Por fin, después de tantos años de hambre y de privaciones, granaron unas pocas espigas de maíz.
Toda la comunidad de las cuevas acudió a ver el milagro. Un centenar de personas andrajosas, de niños desnudos y famélicos, de hombres barbudos en estado próximo al salvajismo, de mujeres enflaquecidas por el hambre bajaron desde las cavernas de la ladera del cañón, cuando Hank gritó desde el fondo del valle, haciendo que el eco repitiera su grito por las abruptas paredes de roca.
Se aproximaron lentamente, unidos por el miedo y la emoción ante lo a un tiempo desconocido y ansiado. Todos habían oído una y otra vez, de labios del Viejo, la descripción de lo que había sido el maíz en otras épocas, del aspecto dorado de las mazorcas, del dulzor de los granos; pero nunca, hasta ahora, habían podido contemplar juntas cinco espigas que el año próximo podrían convertirse en un campo entero, con mazorcas suficientes para no pasar hambre en todo el invierno, si además se daba bien la caza de lagartos y roedores que los jóvenes traerían del otro lado de los montes. Ahora, mientras bajaban, vivían todos intensamente la vida pequeña de aquellos cereales, que había sido seguida por la comunidad, día a día, desde que las primeras hierbecillas brotaron raquíticas de la tierra seca. Y aquello era sólo el principio.
Habían sido cincuenta años de vivir en las cavernas del valle, cincuenta años de comer lagartos y raíces, cincuenta años de no poder trasponer los muros de roca de aquella garganta donde se habían refugiado los primeros. Cincuenta años de temor constante a que las radiaciones les alcanzasen.
Pero ahora, si el maíz había logrado granar, aquello significaba que la mazorca que los jóvenes trajeron el invierno anterior del otro lado de las rocas no estaba tampoco contaminada, que la radiactividad comenzaba a desaparecer lentamente, ¡que la vida podría salir de nuevo de las cavernas y expandirse por la superficie de la Tierra…!
Entre los que ahora formaban la comunidad de las cuevas, quedaban ya muy pocos que hubieran conocido otro mundo distinto al Valle de las Rocas y sus alrededores. El Viejo, que desde el más remoto recuerdo de todos había ostentado el mando único de aquella débil agrupación de seres hambrientos, tenía ya más de ochenta años y todos sabían que, si no sus días, sus meses estaban contados. Había resistido ya bastante tiempo, a pesar del hambre y de todas las privaciones, manteniendo la unidad de su gente, librándoles a lo largo de los años, una y otra vez, de las tentaciones de suicidio o de la locura, ayudándoles y enseñándoles, a medida que nacían los nuevos, a formar un mundo del que todo, absolutamente todo, estaba aún por hacer, porque lo demás, lo de afuera, había sido totalmente destruido por las bombas de hidrógeno.
Para los jóvenes, el mundo que fue era ya casi una leyenda. El Viejo, a lo largo de innumerables noches de frío y de hambre, pasadas al amor de una hoguera raquítica -porque hasta la leña debía racionarse para sobrevivir- les había hablado de ciudades de millones de habitantes, de potentes máquinas voladoras, de extrañas comodidades cuya utilidad apenas alcanzaban a comprender. Y les había hablado también de la ambición sin límites de los hombres que provocaron la destrucción, de su creciente sabiduría técnica y del paulatino olvido en que habían caído, año tras año, antes de la gran Catástrofe, las cosas del alma, hasta que ya nada hubo que les pudiera contener y se arrojaron unos contra otros, medio mundo contra el otro medio, con toda la potencia ofensiva que habían ido acumulando a lo largo de años, quemando hasta las raíces toda la vida sobre la superficie del planeta, borrando hasta el último vestigio de aquella civilización que se había convertido en maldita para los pocos supervivientes que ahora tenían que esconderse en las entrañas de la tierra, en valles aislados que se habían librado milagrosamente de las radiaciones nucleares, como la comunidad del Valle de las Rocas, que ignoraba siquiera si otras comunidades como aquella se habrían librado también del Gran Desastre.
– Pero no podemos ser los únicos -les había repetido, una y otra vez.
Ahora podrían comprobarlo. Mientras la comunidad contemplaba con arrobo el primer fruto del maíz, Hank apretó fuertemente la mano de Hilla y dejó escapar para ella sus intenciones.
– Ahora podremos salir de aquí… Buscaremos a los otros, a quienes se hayan salvado y…
– Pero puede ser peligroso… -interrumpió Hilla, alzando su rostro delgado hacia él-. El suelo puede estar aún contaminado…
Hank negó con la cabeza.
– Si el maíz ha crecido, no. Eso quiere decir que puede haber vida más allá del valle. Y, si hay vida, debemos ir en su busca…
Hilla tuvo miedo por Hank. Tuvo miedo, pero un nudo en la garganta le impidió hablar. Hank se desprendió de su mano y corrió entre la gente que se apretaba para poder contemplar el milagro del maíz. Al otro lado del denso grupo había adivinado la presencia de sus amigos y quería comunicarles lo que había pensado, lo que había decidido al ver las mazorcas nuevas. Sabía que Phil y Rad y Wil y tal vez algún otro, querrían seguirle.
Phil era un poco mayor que Hank, pero ambos, como Rad y Wil, habían nacido ya en el Valle de las Rocas y todos ellos eran hijos de los que se salvaron de la catástrofe siendo aún niños. Pero sus padres habían sabido muy poco de lo que fue el mundo anterior. Les habían contado únicamente las visiones de horror y la larga huida hasta el valle y, luego, la penuria, la miseria, el hambre, la muerte lenta de los que llegaron contaminados, el frío horroroso de los inviernos… y el miedo. Sobre todo les habían trasmitido el miedo, el gran miedo que hoy ahogaba a toda la comunidad y que le impedía trasponer las cumbres para enfrentarse con lo que había más allá, con lo desconocido, con la muerte del mundo.
Y fue así como, en la comunidad, el amor se había convertido en un afán de supervivencia y la vida en un vegetar casi animal, en lucha constante contra todas las fuerzas de la naturaleza, sin armas, sin casi utensilios, sólo con la fe ancestral en la propia fuerza. Era esa fe y esa necesidad de protección las que habían hecho que Hilla se acercase a Hank, como había acercado a los hombres y a las mujeres desde que se constituyó la comunidad del Valle de las Rocas. Hilla veía en Hank al hombre fuerte que sucedería sin duda al Viejo cuando el Viejo abandonase la vida. Hank significaba para ella la protección y el sobrevivir, la seguridad de tener a su lado al hombre que un día no lejano sería el jefe de todos. Y eso mismo había hecho que la muchacha se apartase del mejor amigo de Hank. Y Wil había comprendido que una mujer no podía ni debía ser nunca entre ellos motivo de rivalidades, porque había muchas cosas más importantes que la enemistad provocada por una mujer. Y así, Hilla estaba destinada a Hank y Wil, aun sin poder apartar muchas veces sus ojos codiciosos de ella, había aceptado como irreversible la suerte adversa.
Y ahora, Hank se acercaba a ellos y les gritaba:
– ¡Phil!… ¡Rad, Wil!… ¿Os dais cuenta?… Esto significa que podremos salir de aquí…
Los otros se miraron un instante. No habían pensado en esa eventualidad. Sus pensamientos se habían limitado a la alegría inmediata de un invierno sin hambre, ya no muy lejano, o a la remota intuición de un futuro en el que tal vez la lucha por la subsistencia se haría más llevadera.
Pero salir del valle…
– ¿Salir? ¿Para qué? -preguntó Phil.
– !Para saber qué hay más allá!… Para buscar a los otros, a los que se hayan refugiado en otros valles…
Rad rió, incrédulo:
– ¡Pero eso son monsergas del Viejo!… Si hubiera alguien más, lo habríamos sabido, ¿no?…
– Bien… Tal vez sean monsergas, pero… digo yo: no vamos a pasar aquí dentro toda nuestra vida, sin saber qué hay más allá…
El entusiasmo de Hank prendió pronto en Rad y en Wil. Los tres miraron a Phil, que se mantenía en silencio.
– ¿Y tú, qué piensas?
Phil miró hacia su mujer y su hijo de corta edad, que contemplaban las mazorcas unos metros más lejos.
– No lo sé…
– Has de venir -casi ordenó Hank. Y Phil asintió en silencio. Y, mientras la comunidad celebraba con canciones malamente aprendidas o peor recordadas la fiesta del maíz granado, los cuatro compañeros subieron hasta la caverna del Viejo.
El Viejo, aquel día, tampoco había salido de su cueva, ni siquiera al saber la buena nueva. Había dejado que se la contasen y se alegró con todos, pero no salió. Quedó pensativo, con la mente fija en el pasado y sintiendo en los pulsos su vieja vida escapándose lentamente. Ahora, al menos, tenía la alegría de saber que, en adelante, las cosas irían mejor para todos y que, cuando él no estuviera entre ellos, ya no sería tan necesaria su presencia como hasta entonces. Los suyos, poco a poco, habían aprendido a sobrevivir y él había sabido inculcarles el horror a la violencia y hacia las formas de vida que habían originado el Gran Caos. Más adelante, con los jóvenes como Hank, aquello ya no había sido necesario. La lucha por la vida fue lo bastante dura para ellos, desde el día mismo de su nacimiento y así pudieron ver con sus propios ojos que la violencia entre ellos era inútil, porque cada uno necesitaba de todos los demás para sobrevivir. Lo ocurrido era para ellos apenas una leyenda en boca de los más viejos, pero la lección les había sido trasmitida por el Viejo, día a día. Y, sobre todo, aquella existencia era la única que conocían y su intuición les decía sin lugar a dudas que la fraternidad tenía que ser su única guía.
El Viejo acogió a los jóvenes con una sonrisa. Apreciaba especialmente a Hank y, desde que el muchacho tuvo discernimiento, había visto en él madera de jefe y sabía que se podría contar con él para regir a la comunidad del valle cuando su vida se apagase. Ahora, al verles, adivinó la idea que les traía a su presencia.
– Queréis salir del valle, ¿no es cierto?
Hank le miró con asombro:
– ¿Cómo lo has sabido?
– Porque también yo siento el mismo deseo, sólo que mis fuerzas ya no me lo permitirían…
– Pero el maíz granado significa que es posible, ¿verdad?
El Viejo meditó un instante:
– Tal vez… De todos modos, no es seguro.
– ¿Podemos intentarlo? -le preguntó Hank, pisándole las palabras.
– Ten calma, Hank…
El Viejo se incorporó lentamente de su jergón, rebuscó entre las viejas mantas deshilachadas que eran toda su hacienda y extrajo de entre ellas una caja metálica a la que iba adherido un hilo y un tubo brillante. Los jóvenes lo habían visto en sus manos más de una vez, cuando les contaba cómo aquel aparato les ayudó a encontrar el Valle de las Rocas.
– Recordáis lo que es, ¿no es así, Hank?…
Hank afirmó, mientras decía:
– Un contador Geyger… Pero no sé cómo funciona…
– Yo tampoco sé por qué funciona -contestó el Viejo-, pero sólo él os podrá indicar si hay peligro en vuestro camino. Colgó del hombro de Hank la correa que sujetaba la caja y añadió:
– Debéis llevar el tubo siempre delante de vosotros, de tal modo que no piséis más que los sitios que hayan sido detectados. El tubo trasmite a la caja la presencia de radiactividad y, cuando pasa sobre una zona peligrosa, se enciende esta luz. En los primeros años de vida en el valle, nos sirvió para encontrar alimentos. Cada vez que cazábamos un lagarto o un conejo, el contador nos decía si podíamos comerlo… Mirad aquí -y señaló los diales-. Esta flecha indica la cantidad de peligro. Porque puede haber radiactividad y no ser peligrosa… Sólo lo es si la flecha traspone esta señal roja… Si es así, no sigáis adelante.
Hank y sus compañeros pasaron el resto de la noche en vela con el Viejo, estudiando los caminos posibles que podrían seguir y lo que debían buscar si hallaban ruinas en alguna parte. A tres días de marcha hacia el Norte hubo una ciudad que ahora estaría totalmente asolada. Probablemente, quedarían restos de caminos que les harían más accesible la marcha. Les indicó que hubo otra ciudad mucho más lejos, hacia el Este, y algunos núcleos de población a mitad del camino. Pero el Viejo sabía que sólo encontrarían ruinas y, entre las ruinas…
– … Buscad arados, y azadones, y todo cuanto pueda seros luego útil para sembrar semillas y hacer que germinen los campos en los próximos años… ¡Algo tiene que haberse salvado del desastre! Y necesitamos tantas cosas que no pudimos traer entonces…
Sobre un papel amarillento por los años trazó unas líneas convencionales e inseguras que les llevarían hacia su destino. Fijaron los puntos donde debían encontrarse las ruinas y las rayas aproximadas de los caminos que conducirían hasta ellas.
– ¿Y… si encontramos a otros hombres?
– Si sucediera, que no es probable, decidles dónde estamos… y ofrecedles nuestra amistad. Siempre seremos más fuertes si somos muchos…
Los preparativos de la marcha les ocuparon un día más. Hank dejó que Hilla dispusiese el saco de provisiones que llevaría durante la marcha y luego, al atardecer, cansado de una noche entera sin dormir, se tumbó junto al cauce del riachuelo mientras Hilla meditaba, la mirada perdida en una lejanía que traspasaba las rocas desnudas del valle. Lejos se escuchaban las voces de los niños y tres cazadores descendían la pendiente sur con las escasas piezas que habían logrado cobrar aquel día.
– Hank…
– Sí -rumió Hank, casi entre sueños.
– ¿Regresaréis pronto?
– Supongo…
– Tengo miedo…
– Bah…
– Eres lo único que tengo…
– Regresaremos, déjame dormir…
Transcurrió un silencio pesado. Una escolopendra surgió de entre las piedrecillas y sus cuarenta tentáculos la arrastraron hasta la tierra removida de más allá. Las escolopendras se habían salvado también del desastre, pero no servían para comer y nadie reparaba en ellas.
Al amanecer del tercer día, acompañados hasta la desembocadura del valle por la mujer de Phil y por Hilla, los cuatro hombres emprendieron la marcha, siguiendo el curso del riachuelo. Hank y Wil volvieron la cabeza por última vez y la visión que ambos se llevaron consigo fue la misma: Hilla.
Rad dio un grito de alegría que resonó kilómetros y kilómetros en torno de ellos:
– ¡¡Libres!!…
Y comenzó a saltar entre los matojos resecos, adelantándose inconscientemente a Hank, que llevaba al hombro el contador Geyger. En su alegría no veía más que el inmenso horizonte que se abría ante él, invitándole a correr hasta alcanzar la línea más lejana. A Rad no le había crecido aún el pelo de la cara y su vitalidad rebasaba cualquier prudencia. Hank sabía que había que tratarle a gritos:
– ¡Rad!… ¡Vuelve aquí!…
Había dado orden de que los otros tres siguieran siempre detrás de él, para que ninguno de ellos se adelantase a las señales del contador.
Rad volvió, pidiendo perdón y, durante horas, caminaron en silencio. De tiempo en tiempo, Rad y Phil se detenían para contemplar un nuevo camino en ruinas, un cambio imperceptible del paisaje, un árbol muerto o el esqueleto de una res, calcinado por el sol de largos años. Ellos nunca habían visto animales mayores que los conejos y los lagartos que cazaban con piedras en los límites del valle y aquellos esqueletos de animales que sólo conocían por referencias, les parecieron monstruosos.
Phil, por el contrario, caminaba con la cabeza baja. Seguía a sus compañeros porque sentía que debía hacerlo, porque se había visto envuelto en el viaje y no había encontrado palabras para negarse. Pero Phil habría preferido quedarse en el valle, junto a su mujer y su chico.
– Si quieres, puedes regresar -le había dicho Hank, cuando estaban a la salida del valle y Phil contemplaba a lo lejos todo lo que dejaba, con ojos brillantes.
Pero Phil negó fuertemente con la cabeza. No habría podido responder, aunque tenía como un nudo en la garganta que no lograba hacerle pronunciar ni una palabra. Desde entonces, caminó en silencio, sin mirar en torno más que lo estrictamente necesario, con sus pensamientos vueltos hacia lo que dejaba atrás.
Cuando el sol estaba en lo más alto alcanzaron el gran camino, la destrozada carretera que se extendía como una cinta interminable, hasta perderse más allá de las colinas de arena y rocas desnudas que dominaban el horizonte. El contador señaló que la carretera estaba libre de radiactividad, pero los cuatro hombres, tras haberlo hollado durante un trecho optaron por caminar por el borde, porque la cinta de asfalto quemaba como brasas sus pies aun a través del gastado calzado de goma deshilachada, impidiéndoles dar un paso.
Así siguieron hasta que la noche les cubrió, sin detenerse más que el tiempo imprescindible para comer unas pocas provisiones. Estaban habituados al hambre y con muy poco les bastaba. Cuando el sol se ocultó detrás del lejano horizonte monótono, buscaron un lugar resguardado, recogieron ramas secas de un arbusto muerto y, con pedernal y yesca, tal como el Viejo les había enseñado tantos años antes, encendieron una fogata.
Los cuatro se sintieron intimidados ante lo desconocido que les rodeaba. Algo -ninguno de ellos habría sabido decir qué- les transmitía una sensación de inseguridad, como si la lejanía del valle y de sus gentes les dejase indefensos en medio de un mundo hostil y muerto que les amenazaba con su sequedad y su silencio. Ahora, el fuego y la mutua compañía, unidos a la excitación de todo lo nuevo que habían contemplado a lo largo del día, les había quitado el sueño. Hank consultó largo rato el mapa rudimentario que trazaron con la ayuda del Viejo y pudo comprobar que habían avanzado mucho más de lo previsto.
– Si seguimos al ritmo de hoy -dijo-, antes de que se ponga el sol mañana habremos llegado a la ciudad.
Rad levantó la cabeza, ansioso de saber.
– ¿Cómo será la ciudad?
Wil se encogió de hombros.
– Ya puedes imaginarlo: un montón de piedras y arena.
– Tal vez haya aún muertos.
– Huesos -dijo, sordamente, Hank.
– Ni eso siquiera -completó Wil.
Pero Rad era muy joven y aquello de los muertos se le olvidó pronto, ante la excitación por lo desconocido.
– A lo mejor encontramos una de aquellas máquinas voladoras de que nos hablaba el Viejo, ¿no?… ¡Me gustaría contemplar la Tierra desde arriba… como las águilas!
Hank se tumbó junto al fuego y lo avivó con una rama.
– Del cielo vino la muerte y la destrucción… Eran máquinas malditas…
– Eran máquinas -completó Phil-. Y nunca hemos visto una de cualquier clase. Si las tuviéramos, no sabríamos ni cómo manejarlas…
Rad guardó silencio un instante muy corto. Luego siguió soñando.
– Pero las máquinas daban poder…
– Y muerte.
– Y había miles de personas en una ciudad… Millones… Y todas tenían máquinas… para hacerlo todo.
Calló de nuevo. Sus compañeros dormían o parecían dormir. En cualquier caso, nadie le atendía. Se echó junto al fuego a su vez y respiró hondo, completando para sí su pensamiento.
– Y las máquinas servían a la gente… y les daban una fuerza que nunca tendremos nosotros… Bueno, al fin y al cabo, no les sirvió de nada… Todos han muerto.
– Tal vez no -musitó Wil, desde su rincón entre las rocas.
Wil había vivido siempre solo. Su madre sobrevivió al desastre apenas el tiempo suficiente para echarle al mundo. Wil se había criado entre los demás chicos de la comunidad del valle, pero, mientras los otros tenían una madre hacia quien correr cuando barruntaban peligro, Wil tenía que buscar solo un saliente de roca donde ocultarse. Toda su vida la había pasado buscando a alguien a quien amar y, cuando había encontrado a Hilla, la muchacha le había postergado prefiriendo a Hank, que un día -nadie lo dudaba -sería el jefe de la comunidad. Wil había sido siempre el más atento oyente del Viejo, cuando reunía en torno suyo a los niños y a los jóvenes para contarles del mundo pasado, de aquel mundo del que, probablemente, ya nada quedaba en pie más que la colonia de seres famélicos del Valle de las Rocas. Y Wil había asimilado en su interior todos los conocimientos que para muchos otros pasaban desapercibidos y que el Viejo les transmitía, como leyendas, sin que para nadie más que para él -y, tal vez, para Hank, pero eso él mismo lo ignoraba- tuvieran un sentido. Wil, inconscientemente, estaba seguro de que un día habría de volver a existir aquel mundo remoto, con sus gentes por las calles, sus vehículos automóviles, sus casas construidas con cemento para preservar del frío y de la canícula, los alimentos variados en las tiendas… la fruta… el pescado… y hasta aquello que nunca había llegado a comprender totalmente, el dinero, que servía para tener cosas y para pagarse comodidades… Tal vez para tener también a Hilla, pensó alguna vez, aunque tenía que rechazar aquel pensamiento, convencido de que Hilla prefería a Hank porque tenía que ser así y no de otro modo…
– Sí, tal vez encontremos a alguien más… -murmuraba Hank en aquel momento, desde su puesto en la orilla de la fogata.
Todo quedó luego en silencio en torno a ellos. El silencio de la muerte del mundo, apenas turbado por el crepitar de los rescoldos.
Con las primeras luces del alba se adentraron nuevamente por el camino de asfalto, que ahora comenzaba a serpentear hacia un valle profundo donde crecían algunos matojos de jara y unos cardos amarillentos. Un tramo de la carretera se internaba en el valle; el otro brazo seguía hacia la derecha, y según el mapa tosco que habían trazado, pronto alcanzarían una aldea derruida.
Llegaron cuando el sol comenzaba a hacer arder el asfalto. Y tuvieron que detenerse, súbitamente aterrados por el espectáculo insólito que se les ofreció. Ya antes habían visto la tierra muerta, como un inmenso desierto calvo; estaban casi acostumbrados a aquella visión. Pero el desierto podría haber estado siempre muerto, desde el principio del mundo, sin que nada cambiase sobre sus rocas ardientes o sobre sus arenas lunares. En cambio, ahora, la aldea les ofrecía la muerte horrible del hombre y de sus cosas: las paredes desmoronadas, reventadas, con las vigas de madera podridas, saliendo como huesos negros de entre los escombros, como brazos esqueléticos que asomaban por encima de los tejados hundidos. Cristales reducidos a polvo brillante, enormes postes metálicos doblados, como de cera; los restos informes de lo que debieron ser máquinas y cuya utilidad, entre el orín y los hierros retorcidos, escapaba a la comprensión de los cuatro hombres.
Y, sobre todo, el hedor. No el hedor de cuerpos podridos, porque ya la podredumbre lo había deshecho todo. Era algo más penetrante, el hedor horrible de la muerte remota. Y la visión esporádica de los cráneos mondos, confundidos con los escombros.
Wil y Rad, dominando su terror, quisieron lanzarse a la carrera, para ver desde cerca todo aquello. Pero Hank les detuvo.
– Esperad…
El contador marcaba una radiactividad que no llegaba a ser peligrosa. Los cuatro avanzaron lentamente detrás del tubo de acero. Sus pasos resonaron en la soledad de la aldea muerta, donde cada piedra y cada ladrillo reventado parecían subsistir por el milagro silencioso de la muerte y se desmoronaban y se convertían en polvo al contacto de sus pies. Recorrieron las calles como sombras llegadas de otro planeta imposible de seres todavía vivos. Rad se llenaba los ojos de todo lo desconocido y no cesaba de preguntar:
– ¿Y eso?… ¿Y eso otro?…
Y Hank, o Wil, trataban de explicárselo, con los recuerdos informes amontonados en las largas noches de recuerdos del Viejo:
– Cables eléctricos. Una corriente daba la luz… Ahí.
– ¿A esos palos? ¿Los encendía?
– Encendía unas cápsulas de cristal que había en el extremo, que estaban llenas de un gas que se encendía.
Rad meditaba profundamente:
– Bueno… No lo entiendo…
– Tampoco yo… -asentía Hank, sonriendo-. Era otro mundo y ya no existe…
A veces, en su lenta marcha, un ladrillo o una piedra deslizándose bajo sus pies resonaba con un eco seco. A veces también, ese mismo eco hacía derrumbarse una pared mantenida milagrosamente derecha y una nube de polvo negruzco se levantaba tras ellos, haciéndoles volver la cabeza horrorizados.
Una de aquellas veces, Phil salió de su silencio mirando en torno, anhelante.
– ¿No habéis sentido?
– ¿Qué hay que sentir? -preguntó Hank en voz baja.
– Nos miran… ¡Hay algo que nos está mirando!…
A lo largo de los años, los instintos y los sentidos les habían enseñado a sentir la presencia viva en torno, aunque no pudieran verla. Ahora, los otros se volvieron, buscando por todas partes.
– Está todo muerto… -murmuró Hank, casi sintiendo él también lo que Phil había dicho.
– Tal vez hayan sido los muertos…
Pero, de todos modos, apresuraron el paso hacia la salida de la aldea en ruinas. La cinta negra del camino se estrechaba para atravesar un farallón desgajado. Phil marchaba junto a Hank y se detuvo de pronto, tomándole por el brazo para señalar hacia la roca más alfa.
– ¡Allí!…
Hank volvió la mirada hacia donde señalaba Phil, pero no vio nada de pronto. E iba a preguntarle qué había visto, cuando, precisamente desde aquel sitio, llegó el seco estallido de una explosión y unas esquirlas de cemento saltaron al mismo tiempo a los pies de Hank. Los cuatro hombres se detuvieron, mirando asustados hacia el lugar de donde había partido el estallido, que ahora se perdía en ecos por todos los muros derruidos de la aldea. Pasó un instante en que el silencio volvió a enseñorearse de la zona muerta y, luego, de detrás del farallón, surgió la figura de un hombre que cubría su cabeza con un casco metálico casi totalmente oxidado y llevaba entre sus manos un extraño tubo metálico que de ninguna manera podría haberse confundido con un contador como el que ellos llevaban. Casi al mismo tiempo, otro hombre con un tubo igual al primero surgió detrás de la otra roca. Los tubos de ambos apuntaban hacia Hank y Phil, que marchaban delante del grupo.
Hank tuvo un ligero estremecimiento al verles, pero se sobrepuso ante la alegría de encontrar seres vivos.
– ¡Son gente! -dijo en voz baja a los otros-.¡Eh!… |Eh, vosotros!…
Y dio un paso hacia ellos. Pero el primer hombre, rápidamente, se echó el tubo sobre el hombro y apuntó directamente a Hank.
– ¡Quieto!… No te muevas…-¿Por qué?
– Esta zona es nuestra… ¡No hay bastante comida para todos!
– Pero nosotros no queremos comida… ¡Venimos de allá! -y Hank señaló a sus espaldas-. Nos hemos salvado también…
– ¡Volved al sitio de donde vinisteis!… ¿Sois muchos?
– Cien… Más…
– No hay comida para todos aquí…
– Pero no has entendido. Nosotros…
– ¡Sí he entendido!… ¡Largo de aquí!
Hank negó con la cabeza, impotente para hacerse entender. Fue Phil quien le gritó entonces al hombre de la roca:
– ¡Pero no lo veis!… ¡Somos hermanos vuestros!… ¡Hermanos!… Tenemos nuestra comunidad a día y medio de camino y…
Dio unos pasos hacia la roca donde se ocultaba el hombre. Y, de pronto, del tubo salió una llamarada y sonó un estallido como el que antes les había puesto en guardia y Hank pudo ver horrorizado cómo la cabeza de Phil se sacudía violentamente y cómo su cuerpo perdía fuerza y caía al suelo como un trapo mojado. El hombre de la roca bajó el tubo:
– ¡Llevaos eso!… Que se pudra lejos de aquí… ¡ Vamos, de prisa!…
Hank se inclinó sobre Phil, inmóvil en el suelo, retorcido caprichosamente como un muñeco deforme, con los ojos abiertos de asombro y, entre sus cejas, un agujero diminuto del que manaba un hilillo de sangre. Los tres se arrodillaron instintivamente sobre el muerto, sin darse entera cuenta de lo que había sucedido. La voz del hombre se dejo oír nuevamente, seca como un trallazo:
– ¡Largo con el muerto, de prisa!…
Hank tuvo súbitamente una reacción de rabia y estuvo a punto de lanzarse a la carrera contra la roca. Pero Wil le detuvo, adivinando su pensamiento:
– No lo intentes… No llegarías hasta él. Vamonos.
Y, mirando a sus espaldas, hacia el hombre de la roca, cargaron entre los tres el cuerpo de Phil y volvieron sobre sus pasos hasta la salida del pueblo.
Les llevó el resto del día transportar el cadáver hasta el cruce de caminos. El sol comenzó a apretar y Phil comenzaba a descomponerse. Cavaron con piedras afiladas una fosa profunda en la arena y le enterraron. Cuando la arena hubo cubierto el cuerpo de Phil, se miraron los tres como si aquélla fuera la primera vez que se vieran realmente. Como desconocidos.
– ¿Por qué lo ha hecho?… Phil no le había amenazado…
Rad quería saber, pero Hank no le contestó. Su pensamiento iba mucho más allá de las eventuales razones que aquel hombre había tenido para matar a Phil. Dejó transcurrir un momento antes de hablar y, cuando lo hizo, habló más para sí mismo que para sus compañeros.
– Aquello que tenía en la mano… debe de ser una de aquellas máquinas de matar de que nos hablaba el Viejo… Estábamos lejos… y el tubo arrojó fuego y algo más que atravesó a Phil, un proyectil…
– ¿Pero… cómo?…
Hank continuó monologando, sin hacer caso a Rad:
– Mató a Phil sólo porque nosotros no teníamos una máquina como esa… La máquina le daba poder, ¡Dios, qué poder!… Nadie puede ser vencido con un arma como esa… ¿os dais cuenta?
Seguramente no sabían siquiera por qué lo hicieron, pero dejaron una señal de pedruscos amontonados sobre la arena en el lugar donde estaba enterrado Phil y echaron a andar en silencio, siguiendo la otra carretera, la que entraba en el valle de los cactos, descendiendo entre rocas de arenisca y riachuelos resecados siglos atrás. Hank caminaba unos pasos delante de sus compañeros, de prisa, con el tubo del contador Geyger delante de él, como empujado por la inercia, metido en sus propios pensamientos. Sus compañeros no lograron hacerle hablar hasta que, llegada la noche, encendieron una nueva fogata lejos del valle. No habían vuelto a encontrar señales de vida y la sombra siniestra de la muerte de Phil se cernió sobre ellos, como una presencia invisible. Hank se mantuvo separado de los otros dos, siempre pensativo. Y sólo levantó la cabeza cuando, en el silencio de la noche, oyó la voz de Rad hablando consigo mismo.
– Con una máquina como la que mató a Phil, uno podría ser el amo de muchas comunidades…
– Matando -susurró Wil.
– No hay necesidad de matar.
– Es lo mismo… Se amenaza primero y se mata después, tú mismo lo has dicho: se es el amo, ¿no?…
– ¡Queréis callar! -aulló Hank.
Los otros dos callaron. Hank se arrastró hasta el fuego, desplegó el viejo papel en el que estaban trazados los signos que les servían de guía y lo estudió un instante. Luego movió la cabeza, alzándola hacia sus compañeros, que le miraban especiantes.
– Mañana tendremos que ir de prisa. Por este camino se tarda más en llegar a la ciudad…
Rad estaba cansado. Las emociones de aquel día le habían agotado. Se tendió sobre la arena, bostezando:
– ¿Y por qué de prisa? Hay tiempo…
– No, no hay tiempo… Tenemos que encontrar en la ciudad una máquina de matar. Quiero volver y hacer con ese hombre lo que él hizo con Phil.
Wil fijó su mirada en la fogata que comenzaba a apagarse.
– El Viejo decía de la guerra: ojo por ojo y diente por diente… ¿Por qué lo diría?…
– Porque los dos bandos se destrozaron mutuamente con tal de devolver golpe por…
Hank se detuvo sin terminar lo que estaba diciendo. De pronto se había dado cuenta de que él se hallaba metido hasta los huesos en un engranaje de odio.
El sol brillaba fuertemente en lo alto.
– Hank, vamos a descansar un momento… -suplicaba Rad, que se había quedado atrás.
Hank ni siquiera se volvió. Seguía caminando y era como si sus pies se hubieran acostumbrado al ardor del asfalto. A uno y otro lado, troncos de árboles convertidos en montones de polvo seco, que se introducía por las narices hasta obstruirlas, cuando soplaba el viento caliente del sur.
No se habían detenido desde antes de la salida del sol. Hank les había hecho levantar con la primera luz del alba y, sin esperarles, se había echado al camino, dando largas zancadas. Sin duda no durmió en toda la noche, pero era como si una fuerza ajena le mantuviese erguido y moviera sus pies una vez y otra, en una marcha que Wil malamente podía seguir y que agotó a Rad hasta el desfallecimiento.
– Espera, Hank… Rad no puede más…
Hank se volvió. Su rostro estaba cubierto de polvo pegado al sudor, como una máscara. Les distinguió muy atrás. Rad había caído al suelo y Wil se inclinaba sobre él.
– Está bien… -les dijo, sin retroceder-. Yo sigo. Os esperaré en la entrada de la ciudad… Esperadme vosotros, si no me veis.
Contemplaron cómo se alejaba y se perdía detrás de las colinas calvas, sin volver la cabeza. Wil se volvió hacia Rad, preocupado:
– Nadie podría detenerle ya…
– ¿Sabes que me da miedo?
– No, miedo no… -respondió Wil-. Hank se ha cegado con la muerte de Phil y quiere vengarse. Sólo es eso…
– También yo querría vengarme. Pero ni eso me da fuerzas para seguir… -Rad sonreía.
Hank siguió caminando sin detenerse, hasta que tuvo el sol frente a los ojos, al borde de las colinas suaves que cubrían el horizonte. No sabía dónde se encontraba, no sabía siquiera si la ciudad estaba aún lejos, o si la tendría al alcance de sus pasos cansados.
De pronto, en la penumbra del atardecer, traspuesta la colina más alta, creyó ver algo entre las nubes de polvo: un punto que parecía brillar en la lejanía, detrás del siguiente peralte del camino. Arrastró los pies llagados hasta lo más alto y la vio.
Como un fantasma.
Muerta. Confundiéndose casi con la arena espesa que la rodeaba y la invadía. Extendida kilómetros y kilómetros al pie de las colinas que la encajonaban y atravesada por el hilo brillante del río. Fantasmas. Fantasmas de calles, de plazas, escombros fantasmales hasta perderse de vista. Y aún más allá. Y un silencio absoluto de muerte, roto apenas por el vientecillo suave de la noche cercana.
Hank se escondió entre un macizo de arbustos. Ahora quería esperar, asegurarse de que la ciudad estaba efectivamente desierta. Desde su escondíte dominaba una gran extensión de la ciudad y sus ojos fueron recorriendo lentamente cuanto abarcaba su mirada, buscando una sombra que se moviera, escuchando si, a través de la brisa, llegaba hasta él el ruido tenue de un paso.
Esperó luego, hasta que la noche se hubo enseñoreado de todo. Sólo había escuchado el rumor del viento y no había visto más que el fantasma inmóvil de la gran ciudad muerta. Salió entonces de entre los arbustos y avanzó despacio, sin hacer ruido, lejos de la carretera que podía destacar su silueta contra el cielo nocturno.
Pronto, los fantasmas surgieron ante él, poderosos en su inmensa muerte. Los muros quebrados, el asfalto reducido a polvo en las calles cubiertas por la arena del desierto atómico. El contador, en la oscuridad, marcaba el límite de radiactividad permitida; aún la ciudad estaba contaminada, después de pasados cincuenta años. Pero podía entrar en ella, perderse en sus calles destrozadas y buscar.
Sin embargo, al dar los primeros pasos dentro de esas calles, se detuvo aterrado. Algo le estaba diciendo que la ciudad estaba habitada. Miró en torno, a un ruido casi inaudible que le estaba rodeando por momentos y las vio. De los pozos inmensos de los viejos colectores salían ahora las ratas, a cientos, a millares. Ratas flacas, rabiosas, que se abalanzaron sobre él y tuvo que comenzar a matarlas a puntapiés, a pisotones, estrujándolas, reventándolas entre sus dedos hasta que pudo encontrar un palo mohoso entre las ruinas oscuras. Pero el palo se rompió a los primeros golpes y Hank tuvo que correr entre las ruinas, tropezando y pisando ratas rabiosas que le devoraban los pies. Vio un muro que parecía más firme que los otros y trepó a él, agazapándose entre los restos de una ventana. Ahora oía a sus pies el incesante correr de las ratas, sus chillidos, como si se trasmitieran unas a otras la noticia de que el hombre estaba allí arriba y que había que esperarle.
El cansancio le fue dejando dormido. Las mordeduras de las ratas no le dolían. Sus piernas tumefactas estaban ahora insensibilizadas por el incesante caminar de todo el día.
Pero el despertar fue espantoso. Sus piernas y sus brazos eran llagas purulentas y las señales de los mordiscos apenas habían dejado un centímetro de piel sana. Desde lo alto del muro en el que se había encaramado, miró hacia abajo y le pareció imposible haber subido allí de un salto la noche anterior. A sus pies, a más de cinco metros, estaba la calle enarenada y del ejército de ratas no quedaba más que las señales de las patitas, profundamente grabadas, a millones, en la arena.
Hank tuvo sed. Sentía la lengua gruesa en la boca, como si le estuviera a punto de estallar. Pensó que tenía que encontrar agua. La noche anterior había vislumbrado el río al otro lado de la ciudad, deslizándose silencioso entre las sombras de las ruinas. Ahora debía alcanzar ese río, si no quería morir ahogado por su propia lengua.
El salto que dio hasta el suelo le despertó, de pronto, todo el dolor rabioso de las mordeduras. Le dejó acurrucado en la arena, retorcido como un ovillo, y pasaron varios minutos antes de que pudiera sobreponerse. Entonces se incorporó y echó a andar, casi arrastrándose.
Paso a paso, mirando hacia todos lados con el temor de que las ratas volvieran a salir de entre los escombros, cruzó calles y plazas muertas. Los roedores habían desaparecido, como si hubieran sido solamente fantasmas nocturnos. De no haber sido por las piernas llagadas y por el dolor cada vez más fuerte, habría llegado a creer que nunca existieron. Y, sin embargo, cada vez que pasaba junto a la boca rota de un colector, oía muy hondos los chillidos y los mordiscos. Las ratas se mataban entre ellas en la oscuridad de las cloacas, ahora que no tenían un hombre a quien morder.
Caminó más confiado e incluso se atrevió a asomarse al agujero oscuro de alguna ruina, ya cerca del río. Pero no halló nada, como si todo se hubiera descompuesto, o como si la arena se hubiera comido los restos, enterrándolos en su barriga inmensa, taladrándolos con sus granos invisibles. Sólo se veía la ruina total, la madera podrida, el metal negro de óxido, los restos de tuberías como tripas fósiles, levantándose en forma de culebras paralíticas; los restos irreconocibles de antiguos vehículos despanzurrados contra las paredes. Y, de vez en vez, un cráneo mondo y un montón de huesos casi convertidos en polvo.
Restos de carteles que Hank apenas se detuvo a leer, recuerdos de antiguos comercios que se esfumaron con los hombres. Y, a veces, cruzando la calle como un obstáculo infranqueable, vigas de hierro retorcido que se desmoronaban en polvo a la menor presión.
A medida que andaba, el dolor se agudizaba y la sed se hacía más y más desesperante. El sol se había levantado sobre las ruinas y su calor hacía revivir en la carne los mordiscos. Además, a medida que se adentraba en la ciudad, las ruinas iban siendo más planas, hasta que en el centro, ya cerca del río, el recuerdo de lo que un día vivió era sólo una sucesión de montículos informes, como si una montaña hubiera caído arrasándolo todo, convirtiendo en polvo a hombres y hierro y cemento y cristal y madera. Sólo colinas desnudas y desierto de muerte. Ni siquiera viento. Como si no hubiese atmósfera. Como si, de pronto, se hallase en la luna.
Pero el río estaba allí, arrastrándose como barro lento. Y Hank se sumergió en él vestido y bebió de aquella agua embarrada hasta que sintió náuseas, como si hubiera bebido aceite. Luego se revolvió en el río y el fango depositado en el fondo le rodeó de una nube viscosa. Pero sintió que el dolor quemante de las heridas se calmaba poco a poco y que las fuerzas le volvían.
Salió despacio del agua, chorreando barro y fue a tenderse en la arena, junto a la corriente lentísima. Cerró los ojos, rendido y respiró despacio, profundamente.
Le despertó la luz del sol atravesando sus párpados. Levantó lentamente la cabeza y se miró los brazos y las piernas. Las heridas, libres de la sangre seca, dejaban claramente a la vista su forma lunar, como las bocas rabiosas de los roedores que las habían causado: aquellas ratas que habían desaparecido en los albañales, con la luz del día, como el espíritu hediondo de la ciudad muerta.
Hank recordó de pronto que había venido a la ciudad en busca de algo muy determinado. Se incorporó despacio, anquilosado, con un dolor agudo recorriéndole el cuerpo. Bebió de nuevo en las aguas fangosas y volvió lentamente hacia la zona de la ciudad donde aún quedaban restos remotos de lo que fue un día lejano.
La marcha le hizo bien. La búsqueda le ayudó a olvidar sus heridas tumefactas y el esfuerzo por identificar a través de restos de carteles los lugares que podían interesarle -por una lectura precaria y más intuida que conocida, recuerdo rudo de las letras que, muchos años antes, les había enseñado a descifrar el Viejo- fue excitándole hasta convertir su recorrido por las calles desiertas en una carrera febril y desesperada en pos de lo que no parecía estar en ninguna parte. Además, el chillido constante de las ratas, que se dejaba oír cada vez que pasaba junto al negro agujero de un colector, le ponía nervioso y le hacía sentir en ellas el odio que había acumulado contra el hombre que mató a Phil.
Probablemente nunca habría sabido decir cómo encontró, de pronto, aquel extraño arco de piedras que se había mantenido milagrosamente en pie. Cada sillar parecía sostenerse en equilibrio inestable sobre las siluetas mohosas de dos grandes tubos cubiertos de orín y sostenidos por restos de ruedas metálicas casi convertidas en polvo. Sobre el gran arco distinguió las pinturas borrosas de un casco semejante al que vio el día anterior -¿o fue dos días antes?- sobre la cabeza de aquel hombre de las rocas. Hank intuyó que allí, precisamente allí, al otro lado del arco, en algún sitio, tenía que estar lo que estaba buscando. Atravesó el arco y miró en torno suyo: ruinas, ruinas por todas partes, techos abovedados que se habían venido abajo, convirtiendo el suelo en un montón de escombros. Restos de maderas viejas, podridas. Restos de cal en los muros. Restos de vigas inestables sobre su cabeza, amenazando con caerle encima de un momento a otro.
Pero Hank no reparó en aquello. Vio entre los cascotes algunos restos de lo que debieron ser, mucho antes, máquinas de matar como la que había visto. Restos, restos, restos todo. Tubos oxidados, pedazos de culata, restos de proyectiles desperdigados, reducidos casi a polvo. Hank comenzó a separar cascotes despellejándose las manos, levantando el polvo fino que lo cubría todo. Tenía que ser allí, estaba seguro.
Y, de pronto, en medio de aquella febril excavación,sus dedos tropezaron con algo nuevo. Hurgó y arañó con las uñas roídas hasta hacer aparecer, entre la tierra, la punta de una especie de tela trasparente y aceitosa. Tiró fuertemente de aquel extremo y la tela cedió y fue saliendo lentamente, dejando ver una especie de saco que contenía, celosamente guardadas a través de los años de ruina y de muerte, tres máquinas de matar. Hank las sacó despacio del saco que las protegía.
Una a una, salieron aceitosas y brillantes de su envoltura y Hank las acarició como podría haber acariciado a Hilla, en la soledad del lejano valle: amoroso, con los ojos brillantes de un deseo en el que el amor y la muerte se confundían de un modo extraño e incomprensible en una amalgama de deseos oscuros. Vio; cómo los mecanismos engrasados cedían suavemente a la presión de sus dedos desgarrados, igual que cede la carne a la caricia amorosa.
Miró las máquinas por todos lados, despacio, conteniendo el aliento, mientras procuraba mantener lejos de su cuerpo el extremo del tubo, por el que sabía que salía la muerte. Claro que ignoraba qué había que hacer para que esto sucediera, pero sabía que él lograría hacer funcionar aquello y que conseguiría que la máquina se plegase a sus deseos. Sí, lo aprendería.
Primero, con girones de su ropa, limpió cuidadosamente la grasa que cubría la máquina y el interior del tubo. Uno de los mecanismos cedió de pronto, con un chasquido seco y dejó al descubierto una recámara vacía. Debajo de esa recámara descubrió una lengüeta que, al ser oprimida, hacía saltar un resorte y aparecía sobre la recámara un punzón corto. Entonces, Hank se dio cuenta de que allí faltaba algo, que la máquina de matar -aquella, al menos -no estaba completa. Tomó una de las otras dos y después la otra y repitió lentamente la operación que había efectuado antes con la primera, pero el resultado fue el mismo. Faltaba algo para que las máquinas cumplieran su deber.
Entonces miró de nuevo hacia el saco que había dejado abandonado entre los cascotes. Había aún algo dentro. Rebuscó y sacó de él una caja metálica. La abrió. Dentro de la caja había unas cápsulas. Cien, tal vez doscientas cápsulas doradas, largas, no más grandes que su dedo meñique, puntiagudas en uno de sus extremos y chatas por el lado contrario. Con manos temblonas por una emoción creciente, sabiendo que estaba ya cerca de conseguirlo, metió una de las cápsulas en el interior del tubo y apretó la lengüeta que había descubierto debajo de la recámara. Cerró los ojos, creyendo que iba a sonar el estallido, pero no sucedió nada tampoco esta vez.
Siguió intentándolo nervioso. Tres, cuatro veces más, colocando las cápsulas de distintos modos y en diferentes lugares de la máquina. Y por fin, al apretar nuevamente la lengüeta, un estallido seco y horrendo pobló de ecos el aire silencioso de la ciudad muerta, y dos muros cercanos se derrumbaron con la explosión y el impacto del proyectil arrancó un trozo de viga oxidada del techo derruido, con un seco golpe metálico.
¡ Lo había conseguido!… La máquina de matar funcionaba. Y era suya. ¡Suya!… Una máquina, dos, tres máquinas de matar. Hank olvidó la fiebre, el dolor de los mordiscos purulentos, olvidó a sus compañeros que le estarían seguramente esperando y que, sin duda, habrían oído el estallido de la máquina. Lo olvidó todo para saber únicamente que tenía entre sus dedos temblones la máquina de matar. Lloró de alegría sobre el reluciente tubo de acero pavonado.
Luego, despacio, se levantó de entre los cascotes, tomó las tres máquinas y se las echó sobre el hombro. Sólo entonces se dio cuenta de lo que pesaban: demasiado para su cuerpo debilitado y herido. Pero Hank era poderoso y se sentía todavía más fuerte con aquella posesión. Vació todas las cápsulas en la bolsa que le servía para almacenar la comida y volvió sobre sus pasos, inseguro del camino que tendría que seguir para encontrar de nuevo la salida de la ciudad, donde Wil y Rad tendrían que estar esperándole.
– ¡Hank!… ¡Hank! -oyó que le gritaban, desde muy lejos, desde más allá de las ruinas.
Hank no respondió. Sabía que eran ellos, sus amigos. Probablemente habían oído el estallido de la máquina y temerían que hubiera surgido otro asesino para matarle a él. Hank sonrió: ¡a él!… Ya no temía a ningún asesino, incluso deseaba poderle encontrar pronto, porque ahora él tenía también una de aquellas máquinas de matar.
Desde lo alto de la colina que debió albergar en otros tiempos la plaza de la catedral -aún se veían los inmensos pilares de piedra rojiza y el arranque truncado de una voluta- Hank contempló a sus pies la extensión de las ruinas y vio a sus amigos allá abajo. Oyó también nuevamente su voz, llamándole. Y tuvo una idea que le hizo reír para sí mismo. Se ocultó detrás de un muro de cemento y mármol, cargó una de las máquinas y la hizo estallar al aire. Oculto como estaba, mientras los ecos del disparo se extendían por la extensión muerta, les vio correr como locos y ocultarse, muertos de miedo, mientras buscaban afanosos con la mirada, tratando de localizar el sitio de donde había salido la explosión de muerte.
Hank se quedó quieto y su rostro, poco a poco, se volvió serio. Miró una y otra vez las otras dos máquinas que estaban a sus pies. Sentía muy adentro que algo no estaba conforme en los planes que se había trazado y ahora comenzaba a darse cuenta de qué se trataba. Antes de dejarse ver de sus compañeros, comenzó a escarbar un agujero en la arena para enterrarlas. Ya estaba. Ya no había más máquina de matar que la suya, la que él tenía. Ahora ya podía salir.
Y salió, con un grito salvaje que hizo que a sus compañeros se les helara la sangre, hasta que le reconocieron mientras bajaba alocado por la pendiente sin dejar de chillar:
– ¡La tenemos!… ¡La tenemos!… ¡Mirad! Rad y Wil se acercaron temerosos. Observaron la máquina a distancia, sin atreverse a tocarla, como si les fuera a estallar en las manos si se acercaban demasiado. Además, en manos de Hank, era aún más temible, porque se leía la furia en los ojos del hombre, una furia que no cesaría más que con la muerte para la que la había destinado.
– Es mía… -dijo lentamente Hank. Y sus ojos se encontraron alternativamente con los de Rad y Wil-.Y mataré con ella al hombre que mató a Phil… y a todos sus compañeros.
Wil tuvo un estremecimiento, consciente de pronto de lo que aquello estaba significando.
– ¿Sabes ya cómo manejarla?
– Sé cómo hacerla estallar. Y voy a aprender el modo de dirigir el disparo para que mate donde yo quiera. Y…
– ¡Hank! -exclamó de pronto Rad, mirando las piernas de su compañero-. ¿Qué es eso?
– Ratas… Las hay a millares en las cloacas. Hay una red de pozos que debió atravesar la ciudad antes de todo esto. Ahora, las ratas los llenan, y salen de noche para devorar lo que pueden. De día se devoran entre ellas. Ven, mira…
Llevó a sus compañeros junto a uno de los pozos más cercanos y les hizo guardar silencio para escuchar el chillido constante de las ratas. Hank rió de pronto. Cargó una de las cápsulas en la máquina de matar y apuntó el tubo hacia el fondo del pozo. La explosión hizo derrumbarse parte de las paredes y los chillidos cesaron un segundo para recrudecerse en el siguiente. Rad y Wil dieron un salto atrás, cuando unas cuantas ratas aterradas saltaron del pozo. Hank cargó de nuevo el arma y la disparó, casi a ciegas, contra el montón de ratas súbitamente cegadas por el sol. El montón se dispersó, dejando en el centro unos cuantos animales destripados y sanguinolentos en sus últimos estertores. Hank los miró, con una mirada que reflejaba toda su satisfacción. Sí, la máquina era perfecta, cumplía maravillosamente con la misión que tenía encomendada. Mataba.
Wil le estuvo observando un instante, preocupado, desde la prudente distancia a que le había empujado el horror de las ratas. Vio la risa silenciosa de Hank y el placer que sentía ante la muerte de los roedores. Se estremeció: -Hank… Hank se volvió.
– Hank… Tenemos que echar una mirada a las ruinas. Tal vez encontremos cosas útiles para los nuestros…
Hank rió de nuevo, ahora abiertamente. -La ciudad está tan vacía de cosas útiles como la palma de mi mano… Ya miré…
– Y encontraste la máquina, ¿no?… Puede haber otras cosas, si buscamos…
– No hay…
– ¿Cómo lo sabes? No te has ocupado más que de buscar la máquina… Tiene que haber recipientes de metal… y tal vez semillas para el campo…
– ¡No buscaremos! -exclamó Hank, hosco-. Hemos de regresar en busca de los hombres que mataron a Phil.
Y, apenas lo hubo dicho, se arrepintió y lo pensó mejor. Su rostro se distendió en una sonrisa superficial. -Bien, en cualquier caso… id vosotros. Tal vez tengáis más suerte que yo. Os esperaré aquí.
Los dos compañeros se fueron. Y Hank pasó el resto del tiempo, hasta su regreso, aprendiendo a utilizar la máquina de matar con puntería. Apoyó la culata contra su hombro, como había visto hacer al hombre de la roca. El primer disparo le echó al suelo, pero aprendió pronto a mantenerse firme. Y, cuando Rad y Wil regresaron, tenía el hombro dolorido, como si lo hubiera cargado con una tonelada de peso. Pero era capaz de acertarle a una rata a diez metros. En la bolsa quedaban veinte cápsulas de muerte.
Rad y Wil habían estado escuchando los disparos en la distancia, cada vez más rápidos, indicando la seguridad del que manejaba la máquina. Una vez, Wil se volvió a Rad, preocupado. -Me da miedo Hank… Rad le miró a su vez:
– ¿Por qué? -preguntó ingenuo-. No va a disparar contra nosotros. Tiene la máquina para el hombre que mató a Phil…
– La tiene para él, Rad. Para ser más poderoso que nadie en la comunidad. Se ha dado cuenta de eso sin saberlo siquiera.
– Pero Hank nunca…
– ¿Le viste cuando mató a la rata? ¡Sentía placer de matar!… ¿Y ahora, le escuchas?…
Los disparos se oían seguidos, como lanzados con rabia. Rad se calló. El sol caminaba de prisa hacia el ocaso y las sombras de la ciudad en ruinas se alargaban. Hacía tiempo que Hank había terminado su entrenamiento y se había sentado a esperar a sus compañeros, cuando sintió pasos a su espalda. Se volvió como una flecha, encañonándoles con la máquina. Rad y Wil se detuvieron asustados. Hank bajó la máquina al reconocerles, pero les gritó:
– Podríais haber avisado… ¡Y llegar antes!… Tenemos que salir de la ciudad inmediatamente. Si llega la noche antes de que hayamos salido, las ratas nos comerán…
– Pero aún falta… -apuntó Wil. -¡Las ratas salen en la sombra, Wil!… ¿Qué habéis encontrado?
– Poco…
Le mostraron dos ollas de acero y un saquillo con semillas.
– ¿De qué son? -preguntó Hank, mirándolas en su palma.
– No lo sabemos. El Viejo nos lo dirá…
– ¡El Viejo!… El Viejo ha olvidado ya hasta su nombre…
Cargó la máquina de matar sobre su hombro izquierdo y el contador, ya inútil, del otro brazo. Entonces les hizo señas para que le siguieran.
Y, cuando las sombras cubrieron la tierra, la ciudad fantasma había quedado muy atrás y sus muros se destacaban como siluetas de ahorcados sobre un cielo cada vez más negro. El silencio -un silencio más agudo aún, cuando el chillido constante de las ratas había desaparecido- les envolvía cuando se tendieron en torno a la fogata. Comieron lo mismo que habían comido a lo largo de todo el camino: carne de lagarto seca y raíces. Rad, tendido ya sobre la arena, se palpó el estómago casi vacío y soñó en voz alta:
– El próximo año comeremos maíz…
Los otros no le respondieron. Hank se había echado con la máquina de matar fuertemente abrazada. Wil le miró desde el otro lado de la fogata.
– ¿Por qué no la dejas, Hank?… Podría estallar durante la noche y matarte…
– No estallará, sé cómo hay que hacer para que no estalle.
– ¿Y si te duermes, Hank?
– Aunque me duerma… -y Hank se incorporó ligeramente, mirando a su compañero con una extraña fijeza-. ¿Qué querrías hacer, quitármela?
– No quiero quitarte nada, Hank… Quiero sólo que no te pase algo malo.
Hank rió y las llamas rojas le tiñeron el rostro.
– ¡Que no me pase algo malo!.,. Apostaría cualquier cosa a que te gustaría presentarte en la comunidad con mi máquina, en vez de esas ollas sucias que habéis encontrado.
Wil no respondió. Volvió la espalda a Hank y trató de dormirse. Pero era difícil, sabiendo que a pocos pasos estaba la máquina en las manos de su compañero.
Imperceptiblemente, el orden de la marcha cambió a lo largo del día siguiente. Hank no caminaba delante, sino detrás de sus dos compañeros, como si quisiera tenerles constantemente a tiro de su máquina. Los otros no habían dicho nada, pero sabían que, ahora más que nunca, tenían que obedecerle, que tenían que inclinarse inexorablemente ante ese nuevo y terrible poder mucho más de lo que antes habían acatado su inteligencia y su mayor edad. La atmósfera había refrescado con los nubarrones que, desde la mañana temprana, habían cubierto el cielo. Y, a mediodía, gruesas gotas de lluvia se convirtieron en vapor ardiente al tocar el asfalto del camino. Y Hank escondió la máquina entre los restos de sus ropas, como pudo, para ocultarla de la lluvia.
Cuando llegaron al cruce de caminos, Hank ordenó:
– Os quedaréis aquí, hasta que yo regrese. Buscad refugio del agua y no os mováis. Cuando escuchéis los disparos es que he matado a esos hombres.
– Déjame acompañarte -suplicó Rad, y su sangre joven deseaba ardientemente la vista de otra sangre humana.
Pero Hank no le dejó. Se rió de él y le ordenó que se refugiase con Wil. Luego se alejó. Wil y Rad se metieron en una hondonada entre rocas y se decidieron a aguardar allí, mientras la sombra se hacía más densa en el cielo cubierto de nubarrones.
Rad movía la cabeza de un lado a otro:
– ¿Por qué no ha querido que le acompañara?
– Hank no es el mismo desde ayer… Tiene en sus manos la máquina y se ha convertido casi en un hombre como el que mató a Phil.
– ¿Por qué?
– Porque… -Wil se detuvo un instante, intentando escrutar los pensamientos ocultos del muchacho-. Porque esa máquina parece rodear de odio y de afán de poder a quien la tiene.
– ¿Y… si tú la tuvieras?
Wil se encogió de hombros, indiferente.
– Nunca la he tenido en las manos, no lo sé… Debe de sentirse algo muy raro aquí dentro, cuando se la posee.
– Es cierto… Bueno, quiero decir que a mí me habría gustado tener una…
– Bah… Olvídalo.
Y Wil se recostó en una roca, dispuesto tranquilamente a dormir. Pronto, su respiración se acompasó y Rad, levantándose sobre sus brazos y sus rodillas, comprobó que su compañero dormía. Entonces salió de la especie de covacha que les protegía y corrió silenciosamente bajo la lluvia. Las ruinas de la aldea quedaron a un lado, porque Rad dio un rodeo para no seguir adelante por la carretera, para no encontrarse con Hank o con los hombres que mataron a Phil.
De pronto, entre la lluvia densa, distinguió a lo lejos una figura agazapada. Se trataba sin ninguna duda de Hank, que esperaba el momento propicio. Rad se escondió a su vez, manteniéndose lejos de su compañero, a la espectativa.
Hank, detrás de un montón de ruinas, tenía al alcance de su máquina la roca por detrás de la cual había aparecido el hombre. Ahora, ese hombre estaría seguramente allí. Y él, Hank, había venido dispuesto a esperarle y matarle en cuanto asomara la cabeza. El cabello se le había pegado al rostro, todo él estaba empapado y la lluvia seguía cayendo. Pero tenía que esperar. No podía siquiera mostrarse, no debía salir a campo descubierto, si quería matar al hombre. En un momento u otro asomaría y, entonces…
Pero pasaba el tiempo, la lluvia arreciaba y la oscuridad dominaba completamente el paisaje muerto. Hank se decidió a actuar. Si el hombre no asomaba, tendría que ir en su busca. Reptando como los lagartos verdes que cazaba en las laderas del Valle de las Rocas -esos lagartos a los que mataban aplastándoles la cabeza con un pedrusco- Hank se deslizó, sosteniendo la máquina en la mano derecha. Pasó por detrás de los últimos muros desmoronados de la aldea y se acercó, siempre ocultándose, hasta el pie de las rocas.
Desde su escondite lejano, Rad vio su silueta arrastrarse y desaparecer tras un saliente. Se preguntó si Hank tendría la intención de buscar al hombre en su propia guarida.
Pero Hank tenía otro plan. Metió una de las cápsulas en el tubo de la máquina, apuntó al aire y disparó. Mientras los ecos de la explosión se mezclaban rápidamente con el manso caer de la lluvia, Hank detuvo la respiración y cargó de nuevo el arma. Su mirada no se apartaba de lo alto de la roca por donde el hombre tenía que aparecer. Ahora, ¡ahora tenía que hacerlo! Y, sin embargo…
No fue Hank quien se dio cuenta, sino Rad, desde el escondite por el que atisbaba los movimientos de su amigo. Vio salir entre la lluvia, por detrás de las rocas, una, dos, hasta seis cabezas de hombres armados con máquinas de matar. Y vio que si, ciertamente, el hombre en lo alto de la roca nunca habría podido descubrir el escondite de Hank, cualquiera de aquellos le tenía bajo el fuego de su máquina. Y no tardarían en descubrirle.
En un instante, antes siquiera de que hubiera tenido tiempo de pensar en aquella certeza que intuía, el aire se pobló de estallidos y luces fugaces y gritos. Hank se vio rodeado por aquellos hombres que le disparaban desde detrás de las rocas. Saltaban esquirlas de piedras a su alrededor, junto a su cabeza. Y el zumbido de los proyectiles se perdía en la distancia, después del rebote.
Hank disparó a ciegas, sin ver a los que le atacaban. Y, probablemente, no tuvo siquiera tiempo de cargar el arma de nuevo. Tenía que huir. Tenía que escapar de la ratonera donde se había metido. Hank salió deslizándose. De pronto, al echar a correr para cubrir el trecho de espacio abierto que le separaba de las ruinas, sintió en su espalda la quemadura de mil llamas y un empujón terrible que le lanzó cinco metros hacia delante. Cayó de bruces sobre la tierra mojada y sintió que la lluvia fría se mezclaba con la humedad caliente de la sangre que le corría por la espalda. En torno suyo saltaba el barro al impacto de los disparos incesantes y los gritos de los hombres que salían de sus madrigueras para rematarle.
Haciendo un esfuerzo tremendo, se incorporó y se lanzó nuevamente a la carrera, sosteniendo aún la máquina. Sintió una vez más, dos veces, los impactos sobre su cuerpo y sobre su pierna, pero tenía que escapar, como fuera. En la carrera pensaba por qué no habría conservado las otras dos máquinas, en lugar de haberlas enterrado para que no cayeran en manos de sus compañeros… Ahora, ellos podrían estar disparandolas, conteniendo seguramente la avalancha de disparos que sonaban sobre su cabeza.
Con el resto de sus fuerzas atravesó el pueblo derruido a la carrera, dando traspiés que, a cada instante, amenazaban lanzarle contra los muros. Pero los disparos y los gritos se oían cada vez más lejos y Hank fue cediendo la velocidad de su carrera, jadeante, en el límite de sus fuerzas, sintiendo que cada paso le hacía levantar una tonelada de carne muerta. Se detuvo. Miró en torno suyo. Estaba en una especie de plazuela que marcaba la salida de la aldea. La vista se le estaba nublando y sólo el peso de la máquina le hacía ya caer, caer… Hank se desplomó como una masa inerte en medio del asfalto mojado. Ya todo, incluso la lluvia, era silencio a su alrededor. Silencio total.
Los hombres de las máquinas de matar tuvieron miedo a salir de sus escondrijos. La oscuridad era casi completa y temían una emboscada. Rad, desde el muro donde se había ocultado, les vio durante largo rato asomar medrosos las cabezas y atisbar entre las sombras. Todavía esperó un largo rato antes de decidirse a salir.
Luego, deslizándose entre las ruinas de la aldea, se dirigió hacia donde había visto correr vacilante a Hank. Le encontró -casi tropezó con él- tendido en el suelo, inmóvil, con el rostro hundido en un charco y la sangre manándole abundante de las heridas de la espalda. La máquina estaba a un costado, aún fuertemente sujeta por la mano rígida. Rad se inclinó lentamente, hasta tocar el cuerpo de su compañero. Sin duda, debía de estar muerto. Y allí, junto a él, estaba la máquina de matar: ahora podía ser suya. Pero tenía que darle vuelta al cuerpo y apoyar su mano en el corazón de Hank y comprobar que había dejado de latir. Y, si latía, debía llevarle consigo, cargar con él hasta donde aguardaba Wil aunque, de todos modos, aquellas heridas en la espalda de Hank significaban su muerte. O estaba muerto o iba a morir en unos instantes. Pero debía volverle y comprobarlo…
Sus ojos pasaron dudosos del cuerpo a la máquina fuertemente agarrada en la mano rígida. Tan fuertemente sujeta que sólo con un tremendo esfuerzo consiguió arrancarla. Pero ahora, bajo la lluvia, contempló por primera vez la máquina entre sus manos. Suya. Era suya. La máquina de matar sería ahora para él, y él, Rad, sería el todopoderoso, el amo de la comunidad del Valle de las Rocas y de otras comunidades. Con aquella máquina en sus manos iniciaría la conquista. Y luego, el Mundo… Rebuscó en la bolsa que Hank tenía colgada al hombro. Tuvo que mover un poco el cuerpo para poderla sacar. Pero el cuerpo pesaba mucho, Hank debía de estar muerto. Registró en la bolsa, sacó las veinte cápsulas que quedaban y las metió en su propia bolsa. Luego echó a correr sin mirar atrás.
El cuerpo inmóvil de Hank se empapaba lentamente de lluvia y se hundía en el charco.
– ¿Dónde está Hank? -Muerto. Lo han matado. -¿Dónde?
– Junto a las rocas. Salieron muchos hombres con máquinas de matar… No tuvo tiempo de dispararles… -Pero tú… Tú sí has podido escapar. -No sé cómo pude. He corrido…
– Con la máquina de Hank. -Pude recogerla antes de huir. -Estabas con él, entonces… -Cerca… -Y tuviste tiempo de…
– Vamonos. Nos perseguirán en cuanto despunte el día.
– ¿Quiénes?
– Los de las rocas. Eran muchos. ¡Vamos, Wil!…
Luego, la larga noche de camino. La lluvia incesante. Las continuas miradas atrás de Wil, dominado por la oscura esperanza de ver aparecer a Hank entre las sombras. La mano de Rad aferrada a la máquina, como si la máquina hubiera pasado a formar parte de su cuerpo. Y la marcha continua, pesada, entre los charcos formados en el viejo cemento saltado de la carretera. Y el barro. Y los ojos de Rad que, inconscientemente, se apartaban de los de Wil cada vez que Wil le lanzaba una mirada muda e interrogante. ¿Qué había hecho con Hank?…
– ¡Está muerto!… ¡Muerto, me entiendes!… -gritó, sin poder contenerse.
Luego, con la amanecida, las nubes se disiparon y salió un sol caliente, dispuesto a secar los cuerpos ateridos de los dos caminantes.
En cuanto hubo luz suficiente para ver, Rad se dedicó, sin abandonar su paso rápido, a comprobar el funcionamiento de la máquina, tal como, desde lejos, en la ciudad, había visto hacer a Hank. ¡Hank, Hank, siempre Hank volviendo a apoderarse de sus pensamientos!… Pero ahora la máquina era suya y tenía que aprender a utilizarla.
Sin detenerse, observó luego el contenido de la bolsa, las escasas veinte cápsulas que quedaban. Veinte cápsulas de matar eran pocas. Durarían… Rad no lo sabía. Pensaba que tendría que matar a alguien, siquiera fuera para demostrar el poder que tenía. Pero matar… Se había detenido sin darse cuenta, contemplando las cápsulas atentamente. De pronto, sintió que le miraban. Levantó los ojos y vio a Wil frente a él, preocupado.
– ¿Qué miras? -Te miro a ti, ya lo ves…
– ¿Y qué? -preguntó de nuevo Rad, amenazador. -Nada… Ahora tienes tú la máquina. Eres el más fuerte, ¿qué quieres que diga? -Nada, claro…
– ¿Qué piensas hacer ahora? Con esas cápsulas puedes matar veinte veces…
– ¿Quién ha hablado de matar? -Nadie… Te lo digo sólo… ¿Sabes ya cómo hacerlo?
Rad asintió con la sangre golpeándole las venas a borbotones. Apretó fuertemente los dientes e hizo una rápida señal hacia adelante. – ¡Vamos!… -Lo que tú digas…
Volvieron a caminar en silencio durante toda la mañana. Wil delante, inseguro, con miedo a aquella máquina que llevaba Rad y que, insensiblemente, sentía fija en su espalda. Sin volverse, procurando no hacer ningún movimiento que pudiera poner en sospechas a Rad, le dijo:
– Rad, yo no quiero quitarte la máquina… -Por lo menos -contestó Rad-, procuraré que no lo hagas.
– No, no… No quiero hacerlo. La máquina es tuya. -Eso, al menos, es cierto.
– Te lo digo para que no estés en continua sospecha conmigo.
– Ya sé que lo dices por eso. Para que me confíe…
– Sí.
– …y quitármela entonces…
– No, Rad… Sólo quiero saber qué piensas hacer con ella.
Hubo un silencio largo. Wil no se atrevía a detenerse, ni a volver la cabeza y mirar por encima del hombro a su compañero. Pero sentía cada vez más evidente el cañón del arma sobre su espalda. Dejó trascurrir un instante.
– ¿Quieres que nos detengamos a comer? Estoy cansado.
– Yo también. Vamos ahí, detrás de las jaras.
Se detuvieron a la sombra de unos arbustos casi secos que habían comenzado a rebrotar. Una hondonada daba sombra y relativo frescor. Comieron en silencio, dirigiéndose rápidas miradas que se apartaban cada vez que los ojos de uno y otro se encontraban. Se hablaron apenas lo suficiente para indicar su lamentable estado físico, después de toda la noche de marcha incesante.
– ¿Quieres que durmamos un rato? -apuntó Wil-. Así podremos caminar luego toda la noche y llegar al valle al amanecer.
Rad se estremeció imperceptiblemente. La decisión tenía que ser suya, porque él, el amo de la máquina, era el jefe.
– Sí, descansaremos…
Wil fue a tumbarse lejos de su compañero. Cerró los ojos. El sueño le había abandonado, a pesar de la noche de marcha incesante. Su cerebro había entrado en fase de absoluta actividad. «Rad es muy joven. Demasiado. No puede. No puede ser jefe. Aunque tenga la máquina. La máquina mata. Y Rad matará, no podrá evitarlo, no sabrá contenerse. Gobernará con el miedo en las manos. Con la amenaza. Matará al Viejo, seguro, y a quien se le oponga. Hasta que se le agoten las cápsulas y le maten entonces a él. Con piedras o con palos, no lo sé. Pero habrá que matarle y tal vez sea yo quien tenga que hacerlo. No quiero. Rad no es malo. Es la máquina, la máquina de matar. Como Hank. Hank habría sido un buen jefe. El Viejo lo decía. Pero encontró la máquina y no pensó, desde entonces, más que en matar, para probar que él podía hacerlo. Y, sin embargo… Ahora, Rad y yo solos. Phil fue muerto por las máquinas. Y Hank. Y tal vez yo, si Rad sigue con ella en las manos. Tengo que quitársela. Quitársela y enterrarla muy hondo en el suelo, donde no pueda encontrarla nadie. Solo yo… ¡no, no!… Yo tampoco. Yo tampoco quiero nada de la máquina, sólo que desaparezca, para siempre.»
Abrió lentamente un ojo. Allá, al otro lado de la hondonada, lejos, estaba sentado Rad.
Rad, tratando de no dormir. Tenía la máquina sobre sus rodillas, firmemente sujeta. Una cápsula en el tubo. Y los pensamientos confusos de la duermevela. «Hank está muerto… No podía vivir con aquellas heridas en la espalda, aunque yo le hubiera arrastrado hasta la cueva. Pero Wil no me cree. ¡No me cree!… Y tendré que matarle, como tendré que matar a quien se me oponga. No, no se opondrán… En todo caso, tal vez el Viejo, pero el Viejo vivirá poco… Tienen que reconocerme… Yo soy mejor que Hank. Al fin y al cabo, Hank vivía sólo para vengarse del hombre de la roca… Pero me quedan veinte cápsulas. Una para Wil, otra para el Viejo, serán suficientes… O tal vez otra para Rick, que querrá apoderarse del mando, y para sus hermanos, para David, para Isaac, para Gorel… ¿Cuántas van? Cinco… No, seis; seis cápsulas solamente, si acierto a la primera con cada uno, aún me quedarán… ¿O son siete? No, no, seis… Me quedarán catorce cápsulas, que ya no serán necesarias más que para que sepan que las tengo… ¡Y otra para Law!… Siempre creyó que, por ser un año mayor que yo, podría conmigo… Yo le demostraré que… Wil se ha dormido, pero yo no debo dormirme. Puede despertar antes que yo y, entonces… No, no despertará antes, porque antes de que despierte… Pero ha pensado en quitarme la máquina y, si le mato dormido, nunca sabrá que yo lo sabía… No, no dormiré y, cuando despierte… No dormiré, no, no quiero dormir, tengo que mantenerme despierto y…»
La cabeza le cayó pesadamente sobre el pecho, incapaz de sostenerse alerta. Wil esperó unos instantes que le parecieron largos como años, hasta convencerse de que, efectivamente, Rad se había quedado dormido a la sombra de las jaras. Entonces, con movimientos tan lentos que se hicieron eternos, comenzó a arrastrarse hacia su compañero. La arena, tras él, formaba un surco como la huella de un gran lagarto. Despacio, tan despacio que parecía inmóvil, traspirando de miedo por cualquier ruido que pusiera en guardia a su compañero dormido, Wil se aproximó a él, conteniendo el aliento para no ser delatado.
Ya estaba cerca, tan cerca que, con sólo alargar la mano, podría haber alcanzado la máquina en las manos de Rad. Las suyas temblaban, presas de un horrible pánico a la muerte que significaba la máquina, pero tenía que hacerlo, tenía que hacerlo… ¡ahora!
Rad abrió los ojos. La máquina estaba fuertemente apresada por cuatro manos crispadas. Hubo una lucha. Una lucha breve y brutal, porque era la lucha de dos hombres por su propia vida. Rodaron por el suelo, levantando nubes de arena en torno suyo, revolviendo y arañándose los cuerpos, las ropas, sin soltar el arma ninguno de los dos. Sucios, sudorosos, crispados, los ojos de ambos llenos de espanto, sabían sin decírselo que la lucha terminaría sólo con la muerte de uno de los dos. Y la máquina, entre ambos, se pegaba alternativamente al cuerpo de uno o del otro.
De pronto, en medio de los dos, en medio de los cuerpos unidos por el abrazo de muerte, sonó el estallido de la máquina. Un estallido seco, sin ecos, casi sordo por la presión de los dos hombres.
Unas manos se aflojaron lentamente, deshaciendo su férreo abrazo sobre la máquina y sobre el cuello. Unas manos que habían dejado para siempre de oprimir.
Wil se levantó jadeando. En sus manos estaba la máquina y, a sus pies, con las últimas convulsiones de la muerte, hecho un ovillo trágico, Rad. El espanto asomó a los ojos de Wil, un horrible espanto ante la vista horrenda de aquella gran herida abierta en el vientre del muchacho, por la que se escapaba toda su sangre caliente, ante aquella mirada perdida en el aire del moribundo, incapaz de pronunciar una sola palabra, vueltos los ojos sobre sí mismo… hasta quedar inmóvil… con un último estertor y la ligerísima sacudida del cuerpo antes de la inmovilidad total.
Luego, el silencio. Y el jadeo aterrador de Wil, los ojos fijos en el cadáver, sucio de sangre y de tierra, torcido sobre sí mismo. Y la máquina de matar en sus manos, en las manos de Wil, que había matado a Rad.
Tenía que actuar rápidamente, ahora. Los ojos se le nublaron, porque él no había querido hacer aquello. Pero tenía que terminar. Cavó con las manos un hoyo profundo en la arena y enterró en él a Rad.
Después, lejos de donde reposaba el cadáver del muchacho, comenzó a cavar otro agujero menor. Tenía que enterrar allí la máquina de matar. La máquina tenía que desaparecer, porque había causado ya bastante daño. Y, sin embargo, cuando ya estaba hecho el profundo hoyo y empuñaba fuertemente la máquina entre sus manos, la miró fijamente… y miró también las cápsulas de muerte que estaban esparcidas por el suelo…
Wil tapó rápidamente el agujero que había hecho en la arena y se alejó guardando en su bolsa de viaje las cápsulas. Sus manos empuñaban febriles la máquina de matar.
Primero fue un ligerísimo estremecimiento de la mano bajo el calor del sol. Un temblor imperceptible. Un esfuerzo sobrehumano. La cabeza, levantándose pesadamente. Los labios secos, la garganta que se negaba a tragar.
Y, de pronto, la mirada rápida en torno, la mirada aún nebulosa y la búsqueda con los ojos. Con las manos.
Fue la primera sensación de Hank al volver en sí, cuando los rayos del sol daban de plano sobre el asfalto, evaporando el agua en vaharadas calientes: ¡No tenía la máquina de matar! Se la habían arrebatado.
Le dolía la herida de la espalda, pero la sangre se había coagulado, formando una costra tirante contra la piel y los restos de ropa. Sentía sed, una sed ardiente e incontenible. Sus ojos empañados buscaron en torno suyo un instante. A pocos metros, un charco de lluvia estaba aún intacto. Hank se arrastró lentamente hasta él, reptando sobre sus codos. Hundió la cabeza en el charco. El agua estaba caliente y sucia, olía mal, como a muerto. Hank, después de beber, contuvo una arcada. Trató de incorporarse, pero era difícil, casi imposible. Reptando siempre sobre los codos, huyó del sol y se refugió en una rinconada, entre las ruinas. Allí volvió a mirar en torno tuyo y, por primera vez, comenzó a darse cuenta de la situación. Sus compañeros habían huido y le habían dejado solo y malherido. Y, al rebuscar en su bolsa y no hallar las cápsulas, supo que se habían llevado con ellos la máquina de matar, su máquina. Tal vez le tomaron por muerto, pero él, ahora, se sentía vivo. Y hambriento.
En la mochila encontró restos de comida. Los devoró, como si alguien fuera a venir a quitárselos. Luego, haciendo un tremendo esfuerzo, pudo incorporarse. Al hacerlo, una de las heridas de la espalda se le abrió y le hizo torcerse de dolor y sujetarse a una roca para no caer. Esperó un instante y consiguió dar unos pasos lentos e inseguros. La línea de la vieja carretera se extendía frente a él, inmensa, infinita bajo el sol, como si rodease en toda su extensión el planeta muerto. Las fuerzas le fallaban, pero sabía que tenía que caminar, que tenía que regresar al valle, que únicamente allí podría sobrevivir a las espantosas heridas de las máquinas de muerte y a los mordiscos tumefactos de las ratas. Allí, donde el Viejo sabía los remedios que habían salvado a muchos de ellos de caídas y mordiscos de lagartos en los peores tiempos de hambre.
Se lanzó carretera adelante, haciendo avanzar penosamente su cuerpo herido, como una pesada mole vacilante, a punto de desplomarse a cada paso.
Cayendo y levantándose, sacando fuerzas de donde no las tenía, Hank anduvo penosamente hasta que la luz del sol comenzó a alargar las sombras, hasta que el yermo paisaje a ambos lados de la carretera se invadió de penumbras. Hank estaba al borde de su escasa resistencia. La herida que se había abierto seguía manando sangre y agua y, a trechos, iba dejando un breve reguero de sangre que se secaba inmediatamente en una mancha negruzca.
Veía mal. Su vista se nublaba por momentos a causa del esfuerzo sobrehumano que estaba realizando al caminar. Pero, de pronto, su olfato percibió algo que le hizo detenerse. El ambiente, en aquel lugar junto a las jaras, delataba olor a muerte. Se olió las ropas, temeroso de ser él mismo quien despedía ya ese olor hediondo. Pero no, no era él. El hedor provenía de las jaras y lo traía hasta él la brisa refrescante del anochecer.
Sus pasos le condujeron hasta allí. Vio tierra removida, rastro de una lucha feroz. Y el olor a muerte llegaba precisamente de un montón de arena. Comenzó a escarbar con sus manos yertas y, de pronto, lanzó un grito.
Era el rostro de Rad, con los ojos abiertos cubiertos de tierra, que le miraban fijamente.
Hank lloró.
El Viejo, desde su camastro, supo muy pronto que Wil había regresado solo. Y le dijeron también que había traído consigo una máquina de matar.
– ¿Una máquina de matar? ¿Qué clase de máquina? -el muchachito que se lo explicó le hizo un resumen de lo que era-. Un fusil… -quedó pensativo unos instantes, luego añadió tristemente, dirigiéndose al muchacho: -Dile a Wil que quiero verle…
Wil tardó en llegar. Llevaba firmemente sujeta en la mano la máquina y Hilla, la que había estado destinada a ser la mujer de Hank, le seguía mansamente, con una especie de orgullo por seguir perteneciendo al más poderoso. El Viejo adivinó la mirada súbitamente insolente de Wil. Le pidió humildemente, en el límite de sus fuerzas de jefe, que le contase cuanto había sucedido y cómo haba sido la muerte de Phil y de Hank y de Rad. Wil le contó la verdad… hasta donde pudo. Al llegar a la muerte de Rad, sus palabras se hicieron vacilantes y sintió que el sudor no le obedecía y le brotaba de las axilas y que la boca se le secaba. El Viejo le dejaba hablar y le observaba en silencio.
– Trató… de limpiarla, ¿sabes? La máquina estaba llena de arena y él no la había… no la había tenido nunca entre las manos. Me crees, ¿verdad?
– ¿Y por qué no tendría que creerte?
– El no sabía cómo funcionaba y… estalló entre sus manos.
Se quedó en silencio, respirando entrecortadamente y procurando que sus ojos no se encontrasen con aquellos ojillos firmes y punzantes del Viejo, que parecían atravesarle hasta lo más hondo. Pasó un instante antes que el Viejo hablase. Y Wil sintió largo ese instante y su mano apretó la de Hilla, tratando de cobrar ánimos en la mano cálida y sumisa de la mujer.
– Debiste enterrar el arma…
– Pensé en hacerlo, Viejo… pero luego… creí que podría sernos útil aquí, para…
– Sólo para matar, Wil… Sólo para matar. La máquina de matar, esta u otra cualquiera, qué más da, ha matado ya a tres hombres. Y seguirá matando, si no se la destruye. Tú debiste hacerlo entonces… Debes hacerlo ahora.
– ¡No!…
– ¿Por qué?
– No podemos quedarnos ahora… indefensos… Pueden venir los hombres de las rocas…
– No vinieron hasta ahora…
– Porque ignoraban nuestra existencia.
El Viejo mantuvo silencio un segundo. Y añadió, tranquilo:
– Aunque vinieran, no tendrían por qué hacernos…
– ¡He estado fuera del valle. Viejo!… He sabido que los que quedan, matan para sobrevivir. Nosotros tendremos que hacer lo mismo, si no queremos desaparecer.
– Los hombres inventaron grandes medios para matar y hemos terminado aquí, destrozados.
– ¡Por eso, precisamente!… Tenemos que ser fuertes y no dejarnos vencer…
– No, Wil, tenemos que ser humanos…
– ¡Fuertes, te digo, Viejo!… Sólo se salvará quien lo sea. La ley es la de matar o dejarse matar…
El Viejo negaba mansamente con la cabeza.
– No sabes nada, Viejo… No has salido de este valle y has olvidado ya lo que son los seres humanos…
– No puedo olvidarlo; te veo a ti…
– … ¡y has pasado hambre, pero has vivido en paz!… ¡Y la paz es una mentira, Viejo, me entiendes!… ¡Una mentira!… Tú ya no sirves para mandar la comunidad. Viejo…
– ¿Quién sirve, Wil?… ¿Tú, acaso?
Y el Viejo negaba apaciblemente con la cabeza y veía mansamente cómo se avecinaba el final inevitable, a medida que las respuestas de Wil se hacían más tajantes y observaba su mano crispada sobre la máquina.
– ¡No, Wil!… -gritó Hilla.
Un segundo después, desde las entradas de las cuevas, desde el fondo del valle, desde lo alto de los riscos de piedra, donde los jóvenes buscaban lagartos para la comida diaria, desde el lecho del río, donde los niños se bañaban al sol caliente, se escuchó el estallido y los ecos lo repitieron por las peñas, haciendo levantar todas las miradas de la comunidad hacia la entrada de la cueva del jefe. Y todos pudieron ver a Wil cuando salía, seguido de Hilla. Vieron a Wil con los ojos fuera de las órbitas, dejando ver la máquina fuertemente asida entre las manos. Buscaba un enemigo, alguien que se le opusiera, para matarle también. Pero nadie -¡nadie!- dio un paso hacia él. Wil era el vencedor, el jefe a quien nadie discutiría el poder.
La boca seca, las heridas parcialmente abiertas, despidiendo sangre mezclada con pus, los pasos inseguros, los pies abiertos por la marcha penosa e incesante, unas fuerzas sostenidas apenas por el odio y el deseo de llegar y curar aquel dolor lacerante que acababa con su vida. Eso era Hank cuando, al cabo de cuatro días de marcha inconcebible, llegó hasta las aguas claras del riachuelo que salía del Valle de las Rocas. Se dejó caer destrozado junto a la corriente. Calmó su sed con su agua y remojó en la misma agua sus heridas ardientes. Luego se tendió un instante a la sombra de una roca, para tomar fuerzas que le permitieran llegar. Quería estar descansado cuando apareciera en el valle.
Tendido indolente en la sombra, ardiendo de fiebre, recordó con una sonrisa mortecina lo que había sido hasta entonces su vida entre aquellos roquedales: la lucha constante contra todo, sólo con la ayuda de las manos y de las piedras, sin un arma con qué defenderse o atacar, aparte de las piedras y las rudimentarias azagayas que únicamente servían para cazar lagartos. Ahora, en algún lugar del valle, había un hombre, Wil, que poseía una máquina de matar. Una máquina que le pertenecía a él.
Tenía fiebre muy alta que le quemaba las entrañas. Le subía hasta la boca el gusto salado de la sangre. Escupió y vio un coágulo de sangre en la roca. Se levantó asustado. No podía esperar un segundo más, tenía que entrar en el valle y hacer que el Viejo le curara y destruir el arma. Después del descanso, las heridas le dolieron como si le hubieran clavado en ellas tizones encendidos. Pero contrajo los dientes para emprender la subida del empinado sendero que conducía a la entrada del valle. Más de una vez se detuvo a escuchar. Se escondió, sin saber por qué, al ver pasar a lo lejos a tres muchachos en busca de caza.
Tardó en llegar a la cima del collado el tiempo que el sol tardó en alcanzar el cénit. El calor, la fiebre y la sangre le empapaban la ropa y las gotas de sudor le escocían en los ojos. Se restregó con el dorso de la mano y levantó la mirada: en lo alto distinguió la silueta de un hombre, inmóvil. No sabía quién era, pero gritó con la esperanza de ser auxiliado. El hombre que estaba en lo alto no se movió de su posición extrañamente inclinada. Hank siguió reptando hacia él, gritándole de vez en vez, sin obtener nunca respuesta. Y, al llegar cerca de él, se pudo dar cuenta de la razón de aquel silencio. El hombre estaba atado a un palo y su cuerpo se inclinaba como un peso muerto hacia donde las ligaduras de lianas le permitían. En su frente se abría, horrible, el orificio causado por una cápsula de la máquina de matar. Aquel hombre -lo vio- había sido muerto a sangre fría, atado concienzudamente para que no pudiera huir de su horrible suerte.
Hank le reconoció y los músculos de su rostro se contrajeron.
– Ya ha comenzado… -murmuró, dejando caer la cabeza rígida sobre el pecho. Y entró en el valle.
Para los hombres y las mujeres de la comunidad que encontró en el fondo del valle, la visión apocalíptica de Hank, pálido, sudoroso y ensangrentado, cubierto de polvo negro y al límite de su fuerza, fue como un grito mudo de espanto. Todos le habían creído muerto y ahora, de pronto, al verle de nuevo, creyeron firmemente en la resurrección macabra de los cadáveres. Porque aquellos ojos hundidos en las órbitas eran ya ojos de muerto, porque aquella piel embarrada y escamosa era la piel de un muerto. Y la barba cerrada que crecía a corros sobre su rostro era la misma barba que les crece a los muertos. Sólo su mirada era viva, buscando, entre los hombres, a alguien que le ayudase, sin darse cuenta de que todos habían dado un paso atrás cuando se les acercó:
– El Viejo… -murmuró-. Llevadme al Viejo… El puede curarme…
– El Viejo ha muerto…
Hank se incorporó pesadamente.
– ¿Ha sido… él también… con su máquina?
Una afirmación muda le corroboró lo que sospechaba
– ¿A cuántos más?… ¿A cuántos más ha matado?
El silencio le rodeó, un silencio de miedo que atenazaba a todos, por su visión y por el recuerdo de lo que habían presenciado. Un chiquillo murmuró:
– A Rick… Y a David…
– ¿Y cuántas veces disparó?
– Tres…
– Cuatro… -corrigió otro.
Cuatro veces. Y una vez más para matar a Rad: cinco veces. Han de quedarle quince cápsulas. Tendría que disparar quince veces antes de que las cápsulas se terminasen. Quince veces y no quedaría una sola cápsula en la máquina. Y, entonces…
– ¿Dónde está?…
Los hombres se miraron, dudando de todo, de Hank y de aquel jefe que les mataría a ellos si le delataban. Se cambiaron miradas temerosas y, en esas miradas, estaba reflejado todo un mundo de miedo y de muerte que podía alcanzarles a todos, como había alcanzado a aquel moribundo a quien únicamente parecía mantener en vida el odio. El más viejo de los hombres señaló hacia lo alto, hacia la cueva que había pertenecido al Viejo:
– Allá…
Hank miró hacia lo alto.
El sol daba de lleno en la boca de la cueva. Para llegar hasta ella, el angosto caminillo subía en zig-zag entre las peñas, ofreciendo escondrijos en cada esquina. La cueva parecía carente de vida.
Hank sintió que las fuerzas le estaban volviendo, tal vez por última vez, pero se sentía fuerte y capaz de gritar con toda su alma:
– ¡¡Wil!!…
La voz se repitió por el valle una y otra vez.
– ¡¡Wil!!…
Nadie asomaba en la puerta de la cueva. Los hombres y las mujeres se apartaron prudentemente del lado de Hank. Sabían que la máquina podía matar a uno de ellos y que Wil había necesitado dos disparos para terminar con Rick.
Hank dio unos pasos renqueantes hacia el senderillo entre las rocas. Llamó de nuevo:
– ¡¡Wil!!… ¡Sal a matarme a mí!… ¡Te estoy esperando!… ¡Mátame o voy a matarte yo!…
En lo alto distinguió de pronto la silueta del hombre que salía de la caverna. Llevaba en su mano la máquina. Hank se había ocultado tras una peña y, desde allí, observó los movimientos de su enemigo.
Vio cómo Wil oteaba en el valle, buscándole; casi le vio un temblor de miedo en el rostro. La máquina se movía en la misma dirección que los ojos, buscando un blanco: él. Pero Hank sabía también que la máquina no dispararía si él no se mostraba. Miró frente a sí, la senda que ascendía lentamente hacia la caverna y calculó las fuerzas que necesitaría para alcanzar la roca más próxima. De pronto, se levantó de un salto y se mostró entero ante el lejano Wil:
– ¡Estoy vivo, Wil!… Y he venido a que me des la máquina.
!Bang¡…
El disparo se repitió mil veces a lo largo y ancho del valle. El proyectil silbó cerca de Hank, mientras corría hasta la próxima peña. Hank sonrió. Un disparo menos. Catorce le quedaban. La idea le hizo adquirir más fuerzas. Con un impulso superior a sus escasas posibilidades, se lanzó hacia el siguiente escondrijo:
¡Bang!… Trece.
Hank tropezó su pie desnudo contra una piedra y cayó sobre el suelo de tierra.
¡Bang!… Doce. ¡Bang!… Once.
Hank se arrastró hasta la próxima roca. La gente, en el valle, se desperdigaba corriendo y las paredes de roca repetían los disparos y los multiplicaban hasta convertirlos en un aterrador trueno sin fin.
Hank tomó aliento detrás de la roca. Poco a poco, los ecos se amortiguaban y volvía el silencio. Hank se inclinaba bajo el dolor de todas sus heridas abiertas. Era como si las balas volvieran a meterse en sus carnes, como si las ratas estuvieran otra vez hincándole sus dientecillos agudos en las piernas. Se miró las manos. Estaban amoratadas y la sangre seca se mezclaba con la tierra y con la carne que asomaba. Los dedos tumefactos parecían gusanos incapaces de articularse. Si hubiera alcanzado el arma, habría sido incapaz de hacer uso de ella.
Pero el arma, la máquina de matar, estaba aún muy lejos, en manos de Wil y con once cápsulas que le esperaban. Hank jadeaba detrás de las rocas. Le separaba de Wil una distancia que, de no haber estado herido, habría podido franquear apenas en cincuenta, pasos. Así, en su estado…
Sintió fluirle la sangre a la boca, al tiempo que le venía una necesidad rabiosa de atacar y morder. Se limpió con el dorso de las manos tumefactas la comisura de los labios y vio que no era sangre, sino espuma. Y sintió dentro de él la rabia, matándole y dándole al mismo tiempo unas fuerzas titánicas.
Súbitamente, todo ocurrió como una exhalación. Hank se levantó y mostró su cuerpo. Las piernas le obedecieron dóciles y se lanzó a la carrera hacia lo alto, como un poseso.
Wil le vio acercarse y apuntó con cuidado.
¡Bang!… Diez.
El impacto en el vientre obligó a Hank a detenerse un segundo en su carrera. Pero solamente un segundo. Sus ojos despedían llamas y, con las manos tumefactas, se sujetaba el vientre herido, mientras seguía cuesta arriba la carrera en busca de su presa.
Wil le vio acercarse. Sabía que le había alcanzado, pero era como si ahora Hank fuera invulnerable a los proyectiles. Wil comenzó a meter las últimas cápsulas en la máquina. Apuntó de nuevo a la figura trepidante que se le venía encima y disparó dos veces más. Hank acusó los disparos, pero no había ya nada, ni siquiera la muerte, que pudiera detenerle. Wil volvió a disparar. Falló. Dos, tres veces más. Cuatro. La última cápsula se estrelló contra una roca y una esquirla rasgó una ceja y cerró definitivamente el ojo izquierdo de Hank, ya a pocos pasos de él. Disparó de nuevo, furioso y aterrado a un tiempo, pero la máquina no respondió al disparo y sobre Wil se lanzaba la masa furiosa de Hank como un huracán. Un hombre muerto que vivía únicamente para matar, ahora.
El choque fue espantoso. El impulso de Hank hizo que Wil cayera derribado sin ninguna resistencia. La cabeza le rebotó contra las piedras de la entrada de la cueva y quedó inmóvil, como herido por un súbito rayo.
Hank, de pronto, no se dio cuenta. Golpeaba, muerto, un cuerpo casi tan muerto como el suyo propio. Pero vio, súbitamente, que su enemigo -y pensó, ¿su enemigo?- no respondía a los golpes. Estaba allí, tendido debajo de él, inmóvil, y el rostro le adquiría una palidez de cera. Hank sintió desaparecer su odio al mismo tiempo que sentía extinguirse su propia vida. Con su última fuerza buscó con mirada turbia el arma que yacía cerca, entre el polvo. Su mano hinchada la tomó como habría podido apresar un lagarto repugnante, empujó lentamente hacia la pared enhiesta del farallón y la dejó caer en el vacío. Se asomó y creyó ver cómo la máquina se estrellaba y se partía entre las rocas. Ya no tuvo fuerzas para más. Cayó junto a Wil y su mano, en un último estertor, trató de encontrar la de su amigo muerto. Su amigo otra vez. Ahora sí. Muertos los dos.
Pasó un tiempo antes de que la gente se atreviera a acercarse a los dos cuerpos. La primera fue Hilla, que se había mantenido encogida en el interior de la cueva. Y luego, lentamente, todos los demás, sin que el eco de sus pasos rompiera la calma que se había apoderado del valle después del tiroteo.
Contemplaron a prudente distancia los dos cuerpos, aún vagamente sacudidos por espasmos de muerte. Apartaron a los niños de la visión horrenda de la sangre.
Luego, alguien encargó a los jóvenes que cavasen una sola fosa, lo bastante profunda para contener los dos cuerpos, y el resto de la comunidad volvió lentamente al trabajo en el campo de maíz que estaba en barbecho. La futura cosecha no podía esperar. Los muertos, sí.
Y hubo muchos que pensaron que tendrían que elegir un nuevo jefe.