Segunda parte El punto de Eddie el Loco

13 • Mira a tu alrededor

Ella fue la primera en descubrir a los intrusos.

Había estado explorando una masa informe de asteroides de piedra que resultó ser mayoritariamente espacio vacío. Alguna cultura anterior había excavado salas y estancias y cámaras de almacenaje y fundido luego los detritos en más salas y cámaras, hasta que la masa quedó convertida en una colmena de piedra. Todo esto había sucedido mucho tiempo atrás, pero a ella no le interesaba en absoluto.

En tiempos posteriores los meteoritos habían hecho docenas de agujeros a través de lo construido. Espesas paredes habían sido adelgazadas gradualmente para poder extraer aire químicamente de la piedra. Ahora ya no había aire. No había metal por ningún lado. Momias secas y piedra, piedra; poco más y nada en absoluto para un Ingeniero.

Salió a través de una perforación meteorítica, pues todas las cámaras neumáticas habían quedado fundidas y selladas con soldadura de vacío. Mucho tiempo después de esto alguien había retirado las partes metálicas útiles.

Una vez que estuvo fuera, vio, muy lejos, un pequeño resplandor de luz dorada sobre el Saco de Carbón. Merecía la pena mirar. Cualquier cosa merecía una mirada.

La Ingeniera regresó a su nave.

Telescopio y espectrómetro fallaron al principio. Luego aparecieron las dos chispas doradas, y una masa dentro de cada una de ellas, pero algo impedía la visión del interior de aquellas masas. Pacientemente la Ingeniera se puso a manipular sus instrumentos, rediseñando, recalibrando, reconstruyendo; sus manos trabajaban a una velocidad vertiginosa, guiadas por mil ciclos de instintos.

Debía atravesar campos de fuerza. Tenía en realidad algo que le permitiría hacerlo. Aunque no bien del todo, podría ver objetos grandes.

Miró de nuevo.

Metal. Metal interminable.

Despegó inmediatamente. Aquel tesoro le atraía deforma irresistible. Un Ingeniero apenas tenía voluntad libre.


Blaine apreció una gran actividad a través de una niebla roja mientras luchaba por recuperar el control de su cuerpo tras el regreso al espacio normal. Luego llegó claramente una señal de la Lenin, y Rod respiró más tranquilamente. Ninguna preocupación le impedía contemplar el panorama.

Lo primero que vio fue el Ojo. El Ojo de Murcheson era un enorme rubí, más brillante que un centenar de lunas llenas, aislado en el terciopelo negro del Saco de Carbón.

Al otro lado del cielo, la Paja era la más brillante de un mar de estrellas. Todos los sistemas parecían así con el Salto: un montón de estrellas y un sol distante. A estribor había una astilla de luz, la Lenin, cuyo Campo Langston radiaba la sobrecarga acumulada en el Ojo.

El almirante Kutuzov hizo una última inspección y envió de nuevo una señal a Blaine. Mientras no hubiese peligro, los científicos de la MacArthur quedaban al cargo. Rod pidió café y esperó información.

Al principio había muy poca cosa que él no conociese ya, lo que resultaba desquiciante. La Paja estaba a sólo treinta y cinco años luz de Nueva Escocia, y se habían hecho una serie de observaciones, algunas anteriores al propio Jasper Murcheson. Una estrella G2, menos energética que el Sol, más fría, más pequeña y un poco menos densa. No parecía existir por el momento ninguna actividad solar y esto sorprendía a los astrofísicos.

Rod se había enterado de muchos datos sobre el gigante gaseoso antes de que despegaran. Los antiguos astrónomos habían deducido estos conocimientos de las perturbaciones que se producían en la órbita de la Paja alrededor del Ojo. Sabían cuál era la masa del planeta de aquel cuerpo gaseoso gigante y lo encontraron casi donde esperaban, a setenta grados de ellos. Más pesado que Júpiter, pero más pequeño, era mucho más denso, con una esfera central de materia degenerada. Mientras trabajaban los científicos, los hombres de la Marina establecían rutas hacia el gigante gaseoso, por si una de las dos naves necesitaba reponer combustible. Derrochar hidrógeno cruzando la atmósfera de una gigante gaseosa en órbita hiperbólica era duro para las naves y para su tripulación, pero mucho mejor que encontrarse atrapado en un sistema extraño.

—Estamos determinando ahora los puntos troyanos, capitán —dijo Buckman a Rod dos horas después del Salto.

—¿Hay algún indicio del planeta de la Paja?

—Aún no—contestó Buckman.

¿Por qué le preocuparían a Buckman los puntos troyanos? A sesenta grados por delante del planeta gigante en su órbita, y a otros sesenta grados por detrás, habría dos puntos de equilibrio estable, llamados puntos troyanos por los asteroides troyanos que ocupan posiciones similares en la órbita de Júpiter. A lo largo de millones de años tendrían que haber acumulado nubes de polvo y masas de asteroides. Pero ¿por qué se preocuparía Buckman por aquello?

Buckman llamó de nuevo cuando localizó los puntos troyanos.

—¡Están atestados! —dijo—. O bien todo el sistema está lleno de asteroides de un extremo a otro o bien aquí rige un nuevo principio. Nunca he visto en otro sistema tanta basura como en los puntos troyanos de Paja Beta. Me choca que no la hayan condensado para formar un par de lunas…

—¿Ha descubierto ya el planeta habitable?

—Aún no —respondió Buckman, y se desvaneció de la pantalla. Esto fue tres horas después del Salto.

Buckman volvió a llamar media hora después.

—Esos asteroides del punto troyano tienen albedos muy altos, capitán. Deben de estar compuestos de polvo espeso. Eso podría explicar por qué quedan adheridas tantas partículas de gran tamaño. Las nubes de polvo las hacen descender suavemente, y luego las erosionan…

—¡Doctor Buckman! Hay un mundo habitado en este sistema y es vital que lo encontremos. Se trata de los primeros alienígenas inteligentes…

—¡Demonios, capitán, estamos buscando! —Buckman miró hacia un lado, y luego apartó la vista. La pantalla permaneció en blanco un instante, mostrando sólo un plano mal enfocado de un técnico al fondo.

Blaine se encontró al Ministro de Ciencias, Horvath, que decía:

—Perdone la interrupción, capitán. Tengo entendido que no está usted satisfecho con nuestro método de investigación.

—Doctor Horvath, no tengo ningún deseo de interferir en sus actividades. Pero tienen ustedes acaparados todos mis instrumentos, y sólo oigo hablar de asteroides. Me pregunto si estamos todos buscando lo mismo…

Horvath respondió con voz suave:

—Esto no es una batalla espacial, capitán —hizo una pausa—. En una operación bélica, usted conocería su objetivo. Probablemente conociese las efemérides de los planetas de cualquier sistema que tuviese interés…

—Demonios, los equipos de investigación localizan planetas.

—¿Ha trabajado alguna vez en uno, capitán?

—No.

—Bien, piense en el problema con que nos enfrentamos. Hasta que no localizamos el planeta del gigante gaseoso y los asteroides troyanos no conocíamos con precisión el plano del sistema. Por los instrumentos de la cápsula hemos deducido la temperatura a la que los pajeños se encuentran cómodos, y de eso deducimos cuál debe de ser su distancia de su sol… y aún debemos investigar una toroide de ciento veinte millones de kilómetros de radio. ¿Me sigue?

Blaine asintió.

—Tendremos que investigar toda esa región. Sabemos que el planeta no está oculto detrás del sol porque estamos sobre el plano del sistema. Pero cuando acabemos de fotografiar el sistema tendremos que examinar este enorme campo estelar para encontrar el punto de luz que buscamos.

—Quizás yo esperase demasiado.

—Quizás. Todos estamos a la expectativa. —Sonrió (fue como un espasmo que elevó toda su cara durante una décima de segundo) y luego desapareció.

Seis horas después del Salto, Horvath informó de nuevo. No hubo ninguna señal de Buckman.

—No, capitán, no hemos encontrado el planeta vital. Pero las observaciones, al parecer inútiles, del doctor Buckman han identificado una civilización pajeña. En los puntos troyanos.

—¿Están habitados?

—No hay duda alguna. Ambos puntos troyanos están llenos de frecuencias microondulares. Deberíamos haberlo sospechado por los altos albedos de las masas mayores. Las superficies pulidas son un producto fundamental de la civilización. Me temo que la gente del doctor Buckman piensa demasiado en función de un universo muerto.

—Gracias, doctor. ¿Puede localizar entre esas ondas algún mensaje para nosotros?

—No creo que lo haya, capitán. Pero el punto troyano más próximo queda por debajo de nosotros en el plano de este sistema… a unos tres millones de kilómetros de distancia. Sugiero que vayamos allí. Por la aparente densidad de civilización de los puntos troyanos, puede que el planeta habitado no sea el auténtico centro de la civilización pajeña. Quizás sea como la Tierra. O peor.

Rod estaba sorprendido. También le había sorprendido la Tierra, no muchos años atrás. Nueva Anápolis seguía en La Patria del Hombre para que los oficiales imperiales supiesen hasta qué punto era vital la gran tarea del Imperio.

Y si los hombres no hubiesen tenido antes de las últimas batallas de la Tierra el Impulsor Alderson, y la estrella más próxima hubiese estado a treinta y cinco años luz de distancia en vez de a cuatro…

—Es una idea terrible.

—Estoy de acuerdo. Es también sólo una suposición, capitán. Pero en cualquier caso hay una civilización cerca, y yo creo que debemos ir hasta ella.

—Yo… Un momento. —Por la pantalla número cuatro gesticulaba frenéticamente Lud Shattuck, el suboficial jefe de comunicaciones.

—Utilizamos los radiolocalizadores de emisión de mensajes, capitán —gritó Shattuck—. Observe, señor.

La pantalla mostró un espacio negro con puntos de estrellas como cabezas de alfileres y un punto azul verdoso rodeado de un anillo de luz indicador. El punto pestañeó dos veces mientras Rod lo observaba.

—Hemos encontrado el planeta vital —dijo Rod con satisfacción; no pudo aguantarse—: Le derrotamos, doctor.

Después de tanta espera, fue como si todo estallase de pronto.

Primero fue la luz. Podría ser un mundo como la Tierra; probablemente lo era, pero la luz ocultaba todo lo que había detrás y no era sorprendente, consecuencia, que hubiesen sido los del equipo de comunicación los primeros en encontrarlo. Su trabajo era estar atentos a todas las señales.

El equipo de Cargill y el de Horvath trabajaron juntos para contestar a las pulsaciones. Uno, dos, tres, cuatro, parpadeó la luz, y Cargill, con las baterías delanteras, emitió cinco, seis, siete. Veinte minutos después la luz envió tres uno ocho cuatro once, lo repitió, y el cerebro de la nave masculló: Pi base doce. Cargill utilizó la computadora para encontrar e con la misma base y contestó con eso.

Pero el auténtico mensaje era: Queremos hablar con vosotros. Y la respuesta de la MacArthur era: De acuerdo. Los cálculos y deducciones tendrían que esperar.

Y el segundo acontecimiento estaba ya ahí.

—Luz de fusión —dijo el piloto jefe Renner. Se inclinó, aproximándose aún más a sus pantallas. Sus dedos tamborilearon extraña y silenciosa música sobre el tablero de control.

—No. No hay Campo Langston. Naturalmente. Se limitan a encerrar el hidrógeno, fundirlo y expulsarlo. Una botella de plasma. No desprende tanto calor como nuestros propulsores, lo que significa menor eficacia. Desviación hacia el rojo, si leo correctamente las impurezas… debe de alejarse de nosotros.

—¿Cree que se trata de una nave que viene hacia acá?

—Eso pienso, señor. Una nave pequeña. Denos unos minutos y podré decirle su aceleración. Por el momento suponemos que tiene una aceleración de una gravedad… —los dedos de Renner no habían dejado de tamborilear— …y una masa de treinta toneladas. Ya reajustaremos eso luego.

—Demasiado grande para ser un proyectil —dijo Blaine pensativo—. ¿Cree que podríamos alcanzarla, señor Renner? Renner frunció el ceño.

—Hay un problema. Está dirigiéndose hacia donde estamos ahora. No sabemos cuánto combustible tienen o lo listo que es el que conduce.

—Preguntemos de todos modos. Póngame con el almirante Kutuzov. El almirante estaba en el puente. Manchas desenfocadas que había tras él mostraban actividad a bordo de la Lenin.

—La he visto, capitán —dijo Kutuzov—. ¿Qué es lo que quiere hacer usted?

—Quiero ir al encuentro de esa nave. Pero en el caso de que no podamos alcanzarla, vendrá hacia aquí, señor. La Lenin podría esperarla.

—¿Y qué haremos, capitán? Mis instrucciones son muy claras, la Lenin no debe tener nada que ver con alienígenas.

—Pero podría usted enviar un vehículo transbordador, señor.

—¿Cuántos vehículos transbordadores cree usted que tengo, Blaine?

Permítame que le repita mis instrucciones. La Lenin está aquí para proteger el secreto del Impulsor Alderson y del Campo Langston. Para cumplir esta misión no sólo no debemos ponernos en contacto con alienígenas, sino que además no debemos comunicar nunca con usted cuando pueda ser interceptado el mensaje.

—Muy bien, señor —Blaine contempló en la pantalla a aquel hombre fornido. ¿Nunca había sentido el picor de la curiosidad? Nadie podía ser tan absolutamente máquina… ¿o sí podía?—. Nosotros iremos hacia la nave alienígena, señor. El doctor Horvath quiere hacerlo de todos modos.

—Está bien, capitán. Continúe.

—De acuerdo, señor —Rod desconectó la pantalla aliviado, y luego se volvió a Renner.

—Bien, establezcamos el primer contacto con un alienígena, señor Renner.

—Creo que acaba de hacerlo usted —dijo Renner, mirando nerviosamente hacia las pantallas para cerciorarse de que el almirante había desaparecido.


Horace Bury dejaba su cabina (pensando que podría aburrirse menos en algún otro sitio) cuando apareció de pronto la cabeza de Buckman. Bury cambió de idea inmediatamente.

—¡Doctor Buckman! ¿Puedo ofrecerle un café?

Ojos hinchados se volvieron, pestañearon, se centraron.

—¿Qué? Oh, sí, gracias, Bury. Eso podría despertarme. Ha habido tanto que hacer… sólo podré estar un momento…

Buckman se dejó caer en la silla para huéspedes de Bury, limpio como el modelo de esqueleto de un médico. Tenía los ojos enrojecidos; se le caían los párpados. Respiraba trabajosamente. El fibroso tejido muscular de su brazo desnudo se aflojó. Bury se preguntó qué mostraría una autopsia si Buckman muriese en aquel momento: ¿agotamiento, desnutrición o ambas cosas?

Bury tomó una decisión difícil.

—Nabil, prepara café. Con leche, azúcar y coñac para el doctor Buckman.

—Bueno, Bury, en horas de trabajo… está bien. Gracias, Nabil. —Buckman bebió un sorbo y luego un buen trago—. ¡Ah! Esto es estupendo. Gracias, Bury, me despejará.

—Me pareció que lo necesitaba. Normalmente no adultero nunca un buen café con licores destilados. ¿Ha comido usted, doctor Buckman?

—No me acuerdo.

—No ha comido. Nabil, comida para nuestro huésped. Rápido.

—Bury, es que estamos tan ocupados que realmente no tuve tiempo. Tenemos que explorar todo un sistema solar, y además están los datos que la Marina necesita… hay que localizar las emisiones de neutrino, rastrear esa maldita luz…

—Doctor, si usted se muriese en este momento, muchas de sus notas quedarían sin escribir, ¿no es así?

—Así es, Bury —dijo Buckman sonriendo—. Pero creo que puedo perder unos cuantos minutos. Lo único que esperamos ahora es esa señal luminosa.

—¿Una señal del planeta de la Paja?

—Sí, de Paja Uno; al menos vino del lugar correcto. Pero no podremos ver el planeta hasta que apaguen el láser, y no lo harán. Hablan y hablan, y ¿por qué? ¿Qué pueden decirnos si no hablamos un idioma común?

—Después de todo, doctor, ¿cómo pueden decirnos algo mientras no nos enseñen su idioma? Supongo que por eso están intentando hacerlo ahora. ¿No hay nadie trabajando en eso?

Buckman lanzó un feroz gruñido.

—Horvath tiene ocupados todos los instrumentos, está acaparando información para Hardy y los lingüistas. ¡No hay manera de hacer observaciones decentes del Saco de Carbón y nadie había estado tan cerca como nosotros ahora! —Su expresión se suavizó—. Pero podemos estudiar los asteroides troyanos.

Los ojos de Buckman se centraron de nuevo en el infinito.

—Hay demasiados asteroides. Y no hay polvo suficiente. Me había equivocado, Bury; no hay polvo suficiente para amalgamar tantas rocas, ni para pulirlas. Probablemente sea obra de los pajeños: deben de estar en todas esas rocas, las emisiones de neutrino son fantásticas. Pero ¿cómo pudieron unirse tantas rocas?

—Emisiones de neutrino. Eso significa una tecnología de fusión.

—Y de un nivel muy elevado —dijo Buckman, sonriendo—. ¿Está pensando ya en las posibilidades comerciales?

—Por supuesto. ¿Por qué si no iba a estar yo aquí?

Y allí seguiría aunque la Marina no hubiese dicho claramente que la alternativa era una detención oficial… Pero Buckman no sabía nada de eso. Sólo lo sabía Blaine.

—Cuanto más elevada sea su civilización —añadió— más tendrán para intercambiar. —Y más difícil será engañarles, pensó; pero a Buckman no le interesaban esas cosas.

—Podríamos adelantar mucho más —se lamentó Buckman— si la Marina no utilizase nuestros telescopios. ¡Y Horvath se los deja! Ah, magnífico —dijo al ver entrar a Nabil con una bandeja.

Buckman comió como una rata hambrienta. Sin dejar de masticar, dijo:

—No es que todos los proyectos de la Marina carezcan de interés. La nave alienígena…

—¿Nave?

—Hay una nave que se dirige hacia nosotros. ¿No lo sabía?

—No.

—Bueno, su punto de partida es un gran asteroide pétreo bastante separado de la masa principal. La cuestión es que se trata de un asteroide muy luminoso. Debe de tener una forma muy extraña, a menos que haya burbujas de gas por todo él, lo que significaría…

Bury rompió a reír.

—Doctor, ¿no cree que una nave espacial alienígena es más interesante que un meteorito?

Buckman pareció sorprenderse.

—¿Por qué?


Las astillas se hicieron rojas; luego negras. Era evidente que aquellos objetos estaban enfriándose; pero ¿cómo se habían calentado, en primer lugar?

La Ingeniera había dejado de preguntarse sobre ello cuando una de las astillas avanzó hacia ella. Había fuentes energéticas dentro de las masas metálicas.

Y se trataba de un movimiento autónomo. ¿Qué eran aquellos objetos? ¿Ingenieros, Amos, maquinaria inerte? ¿Un Mediador dedicado a una tarea incomprensible? No le gustaban los Mediadores, que de modo tan irracional y con tanta facilidad interferían en tareas importantes.

Quizás fuesen Relojeros; pero lo más probable era que contuviesen un Amo. La Ingeniera pensó en la posibilidad de huir, pero la masa que se aproximaba era demasiado poderosa. Aceleró hasta 1,14 gravedades, casi el límite máximo de su nave. No podía hacer más que salir a su encuentro.

Además… ¡todo aquel metal! Y parecía perfectamente utilizable. Los Racimas estaban llenos de artefactos de metal, pero en aleaciones difíciles de transformar.

Todo aquel metal.

Pero debían salir a su encuentro, no al revés. No tenía combustible suficiente ni aceleración. Calculó los puntos de giro mentalmente. Los otros harían lo mismo, por supuesto. Afortunadamente sólo había una solución, considerando la aceleración constante. No habría ninguna necesidad de comunicación.

Los Ingenieros no destacaban además en comunicaciones.

14 • La Ingeniera

La nave alienígena era una masa compacta, de forma irregular y color gris opaco, como barro de moldear. Brotaban de ella protuberancias, aparentemente al azar: un anillo de abrazaderas alrededor de lo que Whitbread consideró el extremo posterior; un brillante hilo de color plata en su cintura; curvaturas transparentes delante y detrás; antenas de extrañas formas; una especie de aguijón al final: una espina de varias veces la longitud del casco, muy larga, recta y estrecha.

Whitbread efectuó un lento giro hacia ella. Conducía un transbordador espacial cuya cabina era una burbuja plástica polarizada, el breve casco salpicado de «racimos de empuje» (una colección de propulsores de posición). Whitbread se había entrenado para el espacio en un vehículo como aquél. Su campo de visión era enorme; y era facilísimo conducirlo; el aparato no tenía armas y era hinchable.

Y el alienígena podía verle dentro. Venimos en son de paz, no ocultamos nada… suponiendo que los ojos del alienígena pudiesen ver a través del plástico.

—Esa espina genera los campos plasmáticos del impulsor —decía una voz; no había ninguna pantalla, pero sabía que la voz era la de Cargill—. Lo observamos durante la desaceleración. Ese instrumento que hay debajo de la espina probablemente lleve el hidrógeno a los campos.

—Será mejor mantenerse a distancia —dijo Whitbread.

—Desde luego. La energía del campo probablemente afectaría a sus instrumentos. Y podría afectar también a su sistema nervioso.

La nave alienígena estaba ya muy próxima. Whitbread aminoró la marcha de su vehículo. Los impulsores de posición resonaron como palomitas de maíz en la sartén.

—¿Ve algún signo de cámara neumática?

—No señor.

—Abra su propia cámara neumática. Quizá ellos hagan lo mismo.

—De acuerdo, señor.

Whitbread pudo ver al alienígena a través de la burbuja frontal. Estaba inmóvil, observándole, y se parecía mucho a las fotografías que había visto del muerto de la sonda. Whitbread veía una cabeza ladeada y sin cuello, una piel peluda de un marrón suave, un gran brazo izquierdo que agarraba algo, dos flacos brazos derechos que se movían a una velocidad frenética, actuando fuera del campo de visión de Whitbread.

Whitbread abrió su cámara neumática. Y esperó.

Al menos el pajeño aún no había empezado a disparar.


La Ingeniera estaba embelesada. Apenas miraba el pequeño vehículo que tenía cerca. En él no había ningún nuevo principio incorporado. ¡Pero la nave grande!

Tenía a su alrededor un extraño campo, algo que la Ingeniera nunca hubiera creído posible. Lo registraban media docena de sus instrumentos. Para otros el campo resultaba parcialmente transparente. La Ingeniera conocía ya bastante sobre la nave para poner los pelos de punta al capitán Blaine si este lo supiese. Pero no lo bastante para satisfacer a un Ingeniero.

¡Todos aquellos instrumentos! ¡Y todo aquel metal!

La puerta curvada del pequeño vehículo se abría y se cerraba ahora. Lanzaba luces parpadeantes. Ambos vehículos Irradiaban pautas de energía electromagnética. Las señales no significaban nada para un Ingeniero.

Lo que acaparaba su atención era la nave. El campo mismo, sus propiedades intrigantes y desconcertantes, sus principios subyacentes… todo era un enigma. La Ingeniera estaba dispuesta a dedicar el resto de su vida a intentar descifrarlo. Por echar un vistazo al generador habría dado gustosa la vida. La fuerza motriz de la gran nave era distinta a todas las que la Ingeniera conocía; y parecía utilizar las propiedades de aquella misteriosa fuerza que rodeaba a la nave.

¿Cómo llegar a bordo? ¿Cómo atravesar aquella capa protectora?

La intuición que le asaltó era rara en un Ingeniero. El pequeño vehículo… ¿Estaba intentando comunicarse con ella? Procedía sin duda de la gran nave. Entonces…

El pequeño vehículo era un lazo con la nave grande, con la capa energética que la rodeaba, con su tecnología y con el misterio de su súbita aparición.

La Ingeniera se había olvidado del peligro. Lo había olvidado todo en su acuciante afán de saber más sobre aquel campo. La Ingeniera abrió su cámara neumática y esperó a ver lo que pasaba.


—Señor Whitbread, su alienígena está lanzando sondas sobre la MacArthur —decía el capitán Blaine—. El comandante Cargill dice que las ha bloqueado. Si esto despierta el recelo del alienígena, da igual, es inevitable. ¿Ha intentado algo parecido con usted?

—Hasta el momento no, señor.

Rod frunció el ceño y se frotó el puente de la nariz.

—¿Está usted seguro?

—No he perdido de vista los instrumentos, señor.

—Es curioso. Su nave es más pequeña, pero está más próxima. Lo lógico sería pensar que…

—¡La cámara neumática! —dijo Whitbread—. Señor, el pajeño ha abierto su cámara neumática.

—Ya lo veo. Una boca abierta en el casco. ¿A eso se refiere?

—Sí, señor. No sale nada. A través de la abertura puedo ver toda la cabina. El pajeño está en su cabina de control… ¿Me da permiso para entrar, señor?

—Bueno… está bien. Tenga cuidado. Manténgase en contacto. Y buena suerte, Whitbread.

Whitbread se sentó un momento, procurando tranquilizarse. Había medio esperado que el capitán se lo prohibiese por demasiado peligroso. Pero un guardiamarina no es indispensable, claro está…

Whitbread se situó en la cámara neumática abierta. La nave alienígena estaba muy próxima. Observado por toda la nave, se lanzó al espacio.

Parte del casco de la nave alienígena se había estirado como una piel, para abrirse en una especie de embudo que conducía directamente hacia el pajeño, que parecía esperar recibirle.

El alienígena no llevaba encima más que su suave pelo marrón y cuatro espesas matas de pelo negro en los sobacos y en el pubis.

—No hay ninguna señal que indique retención de aire en el interior, pero tiene que haber aire allí —dijo Whitbread por el micrófono. Un momento después descubrió el secreto. Era como si penetrase en miel invisible.

La cámara neumática se cerró tras él.

El pánico estuvo a punto de dominarle. Cazado como una mosca en ámbar, sin posibilidad de retroceder ni de avanzar. Se encontraba en una celdilla de ciento treinta centímetros de altura, la altura del alienígena. Éste estaba de pie ante él al otro lado de la pared invisible, mirándole sin expresión.

El pajeño. Era más bajo que el otro, el muerto de la sonda. De distinto color, además; no había motas blancas en su piel peluda y marrón. Había otra diferencia más sutil y más difícil de determinar… quizás la diferencia entre los vivos y los muertos, o quizás algo más.

El pajeño no estaba asustado. Su piel suave era como la de los cachorros de doberman que la madre de Whitbread solía criar, pero no había nada malévolo ni sobrecogedor en el alienígena. A Whitbread le hubiese gustado darle unas palmaditas en la espalda.

La cara era como una caricatura, sin expresión, salvo por la suave curvatura hacia arriba de la boca sin labios, una semisonrisa sardónica. Pequeño, pies planos, piel suave, casi sin rasgos… Como una caricatura, se repitió Whitbread. ¿Cómo podía tener miedo a una caricatura?

Pero Whitbread estaba acuclillado en un espacio demasiado pequeño para él, y el alienígena no hacía nada.

La cabina estaba llena a rebosar de tableros y rayas oscuras; pequeños rostros le atisbaban entre las sombras. ¡Bichos! La nave estaba infestada de bichos. ¿Ratas? ¿Provisiones? El pajeño no pareció inquietarse cuando salió al exterior uno, luego otro y luego más amontonándose para ver al intruso.

Eran cosas grandes. Mucho mayores que ratas, mucho más pequeñas que hombres. Miraban desde las esquinas, curiosos pero tímidos. Uno se aproximó bastante y Whitbread pudo examinarlo detenidamente. Lo que vio le dejó asombrado. ¡Era un pajeño en miniatura!


Fue un momento difícil para la Ingeniera. La aparición del intruso, que debería haber aclarado muchos interrogantes, había planteado más.

¿Qué era? Grande, gran cabeza, simétrico como un animal, pero equipado con un vehículo propio como un Ingeniero o un Amo. Jamás había habido una clase como aquélla. ¿Debería obedecer o mandar? ¿Serían las manos tan torpes como parecían? ¿Mutación, monstruo, deporte? ¿Qué sentido tenía?

Ahora su boca se movía. Debía de estar hablando por un instrumento transmisor. Eso no indicaba nada. Hasta los Mensajeros utilizaban un lenguaje.

Los Ingenieros no estaban equipados para tomar tales decisiones; pero uno siempre podía esperar más datos.

Los Ingenieros tenían una paciencia infinita.


—Hay aire —informó Whitbread. Observó los marcadores que veía en un espejo, un poco más arriba de su nivel de visión—. ¿Lo he dicho ya? Me gustaría intentar respirarlo. Presión normal, oxígeno sobre un dieciocho por ciento, CO2 aproximadamente un dos por ciento, suficiente helio para que el indicador lo registre, y…

—¿Helio? Qué raro. ¿Cuánto exactamente?

Whitbread pasó a una escala más sensible y esperó a que el analizador lo determinase.

—Sobre un uno por ciento.

—¿Algo más?

—Gases venenosos. SO2, monóxido de carbono, nitratos, cetonas, alcoholes y algunos elementos más que no puedo determinar con este traje. La luz indicadora es amarilla.

—Entonces no podría matarle deprisa. Puede respirarlo un rato y recibir ayuda a tiempo para salvar sus pulmones.

—Eso suponía —dijo Whitbread inquieto. Comenzó a aflojar las abrazaderas que sujetaban su placa facial.

—¿Qué quiere decir con eso, Whitbread?

—Nada, señor.

Whitbread llevaba doblado demasiado tiempo. Todas las articulaciones y músculos de su cuerpo reclamaban un cambio. Había prescindido de todo para poder describir la cabina alienígena, y el condenado pajeño estaba allí de pie con sus sandalias y su leve sonrisa, observando, observando…

—¿Whitbread?

Whitbread respiró profundamente y retuvo el aire. Alzó la placa facial con una ligera presión, miró al alienígena a los ojos y gritó sin una pausa:

—¿Quiere usted desconectar ese maldito campo de fuerza, por amor de Dios? —y dejó caer la placa facial.

El alienígena volvió a su tablero de control y accionó un mecanismo. La suave barrera que había frente a Whitbread desapareció.

Whitbread dio dos pasos hacia adelante. Fue estirándose muy lentamente, sintiendo el dolor y oyendo el restallar de sus inhabituadas articulaciones. Había estado acuclillado en aquel espacio tan pequeño durante hora y media, examinado por una docena de retorcidos y pequeños seres marrones y un suave y paciente alienígena.

Había atrapado aire de la cabina bajo su placa facial. El hedor se agolpó en su garganta, por lo que dejó de respirar; luego, medio inconsciente, lo olisqueó por si alguien quería saber lo que era.

Olía a animales y máquinas, ozono, gasolina, aceite muy caliente, halitosis, viejos calcetines sudados ardiendo, cola y cosas que no había olido nunca. Eran olores de increíble intensidad… Su traje le separaba de ellos, afortunadamente.

—¿Me oyeron gritar? —preguntó.

—Sí, creo que le ha oído toda la nave —contestó la voz de Cargill—. No creo que haya un solo hombre a bordo que no esté observándole. ¿Qué me dice?

—Él desconectó el campo de fuerza. Ahora mismo. Estaba esperando precisamente que yo se lo recordara.

»Y ahora estoy en la cabina. ¿Hablé de las reparaciones? Todo son reparaciones, todo hecho a mano, incluso los paneles de control. Pero todo está muy bien hecho, todo a la medida de un pajeño. Yo resulto demasiado grande. No me atrevo a moverme.

»Los pequeños han desaparecido todos. Bueno, no, veo que hay uno atisbando en un rincón. El grande está esperando a ver lo que yo hago. Me gustaría que dejara de hacerlo.

—Mire a ver si acepta venir a la nave con usted…

—Lo intentaré, señor.

El alienígena había parecido entenderle antes, o le había entendido, pero no le entendía ahora. Whitbread pensaba furiosamente. ¿Lenguaje de signos? Sus ojos se posaron sobre lo que tenía que ser un traje de presión pajeño.

Lo sacó de su percha, advirtiendo su ligereza; no había armaduras ni armas. Se lo entregó al alienígena y luego señaló a la MacArthur, al otro lado de la burbuja.

El alienígena empezó a vestirse inmediatamente. En literalmente unos segundos se puso aquel traje que, hinchado, parecía como diez balones de playa pegados uno a otro. Sólo los guanteletes eran algo más que simples esferas hinchadas.

El alienígena cogió un saco de plástico transparente de la pared y estiró de pronto una mano para capturar a una de aquellas miniaturas de unos treinta centímetros. Cuando la metía en el saco cabeza abajo la miniatura se soltó, luego se volvió a Whitbread y se lanzó hacia él con increíble velocidad. Se situó detrás de Whitbread, se cogió a él con sus dos manos derechas y se apartaba ya cuando Whitbread reaccionó, lanzando un grito violento e involuntario.

—¿Whitbread? ¿Qué es lo que pasa? ¡Conteste!

Otra voz al fondo del traje de Whitbread dijo ásperamente:

—¡Soldados, prepárense!

—No pasa nada, teniente Cargill. Todo va bien. Quiero decir que no ha habido ningún ataque. Creo que el alienígena está dispuesto a ir… no, no lo está. Ha metido a dos de los parásitos en un saco de plástico y está hinchando el saco en una espita de aire. Una de esas pequeñas bestias se me puso a la espalda. Ni siquiera la sentí.

»Ahora el alienígena está haciendo otra cosa. No entiendo qué le detiene. Sabe que queremos que vaya a la MacArthur… se ha puesto el traje de presión.

—Pero ¿qué es lo que hace?

—Está retirando la cubierta del panel de control. Parece que está reparando cosas. Hace un momento estaba extendiendo pasta de dientes plateada en una cinta por el circuito impreso. Estoy explicándoles lo que parece, lo que veo, claro. ¡Ay!

—¿Whitbread?

El guardiamarina parecía atrapado en un huracán. Agitando brazos y piernas, buscaba frenéticamente algo, cualquier cosa sólida. Se deslizó por la cabina neumática hasta el final sin poder agarrarse a nada. Luego noche y estrellas giraron ante él.

—El pajeño abrió la cámara neumática —informó—. Sin avisar. Estoy fuera, en el espacio —accionó los impulsores de posición para recuperar el equilibrio—. Creo que dejó salir todo el aire de respiración. Hay una gran niebla de cristales de hielo a mi alrededor, y… ¡Oh, Dios mío, es el pajeño! No, no lo es, no lleva traje de presión. Ahí viene otro.

—Deben de ser los pequeños —dijo Cargill.

—Exactamente. Está matando a todos los parásitos. Probablemente tenga que hacerlo de vez en cuando, para despejar la nave. No sabe cuánto tiempo estará a bordo de la MacArthur y no quiere dejarles en libertad en su nave. Así que está evacuándola.

—Debería haberle avisado a usted.

—¡Desde luego que debería haberlo hecho!

—¿Se encuentra bien, Whitbread? —Una voz nueva. La del capitán.

—Muy bien, señor. Estoy aproximándome a la nave del alienígena. Ah, aquí sale ya. Y se dirige hacia el transbordador.

Whitbread se detuvo y se volvió para observar al pajeño. El alienígena surcaba el espacio como un racimo de pelotas de playa, pero tenía un aire muy grácil. Dentro de un globo transparente fijado a su torso dos figuras pequeñas gesticulaban incesantemente. El alienígena no les prestaba ninguna atención.

—Un salto perfecto —murmuró Whitbread—. A menos que… que se exceda un poco. ¡Dios mío!.

El alienígena seguía aún desacelerando cuando atravesó la puerta del transbordador, por el centro mismo, sin tocar siquiera los bordes.

—Debe de estar muy seguro de su equilibrio —dijo Whitbread.

—¿Está ese alienígena dentro de su vehículo, Whitbread? ¿Sin usted? Whitbread se estremeció ante el tono de voz del capitán.

—Así es, señor. Iré tras él.

—Hágalo inmediatamente.

El alienígena, en el puesto del piloto, estudiaba detenidamente los controles. De pronto se inclinó y empezó a girar las abrazaderas del borde del tablero. Whitbread lanzó un grito y agarró rápidamente al alienígena por los hombros. Éste no le prestó atención.

Whitbread colocó su casco pegado al del alienígena.

—¡Déjame ese puesto a mi enseguida! —gritó.

Luego señaló con un gesto el asiento de pasajeros. El alienígena se levantó lentamente, se volvió y avanzó hacia el otro asiento. No se ajustaba a él. Whitbread cogió los controles y empezó a maniobrar hacia la MacArthur.

Llevó el vehículo hasta el limpio hueco que Sinclair había abierto en el Campo de la MacArthur. La nave alienígena quedaba ya fuera del campo de visión, al otro lado de la nave. La cubierta hangar estaba abajo, y el brigadier se esforzó por demostrar su habilidad al atento alienígena.

En la cubierta hangar aparecieron hombres perfectamente protegidos con sus trajes. Tras ellos se extendían cables. Les hicieron señas. Whitbread contestó a ellas, y segundos después Sinclair dio orden de remolcar el transbordador al interior de la MacArthur.

El pajeño lo observaba todo atentamente, con todo su cuerpo balanceándose de lado a lado. A Whitbread le recordaba a un búho que había visto una vez en un zoo de Esparta. Sorprendentemente, las pequeñas criaturas de la bolsa del alienígena también observaban. Imitaban los gestos del alienígena mayor. Por último el transbordador se detuvo y Whitbread hizo un gesto indicando la cámara neumática. A través del grueso cristal pudo ver al artillero Kelley y a una docena de infantes de marina armados.

Había doce pantallas en una superficie curvada frente a Rod Blaine, y en consecuencia todos los científicos que había a bordo de la MacArthur deseaban sentarse junto a él. Como único modo posible de acabar con las disputas, Rod ordenó que se situaran todos en los puestos de combate y el puente quedó libre de personal civil. Ahora él veía a Whitbread subir a bordo del transbordador.

A través de la cámara instalada en el casco de Whitbread, Blaine podía ver al alienígena sentado en la silla del piloto, y su imagen pareció crecer cuando el brigadier se abalanzó hacia él. Blaine se volvió a Renner.

—¿Vio usted lo que hizo?

—Lo vi, señor. El alienígena estaba… capitán, juraría que estaba intentando desmontar los controles del aparato.

—Eso diría yo.

Observaron desilusionados cómo Whitbread pilotaba el transbordador hacia la MacArthur. Blaine no podía reprochar al muchacho que no vigilase a su pasajero mientras intentaba conducir el vehículo, pero… mejor dejarle en paz. Esperaron mientras fijaban los cables al transbordador y le remolcaban hasta el interior de la MacArthur.

—¡Capitán!

Era Staley, guardiamarina de guardia, pero Rod podía verle también. Había varias pantallas y un par de baterías menores centradas sobre el transbordador, pero la masa principal se centraba en la nave alienígena; y ésta había cobrado vida. Una corriente de luz azul brilló en la popa de la nave alienígena. Era del color de la radiación de Cherenkov y fluía paralelamente a la fina espina plateada de la cola. De pronto se formó a su lado una línea de luz blanca e intensa.

—La nave sigue ruta, capitán —informó Sinclair.

—¡Maldita sea! —Sus propias pantallas mostraban lo mismo; las baterías de la nave estaban rastreando la nave alienígena.

—¿Podemos disparar? —preguntó el oficial artillero.

—¡No!

Pero ¿qué significaba aquello?, se preguntaba Rod. La nave alienígena había tenido tiempo suficiente para huir cuando Whitbread subió a bordo. Podía haber escapado entonces. Ahora la nave no tenía escape posible. Ni tampoco el alienígena.

—¡Kelley!

—¡Señor!

—Escuadrón de la cámara neumática. Escolten a Whitbread y a esa criatura a la sala de recepción. Cortésmente, artillero. Cortésmente, pero asegúrese de que no va a ningún otro sitio.

—De acuerdo, capitán.

—¿Número uno? —llamó Blaine.

—Aquí estoy, señor —contestó Cargill.

—¿Han estado controlando la cámara del casco de Whitbread durante el tiempo que estuvo en esa nave?

—Sí, señor.

—¿Hay alguna posibilidad de que quede a bordo otro alienígena?

—Imposible, señor. No hay espacio suficiente. ¿No es así, Sandy?

—Así es, capitán —contestó Sinclair; Blaine había activado un circuito de comunicación con la parte posterior del puente y para la sala de máquinas—. No hay espacio si la nave tiene que llevar combustible. Y no vimos ninguna puerta.

—No había tampoco puerta en la cámara neumática, hasta que se abrió —le recordó Rod—. ¿No había nada que pudiese ser un cuarto de baño?

—Bueno, capitán, creo que el objeto que había junto al sector de estribor, cerca de la cámara neumática, podría tener esa función.

—Entendido. Entonces no hay duda de que el aparato funciona con piloto automático. ¿No creen lo mismo? Pero no le vimos programarlo.

—Le vimos reconstruir prácticamente los controles, capitán —dijo Cargill—. ¡Dios mío! ¿Cree usted que es así como ellos controlan…?

—Parece muy poco práctico, pero sólo él pudo programar el piloto automático —musitó Sinclair—. Y lo hizo muy deprisa. ¿Cree usted que construyó un piloto automático, capitán?

Brilló una de las pantallas de Rod.

—¿Captaron eso? Un resplandor azul en la cámara neumática de la nave alienígena. ¿Qué significa eso?

—Debe de ser para matar a los bichos… —dijo Sinclair.

—No lo creo. Habría bastado con el vacío —objetó Cargill. Whitbread llegó al puente y se situó frente a la silla de mando de Blaine.

—Guardiamarina Whitbread informando, capitán.

—Le felicito, señor Whitbread —dijo Rod—. Dígame… ¿Qué piensa usted de esos dos bichos que el alienígena ha traído a bordo? ¿Por qué cree usted que lo ha hecho?

—No lo sé, señor… quizás por cortesía. Podríamos querer estudiar uno.

—Posiblemente. Si supiésemos lo que son. Ahora eche un vistazo a eso —Blaine señaló a sus pantallas.

La nave alienígena estaba girando, la luz blanca de su impulsor trazaba un arco en el cielo. Parecía retroceder hacia los puntos troyanos.

Y Whitbread era el único hombre vivo que había estado en su interior. Cuando Blaine permitió a la tripulación que abandonase sus posiciones de alerta, el guardiamarina pelirrojo posiblemente pensase que la prueba había terminado.

15 • Trabajo

La boca de la Ingeniera era ancha y sin labios, vuelta hacia arriba en los extremos. Parecía una semisonrisa de suave placidez, pero no lo era. Era un rasgo permanente de su rostro caricaturesco.

Sin embargo, la Ingeniera se sentía feliz.

Su alegría había ido creciendo. Pasar a través del Campo Langston había sido una nueva experiencia, como atravesar una burbuja negra de tiempo retardado. Aunque no tuviese instrumentos que le aportasen datos sobre el Campo, la Ingeniera estaba más deseosa que nunca de ver aquel generador.

La nave que había dentro de la burbuja parecía innecesariamente tosca, ¡y era espléndida, espléndida! Había piezas en la cubierta hangar que parecían desligadas de cualquier otra cosa, ¡mecanismos tan completos que no tenían que ser utilizados! Y muchas cosas que ella no podía entender sólo con verlas.

Algunas debían de ser adaptaciones estructurales al Campo, o al misterioso impulsor que trabajaba desde el Campo. Otras debían de ser invenciones auténticamente nuevas para hacer cosas familiares, nuevos circuitos, al menos nuevos para una Ingeniera de minas no demasiado refinada. Reconocía armas, armas en la gran nave, armas en los pequeños vehículos del hangar, armas personales que llevaban los alienígenas situados al otro extremo de la cámara neumática.

Esto no le sorprendía. Se había dado cuenta de que aquella nueva clase estaba formada por seres que daban órdenes, y no por seres que las recibiesen. Naturalmente tenían que llevar armas. Quizás fuesen incluso Guerreros.

La cámara neumática de doble puerta era demasiado compleja, demasiado fácil de inutilizar, primitiva, y constituía un derroche innecesario de elementos metálicos y de materiales. Ella era necesaria allí, se daba cuenta. La nueva clase debía de haber ido allí para recogerla, no podía haber ningún Ingeniero a bordo de la nave si utilizaban cosas como aquélla. Cuando comenzó a desmontar el mecanismo, el extranjero le tiró del brazo y ella desistió de su propósito. De todos modos no tenía herramientas, y no sabía qué tipo de materiales podía utilizar legalmente para hacer herramientas. Ya habría tiempo de eso.

La rodearon muchos otros, muy parecidos al primero. Llevaban extrañas vestiduras protectoras, la mayoría similares, y armas, pero no daban órdenes. El extranjero seguía intentando hablar con ella.

¿Es que no se daban cuenta de que ella no era un Mediador? Aquella nueva clase primitiva no era demasiado inteligente. Pero pertenecían a la especie que daba órdenes. El primero había gritado una orden clara.

Y no sabían hablar Idioma.

La situación exigía muy pocas decisiones. Un Ingeniero sólo debe ir a donde le conduzcan, reparar y rediseñar cuando se presenta la ocasión, y esperar a un Mediador. O a un Amo. Y había tanto que hacer, tanto…


La sala de suboficiales había sido convertida en sala de recepción para visitantes alienígenas. Los oficiales tuvieron que ocupar uno de los comedores de los infantes de marina, y éstos amontonarse en el otro. Hubo que hacer ajustes en toda la nave para acomodar a aquel enjambre de civiles y atender a sus necesidades.

Como laboratorio, la sala de oficiales carecía de algunos elementos, pero era un local seguro y disponía de agua corriente suficiente, grifos, placas caloríficas y elementos de refrigeración. Al menos no había nada que oliese a mesa de disección.

Después de discutirlo un rato, decidieron no intentar construir muebles que se ajustasen a las condiciones de los alienígenas. Cualquier cosa que construyesen sólo se acomodaría al pasajero de la sonda y eso parecía absurdo.

Había gran cantidad de televisores, y en consecuencia sólo se permitió entrar en la sala a un puñado de individuos clave, ya que el resto de la tripulación podía seguir los acontecimientos a través de los aparatos. Sally Fowler esperaba con los científicos, decidida a ganarse la confianza del pajeño. No le importaba en absoluto quién estuviese observando o lo que le costase conseguir lo que se proponía.

Resultó muy fácil ganarse la confianza del pajeño. Era en realidad un ser tan confiado como un niño. Lo primero que hizo al salir de la cámara neumática fue romper la bolsa de plástico que contenía las miniaturas y entregársela a la primera mano que se extendió solicitándola. No volvió a preocuparse por ellas.

Fue adonde lo condujeron, caminando entre los soldados hasta que Sally lo cogió de la mano a la puerta de la sala de recepción, y por donde pasaba miraba a su alrededor, haciendo girar su cuerpo como la cabeza de un búho. Cuando Sally lo dejó, se limitó a quedarse quieto esperando más instrucciones, observándolos a todos con la misma leve sonrisa.

No parecía comprender los gestos. Sally y Horvath y otros intentaron hablar con él, sin resultado. El doctor Hardy, lingüista y capellán, utilizó claves matemáticas, también sin resultado. El pajeño no entendía y no mostraba el menor interés.

Sin embargo le interesaban las herramientas y los instrumentos. En cuanto estuvo dentro intentó coger el arma del artillero Kelley. Ante la orden del doctor Horvath, Kelley descargó a regañadientes el arma y le permitió coger también uno de los proyectiles antes de entregársela. El pajeño la desmontó totalmente, para irritación de Kelley y diversión del resto, y luego volvió a montarla, correctamente, para asombro de Kelley. Luego examinó la mano del artillero, doblando los dedos hasta el límite y haciéndolos girar por las articulaciones, utilizando sus propios dedos para tantear los músculos y los complejos huesos de la muñeca. Examinó también la mano de Sally Fowler, comparando.

Luego sacó herramientas de su cinturón y comenzó a trabajar en la culata de la pistola, añadiéndole plástico que sacó de un tubo.

—Los pequeños son hembras —anunció uno de los biólogos—. Como la grande.

—Un minero asteroidal hembra —dijo Sally. Sus ojos adquirieron un brillo remoto—. Si usan hembras en un trabajo tan peligroso como éste, tienen que tener una cultura muy distinta de la del Imperio. —Contempló a la pajeña, pensativa. La alienígena respondió con una sonrisa.

—Lo mejor será que nos enteremos enseguida de lo que come —musitó Horvath—. No parece que traiga provisiones, y el capitán Blaine me informa que su nave se ha alejado con destino desconocido. —Contempló a los pajeños en miniatura, que se movían sobre la gran mesa que antes se utilizaba para jugar al ping-pong—. A menos que ésos sean las provisiones.

—Será mejor que no intentemos cocinarlos aún —dijo Renner desde la puerta—. Pueden ser niños. Pajeños inmaduros.

Sally se volvió de pronto y se quedó casi sin aliento antes de recuperar su frialdad científica. No era muy partidaria de cocinar algo antes de saber lo que era.

—Señor Renner —dijo Horvath—, ¿por qué se interesa el piloto jefe de la MacArthur en una investigación de anatomía extraterrestre?

—La nave descansa, el capitán se ha retirado y yo estoy fuera de servicio —dijo Renner; se olvidó interesadamente de mencionar las órdenes que el capitán había dado a la tripulación de no entrometerse en las tareas de los científicos—. ¿Me ordena usted acaso que me vaya?

Horvath lo pensó. Lo mismo hizo en el puente Rod Blaine, pero de todos modos no le gustaba Horvath. El Ministro de Ciencias hizo un gesto negativo.

—No. Pero creo que su comentario sobre los pequeños alienígenas fue una frivolidad.

—En absoluto. Pueden perder el segundo brazo izquierdo lo mismo que nosotros perdemos los dientes de leche. —Uno de los científicos hizo un gesto de asentimiento—. ¿Qué otras diferencias hay? ¿El tamaño?

—Ontogenia resume filogenia —dijo alguien.

—Oh, cállate —añadió otro.

La alienígena devolvió a Kelley su pistola y miró a su alrededor. Renner era el único oficial que había en la sala, y la alienígena se acercó a él y le pidió su pistola. Renner descargó el arma y se la entregó. La alienígena sometió luego la mano de Renner al mismo examen meticuloso. Esta vez trabajó mucho más deprisa, moviendo sus manos con una velocidad vertiginosa.

—Yo creo que son monos —dijo Renner—. Ancestros de los pajeños inteligentes. Lo que podría significar que usted tiene razón también. Hay gente que come carne de mono en una docena de planetas. Pero no podemos arriesgarnos aún.

La pajeña trabajó con el arma de Renner y luego la dejó sobre la mesa. Renner la recogió. Frunció el ceño al ver que la lisa culata tenía ahora una serie de protuberancias curvadas tan duras como el plástico original. Hasta el gatillo estaba reconstruido. Renner ajustó la pieza a su mano y de pronto se dio cuenta de que se adaptaba a la perfección. Era como una parte de su mano.

La contempló un momento, y advirtió luego que Kelley había vuelto a cargar la suya y la había guardado en la funda después de examinarla desconcertado. La pistola era perfecta, y a Renner le fastidiaría perderla; no era extraño, pues, que Kelley no hubiese dicho nada. El piloto jefe entregó su arma a Horvath.

El Ministro de Ciencias cogió la pistola.

—Parece ser que nuestra visitante sabe lo que son las herramientas —dijo—. No entiendo nada de armas, desde luego, pero esta pistola parece adaptarse perfectamente a la mano humana.

Renner la cogió de nuevo. Algo había en el comentario de Horvath que le molestaba. Le faltaba entusiasmo. ¿Ajustaría mejor el arma a su propia mano que a la de Horvath?

La pajeña echó un vistazo a la sala, girándose por el torso, contemplando a cada uno de los científicos y luego al resto del equipo y las instalaciones, mirando y esperando, esperando.

Una de las miniaturas estaba sentada con las piernas cruzadas frente a Renner, también mirándole y esperando. No parecía tener miedo alguno. Renner extendió una mano para rascarle detrás de la oreja derecha. Como la pajeña grande, carecía de oreja izquierda; los músculos del hombro del brazo izquierdo se asentaban en la parte superior de la cabeza. Pero parecía gustarle la caricia de Renner, que evitaba cuidadosamente la oreja misma, grande y frágil.

Sally observaba, preguntándose qué sucedería después, y preguntándose también qué era lo que le molestaba de la actitud de Renner. No era la incongruencia de que un oficial se dedicase a rascar la oreja de lo que parecía ser un mono alienígena, sino algo distinto, algo relacionado con la oreja misma…

16 • Sabio idiota

El doctor Buckman estaba de servicio en la sala de observación cuando llegó la cegadora señal láser del sistema interno.

Había frente a ellos un planeta, más o menos del tamaño de la Tierra, con una masa informe de atmósfera transparente. Cabeceó satisfecho; podían verse muchos detalles a aquella distancia. La Marina tenía buen equipo y lo utilizaba bien. Algunos de los oficiales podrían llegar a ser, sin duda, excelentes asistentes astronómicos; lástima que sus cualidades se desperdiciaran allí…

Lo que quedaba de su sección astronómica comenzó a analizar los datos que recogía del planeta, y Buckman llamó al capitán Blaine.

—Me gustaría que me devolviese algunos de mis hombres —dijo, quejoso—. Están todos en la sala de suboficiales observando a la pajeña.

Blaine se encogió de hombros. No podía dar órdenes a los científicos. El control del departamento de Buckman era asunto de Buckman.

—Haga usted lo que pueda, doctor. Todos sienten curiosidad por la alienígena. Incluso el piloto jefe, que no tiene por qué estar allí. ¿Qué es lo que ha descubierto hasta ahora? ¿Se trata de un planeta terrestre?

—Más o menos. Es algo más pequeño que la Tierra, con atmósfera hidroxigenada. Pero hay detalles del espectro que me intrigan. La línea de helio es muy fuerte, demasiado. Los datos me parecen sospechosos.

—¿Una fuerte línea de helio? ¿Uno por ciento o algo parecido?

—Sería algo así si la lectura fuese correcta, pero francamente… ¿por qué dice usted eso?

—El aire de respiración de la nave pajeña tenía un uno por ciento de helio, además de otros componentes bastante extraños; creo que su lectura es exacta.

—Pero, capitán, ¡es imposible que un planeta tipo Tierra pueda contener tanto helio! Tiene que ser una lectura errónea. Y algunas de las otras líneas son aún peores.

—¿Cetonas? ¿Complejos hidrocarbónicos?

—¡Sí!

—Doctor Buckman, creo que sería mejor que echase un vistazo al informe del señor Whitbread sobre la atmósfera de la nave pajeña. Está en la computadora. Hagan una lectura de neutrino, por favor.

—No me parece adecuado, capitán.

—Hágalo de todos modos —dijo Rod a la cara huesuda y terca de la pantalla del intercomunicador—. Necesitamos conocer su desarrollo industrial.

—¿Es que pretende usted luchar contra ellos? —preguntó Buckman.

—Aún no —contestó Blaine; y decidió no discutir este punto—. Mientras ajustan los instrumentos, hagan una lectura de neutrino en el asteroide del que salió la nave pajeña. Está bastante apartado del racimo del punto troyano, así que no tendrá usted problema con las emisiones de ambiente.

—¡Capitán, eso obstaculizará mi trabajo!

—Enviaré a un oficial para que le ayude. —Rod se puso a pensar rápidamente—. Potter. Le cederé al señor Potter como ayudante. —A Potter le gustaría aquello—. Este trabajo es necesario, doctor Buckman. Cuanto más sepamos de ellos, más fácil será comunicarnos. Cuanto antes podamos comunicarnos, antes podremos interpretar sus propias observaciones astronómicas. —Esto lo decía para encandilarle.

—Bueno, eso es cierto —convino Buckman frunciendo el ceño—. No lo había pensado.

—Muy bien, doctor. —Rod apagó la pantalla antes de que Buckman pudiese añadir otra protesta; luego se volvió al guardiamarina Whitbread, que estaba en la puerta—. Entre y siéntese, señor Whitbread.

—Gracias, señor. —Whitbread se sentó.

Las sillas de la cabina de observación del capitán estaban encajadas en una estructura de acero, muy ligera pero cómoda. Whitbread se sentó muy al borde de una de ellas. Cargill le entregó una taza de café, que sostuvo con ambas manos. Parecía penosamente tenso.

—Relájese, muchacho —dijo Cargill.

Era inútil.

—Whitbread —dijo Rod—, permítame que le diga algo. Todos los que viajan en esta nave quieren hablar con usted, e inmediatamente. Yo lo hago primero porque soy el capitán. Cuando acabemos, tendré que pasarle a Horvath y a su gente. Cuando ellos acaben con usted, si es que acaban, quedará libre. Pensará entonces que podrá dormir algo, pero no será así. La sala artillera querrá un relato completo. Y como hacen turnos constantemente, tendrá que repetirlo todo una docena de veces. ¿Se da cuenta de lo que le espera?

Whitbread parecía desalentado… tal como el capitán esperaba.

—Muy bien. Deje su café en la repisa. Bien. Ahora échese hacia atrás hasta que su columna toque el respaldo de la silla. ¡Ahora relájese! Cierre los ojos.

Whitbread obedeció. Unos instantes después sonreía beatíficamente.

—He desconectado la grabadora —le dijo Blaine, aunque no era cierto—. Ya haremos más tarde el informe oficial. Lo que quiero ahora son hechos, impresiones, todo lo que quiera usted decir. Mi problema inmediato es si debo o no detener esa nave pajeña.

—¿Podemos? ¿Todavía podemos, señor? Blaine miró a Cargill. El primer teniente asintió.

—Está sólo a media hora de distancia. Podremos pararla en cualquier momento en los dos próximos días. No tiene ningún Campo protector, ¿recuerda? Y el casco parecía bastante frágil a través de la cámara que llevaba usted. En dos minutos las baterías delanteras harían evaporarse toda la nave sin ningún problema.

—Podríamos también —dijo Blaine— capturarla, destruir su impulsor y remolcarla. El ingeniero jefe daría el sueldo de un año por poder desmontar el sistema electromagnético de fusión de esa nave. Y lo mismo la Asociación de Comerciantes Imperiales; es un aparato perfecto para la minería asteroidal.

—Yo votaría contra eso —dijo Whitbread con los ojos cerrados—. Si esto fuese una democracia, señor.

—No lo es, y el almirante prefiere que nos apoderemos de esa nave pajeña. Y lo mismo algunos científicos, pero Horvath se opone. ¿Por qué se opone usted?

—Sería el primer acto hostil, señor. Evitaría cualquier acto hostil mientras los pajeños no intentasen destruir la MacArthur. —Abrió los ojos—. Y hasta en ese caso, ¿no bastaría con el Campo? Estamos en su sistema natal, capitán, y vinimos a ver si podíamos llegar a un acuerdo con ellos… al menos eso creo yo, señor.

Cargill rió entre dientes.

—Habla como el doctor Horvath —dijo—, ¿verdad, capitán?

—Además, señor, ¿qué daño podría hacernos la nave pajeña?

—Bueno, hay que tener en cuenta que se dirige sola hacia su planeta, probablemente con un mensaje.

—No creo que lleve un mensaje, señor. El tripulante no hizo nada que pudiese asociarse a escribir, y no habló tampoco.

—La tripulante —le corrigió Blaine—. Según los biólogos es una hembra. También los dos pequeños son hembras, y una está preñada.

—Preñada. Debería haberme dado cuenta de eso…

—¿Qué habría buscado usted? —dijo Blaine con una sonrisa—. ¿Dónde? Ni siquiera se dio usted cuenta de que los pequeños tenían cuatro brazos.

¿Cuatro?…

No se preocupe por eso, señor Whitbread. Usted no vio ningún mensaje, pero tampoco pudo darse cuenta de que la pajeña estaba programando, o construyendo, un piloto automático hasta que la nave comenzó a moverse. Y una nave vacía es suficiente mensaje por sí sola. ¿Estamos preparados para recibir visitas, Jack?

—Lo estamos —dijo Cargill—. Y aunque no lo estuviéramos nosotros, no le quepa duda de que la Lenin lo está.

—No debemos contar demasiado con la ayuda que pueda prestarnos la Lenin. Kutuzov piensa que puede ser interesante comprobar lo que puede hacer por sí sola la MacArthur contra los pajeños. Quizás se limite a observar y luego se vuelva a casa.

—Eso… no parece muy propio del almirante, señor —protestó Cargill.

—Sí que lo es. Y pensaría usted lo mismo si hubiese oído la discusión que tuvo con el doctor Horvath. Nuestro Ministro de Ciencias no hace más que decirle al almirante que se aparte de nuestro camino, y Kutuzov está a punto de seguir su consejo. —Blaine se volvió al guardiamarina—. No debe usted contar eso en la sala artillera, Whitbread.

—De acuerdo, señor.

—Ahora que tenemos tiempo, veamos qué puede recordar sobre esa nave pajeña. —Blaine accionó los controles y aparecieron sobre las pantallas de su pared varias imágenes de la nave alienígena—. Esto es lo que la computadora sabe hasta ahora —explicó—. Hemos trazado ya un mapa de parte del interior. No había ninguna protección contra nuestras sondas, nada que ocultar, pero eso no nos permite comprender mejor las cosas.

Blaine cogió un puntero.

—Esas áreas contienen hidrógeno líquido. Aquí hay maquinaria pesada; ¿vio usted algo de esto?

—No, señor, pero ese panel posterior parecía como si estuviese alzado.

—Bien. —Blaine asintió y Cargill hizo un boceto de él con el trazador de la pantalla.

—¿Así? —preguntó—. De acuerdo. —Accionó el botón de la grabadora—. Sabemos que había mucho combustible de hidrógeno oculto. Y su impulsor ioniza, calienta y enriquece el hidrógeno con vapor carbónico caliente. Para esto se necesita mucha maquinaria. ¿Dónde estaba?

—¿No debería estar aquí el ingeniero jefe, señor?

Debería estar aquí, señor Whitbread. Desgraciadamente están sucediendo unas diez cosas a la vez en esta nave, y el teniente Sinclair hace falta en todas partes. Enseguida podrá hablar con usted… Jack, no olvidemos la filosofía de los pajeños sobre el diseño de naves y aparatos. Seguimos buscando mecanismos separados para cada tarea, pero en esta sonda todos los aparatos hacen cuatro o cinco funciones distintas al mismo tiempo. Puede que estemos buscando demasiada maquinaria.

—Puede, señor… pero, de cualquier modo, esa nave tenía que realizar un número mínimo de funciones. Necesariamente. Y no somos capaces de encontrar el equipo necesario para desarrollar la mitad de ellos.

—No con nuestra tecnología, en realidad —dijo Blaine pensativo; luego sonrió, una sonrisa amplia e impertinente, de joven—. Quizás debiéramos buscar una combinación de horno microondular, ionizador de combustible y sauna. Bueno, pasemos ahora a la alienígena. Explique sus impresiones, Whitbread. ¿Le pareció un ser inteligente?

—No entendía nada de lo que le decía. Salvo aquella vez que grité: «¡Desconecta el campo de fuerza!». Lo entendió inmediatamente. Lo demás no.

—Ha exagerado usted un poco eso, amigo —dijo Cargill—. Pero no importa. ¿Qué piensa usted? ¿Cree que la alienígena entiende ánglico y está fingiendo?

—No lo sé. No entendió mis gestos, salvo uno. Cuando le entregué su traje… y era muy fácil entender lo que quería decir, señor.

—Quizás sea simplemente estúpida —sugirió Rod.

—Es una minera asteroidal, capitán —dijo lentamente Cargill—. De eso no hay duda. Al menos su nave corresponde a ese trabajo. Los ganchos y las abrazaderas parece que sirven para manejar una carga compacta, como mineral en bruto y rocas que contienen aire.

—¿De veras? —dijo Blaine.

—He conocido algunos mineros asteroidales, capitán. Pueden ser tercos, independientes y seguros de sí mismos hasta la excentricidad. Y muy callados. Confían unos en otros profundamente, salvo en cuestión de mujeres y de propiedad. Y llegan a olvidarse de hablar; o al menos lo parece.

Ambos miraron esperanzadamente a Whitbread.

—No sé, señor —dijo éste—. No sé. No me parece ninguna estúpida. Tendrían que haber visto cómo utilizaba las manos en el tablero de instrumentos, construyendo nuevos circuitos, reordenando media docena de cosas a la vez. Quizás… quizás nuestro lenguaje de signos no funcione en este caso. Ignoro el motivo.

Rod se frotó la nariz.

—Sería sorprendente que funcionase —dijo pensativo—. Y es sólo un ejemplar de una raza completamente extraña a nosotros. Si nosotros fuésemos alienígenas y nos encontrásemos con un minero asteroidal, ¿qué conclusiones sacaríamos sobre el Imperio? —Blaine llenó su taza de café y luego la de Whitbread—. Bueno, lo más probable es que el equipo de Horvath descubra más cosas que nosotros. Tienen a la pajeña en sus manos.


Sally Fowler miró a la pajeña con un sentimiento de profunda decepción.

—No consigo saber quién es la estúpida, si ella o yo. ¿Vieron lo que hizo cuando tracé un esquema del teorema de Pitágoras?

—Sí —dijo Renner con una risilla que nada ayudaba a aclarar las cosas—. Desmontó su computadora de bolsillo y volvió a montarla. No dibujó nada. En algunos sentidos es estúpida, no hay duda —dijo más en serio—. Sin que con ello quiera insultar a nuestras personas absolutamente dignas de confianza, me parece demasiado confiada. Quizás tenga un nivel de instinto de supervivencia muy reducido.

Sally asintió mientras miraba trabajar a la pajeña.

—Es un genio construyendo cosas —dijo Renner—. Pero no comprende nuestro lenguaje, nuestros gestos ni nuestros dibujos. ¿Es posible que esta condenada alienígena sea imbécil y genial al mismo tiempo?

—Sabia idiota —murmuró Sally—. Pasa también con los humanos, pero es muy raro. Hay niños imbéciles capaces de extraer mentalmente raíces cúbicas y logaritmos. Genios matemáticos que no saben atarse los zapatos.

—Hay una diferencia de percepciones —Horvath se había dedicado a hacer un estudio más concienzudo de las pequeñas pajeñas—. Uno tiene que aprender que un dibujo es un dibujo. Sus dibujos… Dios mío, ¿qué está haciendo ahora?

Alguien lanzó un grito en la entrada.

En teoría Cargill había ido a entregar a Whitbread a los científicos. En realidad estaba seguro de que Whitbread podía llegar solo hasta el salón donde había llevado a los alienígenas mientras los artesanos construían una jaula para las miniaturas en la sala de suboficiales. Pero sentía curiosidad.

En mitad de la sala vio por primera vez a la alienígena. Estaba desmontando la cafetera… un acto malévolo que resultaba aún más diabólico por la inocencia de su sonrisa.

Ante el grito de Cargill interrumpió su trabajo… y el primer teniente vio que era demasiado tarde. Se desparramaron sobre la mesa pequeños tornillos y piezas diminutas. La alienígena había roto el tubo de filtraje posiblemente para analizar la técnica de soldado. Las pequeñas piezas del mecanismo estaban ordenadamente dispuestas. La pajeña había abierto el cilindro por la soldadura.

Cargill vio de pronto que el Ministro de Ciencias le cogía por el brazo.

—Está usted asustando a la alienígena —dijo Horvath ásperamente—. Váyase, por favor.

—Doctor, tenga la bondad de decirme…

—En otra parte.

Horvath le empujó hasta el otro extremo de la sala. Cargill vio de pasada a las pequeñas alienígenas sobre la mesa de juego, rodeadas de miembros del grupo de ciencias biológicas y de muestras de alimentos: cereales, pan, zanahorias y carne, cruda y cocinada.

—Ahora, explíqueme —dijo Horvath— qué es lo que pretende con…

—Ese monstruo nos ha destrozado la cafetera…

—Hemos tenido suerte —dijo irreverente el guardiamarina Whitbread—. Intentó desmontar el mecanismo de la cámara neumática número cuatro; menos mal que la detuvimos.

—Lo único que le interesan son las herramientas y los mecanismos.

—Horvath procuraba ignorar la agitación de Cargill—. Por una vez estoy de acuerdo con el almirante Kutuzov. No se debe permitir que la alienígena vea el Impulsor Alderson y los generadores del Campo. Parece capaz de deducir para qué son las cosas y cómo funcionan casi sin tocarlas.

—¡Eso no importa! —dijo Cargill—. ¿No podían haber dado otra cosa a la pajeña para jugar? Esa cafetera está a medio reparar. Nadie ha podido descubrir cómo funciona desde que Sandy Sinclair acabó con ella. Y la pajeña ha roto algunas piezas.

—Si eran tan fáciles de romper, probablemente puedan arreglarse —dijo suavemente Horvath—. Mire, podemos darle una de las urnas de los laboratorios, o uno de nuestros… ah, señorita Fowler, ¿se ha calmado ya la alienígena? Bueno, señor… ¿Whitbread?, nos alegramos mucho de verle aquí; estábamos esperándole, pues es usted el único hombre que ha llegado a comunicarse realmente con la alienígena. Oiga, teniente Cargill, no se acerque a la pajeña…

Pero Cargill había cruzado ya la mitad del salón. La alienígena se encogió un poco, pero Cargill se mantuvo a buena distancia de ella. La miró irritado pensando en su cafetera. Pero la cafetera estaba otra vez montada.

La pajeña se apartó de Sally Fowler. Encontró un recipiente de plástico de forma cónica, lo llenó de agua y lo utilizó para llenar la cafetera. Uno de los camareros de la sala de oficiales soltó una risotada.

La pajeña echó dos cuencos de agua, insertó el cubilete inferior y esperó.

El camarero miró a Cargill, que hizo un gesto de asentimiento. Sacó la lata de café, utilizó la cuchara especial y puso en funcionamiento la máquina. La alienígena observaba detenidamente todas las operaciones. Lo mismo hacía una de las miniaturas, pese a que un biólogo agitaba constantemente una zanahoria frente a su cara.

—Antes estuvo mirando cómo hacía yo el café, señor —dijo el camarero—. Creí que a lo mejor querría un poco, pero los científicos no le ofrecieron.

—Quizás tengamos un buen barullo aquí dentro de un minuto, Ednie. Prepárese para limpiar. —Cargill se volvió a Sally—. ¿Qué tal se le da a este monstruo montar las piezas de los aparatos?

—Muy bien —contestó Sally—. Me arregló mi computadora de bolsillo. El agua comenzó a hervir. Cargill se sirvió vacilante una taza y probó.

—Vaya, está excelente —dijo. Pasó la taza a la pajeña. Ésta probó el negro y amargo brebaje, lanzó un grito y tiró la taza contra el mamparo.


Sally condujo a Whitbread hasta la despensa de la sala de oficiales. —Usted consiguió que la pajeña le entendiese. ¿Cómo?

—Fue sólo aquella vez —dijo Whitbread—. He estado preguntándome si no cometería un error. ¿No podría haber decidido ella dejarme libre cuando abrí mi casco y lancé un grito?

—Lo único que hace ella es estar ahí —dijo Sally—. Ni siquiera parece darse cuenta de que intentamos hablar con ella. Y nunca intenta conectar… —bajó la voz, murmurando casi para sí—. Es una característica básica de las especies inteligentes. El intentar comunicarse. Whitbread, ¿cuál es su nombre?

Whitbread la miró sorprendido.

—Jonathon, señora.

—Muy bien, Jonathon, yo me llamo Sally. De hombre a mujer, Jonathon, ¿qué es lo que estoy haciendo mal? ¿Por qué no intenta ella hablar conmigo?

—Bueno, Sally —dijo Whitbread, vacilante; le gustaba el sonido de aquel nombre, y ella no tenía más de dos años más que él—. Lo cierto es que podría pensar en media docena de razones. Quizás sea capaz de leer el pensamiento.

—Pero ¿qué tiene que ver eso con…?

—Y no entender lo que es un idioma. Lo que usted intenta enseñarle no tendría sentido para ella. Puede que sea capaz de leer nuestros pensamientos sólo cuando estamos muy excitados, como estaba yo.

—O como estaba el teniente Cargill… —dijo Sally pensativa—. Entonces se apartó de la cafetera. Pero no por mucho tiempo, No, no lo creo.

—Ni yo tampoco. Creo que ella está mintiendo.

—¿Mintiendo?

—Haciéndose la tonta. No sabe qué decirnos y entonces no nos dice nada. Quiere ganar tiempo. Lo que le interesa es nuestra maquinaria. Y así gana tiempo para estudiarla.

—Uno de los biólogos —dijo Sally, asintiendo lentamente— tuvo la misma idea. Dijo que estaba esperando instrucciones, y aprendiendo todo lo posible hasta que ellos vinieran… Jonathon, ¿cómo podríamos poner en evidencia su juego?

—No creo que podamos —contestó Whitbread—. ¿Cómo cazar a un ratón inteligente que se hace el tonto, si nunca hemos visto un ratón?

—Bueno, tendremos que intentarlo —frunció el ceño, pensando en la actuación de la pajeña con la cafetera, y luego dirigió una mirada larga y pensativa a Whitbread—. Está usted agotado, váyase a dormir, no le necesitamos para nada en este momento.

—De acuerdo —dijo Whitbread bostezando; hubo un repiqueteo tras él y ambos se volvieron rápidamente, pero no vieron nada—. Hablando de ratones —dijo Whitbread.

—¿Cómo pueden vivir en una nave de acero? —preguntó Sally. Whitbread se encogió de hombros.

—Llegan a bordo con los suministros de alimentos —dijo— e incluso entre los artículos personales. De vez en cuando evacuamos parte de la nave, y despejamos la zona para cazarlos, pero nunca conseguimos dar con ellos. En este viaje, con tanto personal extra a bordo, no hemos podido hacer eso siquiera.

—Es curioso —dijo Sally—. Los ratones pueden vivir prácticamente en todos los sitios en que pueden vivir los humanos… ¿sabe usted que probablemente haya tantos ratones como personas en la galaxia? Los hemos transportado a casi todos los planetas. Jonathon, ¿cree usted que las miniaturas son ratones?

Ella no se preocupaba gran cosa de ellos, desde luego. Mató a todos los demás… pero ¿por qué traería dos a bordo? Y daba la sensación de que los elegía al azar…

Sally asintió de nuevo.

—Vimos cómo los cogía. —De pronto lanzó una carcajada—. ¡Y el señor Renner se preguntaba si serían bebés pajeños! Váyase a dormir, Jonathon. Hasta dentro de diez horas por lo menos.

17 • El desahucio del señor Crawford

El guardiamarina Whitbread llegó a su hamaca mucho antes de lo que había supuesto. Se hundió beatíficamente en la red y cerró los ojos… y abrió uno al sentir otros sobre él.

—Sí, señor Potter —dijo, suspirando.

—Señor Whitbread, me gustaría mucho que hablase usted con el señor Staley.

No era lo que él esperaba. Abrió el otro ojo.

—¿Por qué?

—No sé lo que pasa. Ya sabe cómo es, no se queja nunca, es capaz de dejarse morir antes que quejarse. Pero anda paseando como un robot, y no habla apenas con nadie salvo cuando le obliga la cortesía. Come solo… usted le conoce más que yo, y pensé que podría descubrir el motivo.

—Está bien, Potter. Lo intentaré. Cuando me despierte —cerró los ojos; Potter aún seguía allí—. Dentro de ocho horas, Potter. No puede ser tan urgente.


En otra parte de la MacArthur el piloto jefe Renner se encontraba en un camarote no mucho mayor que su litera. Era el tercer teniente, pero dos científicos habían pasado a ocupar la cabina de Renner, y el tercer teniente se había trasladado a otro camarote que compartía con un oficial de la infantería de marina.

Renner se incorporó de pronto en la oscuridad, persiguiendo mentalmente algo que podría haber sido un sueño. Luego encendió la luz y comenzó a accionar el tablero de intercomunicación del camarote, que le resultaba poco familiar. El operador que contestó mostró un notable control de sí mismo: ni gritó ni nada parecido.

—Póngame con la señorita Sally Fowler —dijo Renner.

El operador estableció el contacto, sin comentarios. Debe de ser un robot, pensó Renner. Sabía el aspecto que tenía.

Sally no estaba dormida. Ella y el doctor Horvath acababan de instalar a la pajeña en la cabina del oficial artillero. Su expresión y su voz cuando dijo «Sí, señor Renner» informaron a éste de que tenía en cierto modo el aspecto de un cruce de hombre y topo… Un notable logro de comunicación no verbal.

—Me acordé de una cosa —dijo Renner—. ¿Tiene usted su computadora de bolsillo?

—Desde luego —la sacó y se la enseñó.

—Pruébela, por favor.

Sally, algo desconcertada, trazó letras sobre la superficie lisa de la caja y planteó un pequeño problema, luego otro más complejo que exigía la ayuda de la computadora de la nave. Luego pidió una ficha de datos personales al azar a la memoria de la nave.

—Funciona perfectamente.

La voz de Renner tenía un tono somnoliento.

—¿Es cierto que la pajeña la desmontó y volvió a montarla?

—Lo es. Lo mismo hizo con la pistola de usted.

—Pero ¿una computadora de bolsillo? Sabe usted que eso es imposible, ¿no?

Ella pensó que era una broma.

—No, no lo sabía —dijo.

—Pues lo es. Pregúntele al doctor Horvath. —Renner colgó y volvió a dormirse.

Sally se puso en contacto con el doctor Horvath, que entraba entonces precisamente en su cabina. Le dijo lo de la computadora.

—Pero esas computadoras son un gran circuito integrado. Ni siquiera intentamos repararlas… —Horvath murmuró otras cosas para sí.

Mientras Renner dormía, Horvath y Sally despertaron al personal de ciencias físicas. Ninguno pudo dormir gran cosa en toda la noche.


En una nave espacial la «mañana» es una cosa relativa. El turno de mañana es de 0400 a 0800, período en que las especies humanas dormirían normalmente; pero en el espacio es distinto. Tanto en el puente como en las salas de máquinas se necesita un equipo completo sea la hora que sea. Como oficial de vigilancia, Whitbread hacía una guardia de cada tres, pero existía en la MacArthur gran confusión. Había apagado los relojes de la mañana y del mediodía para disfrutar de ocho deliciosas horas de sueño; sin embargo, se hallaba despierto en el comedor de oficiales a las 0900.

—No me pasa nada —protestó Horst Staley—. No sé qué te hace pensar eso. Olvídalo.

—De acuerdo —dijo Whitbread tranquilamente. Eligió zumo y cereales y los colocó en su bandeja. Iba detrás de Staley en la cola de la cafetería, lo que era bastante natural, pues había entrado después.

—Aunque agradezco tu preocupación —le dijo Staley. No había en su voz el menor rastro de emoción.

Whitbread asintió con un gesto. Cogió su bandeja y le siguió. Staley eligió como siempre una mesa vacía. Whitbread se sentó con él.

En el Imperio había numerosos mundos en que las razas dominantes eran blancos caucasianos. En esos mundos las imágenes de los carteles que llamaban a alistarse en la Marina siempre se parecían a Horst Staley. Tenía la mandíbula cuadrada, los ojos azul hielo. Su cara era toda ella planos y ángulos, bilateralmente simétricos y sin expresión. Tenía la espalda muy recta, los hombros anchos, el vientre liso y duro y bordeado de músculos. Constituía un agudo contraste frente a Whitbread, que había tenido que luchar durante toda su vida con un problema de peso, y era como mínimo ligeramente redondeado por todas partes.

Comieron en silencio un largo desayuno. Por último, con tono excesivamente despreocupado, Staley preguntó, como si tuviera que hacerlo obligatoriamente:

—¿Qué tal tu misión? Whitbread estaba preparado.

—Terrible. Lo peor fue la hora y media que la pajeña estuvo contemplándome. Mira. —Whitbread se levantó, dobló la cabeza hacia un lado y hundió las rodillas y bajó los hombros, como para ajustarse a un ataúd invisible de ciento treinta centímetros de altura—. Así durante hora y media. Una tortura, te lo aseguro. —Se sentó de nuevo—. No hacía más que pensar que ojalá te hubiesen elegido a ti.

Staley se ruborizó.

—Yo me ofrecí voluntario.

—Era mi vez. Tú fuiste uno de los que aceptaron la rendición de la Defiant, en Nueva Chicago.

—¡Dejé que aquel maníaco robara la bomba!

Whitbread posó el tenedor.

—¿Cómo?

—¿No lo sabías?

—Desde luego que no. ¿Crees que Blaine iba a contárselo a toda la tripulación? Ahora recuerdo que viniste muy nervioso de aquella misión. Nos preguntábamos por qué.

—Ahora ya lo sabes. Hubo quien intentó renunciar. El capitán de la Defiant no le dejó, pero podría haberlo hecho. —Staley hizo un gesto con la mano—. Me robó la bomba. ¡Y yo se lo permití! Habría dado cualquier cosa por tener la oportunidad de… —Staley se levantó bruscamente, pero Whitbread fue lo bastante rápido para cogerle por el brazo.

—Siéntate —dijo—. Puedo explicarte por qué no te eligieron.

—¿Es que puedes leerle el pensamiento al capitán? —Hablaban en voz baja por acuerdo tácito. Las divisiones interiores de la MacArthur tenían aislamiento sonoro, de todos modos, y sus voces, aunque bajas, eran muy claras.

—Adivinar el pensamiento de los oficiales es una buena práctica para un guardiamarina —dijo Whitbread.

—Dime entonces por qué. ¿Fue por la bomba?

—Indirectamente. Te habrías sentido tentado a demostrar de lo que eras capaz. Pero aun sin eso, tienes demasiado aspecto de héroe, Horst. Perfecta forma física, magníficos pulmones, entrega absoluta y ningún sentido del humor.

—Yo también tengo sentido del humor.

—No, no lo tienes.

—¿Que no?

—Ni rastro. La ocasión no exigía un héroe, Horst. Necesitaban a alguien al que no le importase quedar en ridículo por un buen motivo.

—Bromeas. Maldita sea, nunca sé exactamente cuándo estás bromeando.

—No sería una ocasión muy adecuada. No me burlo de ti, Horst. Escucha, no debería haberte contado esto. Estuviste viéndolo todo, ¿verdad? Sally me dijo que aparecía mi imagen en todas las pantallas de telecomunicación, en directo, en color y en tres dimensiones.

—Así es —dijo Staley con una breve sonrisa—. Deberían haberte enfocado la cara. Sobre todo cuando empezaste a gritar. No nos avisaron de ningún modo. Y nos sorprendió mucho oír cómo gritabas a la alienígena de pronto.

—¿Qué habrías hecho tú?

—Otra cosa. No sé. Seguiría órdenes, supongo. —Los ojos de hielo se achicaron—. No habría intentado resolverlo con un grito, ¿comprendes?

—¿Quizás un segundo de láser sobre el tablero de control? Para eliminar el campo de fuerza…

—No sin órdenes.

—¿Y qué me dices del lenguaje de signos? Estuve un rato haciendo gestos, esperando que la alienígena me entendiese, pero no me entendió.

—No podíamos ver eso. ¿Por qué?

—Ya te lo dije —explicó Whitbread—. La misión exigía alguien dispuesto a burlarse de sí mismo si era necesario. Piensa las veces que oíste a los demás reírse de mí mientras traía a la pajeña.

Staley asintió.

—Ahora olvídalo y piensa en la pajeña. ¿Qué te parece su sentido del humor? ¿Te gustaría que una pajeña se riese de ti, Horst? Nunca podrías estar seguro de si se reía o no; no sabes cómo es o cómo habla…

—No digas tonterías.

—Lo único que todos sabían era que la situación exigía a alguien capaz de descubrir si los alienígenas querían hablar con nosotros. No se necesitaba un héroe que defendiese el honor imperial. Ya habrá tiempo de sobra para eso cuando sepamos lo que nos aguarda. Ya habrá entonces tareas suficientes para los héroes, Horst. Siempre las hay.

—Es tranquilizador —dijo Staley. Había acabado el desayuno. Se levantó y se alejó deprisa, con la espalda muy recta, dejando a Whitbread pensativo.

Bueno, pensó Whitbread. Lo intenté. Y puede que…


En una nave de guerra el lujo siempre es algo relativo.

El artillero Crawford tenía una cabina que era del tamaño de su litera. Cuando levantaba la litera tenía espacio para cambiarse de ropa y un pequeño lavabo para lavarse los dientes. Para bajar la litera, al irse a dormir, tenía que salir al pasillo; y al ser alto para la talla de la Marina, Crawford se vio obligado a acostumbrarse a dormir encogido.

Una cama y una puerta con cierre, en vez de una hamaca o una serie de literas: lujo. Habría sido capaz de luchar por conservarlo; pero no había tenido posibilidad alguna. Ahora tenía que estar allí apretado mientras un monstruo alienígena ocupaba su cabina.

—No mide más de un metro de altura, así que le servirá —dijo Sally Fowler juiciosamente—. Aun así, es una habitación muy pequeña. ¿Creen que podrá soportarlo? Si no tendríamos que acomodarla en la sala de oficiales.

—Yo vi la cabina de su nave. No era mayor. Creo que podrá soportarlo —dijo Whitbread.

Era demasiado tarde para intentar dormir en la sala artillera, y tenía que decirles a los científicos todo lo que sabía: al menos eso serviría si Cargill le preguntaba por qué había estado atosigando a Sally.

—Supongo —añadió— que estará alguien vigilándola por el intercom.

Sally asintió. Whitbread la siguió a la sala de los científicos. Parte de la estancia estaba aislada por una red de alambre dentro de la cual se encontraban las dos miniaturas. Una de ellas mordisqueaba la cabeza de una col, utilizando cuatro brazos para sujetarla contra el pecho. La otra, con el abdomen hinchado por la preñez, jugaba con una linterna.

Exactamente igual que un mono, pensó Whitbread. Era la primera oportunidad que tenía de observar a las miniaturas. Tenían el pelo más tupido, y motas marrones y amarillas donde la grande tenía un pelo totalmente marrón claro. Los cuatro brazos eran casi iguales, cinco dedos en las manos izquierdas y seis en las derechas; pero los brazos y los dedos eran todos ellos delgados y con las mismas articulaciones. Sin embargo los músculos del hombro superior izquierdo estaban fijados a la parte superior del cráneo.

¿Qué otro motivo podría tener esto que el de proporcionar mayor fuerza y equilibrio?

Le encantó el que Sally le condujese a una mesita de un rincón, separada de donde los biocientíficos se rascaban la cabeza y discutían escandalosamente. Cogió café para los dos y preguntó a Sally por la extraña musculatura de las miniaturas; no era precisamente lo que le apetecía hablar con ella, pero era un principio…

—Creemos que se trata de un vestigio —dijo ella—. Evidentemente no lo necesitan; los brazos izquierdos no tienen, de todos modos, envergadura suficiente para realizar trabajos pesados.

—¡Entonces las pequeñas no son monos! Son crías de las grandes.

—O ambas son crías de algún otro ser. Tenemos ya más de dos clasificaciones. Mire.

Se volvió hacia la pantalla de intercomunicación en la que apareció una imagen de la habitación de la pajeña.

—Parece muy contenta —dijo Whitbread; sonrió al ver lo que estaba haciendo la pajeña—. Al señor Crawford no va a gustarle lo que está haciendo con su litera.

—Al doctor Horvath no le parece oportuno impedírselo. Puede hurgar todo lo que quiera mientras respete el aparato de intercomunicación.

La pajeña había acortado y doblado la litera. Le había dado una forma sumamente extraña, no sólo por las complejas articulaciones de su espalda, sino también porque al parecer dormía de costado. Había cortado y cosido el colchón y doblado y retorcido el somier. Había hecho encajes para sus dos brazos derechos, y una especie de pozo para la protuberancia del hueso de la cadera, y un saliente en la parte superior para que le hiciese de almohada…

—¿Por qué dormirá sólo del lado derecho? —preguntó Whitbread.

—Quizás pueda defenderse mejor con el izquierdo, si alguien la sorprende mientras duerme. El brazo izquierdo es mucho más fuerte.

—Puede ser. Pobre Crawford. Puede que la pajeña tema que intente cortarle el cuello una noche. —Observó que la pajeña comenzaba a manipular la lámpara—. Es de ideas fijas, ¿verdad? Podríamos sacar algo en limpio de todo esto. Quizás introduzca mejoras.

—Quizás. ¿Ha visto usted dibujos del alienígena diseccionado? Parecía una maestra. Ya tenía edad para serlo, además; pero era demasiado bonita, pensó Whitbread.

—Sí, los he visto —contestó.

—¿Advierte usted alguna diferencia?

—El color de la piel es distinto. Pero eso no tiene importancia. El otro llevaba cientos de años en animación suspendida.

—¿Nada más?

—Creo que el otro era más alto. Aunque no estoy seguro.

Mire la cabeza de ésta.

—No veo nada especial —dijo Whitbread, frunciendo el ceño.

Sally utilizó su computadora de bolsillo. La máquina ronroneó levemente indicando que había establecido comunicación con la memoria central de la nave. En algún punto de la MacArthur un láser recorría líneas holográficas. La memoria de la nave contenía todo lo que sabía la Humanidad sobre los pajeños. La computadora localizó la información que Sally quería; en la superficie de la caja lisa apareció un dibujo.

Whitbread lo estudió y luego miró a la pantalla donde estaba la pajeña.

—La frente ¡Es más inclinada!

—Eso es lo que nosotros pensamos, el doctor Horvath y yo.

—No es fácil darse cuenta. Como tiene la cabeza tan ladeada…

—Lo sé. Pero no hay duda. Creemos que las manos son también distintas. Aunque la diferencia sea muy pequeña.

Sally frunció el ceño y aparecieron tres cortas arrugas entre sus cejas marrones. Se había cortado el pelo muy corto para el espacio, y el ceño fruncido y el pelo corto la hacían parecer muy eficiente. Esto no le gustó a Whitbread.

—Así que tenemos tres tipos distintos de pajeños —dijo—. Y sólo cuatro pajeños. Esto significa un porcentaje muy alto de mutación, ¿no le parece?

—Yo… No me sorprendería… —Whitbread recordó las lecciones de historia que había dado el capellán Hardy a los guardiamarinas durante el viaje—. Están atrapados en este sistema. Embotellados. Si tuviesen una guerra atómica, tendría que seguir viviendo después, ¿no es cierto? —pensó en la Tierra y se estremeció.

—No hemos descubierto ninguna prueba de guerras atómicas.

—Salvo el porcentaje de mutación. A Sally se echó a reír.

—Argumenta usted en círculos. De cualquier modo, no tiene sentido. Ninguno de estos tres tipos puede considerarse una deformación. Están todos muy bien adaptados y perfectamente sanos… salvo el muerto, claro, y eso no cuenta, pues difícilmente elegirían a un lisiado para pilotar la sonda.

—Sí, desde luego. ¿Cuál es entonces la solución?

—Usted los vio primero, Jonathon. Podemos considerar al de la sonda un tipo A. ¿Cuál era la relación entre los tipos B y C?

—No lo sé.

—Pero usted los vio juntos.

—No tenía sentido. Los pequeños se mantenían apartados de la grande, al principio, y la grande no les hacía caso. Luego yo indiqué a la grande que quería que me acompañase a la MacArthur. Entonces cogió a los dos primeros pequeños que se pusieron a su alcance, los metió en la bolsa y mató al resto sin previo aviso.

Whitbread se detuvo, pensando en el torbellino que le había expulsado de la cámara neumática de la nave pajeña.

—Eso me dijo usted. ¿Qué son los pequeños? ¿Animales domésticos? ¿Niños? Pero ella los mató. ¿Parásitos? ¿Por qué salvar a esos dos? ¿Animales que le sirven de alimentación? ¿Ha considerado eso?

—¿Cómo vamos a comprobarlo? —dijo Sally hoscamente—. ¿Cree usted que vamos a cocinar a una de las pequeñas para ofrecérsela a la grande? Sea razonable.

La alienígena de la cabina de Crawford sacó un puñado de una especie de semilla y lo comió.

—Palomitas de maíz —dijo Sally—. Probamos primero con las pequeñas. Quizás sirviesen para eso, para probar los alimentos.

—Quizás.

—Come también coles. Bueno, no se morirá de hambre. Pero quizás pueda morirse por deficiencia vitamínica. Lo único que podemos hacer es observar y esperar… Supongo que llegaremos muy pronto al planeta de donde proceden. Mientras tanto, usted es el único hombre que ha visto la nave pajeña. ¿Estaba doblado el asiento del piloto? Sólo pude verlo un instante a través de la cámara de su casco.

—Sí, lo estaba. De hecho se ajustaba a ella como un guante. Advertí algo más. El tablero de control estaba situado del lado derecho del asiento. Sólo para las manos derechas…

Recordaba mucho de la nave minera, en realidad. El explicarlo le permitió seguir disfrutando de la agradable compañía de la señorita Fowler hasta que tuvo que volver a hacerse cargo del servicio de vigilancia. Sin embargo, ninguno de los datos que recordaba resultó particularmente útil.


Apenas había ocupado Whitbread su puesto en el puente, llamó el doctor Buckman preguntando por el capitán.

—Una nave, Blaine —dijo Buckman—. Procede del mundo habitable, Paja Uno. No la localizamos porque estaba oculta por culpa de esa condenada señal láser.

Blaine hizo un gesto de asentimiento. También sus pantallas habían mostrado la nave pajeña nueve minutos antes. La tripulación de Shattuck no estaba dispuesta a dejar que los civiles tuviesen un sistema de observación mejor que la Marina.

—Nos alcanzará en unas ochenta y una horas —dijo Buckman—. Está acelerando a cero ochenta y siete gravedades, que es la gravedad que existe en la superficie de Paja Uno por una curiosa coincidencia. Desprende constantemente neutrinos. En general actúa como la primera nave, aunque es mucho más grande. Si descubrimos algo más se lo comunicaré.

—De acuerdo. Continúe vigilando, doctor. —Blaine hizo un gesto y Whitbread desconectó el circuito; el capitán se volvió a su segundo—. Compare, por favor, lo que sabemos con el archivo de Buckman, Número Uno.

—De acuerdo, señor. —Cargill accionó los controles de la computadora durante unos minutos—. ¿Capitán?

—¿Sí?

—Mire el momento inicial. Esa nave alienígena se puso en camino poco más de una hora después del encuentro. Blaine lanzó un silbido.

—¿Está usted seguro? Eso significa que tardaron diez minutos en detectarnos, otros diez en determinar nuestro rumbo y cuarenta en prepararse y despegar. Jack, ¿qué tipo de nave despega en cuarenta minutos?

Cargill frunció el ceño.

—Ninguna, que yo sepa. La Marina podría hacerlo, mantener una nave con tripulación completa en situación de alerta…

—Exactamente. Creo que esa nave que avanza hacia nosotros es una nave de guerra. Será mejor que se lo comunique al almirante y luego a Horvath. Whitbread, póngame con Buckman.

—¿Sí? —el astrofísico parecía inquieto.

—Doctor, necesito todo lo que su gente pueda descubrir sobre esa nave pajeña. Inmediatamente. ¿No podría estudiar detenidamente su aceleración? Me parece bastante extraña.

Buckman estudió los números que Blaine transmitió a su pantalla.

—Creo que está bastante claro. Salieron de Paja Uno o de una luna próxima cuarenta minutos después de que llegáramos nosotros. ¿Cuál es el problema?

—Si despegaron a esa velocidad, es casi seguro que se trata de una nave de guerra. Nos gustaría creer lo contrario. Buckman parecía molesto.

—Piense lo que quiera, capitán, pero lo estropeará todo. Hayan despegado en cuarenta minutos o… bueno, el vehículo pajeño podría haber partido de algún punto situado a unos dos millones de kilómetros de este lado de Paja Uno; esto les daría más tiempo… pero no lo creo.

—Tampoco yo. Quiero que se asegure respecto a esto, doctor Buckman. ¿Qué podríamos suponer que les daría más tiempo para despegar?

—Déjeme pensar… No estoy acostumbrado a calcular en términos de cohetes, ¿sabe? Mi campo son más bien las aceleraciones gravitatorias, veamos…

Buckman adoptó una extraña expresión, con los ojos en blanco. Durante unos instantes pareció un imbécil.

—Hay que considerar un período de deslizamiento. Una aceleración mucho mayor que el mecanismo de lanzamiento. Muchísimo mayor.

—¿Cuánto cree usted que pudo prolongarse el primer período?

—Varias horas por cada una que quiera usted darles para tomar una decisión. Capitán, no comprendo su problema. ¿Por qué no van a poder lanzar una nave científica de investigación en cuarenta minutos? ¿Por qué tenemos que suponer que es una nave de guerra? Después de todo la MacArthur es ambas cosas, y le costó a usted un tiempo absurdamente largo despegar. Yo estaba listo varios días antes.

Blaine apagó la pantalla. Le retorcería el cuello de muy buena gana, se dijo. Pero tendría que comparecer ante un tribunal militar. De todos modos alegaría homicidio justificado. Citaría como testigos a todos los que conocían a Buckman. No tendrían más remedio que absolverme. Apretó varias teclas.

—Cargill, ¿qué ha conseguido?

—Ellos lanzaron la nave en cuarenta minutos.

—Lo cual significa que es una nave de guerra.

—Eso piensa el almirante, señor. El doctor Horvath no está convencido.

—Ni yo tampoco, pero tendremos que estar preparados por si acaso. Y tendremos que saber más sobre los pajeños de lo que están descubriendo el doctor Horvath y su gente con nuestra pasajera. Cargill, quiero que coja usted el transbordador y vaya hasta el asteroide en que estaba la pajeña. No hay ninguna señal de actividad allí, así que supongo que se trata de un lugar seguro… quiero saber exactamente qué es lo que estaba haciendo allí la pajeña. Podría darnos la clave.

18 • La Colmena de Piedra

Horace Bury observaba a las pajeñas de treinta centímetros de estatura que jugaban detrás de la pantalla de alambre.

—¿Muerden? —preguntó.

—No lo han hecho aún —contestó Horvath—. Ni siquiera cuando los biotécnicos les extrajeron muestras de sangre.

Bury le desconcertaba. El Ministro de Ciencias, Horvath, se consideraba muy capaz para juzgar a la gente (cuando abandonó la ciencia para entrar en la política, tuvo que aprender deprisa), pero no podía descubrir cuáles eran los procesos mentales de Bury. La fácil sonrisa del comerciante era sólo una fachada pública; tras ella, y sin emociones, Bury observaba a los pajeños como Dios juzgando una creación dudosa.

Bury pensaba: qué feos son. Qué horror. Al menos podrían ser útiles como animales domésticos… Avanzó hasta un agujero que había en la red, lo bastante grande para un brazo pero no para un pajeño.

—Detrás de la oreja —sugirió Horvath.

—Gracias.

Bury se preguntó si se acercaría alguna a investigar su mano. Se acercó la más delgada, y Bury le rascó detrás de la oreja, cuidadosamente, pues la oreja parecía frágil y delicada. Pareció gustarle.

Son espantosos como animales domésticos, pensó Bury, pero podrían venderse a varios miles cada uno. Durante un tiempo. Antes de que dejasen de ser novedad. Era mejor actuar en todos los planetas simultáneamente. Si se crían en cautividad, y podemos mantenerlos alimentados, y si dejo de vender antes de que la gente deje de comprar…

—¡Por Alá…! ¡Me ha quitado el reloj!

—Les encantan los aparatos. Habrá visto usted esa linterna que les dimos.

—A mí eso no me importa, Horvath. ¿Cómo voy a recuperar mi reloj? Por Alá… ¿cómo consiguió soltarlo?

—Entre y sáquelo. O déjeme a mí. —Horvath lo intentó; el espacio era demasiado grande y la pajeña no quería devolver el reloj; Horvath renunció—. No quiero molestarlas demasiado.

—¡Horvath, ese reloj vale ochocientas coronas! No sólo indica la hora y la fecha sino que… —Bury hizo una pausa—. En realidad, es a prueba de golpes. Anunciamos que cualquier golpe que pueda parar un Cronos matará también al propietario. No creo que pueda romperlo.

La pajeña examinaba el reloj de pulsera de forma serena y concentrada. Bury se preguntó si habría gente a quien aquellos gestos le resultasen cautivadores. Ningún animal doméstico se comportaba así. Ni siquiera los gatos.

—¿Hay cámaras filmando?

—Por supuesto —dijo Horvath.

—Quizás a mi empresa le interese comprar esta secuencia. Para fines publicitarios.

Esto era algo, pensaba Bury. Ahora se acercaba a ellos una nave pajeña, y Cargill se iba en un transbordador a algún sitio. Nunca conseguía sacarle nada a Cargill, pero le acompañaría Buckman. Quizás al final pudiera sacarle algún beneficio al café que bebía el astrofísico…

La idea le entristeció confusamente.


Aquel transbordador era el mayor de los vehículos que había en la cubierta hangar. Tenía un cuerpo elevado, con una superficie lisa arriba que se ajustaba a una de las paredes del hangar. Tenía escotillas de acceso propias, para llegar a la cámara neumática desde las regiones habitables de la MacArthur porque, normalmente, la cubierta hangar estaba en condición de vacío.

A bordo del transbordador no había ni generador de Campo Langston ni Impulsor Alderson. Pero su impulsor era eficaz y potente y tenía un depósito de combustible considerable, aun sin los tanques portátiles. El casco de protección ablativo del morro servía para un reingreso en una atmósfera terrestre de hasta veinte kilómetros por segundo, o varios reingresos si podían realizarse más lentamente. Estaba diseñado para una tripulación de seis individuos, pero podía llevar más. Podía ir de planeta en planeta, pero no viajar entre estrellas. Vehículos espaciales más pequeños que aquel transbordador de la MacArthur habían hecho historia una y otra vez.

Había media docena de hombres viviendo en él ahora. Uno de ellos había sido desplazado de su sitio para dejar espacio a Crawford cuando le había expulsado de su cabina una alienígena de tres brazos.

Cargill sonrió al ver esto.

—Me llevaré a Crawford —decidió—. Sería una vergüenza trasladarle de nuevo. Lafferty como timonel. Tres soldados… —Se inclinó sobre su lista de tripulantes—. Staley como guardiamarina—. Se alegraría mucho de tener una posibilidad de demostrar su valía, y cumplía las órdenes con bastante asiduidad.

El interior del transbordador estaba limpio y pulido, pero había pruebas de las reparaciones chapuceras de Sinclair a lo largo de la pared de estribor donde los lásers de la Defiant habían atravesado el caparazón ablativo; pese a las largas distancias en que se había desarrollado la lucha el transbordador había recibido graves daños.

Cargill extendió sus cosas en la única habitación cerrada y revisó los posibles rumbos que podía emprender. A aquella distancia podían ir todo el camino a tres gravedades. Porque la roca no tuviese una planta de fusión no iban a creer a ciegas que estaba deshabitada.

Jack Cargill recordó la velocidad con que la pajeña había reconstruido el gran filtro de su cafetera. ¡Incluso sin saber a lo que sabía el café! ¿Estarían más allá de la fusión? Dejó sus utensilios y se puso un traje de presión, una prenda tejida muy ajustada al cuerpo, lo bastante porosa para permitir que saliese el sudor, con un control de temperatura de regulación automática; con la ayuda de aquella tela tupida, su propia piel podía soportar la salida al espacio. El casco iba sellado en el cuello. En caso de combate, sobre aquella vestimenta se colocaba una pesada armadura, pero para realizar inspecciones bastaba aquello.

Desde el exterior no se veía señal alguna de daño o reparación. Parte del casco calorífico colgaba por debajo del morro del transbordador como una gran pala, dejando al descubierto las ventanas de la sala de control y la parte frontal del arma principal del vehículo: un cañón láser.

En caso de combate el primer deber del transbordador era realizar observaciones y enviar informes. A veces procuraba situarse como un torpedo sobre una nave de combate enemiga blindada. Contra las naves pajeñas, que carecían de Campo, aquel cañón era más que suficiente.

Cargill inspeccionó las armas del vehículo con más detenimiento de lo habitual. Temía ya a los pajeños. En esto era casi único; pero no lo sería eternamente.


La segunda nave alienígena era mayor que la primera, pero los cálculos de su masa dependían en gran medida de factores variables: la aceleración (conocida), el consumo de combustible (que se deducía de la temperatura del impulsor), temperatura de funcionamiento (que se deducía del espectro de radiación, cuya cúspide se encontraba en la región de los rayos X suaves) y eficiencia (pura especulación). La masa, considerada en su conjunto, parecía demasiado pequeña: aproximadamente del tamaño de una nave humana de tres tripulantes.

—Pero ellos no son hombres —indicó Renner—. Cuatro pajeños pesan tanto como dos hombres, pero no necesitan tanto espacio. No sabemos el equipo que llevan, el armamento ni la protección. Las paredes delgadas no parecen asustarles, y eso les permite construir cabinas mayores…

—Está bien —le interrumpió Rod—. Si no sabe, dígalo.

—No sé.

—Gracias —dijo pacientemente Rod—. ¿Hay algo de lo que esté seguro?

—Aunque parezca extraño, sí, señor. La aceleración. Ha sido constante en tres cifras significativas desde que localizamos la nave. Pero resulta extraño. Normalmente uno acciona el impulsor para mantenerlo al máximo, y corrige los pequeños errores sobre la marcha… y si dejas el impulsor solo, aún sigue habiendo diferencias. Para mantener la aceleración constante como ellos hay que estar controlándola constantemente.

Rod se rascó la nariz.

—Es una señal. Están diciéndonos exactamente adonde van.

—Sí, señor. Y vienen hacia aquí. Están diciéndonos que les esperemos —Renner esbozó una sonrisa extraña y feroz—. Bueno, sabemos algo más, capitán. El contorno transversal de la nave ha disminuido desde que la localizamos. Probablemente hayan abandonado algunos tanques de combustible.

—¿Cómo ha descubierto eso? ¿No tiene que estar el objetivo en tránsito sobre el sol?

—Normalmente sí. Pero aquí bloquea el Saco de Carbón. Hay suficiente luz saliendo del Saco de Carbón para permitirnos un buen cálculo del área transversal de la nave. ¿Se ha dado cuenta, capitán, de los colores del Saco de Carbón?

—No. —Blaine se rascó de nuevo la nariz—. El que se desprendan de tanques de combustible no parece muy propio de una nave de guerra, ¿verdad? Pero no es ninguna garantía. Lo único que nos dicen es que tienen prisa.


Staley y Buckman ocupaban los asientos traseros de la cabina de control triangular del transbordador. Mientras el vehículo se alejaba a una gravedad, Staley observaba cómo el Campo de la MacArthur se cerraba tras ellos. Frente al negro del Saco de Carbón el crucero de batalla parecía hacerse invisible. No había nada que mirar más que el cielo.

La mitad de aquel cielo era Saco de Carbón, sin estrellas salvo un cálido punto rosado a varios grados del borde. Era como si el universo terminase allí. Como un muro, pensó Horst.

—Mira eso —dijo Buckman, y Horst dio un salto—. Hay gente en Nueva Escocia que le llama la Cara de Dios. ¡Idiotas supersticiosos!

—Exactamente —dijo Horst. Las supersticiones eran absurdas.

—¡Desde aquí no parece en absoluto un hombre, y es diez veces más impresionante! Me gustaría que el marido de mi hermana pudiese verlo. Pertenece a la Iglesia de Él.

Horst asintió en la semioscuridad.

Desde cualquiera de los mundos humanos conocidos, el Saco de Carbón era un agujero negro en el cielo. Lo lógico hubiera sido esperar que fuese negro también allí. Pero ahora que sus ojos se ajustaban a la situación, Horst veía rastros de brillo rojo dentro del Saco de Carbón. La materia nebular parecía una serie de capas de visillos de gasa, como sangre extendida sobre el agua. Cuanto más grande parecía, más profundo podía verse en él. Ondas y torbellinos y corrientes parecían poseer una profundidad de años luz en el gas y el polvo sostenidos en el vacío.

—¡Os imagináis, tener que tocarme de cuñado un eliano! Intenté educar un poco a ese idiota —dijo Buckman enérgicamente—, pero no me escucha.

—Creo que nunca he visto un cielo más hermoso. ¿Toda esa luz viene del Ojo de Murcheson, doctor Buckman?

—No parece posible, ¿verdad? Hemos intentado localizar otras fuentes, fluorescencia, estrellas UV rodeadas de polvo… si hubiese masa allí dentro las habríamos localizado con los indicadores de masas. Eso no es tan probable, Staley. El Ojo no está tan lejos del Saco de Carbón.

—Un par de años luz.

—Bueno, ¿y qué? La luz viaja más deprisa que eso, si tiene vía libre. —Los dientes de Buckman brillaron a la desmayada luz multicolor del tablero de control—. Murcheson perdió una magnífica oportunidad al no estudiar el Saco de Carbón cuando pudo hacerlo. Por supuesto estaba en el peor lado del Ojo, y probablemente no se aventurase mucho más allá del punto de ruptura… ¡Y ha sido una suerte para nosotros, Staley! ¡Nunca imaginé una oportunidad como ésta! ¡Una espesa masa interestelar, y una supergigante roja exactamente en el borde como iluminación! Mire, mire el punto adonde señalo, Staley, hacia donde fluyen las corrientes. ¿Ve que hay como un remolino? Si su capitán me permitiese utilizar una vez la computadora de la nave, podría demostrar que ese remolino es una protoestrella en proceso de condensación. O que no lo es.

Buckman tenía un rango temporal superior al de Staley, pero era un civil. El cualquier caso, no debía hablar de aquel modo del capitán.

—Nosotros utilizamos la computadora para otras cosas, doctor Buckman.

—Desgraciadamente —dijo Buckman.

Su mirada pareció perderse de nuevo; su alma se perdía en aquel velo enorme de oscuridad rojiza.

—Pero quizás no la necesitemos —dijo—. Los pajeños deben de haber estado observando el Saco de Carbón durante toda su historia; centenares de años, millares quizás. Especialmente si han creado una seudociencia del estilo de la astrología. Si pudiéramos hablar con ellos…

—Nos preguntamos —dijo Staley— por qué tiene usted tanto interés en venir con nosotros.

—¿Cómo? ¿Se refiere a ir a ver esa roca? Staley, a mí no me importa para qué la utilizaba la pajeña. Lo que quiero saber es por qué los puntos troyanos están tan sobrecargados.

—¿Y cree que encontrará la clave aquí?

—Quizás en la composición de la roca. Hay posibilidades de que así sea.

—Podré ayudarle allí —dijo lentamente Staley—. Sauron, mi planeta natal, tiene un cinturón de asteroides e industrias mineras. Algo aprendí sobre eso de mis tíos. En otros tiempos pensé que yo también podría ser un buen minero. —Se detuvo bruscamente, esperando que Buckman trajese a colación un tema desagradable.

—Me pregunto —dijo Buckman— qué esperará encontrar aquí el capitán…

—Me lo dijo. Sabemos sólo una cosa sobre esa roca —dijo Staley—. La pajeña estaba interesada en ella. Cuando sepamos por qué, sabremos algo sobre los pajeños.

—No demasiado —gruñó Buckman.

Staley se tranquilizó. O bien Buckman no sabía por qué Sauron era un planeta deshonrado, o… ¿Tacto? ¿Buckman? Difícilmente.


El bebé pajeño nació cinco horas después de que el transbordador abandonase la MacArthur camino del asteroide. El nacimiento fue muy parecido al de los perros, considerando la relación distante entre la madre y los perros. Y sólo nació uno, del tamaño aproximado de una rata.

Acudió mucha gente aquel día, tripulación, oficiales y científicos. Hasta el capellán encontró una excusa para bajar.

—Mire, el brazo inferior izquierdo es mucho más pequeño —dijo Sally—. Teníamos razón, Jonathon. Los pequeños proceden de los pajeños grandes.

Alguien pensó que había que llevar a la pajeña grande a ver al recién nacido. No pareció interesarse lo más mínimo por el nuevo pajeño en miniatura; pero emitió sonidos dirigidos a las otras. Una de ellas sacó el reloj de Horace Bury de debajo de un cojín y se lo entregó a la grande.

Rod observaba las actividades que se desarrollaban alrededor del pajeño recién nacido cuando podía. Parecía muy activo para ser un recién nacido, de sólo unas horas de existencia, pues mordisqueaba coles y parecía capaz de caminar, aunque normalmente le ayudase a hacerlo la madre.

Entretanto, la nave pajeña seguía acercándose; y si había algún cambio en su aceleración era demasiado pequeño para que la MacArthur lo detectara.

—Llegarán aquí en setenta horas —dijo Rod a Cargill a través del transmisor láser—. Quiero que esté de vuelta en sesenta. No deje a Buckman empezar nada que no pueda acabar en ese límite. Si entran en contacto con alienígenas, díganmelo rápido… y no intenten hablar con ellos a menos que no puedan evitarlo.

—De acuerdo, capitán.

—No son órdenes mías, Jack. Son de Kutuzov. A él no le hace muy feliz esta excursión. Limítense a inspeccionar la roca y volver.

La roca quedaba a treinta millones de kilómetros de distancia de la MacArthur, veinticinco horas de viaje de ida y otras veinticinco de viaje de vuelta a una gravedad. Con cuatro gravedades el tiempo se reduciría a la mitad. No era bastante, pensaba Staley, para que mereciese la pena soportar cuatro gravedades.

—Pero podríamos ir a una gravedad y media —sugirió Cargill—. No sólo sería más rápido el viaje sino que nos cansaríamos más deprisa. No podríamos movernos mucho por allí. El transbordador no parecía tan atestado.

—Una idea inteligente —dijo con entusiasmo Cargill—. Una brillante sugerencia, señor Staley.

—¿Lo haremos entonces?

—No, no lo haremos.

—Pero… ¿por qué no, señor?

—Porque a mí no me gusta soportar esa gravedad. Porque se consume más combustible, y si consumimos demasiado combustible la MacArthur puede tener que entrar en la gigante gaseosa para el viaje de regreso. No hay que desperdiciar jamás combustible, señor Staley. Puede necesitarse más tarde. Y además, es una idea estúpida.

—Sí, señor.

—Las ideas estúpidas son para los casos de emergencia. Uno las utiliza cuando no puede hacer otra cosa. Si funcionan quedan consagradas. Pasan a figurar en el Libro. Si no hay que seguir el Libro, que es básicamente una colección de ideas estúpidas que funcionaron… —Cargill sonrió ante la expresión de desconcierto de Staley—. Permítame que le hable de una que yo conozco por el Libro…

Para un guardiamarina siempre era el momento de recibir una lección. Staley ocuparía puestos más elevados que aquél, si tenía capacidad y si sobrevivía.

Cargill terminó su relato y miró la hora.

—Duerma algo, Staley. Ocupará usted el control más tarde, a la vuelta.

Desde lejos el asteroide parecía oscuro, áspero y poroso. Efectuaba una rotación completa en treinta y una horas; extrañamente lento, según Buckman. No había ninguna señal de actividad: ni movimiento ni radiación ni flujo anómalo de neutrinos. Horst Staley buscó variaciones de temperatura, pero no descubrió ninguna.

—Creo que esto lo confirma —informó—. El lugar está vacío. Cualquier forma de vida desarrollada de Paja Uno necesitaría calor, ¿no es cierto?

—Así es.

El vehículo avanzó hacia la superficie del asteroide. Las irregularidades que habían hecho que la roca pareciese porosa desde lejos se convirtieron en bolsas y luego en grandes agujeros de tamaño variable. Evidentemente, meteoritos. Pero ¿tantos?

—Ya les dije que los puntos troyanos estaban sobrecargados —explicó Buckman muy contento—. Probablemente el asteroide pase a través de la espesura del racimo troyano regularmente… Pero déme un primer plano de ese gran agujero de allí, Cargill.

La pantalla quedó casi ocupada por un pozo negro. Alrededor de él se veían pozos más pequeños.

—No se ve ningún indicio de cráter —dijo Cargill.

—Se ha dado cuenta, ¿verdad? Ese maldito asteroide está hueco. Por esto tiene tan poca densidad. En fin, no está habitado ahora, pero debió de estarlo. Incluso se tomaron la molestia de proporcionarle una rotación cómoda. —Buckman se volvió—. Cargill, investigaremos detenidamente ese asteroide.

—Sí, pero no usted. Examinará la roca un equipo de la Marina.

—¡Eso entra dentro de mi competencia, demonios!

—Yo he de velar por su seguridad, doctor. Lafferty, dé la vuelta por el otro lado de la roca.

La parte trasera del asteroide era un enorme cráter en forma de copa.

—Tiene muchos cráteres pequeños… y son realmente cráteres. No son agujeros —dijo Cargill—. Doctor, ¿qué le parece eso?

—No lo entiendo. No puede ser una formación natural…

—¡Fue excavado! —exclamó Staley.

—Aunque parezca extraño, es precisamente lo que estaba pensando yo —dijo Cargill—. El asteroide fue desplazado utilizando instrumentos termonucleares, haciendo explotar las bombas progresivamente en el mismo cráter para canalizar el impulso. Eso ya se ha hecho antes. Déme un registro de radiaciones, guardiamarina.

—Desde luego, señor. —Salió y volvió al cabo de un minuto—. Nada, señor. Está frío.

—¿De veras? —Cargill fue a comprobar la lectura personalmente. Cuando acabó contempló todos los instrumentos y frunció el ceño—. Frío como el corazón de un pirata. Si utilizaron bombas, hicieron un trabajo magnífico. No me sorprendería que así fuese.

El transbordador siguió bordeando la montaña voladora.

—Eso podría ser una cámara neumática. Eso de allá. —Staley señaló una capa de piedra elevada a la que rodeaba una especie de diana de arquero de un naranja desvaído.

—Sin duda, pero no creo que consiguiéramos abrirla. Es mejor que entremos por uno de los agujeros meteoríticos. De todos modos… miraremos más detenidamente. Lafferty, descendamos.


En sus informes le llamaron el Asteroide Colmena. La roca estaba llena de cámaras interiores sin suelo ligadas por canales demasiado pequeños para los hombres. Todos llenos de secas y asimétricas momias. Fuesen cuales fuesen los milagros realizados por los constructores, la gravedad artificial no era uno de ellos. Los corredores iban en todas direcciones; las cámaras más grandes y las salas de almacenaje estaban llenas de huecos de almacenamiento, salientes donde sujetarse y puntos de anclaje para tender cables.

Las momias flotaban por todas partes, secas y flacas, con la boca abierta todas ellas. Variaban de un metro a metro y medio de longitud. Staley eligió varias y las cargó en el transbordador.

Había también maquinaria, incomprensible para Staley y sus hombres, congelada en el vacío. Staley arrancó una de las máquinas más pequeñas de la pared. La eligió por sus formas extrañas, no por el uso que pudiera darle; ninguna de las máquinas estaba completa.

—No hay metal —informó Staley—. Volantes de piedra y cosas que parecen circuitos integrados… cerámica con impurezas, cosas de ese tipo. Pero muy poco metal, señor.

Avanzaban al azar. Por fin llegaron a una cámara central. Era gigantesca, y también lo era la máquina que la dominaba. Cables que podían haber sido superconductores de energía convencieron a Staley de que aquélla era la fuente energética del asteroide; pero no había rastro de radiación.

Cruzaron estrechos pasajes entre extraños bloques de piedra, y encontraron al fin una gran caja metálica.

—Ábrala —ordenó Staley.

Lafferty utilizó su láser para cortar el metal. Observaron cómo el estrecho rayo verde caía sobre el metal plateado de la caja sin conseguir cortarlo. ¿Adonde irá la energía?, se preguntaba Staley. ¿Podrían de algún modo estar bombeando energía ellos? El calor que sintió en la cara le indicó la respuesta.

Observó el indicador termométrico. La caja estaba casi al rojo en toda su superficie. Cuando Lafferty desvió el láser, la caja se enfrió rápidamente; pero manteniendo la misma temperatura en todos sus puntos.

Un superconductor de calor. Staley silbó en el micrófono de su traje y se preguntó si podría encontrar una muestra más pequeña. Luego intentó utilizar tenazas con la caja, y ésta cedió como sí fuese de lata. Luego salió una capa arrancada por las tenazas. Arrancaron varias más con sus manos, protegidas por los guanteletes.

Era imposible hacer un mapa de la Colmena con sus estrechos y curvados pasadizos. Les era difícil saber dónde estaban; pero fueron dejando señales a su paso y utilizaron instrumentos de rayos protónicos para medir las distancias entre las paredes.

Las paredes de los pasadizos tenían el grosor de una cascara de huevo por el interior. Por el exterior no eran mucho más gruesas. El asteroide colmena no podía haber sido un lugar seguro para vivir.

Pero la pared que había bajo el cráter tenía un espesor de varios metros.

Radiación, pensó Staley. Allí tenía que haber radiación residual. Si no habrían excavado aquella pared lo mismo que las otras, para disponer de más espacio.

Se había producido sin duda una disparatada explosión demográfica allí.

Y luego algo los había matado a todos.

Y ahora no había ninguna radiación. ¿Cuánto hacía que había sucedido todo aquello? El lugar estaba cubierto de pequeños agujeros meteoríticos; hileras de agujeros en las paredes. ¿Cuánto haría?

Staley miró pensativo el pequeño y pesado artefacto pajeño que Lafferty y Sohl transportaban manualmente a través del pasadizo. El cimentado de vacío… y la trayectoria de las partículas elementales a través de una cara interna. Eso podría indicar a los científicos civiles de la MacArthur cuánto hacía que estaba abandonado el asteroide colmena; pero él ya sabía una cosa. El asteroide era viejo.

19 • La popularidad del Canal Dos

El capellán David Hardy observaba a las miniaturas sólo a través del intercomunicador, porque así no se veía envuelto en las interminables especulaciones sobre lo que eran los pajeños. Era una cuestión de interés científico para Horvath y su gente; pero para el capellán Hardy significaba algo más que curiosidad intelectual. Su misión era determinar si los pajeños eran humanos. Los científicos de Horvath sólo se preguntaban si eran seres inteligentes.

Por supuesto, la primera cuestión precedía a la otra. Era improbable que Dios hubiese creado seres con almas y sin inteligencia; pero era totalmente imposible que hubiese creado seres inteligentes sin alma, o seres cuya salvación se procesase por medios totalmente distintos a los de la Humanidad. Podrían ser incluso una forma de ángeles, aunque sería difícil imaginar formas más inadecuadas para los ángeles. Hardy sonrió ante la idea y volvió a su estudio de las miniaturas. La pajeña grande dormía.

Las miniaturas tampoco hacían nada interesante en aquel momento. Hardy no tenía necesidad de mantener una observación constante. De cualquier modo todo quedaba holografiado, y, como lingüista de la MacArthur, Hardy sería informado si pasaba algo. Estaba seguro ya de que las miniaturas no eran ni seres inteligentes ni humanos.

Lanzó un profundo suspiro. ¿Qué es el hombre para que te preocupes tanto por él, Señor? Y ¿por qué he de descubrir yo qué lugar ocupan en Tu plan los pajeños? Bueno, eso al menos era algo inmediato y directo. El adivinar el sentido oculto del plan divino es un juego viejo, muy viejo. Sobre el papel él era el hombre más adecuado para la tarea, el mejor sin duda de todo el sector Trans-Saco de Carbón.

Hardy hacía quince años que era sacerdote y doce que era capellán de la Marina, pero sólo ahora empezaba a concebirlo como su profesión. A los treinta y cinco años de edad había sido profesor titular de la Universidad Imperial de Esparta, especialista en idiomas antiguos y modernos y en el esotérico arte llamado arqueología lingüística. El doctor David Hardy había sido bastante feliz estudiando los orígenes de colonias recién descubiertas, perdidas durante siglos. Estudiando sus idiomas y sus palabras para objetos comunes podía determinar de qué zona del espacio procedían los colonos originales. Normalmente podía determinar el planeta e incluso la ciudad.

Lo único que no le gustaba de la universidad eran los estudiantes. No había sido particularmente religioso hasta la muerte de su mujer en un accidente, al estrellarse un vehículo de aterrizaje; entonces, y no estaba seguro aún de cómo había sucedido, el obispo fue a verle, y Hardy meditó mucho sobre su vida… e ingresó en un seminario. Su primera tarea después de ordenarse fue una desastrosa gira como capellán de estudiantes. Fue un fracaso, y se dio cuenta de que no servía para aquello. La Marina necesitaba capellanes, y siempre podía ser más útil un lingüista…

Ahora, a los cincuenta y dos años, estaba allí sentado frente a una pantalla de intercomunicación viendo a unos monstruos de cuatro brazos que jugueteaban con coles. Sobre la mesa había un jeroglífico, y Hardy jugueteaba con él. Domine, non… sum…

—Dignus, por supuesto.

Hardy rió para sí. Exactamente lo que él había dicho cuando el cardenal le encomendó la misión de acompañar a la expedición pajeña.

—Señor, no soy digno…

—Ninguno de nosotros lo es, Hardy —le había dicho el cardenal—. Pero tampoco somos dignos del sacerdocio, y aceptarlo es aún mayor presunción que ir a estudiar a los alienígenas.

—Tenéis razón, señor. —Contempló de nuevo el acertijo. De momento le resultaba más interesante que los alienígenas.


Rod Blaine no habría estado de acuerdo, pero no tenía tantas oportunidades de observar a las juguetonas criaturas como el capellán. Tenía trabajo, pero de momento podía dejarlo. El intercomunicador de su cabina sonó con firmeza, y las miniaturas se desvanecieron sustituyéndolas la cara suave y redondeada de Cargill.

—El doctor Horvath insiste en hablar con usted.

—Póngale en comunicación conmigo —dijo Rod.

Como siempre, los modales de Horvarth eran todo un estudio de cordialidad protocolaria. Horvath debía de estar acostumbrándose a tratar con hombres a los que no podía permitirse detestar.

—Buenos días, capitán. Tenemos las primeras imágenes de la nave alienígena. Pensé que le gustaría verlas.

—Gracias, doctor. ¿Cuál es la clave?

—Aún no están archivadas. Las tengo aquí.

La imagen se dividió, la cara de Horvath quedó a un lado y al otro apareció una sombra borrosa. Era larga y estrecha, con un extremo más ancho que el otro, y parecía translúcida. El extremo más delgado terminaba en una espina aguzada.

—Conseguimos esta imagen cuando la nave alienígena efectuó un giro. La ampliación y los eliminadores de ruido nos dieron esto, y no tendremos otra cosa mejor hasta que nos encontremos. —Naturalmente, pensó Rod. La nave alienígena tendría ahora el impulsor apuntando hacia la MacArthur.

La espina probablemente sea el impulsor de fusión pajeño. —Se marcó en la imagen una flecha de luz.

—Y estas formaciones del extremo frontal… Bueno, permítame que le muestre un gráfico de densidad.

El gráfico de densidad mostraba una sombra en forma de lápiz rodeada de una hilera de toroides mucho más ancha y casi invisible.

—¿Ve? Una masa interna, rígida, utilizada para el despegue. Podemos imaginar lo que hay allí dentro: el motor de fusión, la cámara purificadora de aire y agua para la tripulación. Hemos supuesto que esta sección fue lanzada por aceleración a alta impulsión.

—¿Y los anillos?

—Tanques de combustible hinchables, creemos. Algunos están vacíos ahora, como puede ver. Quizás los mantengan como espacio vital. Otros, indudablemente, los soltaron.

—Vaya, vaya. —Rod estudió la silueta mientras Horvath le observaba desde el otro lado de la pantalla; por último dijo—: Doctor, esos tanques no podían estar en la nave cuando despegó.

—No. Tuvieron que ser lanzados a su encuentro en la sección central. Sin pasajeros, pudieron darles un empuje mucho más elevado.

—¿Es un acelerador lineal? Los tanques no parecen metálicos.

—Bueno… no. No parecen metálicos.

—El combustible debe de ser hidrógeno, ¿no? Entonces, ¿cómo pudieron lanzarlo?

—Bueno, no sabemos —Horvarth vaciló otra vez—. Quizás hubiese una zona central metálica. Desprendida también.

—Bueno. Está bien. Gracias.

Tras pensarlo un rato, Rod colocó las imágenes en el intercomunicador. Casi todo pasaba por el intercomunicador, que servía a la vez como biblioteca, centro de diversión y de comunicaciones de la MacArthur. En los intervalos entre alertas, o durante un combate, un canal del intercomunicador podía mostrar… cualquier cosa. Diversiones enlatadas. Torneos de ajedrez. Partidas de ping-pong entre los campeones de cada sección. Una obra de teatro si la tripulación tenía tiempo suficiente… y a veces lo tenía. Cuando se veían obligados a permanecer inmovilizados.

La nave alienígena era lógicamente el principal tema de conversación en la sala de oficiales.

—Se ven sombras en esa especie de buñuelos huecos que tiene —afirmó Sinclair—. Y se mueven.

—Pasajeros. O muebles —dijo Renner—. Lo que significa que al menos esas cuatro secciones primeras las utilizan como espacio vital. Eso quizás signifique que hay un montón de pajeños.

—Sobre todo —dijo Rod, que entraba entonces —si están tan hacinados como en la nave minera. Siéntense caballeros. Sírvanos —añadió, haciendo una señal al camarero.

—Uno por cada hombre a bordo de la MacArthur —dijo Renner—. Y menos mal que hemos adaptado todo ese espacio extra…

Blaine pestañeó. Sinclair miraba como si el siguiente acontecimiento que transmitiese el intercomunicador pudiese provocar una pelea a quince asaltos entre el ingeniero jefe y el primer piloto…

—Sandy, ¿qué piensa de la idea de Horvath? —preguntó Renner—. No me interesa nada su teoría del lanzamiento de globos de combustible con una zona central metálica. ¿No sería mejor colocar en los tanques unos cascos metálicos? Mayor apoyo estructural. A menos que…

—¿Sí? —dijo Sinclair. Renner no dijo nada.

—¿De qué se trata, Renner? —preguntó Blaine.

—Nada importante, señor, una idea loca. Tengo que aprender a disciplinar mi mente.

—Suéltelo, señor Renner.

Renner era nuevo en la Marina, pero estaba aprendiendo a identificar aquel tono.

—De acuerdo, señor. Bueno, el hidrógeno es metálico a temperatura y presión adecuadas. Si esos tanques estuviesen realmente presurizados, el hidrógeno transmitiría una corriente… pero se necesitaría el tipo de presiones que existen en el núcleo de un planeta gaseoso gigante.

—¿Piensa usted realmente, Renner, que…?

—No, por supuesto que no, capitán. Era sólo una idea.


La extraña idea de Renner atosigó a Sandy Sinclair durante la guardia siguiente. Los oficiales de ingeniería no solían hacer guardias en el puente, pero los técnicos de Sinclair acababan de terminar una revisión de los sistemas vitales del puente y Sinclair quería comprobarlo. En vez de mantener a otro oficial de vigilancia con armadura mientras se sometía el puente al vacío, Sandy decidió vigilar él mismo.

Sus reparaciones funcionaban perfectamente, como siempre. Luego, después de quitarse la armadura, Sinclair contempló plácidamente desde su silla de mando a los pajeños. El programa pajeño gozaba de una tremenda popularidad en la nave, dividiéndose la atención entre la pajeña grande del camarote de Crawford y las miniaturas. La pajeña grande acababa de reconstruir la lámpara de su cabina. Ahora daba una luz más roja y más difusa, y la pajeña estaba además reduciendo la longitud de la litera de Crawford para proporcionarse casi un metro cuadrado de espacio de trabajo. Sinclair contempló admirado el trabajo de la pajeña; era muy hábil y tenía una gran seguridad en sí misma. Que discutan lo que quieran los científicos, pensó Sandy; aquel ser era inteligente.

En el Canal Dos jugaban las miniaturas. Tenían más público que la pajeña grande; y Bury, viéndolos a todos contemplar a los pequeños pajeños, sonreía para sí.

El Canal Dos captó la mirada de Sinclair, que apartó la vista de la pajeña grande, y luego súbitamente se incorporó de un salto. Las miniaturas estaban en plena relación sexual.

—¡Retiren eso del intercomunicador! —ordenó Sinclair. El operador pareció demorarse, pero al fin la pantalla cambió y el Canal Dos quedó en blanco. Momentos después, Renner salió al puente.

—¿Qué es lo que pasa con el intercomunicador, Sandy? —preguntó.

—No pasa nada —dijo Sinclair ásperamente.

—Sí pasa. El Canal Dos no se ve.

—Así es, señor Renner. Ha sido orden mía. —Sinclair parecía incómodo.

—Y ¿por qué pone objeciones al… programa? —preguntó Renner, sonriendo.

—Bueno, no podemos permitir que exhiban imágenes pornográficas en esta nave… ¡y menos con el capellán a bordo! Por no mencionar a la señorita.

La señorita en cuestión había estado también mirando el Canal Dos, y cuando las imágenes desaparecieron posó la cuchara y abandonó el comedor. Al salir se puso prácticamente a correr, sin hacer caso de las miradas de los que pasaban. Cuando llegó al salón jadeaba… allí seguían aún las miniaturas en flagrante delito. Se colocó al lado de la jaula y estuvo observándolas casi un minuto. Luego dijo, sin dirigirse a nadie en particular.

—La última vez que comprobaron, eran las dos hembras. Nadie dijo nada.

—¡Cambian de sexo! —exclamó—. Apuesto a que es la preñez lo que lo desencadena. Doctor Horvath, ¿qué piensa usted?

—Parece bastante probable —dijo Horvarth lentamente—. En realidad… estoy casi seguro de que el de arriba es la madre del pequeño. —Parecía esforzarse por no tartamudear. Se había ruborizado mucho.

—Oh, Dios mío —dijo Sally.

Acababa de ocurrírsele en aquel momento qué impresión estaría produciendo allí. Salió rápidamente de la sala en el momento en que desaparecía la imagen del intercomunicador. Llegó sin aliento. Las culturas Trans-Saco de Carbón habían desarrollado casi universalmente una profunda gazmoñería en sus costumbres…

Y ella, una dama imperial, corriendo a ver a dos alienígenas haciendo el amor, como si dijésemos.

Sintió deseos de gritar, de explicar. ¡Es importante! Este cambio de sexo debe de ser común a todos los pajeños. Debe de afectar sin duda a todo su estilo de vida, a su personalidad, su historia. Indica que los jóvenes pajeños se hacen casi independientes con gran rapidez… ¿Estaría ya destetada la cría, o debía la «madre», macho ahora, segregar leche incluso después del cambio de sexo? Esto afecta sin duda a todas las actividades de los pajeños, a todas. Es básico. Por eso me apresuré a…

Pero en vez de eso, se fue. Bruscamente.

20 • Vigilancia nocturna

En contra de lo habitual, la sala artillera estaba tranquila. Con tres jóvenes tenientes embutidos entre seis guardiamarinas, solía ser un caos. Potter suspiró feliz al ver que todos dormían salvo Whitbread. Pese a sus burlas, Whitbread era uno de los amigos que Potter tenía a bordo de la MacArthur.

—¿Cómo está la astronomía? —preguntó suavemente Whitbread; el guardiamarina estaba tendido en su hamaca—. Páseme una botella de cerveza, Gavin, ¿quiere?

Potter cogió también otra para él.

—Abajo parece una casa de locos, Jonathon. Pensé que las cosas mejorarían cuando encontrasen Paja Uno, pero no es así.

—Bueno, trazar el mapa de un planeta es para la Marina algo rutinario —dijo Whitbread.

—Puede que sea rutinario para la Marina, pero éste es mi primer viaje en un crucero espacial. He tenido que hacer yo la mayor parte del trabajo, mientras ellos discuten nuevas teorías que no soy capaz de entender. Supongo que usted lo considerará un buen entrenamiento…

—Lo es.

—Gracias. —Potter bebió un trago de cerveza.

—Y tampoco es que sea más divertido. ¿Qué ha conseguido usted hasta ahora?

—Muy poco. Hay una luna, como sabe, así que calcular la masa fue fácil. La gravedad superficial es de unos ochocientos setenta centímetros por segundo al cuadrado.

—Cero ochenta y siete como media. Exactamente lo que acelera la sonda pajeña. Era de esperar, no es ninguna sorpresa.

—Pero sí hay sorpresas en la atmósfera —dijo Potter con insistencia—. Y hemos localizado ya los centros de civilización. Neutrinos, columnas de aire sobre la plantas de fusión, electromagnetismo… están por todas partes, en todos los continentes e incluso en el mar. El planeta está atestado.

Potter decía esto sobrecogido. Estaba acostumbrado a la amplitud de espacio de Nueva Escocia.

—Tenemos también un mapa —continuó—. Estaban terminando un mapa total del planeta cuando me fui. ¿Le gustaría verlo?

—Desde luego.

Whitbread desató la red de su hamaca. Bajaron las dos cubiertas hasta la zona de los científicos. La mayoría de los civiles trabajaban en las zonas de gravedad relativamente alta próximas a la superficie exterior de la MacArthur, pero dormían más cerca del núcleo central de la nave.

El globo, de unos ciento veinte centímetros, estaba instalado en un pequeño vestíbulo que utilizaba la sección astronómica. Durante los combates el comportamiento lo ocupaban los grupos de control de daños y lo utilizaban para piezas de reparaciones de emergencia. Ahora estaba vacío. Un repiqueteo anunció la última guardia.

Había ya un mapa completo del planeta en el que sólo faltaba el polo sur, y el globo indicaba la inclinación axial del astro. Los telescopios amplificadores de luz de la MacArthur habían proporcionado una imagen muy semejante a la de cualquier planeta tipo Tierra: profundos y variados azules difuminados por escarcha blanca, desiertos rojos y las blancas cimas de las montañas. Las películas se habían tomado en varios períodos y diversas longitudes de onda para que las nubes no oscureciesen demasiado la superficie. Los centros industriales, marcados con una señal dorada, salpicaban el planeta.

Whitbread estudió el mapa cuidadosamente mientras Potter servía café del termo del doctor Buckman. Buckman, por alguna razón, tenía siempre el mejor café de la nave… al menos el mejor al que tenían acceso los guardiamarinas.

—Señor Potter, no sé por qué, pero tengo la impresión de que se parece a Marte.

—No sé por qué será, señor Whitbread. ¿Qué es un Marte?

—El cuarto planeta del Sol. ¿Nunca ha estado usted en Nueva Anápolis?

—Recuerde que yo soy del sector Trans-Saco de Carbón.

—Bueno, ya irá usted allí. Aunque supongo que eliminan parte del entrenamiento en el caso de los reclutas coloniales. Es una lástima. Puede que el capitán consiga arreglárselo. Lo más curioso es la última misión de entrenamiento, cuando te hacen calcular el mínimo de combustible para hacer un aterrizaje de emergencia en Marte, y luego hacerlo con tanques sellados. Hay que utilizar la atmósfera como freno, y como hay muy poca, tiene uno casi que rozar el suelo para conseguir algo.

—Eso parece bastante divertido, señor Whitbread. Lo lamento, pero tengo una cita con el dentista ese día.

Whitbread continuó contemplando el globo mientras bebían el café.

—Me inquieta la idea, Gavin. De veras. Preguntémosle a alguien.

—El teniente Cargill aún está fuera, en la Colmena.

Como primer teniente, Cargill era quien estaba oficialmente al cargo del entrenamiento de los guardiamarinas. Era también paciente con los jóvenes, mientras que otros muchos oficiales no lo eran.

—Puede que esté levantado alguien aún —sugirió Whitbread.

Avanzaron hacia el puente, y vieron a Renner con jabón en la barbilla. No le oyeron maldecir porque tenía que compartir ahora su camarote con otros nueve oficiales.

Whitbread explicó su problema.

—Y me parece como si fuese Marte, señor Renner. Pero no sé por qué.

—Yo tampoco —dijo Renner—. Nunca he estado cerca del Sol.

No había motivo alguno para que las naves mercantes pasasen de la órbita de Neptuno, aunque, como hogar original de la Humanidad, el Sol quedaba emplazado en una posición central como punto de comunicación con otros sistemas más prósperos.

—Nunca oí nada bueno sobre Marte. ¿Por qué es importante?

—No lo sé. Probablemente no lo sea.

—Pero usted parece pensar que lo es. Whitbread no contestó.

—Hay algo extraño en Paja Uno, sin embargo. Parece cualquier otro planeta del Imperio, salvo… ¿O será sólo porque sé que está lleno de monstruos alienígenas? Bueno, tengo que tomar un vaso de vino con el capitán dentro de cinco minutos. Permítame que coja mi capote y continúe hacia allí. Se lo preguntaremos.

Renner entró rápidamente en su cabina antes de que Whitbread y Potter pudiesen protestar. Potter miró a su compañero acusadoramente. ¿En qué clase de lío le había metido ahora?

Renner les condujo escaleras abajo a la torre de alta gravedad donde estaba la cabina de control del capitán. Un aburrido soldado que se sentaba a la mesa que había junto a la puerta. Whitbread le reconoció… era del dominio público que el alambique de vacío del sargento Maloney, localizado en algún punto situado delante de la sala de torpedos de estribor, hacía el mejor whisky irlandés de la Flota. A Maloney le interesaba sobre todo la calidad, no la cantidad.

—Bien, que pasen los guardiamarinas —dijo Blaine—. No hay apenas nada que hacer hasta que regrese el transbordador. Entren, caballeros. ¿Vino, café o algo más fuerte?

Whitbread y Potter pidieron jerez, aunque Potter hubiese preferido whisky. Lo bebía desde los once años. Se sentaron en pequeñas sillas plegables que se ajustaban en trinquetes esparcidos alrededor de la cubierta de la cabina de Blaine. Las escotillas de observación estaban abiertas y el Campo de la nave desconectado, de modo que la masa de la MacArthur colgaba sobre ellos. Blaine advirtió las miradas nerviosas de los guardiamarinas y sonrió. A todos les pasaba igual al principio.

—¿Cuál es el problema? —preguntó Blaine. Whitbread se lo explicó.

—Comprendo, señor Potter. ¿Podría emplazar el globo en mi intercomunicador? Gracias. —Rod estudió la imagen en la pantalla—. Bueno, es un mundo de aspecto normal. Sin embargo, los colores parecen un poco apagados. Las nubes parecen… sucias, diría yo. No es raro. Hay todo tipo de crudos en la atmósfera. Debería usted saber eso, señor Whitbread.

—Sí, señor —Whitbread arrugó la nariz—. Materia sucia.

—Exactamente. Pero es el helio lo que preocupa al señor Buckman. Me pregunto si lo habrá calculado ya. Hace ya varios días… Maldita sea, Whitbread, se parece mucho a Marte. Pero ¿por qué?

Whitbread se encogió de hombros. Ahora lamentaba haber planteado la cuestión.

—Es difícil distinguir los contornos. Siempre lo es.

Con aire ausente Rod llevó su café y su whisky irlandés junto a la pantalla del intercomunicador. Oficialmente no sabía de dónde procedía aquel whisky. Kelley y sus infantes de marina velaban siempre, sin embargo, porque el capitán tuviese cantidad suficiente. A Cziller le gustaba el slivovitz, y esto había puesto a prueba el ingenio de Maloney.

Blaine trazó el perfil de un pequeño mar.

—Es difícil diferenciar la tierra del mar, pero las nubes parecen siempre formaciones permanentes… —trazó el perfil de nuevo—. Ese mar es casi un círculo.

—Sí. Y ése también. —Renner marcó un fino anillo de islas mucho mayores que el mar que Blaine había estudiado—. Y esto… sólo puede verse una parte del arco. —Aquello estaba en tierra, un arco de colinas bajas.

—Son todo círculos —proclamó Blaine—. Lo mismo que en Marte. Ésa es la cuestión. Marte ha estado girando a través del cinturón asteroidal del Sol cuatro millones de años. Pero no hay tantos asteroides en este sistema, y además están todos en los puntos troyanos.

—Señor, ¿no son la mayoría de los círculos un poco más pequeños, en realidad? —preguntó Potter.

—Lo son, señor Potter. Lo son.

—¿Y qué puede significar eso? —preguntó Whitbread en voz alta, aunque había querido en realidad hablar sólo para sí.

—Otro misterio para Buckman —dijo Blaine—. Le encantará. Ahora, utilicemos el tiempo más constructivamente. Me alegro de que hayan traído consigo a este joven, señor Renner. ¿Saben jugar ustedes dos al bridge?

Sabían, pero Whitbread tuvo una racha de mala suerte. Perdió casi la paga de un día.


El juego terminó con el regreso del transbordador. Cargill fue inmediatamente a la cabina del capitán para hablarle de la expedición. Traía información, estaban descargando un par de mecanismos pajeños incomprensibles en aquel momento en la cubierta hangar, y una plancha rota y retorcida de material metálico dorado que llevaba él mismo en las manos, protegidas con gruesos guantes. Blaine dio las gracias a Renner y a los guardiamarinas por la partida y éstos entendieron la velada indirecta, aunque a Whitbread le hubiese gustado quedarse.

—Yo me voy a mi litera —dijo Potter—. A menos que…

—¿Sí? —instó Whitbread.

—¿No sería un magnífico espectáculo si el señor Crawford fuese ahora a ver su cabina? —dijo Potter maliciosamente. Jonathon Whitbread esbozó una suave sonrisa.

—Lo sería, realmente, señor Potter. Desde luego que sí. ¡Démonos prisa!

Merecía la pena. Los guardiamarinas no estaban solos en las salas de órdenes, fuera de la cubierta hangar, cuando un soldado de comunicaciones, por orden de Whitbread, conectó con el camarote.

Crawford no les desilusionó. Habría cometido xenocidio, el primer crimen de este género en la historia humana, si sus amigos no le hubiesen contenido. Tanto se enfureció que se enteró de ello el capitán, y como resultado Crawford fue directamente de ronda a la guardia siguiente.

Buckman cogió a Potter y se lo llevó al laboratorio de astronomía, seguro de que el joven guardiamarina era el organizador de aquel caos. Le sorprendió agradablemente el trabajo realizado. Le agradó también el café que estaba esperándole. Aquel termo estaba siempre lleno, y Buckman había llegado a acostumbrarse. Sabía que era obra de Horace Bury.

A la media hora de llegar el transbordador, Bury supo de la plancha de metal dorado. Aquello era algo extraño… y, potencialmente, muy valioso. También podían serlo las máquinas pajeñas de aspecto antiguo… ¡Si pudiese tener acceso a la computadora del transbordador! Pero las habitaciones de Nabil no incluían esto.

Después tendrían que tomar café y charlar con Buckman, pero eso podía esperar, desde luego. Y al día siguiente llegaría la nave pajeña. No había duda, iba a ser una expedición muy importante… ¡y la Marina creía estar castigándole por apartarle de sus negocios! Desde luego, no aumentarían los negocios sin la supervisión de Bury, pero el daño no sería muy grave tampoco; y, además, con lo que podría aprender allí, quizás Autonética Imperial se convirtiese en la empresa más poderosa de la Asociación de Comerciantes Imperiales. Si la Marina pensaba que la Asociación les causaba problemas ahora, ya verían lo que iba a ser cuando Horace Bury la controlase… Sonrió levemente para sí. Nabil, al ver sonreír a su amo, se encogió nervioso, intentando pasar desapercibido.

Abajo, en la cubierta hangar, Whitbread se vio obligado a trabajar junto con todos los demás que andaban por allí. Cargill había traído una serie de objetos de la Colmena de Piedra, y tenían que desempaquetarlos. Whitbread fue lo bastante hábil para ofrecerse voluntario como ayudante de Sally antes de que Cargill le diese otro trabajo.

Descargaron esqueletos y momias para el laboratorio de antropología. Eran miniaturas del tamaño de muñecas, muy frágiles, similares a las miniaturas vivas que había en la nave. Otros esqueletos, que según Staley eran muy numerosos en la Colmena, eran similares a la minera pajeña que se alojaba ahora en el camarote de Crawford.

—¡Vaya! —gritó Sally. Estaba sacando otra momia.

—¿Qué pasa? —preguntó Whitbread.

—Esta, Jonathon. Es igual que el pajeño de la cápsula. Aunque la inclinación de la frente… pero, claro está, tuvieron que escoger a la persona más inteligente para que hiciera de emisario en Nueva Caledonia. Éste es el primer contacto con alienígenas también para ellos.

Había una momia pequeña de cabeza diminuta, sólo un metro de longitud y manos largas y frágiles. Los largos dedos de las tres manos estaban rotos. Había una mano seca que Cargill había encontrado flotando libremente, y que era distinta a lo que habían visto hasta entonces: los huesos fuertes, rectos y gruesos, las articulaciones grandes. ¿Artritis?, se preguntó Sally. La colocaron cuidadosamente y pasaron a la caja siguiente, los restos de un pie que también flotaba libre. Tenía una espina pequeña y aguda en el talón, y la parte delantera del pie era tan dura como el casco de un caballo, muy aguda y afilada, a diferencia de las estructuras de los otros pies de los pajeños.

—¿Mutaciones? —dijo Sally; se volvió al guardiamarina Staley, que había sido reclutado también para descargar—. ¿Dice usted que la radiación había desaparecido?

—Por completo —contestó Staley—. Pero en otros tiempos tuvo que haber allí una radiación infernal.

—Me pregunto —dijo Sally— de qué época estaremos hablando. ¿Hace miles de años? Dependería de lo limpias que fuesen esas bombas que utilizaron para impulsar el asteroide.

—No había modo de determinarlo —dijo Staley—. Pero el lugar parecía viejo, Sally. Muy viejo. Lo más viejo con que puedo compararlo es la Gran Pirámide de la Tierra. Parecía más viejo aún.

—Bueno —dijo ella—. Pero no hay ninguna prueba, Horst.

—No. Pero aquel lugar era viejo. Lo sé.


El análisis de los hallazgos tendría que esperar. Sólo descargarlos y almacenarlos les llevó hasta bien entrada la primera guardia, y todos estaban cansados. Eran las 0130, tres campanadas en el primer reloj, cuando Sally fue a su cabina y Staley a la sala artillera. Jonathon Whitbread se quedó solo.

Había tomado demasiado café en la cabina del capitán y no estaba cansado. Ya dormiría más tarde. De hecho tenía que hacerlo, pues la nave pajeña se situaría a la altura de la MacArthur durante la guardia de mediodía. Pero eso quedaba a nueve horas de distancia, y Whitbread era joven.

Los pasillos de la MacArthur brillaban con la mitad de las luces de día de la nave. Estaban casi vacíos y las puertas de los camarotes cerradas. Las voces humanas, siempre presentes durante el día de la MacArthur en todos los pasillos, interfiriendo unas con otras hasta el punto de no poder distinguirse ninguna voz aislada, habían dejado paso… al silencio.

Sin embargo, persistía la tensión del día. La MacArthur no volvería a descansar mientras siguiese dentro del sistema alienígena. Y allí fuera, invisible, las pantallas alzadas y la tripulación haciendo guardias dobles, estaba la gran masa cilíndrica de la Lenin. Whitbread pensó en el inmenso cañón láser de la nave de combate: en aquel momento debía de estar apuntando a la MacArthur.

A Whitbread le encantaban las guardias nocturnas. Había espacio para respirar y para estar solo. Había además compañía, los demás miembros de la tripulación de guardia, los científicos que trabajaban hasta muy tarde… Sólo entonces parecía que todos se hubiesen ido a dormir. Bueno, siempre podía mirar a las miniaturas por el intercomunicador, tomar un último trago, leer un poco e irse a dormir después. Lo agradable de la primera guardia era que habría laboratorios desocupados en que sentarse.

La pantalla del intercomunicador siguió en blanco cuando marcó la clave de los pajeños. Whitbread frunció el ceño por un segundo… Luego sonrió y se dirigió hacia la sala de oficiales.

No había duda: Whitbread esperaba encontrar a las dos miniaturas consagradas a sus prácticas sexuales. Después de todo un guardiamarina debía buscarse su propia diversión.

Abrió la puerta… y algo chocó con sus pies y desapareció, un resplandor amarillo y marrón. La familia de Whitbread había tenido perros. Esto le había proporcionado ciertos reflejos. Saltó hacia atrás muy rápido, cerró la puerta de golpe para impedir que saliese algo más, y luego miró hacia el pasillo.

Lo vio claramente un instante antes de que se escabullese en la cocina de la tripulación. Uno de los pequeños pajeños; y su contorno no tenía que ser la cría.

El otro adulto debía de seguir en la sala de oficiales. Whitbread vaciló un instante. Estaba acostumbrado a coger perros siguiéndoles inmediatamente. Estaba en las cocinas… pero no le conocía, no estaba acostumbrado a su voz y, maldita sea, no era un perro. Whitbread frunció el ceño. Aquello no iba a resultar divertido. Acudió al intercomunicador y llamó al oficial de guardia.


—Demonios, John —dijo Crawford—. Está bien, ¿así que dice usted que uno de esos condenados seres sigue aún en la sala de oficiales? ¿Está usted seguro?

—No, señor. En realidad no he mirado dentro. Pero sólo localicé a uno fuera.

No mire dentro —ordenó Crawford—. Permanezca junto a la puerta y no deje entrar a nadie. Tendré que llamar al capitán.

La idea no le gustaba nada a Crawford. El capitán podía enfadarse si le despertaban sólo por una escapada sin importancia de uno de aquellos animalejos, pero las órdenes decían terminantemente que debía informarse de modo inmediato al capitán de cualquier actividad de los alienígenas.

Blaine era una de esas personas afortunadas que son capaces de despertar inmediatamente sin transición. Escuchó el informe de Crawford.

—Muy bien, Crawford, vaya con un par de soldados a relevar a Whitbread y dígale al guardiamarina que venga. Quiero que me explique lo que vio. Coja otros dos soldados y despierte a los cocineros. Tienen que buscar en las cocinas hasta localizarlo. —Cerró los ojos para pensar—. Mantenga cerrada la sala de oficiales hasta que llegue allí el doctor Horvath.

Apagó el intercomunicador. Debo llamar a Horvath, pensó.

Y debo llamar al almirante. Mejor aplazar eso hasta que sepa lo que ha sucedido. Pero eso podía ser demasiado tiempo. Se puso el capote antes de llamar al Ministro de Ciencias.

—¿Que se escaparon? ¿Cómo? —exigió Horvath.

El Ministro de Ciencias no era una de esas personas afortunadas. Tenía los ojos enrojecidos, el pelo revuelto. Movía la boca, evidentemente poco satisfecho con su gusto.

—No sabemos —explicó pacientemente Rod—. La cámara estaba desconectada. Uno de los oficiales fue a investigar.

Esto bastará para los científicos, pensó. No permitiré que un puñado de civiles machaquen al muchacho. Si hay que castigarle, lo haré yo mismo.

—Doctor —continuó—, ahorraremos tiempo si baja usted inmediatamente allí.


El pasillo de la sala de oficiales estaba atestado. Horvath vestía una bata de seda roja; había cuatro infantes de marina, y estaban también Leyton, el segundo oficial de guardia, Whitbread y Sally Fowler con bata pero con el pelo recogido y sin huellas de sueño en la cara. Estaban también dos de los cocineros y un oficial de cocina, murmurando todos mientras apartaban cacerolas, buscando al pajeño, mientras otros soldados buscaban también desesperadamente.

—Cerré la puerta de golpe —decía Whitbread— y miré hacia el pasillo. El otro quizás escapase en la otra dirección…

—Pero usted cree que aún sigue ahí dentro.

—Sí, señor.

—Está bien, veamos si podemos entrar ahí sin dejarle salir.

—Capitán… ¿sabe usted si muerden? —preguntó un cabo—. Podríamos dar a los hombres guanteletes.

—No hará falta —aseguró Horvarth—. No han mordido nunca a nadie.

—Está bien, señor —dijo el cabo.

—Eso mismo dicen de las ratas colmeneras —murmuró uno de sus hombres, pero nadie le hizo caso.

Seis hombres y una mujer formaban un semicírculo alrededor de Horvath, que se disponía a abrir la puerta. Estaban todos tensos y ceñudos, los soldados con las armas dispuestas, preparados para cualquier cosa. Rod sintió por primera vez grandes deseos de reír. Los reprimió. Por aquel pobre y diminuto ser…

Horvath entró rápidamente. No salió nada.

Esperaron.

—Está bien —dijo el Ministro de Ciencias—. Ya lo veo. Entren, uno a uno. Está debajo de la mesa.

La miniatura les observaba mientras se deslizaban al interior, uno a uno, y la rodeaban. Si estaba esperando una vía de escape, nunca llegó a verla. Cuando se cerró la puerta y siete hombres y una mujer rodearon su refugio, se rindió. Sally la cogió en brazos.

—Pobrecilla —dijo. La pajeña miró a su alrededor, evidentemente asustada.

Whitbread examinó lo que quedaba de la cámara. Estaba cortocircuitada. Se había mantenido el cortocircuito el tiempo suficiente para que metal y plástico se fundieran y gotearan, dejando un hedor que aún no había eliminado la planta aérea de la MacArthur. También se había fundido, dejando un gran agujero, la alambrada que había detrás de la cámara. Blaine se acercó a examinar el desastre.

—Sally —preguntó—, ¿podrían ser tan inteligentes como para planear esto?

—¡No! —respondieron inmediatamente y a coro Sally y Horvath.

—El cerebro es demasiado pequeño —amplió el doctor Horvath.

—Ah —dijo para sí Whitbread. Pero no olvidaba que la cámara estaba dentro de la alambrada.

Llamaron inmediatamente a los técnicos de la sección de telecomunicaciones para que repararan el agujero. Soldaron encima una red nueva, y Sally volvió a meter a las miniaturas en su jaula. Los técnicos instalaron otra videocámara, que montaron fuera de la red. Nadie hizo ningún comentario. La búsqueda continuó durante toda la guardia. Nadie encontró a la hembra ni a la cría. Intentaron que les ayudase la pajeña grande, pero evidentemente no comprendió lo que le dijeron o no se interesó. Por último, Blaine volvió a su cabina a dormir un par de horas. Cuando despertó aún no habían aparecido las miniaturas.

—Podríamos echar a los hurones tras ellas —sugirió Cargill durante el desayuno en la sala de guardia. Un torpedero tenía un par de roedores del tamaño de gatos y los utilizaba para mantener libre de ratas y ratones el castillo de proa. Los hurones eran sumamente eficaces en esta tarea.

—Matarían a las pajeñas —protestó Sally—. No son peligrosas. Desde luego, no son más peligrosas que las ratas. ¡No podemos matarlas!

—Si no las encontramos rápidamente, el almirante me matará a —gruñó Rod, pero aceptó la objeción. La búsqueda continuaba cuando Blaine acudió al puente.

—Póngame con el almirante —dijo a Staley.

—De acuerdo, señor. —El guardiamarina habló por el circuito de comunicación.

Unos instantes después aparecieron en la pantalla los ásperos rasgos barbudos del almirante Kutuzov. El almirante estaba en su puente, tomando té de un vaso. Rod cayó en la cuenta de que nunca había hablado con Kutuzov sin que éste estuviese en el puente. ¿Cuándo dormía? Blaine informó sobre la desaparición de los pajeños.

—¿Aún no tiene ni idea de lo que son esas miniaturas, capitán? —preguntó Kutuzov.

—Así es, señor. Hay varias teorías. La más popular es que están relacionados con los pajeños lo mismo que los monos con los humanos.

—Eso es interesante, capitán. Supongo que esas teorías explicarán también por qué ese minero llevaba dos monos en su nave. Y por qué llevó dos monos a bordo de la MacArthur. Nosotros no acostumbramos a llevar monos, ¿verdad, capitán Blaine?

—No, señor.

—La sonda pajeña llegará en tres horas —murmuró Kutuzov—, y las criaturas escaparon la noche pasada. Esta relación me parece interesante, capitán. Creo que esas miniaturas son espías.

—¿Espías, señor?

—Espías. Le han dicho a usted que no son inteligentes. Quizás sea verdad, pero ¿pueden memorizar? No me parece imposible que puedan. Usted me ha hablado de las habilidades mecánicas de la alienígena grande. Ella ordenó a las miniaturas que devolviesen su reloj al comerciante. Capitán, no puede permitirse bajo ninguna circunstancia que la alienígena adulta establezca contacto con las miniaturas que han escapado. No debe permitírsele a ningún alienígena grande. ¿Ha comprendido?

—Sí, señor…

—¿Quiere saber el motivo? —preguntó al almirante—. Si hay alguna posibilidad de que esos seres descubran los secretos del Impulsor y el Campo, capitán…

—Comprendido, señor. Tomaré las medidas necesarias.

—Así lo espero, capitán.

Blaine se quedó un momento contemplando la pantalla en blanco, y luego volvió la vista hacia Cargill.

—Jack, usted viajó una vez con el almirante, ¿verdad? ¿Cómo es realmente por detrás de toda esa imagen legendaria?

Cargill ocupaba un asiento próximo a la silla de mando de Blaine.

—Yo sólo era guardiamarina cuando él era capitán, señor. La relación era demasiado distante. Lo cierto es que todos le respetábamos. Quizás sea el oficial más duro del Cuerpo y no excusa a nadie, y menos aún a sí mismo. Pero si hay que combatir, las posibilidades de regresar con vida son mucho mayores si es el Zar quien está al mando.

—Eso he oído. Ha ganado más combates que ningún otro oficial en servicio; pero, demonios, qué duro es el maldito.

—Desde luego que sí, señor.

Cargill estudió detenidamente a su capitán. No llevaban juntos mucho tiempo, y era más fácil hablar con Blaine de lo que habría sido con un capitán más viejo.

—No ha estado usted nunca en St. Ekaterina, ¿verdad, capitán? —preguntó.

—No.

—Pero tenemos a varios miembros de la tripulación que son de allí. En la Lenin hay más, claro. Hay un porcentaje muy alto de katerinenses en la Marina, capitán. ¿Sabe usted por qué?

—Sólo vagamente.

—Fueron introducidos por los elementos rusos de la antigua flota del Condominio —dijo Cargill—. Cuando la flota del Condominio salió del sistema solar, los rusos establecieron a sus mujeres e hijos en Ekaterina. En las Guerras de Formación sufrieron muchos ataques. Luego comenzaron las Guerras Separatistas, cuando Sauron atacó St. Ekaterina sin previo aviso. St. Ekaterina permaneció leal, pero…

—Como Nueva Escocia —dijo Rod. Cargill asintió con entusiasmo.

—Exactamente, señor. Fanáticos leales al Imperio. Con buenas razones, dada su historia. La única paz que han visto ha sido la impuesta por un Imperio fuerte.

Rod asintió y luego volvió a sus pantallas. Había un medio de hacer feliz al almirante.

—Staley —dijo—. Que el artillero Kelley ordene a todos los infantes de Marina que busquen a los pajeños escapados. Que disparen sobre ellos si es necesario. Si es posible sólo para inmovilizarlos, pero que disparen. Y suelten a esos hurones en la zona de cocinar.

21 • Los embajadores

Cuando la nave pajeña hizo su aproximación final, todos los detalles de su estructura quedaron ocultos por el relumbrante propulsor. La MacArthur enfocó sus pantallas sobre ella y, a cien kilómetros de distancia, también la Lenin se puso a observar.

—Todos a sus puestos de combate, señor Staley —ordenó suavemente Blaine.

Staley hizo girar completamente, en el sentido de las agujas del reloj, la gran palanca roja que ahora marcaba Condición Dos. Sonaron las alarmas, y luego un toque de trompeta grabado entonó «¡A las armas!», y sus rápidas notas resonaron por los pasillos de acero.

—ATENCIÓN. ESCUCHEN. TODOS A SUS PUESTOS DE COMBATE. TODOS A SUS PUESTOS DE COMBATE. SITUACIÓN ROJO UNO.

Oficiales y tripulación se apresuraron a ocupar sus puestos: artilleros, torpederos, infantes de marina. Cocineros, personal de limpieza y almaceneros se convirtieron inmediatamente en supervisores de los posibles daños. Cirujanos y personal médico montaron estaciones sanitarias de emergencia en diversos puntos de la nave. Todo rápida y silenciosamente. Rod se sentía orgulloso. Cziller le había entregado una nave muy bien organizada, y aún seguía estándolo.

—SALA DE COMUNICACIÓN INFORMA SITUACIÓN ROJO UNO —anunció el transmisor del puente.

El tercer piloto comunicó la orden que le transmitió otro miembro de la tripulación, y todos se apresuraron a obedecer; pero no daba ninguna orden propia. Transmitía palabras que podían lanzar a la MacArthur a través del espacio, hacerla disparar su cañón láser, lanzar sus torpedos, atacar o retirarse, e informaba de resultados que Blaine probablemente ya conocería gracias a sus pantallas e instrumentos. No tomaba ninguna iniciativa ni nunca lo haría, pero a través de él se mandaba la nave. Era un robot, sin mente y todopoderoso.

—PUESTOS ARTILLEROS INFORMAN SITUACIÓN ROJO UNO.

—OFICIAL AL MANDO DE LOS INFANTES DE MARINA INFORMA SITUACIÓN ROJO UNO.

—Staley, que los soldados que no tengan que ocupar puestos de vigilancia prosigan la búsqueda de esos alienígenas perdidos —ordenó Blaine.

—Está bien, señor.

—CONTROL DE DAÑOS INFORMA SITUACIÓN ROJO UNO.

La nave pajeña desaceleró hacia la MacArthur; la llama de fusión del propulsor era una llamarada en las pantallas de la nave de combate. Rod miraba nervioso.

—Sandy, ¿qué datos podemos obtener de ese impulsor?

—No desprende demasiado calor, capitán —informó Sinclair por el intercomunicador—. El Campo puede aguantar perfectamente durante veinte minutos o más. Y el calor no se centra, capitán; no habrá puntos calientes.

Blaine asintió. Había llegado a la misma conclusión, pero era prudente comprobar cuándo podía hacerse. Observó que la luz crecía constantemente.

—Parece bastante pacífica —dijo Rod a Renner—. A pesar de que quizás sea una nave de guerra.

—Estoy seguro de que lo es, capitán. —Renner parecía muy tranquilo; aunque los pajeños atacasen, él sería más espectador que participante—. Al menos no han dirigido contra nosotros la llama de su impulsor. Es una cortesía.

—Diablos con la cortesía. Esas llamas se extienden. Algunas caen sobre nuestro Campo Langston, y ellos pueden observar los efectos que producen.

—No había pensado en eso.

—INFANTES DE MARINA INFORMAN DE LA PRESENCIA DE CIVILES EN LOS PASILLOS, CUBIERTA B, MAMPARO VEINTE.

—¡Maldita sea! —gritó Blaine—. Eso es astronomía. ¡Que despejen esos pasillos!

—Debe de ser Buckman —dijo Renner riendo—. Tendrán problemas para sacarle de allí…

—Desde luego. Señor Staley, diga a los soldados que metan a Buckman en su camarote aunque tengan que llevarle a rastras.

Whitbread sonrió. La MacArthur estaba en caída libre, sin giro. ¿Cómo podrían los soldados llevar a rastras al astrofísico?

—SALAS DE TORPEDOS INFORMAN SITUACIÓN ROJO UNO. TORPEDOS ARMADOS Y DISPUESTOS.

—Uno de los jefes de cocina cree haber visto a uno de los pajeños huidos —dijo Staley—. Los soldados van hacia allá.

La nave alienígena se acercó más; su propulsor era un resplandor de un blanco firme. Todo se desarrolla perfectamente, pensó Blaine. La desaceleración se mantenía. Evidentemente ellos confiaban en todo… sus propulsores, sus computadoras, sus sensores…

—SALA DE MOTORES INFORMA SITUACIÓN ROJO UNO. CAMPO A MÁXIMA POTENCIA.

—Los soldados han llevado al doctor Buckman a su camarote —dijo Staley—. Tiene usted al doctor Horvath en el intercomunicador. Quiere quejarse.

—Escúchele usted, Staley. Pero no mucho tiempo.

—SECCIÓN ARTILLERA INFORMA. TODAS LAS BATERÍAS APUNTANDO A LA NAVE ALIENÍGENA.

La MacArthur estaba en situación de alerta total. La tripulación esperaba en su puesto. Todo el equipo no esencial localizado cerca del casco de la nave había sido enviado abajo.

La torre en que estaba la cabina de control de Blaine sobresalía como una protuberancia del casco del crucero. Por razones de gravedad de giro estaba convenientemente situada lejos del eje de la nave, pero en caso de combate era lo primero que sobresalía. La cabina de Blaine era ahora una cascara hueca, y su mesa y el engranaje más importante se había elevado, automáticamente, desde hacía mucho hacia una de las zonas de recreo de gravedad nula.

Todos los compartimentos del núcleo central de la nave estaban atestados, mientras que las cubiertas exteriores estaban vacías, despejadas para permitir a los grupos de control de daños trabajar libremente.

La nave pajeña se aproximaba muy deprisa. Aún no era más que una luz deslumbradora, cuyo propulsor de fusión desprendía un abanico luminoso sobre el Campo Langston de la MacArthur.

—SECCIÓN ARTILLERA INFORMA. NAVE ALIENÍGENA DESACELERANDO A CERO OCHO SIETE CERO GRAVEDADES.

—Ninguna sorpresa —dijo Renner con voz apagada.

La luz se amplió hasta llenar la pantalla… y luego se hizo más difusa. Al instante siguiente la nave alienígena se deslizaba al costado del crucero de combate, y la llama de su impulsor se había apagado.

Era como si la nave hubiese entrado en un muelle invisible prefijado seis días atrás. La nave había quedado en posición de descanso respecto a la MacArthur. Rod vio sombras moverse dentro de los anillos hinchados de su extremo frontal.

Renner lanzó un bufido, y dijo muy alterado:

—¡Demonios!

—Señor Renner, contrólese.

—Disculpe, señor. Es la hazaña más asombrosa de pilotaje espacial que he visto. Si alguien me lo contase, le llamaría mentiroso. ¿Quiénes se creen que son? —Renner estaba realmente furioso—. Cualquier aprendiz de astrogador que intentase una locura como ésta sería degradado, si es que sobrevivía.

Blaine asintió. El piloto pajeño no había calculado ningún margen de error. Y…

—Estaba equivocado. No puede ser una nave de guerra. Mírela.

Sí. Es frágil como una mariposa. Podría aplastarla con la mano. Rod caviló un momento y luego dio órdenes.

—Pida voluntarios. Establezca un primer contacto con esa nave, utilizando sólo un taxi sin armas. Y… mantenga Situación Rojo Uno.


Hubo muchos voluntarios.

Uno de ellos fue el guardiamarina Whitbread. Y Whitbread ya había hecho lo mismo antes.

Ahora esperaba en el taxi. Observaba cómo las puertas del hangar se desplegaban a través de su placa facial plástica polarizada.

Había hecho aquello antes. La minera pajeña no le había matado. El negror se agitó. Súbitas estrellas aparecieron a través de un vacío del Campo Langston.

—Es bastante grande —dijo la voz de Cargill en su oído derecho—. Puede usted salir ya, señor Whitbread. Deprisa.

Whitbread accionó los racimos impulsores. El taxi se elevó, pasó flotando a través de la abertura y llegó a un espacio estrellado en el que se divisaba a lo lejos el resplandor del Ojo de Murcheson. Tras él se cerró el Campo Langston. Whitbread quedaba aislado allí fuera.

La MacArthur era una zona claramente delimitada de negror sobrenatural. Whitbread la rodeó tranquilamente. Brilló la Paja sobre el borde negro; luego apareció la nave alienígena.

Whitbread avanzaba lento. La nave iba creciendo poco a poco. Su núcleo central era delgado como una lanza. En sus costados aparecían indicaciones funcionales: las cubiertas de las escotillas, las antenas. Cerca del punto central destacaba un cuadrado negro y único: posiblemente la superficie de un radiador.

Dentro de los anchos anillos translúcidos que rodeaban el extremo frontal Whitbread veía moverse formas. Se perfilaban con claridad suficiente para despertar su horror; sombras vagamente humanas pero retorcidas hasta la irrealidad.

Cuatro toroides, y sombras dentro de todos ellos. Whitbread informó:

—Están utilizando todos sus tanques de combustible como espacio vital. No podrán volver a casa sin nuestra ayuda.

—¿Está usted seguro? —preguntó el capitán.

—Lo estoy, señor. Quizás haya un tanque interior, pero no puede ser muy grande.

Ya casi había llegado a la nave alienígena. Paró suavemente en el costado de los tanques de combustible habitados. Abrió la puerta de su cámara neumática.

Inmediatamente se abrió una puerta junto al extremo frontal del núcleo metálico central de la nave alienígena. Un pajeño apareció en la abertura oval; llevaba un sobre transparente. El alienígena esperaba.

—Solicito permiso para abandonar el… —dijo Whitbread.

—Concedido. Informe siempre que lo juzgue oportuno. Por lo demás, utilice su propio criterio. Los soldados están preparados, Whitbread, así que no pida ayuda a menos que realmente la necesite. Llegarán muy rápido. Buena suerte.

Cuando la voz de Cargill se esfumó, volvió la del capitán.

—No corra ningún riesgo grave, Whitbread. Recuerde que queremos que vuelva a informar.

—De acuerdo, capitán.

El pajeño se apartó grácilmente al aproximarse Whitbread a la cámara neumática. Quedó cómicamente en el vacío, con su gran mano izquierda sujeta a un anillo que sobresalía del casco.

—Hay materiales que sobresalen por todas partes —dijo Whitbread por su micrófono—. Esta nave no pudieron lanzarla desde el interior de una atmósfera.

Se detuvo en la abertura oval y saludó al alienígena que sonreía cortésmente. Sólo a medias fue sardónica su protocolaria pregunta:

—¿Me permite subir a bordo?

El alienígena se dobló por la cintura… ¿o era un cabeceo exagerado? La articulación de la espalda quedaba por debajo de los hombros. Señaló hacia la nave con los dos brazos derechos.

La cámara neumática era del tamaño adecuado para el pajeño. Whitbread vio tres botones empotrados en una red de flámulas de plata. Circuitos. El pajeño advirtió su admiración, luego se adelantó pulsando primero uno, luego otro.

La cámara se cerró tras ellos.


La Mediadora permanecía en el vacío, esperando a que la escotilla realizase su ciclo, asombrada de la extraña estructura del intruso, su simetría, la extraña articulación de sus huesos. Desde luego aquel ser no estaba relacionado con las formas de vida conocidas. Y su nave había aparecido en lo que para la Mediadora era el punto de Eddie el Loco.

La Mediadora estaba aún más asombrada de su fracaso al intentar accionar el circuito de la escotilla sin ayuda.

Aquel ser venía sin duda como Mediador. Tenía que ser una criatura inteligente. ¿O enviarían primero a un animal? No, no harían eso. Sería un terrible insulto a cualquier cultura.

La escotilla se abrió. La Mediadora penetró y activó el ciclo. El intruso esperaba en el pasillo, tapándolo como un corcho una botella. La Mediadora se quitó lentamente su cobertura depresión, quedando desnuda. Siendo alienígena, aquella criatura podría fácilmente suponerla un Guerrero. Debía convencerla de que estaba desarmada.

La condujo hacia las secciones hinchadas, más espaciosas. Aquella criatura grande y torpe se movía con dificultad. No se adaptaba bien a la caída libre. Se detenía para atisbar por los paneles-ventanas de las secciones de la nave, y examinaba mecanismos que los Marrones habían instalado en el pasillo. ¿Por qué haría eso un ser inteligente?

A la Mediadora le habría gustado remolcar a la criatura, pero ésta quizás pudiese interpretarlo como un ataque. Y eso debía evitarlo a toda costa.

De momento la trataría como a un Amo.


Había una cámara de aceleración: veintiséis retorcidas literas dispuestas en tres columnas, todas similares en apariencia a la litera transformada de Crawford; sin embargo no eran idénticas. El pajeño seguía avanzando delante de él, grácil como un delfín. Su piel era una compleja estructura de curvadas fajas marrones y blancas, salpicadas de cuatro matas de tupido pelo blanco en el pubis y en los sobacos. A Whitbread le parecía una criatura hermosa. Ahora se había detenido para esperar por él… con impaciencia, pensó Whitbread.

Intentó no pensar hasta qué punto estaba atrapado. El pasillo, a oscuras, resultaba claustrofóbicamente estrecho. Miró una hilera de tanques conectados por bombas, posiblemente un sistema de refrigeración del combustible de hidrógeno. Se comunicaría con aquel tanque negro exterior.

La luz iluminó al pajeño.

Era una gran abertura, grande incluso para Whitbread. Tras ella: luz solar difusa, como la de una tormenta. Whitbread siguió al pajeño hacia lo que tenía que ser uno de los toroides. Se vio inmediatamente rodeado de alienígenas.

Eran todos idénticos. Los colores del pelo, aparentemente caprichosos, se repetían en todos ellos. Por lo menos una docena de caras ladeadas y sonrientes le rodearon a cortés distancia. Hablaban entre sí con voces rápidas y vibrantes.

De pronto la charla se interrumpió. Uno de los pajeños se aproximó a Whitbread y le habló con varias frases cortas que debían de ser idiomas distintos, aunque para Whitbread nada significaba ninguna de ellas.

Whitbread se encogió de hombros, ostentosamente, agitando las manos.

El pajeño repitió el gesto, instantáneamente, con increíble exactitud. Whitbread se elevó. Braceó desesperadamente en caída libre, cacareando como un pollo.

Blaine habló en su oído, con voz serena y metálica:

—Está bien, Whitbread, todos se están riendo también aquí. El asunto es…

—¡Oh, no! Señor, ¿estoy otra vez en el intercomunicador?

—Lo importante es lo que puedan pensar los pajeños que está haciendo usted, señor Whitbread.

—Está bien, señor. Lo hice sin darme cuenta. —Whitbread se había calmado—. Es el momento de mi strip-tease, capitán. Por favor, apague ese intercomunicador…

El indicador de su barbilla estaba en amarillo, por supuesto. Veneno lento; pero esta vez no iba a respirarlo. Inspiró profundamente y levantó su casco. Reteniendo la respiración, cogió el mecanismo respiratorio de la sección exterior de su traje y se ajustó la boquilla entre los dientes. Abrió la espita de aire; funcionaba.

Lentamente, empezó a desvestirse. Primero se quitó la cubierta general que contenía la instalación electrónica y los instrumentos de apoyo. Luego desabotonó las cintas protectoras de las cremalleras y abrió la tupida tela del traje de presión propiamente dicho. Las cremalleras corrían a lo largo de cada uno de los miembros y del pecho; sin ellas costaría horas entrar y salir de un traje, que parecía una media que cubriese todo el cuerpo o unos leotardos. Las fibras elásticas se adaptaban a cada curva de su musculatura, y así había de ser para que no explotase en el vacío; con su auxilio, su propia piel era en cierto modo su traje de presión, y sus glándulas sudoríparas el sistema regulador de temperatura.

Los tanques flotaban libres frente a él mientras se afanaba con el traje. Los pajeños se movían lentamente, y uno de ellos —marrón, sin fajas, idéntico a la minera que estaba a bordo de la MacArthur— se acercó a ayudarle.

Utilizó un instrumento de su caja de herramientas para fijar el casco a la pared de plástico translúcido. Sorprendentemente, no pudo hacerlo. El pajeño marrón advirtió instantáneamente sus dificultades. Él (o ella o ello) sacó un tubo de algún material desconocido y frotó con él el casco de Whitbread; tras esto pudo fijarlo. Jonathon dirigió la cámara hacia él, y fijó el resto de su traje al lado.

Los humanos se habrían alineado con las cabezas en la misma dirección, como si hubiesen de definir una ruta hacia arriba antes de poder hablar cómodamente. Los pajeños estaban situados en todos los ángulos. Evidentemente no les importaba gran cosa la posición. Esperaban, sonriendo.

Whitbread se quitó el resto de su traje, hasta quedar sin nada.

Los pajeños se acercaron a examinarle.

El Marrón destacaba entre todos los demás. Era más bajo que los otros, con las manos algo más grandes, y tenía algo extraño en la cabeza; a Whitbread le parecía exactamente igual que la minera. Los otros se parecían al que había muerto en la sonda de vela de luz pajeña.

El Marrón examinaba ahora su traje, parecía hurgar en la caja de herramientas; pero los demás examinaban detenidamente a Whitbread, tanteando su musculatura y localizando las articulaciones de su cuerpo, buscando puntos donde la presión provocase reflejos.

Dos examinaron sus dientes, que Whitbread mantenía firmemente apretados. Otros rastrearon sus huesos con los dedos; sus costillas, su espina dorsal, el contorno del cráneo, la pelvis, los huesos de los pies. Palparon sus manos y movieron los dedos en sentidos distintos a su articulación normal. Aunque actuaban con bastante delicadeza, resultaba desagradable.

Su charla aumentó de volumen. Algunos de los sonidos eran tan agudos que resultaban casi chillidos y silbidos inaudibles, pero tras ellos había tonos melodiosos de intensidad media. Parecían repetir constantemente una frase en tono agudo. Luego se situaron todos detrás de él, mostrándose unos a otros el perfil de su columna vertebral. La columna vertebral de Whitbread parecía interesarles mucho. Un pajeño le hizo una señal, cerrando un ojo inclinándose luego hacia adelante y hacia atrás. Las articulaciones restallaron como si tuviese rota la espalda en dos puntos. A Whitbread le resultaba incómodo ver aquello, pero entendió la idea. Se encogió en posición fetal, se incorporó y se encogió de nuevo. Una docena de pequeñas manos alienígenas tantearon su espalda.

De pronto retrocedieron. Uno se aproximó y pareció invitarle a explorar su propia anatomía. Whitbread hizo un gesto negativo con la cabeza y apartó ostentosamente la vista. Aquello era para los científicos.

Recogió su casco y habló por el micrófono.

—Preparado para informar, señor. No estoy seguro de lo que debo hacer ahora. ¿Debo intentar llevar conmigo a la MacArthur a algunos de ellos? La voz del capitán Blaine parecía tensa.

—Desde luego que no. ¿Puede usted salir de su nave?

—Puedo, señor, si tengo que hacerlo.

—Preferiríamos que lo hiciese. Informe por una línea segura, Whitbread.

—De acuerdo, señor.

Jonathon hizo una señal a los pajeños, indicando su casco y luego la cámara neumática. El que le había conducido hasta allí asintió. Whitbread se colocó de nuevo el traje con ayuda del Marrón, ajustó las cremalleras y fijó su casco. Un Marrón-y-blanco le condujo hasta la cámara neumática.

No había ningún lugar conveniente fuera para fijar la línea de seguridad, pero después de una ojeada su acompañante pajeño fijó un gancho en la superficie de la nave. Aquel gancho no parecía esencial. Jonathon se preguntó qué podría ser. Luego frunció el ceño. ¿Dónde estaba el anillo en que se apoyó el pajeño cuando Whitbread penetró en la nave? Había desaparecido. ¿Por qué?

Bueno, la MacArthur estaba cerca. Si se rompía el gancho podrían salir a cogerle. Cautelosamente se separó de la nave pajeña hasta colgar en el espacio vacío. Utilizó el visor de su casco para alinearse exactamente con las antenas que sobresalían de la superficie totalmente negra de la MacArthur. Luego tocó con la lengua el mecanismo de seguridad.

Un fino rayo de luz concentrada brotó de su casco. Brotó otro de la MacArthur, tras el suyo, y fue a dar en un pequeño receptáculo instalado en el casco. El anillo que rodeaba aquel receptáculo permanecía en la oscuridad; si la luz se desbordaba, el sistema de control que había en la MacArthur la corregiría; si la luz alcanzaba un tercer anillo que rodeaba las antenas receptoras de Whitbread, cortaría totalmente la comunicación.

—Seguro, señor —informó. Dejó que una nota irritada pero desconcertada asomara en su voz. Después de todo, pensó, tengo derecho a una pequeña manifestación de mis opiniones.

Blaine contestó inmediatamente.

—Señor Whitbread, la razón de esta medida de seguridad no es hacerle sentirse incómodo. Los pajeños aún no entienden nuestro idioma, pero pueden hacer grabaciones; luego acabarán entendiendo el ánglico. ¿Me comprende?

—Sí, señor, perfectamente. —Demonios, el capitán es previsor.

—Bueno, señor Whitbread, no podemos permitir que ningún pajeño suba a bordo de la MacArthur hasta que quede resuelto el problema de las miniaturas, y no podemos permitir que los pajeños sepan que tenemos este problema. ¿Ha comprendido?

—Perfectamente, señor.

—Muy bien. Voy a enviar a un equipo de científicos a su encuentro… ahora que ha roto usted el hielo, como si dijésemos. Por cierto, le felicito. Antes de que envíe a los científicos, ¿quiere usted hacer algún comentario?

—Bueno. Sí, señor. Primero, que hay dos pequeños a bordo. Los vi colgados a la espalda de dos adultos. Son mayores que las miniaturas y del mismo color que los adultos.

—Más prueba de sus propósitos pacíficos —dijo Blaine—. ¿Qué más?

—Bueno, no tuve oportunidad de contarlos, pero debe de haber unos veintitrés Marrones-y-blancos y dos Marrones como la minera del asteroide. Los dos niños estaban con los Marrones. No sé por qué.

—Pronto podremos preguntárselo. De acuerdo, Whitbread, ahora enviaremos a los científicos. Ellos ocuparán el transbordador. Renner, ¿me escucha?

—Le escucho, señor.

—Establezca un rumbo. Quiero que la MacArthur se sitúe a cincuenta kilómetros de la nave pajeña. No sé lo que harán los pajeños cuando nos acerquemos, pero el transbordador estará allí antes.

—¿Vamos a poner en marcha la nave, señor? —preguntó Renner incrédulo. Whitbread sintió ganas de reír, pero se contuvo.

—Sí.

Nadie dijo nada durante largo rato.

—Está bien —capituló Blaine—. Lo explicaré. El almirante está muy preocupado por las miniaturas. Cree que podrían comunicarse con esa nave. Tenemos orden de no dar a las miniaturas huidas oportunidad de comunicarse con un pajeño adulto, y está muy cerca un klick.

Hubo más silencio.

—Eso es todo, señores. Gracias, señor Whitbread —dijo Rod—. Señor Staley, informe al doctor Hardy de que puede subir a bordo del transbordador cuando quiera.


Bueno, ya está, pensó el capellán Hardy. Era un hombre grueso y lento, de ojos soñadores, y pelo rojizo que empezaba a encanecer. Salvo los domingos, que salía a celebrar los oficios religiosos, se había mantenido voluntariamente encerrado en su camarote durante la mayor parte del viaje.

No es que David Hardy fuese antipático. Cualquiera podía ir a su camarote a tomar café, a echar un trago, a jugar al ajedrez o a charlar; lo hacían muchos. Simplemente le desagradaba la gente en gran número. Era incapaz de comunicarse con los demás en un grupo grande.

Conservaba también su inclinación profesional a no discutir su trabajo con aficionados y a no publicar resultados hasta tener pruebas suficientes. Esto, se decía, sería imposible ahora. Y ¿qué eran los alienígenas? Desde luego eran seres inteligentes. Y desde luego ocupaban un puesto en el plan divino del universo. Pero ¿cuál?

Varios miembros de la tripulación trasladaron el equipo de Hardy al transbordador. Una biblioteca de cintas grabadas, libros para niños, obras de referencia (no muchas, pues la computadora del transbordador podía utilizar la biblioteca de la nave; pero a David aún le gustaban los libros, por muy poco prácticos que fuesen). Había más equipo: dos pantallas de proyección de transductores de sonido, registros de tono, filtros electrónicos para moldear sonidos orales, para elevar o bajar el tono, y para cambiar el timbre y la fase. Había intentado cargar él mismo los instrumentos, pero el primer teniente Cargill le había convencido de que no lo hiciese. Los infantes de marina eran especialistas en aquella tarea, y las preocupaciones de Hardy por el posible deterioro no eran nada comparadas con las suyas; si rompían algo tenían que vérselas con Kelley.

Hardy se encontró con Sally en la cámara neumática. Tampoco ella viajaba con las manos vacías. Por su gusto, se lo habría llevado todo, hasta los huesos de las momias de la Colmena de Piedra; pero el capitán sólo le permitía llevar holografías, e incluso éstas quedarían ocultas hasta que pudiese determinarse la actitud de los pajeños hacia los ladrones de tumbas. Por la descripción que Cargill había hecho de la Colmena, los pajeños no tenían costumbres funerarias especiales, pero eso era absurdo. Todo el mundo tenía costumbres funerarias, hasta los humanos más primitivos.

Tampoco podía disponer de la minera pajeña, ni de la miniatura que quedaba, que se había hecho hembra de nuevo. Y los hurones y los infantes de marina seguían buscando a la otra miniatura y a la cría (y, ¿por qué se había escapado con la otra miniatura y no con su madre?). Sally se preguntaba si el escándalo que había organizado por las órdenes que había dado Rod a los infantes de marina sería la causa de que hubiese podido conseguir tan fácilmente un puesto en el transbordador. Sabía que no estaba siendo realmente justa con Rod. Rod cumplía órdenes del almirante. ¡Pero era un error! Las miniaturas no iban a hacer daño a nadie. Se necesitaba ser un paranoico para temerlas.

Siguió al capellán Hardy al interior del transbordador. El doctor Horvath estaba ya allí. Ellos tres serían los primeros científicos que subirían a bordo de la nave alienígena, y Sally estaba emocionada. ¡Había tanto que aprender!

Una antropóloga (se consideraba ya plenamente cualificada y, desde luego, nadie podría discutírselo), un lingüista y Horvath, que había sido un físico muy competente antes de incorporarse a la administración. Era el único del grupo que no tenía utilidad, pero su cargo le permitía ocupar aquel puesto si lo exigía. Sally no creía que esto pudiese aplicarse también a ella, aunque sí lo creyesen la mitad de los científicos que iban a bordo de la MacArthur.

Tres científicos, un piloto, dos técnicos espaciales expertos y Jonathon Whitbread. Ningún soldado y ningún arma a bordo. La emoción casi disolvía el miedo que brotaba de un punto indeterminado de su interior. Por supuesto, tenían que ir desarmados; pero aun así se habría sentido mejor si hubiese ido también Rod Blaine. Y eso era imposible.

Luego habría más gente en el transbordador. Buckman con un millón de preguntas después de que Hardy resolvió el problema de la comunicación. Los biólogos tenían que ir forzosamente. Un oficial de la Marina, probablemente Crawford, para estudiar las armas pajeñas. Un oficial de ingeniería. Cualquiera, salvo el capitán. Era improbable que Kutuzov permitiese a Rod Blaine abandonar su nave para ir a comprobar si eran o no pacíficos los pajeños.

De pronto Sally sintió nostalgia. Su hogar estaba en Esparta, en Charing Cióse, a unos minutos de la Capital. Esparta era el centro de la civilización; pero ella parecía estar viviendo en una serie de vehículos espaciales de tamaño decreciente, con el campo de concentración como un intermedio para dar mayor variedad al espectáculo. Al licenciarse en la Universidad había tomado una decisión: sería una persona, no un simple adorno, especialmente si se trataba del hombre adecuado, aunque… No. Ella debía ser la mujer de sí misma.

Había un sillón de choque y un tablero de instrumentos circular a un lado de la sala del transbordador. Era el puente de control de fuego. Pero había también sofás y mesas abatibles para juegos y para comer.

—¿Ha recorrido usted esta nave? —le preguntaba Horvath.

—Perdone, ¿qué decía?

—Le decía si había recorrido usted esta nave. Hay emplazamientos de cañones por todas partes. Los han retirado, pero han dejado suficientes pruebas de que había armas. Lo mismo digo de los torpedos. No están, pero aún siguen ahí las rampas de lanzamiento. ¿Que clase de nave embajadora es ésta?

Hardy salió de un ensueño privado.

—¿Qué habría hecho usted si hubiese sido el capitán?

—Habría utilizado un vehículo desarmado.

—No hay —contestó suavemente Hardy—. No hay ninguno que pueda hacer esta misión, y lo sabría usted si hubiese recorrido la cubierta hangar.

La capilla estaba en la cubierta hangar, y Horvath no había asistido a ninguna ceremonia religiosa. Eso era cuestión suya, pero no tenía nada de malo recordárselo.

—¡Pero está tan claro que se trata de una nave de guerra desmantelada! Hardy asintió.

—Los pajeños descubrirán nuestro terrible secreto tarde o temprano.

Somos una especie guerrera, Anthony. Es algo que forma parte de nuestra naturaleza. Aun así, llegamos en una nave de combate totalmente desarmada. ¿No cree que eso es un mensaje significativo para los pajeños?

—¡Pero esto es tan importante para el Imperio!

David Hardy asintió con un gesto. El Ministro de Ciencias tenía razón, aunque el capellán sospechaba que por motivos equivocados.

Hubo un leve ronroneo y el transbordador inició su viaje. Rod observaba desde las pantallas del puente y sentía una gran frustración. En cuanto el transbordador se situase junto a la nave pajeña, una de las baterías de Crawford apuntaría hacia él… y Sally Fowler iba a bordo de la frágil y desarmada embarcación.

El plan original era que los pajeños subiesen a la MacArthur, pero mientras no encontrasen a las miniaturas eso era imposible. Rod se alegraba de que su nave no tuviese que hospedar a los alienígenas. Estoy aprendiendo a pensar como un paranoico, se dijo. Como el almirante.

Por el momento seguía sin haber rastro alguno de las miniaturas, Sally no hablaba con él, y todo el mundo parecía nervioso.

—Dispuesto a hacerme cargo, capitán —dijo Renner—. Le relevaré, señor.

—Está bien. Adelante, piloto jefe.

Sonaron las alarmas de aceleración, y la MacArthur se alejó suavemente de la nave alienígena… y también del transbordador, y de Sally.

22 • Juegos de palabras

La ducha: una bolsa plástica de agua jabonosa con un joven dentro; el cuello de la bolsa sellado alrededor del cuello del hombre. Whitbread utilizaba un cepillo de mango muy largo para rascarse en donde le picara, y le picaba por todas partes. Resultaba placentero estirar y encoger los músculos. ¡Era tan pequeña la nave pajeña! ¡Tan claustrofóbica!

Una vez limpio se reunió con los demás en la sala.

El capellán, Horvath y Sally Fowler, todos con zapatillas de caída de suela rígida, todos alineados hacia arriba. Whitbread nunca se había fijado antes en aquello.

—Señor Ministro de Ciencias, me pongo a sus órdenes.

—Está bien, señor… Whitbread. —Se alejó. Parecía preocupado e inquieto. Todos lo parecían.

Habló el capellán, laboriosamente.

—Ya ve, ninguno sabemos realmente qué hacer. Nunca se ha establecido contacto con alienígenas.

Son muy cordiales. Quieren hablar —dijo Whitbread.

—Vaya, eso me pone en un apuro, aunque sea positivo. —El capellán lanzó una nerviosa carcajada—. ¿Cómo es su nave, Whitbread?

Intentó explicárselo. Muy estrecha hasta que se llega a los toroides plásticos… frágil… es inútil intentar distinguir o diferenciar a los pajeños, salvo los Marrones, que son algo distintos de los Marrones-y-blancos…

—Van desarmados —les dijo—. Estuve tres horas explorando la nave. No había a bordo ningún lugar en que pudiesen esconder armas grandes.

—¿Tuvo usted la impresión de que intentaban ocultarle algo?

—No…

—No parece usted muy seguro —dijo rápidamente Horvath.

—Bueno, no es eso, señor. Es que estaba recordando en este momento la sala de herramientas. Entramos en una sala que era todo herramientas: paredes, techo y suelo. En un par de paredes había cosas normales: brocas manuales, sierras de extraños mangos, tornillos y destornilladores. Cosas que yo podía reconocer. Y clavos y lo que me pareció un martillo con una gran cabeza lisa. Todo aquello parecía el taller del sótano de un aficionado a la mecánica. Pero también había cosas realmente complejas; cosas que no pude descubrir para qué servían.

La nave alienígena flotaba fuera, frente a la escotilla frontal. Dentro de ella se movían formas no humanas. Sally las observaba también… pero Horvath dijo secamente:

—Decía usted que los alienígenas no le conducían.

No creo que pretendieran ocultarme nada. Estoy seguro de que fui yo quien se dirigió a la sala de herramientas. No sé por qué, pero creo que era una prueba de inteligencia. Si lo era, fracasé.

—El único pajeño —dijo el capellán Hardy— al que hemos interrogado hasta ahora no comprende siquiera los gestos más simples. Ahora me dice usted que los pajeños han estado haciéndole pruebas de inteligencia…

—E interpretando gestos. Tienen una facilidad asombrosa para comprenderlos, de veras. Son distintos. Ya vio usted las imágenes. Hardy se acarició el pelo rojizo.

—¿Las de la cámara de su casco? Sí, Jonathon. Creo que estamos tratando con dos tipos distintos de pajeños. Uno es un sabio idiota y no habla. Los otros… hablan—concluyó torpemente; se dio cuenta de que estaba jugueteando con su pelo y lo alisó de nuevo—. Pero será difícil aprender a contestarles.

Whitbread comprendió que todos temían el encuentro, y sobre todo Sally. E incluso el capellán Hardy, que nunca se inquietaba por nada. Todos temían aquel primer contacto.

—¿Alguna impresión más? —preguntó Horvath.

—Sigo pensando que la nave estaba diseñada para caída libre. Hay puntos de fijación en toda ella. Y también muebles hinchables. Y hay pequeños pasadizos unidos a los toroides, de la misma anchura que ellos. Con aceleración deben de ser como trampillas abiertas sin salida.

—Es extraño —musitó Horvath—. La nave estaba bajo aceleración hasta hace cuatro horas.

—Exactamente, señor. Las uniones deben de ser nuevas.

Esta idea asaltó de pronto a Whitbread. Aquellas uniones tenían que ser nuevas…

—Pero eso nos explica aún más —dijo quedamente el capellán Hardy—. Y dice usted que los muebles están situados en todos los ángulos. Todos vimos que los pajeños no se preocupaban de cuál era su orientación cuando hablaban con usted. Como si estuviesen extrañamente adaptados a la caída libre. Como si hubiesen evolucionado en ella…

—Pero eso es imposible —protestó Sally—. Imposible, pero… ¡Tiene usted razón, doctor Hardy! Los humanos siempre se orientan. ¡Incluso los veteranos que han pasado toda su vida en el espacio! Pero nadie puede evolucionar en caída libre.

—Una raza lo suficientemente vieja podría —dijo Hardy—. Y tenemos esos brazos asimétricos. ¿Progreso evolutivo? Es conveniente tener en cuenta esta teoría cuando hablemos con los pajeños. —Si podemos hablar con ellos, añadió para sí.

—Lo que más les extrañó fue mi columna vertebral —dijo Whitbread—. Como si no hubiesen visto nunca una. —Se detuvo—. No sé si se lo han dicho. Me desnudé para que me vieran. Me parecía justo que ellos… supieran con quién trataban —No podía mirar a Sally.

—No me río —dijo ella—. Tendré que hacer lo mismo.

Whitbread dio un respingo.

—¿Cómo?

Sally eligió cuidadosamente las palabras; tengo que recordar las costumbres provincianas, se dijo. No alzó la vista de la cubierta.

—No creo que el capitán Blaine y el almirante Kutuzov pretendan ocultar a los pajeños la existencia de dos sexos entre los humanos. Tienen derecho a saber cómo estamos hechos, y yo soy la única mujer a bordo de la MacArthur.

¡Pero es usted la sobrina del senador Fowler! Sally no sonrió al oír esto.

—No se lo diremos. —Se levantó inmediatamente—. Piloto Lafferty, partiremos ya.

Se volvió, de nuevo la dama imperial, y por el gesto que hizo no parecía que estuviese en caída libre.

—Jonathon —dijo—, le agradezco su interés. Capellán, debe reunirse conmigo en cuanto le llamen —y con esto, se fue. Mucho después, Whitbread dijo:

—Me preguntaba por qué estábamos todos tan nerviosos. Y Horvath, sin mirarle, dijo:

—Ella insistió.


Sally llamó al transbordador cuando llegó. El mismo pajeño que había recibido a Whitbread u otro idéntico la ayudó a subir a bordo cortésmente.

Una cámara del taxi recogió esto e hizo inclinarse profundamente hacia adelante al capellán.

—Ese gesto que hizo parece de usted, Whitbread. Es un excelente imitador.

Sally volvió a llamar unos minutos después. Estaba en uno de los toroides.

—Estoy rodeada de pajeños. Muchos de ellos llevan instrumentos. De tamaño manual, Jonathon…

—La mayoría no tenían nada en la mano. ¿Cómo son esos instrumentos?

—Bueno, uno parece una cámara a medio desmontar y otro tiene una pantalla como la de un osciloscopio —hubo una pausa—. Bueno, llegó el momento…

Durante veinte minutos no supieron nada de Sally Fowler. Los tres hombres esperaron con los ojos fijos en la pantalla vacía del intercomunicador.

Por fin sonó áspera la voz de Sally.

—Muy bien, caballeros, pueden venir ustedes ya.

—De acuerdo —dijo Hardy, soltándose y flotando en un lento arco hacia la cámara neumática del transbordador. Su tono era también áspero pero aliviado. La espera había terminado.


Alrededor de Rod había el movimiento habitual del puente; los científicos observaban las principales pantallas visuales, los oficiales controlaban los movimientos de la MacArthur. Para mantener a los tripulantes ocupados Rod había ordenado al guardiamarina Staley que realizase un simulacro de asalto a la nave pajeña con los soldados. Todo puramente teórico, por supuesto; pero ayudaba a mantener a Rod ocupado impidiéndole cavilar sobre lo que sucedía a bordo de la nave alienígena. La llamada de Horvath fue una distracción venturosa, y Rod se mostró muy cordial en su respuesta.

—¡Qué hay, doctor! ¿Cómo van las cosas?

Horvath casi sonrió.

—Muy bien, gracias, capitán. El doctor Hardy ha ido hacia la nave pajeña con la señorita Sally. Envié con ella al señor Whitbread.

—Estupendo. —Rod sentía una dolorosa tensión en los omoplatos. Así que Sally había tenido que pasar por…

—Capitán, el señor Whitbread mencionó una sala de herramientas a bordo de la nave alienígena. Cree que comprobaban su capacidad para utilizar herramientas. Pienso que quizás los pajeños nos juzguen casi exclusivamente en función de esa capacidad.

—Bueno, puede ser. La construcción y el uso de herramientas es un elemento básico…

—¡Sí, claro, capitán, pero ninguno de nosotros somos constructores de herramientas! Aquí hay un lingüista, un antropólogo, un administrador (yo) y algunos soldados. Resulta irónico, capitán. Hemos dedicado todas nuestras energías a aprender sobre los pajeños. No hemos pensado en la necesidad de impresionarles con nuestra inteligencia.

Blaine consideró esto.

—Están las naves… pero tiene usted razón, doctor. Le enviaré a alguien. Tenemos que presentarles a alguien que pueda superar perfectamente una prueba.

En cuanto Horvath desapareció de la pantalla, Rod accionó de nuevo los controles del intercomunicador.

—Kelley, puede retirar ya a la mitad de sus soldados de los puestos de alerta.

—De acuerdo, capitán. —El artillero no mostraba emoción alguna, pero Rod sabía lo incómoda que era la armadura de combate. Todos los soldados y oficiales de la MacArthur la llevaban puesta en situación de alerta en la cubierta hangar.

Luego, Blaine llamó a Sinclair.

—Tenemos un problema complicado, Sandy. Necesitamos a alguien que sea muy hábil manejando herramientas y que esté dispuesto a ir a la nave pajeña. Si me indica usted unos cuantos hombres, pediré voluntarios.

—No se preocupe, capitán, foé yo mismo.

Blaine se quedó sorprendido.

—¿Usted, Sandy?

—Sí, ¿por qué no, capitán? ¿Es que no soy hábil con las herramientas? ¿Acaso no soy capaz de arreglar cualquier cosa que se estropee? Mis compañeros podrán solucionar los problemas que puedan surgir en la MacArthur. Están perfectamente entrenados por mí. No me echará nadie de menos…

—Espere un momento, Sandy.

—¿Sí, capitán?

—Está bien. Cualquiera capaz de hacer bien una prueba sabría todo lo relativo al Campo y al Impulsor. Aunque puede que el almirante no quiera dejarle ir…

—No hay a bordo quien sepa más que yo sobre ese tema, capitán.

—Lo sé… está bien, consiga la aprobación del médico. Y déme un nombre. ¿A quién debo enviar si usted no puede ir?

—En ese caso puede enviar a Jacks. O a Leigh Battson, o a cualquiera de mis compañeros… excepto Menchijov Pulgares.

—Menchijov. ¿No es ése el técnico que salvó a seis hombres que quedaron atrapados en la cámara de torpedos posterior durante el combate con la Defiant?

El mismo, capitán. Es también el que arregló su ducha dos semanas antes de esa batalla.

—Ah. Bien, gracias, Sandy.

—Apagó la pantalla y miró a su alrededor. Tenía en realidad muy poco que hacer. Las pantallas mostraban la nave pajeña en el centro de la línea de fuego de las baterías principales de la MacArthur; su nave estaba perfectamente a salvo de lo que pudiese hacer la nave alienígena; pero ahora a Sally se habían unido Hardy y Whitbread… Se volvió a Staley.

—Ese último me parece excelente. Ahora proyecte un plan de rescate suponiendo que sólo la mitad de los soldados estén en situación de alerta…


Sally percibió la actividad cuando Hardy y Whitbread fueron conducidos a bordo de la nave pajeña, pero apenas si volvió la vista cuando aparecieron. Se había dado tiempo para vestirse adecuadamente, pero lamentaba que hubiese sido necesario, y bajo la difusa y filtrada luz pajeña recorría con sus manos el cuerpo de un Marrón-y-blanco, doblando su codo y accionando las articulaciones de los hombros y tanteando los músculos, mientras dictaba un rápido monólogo al micrófono que llevaba al cuello.

—Deduzco que hay otras subespecies, pero estrechamente relacionadas con los Marrones, quizás lo bastante para que existan uniones fecundas. Para determinar esto habrá que estudiar el código genético cuando llevemos muestras a Nueva Escocia, donde hay el equipo adecuado. Quizás los pajeños lo sepan, pero hemos de tener cuidado en lo que les preguntemos hasta que sepamos claramente qué tabúes existen entre ellos.

»Evidentemente, no hay discriminación sexual como la que existe en el Imperio; en realidad es notable el predominio de las hembras. Un Marrón es macho y se cuida de las crías. Las crías están destetadas, o por lo menos no hay indicio alguno claro de ninguna hembra (o macho) que los amamante a bordo.

»Mi hipótesis es que, a diferencia de la Humanidad después de las Guerras Separatistas, no tienen escasez de madres o generadores de hijos, y así no hay ningún mecanismo cultural de protección especial como el que sobrevive en el Imperio. No se me ocurre ninguna teoría que explique el que no haya ninguna cría entre los Marrones-y-blancos, aunque es posible que los pajeños inmaduros que he examinado procedan de Marrones-y-blancos y que los Marrones sirvan como educadores de los niños. Es indudable que existe cierta tendencia a que los Marrones hagan todos los trabajos técnicos.

»La diferencia entre los dos tipos es clara pero no espectacular. Los Marrones tienen las manos mayores y mejor desarrolladas, y la frente con una inclinación más pronunciada. Y son más pequeños. Pregunta: ¿cuáles están mejor adaptados para manejar herramientas? Los Marrones-y-blancos tienen una capacidad cerebral algo mayor, los Marrones tienen mejores manos. Hasta ahora todos los Marrones-y-blancos que he visto son hembras, y de los Marrones hay uno de cada sexo; ¿se trata de un accidente, es una característica de su cultura, o es algo biológico? Pongo fin a la transcripción. Bienvenidos a bordo, caballeros.

—¿Algún problema? —preguntó Whitbread.

Sally tenía la cabeza cubierta con una capucha de plástico, sellada alrededor del cuello como un saco de ducha de la Marina; evidentemente, no utilizaba los respiradores nasales. El saco deformaba ligeramente su voz.

—Ninguno. Desde luego aprendí tanto como ellos en la… orgía. ¿Y ahora qué?

Lecciones de idiomas.

Había una palabra: Fyunch(click). Cuando el capellán se señaló a sí mismo y dijo «David», la pajeña a la que miraba giró su brazo derecho inferior señalándose y dijo «Fyunch(click)», pronunciando el click con un chasquido de la lengua.

Bien. Pero Sally dijo:

—Creo que mi pajeño tenía el mismo nombre.

—¿Quiere usted decir que se trata del mismo alienígena?

—No, no lo creo. Y estoy segura de que Fyunch(click) —la pronunció cuidadosamente, haciendo el click con la lengua, pero estropeando luego el efecto con una risilla— no es la palabra que equivale a pajeño. Lo he comprobado.

—El capellán frunció el ceño.

—Quizás todos los nombres propios nos suenen igual —dijo muy serio—. O puede ser la palabra correspondiente a brazo.

Había una anécdota clásica al respecto, tan vieja que probablemente datase de la época preatómica. Se volvió a otro pajeño, se señaló a sí mismo Y dijo:

—¿Fyunch(click)? —Su acento era casi perfecto, y el click no fue acompañado de ninguna risa.

—No —dijo el pajeño.

—Lo han captado enseguida —dijo Sally.

Whitbread lo intentó. Se colocó entre los pajeños y se señaló a sí mismo diciendo «¿Fyunch(click)?» obteniendo cuatro noes perfectamente articulados y luego un pajeño que se hallaba en posición invertida le dio una palmada en la rodilla y le dijo:

—¿Fyunch(click)? Sí.

Conclusión: había tres pajeños que llamaban «Fyunch(click)» a un humano. Cada uno de ellos a un humano distinto, y no a los demás. ¿Por qué?

—Debe de significar algo así como «Estás asignado a mí» —sugirió Whitbread.

—Es una hipótesis posible —aceptó Hardy. En realidad bastante posible, pero los datos eran aún insuficientes… ¿había hecho el muchacho una conjetura afortunada?

Alrededor de ellos se movían los pajeños. Algunos de los instrumentos podrían haber sido cámaras o magnetófonos. Algunos aparatos producían ruidos cuando hablaban los humanos.

Otros corrían cintas o trazaban quebradas líneas anaranjadas en pequeñas pantallas. Los pajeños prestaban también cierta atención a los instrumentos de Hardy, especialmente el Marrón macho, que desarmó el osciloscopio y lo montó de nuevo. Las imágenes que aparecían después en el aparato parecían más claras, y el control de persistencia funcionaba mucho mejor, a juicio de Hardy. Interesante. Y sólo los Marrones hacían cosas como aquélla.

La lección de idiomas se había convertido en tarea de grupo. Era un juego ya aquella enseñanza de ánglico a los pajeños. Bastaba señalar y decir la palabra, y los pajeños generalmente la recordaban. David Hardy daba las gracias.

Los pajeños seguían manipulando las piezas de sus instrumentos, conectándolos, o a veces entregándoselos a un Marrón con una algarabía de silbidos pajariles. La amplitud de sus propias voces era asombrosa. Hablando pajeño, abarcaban los tonos más extremos en instantes. Hardy sospechaba que el tono formaba parte del código.

Tenía clara conciencia del paso del tiempo. Su vientre era un inmenso vacío cuyas quejas ignoraba con indiferente menosprecio. Alrededor de su nariz, donde se ajustaba el respirador, comenzaban a formarse rozaduras. Le picaban los ojos a causa de la atmósfera de la nave pajeña, que se filtraba por debajo de sus grandes gafas; habría preferido elegir un casco o una caperuza de plástico como Sally. El pajeño mismo era un punto difuso y brillante que se movía lentamente a lo largo de la pared curvada y translúcida. El aire seco que respiraba estaba deshidratándole lentamente.

Sentía estas cosas como indicio del paso del tiempo, y las desdeñaba. Bullía en su interior una extraña alegría. Aquélla era la misión más importante de su vida.

Pese a lo excepcional de la situación, Hardy decidió atenerse a la lingüística tradicional. Había problemas sin precedentes como mano, cara, orejas, dedos. Resultó que los doce dedos de las manos derechas tenían un nombre colectivo, y los tres dedos gruesos de la izquierda otro. La oreja tenía un nombre cuando estaba caída y otro cuando estaba levantada. No había ningún nombre equivalente a cara, aunque captaron inmediatamente la palabra ánglica y parecieron considerarla una innovación valiosa.

Hardy había creído tener los músculos habituados a la caída libre; pero ahora le molestaban. No lo atribuyó al agotamiento. No sabía dónde había ido Sally, y el hecho no le inquietaba lo más mínimo. Esto era un indicio de su aceptación de Sally y de los pajeños como colegas. Pero también lo era de lo cansado que estaba. Hardy se consideraba a sí mismo un hombre ilustrado, pero lo que Sally habría calificado de «protección especial de las mujeres» estaba profundamente enraizado en la cultura Imperial… sobre todo en la monástica Marina.

Hardy sólo se dejó convencer por los demás de que debía volver al transbordador cuando se le acabó el aire.


La cena fue sencilla, y la consumieron apresuradamente, deseosos de cotejar notas. Afortunadamente los otros le dejaron solo hasta que acabó de comer, a instigación sobre todo de Horvath, aunque evidentemente era el que tenía mayor curiosidad de todo el grupo. Aunque los utensilios estaban diseñados para situación de caída libre, ninguno de los otros estaba habituado a largos períodos de gravedad cero, y el comer en tal situación exigía nuevos hábitos que sólo podían aprenderse por medio de una gran concentración. Por último, Hardy dejó que uno de los miembros de la tripulación retirara su bandeja y alzó los ojos. Tres rostros codiciosos le lanzaron telepáticamente un millón de preguntas.

—Aprenden ánglico bastante bien —dijo David—. Me gustaría poder decir lo mismo de mis propios progresos.

—Se esfuerzan por aprenderlo —comentó Whitbread—. Cuando les decimos una palabra, la usan sin cesar, una y otra vez, formando frases, aplicándola a todo lo que hay alrededor… nunca vi nada igual.

—Eso es porque no se ha fijado usted lo suficiente en el doctor Hardy —dijo Sally—. Nos enseñaron esa técnica en la universidad, pero no la domino demasiado bien.

—La gente joven raras veces consigue dominarla —dijo el doctor Hardy estirándose para relajarse; el vacío quedaba salvado; pero resultaba embarazoso… los pajeños eran mejores en su trabajo que él—. Los jóvenes normalmente no tienen paciencia para la lingüística. En este caso, sin embargo, su empeño ayuda y puesto que los pajeños dirigen los esfuerzos de la persona a la que enseñan con gran habilidad profesional. Por cierto, Jonathon, ¿dónde estuvo usted?

—Llevé a mi Fyunch(click) fuera y le hice dar una vuelta alrededor del transbordador. Fuimos a la nave de los pajeños sin nada que enseñarles y no quería traerlos aquí. ¿Podemos hacerlo?

—Desde luego —dijo Horvath sonriendo—. He hablado con el capitán Blaine y lo deja a nuestro criterio. Como dice él, no hay nada secreto en el transbordador. Sin embargo, me gustaría que hubiese algo especial… alguna ceremonia. ¿Se les ocurre algo? Después de todo, si exceptuamos a la minera asteroidal, los pajeños nunca han visitado una nave humana.

—Ellos se preocupan muy poco por el hecho de que subamos a bordo de su nave —dijo Hardy—. Debemos recordar sin embargo que, a menos que toda la raza pajeña esté fantásticamente dotada para los idiomas (hipótesis que rechazo), han tenido su ceremonia especial antes de abandonar su planeta. Han colocado a bordo especialistas en idiomas. No me sorprendería descubrir que nuestros Fyunch(click) son el equivalente pajeño de doctores.

Whitbread hizo un gesto que llamó la atención de los otros y por último habló. Estaba muy orgulloso de haber desarrollado una técnica que permitía a un guardiamarina interrumpir a los demás.

—Señor, esa nave abandonó el planeta pajeño hace sólo horas, después (quizás menos de una hora) de que apareciese la MacArthur en su sistema. ¿Cómo iba a darles tiempo a reclutar especialistas?

—No lo sé —dijo Hardy lentamente—. Pero tienen que ser especialistas de algún tipo. ¿Qué utilidad podría tener una capacidad lingüística tan fantástica entre la población general? Y fantástica no es una palabra bastante fuerte. De todos modos, hemos logrado desconcertarles un poco, ¿se dieron ustedes cuenta?

—¿La sala de herramientas? —preguntó Sally—. Supongo que se refiere a eso, aunque creo que no me habría dado cuenta si Jonathon no me hubiese dado la primera clave. Me llevaron allí inmediatamente después de dejarle a usted, doctor Hardy, y a mí no me parecieron desconcertados. Me di cuenta, sin embargo, de que usted permanecía allí mucho más tiempo que yo.

—¿Qué hizo usted allí? —preguntó David.

—Bueno, estuve examinando todos aquellos artilugios. Todo estaba lleno de aparatos… por cierto, aquellas abrazaderas fijadas a la pared no eran bastante grandes para soportar gravedad real, de eso estoy seguro. Debieron de construir aquella sala después de venir aquí. Pero de cualquier modo, como no había nada que yo pudiese entender, no presté mucha atención.

Hardy juntó las manos en actitud de oración, y luego alzó la vista embarazado. Había adquirido aquel hábito mucho antes de ingresar en el sacerdocio, y no podía prescindir de él; pero indicaba concentración, no reverencia.

—No hizo usted nada, y ellos no manifestaron curiosidad por tal cosa. —Pensó intensamente durante largos segundos—. Sin embargo yo pregunté los nombres de las piezas y pasé mucho tiempo allí, y mi Fyunch(click) pareció sorprenderse mucho. Pude interpretar mal la emoción, desde luego, pero creo realmente que mi interés por las herramientas les desconcertó.

—¿Intentó usted utilizar alguna? —preguntó Whitbread.

—No. ¿Y usted?

—Bueno, yo estuve jugueteando con algunas…

—¿Y se sorprendieron por eso, o manifestaron curiosidad?

—No dejaron de observarme ni un instante —dijo Jonathon, encogiéndose de hombros—. No noté ningún cambio de actitud.

—Sí —Hardy unió de nuevo sus manos, pero esta vez sin darse cuenta de lo que hacía—. Creo que hay algo extraño en esa habitación y en la curiosidad que les causa nuestro interés por ella. Pero dudo que sepamos el motivo mientras el capitán Blaine no nos envíe su especialista. ¿Saben ustedes quién vendrá?

—Envía al ingeniero jefe Sinclair —dijo Horvath.

—Hummm. —El sonido era involuntario; los otros miraron a Whitbread, que sonrió lentamente—. Si los pajeños estaban desconcertados con usted, señor, piense lo que pasará cuando oigan hablar al teniente Sinclair.


En un barco de guerra de la Marina los hombres no mantienen un peso medio. Durante los largos períodos de ocio, los que tienen tendencia a comer, se divierten comiendo. Engordan. Pero los hombres capaces de dedicar su vida a una causa (incluyendo un buen porcentaje de los que permanecerán en la Marina) tienden a olvidarse de comer. No pueden centrar la atención en la comida.

Sandy Sinclair miraba fijo al frente. Estaba sentado, muy rígido, al borde de la mesa de examen. Sinclair hacía siempre eso; no podía mirar a un hombre a los ojos estando desnudo. Era grande y delgado, y sus músculos nervudos eran mucho más fuertes de lo que parecían. Podría haber sido un hombre medio con un esqueleto demasiado grande.

Un tercio de su área superficial era tejido rosa cicatriz. Ardiente metal procedente de una explosión había dejado aquella extensión rosada sobre sus costillas. El resto procedía principalmente de llamas y salpicaduras de metal al rojo. Una batalla en el espacio deja siempre huellas, si es que el combatiente sobrevive.

El médico tenía veintitrés años y era muy alegre.

—Veinticuatro años de servicio, ¿eh? ¿Ha participado alguna vez en un combate?

—Ya tendrá usted su propia cuota de cicatrices —masculló Sinclair—, si continúa el tiempo suficiente en la Marina.

—Le creo, le creo. Bien, teniente, está usted en magnífica forma para sus cuarenta y tantos años. Podría soportar perfectamente un mes de caída libre, según mi opinión, pero jugaremos sobre seguro y le haremos volver a la MacArthur dos veces por semana. Supongo que no hará falta que le diga que debe seguir haciendo los ejercicios de caída libre.


Rod Blaine llamó al transbordador varias veces al día siguiente, pero hasta el anochecer no pudo localizar a nadie, aparte del piloto. Hasta Horvath estaba a bordo de la nave pajeña.

El capellán Hardy estaba exhausto y alborozado; sonreía abiertamente y tenía grandes círculos oscuros bajo los ojos.

—Estoy tomándolo como una lección de humildad, capitán. Son mucho mejor que yo en mi trabajo, en lingüística. He decidido que el modo más rápido de aprender su idioma era enseñarles ánglico. Ninguna garganta humana hablará jamás su idioma, o idiomas, sin ayuda de una computadora.

—Estoy de acuerdo. Haría falta una orquesta completa. He oído algunas de sus grabaciones. En realidad, capellán, no se podía hacer gran cosa.

—Lo siento —dijo Hardy sonriendo—. Procuraremos enviar informes con más frecuencia. Por cierto, en este momento el doctor Horvath está enseñando el transbordador a un grupo de pajeños. Parecen particularmente interesados en el impulsor. El Marrón quiere desmontarlo, pero el piloto no le deja. Dijo usted que no había secretos en esta embarcación.

—Dije eso, desde luego, pero podría ser un poco prematuro que les dejasen ustedes manipular la fuente energética de su nave. ¿Qué dijo Sinclair de eso?

—Lo ignoro, capitán —Hardy parecía desconcertado—. Le han tenido todo el día en esa sala de herramientas. Aún sigue allí.

Blaine se rascó la nariz. Estaba obteniendo la información que necesitaba, pero no era precisamente con el capellán Hardy con quien quería hablar.

—Dígame, ¿cuántos pajeños hay a bordo del transbordador?

—Cuatro, uno por cada uno de nosotros. Yo, el doctor Horvath, la señorita Sally el señor Whitbread. Parecen estar asignados como guías.

—Cuatro —Rod estaba intentando acostumbrarse a la idea.

El transbordador no era una nave armada, pero pertenecía a la Marina de guerra de Su Majestad, y tener a bordo a un grupo de alienígenas… Demonios. Horvath sabía los riesgos que corría.

—¿Sólo cuatro? —preguntó—. ¿No tiene Sinclair un guía?

—Aunque parezca extraño, no. Hay varios pajeños viéndole trabajar en la sala de herramientas, pero no tiene ninguno concreto asignado a él.

—¿No hay ninguno tampoco para el piloto y para los técnicos espaciales del transbordador?

—No —Hardy caviló un momento—. Es extraño, ¿verdad? Como si clasificasen al teniente Sinclair como un simple tripulante.

—Será que no les cae simpática la Marina.

David Hardy se encogió de hombros. Luego, cautelosamente, dijo:

—Capitán, tarde o temprano tendremos que invitarles a subir a la MacArthur.

Me temo que eso es imposible.

—Bien —dijo Hardy, con un suspiro—, por eso lo planteo ahora, para que podamos discutirlo. Ellos han demostrado que confían en nosotros, capitán. No hay un centímetro cúbico de su nave que no hayamos visto, o al menos sondeado con instrumentos. Whitbread podrá testificar que no hay rastro alguno de armas a bordo. Acabarán preguntándose qué secretos culpables guardamos a bordo.

—Se lo explicaré… ¿Están los pajeños cerca? ¿Pueden oírme?

—No. Y además no han aprendido suficiente ánglico todavía.

—No olvide usted que lo aprenderán, y no olvide las cintas grabadoras. Bueno, capellán, tiene usted un problema… sobre los pajeños y la Creación. El Imperio tiene otro. Hemos hablado durante mucho tiempo sobre la aparición de los Grandes Brujos Galácticos, y sus dudas sobre si dejaban entrar a los humanos o no, ¿verdad? Sólo que es al revés, ¿no cree? Tenemos que decidir si vamos a dejar a los pajeños salir de su sistema, y hasta que eso se decida no queremos que vean los generadores del Campo Langston, el Impulsor Alderson, nuestras armas… ni siquiera que vean qué parte de la MacArthur es espacio vital, capellán. Eso indicaría demasiado sobre nuestra capacidad. Tenemos mucho que ocultar, y lo ocultaremos.

—Está usted tratándoles como a enemigos —dijo suavemente David Hardy.

—Esto no es decisión de usted ni mía, doctor. Además, quiero plantear algunas preguntas cuya respuesta debo conocer antes de decidir si los pajeños son o no verdaderamente amigos.

Rod dejó que su mirada pasase por encima del capellán, y sus ojos se centraron muy lejos. No lamento que no sea decisión mía, pensó. Pero en último término deberán preguntarme. Aunque no sea más que como futuro marqués de Crucis. Sabía que habría de plantearse el tema, y que se plantearía más veces; estaba preparado.

—En primer lugar, ¿por qué nos enviaron una nave desde Paja Uno? ¿Por qué no desde el racimo troyano? Está mucho más cerca.

—En cuanto pueda se lo preguntaré.

—En segundo lugar, ¿por qué cuatro pajeños? Quizás no sea importante, pero me gustaría saber por qué asignaron uno a cada uno de ustedes, los científicos, otro a Whitbread y ninguno a los miembros de la tripulación.

—Bueno, tienen razón, ¿no? Asignaron guías a las cuatro personas más interesadas en enseñarles…

—Exactamente. ¿Cómo lo supieron? Sólo como ejemplo, dígame, ¿cómo pudieron saber que estaría a bordo el doctor Horvath? Y la tercera pregunta es: ¿qué pretenden ahora?

De acuerdo, capitán —Hardy parecía deprimido, irritado.

Era más difícil de rechazar que Horvath, y lo sería aún más… En parte porque era el confesor de Rod. Y el tema volvería a plantearse. Rod estaba seguro.

23 • Eliza cruza el hielo

Durante las semanas que siguieron la MacArthur fue un torbellino de actividad. Todos los científicos tenían que trabajar horas extra cada vez que se recibían datos del transbordador, y cada uno de ellos quería ayuda de la Marina inmediatamente. Seguía en pie, además, el problema de las miniaturas fugadas, pero esto se había convertido en una partida, en la que la MacArthur iba perdiendo. En el comedor todos apostaban que habían muerto pero no se encontraban los cuerpos. Esto preocupaba a Rod Blaine, pero nada podía hacer.

Permitió también a los soldados que hiciesen guardias con uniforme normal. No pesaba ninguna amenaza sobre el transbordador, y era ridículo mantener a una docena de hombres incómodos con la armadura de combate. Lo que hizo fue doblar la guardia que vigilaba alrededor de la MacArthur, pero nadie (ni ser ni objeto) intentó aproximarse, escapar o enviar mensajes. Por otra parte, los biólogos analizaban frenéticos las posibles claves de la psicología y la fisiología pajeña, la sección astronómica continuaba trazando mapas de Paja Uno, Buckman se desesperaba cada vez que otros utilizaban los instrumentos astronómicos y Blaine procuraba mantener tranquila su superpoblada nave. Su admiración hacia Horvath aumentaba cada vez que tenía que mediar en una disputa entre científicos.

Había más actividad a bordo del transbordador. El teniente Sinclair había sido trasladado, inmediatamente después de su llegada, a la nave pajeña. A los tres días un Marrón-y-blanco comenzó a seguir a Sinclair de forma permanente; era un pajeño particularmente tranquilo. Parecía interesado en la maquinaria del transbordador, a diferencia de los otros pajeños asignados a los humanos. Sinclair y su Fyunch(click) pasaron muchas horas a bordo de la nave alienígena, examinándolo todo.

—Ese tipo tenía razón en lo de la sala de herramientas —dijo Sinclair a Blaine en uno de sus informes diarios—. Es como las pruebas de inteligencia no verbales que se hacen a los nuevos reclutas. Hay fallos en algunas de las herramientas, y mi tarea es arreglarlos.

—¿Qué tipo de fallos?

Sinclair rió entre dientes, recordando. Le resultaba difícil explicar el chiste a Blaine. El martillo de gran cabeza lisa machacaba un pulgar cada vez. Había que ajustarlo. El láser calentaba demasiado rápido…, un problema complicado. Generaba una frecuencia de luz inadecuada. Sinclair lo arregló doblando la frecuencia. Aprendió también mucho sobre lásers compactos. Hubo de pasar por otras pruebas como aquélla.

—Son buenos, capitán. Se necesita ingenio para idear algunos de los instrumentos de pruebas sin indicar más de lo que quieren. Pero no pueden impedirme que descubra cosas de su nave… Capitán, he aprendido ya lo suficiente para rediseñar los vehículos auxiliares de nuestra nave de modo que resulten más eficaces. O para ganar millones de coronas diseñando naves mineras.

—¿Se retirará usted cuando vuelva, Sandy? —preguntó Rod; pero sonrió abiertamente para indicar que bromeaba.

La segunda semana, le asignaron un Fyunch(click) también a Rod Blaine.

Se sentía al mismo tiempo decepcionado y halagado. La pajeña parecía igual que todas las demás: marcas marrón-y-blanco, una sonrisa suave en su cara ladeada que llegaba a una altura suficiente para que Rod pudiese darle palmadas en la cabeza… si la viese alguna vez en persona, cosa que nunca sucedía.

Cada vez que llamaba al transbordador allí estaba ella, siempre deseosa de ver a Blaine y hablar con él. Y su ánglico era cada día mejor. Intercambiaban unas cuantas palabras y eso era todo. Rod no tenía tiempo para un Fyunch(click), ni necesidad de uno, tampoco. Aprender el lenguaje pajeño no era trabajo suyo (a juzgar por los progresos hechos, no era trabajo de nadie), y sólo veía a la alienígena a través de la pantalla comunicadora. ¿Qué sentido tenía un guía al que nunca habría de conocer directamente?

—Parecen ceer que usted es importante —explicó Hardy.

Era algo digno de considerar mientras dirigía aquel manicomio de nave. Y la alienígena no se quejaba en absoluto.


El torbellino de actividad de aquel mes apenas si afectaba a Horace Bury. No recibía noticia alguna del transbordador, y nada podía aportar al trabajo científico de la nave. Siempre atento a los rumores que podían serle útiles, esperaba que las noticias se filtrasen; pero no se filtraban muchas. Las comunicaciones con el transbordador parecían quedar congeladas en el puente, y no tenía auténticos amigos entre los científicos, aparte de Buckman. Blaine había dejado de ponerlo todo en el intercomunicador. Por primera vez desde que habían salido de Nueva Chicago, Bury se sentía prisionero.

Le molestaba más de lo que debería haberle molestado, aunque era lo bastante introspectivo para saber por qué siempre había procurado controlar su entorno en la medida de sus posibilidades: en un planeta, a lo largo de años luz de espacio y décadas de tiempo… o en un crucero de batalla de la Marina. La tripulación le trataba como a un huésped y no como a un amo. Y en donde no era un amo, Bury se sentía un prisionero.

Además, estaba perdiendo dinero. En algún punto de las áreas prohibidas de la MacArthur, fuera del alcance de todos, salvo los científicos de más alto rango, los físicos estudiaban el material aurífero de la Colmena de Piedra. Le costó semanas enterarse de que se trataba de un superconductor del calor.

Sería, pues, un material de valor incalculable, y Bury sabía que debía obtener una muestra. Sabía incluso cómo podría conseguirla, pero se obligaba a esperar. ¡Aún no! El momento de robar la muestra sería justo antes de que la MacArthur aterrizase en Nueva Escocia. Allí esperarían naves, a pesar del coste, no sólo una nave en la que se le reconocería abiertamente como propietario y amo, sino por lo menos otra. Entre tanto, lo único que podía hacer en la MacArthur era escuchar, escudriñar, saber.

Tenía varios informes sobre la Colmena de Piedra para poder comparar. Intentó incluso obtener información de Buckman; pero los resultados fueron más divertidos que provechosos.

—Oh, olvide la Colmena de Piedra —había exclamado Buckman—. No tiene el menor interés. Fue trasladada allí. No tiene nada que ver con la formación de los racimos de los puntos troyanos, y los pajeños han alterado la estructura interna hasta el punto de que no hay manera de saber nada sobre la roca original…

Así que los pajeños podían hacer, y hacían, superconductores de calor. Y estaban además los pequeños pajeños. Le divertía mucho la búsqueda de las miniaturas escapadas. Naturalmente la mayoría del personal de la Marina continuaba buscando incesantemente a la miniatura huida y a la cría. Y la miniatura estaba ganando. Desaparecían alimentos de lugares extraños: camarotes, salas, todos los puntos salvo la cocina. Los hurones no eran capaces de localizar nada. ¿Habrían hecho las miniaturas un pacto con los hurones?, se preguntaba Bury. Desde luego los alienígenas eran… alienígenas; sin embargo los hurones no habrían tenido ningún problema para olfatearlos la primera noche.

A Bury le divertía la caza, pero… Aprendió la lección: una miniatura era más difícil de capturar que de mantener encerrada. Si acabase vendiendo miniaturas de aquéllas como animales domésticos, sería mejor que lo hiciese en jaulas seguras y firmes. Además estaba el problema de adquirir una pareja reproductora. Cuanto más tiempo permaneciesen libres las miniaturas, menos posibilidades tendría Bury de convencer a la Marina de que eran animalitos amistosos e inofensivos.

Pero resultaba divertido ver el desconcierto de la Marina. Bury investigaba por ambos lados y practicaba la paciencia; y las semanas seguían pasando.


Mientras los seis Fyunch(click) permanecían a bordo del transbordador, el resto de los pajeños trabajaban. El interior de la nave alienígena cambiaba como en los sueños; era distinto cada vez que alguien iba a bordo. Sinclair y Whitbread tomaron la decisión de recorrerlo periódicamente para comprobar que no construían ninguna clase de armas; quizás pudiesen descubrirlo, o quizás no.

Un día Hardy y Horvath se detuvieron junto a la cabina de observación del capitán después de una hora en las salas de ejercicio de la MacArthur.

Los pajeños están a punto de recibir un tanque de combustible —dijo Horvath a Rod—. Fue lanzado aproximadamente al mismo tiempo que su propia nave, con acelerador lineal, pero en una órbita que permite un mayor ahorro de combustible. Llegará en el plazo de dos semanas.

—Así que es eso. —Blaine y sus oficiales se habían preguntado qué sería el silencioso objeto que avanzaba lentamente hacia su posición.

—¿Lo sabía usted? Podría habérnoslo dicho.

—Tendrán que recogerlo —especuló Blaine—. Vaya… me pregunto si no podría entregárselo una de mis embarcaciones. ¿Nos dejarían hacerlo?

—No veo motivo para que no lo hagamos. Se lo preguntaremos —dijo David Hardy—. Una cosa más, capitán.

Rod sabía que era una cuestión delicada. Horvath hacía pedir al doctor Hardy todas las cosas que suponía que él iba a rechazar.

—Los pajeños quieren construir un puente de cámara neumática entre el transbordador y su nave —concluyó Hardy.

—Es sólo una estructura temporal y la necesitamos —Horvath hizo una pausa—. No es más que una hipótesis, ¿comprende?, pero, capitán, creemos que para ellos todas las estructuras son meramente temporales. En el despegue debían de tener lechos de alta gravedad, pero ahora han desaparecido. Llegaron sin combustible para el regreso. Es casi seguro que rediseñaron su sistema de soporte vital para la caída libre en las tres horas que siguieron a su llegaba.

—Y también esto pasará —añadió Hardy—. Pero la idea no les molesta. Parece gustarles.

—Su psicología difiere mucho de la humana en este aspecto —dijo Horvath—. Quizás un pajeño nunca intente diseñar algo permanente. No debe de haber en su mundo ninguna Esfinge, ninguna Pirámide, ningún monumento a Washington, ninguna tumba de Lenin.

—Doctor, no me gusta la idea de unir las dos naves.

—Pero, capitán, necesitamos algo así. Hombres y pajeños están constantemente cruzando el espacio de una nave a otra, y tienen que utilizar el taxi siempre. Además los pajeños han empezado ya a trabajar…

—Supongo que no hará falta que les diga que si unen las dos naves, usted y todos los que están a bordo del transbordador pasarán a ser rehenes de los pajeños.

—Yo estoy seguro de que podemos confiar en los alienígenas, capitán —dijo ásperamente Horvath—. Hacemos grandes progresos con ellos.

—Además —añadió el capellán Hardy— somos ya rehenes. No hay modo, ni lo ha habido nunca, de evitar esa situación. La MacArthur y la Lenin son nuestra protección. Si es que necesitamos protección. Si dos naves de combate no les asustan… en fin, ya conocíamos la situación cuando subimos al transbordador.

Blaine rechinó los dientes. Aunque pudiese prescindir del transbordador, no podía prescindir del personal que lo ocupaba. Sinclair, Sally Fowler, el doctor Horvath, el capellán… la gente más valiosa de la MacArthur estaba viviendo a bordo del transbordador. Pero el capellán tenía razón sin duda. Todos estaban expuestos a morir a manos de los alienígenas en cualquier momento, y a la MacArthur sólo le quedaba la compensación de la venganza.

—Dígales que adelante —dijo Rod. El puente no aumentaría en nada el peligro.


Los trabajos se iniciaron en cuanto Rod dio permiso. Un tubo de fino metal, flexiblemente articulado, brotaba del casco de la nave pajeña, culebreando hacia ellos como un ser vivo. A su alrededor se arracimaban pajeños con trajes de frágil apariencia. Vistos desde la escotilla principal del transbordador, casi podrían haber sido hombres… casi.

Sally empezaba a ver borroso. La iluminación era extraña… apagada luz pajeña y sombras negro espacio y esporádicos reflejos de luz artificial, todo ello reflejado desde la brillante y curvada superficie metálica. Toda la imagen resultaba asimétrica y extraña y le producía dolor de cabeza.

—Sigo preguntándome de dónde extraerán el metal —dijo Whitbread; estaba sentado junto a ella, como hacía siempre cuando ambos descansaban entre trabajo y trabajo—. No había espacio libre a bordo de la nave la primera vez que la visité y sigue sin haberlo ahora. Deben de estar despiezando su nave.

—Eso podría ser una explicación —dijo Horvath.

Se habían reunido alrededor de la escotilla principal después de cenar, con tazas de té y de café en las manos. Los pajeños se habían convertido en auténticos entusiastas del té y del chocolate. Pero no podían soportar el café. Humanos y pajeños se alternaban en un círculo frente a la ventana, sentados en el banco de caída libre que tenía forma de herradura. Los Fyunch(click) habían aprendido el truco humano de alinearse todos en la misma dirección.

—Fíjese lo deprisa que trabajan —dijo Sally—. Es como si el puente creciera ante nuestros ojos. —Sus ojos comenzaron a desenfocarse otra vez. Era como si alguno de los pajeños estuviese trabajando mucho más atrás que los otros—. El que tiene las franjas de color naranja debe de ser un Marrón. Parece el que lo dirige todo, ¿no cree?

—Además es quien hace la mayor parte del trabajo —dijo Sinclair.

—Es curioso —dijo Hardy—. Si sabe bastante para dar órdenes, debería ser capaz de hacer el trabajo mejor que nadie ¿no creen? —se frotó los ojos—. O no razono bien, o alguno de esos pajeños es más pequeño que los demás…

—Eso parece —dijo Sally.

Whitbread miraba fijamente a los constructores del puente. Muchos de los pajeños parecían trabajar muy por detrás de la nave alienígena… hasta que tres de ellos pasaron por delante del casco.

—¿Ha probado alguien a observar esto por el telescopio? —dijo cautelosamente—. Lafferty, enfóquelo, por favor.

En la pantalla del telescopio se vía todo asombrosamente claro. Algunos de los trabajadores pajeños eran tan pequeños como para poder meterse por cualquier rendija. Y tenían cuatro brazos.

—¿Usan ustedes a menudo esas criaturas como obreros? —preguntó Sally a su Fyunch(click).

—Sí. Nos parecen muy útiles. ¿No hay criaturas como ésas en sus naves? —El alienígena parecía sorprendido; de todos los pajeños, el de Sally daba la impresión de ser el que más a menudo se sorprendía de las cosas de los humanos—. ¿Cree usted que se preocupará Rod?

—Pero ¿qué son? —preguntó Sally. Ignoró la pregunta que le había hecho el pajeño.

—Son… obreros —comentó el pajeño—. Animales… útiles. ¿Les sorprende lo pequeños que son? ¿Son mayores los de ustedes, entonces?

—Oh, sí—contestó Sally con aire ausente; observaba a los otros—. Creo que me gustaría ir a ver esos… animales… más de cerca. ¿Quiere acompañarme alguien?

Pero Whitbread estaba ya enfundándose el traje, y lo mismo hacían los otros.


—Fyunch(click) —dijo la alienígena.

—¡Dios mío! —exclamó Blaine—. ¿Te han elegido ahora para contestar a las llamadas?

La alienígena habló lentamente, pronunciando con sumo cuidado. Su gramática no era perfecta, pero su capacidad para captar los giros y las inflexiones resultaba sorprendente.

—¿Por qué no? Hablo bastante bien. Soy capaz de recordar un mensaje. Puedo utilizar la grabadora. Tengo muy poco que hacer cuando no aparece usted.

—Eso no puedo evitarlo.

—Lo sé —dijo, y con un tono de satisfacción añadió—: Todos se han sorprendido al verme.

—Demonios, a mí desde luego me ha sorprendido. ¿Quién anda por ahí?

—El piloto Lafferty. Los demás humanos están fuera. Han ido a ver el… túnel. Cuando esté acabado, no tendrán que ir con ellos los soldados cuando quieran visitar la otra nave. ¿Quiere que transmita algún mensaje?

—No, gracias, volveré a llamar.

—Sally estará pronto de vuelta —dijo la pajeña de Blaine—. ¿Cómo está usted? ¿Cómo va la nave?

—Bastante bien.

—Es usted siempre muy cauto cuando habla de la nave. ¿Estoy inmiscuyéndome acaso en cosas secretas de la Marina? No es la nave lo que a mí me preocupa. Rod. Yo soy su Fyunch(click) personal. Significa mucho más que simplemente guía.

La pajeña hizo un extraño gesto. Rod le había visto hacerlo antes, cuando estaba inquieta o enojada.

—¿Qué significa exactamente Fyunch(click)?

—Yo estoy asignada a usted. Usted es un proyecto, una obra de arte. Y yo tengo que aprender todo lo que pueda saberse de usted. Tengo que hacerme especialista en usted. Mi Señor Roderick Blaine, y usted debe convertirse para mí en un tema de estudio. No es su nave gigantesca, tosca y mal diseñada lo que me interesa, sino su actitud frente a esa nave y a los humanos que hay a bordo, el control que tiene sobre ellos, el interés que tiene en su bienestar, etc.

¿Cómo manejaría Kutuzov aquello? ¿Rompería el contacto? Demonios…

—A nadie le gusta que le observen. Todo el mundo se siente incómodo cuando le estudian así.

—Suponíamos que se lo tomaría de ese modo. Pero, Rod, usted está aquí para estudiarnos, ¿no? Por lo tanto tenemos derecho a estudiarle nosotros a usted.

—Lo tienen. —La voz de Rod reflejaba aspereza, a pesar de las intenciones del propio Rod—. Pero si alguien le parece molesto cuando usted habla con él, la razón probablemente sea ésa.

—Por Dios —dijo la pajeña—. Ustedes son los primeros seres inteligentes que encontramos que no se relacionan genéticamente con nosotros. ¿Cómo pueden esperar sentirse cómodos en nuestra compañía?

La pajeña se rascó la zona central lisa de la cara con el índice derecho superior, luego dejó caer la mano como embarazada. Era el mismo gesto que había hecho un momento antes.

Brotaron ruidos en la pantalla.

—Cuelgue un momento —dijo la pajeña—. Bien… son Sally y Whitbread. —Su voz se elevó—. ¿Sally? El capitán está en pantalla.

Se deslizó fuera de la silla. Sally Fowler pasó a ocuparla. Su sonrisa parecía forzada cuando dijo:

—Hola, capitán. ¿Que hay de nuevo?

—Todo sigue como siempre. ¿Cómo van las cosas por ahí?

—Rod, parece usted aturdido. Es una experiencia extraña, ¿verdad? No se preocupe, la pajeña no puede oírnos ahora.

—Bueno. Creo que me incomoda un poco el que un alienígena lea mis pensamientos de ese modo. Supongo que son capaces realmente de leer los pensamientos.

—Dicen que no. Y a veces sus conjeturas son erróneas. —Se pasó una mano por el pelo, que tenía revuelto, quizás a causa del casco del traje de presión—. Se equivocan completamente. Al principio el Fyunch(click) del teniente Sinclair no le hablaba. Creían que era un Marrón; un idiota, una especie de carpintero, comprende. ¿Cómo va con las miniaturas?

Éste era un tema que ambos habían aprendido a eludir. Rod se preguntó por qué lo sacaría a colación.

—Los perdidos aún siguen perdidos. No hay el menor rastro de ellos. Podrían incluso haber muerto en alguna parte de la nave. Conservamos aún a la miniatura que quedó. Creo que sería mejor que le echase un vistazo, Sally, la próxima vez. Quizás esté enferma.

—Iré mañana —dijo Sally—. Rod, ¿ha observado usted al grupo de trabajo alienígena?

—No demasiado. La cámara neumática parece ya casi terminada.

—Sí… Rod, han utilizado miniaturas especializadas para hacer parte del trabajo.

Rod miraba estúpidamente. Sally movió los ojos inquieta.

——Miniaturas especializadas. Con trajes de presión. No sabíamos que estuviesen a bordo. Supongo que deben de ser muy tímidas y esconderse cuando hay humanos a bordo. Pero después de todo no son más que animales. Lo preguntamos.

—Animales. —Oh, Dios mío. ¿Qué diría Kutuzov?—. Sally, esto es importante. ¿Puede usted venir esta noche e informarme? Usted o cualquiera que sepa algo de esto.

—De acuerdo. El teniente Sinclair está mirándoles ahora. Rod, es realmente fantástico la destreza de estos animalitos. Y pueden introducirse en lugares en los que sería necesario utilizar herramientas suplementarias e instrumentos especiales.

—Me lo imagino. Sally, dígame la verdad, ¿hay alguna posibilidad de que las miniaturas sean seres inteligentes?

—No. Están simplemente especializadas.

—Sólo especializadas. —Si hubiese alguna viva a bordo de la MacArthur habría explorado la nave de proa a popa—. Sally, ¿hay alguna posibilidad de que uno de los alienígenas pueda oírme ahora?

—No. Estoy utilizando el audífono, y no les hemos permitido trabajar con nuestro equipo.

—No puede estar segura del todo, sin embargo. Ahora escúcheme cuidadosamente, luego quiero hablar en privado con todos los demás tripulantes del transbordador; uno a uno. ¿Ha dicho alguien algo, lo que sea, de que hay miniaturas perdidas a bordo de la MacArthur?

No. Nos dijo usted que no lo dijésemos, ¿recuerda? ¿Qué pasa, Rod? Qué pasa.

—Por amor de Dios, no digan nada sobre las miniaturas perdidas. Se lo diré a los otros cuando hable con ellos. Y quiero verles a todos, salvo la tripulación regular del transbordador, esta noche. Es hora de que intercambiemos nuestros datos sobre los pajeños, porque tendré que informar al almirante mañana por la mañana. —Parecía casi pálido—. Supongo que puedo esperar hasta entonces.

—Bueno, desde luego que puede —dijo ella.

Sonrió graciosamente, pero se sentía inquieta. Nunca había visto a Rod tan preocupado y esto le preocupaba a ella.

—Estaremos ahí en una hora —dijo—. Ahora le dejo con el señor Whitbread, y, por favor, Rod, deje de preocuparse.

24 • Marrones

La sala de guardia de la MacArthur estaba llena de gente. Los asientos de la mesa principal los ocupaban oficiales y científicos y había otros por la periferia. En un mamparo la gente de comunicaciones había instalado una gran pantalla, pero los camareros obstruían las tareas de los técnicos llevando el café a los reunidos. Todos charlaban despreocupadamente, salvo Sally. Sally recordaba la expresión preocupada de Rod Blaine y no podía integrarse en aquella feliz reunión.

Los oficiales se pusieron de pie cuando entró Rod. Algunos civiles se levantaron también; otros fingieron no ver al capitán; y unos cuantos le miraron y luego desviaron la vista, explotando su condición de civiles. Rod, al ocupar su puesto en la cabecera de la mesa, murmuró «Calma», y luego se sentó lentamente. A Sally le pareció aún más preocupado que antes.

—Kelley.

—¡Señor!

—¿Es segura esta habitación?

—En la medida en que podemos saberlo, lo es, señor. He revisado todas las instalaciones.

—¿Qué es esto? —exigió Horvath—. ¿Contra quién está usted protegiéndose?

—Es necesario tomar medidas de precaución, doctor. —Rod miró al Ministro de Ciencias con una expresión que indicaba al tiempo súplica y mandato—. Debo decirles que todo lo que se discuta aquí se clasificará como sumo secreto. ¿Han leído ustedes las normas imperiales sobre revelación de datos secretos?

Hubo un murmullo de asentimiento. La atmósfera alegre y despreocupada se desvaneció de pronto.

—¿Alguna discrepancia? Permitan que la grabadora muestre que no hubo ninguna. Doctor Horvath, tengo entendido que hace tres horas descubrió usted que las miniaturas son animales muy especializados capaces de realizar trabajos técnicos bajo control. ¿Es correcto eso?

—Sí. Desde luego. ¡Fue una gran sorpresa, se lo aseguro! Las implicaciones son enormes. Si podemos aprender a dirigirlos, serían un suplemento fabuloso de nuestra capacidad.

Rod asintió con aire ausente.

—¿Hay alguna posibilidad de que pudiéramos haber sabido esto antes? —preguntó—. ¿Lo sabía alguien? ¿Nadie?

Hubo una confusa algarabía, pero nadie contestó. Rod dijo cuidadosamente y con voz clara:

—Dejen que la grabadora muestre que no hubo ninguna.

—¿Qué grabadora es ésa de la que habla usted? —preguntó Horvath—. ¿Y por qué le preocupa tanto?

—Doctor Horvath, esta conversación quedará registrada porque puede servir como prueba ante un tribunal militar. Un tribunal que puede juzgarme a mí. ¿Está claro?

—Que… ¡Dios mío! —balbuceó Sally—. ¿Un tribunal militar? ¿A usted? ¿Por qué?

—La acusación puede ser alta traición —dijo Rod—. Veo que la mayoría de mis oficiales están sorprendidos. Señora, caballeros, tenemos órdenes estrictas del propio Virrey de no comprometer ningún elemento de la tecnología militar del Imperio, y, en particular, de proteger el Campo Langston y el Impulsor Alderson de la inspección de los pajeños. En las últimas semanas, animales capaces de aprender esa tecnología y muy posiblemente de transmitirla a otros pajeños han recorrido mi nave a su antojo. ¿Comprenden ahora?

Ya veo —Horvath no dio muestra alguna de alarma, pero se había quedado pensativo—. Y ha asegurado usted esta habitación… ¿Cree realmente que las miniaturas pueden entender lo que decimos?

—Creo posible que memoricen conversaciones y las repitan. Pero, Kelley ¿están aún vivas las criaturas?

—Señor, llevan semanas sin dar señales de vida. No han hecho ninguna incursión en los depósitos de alimentos. Los hurones no han encontrado más que ratas. Creo que los animales están muertos, capitán.

Blaine se rascó la nariz, y luego retiró la mano rápidamente.

—Artillero, ¿ha oído usted que hubiese «Marrones» a bordo de esta nave?

La cara de Kelley no reflejó sorpresa alguna. En realidad no reflejó nada.

—¿Marrones, capitán?

—Rod, ¿ha perdido usted el juicio? —exclamó Sally; todos la miraron, algunos no demasiado amistosamente. Oh, demonios, pensó ella, he metido la pata. Al parecer algunos saben de lo que habla. Demonios.

—Dije Marrones, artillero. ¿Ha oído hablar de ellos?

—Bueno, oficialmente no, capitán. Puedo decir que algunos de los técnicos espaciales parecen creer últimamente en duendes. No veo que haya nada malo en ello. —Kelley parecía confuso. Había oído aquello y no había informado, y ahora el capitán, su capitán, podría verse envuelto en problemas…

—¿Alguien más? —preguntó Rod.

—Bueno, señor…

Rod tuvo que esforzarse para ver quién hablaba. El guardiamarina Potter estaba junto a la pared del fondo, casi oculto entre dos biólogos.

—¿Sí, señor Potter?

—Algunos de los hombres de mi sección de observación, capitán, dicen que si se deja algo de comida, semillas, cereales, sobras, cualquier cosa en los pasillos o debajo de la litera, junto con algo que haya que arreglar, lo arreglan. —Potter parecía incómodo; era evidente que creía que aquello era un cuento—. Uno de los hombres les puso de nombre «Marrones». Yo pensé que era una broma.

Una vez que habló Potter lo hicieron una docena más. Incluso algunos de los científicos. Microscopios que habían quedado en mejores condiciones que los más perfectos que hubiese hecho nunca Leica Optical. Una lámpara hecha a mano de la sección de biología. Botas y zapatos adaptados a pies individuales. Rod alzó los ojos en esta ocasión.

—Kelley, ¿cuántos de sus soldados tienen armas individualizadas como las de usted y las del señor Renner?

—Bueno… no lo sé, señor.

—Puedo ver uno desde aquí. Usted, Polizawsky, ¿cómo consiguió ese arma?

El soldado tartamudeó. No estaba acostumbrado a hablar con los oficiales, y menos con el capitán, y aún menos con el capitán irritado.

—Bueno, señor, yo dejé mi arma y una bolsa de palomitas de maíz bajo mi litera y a la mañana siguiente estaba hecho, señor. Como dijeron los otros, capitán.

—¿Y no le pareció esto lo suficientemente raro como para informar al artillero Kelley?

—Bueno… señor… Otros compañeros, pensamos que quizás, bueno, el cirujano ha hablado de alucinaciones del espacio, capitán, y nosotros…

—Además, si informaban ustedes se acabaría todo —concluyó Rod por él. Oh, ¡maldita sea! ¿Cómo iba a explicar aquello? Estaba ocupado, demasiado ocupado resolviendo disputas entre los científicos… Pero el hecho era innegable. Había desatendido sus deberes de capitán, con resultados imprevisibles…

—¿No está tomándose todo esto demasiado en serio? —preguntó Horvath—. Después de todo, capitán, el Virrey dio sus órdenes mucho antes de saber algo sobre los pajeños. Ahora es evidente que no son peligrosos, y desde luego que no son hostiles.

—¿Sugiere usted acaso, doctor, que desobedezcamos las órdenes de un dirigente imperial?

A Horvath pareció divertirle esto. Su sonrisa fue extendiéndose lentamente por su cara.

—Ah, no —contestó—. Ni mucho menos. Quiero decir, únicamente, que si esa política se modificase, cuando realmente sea inevitable, todo esto parecerá una tontería, capitán Blaine. Una chiquillada.

—¿Qué se ha creído usted? —explicó Sinclair—. ¡Ésa no es forma de hablar al capitán!

—Cálmate, Sandy —intervino el primer teniente Cargill—. Doctor Horvath, supongo que nunca se ha relacionado con el servicio secreto militar. En los servicios secretos lo que cuenta es la capacidad, no la intención. Si un enemigo potencial puede hacerte algo, tienes que prepararte para ello, sin tener en cuenta lo que pienses que él quiere hacer.

—Exactamente —convino Rod.

Estaba contento de las interrupciones. Sinclair aún bufaba a un extremo de la mesa, y costaría poco hacerle estallar de nuevo.

—Así que lo primero que tenemos que descubrir es la posible capacidad de las miniaturas. Por lo que he visto en la construcción de la cámara neumática, y por lo que hemos descubierto sobre los «Marrones», es bastante considerable.

—Pero son sólo animales —insistió Sally; miró al enfurecido Sinclair, a Horvath, que sonreía sardónicamente, y a Rod, que seguía preocupado—. Ustedes no parecen entenderlo. Su manejo de las herramientas… Bien, sí, son muy buenos con las herramientas, pero eso no es inteligencia. Tienen la cabeza demasiado pequeña. Cuanto más tejido cerebral utilizan al servicio de ese instinto para sus tareas mecánicas, más tienen que perder. Carecen prácticamente del olfato y el gusto. Son terriblemente miopes. Tienen menos capacidad lingüística que un chimpancé. Su percepción del espacio es buena, y se les puede adiestrar, pero no hacen herramientas, sólo arreglan o modifican cosas. ¡Inteligencia! —explotó—. ¿Qué ser inteligente hubiese adaptado el mango del cepillo de dientes de señor Battson?

»En cuanto a lo de espiarnos, ¿cómo iban a hacerlo? Nadie pudo enseñarles eso. En primer lugar, fueron seleccionados al azar.

Miró a su alrededor, a todas sus caras, intentando comprobar el efecto de sus palabras.

—¿Es seguro que las miniaturas escapadas estén aún vivas? —la voz tenía un fuerte acento de Nueva Escocia. Rod miró al doctor Blevins, un veterinario colonial incorporado a la expedición—. Mi propia miniatura está muriendo, capitán. No puedo hacer nada. Envenenamiento interno, degeneración glandular… los síntomas parecen similares a los de la vejez.

Blaine movió la cabeza lentamente.

—Me gustaría creer eso, doctor, pero corren demasiadas historias sobre los Marrones en esta nave. Antes de esta reunión hablé con algunos de los otros jefes, y pasa lo mismo en las cubiertas inferiores. Nadie quería informar, porque, en primer lugar, creen que les tomaremos por locos y, en segundo, porque los Marrones eran demasiado útiles para arriesgarse a perderlos. Ahora bien, nunca ha habido, pese a todos los cuentos irlandeses del artillero Kelley, duendes en las naves de la Marina… tienen que ser las miniaturas.

Hubo un largo silencio.

—Pero ¿qué mal están haciendo, después de todo? —preguntó Horvath—. A mi juicio sería muy útil tener algunos Marrones, capitán.

—Vaya. —Aquello no necesitaba comentarios en opinión de Rod—. Malo o bueno, inmediatamente después de esta reunión, esterilizaremos la nave. Sinclair, ¿ha dispuesto lo necesario para evacuar la cubierta hangar?

—Sí, capitán.

—Entonces hágalo. Ábrala, y compruebe que todos los compartimentos que tiene quedan abiertos al espacio. Quiero la cubierta hangar muerta. Teniente Cargill, encárguese de que el grupo especial de vigilancia esté con la armadura de combate. Sólo con su armadura de combate, Número Uno. El resto de ustedes piensen en el equipo que tienen que pueda soportar el vacío absoluto. Cuando se termine con la cubierta hangar, los soldados de Kelley les ayudarán a llevar todo ese equipo hasta allí; y luego despresurizaremos el resto de la nave. Vamos a acabar de una vez por todas con los Marrones.

—Pero… —Eso es una tontería… —Mis cultivos morirán… —Siempre pasa lo mismo con la Marina… —¿Puede hacer eso en realidad?… —De acuerdo, capitán… —Quién demonios se creerá que es…

—¡Silencio! —La voz de Kelley atronó por encima de la algarabía general.

—Capitán, ¿tiene usted que llegar a este extremo? —preguntó Sally.

—Yo creo que son demasiado peligrosos —respondió Rod—. Si no hago esto, el almirante lo hará de todos modos. Ahora, díganme, ¿están todos ustedes de acuerdo en que las miniaturas no son espías?

—No deliberados —dijo Renner—. Pero, capitán, ¿sabe usted lo de la computadora de bolsillo?

—No.

—La pajeña grande desmontó la computadora de bolsillo de la señorita Fowler. Y luego volvió a montarla. Y funciona.

—Vaya —Rod hizo un gesto hosco—. Pero eso fue la pajeña marrón grande.

—Que puede hablar con los pequeños. Fue ella quien hizo que le devolviesen el reloj al señor Bury —dijo Renner.

—He dado órdenes a la tripulación, capitán —informó Cargill; se encontraba junto al intercomunicador de la sala de guardia—. No he dicho nada a nadie. La tripulación cree que se trata de una maniobra.

—Bien pensado, Jack. Ahora, díganme, ¿qué objeciones tienen ustedes a que matemos a esos animales? La pajeña grande hizo lo mismo, y si, como dicen ustedes, son sólo animales, debe de haber muchísimos más. Los pajeños grandes no se incomodarán por eso. ¿Por qué habríamos de hacerlo nosotros?

—Bueno, no —dijo Sally—. Pero… Rod hizo un gesto definitivo.

—Hay suficientes razones para matarlos, y aún no hemos oído ninguna que justifique dejarlos libres por ahí. Así que podemos dar por zanjada la cuestión.

Horvath hizo un gesto negativo.

—Me parece una medida demasiado drástica, capitán. ¿Qué cree usted que está protegiendo exactamente?

—De forma directa el Impulsor Alderson. Indirectamente, todo el Imperio, pero sobre todo el Impulsor —dijo con voz grave Cargill—. Y no me pregunte por qué pienso que el Imperio necesita protegerse de los pajeños. No lo sé, pero… creo que lo necesita.

—No podrá proteger el Impulsor. Lo han descubierto ya —proclamó Renner. Sonrió malévolamente al ver que todos se volvían hacia él.

—¿Qué? —exigió Rod—. ¿Cómo?

—¿Quién es el maldito traidor? —clamó Sinclair—. ¡Nombra a esa basura!

—¡Vamos! ¡Calma! —insistió Renner—. Ellos tenían ya el Impulsor, capitán. Hace sólo una hora que lo sé. Todo está registrado, permítanme que se lo muestre.

Se levantó y se acercó a la gran pantalla. Parpadearon imágenes en ella hasta que Renner encontró lo que deseaba. Se volvió a los demás.

—Es agradable ser el centro de la atención… —Renner se interrumpió ante la mirada furiosa de Rod—. Esto es una conversación entre, bueno, mi pajeño y yo. Utilizaré una pantalla dividida para mostrar las dos partes.

Accionó los controles y la pantalla cobró vida: Renner en el puente de la MacArthur, su Fyunch(click) en la nave embajadora pajeña. Renner pasó las imágenes deprisa hasta dar exactamente con la que quería.

—Podrían haber venido ustedes de cualquier parte —decía la pajeña de Renner—. Aunque lo más probable es que procedan de una estrella próxima, como por ejemplo… bueno, puedo señalarla.

Aparecieron imágenes estelares en una pantalla detrás de la pajeña; pantallas dentro de pantallas. La pajeña señaló con su brazo derecho superior. La estrella era Nueva Caledonia.

—Sabemos que tienen ustedes un impulsor instantáneo, por la zona donde aparecieron.

La imagen de Renner se adelantó.

—¿Dónde aparecimos?

—Aparecieron ustedes exactamente en el… —La pajeña de Renner parecía buscar una palabra; renunció claramente—. Renner, he de hablarle de una criatura legendaria.

—Diga. —La imagen de Renner hizo una señal pidiendo café. El café y las leyendas iban juntos.

—Le llamaremos Eddie el Loco, si no le importa. Es un… es como yo, a veces, y es un Marrón, una especie de sabio idiota, otras veces. Siempre hace las cosas al revés por excelentes razones. Hace las mismas cosas una y otra vez, siempre con resultados desastrosos, y nunca aprende.

Hubo unos murmullos en la sala de oficiales de la MacArthur.

¿Por ejemplo? —preguntó la imagen de Renner. La imagen de la pajeña de Renner se paró a pensar.

—Cuando una ciudad —dijo— se ha hecho tan grande y tan densa que corre peligro inmediato de colapso… cuando los alimentos y el agua potable afluyen a la ciudad en una cuantía sólo suficiente para alimentar todas las bocas, y todos deben trabajar constantemente para que las cosas sigan así… cuando el transporte está dedicado todo él a desplazar suministros vitales, y no queda transporte libre para que los habitantes de la ciudad salgan de ella si surge la necesidad… entonces es cuando Eddie el Loco induce a los encargados de la basura a declararse en huelga exigiendo mejores condiciones de trabajo.

Renner sonrió y dijo:

—Creo que conozco a ese caballero. Continúe.

—Existe el Impulsor de Eddie el Loco. Hace desaparecer las naves.

—Comprendo.

—Teóricamente debería ser un impulsor instantáneo, una llave que permitiría abrir de par en par el universo. En la práctica su resultado es que las naves desaparecen para siempre. El Impulsor ha sido descubierto, construido y probado varias veces, y siempre hace desaparecer las naves con todos sus tripulantes, pero sólo si se usa correctamente. La nave debe encontrarse en el punto exacto, una posición difícil de localizar exactamente, y la maquinaria debe hacer justamente lo que los teóricos postulan que deben hacer, porque si no, no pasa nada.

Ambos Renner reían ahora.

—Comprendo. Y nosotros aparecimos en ese punto exacto, el punto de Eddie el Loco. De lo que deducen ustedes que hemos resuelto el enigma del Impulsor de Eddie el Loco.

—Así es.

—¿Y qué significa eso?

La alienígena separó sus labios en una sonrisa inquietantemente tiburonesca, desconcertantemente humana… Renner les permitió que contemplasen detenidamente aquella sonrisa antes de desconectar.

Hubo un largo silencio, luego habló Sinclair.

—Bueno, está bastante claro, ¿no? Saben del Impulsor Alderson, pero no del Campo Langston.

—¿Por qué dice usted eso, teniente Sinclair? —preguntó Horvath. Todos intentaban explicárselo a la vez, pero la voz del ingeniero jefe se abrió paso entre la algarabía.

—Sus naves se desvanecen, pero sólo en el punto correcto, ¿no? Por lo tanto conocen el Impulsor. Pero ninguna de sus naves ha vuelto, porque pasan a espacio normal en la estrella roja. Es evidente.

—Oh —dijo Horvath, tristemente—. Sin ninguna protección… después de todo, se trata del interior de una estrella, ¿no? Sally se estremeció.

—Y su pajeña dijo que lo habían intentado muchas veces. —Se estremeció de nuevo—. Pero, señor Renner… ninguno de los otros pajeños habló nunca de astronáutica ni de nada parecido. La mía me habló de «Eddie el Loco» como si fuese algo de una época primitiva… una leyenda olvidada.

—Y la mía habló de Eddie el Loco como un ingeniero que utilizaba siempre capital de mañana para resolver los problemas de hoy —intervino Sinclair.

—¿Alguno más tiene algo que decir? —preguntó Rod.

—Bueno… —El capellán David Hardy parecía nervioso, tenía la cara gordinflona de un color rojo remolacha—. Mi pajeña dice que Eddie el Loco funda religiones. Religiones extrañas, muy lógicas y singularmente inadecuadas.

—Basta —exclamó Rod—. Al parecer, yo soy el único cuya pajeña no ha mencionado nunca a Eddie el Loco. —Se quedó pensativo—. ¿Estamos todos de acuerdo en que los pajeños conocen el Impulsor pero no el Campo?

Todos asintieron. Horvath se rascó la oreja un instante y luego dijo:

—Ahora que me acuerdo de la historia del descubrimiento de Langston, no tiene nada de sorprendente que los pajeños no tengan el Campo. Me asombra que tengan el Impulsor mismo, aunque sus principios puedan deducirse de la investigación astrofísica. Pero el Campo fue un invento puramente accidental.

—Dado que saben que existe, ¿qué cree usted? —preguntó Rod.

—Bueno… no sé —dijo Horvath.

Se hizo un silencio absoluto en la habitación. Un silencio lúgubre. Por último, todos empezaron a hablar. Sally reía.

—Están ustedes tan mortalmente serios —protestó—. Supongamos que tuviesen el Impulsor y el Campo… Sólo hay un planeta lleno de pajeños. No son hostiles, pero aunque lo fuesen, ¿creen ustedes realmente que iban a significar una amenaza para el Imperio? Capitán, ¿qué podría hacer la Lenin con el planeta pajeño ahora mismo, ella sola, si el almirante Kutuzov diese la orden?

La tensión desapareció. Todos sonrieron. Ella tenía razón, no había duda. Los pajeños no tenían siquiera naves de guerra. No tenían una flota, y si la inventasen, ¿cómo aprenderían las tácticas de la guerra espacial? ¿Qué amenaza podrían significar los infelices y pacíficos pajeños para el imperio del hombre?

Todo el mundo se calmó, salvo Cargill. No sonreía, ni mucho menos, cuando dijo, muy serio:

—No sé, señorita. Y realmente me gustaría saberlo.


Horace Bury no había sido invitado a la conferencia, aunque sabía de ella. Ahora, mientras la reunión continuaba, un soldado llegó a su camarote y educadamente, pero con firmeza, le sacó de él. El soldado no dijo adonde llevaba a Bury, y al cabo de un rato se hizo evidente que no lo sabía.

—El artillero jefe dice que debo permanecer con usted y estar preparado para llevarle adonde están todos los demás, señor Bury.

Bury examinó de reojo a aquel hombre. ¿Qué haría aquel tipo por cien mil coronas? Pero en realidad no era necesario. De momento. Era indudable que Blaine no se proponía fusilarle. Hubo un momento en que Bury se asustó. ¿Habría hablado Stone, allá en Nueva Chicago?

Por Alá, nadie estaba seguro… Absurdo. Aunque Stone lo hubiese dicho todo, no había ninguna posibilidad de que la MacArthur recibiese mensajes del Imperio. Estaban tan absolutamente aislados como los pajeños.

—Así que tiene que quedarse usted conmigo. ¿No le dijo su oficial adonde tengo que ir?

—Todavía no, señor Bury.

—Entonces lléveme al laboratorio del doctor Buckman. Estaremos los dos más cómodos.

El soldado lo pensó y por fin dijo:

—Esta bien, vamos.

Bury encontró a su amigo de mal humor.

—Empaquetar todo lo que no puede soportar el vacío —murmuraba Buckman—. Trasladar todo lo que pueda soportarlo. Sin ninguna razón. Simplemente porque sí. —Había empaquetado ya gran número de cajas y de bolsas de plástico.

La tensión de Bury se manifestaba claramente. Órdenes absurdas, un guardia a la puerta… comenzaba a sentirse de nuevo un prisionero. Tardó un rato en calmar a Buckman. Por fin el astrofísico se sentó en una silla y alzó una taza de café.

—Le he visto muy poco últimamente —dijo—. ¿Muy ocupado?

—Tengo muy poco que hacer, en realidad, en esta nave. No se me dice apenas nada —respondió Bury pausadamente… y esto le exigió un gran control—. ¿Por qué debe prepararse usted para vacío intenso aquí?

—¡Ah!, no lo sé. Simplemente tengo que hacerlo. Si intenta usted ver al capitán, está en la conferencia. Si uno no puede tratar con ellos cuando los necesita, ¿qué es lo que debe hacer?

Llegaban rumores del pasillo exterior: estaban arrastrando y cambiando de sitio objetos pesados. ¿Qué podía ser? A veces evacuaban las naves para librarse de las ratas.

¡Era eso! ¡Querían matar a las miniaturas! Alabado sea Alá, había actuado a tiempo. Bury sonrió aliviado. Tenía una idea mucho más clara del valor de las criaturas desde la noche en que había dejado una caja de bhaklavah junto a la placa facial de su traje de presión. Casi lo había perdido todo.

—¿Qué tal le fue en los asteroides de los puntos troyanos? —preguntó a Buckman.

Buckman pareció sorprenderse. Luego se echó a reír.

—Bury, no había pensado en ese problema desde hace un mes. Hemos estado estudiando el Saco de Carbón.

—Ah.

—Hemos encontrado allí una masa… probablemente una protoestrella. Y una fuente infrarroja. Las pautas móviles que se localizan en el Saco de Carbón son fantásticas. Como si el gas y el polvo fuesen viscosos… por supuesto son los campos magnéticos los que provocan esto. Estamos aprendiendo cosas maravillosas sobre la dinámica de una nube de polvo. Cuando pienso en el tiempo que perdí en esas rocas de los puntos troyanos… ¡siendo tan simple el problema!

—Bueno, siga, Buckman. No me deje colgado.

—¿Cómo? Ah, sí, se lo mostraré. —Buckman se acercó al intercomunicador y leyó una hilera de números. No pasó nada.

—Qué extraño. Algún idiota debe de haberlo clasificado como RESERVADO. —Buckman cerró los ojos, recitó otra serie de números, aparecieron fotografías en la pantalla—. Ah. ¡Aquí!

En la pantalla aparecieron asteroides, las imágenes eran borrosas. Algunos de los asteroides eran irregulares, otros casi esféricos, muchos tenían cráteres…

—Siento que las imágenes sean tan poco claras. Los puntos troyanos están bastante lejos… pero todo se arregló con tiempo y con los telescopios de la MacArthur. ¿Ve usted lo que encontramos?

—Pues no, la verdad. A menos que…

Todos ellos tenían cráteres. Al menos un cráter. Tres asteroides largos y estrechos en sucesión… y cada uno con un profundo cráter en un extremo. Una roca, retorcida hasta parecer casi un caracol; y el cráter estaba en el interior de la curva. Todos los asteroides que aparecían tenían un cráter grande y profundo; y la línea que atravesaba el centro del cráter atravesaba siempre el centro de la masa de la roca.

Bury sintió miedo y ganas de reír al mismo tiempo.

—Sí, comprendo. Descubrieron ustedes que todos esos asteroides han sido colocados artificialmente. En consecuencia, dejaron de interesarles.

—Naturalmente. Cuando pienso que esperaba descubrir algún nuevo principio cósmico… —Buckman se encogió de hombros. Bebió otro trago de café.

—Supongo que no se lo habrá dicho a nadie…

—Se lo dije al doctor Horvath. Por cierto, ¿cree usted que pondría él el material en la sección reservada?

—Quizás. Buckman, ¿cuánta energía cree usted necesaria para mover una masa de rocas como ésa?

—Bueno, no sé. Supongo que mucha. En realidad… —los ojos de Buckman relumbraron—. Un problema interesante. Le daré el resultado cuando acabe con esa estupidez. —Se volvió a sus aparatos.

Bury se quedó sentado donde estaba, mirando al vacío. De pronto empezó a temblar.

25 • La pajeña del capitán

Aprecio su interés por la seguridad del Imperio, almirante —dijo Horvath; hizo un gesto cauteloso frente a la imagen de la pantalla del puente de la MacArthur—. Se lo aseguro. Sin embargo, no hay duda de que si no aceptamos la invitación de los pajeños lo mejor es que nos volvamos a casa. Aquí no tenemos ya nada que aprender.

—Dígame usted, Blaine. ¿Está de acuerdo con esto? —la expresión del almirante Kutuzov era impenetrable.

—Señor —dijo Rod—, tengo que seguir el consejo de los científicos. Dicen que tenemos todos los datos que pueden obtenerse a esta distancia.

—¿Quiere situar usted entonces la MacArthur en órbita alrededor del planeta pajeño? ¿Es eso lo que aconseja usted? ¿Es su posición oficial?

—Lo es, señor. Eso o volver a casa, y no creo que sepamos lo suficiente sobre los pajeños para irnos ya.

Kutuzov respiró lenta y prolongadamente. Apretó los labios.

—Almirante, usted tiene su trabajo, yo tengo el mío —le recordó Horvath—. Está muy bien proteger el Imperio contra cualquier improbable amenaza que planteen los pajeños, pero debemos aprovechar los conocimientos científicos y tecnológicos que puedan proporcionarnos. Le aseguro que no se trata de algo insignificante. Están tan adelantados en muchos aspectos que yo… bueno, no encuentro palabras para describirlo, eso es todo…

—Exactamente. —Kutuzov remarcó la palabra golpeando los brazos de su silla de mando con los puños cerrados—. Tienen una tecnología superior a la nuestra. Hablan nuestro idioma y usted dice que nosotros jamás llegaremos a hablar el suyo. Conocen el efecto Alderson y ahora saben que existen Campos Langston. Quizás debiéramos volver a casa, doctor Horvath. Inmediatamente.

—Pero… —comenzó Horvath.

—Y sin embargo —siguió Kutuzov—, no me gustaría luchar con esos pajeños sin saber más de ellos. ¿Qué defensas planetarias tienen? ¿Cómo se gobiernan? Pese a todos los datos que han recogido ustedes veo que no son capaces de responder a estos interrogantes. No saben siquiera quién manda su nave embajadora.

—Cierto —dijo Horvath enérgicamente—. Es una situación muy extraña. Francamente a veces pienso que no tienen jefe, pero por otra parte acuden siempre a su nave para solicitar instrucciones cuando lo necesitan… y luego está la cuestión del sexo.

—Hable usted claro, doctor.

—De acuerdo —dijo Horvath, irritado—. Es muy simple. Todos los Marrones-y-blancos han sido hembras desde su llegada. Además, la hembra marrón ha quedado embarazada y ha dado a luz una cría marrón y blanca. Ahora es macho.

—Sé de casos de cambios de sexo en alienígenas. ¿Cree usted que una Marrón-y-blanca era macho hasta poco antes de que llegase la nave embajadora?

—Eso pensamos. Pero parece más probable que las Marrones-y-blancas no hayan criado debido a la presión demográfica. Todas ellas siguen siendo hembras… pueden ser incluso híbridos, pues una Marrón es madre de uno. ¿Cruce entre los Marrones y otros? Esto indicaría que había algo distinto a bordo de la nave embajadora.

—Ellos tienen un almirante a bordo de su nave —dijo Kutuzov con firmeza—. Lo mismo que nosotros. Estoy seguro. ¿Qué les dijeron ustedes cuando preguntaron sobre mí?

Rod oyó un resoplido detrás y supuso que se trataba de Kevin Renner.

—Lo menos posible, señor —dijo Rod—. Sólo que estábamos sometidos a las órdenes de la Lenin. No creo que conozcan su nombre, ni si hay un hombre o un grupo, un consejo, a bordo.

—Muy bien. —El almirante casi sonreía—. Exactamente lo que ustedes saben sobre su comandante, ¿verdad? Ahora bien, no hay duda de que a bordo de esa nave hay un almirante y que ha decidido que es mucho mejor tenerles más cerca de su planeta. Ahora bien, mi problema es: ¿sabré yo más dejándoles ir de lo que descubrirá él teniéndoles allí?

Horvath se apartó de las pantallas y lanzó una mirada suplicante al cielo y a todos los santos. ¿Cómo podía ponerse de acuerdo con un hombre como aquél…?

—¿Alguna señal de los pequeños pajeños? —preguntó Kutuzov—. ¿Tienen ustedes aún marrones a bordo del crucero de batalla de Su Majestad Imperial MacArthur?

Rod se estremeció ante el tono sarcástico.

—No, señor. Evacuamos la bodega hangar y lo abrimos todo al espacio. Y luego coloqué a todos los pasajeros y a la tripulación de la MacArthur en la cubierta hangar y abrí el resto de la nave. Fumigamos con cifógeno, echamos monóxido de carbono en todos los sistemas de ventilación, abrimos de nuevo al espacio y después salimos de la bodega hangar e hicimos lo mismo allí. Las miniaturas están muertas, almirante. Tenemos los cuerpos. Veinticuatro, exactamente, aunque a una de ellas no la encontramos hasta ayer; estaba bastante descompuesta después de tres semanas…

—¿Y no hay rastro alguno de Marrones? ¿Ni de ratones?

—No, señor. Tanto las ratas y los ratones como los pajeños… están muertos. La otra miniatura, la que teníamos enjaulada, ha muerto también, señor. El veterinario cree que de vejez.

—Así que el problema está resuelto —dijo Kutuzov—. ¿Y qué me dicen de la alienígena adulta que tienen a bordo?

—Está enferma —dijo Blaine—. Tiene los mismos síntomas que la miniatura.

—Sí, ése es otro asunto —dijo rápidamente Horvath—. Quiero preguntarles a los pajeños qué puede hacerse con la minera enferma, pero Blaine no quiere permitírmelo si no da usted permiso.

El almirante buscó algo fuera de la pantalla. Luego, cuando apareció otra vez, llevaba en la mano un vaso de té del que bebió ruidosamente.

—¿Los otros saben que está a bordo esa minera?

—Sí —dijo Horvath, el Ministro de Ciencias; al ver que Kutuzov le miraba irritado, siguió rápidamente—. Al parecer lo saben desde el principio. Nadie se lo dijo. De eso estoy seguro.

—Así que lo saben. ¿Han pedido que les entregasen a la minera? ¿O han querido verla?

—No. —Horvath frunció de nuevo el ceño; había un tono incrédulo en su voz—. No, no lo han hecho. En realidad, no han mostrado ningún interés por la minera, ni tampoco por las miniaturas… ¿Ha visto usted las fotografías de los pajeños evacuando su nave, almirante? También ellos tienen que matar a los pequeños. Se reproducen como ratas colmeneras. —Horvath hizo una pausa, su ceño se frunció aún más; luego dijo, bruscamente—: De todos modos, quiero preguntarles a los otros qué puede hacerse con la minera enferma. No podemos dejarla morir así.

—Quizás fuese mejor para todos —musitó Kutuzov—. Está bien, doctor, pregúnteles. En realidad, el hecho de que desconozcamos la dieta adecuada de los pajeños no va a revelarles nada sobre el Imperio. Pero si pregunta usted y ellos insisten en ver a esa minera, Blaine, debe negarse. Si es necesario, la minera debe morir… trágica y súbitamente, por accidente, pero debe morir. ¿Está claro? No debe hablar con los otros pajeños, ni ahora ni nunca.

—Entendido, señor.

Rod permanecía impasible en su silla de mando. ¿Estoy de acuerdo con esto?, se preguntaba. Debería estar impresionado, desconcertado, pero…

—¿Aún desea preguntar, dadas las circunstancias, doctor? —preguntó Kutuzov.

—Sí. No esperaba otra cosa de usted, de todos modos. —Horvath apretó los labios con firmeza contra los dientes—. Tenemos ahora lo más importante: los pajeños nos han invitado a colocarnos en órbita alrededor de su planeta. No podemos saber exactamente qué es lo que pretenden. Mi opinión es que quieren iniciar, sinceramente, relaciones comerciales y diplomáticas con nosotros, y éste es el medio lógico de conseguirlo. No hay nada que nos lleve a pensar lo contrario. Usted, claro está, tiene sus propias teorías…

Kutuzov se echó a reír. Era una risa sonora y saludable.

—En realidad, doctor, quizás piense lo mismo que usted. ¿Qué tiene que ver eso, sin embargo? Mi deber es preservar la seguridad del Imperio. Lo que yo crea no tiene importancia. —El almirante les miró fríamente a todos desde las pantallas—. En fin, capitán, dejo a su criterio el desenlace de esta situación. Sin embargo, debe usted ante todo armar su nave con una instalación de torpedos destructores. Comprenderá que no podemos permitir que la MacArthur caiga en manos pajeñas.

—Desde luego, señor.

—Muy bien. Puede usted ir, capitán. Le seguiremos. Debe transmitir toda la información que obtenga, hora a hora… y quede entendido que si su nave se ve amenazada, yo no intentaré rescatarle si hay posibilidad de que corra peligro la Lenin. Mi deber es ante todo regresar con información, incluyendo cómo murieron ustedes, si es que eso llega a suceder. —El almirante se volvió para mirar directamente a Horvath—. Bien, doctor, ¿aún sigue queriendo ir a Paja Uno?

—Por supuesto.

Kutuzov se encogió de hombros.

—Adelante, capitán Blaine —dijo—. Adelante.


Los remolcadores de la MacArthur habían recogido un cilindro en forma de bidón de aceite de la mitad del tamaño de la nave embajadora pajeña. Era muy sencillo: un casco grueso y duro de algún material espumoso, lleno de hidrógeno líquido, que giraba lentamente, con una válvula reductora en el eje. Ahora estaba ligado a la nave embajadora detrás de los espacios vitales toroidales. La delgada espina destinada a guiar el fluido plasmático del impulsor de fusión había sido también modificada, doblada hacia un lado para dirigir el impulso a través del nuevo centro de masa. La nave embajadora permanecía desequilibrada, como una mujer aparatosamente embarazada que intentase caminar.

Los pajeños (los Marrones-y-blancos, guiados por uno de los Marrones) estaban dedicados a desmontar el puente de cámara neumática, fundiéndolo y remodelando el material en plataformas de soporte anulares para los frágiles toroides. Otros trabajaban dentro de la nave, y tres pequeñas formas Marrón-y-blanco jugueteaban entre ellos. El interior cambiaba otra vez como en sueños. Los muebles e instrumentos especiales para la caída libre habían sido remodelados. Los suelos estaban inclinados, en posición vertical respecto a la nueva línea de empuje.

No había ya pajeños a bordo del transbordador; estaban todos trabajando; pero se mantenía el contacto. Algunos de los guardiamarinas cumplían su servicio haciendo simple trabajo muscular a bordo de la nave embajadora.

Whitbread y Potter trabajaban en la cámara de aceleración, desplazando las literas para dejar espacio a dos literas más pequeñas. Era un trabajo sencillo de soldadura, pero exigía músculos. Se amontonaba el sudor bajo los cascos filtradores y les empapaba los sobacos.

—¿Cómo olemos los hombres para un pajeño? —preguntó Potter—. No conteste a la pregunta si le parece impropia —añadió.

—Es una pregunta difícil —contestó la pajeña de Potter—. Mi deber, señor Potter, es comprender todo lo de mi Fyunch(click). Quizás me ajuste demasiado bien a mi papel. El olor del sudor limpio no me ofendería aunque no estuviese usted trabajando para nosotros. ¿Qué es lo que le parece divertido, señor Whitbread?

—Disculpe. Es el acento.

—¿A qué acento se refiere? —preguntó Potter. Whitbread y su pajeña se echaron a reír.

—Bueno, es divertido —dijo la pajeña de Whitbread—. Antes no tenía usted dificultades para distinguirnos.

—Ahora es al revés —dijo Whitbread—. Ahora tengo que contar las manos para saber si estoy hablando con Renner o con su pajeña. Échame una mano aquí, ¿quieres, Gavin…? Y la pajeña del capitán Blaine. Tengo que hacer un esfuerzo para no colocarme en posición de firme cuando dice algo. Habla en el mismo tono en el que da las órdenes el capitán.

—Aun así —dijo la pajeña de Whitbread—, a veces me pregunto si captamos realmente las cosas. El que podamos imitarles no significa que podamos entender…

—Ésta es nuestra técnica habitual, vieja como el mundo. Funciona. ¿Qué otra cosa podemos hacer, Fyunch(click) de Jonathon Whitbread?

—Me lo preguntaba, eso es todo. Son ustedes tan versátiles. No podemos adaptarnos a todas las condiciones de ustedes, Whitbread. Para ustedes es fácil mandar y fácil obedecer; ¿cómo pueden hacer ambas cosas? Son muy buenos con las herramientas…

—También ustedes —dijo Whitbread, sabiendo que era decir poco.

—Pero nos cansamos enseguida. En cambio ustedes pueden seguir trabajando, ¿no es cierto? Nosotros no.

—Hum.

—Y nosotros no sabemos luchar… bueno, basta ya. Nosotros jugamos nuestro papel con el fin de comprenderles, pero ustedes parecen desempeñar todos miles de papeles. Eso resulta muy difícil para un honrado y laborioso monstruo de ojos saltones.

—¿Quién le ha hablado de los monstruos de ojos saltones? —exclamó Whitbread.

—El señor Renner, ¿quién si no? Lo consideré un cumplido… el que confiase en mi sentido del humor, quiero decir.

—El doctor Horvath le mataría si se enterase. Tenemos órdenes de andar con pies de plomo en nuestras relaciones con los alienígenas. No violar sus tabúes y todo eso.

—El doctor Horvath —dijo Potter—. Ahora recuerdo que el doctor Horvath quería que les preguntásemos una cosa. Ya saben que tenemos a un Marrón a bordo de la MacArthur.

Sí, claro. Una minera. Su nave visitó a la MacArthur y luego volvió a casa vacía. Era evidente que se había quedado con ustedes.

—Está enferma —dijo Potter—. Y últimamente ha empeorado. Según el doctor Blevins tiene todos los síntomas de una enfermedad alimentaria, pero no ha podido hacer nada por ella. ¿Tienen idea de lo que puede faltarle?

Whitbread creyó saber por qué Horvath no le había preguntado a su pajeña lo de la Marrón; si los pajeños exigían verla, había que decirles que no, siguiendo las órdenes del propio almirante. Al doctor Horvath aquella orden le parecía absurda; nunca sería capaz de defenderla. Pero para Whitbread y para Potter no existía tal problema. Para ellos una orden era una orden.

Al ver que las pajeñas no respondían inmediatamente, Jonathon dijo:

—Los biólogos han probado muchas cosas. Nuevos alimentos, análisis de los flujos digestivos de la Marrón, rayos X por si existía un tumor. Llegaron incluso a cambiar la atmósfera del camarote para que fuese igual a la atmósfera de Paja Uno. Todo sin resultado. Cada día está peor y apenas se mueve ya. Ha adelgazado mucho. Se le está cayendo el pelo.

La pajeña de Whitbread habló con una voz extrañamente átona.

—¿No tienen ustedes ni idea de lo que pueda pasarle?

—No —respondió Whitbread.

Resultaba extraño e inquietante aquel modo de mirar de las pajeñas. Ahora parecían idénticas, flotando, medio encogidas, sujetas en las agarraderas manuales: idéntica postura, idénticas marcas, idénticas sonrisas. Ahora no se distinguían las individualidades de cada una. Quizás fuese todo una pose…

—Les daremos algunos alimentos —dijo de pronto la pajeña de Potter—. El diagnóstico parece correcto. Es probable que sea su dieta.

Pero las pajeñas se fueron. Al cabo de un rato regresó la de Whitbread con un saco de presión que contenía cereales, frutos del tamaño de albaricoques y un trozo de carne cruda.

—Hiervan la carne, humedezcan el grano y denle la fruta cruda —dijo—. Y comprueben la ionización del aire de su cabina. —Luego les acompañó hasta fuera.

Los muchachos volvieron al transbordador.

—Actuaban de modo muy extraño —dijo Potter—. Tengo la impresión de que ha sucedido algo importante hace un minuto.

—Sí…

—¿Qué sería?

—Quizá piensen que hemos tratado mal a la Marrón. Quizás se pregunten por qué no la traemos aquí. Y quizás sea todo lo contrario, que se asombren de que nos preocupemos tanto por una simple Marrón.

—Y puede también que estén simplemente cansados y nosotros nos imaginemos todo lo demás. —Potter activó los racimos de empuje para aminorar la marcha de su vehículo.

—Gavin. Mira atrás.

—Ahora no. Tengo que ocuparme de la seguridad de mi vehículo.

—Potter situó adecuadamente el vehículo y luego volvió la vista.

Fuera de la nave habían estado trabajando más de una docena de pajeños. La abrazadera de los toroides estaba claramente inconclusa… pero los pajeños penetraban todos en la cámara neumática.


Los Mediadores penetraban en el toroide, saltando suavemente por las paredes, evitando cuidadosamente chocar unos con otros. La mayoría mostraban de un modo u otro que eran Fyunch(click) de los alienígenas. Tendían a ocultar los brazos derechos inferiores. Querían alinearse con todas las cabezas apuntando en la misma dirección.

El Amo era blanco, con las matas de pelo de los sobacos y el pubis largas y sedosas, como el pelo de un gato de angora. Cuando estuvieron todos allí, el Amo se volvió a la pajeña de Whitbread y dijo:

—Hable.

La pajeña de Whitbread explicó el incidente con los guardiamarinas.

—Estoy segura de que hablaban sinceramente —concluyó. El Amo se dirigió a la pajeña de Potter y le dijo:

¿Está usted de acuerdo?

—Sí, completamente.

Hubo un murmullo asustado, en parte en lengua pajeña y en parte en ánglico. Cesó cuando el Amo dijo:

—¿Y qué les dijeron?

—Les dijimos que la enfermedad podría ser muy bien una deficiencia vitamínica…

Surgieron entre los Mediadores risas de sorpresa, que casi parecían humanas, pero no entre los pocos que aún no tenían Fyunch(click) asignados.

—…y les dimos alimentos para la Ingeniera. No servirá de nada, claro.

¿Y cree usted que se lo creyeron?

—Es difícil saberlo. No se nos da bien lo de mentir directamente. No es nuestra especialidad —dijo la pajeña de Potter.

Se alzó un rumor de cuchicheos en el toroide. El Amo permitió que se mantuviera durante un rato. Y luego dijo:

—¿Qué puede significar eso? Hablen.

—No pueden ser tan distintos de nosotros —contestó uno—. Tienen guerras. Hemos oído cosas que indican que tienen planetas completos inhabitables debido a las guerras.

Interrumpió otra. Había algo grácil, humano y femenino en sus movimientos. Resultaba grotesca frente al Amo.

—Queremos saber por qué luchan los humanos. La mayoría de los animales de nuestro mundo y del suyo tienen un reflejo de rendición que impide a un miembro de una especie matar a otro. Los humanos utilizan las armas instintivamente. Esto hace que el reflejo de rendición sea demasiado lento.

—Pero es lo mismo que nos pasaba a nosotros en otros tiempos —dijo un tercero—. La evolución de los híbridos de Mediadores puso fin a eso. ¿Dicen ustedes que los humanos no tienen Mediadores?

—No crían a ninguna especie concreta para la tarea de negociación y comunicación entre potencias enemigas —dijo la pajeña de Sally Fowler—. Son aficionados en casi todo. De segunda fila en todo lo que hacen. Y los que realizan las negociaciones son también aficionados. Cuando las negociaciones se rompen, luchan.

También son simples aficionados en la cuestión del mando —dijo uno; se frotó nervioso el centro de la cara—. Desempeñan el papel de amos por turno. En sus naves de guerra sitúan soldados en el centro, por si las secciones posteriores intentan apoderarse de la nave y dominarla. Sin embargo, cuando habla la Lenin, el capitán Blaine obedece como un Marrón. Es difícil ser Fyunch(click) de un individuo que es Amo a ratos.

—Estoy de acuerdo —dijo la pajeña de Whitbread—. El mío no es Amo, pero lo será algún día.

—Nuestra Ingeniera —dijo otro— ha descubierto muchas cosas que deben perfeccionarse en sus herramientas. Tendríamos que…

—Dejemos eso —dijo el Amo—. Tenemos un objetivo más concreto. ¿Qué han descubierto ustedes sobre sus hábitos de apareamiento?

—Ato nos hablan de eso. Será difícil descubrirlo. Al parecer sólo hay una hembra a bordo.

—¿UNA HEMBRA?

—Que sepamos…

—¿Y el resto son neutros, o son neutros la mayoría?

—Da la sensación de que no. Sin embargo la hembra no está preñada, ni lo ha estado en ningún momento desde nuestra llegada.

—Hemos de enterarnos —dijo el Amo—, Pero obrad con cautela. Como si fuese una pregunta casual. Debéis formularla con mucho cuidado, para revelar lo menos posible… Si lo que sospechamos es cierto… ¿Puede serlo?

—Todos los principios de la evolución lo contradicen —dijo uno—. Los individuos que sobreviven para procrear deben llevar los genes para la próxima generación. ¿Cómo, si no…?

—Son alienígenas. Recuérdenlo, son alienígenas —dijo la pajeña de Whitbread.

—Tenemos que descubrirlo. Elijan uno entre ustedes y que ése formule la pregunta al humano que les parezca. El resto debe evitar el tema, a menos que lo plantee el alienígena.

—Yo creo que no debemos ocultar nada —dijo uno frotándose el centro de la cara como para subrayar lo que decía—. Son alienígenas. Pueden ser la mejor esperanza de toda nuestra historia. Con su ayuda quizás podamos romper la vieja maldición de los Ciclos.

El Amo pareció sorprenderse.

—Prescinde usted de la diferencia crucial que existe entre el hombre y nosotros. Ellos no aprenderán de esto.

—¡Yo sostengo que no debemos hacerlo!gritó la otra—. ¡Escúchenme! Ellos tienen sus propios métodos… ellos resuelven problemas, siempre… —los otros se acercaron a ella—. ¡No, escúchenme!¡Tienen que escucharme!

—Eddie el Loco —dijo el Amo—. Confínenla en una situación cómoda.

Necesitaremos de sus conocimientos. No debe asignarse ninguna otra a su Fyunch(click); la tensión la ha vuelto loca.


Blaine dejó que el transbordador guiase a la MacArthur hasta Paja Uno a 0,780 gravedades. Tenía plena conciencia de que la MacArthur era una nave de guerra capaz de arrasar la mitad del planeta pajeño y no le agradaba pensar en las armas que los inquietos pajeños podrían utilizar contra ella. Quería que primero llegase la nave embajadora… No porque eso fuese a ayudar realmente, aunque podría.

Ahora el transbordador estaba casi vacío. El personal científico vivía y trabajaba a bordo de la MacArthur, leyendo una serie interminable de datos de los bancos de la computadora, comparando y codificando e informando de sus hallazgos al capitán para que los transmitiese a la Lenin. Podrían haber informado directamente, desde luego, pero el rango tiene sus privilegios. Las cenas y las partidas de cartas de la MacArthur tendían a convertirse en tertulias y debates.

Todos estaban preocupados por la minera. Seguía empeorando y comía tan poco de los alimentos proporcionados por los pajeños como de las provisiones de la MacArthur. Resultaba descorazonador, y el doctor Blevins hizo infinidad de pruebas sin resultado. Las miniaturas habían engordado y procreado mientras permanecían ocultas a bordo de la MacArthur, y Blevins se preguntaba si no habría comido algo insólito, como propulsor de proyectiles o el aislamiento de los cables. Le ofreció una variedad de sustancias extrañas, pero los ojos de la Marrón estaban cada vez más mustios, se le caía el pelo y gemía. Un día dejó de comer. Al siguiente murió.

Horvath se puso furioso.

Blaine creyó prudente llamar a la nave embajadora. El sonriente y cortés Marrón-y-blanco que contestó no podía ser otro que la pajeña de Horvath, aunque Blaine no sabía muy bien cómo lo había descubierto.

—¿Está disponible mi Fyunch(click)? —preguntó Rod. La pajeña de Horvath le inquietaba.

—Me temo que no, capitán.

—Está bien. Llamo para informar de que la Marrón que estaba a bordo de nuestra nave ha muerto. No sé lo que puede significar esto para ustedes, pero hicimos cuanto pudimos. Todo el equipo científico de la MacArthur ha trabajado intentando curarla.

—Estoy seguro de ello, capitán. No importa. ¿Pueden entregarnos el cuerpo?

Rod lo pensó un instante.

—Me temo que no.

No creía que los pajeños pudiesen aprender mucho del cadáver de una alienígena con la que no se habían comunicado cuando estaba viva; pero quizás fuese influencia de Kutuzov. Podrían haberle hecho un microtatuaje por debajo del pelo… Y ¿por qué se preocupaban tan poco los pajeños de la Marrón? Desde luego esto no podía preguntarlo. Y de todos modos era preferible que así fuese.

—Dele recuerdos a mi Fyunch(click).

—Yo también tengo malas noticias —dijo la pajeña de Horvath—. Capitán, ya no tiene usted Fyunch(click). Se ha vuelto loca.

—¿Cómo? —dijo Rod, le impresionaba más de lo que hubiera creído—. ¿Loca? ¿Por qué? ¿Cómo?

—Capitán, no creo que pueda usted comprender lo terrible que ha sido para ella esta tensión. Hay pajeños que dan órdenes y hay pajeños que construyen y reparan herramientas. Nosotros no pertenecemos a ninguno de estos dos grupos: nosotros comunicamos. Podemos identificarnos con uno que dé órdenes sin ninguna tensión, pero un alienígena que da órdenes… Eso es demasiado. Ella… ¿cómo le diría? Se amotinó. Ésa sería la palabra de ustedes. Nosotros no tenemos. Está ya a salvo y encerrada, y es mejor para ella que no vuelva a hablar con alienígenas.

—Gracias —dijo Rod.

Vio cómo la imagen de suave sonrisa se borraba de la pantalla y no hizo otra cosa durante cinco minutos. Por último, suspiró y empezó a dictar informes para la Lenin. Trabajó solo y era como si hubiese perdido una parte de sí mismo y esperase que volviera.

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