarrollado. ¿Podría haber sido una casualidad?
—¡Vaya! ¡Se reía usted de mí cuando indiqué que podría haber sido una mutación! Pues bien, no lo es. Mientras ustedes estaban fuera trabajamos mucho aquí. He identificado cromosomas y los sistemas genéticos responsables del desarrollo sexual. Esta criatura era un híbrido estéril de otras dos formas que son fértiles. —Tenía una expresión de triunfo.
—Eso encaja —dijo Rod—. Los pajeños le dijeron a Renner que los Mediadores eran híbridos…
—Miren —dijo Horowitz.
Activó una pantalla de lectura y tecleó los códigos. Fluyeron formas por la pantalla. Los cromosomas pajeños eran discos cerrados ligados por finos vastagos. Había bandas y formas sobre los discos… y Sally y Horowitz hablaban un lenguaje que Rod no entendía. Escuchaba distraído, hasta que encontró a una auxiliar de laboratorio haciendo café. La muchacha le ofreció cordialmente una taza, el otro ayudante se les unió, y Rod hubo de explicar cosas de los pajeños. Otra vez.
Media hora después dejaron la Universidad. Aunque Rod no sabía lo que había dicho Horowitz, no había duda de que Sally estaba convencida.
—¿Por qué estás tan alterada, querida? —preguntó—. Horowitz tiene razón. Parece bastante lógico que los Mediadores sean híbridos estériles.
Rod frunció el ceño al recordar. Horowitz había añadido que los Mediadores al ser estériles no se sentirían tentados por el nepotismo.
—Pero mi Fyunch(click) me lo había dicho. Estoy segura. Hablamos de sexo y de reproducción y ella dijo…
—¿Qué?
—No recuerdo exactamente…
Sally sacó del bolsillo la computadora y tecleó los símbolos correspondientes al almacenaje de información. El aparato ronroneó, luego cambió de tono para indicar que estaba utilizando el sistema de radio del coche para comunicar con los bancos de datos de Palacio.
—Y no recuerdo exactamente cuándo lo dijo… —Tecleó algo más—. Debería haber utilizado un sistema de referencia mejor cuando grabé la cinta.
—Ya lo encontrarás. Estamos en Palacio… Tenemos una conferencia con los pajeños después de comer. ¿Por qué no les preguntas? Ella rió entre dientes.
—Te has puesto colorada.
—¿Recuerdas cuando los pequeños pajeños copularon por primera vez? Fue la primera indicación positiva de que existían cambios de sexo entre los pajeños adultos, y yo bajé corriendo al salón… ¡El doctor Horvath aún cree que soy una especie de maníaca sexual!
—¿Quieres que pregunte yo?
—Si no lo hago yo… Pero, Rod, a mí mi Fyunch(click) no me mentiría. No tendría que mentirme.
Comieron en el comedor de autoridades, y Rod pidió otro coñac y café. Bebió un trago y dijo pensativo:
—Había un mensaje con este…
—¡Oh! ¿Hablaste con el señor Bury?
—Sólo para darle las gracias. La Marina aún le retiene como huésped. No, el mensaje era el regalo mismo. Me indicaba que él podía enviar mensajes, antes incluso de que la Lenin se pusiese en órbita.
—Tienes razón… por qué no… —Parecía desconcertada.
—Demasiado trabajo. Cuando pensé en ello, no me pareció que fuese tan importante como para informar, por eso no lo hice. La cuestión es ésta, Sally: ¿qué otros mensajes envió, y por qué quiere que yo sepa que puede hacerlo?
—Yo preferiría analizar las motivaciones de los alienígenas que las del señor Bury. Es un hombre muy extraño.
—Desde luego. Pero no es ningún estúpido. —Se levantó y ayudó a Sally a salir de su asiento—. Es la hora de la conferencia.
Se reunieron en los cuartos que los pajeños tenían en Palacio. Teóricamente aquello era una conferencia de trabajo, y el senador Fowler pretextaba tareas políticas en otra parte para que Rod y Sally pudiesen hacer preguntas.
—Me alegro de que nombrases al señor Renner para el equipo asesor —dijo Sally cuando salían del ascensor—. Él ha conseguido… bueno, una visión distinta de los pajeños.
—Distinta. Ésa es la palabra.
. A Rod le habían asignado también otros miembros de la expedición: el capellán Hardy, Sinclair y varios científicos. Hasta que el senador Fowler decidiese respecto a la petición del doctor Horvath de ingresar como miembro de la Comisión, no podían utilizarle; el Ministro de Ciencias podía negarse a aceptar ser un subordinado de los miembros de la Comisión.
Los infantes de marina que hacían guardia a la entrada de las dependencias pajeñas se pusieron firmes al ver aproximarse a Rod y a Sally.
—Mira. Te preocupas demasiado —dijo Rod mientras respondía a los saludos—. Los pajeños no se han quejado de nuestros guardias.
—¿Quejado? Jock me dijo que al Embajador le gustan las guardias —dijo Sally—. Supongo que nos tiene un poco de miedo.
—Ven mucha trivisión. —Rod se encogió de hombros—. Dios sabe lo que piensan ahora de la especie humana.
Entraron, sorprendiendo una animada conversación.
—Por supuesto, no esperaba ninguna prueba directa —insistía el capellán—. Pero aunque no la esperara, me habría sorprendido agradablemente encontrar algo concreto: unas escrituras, o una religión similar a la nuestra, algo así. Pero esperarlo, no.
—Aún me pregunto qué pensaban ustedes que podían haber encontrado —dijo Sally—. Si tuviese el problema de demostrar que los humanos tienen alma, no sabría por dónde empezar.
Hardy se encogió de hombros.
—Ni yo. Pero empezando por las propias creencias de usted… usted cree que posee algo parecido a un alma inmortal.
—Algunos lo creen, otros no se preocupan de ello —dijo Charlie—. La mayoría de los Amos lo creen. Los pajeños, como los humanos, no se dedican a pensar si su vida tiene un objetivo o no. Y que puede llegar un momento en que ellos desaparezcan. Y ese momento llegará, sin duda. Hola, Sally. Rod. Siéntense por favor.
—Gracias. —Rod hizo un gesto saludando a Jock y a Ivan.
El Embajador parecía una versión surrealista de un gato de angora espatarrado al borde de una litera. El Amo movió la mano derecha inferior, un gesto que, según había aprendido Rod, significaba algo parecido a «les veo». Había evidentemente otras formas de saludo, pero estaban reservadas para otros Amos: iguales, no criaturas con las que los Mediadores discutiesen asuntos.
Rod activó su computadora de bolsillo para enterarse del programa del día. La lectura estaba codificada para recordarle tanto los puntos concretos a discutir como las cuestiones que quería aclarar sin que los pajeños supiesen que habían sido formuladas por el senador Fowler; preguntas tales como por qué los pajeños no se habían interesado nunca por la suerte que había corrido la sonda de Eddie el Loco. Esto no necesitaba ningún código; Rod estaba tan desconcertado como el senador. Además no quería que los pajeños empezasen a hacer preguntas, pues habría tenido que explicarles lo que había pasado con la sonda.
—Antes de que empecemos —dijo Rod—. El ministerio de asuntos exteriores les suplica que asistan esta noche a una recepción para los barones y algunos representantes del Parlamento.
Los pajeños cuchichearon. Ivan gorjeó contestando.
—Con mucho gusto —dijo Jock protocolariamente. No había en su voz ningún matiz.
—Está bien. Así que ahora volvemos a los mismos problemas que ya teníamos. El de saber si son ustedes una amenaza para el Imperio y el de las consecuencias que puede tener su tecnología en nuestra economía.
—Es curioso —dijo Jock—; a nosotros nos preocupan los mismos problemas. Sólo que al revés.
—Pero nunca logramos aclarar nada de forma definitiva —protestó Sally.
—¿Cómo íbamos a poder? —dijo Hardy—. Suponiendo que la cuestión amenaza sea rechazable, hasta que sepamos lo que nuestros amigos pueden vender, los economistas no podrán predecir las consecuencias… y los pajeños tienen el mismo problema.
—Pero ellos no están tan preocupados como nosotros —dijo impaciente Renner—. No pienso como Sally. Hablamos mucho, pero no hacemos gran cosa.
—No podremos hacer nada si no empezamos. —Rod miró los datos de su computadora—. La primera cuestión es la de los superconductores. Los físicos están muy contentos, pero el sector económico quiere datos de coste más exactos. Yo soy teóricamente el que debe preguntar…
Accionó el control para dejar deslizarse las preguntas por la pequeña pantalla.
—¿Son ustedes híbridos estériles? —preguntó Sally.
Hubo un silencio. Los ojos de Hardy se achicaron levemente, pero por lo demás no reaccionó. Renner alzó la ceja izquierda. Miraron primero a Sally y luego a los pajeños.
—Quiere usted decir los Mediadores —dijo Jock cuidadosamente—. Sí. Por supuesto.
Siguió un nuevo silencio.
—¿Todos ustedes? —preguntó Renner.
—Desde luego. Somos formas híbridas. A ninguno de ustedes parece satisfacerles la respuesta. Sally, ¿qué es lo que les preocupa? Los Mediadores fueron una evolución tardía, y la evolución se realiza por grupos y tribus tan a menudo como por individuos… eso se cumple también en los humanos, ¿no?
Hardy asintió.
—No sólo nosotros. La mayor parte de las formas de vida alienígenas que hemos encontrado se ajustan también a esa norma.
—Gracias. Suponemos que las tribus con Mediadores sobrevivirán mejor que las que no los tienen. No hemos visto nunca un Mediador fértil, pero si hubo uno alguna vez, debió de actuar sin duda más en interés de sus hijos que de la tribu. —El pajeño se encogió de hombros—. Todo esto es pura especulación, claro está. Nuestra historia no llega tan atrás. En cuanto a mí, me gustaría tener hijos, pero siempre he sabido que no los tendría… —El pajeño se encogió de hombros de nuevo—. Aun así es una lástima. El acto sexual es el más placentero. Lo sabemos. Podemos proyectarnos perfectamente en los Amos y captar sus sentimientos.
Hubo más silencio. Hardy carraspeó, pero no dijo nada.
—Sally, ya que hablamos de problemas pajeños, hay algo más que debéis saber sobre nosotros.
La pesadez del ambiente podría cortarse con un cuchillo, pensó Rod. Por qué será tan deprimente…
—Comparada con vuestra especie, la nuestra es de vida muy corta. Nosotros tres fuimos elegidos por nuestra experiencia e inteligencia, no por nuestra juventud. Vivimos bastante menos de diez años.
—Pero… ¡No! —Sally estaba visiblemente alterada—. ¿Todos ustedes?
—Sí. Hubiese preferido no tocar este doloroso tema, pero todos consideramos oportuno explicarlo. Los desfiles, las recepciones oficiales y todo lo demás nos resulta muy agradable. Suponemos que será una gran satisfacción resolver el misterio de por qué hacen ustedes todo eso. Pero debemos también establecer relaciones comerciales y diplomáticas con ustedes, y hay un límite temporal muy definido…
—Sí —dijo Sally—. Sí, por supuesto. ¿No hay ni siquiera diez años? Jock se encogió de hombros.
—Los Mediadores viven un total de veinticinco años. Unos más, otros menos. Suponemos que ustedes tendrán también sus propios problemas.
—La voz alienígena adquirió un tono de amarga ironía—. ¡Como todas esas guerras que padecen por falta de Mediadores!
El pajeño miró a su alrededor. Hubo más silencio y más ojos en blanco.
—Parece que les he inquietado. Lo siento, pero había que decirlo… Lo mejor será que sigamos mañana, cuando hayan tenido tiempo para pensar en esto.
—Emitió una nota aguda y dulce y Charlie e Ivan le siguieron hacia la zona privada de los aposentos pajeños. La puerta se cerró suavemente tras ellos.
Mientras caminaban hacia la habitación de Ivan, Charlie parloteaba con el Amo. Entraron y cerraron la puerta; aunque estaban seguros de que no había ningún sistema de espionaje, hablaron en un idioma lleno de alusiones poéticas. Los humanos jamás podrían descifrarlo.
La postura del Amo era exigir una explicación.
—No había tiempo para consultas —gritó Jock—. Tenía que hablar inmediatamente, antes de que diesen demasiada importancia a la pregunta.
—Les dijiste que sí—dijo Ivan—. Podrías haberles dicho que no. O que quizás. O que unos sí y otros no…
—Podrías haberles dicho —añadió Charlie— que nosotros no hablamos de esas cosas. Ya conoces a los humanos, ya sabes que no les gusta hablar abiertamente de cuestiones sexuales.
—Pueden hacerlo cuando quieran —protestó Jock—. Y su petición siguiente habría sido que nos sometiésemos a un examen de sus xenólogos. Nos hemos sometido ya a exámenes de sus médicos… ¿cómo íbamos a negarnos ahora?
—Sus xenólogos no encontrarían nada —dijo Ivan—. Un macho mostraría ausencia de esperma, pero vosotros sois hembras. Charlie fingió un pesar protocolario.
—Las circunstancias me obligan a discrepar de usted, Amo.
—Sus primeros exámenes no perseguían nada concreto. ¿Estás seguro de que ahora no podrían ser más exhaustivos? ¿De que no descubrirían que los tres sufrimos desequilibrios hormonales? —Charlie movió los brazos disculpándose por recordar al Amo su esterilidad; siguió luego moviéndolos para indicar que las circunstancias le obligaban—. El mismo desequilibrio que detectaron en la minera Marrón. Desequilibrio que no estaba presente cuando la encontraron, pero que se desarrolló antes de que muriese a bordo de la MacArthur.
Los otros se quedaron de pronto inmóviles. Charlie continuó inexorable.
—No son tontos. Pueden muy bien haber relacionado esas alteraciones con la abstinencia sexual. ¿Qué han descubierto sobre los Relojeros? Han tenido sin duda Relojeros para examinarlos; no hay duda de que la Minera debió de llevarlos a bordo.
—¡Demonios! —Ivan se quedó pensativo—. ¿Encerrarían a los Relojeros en lugares distintos?
Ambos Mediadores hicieron un gesto que indicaba ignorancia.
—Jock tenía razón para contestar como lo hizo —dijo Charlie—. Ellos tenían el cuerpo que iba a bordo de la sonda de Eddie el Loco. Tenía que haber uno, y tenía que ser un Mediador, un joven con mucha vida por delante para poder negociar con quien hubiese aquí cuando llegase la sonda.
—Pero según nuestros archivos ese Mediador estaría muerto —dijo Jock—. Tenía que estarlo; y los humanos no aprenderían nada de él. ¡Demonios! ¿Y si los archivos fallaran…?
—Si los archivos fallaran. Si tuviésemos un Marrón. Si los humanos nos dijesen lo que hicieron con la sonda. Si los humanos nos dijesen por qué destruyeron la MacArthur. Dejaos de una vez de frases sin sentido. Debemos enterarnos por los humanos —ordenó con decisión Ivan—. ¿Qué os parece que pudieron aprender los humanos del piloto de la sonda?
—Lo diseccionarían, sin duda —dijo Charlie—. Sus ciencias biológicas son tan avanzadas como las nuestras. Más aún. Hablan de técnicas de ingeniería genética no registradas en ningún museo, y desde luego aún no descubiertas en este Ciclo. Así que debemos suponer que sus xenobiólogos pudieron descubrir que el Mediador era estéril. El Fyunch(click) de Renner le dijo que los Mediadores eran híbridos.
—Eddie el Loco. Incluso entonces —dijo Ivan—. Ahora ella discute incesantemente con su Amo —hizo una pausa, pensativo, balanceando los brazos para pedir silencio—. Lo has hecho bien —dijo a Jock—. De todos modos se habrían enterado de que sois estériles. Es crucial que no descubran lo importante que es eso. ¿Descubrirán con esto los humanos que los Fyunch(click) pueden mentirles y les mienten?
Silencio. Por fin habló Jock:
—No sabemos. El Fyunch(click) de Sally habló con ella de la sexualidad, pero la conversación fue a bordo de la nave humana. No está registrada, sólo sabemos lo que se nos dijo.
—Lo que nos dijo un Eddie el Loco—añadió Ivan.
—Hice todo lo posible por distraerles —dijo Jock.
—Pero ¿lo lograste?
—Sí. Era evidente por sus caras.
Ivan era incapaz de entender una cara humana. Pero comprendía la idea: había músculos alrededor de los ojos y de la boca de los humanos, utilizados para indicar emociones, como los gestos pújenos. Los Mediadores podían descifrarlas.
—Sigue.
—Hice una alusión directa al acto sexual para desviar sus pensamientos. Luego el hecho de nuestro período de vida, revelado como podría revelarse que se padece una enfermedad mortal. Ahora esas longevas criaturas llorarán por nosotros.
—Bueno, podría ser —convino Charlie.
—No hay duda de que se compadecerán de nosotros por nuestras taras. Puede incluso que intenten remediarlas.
Ivan se volvió rápidamente a Jock.
—¿Crees que pueden hacer eso?
—¡No, Amo! ¿Soy yo acaso Eddie el Loco? Ivan se tranquilizó.
—Debéis considerar esto cuidadosamente. Analizaréis los datos que tienen los humanos y lo que pueden deducir de ellos. ¿No había dos Ingenieros, además de vuestro Amo, a bordo de la nave embajadora que se encontró con la MacArthur?
—Así es —dijo Jock.
—¿Y cuántas crías de Mediadores había cuando regresaron?
—¡Yo tenía cuatro hermanas!
—¡Maldita sea! —Ivan quería decir más; pero indicar lo obvio habría sido perder para siempre la lealtad de Jock; podría incluso haber afectado a Charlie, produciéndole desviaciones anormales. Los Mediadores se identificaban con los Amos. Sentían las emociones habituales de los Amos hacia los niños.
Aunque estéril desde temprana edad, Ivan no era inmune a aquellas emociones; pero él sabía. Aquellos niños deberían haberse salvado.
—No tiene objeto sentarse aquí —proclamó Renner.
—Sí. —Rod abría la marcha hacia la oficina-suite de la Comisión en Palacio. Sally le seguía silenciosa.
—Kelley, creo que sería mejor traer una ronda de copas —dijo Rod cuando se sentaron a la mesa de conferencias—. Para mí, doble.
—De acuerdo, señor.
Kelley dirigió una mirada de desconcierto a Rod. ¿Estaba ya creándole problemas Lady Sally? ¡Pero si aún no se habían casado!
—¡Veinticinco años! —exclamó Sally.
Había amargura y cólera en su voz. Lo repitió, dirigiéndose esta vez al capellán Hardy:
—¿Veinticinco años? —Y esperó a que él explicara un universo en el que había tanta injusticia.
—Quizás sea el precio que pagan por poseer una inteligencia superior a la humana —dijo Renner—. Es un precio muy elevado.
—Hay compensaciones —dijo pensativo Hardy—. Su inteligencia. Y su amor a la vida. Probablemente hablen tan deprisa porque piensan a la misma velocidad. Supongo que los pajeños se aprovechan cumplidamente de sus pocos años de vida.
Hubo más silencio. Volvió Kelley con una bandeja. Distribuyó los vasos y se fue, con una expresión de desconcierto y desaprobación.
Renner miró a Rod, que estaba en posición de pensador: el codo sobre el brazo de la silla, la barbilla sobre el puño cerrado, cavilando ceñudo. Kevin alzó su vaso.
—Brindemos.
Nadie contestó. Rod no tocó su vaso. Un hombre podía vivir una vida feliz y útil en un cuarto de siglo, pensó ¿No vivían aproximadamente eso en la época preatómica? Pero no podía ser una vida completa. Yo tengo ahora, pensaba, veinticinco años, y no he creado una familia, ni he vivido con la mujer a la que amo, ni siquiera he iniciado mi carrera política…
Observó a Sally, que se había levantado y paseaba. ¿Qué querrá hacer? ¿Querrá resolverles ese problema? Si no pueden ellos, ¿cómo vamos a poder nosotros?
—Esto no nos lleva a ninguna parte —dijo Renner. Alzó de nuevo el vaso—. Bueno, si a los Mediadores no les preocupa ser híbridos estériles de vida tan corta, por qué ha de importarnos a nosotros… —se detuvo a media frase—. ¿Estériles? ¿Híbridos? Entonces las crías de Mediadores de la nave embajadora… tenían que ser hijas de los dos Marrones y del Blanco oculto.
Todos le miraron. Sally dejó de pasear y se sentó de nuevo.
—Había cuatro crías cuando regresarnos a Paja Uno —dijo—. ¿No es cierto?
—Así es —dijo Hardy; hizo girar el coñac en el vaso—. Es una tasa de natalidad muy elevada.
—Pero viven tan poco tiempo —alegó Sally.
—Uno sería una tasa de natalidad muy alta en aquella nave. En aquella misión. —Renner parecía seguro—. Capellán, ¿consideraría usted eso una situación ética? Salían al encuentro de una raza extraña muy bien armada. Eran frágiles piezas de una nave desarmada. La solución era sembrar de hijos el lugar y…
—Ya entiendo por dónde va —dijo Hardy—. Pero quiero pensarlo con calma. Quizás…
Le interrumpieron unos puños que aporreaban la mesa. Dos puños. Los de Sally.
—¡Demonios! —cogió el estilete y garrapateó símbolos en la placa de su computadora; la máquina ronroneó y parpadeó—. Estábamos esperando el vehículo de transferencia. Yo sé que no lo interpreté mal. No podría haberlo hecho.
Hardy miró desconcertado a Sally. Renner hizo una pregunta a Rod. Rod se encogió de hombros y miró a Sally.
—Su pajeña nunca le dijo que fuesen híbridos estériles —explicó a los demás.
La computadora ronroneó de nuevo. Sally asintió y activó el indicador de instrucciones. Se iluminó una pantalla en la pared del fondo y apareció en ella Sally Fowler, ocho meses más joven, hablando con una Marrón-y-blanca. Las voces eran extrañamente idénticas.
Pajeña: Pero ustedes se casan para tener hijos. ¿Y quién se encarga de los hijos nacidos sin matrimonio?
Sally: Hay centros de caridad.
Pajeña: Supongo que usted nunca…
Sally: No, por supuesto que no.
La Sally real estaba a punto de ruborizarse, pero su expresión seguía siendo agria.
Pajeña: ¿Cómo no? No quiero decir por qué no, quiero decir cómo no.
Sally: Bueno… Ya sabe que los hombres y las mujeres tienen que tener relaciones sexuales para hacer un niño, lo mismo que ustedes… les he examinado con bastante detenimiento…
—Quizás no con el suficiente —comentó Hardy.
—Al parecer no —dijo Sally—. Chisss.
Pajeña: ¿Pildoras? ¿Cómo actúan? ¿Hormonas?
Sally: Exactamente.
Pajeña: Pero una mujer honrada no las usa.
Sally: No.
Pajeña: ¿Y cuándo piensa casarse?
Sally: Cuando encuentre el hombre adecuado… quizás lo haya encontrado ya.
Hubo una risa apagada. Sally miró a su alrededor, y vio que Rod miraba beatífica y despreocupadamente, Hardy sonreía y Renner reía. Maldijo al piloto, pero éste se negó obstinadamente a desvanecerse en negro humo.
Pajeña: Entonces, ¿por qué no se casa?
Sally: No quiero hacer nada precipitadamente. «Quien pronto se casa, pronto se arrepiente.» Puedo casarme cuando quiera. Bueno, cuando quiera dentro de los próximos cinco años. Si no me he casado entonces, seré una solterona.
Pajeña: ¿Solterona?
Sally: La gente lo consideraría extraño. ¿Qué pasa si una pajeña no quiere hijos?
Pajeña: No tenemos relaciones sexuales.
Hubo varios clics, y la pantalla quedó en blanco.
—La verdad literal —musitó Sally—. «No tenemos relaciones sexuales.» No las tienen, pero no por elección.
—¿De veras? —David Hardy parecía confuso—. La afirmación considerada junto a la pregunta resulta bastante equívoca…
—No quiso hablar más del tema —insistió Sally—. No tiene nada de extraño. Fue simplemente un malentendido mío, eso es todo.
—Yo nunca tuve ningún malentendido con mi pajeña —dijo Renner— A veces ella me entendía demasiado bien…
—Bueno. Suéltelo de una vez.
—El día que bajamos a Paja Uno. Ustedes hacía meses que se conocían —dijo Renner—. Capellán, ¿qué piensa usted?
—Si no entiendo mal, lo mismo que usted.
—¿Qué es lo que quiere insinuar, señor Renner? Repito que lo diga. Sally estaba furiosa. Rod se preparó para lo que parecía anunciarse: hielo o explosión, o ambas cosas.
—No estoy insinuándolo, Sally —dijo Renner con súbita decisión—. Lo afirmo. Su pajeña le mintió. Deliberadamente y con un propósito.
—Eso es absurdo. Se puso muy nerviosa.
Hardy movió ligeramente la cabeza. Fue un movimiento muy leve, pero detuvo a Sally. Ésta miró al sacerdote.
—Yo creo —dijo David— que sólo puedo recordar una ocasión en que un pajeño se puso nervioso. Fue en el museo. Y todos actuaron allí del mismo modo… de forma muy distinta a como acaba de hacer ahora su Fyunch(click), Sally. Me temo que es muy probable que Kevin tenga razón.
—¿Y por qué motivo? —insistió Sally—. ¿Por qué iba a mentirme mi… mi casi hermana? ¿Por qué?
Hubo un silencio. Sally cabeceó satisfecha. No podía responder con dureza al capellán Hardy; no tanto por respeto a su oficio como por él mismo. Pero Renner era otro asunto.
—Si encuentra usted una respuesta a esta pregunta dígamelo, señor Renner.
—Desde luego. Así lo haré. —La expresión de Renner le hacía parecerse extrañamente a Buckman: Bury habría identificado la expresión inmediatamente. Apenas si la había oído.
Dejaron la resplandeciente sala de baile en cuanto pudieron. Tras ellos una elegante orquesta tocaba valses, mientras los pajeños eran presentados a una fila de invitados que parecía interminable. Había barones provinciales, dirigentes del Parlamento, comerciantes, individuos con amigos en la oficina de protocolo y diversas personas más. Todos querían ver de cerca a los pajeños.
Rod cogió a Sally de la mano mientras caminaban por los desiertos pasillos de Palacio hacia sus habitaciones. Tras ellos sonaba desmayadamente un viejo vals.
—Hay tan poco tiempo para vivir, y estamos desperdiciándolo con… eso —murmuró Sally—. ¡Rod, no es justo!
—Es parte de nuestra misión, querida. ¿De qué serviría que ellos estuviesen de acuerdo con nosotros si no pudiésemos mantener la baronía? Incluso respaldados por el Trono estamos más seguros si participamos en el juego político. Lo mismo ellos.
—Supongo que sí. —Le hizo detenerse y se apoyó en su hombro.
El Hombre Encapuchado había salido, negro frente a las estrellas, y les observaba a través de los arcos de piedra. Abajo, en el patio, canturreaba una fuente. Permanecieron así largo rato en el desierto pasillo.
—Te amo —susurró ella—. ¿Cómo puedes soportarlo?
—Eso es muy fácil. —Se inclinó para besarla, y desistió al ver que no obtenía respuesta.
—Rod, estoy tan fastidiada… ¿crees que debo pedirle disculpas a Kevin?
—¿Kevin? No digas tonterías. ¿Has visto alguna vez que Renner se disculpase ante nadie? No te preocupes por eso. La próxima vez que le veas habla con él como si no hubiera pasado nada.
—Pero él tenía razón… Te diste cuenta, ¿verdad? ¡Te diste cuenta entonces!
La hizo andar de nuevo. Sus pisadas retumbaban en los pasillos. Aun con aquellas luces difusas, las paredes de roca reflejaban tonos iridiscentes a su paso. Luego una pared bloqueó la ardiente mirada del Hombre Encapuchado, y se encontraron en las escaleras.
—Lo sospeché entonces. Sólo por los informes y por la breve relación que tuve con mi pajeña. Después de que te fuiste esta tarde estuve comprobando. Te mintieron.
—Pero ¿por qué, Rod? No lo entiendo… —subieron otro tramo en silencio.
—La respuesta no va a gustarte —dijo Rod cuando llegaron a su planta—. Ella era una Mediadora. Los Mediadores representan a los Amos. Recibió orden de mentirte.
—Pero ¿por qué? ¿Qué motivos podían tener para ocultarnos que eran híbridos estériles?
—Me gustaría saberlo. —O no saberlo, pensó; pero no tenía sentido explicárselo a Sally mientras no estuviese seguro—. No te lo tomes tan a pecho, querida. También nosotros les mentimos a ellos.
Llegaron a su puerta y él posó la mano en la placa identificadora. La puerta se abrió y apareció Kelley, con la túnica desabrochada, espatarrado en un sillón. El soldado se puso en pie de un salto.
—¡Dios mío, Kelley! Le dije que no me esperara. Vayase a la cama.
—Hay un mensaje importante, señor. El senador Fowler vendrá aquí más tarde. Le pide que le espere. Quería asegurarme de que recibiría usted el mensaje, señor.
—Ya —la voz de Rod era de limón amargo—. Está bien. Ya me ha dado el mensaje. Gracias.
—Me quedaré para servirle.
—No, no hay por qué. No tiene sentido que todo el mundo esté despierto toda la noche. Vayase.
Rod vio al soldado desaparecer en el pasillo. Luego Sally se echó a reír sonoramente.
—No veo que sea tan divertido —dijo Rod.
—Estaba protegiendo mi reputación —dijo Sally sin dejar de reírse—. ¿Y si no recibías el mensaje y aparecía aquí el tío Ben y nos encontraba…?
—Sí. ¿Quieres beber algo?
—¿Con tío Ben a punto de aparecer? Un desperdicio de buen licor. Me voy a la cama. —Sonrió dulcemente—. No te acuestes demasiado tarde.
—De acuerdo —la cogió por los hombros y la besó; luego otra vez. Podría cerrar la puerta por dentro para que él no pudiera entrar…
—Buenas noches, Rod.
La contempló hasta verla desaparecer en el interior de su propia suite, que quedaba frente a la suya, y luego volvió al bar. Había sido una velada larga y pesada, en la que la única perspectiva agradable era la de poder abandonar la fiesta pronto.
—¡Maldita sea! —dijo en voz alta; bebió un vaso lleno hasta el borde de Crema de las Tierras Altas de Nueva Aberdeen—. ¡Maldita sea!
El senador Fowler y un preocupado Kevin Renner llegaron después de que Rod se sirviera un segundo vaso.
—Siento lo de la hora, Rod —dijo Fowler protocolariamente—. Kevin me dice que sucedió hoy una cosa interesante…
—¿Ah, sí? Y fue él quien sugirió la idea de esta conferencia, ¿verdad? —Benjamín Fowler asintió y Rod se volvió a su antiguo piloto—. Te ajustaré las cuentas por esto…
—No tenemos tiempo para jugar —dijo Fowler—. ¿Hay más whisky que ése?
—Sí. —Rod sirvió a ambos, bebió el suyo de un trago y se sirvió otro—. Siéntate, Ben. Usted también, señor Renner. No me disculparé por dejar a los criados irse a la cama…
—Oh, no se preocupe —dijo Renner.
Volvió a hundirse en aquel ensueño que parecía absorberle, se retrepó en la silla y luego sonrió asombrado. Nunca se había sentado en una silla de masaje, y evidentemente le gustaba.
—Está bien —dijo el senador Fowler—. Dime lo que piensas de lo que pasó esta tarde.
—Te lo mostraré.
Rod manipuló su computadora de bolsillo y la pantalla de pared se iluminó. La imagen no era buena; había sido tomada por una pequeña cámara instalada en una condecoración de la túnica de Rod, y el campo de visión era limitado. Sin embargo, el sonido era excelente.
Fowler observaba en silencio.
—Veamos eso otra vez —dijo.
Rod pasó de nuevo la conferencia. Mientras Fowler y Renner observaban, volvió al bar, decidió en contra de otro whisky y se sirvió café.
—Bueno, ¿y por qué considera usted esto tan importante? —preguntó Fowler.
—Es la primera prueba que tenemos de que nos mienten —dijo Kevin Renner encogiéndose de hombros—. ¿Qué otras mentiras pueden habernos contado?
—Demonios, nos han dicho muy pocas cosas —dijo Fowler—. ¿Y eso era mentira?
—Sí —dijo tranquilamente Rod—. Implícitamente, claro está. No fue un malentendido. Lo he comprobado. Tenemos muchas grabaciones en las que los pajeños decían implícitamente algo falso, se daban cuenta de que lo habían hecho al observar nuestras reacciones y se corregían. No. Esa pajeña empujó a Sally deliberadamente a creer algo que no es cierto.
—Pero ¿qué más nos da a nosotros el saber o no saber que los Mediadores tienen hijos? —preguntó Fowler.
—El hecho nos indica que dos Marrones y un Blanco tuvieron cuatro hijos —dijo lentamente Renner—. En una nave pequeña. En el espacio. En condiciones peligrosas. Por no mencionar el hacinamiento.
—Sí. —Ben Fowler se levantó y se quitó la túnica de gala; la camisa que llevaba debajo era vieja, muy gastada y cuidadosamente remendada en tres lugares—. Rod, ¿qué es lo que piensan exactamente los pajeños de sus hijos? —preguntó Fowler—. Quizás piensen que no valen nada hasta que no pueden hablar. Que pueden prescindir de ellos.
—No es cierto —dijo Renner.
—La forma correcta —dijo lentamente Rod—, la forma cortés de discrepar de la opinión del senador sería decir: «Pienso que ése no es el caso». La cara de Renner se iluminó.
—Ah. Está bien. De todos modos, el senador se equivoca. Los pajeños piensan mucho en sus hijos. La única religión de la que me hablaron enseña que sus almas se dividen para entrar en sus hijos. Prácticamente adoran a los pequeños.
—Vaya —Fowler alzó su vaso para una segunda ronda; frunció el ceño impaciente—. ¿Podría ser que les gustasen tanto que tuviesen hijos siempre que pudiesen?
—Es posible —dijo Rod—. Y en este caso la amenaza es obvia. Pero…
—Exactamente —dijo Fowler—. Entonces el planeta se llenará inevitablemente. Lo cual significa que los pajeños tienen problemas de presión demográfica como no hemos tenido nosotros jamás…
—Quizás puedan controlarlos —dijo Rod—. Porque si no pueden… llevan encerrados en aquel sistema mucho tiempo.
—¿Con qué resultado? —preguntó Fowler—. ¿Qué sabemos de la historia pajeña?
—No mucho —dijo Renner—. Tienen una civilización muy antigua. Mucho, realmente. Fueron capaces de desplazar asteroides hace por lo menos diez mil años. Casi me da miedo pensar cuánta historia han tenido. —Kevin se movió en la silla para disfrutar de todos los efectos del masaje— Así que han tenido mucho tiempo para resolver sus problemas demográficos. Sólo desde la época en que lanzaron aquella sonda de Eddie el Loco hasta ahora, podrían haber llenado el planeta. No lo han llenado, así que pueden controlar la población…
—Pero no quieren —proclamó Ben—. ¿Y qué significa eso? Si consiguieran llegar aquí, el territorio del Imperio, ¿cuánto tardarían en superarnos en número? —El senador Fowler jugueteó pensativo con un sector gastado de su camisa—. Quizás por eso intentaran utilizarnos. Un índice de nacimientos muy elevado y ningún deseo de reducirlo. —De pronto pareció tomar una decisión—. Rod, que tu gente investigue esto. Quiero todo lo que sepamos sobre historia pajeña.
—De acuerdo —dijo Rod con tristeza. ¿Y qué significará esto para Sally cuando lo tengamos? Porque…
—Parece usted el fiscal en un juicio por asesinato —dijo Renner—. Dios mío, senador, tienen una historia larga. Tienen que haber resuelto de sobra el problema de la presión demográfica.
—Muy bien. ¿Cómo? —preguntó Fowler.
—No lo sé. Pregúnteles —sugirió Renner.
—Pienso hacerlo. Aunque desde que sabemos que pueden mentirnos y que nos mienten… Pero bueno, ¿por qué ha de sorprenderle esto a un político? —se preguntó Ben—. En fin. Ahora que lo sabemos, quiero tener las cosas muy claras antes de entrar ahí y enfrentarme a los pajeños.
—Las posibilidades comerciales son fabulosas —proclamó Jock; los brazos indicaban emoción—. Esos humanos son indescriptiblemente ineficaces en el uso de sus recursos. No tienen ningún instinto para las herramientas complejas.
—¿Ninguno? —preguntó Ivan.
—Ninguno, por lo que he visto —Jock indicó la trivisión—. Tienen que adiestrar a los jóvenes para cualquier actividad. Muchos de los programas de ese aparato son para ese fin.
—Pero tienen tiempo de aprender —reflexionó Charlie—. Viven mucho. Más que ningún Amo.
—Sí, pero qué derroche… No tienen Marrones, no tienen Relojeros…
—¿Estás seguro de que no tienen Relojeros? —interrumpió Ivan.
—Sí. No vimos ninguna señal en las naves, ni hemos visto ninguno en la trivisión, ni aparecen los productos que fabrican los Relojeros. No hay ningún artículo personal individualizado.
—Ya lo he visto. Los guardias que nos atendieron en la Lenin los traían…
—Hechos por nuestros propios Relojeros…
—Exactamente —dijo Ivan—. Ahora sabemos por qué destruyeron la MacArthur. Y por qué nos temen.
Los Mediadores parlotearon animadamente hasta que Ivan les cortó de nuevo.
—¿Estáis de acuerdo? —preguntó en el tono de ordenar que confirmasen la información.
—¡Sí! —dijeron al unísono; Charlie habló rápidamente, silenciando a Jock.
—La Minera que cogieron a bordo debía de llevar un par de Relojeros. Los humanos no saben nada de los Relojeros y debieron de dejarles escapar. Y si consideramos que podían correr libremente por la nave y que tuvieron tiempo para adaptarse a ella…
—Sin embargo nos dijeron que tenían Relojeros —dijo Ivan. Jock adoptó la postura que indicaba que estaba esforzándose por recordar. Al cabo de un segundo dijo.
—No. Sally nos permitió suponer que los tenían. Cuando su Fyunch(click) le sugirió que los Relojeros humanos debían de ser mayores, Sally dijo que sí.
—Y los guardiamarinas parecieron sorprenderse cuando hablamos de ellos por lo de la construcción de sus botes salvavidas —dijo lisamente Charlie—. Sí, tienes razón, no cabe duda.
Hubo un silencio. Ivan pensaba.
—Ellos saben que tenemos una subespecie prolífica —dijo luego—. Reflexionen sobre eso.
—Temen que causáramos deliberadamente la destrucción de la MacArthur —dijo Charlie—. ¡Maldita sea! Por qué no nos lo dirían. Podríamos haberles advertido de los peligros, y los humanos no tendrían nada que temer. ¿Por qué demonios dispuso el universo que el primer pajeño con que se encontraran fuera un Marrón?
—Dijeron que la MacArthur estaba afectada por una plaga —musitó Jock—. Y lo estaba, aunque no les creímos. Una plaga de Relojeros. Pero, si realmente creen que destruimos de modo deliberado su nave, o permitimos que la destruyeran, ¿por qué no nos lo han dicho? ¿Por qué no preguntan?
—Ellos ocultan sus puntos vulnerables —dijo Charlie—. Y nunca admiten una derrota. Ni siquiera en los minutos finales, los guardiamarinas se negaron a rendirse.
Hubo un silencio. Habló Ivan.
—Los humanos no querían que supiésemos que había Relojeros a bordo hasta que los liquidaran. Estaban seguros de que podrían hacerlo. Después, no querían que supiésemos que los Relojeros podían destruir sus naves.
—¡Idiotas! —exclamó Charlie—. Los Relojeros, si se les da tiempo para adaptarse, pueden destruir cualquier nave. Contribuyen poderosamente a los colapsos. Si no fuesen tan útiles, tendríamos que exterminarlos.
—Ya se ha hecho —dijo Jock, hizo un gesto de seco humor—. Con el resultado habitual. Otro Amo los conserva…
—Silencio —exigió Ivan—. Ellos nos temen. Hablad de eso.
—¿Sabéis qué es eso que los humanos llaman «ficción»? —preguntó Charlie—. Leyendas inventadas deliberadamente. Tanto los que las oyen como los que las cuentan saben que no son verdad.
Ivan y Jock indicaron que estaban familiarizados con la idea.
—Anoche hubo un programa de trívisión. Era una obra de ficción como son muchas de las retransmisiones. Ésta se llamaba «Istvan Dies». Cuando se terminó, el comentarista hablaba como si la acción principal de la historia fuese cierta.
—No la vi —dijo Jock—. El Virrey Merrill quería que me entrevistara con unos comerciantes antes de la recepción de los Barones. ¡Maldita sea! Estas formalidades interminables consumen nuestro tiempo sin que consigamos enterarnos de nada de lo que nos interesa.
—No os hablé de este programa —dijo Charlie—. El actor principal representaba a un hombre que evidentemente pretendía ser el almirante Kutuzov.
Jock hizo el gesto de asombro y de pesar por la oportunidad perdida.
—Pero ¿qué interés tiene? —exigió Ivan.
—Veréis. La historia desarrollaba una serie de motivaciones conflictivas. El almirante que estaba al mando no deseaba hacer lo que hacía. Había guerra entre los humanos: entre el Imperio y esos exteriores a los que tanto temen.
—¿No podríamos llegar a un acuerdo con los exteriores? —preguntó Jock.
—¿Cómo? —replicó Ivan—. Ellos controlan todos los posibles accesos a nosotros. Si sospechan que pretendemos hacer eso, harán todo lo posible por impedirlo. No pienses siquiera en eso. Cuéntame tu programa.
—En esta guerra había un planeta sublevado. Se sublevarían muy pronto otros planetas. Lo que en principio era una guerra pequeña podía convertirse en una guerra muy grande, con muchos planetas implicados. El almirante halló un medio de impedir esto, y decidió que era su deber utilizarlo. Con cinco naves como la Lenin borró toda forma de vida en un planeta habitado por diez millones de humanos.
Hubo un largo silencio.
—¿Son capaces de hacer eso? —preguntó Ivan.
—Así lo creo —contestó Charlie—. No soy un Marrón para estar seguro, pero…
—Reflexionad sobre esto. No olvidéis que nos temen. Recordad que ahora saben que tenemos una subespecie prolífica. Recordad también que partiendo del estudio de la sonda colocaron a aquel hombre al mando de la expedición que fue a nuestro sistema. Temed por vuestros Amos y a vuestras hermanas.
Ivan se dirigió a su cámara. Al cabo de un largo rato, los Mediadores comenzaron a hablar rápida, pero muy suavemente.
Pesadas nubes cruzaban los cielos de Nueva Escocia. Se separaron, dejando a los luminosos rayos de Nueva Caledonia invadir cálidamente la sala de conferencias. Brillantes objetos relampaguearon momentáneamente ante las ventanas polarizadas. Fuera se veían profundas sombras en los terrenos de Palacio, pero la luz del sol brillaba ya en las estrechas calles donde las oficinas del Gobierno se vaciaron. Muchedumbres que vestían faldas escocesas se amontonaba cuando el sector burocrático se apresuraba a volver a casa con su familia, para tomar un trago y ver la trivisión.
Rod Blaine miraba pensativo por la ventana. Abajo, una bonita secretaria salía apresurada de Palacio, con tanta prisa por llegar a un vehículo de transporte público que casi derriba a un funcionario más viejo. Una cita importante, pensó Rod. Y el funcionario tendrá familia… todas esas personas. Y son responsabilidad mía, y debo tenerlo en cuenta en mis tratos con los pajeños.
Tras él había mucha actividad.
—¿Se han hecho los arreglos necesarios para dar de comer a los pajeños? —preguntaba Kelley.
—Sí, señor —contestó un camarero—. Al chef le gustaría aderezar algo ese musgo que comen… ponerle algunas especias. No le parece bien poner simplemente carne y cereal en una cazuela y cocerlo.
—Ya podrá hacer obras de arte en otra ocasión. Los comisionados no quieren ninguna fantasía esta noche. Sólo quieren darles de comer lo que quieran. —Kelley miró la cafetera mágica para asegurarse de que estaba llena, luego miró airado un espacio vacío contiguo—. ¿Dónde está el maldito chocolate? —preguntó.
—Ahora llega, señor Kelley —dijo el camarero.
—Está bien. Que esté aquí antes de que lleguen los pajeños. Tardarán una hora. —Kelley miró el reloj de pared—. Muy bien. Supongo que estaremos preparados. Pero aseguraos de ese chocolate.
Los pajeños eran adictos al chocolate caliente desde que lo habían descubierto a bordo de la Lenin. Era una de las pocas pócimas humanas que les gustaban. ¡Pero cómo les gustaba! Kelley se estremeció. Lo de la mantequilla podía entenderlo. Ponían mantequilla en el chocolate a bordo de las naves normalmente. ¡Pero añadir un chorro de aceite de máquina en cada taza!
—¿Preparado para nosotros, Kelley? —preguntó Rod.
—Sí, señor —le aseguró Kelley.
Ocupó su puesto en el bar y apretó un botón para indicar que podía empezar la conferencia. Algo inquieta al jefe, dedujo. No es su chica, sin embargo. Me alegro de no tener sus problemas.
Se abrió una puerta y entró el equipo de la Comisión, seguido de varios científicos de Horvath. Tomaron asiento a un lado de la mesa y sacaron sus computadoras de bolsillo. Hubo suaves zumbidos cuando comprobaron su contacto con el sistema computerizado de Palacio.
Horvath y el senador Fowler aún seguían discutiendo cuando entraron.
—Doctor, lleva tiempo procesar esas cosas…
—¿Por qué? —preguntó Horvath—. Sé que no tienen que comprobar con Esparta.
—Está bien. Me lleva tiempo aclarar las ideas, entonces —dijo Fowler irritado—. Mire: veré lo que puedo hacer por usted el próximo aniversario. Su actividad es anterior a la expedición pajeña. Pero, maldita sea, doctor, no estoy seguro de que esté usted temperamentalmente dotado para ocupar un puesto en… —se interrumpió al ver que las miradas se volvían hacia él—. Seguiremos más tarde.
—Muy bien —Horvath miró a su alrededor y fue a sentarse justo enfrente de Ben. Hubo un arrastrar de sillas cuando el Ministro de Ciencias situó a su equipo a su lado de la mesa.
Entraron otros: Kevin Renner, el capellán Hardy, ambos aún con uniforme de la Marina. Una secretaria. Entraron camareros y hubo más confusión cuando Kelley encargó el café.
Rod frunció el ceño mientras tomaba asiento, luego sonrió al ver entrar a Sally.
—Siento llegar tarde —se disculpó—. Es que…
—Aún no hemos empezado —dijo Rod, indicando un sitio contiguo al suyo.
—¿Qué es todo esto? —preguntó quedamente; había algo en la actitud de Rod que la inquietaba, y le estudiaba detenidamente—. ¿Por qué está tío Ben tan interesado en la historia pajeña? ¿Qué pasó exactamente anoche?
—Ya lo verás. El senador va a empezar. —Y espero que todo sea positivo, querida, aunque lo dudo. ¿Qué será de nosotros después? Rod se volvió ceñudo a la conferencia. Me pregunto qué hará ahora mi Fyunch(click). Sería curioso enviar un representante a esto y…
—Empecemos —dijo bruscamente el senador Fowler—. Esta reunión de los comisionados extraordinarios que representan a Su Majestad Imperial ante los habitantes del sistema pajeño se da por iniciada. Escriban, por favor, sus nombres y las instituciones a las que representen.
Hubo un segundo de silencio, roto por el suave murmullo de las computadoras.
—Tenemos mucho trabajo —continuó el senador—. Anoche se descubrió que los pajeños nos habían mentido en ciertos asuntos de vital importancia…
—También les mentimos nosotros —interrumpió el doctor Horvath. ¡Maldición! Tengo que controlarme mejor. Tenía que decirlo, pero si el senador se enfada de veras…
—Lo que nos preocupa es el asunto sobre el que mienten, doctor —dijo suavemente Fowler. Hizo una pausa y pareció rodearle una aureola de poder. Aquel hombre viejo, descuidado y barrigudo desapareció. Hablaba el primer ministro—. Miren, a mí me gustan las cosas informales. Si tengo algo que decir, lo suelto, pero déjenme acabar las frases. —Esbozó una sonrisa sutil, invernalmente fría—. Puede usted interrumpir a cualquier otro si se atreve. Ahora, doctor Horvath, ¿sabe usted lo que los pajeños nos ocultan? Anthony Horvath se pasó los delgados dedos por el ralo cabello.
—Necesito más tiempo, senador. Hasta esta mañana no se me había ocurrido que los pajeños ocultasen algo. —Miró nervioso al capellán Hardy, pero nada dijo el eclesiástico.
—Fue una sorpresa para todos —dijo Fowler—. Pero tenemos pruebas de que los pajeños procrean a una velocidad vertiginosa. La cuestión es, ¿podemos mantener su controlado número si ellos no quieren? Rod, ¿podrían los pajeños habernos ocultado armas?
Rod se encogió de hombros.
—¿En todo un sistema? Ben, pudieron ocultar cualquier cosa.
—Pero son totalmente antibelicistas —protestó Horvath—. Senador, estoy tan preocupado como el que más por la seguridad del Imperio. Me tomo muy en serio mis deberes como ministro del sector, se lo aseguro.
No está asegurándolo, está hablando para la grabadora, pensó Kelley. El capitán Blaine lo sabe también. ¿Qué será lo que inquieta al jefe? Tiene la misma expresión que antes de entrar en combate.
—… ninguna prueba de actividades bélicas entre los pajeños —concluía Horvath.
—Pues resulta que no es así —intervino Renner—. Doctor, me gustan los pajeños tanto como a usted, pero algo produjo a los Mediadores.
—Oh, bueno, sí —dijo Horvath—. En su prehistoria debían de luchar como leones. La analogía es muy adecuada, por cierto. El instinto territorial aún aparece… en su arquitectura y en su organización social, por ejemplo. Pero las guerras fueron hace mucho, muchísimo tiempo.
—¿Cuánto?—preguntó el senador Fowler. Horvath le miró incómodo.
—Puede que un millón de años.
Hubo un silencio. Sally movió la cabeza, triste. Atrapados en un pequeño sistema durante un millón de años… ¡Un millón de años civilizados! ¡Cuanta paciencia debieron de aprender!
—¿Y ninguna guerra más desde entonces? —preguntó Fowler—. ¿De veras?
—Sí, maldita sea, han tenido guerras —contestó Horvath—. Dos por lo menos como las que hubo en la Tierra cuando terminó el período del Condominio. ¡Pero eso fue hace mucho tiempo! —tuvo que alzar la voz para superar la exclamación de asombro de Sally. Hubo murmullos en la mesa.
—Una de esas guerras bastó para hacer la Tierra prácticamente inhabitable —dijo lentamente Ben Fowler—. ¿De cuánto tiempo está hablando? ¿De un millón de años también?
—Centenares de miles, al menos —dijo Horvath.
—Miles, probablemente —dijo el capellán Hardy—. O menos. Sally, ¿ha revisado sus cálculos sobre la edad de aquella civilización primitiva que usted investigó?
Sally no respondió. Hubo un silencio incómodo.
—Por anotarlo, padre Hardy —preguntó el senador Fowler—, ¿está usted aquí como miembro del equipo de la Comisión?
—No, señor. El cardenal Randolph me pidió que representase a la Iglesia ante la Comisión.
—Gracias.
Hubo más silencio.
—No tenían adonde ir —dijo Anthony Horvath; se estremeció nervioso; alguien rió entre dientes y luego se calló al continuar Horvath—: Es evidente que sus primeras guerras fueron hace muchísimo tiempo, por lo menos un millón de años. Se percibe en su desarrollo. El doctor Horowitz ha examinado las muestras biológicas de la expedición y… bueno, dígaselo usted, Sigmund.
Horowitz esbozó una sonrisa triunfal.
—Cuando examiné al piloto de la sonda pensé que podría ser un mutante. Tenía razón. Son mutaciones, sólo que sucedieron hace mucho tiempo. La vida animal primigenia de Paja Uno es bilateralmente simétrica, como en la Tierra y en casi todas partes. El primer pajeño asimétrico debió de ser una mutación brusca. Tampoco debía de ser una forma tan bien desarrollada como las actuales. ¿Por qué no murieron? Porque hubo esfuerzos deliberados para obtener la forma asimétrica, creo. Y porque todo lo demás estaba mutando también. La lucha por sobrevivir era escasa.
—Pero eso significa que tenían civilización cuando se desarrollaron las formas actuales —dijo Sally—. ¿Es eso posible? Horowitz sonrió de nuevo.
—¿Y el Ojo? —preguntó Sally—. Debió de irradiar el sistema pajeño cuando se hizo supergigante.
—Hace demasiado tiempo —dijo Horvath—. Lo comprobamos. Después de todo, tenemos el equivalente a una observación de quinientos años del Ojo en datos de nuestras naves exploradoras, y coincide con la información que los pajeños dieron al guardiamarina Potter. El Ojo lleva siendo supergigante seis millones de años o más, y los pajeños adquirieron su forma actual mucho después.
—Oh —dijo Sally—. Pero entonces ¿cuál fue la causa…?
—Las guerras —proclamó Horowitz—. El incremento general de los niveles de radiación planetarios. Junto con una selección genética deliberada. Sally asintió a regañadientes.
—En fin… tuvieron guerras atómicas. También nosotros. Si el Condominio no hubiese inventado el Impulsor Alderson nos habríamos exterminado unos a otros en la Tierra. —No le gustaba la respuesta, sin embargo; era difícil de aceptar—. ¿No pudo haber otra especie dominante que se exterminó a sí misma y que los pajeños evolucionaran después?
—No —respondió Horvath—. Su propio trabajo, señorita Sally: usted ha mostrado lo bien adaptada que está la forma pajeña para el uso de herramientas. El mutante debió de ser un ser que ante todo manejaba herramientas… o que estaba controlado por usuarios de herramientas. O las dos cosas.
—Eso es una guerra —dijo el senador Fowler—. La que creó a los pajeños tal como son ahora. Usted habló de dos. Horvath asintió con tristeza.
—Sí, señor. Los actuales pajeños debieron de luchar con armas atómicas. Más tarde hubo otro período de radiación que extinguió las especies de todas aquellas castas… las formas civilizadas y las animales. Más intermedios como los Relojeros. —Horvath miró exculpatorio a Blaine, pero sin ningún signo de emoción.
Sigmund Horowitz carraspeó. Era evidente que disfrutaba con aquello.
—Creo que los Marrones fueron la forma original. Cuando pasaron a dominar, los Blancos criaron a las demás subespecies para sus propios fines. De nuevo evolución controlada, como ven. Pero algunas formas evolucionaron por sí mismas.
—Entonces ¿los animales asimétricos no son antepasados de los pajeños? —preguntó curioso el senador Fowler.
—No. —Horowitz se frotó las manos y acarició su computadora de bolsillo anhelante—. Son formas degeneradas… Puedo mostrarles los mecanismos genéticos.
—No será necesario —dijo enseguida el senador Fowler—. Así que tenemos dos guerras. Posiblemente los Mediadores nacieran de la segunda…
—Son más bien tres guerras —dijo Renner—. Aunque aceptemos que sobrevivieron a la radiactividad de la segunda.
—¿Por qué? —preguntó Sally.
—Usted vio el planeta. Luego tenga en cuenta la adaptación al espacio —dijo Renner. Miró expectante a Horvath y a Horowitz. La sonrisa triunfal de Horowitz se había ensanchado.
—Vuelve a ser trabajo suyo, señora mía. Los pajeños están tan bien adaptados al espacio que uno se pregunta si no evolucionarían allí. Lo hicieron. —El xenobiólogo asintió teatralmente—. Pero después de pasar por un largo período de evolución en el planeta mismo. ¿Quiere que exponga las pruebas? Mecanismos psicológicos que ajustan a baja presión y gravedad nula, astronavegación intuitiva…
—Le creo —dijo Sally.
—¡Marte! —gritó Rod Blaine; todos le miraron—. Marte. ¿Pensaba usted en eso, Kevin?
Renner asintió. Parecía verse en un conflicto, su mente corría demasiado y no le gustaba lo que descubría.
—Desde luego —dijo—. Combatieron por lo menos una guerra con asteroides. No hay más que ver la superficie de Paja Uno, toda llena de cráteres. Debieron de estar a punto de arrasar el planeta. Y los supervivientes se asustaron tanto que se llevaron los asteroides de allí para que nadie pudiera volver a utilizarlos de aquel modo…
—Pero la guerra casi liquidó la mayor parte de la vida superior del planeta —concluyó Horowitz—. Mucho tiempo después, el planeta fue repoblado por pajeños que se habían adaptado al espacio.
—Pero hace muchísimo tiempo —protestó el doctor Horvath—. Los cráteres asteroidales están fríos y las órbitas son estables. Todo esto fue hace mucho.
Horvath no parecía muy a gusto con sus conclusiones, y Rod escribió una nota. No es bastante buena, pensó Rod. Pero… ha de haber una explicación…
—Pero aún podían luchar con asteroides —continuó Horvath—. Si querían. Haría falta más energía, pero siempre que estuviesen dentro del sistema podían moverlos. No tenemos ninguna prueba de guerras recientes, y ¿qué tiene que ver todo esto con nosotros, de todos modos? Ellos lucharon, en el pasado, y crearon luego a los Mediadores mediante un proceso evolutivo para acabar con la guerra, y lo lograron. Ahora ya no tienen guerras.
—Quizás no —gruñó el senador Fowler—. O quizás sí.
—No lucharon contra nosotros —insistió Horvath.
—Hay un crucero de combate destruido —dijo Fowler—. Bien, ahórreme las explicaciones. Están también los guardiamarinas, y sí, he oído lo que se dice de ellos. El hecho es, doctor Horvath, que si los pajeños luchan entre sí sabe perfectamente que una facción buscará aliados entre los exteriores y los rebeldes. Demonios, podrían incluso fomentar las revueltas, y, por Dios, no nos hace ninguna falta eso… además hay otra cosa que me inquieta… ¿Han conseguido llegar a un gobierno planetario?
Hubo más silencio.
—¿Bien, Sally? —exigió el senador—. Es tu campo.
—Ellos… Bueno, tienen una especie de gobierno planetario, la jurisdicción. Un Amo o un grupo de ellos adquieren jurisdicción sobre algo y el resto lo acepta.
Ben Fowler miró ceñudo a su sobrina.
—Demonios, nosotros no dejamos siquiera a los humanos andar por el universo hasta que no han conseguido crear un gobierno planetario. ¿Se imaginan ustedes que una colonia pajeña decida ayudar a una facción de Paja Uno, el planeta natal? —Miró a su alrededor y frunció el ceño de nuevo—. Maldita sea, no me miren todos así. ¡Es como si pensaran que quiero fusilar a los Reyes Magos! Quiero comerciar con los pajeños, pero no olvidemos la Directriz Primordial del Imperio.
—Necesitamos más tiempo —protestó Horvath—. ¡No podemos decidir las cosas ahora mismo!
—No tenemos tiempo —dijo con calma Rod—. Doctor, debe usted tomar conciencia de la expresión. Usted ayudó a crearla. No hay grupo de intereses en este sector que no exija acción inmediata. —Rod había estado recibiendo llamadas diarias de la Liga de la Humanidad, y estaba seguro de que el ministro Horvath estaba proporcionándoles información.
—Lo que a usted le inquieta es la tasa de natalidad potencial —dijo Horvath—. Estoy seguro de que comprende que ellos tienen que ser capaces de controlar su población. No habrían sobrevivido tanto tiempo si no.
—Pero pueden no querer —objetó Fowler—. ¿Podríamos obligarles a hacerlo? Rod, ¿no ha trabajado más el teniente Cargill en ese cálculo de amenaza potencial?
—Sólo en detalles, senador. Sus cálculos originales eran bastante correctos.
—Por tanto, se necesitaría una gran operación de la Flota para obligar a los pajeños… y esto con sus recursos actuales. ¿Qué problemas tendrían nuestros nietos si les ayudáramos a conseguir colonias?
—No puede usted impedirles hacerlo —protestó Horvath—. Capit… señor Blaine, su análisis lo demostraba. Acabarán consiguiendo el Campo Langston, y saldrán de su encierro. Debemos tener relaciones amistosas con ellos antes. Yo sostengo que debemos empezar a comerciar con ellos ahora y resolver nuestros problemas sobre la marcha. No podemos resolverlo todo inmediatamente.
—¿Ésa es su recomendación? —preguntó Fowler.
—Lo es. La mía, la de la Liga de la Humanidad, la de la Asociación de Comerciantes…
—No todos ellos —interrumpió Rod—. Su consejo local está dividido. Hay una notable minoría que no quiere saber nada de los pajeños.
—Lo mismo harán las industrias a las que la tecnología pajeña arruine —dijo Horvath despectivamente—. Podemos resolver ese problema. Senador, los pajeños crearán inevitablemente algo que les permita salir de su sistema. Tendríamos que vincularles hasta tal punto al Imperio que sus intereses fuesen los nuestros antes de que pasara eso.
—O integrarles en el Imperio y apechugar con ellos —murmuró Fowler—. Estuve pensando eso anoche. Si ellos no pueden controlar su población, podemos hacerlo nosotros por ellos…
—Pero sabemos que pueden —protestó Horvath—. Se ha demostrado que llevan mucho tiempo de civilización en su sistema. Han aprendido…
—se paró un momento, y luego continuó con excitación—: ¿No han pensado que quizás tengan repartos de población? Los pajeños de aquella nave expedicionaria quizás tuviesen que tener hijos en un tiempo determinado, o no tenerlos. Por eso los tuvieron a bordo de la nave.
—Humm —dijo Fowler; su ceño desapareció—. Quizás haya dado usted con una clave. Les preguntaremos… les preguntaré a los pajeños cuando vengan. Doctor Hardy, está usted ahí sentado como un hombre al que estuvieran a punto de ahorcar en baja gravedad. ¿Qué es lo que le inquieta?
—Las ratas —dijo lentamente el capellán.
Horvath miró a su alrededor rápidamente, luego asintió sumiso.
—¿Le inquietan también a usted, David?
—Por supuesto. ¿Puede usted encontrar el expediente, o quiere que lo haga yo?
—Yo lo tengo —dijo Horvath suspirando. Marcó números en la placa de su computadora de bolsillo, ronroneó ésta y las pantallas de la pared se iluminaron…
… una ciudad pajeña, arrasada por el desastre. Vehículos volcados y oxidados por calles destrozadas. Había vehículos aéreos empotrados entre las ruinas de edificios calcinados. Crecían matorrales entre las fisuras del pavimento. El centro de la imagen era un inmenso montón de escombros, y un centenar de pequeñas formas negras que salían y entraban y corrían sobre él.
—No es lo que parece. Es una planta del zoo pajeño —explicó Horvath.
Accionó sus controles y la imagen se aproximó y se centró en una sola forma negra que creció hasta que las líneas exteriores se difuminaron: una cara afilada y ratonesca, con malignos dientes. Pero no era una rata.
Tenía una oreja membranosa y cinco miembros. El primero de ellos, del lado derecho, era una quinta garra. Era un brazo largo y ágil, que terminaba en unas uñas como dagas curvadas.
—¡Oh! —exclamó Horowitz; miró acusador a Horvath—. Usted no me enseñó esto… más guerras, ¿eh? Una de las guerras debió de destruir tanta vida que los nichos ecológicos debieron de quedar vacíos. Pero esto… ¿consiguieron un espécimen?
—Por desgracia no.
—¿De qué degeneró? —preguntó asombrado Horowitz—. Hay mucha distancia entre el pajeño inteligente y… y eso. ¿Hay alguna casta pajeña que no me hayan enseñado? ¿Algo similar a eso?
—No, por supuesto que no —contestó Sally.
—Nadie criaría selectivamente una cosa así —musitó Horowitz—. Debió de ser selección natural… —sonrió satisfecho—. Más pruebas, si es que hacían falta. Una de sus guerras casi despobló su planeta. Y además durante muchísimo tiempo.
—Sí —dijo rápidamente Renner—. Y mientras esos seres se apoderaban de Paja Uno, los pajeños civilizados estaban fuera, en los asteroides. Debieron de procrear allí durante generaciones, Blancos y Marrones y Relojeros y quizás otros que no vimos porque no llegamos a la civilización asteroidal.
—Pero de eso también hace mucho tiempo —dijo Horvath—. Muchísimo… El trabajo del doctor Buckman sobre las órbitas asteroidales… Bueno. Quizás los Mediadores evolucionasen en el espacio antes de volver al planeta. Ya pueden ver que eran necesarios.
—Lo que significa que los Blancos son tan belicosos ahora como antes —indicó el senador Fowler.
—Ahora tienen Mediadores, tío Ben —le recordó Sally.
—Sí. Y quizás hayan resuelto su presión demográfica… ¡Doctor, quite ese maldito ser de la pantalla! Me pone los pelos de punta. ¿Por qué demonios se les ocurriría meter una ciudad destruida en un zoo?
La horrible imagen desapareció, para alivio de todos.
—Lo explicaron —Horvath parecía otra vez casi alegre—. Algunas de sus formas evolucionaron en ciudades. Un zoo completo tendría que incluirlas.
—¿Ciudades destruidas?
—Quizás para recordarles lo que pasa cuando no escuchan a los Mediadores —sugirió quedamente Sally—. Un horrible ejemplo para que teman la guerra.
—No hay duda de que es eficaz —dijo Renner; se estremeció levemente.
—Bien, resumamos. Los pajeños estarán aquí dentro de unos minutos —dijo el senador Fowler—. Uno: La tasa de reproducción potencial es enorme, y los pajeños parecen dispuestos a tener hijos en lugares donde nosotros no lo haríamos.
»Dos: Los pajeños mintieron para ocultar su elevada tasa de natalidad.
»Tres: Los pajeños han tenido guerras. Al menos tres grandes. Quizás más.
«Cuatro: Su civilización es muy antigua. Mucho, realmente. Eso parece indicar que han conseguido controlar su población. No sabemos cómo lo hacen, pero podría relacionarse con el hecho de que tengan hijos en misiones peligrosas. Debemos preguntárselo. ¿De acuerdo, por ahora?
Hubo un coro de asentimiento.
—Ahora las opciones. Primera: Podemos seguir el consejo del doctor Horvath y negociar acuerdos comerciales. Los pajeños han pedido estaciones permanentes, y el derecho a buscar y poblar mundos vírgenes dentro del Imperio y más allá de él. No insisten en el espacio interior, pero les gustaría obtener lo que nosotros no usamos, asteroides y rocas terraformables, por ejemplo. Ofrecen mucho a cambio.
Hizo una pausa por si había comentarios, pero no los hubo. Todos dejaban satisfechos que el senador resumiese lo dicho para la grabación.
—Ahora bien, esa actitud implica dejar sueltos a los pajeños. En cuanto tengan bases, no controlaremos el acceso a ellas, y es seguro que exteriores y rebeldes harán acuerdos con los pajeños. Hemos de tenerlo en cuenta, y es posible que nuestra generosidad de ahora nos proporcione más tarde su gratitud. El acuerdo inmediato tiene el apoyo del miembro de la Comisión Sandra Bright Fowler. ¿De acuerdo hasta ahora?
Hubo más síes y cabeceos afirmativos. Unos cuantos científicos miraron con curiosidad a Sally. El doctor Horvath le dirigió una sonrisa alentadora.
—Segunda opción: Acogemos a los pajeños en el Imperio. Instalamos un general gobernador, al menos en alguna colonia pajeña, posiblemente en el propio Paja Uno. Esto sería caro y no sabemos lo que pasaría si los pajeños se opusieran. Tienen un elevado potencial militar.
—Yo creo que eso sería una terrible imprudencia —dijo Anthony Horvath—. No creo que los pajeños se sometieran fácilmente, y…
—Sí. Intento exponer todas las opciones, doctor. Ahora que ha expuesto usted su objeción debo decir también que este plan tiene en principio el apoyo del Ministro de Guerra y de la mayoría de los miembros de la Oficina Colonial. Aún no tiene el de ningún miembro de la Comisión, pero pienso planteárselo a los pajeños como una posibilidad. Demonios, podrían querer.
—Bueno, si ingresan voluntariamente en el Imperio, yo lo apoyaría —dijo Horvath.
—También yo —añadió Sally.
Ben Fowler fijó sus gruesos rasgos en una máscara de contemplación.
—Yo no creo que funcionase —musitó—. Generalmente gobernamos através de los habitantes del lugar. ¿Qué premio podemos prometer por cooperar con nosotros contra una conspiración de toda su raza? Pero lo plantearemos.
Fowler se estiró en la silla. Su sonrisa cavilosa e irónica desapareció.
—Tercera posibilidad: El remedio de la glosopeda. Hubo exclamaciones de sorpresa. Horvath frunció los labios y respiró profundamente.
—¿Significa eso lo que pienso, senador?
—Sí. Si no hay glosopeda, no habrá necesidad de remedio. Si no hay pajeños, no habrá problema pajeño.
David Hardy habló en voz baja pero muy firme:
—La Iglesia se opone rotundamente a eso, senador. Y lo hará utilizando todos los medios de que dispone.
—Comprendo, padre. Me doy cuenta también de lo que pensará la Liga de la Humanidad. En realidad, la exterminación no provocada no es una verdadera alternativa. Aunque pudiéramos hacerlo materialmente, no podríamos, desde el punto de vista político. A menos que los pajeños fuesen una amenaza inmediata y directa para el Imperio.
—Y no lo son —dijo rotundamente Horvath—. Son una oportunidad. Me gustaría ser capaz de convencerle y de que lo viese así también.
—Doctor, puedo ver las cosas lo mismo que usted. ¿No se le ha ocurrido? En fin, las posibilidades son ésas. ¿Estamos preparados para recibir a los pajeños, o alguien tiene algo que decir?
Rod miró a Sally. Esto no va a gustarle…
—Senador, hemos olvidado las excavaciones de Sally… Recuerde que Sally encontró una civilización primitiva de una antigüedad no superior a los mil años. ¿Cómo eran primitivos los pajeños en fecha tan reciente?
Más silencio.
—Tuvieron que ser las guerras, ¿no es cierto? —preguntó Rod.
—No —dijo Sally—. He pensado en eso… los pajeños tienen zoos, ¿no? ¿No podría ser aquello… bueno, una reserva para primitivos? Las tenemos en todo el Imperio, reservas culturales para gente que no quiere integrarse en la civilización tecnológica…
—¿Después de un millón de años de civilización? —pregunto Renner—. Lady Sally, ¿cree de veras eso?
—Son alienígenas —dijo Sally, encogiéndose de hombros.
—No lo había olvidado —dijo Ben Fowler—. Está bien, discutámoslo. Sally, tu idea es absurda. Sabes lo que sucedió, movieron los asteroides mientras los pozos estuvieron fríos. Luego, hacia la época del Condominio, sus luchas les volvieron de nuevo a la Edad de Piedra. Supongo que nadie seguirá diciendo que no aprendieron a luchar, ¿verdad?
—Nosotros hicimos lo mismo entonces —dijo Sally—. O lo habríamos hecho, si hubiésemos estado encerrados en un solo sistema.
—Sí —contestó Fowler—. Y si yo fuese un comisionado del imperio pajeño, no dejaría a los humanos vagar por el espacio sin vigilancia. ¿Algo más?
—Sí, señor —dijo Rod—. Sally, no me gusta esto, pero…
—Adelante —gruñó Fowler.
—De acuerdo. —¿La perderé por causa de los pajeños? Pero no puedo olvidarlo sin más—. Doctor Horvath, parecía usted muy inquieto después de que llegamos a la conclusión de que los pajeños tenían una civilización milenaria. ¿Por qué?
—Bueno… en realidad por nada… salvo que… bueno, he de hacer más comprobaciones, eso es todo.
—Como Ministro de Ciencias, es usted responsable de las previsiones tecnológicas, ¿verdad? —preguntó Rod.
—Sí —admitió Horvath.
—¿En qué punto nos encontramos respecto al Primer Imperio?
—Aún no hemos llegado a ese nivel. Tardaremos aún otro siglo.
—¿Y dónde estaríamos de no haber sido por las Guerras Separatistas? ¿Si el Viejo Imperio hubiese seguido sin interrupción…?
Horvath se encogió de hombros.
—Probablemente tenga razón. Sí. También a mí me preocupa. Senador, lo que quiere decir el comisionado Blaine es que los pajeños no están lo suficientemente avanzados para haber tenido civilización un millón de años. E incluso diez mil. Posiblemente ni mil.
—Sin embargo, sabemos que trasladaron esos asteroides hace por lo menos diez mil años —exclamó Renner; había en su voz asombro y nerviosismo—. ¡Debieron de recolonizar la Paja aproximadamente cuando se inventó el Impulsor Alderson en la Tierra! ¡En realidad los pajeños no son mucho más viejos que nosotros!
—Hay otra explicación —indicó el padre Hardy—. Recolonizaron mucho antes… y tuvieron una nueva serie de guerras cada milenio.
—O incluso con más frecuencia —añadió suavemente el senador Fowler—. Y si así fuese, sabemos cómo controlan su población, ¿no les parece? ¿Qué nos dice a eso, doctor Horvath? ¿Qué nos aconseja?
—Yo… yo qué sé —tartamudeó el Ministro de Ciencias; se mordió las uñas, comprendió lo que hacía, y dejó las manos sobre la mesa, donde vagabundearon como animalitos heridos—. Creo que debemos asegurarnos.
—Eso creo yo —le dijo el senador—. Pero no perjudicaría el que… Rod, mañana trabajarás con el almirante.
—Le recuerdo, senador, que la Iglesia prohibirá a sus miembros participar en el exterminio de los pajeños—dijo Hardy.
—Eso se acerca mucho a traición, padre.
—Quizás. Pero es cierto.
—En fin, no era eso lo que yo había pensado. Quizás tengamos que incluir a los pajeños en el Imperio. Les guste o no. Puede que se sometan sin luchar si vamos allí con una gran flota.
—¿Y si no se someten?—preguntó Hardy.
El senador Fowler no contestó.
Rod miró a Sally, luego miró a su alrededor, y por último a las paredes.
Es una habitación tan corriente, pensó. No hay nada especial tampoco en la gente que hay aquí. Y aquí exactamente, en esta sala de conferencias ridiculamente pequeña en un planeta apenas habitable, hemos decidido la suerte de una raza que puede ser un millón de años más vieja que nosotros.
Los pajeños no van a rendirse. Si son lo que creemos que son, no podremos derrotarlos tampoco. Pero sólo tienen un planeta y unos cuantos asteroides. Si vinieran…
—Kelley, puede usted traer ya a los pajeños —dijo el senador Fowler. Penetraban en la estancia los últimos rayos mortecinos de Nueva Caledonia. Fuera, los terrenos de Palacio se hacían de un púrpura sombrío.
Iban siguiendo a los que les conducían por los pasillos de Palacio. Mientras caminaban, Jock hablaba con el Embajador.
—Algo ha cambiado. Este soldado nos mira de una forma distinta. Como un Guerrero a otro Guerrero.
Entraron en la sala de conferencias. Un mar de rostros humanos…
—Sí —dijo Jock—. Todo ha cambiado. Debemos estar en guardia.
—¿Qué pueden saber ellos?—preguntó Ivan. Jock indicó falta de conocimiento.
—Algunos nos temen. Otros nos compadecen. Todos intentan ocultar su distinto estado emocional.
El soldado les condujo hasta unos sillones mal diseñados que había al fondo de una alargada mesa de conferencias.
—A los humanos les gustan mucho estas mesas —gorjeó Charlie—. A. veces la forma que tienen es muy importante, por razones que no he podido averiguar.
Se intercambiaron los saludos sin sentido que los humanos llamaban «protocolo»: preguntas formularias sobre el estado de salud, vagas bendiciones y esperanzas de pasado bienestar; todo ello compensaciones de la falta de Mediadores humanos. Charlie se ocupó de ellas mientras Jock continuaba hablando con el Amo.
—El humano que está al otro lado de la mesa es un funcionario importante. En nuestro lado de dos manos, en el centro, está el poder. El Mediador imperial ha llegado a alguna conclusión. Lord Blaine la comparte a disgusto. Sally discrepa, profundamente, pero es incapaz de argumentar. No encuentra razones. Quizás necesitemos encontrarlas por ella. Frente al Mediador del Emperador están los científicos, que comparten las emociones de Sally. No se sienten tan implicados en la decisión como ella. Los otros no tienen importancia, salvo el sacerdote. No he sido capaz aún de determinar su importancia, pero ha aumentado desde la última vez que le vi. Quizás sea para nosotros el más peligroso de todos…
—¿Entiende nuestro lenguaje? —preguntó Ivan.
—No si hablamos deprisa y ayustándonos por completo a la gramática. Detecta el contenido emotivo básico, y se da cuenta de que intercambiamos mucha información en muy poco tiempo.
—Descubre lo que preocupa a los humanos.
Ivan se enroscó en su sillón y contempló despectivo la sala. Los encargados hablaban a veces directamente con Mediadores de varios Amos, pero nunca era una experiencia agradable. La negociación con los humanos era penosamente lenta. Sus pensamientos reptaban como helio líquido, y a menudo no tenían ni idea de sus propios intereses.
Pero no podía limitarse a instruir a los Mediadores. Éstos se mostraban inquietos, cada vez más. Tenía que controlarlos directamente. Para preservar la raza…
—Esta reunión puede ser más agradable que las otras —dijo Charlie. El senador Fowler pareció sorprenderse.
—¿Por qué dice eso?
—Por las expresiones que veo, han decidido llegar a conclusiones en esta reunión —contestó Charlie—. Nos han dicho que la reunión será larga, que durará hasta después de la cena. Sus trivisiones nos explican que se hallan ustedes sometidos a una gran presión para llegar a un acuerdo con nosotros. Nosotros aprendemos con lentitud sus métodos, que acaban agradándonos; pero nuestra formación, toda la base de nuestra existencia, es llegar a concluir acuerdos. Hasta ahora los han evitado ustedes cuidadosamente.
—Bastante duro —murmuró Fowler; e intenta que nos sintamos un poco incómodos, ¿no es así, amigo? Eres listo—. Primero necesitamos información. Sobre su historia.
—Ah. —Charlie vaciló sólo un segundo, pero vio la señal que le hacía Jock, y los movimientos de los dedos del Amo—. ¿Les preocupan nuestras guerras?
—Eso mismo —dijo el senador Fowler—. Nos han ocultado prácticamente toda su historia. Mintieron en lo que nos contaron.
Hubo murmullos de desaprobación. El doctor Horvath lanzó una áspera mirada a Fowler. ¿Es que aquel hombre no sabía lo que eran unas negociaciones? Pero por supuesto que lo sabía, lo que hacía aún más desconcertante tanta aspereza.
Charlie se encogió de hombros a la manera humana.
—Como ustedes nos hicieron a nosotros, senador. Nuestra historia: muy bien. Como ustedes los humanos, hemos tenido períodos de guerra. A menudo por cuestiones religiosas. Nuestras últimas grandes guerras fueron hace varios de sus siglos… Desde aquella época hemos logrado controlarlas. Pero tenemos rebeliones de vez en cuando. Amos parecidos a sus exteriores, que sitúan la independencia por delante del bien de la especie. Entonces es necesario combatirlos…
—¿Por qué no admitieron esto en un principio? —preguntó Rod. El pajeño se encogió de hombros nuevamente.
—¿Qué sabíamos de ustedes? Hasta que nos dieron el trivisor y nos dejaron verles tal como son, ¿qué podíamos saber? Y además estamos tan avergonzados de nuestros conflictos como ustedes de los suyos. Deben comprender, casi todos los Mediadores sirven a Amos que no tienen relación con la guerra. Nos dijeron que les convenciéramos de nuestras intenciones pacíficas hacia su raza. Nuestros conflictos internos son sólo asunto nuestro.
—¿Así que nos ocultaron sus armas? —dijo Rod. Charlie miró a Jock. El otro Mediador contestó:
—Las que tenemos. Habitamos un solo sistema estelar, señor. No tenemos enemigos raciales ni muchos recursos para dedicarlos a naves de guerra… nuestras fuerzas militares de hoy son más parecidas a su policía que a su Marina y a sus soldados.
La suave sonrisa del pajeño no decía nada más, pero de algún modo transmitía otra idea: sería una locura dejar que los humanos supieran el armamento de que disponían.
Sally sonrió feliz.
—Ya te lo decía, tío Ben… El senador Fowler asintió.
—Otra pequeña duda, Charlie. ¿Cuál es el índice de natalidad de sus castas reproductoras?
Fue Jock quien contestó. Al ver que Charlie vacilaba, David Hardy observó con interés… ¿Había comunicación por gestos?
—Cuando se les permite procrean —dijo lisamente el alienígena—. ¿Nohacen igual ustedes?
—¿Cómo?
—Ustedes controlan su población con incentivos económicos y emigración forzosa. Nosotros no disponemos de esas alternativas, y sin embargo nuestros impulsos reproductores son tan fuertes como los suyos. Nuestros Amos procrean cuando pueden.
—¿Quiere decir que tienen mecanismos legales para limitar la población? —preguntó Horvath.
—En líneas generales, sí.
—¿Y por qué no nos lo dijeron antes? —preguntó el senador Fowler.
—No nos lo preguntaron.
El doctor Horvath rió entre dientes. Sally hizo igual. Hubo una sensación de alivio en toda la sala. Salvo…
—Ustedes confundieron deliberadamente a Lady Sally —dijo el capellán Hardy—. Explíquenos por qué, por favor.
—El Mediador servía al Amo de Jock —contestó Charlie—. Jock podrá explicar eso. Y, por favor, perdónennos, he de comunicar al Embajador lo que se ha dicho. —Charlie empezó a gorjear.
—Jock, debes tener mucho cuidado. Nos hemos ganado su simpatía. Quieren razones para creer. Estos humanos tienen casi tanta empatia como los Mediadores cuando están del humor adecuado, pero pueden cambiar Instantáneamente.
—Entendido —dijo Ivan—. Haz lo que puedas para tranquilizarles. Si escapamos de una vez a su control les seremos útiles a todos, y seremos una necesidad económica para poderosos grupos de humanos.
—El Mediador pensó que la verdad podría inquietarle —contestó Jock—. No sé exactamente lo que dijo. Yo no estaba allí. Nosotros no solemos tratar el tema del sexo y de la reproducción dentro de nuestros grupos familiares, y fuera de ellos no lo hacemos casi nunca. El tema es… no tienen ustedes una emoción idéntica. Es similar a la turbación, pero no idéntico. Y deben comprender hasta qué punto un Mediador se identifica con su Fyunch(click). Lady Sally no habla fácilmente de temas sexuales, ni le agrada hacerlo; su Mediador debía de sentir las mismas emociones, y sabría que la esterilidad de los Mediadores inquietaría a Sally si supiese de ello… como así fue, al enterarse. Digo todo esto, pero no lo sé con certeza: nunca consideramos importante el tema.
—Basta de suspicacias —dijo Sally—. Por favor. Me alegro de que lo hayamos aclarado todo.
—Pese a nuestra capacidad —dijo el pajeño encogiéndose de hombros—, es inevitable que se produzcan malentendidos entre especies alienígenas. ¿Recuerdan las puertas de los baños?
—Sí. —Sally pudo ver que Ben Fowler se disponía a hacer una pregunta; siguió hablando rápidamente para impedírselo—. Una vez aclarado eso, ¿qué hacen su Amos cuando no quieren a un hijo?
Sintió calor en las mejillas y sospechó que estaba ruborizándose. El doctor Horvath la miraba curioso. Maldito viejo verde, pensó. Claro que no soy justa con él.
Los pajeños gorjearon unos instantes.
—Es frecuente la abstinencia —contestó Jock—. Tenemos también métodos químicos y hormonales como ustedes. ¿Quieren que les expliquemos cómo funcionan?
—Me interesan más los incentivos —dijo el senador Fowler—. ¿Qué le pasa a un Amo, o a un Marrón o a cualquier otro si empieza a tener hijos cada seis meses?
—¿No consideraría eso como un acto de independencia más importante que los intereses de la raza?—preguntó Jock.
—Sí.
—Nosotros igual.
—Y así fue como empezaron las guerras —concluyó el doctor Horvath—. Senador, con todos los respetos, creo que tenemos respuesta a nuestras preguntas. Los pajeños controlan sus poblaciones. Cuando los individuos no están de acuerdo, hay conflicto. A veces esto lleva a guerras. ¿En qué difiere esto de los humanos?
Benjamín Fowler se echó a reír.
—Doctor, no hace más que pedirme que considere su punto de vista, que está basado en la ética. Usted nunca considera el mío, que no lo está. Nunca he pretendido que la raza humana fuese superior a los pajeños… ni en ética ni en inteligencia ni en ninguna otra cosa. Sólo afirmo que es mi raza, y que me han encargado que defienda los intereses humanos. —Se volvió a los pajeños—. Ahora que ya nos han visto funcionar —continuó Fowler—, ¿qué piensan de nuestro Imperio?
Jock rió entre dientes.
—Senador, ¿qué quiere que le diga? Estamos en poder de ustedes… los tres, y toda nuestra gente. Sus naves de guerra controlan el punto de Eddie el Loco que lleva a nuestro sistema. Ustedes podrían quizás destruirlo, y he oído discursos en la trivisión en que se pedía precisamente eso…
—No de alguien importante —protestó Anthony Horvath—. Locos y chiflados…
—Desde luego. Pero lo dijeron. Así que cualquier respuesta que dé a la pregunta del senador tiene que ser a la fuerza lo que yo crea que él quiere oír. ¿Qué remedio?
—Bien dicho —gorjeó Ivan—. Los humanos parecen respetar la admisión de verdades contrarias a intereses. En este caso, lo sabrían inevitablemente de todos modos. Pero ten cuidado.
—Confía en mi habilidad, Amo. Date cuenta de que la mayoría se han tranquilizado. Los únicos que no están satisfechos son el eclesiástico y el oficial de la Marina. El Mediador Imperial está ahora indeciso, y cuando entramos en esta habitación estaba decidido en contra nuestra.
—Tengo miedo —dijo Charlie—. ¿No sería mejor decírselo todo, ahora que saben tanto? ¿Cómo vamos a poder ocultar nuestros Ciclos y nuestras pautas reproductivas secretas a la larga? Amo, me gustaría decírselo todo…
—Te callarás y dejarás que Jock hable a los humanos. Delega en ella todas las cosas que te inquieten.
—Asi lo haré, Amo. Recibí instrucciones de obedecerte. Aun así pienso que mi Amo tenía razón.
—¿Y si valoró mal a los humanos? —preguntó Jock—. ¿Y si nos consideran una amenaza para sus descendientes? ¿No nos destruirían a todos ahora, que aún pueden?
—Silencio. Habla a los humanos.
—El Embajador indica que, como el Imperio es a la vez la asociación humana más poderosa y el grupo más próximo a nuestro sector natal, va en interés nuestro establecer una alianza con el Imperio, independientemente de nuestras opiniones. Estamos rodeados.
—De eso no hay duda —aceptó Sally—. Tío Ben, ¿cuánto durará esto? Los técnicos en cuestiones económicas han hecho ya un borrador de los acuerdos ¿No podíamos pasar a estudiar los detalles?
Fowler no estaba satisfecho. Se veía en sus cejas fruncidas y en sus hombros tensos. Ya había bastantes problemas en el Imperio sin pajeños. Si la tecnología pajeña caía en manos de exteriores y rebeldes, podía pasar cualquier cosa.
—Hay un borrador de acuerdo —dijo lentamente el senador Fowler—. Antes de que se lo expongamos, tengo otra proposición. ¿Les interesa a ustedes incorporarse al Imperio? Como miembro de primera clase del sistema, por ejemplo… tendrían ustedes gobierno autónomo, representación en Esparta y acceso a la mayoría de los mercados imperiales.
—Lo hemos considerado. Llevaría tiempo estudiar los detalles…
—No —dijo decidido el senador Fowler—, eso no es posible. Disculpen, pero no tenemos intención de permitir que sus ingenieros inventen el Campo y construyan una flota de guerra. La primera condición sería admisión inmediata de observadores imperiales en cualquier punto de su sistema.
—Desarme. Confianza en sus buenas intenciones —dijo Jock—. ¿Cómo podríamos someternos a esas condiciones?
—Eso no tiene que preguntármelo a mí —dijo Ben—. Sino a ustedes.
—Dije que harían esta oferta —gorjeó Charlie.
—No podemos aceptar —afirmó Ivan—. Quedaríamos desvalidos. Suponed que los humanos son sinceros. Suponed que el Imperio no nos destruyese en cuanto se hiciera evidente nuestra auténtica naturaleza. ¿Podemos creer que dentro de unas generaciones presidiría el Imperio la misma benevolencia? Es un riesgo que no podemos correr. La raza debe asegurar su supervivencia.
—¡No hay ninguna seguridad!
—Debemos salir de nuestro sistema hacia el universo. Cuando estemos firmemente asentados en varios sistemas, los humanos no se atreverán a atacar ninguno de ellos —dijo Jock. Sus gestos mostraron impaciencia.
—¿Estás convencido de que no podemos aceptar esta oferta? —preguntó Charlie.
—Ya hemos discutido eso —dijo Jock—. Los humanos querrán llegar al final. Querrán desarmar a los Guerreros. Los Amos no permitirían eso, se lanzarían a la lucha. Habría guerra precisamente cuando los humanos lo esperasen. No son tontos, y sus oficiales de la Marina nos tienen miedo. Los observadores estarían respaldados por fuerzas abrumadoras. Si fingiésemos aceptar, se sentirían justificados para destruirnos: recordad la suerte de los planetas humanos sublevados. Esta oferta ni siquiera serviría para ganar tiempo.
—Entonces da la respuesta que acordamos —ordenó Ivan.
—El Embajador lamenta que un acuerdo de este género exceda a su autoridad. Podemos hablar en nombre de todos los pajeños, pero sólo dentro de ciertos límites; poner toda nuestra raza en vuestras manos queda fuera de ellos.
—Es lógico —dijo el doctor Horvath—. Sea razonable, senador.
—Procuro ser razonable, y no se lo reprochaba. Les hice una oferta, eso es todo. —Se volvió a los alienígenas—. Ha habido planetas incorporados al Imperio contra su voluntad. No disfrutan de ninguno de los privilegios que les he ofrecido.
—No sé lo que los Amos harían si intentasen ustedes conquistar nuestro sistema —comentó Jock—. Sospecho que lucharían.
—Perderían —dijo tranquilamente el senador Fowler.
—Haríamos lo posible porque no fuera así.
—Y al perder podrían absorber ustedes un volumen tal de nuestras fuerzas que perderíamos la mayor parte de este sector. Y el impulso unificador retrocedería quizás un siglo. La conquista resulta siempre cara. —El senador Fowler no añadió que la esterilización no; pero este pensamiento no expresado colgó pesadamente sobre la sala iluminada.
—¿Podemos hacer una contraoferta? —dijo Jock—. Permítannos establecer centros de producción en mundos deshabitados. Nosotros los terraformaremos: por cada mundo que nos den, terraformaremos otro para ustedes. En cuanto a los desajustes económicos, pueden formar empresas para establecer un monopolio en el comercio con nosotros. Parte de las acciones podrían venderse al público. Se mantendría el equilibrio para poder compensar a las empresas y trabajadores desplazados por nuestra competencia. Creo que descubrirían que esto minimizaría los inconvenientes de nuestra nueva tecnología, dándoles a ustedes al mismo tiempo todos los beneficios.
—Magnífico —exclamó Horvath—. Precisamente mi equipo está trabajando en eso. ¿Estarían de acuerdo con esto? Comercio sólo con empresas autorizadas y con el gobierno imperial.
—Desde luego. Pagaríamos también por la protección naval del Imperio a nuestros mundos coloniales… no tenemos ningún deseo de mantener flotas en las regiones del espacio que ustedes controlan. Para asegurarse, podrían inspeccionar los astilleros de las colonias.
—¿Y el planeta natal? —preguntó Fowler.
—Supongo que el contacto entre Paja Uno y el Imperio sería mínimo. Sus representantes serían bien recibidos, pero no nos gustaría ver sus naves de guerra cerca de nuestros hogares… He de decirles además que estábamos muy preocupados por aquella nave de combate que orbitaba nuestro planeta. Era evidente que llevaba armas que podían convertir a Paja Uno en un planeta casi inhabitable. Nos sometimos, llegamos incluso a invitarles a que se aproximasen más, precisamente para demostrar que no teníamos nada que esconder. Nosotros no somos una amenaza para el Imperio, señores. Como muy bien saben, son ustedes los que constituyen una amenaza para nosotros. Sin embargo, creo que podemos llegar a un acuerdo en beneficio mutuo (y para seguridad mutua) sin tensiones innecesarias y sin que una raza haya de confiar en la benevolencia de la otra.
—¿Y terraformarían un planeta para nosotros por cada uno que se quedaran? —preguntó Horvath.
Pensó en las ventajas: incalculables. Pocos sistemas estelares tenían más de un mundo habitable. El comercio interestelar era terriblemente caro comparado con el comercio interplanetario, pero las operaciones de terraformación eran aún más costosas.
—¿No es bastante? —preguntó Jock—. Supongo que se hacen cargo de nuestra situación. Tenemos sólo un planeta, unos asteroides y una gigante gaseosa que no podemos hacer habitable. Merece la pena realizar una inversión enorme de recursos para duplicar lo que tenemos. Digo esto porque es evidente, aunque sé que sus procedimientos mercantiles no suelen incluir la admisión de inconvenientes. Por otra parte, sus planetas inhabitables de órbitas propicias no deben de ser para ustedes de gran valor, porque si no los habrían terraformado ya. Consiguen, pues, algo por nada, mientras que nosotros tendremos que hacer un gran esfuerzo. ¿Les parece justo el trato?
—Magnífico para la Marina —dijo Rod—. Prácticamente una nueva flota pagada por los pajeños…
—Un momento —dijo el senador Fowler—. Estamos hablando del precio y aún no hemos decidido lo que haremos. Jock se encogió de hombros.
—Yo les hice una oferta, nada más. —Su imitación de la voz y los gestos del senador despertaron risas. Ben Fowler frunció el ceño un momento y luego rió también.
—Bueno —dijo Fowler—. No sé a qué acuerdo llegaremos, pero sí que tengo hambre. Kelley, traiga a nuestros invitados un poco de chocolate y pida la cena. Podríamos también ponernos cómodos mientras acabamos esta discusión.
—Está resuelto —informó Jock—. El senador está a punto de aceptar. Sally ya ha aceptado.
—¿ Y Blaine? —preguntó Ivan.
—Hará lo que quiera el senador, aunque preferiría estar de acuerdo con Sally. Le agradamos, y ve ventajas para la Marina. Es una lástima que se volviera loca su Fyunch(click); ahora nos sería de gran utilidad.
—¿Crees que puede resultar? —preguntó Charlie—. Jock, ¿cómo es posible? Antes de que fundemos esas nuevas colonias, los imperiales descubrirán cómo somos. Visitarán nuestro sistema, y se enterarán. ¿Qué pasará entonces?
—Nunca lo sabrán —dijo Jock—. Su propia Marina lo impedirá. Habrá visitas de naves sin armas, pero no arriesgarán más navíos de guerra. ¿Acaso no podemos engañar a unas cuantas naves llenas de humanos? Nunca podrán hablar nuestro idioma. Tendremos tiempo para prepararnos. Nunca les dejaremos ver Guerreros. ¿Cómo se enterarán? Mientras tanto, se asentarán las colonias. Los humanos no pueden tener idea de la rapidez con que podemos fundar colonias, ni de la rapidez con que podrán las colonias construir naves. Estaremos entonces en una posición de trato mucho mejor, en contacto con muchos humanos… y podremos ofrecerles lo que quieran. Tendremos aliados, y nos extenderemos lo suficientemente lejos para que ni siquiera el Imperio pueda exterminarnos. Si no pueden hacerlo con seguridad, no lo intentarán. Así es como piensan estos humanos.
El infante de marina les trajo la bebida que los humanos llamaban chocolate y bebieron con placer. Los humanos eran omnívoros, como los pajeños, pero los gustos y sabores que preferían los humanos eran generalmente insípidos para ellos. Sin embargo, el chocolate… era excelente y, con hidrocarburos extra para simular las aguas de su mundo natal, incomparable.
—¿Qué alternativas tenemos? —preguntó Jock—. ¿Qué harían si se lo dijésemos todo? ¿No enviarían su flota a destruirnos para librar a sus descendientes de nuestra amenaza?
—Apruebo este acuerdo —dijo Ivan—. Tu Amo lo aprobará también.
—Quizás —dijo Charlie; se puso a pensar, adoptando una actitud que excluía el mundo exterior. Era un Amo…— puedo aceptarlo —dijo—. Es mejor de lo que esperaba. ¡Pero es muy peligroso!
—El peligro existe desde que los humanos llegaron al sistema pajeño —dijo Jock—. Es menor ahora que antes.
Ivan observaba atentamente. Los Mediadores estaban muy alterados. La tensión había sido grande, y pese a su control exterior estaban acercándose al límite. No correspondía a su naturaleza desear lo que no podía ser, pero él esperaba que tuviesen éxito las tentativas de producir un Mediador más estable; era difícil trabajar con criaturas que podían ver de pronto un universo irreal y establecer juicios basándose en él. La regla era siempre la misma. Primero deseaban lo imposible. Luego trabajaban por conseguirlo, aun sabiendo que era imposible. Por último, actuaban como si lo imposible pudiese lograrse, y permitían que la irrealidad influyese en todos los actos. Se daba más entre los Mediadores que en el resto de las clases, pero también se daba entre los Amos.
Aquellos Mediadores estaban casi en el límite, pero aguantarían. Se preservaría la especie. Así había de ser.
—Doy mil coronas por tus pensamientos —dijo Sally. Sus ojos relampaguearon de felicidad… y alivio.
Rod se apartó de la ventana y la miró sonriendo. La habitación era grande, y los demás estaban reunidos cerca del bar, salvo Hardy que, sentado junto a los pajeños, escuchaba su parloteo como si pudiese entender algo. En realidad, Rod y Sally estaban solos.
—Eres muy generosa —dijo él.
—Puedo permitírmelo. Te pagaré inmediatamente después de la boda…
—Con los ingresos de Crucis Court. Aún no es mía, no tengas tantas ganas de eliminar a papá. Puede que tengamos que vivir aún muchos años de su generosidad.
—¿En qué pensabas? Parecías muy serio.
—¿Cómo voy a votar a favor de esto si el senador no está de acuerdo? Ella asintió sobriamente.
—Eso pensabas…
—Podría perderte por eso, ¿no es así?
—No sé, Rod. Supongo que dependería de por qué rechazases la oferta de los pajeños. Y qué aceptaras en su lugar. Pero no vas a rechazarla, ¿verdad? ¿Por qué no te parece bien lo que proponen?
Rod miró el vaso que tenía en la mano. Era una especie de bebida no alcohólica que había comprado Kelley; la reunión era demasiado importante para beber whisky.
—Por nada, quizás. Es el quizás, Sally. Mira. —Señaló las calles de Nueva Escocia.
Había poca gente a aquella hora. Los que iban al teatro y a cenar. La gente iba a ver el Palacio después del oscurecer. Pasaban marinos con sus chicas. Soldados con faldas escocesas y pieles de oso se mantenían firmes ante la garita de centinela que había junto a la entrada.
—Si nos equivocamos, sus hijos están condenados.
—Si nos equivocamos, la Marina sería derrotada —dijo lentamente Sally—. Rod, y si los pajeños salen y en veinte años se establecen en una docena de planetas. Si construyen naves. Si amenazan al Imperio. La Marina puede aún controlarlos… tú no tendrás que hacerlo, pero podría hacerse.
—¿Estás segura de ello? Yo no lo estoy. No estoy seguro de que podamos derrotarles ahora. Exterminarles, sí, pero ¿derrotarles? ¿Y dentro de veinte años? ¿Te imaginas la carnicería? Y Nueva Escocia sería el lugar más afectado. Está en su camino. ¿A qué otros mundos iban a ir?
—¿Y qué alternativas tenemos? —preguntó ella—. Yo… Rod, me inquieto también por nuestros hijos. Pero ¿qué podemos hacer? ¡No podemos hacer la guerra a los pajeños porque puedan llegar a ser una amenaza algún día!
—No, claro que no. Aquí está la cena. Y siento haber estropeado tu buen humor.
Todos reían antes de que terminara la cena. Los pajeños hicieron una exhibición: imitaciones de los personajes más famosos de la trivisión de Nueva Escocia. Al cabo de unos minutos todos los comensales reían.
—¿Cómo lo consiguieron? —preguntó David Hardy entre ataques de risa.
—Hemos estudiado su humor —contestó Charlie—. Hemos exagerado levemente ciertas características. Pensamos que si nuestra teoría era correcta, y al parecer lo era, el efecto acumulativo resultaría divertido.
—Podrían hacerse ricos —dijo Horvath— como animadores y artistas, aparte de lo demás que pudiésemos intercambiar.
—Eso, al menos, tendrá pocas repercusiones en nuestra economía. Sin embargo, les pediremos ayuda para una comunicación reglamentada de nuestra tecnología.
Horvath asintió con gravedad.
—Me alegro de que se hagan cargo del problema. Si lo soltáramos todo de golpe, se produciría un caos en el mercado…
—Créame, doctor, no tenemos ningún deseo de causarles problemas. ¡Si ustedes nos consideran una oportunidad, piense cómo lo veremos nosotros! ¡Poder salir del sistema pajeño después de tantos siglos! ¡Salir de la botella! Nuestra gratitud no tiene límites.
—¿Qué antigüedad tiene su civilización? —preguntó David Hardy.
—Tenemos fragmentos y restos que indican varios cientos de miles de años de antigüedad, doctor Hardy. Los asteroides estaban ya colocados entonces. Otros quizás sean más viejos, pero no podemos interpretarlos. Nuestra historia real comienza hace unos diez mil años.
—¿Y han tenido ustedes colapsos de la civilización desde entonces? —preguntó Hardy.
—Desde luego. ¿Cómo podría ser de otro modo, atrapados como estábamos en aquel sistema?
—¿Conservan ustedes testimonios de la guerra asteroidal? —preguntó Renner.
Jock frunció el ceño. Su cara no se adaptaba a aquel gesto, pero el gesto que hizo indicaba menosprecio.
—Sólo leyendas. Tenemos… Son muy parecidas a las canciones de ustedes, o a los poemas épicos. Instrumentos lingüísticos para facilitar la memorización. No creo que sean traducibles, pero… —la pajeña se detuvo un instante. Fue como si quedase congelada en la posición que tenía al decidir pensar. Luego
Hace frío y no hay nada que comer,
los demonios arrasan la tierra.
Nuestras hermanas mueren, hierven las aguas,
pues los demonios hacen caer el cielo.
La alienígena se detuvo ceñuda.
—No es muy bueno, pero qué le vamos a hacer.
—Es bastante bueno —dijo Hardy—. Nosotros tenemos también poesía de ese tipo. Leyendas de civilizaciones perdidas, desastres de nuestra prehistoria. Podemos remontar la mayoría de ellas hasta una explosión volcánica que tuvo lugar hace unos cuatro mil quinientos años. En realidad, parece ser que fue entonces cuando los hombres concibieron la idea de que Dios podía intervenir en sus asuntos. Directamente, en vez de crear ciclos y períodos y cosas así…
—Una teoría interesante… Pero ¿no va en contra de sus creencias religiosas?
—No. ¿Por qué habría de ir? ¿No puede Dios disponer un acontecimiento natural para producir efectos deseables, pudiendo como puede alterar las leyes de la naturaleza? En realidad, ¿qué es más milagroso, una marea cuando es necesaria o un acontecimiento sobrenatural y único? Pero no creo que tengan ustedes tiempo para discutir de teología conmigo. Parece que el senador Fowler ha acabado su cena. Así que, si me perdonan, me iré unos minutos, y creo que pronto empezaremos de nuevo…
Ben Fowler llevó a Rod y a Sally a una pequeña oficina que había detrás de la sala de conferencias.
—¿Bien? —preguntó.
—Ya sabes mi opinión —dijo Sally.
—Sí. ¿Rod?
—Tenemos que hacer algo, senador. La presión se nos va de la mano.
—Sí —dijo Ben—. Maldita sea, necesito un trago. ¿Rod?
—Gracias, yo paso.
—Bueno, si no puedo pensar bien después de un buen trago de whisky el Imperio está perdido. —Buscó por el escritorio hasta que encontró una botella, la olió y se sirvió un buen trago en una taza de café usada—. Hay algo que me desconcierta. ¿Por qué no presiona más la Asociación de Comerciantes Imperiales? Yo esperaba que la mayor presión viniera de ellos, y están muy tranquilos. Debemos dar gracias a Dios. —Bebió media taza y suspiró.
—¿Qué tiene de malo que aceptemos? —preguntó Sally—. Podemos cambiar de idea si descubrimos algo nuevo…
—En absoluto, gatita —dijo Ben—. En cuanto haya algo concreto los tipos listos pensarán cómo hacer un puñado de billetes a costa de ellos, y en cuanto tengan dinero invertido… Creí que sabías algo más de política elemental. ¿Qué os enseñan hoy en la Universidad? Rod, aún estoy esperando que digas algo.
Rod se rascó la curvada nariz.
—Ben, no podemos aguantar mucho tiempo. Los pajeños deben saberlo… Quizás lleguen incluso a retirar su oferta cuando vean la gran presión que tenemos encima. Lo que yo digo es que debemos aceptar.
—Ya veo. Quieres hacer feliz a tu esposa sea como sea…
—¡No lo hace por mí! —protestó Sally—. Deja de pincharle.
—Sí. —El senador se rascó la calva un momento y luego vació la taza y la posó—. Tengo que comprobar unas cosas. Probablemente salga todo bien. Si es así… supongo que pactaremos con ellos. Vamos.
Jock hizo un gesto de arrebato y de excitación.
—¡Están dispuestos a aceptar! ¡Estamos salvados!
Ivan miró fríamente al Mediador.
—Contrólate. Aún hay mucho que hacer.
—Lo sé. Pero estamos salvados. ¿No es así, Charlie?
Charlie estudió a los humanos. Las caras, las posturas…
—Sí. Pero el senador aún no está convencido, y Blaine tiene miedo, y… Jock, mira a Renner.
—¡Eres tan frío! ¿Es que no podéis alegraros conmigo? ¡Estamos salvados!
—Mira a Renner.
—Sí… Conozco esa expresión. La utiliza cuando juega al poker, cuando tiene una jugada sorpresa. No es buen agüero. ¡Pero él no tiene poder, Charlie! ¡Es un vagabundo sin sentido de la responsabilidad!
—Quizás. Pero tengo miedo. Sentiré miedo hasta que muera.
El senador Fowler se sentó y miró a los que estaban sentados a la mesa. La mirada fue bastante para parar la charla y llamar la atención de todos.
—Creo que sabemos lo que perseguimos todos —dijo—. Ahora tenemos que hablar del precio. Dejemos establecidos los principios. Primero y ante todo: aceptan ustedes no armar sus colonias y dejarnos inspeccionarlas para asegurarnos de que no están armadas.
—Sí —dijo con firmeza Jock; gorjeó para el Amo—. El Embajador está de acuerdo. Siempre que el Imperio quiera, por un precio, proteger nuestras colonias de sus enemigos.
—Lo haremos, desde luego. Segundo: aceptan limitar el comercio a las empresas que tengan una licencia del Imperio.
—Sí.
—Bueno, éstos son los puntos principales —proclamó Fowler—. Estamos en condiciones de abordar los detalles. ¿Qué estudiamos primero?
—¿Puedo preguntar qué clase de colonias instalarán? —preguntó Renner.
—Claro, cómo no.
—Gracias. ¿Enviarán allá representantes de todas sus clases?
—Sí… —Jock vacilaba—. Todos los que sean útiles según las condiciones, señor Renner. No llevaremos a los Agricultores a una roca sin terraformar mientras los Ingenieros no hayan construido una cúpula.
—Sí. Bueno, por eso lo preguntaba. —Accionó su computadora de bolsillo y las pantallas se iluminaron; mostraban una Nueva Caledonia extrañamente deformada, un relampagueo brillante, luego oscuridad—. Vaya. Me equivoqué. Eso es cuando la sonda disparó contra la nave del capitán Blaine.
—¿Cómo? —exclamó Jock; gorjeó con los otros—. Nos preguntábamos cuál había sido la suerte de la sonda. Francamente, creíamos que la habían destruido ustedes, y por eso no queríamos preguntar…
—Casi aciertan —dijo Renner; aparecieron en la pantalla más imágenes; la vela de luz se ondulaba—. Esto es un momento antes de que disparara contra nosotros.
—Pero la sonda no pudo disparar contra ustedes —protestó Jock.
—Claro que sí. Supongo que creyeron que nuestra nave era un meteorito —explicó Rod—. De todos modos…
Cruzaron la pantalla formas negras. La vela se onduló y flameó y las formas desaparecieron. Renner dio marcha atrás a la cinta hasta que las siluetas quedaron recortadas contra la luz. Entonces paró la filmación.
—Hemos de advertirles —dijo Jock— que nosotros sabemos muy poco sobre la sonda. No es nuestra especialidad, y no tuvimos posibilidad de estudiar los archivos antes de dejar Paja Uno.
El senador Fowler frunció el ceño.
—¿Adonde quiere ir a parar, señor Renner?
—Verá, señor, me parecían curiosas estas imágenes —Renner cogió un indicador luminoso que había en la mesa—. Se trata de diversas clases de pajeños, ¿no les parece?
Jock pareció vacilar.
—Lo parece.
—Lo son, sin duda. Ése es un Marrón, ¿no? Y un Médico.
—Sí. —El indicador se movió—. Un Corredor —dijo Jock—. Y un Amo…
—Hay un Relojero. —Rod casi escupió; no podía ocultar su repugnancia—. El siguiente parece un Agricultor. Es difícil distinguirlo del Marrón, pero,… —Su voz adquirió un tono inquietante—. Renner, a ése no le reconozco.
Hubo silencio. El indicador planeó sobre una sombra informe, más larga y delgada que un Marrón, con lo que parecían garras en las rodillas, en los talones y en los codos.
—Les vimos antes una vez —dijo Renner; su voz era ahora casi automática. Como la de un hombre que cruza un cementerio por ganar una apuesta. O como el que avanza y sube una colina en territorio enemigo. Sin emociones, resuelto, rígidamente controlado. No parecía Renner.
La pantalla se dividió y apareció otra imagen: la escultura de la máquina del tiempo del museo de Ciudad Castillo. Lo que parecía una escultura de «arte pobre» de piezas electrónicas aparecía rodeada de cosas con armas.
La primera vez que vio a Ivan, Rod sintió un fuerte y embarazoso impulso de dar unas palmadas en el pelo sedoso del Embajador. Su impulso ahora fue también muy fuerte: el impulso de adoptar la posición de kárate. Las cosas esculpidas mostraban sobrados detalles. Llevaban dagas por todas partes, parecían duros como el acero y se mantenían como tensos muelles, y cualquiera de ellos habría dejado a un instructor de combate de la infantería de marina como si le hubiese pasado por encima una segadora. ¿Y qué era aquello que tenían bajo el gran brazo izquierdo, como un cuchillo de hoja ancha medio oculto?
—Ah —dijo Jock—, un Demonio. Supongo que debían de ser muñecos que representaban a nuestras especies. Como las estatuillas, para que el Mediador pudiese hablarles más fácilmente de nosotros.
—¿Todos esos? —la voz de Rod reflejaba el más puro asombro—. ¿Todo un cargamento de muñecos de tamaño natural?
—No sabemos cuál era su tamaño, ¿no? —dijo Jock.
—Muy bien. Supongamos que eran muñecos —dijo Renner; continuó sin detenerse—. Eran modelos de clases pajeñas existentes. Salvo éste. ¿Por qué incluirían a éste en el grupo? ¿Por qué incluir a un Demonio con los demás?
No hubo respuesta.
—Gracias, Kevin —dijo Rod lentamente; no se atrevió a mirar a Sally—. Jock, ¿es o no es otra clase pajeña?
—Hay más, capitán —dijo Renner—. Mire con detenimiento al Agricultor. Ahora que sabe usted lo que ha de buscar.
La imagen no era muy clara, era poco más que una silueta de bordes difuminados; pero el volumen era inconfundible de perfil.
—Está embarazada —exclamó Sally—. ¡Por qué no lo pensaríamos! ¿Una estatuilla embarazada? Pero… Jock. ¿Qué significa esto?
—Sí—preguntó Rod fríamente.
Pero era imposible atraer la atención de Jock.
—¡Basta! ¡No digas más! —ordenó Ivan.
—¿Qué iba a decir? —gimió Jock—. ¡Los muy idiotas llevaban un Guerrero! ¡Estamos perdidos, perdidos, cuando hace unos instantes teníamos el universo en la mano!
La poderosa mano izquierda del pajeño se cerró amenazadora en el aire.
Silencio. Contrólate. Ahora, Charlie, dime lo que sepas de la sonda. ¿Cómo fue construida?
Charlie hizo un gesto de desprecio interrumpido por respeto.
—Es evidente. Los constructores de la sonda sabían que esta estrella la habitaba una especie alienígena. No sabían nada más. Así que debieron de suponer que la especie se parecía a la nuestra, si no en apariencia, en lo esencial.
—En los Ciclos. Debieron de suponer que había Ciclos —musitó Ivan—. Aún no sabíamos que no todas las razas están condenadas a los Ciclos.
—Exactamente —dijo Charlie—. La especie hipotética había sobrevivido. Era inteligente. No podrían controlar su crecimiento más que nosotros, pues ese control no es una característica de supervivencia. Así, lanzaron la sonda creyendo que la gente de esta estrella estaría en colapso cuando la sonda llegase.
—Claro. —Ivan pensó un momento—. Y aquellos Eddie el Loco pusieron hembras preñadas de cada clase a bordo. ¡Idiotas!
—No podemos reprochárselo. Hicieron lo que pudieron —dijo Charlie—. La sonda debía de estar articulada de modo que arrojase los pasajeros al sol en el instante en que fuera recibida por una civilización que viajaba por el espacio. Si los hipotéticos alienígenas estaban tan adelantados, se encontrarían, no con una tentativa de apoderarse de su planeta con la vela de luz como arma, sino con un Mediador enviado en misión pacífica. —Charlie se detuvo a pensar—. Un Mediador accidentalmente muerto. La sonda debía de estar dispuesta de modo que le matase y asi los alienígenas pudiesen descubrir lo menos posible. Tú eres un Amo: ¿no lo harías así?
—¿Soy también Eddie el Loco, acaso, para lanzar una sonda como ésa…? La estrategia falló. Ahora debemos decirles algo a estos humanos.
—Yo propongo decírselo todo —dijo Charlie—. ¿Qué otra cosa podemos hacer? Estamos atrapados en nuestras propias mentiras.
—Espera —ordenó Ivan.
Sólo habían pasado segundos, pero Jock estaba normal otra vez. Los humanos le miraban con curiosidad.
—Debemos decir algo importante. Hardy sabe que estamos nerviosos, ¿no es cierto?
—Sí —convino Charlie.
—¿ Qué descubrimiento pudo ponernos tan nerviosos?
—Confía en mí —dijo rápidamente Jock—; quizás podamos salvamos todavía…
—… ¡Adoradores del Demonio! Ya les dijimos que no teníamos enemigos raciales, y es cierto; pero hay una facción religiosa secreta, que convierte en dioses a los Demonios del tiempo. Son malvados, y muy peligrosos. Debieron de apoderarse de la sonda antes de que abandonase el cinturón asteroidal. Secretamente, quizás…
—Entonces ¿los pasajeros de la tripulación estaban vivos? —preguntó Rod.
Charlie se encogió de hombros y dijo:
—Eso creo. Debieron de suicidarse. ¿Quién sabe por qué? Puede que pensaran que habíamos inventado un impulsor más rápido que la luz y que estábamos esperando por ellos. ¿Qué hicieron ustedes al aproximarse?
—Enviamos mensajes en la mayoría de las lenguas humanas —contestó Rod—. ¿Cree usted seguro que estuvieran vivos?
—¿Cómo saberlo? —preguntó Jock—. No se preocupen por ellos —la voz se llenó de desprecio—. No eran representantes adecuados de nuestra raza. Sus rituales incluyen sacrificios de seres inteligentes.
—¿Y cuántos de estos adoradores del Demonio hay? —preguntó Hardy—. Nunca me hablaron de ellos.
—No estamos orgullosos de su existencia —contestó Jock—. ¿Nos hablaron ustedes de los exteriores? ¿O de los excesos del Sistema Saurón? ¿Les alegra que sepamos que los humanos son capaces de cosas así?
Hubo murmullos de embarazo.
—Maldita sea —dijo Rod—. Así que estaban vivos… después de recorrer toda aquella distancia. —El pensamiento resultaba amargo.
—Veo que están alterados —dijo Jock—. Nos alegramos de que no hablasen con ellos antes de conocernos a nosotros. Su expedición habría sido de un carácter completamente distinto si ustedes hubiesen…
Se detuvo, con un gesto extraño. El doctor Horowitz se había levantado de su asiento y estaba inclinado sobre la pantalla, examinando la imagen de la máquina del tiempo. Accionó los controles de la pantalla para agrandar una de las estatuillas demoníacas. La silueta de la sonda se desvaneció, dejando la mitad de la pantalla en blanco, luego apareció otra imagen y creció y creció… Una criatura de cara de rata y agudos colmillos acuclillada sobre un montón de escombros.
—¡Aja! —gritó triunfal Horowitz—. ¡Me preguntaba quién podría ser el antepasado de las ratas! Formas degeneradas de éste…
Se volvió a los pajeños. No había en sus gestos más que curiosidad, como si no hubiese prestado atención a lo que se hablaba antes.
—¿Y para qué utilizan esta casta? —preguntó—. Son soldados, ¿verdad? Tienen que serlo. ¿Para qué otra cosa podrían servir?
—No. Sólo son mitos.
—Pamplinas. ¿Demonios con armas? Padre Hardy, ¿puede usted imaginar Demonios con rifles desintegradores? —Horowitz accionó de nuevo los controles y apareció otra vez el perfil de la sombra—. ¡Por las barbas de Abraham! Eso no es una estatua. Vamos, admítanlo, es una subespecie pajeña. ¿Por qué ocultarlo? Es fascinante… No he visto nada mejor adaptado para… —la voz de Horowitz se apagó.
—Una casta guerrera —dijo lentamente Ben Fowler—. No me extraña que nos lo ocultaran. ¿Cree usted, doctor Horowitz, que esa criatura es tan prolífica como sabernos que pueden ser los otros pajeños?
—¿Por qué no?
—Pero les aseguro que los Demonios son seres legendarios —insistió Jock—. El poema. Doctor Hardy, ¿recuerda usted el poema? Ésas son las criaturas que hacían caer los cielos…
—Lo creo —dijo Hardy—. Pero no creo que estén extintos. Mantienen ustedes a sus descendientes salvajes en los zoos. Anthony, voy a hacerle una pregunta hipotética: si los pajeños tuviesen una casta muy prolífica dedicada a la guerra; y sus Amos un afán de independencia similar a los leones terrícolas; han tenido varias guerras desastrosas; y están atrapados irremisiblemente en un solo sistema planetario: ¿Cuál es la proyección más lógica de su historia?
Horvath se estremeció. Y los demás lo mismo.
—Como… la MacArthur —contestó con tristeza Horvath—. La cooperación entre Amos cesa cuando la presión demográfica se hace lo suficientemente grave… si es que se trata realmente de una casta actual, David.
—Les aseguro que son demonios legendarios —protestó Jock.
—Creo que no podemos creer todo lo que nos dice —dijo Hardy; había una profunda tristeza en su voz—. No es que haya aceptado siempre todo lo que me decían. Los sacerdotes oímos muchas mentiras. Pero siempre me preguntaba qué estarían ocultando. Habría sido mejor que nos enseñasen algún tipo de fuerzas militares o policiales. Pero no podían, ¿verdad? Eran… —señaló a la pantalla— ésos.
—Rod —dijo el senador Fowler—, pareces muy preocupado.
—Lo estoy, señor. Pensaba lo que sería combatir a una raza que genera guerreros durante diez mil años. Esas cosas deben de estar adaptadas también a la guerra espacial. Si los pajeños adquieren la tecnología del Campo y… Ben, no creo que pudiéramos derrotarles… ¡Sería como intentar luchar contra millones de ciborgs de Saurón! Demonios, ¡un par de miles que tenían fueron capaces de mantener la guerra durante años!
Sally escuchaba desesperada.
—Pero ¿y si Jock dice la verdad? ¿Y si tiene razón? Hubo una casta guerrera, que está extinta ya, y forajidos pajeños… que quieren resucitarla otra vez.
—Es bastante fácil dé descubrir —murmuró Fowler—. Y mejor actuar deprisa, antes de que los Marrones pajeños construyan una flota que pueda detenernos.
—Si no lo han hecho ya —murmuró Rod—. Trabajan muy deprisa. Reconstruyeron la nave embajadora mientras iba al encuentro de la MacArthur. Un cambio completo, sólo entre dos Marrones y algunos Relojeros. Yo creo que el cálculo de amenaza del teniente Cargill puede resultar demasiado prudente, senador.
—Aunque no lo fuese —dijo Renner—, tendríamos de todos modos que contar con todas las naves capitaneadas y controladas por el almirante Kutuzov.
—Exactamente. Está bien, Jock. Ya ve usted nuestra situación —dijo el senador.
—En realidad no. —El pajeño estaba inclinado hacia adelante y resultaba muy extraño.
—Se lo diré más claro. No tenemos recursos para combatir a un millón de individuos que han evolucionado para la guerra. Quizás ganasen y quizás no. Si ustedes siguen conservándolos, es porque los necesitan; su sistema tiene un exceso de población y no puede permitirse mantener bocas inútiles. Si ustedes los necesitan, es porque tienen guerras.
—Comprendo —dijo Jock lentamente.
—No, no comprende —dijo el senador frunciendo el ceño—. Usted sabe algo sobre el sistema Saurón, pero no bastante. Jock, si ustedes los pajeños crían castas guerreras, nuestra especie les identificará con los saurones, y no creo que puedan hacerse idea de lo que les odiaba el Imperio, a ellos y a sus ideas de un superhombre.
—¿Y qué harán? —preguntó Jock.
—Echar un vistazo a su sistema. Pero mirar bien.
—¿Y si encuentran guerreros?
—No necesitaremos buscar mucho, ¿verdad? —dijo el senador Fowler—. Sabe usted perfectamente que los encontraremos.
Lanzó un suspiro. Su pausa para pensar fue breve… no más de un segundo. Luego se levantó y se acercó a la pantalla, caminando lentamente, como una apisonadora…
—¿Qué haremos? ¿No podemos pararle?—gimió Jock. Ivan permanecía tranquilo.
—De nada serviría, y además no podrías hacerlo. Ese soldado no es un guerrero, pero va armado y tiene el arma empuñada. Nos teme.
—Pero.
—Escucha.
—Llamada a la conferencia —dijo Fowler a la telefonista del Palacio—. Quiero hablar con el Príncipe Merrill y con Armstrong, el Ministro de Guerra. Personalmente, y no me importa donde estén. Quiero hablar con ellos inmediatamente.
—Sí, senador —la muchacha era joven, y el tono del senador la asustó. Comenzó a manipular su equipo, y la sala quedó en silencio durante un rato.
El ministro Armstrong estaba en su oficina. Estaba sin túnica y con la camisa desabrochada. Tenía el escritorio lleno de papeles. Alzó los ojos irritado, vio quién llamaba y dijo:
—¿Sí?
—Un momento —dijo bruscamente Fowler—. Estoy localizando al Virrey para una conferencia en circuito. —Hubo otra larga espera. Llegó Su Alteza; la pantalla mostró sólo una cara. Parecía jadear.
—¿Sí, senador?
—Alteza, ¿ha visto usted mi nombramiento firmado por el Emperador?
—Sí.
—¿Acepta mi autoridad en todo lo relacionado con los alienígenas?
—Por supuesto.
—Pues como representante de su Majestad Imperial le ordeno que se reúna lo más rápido posible la flota de combate del sector. Pondrá usted al mando de ella, y a espera de mis órdenes, al almirante Kutuzov.
Hubo más silencio en las pantallas. Un parloteo irritante llenó la sala de conferencias. Ben exigió silencio con un gesto imperioso y el parloteo cesó.
—Por pura formalidad, senador —dijo Merrill—. Necesitaré confirmación de esa orden por otro miembro de la Comisión.
—Sí. Rod.
Aquí está, pensó Rod. No se atrevía a mirar a Sally. ¿Una raza de guerreros? ¿Amos independientes? No podemos permitir que penetren en el sector humano. No duraríamos un siglo.
Los pajeños están paralizados. Saben lo que hemos descubierto. Procreación sin limitaciones y Demonios. Corno en las pesadillas de los niños… Pero me agradan los pajeños. No. En realidad me agradan los Mediadores. No he conocido a los otros. Y los Mediadores no controlan la civilización pajeña. Miró con cautela a Sally. Estaba tan paralizada como los pajeños. Rod respiró profundamente.
—Alteza, yo también lo apruebo.
Sus dependencias parecían pequeñas ahora, a pesar de la altura de los techos. Nada había cambiado. Había allí todos los manjares que el Imperio había podido encontrar para meter en su cocina. Con sólo apretar un botón acudirían una docena, un centenar de criados. Los infantes de marina del pasillo eran correctos y respetuosos.
Y estaban atrapados. En algún lugar situado en los extremos del sistema de Nueva Caledonia, en una base llamada Dagda, estaban convocadas todas las naves de guerra del Imperio, y una vez reunidas todas…
—No les matarán a todos —masculló Charlie.
—Claro que sí. —La voz de Jock era un tembloroso gemido.
—Los Guerreros lucharán. La Marina perderá naves. Y estará al mando Kutuzov. ¿Va a arriesgar sus naves para salvar vidas pajeñas? ¡Reducirá nuestro planeta a escoria iridiscente!
—¿También los asteroides? —gimió Charlie—. Sí. No ha habido un Ciclo en que ambas cosas desaparecieran. ¡Amo, debemos hacer algo! ¡No podemos permitir esto! Si hubiésemos sido sinceros con ellos…
—En ese caso su flota estaría ya de camino, en vez de estar todavía reagrupándose —dijo despectivamente Jock—. ¡Y estábamos tan a punto de conseguirlo! ¡Ya les tenía! —Tres dedos como grandes salchichas se cerraron, en el vacío—. Estaban dispuestos a aceptar, y entonces… entonces… —gimió al borde de la locura, pero retrocedió a tiempo—. Tiene que haber una posibilidad de hacer algo.
—Decírselo todo —dijo Charlie—. ¿Qué daño puede hacer? Ahora nos ven como seres malignos. Al menos podemos explicarles por qué les mentimos.
—Piensa en lo que podemos ofrecerles —ordenó Ivan—. Considera sus intereses y piensa los medios que tienen de protegerlos sin destruir nuestra raza.
—¿Ayudarles? —preguntó Jock.
—Por supuesto. Ayudarles para librarnos de ellos.
—Es a los Guerreros a quienes temen. ¿Aceptarían los Amos matar a todos los Guerreros? Con eso podríamos entrar en el Imperio.
—¡Eddie el Loco! —gimió Charlie—. ¿Cuántos Amos guardarían Guerreros escondidos?
—Se ha intentado antes —dijo Ivan—. Piensa otra cosa.
—¿Podemos hacerles creer que no somos capaces de construir los Campos? —preguntó Charlie.
—¿Con qué fin? Pronto se enterarían. No. No entrarán de nuevo en nuestro sistema mientras no tengan la flota preparada; y entonces se apoderarán de todo. Una docena de naves de combate. Si esta flota entra en nuestro sistema, los Guerreros lucharán y morirá la especie. No deben enviarla. ¡No deben!
Jack utilizó un idioma medio olvidado, que los Amos no sabían.
—Está casi loco.
—Y nosotros igual —Charlie se estremeció en amarga y silenciosa risa pajeña—. El Amo da pena. Sus miedos son los nuestros, más el miedo a que nosotros nos volvamos locos. Sin nosotros se quedaría mudo, viendo reunirse la flota, incapaz de decir una palabra de protesta.
—¡Piensa! —ordenó Ivan—. Envían a Kutuzov. Él destruyó un planeta humano… ¿Qué piedad mostrará con alienígenas? ¡Piensa!¡Piensa o la raza está condenada!
Al entrar en la oficina de Rod, Sally le oyó hablar por teléfono. Él no la había visto. Tuvo un instante de vacilación, luego se quedó inmóvil, escuchando.
—De acuerdo, Lavrenti. En la primera etapa debemos centrarnos en la civilización asteroidal. Además, puede que tengan allí su base naval más importante.
—No me gusta dividir la flota —dijo por teléfono una voz de fuerte acento—. Me ha encomendado dos misiones, Lord Blaine. No son compatibles. Caer sobre los pajeños y derrotarles por sorpresa… Sí, eso es posible. Provocar su ataque y contraatacar luego… eso costará vidas y naves que no podemos despreciar.
—Debe planearlo usted así, de todos modos.
—De acuerdo, señor. Mis oficiales me traerán planes preliminares por la mañana. Le enviaré también un cálculo de pérdidas y bajas. ¿Qué oficial me sugiere para poner al mando de la nave que utilizaremos como reclamo, señor? ¿Algún compañero de curso de usted? ¿Un extraño? Espero sus sugerencias.
—¡Maldita sea!
—Perdone mi impertinencia, señor. Sus órdenes serán cumplidas.
La pantalla quedó oscura. Rod siguió con la mirada fija en su superficie hasta que entró Sally y se sentó frente a él. Las estatuillas de Guerreros estaban clavadas en su pensamiento.
—¿Oíste?
—Parte… ¿La situación es realmente tan grave?
Rod se encogió de hombros.
—Depende de lo que nos aguarde allí. Una cosa es entrar allí disparando y abrirnos paso a cañonazos y saturar el planeta y los asteroides de fuego. Pero enviar una flota, advirtiendo a los pajeños de lo que nos proponemos, y esperar a que ellos nos ataquen… ¡El primer movimiento hostil podría llegar del cañón láser que lanzó la onda!
Ella le miró con tristeza.
—¿Y por qué tenemos que hacerlo, en realidad? ¿Por qué no podemos simplemente dejarles?
—¿Para que cualquier día aparezcan por aquí y liquiden a nuestros nietos?
—¿Por qué tenemos que ser nosotros?
—Nos toca a nosotros. Dime, Sally, ¿crees que podemos dudarlo? ¿Crees que podemos dudar cómo son realmente los pajeños?
—¡No son monstruos!
—No. Sólo son nuestros enemigos.
Sally movió la cabeza, triste.
—¿Qué sucederá entonces?
—La flota irá allí. Les pediremos que se rindan al Imperio. Puede que acepten, puede que no. Si lo hacen, descenderán brigadas suicidas para supervisar el desarme. Si luchan contra ellos, la flota atacará.
—¿Quién… quién aterrizará en Paja Uno? ¿Quién se hará cargo de la…? ¡No! Rod, ¡no puedo permitirte que lo hagas!
—¿Quién podría ser si no? Yo, Cargill, Sandy Sinclair… Aterrizará allí la antigua tripulación de la MacArthur. Quizás se rindan realmente. Alguien tiene que darles esa oportunidad.
—Rod, yo…
—¿Podemos casarnos en seguida? Ninguna de nuestras dos familias tiene herederos.
—Inútil —dijo Charlie—. ¡Qué ironía! Hemos estado embotellados millones de años. Y la forma de la botella en que estábamos encerrados ha moldeado nuestra especie para nuestra desgracia. Ahora hemos encontrado la salida y resulta que a través de ella penetra la Marina para arrasar nuestros mundos.
—¡Qué vividas y poéticas son tus imágenes! —dijo Jock.
—¡Qué suerte poder disfrutar de tu constructivo consejo! Tu… —Charlie se calló de pronto.
El paso de Jock se había hecho… raro. Pensaba con las manos incómodamente unidas detrás, la cabeza doblada hacia adelante, los pies juntos para ajustar su paso al de los humanos.
Charlie reconoció a Kutuzov. Hizo un gesto perentorio para contener los comentarios de Ivan.
—Necesito una palabra humana —dijo Jock—. Nunca la hemos oído, pero tienen que tenerla. Llama a un criado —ordenó con la voz de Kutuzov, y Charlie se apresuró a obedecer.
El senador Fowler estaba sentado a un pequeño escritorio de la oficina contigua a la sala de conferencias de la Comisión. En la mesa de roble no había más que una botella de whisky. Se abrió la puerta y entró el doctor Horvath. Le miró expectante.
—¿Bebe? —preguntó Fowler.
—No, gracias.
—Quiere que entremos en materia, ¿verdad? De acuerdo. Su solicitud pidiendo tomar parte en esta Comisión se rechaza. Horvath se quedó rígido.
—Comprendo.
—Lo dudo. Siéntese. —Fowler sacó un vaso del cajón de la mesa y sirvió whisky—. Tome. Coja esto de todos modos. Finja que bebe conmigo. Tony, estoy haciéndole un favor.
—No lo veo de ese modo.
—¿No? Mire. La Comisión va a exterminar a los pajeños. ¿Qué podría significar eso para usted? ¿Quiere usted asumir una parte de la responsabilidad de esa decisión?
—¿Exterminar? Pero yo creí que las órdenes decían que se les incluiría en el Imperio.
—Claro. No podemos hacer otra cosa. La presión política es demasiado grande para que podamos simplemente acabar con ellos. Así que tengo que dejar que los pajeños sean los primeros en derramar sangre. Incluyendo al padre de la única heredera que voy a tener. —Fowler apretó los labios—. Lucharán, doctor. Sólo espero que no finjan rendirse al principio, para que Rod tenga una oportunidad. ¿Quiere usted realmente participar en eso?
—Ya veo… creo que entiendo. Gracias.
—De nada. —Fowler buscó en su túnica y sacó una cajita; la abrió un segundo para mirar dentro, la cerró y se la entregó a Horvath—. Tome. Es suyo.
El doctor Horvath abrió la caja y vio un anillo con una gran piedra verde.
—Puede usted grabar una corona de barón ahí el próximo aniversario —dijo Fowler—. ¿Contento?
—Sí. Mucho. Gracias, senador.
—No es necesario que dé las gracias. Es usted un buen hombre, Tony. Bien, entremos y veamos qué quieren los pajeños.
La sala de conferencias estaba casi llena. Los comisionados, los científicos de Horvath, Hardy, Renner… y el almirante Kutuzov.
El senador Fowler tomó asiento.
—Señores comisionados, representantes de Su Majestad Imperial, queda abierta la sesión. Anoten sus nombres y organizaciones. —Hizo una breve pausa y escribieron todos en sus computadoras—. Los pajeños han solicitado esta reunión. No dijeron por qué. ¿Alguien tiene algo que decir antes de que vengan ellos? ¿No? Está bien, Kelley, hágales pasar.
Los pajeños ocuparon silenciosamente sus puestos al final de la mesa. Parecían muy distantes; sus gestos imitando a los humanos habían desaparecido. Aún persistían las sonrisas permanentes y llevaban el pelo muy peinado, suave y brillante.
—Hablen ustedes —dijo el senador—. He de advertirles que es poco probable que creamos lo que nos digan.
—No habrá más mentiras —dijo Charlie.
Incluso la voz era distinta; el Mediador parecía remoto y extraño, y su voz no era una mezcla de todas las voces que los pajeños habían oído, sino que tenía un tono distinto… Rod no podía localizarlo. No era un acento. Era casi la perfección, casi un ánglico ideal.
—Se acabó el tiempo de las mentiras. Mi Amo era partidario de que fuésemos sinceros desde el principio, pero la jurisdicción sobre las negociaciones con los humanos correspondió al Amo de Jock. Lo mismo que su Emperador les dio esta jurisdicción a ustedes.
—Lucha de facciones, ¿eh? —dijo Fowler—. Lástima que no conociéramos a su jefe. Ya es un poco tarde, ¿verdad?
—Puede. Pero ahora le representaré a él. Pueden llamarle si quieren Rey Pedro; los guardiamarinas le llamaban así.
—¿Qué? —Rod se levantó y la silla cayó hacia atrás y resonó en el suelo—. ¿Cómo?
—Poco antes de que los mataran los Guerreros —contestó Charlie—. Atacarme a mí no les proporcionará ninguna información, señores; y no fueron los Guerreros de mi Amo los que les mataron. Los que lo hicieron tenían órdenes de cogerles vivos, pero los guardiamarinas no quisieron rendirse.
Rod levantó lentamente su silla y volvió a sentarse.
—No. Horst no lo haría nunca —murmuró.
—Ni tampoco Whitbread. Ni Potter. Puede estar usted todo lo orgulloso que quiera de ellos, Lord Blaine. Su comportamiento final se ajustó a las mejores tradiciones del servicio Imperial. —No había rastro de ironía en la voz alienígena.
—¿Y por qué mataron ustedes a esos muchachos? —preguntó Sally—. Rod, lo siento, yo… Lo siento, eso es todo.
—No fue culpa tuya. La señora le hizo una pregunta, Charlie.
—Habían descubierto nuestro secreto. Sus botes de aterrizaje les dejaron cerca de un museo. No era ninguno de los lugares de diversión que les permitimos visitar a ustedes. Éste tiene un objetivo más serio.
Charlie siguió hablando, reposadamente. Describió el museo y el combate, la huida a través de Paja Uno, el inicio de la guerra entre facciones pajeñas y el aterrizaje en la calle junto al Castillo. Contó la lucha final.
—Mis propios Guerreros perdieron —concluyó—. Si hubiesen ganado, el Rey Pedro habría enviado otra vez con ustedes a las guardiamarinas. Pero una vez muertos… pareció más aconsejable intentar engañarles.
—¡Dios mío! —murmuró Rod—. Así que ése es su secreto. Y nosotros teníamos todas las claves, pero…
Alguien murmuraba al otro lado de la habitación. El capellán Hardy.
—Réquiem aeternam dona eis, Domine, et lux perpetua…
—¿Cómo demonios pensaron que iba a ayudarles contar esto? —preguntó el senador Fowler.
Charlie se encogió de hombros y dijo:
—Si van ustedes a exterminarnos, es mejor que sepan por qué. Intento explicarles que los Amos no se rendirán. El Rey Pedro tal vez lo haría, pero no controla Paja Uno, y mucho menos la civilización asteroidal. Alguien luchará.
—Como yo predije, señores —dijo Kutuzov—. Y los hombres y las naves enviados para aceptar la rendición perecerán. Y puede que también la flota. Si entramos en el sistema pajeño, debe ser para atacar desde el principio.
—Vaya —murmuró el senador Fowler—. Ya entiendo. Usted cree que no podemos ordenar un ataque sin provocación, y que quizás no enviaremos una misión suicida primero. Pues bien, nos ha interpretado mal, Charlie. Quizás me cueste la cabeza, pero me ha convencido usted únicamente de que tengo que dejar al almirante que siga su plan. Lo siento, padre, pero veo las cosas así.
La voz del senador retumbó en la sala.
—Almirante Kutuzov. Tendrá su flota dispuesta y no aceptará ningún comunicado de ninguna fuente sin previa aprobación mía. Y quede claro que digo cualquier fuente. ¿Entendido?
—Perfectamente, senador. —Kutuzov se llevó a los labios un comunicador—. Mijailov, Da. —Habló en sílabas fluidas—. Hecho, senador.
—No he acabado —dijo Charlie—. Tienen ustedes otra alternativa.
—¿Y cuál es? —preguntó Fowler.
—El bloqueo.
Llevaban largo rato en el balcón de la suite de Rod. Llegaban flotando hasta ellos ruidos apagados de una ciudad después del oscurecer. El Hombre Encapuchado se elevaba en lo alto del cielo, mirándoles con indiferencia con su ojo rojizo: dos amantes humanos, que enviarían escuadrones de naves al propio Ojo y las mantendrían allí, hasta que murieran también…
—No parece muy grande —murmuró Sally. Apoyó la cabeza en el hombro de Rod y sintió que los brazos de éste la rodeaban—. Sólo una mancha amarilla en el Ojo de Murcheson. ¿Resultará, Rod?
—¿El bloqueo? Seguro. Estudiamos el plan en el cuartel de operaciones de la flota. Lo proyectó Jack Cargill: un escuadrón dentro del Ojo mismo para aprovechar el momento de desconcierto después del salto. Los pajeños no saben de eso, y en el mejor de los casos sus naves tardarán minutos en volver a estar bajo control. Si intentasen enviarlas con control automático, sería peor incluso.
Sally se estremeció de nuevo.
—Eso no era realmente lo que yo quería decir. ¿Crees que resultará… todo el plan?
—¿Qué alternativa tenemos?
—Ninguna. Me alegro de que estemos de acuerdo. No podría vivir contigo si… no podría, eso es todo.
—Sí. Y esto me hace agradecer a los pajeños que nos hayan sugerido este plan, porque no podemos dejarles salir de allí. Sería una plaga galáctica…
Y sólo hay dos remedios para este tipo de plagas. Cuarentena y exterminio. Al menos tenemos una elección.
—Ellos… —se detuvo y le miró—. Me da miedo hablar contigo de ello. Rod, no podría vivir conmigo misma si tuviéramos que… si el bloqueo no funcionase.
Él no dijo nada. De los terrenos de Palacio brotó una risa. Parecía la risa de un niño.
—Ellos podrán vencer a ese escuadrón de la estrella —dijo Sally. Su voz parecía rígidamente controlada.
—Seguro. Y pasar las minas que ha proyectado Sandy Sinclair también. Pero ¿adonde pueden ir, Sally? Sólo hay una salida del sistema del Ojo, no saben dónde está, y habrá allí un grupo de combate esperando si lo encuentran. Entre tanto, estarán dentro de una estrella. No podrán descargar energía. Probablemente sufran daños en la nave. Lo hemos pensado todo detenidamente. El bloqueo es seguro. Si no, no lo aprobaría.
Ella se tranquilizó de nuevo reclinando la cabeza sobre el pecho de él. Él la rodeó con sus brazos. Contemplaron al Hombre Encapuchado y su ojo imperfecto.
—No saldrán —dijo Rod.
—Y aún seguirán atrapados. Después de un millón de años… ¿Cómo seremos nosotros dentro de un millón de años? —se preguntó—. ¿Como ellos? Hay algo esencial que no entendemos en los pajeños. Una idea fatalista que ni siquiera puedo comprender. Después de unos cuantos fracasos pueden incluso simplemente… ceder.
Rod se encogió de hombros y dijo:
—De todos modos, mantendremos el bloqueo. Luego, dentro de unos cincuenta años, entraremos a ver cómo están las cosas. Si han sufrido un colapso tal como predice Charlie, podremos integrarles en el Imperio.
—¿Y luego qué?
—No sé. Tendremos que pensar algo.
—Sí. —Se apartó de él y se volvió nerviosa—. ¡Ya sé! Rod, tenemos que considerar realmente el problema. Por los pajeños. Podemos ayudarles. Él la miró interrogante.
—Creo que es probable que los mejores cerebros del Imperio estén trabajando ya en eso.
—Sí, pero para el Imperio. No para los pajeños. Necesitamos… un Instituto. Algo controlado por gente que conozca a los pajeños. Algo ajeno a la política. Y nosotros podemos hacerlo. Somos lo suficientemente ricos…
—¿Eh?
—No podemos gastar ni la mitad de lo que tenemos entre los dos.
Pasó por delante de él y entró en la suite, la cruzó y luego cruzó el pasillo hasta la suya. Rod la siguió y vio que buscaba entre los regalos de boda que llenaban la gran mesa de teca rosa que había en el vestíbulo. Lanzó un gruñido de satisfacción al encontrar su computadora de bolsillo.
Ahora, ¿debería estar irritado?, pensó Rod. Creo que sería mejor aprender a ser feliz cuando ella lo es. Tendré mucho tiempo para hacerlo.
—Los pajeños han estado trabajando en su problema mucho tiempo sin poder resolverlo —le recordó. Ella le miró con leve irritación.
—Bah. Ellos no ven las cosas como nosotros. Fatalismo, ¿recuerdas? Y nadie les ha obligado a adoptar soluciones que no inventen ellos. —Se echó hacia atrás y garrapateó unas notas—. Necesitaremos a Horowitz, desde luego. Y él dice que hay un tipo muy bueno en Esparta; tendremos que enviar por él, y el doctor Hardy. También le aceptaremos.
La miró con asombro.
—Cuando te pones a andar, sabes hacerlo. —Y será mejor que lo haga también contigo si he de tenerte a mi lado toda la vida, dando vueltas. Me pregunto cómo será vivir con un torbellino—. Tendrás al padre Hardy si quieres. El cardenal lo ha asignado al problema pajeño… y creo que Su Eminencia tiene pensado algo aún más importante para él. Hardy podría haber sido obispo hace mucho, pero no tiene la cuota normal de mitrosis. Pero no creo que tenga elección. Es el primer delegado apostólico ante una raza alienígena, o algo parecido.
—Entonces la dirección seremos tú y yo, el doctor Horvath, el padre Hardy e Ivan.
—¿Ivan? —¿Por qué no? Ya que hacemos esto, bien podemos hacerlo bien. Necesitaremos un buen director ejecutivo. Sally no sirve como administradora, y yo no tendré tiempo. Horvath quizás—. Sally, ¿tú sabes en qué situación estamos? Me refiero al problema biológico: como convertir una hembra en macho sin preñez o esterilidad permanente. Pero aunque encontrases algo, ¿cómo convencer a los pajeños de que lo usen?
En realidad ella no le escuchaba.
—Encontraremos un medio. Somos muy buenos gobernando…
—¡Si apenas somos capaces de gobernar un Imperio humana!
—Pero lo hacemos, ¿no es cierto? De un modo u otro lo hacemos.
Empujó a un lado unos paquetes para hacer más sitio. Casi se cae una caja grande y Rod tuvo que cogerla mientras Sally continuaba escribiendo notas en el banco de memoria de su computadora.
—Ahora dime, ¿cuál es el código de Hombres imperiales y mujeres científicas? —preguntó—. Hay un hombre de Beiji que ha hecho algo muy bueno en ingeniería genética, y no recuerdo su nombre…
—Yo te lo miraré. Pero con una condición.
—¿Cuál? —le miró curiosa.
—Que acabes con esto la semana próxima, porque, Sally, si llevas la computadora de bolsillo en nuestra luna de miel, tiraré ese maldito chisme al convertidor de masa.
Ella se rió, pero Rod no se quedó nada tranquilo. Oh. En fin. Las computadoras no eran caras. Podía comprarle una nueva cuando volvieran. Podía hacer un trato con Bury; podría necesitar computadoras en cantidades industriales si pretendían tener una familia…
Horace Bury siguió a los infantes de marina a través del palacio, ignorando ostentosamente a los otros infantes de marina que le seguían. Su expresión era tranquila, y sólo un estudio detenido de sus ojos podía indicar la desesperación que lo acongojaba.
Sea la voluntad de Alá, suspiró, y se preguntó por qué ya no rezaba aquel conjuro. Quizás allí hubiese consuelo en la sumisión… nada más había que le consolase. Los infantes de marina llevaron también a su criado y todo su equipaje a la nave de desembarco, y luego le separaron de Nabil en el tejado de Palacio. Antes de que lo hicieran, Nabil le había susurrado el mensaje: la confesión de Jonas Stone estaba a punto de llegar a Palacio.
Stone aún seguía en Nueva Chicago, pero lo que les había contado a los del servicio secreto de la Marina era lo suficientemente grave como para enviar un mensaje especial. El que había informado a Nabil no sabía lo que había dicho el dirigente rebelde, pero Bury sí, era como si conociese ya el contenido del mensaje. Sería un mensaje breve, con la orden de condenar a la horca a Horace Bury.
Así que esto es el fin. Contra la traición el Imperio actúa de prisa: unos cuantos días, unas semanas. No más. No hay posibilidad de escapar. Los infantes de marina son correctos, pero están muy alerta. Les han avisado, y hay muchos, demasiados. Podría sobornar a uno, pero no cuando están mirando sus compañeros.
Sea la voluntad de Alá. Pero es una lástima. Si yo no hubiese tenido tanta relación con los alienígenas, si no hubiese hecho el trabajo del Imperio con los mercaderes, habría podido escapar fácilmente. Levante es grande. Pero tendría que haber abandonado Nueva Escocia, y es aquí donde se tomarán las decisiones… ¿Qué sentido tiene escapar cuando los alienígenas pueden destruirnos a todos?
El sargento le condujo a una elegante sala de conferencias y abrió la puerta para dejarle pasar. Luego, incomprensiblemente los guardias se retiraron. Quedaron con él en la habitación sólo dos hombres.
—Buenos días, señor —dijo Bury a Rod Blaine. Sus palabras fueron lisas y suaves, pero sentía la boca seca y un picor al fondo de la garganta al inclinarse ante otro hombre.
—No he sido presentado al senador Fowler, pero su cara es conocida en todo el Imperio. Buenos días, senador.
Fowler cabeceó sin levantarse de su asiento en la gran mesa de conferencias.
—Buenos días, Excelencia. Me alegro de que haya venido. Siéntese, ¿quiere? —señaló un lugar frente a él.
—Gracias. —Bury ocupó la silla indicada. Luego se asombró aún más cuando Blaine trajo café. Bury olisqueó detenidamente y reconoció que se trataba de una muestra que él había enviado al chef de Palacio para Blaine. En el nombre de Alá. Están jugando conmigo, pero ¿con qué fin? Sintió rabia y miedo, pero ninguna esperanza. Y una risa burbujeante y salvaje se alzó en su pecho.
—Bueno, creo que podemos empezar, Excelencia —dijo Fowler.
Hizo una seña y Blaine activó una pantalla. Aparecieron los rasgos voluminosos de Jonas Stone perfilados en la elegante sala de conferencias. Le corría el sudor por la frente y por las mejillas, y la voz de Stone atronaba y suplicaba alternativamente.
Bury escuchaba impasible, con un gesto de desprecio hacia Stone por su debilidad. No había ninguna duda: la Marina tenía pruebas de sobra para que le dieran muerte por traidor. Aun así, la sonrisa no se retiraba de los labios de Bury. No les daría ninguna satisfacción. Él no suplicaría.
Por fin la proyección terminó. Fowler hizo una seña y el dirigente rebelde desapareció de la pantalla.
—Nadie más que nosotros tres ha visto esto, Excelencia —dijo Fowler. ¿Cómo que no? Pero ¿qué quieren? ¿Es que me queda alguna esperanza?
—No creo que haya nada que discutir —continuó el senador—. Yo preferiría hablar de los pajeños.
—Ah —dijo Bury.
La exclamación casi se le quedó clavada en la garganta. ¿Y deseas pactar, o estoy definitivamente condenado a morir? Tragó unos sorbos de café para humedecerse la garganta antes de hablar.
—Estoy seguro de que el senador comprende mi punto de vista. Considero a los pajeños la mayor amenaza con que se haya enfrentado la Humanidad. —Miró a los dos hombres que estaban frente a él, pero nada podía leer en sus caras.
—Estamos de acuerdo —dijo Blaine.
Rápidamente, mientras la esperanza comenzaba a brillar en los ojos de Bury, Fowler añadió:
—No hay mucho que discutir al respecto. Están atrapados en un estado permanente de explosión demográfica seguida de guerra total. Si alguna vez logran salir de su sistema… Bury, han desarrollado una subespecie de soldado que dejaría chiquitos a los saurones. Demonios, usted los ha visto.
Blaine accionó su computadora de bolsillo y apareció otra imagen: la escultura de la máquina del tiempo.
—¿Ésos? Pero mi pajeña dijo que… —Bury se paró como comprendiendo de pronto algo. Luego se echó a reír: la risa de un hombre que no tiene nada que perder—. Mi pajeña.
—Exactamente —dijo el senador—. No puedo decir que tengamos mucha confianza en su pajeña. Bury, con que salieran de allí las miniaturas, podríamos perder mundos enteros. Se reproducen como bacterias. Sería imposible detenerlas. Pero usted ya lo sabe.
—Sí.
Bury se tranquilizó con dificultad. Se le suavizó la cara, pero detrás de sus ojos había miríadas de resplandecientes ojillos. ¡Esplendor de Alá! ¡Estuve a punto de traerlos yo mismo! Alabanza y gloria al Misericordioso…
—Maldita sea, deje de temblar —ordenó Fowler.
—Disculpe. Supongo que sabrá de mi encuentro con las miniaturas.
—Miró a Blaine y envidió su calma externa. Las miniaturas no debían resultarle menos desagradables que a él al capitán de la MacArthur—. Me complace saber que el Imperio reconoce los peligros.
—Sí. Vamos a bloquear a los pajeños. A embotellarlos en su propio sistema.
—¿No sería preferible exterminarlos mientras podamos? —preguntó Bury quedamente. Su voz era tranquila, pero sus ojos relampagueaban.
—¿Cómo?
—Habría dificultades políticas, desde luego. Pero yo podría encontrar hombres que organizasen una expedición a Paja Uno, y si se les diesen las órdenes adecuadas…
Fowler hizo un gesto de rechazo.
—Si fuese necesario yo también dispongo de agentes provocadores propios.
—Los míos serían de mucho menos valor.
Bury miró significativamente a Blaine. !
—Sí. —Fowler calló por un momento, y Blaine se puso visiblemente rígido; luego, el senador continuó—: De cualquier modo, comerciante, hemos decidido utilizar el bloqueo. El gobierno ya tiene bastantes problemas sin necesidad de exponerse a que le acusen ahora de genocidio. Además, no me gusta mucho la idea de realizar un ataque contra seres inteligentes sin que medie provocación. Lo haremos así.
—Pero ¡y la amenaza! —Bury se inclinó hacia adelante, sin reprimir el fanático brillo de sus ojos. Sabía que estaba cerca de la locura, pero ya no le preocupaba—. ¿Piensa usted que ha encerrado al djinn porque el corcho vuelve a estar en la botella? ¿Y si otra generación no ve a los pajeños como nosotros? ¿Y si dejan suelto al genio otra vez? ¡Loado sea Alá! Imagínense que vengan. Que se extiendan por el Imperio, mandados por cosas como ésas y que piensen como el almirante Kutuzov… Guerreros especializados, semejantes a los hijos de la muerte de Saurón… ¿y quieren dejarles vivos? Les digo que debemos destruirlos…
¡No! Los hombres nunca se dejan convencer simplemente porque deban creer. No escuchan cuando… Se relajó visiblemente.
—Veo que han tomado una decisión. ¿En qué puedo ayudarles?
—Creo que ya nos ha ayudado —dijo Blaine; alzó su café y bebió—. Y gracias por el regalo.
—El bloqueo es una de las operaciones navales más caras que existen —musitó Fowler—. Nunca ha sido muy popular.
—Ah —Bury sintió que la tensión se apagaba en su interior; le dejarían con vida, pero le necesitaban… quizás pudiese conservar mucho más que la vida—. Están preocupados por la Asociación de Comerciantes Imperiales.
—Exactamente. —La expresión de Fowler era sincera.
Alivio. Por esto construiré una mezquita. Haría a mi padre inmensamente feliz, y ¿quién sabe? Quizás exista Alá después de todo. Aquella risa burbujeante aún seguía en el interior de su garganta, pues sabía que si empezaba a reír nunca podría parar.
—He indicado ya a mis colegas las desventajas de un mercado libre con los pajeños. He tenido cierto éxito en esto, aunque hay demasiados comerciantes que son como el vecino que siguió a Aladino a la cueva del Mago. El sueño de riquezas sin límites brilla más que el pozo negro de la amenaza y del peligro.
—Sí. Pero ¿puede usted controlarlos? ¿Descubrir a los que intenten sabotearnos y desbaratar sus planes? Bury se encogió de hombros.
—Con cierta ayuda. Será muy caro. Supongo que tendré que utilizar fondos secretos…
Fowler sonrió malévolamente.
—Rod, ¿qué más dijo Stone? ¿No dijo algo sobre…?
—No será necesario sacar a colación otra vez a ese hombre —dijo Bury—. Creo que tengo riquezas suficientes.
Se estremeció. ¿Qué sacaría él en limpio de aquello? Fowler quizás se propusiese arruinarle.
—Si algo exigiese recursos superiores a los míos…
—Hablaremos luego de eso —dijo Fowler—. Habrá casos en que sea así. Por ejemplo, este bloqueo va a absorber muchos de los recursos que Merrill pensaba aplicar a la unificación de Trans-Saco de Carbón. Ahora bien, me parece que un comerciante listo podría tener contactos entre los rebeldes. Podría incluso convencerles de nuestro punto de vista. Yo no sé cómo resultaría el asunto, claro.
—Comprendo.
—Pensé que usted podría hacerlo. Rod, coge esa cinta de Stone y colócala en un lugar seguro. No creo que volvamos a necesitarla.
—De acuerdo. —Rod manipuló su computadora de bolsillo. La máquina ronroneó: una música que inauguraba un nuevo tipo de vida para Horace Bury.
No habrá evasiones, pensó Bury. Fowler aceptará sólo resultados, no excusas; y mi vida estará en juego en esta aventura. No será fácil cumplir el papel de agente político de este hombre. Sin embargo, ¿qué elección tengo? En Levante no podría más que esperar lleno de miedo. Al menos así sabré lo que se trata con los pajeños… y quizás cambie su política también.
—Una cosa más —dijo el senador. Hizo un gesto y Rod Blaine fue a la puerta de la oficina. Entro Kevin Renner.
Era la primera vez que veían todos ellos al piloto jefe vestido de civil. Renner había elegido unos pantalones a cuadros escoceses y una túnica aún más chillona. Su faja era de un material parecido a la seda que parecía natural pero probablemente fuese sintético. Botas blandas, joyas; en suma, parecía uno de los capitanes mercantes de éxito de Bury. Comerciante y piloto se miraron asombrados.
—A sus órdenes, señor —dijo Renner.
—Un poco prematuro, ¿no es cierto, Kevin? —preguntó Rod—. No cesa usted en la Marina oficialmente hasta esta tarde. Renner sonrió.
—Pensé que no les importaría. Y no creo que tenga importancia. Buenos días, Excelencia.
—Ah, conoce usted al comerciante Bury —dijo Fowler—. Me alegro de ello, pues van a verse mucho a partir de ahora.
—¿Qué? —Renner se puso muy nervioso.
—El senador quiere decir —explicó Rod— que debe pedirle un favor. Kevin, ¿recuerda usted los términos de su alistamiento?
—Desde luego.
—Cuatro años, o la duración de una emergencia imperial de primera clase, o la duración de una guerra oficial —dijo Rod—. Ah, por cierto, el senador ha declarado la situación pajeña emergencia de primera clase.
—¡Un momento! —gritó Renner—. ¡No pueden hacerme esto!
—Claro que puedo —dijo Fowler.
Renner se hundió en la silla.
—Oh, Dios mío. Bueno, ustedes saben más que yo de todo esto.
—Aún no lo hemos hecho público —dijo el senador Fowler—. No queríamos asustar a nadie. Pero a usted se lo notificamos ahora oficialmente. —Fowler esperó a que Renner lo asimilara—. Por supuesto, podríamos tener una alternativa para usted.
—Gracias.
—Le incomoda mucho, ¿verdad? —dijo Rod. Estaba contento. Renner le odiaba.
—Nos hizo usted un buen trabajo, Renner —dijo Fowler—. El Imperio está agradecido. Yo estoy agradecido. Sabe, yo traje un puñado de nombramientos imperiales en blanco cuando vine… ¿Le gustaría a usted ser Barón en el próximo aniversario?
—¡Ni hablar! ¡Yo no! ¡Yo no quiero ser un aristócrata!
—Pero supongo que los privilegios le resultarían atractivos —dijo Rod.
—¡Maldita sea! Debería haber esperado hasta mañana para traer al senador a su habitación. Sabía que habría sido mejor esperar. No, señor, no convertirá usted a Kevin Renner en un aristócrata. Aún me queda mucho universo que explorar. Necesito tiempo para trabajar…
—Podría estropear su vida despreocupada —dijo el senador Fowler—. De todos modos, no sería tan fácil de arreglar. Envidia y cosas parecidas.
Pero usted es demasiado útil, señor Renner, y estamos en una emergencia de primera clase.
—Pero… pero…
—Capitán de una nave civil —dijo Fowler—. Con un título de nobleza. Y que tiene experiencia del problema pajeño. No hay duda, es usted exactamente lo que necesitamos.
—Yo no tengo ningún título de nobleza.
—Lo tendrá. Eso no podrá rechazarlo. El señor Bury insistirá en que su piloto personal tenga al menos la San Miguel y la San Jorge. ¿No es así, Excelencia?
Bury pestañeó. Era inevitable que el Imperio asignara hombres para vigilarle, y querían a un hombre que pudiese hablar con los capitanes mercantes. Pero aquel… ¿Arlequín? Por las barbas del profeta, aquel tipo sería insufrible… Horace suspiró ante lo inevitable. Al menos era un Arlequín inteligente. Quizás le fuese útil, incluso.
—Creo que Sir Kevin sería un hombre admirable para dirigir mi nave personal —dijo Bury suavemente; había sólo un levísimo rastro de disgusto en su voz—. Bienvenido a Autonética Imperial, Sir Kevin.
—Pero…
Renner miró a su alrededor como pidiendo ayuda, pero no había nadie. Rod Blaine tenía en la mano un papel… ¿Qué era? ¡El licénciamiento de Renner! Mientras Kevin observaba, Blaine fue rompiendo el documento.
—¡Está bien, maldita sea! —Renner no podía esperar piedad de ellos—. ¡Pero como civil!
—Por supuesto —aceptó Fowler—. Bueno, desempeñará usted una misión del servicio secreto de la Marina, pero no se sabrá.
—¡Por el ombligo de Dios! —la frase sorprendió a Bury. Renner rió entre dientes—. ¿Qué pasa, Excelencia? ¿Dios no tiene ombligo?
—Preveo un futuro interesante —dijo suavemente Bury—. Para ambos.
El sol brillaba resplandeciente en el techo de Palacio. Nubes increíblemente blancas cruzaban el cielo, pero en la cubierta de aterrizaje sólo se apreciaba una ligera brisa. El sol era cálido y suave.
Un almirante y dos capitanes estaban a la entrada de un bote de aterrizaje. Frente a ellos había un pequeño grupo de civiles, tres alienígenas con grandes gafas oscuras y cuatro infantes de marina armados. El almirante ignoró ostentosamente a los pajeños y a su escolta y se inclinó dirigiéndose a los civiles.
—Perdone, señora. Señor. Parece que no podrá estar presente en la boda. No es que crea que vayan a echarme de menos, pero lamento llevarme a sus amigos tan pronto. —Indicó a los dos capitanes y se inclinó de nuevo—. Les dejo despedirse.
—Buena suerte, almirante —dijo Rod—. Buena suerte.
—Gracias, señor —dijo Kutuzov. Se volvió y entró en el bote.
—Nunca entenderé a este hombre —dijo Sally.
—Tiene usted razón. —La voz de Jock era fuerte y real.
Sally miró al alienígena sorprendida, antes de volverse a los otros oficiales. Extendió la mano.
—Buena suerte, Jock. Sandy.
—Igual digo, Sally. —Cargill miró la placa de su manga; la insignia de capitán era brillante y nueva—. Gracias por proporcionarme una nave, Rod. Creí que iba a estar sepultado en Operaciones de Combate eternamente.
—Dé las gracias al almirante —contestó Rod—. Yo les recomendé, pero fue él quien decidió. Sandy será el que tenga que sudar. Va destinado a la nave insignia.
Sinclair se encogió de hombros y dijo:
—Como ingeniero de la flota, espero pasar con el tiempo a otras naves —dijo—. El mejor punto de observación será el Ojo. Estaré con ese tal Sassenach, y no es mala cosa. Espero no tener que desmontar su nave.
Cargill le ignoró.
—Siento perderme la boda, Sally. Sin embargo, me propongo hacer uso de un privilegio que se concede a los invitados. —Se inclinó hacia adelante y rozó la mejilla de Sally con sus labios—. Si te cansas de él, hay otros capitanes en la Marina.
—Sí —añadió Sinclair—. Y mi nombramiento se firmó dos minutos antes que el de Cargill. Te olvidas de esto, Jack.
—¿Cómo iba a olvidarme? Recuerda que mi nave es la Patton. Será mejor que nos vayamos, capitán. Basta de despedidas. Buenos días, Jock. Charlie. —Cargill vaciló, luego saludó torpemente.
—Adiós —respondió Charlie. Ivan gorjeó, y Jock añadió—: El Embajador les desea buena suerte.
—Me gustaría estar seguro de que es verdad —dijo Cargill.
—Por supuesto que le deseamos buena suerte —dijo Charlie—. Queremos que se sienta usted seguro.
Cargill se volvió pensativo. Subió a bordo del vehículo. Sinclair le siguió y se cerró la entrada. Vibraron los motores, y humanos y pajeños retrocedieron a un cobertizo. Observaron en silencio cómo el vehículo se elevaba de la azotea y se desvanecía en el cielo luminoso.
—Resultará —dijo Jock.
—Lee usted el pensamiento, ¿verdad? —dijo Rod. Miró de nuevo al cielo pero sólo pudo ver nubes.
—Claro que resultará —dijo Sally.
—Creo que por fin les entiendo a ustedes los humanos —les dijo Charlie—. ¿Han leído alguna vez sus propias historias antiguas?
Rod y Sally miraron asombrados al pajeño.
—No.
—El doctor Hardy nos enseñó un pasaje clave —dijo Charlie.
Cuando llegó el ascensor, guardó silencio. Entraron dos infantes de marina, y después lo hicieron pajeños y humanos, y Charlie continuó la historia, como si no estuviesen presentes los guardias armados.
—Uno de sus escritores más antiguos, un historiador llamado Herodoto, cuenta la historia de un ladrón condenado a muerte. Cuando se lo llevaban hizo un trato con el rey: en un año enseñaría a cantar himnos al caballo favorito del monarca.
—¿Sí? —dijo Sally. Parecía desconcertada y miraba ansiosamente a Charlie. Él parecía bastante tranquilo, pero el doctor Hardy decía que estaba preocupado por los alienígenas…
—Los otros prisioneros veían al ladrón cantándole al caballo y se reían. «No lo conseguirás», le decían. «Es imposible.» A lo que el ladrón contestaba: «Dispongo de un año, y quién sabe lo que puede pasar en ese tiempo. Podría morir el rey. Podría morir el caballo. Podría morir yo. Y quizás el caballo aprenda a cantar».
Hubo una risa cortés.
—No lo conté muy bien —dijo Charlie—. De todos modos, no pretendía ser irónico. Esa historia me hizo comprender al fin hasta qué punto son distintos a nosotros ustedes los humanos.
Hubo un embarazoso silencio. Cuando el ascensor se paraba, Jock preguntó:
—¿Cómo va su Instituto?
—Muy bien. Ya hemos enviado a por algunos de los directores de departamento. —Se rió, nerviosa—. Tengo que trabajar deprisa: Rod no me dejará pensar en el Instituto después de la boda. Vendrán ustedes, supongo.
Los Mediadores se encogieron de hombros al unísono, y uno miró a los infantes de marina.
—Nos encantaría que nos dejasen asistir —contestó Jock—. Pero no tenemos nada que regalarle. No hay aquí ningún Marrón para hacerlo.
—No se preocupen por eso —dijo Rod. La puerta del ascensor se abrió, pero ellos esperaron a que los dos infantes de marina inspeccionaran el pasillo.
—Gracias por permitirme conocer al almirante Kutuzov —dijo Jock—. Tenía ganas de hablar con él desde que nuestra nave embajadora voló hasta la MacArthur.
Rod miró a los alienígenas asombrado. La conversación de Jock con Kutuzov había sido breve, y una de las preguntas más importantes que había hecho el pajeño era: «¿Le gusta el té con limón?».
Son tan condenadamente civilizados y afables, que tendrán que pasar los pocos años que les quedan de vida bajo guardia mientras la oficina de información les insulta a ellos y a su raza. Hemos contratado incluso a un escritor para que narre las últimas horas de vida de mis guardiamarinas.
—No tiene que agradecérmelo —dijo Rod—. Nosotros…
—Sí. Ustedes no pueden dejarnos volver a nuestro planeta, volver a casa —la voz de Charlie se convirtió en la de un joven de Nueva Escocia—. Sabemos demasiado de los humanos.
Hizo un gesto suave a los infantes de marina. Dos caminaban delante y entraron en el vestíbulo, y los pajeños les siguieron. Los otros iban detrás, muy cerca, y el desfile cruzó el pasillo hasta que llegaron a las habitaciones de los pajeños. La puerta del ascensor se cerró suavemente.
La Defiant estaba casi inmóvil en el espacio en los bordes exteriores del sistema Murcheson. Había otras naves agrupadas alrededor de ella en formación de combate, y hacia estribor colgaba la Lenin como un huevo negro e hinchado. La mitad de la flota de combate por lo menos estaba siempre alerta, y en algún punto, abajo, en el infierno ardiente del Ojo, giraban esperando otras naves. La Defiant acababa de completar una gira con el Escuadrón Eddie el Loco.
Este término era casi oficial. Los hombres solían usar muchos términos pajeños. Cuando un hombre ganaba mucho al poker, era probable que gritase «¡Fyunch(click)!», y sin embargo, pensaba el capitán Herb Colvin, la mayoría de nosotros nunca vimos un pajeño. Apenas vimos sus naves: sólo objetivos, sin capacidad de resistencia después de la transición.
Unos cuantos habían conseguido salir del Ojo. Pero todos habían resultado derrotados hasta tal punto que las naves no podían seguir navegando. Siempre había tiempo de sobra para avisar a las naves que estaban fuera del Ojo de que se acercaba otra nave pajeña… si el Ojo no la había liquidado primero.
Las últimas naves habían surgido del punto de Eddie el Loco a velocidades iniciales de unos mil kilómetros por segundo. ¿Cómo demonios podían los pajeños precisar la ruta y entrar en un punto de Salto a tal velocidad?
Las naves que había dentro del Ojo no podían detenerlas. No tenían por qué hacerlo tampoco, con las tripulaciones pajeñas (y los pilotos automáticos) sumidos en el descontrol que producía el Salto, e incapaces de desacelerar. Las fugaces burbujas negras cruzaban raudas el arco iris y estallaban siempre. Cuando los pajeños utilizaban sus campos de expansión únicos, estallaban antes, al absorber más deprisa el calor de la fotosfera amarillo-fuego.
Herb Colvin dejó el último informe sobre inventos y tecnología pajeños. Había escrito él mismo gran parte de aquel informe, y en todo él se demostraba la falta de posibilidades de los pajeños: no podían derrotar a naves que no tuviesen que llevar un Impulsor Alderson, naves estacionadas que esperaban por unos pajeños que ni siquiera sospechaban los efectos que producía el Salto… casi le daba lástima de ello.
Colvin sacó una botella del armario del mamparo de su cabina y se sirvió hábilmente, pese a la aceleración de Coriolis. Llevó el vaso hasta la silla y se sentó. Sobre su escritorio había un paquete de correspondencia, la carta más reciente de su esposa, ya abierta, en que le aseguraba que todo iba bien en casa. Ahora podría leer las cartas en orden. Alzó el vaso y bebió un trago, a la salud de Grace, cuya fotografía le miraba desde el escritorio.
Ella no sabía mucho de Nueva Chicago, pero todo iba bien allí la última vez que había escrito. El servicio postal de Nueva Escocia era lento. La casa que había encontrado estaba fuera del sistema defensivo de Nueva Escocia, pero no le preocupaba porque Herb le había dicho que los pajeños no podrían pasar. Había alquilado la casa por los tres años que tendrían que estar allí.
Herb asintió al leerlo. Así ahorrarían dinero… Tres años en este bloqueo, luego de nuevo a casa, donde estaría en la flota del comodoro de Nueva Chicago. La Defiant se convertiría en nave insignia cuando la llevase de vuelta allí. Unos cuantos años en el servicio de bloqueo era un precio pequeño a pagar por las concesiones que ofrecía el Imperio.
Y todo ello gracias a los pajeños, pensó Herb. Sin ellos aún seguiríamos luchando. Aún habría mundos fuera del Imperio y siempre sería así; pero en Trans-Saco de Carbón la unificación se realizaba pacíficamente, y había más escaramuzas que lucha. Los pajeños nos ayudaron en esto, no hay duda.
Un nombre asaltó el pensamiento de Herb Colvin. Lord Roderick Blaine, presidente de la Comisión Imperial Extraordinaria… Colvin alzó los ojos al mamparo y vio la mancha familiar en uno de los puntos que había tenido que ser reparado después del combate de la Defiant con la MacArthur. La magnífica tripulación de Blaine había hecho aquello, y era un trabajo bastante bueno. Colvin admitió a regañadientes que era un hombre de gran capacidad. Pero de todos modos, la herencia pesa mucho, demasiado, en la elección de los dirigentes. La democracia rebelde de Nueva Chicago tampoco lo habría hecho demasiado bien. Volvió a la carta de Grace.
Blaine tenía un nuevo heredero, su segundo hijo. Y Grace colaboraba en aquel Instituto que había fundado Lady Blaine. Su mujer estaba emocionada porque hablaba muy a menudo con Lady Sally e incluso la había invitado a su casa para que viese a sus hijos…
La carta seguía, y Colvin continuaba leyéndola por obligación, pero era un esfuerzo hacerlo. ¿Es que nunca se cansaría Grace de hablar de la aristocracia? Nunca estaremos de acuerdo en política, pensó, y miró cariñosamente su fotografía. Dios mío, cómo te echo de menos…
Sonaron señales por la nave y Herb metió las cartas en su escritorio. Tenía que ponerse a trabajar; al día siguiente subiría a bordo el comodoro Cargill para inspeccionar la flota. Herb se frotó las manos pensándolo. Esta vez le enseñaría a los imperiales cómo debía dirigirse una nave. El ganador de aquella inspección disfrutaría de unas vacaciones extra en tierra, y se proponía que lo consiguiera su tripulación.
De pronto, relampagueó en la escotilla de visión un pequeño punto de luz blanco amarilla. Cualquier día de éstos, pensó Herb. Algún día entraremos allí. Con todo el talento del Imperio trabajando para resolver el problema, encontraremos la forma de gobernar a los pajeños.
¿Y cómo nos llamaremos entonces?, se preguntó. ¿El Imperio del Hombre y el Pajeño? Sonrió y salió a inspeccionar su nave.
La mansión de Blaine era grande, con jardines cubiertos, provistos de grandes árboles que protegían los ojos del sol brillante. Las habitaciones eran muy cómodas, y los Mediadores habían llegado a acostumbrarse a la presencia de los infantes de marina que les custodiaban. Ivan, como siempre, les trataba como si fuesen sus propios Guerreros.
Había trabajo. Tenían conferencias diarias con los científicos del Instituto, y para los Mediadores estaban además los niños de Blaine. El mayor hablaba ya unas cuantas palabras en lenguaje pajeño y podía leer los gestos como un joven Amo.
Estaban cómodos, pero, aun así, era una jaula; y por las noches veían el brillante Ojo rojo y su pequeña Paja. El Saco de Carbón quedaba arriba, muy alto, en el cielo nocturno. Parecía un Amo encapuchado, ciego de un ojo.
—Tengo miedo —dijo Jock—. Por mi familia, mi civilización, mi especie y mi mundo.
—Eso es, piensa en grande —dijo Charlie—. ¿Por qué desperdiciar tu poderoso cerebro con las cosas pequeñas? Mira… —Su voz y su postura cambiaron; pasó a hablar de cosas serías—. Hicimos lo que pudimos. Este Instituto de Sally no servirá de nada, pero continuemos cooperando. Demostremos lo cordiales e inofensivos, lo honrados que somos. Y mientras, el bloqueo funciona y seguirá funcionando siempre. No queda un agujero para salir.
—Lo hay —dijo Jock—. Ningún humano parece considerar que los Amos podrían llegar al Imperio a través del espacio normal.
—No hay ningún agujero —repitió Charlie; movió dos brazos para subrayarlo—. No habrá ningún agujero abierto antes del próximo colapso. ¡Maldita sea! ¿Quién podría construir otra sonda de Eddie el Loco antes de que llegue el hambre? ¿Y dónde la enviarían? ¿Aquí, en medio de sús flotas? —hizo una señal despectiva—. ¿Quizás al Saco de Carbón, hacia el corazón del Imperio? ¿Has pensado en los lásers de lanzamiento…? Demasiado grandes para superar el polvo del Saco de Carbón. No. Hemos hecho todo lo posible, y los Ciclos han empezado otra vez.
—Entonces ¿qué pasará? —los brazos derechos de Jock se plegaron, el izquierdo se extendió y abrió la mano: listo para el ataque, indicando así implacabilidad retórica—. Puede haber tentativas frustradas de romper el bloqueo. Esfuerzos desperdiciados. El colapso se acelerará. Entonces llegará un largo período en el que el Imperio casi nos olvidará.
»Se desarrollará nueva tecnología de guerra, como son siempre las tecnologías que surgen. Sabrán de la Humanidad. Quizás conserven o reinventen el Campo. Cuando alcancen la cúspide de su poder, antes del declinio, criarán Guerreros y querrán conquistarlo todo: Paja Uno, los asteroides, todo. Y luego el Imperio.
Charlie escuchaba, después de dirigir una fugaz mirada al Amo. Ivan seguía impasible, escuchando, tendido, la charla de los Mediadores como solían hacer los Amos, y era imposible saber lo que pensaba.
—Conquista —dijo Jock—. Pero cuanto más progresos hagan contra el Imperio, con más vigor les atacará éste. Son muchos. Por mucho que hablen de limitar la población, son muchos y tienen todo el espacio. Mientras no podamos escapar por completo del espacio humano y procrear, siempre serán más. Nos mantienen embotellados hasta que la presión demográfica es excesiva y entonces sobreviene el colapso. Y con el siguiente colapso… ¡Exterminio!
Charlie puso las rodillas contra el vientre, cruzó los brazos derechos sobre el pecho y colocó el brazo izquierdo protegiendo la cabeza. Un niño a punto de nacer en un mundo cruel. Su voz era apagada.
—Si tienes una idea mejor, exponía.
—No. No hay otra posibilidad.
—Ganamos tiempo. Centenares de años. Sally y su estúpido Instituto tendrán cientos de años para estudiar el problema que planteamos a los humanos. ¿Quién sabe? Quizás el caballo aprenda a cantar himnos.
—¿ Te atreverías a apostar? Charlie miró la curva de su brazo.
—¿Apostar por esto? ¡Claro que sí! —¡Eddie el Loco!
—Sí. Una solución Eddie el Loco. ¿Qué es si no? De un modo u otro, los Ciclos terminan ahora. Eddie el Loco ha ganado su guerra eterna contra los Ciclos.
Jock miró a Ivan, que se encogió de hombros. Charlie se había vuelto Eddie el Loco. Ya casi no importaba. Era, en realidad, una magnífica y envidiable locura, aquella ilusión, aquel espejismo que le hacía pensar que todas sus preguntas tenían respuesta, todos los problemas solución, y que no había nada fuera del alcance de un vigoroso brazo izquierdo.
Nunca lo sabrían. No vivirían tanto. Pero habían ganado tiempo; los Blaine sabían lo que debían buscar, y sus hijos crecerían sabiendo que los pajeños eran algo más que una leyenda. Dos generaciones del poder no odiarían a los pajeños.
Si había alguien capaz de enseñar a cantar himnos a un caballo, ese alguien sólo podría ser un Mediador especializado.