Capítulo IV. EL RÍO DEL TIEMPO


Veda Kong y Dar Veter estaban en la pequeña plataforma circular de un giróptero que se deslizaba lento por el aire, sobre las infinitas estepas. Un suave vientecillo ondulaba la hierba espesa, esmaltada de flores, como un mar de amplias olas. Lejos, a la izquierda, se divisaba un rebaño de ganado blanquinegro, obtenido por el cruzamiento de yacs, vacas y búfalos.

Los pequeños oteros, los apacibles ríos, los anchos valles, todo respiraba calma y libertad en aquel llano y estable sector de la corteza terrestre que antiguamente llevaba el nombre de depresión de Siberia Occidental.

Dar Veter contemplaba soñador aquella tierra que en un tiempo estuviera cubierta de interminables, tediosos pantanos y de los bosques, de febles espaciados árboles, del Norte siberiano. Veía mentalmente el cuadro de un viejo pintor, que le había dejado, desde la infancia, una impresión imborrable.

Sobre un alto promontorio ceñido por el brazo de un gran río, se alzaba, solitaria y gris de los años, una iglesia de madera que parecía contemplar desvalida la inmensidad de los campos y los prados. La fina cruz de su cúpula negreaba bajo las franjas de unos pesados nubarrones que se abatían sobre la tierra. Tras la iglesia, en un pequeño cementerio, unos cuantos abedules y sauces inclinaban sus alborotadas copas al embate del viento. Sus combadas ramas casi tocaban las cruces semiderruidas, derribadas por el tiempo y las tempestades sobre la hierba mojada y lozana. Al otro lado del río se amontonaban, como ingentes bloques de piedra, unas compactas nubes de un color gris liliáceo. Las anchurosas aguas brillaban con fríos fulgores de hierro. Aquellos mismos fulgores se expandían por doquier. Lejanías y cercanías estaban mojadas por las tenaces lluvias otoñales de las inmensas llanuras del Norte, gélidas e inhóspitas. Y todas las tonalidades del cuadro, azuladas, grises, verdes, evocaban las enormes extensiones de tierra yerma donde el hombre llevaba una vida dura, pasando hambre y frío, y sentía con singular rigor la soledad característica de los lejanos tiempos de la sinrazón humana.

Y a Dar Veter le parecía que el cuadro aquel — expuesto en el museo, en la profundidad de la transparente cabina protectora, renovado y esclarecido por invisibles rayos de luz — era como una ventana abierta a un pasado muy remoto.

En silencio, miró a Veda. La joven mujer, posada una mano en la barandilla de la plataforma, gacha la cabeza, observaba pensativa los altos tallos de hierba, que el viento inclinaba. Brillaban argentadas las estipas plumosas, con anchos y lentos reflejos cambiantes, mientras la plataforma circular del giróptero volaba despacio sobre la estepa.

Pequeños remolinos cálidos envolvían inesperadamente a los viajeros, agitando los cabellos y el vestido de Veda y echando traviesos su ardiente aliento a los ojos de Veter.

Pero el nivelador automático funcionaba más rápido que el pensamiento humano, y la plataforma volante tan sólo se estremecía u oscilaba un poco.

Dar Veter se inclinó sobre el marco del cursógrafo. La cinta del mapa se deslizaba rauda, reflejando el avance de los viajeros: tal vez hubieran ido demasiado lejos hacia el Norte. Habían cruzado hacía tiempo el paralelo sesenta y pasado la confluencia del Irtish y el Obi, y se aproximaban a unas elevaciones del terreno denominadas Altozanos de Siberia.

El inmenso paisaje estepario era familiar a los dos viajeros, que habían trabajado cuatro meses en las excavaciones de unos antiguos túmulos en las tórridas estepas de las estribaciones del Altai. Los investigadores del pasado parecían haberse sumido en los inmemoriales tiempos en que sólo cruzaban raramente aquellos parajes algunos destacamentos de jinetes armados.

Veda se volvió y señaló en silencio hacia adelante. Allí, entre las corrientes de aire recalentado, flotaba un oscuro islote, como arrancado del terreno. Al cabo de unos minutos, el giróptero se acercaba ya a una pequeña colina que debía de ser la escombrera de una antigua mina abandonada. No quedaba ni rastro de las construcciones mineras, tan sólo aquel montículo cubierto de cerezos silvestres.

De pronto, la circular plataforma volante se inclinó bruscamente.

Dar Veter, maquinalmente, asió de la cintura a Veda y se abalanzó al borde alzado de la plataforma. El giróptero se puso horizontal, una fracción de segundo, para caer pesadamente al pie de la colina. Los amortiguadores actuaron, y el contragolpe lanzó a Veda y Dar Veter a la ladera, en medio de la espesura de los punzantes arbustos. Tras de unos instantes de silencio, por la estepa, muda, expandióse, profunda y melodiosa, la risa de Veda. Dar Veter, imaginándose su propia cara, llena de arañazos y de asombro, se apresuró a asegurar a Veda, con desbordante alegría, que estaba sana y salva y que la cosa había terminado felizmente.

— No en vano se prohibe volar en los girópteros a más de ocho metros de altura — dijo Veda con voz entrecortada por leve jadeo —. Ahora lo comprendo…

— Estas máquinas, en cuanto se estropean, se derrumban, y ya no queda más esperanza que los amortiguadores. ¡Qué se le va a hacer! Es el merecido pago a cambio de su ligereza y reducidas dimensiones. Aunque tal vez tengamos que pagar algo más por todos los felices vuelos realizados… — añadió Dar Veter con una indiferencia un poco fingida.

— ¿Qué, concretamente? — inquirió Veda, poniéndose seria.

— El impecable funcionamiento de los aparatos de estabilidad implica una gran complejidad de los mecanismos. Temo que, para desenvolverme en ellos, necesite mucho tiempo. Habrá que salir de apuros con los medios de nuestros más pobres antepasados…

Con un pícaro fulgor en los ojos, Veda tendió la mano, y Dar Veter levantó fácilmente a la joven mujer. Descendieron hasta el giróptero caído, curáronse los arañazos con un líquido cicatrizante y pegaron sus desgarradas vestiduras. Dar Veter acostó a Veda a la sombra de un arbusto y se puso a buscar las causas de la avería. Como se figuraba, algo había ocurrido al nivelador automático, cuyo dispositivo de bloqueo había desconectado el motor. Apenas abrió el cárter, vio con claridad que no se podría hacer la reparación, pues ello requería abismarse largo tiempo en el estudio de una electrónica extremadamente complicada. Dando un suspiro de contrariedad, enderezó la cansada espalda y miró de reojo hacia el arbusto a cuyo pie, hecha un ovillo, dormitaba confiada Veda Kong. La cálida estepa, en toda la extensión que la vista abarcaba, estaba desierta. Dos grandes aves de rapiña planeaban lentas sobre la neblina ondulante y azul…

La dócil máquina se había convertido en un inerte disco que yacía impotente sobre la tierra seca. Y una extraña sensación de soledad, de aislamiento del mundo, se apoderó de Dar Veter.

Mas, al propio tiempo, no tenía miedo de nada. Que llegase la noche; entonces la visibilidad sería mayor; verían sin duda alguna luz y se dirigirían hacia ella. Ambos habían emprendido el vuelo sin equipaje, sin llevar radioteléfono, lámparas ni comida…

«Hubo un tiempo en que en la estepa se podía perecer de hambre si no se habían traído grandes reservas de provisiones… ¡E incluso agua!», pensaba el exdirector de estaciones exteriores, llevándose la mano a los ojos para protegerlos de la intensa luz.

Reparó en una franja de sombra del cerezo silvestre, cerca de Veda; tendióse tranquilamente sobre la tierra y percibió en su cuerpo la picazón de las secas hierbas que atravesaban su ligero traje de verano. El suave susurro del viento y el bochorno le sumieron en un dulce sopor. Sus pensamientos fluían lentamente y en su memoria se iban sucediendo, también despacio, cuadros de tiempos muy remotos; en interminable caravana, desfilaban pueblos antiguos, tribus, hombres… Era como si de allá, del pasado, viniese un gran río de hechos, personas y vestimentas que fueran cambiando a cada instante.

— ¡Veter! — oyó en su modorra la llamada de la voz querida, y al momento se despertó e incorporóse.

El sol, como una bola roja, tocaba ya la ensombrecida línea del horizonte y no se percibía ni el más leve soplo de viento.

— Veter, dueño mío — bromeaba Veda, inclinándose ante él al modo de las antiguas mujeres de Asia —. ¿No me haréis la merced de despertaros y de acordaros de mí?

Mediante unos ejercicios gimnásticos, Dar Veter acabó de ahuyentar el sueño. Veda estuvo de acuerdo con sus planes de esperar hasta la noche. La oscuridad los sorprendió discutiendo animadamente su trabajo anterior. De pronto, Dar Veter observó que Veda se estremecía. Las manos de ella estaban heladas, y él comprendió que el ligero vestido no la protegía en absoluto del frescor de la noche en aquellos nórdicos lugares.

Como la noche estival del paralelo sesenta era clara, ambos pudieron recoger unas brazadas de ramiza, con las que hicieron un gran montón.

Chasqueó sonora una descarga eléctrica, arrancada por Dar Veter del potente acumulador del giróptero, y poco después, la luminosa llama de la hoguera hacía más densas las sombras que les circundaban y prodigaba a los dos su vivificante calor.

Veda, encogida hacía un instante, se dilató de nuevo como una flor al sol, y ambos se abandonaron a un ensueño casi hipnótico. En algún lugar recóndito del alma quedaba inextinguible, a través de cientos de milenios en que el fuego había sido el principal amparo y salvación del hombre, una sensación de bienestar y sosiego que renacía ante la hoguera cada vez que el frío y las tinieblas rodeaban al ser humano…

— ¿Qué la deprime, Veda? — preguntó Dar Veter, rompiendo el silencio.

— Estaba recordando a aquélla, a la del pañuelo… — repuso ella quedo, sin apartar los ojos de las brasas.

Él comprendió al punto. La víspera de su vuelo habían terminado, en las estepas de la región del Altai, la excavación de un gran túmulo escítico. En el interior de un sarcófago, se encontraba el esqueleto de un viejo jefe, rodeado de huesos de caballos y de esclavos, recubiertos de tierra del túmulo. El viejo jefe yacía con su espada, su escudo y su coraza; a sus pies, había otro esqueleto, todo contraído, de una mujer muy joven. Un pañuelo de seda, que en un tiempo ciñera estrechamente la cara y el cuello, estaba adherido al cráneo. A pesar de todos los artificios empleados, no se había podido conservar el pañuelo; pero en los minutos transcurridos antes de que se deshiciera en polvillo, se había logrado reproducir con exactitud las facciones del bello rostro, impresas en la seda miles de años antes. El pañuelo había transmitido además un detalle espantoso: las huellas de los desorbitados ojos de la mujer, estrangulada sin duda con aquel mismo pañuelo y arrojada al sepulcro del marido para que le acompañase en los ignotos caminos de ultratumba. Ella tenía entonces no más de diecinueve años; él, no menos de setenta, edad avanzada para aquellos tiempos.

Dar Veter recordó la viva discusión que se entabló acerca del hallazgo entre los jóvenes miembros del grupo arqueológico de Veda. ¿La mujer había seguido al esposo de grado o por fuerza? ¿Y para qué? ¿En nombre de qué? Si había sido a impulsos de un gran y fiel amor, ¿qué falta hacía inmolarlo, en vez de guardarlo como el mejor recuerdo del difunto en el mundo de los vivos?

Entonces, había tomado la palabra Veda Kong. Fijos en el túmulo los ojos, ardientes, se esforzaba en penetrar con su inteligente mirada en las profundidades de los tiempos pasados.

Tratad de comprender a aquellas gentes. La extensión de las antiguas estepas era en verdad infinita para los únicos medios de locomoción existentes en la época: caballos, camellos, bueyes. Y aquella inmensidad la poblaban únicamente nómadas, criadores de ganado, los cuales no sólo no tenían nexo alguno entre sí, sino que vivían en perpetua hostilidad. Multitud de agravios y rencores se iban acumulando de generación en generación; todo forastero era un enemigo; toda tribu, un futuro botín de ganado y esclavos, es decir, de hombres que trabajaban a la fuerza, como las bestias bajo el látigo… Aquel régimen social engendraba, por una parte, una gran libertad, completamente desconocida entre nosotros, para el individuo en cuanto a sus mezquinas pasiones y deseos, y, por otra parte, una restricción extrema en las relaciones humanas y una increíble estrechez de pensamientos. Cuando el pueblo o la tribu estaban constituidos por un pequeño número de personas capaces de alimentarse de la caza y la recolección de frutos, aquellos nómadas libres vivían en continuo temor de ser atacados y reducidos a la esclavitud o exterminados por sus belicosos vecinos. Pero si el país se encontraba aislado de los demás y contaba con una población numerosa, capaz de crear una gran fuerza militar, las gentes pagaban también con su libertad las garantías contra las incursiones armadas, pues en tales Estados poderosos se desarrollaban siempre el despotismo y la tiranía. Así ocurrió en el antiguo Egipto, en Asiría y Babilonia.

Las mujeres, en particular las guapas, eran en la antigüedad presa y juguete de los fuertes. No podían subsistir sin un dueño y defensor.

Sus propios anhelos y voluntades significaban tan poco, tan terriblemente poco, que ¡quién sabe!.. Tal vez la muerte pareciera el menos penoso de los destinos…

Respondiendo a sus pensamientos, Veda se acercó más y empezó a remover lentamente las encendidas ramas, siguiendo con la mirada el correr de las azulencas lengüecillas de fuego. — ¡Cuánta valentía y paciencia había que tener en aquellos tiempos para conservar la propia dignidad, para elevarse en la vida, en lugar de descender!.. — exclamó Veda Kong en quedo susurro.

— Yo creo — objetó Dar Veter — que nosotros exageramos un poco los rigores de la vida antigua. Pues a más de ser habitual para todos, su misma desorganización daba lugar a contingencias diversas. La voluntad y la fuerza del hombre arrancaban de aquella vida chispas de románticos gozos, como el eslabón del pedernal.

— Tampoco concibo — dijo Veda — cómo nuestros antepasados tardaron tanto en comprender la sencilla ley de que el destino de la sociedad depende solamente de nosotros mismos y que el carácter de ésta lo determina el grado de evolución moral e ideológica de sus miembros, dependiente de la economía.

— …Y que la forma consumada de organización científica de la sociedad no es una simple acumulación cuantitativa de las fuerzas productivas, sino un grado cualitativo.

Aunque todo eso es tan sencillo… — añadió Dar Veter —. Y además, la comprensión de la interdependencia dialéctica, de que las nuevas relaciones sociales son tan imposibles sin hombres nuevos como los hombres nuevos sin una economía nueva. Entonces, esa comprensión condujo a que la tarea principal de la sociedad fuese la educación, el desarrollo físico y espiritual del ser humano. ¿Cuándo aconteció eso en definitiva?

— En la Era del Mundo Desunido, a fines del Siglo del Desgajamiento, poco después de la Segunda Gran Revolución. — ¡Fue una suerte que no ocurriese más tarde! Pues la destructiva técnica de la guerra…

Dar Veter calló y volvió la cabeza hacia el oscuro calvero que se extendía a la izquierda, entre la hoguera y la ladera de la colina. Unas recias pisadas y un fuerte resollar entrecortado, que se oían muy cerca, obligaron a los dos viajeros a levantarse de un salto.

Un torazo negro surgió ante la hoguera. El resplandor de las llamas encendió, con reflejos sangrantes, sus ojos, desorbitados de furia. Dando bufidos y escarbando con las pezuñas la tierra seca, el monstruoso animal se disponía a embestir. A la pálida luz, el toro parecía enorme; su cabeza, gacha, se asemejaba a un bloque de granito y su abultado lomo, de músculos salientes, se alzaba como una montaña. Ni Veda ni Dar Veter se habían visto nunca frente a la fuerza mortífera y ciega de una bestia cuyo cerebro obtuso estaba cerrado a los imperativos de la razón.

Veda, apretadas las manos contra el pecho, permanecía en pie, inmóvil, como hipnotizada por aquella aparición surgida súbitamente de las sombras. Dar Veter, obedeciendo a un poderoso instinto, se plantó ante el toro, protegiendo con su cuerpo el de la mujer, como hicieran miríadas de veces sus antepasados. Pero las manos del hombre de la nueva era estaban desarmadas.

— Veda, salte a la derecha… — y apenas hubo pronunciado estas palabras, el animal arremetió contra ellos.

Los cuerpos bien entrenados de los dos viajeros podían competir en rapidez con la agilidad primitiva del toro. La mole pasó de largo, y penetró en la espesura de los arbustos, haciendo crujir las ramas, mientras Veda y Dar Veter retrocedían a unos pasos del giróptero. A alguna distancia de la hoguera, la noche no era tan oscura, y el vestido de Veda se divisaba sin duda desde lejos. El toro salió impetuoso de los arbustos. Dar Veter alzó a su compañera con destreza, y ella, de un salto, se encontró en la plataforma del giróptero. Mientras el animal se volvía torpemente, excavando la tierra con sus pezuñas, ya estaba Dar Veter sobre la máquina voladora, al lado de Veda. Ambos cambiaron una fugaz mirada, y él no leyó en los ojos de ella más que una sincera admiración. El cárter del motor estaba abierto desde la tarde, cuando Dar Veter intentaba desentrañar los secretos de aquel ingenioso mecanismo. Poniendo en tensión sus enormes fuerzas, arrancó de la barandilla de la plataforma un cable del campo nivelador, introdujo su extremo desnudo bajo el resorte del contacto principal del trasformador y apartó prudentemente a Veda. Entre tanto, el toro enganchó la barandilla con un cuerno y el giróptero se balanceó del tremendo tirón. Dar Veter tocó con el otro extremo del cable una fosa nasal del bruto. Fulguró un rayo amarillo, resonó un golpe sordo y el furioso animal se derrumbó pesadamente.

— ¡Lo ha matado usted! — gritó indignada Veda.

— ¡No creo, la tierra está seca! — repuso, sonriendo satisfecho, el ingenioso héroe.

Y en confirmación de sus palabras, el toro lanzó un débil mugido, levantóse y, sin volver la cabeza, escapó a un trotecillo vacilante, como avergonzado de su derrota. Los viajeros volvieron a la hoguera. Una nueva brazada de ramiza reavivó las mortecinas llamas.

— Ya no tengo frío — dijo Veda —. Subamos a la colina.

La cima del montículo ocultaba el fuego; las pálidas estrellas del verano nórdico, semejantes a diminutas bolillas, se difuminaban en el horizonte.

Al Oeste, no se veía nada; al Norte, en las laderas de unos cerros, parpadeaban unas filas de lucecillas apenas perceptibles; al Sur, también muy lejos, brillaba, como un astro luminoso, el faro de la torre de observación de unos ganaderos.

— Mala suerte; habrá que caminar toda la noche… — rezongó Dar Veter.

— No, no, ¡mire allí! — dijo Veda señalando hacia Oriente, donde habían surgido de pronto cuatro luces dispuestas en cuadrado. Se encontraban a unos kilómetros, pocos.

Una vez tomada la dirección, orientándose por las estrellas, descendieron a la hoguera.

Veda Kong se detuvo ante las mortecinas ascuas, como si quisiera grabar algo en su memoria.

— Adiós, hogar nuestro… — dijo soñadora —. Seguramente los nómadas tenían siempre viviendas parecidas, inestables, efímeras. Yo también he sido hoy una mujer de aquella época.

Volvióse hacia Dar Veter y, confiada, le puso la mano en el cuello.

— ¡He sentido tan intensamente la necesidad de defensa!.. No tenía miedo, ¡no! Era una especie de fascinante sumisión a la fuerza del destino…

Alzó los brazos y, entrelazadas las manos en la nuca, estiróse elástica ante el fuego.

Un instante después, sus ojos, velados por las lágrimas, recobraban su pícaro fulgor.

— Bueno, condúzcame, ¡héroe mío! — bromeó, y su voz grave tenía un tono impreciso, enigmático y tierno.

La noche clara, saturada de los aromas de las hierbas, cobraba vida con el susurro de las bestezuelas al deslizarse y los gritos de las aves nocturnas. Veda y Dar Veter caminaban con cuidado, temerosos de caer en alguna madriguera invisible o de hundirse en una quebrada de la tierra seca. Los penachos de las estipas plumosas cosquilleaban en los tobillos. Dar Veter escudriñaba atento en las sombras cada vez que los negros cúmulos de los arbustos emergían en la estepa.

Veda rió bajito.

— Quizá hubiera sido conveniente traerse el acumulador y el cable…

— Es usted frívola, Veda — replicó bonachón Dar Veter —. ¡Más frívola de lo que yo creía!

La joven mujer se puso seria de pronto.

— He sentido su protección de un modo demasiado intenso…

Y empezó a hablar — mejor dicho, a pensar en voz alta — acerca de las futuras actividades de su grupo expedicionario. La primera etapa de los trabajos, en los túmulos de la estepa, había terminado ya; sus colaboradores volvían a sus ocupaciones anteriores o dirigíanse a otras nuevas. En cuanto a Dar Veter, estaba libre, por no haber elegido otro trabajo, y podía seguir a su amada. A juzgar por las noticias que habían llegado a su conocimiento, Mven Mas se desenvolvía bien. Pero aun en el caso de que el trabajo marchase mal, el Consejo de Astronáutica no restituiría tan pronto a Dar Veter en aquel cargo. En la Era del Gran Circuito no se consideraba provechoso mantener a la gente largo tiempo en la misma labor. Ello embotaba lo más preciado del ser humano: la inspiración creadora, y únicamente después de un prolongado intervalo, se podía volver a la anterior ocupación.

— Después de seis años de relación con el Cosmos, ¿no le ha parecido mezquino y monótono nuestro trabajo? — preguntó Veda mientras su mirada, clara y atenta, buscaba la de Dar Veter.

— Ese trabajo no tiene nada de mezquino ni de monótono — replicó Dar Veter —, pero no me proporciona la tensión a que estoy acostumbrado. Me vuelve apacible, demasiado tranquilo, ¡como si me curaran con sueños azules!

— ¿Azules?… — repitió ella, y su entrecortado aliento dijo a Dar Veter más de lo que hubiera podido decirle el invisible arrebol de sus mejillas.

— Yo empezaré a explorar unas antiguas cavernas — añadió Veda, cambiando de tema —. Pero antes hay que formar un nuevo equipo de excavadores voluntarios. Entre tanto, iré a unas excavaciones submarinas; mis compañeros me han llamado para que les ayude.

Dar Veter comprendió y su corazón comenzó a palpitar fuertemente, de alegría. Mas al instante ocultó sus sentimientos en algún recóndito lugar del alma y acudió en ayuda de Veda preguntándole sereno:

— ¿Se refiere usted a las excavaciones de la ciudad sumergida al Sur de Sicilia? Yo he visto cosas magníficas, procedentes de allí, en el Palacio de la Atlántida.

— No, ahora realizamos trabajos en las costas orientales del Mediterráneo, del Mar Rojo y junto al litoral de la India. Búsquedas de los tesoros históricos que se conservan bajo el agua, desde la cultura cretense-hindú hasta el advenimiento de los Siglos Sombríos.

— Lo que se escondía o, con mayor frecuencia, era arrojado al mar cuando se hundían los islotes de civilización al empuje de nuevas fuerzas, poderosas en su bárbara lozanía, ignorantes y despreocupadas, todo eso lo concibo — dijo pensativo Dar Veter, que seguía observando la blanquecina planicie —. Y comprendo también la enorme destrucción de la cultura antigua, cuando los viejos Estados, fuertes por su conexión con la naturaleza, fueron incapaces de cambiar nada en el mundo, de acabar con la esclavitud, cada vez más repugnante y con la capa parasitaria de la sociedad…

— Y entonces, las gentes cambiaron la esclavitud de la Edad Antigua por el feudalismo y la noche religiosa medieval — prosiguió Veda, completando el pensamiento de él —. Mas ¿qué es lo que no entiende?

— No me imagino bien la cultura cretense-hindú.

— Usted no está al corriente de las últimas investigaciones. Huellas de esa cultura se encuentran ahora en una inmensa extensión que, incluyendo la isla de Creta, el Sur de Asia Central y la India del Norte, abarca desde América hasta la China Occidental.

— No suponía que, en tiempos tan remotos, pudiera haber ya escondrijos para los tesoros del arte, como en Cartago, Grecia o Roma.

— Pues venga conmigo y lo verá — dijo Veda en voz baja.

Dar Veter caminaba a su lado, sin responder. Se iniciaba una pendiente suave. Cuando llegaron a lo alto del cerro, Dar Veter se detuvo inesperadamente.

— Gracias por su invitación, iré…

Veda, un poco incrédula, volvió la cabeza, mas en la penumbra de la noche nórdica los ojos de su compañero eran oscuros, impenetrables.

Remontado el declive, las luces resultaron estar muy cerca. Metidas en fanales polarizantes, no esparcían sus rayos y parecían hallarse más lejos de lo que en realidad estaban. La iluminación concentrada testimoniaba un trabajo nocturno. El rumor característico de una corriente de alta tensión se hacía cada vez más intenso. Los contornos de unas vigas caladas brillaban con argentados reflejos a la luz de las altas lámparas azules.

Un prolongado bramido los hizo detenerse: el robot de protección se había puesto en funcionamiento.

— ¡Peligro, tiren a la izquierda, no se acerquen a la línea de postes! — gritó el altavoz invisible.

Ambos torcieron sumisos hacia un grupo de casitas blancas, transportables.

— ¡No miren en dirección al campo! — continuó, solícito, el autómata.

Las puertas de dos casitas se abrieron a un tiempo, y dos haces de luz, cruzados, se tendieron sobre el oscuro camino. Varios hombres y mujeres acogieron cordiales a los caminantes, asombrándose de que utilizaran un medio de locomoción tan primitivo, y de noche por añadidura.

La estrecha cabina — donde se entrecruzaban unos chorrillos de agua aromosa, saturada de gas y electricidad, que cosquilleaba en la piel, punzantes y juguetones — era un lugar placentero.

Los caminantes, refrescados y lozanos, volvieron a encontrarse en el comedor.

— ¡Veter, querido, estamos entre colegas!

Veda escanció una bebida dorada en unas alargadas copas, que al momento se empañaron del frescor.

— ¡»Diez tonos»! — exclamó jubiloso, tendiendo la mano hacia su copa.

— Señor vencedor del toro, se está usted volviendo salvaje en la estepa — protestó Veda —. Le estoy comunicando unas interesantes noticias, ¡y usted no piensa más que en el ágape!

— ¿Excavaciones, aquí? — inquirió dudoso Dar Veter.

— Sí, pero no arqueológicas, sino paleontológicas. Se estudian los animales fósiles de la época permiana, que se remonta a doscientos millones de años. Un espanto en comparación con nuestros pobres milenios…

— ¿Y los estudian directamente, sin desenterrarlos? ¿Cómo es eso?

— Sí, directamente. Pero yo misma no sé aún cómo se hace.

Uno de los que estaban sentados a la mesa, hombre enjuto, de rostro amarillento, terció en la conversación:

— Ahora, nuestro grupo releva a otro. Acabamos de terminar las operaciones preliminares y vamos a comenzar la radiografía…

— ¿Con rayos duros? — conjeturó Dar Veter.

— Si no están ustedes muy cansados, les recomiendo que vean los trabajos. Mañana desplazaremos la plataforma, y eso no ofrecerá ya interés.

Veda y Dar Veter aceptaron con alegría. Los hospitalarios anfitriones se levantaron de la mesa y llevaron a los huéspedes a la casa de al lado. Allí, en unos nichos, con esferas indicadoras sobre cada uno de ellos, había unos trajes de protección.

— La ionización de nuestros potentes tubos es muy grande — dijo en tono de disculpa una mujer alta, un poco cargada de espaldas, en tanto ayudaba a Veda a ponerse el traje de compacto tejido y el casco transparente y le ajustaba a la espalda unas bolsas con baterías.

A la luz polarizada, cada montículo de la ondulada estepa se perfilaba con una nitidez extraña. Más allá del campo, cercado en cuadro por unas finas varillas metálicas, oyóse como un gemido sordo. El terreno se abombó y hendióse formando un embudo, de cuyo centro emergió un cilindro refulgente de afilada punta cónica. Una rosca surcaba su pulida superficie y en su extremo anterior giraba una complicada electrofresa de un metal azulenco. El cilindro se alzó por encima de los bordes del embudo, dio la vuelta, mostrando las paletas posteriores, agitadas por rápido movimiento, y empezó a hundirse de nuevo, unos metros más allá del embudo, hincando perpendicularmente su reluciente punta en la tierra.

Dar Veter observó que dos cables seguían al cilindro: uno aislado y el otro sin recubrir, reluciente. Veda le tiró de la manga y señaló con la mano hacia delante, pasada la cerca de varillas de magnesio. Otro cilindro, igual al primero, surgió de la tierra; luego, con el mismo movimiento, basculó hacia la izquierda y desapareció en el terreno como si se hubiera sumergido en el agua. El hombre de tez amarilla les hizo señas de que se apresurasen.

— Lo he reconocido — dijo en voz baja Veda, apretando el paso para alcanzar al grupo —. Es Liao Lan, un paleontólogo que ha descubierto el enigma de cómo se había poblado el continente asiático en la era paleozoica.

— ¿Es de origen chino? — preguntó Dar Veter al recordar la mirada de sus ojos negros, estrechos y un poco oblicuos —. Da vergüenza confesarlo, pero no conozco sus trabajos.

— Ya veo que no está usted fuerte en paleontología terrestre — repuso Veda —.

Seguramente conocerá mejor la de otros mundos siderales.

Por la memoria de Dar Veter empezaron a desfilar raudas innumerables formas de vida: millones de raros esqueletos en las profundidades de la tierra rocosa de diversos planetas, vestigios de tiempos inmemoriales, ocultos en los estratos de cada mundo habitado. Eran recuerdos de un remoto ayer recogidos por la propia naturaleza antes de la aparición del ser pensante, que poseía, a más de la facultad de rememorar, la de reproducir las cosas olvidadas…

Estaban ya sobre una pequeña plataforma sujeta al extremo de un medio arco calado, vertical. En el centro del suelo había una gran pantalla mate. Las ocho personas tomaron asiento en unos bancos bajos, colocados en torno a la pantalla, y quedaron silenciosas, expectantes.

— Ahora terminarán los «topos» su faena — anunció Liao Lan —. Como ustedes habrán adivinado, ellos pasan a través de las rocas el cable desnudo y tejen una red metálica.

Los esqueletos de animales fósiles yacen dentro de la porosa capa de asperón, a una profundidad de catorce metros. Más abajo, a diecisiete metros, toda la superficie está cubierta por la red metálica, conectada a unos inductores de gran potencia. Ello crea un campo reflector que lanza los rayos X a la pantalla, donde aparece la imagen de los huesos fosilizados.

Dos grandes bolas metálicas giraron sobre sus enormes soportes. Encendiéronse los proyectores y el bramido de la sirena anunció peligro. Una corriente continua de un millón de voltios expandió el frescor del ozono, dando a los contactos, aisladores y suspensiones un resplandor azulado.

Con aparente descuido, Liao Lan daba vuelta a las manijas y oprimía los botones del cuadro de comando. La gran pantalla se esclarecía cada vez más, y en sus profundidades iban pasando lentas unas siluetas confusas, diseminadas por el campo visual. Cesó el movimiento, y los borrosos contornos de una gran mancha ocuparon casi toda la pantalla, precisándose.

Unas cuantas manipulaciones más en el cuadro de comando, y ante los espectadores apareció el esqueleto de un ser desconocido, rodeado de una tenue aureola. Las anchas garras ganchudas estaban recogidas bajo el cuerpo, la larga cola se enrollaba en anillo.

Saltaba a la vista el extraordinario grosor y tamaño de los huesos, de dilatados extremos retorcidos y apófisis para la inserción de los poderosos músculos. El cráneo, con las mandíbulas apretadas, dejaba al descubierto los enormes dientes delanteros. Visto desde arriba, el monstruo tenía el aspecto de una mole ósea de superficie desigual, llena de hoyos. Liao Lan cambió la distancia focal y amplió la imagen: toda la pantalla fue ocupada por la cabeza de un reptil antediluviano que había vivido, hacía doscientos millones de años, en las orillas del río que existía allí entonces.

Las paredes de la bóveda craneana tenían como mínimo veinte centímetros de espesor. Sobre las órbitas, las cavidades temporales y las protuberancias de los parietales se destacaban unas excrecencias óseas. En el occipucio se alzaba un gran cono con la enorme cuenca de la mollera. Liao Lan dio un fuerte suspiro de admiración.

Dar Veter miraba con fijeza la desgarbada osamenta del antiquísimo animal. El acrecentamiento de la fuerza muscular originaba el engrosamiento de los huesos, sometidos a una pesada carga, mientras que el aumento de peso del esqueleto requería un nuevo reforzamiento de los músculos. Aquella dependencia directa, propia de los organismos primitivos, llevaba el desarrollo de multitud de animales a un callejón sin salida, hasta que algún perfeccionamiento fisiológico importante les permitía suprimir las viejas contradicciones y elevarse a un grado superior de evolución. Parecía increíble que tales seres pudieran encontrarse entre los ascendientes del hombre, cuyo cuerpo magnífico era de una movilidad y una destreza extraordinarias.

Dar Veter observaba los abultados arcos superciliares, reveladores de la obtusa ferocidad del reptil permiano, y comparaba aquello con la grácil Veda, de ojos claros que brillaban en un rostro vivaracho e inteligente… ¡Qué inmensa diferencia en la organización de la materia viva! Sin querer, miró de reojo tratando de distinguir bajo el casco las facciones de Veda, y cuando se volvió de nuevo hacia la pantalla, ya había en ella otra imagen. Era el cráneo, ancho, parabólico y liso como un plato, de un anfibio, de una antigua salamandra condenada a yacer en el agua turbia y cálida de un tremedal permiano en espera de que algo comestible se acercase a conveniente distancia.

Entonces, con rápida arrancada, atrapaba la presa, chascaba la bocaza al cerrarse… y de nuevo, la inmovilidad paciente, infinita, absurda. Dar Veter sentía una irritación imprecisa; aquellas pruebas de la interminable y cruel evolución de la vida le abatían. Enderezóse, y Liao Lan, al advertir su estado de ánimo, les propuso que volviesen a la casa, a descansar un rato. Veda, cuya curiosidad era insaciable, apartó con esfuerzo sus ojos de la pantalla cuando vio que los científicos se apresuraban a conectar las máquinas para el fotografiado electrónico y la grabación sonora, simultáneos, a fin de economizar la potente energía.

Poco después, Veda se echaba en un ancho diván de la sala de la casita destinada a las mujeres. Dar Veter, antes de acostarse, paseó un rato por la llana plazoleta, frente a la casa, evocando las impresiones de la jornada.

La mañana norteña había lavado con su rocío la polvorienta hierba. El impasible Liao Lan, al volver de su trabajo nocturno, invitó a los huéspedes a ir al aeródromo cercano en un «elf», pequeño automóvil de acumuladores. La base de aviones saltadores de retropropulsión se encontraba sólo a cien kilómetros al Sudeste, en el delta del Trom Yugán. Veda pidió que la pusieran en comunicación con su grupo expedicionario, pero resultó que en las excavaciones no había una emisora lo bastante potente. Desde que nuestros antepasados comprendieron el daño de las emanaciones radiactivas y establecieron un régimen estricto, las emisiones dirigidas requerían aparatos mucho más complicados, especialmente para las conversaciones a larga distancia. Además, el número de estaciones se había reducido de modo considerable. Liao Lan decidió enlazar con la torre-observatorio de ganaderos más próxima. Estas torres comunicaban entre sí por medio de emisiones dirigidas y podían transmitir cualquier mensaje a la estación central de su región. La joven practicante que conducía el «elf» y debía regresar con él al campo de los paleontólogos aconsejó a los viajeros que pasasen por la torre, y así podrían hablar ellos mismos por el televisófono (TVF). Dar Veter y Veda aceptaron de muy buena gana. El fuerte viento levantaba a un lado nubéculas de polvo y azotaba los cortos y espesos cabellos de la joven chófer. Apenas cabían en el asiento, de tres plazas, pues el gran cuerpo del ex director de las estaciones exteriores dejaba a sus compañeras menos espacio. La fina silueta de la torre de observación se columbraba imprecisa en el despejado cielo azul. Pronto, el «elf» se detuvo a la entrada de la torre, cuyas patas metálicas, muy abiertas, sostenían una marquesina de plástico, bajo la que estaba parado otro coche igual. La caja del ascensor atravesaba la marquesina por su centro. La diminuta cabina los subió por turno, pasando por el piso dedicado a vivienda, hasta la cima, donde fueron recibidos por un joven tostado por el sol y casi desnudo. La súbita turbación de la resuelta muchacha chófer indicó a Veda que la sagaz propuesta de aquella paleontólogo de cortos cabellos tenía raíces más profundas… La redonda pieza, de paredes de cristal, oscilaba sensiblemente, mientras la ligera torre vibraba, con monótono sonido, como una cuerda tensa. El techo y el suelo estaban pintados de color oscuro. A lo largo de las ventanas, había unos estrechos tableros con prismáticos, máquinas calculadoras y cuadernos de apuntes. Desde aquella altura de noventa metros se divisaba un enorme sector de la estepa, hasta los límites de visibilidad de las torres vecinas. Desde allí se observaban de continuo los ganados y se hacía el cómputo de las reservas de forraje. Formando círculos concéntricos verdes, resaltaba en la estepa el laberinto de las empalizadas bordeando las sendas por las que, dos veces al día, era conducido el ganado lechero. La leche, que no se agriaba nunca como la de las gacelas africanas, era recogida y congelada allí mismo, en unos frigoríficos subterráneos donde podía conservarse largo tiempo. La conducción del ganado se efectuaba con ayuda de unos «elfes» adjuntos a cada torre. Los observadores podían estudiar durante las guardias; por ello, en su mayoría, eran aún alumnos. El joven ligero de ropa llevó a Veda y a Dar Veter, por una escalera de caracol, al piso destinado a vivienda que, sujeto por unas vigas cruzadas, pendía unos metros más abajo. Aquel local estaba dotado de paredes aislantes, impenetrables al sonido, y los viajeros se encontraron en completo silencio. Tan sólo el constante balanceo les recordaba que la estancia se hallaba a una altura peligrosa a la menor imprudencia.

Otro muchacho estaba trabajando precisamente en el puesto de radio. El complicado peinado y el policromo vestido de su interlocutora, reflejada en la pantalla, revelaban que estaba comunicando con la estación central, pues los trabajadores de la estepa llevaban ligeros monos cortos. La muchacha de la pantalla enlazó con la red de circunvalación, y poco después, en el TVF de la torre, apareció la cara triste y la figura menudita de Miiko Eygoro, la primera ayudante de Veda Kong. Sus ojos, oscuros y oblicuos como los de Liao Lan, reflejaron gozoso asombro, mientras su pequeña boca se entreabría de la sorpresa. Un segundo más tarde, su rostro se tornaba de nuevo impasible y sólo denotaba sostenida atención. Cuando Dar Veter volvió a la cima de la torre, sorprendió a la muchacha paleontólogo en animada charla con el primer joven, y salió al balcón circular que rodeaba la estancia de cristal. El húmedo frescor de la mañana había sido sustituido hacía tiempo por el bochorno del mediodía que quitaba brillantez a los colores y allanaba los pequeños accidentes del terreno. La estepa se extendía ancha y libre bajo un cielo cálido y límpido. A Dar Veter le acometió otra vez la confusa nostalgia del Norte, de las tierras húmedas de sus antepasados. Acodado en la barandilla del movedizo balcón, el ex director de las estaciones exteriores percibía, con más fuerza que nunca, la realización de los sueños de los antiguos. Los rigores de la naturaleza habían sido rechazados hacia el Norte, muy lejos, por la mano del hombre, y el calor vivificante del Sur expandíase por aquellas llanuras ateridas en un tiempo bajo las frías nubes.

Veda Kong entró en la habitación de cristal y anunció que el operador de la radio se encargaría de llevarlos a su destino. La muchacha de los cabellos cortos dirigió a la historiadora una larga mirada de agradecimiento. A través de la transparente pared, se veía la ancha espalda de Dar Veter, abismado en la contemplación.

— ¿Piensa usted — oyó tras él — tal vez en mí?

— No, Veda. Estaba pensando en un postulado de la antigua filosofía hindú, que dice:

El mundo no ha sido creado para el hombre, y éste sólo se hace grande cuando comprende todo el valor y la belleza de otra vida, de la vida de la naturaleza…

— No le entiendo, eso es incompleto.

— ¿Incompleto? Quizá. Yo añadiría que sólo al hombre le ha sido dada la facultad de comprender no sólo la belleza de la vida, sino sus lados duros, sombríos. ¡Y únicamente él es capaz de soñar y crear una vida mejor!

— Ahora sí le he entendido — dijo Veda en voz baja. Y luego de una larga pausa, agregó —: Ha cambiado usted, Veter.

— Claro que he cambiado. Han sido cuatro meses removiendo con una simple pala las pesadas piedras y los troncos medio podridos de sus túmulos. Y sin querer, empieza uno a mirar a la vida más simplemente y a apreciar sus sencillas alegrías…

— No bromee, Veter — repuso Veda, con ceño —. Le estoy hablando en serio. Cuando yo le conocí gobernando toda la fuerza de la Tierra, hablando con mundos lejanos… Allí, en sus observatorios, parecía usted un ser sobrenatural de la antigüedad, ¡un dios! como decían nuestros antepasados. Pero aquí, en nuestro modesto trabajo, igualado a otros muchos, usted… — Veda no terminó la frase.

— Yo ¿qué? — inquirió con curiosidad —. ¿He perdido mi grandeza? Entonces, ¿qué habría dicho si me hubiera visto antes de mi traslado al Instituto de Astrofísica, cuando era maquinista de la Vía Espiral? ¿En esa profesión hay también menos grandeza? ¿O al verme de mecánico de cosechadoras de frutos en los trópicos?

Veda dio suelta a una sonora risa.

— Voy a descubrirle un secreto de mi adolescencia. Cuando yo estaba en la escuela del tercer ciclo, mi ideal era el maquinista de la Vía Espiral. No me imaginaba a nadie más poderoso que él —… Mire, ahí viene el operador de la radio. ¡En marcha, Veter!

Antes de tomar a bordo a Veda y Dar Veter, el aviador preguntó una vez más si su estado de salud les permitiría soportar la brusca aceleración del aparato saltador. Siempre cumplía estrictamente estas instrucciones. Cuando hubo recibido por segunda vez afirmativa respuesta, instaló a ambos en los profundos sillones, situados en la transparente proa del avión, parecido a una gigantesca gota de agua. Veda se sentía muy incómoda, pues los asientos estaban muy echados hacia atrás en la alzada carlinga.

Resonó vibrante el gong, anunciando la partida. Un poderoso resorte lanzó el aparato poniéndolo en posición casi vertical, y el cuerpo de Veda se hundió lentamente en el sillón como en un líquido elástico. Dar Veter volvió con esfuerzo la cabeza para dirigir a su compañera una animadora sonrisa. El piloto puso en marcha el motor. Oyóse un prolongado rugido, una gran pesantez se expandió por todo el cuerpo, y el aparato gotiforme salió disparado, trazando en el aire un arco a veintitrés mil metros de altura.

Parecían haber transcurrido solamente unos minutos, cuando los viajeros, débiles las piernas, descendían ya del avión frente a sus casitas de la estepa cercana al Altai, mientras el aviador agitaba la mano indicándoles que se alejasen más. Dar Veter dedujo que allí, a diferencia de en la base, a falta de catapulta, habría que despegar directamente de la tierra. Tomando a Veda de la mano, corrió hacia Miiko Eygoro, que salió presurosa a su encuentro. Las dos mujeres se abrazaron, como después de una larga separación.

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