Capítulo VII. SINFONÍA EN FA MENOR DE TONALIDAD CROMÁTICA 4,750 mu


Grandes planchas de plástico transparente servían de cristales a una ancha terraza cubierta que daba al mediodía, al mar.

La luz pálida y mate del techo no rivalizaba con el claror de la luna, sino que lo completaba, atenuando la brusca negrura de las sombras. Casi todo el personal de la expedición marítima se había congregado allí. Únicamente los más jóvenes se divertían jugando en el mar, argentado por la luna. El pintor Kart San estaba allí con su bellísimo modelo. Frit Don, jefe de la expedición, agitando con bruscos movimientos de cabeza sus largos cabellos dorados, hablaba del caballo descubierto por Miiko. El estudio del material de la estatua, para averiguar el peso de ella, había dado resultados imprevistos. Bajo la capa exterior, de una aleación indeterminada, había oro puro. Si el caballo era macizo, incluso descontando la masa de agua desplazada por él, su peso ascendería a cuatrocientas toneladas. Para sacar aquel monstruo, harían falta grandes barcos dotados de aparatos y máquinas especiales.

Algunos preguntaron cuál era la razón de aquel absurdo despilfarro del precioso metal, y un colaborador científico de la expedición les recordó una leyenda, hallada en los archivos históricos, sobre la desaparición de las reservas de oro de todo un país en los tiempos en que este metal equivalía al coste del trabajo. Los criminales gobernantes, que habían tiranizado y arruinado al pueblo, antes de huir a otro país — por aquel entonces, entre los pueblos existían unas barreras artificiales denominadas fronteras —, recogieron todo el oro del Estado y lo fundieron, haciendo con él una estatua que fue puesta en la plaza más populosa de la principal ciudad. Y nadie pudo encontrarlo. El historiador suponía que persona alguna había adivinado entonces qué clase de metal se ocultaba bajo la capa de aleación barata.

El relato suscitó animación. El hallazgo de aquella enorme cantidad de oro era un espléndido regalo a la humanidad. Aunque el pesado metal amarillo no era ya, desde hacía tiempo, el símbolo del valor, continuaba siendo muy preciso para la electrotécnica, la medicina y, especialmente, para preparar el anamesón.

En un rincón de la parte exterior de la terraza, estaban sentados, en estrecho corrillo, Veda Kong, Dar Veter, el pintor, Chara Nandi y Evda Nal. Junto a ellos tomó asiento con timidez Ren Boz, después de haber buscado en vano al desaparecido Mven Mas.

— Tenía usted razón al afirmar que el pintor, mejor dicho, el arte en general, va siempre, inevitablemente, a la zaga del impetuoso progreso de la ciencia y la técnica — decía Dar Veter.

— No me ha entendido usted — replicó Kart San —. El arte ha corregido ya sus errores y comprendido cuál es su deber ante la humanidad. He dejado de crear formas monumentales, deprimentes, de representar el fausto y la grandeza, que en realidad no existen, pues eso es lo exterior. El más importante deber del arte consiste en desarrollar el lado emotivo del ser humano. Sólo el arte tiene poder de preparar y disponer nuestra psique para las impresiones más complejas. ¿Quién no conoce esa maravillosa facilidad perceptiva que da una preparación previa con ayuda de la música, los colores, la forma?…

¡Y hasta qué punto es inaccesible, cerrada, el alma cuando se trata de penetrar en ella brutalmente, con violencia! Ustedes, los historiadores, saben mejor que nadie cuántas calamidades ha soportado la humanidad en su lucha para desarrollar y cultivar el lado emotivo de la psique.

— En el pasado lejano, hubo un período en que el arte tendía hacia las formas abstractas — indicó Veda Kong.

— El arte tendía hacia la abstracción, imitando a la razón, que tenía ya una primacía evidente sobre todo lo demás. Pero las artes no pueden ser expresadas abstractamente, a excepción de la música, que ocupa un lugar especial y es también absolutamente concreta a su manera. Aquél era un camino falso.

— ¿Y cuál es, a su parecer, el verdadero?

— Yo creo que el arte es el reflejo de la lucha e inquietudes del mundo en los sentimientos de las gentes; a veces, una ilustración de la vida, pero bajo el control de la conveniencia debida. Esta conveniencia es precisamente la belleza, sin la cual yo no concibo la dicha ni el sentido de la vida. De lo contrario, el arte degenera fácilmente en caprichosas invenciones, sobre todo cuando no se tienen suficientes conocimientos de la vida y de la historia…

— Pues yo he deseado siempre — intercaló Dar Veter — que el arte se aplique a vencer y transformar el mundo, en vez de limitarse a percibirlo.

— ¡De acuerdo! — exclamó Kart San —. Pero a condición de que eso se refiera no sólo al mundo exterior, sino, fundamentalmente, al mundo interior de las emociones del hombre. A su educación… haciéndole comprender todas las contradicciones…

Evda Nal puso sobre la mano de Dar Veter la suya, firme y cálida.

— ¿A qué sueño ha renunciado usted hoy?

— A uno muy grande…

— Entre nosotros — prosiguió el pintor —, todos los que han visto obras del arte de masas de la antigüedad, como películas cinematográficas, grabaciones de representaciones teatrales o de exposiciones de pintura, aprecian, por comparación, la maravillosa finura, belleza y exquisitez de nuestros espectáculos, danzas y cuadros modernos, depurados de todo lo superfluo… Sin hablar de las épocas de decadencia.

— Es inteligente, pero prolijo — comentó en un susurro Veda Kong.

— Al pintor le es difícil expresar con palabras o fórmulas los complicadísimos fenómenos que ve y elige de lo que le rodea — explicó Chara Nandi, y Evda Nal asintió con la cabeza.

— Yo quisiera — continuó diciendo Kart San — recoger y unir en una sola imagen los granos puros de la bella sinceridad de los sentimientos, de las formas y de los colores esparcidos en diferentes individuos. Quisiera reconstituir los tipos antiguos en la más alta expresión de la belleza de cada raza del pasado remoto, de cuya mezcla se ha formado la humanidad contemporánea. Así, «La hija de Gondwana» es la unión con la naturaleza, el subconsciente conocimiento de la relación entre las cosas y los fenómenos, una psicología hondamente penetrada aún de instintos…

— En cuanto a «La hija de Tetis, o del Mediterráneo», son sentimientos ya muy desarrollados, de una amplitud intrépida y una infinita diversidad, pues aquí se trata ya de otro grado, superior, de fusión con la naturaleza a través de las emociones, y no de los instintos. La fuerza de Eros, franca y netamente sometida a la elevación del ser humano.

Las antiguas civilizaciones de la cuenca del Mediterráneo, la cretense, la etrusca, la helénica, la protohindú, de cuyo seno surgió el tipo humano capaz de crear esa emotiva cultura. Cuan grande ha sido mi suerte de encontrar a Chara: en ella se entrelazan, casualmente, los rasgos de los antiguos greco-cretenses y de otros pueblos posteriores de la India Central.

Veda sonrió satisfecha de haber acertado, y Dar Veter le dijo en voz queda que sería difícil encontrar mejor modelo.

— Si me sale bien «La hija del Mediterráneo», ejecutaré, indefectiblemente, la tercera parte de mi proyecto: una mujer nórdica, de cabellos de oro o color castaño claro, ojos serenos y límpidos, que miran con fijeza al mundo, alta, un poco lenta de ademanes, semejante a una de esas mujeres antiguas de los pueblos ruso, escandinavo o inglés.

Solamente después de ello podré pasar a la síntesis, a la creación de la imagen de la mujer actual, que reúne los mejores rasgos de estas tres antepasadas suyas.

— ¿Y por qué pinta usted sólo «hijas», y no «hijos»? — preguntó Veda, sonriendo.

— ¿Es que hay que explicar que la belleza es siempre más acabada en la mujer y más refinada por las leyes fisiológicas?… — repuso el pintor, frunciendo el ceño.

— Cuando vaya usted a pintar su tercer cuadro, fíjese bien en Veda Kong — le aconsejó Evda Nal —. Es poco probable que…

El pintor la interrumpió, levantándose de un salto.

— ¿Cree usted que no lo veo? Mas lucho conmigo mismo para que no penetre en mí su imagen ahora, cuando estoy pleno de otra. Pero Veda…

— Sueña con la música — dijo ésta, enrojeciendo un poco —. ¡Lástima que el piano de aquí sea solar y esté enmudecido por la noche!

— ¿Es del sistema que funciona a base de semiconductores que canalizan la luz solar?

— inquirió Ren Boz, inclinando el cuerpo sobre el brazo del sillón —. En ese caso, yo podría adaptarlo a la corriente del receptor de radio.

— ¿Eso requiere mucho tiempo? — preguntó Veda, alegrándose.

— Una hora como mínimo.

— No vale la pena. Dentro de una hora empieza la transmisión de las últimas noticias por la red universal. Embebidos en el trabajo, hace dos noches que no enchufamos el receptor de radio.

— Entonces, cante usted algo, Veda — le rogó Dar Veter —. Kart San tiene ese eterno instrumento musical con cuerdas que data de los Siglos Sombríos de la sociedad feudal.

— Una guitarra — aclaró Chara Nandi.

— ¿Y quién va a acompañarme?… Probaré yo, tal vez pueda…

— ¡Yo sé tocarla! — dijo Chara, y se ofreció a ir por ella al estudio.

— Vayamos los dos — le propuso Frit Don.

Chara echó hacia atrás, con arrogancia, sus cabellos negros, abundantes y espléndidos. Sherlis tiró de una palanca y corrió la pared lateral de la terraza, dejando al descubierto un paisaje de la orilla oriental del golfo. Frit Don partía ya a grandes zancadas y saltos. Chara, la cabeza erguida, corría también. Y aunque la muchacha se rezagó al principio, ambos llegaron juntos al estudio. Desaparecieron por la negra boca de la puerta, y, al cabo de un segundo, volvían raudos, bordeando el mar a la luz de la luna, compitiendo tenaces en velocidad. Frit Don alcanzó el primero la terraza, pero Chara, irrumpiendo por la abertura lateral, se encontró en su interior antes que él.

Veda aplaudió entusiasmada:

— ¡Ha vencido a Frit, al campeón de las pruebas primaverales de decatlón!

— Chara Nandi ha cursado en la Escuela Superior de Baile sus dos facultades: la de danzas antiguas y la de bailes modernos — comentó Kart San, en el mismo tono admirativo.

— Veda y yo también hemos estudiado danza, pero sólo en la escuela elemental — dijo Evda Nal, dando un suspiro.

— Como todo el mundo — replicó maligno el pintor.

Chara rasgueó lentamente la guitarra, alzado el breve y firme mentón. La aguda voz de la joven resonó nostálgica y vibrante como un llamamiento. Cantaba una nueva canción, recién llegada de la zona Sur, a un ensueño frustrado. Unióse a la melodía la voz grave de Veda, que era como un luminoso rayo de anhelos en el que palpitaba y desfallecía la canción de Chara. El dúo resultaba magnífico, por el contraste de las dos cantantes, que se completaban de modo maravilloso. Dar Veter miraba alternativamente a las dos sin poder decidir a cuál de ellas embellecía más la canción: a Veda, en pie, acodada sobre el receptor de radio, baja la cabeza, como cediendo al peso de sus trenzas claras que la luna hacía de plata, o a Chara, inclinada hacia adelante, la guitarra sobre las redondas rodillas desnudas y el rostro tan bronceado por el sol, que destacaba la blancura de los dientes y el fulgor de los ojos, límpidos, de córneas azuladas.

Había terminado la canción. Chara pulsaba indecisa las cuerdas. Y Dar Veter apretó las mandíbulas. Aquella romanza era la misma que le alejara en un tiempo de Veda y que también atormentaba a ella.

Los sones de la guitarra se sucedían intermitentes. Corrían los acordes unos en pos de otros y apagábanse impotentes sin llegar a fundirse. La entrecortada melodía era como el batir de las olas en la costa, que se expandían sobre los bancos de arena para refluir al instante, una tras otra, en el negro mar insondable. Chara, sin saber nada, iba reviviendo con su voz sonora las palabras de amor que volaban por los inmensos espacios gélidos, de estrella en estrella, tratando de encontrar, de percibir al amado… Él se había adentrado en el Cosmos, para acometer la hazaña de unas nuevas búsquedas, ¡y quizá no volviera jamás! Pero, al menos, ¡si ella pudiera conocer la suerte, darle aliento por un segundo con una ardiente súplica, un tierno pensamiento o un saludo cariñoso!..

Veda callaba. Chara, presintiendo algo malo, interrumpió la romanza, levantóse rápida, le dio al pintor la guitarra y, gacha la cabeza, se acercó con aire culpable a la mujer de rubios cabellos claros, que permanecía inmóvil.

Veda sonrió.

— ¡Dance para mí, Chara!

Ésta asintió sumisa con la cabeza, pero en aquel momento intervino Frit Don:

— Las danzas pueden esperar. ¡Ya es la hora de la transmisión!

En la azotea del edificio, un telescopio alargó su tubo elevando a mucha altura el extremo con dos placas metálicas cruzadas y ocho hemisferios sobre el anillo terminal. La habitación se llenó de potentes sonidos.

La emisión empezó con la exhibición de una de las nuevas ciudades espirales de la zona Norte de viviendas. Entre los urbanistas dominaban dos tendencias arquitectónicas:

la ciudad en forma de pirámide o la construida en espiral. Edificábase en lugares especialmente cómodos para la vida, donde se concentraba el servicio de las grandes fábricas automáticas, cuyos cinturones se alternaban con los círculos de arboledas y prados que rodeaban la ciudad, la cual debía dar obligatoriamente al mar o a un gran lago.

Las ciudades se erigían en las elevaciones del terreno y en forma escalonada, para que no hubiera ni una sola fachada que no estuviera plenamente abierta al sol, al viento, al cielo y las estrellas. Al otro lado de los edificios se encontraban los locales de las máquinas, los almacenes, los distribuidores, los talleres y las cocinas, que a veces penetraban hondamente en la tierra. Los partidarios de las ciudades piramidales consideraban que la superioridad de éstas era su relativamente poca altura, unida a una considerable capacidad, mientras que los constructores de ciudades espirales erigían sus obras a una altura de más de un kilómetro. Ante los miembros de la expedición marítima apareció una empinada espiral que refulgía al sol con sus millones de opalinas paredes de plástico, armaduras de piedra fundida, con bordes de porcelana, y puntales de metal bruñido. Cada espiral se elevaba desde la periferia hacia el centro. Las grandes manzanas de casas estaban separadas por profundos nichos verticales. A fantástica altura, se veían leves puentes colgantes, balcones y salidizos de jardines. Centelleaban los contrafuertes, que ensanchábanse hacia su base abrazando las enormes escalinatas.

Estas conducían a parques escalonados, extendidos en abanico hacia el primer cinturón de espesas arboledas. Las calles también se alzaban en espiral por el perímetro de la urbe o en su interior, bajo cubiertas de cristal, sin que hubiera en ellas ningún vehículo:

cadenas continuas de transportadores se deslizaban ocultas en acanaladuras longitudinales.

La gente — unos bulliciosos y reidores, otros serios y graves — iba rápida por las calles, paseaba tranquila bajo las arcadas o descansaba en miles de lugares apacibles: entre las columnatas, en los amplios rellanos de las hermosas escaleras, en los jardines colgantes, plantados en los salidizos…

El espectáculo de la gran urbe duró poco tiempo; comenzó la emisión hablada.

— Continúa la discusión del proyecto presentado por la Academia de Radiaciones Dirigidas — dijo el hombre que apareció en la pantalla — sobre la sustitución del alfabeto lineal por la grabación electrónica. El proyecto no encuentra aprobación unánime. La principal objeción que se hace es la complejidad de los aparatos de lectura. El libro dejaría de ser el amigo y acompañante inseparable del hombre. A pesar de sus aparentes ventajas, el proyecto será rechazado.

— ¡Mucho tiempo llevan discutiendo! — comentó Ren Boz.

— La contradicción es grande — señaló Dar Veter —. Por una parte, la atrayente facilidad de la grabación, y por otra, la dificultad de la lectura.

El hombre de la pantalla prosiguió:

— Se confirma la noticia de ayer: la treinta y siete expedición astral ha hablado. Los viajeros regresan…

Dar Veter quedó inmóvil aturdido por la violencia de sus contradictorios sentimientos.

Miró de reojo y vio que Veda Kong, muy dilatadas las pupilas, se levantaba lentamente. El aguzado oído de Dar Veter percibió la agitada respiración de la joven.

— …del cuadro cuatrocientos uno, y la astronave acaba de salir del campo negativo, a una centésima de parsec de la órbita de Neptuno. El retraso de la expedición ha sido debido al encuentro con un sol negro. ¡No hay bajas entre los tripulantes! La velocidad de la nave — añadió el locutor — es de cerca de cinco sextos de la unidad absoluta. Llegarán a la estación de Tritón dentro de once días. ¡Esperen nuestras informaciones sobre los magníficos descubrimientos hechos!

La emisión continuó. Se sucedieron otras noticias, pero nadie escuchaba ya. Todos habían rodeado a Veda y la felicitaban.

Ella sonreía, arreboladas las mejillas, con una inquietud oculta en el fondo de los ojos.

Acercóse también Dar Veter. Veda sintió la fuerte presión de su mano, entrañable y necesaria, y encontró una mirada franca. Hacía tiempo que no la había mirado así. Veda conocía bien el triste desvío que se traslucía en su anterior actitud con respecto a ella. Y sabía que él no leía en su rostro solamente gozo…

Dar Veter dejó con lentitud la mano de ella, sonrió a su manera, con su sin par sonrisa clara; alejose. Los compañeros comentaban animadamente la noticia. Veda, en medio del corro, observaba a Dar Veter con el rabillo del ojo. Y vio que Evda Nal se acercaba a él.

Un minuto más tarde, Ren Boz se unió a ambos.

— ¡Hay que buscar a Mven Mas, pues él no sabe nada todavía! — exclamó Dar Veter, como si cayera de pronto en la cuenta —. Venga conmigo, Evda. ¿Viene usted también, Ren?

— Y yo — dijo Chara Nandi, incorporándose a ellos —. ¿Me lo permiten?

Salieron hacia el dulce chapoteo de las olas. Dar Veter se detuvo, ofreciendo el rostro al frescor de la brisa, y dio un profundo suspiro. Al volverse, encontró la mirada de Evda Nal.

— Me marcharé, sin pasar por casa — respondió a la pregunta muda.

Evda le tomó del brazo. Los cuatro caminaron un rato en silencio.

— Estaba pensando — murmuró Evda —: ¿será ésa la mejor solución? Seguramente lo es y usted tiene razón. Si Veda…

No terminó la frase, pero Dar Veter, comprensivo, le estrechó la mano y se la acercó a la mejilla. Ren Boz los seguía, a prudente distancia de Chara, que le miraba de soslayo con sus grandes ojos, ocultando una burlona sonrisa, en tanto caminaba a largos pasos.

De pronto, riendo por lo bajo, le ofreció al físico su brazo libre. Ren Boz se aferró a él con ansia que parecía cómica en hombre tan vergonzoso.

— ¿Dónde buscaremos a su amigo? — inquirió Chara, deteniéndose al borde del agua.

Dar Veter advirtió, a la clara luz de la luna, unas huellas humanas sobre la mojada arena. Simétricas, separadas por espacios iguales, parecían impresas con una máquina.

— Ha ido hacia allá — dijo Veter señalando a unas peñas.

— Sí, éstas son sus huellas — confirmó Evda.

— ¿Por qué está tan segura? — repuso Chara, dudosa.

— Fíjese en la regularidad de los pasos. Así andaban los cazadores primitivos o los que heredaron sus rasgos. Y yo creo que de todos nosotros, Mven, a pesar de su erudición, es el que está más cerca de la naturaleza. Aunque tal vez sea usted, Chara… — y Evda se volvió hacia la pensativa muchacha.

— ¿Yo? ¡Oh, no! — y tendiendo el brazo hacia adelante, exclamó —: ¡Ahí está!

En la peña más cercana, se destacaba la inmensa figura del africano, reluciente a la luz de la luna, igual que un mármol negro bruñido. Mven Mas agitaba las manos con energía, como si amenazase a alguien. Los potentes músculos de su fornido cuerpo se destacaban netos, semejantes a bolas, bajo la brillante piel.

— ¡Parece el espíritu de la noche, de los cuentos infantiles! — comentó en voz baja Chara, emocionada.

Al divisar a los que se acercaban, Mven Mas saltó de la peña para reaparecer al instante, vestido ya. En pocas palabras, Dar Veter le contó lo ocurrido. El africano manifestó su deseo de ver a Veda Kong inmediatamente.

— Vaya con Chara — dijo Evda —. Nosotros nos quedaremos aquí un poco…

Dar Veter se despidió de él con un gesto. La expresión del rostro del africano denotaba que éste había comprendido todo; en un arranque casi infantil, balbució unas palabras de adiós, hacía tiempo olvidadas. Dar Veter, emocionado y pensativo, se alejó en compañía de la silenciosa Evda. Ren Boz, lleno de turbación, quedó parado unos instantes; luego, echó a andar en pos de Mven Mas y Chara Nandi.

Evda y Dar Veter llegaron al promontorio que resguardaba el golfo de los embates del mar. Desde allí, se veían con nitidez las lucecillas que contorneaban las enormes balsas circulares de la expedición marítima.

Después de empujar hasta el agua una canoa transparente, Dar Veter se irguió ante Evda, aún más corpulento y vigoroso que el africano. Ella, alzándose de puntillas, besó al compañero que partía.

— Veter, yo estaré con Veda — le prometió, respondiendo a los pensamientos de él —.

Volveremos juntas a nuestra zona y esperaremos allí la llegada de los astronautas.

Cuando se coloque de nuevo, comuníquemelo; para mí será siempre un placer ayudarle…

Durante largo rato, Evda acompañó con la mirada a la canoa, que se adentraba en el mar de plata…

Dar Veter ganó la segunda balsa, donde todavía trabajaban los mecánicos para terminar cuanto antes la instalación de los acumuladores. A petición de Dar Veter, encendieron tres luces verdes, en triángulo.

Al cabo de una hora y media, el primer espiróptero que pasaba se detuvo sobre la balsa y soltó su ascensor. Dar Veter montó en él. Durante un segundo, al ascensor se le vio brillar bajo el iluminado fondo del espiróptero y, al instante, desapareció por la escotilla. Al amanecer, Dar entraba ya en su domicilio fijo, situado no lejos del observatorio del Consejo; aún no había tenido tiempo de cambiar de vivienda. Abrió los grifos de insuflación de aire en sus dos habitaciones. Unos minutos más tarde no quedaba ni mota del polvo acumulado. Luego, sacó de la pared el lecho, hizo girar la vivienda hacia la parte de donde venía el olor y el chapoteo del mar, a los que estaba acostumbrado en los últimos tiempos, y se durmió profundamente.

Despertó con la sensación de que el mundo entero había perdido sus encantos. Veda estaba lejos, y seguiría estándolo, mientras… ¡Pero él tenía el deber de ayudarla, de no complicar la situación!

Un gran chorro giratorio de agua fresca, electrizada, se abatió sobre él en el baño. Dar Veter estuvo bajo aquella ducha tanto rato, que llegó a sentir frío. Refrescado, acercóse al aparato de TVF, abrió sus espejeantes portezuelas y llamó a la estación más próxima de distribución de trabajo. En la pantalla apareció un rostro joven. El muchacho reconoció a Dar Veter y le saludó con un leve matiz de respeto, lo que era considerado como una muestra de exquisita cortesía.

— Yo quisiera un trabajo difícil y prolongado — empezó a decir Dar Veter —, algo que requiriese esfuerzo físico; en las minas antárticas, por ejemplo.

— Allí no hay ninguna vacante — repuso el informador con un dejo de pena —. Lo mismo ocurre en los yacimientos de Venus, de Marte y hasta de Mercurio. Ya sabe usted que los jóvenes afluyen de buen grado a los lugares donde la labor es más ardua…

— Sí, pero yo no me puedo contar en esa envidiable categoría… Bueno, ¿y qué vacantes hay ahora? Necesito ocupación inmediatamente.

— Si le atraen los trabajos mineros, hay sitios libres en las explotaciones diamantíferas de Siberia Central — comenzó a enumerar despacio el joven, consultando una lista invisible para Dar Veter —. Además, en las fábricas oceánicas flotantes de artículos alimenticios y en la estación solar de bombeo del Tíbet, pero allí el trabajo es ya fácil. En los otros sitios, tampoco ofrece grandes dificultades.

Dar Veter dio las gracias al informador; le pidió un poco de tiempo para pensarlo y que, entre tanto, le reservase la vacante en las explotaciones diamantíferas.

Una vez desconectada la estación de distribución, captó la Casa de Siberia, amplio centro de información geográfica de aquella zona. Su aparato de TVF enlazó con la máquina mnemotécnica de las últimas grabaciones, y ante Dar Veter empezaron a desfilar lentamente inmensos bosques. La antigua taiga pantanosa, de alerces que se alzaban poco compactos sobre un terreno siempre helado, había desaparecido; en su lugar se erguían tremendos gigantes forestales: los cedros siberianos y las secoyas norteamericanas, especie casi extinguida en un tiempo. Enormes troncos rojos se elevaban como una soberbia cerca, en torno a las colinas, tocadas con capirotes de cemento. Grandes tubos de acero, de diez metros de diámetro, salían reptantes de sus faldas y, combándose sobre las líneas divisorias de las aguas, alcanzaban los ríos próximos, cuyo caudal absorbían íntegramente con sus bocazas en forma de embudo.

Resonaba el sordo gorgoteo de las colosales bombas. Centenas de miles de metros cúbicos de agua se precipitaban en las profundidades de las brechas diamantíferas, de origen volcánico, abiertas por ellos, y se arremolinaban rugientes, erosionando la roca, para volver a la superficie, dejando en las rejillas de las cámaras de lavado decenas de toneladas de diamantes. En largas salas, inundadas de luz, los hombres observaban sentados las esferas móviles de las máquinas clasificadoras. Las centelleantes piedrecillas caían en cascada por las aberturas calibradas de los cajones de recepción.

Los operarios de las estaciones de bombeo vigilaban de continuo los indicadores de los aparatos que calculaban la resistencia, continuamente variable, de la roca, la presión y el débito del agua, la profundidad del tajo y la eyección de partículas sólidas. Dar Veter pensó que la radiante vista de los bosques bañados de sol no armonizaba con su estado de ánimo, y desconectó la Casa de Siberia. Al instante, resonó la señal de llamada, y en la pantalla surgió el informador de la estación de distribución.

— Quería ayudarle a puntualizar sus reflexiones. Acabamos de recibir una oferta: hay una vacante en las minas submarinas de titanio de la costa occidental de América del Sur.

Éste es el trabajo más difícil de cuantos existen hoy… ¡Pero hay que ir allí con urgencia!

Dar Veter se alarmó.

— No tendré tiempo de pasar las pruebas en la sección más próxima de la Academia de Psicofisiología del Trabajo.

— Las pruebas anuales reglamentarias que usted ha pasado, en su anterior trabajo, le relevan de éstas.

— ¡Envíe la comunicación y deme las coordenadas! — replicó con viveza Dar Veter.

— Punto KM40, estación 6L, ramificación Sur N. 17 de la rama Oeste de la Vía Espiral.

Lanzo la advertencia.

El rostro serio desapareció de la pantalla. Dar Veter recogió sus pequeños efectos personales y metió en un cofrecillo las películas donde estaban grabadas las imágenes y las voces de sus íntimos, así como sus propias reflexiones más importantes. Quitó de la pared una reproducción cromorrefleja de un antiguo cuadro ruso y, de la mesa, una estatuilla de bronce de la actriz Bello Gal, que se parecía a Veda Kong. Todo aquello, en unión de un poco de ropa, cupo perfectamente en un cajón de aluminio con unas redondas cifras en relieve y unos signos lineales en la tapa. Dar Veter marcó las coordenadas que le habían facilitado, abrió una trampa de la pared y dejó en el hueco el cajón, que desapareció al momento, llevado por una cinta sin fin. Luego, inspeccionó sus habitaciones. Desde hacía muchos siglos, no había en nuestro planeta personas encargadas especialmente del arreglo de los locales. Sus funciones las desempeñaba cada morador, lo que requería singular orden y disciplina por parte de todos ellos, como asimismo un sistema bien meditado de estructuración de las viviendas y edificios públicos y la automatización de su ventilación y limpieza.

Terminada la inspección, Dar Veter bajó la palanquilla que había junto a la puerta, indicando así a la estación distribuidora de locales que sus habitaciones quedaban libres, y salió. La galería exterior, encristalada con placas de un color blanco lechoso, estaba caldeada por el sol, pero la brisa marina refrescaba como siempre la azotea. Los puentecillos para peatones, tendidos en la altura entre los enrejados edificios, parecían flotar en el aire e invitaban a pasear sin prisas, pero, de nuevo, no era Dar Veter dueño de sí mismo. El tubo de descenso automático le condujo al correo magneto-eléctrico subterráneo, y, desde éste, un vagoncillo le llevó a la estación de la Vía Espiral. Dar Veter no fue al Norte, al estrecho de Bering, por donde pasaba el arco de unión de la rama Oeste. Siguiendo aquel camino, hasta América del Sur, y sobre todo hasta un lugar tan meridional como la ramificación N. 17, se tardaban cerca de cuatro días. En cambio, por las latitudes de las zonas de viviendas Norte y Sur pasaban líneas de espirópteros de carga que daban la vuelta al planeta a través de los océanos y enlazaban, por el camino más corto, las ramas de la Vía Espiral. Dar Veter fue por la rama central hasta la zona Sur de viviendas, con la esperanza de convencer al jefe de transportes aéreos de que él era una carga urgente. De este modo, a más de reducir el viaje a treinta horas, Dar Veter podría ver al hijo de Grom Orm, presidente del Consejo de Aeronáutica, que le había elegido mentor del chico.

El muchacho era ya mayor y, al año siguiente, debía emprender «los doce trabajos de Hércules». Entre tanto, trabajaba en el Servicio de Vigilancia, en los pantanos de África Occidental.

No había joven alguno que no soñara con pertenecer al Servicio de Vigilancia. ¡Qué apasionante era acechar la aparición de los tiburones en el océano, de los insectos dañinos, de los vampiros y los reptiles en los pantanos tropicales, de los microbios morbíficos en las zonas esteparia y forestal, descubrir y aniquilar estas terribles plagas del pasado de la Tierra que, misteriosamente, aparecían una y otra vez, resurgiendo de los apartados rincones del planeta! La lucha contra las formas nocivas de la vida proseguía sin tregua. Los microorganismos, insectos y hongos reaccionaban a los nuevos medios de exterminio produciendo nuevas especies que se resistían a los compuestos químicos más fuertes. Hasta la Era de la Unificación Mundial, no se había aprendido a emplear acertadamente los antibióticos enérgicos, sin dar lugar a consecuencias peligrosas.

«Si Dis Ken — pensaba Dar Veter — ha sido destinado a la vigilancia de los pantanos, se hará un buen trabajador desde los años mozos.» El hijo de Grom Orm, como todos los niños de la Era del Circuito, se había educado en una escuela a orillas del mar, en la zona Norte. Allí mismo había pasado las primeras pruebas en la estación psicológica de la APT.

Al encomendar un trabajo a los jóvenes, se tenían siempre en cuenta las particularidades psicológicas de la juventud, sus impulsos hacia el futuro, elevado sentido de la responsabilidad y egocentrismo.

El enorme vagón se deslizaba raudo, sin ruido ni oscilaciones. Dar Veter subió al piso superior, con techo transparente. Allá abajo, lejos, y a ambos lados de la Vía, desfilaban, veloces, edificios, canales, bosques y cimas de montañas. La cinta de las fábricas automáticas, en el límite entre las zonas agrícola y forestal, refulgía al sol con sus cúpulas de vidrio «lunar». Los severos contornos de las colosales máquinas se columbraban a través de las paredes de cristal.

Pasó fugaz el monumento a Zhin Kand, inventor de un medio barato de obtención de azúcar artificial, y la arcada de la Vía empezó a cruzar los bosques de la zona agrícola tropical. Extendíanse inacabables, hasta perderse de vista, espesas franjas y selvas enteras de árboles de diversas formas y alturas, con follaje y cortezas de distintos matices. Por las llanas sendas que dividían los ingentes macizos de verdor, se deslizaban lentas las cosechadoras mecánicas, las máquinas de polinización y de recuento; innumerables cables brillaban como una descomunal telaraña. Hubo un tiempo en que el símbolo de la abundancia era el dorado trigal. Pero en la Era de la Unificación Mundial se comprendió ya la desventaja económica de los cultivos anuales; el traslado de toda la agricultura a la zona tropical hizo innecesario el cultivar cada año plantas y arbustos, cosa que requería mucha mano de obra y gran esfuerzo. Los árboles, vegetales vivaces que agotaban menos el terreno y resistían bien los rigores climáticos, constituían ya los cultivos fundamentales siglos antes de la Era del Circuito.

Árboles que proporcionaban grano para el pan, nueces, avellanas, piñones, bayas, miles de variedades de frutos ricos en proteínas, daban un quintal métrico de masa nutritiva por unidad. Inmensos vergeles, con una superficie de centenares de millones de hectáreas, rodeaban la Tierra en doble cinturón, verdadero cinturón de Ceres, la diosa mitológica de la agricultura. Entre ellos se encontraba la zona forestal ecuatorial, océano de húmedos bosques tropicales que aprovisionaba al planeta de madera de todas clases:

blanca, negra, violeta, rosa, dorada, gris con reflejos de seda, dura como el hueso y blanda como la pulpa de la manzana, sumergible como la piedra y flotante como el corcho. Allí se obtenían decenas de variedades de resina, más baratas que las sintéticas y que al propio tiempo poseían valiosísimas cualidades industriales o curativas.

Las copas de los gigantes silvestres llegaban al nivel de la Vía, y un mar verde susurraba a ambos lados de ella. En sus umbrías profundidades, en medio de acogedores claros, escondíanse las casas sobre altos pilotes metálicos y las enormes máquinas, semejantes a monstruosas arañas, que conseguían transformar toda aquella vegetación salvaje, de ochenta metros de altura, en sumisas pilas de troncos y tablas.

Las redondas cimas de las célebres montañas del ecuador aparecieron a la izquierda.

Sobre una de ellas, el Kenia, se encontraba un puesto de transmisión del Gran Circuito. El mar de bosques refluyó a la izquierda, dejando sitio a una pedregosa llanura. A los lados, se alzaron unas construcciones azules de forma cúbica.

El tren se detuvo, y Dar Veter salió a la amplia plaza, pavimentada de cristal verde, de la Estación del Ecuador. Cerca del puente para peatones, tendido sobre las copas planas, gris azuladas, de unos cedros del Atlas, se erguía una pirámide de aplita blanca, como de porcelana, del río Lualabá. En su truncada cúspide había una estatua de un hombre, con mono de trabajo, de la Era del Mundo Desunido. Con la mano derecha empuñaba un martillo y con la izquierda elevaba hacia el pálido cielo ecuatorial un globo refulgente con los cuatro vástagos de las antenas de emisión. Aquello era un monumento a los constructores de los primeros sputniks de la Tierra, que habían realizado la gran hazaña laboral, plena de inventiva y audacia. Todo el cuerpo del hombre, echado hacia atrás, parecía dar impulso al globo para lanzarlo al firmamento y expresaba la inspiración del esfuerzo. Aquel esfuerzo se lo transferían las figuras de unas gentes, con vestiduras extrañas, que rodeaban el pedestal.

Dar Veter contemplaba siempre con emoción los rostros de aquellas estatuas. Sabía que los hombres que habían construido los primeros satélites artificiales y llegado a los umbrales del Cosmos eran rusos, es decir, pertenecían al mismo admirable pueblo del que procedía Dar Veter y que había sido el primero en emprender tanto la edificación de la nueva sociedad como la conquista del Cosmos…

Y, como siempre, Dar Veter se dirigía hacia el monumento para examinar una vez más los rasgos de los antiguos héroes, buscando parecidos y diferencias con los modernos.

Bajo las aterciopeladas ramas argentadas de los leucodendros sudafricanos que encuadraban la pirámide, centelleante al sol con cegadores reflejos, aparecieron dos esbeltos jóvenes y detuviéronse al momento. Uno de ellos se abalanzó hacia Dar Veter para abrazarlo. Abarcando con el brazo la potente espalda, el muchacho contempló a hurtadillas las conocidas facciones de aquel rostro enérgico: la nariz grande, el mentón ancho, los labios dilatados en alegre sonrisa de sorpresa que contrastaba con la expresión algo sombría de los ojos de acero, bajo las juntas cejas.

Dar Veter examinó con aprobatoria mirada al hijo del hombre ilustre, constructor de estaciones en el sistema planetario del Centauro y presidente, desde hacía cinco trienios, del Consejo de Astronáutica. Grom Orm debía de tener, como mínimo, ciento treinta años, tres veces más que Dar Veter.

Dis Ken llamó a su compañero, un muchacho de cabellos negros.

— Tor An, mi mejor amigo, el hijo del compositor Zig Zor. Trabajamos los dos en los pantanos. Queremos hacer juntos «los trabajos de Hércules» y no separarnos jamás.

— ¿Sigues con tu afición a la cibernética de la herencia? — preguntó Dar Veter.

— ¡Desde luego! Tor, que es músico como su padre, la ha hecho aún mayor. Él y su novia… sueñan con dedicarse a una esfera en que la música ayuda a comprender la evolución del organismo vivo, es decir, a estudiar la sinfonía de su estructura.

— Eso es demasiado vago — le indicó Dar Veter, con ceño.

— Quizá Tor lo explique mejor — contestó turbado Dis —. Yo no puedo hacerlo aún…

El otro muchacho se puso colorado, pero aguantó la escudriñadora mirada.

— Dis quería hablarle del ritmo del mecanismo de la herencia. El organismo vivo, al formarse de la célula materna, se enriquece con acordes moleculares. El par espiral primitivo se desarrolla siguiendo un plan análogo al de la sinfonía. Dicho de otra manera:

¡el programa de formación del organismo, mediante las células vivas, es musical!

— ¡Ah! ¿sí? — exclamó Dar Veter, con exagerado asombro —. Pero, en ese caso, ¿toda la evolución de la materia orgánica e inorgánica se reduce, según vosotros, a una sinfonía colosal?!

— Sí, cuyo plan y ritmo son regidos por las leyes físicas fundamentales. Solamente hace falta comprender la estructura del programa y lo que informa ese mecanismo líricocibernético — confirmó, con juvenil suficiencia, Tor An.

— ¿De quién es la idea?

— De mi padre, Zig Zor. Hace poco ha publicado su trece sinfonía cósmica en fa menor, de tonalidad cromática 4,750..

— ¡La oiré sin falta! Me gusta el color azul… Bueno, pero vuestros proyectos inmediatos son «los trabajos de Hércules». ¿Sabéis ya cuáles os han sido señalados?

— Sólo los seis primeros.

— Naturalmente, los otros seis se señalan cuando han sido realizados los anteriores — les recordó Dar Veter.

— Tenemos que limpiar y hacer visitable el piso inferior de la cueva de Kong-i-Gut, en Asia Central — empezó a enumerar Tor An.

— Hacer un camino hasta el lago Mental, a través de la aguda cresta de la montaña — continuó Dis Ken —; repoblar un bosquecillo de viejos árboles del pan, en la Argentina; esclarecer las causas de la aparición de grandes pulpos en la región del reciente alzamiento surgido cerca de la Trinidad…

— ¡Y aniquilarlos!

— Ese es el quinto. ¿Y cuál es el sexto?

Ambos jóvenes quedaron un poco cortados.

— Se ha reconocido que los dos tenemos aptitudes para la música — contestó, ruborizándose, Dis Ken —. Y nos han encargado que nos documentemos acerca de las antiguas danzas de la isla de Bali, a fin de reconstruir su música y coreografía…

— Por consiguiente, ¿vais a elegir danzarinas y a organizar un conjunto de baile? — precisó Dar Veter, riendo.

— Sí — confesó Tor An, con la vista baja.

— ¡Interesante encargo! Mas ésa es una tarea colectiva, lo mismo que la del camino del lago.

— ¡Oh, tenemos un buen grupo!.. Pero quieren pedirle una cosa: que sea usted también su mentor. ¡Eso sería magnífico!

Dar Veter manifestó sus dudas de que pudieran llevar a cabo la sexta empresa. Sin embargo, los chicos, saltando de contento, le aseguraron gozosos que Zig Zor «en persona» había prometido asumir la dirección de la misma.

— Dentro de un año y cuatro meses, yo encontraré un gran quehacer en Asia Central — les anunció Dar Veter, observando con satisfacción sus juveniles rostros radiantes.

— ¡Cuánto me alegro de que haya usted dejado de dirigir las estaciones! — exclamó Dis Ken —. ¡Yo ni siquiera pensaba que iba a trabajar con un mentor semejante!.. — y de pronto, el muchacho enrojeció hasta tal punto, que su frente se perló de sudor. Tor se apartó de él, con gesto de reproche.

Dar Veter se apresuró a echar una mano al hijo de Grom Orm, para sacarle de su azoramiento.

— ¿Tenéis mucho tiempo libre?

— Sólo nos han dado un permiso de tres horas. Hemos traído un enfermo de paludismo de nuestra estación del pantano.

— ¿Todavía se dan tales casos? Yo creía…

— Con muy poca frecuencia, y solamente en los pantanos — le interrumpió Dis —. ¡Para eso estamos nosotros allí!

— Aún disponemos de dos horas. Vayamos a la ciudad. A vosotros, seguramente, os gustará ver la Casa de lo Nuevo.

— No, no. Nosotros quisiéramos… que nos contestara a unas preguntas. Las tenemos preparadas. ¡Y eso es tan importante para elegir camino!..

Dar Veter accedió, y los tres se dirigieron a una habitación de la Sala de Huéspedes, refrescada por una brisa marina artificial.

Dos horas más tarde, otro vagón llevaba ya a Dar Veter, adormecido de cansancio sobre un diván. Se despertó en la parada de la Villa de los Químicos. Un inmenso edificio, en forma de estrella de diez refulgentes puntas de cristal, se alzaba junto a unos grandes yacimientos de hulla. El carbón de piedra que se extraía de ellos era transformado en medicamentos, vitaminas, hormonas, sedas y pieles artificiales. Los residuos se destinaban a la preparación de azúcar. En una de las puntas del edificio, se obtenían del carbón metales raros, como el germanio y el vanadio. ¡Qué no encerraría el preciado mineral negro!

Un viejo compañero de Dar Veter, que trabajaba allí de químico, le recibió. Hubo en un tiempo tres alegres jóvenes mecánicos en una estación indonésica de máquinas cosechadoras de frutos de la zona tropical… Uno de ellos era ya químico y estaba al frente del gran laboratorio de una importante fábrica; otro continuaba siendo horticultor y había inventado un nuevo procedimiento de polinización; en cuanto al tercero, Dar Veter, volvía otra vez al seno de la Tierra, más hondo aún, a sus profundas entrañas. Aunque los dos amigos no estuvieron juntos más de diez minutos, aquel contacto directo era bastante más agradable que las entrevistas por medio de las pantallas de TVF.

El resto del viaje lo hizo con rapidez. El jefe de la línea aérea latitudinal, mostrando la benevolencia propia de todos los hombres de la época del Circuito, se dejó convencer fácilmente.

Dar Veter cruzó en avión el océano y se encontró en la rama Occidental de la Vía, al Sur de la ramificación 17, en cuyo extremo costero se transbordó a un out-board.

Altas montañas bordeaban el mar. En sus faldas, de suave pendiente, había unas mesetas escalonadas de piedra blanca que contenían el terreno, cubierto de hileras de pinos meridionales y widdringtonias, cuyo follaje broncíneo y agujas azul-verdosas alternaban en alamedas paralelas. Más arriba, en las rocas desnudas, se divisaban oscuras quebradas a las que caía, como un fino polvillo, el agua de las cascadas. Por las mesetas se esparcían las casitas en espaciadas hileras, con sus tejados gris-azulencos, pintadas de color naranja o amarillo de oro.

Un promontorio artificial de arena se internaba lejos, en el mar y terminaba en una torre bañada por las olas. Ésta se erguía al borde de un acantilado que se hundía en el océano a una profundidad de un kilómetro. Del pie de la torre partía vertical hacia abajo un enorme tubo de hormigón cuyas gruesas paredes resistían a la fuerte presión abisal. Al llegar al fondo, penetraba en la cumbre de una montaña submarina, compuesta de rutilo — óxido de titanio — casi puro. Todo el beneficio del mineral se efectuaba bajo el agua y las montañas, únicamente subían a la superficie los grandes lingotes de titanio puro y los residuos, que se expandían por ella enturbiándola en una amplia extensión. Aquellas olas amarillas y turbias balanceaban el out-board ante el desembarcadero, situado en la parte sur de la torre. Dar Veter aprovechó un momento propicio y saltó a una pequeña plazoleta, mojada de las salpicaduras. Luego, subió a una galería cubierta donde se habían congregado varias personas, salientes de guardia, para recibir al nuevo compañero. Los trabajadores de aquella mina, que a Dar Veter le pareciera tan aislada, no eran los sombríos anacoretas que él se había imaginado bajo la influencia de su estado de ánimo. Caras afables le sonreían alegres, aunque en ellas se reflejaba el cansancio del duro trabajo. Eran cinco hombres y tres mujeres, pues allí había también personal femenino…

Pasaron diez días. Dar Veter ya estaba acostumbrado a su nuevo trabajo.

La explotación tenía su propia central energética: en el fondo de unas viejas galerías del continente, se ocultaban unos generadores de energía nuclear del tipo E — llamada antiguamente del segundo tipo —, que por no emitir radiaciones residuales duras era conveniente para las instalaciones locales.

Un sistema complicadísimo de máquinas se adentraba en las pétreas entrañas de la montaña submarina penetrando de continuo en el frágil mineral rojo-parduzco. El trabajo más difícil era el del piso inferior del sistema, donde se realizaba la extracción y fraccionamiento automáticos de la roca. La maquinaria recibía señales del puesto central, que se encontraba arriba, donde se efectuaba la observación general sobre el funcionamiento de los aparatos de corte y trituración, el control de las variaciones de dureza y viscosidad del mineral y la verificación de los pozos de preparación hidráulica. La velocidad del grupo de máquinas extractoras y trituradoras se aumentaba o disminuía en dependencia del variable contenido de metal. Toda aquella labor de vigilancia y comprobación que efectuaban los mecánicos no se podía confiar a dispositivos automáticos, debido a la limitación del espacio protegido contra el mar.

Dar Veter era mecánico, encargado del reglaje y observación del grupo inferior.

Sucedíanse las largas guardias diarias en cámaras en penumbra, llenas de esferas y cuadrantes, donde la bomba de aireación acondicionada luchaba a duras penas contra el agobiador bochorno, agravado por el aumento de la presión a causa de los inevitables escapes de aire comprimido.

Terminada la jornada, Dar Veter y su joven ayudante salían a la superficie, a respirar durante largo rato el aire puro en la terraza con balaustrada; después de bañarse y comer, volvía cada uno a su habitación en una de las casitas superiores. Dar Veter trataba de reanudar su estudio de una nueva rama de las matemáticas: la coclear. Le parecía haber olvidado su anterior contacto con el Cosmos. Como a todos los trabajadores de la mina de titanio, le gustaba acompañar con la mirada las balsas con los lingotes de aquel mineral, cuidadosamente apilados. Después de la reducción de los frentes polares, las tempestades eran mucho menos fuertes, y una gran parte del transporte marítimo se efectuaba en balsas remolcadas o automotrices. Cuando llegó el día de relevar el personal, Dar Veter se quedó allí con otros dos entusiastas de los trabajos mineros.

Nada es eterno en este variable mundo, y la mina hubo de paralizarse para la reparación correspondiente del grupo de máquinas de extracción y fraccionamiento. Dar Veter penetró por vez primera hasta el fondo de la explotación, donde solamente con una escafandra especial podía soportarse el calor, la elevada presión y el gas tóxico que escapaba de pronto por las fisuras. A la cegadora luz de la galería, las parduscas paredes de rutilo centelleaban con sus peculiares destellos diamantinos y lanzaban rojos fulgores, como unos ojos furibundos ocultos en la roca. Reinaba allí un silencio extraordinario. La perforadora electrohidráulica de chispa y los enormes discos — emisores de ondas ultracortas — permanecían inmóviles por primera vez en muchos meses. Al pie de ellos, aprovechando la ocasión, unos geofísicos que acababan de llegar estaban atareados instalando sus aparatos, a fin de comprobar los contornos del yacimiento.

Arriba, cálidos y serenos, transcurrían los días del otoño meridional. Dar Veter fue a las montañas, donde sintió con singular fuerza la grandeza de aquellas moles de piedra que se alzaban inmóviles, en el decurso de milenios, ante el mar y el cielo. Rumoreaban las hierbas secas, con susurro de seda; de abajo, apenas llegaba el batir de las olas. El cuerpo cansado demandaba reposo, pero el cerebro captaba con ansia las impresiones del mundo, que se antojaban nuevas después del largo y penoso trabajo subterráneo.

El ex director de las estaciones exteriores, al aspirar el aroma de las rocas recalentadas y de las hierbas del desierto, creyó que aún le esperaba mucho bueno, tanto más, cuanto más fuerte fuera él mismo. Y le vino a la memoria una vieja sentencia popular:

Quien siembra la acción, recoge la costumbre. Quien siembra la costumbre, recoge el carácter.

Quien siembra el carácter, recoge el destino.

Sí, ¡la mayor lucha del hombre era la lucha contra el egoísmo! No había que combatirlo con máximas sentimentales ni con una moral bella, pero ineficaz, sino con la comprensión dialéctica de lo que el egoísmo significaba. Éste no era un engendro de algún espíritu maligno, sino el natural instinto de conservación del hombre primitivo, que había desempeñado tan gran papel en el salvajismo. Ahí estaba la causa de que en individualidades fuertes, brillantes, el egoísmo fuera también fuerte, con bastante frecuencia, y difícil de vencer. Pero esa victoria constituía una necesidad, quizá más imperiosa en la sociedad moderna. Por ello se dedicaban tantos esfuerzos y tiempo a la educación y se estudiaba con sumo cuidado la estructura de la herencia de cada uno. En la grandiosa mezcla de razas y pueblos que habían creado una sola familia en el planeta, surgían de pronto, de las ignotas profundidades de la herencia, los más inesperados rasgos del carácter de los antepasados. Producíanse sorprendentes desviaciones psíquicas que tenían sus orígenes en los tiempos de grandes calamidades de la Era del Mundo Desunido, cuando los hombres no guardaban precauciones en las pruebas y empleo de la energía nuclear, lesionando así la herencia de multitud de personas…

Dar Veter también había tenido una larga genealogía, innecesaria ya. El estudio de los antepasados se había sustituido por el análisis directo de la estructura del mecanismo hereditario, análisis que en el tiempo presente adquiría mayor importancia debido a la longevidad. A partir de la Era del Trabajo General, los hombres vivían hasta ciento setenta años, y ya se vislumbraba que los trescientos no eran el límite de la vida humana…

El susurro de unas piedrecillas al rodar arrancó a Dar Veter de sus vagas y complejas meditaciones. Por la vertiente descendían dos personas: la operaría de la sección de electro-fundición, mujer callada y tímida, y el ingeniero del servicio exterior, hombre pequeño y vivaracho. Los dos, colorados de la rápida marcha, saludaron al pasar con la intención de seguir su camino, pero Dar Veter los detuvo.

— Hace tiempo quería pedirle — dijo, dirigiéndose a la operaría — que ejecutara la trece sinfonía cósmica en fa menor azul. Usted ha tocado mucho para nosotros, pero nunca esa obra musical.

— ¿La de Zig Zor? — inquirió la mujer, y como Dar Veter asintiera, ella se echó a reír.

— Hay pocas personas en la Tierra capaces de interpretarla… El piano solar de triple teclado es demasiado pobre, y todavía no está hecha la transposición… Yo dudo de que la hagan alguna vez. Pero ¿por qué no pide usted a la Casa de la Música Superior que pongan la grabación? Nuestro receptor es universal y de bastante potencia.

— Yo no sé cómo se hace eso — barbotó Dar Veter —. Antes, no…

— ¡Yo la pediré esta noche! — le prometió y, luego de tenderle la mano a su acompañante, continuó el descenso.

Durante el resto del día, Dar Veter tuvo el presentimiento de que iba a acontecer algo trascendental. Con extraña impaciencia aguardaba las once de la noche, hoja fijada por la Casa de la Música Superior para la transmisión de la sinfonía.

La operaría de la electrofundición, como directora de la velada, colocó a Dar Veter y a otros aficionados en el campo focal de la pantalla semiesférica de la sala de conciertos, frente a la rejilla de plata de la caja de resonancia. Apagó la luz, después de explicar que ésta impediría apreciar bien la parte cromática de la sinfonía, la cual sólo podía ejecutarse en una sala especialmente equipada, mientras que allí, por fuerza, veríase constreñida al espacio interior de la pantalla.

En las tinieblas, percibíase solamente la débil claridad de la pantalla y apenas se oía el constante fragor del mar. Allá, en la infinita lejanía, surgió un sonido grave y tan denso que parecía tener corporeidad. Se hacía cada vez más fuerte, conmoviendo la estancia y los corazones; luego descendió de pronto, aumentando de tono, y desgranose al punto, esparcido en millones de añicos de cristal. Unas chispas minúsculas, de anaranjados destellos, rasgaron las sombras. Aquello era como la descarga del rayo primitivo que fundiera por primera vez, hacía millones de siglos, las combinaciones simples de carbono en moléculas más complejas que habían de ser base de la materia orgánica y de la vida.

A continuación, se alzó una ola de agitados sonidos desacordes, y un coro de mil voces cantó el dolor, la nostálgica tristeza, la desesperación, matizados de unos tenues fulgores purpúreos y escarlata que se encendían y apagaban con celeridad.

En la sucesión de las breves notas, que vibraban con brusquedad, observose un movimiento circular ascendente, y una confusa espiral de fuego gris se elevó sinuosa a gran altura. De súbito, el torbellino del coro fue hendido por unas notas largas, arrogantes y sonoras, plenas de impetuosa fuerza.

Los vagos contornos ígneos del espacio eran atravesados por las nítidas líneas azules de unas flechas de fuego que volaban en las insondables tinieblas, más allá de la espiral, para hundirse en la noche del espanto y el silencio.

Oscuridad y silencio: tal era el final de la primera parte de la sinfonía.

Antes de que los oyentes, un poco aturdidos, tuvieran tiempo de pronunciar una palabra, se reanudó la música. Anchas cascadas de potentes sonidos, acompañados de cegadores reflejos multicolores, caían, cada vez más bajos y débiles, mientras se apagaban, en melancólico ritmo, las luces centelleantes. De nuevo, algo estrecho y afilado palpitó impetuoso en las cascadas, y otra vez las luces azules empezaron a danzar en ascensión rítmica.

Dar Veter, maravillado, percibió en los sonidos azules la tendencia a la complicación de ritmo y de formas, y pensó que no había mejor manera de reflejar la primitiva lucha de la vida contra la entropía… Escalones, diques y filtros contenían la caída de la energía a los niveles inferiores. «¡Así es, así precisamente! ¡Ahí están los primeros impulsos de la muy compleja organización de la materia!» Las flechas azules se unieron en una zarabanda de figuras geométricas, de formas cristalinas y de enrejados que se complicaban proporcionalmente a las combinaciones de tonos menores, o se esparcían y agrupaban de nuevo para desvanecerse súbitos en la penumbra gris.

La tercera parte de la sinfonía se inició con una lenta sucesión armónica de notas graves, a cuyo compás se encendían y apagaban unos faroles azules que se hundían en el abismo infinito del espacio y el tiempo. La afluencia de sones profundos, amenazadores, aumentaba y su ritmo se hacía más frecuente convirtiéndose en una melodía entrecortada, siniestra. Las luces azules se inclinaban como flores sobre sus finos e ígneos tallos. Abatíanse tristes al embate de los sones de cobre, broncos y retumbantes, que se iban extinguiendo. Pero las filas de aquellos farolillos o lucecillas se hacían cada vez más compactas, y sus tallos más gruesos. Dos franjas de fuego perfilaban ya un camino que se perdía en la negrura inacabable, mientras en la inmensidad del Universo expandíanse, doradas y sonoras, las voces de la vida, animando con su calor magnífico la sombría indiferencia de la materia en movimiento. La oscura senda se convertía en un río, en un torrente gigantesco de llamas azules, en el que rielaban, como arabescos cada vez más caprichosos, los multicolores reflejos.

Las sutiles combinaciones superiores de armoniosas curvas y de superficies esféricas eran tan bellas como los tensos acordes escalonados y ascendentes, cuya sucesión aumentaba con suma rapidez la complejidad de la sonora melodía, que resonaba más y más fuerte…

Dar Veter sentía mareos y no podía seguir todos los matices de la música y la luz. Tan sólo captaba las líneas generales de aquella obra grandiosa. En el océano de agudas notas límpidas, cristalinas, cabrilleaba, gozosa y espléndida, la potente luz azul. El tono iba en continuo crescendo. La melodía siguió girando vertiginosa en espiral ascendente, hasta que se quebró de pronto en cegadora explosión de fuego.

La sinfonía había terminado, y Dar Veter comprendió al fin qué era lo que le faltaba durante aquellos largos meses. Le faltaba el trabajo lo más cerca posible del Cosmos, de la espiral — que giraba en constante ascenso — de la tendencia humana hacia el futuro.

Desde la sala de conciertos fue directamente al puesto de conferencias televisofónicas y llamó a la estación central de distribución de trabajo de la zona Norte de viviendas. El joven informador que había enviado a Dar Veter a las minas, le reconoció y se alegró de verle.

— Esta mañana le han llamado del Consejo de Astronáutica, pero no he podido establecer contacto con usted. Ahora mismo le pongo en comunicación.

La pantalla se apagó para volver a iluminarse al instante, y en ella surgió Mir Om, primer secretario de los cuatro del Consejo. Estaba muy serio, incluso triste, al menos así le pareció a Dar Veter.

— ¡Ha ocurrido una gran desgracia! El satélite artificial 57 ha perecido. El Consejo le confía una misión extraordinariamente difícil. Le enviaré ahora mismo una planetonave iónica. ¡Esté preparado!

Dar Veter permaneció inmóvil de estupor, ante la pantalla apagada.

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