SIETE VIDAS DE GATO

16 de setiembre de 1965.

– Doctor, he venido a verle porque soy el hombre más rico del mundo.

– ¿De veras?… Créame que me alegra, señor Yannakopoulos. Pero, de todos modos…

– Estoy seguro, doctor. Lo han dicho mis computadores electrónicos, y usted sabe que los computadores nunca se equivocan.

– No me refería a eso… Quería decirle únicamente que la riqueza no es aún una enfermedad, así que no sé qué tiene que ver conmigo…

– La riqueza, no. Mi cáncer, sí…

– Tiene usted cáncer, entonces. ¡En fin!… Puede no ser…

– Estoy seguro, doctor. Un adenocarcinoma renal en estado muy avanzado. Inoperable. Aquí tiene usted: análisis, biopsias y radiografías. He convencido a los médicos que me trataban y me han dicho la verdad: no me dan más de tres meses de vida.

El doctor guardó silencio. Observaba atentamente las radiografías.

– ¿De acuerdo, doctor?… ¿Está usted de acuerdo con el diagnóstico?

– ¡Hmmm!…

– ¡Diga, diga lo que sea!…

– ¿Toda la verdad?

– Toda, naturalmente.

– Han sido optimistas. Tres meses es mucho tiempo.

– Por eso he venido a usted.

– ¡Yo no soy oncólogo, señor Yannakopoulos!…

– Ya lo sé… Pero me han leído sus progresos en el campo de la hibernación.

– Sa ha avanzado mucho en los últimos años, es cierto…

– Usted ha experimentado con toda clase de animales. Les ha detenido la vida por el tiempo que ha querido y luego les ha hecho volver del estado letal y han seguido viviendo.

– Conoce usted muy bien mis trabajos…

– He procurado informarme.

– Bien, ¿y qué pretende usted?

– Que me hiberne a mí. Que detenga mi vida durante el tiempo que sea necesario, hasta que haya una posibilidad de curar mi cáncer. ¿Puede usted hacerlo, doctor?

– ¿Sabe usted a lo que se expone?

– Eso es cuenta mía. ¿Podría hacerlo, sí o no?

– Podría intentarse, pero resultaría peligroso… y, sobre todo, muy caro.

– Le dije antes que soy el hombre más rico del mundo… ¿Cuánto podría costar?

El doctor pensó un momento y comenzó a escribir cifras en una libreta que tenía sobre la mesa. Se le habría podido ver dudar, pero Yannakopoulos no quería verlo y paseaba tranquilamente por la estancia, observando los cuadros con mirada de experto. Pasaron diez minutos en silencio. El multimillonario esperaba. El médico levantó la mirada un instante.

– ¿Cuántos años tiene usted?

– Setenta y ocho…

– ¿Y de veras no preferiría dejar las cosas arregladas… y esperar tranquilamente el final?

– No tengo herederos. Podría destinar mi dinero a obras de caridad, pero soy demasiado caritativo… conmigo mismo.

– Como quiera…

El doctor siguió escribiendo números. Yannakopoulos dejó nuevamente de hacerle caso. Pasaron otros diez minutos.

– Bien… -musitó el doctor.

El viejo millonario regresó frente a la mesa.

– ¿Cuánto?

– Trescientos mil dólares para la construcción de la bañera de helio; mil doscientos cincuenta dólares para la congelación primera, incluido el helio y las serpentinas especiales; unos quinientos dólares anuales para la conservación y reposición del helio evaporado… y mis honorarios.

El viejo se calló un instante. Hizo unos rápidos cálculos mentales y sonrió.

– ¿Cuándo?

– No hay mucho tiempo… ¿Diez días?

– De acuerdo. Son suficientes para que pueda dejar todos mis asuntos en orden… En realidad, a la altura de mi fortuna, los asuntos casi marchan solos. Soy una sociedad anónima en la que el Consejo de administración y la Junta general están unidos en una sola persona: yo.


***

15 de enero de 1980.

Círculos de colores que se mueven rítmicamente en torno a un camino brillante que se extiende hasta el infinito. Al fondo, la luz. Los círculos se acercan, pasan. Y, a medida que se avanza por el camino brillante, el zumbido inconexo se va haciendo distinto. Los sonidos comienzan a diferenciarse; hay un lejano campaneo, el rumor de la brisa y el rítmico golpear de las bombas de oxígeno, formando una sinfonía de vida.

Los ojos se abren lentamente. Hay una luz que ciega. Hay sombras que se mueven. Hay recuerdos remotos que se van haciendo realidad. Es… la vida. Otra vez. Yannakopoulos respira hondamente. Cree que hace apenas unos segundos que el pentotal le durmió.

Las voces apagadas se van haciendo audibles. Entre la luz de la lámpara y sus ojos se interpone la figura de cabello entrecano del médico. ¡Cómo ha envejecido en unos segundos!…

– Ya está… Ya revive…

Las gotas de sudor cubren su frente. Una mano enguantada de goma azul se la limpia cuidadosamente. Yannakopoulos sonríe.

– ¿Tan pronto? ¿Y mi cáncer?

– Extirpado. Está usted curado…

– ¿Puedo levantarme?

– Pronto… Mañana, tal vez.

Dos horas después, despierto totalmente y con la sensación de haber vuelto a nacer, Yannakopoulos pide los periódicos. Mientras espera, observa la asepsia del cuarto en que está metido. Paredes plásticas, dos vídeos al pie de la cama, los mandos a su alcance, sobre la mesilla de noche de metal bruñido. Viste una especie de pijama casi transparente.

Los periódicos traen noticias increíbles. Las noticias meteorológicas llegan desde los observatorios lunares. La electricidad ha sido totalmente domada y se almacena en stocks inmensos. La gravitación ha sido domesticada. Lee la noticia de la señora Flapper, esposa del Presidente de la Confederación Mundial, que ha ido a Brasilia a ver a su hijo, recién nacido en las incubadoras Wrener. Se anuncia una huelga de los aerotaxis y hay noticias alentadoras sobre la baja del precio de los helicópteros de propulsión atómica.

El viejo millonario busca la página de valores. Aquello ha cambiado poco, a no ser las cifras. Encuentra la casilla de la Yannakmond Inc. Su sonrisa se hace abierta. Las acciones están en alza; el capital social se ha quintuplicado en quince años. Compara con las demás sociedades mundiales: Yannakopoulos sigue siendo el hombre más rico del mundo. En primera página de todos los diarios, en grandes caracteres, viene la noticia de su resurrección. Tiene -ahora se da cuenta, sólo ahora que lo está leyendo- noventa y tres años. Pero se siente fuerte y joven.

Se enciende una luz y se escucha la voz bien timbrada de una mujer que le anuncia la presencia de periodistas de todo el planeta, que quieren entrevistarle.

– No quiero ver a nadie…

– Está también aquí su secretario, señor…

– Déjele pasar. ¡Pero sólo a él!…

Llaman suavemente a la puerta transcurridos cinco minutos. Entra un muchacho de apenas treinta años. Yannakopoulos se incorpora en la cama.

– ¿Quién es usted?

– Su secretario, señor…

– No le conozco

El muchacho sonríe.

– Bien… Soy su secretario por herencia. Mi padre fue contratado por usted, pero murió hace siete años y me dejó el encargo de seguir con sus asuntos hasta que usted… regresase.

El viejo le mira de arriba abajo. Le satisface el muchacho. Además…

– Ha cuidado usted bien de mis bienes; le recompensaré por su eficacia.

– Gracias, señor… En realidad, me he preocupado de mantener el capital…

– ¿Mantenerlo? ¡Se ha quintuplicado!

– Efectivamente, señor. Pero, según los cálculos que han aparecido, la moneda se ha depreciado a una quinta parte en los últimos quince años.

Yannakopoulos tuerce el gesto. No contesta. El muchacho sigue hablando.

– De todos modos, he procurado trasladar sus acciones a negocios más a tono con… con el tiempo. Por ejemplo, ya no existen minas de uranio ni pozos de petróleo. Los dos productos se consiguen sintéticos. La navegación marítima es ya sólo un deporte y la unidad de moneda es un hecho incontrovertible en el mundo. Ahora es usted el mayor propietario de fábricas de helio líquido y en sus laboratorios se investiga sobre el futuro de la antimateria.

– ¿Y qué es eso?

– Trataré de explicárselo luego, señor. Pero quería comunicarle antes un problema bastante grave. Hay peligro de guerra…

– ¿Guerra? ¿Y el gobierno mundial?

– Quería decir guerra civil, naturalmente. Los siberianos quieren unas reivindicaciones imposibles y están dispuestos a lo que sea… Claro que, por otro lado, la superpoblación del planeta aconseja que una guerra diezme a los ochenta mil millones de habitantes, de modo…

– Llame usted al doctor.

– ¿Cómo?

– Llame usted al doctor, le digo.

Aquello era monstruoso. Yannakopoulos había sido propuesto quince años antes para el premio Nobel de la paz -que se lo arrebató un líder africano, porque convenía tener a todos contentos- ¡y ahora el mundo aconsejaba una guerra!…

– ¡Monstruos!… ¡En eso se han convertido ustedes!… ¡Ojalá la guerra termine con todos ustedes!

El doctor le miró como quien mirase a una reliquia de civilizaciones pretéritas.

– La guerra es una cuestión… digamos terapéutica, señor Yannakopoulos. El servicio de Inteligencia es el encargado de provocarlas periódicamente, para que el mundo pueda seguir viviendo…

– ¡Pues yo no quiero ver esto!… ¿Me ha entendido? ¡Duérmame otra vez y haga que me despierte cuando el mundo quiera vivir efectivamente en paz!

– Para entonces, yo puedo estar muerto.

– ¡Hibérneme!

– No tengo suficiente dinero para eso, señor… Hoy por hoy, sigue siendo usted el único hombre que puede permitirse ese lujo…

Yannakopoulos pensó un instante.

– Está bien… Deje entonces sus instrucciones a quien le suceda.

Puso en orden sus asuntos -que pudo comprobar que se encontraban en buenas manos- y se dispuso a dormir unos cuantos años más.


***

7 de mayo de 1993.

– ¡Vaya, me alegro! -fueron sus primeras palabras, al abrir los ojos-. Sigue usted siendo mi secretario.

– En efecto, señor…

– ¿Dónde estamos, si puede saberse?

– En su propia casa, señor… Hace tres años hicimos instalar su cámara de hibernación en la nueva casa que me permití el lujo de hacer construir para usted.

– ¡Vaya, eso es comodidad!…

– ¿Quiere usted verla?

– Naturalmente.

Se levantó y se sintió joven. Los ciento seis años no parecían pesarle más que los ligeros zapatos de cuero sintético con que le calzó su secretario. Incluso llegó a sentir…

Bien, pero eso fue luego de visitar la casa, el extraordinario palacio que le habían hecho construir. Lo encontró, ¿cómo diríamos?, un poco vacío. Salones y más salones, jardines y piscinas, huertos hidropónicos y máquinas cibernéticas para cubrir todas sus necesidades… menos una.

Una mujer. ¡Eso! Necesitaba una mujer, para compartir aquellas maravillas. Sólo que no podía hacer la petición así, de repente. Le parecía un poco impropio.

– Supongo que terminaron las guerras.

– Afortunadamente, señor… Ahora hemos resuelto el asunto de un modo más humano. La gente emigra.

– ¿A dónde?

– A Venus, a Marte… Se está instalando una ciudad de emigrantes en Júpiter.

– Me alegro… ¿Y nuestros negocios?

– Inmejorables. Somos nosotros, la Yannakmond ínc. quienes estamos encargados de construir esa ciudad.

– ¿Beneficios?

– Unos ochenta mil millones de dólares. Estamos haciendo también la campaña de emigración. Y tenemos la exclusiva de venta de toda la materia prima y de todos los productos que se exporten a Jupiter-ville.

– ¡Espléndido! Le subiré el sueldo.

– Ya me lo subí yo mismo, señor, gracias…

– ¿Vive usted bien? ¿Necesita algo que yo pueda?…

– Nada, señor, gracias…

– Yo, en cambio…

– Diga, señor…

– No sé, creo que esta casa está muy solitaria. Necesitaría…

– ¿Una esposa, señor?

– ¡Eso!… ¡Ha tenido usted una buena idea! Habrá que salir, conocer gente…

– Si usted quiere, señor, eso no será necesario. Podemos ponernos inmediatamente en comunicación con nuestra agencia total.

– ¿Nuestra?

– Es uno de nuestros negocios.

– Está bien, veamos.

Por los vídeos estereoscópicos se pusieron en comunicación con las oficinas de la Yannagenz Ltd. en Leopoldville. Los agentes fueron extremadamente amables con el jefe máximo y desearon complacerle en todo.

– Digamos cómo la desea, señor…

– Bien… No sé… Joven, bonita, complaciente…

– ¿Grupo sanguíneo?

– No importa, no voy a bebérmela.

– Creo que tenemos lo que usted necesita. Una pregunta, ¿matrimonio temporal o permanente?

Yannakopoulos había nacido en 1887 y era un hombre de costumbres. Por eso contestó inmediatamente, casi enfadado:

– i Permanente, claro!

– Yo le aconsejaría, señor… -dijo el secretario.

– ¡No me aconseje!

Tres días después, los médicos analizaron y repusieron la cantidad de hormonas necesarias para que Yannakopoulos pudiera ser un esposo feliz a sus ciento seis años.

Y una semana después, la esposa -que el millonario había contemplado por la pantalla en todas sus facetas, con todos sus vestidos y aun sin vestidos- llegó en el cohete de Kiel y se celebró la boda.

Quince días después, Rossie comenzó a mostrar su carácter. Un mes después, Yannakopoulos hizo llamar a su secretario.

– Anúleme el matrimonio.

– ¡Pero señor, eso es imposible!…

– ¿Quiere decir que no puedo?

– Usted mismo lo eligió, señor. Lo dijo bien claro: permanente. Quise advertirle.

– Un momento. ¿Me protegen las leyes o no?

– No, señor. En esto, no.

– Muy bien, amigo. Yo no soporto más a esta mujer. Voy a hibernarme. Cuando las leyes protejan mi situación, despiérteme.

– Haré lo que pueda, señor…


***

23 de noviembre de 2020.

– ¡No puede ser! ¡Veintisiete años para conseguir una reforma de la ley…

– No se ha reformado, señor -interrumpió el anciano secretario-. Simplemente, tardé veintisiete años en convencer a Rossie, ¡a la señora, perdón!, para que emigrase a nuestras posesiones de Plutón… Se aferraba a la vida en la Tierra, hasta que comprobó que la casa estaba pasada de moda…

– Pasada de moda, ¿eh?… ¿Y por qué no la ha mandado reformar usted? ¿Por qué no la ha puesto al día?

– Por dos motivos, señor… Primero, porque ya soy viejo y me aferro a las tradiciones. ¡No puedo acostumbrarme a los robots que lo hacen todo! ¡No puedo dejar de hacer siquiera sea algo sin importancia!…

– Tiene usted mis negocios. Hay que cuidarlos…

El anciano secretario apartó la mirada de los ojos de Yannakopoulos.

– ¿Qué ocurre con mis negocios?

– Está usted…

– ¡No! iArruinado, no!

– Bien, señor, no precisamente arruinado… Sólo que su fortuna está totalmente fuera de control.

– Explíqueme eso.

– Verá usted, señor… En mil novecientos noventa y nueve, seis años después de su última hibernación, el Gobierno interplanetario prohibió las fugas de capital y el control de aquellos intereses que se encontrasen fuera del área de fiscalización cibernética.

– No le entiendo.

– Es muy fácil, señor… Las áreas de control se encuentran bajo el dominio de las entidades bancarias reboticas de cada sector llamado financiarlo, dentro del sistema solar…

– ¿Y eso qué es?

– Una inflación controlada, para evitar la convertibilidad de divisas. En un principio, se estableció para contener la bancarrota de Venus, en manos de la milicia comercial transplanetaria. Sus gastos eran tan elevados, que amenazaban la misma naturaleza gaseosa de la moneda de curso legal.

– ¿Moneda gaseosa?

– Es un modo de contar. En realidad, la moneda se ha convertido en una simple capacidad de crédito, de acuerdo con los análisis genéticos personales de sus propietarios.

– ¡Basta!…

De pronto, se había dado cuenta del retraso que llevaba su cerebro y le aterró. No sabía nada. Los principios que habían regido sus negocios cincuenta y cinco años antes estaban totalmente pasados. Tenía que empezar desde cero y, si era posible, recuperar lo que ahora, a través de aquella palabrería incomprensible, se le aparecía como remotamente perdido en las inmensidades siderales. ¡Su dinero en los cielos!

– Tengo que hacer un curso de economía. ¿Cree usted que podré matricularme?

– No será necesario, señor… Podemos pedir los cursos a la Hipnofón y la misma sociedad le dará el diploma que necesite. ¿Qué desea?

– ¿Cómo que qué deseo? Poder controlar mis negocios, naturalmente.

– ¡Hmmm!…

– ¿Qué es eso? ¿Imposible?

– No, señor. Hoy, según dicen los jóvenes, no hay nada imposible. Sólo es más o menos difícil. Y le aseguro que su deseo será muy difícil de cumplir. Para lo que usted desea, hoy se emplean sólo máquinas controladas por el Gobierno.

– ¡No quiero controles! Quiero saberlo todo por mí mismo.

– Lo intentaremos, señor.

La Hipnofón remitió los cursos completos de economía, puestos al día por sus computadoras. Según las instrucciones, harían falta unos treinta años de sueño hipnótico para asimilar todas las enseñanzas, que se habían ramificado y complicado hasta límites increíbles.

Yannakopoulos pensó largo rato. Treinta años más era mucho tiempo. Cuando terminase tendría ciento sesenta y tres años.

– ¡Pero merece la pena!…


***

18 de julio de 2048.

– Un espécimen de la misma edad sería imposible de encontrar. Este fue el primer hombre que se sometió voluntario a la hibernación, en mil novecientos sesenta y cinco, cuando contaba setenta y ocho años de edad. Hoy, con su aspecto de hombre sesentón, cuenta ciento sesenta y un años y es, a no dudarlo, el hombre más viejo del sistema solar. Observen el funcionamiento natural de sus visceras.

Los estudiantes se aproximaron a la corriente anular de antiprotones que convertía en trasparente la epidermis del durmiente. El corazón marchaba a ritmo lentísimo, una pulsación cada seis o siete minutos. El estómago y todo el sistema digestivo se había aletargado y la sangre circulaba como barro espese por sus venas.

– Observen ustedes cómo esa misma lentitud ha provocado la destrucción de los síntomas de esclerosis que habrían aparecido hace mucho tiempo en un hombre de su edad. Sus funciones, cuando vuelva a la vida, serán completamente normales y, les diré más, ¡más normales que las de un hombre de la edad que él tenía cuando se sometió por primera vez al proceso de hibernación! Fíjense ustedes ahora cómo vuelve lentamente a normalizar sus funciones vitales…

El profesor movió lentamente el dial que tenía a su derecha y saltó una única chispa que atravesó limpiamente el cuerpo inmóvil de Yannakopoulos.

Pasó un minuto escaso, mientras la sangre se aceleraba en las arterias y el corazón tomaba su ritmo. Un termómetro fue registrando la elevación progresiva de la temperatura, desde los 30° C a los 36'5° C. Al llegar a ese punto se detuvo.

Yannakopoulos abrió los ojos, miró a su alrededor comprobó dos cosas importantes: la primera, que se hallaba tendido en el aire. La segunda, que le rodeaban sesenta muchachos con cara de curiosidad.

– ¡Un momento! ¿Qué es esto?

El profesor continuaba:

– Observen ustedes ahora, por la utilidad que pueda serles en su clase de Historiografía comparada, las reacciones psíquicas del espécimen.

– ¿Qué está usted diciendo? -rugió el vejeta-. ¿Eso de espécimen va conmigo?

– Ignorará su función de ente integrante de la sociedad y se aferrará a su individualismo -continuó el profesor, impasible, mientras los chicos y chicas le miraban.

– ¡Oiga, que estoy desnudo!

– Observen ustedes sus reacciones individualistas. El sentirse desnudo provoca en él una cadena de prejuicios que eran llamados morales; sentirá vergüenza y tratará de cubrirse.

Los alumnos lanzaron a coro una carcajada. Yannakopoulos se sentó en el aire.

– ¡Un momento! -gritó, dominando las risas y sin cuidarse de su desnudez blanca como la leche-. Soy Stephanos Yannakopoulos ¡y no tolero ser tratado como un objeto!

– ¿Qué dice, profesor?

– Nada de importancia. Recuerda el nombre específico y personal que se acostumbraba a llevar en su época. Probablemente recordará también su idioma y hablará con palabras.

La risa se hizo más fuerte. Yannakopoulos se levantó, dio un salto en el vacío y se quedó de pies entre los estudiantes. Le envolvían las carcajadas y su rostro comenzó a congestionarse con la ira. Inconscientemente, le salieron las palabras que el sueño hipnótico le había enseñado en su reciente y larga hibernación:

– ¡Basta!… ¡Basta, o haré que les sean incrementados a todos los niveles económicos potenciales!… ¡Les arruinaré!… ¡Soy Stephanos Yannakopoulos!…Todas las factorías de helio me pertenecen… ¡Y es mía Jupiterville!… ¡Mía, me entienden!…

Sus gritos, repentinamente, apagaron las carcajadas y la curiosidad se apoderó de todos. El viejo, más calmado, se enfrentó con el profesor:

– ¿Puede usted darme una explicación a esta actitud?

– Con mucho gusto… Está usted sirviendo a la ciencia.

– ¿Yo? ¿Y con qué permiso, si puede saberse?

– Con la obligación que tiene cada ciudadano de colaborar en el bienestar de todos los demás.

– ¿Cómo dice usted, obligación? ¿Es este un país libre o no?

El profesor tuvo una leve sonrisa e inició una inclinación burlona ante él.

– Este es un planeta libre, señor… Si lo desea, puede negar su colaboración, naturalmente… Pero no podrá pedir a su vez colaboración a los demás.

– ¡Mis ropas!

Alguien puso en sus manos algo que debían de ser ropas. Parecía una túnica de tejido sintético, muy liviana. Yannakopoulos metió la cabeza por el agujero que parecía servir para el cuello y, al asomarla de nuevo, se vio solo, despeinado y con las piernas tambaleantes por la larga postración. Pensó que tenía que encontrar el camino de su casa, pero había algo familiar en el ambiente, cuando traspuso la sala donde habían estado los estudiantes, que le hizo darse cuenta inmediatamente de que estaba efectivamente en su domicilio. Las paredes estaban viejas, las pantallas de vídeo cubiertas de polvo, el suelo lleno de papeles, bolsas de plástico y desperdicios de comida sintética. ¡Habían tomado su casa, su propia casa, por asalto! Se habían aprovechado de su sueño para abusar de él y de sus propiedades. Llamó fuertemente:

– ¡Eh!… ¡Gavin! -Gavin había sido su secretario, pero ahora, al contrario de lo que había ocurido las otras veces, no respondía a su llamada. Sólo los ecos de su propia voz, expandiéndose por las paredes sucias y las puertas que se abrían a su paso gracias a las células fotoeléctricas instaladas tantos años atrás.

De pronto, al abrirse una puerta ante él, escuchó voces y pasos:

– Esta era la sala de reposo… Su propietario se sentaba en estos extraños modelos de sillones, desconocedor de las ventajas de la antigravitación, y contemplaba ¡durante horas enteras! los espectáculos audiovisuales primitivos. Observen ustedes las formas arcaicas de estos modelos de servidores electrónicos. Respondían únicamente a la voz, sin células telepáticas que les hicieran adelantarse a los deseos del propietario, lo que suponía, como es lógico, un gasto extra de energía que invalidaba muchas acciones.

Yannakopoulos se asomó a la puerta. Un grupo de gente vestida con túnicas tan livianas como la que él llevaba, seguía dócilmente a un hombre alto y uniformado que parecía ser el guía de la extraña procesión. ¡Una visita turística a su propia casa! Yannakopoulos salió como una fiera, rojo de ira:

– ¿Qué hacen ustedes en mi casa?… ¿Desde cuándo les sirve.a ustedes de museo de antigüedades?… ¡Vamos, quién les ha dado permiso para venir aquí!… Los turistas volvieron la cabeza y le miraron asombrados. El viejo, pálido todo su cuerpo y el rostro encendido, se abalanzaba sobre ellos. Cuando estaba a cinco metros, el guía se volvió a los turistas:

– Será mejor que sigamos la lección en otro sitio. Vengan conmigo, por favor.

Y, ante sus propias narices, ¡todos aquellos seres repugnantes que habían tomado su casa por asalto, se desvanecieron! Por un instante, Yannakopoulos se sintió desorientado. Luego, despacio y sin fuerzas para caminar -las emociones le estaban estropeando el sistema nervioso, tan largo tiempo sometido a la inactividad- se dirigió a una de las grandes ventanas de la casa. La ventana se abrió sola cuando estuvo cerca. Entró la luz del sol. Brillante, molesta, como más pura que cuando la abandonó ya no sabía cuánto tiempo antes. Miró hacia la calle que se extendía más allá del jardín hidropónico. Llegaban hasta él voces, risas, rumor de multitud. Vio las verjas ionizadas que había mandado poner su secretario y, tras las rejas, una multitud de hombres y mujeres. Le estaban mirando. Y, cuando se asomó más, ofreciéndose involuntariamente a la vista de los otros, el rumor creció y muchas manos, desde lejos, le señalaron. Estaba siendo un objeto de curiosidad, el Hombre-Más-Viejo-Del-Mundo. Oía sus voces y sus gritos, destacándose sobre el rumor general:

– ¡Ahí está!… ¡Miradle!…

Yannakopoulos se retiró de la ventana. La ventana se cerró y oyó un prolongado y múltiple silbido en la calle, un silbido de desilusión en muchas gargantas. Se dirigió a uno de los botones de llamada de los criados electrónicos. Lo pulsó. No contestaba nadie.

– Estoy solo… Me han dejado solo, como a una reliquia. Solo totalmente. Los otros y yo ya no tenemos nada en común. Tengo ciento sesenta y un años. ¡No soy tan viejo! Me siento joven. Pero soy otro. ¡Otro!… Entre ellos y yo no hay casi nada en común. He regresado en un mal momento, seguramente… Tendría que haber esperado, hasta que me olvidasen… hasta que hubiera podido recorrer las calles sin que nadie se fijase en mí… Las calles y el mundo… Con mi… ¿con mi dinero?… ¿Tengo acaso dinero?… ¿Soy el hombre más rico del mundo?…

Mientras descendía lentamente las escaleras que conducían al sótano, a la cámara de hibernación, el aire se llenó del rugido de los cohetes interestelares que surcaban el espacio sideral en busca de otras galaxias. Yannakopoulos pensó para sí:

– Cuando despierte de nuevo, viajaré hacia las estrellas…


***

16 de marzo de 2148.

Tentó las paredes y tuvo el convencimiento de que se encontraba metido en una pecera. Oyó un ruido en lo alto y vio el tubo por el que entraba el oxígeno que le permitía respirar. A través del cristal espeso que le separaba del resto del mundo, a una incierta luz que le pareció de amanecer, vio otras peceras semejantes a aquella en la que se encontraba él metido. En la más próxima paseaba tranquilamente un orangután. En otra caminaba un león. Zonas de hierba rojiza y reseca separaban unas peceras de otras. En la que estaba próxima a sus espaldas había tres pájaros, de una especie que no habría sabido definir, porque él nunca estuvo demasiado enterado del mundo de los pájaros. Serían gorriones, o golondrinas;o cualquiera sabe qué!…

Recorrió su pecera. Podía dar seis pasos de lado a lado. Comenzó a inquietarse. Quiso salir de allí. Buscó algún botón que pulsar, pero no había ninguno. Entonces, golpeó con las palmas el cristal que le envolvía. Una vez, dos, muchas veces, cada vez con más fuerza, como un salvaje.

A través del cristal oyó como unos pasos metálicos que se aproximaban rápidamente. Se volvió hacia donde los oía y vio acercarse un robot pulido y brillante, de forma asombrosamente antropomorfa. Las células que le servían de ojos despedían reflejos azules. Y Yannakopoulos le oyó decir con voz metálica:

– ¿Qué quieres, Homo Sapiens?

– ¡Sácame de aquí! -le ordenó, como ordenaba a sus servidores electrónicos.

Pero el robot se mantuvo impertérrito. Sólo la luz azul de sus células ópticas se trocó en verde.

– No puedes salir. Homo Sapiens… No hay atmósfera para que puedas respirar… ¿No ves la luz? Este planeta no tiene oxígeno. Sólo puedes respirar ahí dentro…

– ¡Llama a un hombre!… ¡Hazle venir!

– No hay ninguno, Homo Sapiens… Tú eres el único ejemplar que queda sobre la tierra… Los demás la abandonaron ya hace mucho tiempo…

– ¡No!… ¿Dónde están?

– En los planetas… En alguna parte de la Galaxia, no sé…

– ¡Quiero ir con ellos!

– No podemos llevarte. Nosotros no tenemos cohetes…

– ¿Vosotros? ¿Quienes… sois vosotros?

– Los Homo Sapiens nos dejaron aquí… Nosotros ocupamos ahora todo el Planeta, nos construimos unos a otros y el mundo es nuestro…

– ¿Y este lugar?

– Lo conservamos para Museo de la Universidad Planetaria… Hemos tratado de conservar convenientemente un ejemplar de cada especie celular que hubo antes de nosotros… Desde la ameba hasta ti mismo… Toda la serie vegetal y animal… Sois el más completo museo del Planeta. Estamos orgullosos de él.

El robot se retiró lentamente, y Yannakopoulos vio desfilar durante todo el largo día, hasta que el sol se ocultó, una interminable procesión de robots, todos iguales, todos pulidos, todos brillantes, que se detenían a mirarle fijamente, igual que se detenían ante las demás peceras que contenían a los otros animales. El viejo se sintió animal durante todo el día.

Por la noche, cuando ya no quedaban visitantes y los demás animales se habían retirado a sus cubiles, Yannakopoulos golpeó nuevamente el cristal con las palmas de las manos. Apareció de nuevo el robot, caminando lentamente. No supo si sería el mismo u otro cualquiera. Todos, absolutamente todos los que había visto durante el día le parecieron iguales. El robot despedía luz rosada por sus células ópticas.

– ¿Qué quieres, Homo Sapiens?… Es hora de dormir.

– Oye, amigo… ¿Cómo te llamas?

– 3-XV-575-A-3.

– ¿Puedo pedirte un favor?

– Supongo, si está en mi mano…

– Quiero morir, amigo… He vivido demasiados años y estoy cansado… Tú puedes hacer algo para matarme…

El robot retrocedió un paso y sus pupilas cambiaron de color al rojo vivo.

– ¡No!…

– ¿No te atreves?…

– No puedo, Homo Sapiens… Eres una pieza de Museo, una pieza valiosísima… Te hemos preparado el organismo celular para que vivas siempre, ¿no te das cuenta? Eres el único Homo Sapiens que nos queda. ¡No podemos perderte!

– ¡Pero yo quiero morirme!…

– No puedes, Homo Sapiens… ¡No podrás nunca!…

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