Lo peor era que aquello estaba ocurriendo en las noches más húmedas y pegajosas de agosto.
Intentaba conciliar el sueño manteniendo la ventana abierta de par en par. Pero aun así, junto con los ruidos nocturnos y las vaharadas de calor húmedo que subían desde la calle, los recuerdos se convertían en sensaciones y se encontraba de nuevo frente a la mesa de mármol, la luz cegadora de las lámparas fluorescentes sobre su cabeza… y el hedor insoportable de los cuerpos putrefactos. Y la sangre, sobre todo la sangre: pegajosa, medio coagulada, entremezclada con pelos rubios y fragmentos de cerebro, convirtiendo las cabezas destrozadas en guiñapos negruzcos de forma indescriptible.
Dio una vuelta en la cama y sintió náuseas. Imposible dormir. A lo lejos, el viejo reloj de la Universidad dio cuatro campanadas. Se levantó y tomó un somnífero. Pero sabía que, si las otras noches le habían hecho efecto las pastillas, esta noche sería inútil. Trató de quedarse quieto durante diez minutos, pero le era imposible relajarse. Se dio la vuelta, encendió la luz junto a la mesilla de noche y buscó los cigarrillos. El humo corrió caliente por su garganta, y los pies, en contacto con el suelo, refrescaron su cerebro embotado por el insomnio.
Cuando sonó el teléfono ya había adivinado que el comisario Kraut estaba al otro lado. Y sabía tambien por qué le llamaba. Las piernas le temblaban cuando descolgó el auricular y sintió en su garganta el gusto dulzón de la náusea, otra vez.
– Lebeau… -dijo, con un hilo de voz.
– Hola, doctor… Aquí Kraut… Le necesitamos.
– Ha… ha sucedido otra vez, ¿verdad?
– Sí…
– Como las otras veces…
– Exactamente igual… Bien, de todos modos, sólo le llamaba por avisarle… Si prefiere usted hacer la autopsia mañana temprano…
– No… En cualquier caso, no podía dormir. Voy ahora mismo…
– Está bien. Le esperaré…
Mientras se vestía, el doctor Lebeau maldijo el día y la hora en que tuvo la humorada de pedir plaza de médico forense adscrito a la comisaría del barrio de la Universidad. Ciertamente, las cosas no habían ido mal hasta entonces. Lo clásico: contusiones, informes, alguna que otra autopsia y un continuo experimentar sobre la psicología de los delincuentes, aunque aquella no era su labor específica. Pero ahora, desde que apareció el primer cadáver con el cráneo destrozado a golpes, una semana antes, su cargo se había convertido en una constante pesadilla. Desde entonces, la visión de aquellos cadáveres se había repetido hasta cuatro veces; hoy era la quinta. Y siempre había sucedido igual, como si cada uno de los cuatro crímenes misteriosos no hubiera sido más que un calco del primero. Siempre se había tratado de hombres de la misma edad aproximada: unos treinta años. Musculosos, de más de uno ochenta de estatura y cabellos rubios. Sus rostros habían sido siempre imposibles de identificar, pero Lebeau habría jurado que los cuatro hombres, cuando vivían, se parecían como gotas de agua. En cualquier caso, sus cuerpos eran muy semejantes y la extraña señal tatuada sobre el antebrazo era idéntica en cada uno de ellos. Los cuatro habían sido hallados en los estercoleros que rodeaban los antiguos edificios de los servicios de la Universidad, ahora abandonados. Y todos ellos mostraban señales de haber sido asesinados entre veinticuatro y cuarenta y ocho horas antes de su hallazgo por la patrulla de seguridad nocturna. Sobre sus ropas no se había encontrado ningún documento o papel que pudiera arrojar la menor luz sobre su personalidad, pero esas ropas, de buena calidad, aunque de corte bastante burdo, daban la impresión de que sus propietarios habían sido en vida hombres con dinero pero sin tiempo para procurarse un buen sastre.
Lebeau no pudo reprimir una sonrisa al descubrirse con semejante pensamiento. ¡Estaba en contacto con cadáveres horriblemente destrozados y se le ocurría recordar unas características absurdas que, en todo caso, únicamente podrían haber interesado a la policía! A él le habría bastado con certificar, una vez más, que la causa de la muerte se debía a la destrucción total del cráneo, con aplastamiento de la masa cerebral y de todos los órganos vitales. Y ahora, otra vez: la quinta.
El aire de la noche entrando por la ventanilla de su automóvil le despejó y, por unos momentos, le hizo pensar que la cosa no era tan grave. Hasta se rió un poco de sí mismo, por las horas de insomnio que le había estado costando aquella ristra de muertos espantosos. Luego, subiendo las escaleras blancas que conducían a su departamento, se sorprendió a sí mismo silbando una cancioncilla. El somnífero le había servido de sedante y, si no le había permitido dormir, al menos le ayudaría a mantener firme el pulso cuando tuviera que empuñar el bisturí.
El pasillo estaba totalmente iluminado y, al fondo, en la antesala del cuarto de autopsias, vio sentada la figura oscura y rechoncha del comisario Kraut. El comisario se levantó al oír sus pasos y trató de sonreír a través de aquella palidez verdosa que proclamaba la visión desagradable que había tenido que soportar algún tiempo antes. Los dos hombres se estrecharon las manos como autómatas.
– Gracias por haber venido…
– No tiene importancia. De todos modos, no lograba dormir…
– Yo tampoco, Lebeau…
– ¿Alguna cosa especial?
– Nosotros no hemos descubierto ninguna… Todo es exactamente igual que las otras veces, al parecer. Todo.
El auxiliar sanitario se acercó al forense, le ayudó a quitarse la chaqueta y comenzó a ponerle la bata verde.
– Pero tendrán ustedes algún indicio.
– Ojalá… Hasta ahora, nada. Hemos movilizado a las comisarías de todo el país, dando los datos que hemos podido reunir. En ninguna parte se ha notado la desaparición de nadie que responda a las características de… nuestros hombres. Y ése era el único método que teníamos para haber hecho algún progreso. Ni siquiera la policía de fronteras ha registrado desde hace un año ninguna entrada de nadie que pudiera tener las características de éstos…
Y, al decirlo, señaló con el pulgar a sus espaldas, hacia la puerta que daba entrada al cuarto de las autopsias. Lebeau se puso lentamente los guantes de goma y se ajustó el bonete verde y la máscara. Luego se volvió al auxiliar, que le miraba con ojos casi suplicantes. El forense sonrió y le dio una amistosa palmada en el hombro.
– ¡Animo, muchacho!… Es el oficio…
– Ya sé, doctor. Pero de todos modos…
El comisario trató de reír ante el asco de aquel rostro que parecía acostumbrado a las visiones más horripilantes. Pero la mirada del viejo auxiliar le cortó la risa. El hombre dio un paso hacia el comisario, casi con odio.
– No se ría… Usted ha terminado de mirar… eso. Nosotros empezamos ahora…
– Vamos, Fred, si quieres, te sustituyo…
– Si lo dijera usted en serio…
– No. No lo digo en serio. Perdona…
Lebeau y Fred cruzaron sus miradas. Tenían que ir. El médico avanzó con paso firme hacia la puerta del cuarto de autopsias. Fred le siguió, remolón y, unos pasos antes de la puerta, se adelantó para abrírsela a su jefe y dejarle paso. Lebeau se detuvo en el umbral. El cuarto estaba fuertemente iluminado con la luz blanca de los tubos fluorescentes, que parecían reverberar en los azulejos de las paredes. Daba sensación de frío y, sin embargo, al entrar, el olor caliente del formol mezclado con el dulzón de la carne putrefacta le volvió a la horrible realidad de lo que tenía que hacer. Y allí, sobre la losa de mármol, estaba aquello. Otra vez.
A las seis y media de la madrugada, las nubes acumuladas durante el calor asfixiante de la noche habían cubierto totalmente el cielo, retrasando el alba y tiñendo las calles del barrio universitario con sombríos ocres. Lebeau dejó su coche frente a la entrada de la comisaría de policía y regresó a pie, para aprovechar el frescor de la madrugada. El barrio estaba a aquellas horas casi enteramente desierto y, cuando abandonó la calleja en la que estaba enclavado el puesto policial, y por la cual llegaban las parejas de agentes de la vigilancia nocturna de regreso al retén, se encontró solo entre aquellas casas que, en su mayor parte, eran pensiones destinadas a estudiantes y que ahora, en época de verano, se encontraban casi totalmente abandonadas.
Sentía la necesidad absoluta de estar solo, de recorrer despacio las callejas desiertas y olvidar, si podía, el espectáculo que había vivido unos momentos antes y que, después de haberse repetido por quinta vez en una semana, se estaba convirtiendo en una obsesión imposible de rechazar de la mente.
Aquello tenía que ser obra de un odio total, un odio que el pensamiento de Lebeau no lograba alcanzar en su absoluta integridad. Únicamente un odio más allá de toda medida humana podía ensañarse de aquel modo con sus víctimas, hasta deshacer en ellas el más remoto recuerdo de lo que habían sido en vida. Aquellos cráneos destrozados clamaban en la cabeza del forense con gritos de rabia. El asesino, quienquiera que fuese, había borrado brutalmente del mundo a aquellos seres, haciéndolos desaparecer y convertirse únicamente en una incompleta ficha policial. Ni rastro de quienes fueron, ni el recuerdo de alguien que pudiera conocer siquiera a uno de ellos, ni una fotografía que les representase en vida, ni un nombre. Nada, absolutamente nada, como si nunca hubieran existido, como si desde el principio del mundo hubieran sido únicamente unos cadáveres putrefactos, destrozados, irreconocibles. La única pista -si es que pista podía llamarse a aquel indicio sin pies ni cabeza- era la comunidad de aquellos hombres, la característica física que los hermanaba: aquella estatura superior, aquella pelambre rubia apenas entrevista entre la sangre coagulada, su edad… y el modo como habían sido asesinados.
Sumido en sus pensamientos, Lebeau apenas se dio cuenta de la figura pequeña y atlética que avanzaba lentamente unos pasos delante de él y que se detenía al escuchar los suyos. Tal vez por eso, tuvo un sobresalto involuntario al oírse llamar por su nombre:
– Buenos días, doctor Lebeau…
La voz tímida y apagada del hombrecillo le hizo volver en sí. Ante él estaba sonriendo, arrugada su nariz aguileña y brillante el cráneo rapado a la apagada luz del amanecer. Lebeau trató de plegarse a la realidad y sonrió con una mueca cansada.
– Buenos días…
– Temprano se levanta usted, doctor…
Lebeau no pudo contener ahora una sonrisa.
– ¿Y usted, profesor Braunstein?… Yo vengo de trabajar…
– Bien, yo voy ahora…
Echaron a andar los dos hombres por la acera, despacio, hacia la plaza de la Universidad. El profesor Braunstein trató de adaptar su paso corto a las zancadas lentas de Lebeau. El viejo tenía ganas de charla, no cabía duda.
– Da gusto entregarse en verano al trabajo, doctor… Ahora es mucho más fructífero, porque no tiene uno que estar pendiente de los muchachos que preguntan y preguntan y no dejan de preguntar en todo el día… Ahora me encierro en el laboratorio y el tiempo es mío… ¡Totalmente mío!
– ¿Y no se toma usted vacaciones, profesor?…
– ¿Vacaciones?… ¿Quiere usted más vacaciones que estar haciendo lo que uno desea?… ¡Estas son mis vacaciones!…
Lebeau fijó su mirada franca en el anciano pequeño y musculoso que caminaba a pasitos rápidos a su lado. Sentía simpatía por aquel antiguo exiliado judío que se había adaptado como un guante a la vida universitaria de la vieja ciudad. Sentía simpatía por él y sabía que era el ídolo de sus alumnos y uno de los cerebros importados más valiosos del país. Más de una vez el profesor Braunstein había tenido que interrumpir sus clases universitarias para incorporarse a alguna tarea especial encargada por el Gobierno, pero sabía igualmente que el viejo Braunstein sólo se sentía feliz entre las paredes de su laboratorio de física, al que el propio Gobierno había dotado de todos los adelantos que el viejo profesor tuvo la ocurrencia de pedir. Sí, sin duda el Gobierno sabía que cualquier capricho de Braunstein era una buena inversión en el futuro, aunque ignorase absolutamente el destino que Braunstein daría a cada nueva instalación. En el fondo, Lebeau envidiaba al profesor, con una envidia sana que no era más que reconocimiento de sus propias limitaciones profesionales.
Ahora, al fijar su mirada en el rostro de Braunstein, se dio cuenta de las contusiones y verdugones que surcaban su mejilla y se extrañó.
– ¿Qué le ha ocurrido, profesor?
– ¿Lo dice usted por esto? -preguntó a su vez el viejo, señalando las cicatrices-. Nada… Gajes del oficio. Hay veces que los electrones causan más daño que un sádico…
– ¿Pues qué está usted haciendo ahora? -volvió a preguntar Lebeau, más curioso.
Braunstein levantó hacia él unos ojillos irónicos sin malicia. La pregunta debió parecerle tan ingenua como difícil la contestación a un profano. Lebeau se dio cuenta y trató de suplir su falta de tacto.
– Perdone, profesor. Me imagino que, aunque usted accediera a contármelo, para mí sería como si me hablase en sánscrito.
– ¡No, por qué!… En el fondo, los trabajos de física son sencillos de comprender… Lo difícil es el método, los pasos que hay que dar hasta conseguir lo que uno se propone… Y aun entonces… se equivoca uno tantas veces…
– Eso forma parte de la experiencia…
– Naturalmente… Pero a veces, una equivocación puede resultar fatal… Mire, si no… -y se señalaba con el dedo las cicatrices amoratadas de su cara.
Dejó pasar unos segundos, mirando a Lebeau con una expresión de lástima y luego trató de animarle.
– No crea que todo son rosas en mi profesión, doctor… También usted tendrá sus satisfacciones, supongo…
Lebeau le miró asombrado. ¡Satisfacciones, él!… La visión de los cráneos destrozados volvió a subirle garganta arriba con su sabor dulzón de náusea. Se llevó la mano a la boca, para contenerla. Braunstein se dio cuenta de que algo no marchaba bien en el ánimo de Lebeau y le golpeó amistosamente en un hombro.
– Y los momentos malos son para todos, también…
El forense le miró asombrado.
– ¿Cómo sabe que?…
Braunstein soltó una risa aguda.
– Es usted muy mal simulador, doctor… -y se puso serio inmediatamente para añadir-. ¡Pero usted debería mirar más allá de sus propios momentos desagradables!… Está usted sirviendo a la justicia y todavía en el mundo la justicia es lo más importante para que podamos seguir viviendo… Yo, en cierto sentido, soy deudor de usted…
– No le entiendo…
– ¡Naturalmente!… Si la justicia no existiera, ¿cree que habría lugar para el progreso, para la investigación, para seguir cada día unos pasos más adelante?…
– No lo sé. Supongo que tiene usted razón, profesor… Pero hay veces que el servicio de la justicia nos lleva a pensar que el mundo es mucho más brutal de lo que cabría suponer desde fuera…
– ¡Bah!… Piense usted lo que sería el mundo si cada ciudadano tuviera que implantar la justicia por sí mismo… Afortunadamente, eso ocurre pocas veces…
Las últimas palabras habían sido dichas en un tono que a Lebeau le sonó extraño.
– ¿Pocas veces, profesor?…
– Muy pocas… Ya ha pasado el tiempo de las incredulidades. Hoy, la policía está preparada para entenderlo casi todo. El ciudadano, generalmente, puede confiar en ella con la seguridad de que será comprendido…
– Pero cree usted que hay excepciones -y Lebeau, al afirmarlo, fijó su mirada en los ojillos ahora huidizos del profesor.
Braunstein se dio cuenta y se encogió de hombros.
– Algunas habrá, supongo…
Habían llegado frente al portón de la Universidad.
Braunstein se detuvo y extendió la mano para estrechar la del médico.
– Bien, doctor, no me haga mucho caso. A veces divagamos, sobre todo cuando estamos preocupados por otras cosas… Y usted, trate de descansar. ¡Deje a la policía que resuelva las cosas!… Usted, a lo suyo.
– Pero, profesor, ¿cómo sabe usted que estoy preocupado por algo?…
– Es usted joven, amigo… Y a los jóvenes se les refleja en la cara todo cuanto sienten y piensan… En las manos de ustedes está el futuro y ustedes se dedican a malgastarlo en divagaciones. ¿Me permite un consejo?… No vuelva atrás la mirada nunca, doctor Lebeau…
El convencimiento absoluto de que el profesor Braunstein sabía algo de todo aquel misterio que la policía estaba tratando de desentrañar se hizo a cada minuto más fuerte en la conciencia del doctor Lebeau. No es que pensase en la responsabilidad directa del viejo profesor de física. Más bien se inclinaba a suponer que Braunstein había tenido ocasión de ver algo y que su cerebro había fabricado toda una teoría de la justicia particular ante un hecho que, en su conciencia, podría haber despertado, con toda su brutalidad, un sentimiento de solidaria compasión.
Ya había llegado casi a la altura de su apartamento, cuando Lebeau, sin idea fija de lo que podría ver u oír, volvió sobre sus pasos, se metió en el intrincado laberinto de callejuelas que rodeaban los edificios de la Universidad y fue a rodear la zona de derribos que, en tanto esperaban el momento de su edificación, servían de estercolero y almacén de desperdicios de todo cuanto se tiraba en las aulas y en los laboratorios.
Entre la basura acumulada en uno de aquellos inmensos montones de porquería habían sido hallados, día tras día, los cuerpos horrorosamente mutilados de aquellos seres que habían formado en su mente la imagen del horror y de la repugnancia. Ahora, una patrulla de agentes, con perros policía, escarbaban entre los escombros y las basuras, tratando de encontrar algún indicio o cualquier objeto que pudiera servirles de pista en sus ciegas investigaciones. Un trabajo manso, lento y silencioso bajo el cielo nublado de la mañana temprana. Los perros parecían darse cuenta de la preocupación reinante y escarbaban y olfateaban por todas partes en silencio, sin soltar un solo ladrido.
Los agentes, enfebrecidos en la inútil búsqueda, no repararon siquiera en la presencia de Lebeau y solamente, pasado un largo instante de mirar hacia las lejanas ventanas de las aulas y los laboratorios de la Universidad, tratando de saber cuál de aquellos mil agujeros pertenecería al profesor Braunstein, se electrizó al sentir una mano sobre su hombro. Al volverse vio la cara preocupada del comisario Kraut.
– ¿No duerme, doctor?
Lebeau negó con la cabeza y miró fijamente a Kraut, dudoso de contarle los pensamientos desordenados que pasaban desde hacía una hora por su cerebro.
– ¿Qué le ocurre? -oyó que le preguntaba, curioso-. Debería usted dormir y dejar esto por un rato.
– ¿No… no han encontrado nada?
Kraut negó lentamente y añadió:
– Debieron traerlos después… No hay señales de lucha, aunque, con toda esta porquería…
– Un asesino inteligente, entonces…
– Todo lo contrario… Un aficionado… Son los peores. Busque usted a una bestia dañina entre tres millones de habitantes de una ciudad y verá usted lo difícil que es descartar a todos menos uno…
– Sin embargo, el hecho de que todos los cadáveres se encontrasen precisamente aquí…
– ¿Qué?
– ¿No significa nada?
– Podría significar… y podría no suponer más que una manía del asesino…
– ¿Uno, entonces?…
– ¡Cualquiera lo sabe!… Uno, suponemos… Pero todo está totalmente a oscuras. Usted sabe de eso tanto como yo mismo. Nadie ha escuchado nada… -añadió, señalando ampliamente la multitud de ventanas que rodeaban la zona-. Nadie vio nada, nadie sabe quiénes pudieran ser. Como si hubieran aparecido de la nada sólo para ser brutalmente asesinados.
Lebeau se volvió al comisario, súbitamente interesado.
– Habló usted antes de lucha, ¿no?…
– Tal vez… Debió haberla. No se dejan matar cinco hombres fornidos como eran estos sin ofrecer resistencia, ¿no cree usted?
– No lo sé, por eso se lo preguntaba… Los cuerpos no ofrecían ninguna señal, ya se lo consigné en el informe…
– Pudieron no tener tiempo de defenderse…
– O pudieron hacerle algo al asesino antes de que él lograse matarles…
– Tal vez… ¿por qué?
– Porque, en ese caso, el asesino tendría señales que…
Le interrumpió la carcajada de Kraut.
– ¡No sueñe, Lebeau!… ¡Tres millones de habitantes, piénselo!… Treinta mil accidentes diarios, doscientas riñas callejeras por término medio, cuatrocientos quince atropellos. ¡Busque usted un asesino entre todos!…
– Un asesino que mata hombres de más de uno ochenta de estatura, rubios y de treinta años.
Kraut se le quedó mirando un instante, sosteniendo la mirada angustiosa de Lebeau.
– Oiga, Lebeau… Ha tenido usted una idea…
– ¿Yo?…
– Sí, usted… ¿Por qué no hemos de ponerle un cebo a ese maníaco?
En los días siguientes, diez agentes escogidos entre los que tenían unas características físicas más o menos idénticas a los hombres asesinados se pasearon día y noche por la ciudad, procurando pasar lo menos inadvertidos posible y recorrieron todos los barrios, cafés de mala nota y prostíbulos en los que, de un modo u otro, cupiera la posibilidad de encontrar a un asesino.
Transcurrió una semana totalmente inútil. Una semana en la que los agentes seleccionados pudieron revolver la ciudad y hacerse ver, en una u otra ocasión, por cada uno de sus tres millones de habitantes. Una semana en la que, además, no volvió a aparecer ningún nuevo asesinado.
Habría parecido que los temores de la policía no iban a confirmarse. La vida en la comisaría resbalaba lenta y pegajosa, como la de toda la ciudad inundada de calor. Los informes sobre los cinco extraños asesinatos fueron acumulándose, sin que nada pudiera sobrepasar las sospechas de una porción de testigos que, en su mayoría, trataban únicamente de hacerse notar por su celo ante la justicia, sin que nada interesante respaldase sus oscuras declaraciones insensatas.
Los informes pedidos a los distintos organismos judiciales no arrojaron tampoco ninguna luz. Se analizaron las ropas de los muertos y la conclusión que sacaron los peritos, después de consultar con los más importantes fabricantes de tejidos, era que aquellas prendas parecían de artesanía y que, probablemente, ninguno de los grandes telares industriales del país las había confeccionado.
Se consultó igualmente a los pocos tatuadores profesionales que aún subsistían miserablemente en su negocio. Ninguno de ellos pudo haber hecho el tatuaje cuidadosísimo que apareció en los brazos de los muertos. Y en ninguna parte se pudo saber lo que significaba. Porque aquel trabajo parecía deberse, más que a un capricho, a alguna señal distintiva de rango o de profesión.
Parecía… Todo parecía y en nada se asentaba una absoluta seguridad. Por eso el mismo Lebeau no había sido capaz de exteriorizar ante el comisario ni ante nadie el recóndito temor que le atenazaba desde el día en que tropezó al amanecer con la silueta pequeña y fornida del viejo físico. Aquello tenía que saberlo por sí mismo, y las razones que tenía para que fuera así eran poderosas. En primer lugar, él no era un investigador profesional y sus relaciones con la justicia eran puramente empíricas, sin que nada ni nadie tuviera que darle crédito por una sospecha sin fundamento. Pero, además, se trataba del profesor Braunstein y había que pensarlo muchas veces antes de ponerle la mano encima a una eminencia que se entregaba en cuerpo y alma al servicio incondicional del país, hasta constituir prácticamente su gloria más brillante. Ya nadie recordaba la época, treinta años antes, en que Braunstein llegó refugiado desde su lejana patria de la Europa Oriental, perseguido por la furibunda oleada de racismo. Nadie recordaba que llegó solo, con todos sus parientes y amigos asesinados en nombre de una extraña definición de la palabra “raza”. Sabían sólo que Braunstein se debía a su patria adoptiva y que cada paso de su investigación llevaba a esa patria un paso más adelante sobre el nivel del progreso de los demás países. Eso era lo que importaba, lo que hacía del profesor Braunstein un intocable, a pesar de todo cuanto Lebeau sospechase que podía haber hecho.
Sin embargo, no osó dar un solo paso hasta que, diez días después de haber sido hallado el último cadáver, apareció otro, en el mismo lugar y en las mismas circunstancias que los anteriores. El hallazgo se efectuó a plena luz del día y, si con los anteriores logró la policía que la prensa se mantuviera absolutamente ignorante de los hechos, de tal modo que ningún periódico había dado la menor noticia de los anteriores hallazgos, esta vez los grandes titulares rompieron ruidosamente el secreto y pusieron en entredicho la eficacia de la policía nacional. La amenaza se cernía sobre todos sus componentes y las razones que sacó a relucir la prensa no permitían la menor excusa: seis cadáveres en dos semanas; ninguno de ellos identificado; la policía no logra saber ni siquiera quiénes eran esos hombres, ni de dónde venían. Se dudaba de que algún día se llegase a averiguar la identidad de su asesino. Atención: el pueblo está en peligro, en manos de un peligroso sádico asesino que la misma policía se declara incapaz de identificar.
– ¿Pero por qué dirán eso, Dios?… -Kraut arrojó desesperado el periódico sobre su mesa-. ¡Si creerán que así facilitan las cosas!…
– En cualquier caso, sólo los hombres rubios de treinta años pueden sentirse en peligro, ¿no cree usted? -preguntó Lebeau.
– Ni aún esos… ¿Qué ocurrió con nuestros cebos?… ¡Nada! ¡Absolutamente nada! Se metieron desarmados en la misma boca del lobo, se codearon con todo el mundo a todas horas del día y de la noche… ¡y no corrieron el menor peligro, se lo aseguro a usted, Lebeau!… ¡Si lográramos saber de dónde han salido los muertos!…
El siguiente paso de aquella policía desorientada fue el control total de todos los puestos fronterizos. Se trasmitieron órdenes tendientes a localizar y seguir a todos los extranjeros que entrasen en el país y que reuniesen las características físicas requeridas. En diez días más, mientras la prensa desataba su bilis contra las instituciones, veintinueve extranjeros fueron localizados, seguidos día y noche y controlados en cualquier movimiento. Aquellos hombres, ignorantes de la persecución de que eran objeto, hicieron turismo o se dedicaron impunemente a sus negocios. Y ninguno de ellos corrió el menor peligro durante su estancia en el país. Ninguno de los que les siguieron advirtieron nunca que les amenazase nada ni nadie.
Fue entonces cuando Lebeau decidió actuar por su cuenta.
Una cosa era cierta, ante todo: él, Lebeau, un médico forense sin amigos influyentes no podía ser tomado en cuenta si formulaba una acusación que, por lo demás -él mismo lo reconocía- era totalmente gratuita y sin más base que unas palabras cabalísticas sin apariencia de sentido. Jugaba su baza sobre una sospecha sin fundamento y sobre su corazonada. No había siquiera pensado en circunstancias, motivos, ocasiones, agravantes o atenuantes. Simplemente, se dejaba guiar por su instinto. Y él mismo sabía que su instinto nunca había sido nada especial en lo que pudiera confiar ni siquiera para una sospecha. Mucho menos para una acusación. Pero la visión de los cadáveres destrozados que él mismo había tenido que diseccionar estaba clavada en su mente. Y el hecho horrendo de aquellas muertes espantosas le llevaba directamente a sospechar de la ineficacia de la misma policía para la que estaba trabajando y, por aquel camino, al convencimiento de que aquella misma policía se vería con las manos atadas para actuar con libertad si llegaba a comprobarse que Braunstein tenía algo que ver con la muerte de seis hombres rubios de treinta años. Sabía también que, si llegaba a dar un paso en falso, no solamente pondría en peligro su reputación, sino su puesto y aun -le gustaba regodearse con el autosentimiento del martirio- su propia vida. Porque, si se hallaba sobre una pista cierta, él mismo podría ser la siguiente víctima. Todo esto le produjo una sensación de lástima por sí mismo y se sintió a gusto con ella, una vez que tomó media botella de ginebra pura para darse ánimos.
Estaba decidido y, con esa decisión, logró conciliar el sueño después de quince noches de insomnio.
Se levantó tarde a la mañana siguiente y comenzó a elaborar su plan con todo detalle. Su primera sorpresa fue darse cuenta de que, después de años de trabajo rutinario, sin mirar más allá de lo inmediato, era aún capaz de concentrarse en una cuestión que le fascinaba. Más aún, se alegró dándose cuenta de que había algo -siquiera fuese aquella búsqueda de la que no saldría probablemente nada- que fuera capaz de despertar su entusiasmo hasta absorber totalmente su interés, por encima de la rutina diaria.
En primer lugar, los contactos entre él y Braunstein habían sido hasta entonces únicamente esporádicos y se habían limitado a una lejana presentación en no recordaba qué fiesta municipal y a algunos encuentros callejeros como el que le había abierto el camino de la sospecha que ahora quería comprobar. Lebeau recurrió discretamente a unos amigos comunes, el matrimonio Lind, él profesor adjunto de biología en la Universidad, ella encargada de un seminario de historia. La pareja, joven, había constituido para Braunstein en los últimos años una especie de sucedáneo de la familia perdida tanto tiempo atrás y el viejo profesor, según los mismos Lind le habían contado a Lebeau alguna vez, se escapaba muy a menudo de su trabajo diario para tomar con ellos una taza de té o un ponche caliente en las noches de invierno.
Lebeau se las ingenió lo mejor que supo para fomentar la esporádica amistad que le unía con los Lind y les visitó durante algunos días en su viejo apartamento cercado a la Universidad. El recuerdo de pasados tiempos de escuela secundaria sirvió fácilmente de pretexto y la soledad de Lebeau ayudó largamente a encontrarse a gusto entre sus amigos, hasta el día en que, casualmente, en una de sus ahora frecuentes visitas, se encontró con Braunstein y tuvo ocasión de departir largamente con él. No era difícil esto, por otro lado, puesto que Braunstein, acostumbrado a la soledad de su laboratorio, agradecía -como había agradecido ya en otra ocasión, al encontrarle en la calle- cualquier ocasión de hablar por los codos, con un humor que a Lebeau, de no tener tan arraigada su sospecha, le habría confirmado abiertamente la absoluta inocencia del profesor de física. En cualquier caso, le hizo pensar más bien que, si alguna culpabilidad había en Braunstein, se debería más al silencio por lo que pudiera saber que a una acción directa.
Lebeau, deseoso de escarbar en la vida anterior del profesor, habría querido que aquella conversación hubiera girado en torno a la vida del anciano treinta años antes, porque suponía que, si había en el algún odio recóndito, debería proceder de aquellas lejanas fechas. Sin embargo, Archibald Lind, seguramente sabedor de que a Braunstein le desagradaban o le entristecían aquellos viejos recuerdos, desvió las sugerencias de Lebeau hacia sus actuales trabajos de investigación física, en los que el viejo se sentía más a sus anchas. Braunstein, entusiasmado, se explayó en términos que a Lebeau le parecieron extraños e incomprensibles, muy lejanos de sus posibilidades de entendimiento y más lejanos aún de sus intenciones respecto al viejo investigador.
Pero, de pronto, como si el mismo Braunstein se hubiera dado cuenta de que tenía que ponerse al nivel científico de sus interlocutores, se puso a hablar de algo que hizo levantar el interés de Lebeau:
– … Por eso he querido mantener el secreto ante el gobierno, al menos por ahora…
– ¿Qué quiere usted decir, profesor? Esa distorsión del tiempo de la que hablaba…
– Justamente… -vaciló súbitamente Braunstein, como si se diera cuenta de que había dicho algo más de lo que él mismo habría querido.
– ¿Se puede acaso trastocar el tiempo?
– En teoría, se pudo hacer ya hace muchos años. En la realidad, es precisamente lo que he intentado ahora…
– Cambiar entonces el curso de la historia…
– ¡No!… Esa es nuestra equivocación de seres tridimensionales… La historia, el devenir del hombre no se puede distorsionar, ¡está ya distorsionado en cada segundo!… La historia que nosotros conocemos es una, pero la real es una serie infinita de posibilidades que se realizan en cada instante.
– Pero se realizan de un modo.
– Nosotros no conocemos más que una de sus realizaciones, pero eso no quiere decir que no existan más. De hecho, hay una sucesión infinita de mundos paralelos, dentro de nuestro mismo mundo, pero fuera de cualquier posibilidad física de entreverlos.
Braunstein comenzó a entusiasmarse, viendo el interés efectivo que ahora estaba despertando en sus interlocutores y se olvidó momentáneamente del secreto que parecía haberse juramentado a guardar.
– Pero la historia es una sola…
– La Historia es como un árbol que bifurca sus ramas a cada segundo. A Julio César le asesinaron, pero en otro lugar y en otra dimensión, su asesinato fracasó y pudo cumplir sus planes de conquista. ¿Se imagina usted cómo será la historia en esa otra dimensión?… ¿O en la dimensión en la que Hitler, precisamente por no haber seguido los consejos de Hanussen, consiguió la fisión atómica en Peenemünde?…
Y al decir esto, Braunstein cerró involuntariamente los ojos, presa de un terror momentáneo.
– Profesor, ¿quiere usted decir que hay un mundo en el que esto ocurrió?
– Hay mundos infinitos, tantos mundos como segundos tuvo la historia del Universo.
– ¿Y usted puede captarlos?
– Sería imposible captarlos todos. En cada uno de esos segundos, la energía se retrató en ondas magnéticas. Y nunca podríamos captar todas esas ondas.
– Pero alguna de ellas sería suficiente para demostrar que está usted en lo cierto.
– Sí, sería suficiente…
– Eso es entonces lo que usted busca…
– Lo estuve buscando hasta hace muy poco tiempo…
– ¿Y lo ha conseguido?
– No… Al menos no como yo habría querido… Las matemáticas son puras y nunca se equivocan… Pero la técnica del hombre está sujeta a taras tan sutiles que una desviación mínima o cualquier condicionamiento sin importancia pueden trastocarlo todo… para siempre.
Braunstein se detuvo un instante para añadir, casi para su coleto:
– Y, a veces, los resultados son tan horribles, que es preferible abandonar, si queremos que el mundo siga existiendo… tal como lo conocemos, o como nuestro camino histórico nos ha trazado.
Lebeau no consiguió más información del profesor Braunstein. El viejo se obstinó en su silencio después de aquella criptología de las palabras y sus esfuerzos no fueron tampoco secundados por los Lind, que respetaban demasiado al anciano para desviarle u obligarle con insistencias.
Y, sin embargo, el médico tuvo, más que nunca, la seguridad de que en aquellas palabras, en aquella conversación sostenida con Braunstein como una charada pluridimensional, estaba el secreto del enigma que toda la policía del país no había logrado descubrir.
Ya solo nuevamente, se trazó las posibilidades de su sospecha. Y esa sospecha, que en su mente no tenía fundamento, se aferraba a su subconsciente con una seguridad que él mismo no habría querido admitir por nada del mundo. Llegó a pensar que podía haber detrás de todo aquello una cuestión internacional en la que el propio Gobierno estuviera implicado y de la que ni siquiera la policía hubiera podido tener noticia. Pero aquella suposición le pareció tan absurda como el razonamiento de su propia sospecha, sin base sobre la que sustentarse.
Lebeau se aferró a su idea absurda como a la única salida para aquel misterio nauseabundo que le estaba rompiendo a tiras la existencia. Y el llegar al fin, aunque ese fin significase el fracaso, se estaba convirtiendo, sin él mismo darse cuenta, en la razón principal de su existencia. El, que no había cumplido con sus aspiraciones juveniles, se estaba ahora lanzando ciegamente sobre algo cuya finalidad no veía, pero que estaba cubriendo con creces una necesidad vital, una justificación del amor propio que ahora sentía por primera vez en su vida. Y, en el fondo también -aunque nunca se lo podría confesar abiertamente a sí mismo- una venganza contra el hombre que representaba, en cierto sentido, el triunfo que él habría deseado y al que había tenido que renunciar por no ser intelectualmente capaz de alcanzarlo. Su venganza sería descubrir – ¡y tenía que descubrirlo!- el punto flaco del hombre intocable, del viejo científico mimado del Gobierno y reconocido mundialmente como una de las máximas autoridades en el mundo de la investigación física; sacar a la luz que ese hombre respetado de todos no dudaba en colaborar en un asesinato tan horrible como el que estaba ahora sobresaltando a la opinión pública.
Se sorprendió a sí mismo caminando en torno a los edificios de la vieja Universidad, con la cabeza embotada de pensamientos inespecíficos y una extraña ansia de venganza sorda contra lo desconocido. Su reloj marcaba las cuatro y media, pero las lejanas campanadas de las cinco le indicaron que había olvidado darle cuerda y lo tenía detenido desde media hora antes, como su propia conciencia. Estaba solo. Tres parejas de agentes de la patrulla nocturna le habían encontrado y le habían saludado amablemente, pero él no se había dado cuenta siquiera. Sentía frío en pleno mes de agosto. Un frío que sólo se llegaba a alcanzar en la madrugada. Una luz muy tenue comenzaba ahora a siluetear los perfiles de la ciudad por el Este y la luz fluorescente de los viejos faroles de gas adaptados a las nuevas necesidades urbanas palidecían despacio.
Sus ojos se alzaron, escrutadores, hacia las ventanas sin luz de los laboratorios. Una sucesión de agujeros negros incógnitos que, una vez más, le hicieron preguntarse cuál de ellos escondería en su oscuridad el laboratorio de Braunstein. Las ventanas más cercanas de un segundo piso se encendieron entonces. Tres ventanas sucesivas. A través de ellas, Lebeau creyó distinguir una maraña de cables que bajaban desde el techo y que se agrupaban en haces en torno a una especie de campana con techo metálico y paredes de vidrio trasparente. Una silueta cruzó frente a las ventanas, una silueta que delataba los hombros anchos y la corta estatura del profesor Braunstein. Lebeau se detuvo. Vio -o creyó ver- cómo el viejo se dirigía a uno de los muros del laboratorio y conectaba lo que parecía ser un interruptor de gran potencia. Inmediatamente, algo comenzó a zumbar con un ruido sordo y continuo junto a Lebeau. El médico dio un respingo y volvió la cabeza; se había colocado junto a un potente trasformador que ahora estaba en funcionamiento. Los cables del trasformador subían directamente hasta las ventanas que ahora estaban iluminadas.
Lebeau dio despacio la vuelta al edificio, buscando una puerta de acceso. Por supuesto, la principal permanecía cerrada, pero encontró únicamente entornada la puerta por la que, unas semanas antes, había entrado el mismo Braunstein, cuando le acompañó en una amanecida semejante después de una noche de náusea. Entró por aquella puertecilla de hierro forjado y se encaminó despacio por el largo pasillo oscuro, en busca de las escaleras que le habrían de conducir hasta el segundo piso. De pronto, se volvió sobresaltado, al oír una voz a sus espaldas:
– ¿A quién busca?
– Al profesor Braunstein.
– Está ocupado. No recibe a nadie, a estas horas.
– A mí sí… Me citó él…
El conserje, en mangas de camisa, le miró de arriba abajo, extrañado.
– ¿Le citó él?
Lebeau estuvo a punto de confesar su intrusión, pero se contuvo y afirmó con seguridad. El conserje le indicó la escalera y le encendió una luz para que no tropezase.
– Es en el segundo…
– Ya lo sé…
Subió despacio por aquellas escaleras angostas de piedras desgastadas, temiendo tropezar a cada paso y romperse la crisma. Temiendo también ser seguido por aquel conserje que, no sabía por qué, le había parecido siniestro. Se asomó al hueco de la escalera y le vio abajo, mirándole con ojos pequeños y escrutadores, como si temiera que fuera a meterse en otro sitio y no en el que había prometido. Lebeau se sintió obligado a decir algo:
– ¿Es… aquí?
El conserje, desde abajo, asintió y estuvo esperando hasta que el forense se metió por el oscuro pasillo. Debajo de una de las puertas había luz. Tenía que ser allí. Además, a través de la madera se escuchaba el zumbido continuo de algún condensador o cualquier aparato semejante que estaba en funcionamiento. Lebeau estuvo a punto de empujar la puerta sin llamar, pero se contuvo cuando ya tenía la mano sobre el pomo. Casi inconscientemente, había ya encontrado la excusa que le serviría para justificar su presencia en aquel lugar y a aquellas horas pero ahora, apenas separado por una puerta del profesor Braunstein, todo cuanto había pensado se le antojaba falso. Sin embargo, estaba allí y tenía que hacerlo. Llamó con los nudillos.
Dentro no varió nada. El mismo zumbido y ningún otro ruido que pudiera revelar la presencia de nadie. Golpeó más fuertemente, con el mismo resultado. A la tercera vez llamó con la palma de la mano abierta y, antes de que transcurriera un segundo, el zumbido del interior cesó y oyó unos pasos cautelosos que se aproximaban a la puerta.
– ¿Quién es? -se escuchó dentro la voz de Braunstein.
– Soy yo, profesor… Lebeau…
– ¡Espere!… -se volvió a escuchar dentro. Y Lebeau pudo oír inmediatamente como un arrastrar de algo blando por el piso del laboratorio, acompañado de los pasos precipitados de Braunstein, que luego se desplazaron más lentamente, como si empujasen algo pesado que parecía desplazarse sobre el piso con un chirrido metálico. Todavía trascurrieron algunos segundos, durante los cuales se escuchó ruido de agua, como de un trapo removido en un cubo. Luego, la puerta se abrió lentamente y en el quicio asomó el rostro sudoroso de Braunstein. Tenía la respiración agitada y se secaba la palma de la mano derecha en el fondillo del pantalón. Sin embargo, su mirada se fijó en Lebeau escrutadora, como si quisiera atravesar sus pensamientos.
– ¿Qué ha venido a hacer aquí?
– Regresaba de la comisaría y vi la luz en…
– ¿De la comisaría? ¿Qué ha hecho, otra autopsia? -preguntó Braunstein súbitamente, como si intentase pescar a Lebeau en falta. Aquella seguridad de la pregunta desconcertó a Lebeau, que estuvo a punto de contestar afirmativamente. Pero se contuvo.
– No… Sólo unos trámites. Pero, al ver la luz, me dije que…
– … que vendría a ver si pillaba a Braunstein con las manos en la masa, ¿no es cierto?
Las últimas palabras dejaron confuso a Lebeau. Aquel hombre estaba casi leyendo en su pensamiento. O es que ese pensamiento era tan evidente que podía ser leído por cualquiera. Intentó contestar, pero el viejo no le dio tiempo. Abrió bruscamente la puerta dejando a la vista toda la instalación del interior y, con una sonrisa nerviosa, se hizo a un lado e hizo un amplio ademán:
– ¡Adelante, doctor, ha sido usted oportuno!… Me ha pillado.
– Pero yo no…
– ¡Adelante!… No se detenga…
Lebeau dio unos pasos hacia el interior del laboratorio. La luz intensa de los tubos fluorescentes dejaba ver toda la extraña instalación que había entrevisto desde la calle. Se multiplicaban los haces de cables y una estructura extraña de vidrio y metal que terminaba, casi en el centro de la gran sala, en la cúpula metálica con paredes de plástico trasparente que había confundido con una campana. Los grandes haces de cables quedaban conectados en la cima de la cúpula y en una especie de pantalla de televisión que estaba adosada a un intrincado panel de instrumentos y botones.
Pero lo primero que apareció a los ojos asombrados de Lebeau fue una reciente mancha de agua sobre el suelo del laboratorio. La estaba mirando, cuando la puerta se cerró tras él y oyó la risa nerviosa de Braunstein. Lebeau se volvió a él precipitadamente, aun desconcertado por lo que veía y por aquella reacción imprevista del viejo. El profesor, evidentemente nervioso, se había apoyado contra la puerta recién cerrada y su risa se estaba extinguiendo sobre el rostro sudoroso. Lebeau sintió con evidencia que se encontraba ante el culpable descubierto. Pero aún quiso disimular un momento:
– ¿Qué le ocurre, profesor?
Braunstein no respondió. Insensiblemente, su rostro iba adquiriendo una tonalidad pálida, como si el sudor se le enfriase en las sienes. Y, al mismo tiempo, sus ojos se tranquilizaron.
– Nada… Nada…
– ¿No se encuentra bien?
– No, no es nada.
Lebeau se acercó a él rápidamente, justo a tiempo de impedir que el profesor cayera al suelo. Le sostuvo como pudo y le llevó hasta un sillón próximo. El profesor había cerrado los ojos y Lebeau, tomándole por desmayado, buscó con la mirada algún lugar donde hubiera agua para darle de beber. En un rincón del cuarto adivinó un lavabo y, al pie del lavabo, un cubo grande de plástico. Se acercó rápidamente, tomó un vaso y fue a llenarlo. Fue entonces cuando sus ojos se fijaron en el contenido del cubo que estaba a sus pies. El agua estaba fuertemente teñida de rojo. El médico dio un respingo. Su cabeza giró violentamente hacia donde estaba sentado el profesor, que había abierto de nuevo sus ojos cansados y le miraba esperando:
– ¿Qué es esto, profesor?…
– Es… sangre, ¿no lo ha adivinado?
– ¿Sangre?…
Sus ojos, ahora, siguieron la mirada de Braunstein, que se desplazaba por el cuarto hasta otro de los rincones, oculto por un armario metálico blanco y apaisado. Y, obedeciendo a la voz cansada y ahora vencida del viejo, que le indicaba: “Ahí”, se acercó y contuvo apenas el vómito al asomarse detrás del armario.
– Ahora… ahora ya lo ha visto. ¿Es eso lo que buscaba?
– Sí… -respondió Lebeau, con un hilo de voz.
– ¿Qué piensa hacer?
Lebeau movió la cabeza:
– ¿Qué haría usted en mi lugar?
La voz de Braunstein había recobrado su tranquilidad casi científica. Como si con el descubrimiento de su crimen hubiera vuelto a él la paz.
– Supongo que lo mismo que piensa usted hacer… Es natural. Pero quiero pedirle un favor… Siéntese aquí, a mi lado.
Lebeau obedeció maquinalmente. Se sentó en el borde de un sillón de cuero que había cerca del que sostenía el cuerpo cansado del profesor de física.
– ¿Está dispuesto a escucharme?
– Naturalmente… -Lebeau pensó para sus adentros que debería tener miedo y, sin embargo, no lo sentía. Más aún, que estaba asistiendo a una liberación auténtica de aquel hombre rendido que tenía sentado frente a él y que era el asesino de siete hombres. En su fuero interno, necesitaba ahora escuchar la justificación a esa necesidad.
– ¿Sabe usted de dónde salió ese hombre… y los demás?
Lebeau, progresivamente intrigado, negó con la cabeza.
Braunstein señaló hacia la campana de plástico trasparente bajo la cúpula de metal.
– De ahí…
– ¿Quiere usted decir… que eran creación suya?
Braustein sonrió levemente.
– Yo soy incapaz de crear seres humanos… Ni siquiera monstruos, como eran… estos.
– ¿Monstruos?
– Monstruos, Lebeau… Y no se lo digo para justificar mi crimen. Pero sí le digo que volvería a hacerlo… si tuviera otra ocasión. ¿No le importa escucharme un rato?
Lebeau negó con la cabeza, incapaz de pronunciar palabra y más curioso que justiciero.
– Esos hombres… de algún modo hay que llamarlos… vinieron a nuestro mundo por una equivocación mía. Usted recuerda que le hablé en casa de Lind de mis experimentos sobre mundos paralelos y sobre las infinitas ramificaciones de la historia humana -Lebeau asintió en silencio-… Bien, yo quería ver alguno de esos otros mundos, ¿me entiende?… Yo quería contemplar los mil caminos que había seguido el mundo a partir de un momento cualquiera. Para eso hice construir despacio este laboratorio. Sólo yo sabía el fin a que lo iba a destinar. Durante dos años estuve haciendo cálculos y construyendo todo este mecanismo, a sabiendas de que ignoraba a qué punto de esa intrincada ramificación histórica podía llegar. Tal vez vería un mundo en el que América hubiera descubierto Europa, miles de años atrás… O un mundo en el que Napoleón no hubiera existido… ¡o cualquier otro!… Por esa pantalla tendría que observarlo… Las radiaciones de cada espacio temporal tendrían que haberse reflejado ahí y nosotros, desde nuestro pedazo de momento histórico, podríamos haber contemplado miles de evoluciones distintas y miles de mundos que coexisten con nosotros sin que nunca hayamos llegado a alcanzarlos… Evoluciones dispares a la nuestra que nos habrían permitido estudiarnos y mejorar nuestro mundo… No sabía a dónde llegaría… Incluso había construido ese otro sector con la esperanza de haber podido desplazarme a otros mundos paralelos, una vez que éstos hubieran sido observados concienzudamente… Pero me equivoqué. Jugaba con tal número de posibilidades, que era prácticamente imposible predecir cuál de esos mundos surgiría en la pantalla…
Se interrumpió un instante y se secó el sudor que bañaba su frente.
– El día que hice el primer intento… de esto hace un mes… vi algo que me llenó de horror. Fue… como si me hubiera despertado a una pesadilla vivida muchos años atrás. Vi miles de hombres uniformados, con cascos de acero y uniformes negros, que marchaban por una gran avenida al son de una marcha militar de acordes secos. Les vi en la más correcta formación de máquinas humanas que nadie podría imaginar… de no haber visto las cosas que yo contemplé treinta años atrás. Sin duda, algo había hecho que aquellos hombres, en lugar de ser vencidos, hubieran conquistado brutalmente el mundo entero. Algún acontecimiento situado en algún punto de la historia de los últimos treinta años había sido distinto y había un mundo paralelo al nuestro en el que reinaba un horror racista del que difícilmente pudimos librarnos nosotros. Algo que, aún hoy, estaba fuera de mis posibilidades estudiar, porque los controles que actualmente posee este disyuntor no me permiten explorar el tiempo, sino únicamente los espacios correspondientes a nuestro presente, al momento actual paralelo al que nosotros estamos viviendo. Por eso, fui recorriendo con los diales el mundo entero, un mundo que, se habría usted horrorizado como me ocurrió a mí, estaba totalmente dominado por una raza cuyos ideales exclusivistas habían reducido a todas las demás a la nada. ¡Un mundo de arios, doctor Lebeau! No hallé en mi recorrido ni rastro de negros, ni de asiáticos, ni de nadie que no fuera alto y rubio, como proclamaban los cánones de la propaganda hitleriana. Esos hombres habían conseguido su propósito, habían ensanchado su Lebensraum, su espacio vital, hasta ocupar enteramente el mundo. Esas muchedumbres arias que yo estaba contemplando en la pequeña pantalla ¡habían eliminado a lo largo de treinta años a todas las razas del planeta!…
Un día, en mi lento recorrido por ese planeta sembrado de muertos que yo no podía ver, la pantalla me llevó a un lugar que estaría situado donde hoy el Capitolio de Washington. Vi un edificio que, por supuesto, no era el Capitolio. Un edificio de grandes masas rectas y pesadas y, con la pantalla, entré en él. Había una reunión de elegidos, supongo. Todos iban uniformados con las guerreras negras que ya vi el primer día. Y escuchaban el informe que, desde la tribuna presidencial, les lanzaba uno de sus líderes. El idioma, ya se puede usted figurar cuál era. El informe estaba basado en las cifras de población y proclamaba que el mundo estaba habitado por cinco mil millones de arios v que esa superpoblación exigía la búsqueda urgente de nuevos espacios vitales. El líder hizo una señal y en una pantalla que había tras él comenzó a aparecer, ¡nuestro propio mundo!… De algún modo que yo aún ignoro, nos han estado observando como yo les estaba observando a ellos y sabían de nuestra existencia… ¡Y éramos nosotros, precisamente nosotros, el próximo objetivo de su espacio vital! Los planes militares de conquista estaban trazados y millones de hombres dispuestos a atravesar la barrera espacio-temporal para conquistarnos. ¡Ellos tienen los secretos de la fisión nuclear y los secretos de incontaminación de la atmósfera, para que el mundo pueda ser ocupado apenas nosotros hayamos muerto víctimas de las explosiones atómicas!…
Mi intención, al conocer estos hechos, fue dar cuenta inmediata al Gobierno, pero habría sido bastante difícil hacerles creer que aquella monstruosidad era posible… Dirá usted que podría haberles mostrado en la pantalla lo que yo mismo había visto… Pero dígame, ¿lo creería usted?… ¿Lo cree?…
Lebeau había estado escuchando la larga disertación de Braunstein con una mezcla de incredulidad y de asombro. Ahora, la inesperada pregunta de Braunstein le dejó sin posibilidades de evadirse de la respuesta. El anciano insistió:
– ¿Lo cree usted, Lebeau?… ¿Lo creería, aunque lo viera?
– No lo sé…
Con una rapidez que a Lebeau le pareció asombrosa, Braunstein se levantó, y se dirigió al gran tablero metálico de mandos y diales y conectó la corriente. El zumbido que había escuchado antes de trasponer la puerta envolvió nuevamente la habitación. Lebeau se levantó a su vez, se acercó al físico por su espalda y le observó en su febril actividad de conectar las corrientes de energía que alimentarían la pequeña pantalla. Pasó un momento antes de que ésta comenzase a iluminarse lentamente. Luego, poco a poco, la luz de la pantalla comenzó a diferenciarse en claros y sombras y a la vista de Lebeau comenzaron a aparecer figuras. Sobre una planicie seca y árida, calcinada de sol, había una formación compacta de miles y miles de hombres inmóviles como figuras de cera. Escuchaban -o parecían escuchar- la arenga muda de otro, que gesticulaba subido en un alto podio situado frente a la inmensa formación de uniformes negros. Braunstein accionó un dial con la mano izquierda y, lentamente, comenzó a surgir la voz de aquel hombre gesticulante, sus gritos secos como trallazos, el eco de su voz chillona extendiéndose por los grandes altavoces por toda la llanura. Lebeau no entendió sus palabras, pero Braunstein le musitó:
– Les está hablando de la invasión… -y no pudo contener una sonrisa.
– ¿Qué invasión?
– La invasión de nuestro mundo, la conquista de nuestro espacio vital.
Lebeau apartó los ojos de la pantalla, inquieto. Aquellas imágenes parecían extraídas de un noticiero cinematográfico de treinta años atrás.
– Y eso, según usted… ¿está ocurriendo… ahora? -Ahora, en un mundo paralelo al nuestro dominado por los arios puros.
Lebeau dudó de la buena intención de Braunstein. Aquello que contemplaba era una visión del pasado, él las había visto semejantes cuando era niño, cuando en la escuela les hablaban del horror de la guerra. Aquello tenía que ser una patraña de Braunstein y él estaba dispuesto a develarla.
– Pero profesor… Ellos viven en otro mundo, en otra… dimensión, ¿no es eso?
– Efectivamente, pero han encontrado un agujero para penetrar en la nuestra.
– ¿ Cómo?
Braunstein señaló la cúpula de vidrio trasparente.
– Ahí… Y, en cierta forma, esa es nuestra suerte.
Este aparato es todavía demasiado reducido. Ellos, para llegar aquí, han de hacerlo uno a uno. Quieren enviar así a sus mejores hombres, para conquistar un pequeño sector y construir un aparato capaz de permitir la entrada, desde su mundo, de hombres y material de guerra que terminará con todos nosotros… Pero yo lo he impedido hasta ahora.
Lebeau tuvo un sobresalto, a pesar de la incredulidad.
– ¿Quiere usted decir… que esos hombres… esos seres que han aparecido muertos… eran… ellos?
Braunstein afirmó en silencio, totalmente convencido.
– Eran… la avanzadilla. No pueden pasar más que de uno en uno… y eso únicamente cuando yo mismo he dispuesto la energía espacio-temporal de un modo adecuado… Intentan servirse de mí para sus planes de conquista… ¿Se da usted cuenta, Lebeau?…
Lebeau le miraba fijamente y la incredulidad estaba retratada en su mirada.
– No me cree… -musitó lentamente Braunstein-. No me cree y pretende obligarme a que descubra mi patraña, ¿verdad?
– Profesor… ¿Me creería usted si yo le contase algo semejante? Esas imágenes pueden ser…
– ¿Pueden ser, dice usted? -le interrumpió con un grito-. ¡Mire!… ¡Mire!…
La acción de los diales desvió la imagen de la pequeña pantalla. Braunstein estuvo buscando en los controles, mientras un remolino de luces y sombras acompañaba en el visor a su búsqueda.
– ¡Aquí!… ¡Mire!…
La imagen comenzó a hacerse más nítida, de nuevo. Lebeau miró en el visor. Comenzó viendo torres. Torres de madera y una puerta muy ancha que atravesaba una vía de ferrocarril. Los diales que manejaba Braunstein fueron haciendo que la imagen de la pequeña pantalla avanzase sobre aquellos raíles y penetrase en el recinto amurallado flanqueado de torres. Hombres armados con uniformes negros montaban la guardia desde las torres y junto a las puertas. Detrás de la muralla, una fila interminable de barracones de madera colocados en medio de un barro que parecía putrefacto. Los diales corrigieron la marcha de la imagen en la pequeña pantalla. Quedaron centradas las ventanucas de los barracones. A través de ellas aparecieron rostros casi humanos. Ojos muy abiertos por el terror y el hambre, cráneos calvos, con mechones de pelo que se resistían a caer, barbas hirsutas, suciedad, horror, hambre, peste. Los guardianes de uniformes negros abrieron el gran portón. Salió por él, a golpes de látigo y gritos, aquel despojo humano, en un simulacro de formación de seis en fondo. Esqueletos cubiertos de piel que apenas podían tenerse sobre sus piernas convertidos en frágiles palos. Los hombres -serían más de un millar, cuando todos hubieron salido del barracón- fueron empujados brutalmente a través del campo embarrado, hasta una instalación que parecía nueva, recién pintada, un enorme barracón de adobe, aséptico y funcional, con una gran puerta por la que fueron empujados los esqueletos vivientes. Cuando todos estuvieron dentro, los hombres de uniforme negro cerraron las grandes compuertas de acero y los gritos de los que quedaron dentro fueron ahogados por el zumbido que se produjo cuando uno de los guardianes accionó una especie de grifo que se encontraba junto a la puerta. Pasó un minuto, contado por uno de los que parecían ser oficiales. El hombre que había contado el tiempo lanzó un grito hacia los otros. Se accionó otro grifo, algo así como una palanca de escape. Algunos hombres se colocaron sobre sus rostros mascarillas antigás antes de comenzar a abrir las puertas de nuevo. Al separar las pesadas batientes de acero, los cuerpos gaseados comenzaron a desplomarse, amontonados y el oficial que había estado contando con el reloj, se apartó con un gesto mezcla de asco y de satisfacción. Lebeau cerró los ojos ante la visión de horror que estaba contemplando y oyó a su lado la voz emocionada de Braunstein que le musitaba:
– Quedan pocos grupos como estos… Ya han terminado con todos los no arios del planeta y, si llegan a nosotros, seguirá la matanza sin fin… ¿Necesita usted más pruebas?
El médico se resistía aún. Algo dentro de él le hablaba de superchería.
– Esas mismas imágenes las vi hace treinta años. Y aquello terminó.
– Terminó en nuestro mundo, pero siguió ahí, por un acontecimiento que les hizo vencer en lugar de ser derrotados.
La incredulidad no abandonaba a Lebeau:
– En cualquier caso… ¿cómo pueden venir, profesor?
– Porque las ondas que emite este disyuntor complementan las del suyo y en el espacio temporal se produce como un agujero que les permite atravesarlo.
– Como podríamos atravesarlo nosotros.
– Sí, si las fases estuvieran invertidas. En eso consistió mi error.
– Pero bastaría que usted cortase la corriente para que el paso de esos hombres fuera imposible…
Las labios de Braunstein temblaron imperceptiblemente, sus ojos se nublaron y Lebeau pudo ver, por fin, la flaqueza que había estado esperando en él.
– Si usted hubiera visto con sus propios ojos los horrores que ha contemplado por la pantalla, odiando y sin poder hacer nada por impedirlo, sufriendo en su propia piel y en la vida de todos los suyos el espanto de ese mundo de locos asesinos, ¿habría desaprovechado la oportunidad de la venganza?
Lebeau abrió los ojos horrorizado. Braunstein no parecía dirigirse ahora a él, sino a unos jueces que estuvieran decidiendo su destino.
– Yo no he podido, doctor… Ahora puede usted hacer lo que quiera de mí. No podré reprochárselo, porque he hecho, yo solo, actos tan brutales como los que hicieron ellos con los míos… Treinta años de espera son muchos para poderse contener, cuando la ocasión se nos presenta como se me presentó a mí, hace un mes, cuando esos hombres se materializaron desde su mundo debajo de la campana magnética, aturdidos por el extraño viaje que acababan de realizar… Dirá usted que pude evitar su llegada… o que pude entregarles uno a uno a la policía o a las autoridades… Debí hacerlo, doctor, pero todos llevamos dentro de nosotros un asesino en potencia, un vengador brutal como el que ha aparecido en mí… Y, después del primero… ¡Aquella vez me resultó espantoso!… Pero luego… -Braunstein se tapó los ojos con las manos- luego despertó la bestia dormida que había en mí… y llegué a gozar casi del espectáculo… Y, si me faltaban los ánimos, sólo tenía que ajustar la visión sobre uno de los campos de exterminio para que el odio y las ansias de matar se apoderasen de nuevo de mí…
Se extendió el silencio entre los dos, por un instante. Braunstein, rendido sobre el sillón, con el rostro oculto entre las manos, había olvidado momentáneamente la presencia del único hombre que sabía que él era un asesino. Sólo cuando Lebeau se acercó a él y le puso la mano suavemente sobre el hombro, levantó su mirada seca y febril hacia él y musitó:
– ¿ Quiere que le acompañe a la comisaría de policía?
Lebeau tardó un instante en negar con la cabeza. Luego, sus ojos se volvieron despacio hacia el rincón donde yacía el cadáver con la cabeza destrozada.
– Le… le ayudaré a hacerlo desaparecer, profesor… No conviene que aparezca otro en los vertederos… Alguien podría sospechar lo que yo sospeché y, entonces… No sé, creo que las cosas serían más difíciles…