Avanzábamos penosamente en un tiempo oscuro y ventoso, tratando de animarnos con el panorama de los despeñaderos de Esherhod, lo primero que veíamos en siete semanas que no fuese hielo, nieve o cielo. De acuerdo con el mapa no estábamos muy lejos de las ciénagas de Shenshey al sur y de la bahía de Guden al este. Pero no era aquél un buen mapa de la región del Gobrin. Y nos sentíamos cada día más cansados.
Nos encontrábamos en verdad bastante cerca del borde sur del glaciar, y no como se leía en el mapa, pues empezamos a tropezar con grietas y bordes de hielo al día siguiente de habernos vuelto hacia el sur. El hielo no era tan irregular y quebradizo como en la región de las Tierras del Fuego, pero había en cambio pozos profundos de cientos de metros cuadrados, lagos quizá en el estío; pisos falsos de nieve que cedían con un jadeo abriéndose alrededor de uno y cayendo a la bolsa de aire de unos treinta centímetros de profundidad; áreas atravesadas de grietas y agujeros pequeños, y, cada vez con mayor frecuencia, largas grietas, viejas hondonadas de hielo, algunas inmensas como desfiladeros, otras de no más de medio metro o un metro de ancho, pero profundas. En odirni nimmer (de acuerdo con el diario de Estraven, pues yo no anoté fechas) brillaba el sol y soplaba un viento norte. Mientras arrastrábamos el trineo sobre los puentes de nieve que unían los bordes de las estrechas hondonadas podíamos ver allá abajo, a la izquierda y a la derecha, unos picos afilados y azules, y unos abismos donde los trozos de hielo que se desprendían a nuestro paso caían con una música delicada, débil, larga, como el roce de unos alambres de plata en láminas de cristal. Recuerdo el placer atolondrado, de ensueño, animoso con que aquella mañana cruzamos los abismos, a la luz del sol. De pronto el cielo comenzó a oscurecerse, el aire se hizo más denso, las sombras se desvanecieron, el azul se borró en el cielo y en la nieve. No habíamos pensado en el peligro del tiempo blanco en una superficie como aquella. Como abundaban las aristas de hielo, mientras Estraven tiraba en los arneses yo iba con los ojos clavados en el trineo, empujando, sin pensar en ninguna otra cosa que en cómo empujar mejor, cuando de pronto la barra casi se me desprendió de las manos, y el trineo se precipitó hacia adelante. No solté la barra por instinto y grité: —¡Eh! —a Estraven para que aminorase el paso, pensando que había echado a correr en una zona más lisa. Pero el trineo se detuvo, inclinándose de punta, y Estraven no estaba allí.
Casi dejé la barra del trineo para ir a buscarlo. Fue una suerte de veras que no lo hiciera. Sostuve el trineo, mientras miraba alrededor como un estúpido, y así descubrí el borde de la hondonada, visible ahora en el movimiento y los trozos de hielo que se desprendían del extremo del puente de nieve, derrumbado en esa parte. Estraven había caído de pie, y nada impidió que lo siguiera el trineo sino mi peso, que mantenía el tercio trasero de los patines en el hielo sólido. El trineo, sin embargo, seguía inclinándose lentamente arrastrado por el peso de Estraven, que colgaba en el pozo sostenido por los arneses.
Eché el cuerpo sobre la barra y tiré y moví hacia arriba y abajo, y nivelé el trineo alejándolo del borde de la hondonada. No fue fácil. Pero al fin el trineo empezó a moverse, apenas, y luego, de pronto, se deslizó hacia atrás, fuera de la hondonada. Estraven había conseguido aferrarse al borde, y ahora me ayudaba con su propio peso. Trepando, arrastrado por los arneses, asomó en el borde, y cayó de cara sobre el hielo.
Me arrodillé junto a Estraven, tratando de desabrocharle los arneses, y tuve miedo viéndolo allí, tendido, inmóvil, excepto los jadeos del pecho. Tenía los labios de un color cianótico, y un lado de la cara lastimado y amoratado.
Se sentó, tambaleándose, y dijo con un murmullo sibilante: —Azul… todo azul… torres en las profundidades.
—¿Qué?
—En la hondonada. Todo azul… luminoso.
—¿Te sientes bien?
Estraven empezó a ponerse de nuevo los arneses.
—Ve adelante… con la cuerda, y la pértiga —jadeó. —Elige tú el camino.
Durante horas uno de nosotros empujó mientras el otro guiaba, pisando aquí y allá como un gato sobre cáscaras de huevo, adelantándose a cada paso con un golpe de la pértiga. En el tiempo blanco no es posible ver una hondonada hasta que uno mira dentro; un poco tarde, pues los bordes se adelantaban como salientes, y no siempre eran sólidos. Toda pisada podía ser una sorpresa, una caída o una sacudida. No había sombras. Una esfera lisa, blanca, silenciosa; nos movíamos en el interior de una vasta bola de vidrio escarchado. No había nada dentro de la bola, y nada fuera. Pero había grietas en el cristal. Un golpe de pértiga y un paso; Otro golpe y otro paso. Un movimiento de la pértiga —sonda en busca de grietas invisibles, por las que uno podía caer fuera de la bola de cristal blanco, y caer, y caer, y caer. Una tensión que nunca aflojaba fue invadiendo poco a poco todos mis músculos. Sentí que no podía dar un paso más.
—¿Qué ocurre, Genry?
Yo me había detenido en medio de la nada. Las lágrimas se me helaban en las pestañas. Dije: —Tengo miedo de caer.
—Pero te sostiene la cuerda —dijo Estraven. Luego, acercándose y viendo que no había allí ninguna hondonada visible, entendió, y dijo: —Acampemos aquí.
—Todavía no es hora, tenemos que seguir.
Estraven ya estaba desempacando la tienda.
Más tarde, después de comer, Estraven dijo: —Era tiempo de parar. No creo que podamos seguir por aquí. Parece como si el hielo estuviese fundiéndose, poco a poco, y estará estropeado y agrietado en todo el camino. Si viésemos algo podríamos seguir quizá, pero no en la no—sombra.
—¿Pero cómo bajaremos entonces hasta las ciénagas de Shenshey?
—Bueno, si vamos otra vez hacia el este en vez de probar el sur, quizá encontremos hielo sólido hasta la bahía de Guden. Una vez vi el hielo desde un bote en la bahía, en verano. Llega hasta las Tierras Rojas, y desciende al agua en ríos de hielo. Si conseguimos bajar por uno de esos glaciares podríamos ir hacia el sur por el mar de hielo hasta Karhide, y entrar así por la costa y no por la frontera, lo que quizá sea preferible. Eso añadirá, no obstante, unos kilómetros más al viaje… entre treinta y ochenta kilómetros, creo. ¿Qué opinas, Genry?
—Opino que no puedo dar media docena de pasos mientras dure este tiempo blanco.
—Pero si salimos del área de hondonadas…
—Oh, si salimos de las hondonadas será magnifico. Y si el sol sale otra vez, puedes subirte al trineo y te llevaré gratis de paseo hasta Karhide. —Un ejemplo típico de nuestros intentos de humor, en esta etapa del viaje; esos intentos eran siempre muy estúpidos, pero a veces arrancaban al otro una sonrisa. —No me pasa nada malo —continué, —excepto miedo crónico agudo.
—El miedo es útil, como la oscuridad, como las sombras. —La sonrisa de Estraven era una fea hendidura en una máscara de color castaño, agrietada y despellejada, de barba de vellones negros, y adornada con dos piedras negras. —Es raro que la luz del día no sea suficiente. Necesitamos las sombras, para poder caminar.
—Pásame un momento mi libro de notas. Estraven acababa de anotar la fecha y había contado mentalmente kilómetros y raciones. Me acercó la pequeña tableta y el lápiz de carbón empujándola alrededor de la estufa chabe. En la hoja en blanco pegada a la cubierta negra interior tracé la doble curva dentro del círculo, y ennegrecí la mitad yin del símbolo, y empujé de vuelta la tableta hacia mi compañero. —¿Conoces ese signo?
Estraven lo miró largo rato con una expresión extraña, pero dijo: —No.
—Se lo encuentra en la Tierra, y en Hain—Davenant, y en Chiffevar. Yin y yang. La luz es la mano izquierda de la oscuridad… ¿cómo seguía? Luz, oscuridad. Miedo, coraje. Frío, calor. Hembra, macho. Es lo que tú eres, Derem, dos y uno. Una sombra en la nieve.
Al día siguiente nos arrastramos hacia el noreste a través de la blanca ausencia de todo hasta que ya no hubo más grietas en el piso de nada: una jornada más. Habíamos reducido las raciones en un tercio esperando poder impedir así que en esta ruta más larga nos quedáramos sin comida. Se me ocurrió que esto no importaría mucho, ya que la diferencia entre poco y nada me parecía entonces demasiado sutil. Estraven, sin embargo, estaba rastreándole las huellas a la suerte, siguiendo lo que parecía presentimiento o intuición, y que quizá era raciocinio y experiencia aplicada. Fuimos hacia el este durante cuatro días, cuatro de las más largas jornadas de todo el viaje, de veintiséis a treinta y dos kilómetros por día, y luego el tranquilo aire bajo cero se quebró en pedazos, cambiándose en un torbellino que daba vueltas y vueltas, un torbellino de minúsculas partículas de nieve, adelante, detrás, a los lados, en los ojos, una tormenta que empezó con la muerte de la luz. Nos quedamos tres días en la tienda mientras el huracán aullaba afuera, tres días de un largo aullido inarticulado, nacido de unos pulmones que no respiraban.
—Me dan ganas de contestarle con otro grito —le dije a Estraven mentalmente, y él, con esa titubeante formalidad que caracterizaba su relación conmigo:
—Inútil. No te escuchará.
Dormimos hora tras hora, comimos un poco, nos cuidamos de las mordeduras del frío, las inflamaciones y moretones; hablamos con las mentes, dormimos de nuevo. El aullido de tres días murió en un parloteo, y luego sollozo, y luego silencio. Rompió un nuevo día.
El resplandor del cielo llegaba por la abertura de la puerta válvula. Era una luz que encendía el corazón, aunque estábamos demasiado agotados para mostrar nuestro alivio con presteza o celo de movimientos. Levantamos el campamento —nos llevó casi dos horas, pues nos arrastrábamos como viejos, —y partimos. El camino iba pendiente abajo, en una inconfundible y leve inclinación; la capa de nieve era perfecta para los patines. Brillaba el sol. El termómetro señalaba a media mañana veinte grados bajo cero. Nos pareció que la marcha nos devolvía las fuerzas, y la jornada fue desde entonces rápida y fácil. Seguimos así hasta que salieron las estrellas.
Estraven preparó una cena de raciones completas. De seguir así, teníamos sólo para siete días más.
—La rueda gira —me dijo con serenidad. —Para viajar de este modo hay que comer.
—Come, bebe y sé feliz —dije. La comida me había animado el cerebro. Me reí exageradamente de mis propias palabras —. Todo junto: comida —bebida —felicidad. No hay felicidad posible sin alimento, ¿no es así?
—Esto me pareció un misterio no muy distinto del círculo yin —yang, pero duró poco. Algo en la expresión de Estraven lo borró de mi mente. Sentí casi en seguida ganas de llorar, pero me contuve. Estraven no era tan fuerte como yo, y no era justo, quizá yo lo hacía llorar también. Aunque ya estaba dormido; se había dormido sentado, con el tazón en las rodillas. No tenía la costumbre de ser tan descuidado. Pero no era una mala idea, dormir.
Despertamos de mañana, bastante tarde, tomamos un doble desayuno, y luego nos pusimos los arneses, y arrastramos el liviano trineo dejando atrás el borde mismo del mundo.
Bajo el borde del mundo, que era una pendiente empinada y pedregosa de color blanco y rojo a la pálida luz del mediodía, se extendía el mar helado: la bahía de Guden, helada de costa a costa y desde Karhide hasta el Polo Norte.
Descender a ese mar de hielo a través de los bordes salientes y grietas del hielo apretado contra las Tierras Bajas nos llevó esa tarde y el día siguiente. Al segundo día abandonamos el trineo, e improvisamos un par de mochilas: la tienda como el bulto principal de una, y los sacos en la otra, y los alimentos distribuidos de acuerdo con el peso, que no pasó de los doce kilos para cada uno. Añadí la estufa chabe a mi carga, y aún así no me tocaban más de quince kilos. Era bueno haberse librado al fin y para siempre de tironear, empujar, arrastrar, levantar el trineo, y así se lo dije a Estraven, cuando reiniciamos la marcha. Estraven le echó una ojeada al trineo por encima del hombro, un pequeño residuo en aquella vasta aflicción de hielo y piedra roja. —Lo hizo bien —dijo. La lealtad de Estraven, que nunca me pareció desproporcionada, se extendía a las cosas; las cosas seguras, obstinadas, pacientes que usamos y son también parte de nuestros hábitos, las cosas por las que vivimos. Estraven extrañaba el trineo.
Aquella noche, la septuagésima quinta de nuestro viaje, el día quincuagésimo primero en la meseta, harhahad anner, bajamos del Hielo de Gobrin al mar de hielo de la bahía de Guden. Una vez más viajamos muchas horas, hasta tarde. El aire era muy frío, pero tranquilo y claro, y la limpia superficie de hielo parecía apropiada de veras para los esquíes. Cuando acampamos aquella noche fue raro pensar, ya acostados, que no había un kilómetro de hielo debajo de nosotros, sino poco más de un par de metros, y luego agua salada. Pero no lo pensamos mucho tiempo. Comimos, y dormimos.
Al amanecer, de nuevo un día claro aunque terriblemente frío, con menos de cuarenta grados bajo cero al alba, vimos la costa en el sur, abultada aquí y allá con las lenguas visibles de los glaciares, y que se alejaba casi en línea recta. Seguimos la costa bastante cerca de la orilla al principio. Un viento norte nos ayudó a marchar hasta que entramos esquiando en la boca de un valle entre dos altas montañas anaranjadas; en esta garganta aullaba una ráfaga que nos echó por el suelo. Caminamos de prisa hacia el este, subiendo un poco sobre el nivel del mar, y allí al menos pudimos mantenernos de pie y seguir avanzando.
—El Hielo de Gobrin nos vomitó fuera —dije.
Al otro día, la costa que hasta entonces se había curvado hacia el este, se extendió recta delante de nosotros. A la derecha estaba Orgoreyn, pero la curva azul de delante era Karhide.
En aquel día consumimos los últimos granos de orsh y lo poco que quedaba de germen de kadik; nos quedaban ahora sólo un kilo de guichi michi, y un cuarto kilo de azúcar.
No podría describir muy bien aquellos últimos días de viaje, pues en realidad casi no los recuerdo. El hambre puede acrecentar la capacidad de percepción, pero no cuando se la combina con una fatiga extrema; supongo que todos mis sentidos estaban de veras aletargados. Recuerdo haber tenido espasmos de hambre, pero no el dolor. Yo en verdad tuve todo ese tiempo una vaga impresión de liberación, de haber ido más allá de algo, y de alegría, y muchísimo sueño. Alcanzamos la costa el duodécimo día, posde anner, y trepando por una playa helada entramos en la desolación pedregosa y nevada de la costa de Guden.
Estábamos en Karhide. Habíamos cumplido nuestro propósito. Aunque quizá no servía de mucho, pues en nuestras mochilas ya no había nada que comer. Celebramos nuestra llegada con un festín de agua caliente. A la mañana siguiente partimos en seguida en busca de un camino, un albergue. Es esa una región desértica, de la que no teníamos mapa. Si había caminos, estaban sepultados bajo dos o tres metros de nieve, y quizá cruzamos varios sin saberlo. No había señales de cultivos. Ese día fuimos al fin hacia el sur y hacia el este, y cuando acababa el otro día vimos una luz que brillaba en una ladera distante, a través del crepúsculo y los finos copos de nieve. Durante un rato ninguno de los dos dijo nada. Nos quedamos allí, inmóviles, mirando. Al fin mi compañero graznó:
—¿Es eso una luz?
Había oscurecido hacia mucho cuando entramos tambaleándonos en una aldea karhidi, una calle entre casas oscuras de techados altos, la nieve acumulada y apilada hasta el umbral de las puertas de invierno. Nos detuvimos en la tienda de calor, de persianas angostas que dejaban salir en estallidos y rayos y flechas la luz amarilla que habíamos visto por encima de las lomas invernales. Abrimos la puerta y entramos.
Era odsordni anner, el día octogésimo primero de nuestro viaje, once días más que en los planes de Estraven. La división en raciones había sido exacta: la comida nos había durado setenta y ocho días. De acuerdo con el medidor del trineo más una estimación aproximada para los últimos días habíamos recorrido mil trescientos sesenta kilómetros. Muchos de esos kilómetros habían sido empleados en volver atrás, y si esta hubiese sido la verdadera distancia nunca habríamos llegado. Cuando encontramos un buen mapa vimos que la distancia entre la granja Pulefen y esta villa era de poco más de mil cien kilómetros Todos esos kilómetros y días los habíamos pasado cruzando una vasta desolación sin habitación ni lenguaje: piedra, hielo, cielo y silencio: nada más durante ochenta y un días excepto nosotros mismos.
Entramos en una sala templada y humeante, muy iluminada, colmada de comida y de olores de comida, gente y voces de gente. Me apoyé en un hombro de Estraven. Caras extrañas se volvieron hacia nosotros, ojos extraños. Yo había olvidado que había gente viva que no se parecía a Estraven. Me sentí aterrorizado.
En realidad era una habitación bastante pequeña, y la multitud de desconocidos no más de siete u ocho personas; todos ellos se quedaron tan petrificados como yo, durante un rato. Nadie llega al dominio de Kurkurast en pleno invierno, del norte, y de noche. Los hombres nos clavaron los ojos, atentos, y en silencio.
Estraven habló: un murmullo que apenas se oía: —Solicitamos la hospitalidad del dominio.
Ruido, susurros, confusión, alarma, bienvenida.
—Llegamos cruzando el Hielo de Gobrin.
Más ruido, más voces, preguntas; las gentes se agolparon alrededor. —¿Atenderían ustedes a mi amigo?
Pensé que lo había dicho yo, pero había sido Estraven. Alguien me ponía en un asiento. Nos trajeron comida; nos cuidaron; nos llevaron adentro, nos dieron la bienvenida.
Almas ignorantes, apasionadas, extraviadas, gente de tierras pobres, la generosidad de todos ellos ponía un noble fin a un viaje demasiado duro. Daban con las dos manos. Nunca una limosna, nunca una segunda intención. Y así Estraven recibió lo que nos daban, de modo semejante, como un señor entre señores, o un mendigo entre mendigos, un hombre entre hermanos.
Para aquellos aldeanos pescadores que vivían en la frontera de la frontera, en el último límite habitable de un mundo apenas habitable, la honestidad es tan esencial como la comida. Tienen que ser sinceros uno con otro; no hay bastante para trampear. Estraven lo sabía; y cuando después de un día nos empezaron a preguntar, de un modo discreto e indirecto, no olvidando nunca las exigencias del shifgredor, por qué habíamos elegido pasar el invierno yendo de un lado a otro a lo largo del Hielo de Gobrin, Estraven replicó en seguida: —Yo no hubiera elegido nunca el silencio, pero aquí es mejor que una mentira.
—Es bien sabido que los hombres honorables pueden ser declarados proscritos, pero no por eso se les encoge la sombra —dijo quien era el cocinero de la casa de calor, y por lo tanto el segundo en importancia de la aldea, y cuya tienda era allí una suerte de sala de reuniones durante todo el invierno.
—Hay personas que son proscritas en Karhide, y otras en Orgoreyn —dijo Estraven.
—Cierto, y unos por el clan, y otros por el rey de Erhenrang.
—El rey no acorta sombras, aunque pueda intentarlo —señaló Estraven, y el cocinero pareció satisfecho. Si el clan proscribe, el proscrito será siempre sospechoso, pero los dictados del rey no tenían importancia.
En cuanto a mi, yo era evidentemente extranjero, es decir el proscrito por Orgoreyn.
Nunca dimos nuestros nombres en Kurkurast. Estraven se resistía a usar un nombre falso, y no podíamos confesar los verdaderos. Hablar con Estraven era un crimen, al fin y al cabo, y mucho más alimentarlo y vestirlo y hospedarlo.
Aun en una aldea remota en la costa de Guden hay receptores de radio, y no hubiesen podido alegar ignorancia de la orden de exilio; sólo una real ignorancia de la identidad del huésped hubiese sido una excusa válida. La vulnerabilidad de estas gentes pesó en la mente de Estraven antes que yo empezara a pensarlo. En nuestra tercera noche allí, vino a mi habitación a discutir la próxima movida.
Una aldea karhidi es como un antiguo castillo terrestre en cuanto hay pocas habitaciones privadas. Sin embargo en los altos y viejos edificios del hogar, el comercio, el codominio (no había señor de Kurkurast) y la casa exterior, cada uno de los quinientos aldeanos podía buscar la soledad, y aun la reclusión, en cuartos que se abrían a antiguos corredores de paredes de un metro de ancho. Nos habían dado una habitación a cada uno, en el último piso del hogar. Yo estaba sentado en la mía junto al fuego, una pequeña y muy aromática chimenea de turba, de los pantanos de Shenshey, cuando entró Estraven. —Pronto tendremos que irnos de aquí, Genry.
Lo recuerdo allí de pie, descalzo en las sombras del cuarto iluminado, con nada puesto excepto los pantalones sueltos de piel que le había dado el jefe. En la intimidad, y en lo que llaman el calor de la casa, los karhíderos andan a menudo vestidos a medias o desnudos. Estraven había perdido en el viaje esa solidez tersa y compacta que caracteriza a los guedenianos; flaco y cubierto de cicatrices, y la cara quemada por el frío, como si la hubiese alcanzado un fuego. Era una figura oscura, cubierta, y sin embargo esquiva, en la luz inquieta y brusca.
—¿A dónde?
—Al sur y al oeste, me parece. Hacia la frontera. Nuestra primera tarea es encontrar un transmisor de radio bastante poderoso como para que el mensaje llegue a la nave. Luego tengo que buscar un escondite, o volver a Orgoreyn por un tiempo, y así evitar que castiguen a esta gente que nos ha ayudado.
—¿Cómo volverás a Orgoreyn?
—Como la vez pasada, cruzando la frontera. Los orgotas no tienen nada contra mi.
—¿Dónde encontraremos un transmisor?
—No más cerca que en Sassinod.
Me sobresalté. Estraven sonrió mostrando los dientes.
—¿Nada más cerca?
—Unos doscientos kilómetros. Hemos recorrido distancias mayores en terrenos peores. Hay caminos en todo el trayecto; la gente nos ayudará. Podríamos ir en trineo de motor.
Asentí, pero la perspectiva de alargar nuestro viaje de invierno me deprimía bastante, y esta vez no hacia un puerto, sino de vuelta a esa frontera donde Estraven podía pasar de nuevo al exilio, dejándome solo.
Reflexioné un rato y al fin dije: —Karhide tendrá que cumplir una condición antes de unirse al Ecumen. Argaven derogará tu proscripción.
Estraven no dijo nada y se quedó observando el fuego.
—Lo digo de veras —insistí. —Lo primero primero.
—Gracias, Genry —dijo Estraven con una voz que cuando hablaba como ahora, muy lentamente, sonaba como una voz de mujer, ronca y apagada. Me miró, amable, sin sonreír —. Pero hace ya tiempo que no espero volver pronto a mi casa. He pasado veinte años en el exilio, tú sabes. Ahora no es muy diferente. Cuidaré de mí mismo, y tú cuida de ti mismo, y del Ecumen. Esto tienes que hacerlo solo. Pero es demasiado pronto para discutirlo. ¡Dile a tu nave que baje! Cuando eso ocurra, ya atenderemos al resto.
Nos quedamos dos días más en Kurkurast, alimentándonos y descansando, esperando una apisonadora de caminos, que llegaría del sur, y que podría llevarnos un tiempo cuando emprendiera el camino de vuelta. Nuestros anfitriones consiguieron que Estraven les contara la historia completa de nuestro cruce del Hielo. Estraven la contó como sólo alguien que está dentro de toda una tradición de literatura oral puede hacerlo; el relato se transformó así en una saga, colmada de locuciones y aun episodios tradicionales, y sin embargo exacta y vívida desde los fuegos sulfurosos y la oscuridad de los desfiladeros entre el Drumner y el Dremegole, a las ruidosas ráfagas que venían de las gargantas montañosas y barrían la bahía de Guden; con interludios cómicos, como la caída del mismo Estraven en la hondonada, y otros místicos, cuando habló de los sonidos y silencios del Hielo, de los días sin sombras, de la oscuridad de la noche. Yo escuché tan fascinado como los demás, los ojos clavados en la cara oscura de mi amigo.
Dejamos Kurkurast pegados codo con codo en la cabina de una apisonadora de caminos, uno de esos grandes vehículos de motor que alisan y apisonan la nieve en los caminos de Karhide, ya que tratar de mantenerlos limpios se llevaría la mitad de los recursos del reino, en tiempo y dinero, y de cualquier modo todo el tránsito de invierno se hace en patines. La apisonadora avanzaba a unos tres kilómetros por hora, y nos dejó en la próxima aldea al sur de Kurkurast ya bien avanzada la noche. Allí, como siempre, nos dieron la bienvenida, nos alimentaron y nos alojaron para pasar la noche; al día siguiente continuamos a pie. Estábamos ahora tierra adentro, alejados de las montañas de la costa, que protegen a la bahía de Guden de los embates del viento norte, en una región más habitada, de modo que ahora íbamos no de campamento en campamento sino de hogar en hogar. Un par de veces conseguimos que nos llevaran un rato en trineo; en una ocasión cuarenta kilómetros. Los caminos, a pesar de las nevadas copiosas y frecuentes, eran firmes, y había muchas señales. Llevábamos siempre comida en nuestros bultos, puesta allí por el anfitrión de la última noche; había siempre un techo y un fuego al final de una jornada.
Sin embargo aquellos siete o nueve días de esquí y caminatas fáciles a través de tierras hospitalarias fueron la parte más dura y terrible de todo el viaje, peor que el ascenso al glaciar, peor que los últimos días de hambre. La saga había concluido; pertenecía al Hielo. Estábamos muy cansados. No íbamos en la dirección adecuada. No había alegría en nosotros.
—A veces hay que ir en dirección contraria a la rueda —dijo Estraven. Parecía tan tranquilo como siempre, pero en el paso, la voz y la compostura, la paciencia había reemplazado al vigor, la terquedad a la convicción. Estaba muy silencioso, y no hablaba mucho con la mente.
Llegamos a Sassinod. Un pueblo de algunos miles de habitantes, posado en las alturas, sobre el Ey helado; techos blancos, paredes grises, lomas con unas pocas manchas negras y afloramientos de roca y árboles; caminos blancos y río blanco; del otro lado del río, las tierras en disputa, el valle de Sinod, todo blanco…
Entramos en Sassinod con las manos vacías, pues casi todo lo que nos quedaba del equipo de viaje se lo habíamos dado a varios y amables anfitriones, y ahora no teníamos más que la estufa chabe, los esquíes y las ropas que llevábamos puestas. Así, livianos de equipaje, hicimos nuestra entrada, preguntando la dirección un par de veces, no en el pueblo, sino en una granja de las cercanías. Era un sitio pobre, no parte de un dominio sino una granja aislada, dependiente de la administración del valle. En el tiempo en que Estraven era joven secretario de esa administración había sido amigo del propietario, y en verdad había comprado la granja para él hacía un año o dos, cuando estaba ayudando a que la gente se reinstalase al este del Ey, con la esperanza de evitar toda disputa sobre los derechos del valle. El granjero mismo nos abrió la puerta, un hombre macizo de voz blanda que parecía tener la edad de Estraven. Se llamaba Dessicher.
Estraven había cruzado esta región con la capucha puesta y caída, para ocultarse la cara. Temía que aquí lo reconocieran. No parecía necesario; había que tener muy buen ojo para ver a Har rem ir Estraven en aquel flaco vagabundo golpeado por huracanes de nieve. Dessicher se quedó mirándolo de reojo, incapaz de creer que fuese quién decía que era.
Dessicher nos dio alojamiento, y su hospitalidad fue considerable, aunque era hombre de pocos medios. Pero estaba incómodo con nosotros, y hubiese preferido no tenernos en la casa. Era comprensible: arriesgaba que le confiscasen la propiedad por habernos albergado. Como tenía esa propiedad gracias a Estraven, y de otro modo era muy probable que hubiese vivido ahora en el desamparo, no parecía injusto pedirle que corriera algún riesgo.
Mi amigo, sin embargo, le pidió ayuda no en devolución del pago, sino como cuestión de amistad, contando no con el sentido del deber sino con el afecto de Dessicher. Y en verdad Dessicher se desheló cuando se le pasó el miedo, y con volubilidad karhidi se hizo demostrativo y nostálgico, recordando los viejos días y los viejos amigos, sentado junto con Estraven al lado del fuego. Cuando Estraven le preguntó si se le ocurría algo acerca de un posible escondite, alguna granja aislada o abandonada donde un hombre proscrito podía quedarse un mes o dos con la esperanza de que se revocara la orden de exilio, Dessicher dijo en seguida: —Quédese conmigo.
Los ojos se le encendieron a Estraven, pero titubeaba, y conviniendo en que no podía haber seguridad tan cerca de Sassinod, Dessicher prometió encontrarle un refugio. No habría sido difícil, dijo, si Estraven hubiese tomado un nombre falso, empleándose como cocinero o peón de granja, lo que no hubiera sido placentero, quizá, pero mejor sin duda que volver a Orgoreyn. —¿Qué demonios haría usted en Orgoreyn? ¿De qué viviría, eh?
—De la comensalía —dijo mi amigo con una sombra de su sonrisa de nutria. —Dan trabajo a todas las unidades, ya sabe usted. No sería un problema. Pero me agradaría quedarme en Karhide… si en verdad se le ocurre algo…
Habíamos conservado la estufa chabe, la única cosa de valor que nos quedaba. Nos fue útil, de un modo o de otro, hasta el fin del viaje. En la mañana que siguió a nuestro arribo a la granja de Dessicher, tomé conmigo la estufa y fui en esquíes hasta el pueblo. Estraven, por supuesto, no vino conmigo, pero me había explicado lo que yo tenía que hacer, y no hubo problemas. Vendí la estufa en el comercio del pueblo, y fui con el dinero al pequeño colegio de tráfico, donde estaba instalada la estación de radio, y compré diez minutos de «transmisión privada a recepción privada». Todas las estaciones reservaban diariamente un cierto tiempo a estas transmisiones de onda corta; en su mayor parte eran utilizadas por mercaderes que se comunicaban así con agentes o clientes de ultramar, en el Archipiélago, Sid, o Perunter; el costo es bastante alto, pero no disparatado. Menos, de cualquier modo, que el valor de una estufa chabe de segunda mano. Mis diez minutos serían temprano en la tercera hora, a media tarde. Yo no quería pasarme el día esquiando entre Sassinod y la granja, ida y vuelta, de modo que decidí quedarme en el pueblo, y me pagué un buen almuerzo, barato y copioso, en una de las tiendas de calor. Era evidente que la cocina karhidi estaba muy por encima de la orgota. Recordé mientras comía el comentario de Estraven sobre este asunto, y recordé cómo había dicho la noche anterior: —Preferiría quedarme en Karhide… —Y me pregunté, no por vez primera, qué es el patriotismo, en qué consiste realmente el amor a un país, cómo nace esa anhelosa lealtad que le había sofocado la voz a mi amigo, y cómo un amor tan verdadero puede convertirse, demasiado a menudo, en un fanatismo tan vil e insensato. ¿Dónde estaba el error?
Luego del almuerzo me paseé por Sassinod. La actividad del pueblo, las tiendas y mercados y calles, animados a pesar de las ráfagas de nieve y la temperatura bajo cero, me daban la impresión de estar mirando una pieza de teatro, irreal, sorprendente. Yo aún no había salido de la soledad del Hielo. Me sentía intranquilo entre esa gente desconocida, y extrañaba continuamente la presencia de Estraven a mi lado.
Remonté la calle empinada y cubierta de nieve cuando la tarde empezaba a irse; entré en el colegio y me mostraron cómo se manejaba el transmisor público. A la hora señalada envié la señal de alerta al satélite automático que giraba en una órbita estacionaria a quinientos kilómetros de altura sobre Karhide del Sur. Estaba allí para ayudarme en situaciones como ésta: mi ansible había caído en otras manos, de modo que no podía pedirle a Ollul que advirtiese a la nave, y yo no tenía tiempo ni equipo para establecer contacto directo con la órbita solar. El transmisor de Sassinod era más que suficiente, pero como el satélite no estaba equipado para responder, excepto con un mensaje a la nave, yo no podría saber si mi llamada había sido recibida y reenviada a la nave. Yo no sabría si había hecho bien. Había aprendido a aceptar estas incertidumbres con ánimo tranquilo.
Nevaba mucho cuando iba a dejar el colegio, y decidí pasar la noche en el pueblo, pues no conocía tan bien los caminos como para aventurarme en la nieve y la oscuridad. Como aún me quedaba un poco de dinero, pregunté por una posada, e insistieron en que me quedara en el colegio; cené con un grupo de animados estudiantes, y pasé la noche en uno de los dormitorios. Me quedé dormido con una agradable impresión de seguridad, la convicción de que la gente de Karhide era de una extraordinaria y sostenida bondad con los extranjeros. Yo había descendido al principio en el país adecuado, y ahora estaba de vuelta. Así me dormí, pero desperté muy temprano y salí para la granja de Dessicher, habiendo pasado una noche agitada y con pesadillas.
El sol naciente, pequeño y frío en el cielo claro, enviaba sombras al oeste desde todas las quebraduras y salientes de la nieve. Nadie se movía en los campos nevados, pero allá lejos por el camino se acercaba una figurita, deslizándose levemente como un esquiador. Mucho antes de verle la cara reconocí a Estraven.
—¿Qué pasa, Derem?
—Tengo que llegar a la frontera —me dijo sin ni siquiera detenerse cuando nos encontramos. Estaba ya sin aliento. Me volví y los dos fuimos hacia el Oeste, y yo tuve que esforzarme para no quedar atrás. Cuando llegamos a la curva que llevaba a Sassinod, Estraven se lanzó esquiando a través de los campos sin cercas. Cruzamos el Ey helado a unos dos kilómetros al norte del pueblo. Los terraplenes eran empinados, y cuando llegamos arriba tuvimos que detenernos a descansar. No estábamos en condiciones para esta clase de carrera.
—¿Qué pasó? ¿Dessicher?
—Si. Lo oí cuando hablaba por su transmisor inalámbrico. Al alba. —El pecho le subía y le bajaba a Estraven en jadeos, como cuando estaba tendido en el hielo junto a la hondonada azul. —Tibe debe de haber puesto precio a mi cabeza.
—¡Condenado y desagradecido traidor! —balbuceé, no refiriéndome a Tibe sino a Dessicher, que había traicionado una amistad.
—Si, lo es —dijo Estraven —, pero le pedí demasiado, puse demasiado en aprietos a un pequeño espíritu. Escucha, Genry. Vuelve a Sassinod.
—Al menos quiero verte del otro lado de la frontera, Derem.
—Puede haber guardias orgotas allí.
—Me quedaré de este lado. Por amor de Dios…
—Estraven sonrió. Todavía respirando con dificultad, se incorporó y se puso en marcha, y yo fui con él.
Esquiamos cruzando bosquecillos helados y las lomas y campos del valle en disputa. No había ningún escondrijo a la vista, ningún techo. Un cielo luminoso, un mundo blanco, y dos manchas móviles de sombra, que huyen. La elevación del terreno nos ocultó la frontera hasta que estuvimos a unos doscientos metros. Entonces la vimos claramente señalada con una cerca; sólo medio metro de los postes emergía sobre la nieve, las puntas pintadas de rojo. No se veían guardias en el lado orgota. Del lado de aquí había huellas de esquíes, y más al sur unas figuritas que se movían.
—Hay guardias de este lado. Tendrás que esperar a la noche, Derem.
—Inspectores de Tibe —jadeó Estraven, amargamente, y se volvió.
Subimos de nuevo a la elevación, y nos escondimos en el primer lugar arbolado que encontramos. Allí pasamos todo aquel largo día, en un claro, entre la vegetación espesa de un bosque de hémmenes; las ramas rojizas pendían alrededor de nosotros bajo la carga de la nieve. Discutimos la conveniencia de ir hacia el norte o hacia el sur a lo largo de la frontera para salir de esta zona particularmente perturbada, o tratar de subir a las lomas, al este de Sassinod, y aun volver al norte, al desierto, pero todos estos planes tuvieron que ser vetados. Descubierta la presencia de Estraven no podíamos viajar abiertamente por Karhide, como hasta ahora. Ni podíamos tampoco viajar en secreto; no teníamos tienda, ni comida, ni mucha fortaleza. No quedaba otra solución que una rápida arremetida a través de la frontera; todos los otros caminos estaban cerrados.
Nos quedamos allí en la hueca oscuridad, bajo los árboles oscuros, en la nieve, apretados y juntos, buscando calor. Alrededor del mediodía Estraven dormitó un rato; yo tenía demasiada hambre y demasiado frío para poder dormir. Me quedé tendido junto a mi amigo en una especie de estupor, tratando de recordar las palabras que él me había citado una vez: Las dos son una, vida y muerte, tendidas juntas… Era un poco como estar dentro de la tienda, en el Hielo, pero sin techo, sin comida, sin descanso; lo único que nos quedaba era la compañía del otro, y esto terminaría pronto.
Una neblina ocultó el cielo, en la tarde, y la temperatura empezó a bajar. Aun en aquel agujero sin viento hacía demasiado frío para estar echados e inmóviles. Tuvimos que levantarnos y a la hora del crepúsculo padecí un ataque de escalofríos como el que había conocido en el camión —prisión cuando cruzábamos Orgoreyn. Lo oscuridad se demoraba. Al fin, en los últimos momentos del crepúsculo azul, dejamos el claro y nos arrastramos por la loma, ocultándonos detrás de los árboles y matorrales hasta que alcanzamos a divisar la línea de la cerca —frontera, unos pocos puntos oscuros a lo largo de la nieve pálida. Ninguna luz, ningún movimiento, ningún sonido. Lejos en el sudoeste se vislumbraba el resplandor amarillo de una aldea, alguna pequeña aldea comensal de Orgoreyn, donde Estraven podía entrar con sus inaceptables papeles de identidad, y asegurarse por lo menos una noche de alojamiento en la cárcel comensal o quizá en la más próxima granja comensal voluntaria. De pronto, allí, a último momento, no antes, comprendí lo que mi egoísmo y el silencio de Estraven me habían ocultado, a dónde iba y en qué se metía, y dije: —Derem, espera…
Pero Estraven ya se deslizaba loma abajo, esquiador magnifico, veloz, y esta vez no se demoraba esperándome. Descendía en una larga y rápida curva a través de las sombras sobre la nieve. Se alejaba de mi, e iba directamente hacia las armas de los guardias fronterizos. Me pareció oír unos gritos de advertencia o quizá órdenes de alto, y en alguna parte estalló una luz, pero no estoy seguro. De cualquier modo Estraven no se detuvo, y se precipitó hacia la cerca, y los guardias le dispararon antes que llegara. No usaban las armas sónicas que aturden a la víctima sino el arma de saqueo, una máquina antigua que arroja una andanada de fragmentos de metal. Dispararon para matarlo. Agonizaba ya cuando llegué junto a él, tendido de costado en la nieve, con los brazos y las piernas abiertos, y el pecho ensangrentado; los esquíes asomaban más lejos, clavados de punta en la nieve. Le tomé la cabeza en mis brazos y le hablé, pero nunca me respondió. Contestó a mi amor por él de otro modo, gritando a través del tumulto y la destrucción silenciosa que era entonces su mente, cuando ya perdía la conciencia, en el lenguaje que no se habla, una vez, claramente: —¡Arek! Luego nada más. Le sostuve la cabeza, agachado allí en la nieve, mientras él moría. Me dejaron hacerlo. Luego me obligaron a levantarme, y a mí me llevaron en una dirección y a él en otra; a mí hacia la cárcel, y a él hacia la oscuridad.