Cuando Wentik recobró el conocimiento, su primer impulso fue de pánico. Se encontraba a oscuras, y un agudo ruido de gemido lo rodeaba incesantemente.
Intentó moverse, pero descubrió que todo su cuerpo estaba confinado en una pesada prenda que no le permitía más movimiento que una leve rotación lateral. Una máscara de goma cubría su nariz y boca y por ella se bombeaba aire frío, lo cual tendía a contrarrestar la oleada de claustrofobia que al principio se expandió en el interior de Wentik.
Su vuelta a la plena conciencia fue rápida y con escasos efectos secundarios. Sólo un ligero dolor a lo largo de la parte superior de la frente aún le evocaba el acre gas amarillo.
Al cabo de unos minutos se tranquilizó, y yació tranquilamente donde estaba. Aunque los acontecimientos estaban entonces fuera de su control, sintió de manera instintiva que no se encontraba en peligro inmediato alguno.
Después de veinte minutos, entró un hombre con un tazón de líquido caliente. Lo colocó en el suelo delante de Wentik y retrocedió hacia la puerta por la que había entrado.
Wentik se retorció con violencia, y trató de hablar a través de la máscara. El hombre lo miró, estiró el brazo fuera de la puerta, y se encendieron las luces. Wentik volvió los ojos al alimento de modo expresivo, e intentó otra vez pronunciar una palabra.
El individuo tiró de Wentik hasta ponerlo sentado, y manipuló algunas cuerdas que había detrás. Las manos de Wentik quedaron libres. Las miró, y notó que se hallaba dentro de una especie de camisa de fuerza. Después el hombre salió, y Wentik atrajo el tazón hacia sí y aflojó la máscara de goma que rodeaba sus labios. Estaba conectada, medíante dos tubos de goma flexible, a dos cilindros de gas que había en el suelo.
Wentik se quitó la máscara, respiró el aire de la sala, que le pareció perfectamente aceptable. Se preguntó por qué le habrían puesto la máscara.
La sopa estaba muy caliente y excesivamente sazonada. Al parecer, contenía una base de extracto de carne con una mezcla de legumbres desmenuzadas y pan. El sabor era raro y en absoluto agradable, pero Wentik la bebió enseguida y se sintió mejor cuando concluyó.
El hombre había dejado la puerta parcialmente abierta al salir de la cámara. Wentik se puso de pie y se acercó. Delante de él había otra sala, provista de dos literas e instalación de agua y cocina. Ahí, el ruido de gemido era menor.
En el centro del suelo estaba el ya familiar conjunto de cilindros de gas, y en una de las literas yacía Musgrove.
Wentik se acercó y lo contempló.
Estaba sujeto en una camisa de fuerza, y su boca y nariz se hallaban cubiertas por una máscara de goma. Musgrove miró a Wentik, sus ojos revelaban un interés pasivo.
Wentik hizo un ademán de retirar la máscara, pero justo en ese instante el primer hombre entró por una puerta en el extremo opuesto del cuarto.
—Váyase —dijo al instante.
Wentik lo miró.
—¿Por qué Musgrove está atado así? —preguntó.
—Por su propio bien. Ahora, váyase.
Wentik volvió a observar a Musgrove, después caminó lentamente hacia la cámara de la que había salido. Dejó la puerta abierta expresamente, y contempló al hombre que comprobaba las cintas de goma que sostenían la máscara a la cara de Musgrove. Cuando estuvo seguro de que Wentik no las había desordenado, regresó a la cámara más alejada.
Al abrirse y cerrarse la puerta, Wentik miró por ella y sus sospechas se confirmaron. Era la cabina de un avión.
Estaba en el jet de despegue y aterrizaje vertical. Lo que significaba que lo conducían a alguna parte. Y también a Musgrove, aunque de dónde había salido éste y cómo se había presentado en la cárcel con el piloto del avión era un misterio.
Durante esos breves instantes en que había visto a Musgrove junto al helicóptero, el individuo había dado la impresión de actuar conjuntamente con el otro. Pero ahora era un prisionero con camisa de fuerza, como el mismo Wentik.
Se produjo un cambio casi imperceptible en el tono del gemido, tan sutil que apenas lo hubo detectado, Wentik dudó de su percepción. Supuso que detrás de la pared trasera de la cámara se encontraban los motores. Resultaba sorprendente la cantidad de espacio que había dentro de la nave, teniendo en cuenta el tamaño aparente visto desde fuera.
Una voz crepitó en un altavoz oculto.
—Listos para aterrizar. Tomen precauciones de seguridad.
Wentik miró a su alrededor, y vio una corta hilera de cinturones dobles que colgaban de la pared. Se acercó, metió los brazos en uno de los juegos, y notó que automáticamente lo estrechaban por los hombros. Afirmó las piernas en el suelo, inseguro en cuanto al amortiguamiento que precisaba para oponerse a los rigores del aterrizaje.
Casi al momento volvió a variar el tono de los motores, y el ruido afluyó procedente del compartimiento. La parte frontal de la nave se alzó, y Wentik sintió una especie de caída en picado, al parecer mientras el avión ejecutaba una maniobra similar a la realizada al detenerse delante del helicóptero. El estómago del científico sufrió sacudidas al notar el descenso del aparato, y Wentik comprendió la necesidad de que todo el mundo a bordo estuviera atado. El avión cayó en picado otras dos veces, y a continuación Wentik escuchó una serie de ruidos: los motores, que adoptaban otro tono distinto, más áspero, y un sonido de matraqueo, de roedura, como las cadenas del ancla de un barco.
Al cabo de tres minutos hubo un movimiento de costado, el ruido del avión menguó de repente y el de los motores fue desapareciendo hasta hacerse inaudible.
Wentik se quedó donde estaba, incierto sobre qué debía hacer. Desató las correas de los brazos e intentó quitarse la pesada prenda que rodeaba su cuerpo. Pese a que sus dedos estaban libres, la rigidez del material le impedía mover los brazos por la espalda como no fuera con cierto ángulo, y por mucho que se esforzó no logró desasirse de los tirantes. Pugnó durante cinco minutos, después abandonó la tarea.
El continuo silencio en el resto del avión lo sorprendió. ¿Por qué los hombres no llegaban a buscarle? Después de aguardar varios minutos más, Wentik volvió a entrar en la cámara contigua. Musgrove seguía allí, yacente, los ojos cerrados.
Wentik se acercó al otro hombre, y apartó la máscara de goma de su cara. Los ojos de Musgrove se abrieron.
—¡Wentik! —gritó.
—¿Se encuentra bien? —el semblante de Musgrove estaba recubierto de una viscosa mezcla de sudor y mugre.
Cerró los ojos y los abrió otra vez.
—Estoy perfectamente bien. ¿Hemos aterrizado?
—Sí. ¿Dónde estamos, Musgrove?
—No lo sé. Escuche —el hombre se sentó y cogió el brazo de Wentik—, tiene que sacarme de aquí. Sólo los conduje hasta usted porque me vi obligado a hacerlo. Deberíamos huir juntos.
Wentik lo miró con aire de incertidumbre. Había llegado a desconfiar de la cordura de Musgrove por razones patentes.
A Wentik lo turbó advertir que la gente que lo había amordazado también había puesto la camisa de fuerza a Musgrove.
—Averigüemos dónde estamos antes de intentar escapar —dijo.
Pasó junto al otro y llegó al extremo de la cámara. Ahí la puerta estaba cerrada, y Wentik la abrió muy despacio. La cabina estaba desierta.
El sol brillaba a través de una de las grandes pantallas de los costados, y caía sobre hileras de indicadores e instrumentos. Había dos asientos acojinados junto a cada una de las pantallas y controles de vuelo. Wentik examinó brevemente los instrumentos, sin que pudiera encontrarles demasiado significado.
En el suelo de la cabina había un gran escotillón metálico, que había sido abierto. Una corta escalerilla llevaba a tierra. Wentik se arrodilló pese a la embarazosa camisa de fuerza y trató de comprobar si había alguien cerca, mas no había nadie en los alrededores.
Erguido de nuevo, contempló las pantallas y vio que la nave había aterrizado enuna extensión de cemento. Otros aviones de diversos tamaños se hallaban en las cercanías. Volvió al escotillón y bajó la escalerilla.
El sol descendía sobre colinas en el horizonte, en la neblina de luz anaranjada y roja que indicaba un ambiente industrial. En cuestión de minutos sería de noche. Wentik contempló el aeropuerto con la intención de poner cierto orden en el cúmulo de formas y colores nada familiares.
Había veinte o treinta aviones esparcidos por el aeropuerto que, dada su aparente densidad de tráfico, era sorprendentemente pequeño. Suponiendo que todos los aviones emplearan despegue vertical, tal cosa explicaría naturalmente esa anomalía. Decenas de personas se movían en torno al avión, pero ninguna de ellas prestaba atención a Wentik.
A medio kilómetro había un elevado edificio terminal, y en su fachada se leía:
SAO PAULO.
De modo que estaba allí. Una de las mayores ciudades de Brasil, por lo que recordaba. Por milésima vez, o algo así, Wentik ansió que sus conocimientos acerca de Brasil fueran mayores.
Mientras miraba a su alrededor preguntándose qué debería hacer, un vehículo apareció sobre el cemento, se detuvo a pocos metros de distancia y dos hombres se apearon.
Se acercaron a Wentik.
—¿Acaba de llegar en ése? —preguntó uno de ellos, señalando el avión con un gesto de cabeza.
—Sí —respondió Wentik.
—Bien. Suba.
Se volvieron hacia el vehículo, y Wentik los siguió al tiempo que observaba el coche con gran curiosidad. Delante había dos asientos para el conductor y su acompañante, y en la parte de atrás había un sofá acolchado que obviamente podía servir como asiento o como cama. Todo el vehículo era descubierto.
—¿Quieren que suba en eso?
—Como prefiera. No parece estar demasiado enfermo. No tendrá que tenderse.
—¿Qué es esto? ¿Una ambulancia?
—Exacto. Podemos cubrirla, si lo prefiere.
El hombre accionó un interruptor de la parte delantera del vehículo, y al momento la totalidad de la porción trasera se vio rodeada de un capullo oval azul claro que pareció materializarse a partir de las moléculas del aire. Wentik puso la mano en la cubierta. Era blanda.
Subió a la parte trasera y se sentó, tal como el hombre había sugerido, en el lado de la litera. Podía ver a través del capullo con bastante claridad. El propósito de la envoltura era evidente: ofrecer intimidad a los que la precisaban, y con todo permitir ver el exterior a quienquiera que fuese dentro.
El vehículo se puso en marcha, sin sonido alguno de motor. Mientras rodaban hacia el costado del edificio terminal, un jet del extremo opuesto del aeropuerto hizo funcionar su motor, y la extensión entera quedó sumergida en un torrente de sonido. El avión despegó en cuestión de segundos en un ascenso vertical al cielo, con una ensordecedora explosión.
Cuando el ambiente se hubo tranquilizado de nuevo ya se encontraban fuera del aeropuerto, desplazándose por una estrecha calle. Wentik había notado una extraña sensación desde que había salido del avión, y entonces la identificó.
Gente.
Por primera vez en semanas estaba rodeado de más personas de las que podía contar. Incluso en la Concentración había estado en una comunidad cerrada, restringida, donde cada cara era tan familiar como el resto. Ahora veía miles de seres humanos, vestidos en multitud de colores distintos. Allí había muchedumbres que se empujaban en estrechas aceras, niños que cruzaban velozmente la calle delante del tráfico. Y mujeres.
Wentik se dio cuenta del tiempo que había transcurrido sin ver una mujer.
La ambulancia se vio obligada a reducir la marcha por la calle, conforme el gentío desbordaba las aceras. Estaban pasando por una especie de mercado, con puestos abiertos que contenían frutas y hortalizas, pan, vino, objetos inidentificables de metal reluciente y plástico llenos de colorido. Los dependientes de los puestos estaban cerrando sus comercios, trasladando los artículos a camiones cercanos. La noche estaba próxima.
En los muros de los edificios letreros brillantes e iluminados destellaban en la creciente sombra. Mirando la calle en la dirección que llevaban, por encima de las cabezas de los hombres que había delante del vehículo, Wentik vio la calle como una senda entre una selva de colorido. Sus ojos, largo tiempo acostumbrados a la simple desolación de la cárcel yla llanura, y separados de la luz y la oscuridad, no vieron los letreros como destellos de luz individuales, sino como parte de un calidoscopio general.
Pero al observar algunos de los letreros, su extrañeza fue inmediatamente manifiesta.
Ahí un letrero mostraba un manojo de flores, allá un rostro. Un dibujo más que simplificado de unas tijeras, la cara de una mujer, un libro abierto. En ninguna parte vio una sola palabra.
Poco a poco, la calle se ensanchó y la ambulancia aceleró. Los edificios formaban conjuntos compactos y asumían un sentido del diseño más placentero. El sol se había escondido, dejando un amplio abanico de color degradual en el cielo. Las luces iban apareciendo en los edificios y Wentik, que experimentaba una renovada sensación de encarcelamiento en la envoltura de la ambulancia, se sintió desolado y apartado de las personas de la ciudad. La gente cumplía con sus rutinas habituales: vivir, descansar, amar y hacer el amor. Pero él no formaba parte de la rutina; un intruso con camisa de fuerza conducido discretamente por calles oscurecidas hacia un destino desconocido.
Los edificios empezaron a arracimarse de nuevo, y la ambulancia disminuyó un poco la marcha. Los letreros de colores ya no se veían. El vehículo dejó la calle principal y siguió una ruta sinuosa entre calle secundarias donde se alzaban grandes bloques en el cielo del atardecer, las ventanas radiantes de luz.
Wentik miró a su alrededor con interés, subjetivamente todavía a sólo minutos de la cárcel.
De repente el vehículo frenó, y dio la vuelta para entrar en el patio de un gran edificio. Brillantes lámparas de arco aparecieron mientras se dirigían a la parte trasera, y la luz los inundó al detenerse. Los dos hombres saltaron del coche al instante y la luz dio la impresión de hacerse aún más resplandeciente. Entonces Wentik se dio cuenta de que el capullo azul protector había desaparecido. Bajó, y cada uno de los hombres lo cogió de un brazo, asiéndolo firmemente por las correas cosidas en el tejido de la camisa detrás de los tríceps.
Indefenso, Wentik fue impulsado hacia arriba por un tramo de escaleras, y llegaron a un vestíbulo embaldosado donde las pisadas resonaban fuertemente.
Antes de que tuviera oportunidad de asimilar la escena del vestíbulo —una mirada helada a una multitud de personas, algunas de pie, otras sentadas, todas, al parecer, esperando—, Wentik estaba fuera, y en un pasillo.
A medio corredor fue empujado a un ascensor, y llevado cada vez más arriba. El científico contó los pisos, y su cuenta paró en el séptimo.
Lo condujeron por otro corredor, a través de una serie de habitaciones y a otro pasillo. Al final de este último abrieron una puerta, y le hicieron entrar.
Uno de los hombres deslizó una lengüeta, y la camisa de fuerza cayó hacia adelante. Wentik contrajo los músculos de los hombros de un modo instintivo, y se volvió. Miró a los hombres.
—¿Dónde estoy? —preguntó.
Uno de los individuos sacó un raído trozo de cartón de un bolsillo y lo leyó.
—Se encuentra en Sao Paulo —dijo con monotonía—. Esto es un hospital. Póngase cómodo, duerma tanto como le sea posible, y haga lo que le pide el personal médico. Habrá una enfermera para cuidarle dentro de un instante —el hombre devolvió el cartón al bolsillo y se dirigió hacia la puerta en compañía del otro.
—Y no intente salir —dijo el segundo individuo. Nunca lo conseguiría.
La puerta se cerró, y Wentik escuchó el clic de la cerradura. Los hombres se alejaron por el corredor.
Examinó la habitación.
Estaba iluminada, y agradablemente decorada. Había una cama —con sábanas, observó Wentik al instante—, una serie de libros, un lavabo con jabón y toallas, un armario, un escritorio y una silla y ropa de recambio extendida para él en la cama.
En comparación con lo que se había acostumbrado en las semanas, aquello era un lujo. Diez minutos después, una vez lavado y mudado con la ropa nueva que le habían dejado —una camisa gris muy ajustada, unos pantalones sin costuras, sueltos y también grises—, notó que las paredes de la habitación estaban acolchadas con fíbra flexible.
Una hora más tarde Wentik estaba tumbado en la cama, escuchando la suave música que llegaba a través de un altavoz oculto sobre la puerta, y contemplando una película de niños que jugaban felices en una pradera bajo cielos azules. En un curioso paralelo entre esa situación y los primeros días de cárcel, el vago interrogatorio por que acababa de pasar lo había dejado en un estado de moderada confusión.
Un joven doctor lo había visitado, y las preguntas que había formulado fueron prácticamente absurdas para Wentik. Y al parecer, las respuestas que dio tenían un significado igualmente pobre para el doctor.
Siguió un examen médico superficial, y le dejaron en paz.
Aparentemente se trataba de un caso de identidad equívoca, por lo que Wentik sabía. El doctor pensaba que él era otra persona, aunque no estaba claro quién, precisamente. Parte del examen comprendió sencillos tests de asociación, y las respuestas de Wentik sorprendieron claramente al médico.
Al final del examen, Wentik dijo:
—¿Por qué he sido conducido aquí?
—Para rehabilitación de trastornos.
—¿Cuánto dura eso?
—Hasta que usted se recupere —dijo el doctor—. Llame a la enfermera si desea algo. Lo veré otra vez por la mañana.
Cuando el médico salió, la puerta no fue cerrada de nuevo, y Wentik la abrió un poco. Afuera, en el corredor, habían colocado un escritorio y levantado un tabique temporal, convirtiendo de ese modo el extremo del pasillo en una habitación externa a disposición de Wentik. Sentada ante el escritorio, la enfermera vestida con uniforme blanco intercambiaba algunas palabras con el doctor, que se había detenido para tal efecto. Aunque forzó al máximo su oído, Wentik fue incapaz de distinguir la mayor parte de lo que decían.
Pero escuchó que el médico hizo una vez mención del nombre de Musgrove.
Cuando el doctor se fue, Wentik permaneció unos instantes contemplando a la enfermera en su trabajo. Desconocedora de la mirada escrutadora del científico, la mujer tenía la cabeza inclinada sobre lo que escribía. Era joven, y a los ojos de Wentik, por largo tiempo privados de rasgos femeninos, notablemente atractiva. Por fin, comprendiendo que no hacía ningún bien a su estado de ánimo, Wentik cerró la puerta en silencio, y volvió a la cama.
Al cabo de algunos minutos, las luces se oscurecieron automáticamente y empezó la película.
Era enteramente inocua; al parecer, una especie de documental de absoluta simplicidad: amplias playas blancas con oleaje oscilante, elevadas montañas en un manto de árboles verde oscuro y bordeado de nubes blancas, caras de hombres y mujeres, niños jugando, animales comiendo, chimeneas de fábricas despidiendo humo.
Y mientras tanto, la insípida música brotaba incesantemente por el altavoz de la habitación.
Al cabo de una hora de película las luces se encendieron de nuevo, la música cesó y la puerta se abrió.
La enfermera entró.
—¿Querrá hacer el favor de desnudarse, señor Musgrove?
—¿Musgrove?
—Sí. Y le traeré una bebida antes de que se vaya a dormir. La enfermera salió antes de que Wentik pudiera preguntar nada.
Ella le había llamado Musgrove. ¿Quién pensarían que era él? Reflexionó, y se dio cuenta de que desde el momento en que bajó del avión de despegue y aterrizaje vertical no había hablado con nadie como no fuera con los hombres de la ambulancia. Si éstos habían recibido instrucciones de recoger a un hombre del avión —y tanto él como Musgrove vestían ropa similar, incluso la misma camisa de fuerza— entonces pudo haberse producido fácilmente una confusión de identidad.
En cuyo caso, él estaba recibiendo un tratamiento evidentemente pensado para un hombre en el estado de Musgrove, y no en su condición. Si bien resultaba confortante de inmediato, el hecho le ofrecía una nueva y profunda percepción del individuo.
Cuando la enfermera regresó con una jarra de té caliente, Wentik le dijo:
—¿Quién cree que soy, señorita enfermera?
La mujer dejó la bebida y arregló las sábanas.
—Ahora métase dentro esa bebida y váyase a dormir, señor Musgrove.
—No ha respondido a mi pregunta.
La enfermera le sonrió, y el corazón de Wentik se aceleró.
—Duerma. El doctor lo verá por la mañana.
La enfermera se dirigió hacia la puerta y volvió a marcharse. Wentik sacó las piernas de las sábanas y, haciendo uso de su reciente descubrimiento de que la puerta podía ser abierta sin ruido, fijó la mirada en la mujer. ¡Santo cielo! ¡Era muy bonita... !
La enfermera alzó los ojos y sonrió.
—Dije que a dormir, señor Musgrove.
Wentik cerró la puerta apresuradamente.
Parecía que ya no importaba quién creía la enfermera que él fuera. Volvió a la cama, bebió el té en cuanto estuvo suficientemente frío, y al cabo de unos minutos se durmió.
El raciocinio forma parte del pensamiento humano, y es el único atributo que distingue a la especie de los otros primates. En cualquier serie de circunstancias dadas, un hombre puede usar la información a que tiene acceso para elaborar una hipótesis que en ese momento o con posterioridad puede establecer como factible o no. El hombre en su condición de individuo ha logrado experimentar con él mismo; usando su ambiente conocido como primer postulado, ha desarrollado poco a poco su proceso de racionalización para inventar la sociedad, el arte y la cultura.
Y la guerra, los millones de personas muertas en las guerras, el prejuicio y el odio.
Intimidad a un hombre, sometedlo a la inanición, congeladlo o quemadlo... Si ese hombre sabe quién es, dónde está y qué le ocurre, mantendrá su facultad de raciocinio. Pero privadlo de todo eso, y se convierte en algo menos que humano.
Tal como había ido acostumbrándose en la cárcel, Wentik se despertó temprano la mañana siguiente, y se quedó en la cama pugnando por racionalizar su situación.
Sabia qué le había sucedido, pero no sabía el porqué. Sabía que una mano mecánica brotaba de la cubierta de una mesa, pero no sabía cómo. Podía aceptar la presencia de una computadora en un edificio fuera de uso, pero ¿cuál era su función precisa? Podía comprender un generador de campo que de algún modo evocaba una especie de cataclismo temporal, pero no era capaz de explicarse la razón.
Y podía comprender un caso de identidad confundida, pero no veía un modo de salir de ahí.
Wentik optó por el raciocinio, pero el raciocinio estaba comenzando a rechazarle.
Llevaba una hora despierto cuando la enfermera se presentó para atenderlo. Se volvió para mirarla cuando entró, después vio que la mujer guapa había quedado evidentemente libre de servicio para ser reemplazada por una mujer rolliza de cara rechoncha y edad madura.
—Buenos días, señor Musgrove —dijo alegremente—. ¿Qué le gustaría para desayunar?
Desayunar. Wentik había olvidado la existencia de tal concepto. Comer era comer y no tenía nombres.
—Eh..., sólo café, por favor —dijo inseguro.
—¿Nada más?
—No. Es decir, a menos que tuvieran fruta... La enfermera volvió a sonreír. Naturalmente. Veré qué puedo encontrar. La mujer tocó un botón de una pared, y una parte del muro giró como las tablillas de una persiana veneciana. El sol invadió la habitación y Wentik entornó los ojos ante la inesperada fluencia de luz.
La enfermera salió hacia la oficina exterior, y Wentik saltó rápidamente de la cama, se lavó a toda prisa y se vistió su nueva ropa.
Entró en el despacho exterior y encontró una llave en la puerta, la cogió y se la metió en el bolsillo. A su izquierda tenía un escritorio con varios papeles esparcidos, encima, un reloj, una pluma y un lápiz y un libro de texto. Cogió el libro. El título era: Psicoterapéutíca revisada de Netchik.
A través del vidrio de la parte superior del tabique vio el pasillo en toda su longitud. Estaba desierto. Se acercó a la otra puerta y dio vuelta al tirador.
La puerta estaba cerrada con llave.
Pese a que la sacudió fuertemente, no cedió. Frustrado, volvió a su habitación y se sentó en la cama.
Mientras aguardaba el desayuno se acercó a la estantería y examinó los títulos que había allí. Con escasas excepciones, parecían ser novelas de poca monta. Sacó unas cuantas. La primera era una aventura romántica que, de acuerdo con el discreto comentario de la cubierta, describía la historia profesional de una joven azafata de un avión transcontinental. Otra era un "intrépido documento sobre la depravación" en un barrio pobre de Río. Las cejas de Wentik se alzaron; un tema muy fuerte, considerando que se trataba de la biblioteca de una habitación de hospital. Un tercer libro que curioseó era una aventura que se desarrollaba en la "nueva frontera del Amazonas".
Al final de la hilera había un libro delgado titulado: Brasil: Concisa historia social.
Wentik lo sacó y abrió. En la guarda, el sello editorial rezaba: "Luíz de Sequeira S. A., Sao Paulo 2178.”
En ese mismo momento volvió la enfermera con una gran bandeja. La puso en la mesa, y sacó una tapa metálica de un plato. Debajo, riñones fritos y arroz hervido esperaban la consideración de Wentik. Había una gran cafetera cerca del plato y una fuente con naranjas, mandarinas y plátanos. La enfermera levantó la fuente y la puso a un lado. Los ojos de Wentik se abrieron de verdad a continuación. Detrás de la fuente había estado oculto un plato de fresas frescas.
—¿De dónde diablos las ha sacado? —preguntó, incrédulo.
—Es un producto local. ¿Le apatecería un mango?
Wentik meditó.
—Sí. Nunca he probado uno.
La enfermera vio el libro que Wentik sostenía.
—Bien, me alegra que haya empezado a leer. Tiene que acabar con todos antes de que le dejemos salir —añadió socarronamente.
—¿Todos?
La mujer asintió.
—Forma parte del procedimiento.
—¿Dónde está el médico, como tema de interés?
—Vendrá a verlo esta mañana. En cosa de dos horas —dio golpecitos con el dedo en el borde del plato—. Sus ríñones van a enfriarse.
Salió por la puerta y la cerró detrás. Wentik observó su marcha. Ciertamente era más afable que la enfermera guapa, pero él sabía a cuál de las dos prefería tener cerca. Se preguntó a qué hora volvería al trabajo la otra.
Se sentó a la mesa, acercó el plato de ríñones, tomó un buen bocado y abrió el libro. Mientras comía, empezó a ojearlo rápidamente.
El libro no era mucho más que un ensayo extenso. Se iniciaba con el descubrimiento de la 'isla' de Santa Cruz por Pedro Alvares Cabral en 1500, al principio de la gran época de colonialismo portugués. La historia proseguía con nuevos descubrimientos, conforme los portugueses iban comprendiendo lentamente la magnitud de sus nuevas posesiones. Wentik fue dando rápidos saltos por esa parte del libro, despreocupado de algo que, para él, era historia común.
Leyó sobre la caída del dominio colonial y el establecimiento del imperio brasileño, y entonces la sociedad de Brasil comenzó a adoptar su carácter personal.
Las regiones agrícolas del nordeste, seminómadas y que existían sobre una frágil base de trabajo esclavista; las tentativas de conquistar y explotar el extraordinario erial amazónico; el descubrimiento de materias primas como vastos depósitos de cuarzo, cinc, carbón, hierro y oro, y la fundación del complejo industrial a lo largo de las riberas del sudeste; el crecimiento de los establecimientos cafeteros en el sur y el surgimiento de los magnates del caucho en el norte. Y también leyó sobre el gradual dominio del aborigen, y la afluencia de emigrantes de todo el mundo: Japón, Europa, Australia, India, Turquía y Norteamérica. Cómo escasas familias, que representaban menos del uno por ciento de la nación, poseían más de la mitad de la riqueza. Y cuando cayó el imperio y se formó la república brasileña, cómo aumentaron los problemas sociales: enfermedades, pobreza y crimen. Poco a poco la república se fue deslizando a manos de los militares hasta la última parte del siglo XX, las décadas de 1960 y 1970, cuando la ley marcial era la única ley vigente.
Todo esto era vagamente familiar para Wentik. No había estudiado antes específicamente la historia de Brasil, pero fragmentos de noticias goteaban en su conocimiento a través de los medios masivos como la televisión y los periódicos.
Brasil, largo tiempo uno de los países más estables de Sudamérica, había ido cayendo en la dictadura militar desde el inicio del siglo XX.
Wentik volvió la página.
El siguiente capítulo estaba encabezado: "La reforma de la postguerra." Wentik repasó dos veces la lectura antes de que las palabras cobraran un sentido.
Tomó algunos bocados más de comida y continuó.
En tres escuetos párrafos, Wentik se enteró de la tercera guerra mundial.
Empleando un inglés preciso y austero, el anónimo escritor relataba una serie de incidentes que para él eran anticuada y fría historia, pero que para Wentik representaban algo similar a una revelación divina. El autor se refería a 1989 como si apenas hubiera existido, sin embargo para Wentik era algo actual. Recordaba la fecha en que había salido de la Concentración: el 19 de mayo de 1989. Desde entonces habían transcurrido apenas unas cuantas semanas subjetivas.
En julio de 1989, según el escritor, la primera fase de la guerra se produjo cuando la sociedad cubana post-revolucionaria invadió la punta sudeste de los Estados Unidos. El propósito de la guerra no aparecía expuesto en el texto, pero Wentik recordaba haber leído en alguna parte sobre el malhumor político cada vez más exacerbado entre ambos países. Durante ocho increíbles días, la minúscula fuerza cubana, prácticamente en su totalidad, había combatido y logrado abrirse paso quinientoskilómetros de la península de Florida. Cabo Cañaveral había caído, y el centro espacial quedó destruido. Finalmente, en un contraataque masivo en el que los norteamericanos emplearon cuanto tipo de armamento disponían, la fuerza invasora resultó aniquilada. La primera invasión a los Estados Unidos había sido lanzada... Y rechazada.
La represalias inevitables llegaron una semana más tarde, y las ciudades de La Habana y Manzanillo fueron bombardeadas con bombas H.
En cuestión de días el clima diplomático internacional se deterioró, y el bloque comunista declaró la guerra a los Estados Unidos. Al final de ese año, la guerra terminó. El libro era exasperantemente vago en cuanto a detalles... Las fases reales de la guerra no estaban descritas, sólo los resultados.
Siguió un período que el historiador denominaba Los Años de la Tregua, aunque Wentik supuso que se trataba de un eufemismo en lugar de caos.
En 2043 un equipo de reconocimiento aéreo recibió el encargo del gobierno australiano de inspeccionar las partes del mundo con las que no habían estado en comunicación. El informe del equipo fue dado a conocer en 2055.
Casi todo el norte del continente americano había resultado arrasado por el bombardeo nuclear. Buena parte de Europa occidental, lo mismo, aunque zonas de España y Portugal habían escapado al bombardeo y la radiación atmosférica se mantuvo baja. La mayoría de las ciudades comunistas fueron destruidas, pero había grandes áreas de Rusia indemnes. La India y el Medio Oriente se habían salvado prácticamente del bombardeo, pero fue el hambre y la sequía, no la precipitación radiactiva, lo que produjo enormes daños a la población. África estaba ligeramente afectada, mas había retrocedido a la violencia intertribal: la anarquía negra era la norma. Australia, enormemente arruinada por el bombardeo, iba recobrándose y reconstruyendo sus ciudades, aunque la moral de la población estaba quebrantada.
Sólo América del Sur salió ilesa del bombardeo, y sufrió muy poco por la radiación.
Pero entonces, decía el escritor, los Disturbios empezaron. De ese mal, América del Sur no se salvó.
A su manera, los Disturbios causaron al mundo un daño peor que el bombardeo. Las ciudades fueron destrozadas, las guerras fulguraron por cuestiones triviales, ideologías enteras se desmoronaron. Allí no había eufemismos, el autor describía al detalle todos y cada uno de los principales efectos de los Disturbios. Gran parte del tema no interesaban a Wentik: nombres que desconocía, lugares ajenos a él...
Sucediera lo que sucediera, fuera cual fuese la causa de los Disturbios, estaba bien claro que el escritor trataba el asunto con suma gravedad.
Entonces llegó la era de la Reforma.
En los últimos años del siglo XXI los Disturbios perdieron buena parte de su efecto, y el orden social fue restaurado. De nuevo, América del Sur, y Brasil en particular, mostró más celeridad para la recuperación. El continente entero se reagrupó en una masiva reasignación de tierra y recursos. Durante los Disturbios Brasil dio acogida a una inmigración que se componía de toda persona capaz de llegar al país, por lo que la nación se transformó en una coctelera de razas. Así que fue dividiéndose en nuevas naciones con sus propios intereses, y con sus representantes que exigían y obtenían la autodeterminación.
El cambio tardó casi treinta años en concluir, y cuando se lo consideró resuelto vieron que daba resultado. Y así había seguido desde entonces.
Los brasileños nativos se establecieron fundamentalmente en el extremo nordeste, revirtiendo a los terrenos de cultivo que habían labrado antes de la llegada de los portugueses. Existía una comunidad numerosa y vocinglera, que se había establecido en Manaus y sus alrededores, la nueva Tierra Prometida, una región fronteriza de río, pantanos y selva tropical. Y en el sur, con la reconstruida Sao Paulo como centro, se había congregado la inmigración de habla inglesa.
En la práctica, señalaba el autor, las condiciones de vida y trabajo eran efectivamente distintas de los amplios niveles normales que lo anterior podría implicar. Sólo en Sao Paulo existía un predominio de estirpe caucasiana. En la mayoría de las ciudades, desde Porto Alegre en el sur a Belém en el norte, había la mezcla de razas típicamente brasileña, gratamente independientes unas de otras, mas todas respetuosas de los derechos de las demás.
Y todos los estados se respetaban. Brasil se hallaba ahora demasiado densamente poblado y era simplemente demasiado grande en el aspecto físico para un gobierno centralizado efectivo. Al establecerse la autodeterminación, eso mismo era precisamente lo que se lograba. Toda comunidad poseía fronteras definidas, y dentro de ellas el gobierno local ejercía a su gusto.
La última parte del libro era un extenso plan ideológico que abarcaba programas y planes intensivos de producción de alimentos y el aumento planificado de la natalidad en los años venideros, la expansión gradual en zonas del globo hasta entonces inhabitadas y por fin, el establecimiento de la unidad mundial.
Wentik cerró el libro, y advirtió que aparte de unos cuantos bocados no había comido su desayuno. Acabó con los restantes trozos de carne pese a que estaban fríos, y se sirvió una taza de café. Bebió. Acababa de servirse una segunda taza cuando la enfermera se presentó.
—¿Ha terminado, señor Musgrove?
—Quisiera quedarme con algunas piezas de fruta. ¿Puedo...?
—Naturalmente.
La mujer levantó la bandeja, dejó las fresas en la mesa y se dirigió hacia la puerta.
—¿Cuándo termina su turno, enfermera? —preguntó Wentik.
—Hacemos tres turnos de ocho horas cada uno. Yo estaré hasta las cuatro de la tarde. Después, la enfermera Dawson me sustituirá.
—Entiendo. Gracias.
La enfermera salió y cerró la puerta. Wentik empezó a probar las fresas.
Sus pensamientos volvieron a lo que había leído, en un esfuerzo por asimilarlo. Que el mundo que él había conocido y en el que él había vivido ya no existiera era algo difícil de captar. Particularmente si se tenía en cuenta que la naturaleza de la destrucción de ese mundo estaba relatada en forma consisa, sumaria, como si formara parte del conocimientos común. La guerra nuclear era una posibilidad de la que todo el mundo era consciente en la época de Wentik, pero resultaba inconcebible en la práctica. Podía comprender el tipo de destrucción gradual, donde un ejército iría desmantelando sistemáticamente el país de otro, o lo bombardearía, o lo invadiría de un modo vandálico. Pero una serie de explosiones nucleares a escala mundial, capaz de matar a millones de personas en segundos, era algo que ninguna mente podía imaginar por completo.
Con todo..., es lo que había sucedido, al parecer. A menos que todo lo que Wentik estaba experimentando fuera una especie de ilusión espantosa, el científico se hallaba en una ciudad llamada Sao Paulo en un año numerado como el 2189.
Sintió un frío interno.
Jean había muerto. Y los niños.
Europa occidental destruida, decía el libro. Lo cogió y buscó la página: "... con la excepción de la punta suroeste de la península ibérica, Europa occidental y central fue devastada en la segunda ola de bombardeos nucleares... ”
Ni una sola fecha. Ni una maldita fecha en el libro.
Wentik examinó la estantería que contenía el resto de la biblioteca, pero no encontró ninguno que pudiera contener una referencia de la guerra. Volvió a la mesa y tomó asiento.
La pura desolación de su estado lo sobrecogió en ese instante. Si el día anterior había descubierto que era capaz de aceptar que se hallaban en una época futura, ahora captaba su horrendo aislamiento. Aunque pudiera regresar a su propia época, no le serviría de nada. La guerra era una certidumbre histórica. Igual que la muerte de su familia.
Apoyó los codos en la mesa e inclinó la cabeza hacia adelante, de manera que las palmas apretaran sus ojos. Enseguida sintió la amarga calidez de las lágrimas resbalando por la parte interna de sus antebrazos.
El médico lo visitó más tarde aquella misma mañana.
Wentik estaba sentado a la mesa, leyendo uno de los libros. Era el menos extravagante que encontró, acerca de un ganadero de las montañas de Río Grande cuyo ganado se veía acosado por una plaga inidentificable. Como muestra de ficción resultaba aburrido en extremo, pero Wentik pensó que era preferible a los líos románticos de una azafata.
El doctor entró en la habitación sin llamar a la puerta.
—Bien, señor Musgrove. ¿Cómo está? —saludó.
—Perfectamente —dijo Wentik—. Y me gustaría aclarar un detalle. Mi apellido no es Musgrove, sino Wentik. Doctor Elías Wentik. Deseo ser dado de alta.
El doctor miró sus notas, indeciso.
—Comprendo. ¿Podría deletrearlo?
Wentik así lo hizo, después preguntó:
—¿Cuándo podré irme?
—Me temo que no podamos darle de alta. Usted no está totalmente rehabilitado aún —escribió rápidamente en un trozo de papel— Quiero que lea tanto como le sea posible, y le pondremos más películas esta tarde. Debe concentrarse en eso, ¿lo comprende? Es sumamente importante.
Wentik asintió.
—Veamos —dijo el doctor—. ¿Hay algo que desee?
—Me gustaría un reloj —replicó Wentik.
—Sí, sí. Tendrá uno. En realidad me refería a algo más... Cómo le diré... ¿Abstracto? ¿Sociable?
—No sé a qué se refiere.
—No importa. ¿Alguna otra cosa?
—¿Podría decirme la fecha, por favor? El médico miró su reloj de pulsera. —Día quince.
—¿De qué?
—Febrero. Eh... 2189.
—Gracias. Mire, doctor, se ha cometido un error. Sé que ustedes creen que soy un hombre llamado Musgrove, pero no es así. Me llamo Wentik. Elías Wentik. Llegué aquí en un avión en compañía de Musgrove, y creo que sus hombres me recogieron con la ambulancias por confundirme con Musgrove.
—Comprendo —dijo el doctor.
—Bien —requirió Wentik—. ¿No me cree?
—¿Puede probarlo?
—Me parece que no. A menos que Musgrove fuera localizado en el aeropuerto.
—Bueno, lo siento.
El doctor abrió la puerta.
—Veré lo que puedo averiguar para usted. Pero tendrá que seguir aquí hasta entonces.
Cerró la puerta con evidente confusión, y durante algunos instantes Wentik se quedó inmóvil contemplando la cerrada entrada.
Sería agradable salir, aunque sólo fuera para ejercer un poco de libertad de albedrío de vez en cuando. Aparte de esto, Wentik carecía de motivo lógico para salir. No tenía idea alguna de por qué lo habían traído a Sao Paulo, o quién era el responsable. Si se trataba de Musgrove, entonces el hecho era muy peculiar, puesto que él estaba ocupando al parecer la posición que correspondía al otro hombre. Por lo que podía entender, la terapia a que estaba sometido era una especie de método relajador de tensiones cuyo objetivo era la rehabilitación, pero en cuanto a los motivos de tal rehabilitación Wentik era incapaz de imaginarlos. En cuyo caso era posible suponer que Musgrove necesitaba la terapia y consecuentemente, que no estaba en pleno control de sus actos.
La posibilidad de huir no parecía ser demasiado remota. Con un guardián femenino y un tabique delgado, no habría grandes dificultades para irse. Al fin y al cabo, se trataba de un hospital y no de una prisión. Pequeños detalles como llaves dejadas en las puertas indicaban al parecer que la retención en casos así solía ser voluntaria.
Wentik volvió al escritorio y se unió de nuevo a los problemas del ganadero.
Después de la comida que le dieron por la tarde, una vez apartada la bandeja, Wentik se puso cómodo en la cama en previsión de que las películas empezaran. Cualquier cosa sería un descanso de la aburrida lectura que constituía su única diversión.
Había terminado el libro del ganadero antes del refrigerio, y después de comer leyó de nuevo la historia de Brasil.
La enfermera le trajo el reloj después de la comida, y al momento Wentik se sintió mejor. A las cuatro en punto oyó el relevo de las enfermeras, y poco después verificó que estaba de servicio la mujer joven. Se preguntó entonces cómo sería su guardiana desconocida, la del turno de medianoche a ocho de la mañana.
Pero el día se prolongaba tediosamente con una lentitud casi intolerable.
Wentik comió mucha fruta y, contra sus previsiones, leyó el libro de la azafata. Era tan malo como había supuesto, con la sola virtud del sacrificio final de la virginidad de la chica en favor del villano de la trama.
El ocaso estuvo largo tiempo gestándose, y los halos anaranjados recortados por el contorno de la rama que se veía por la ventana permanecieron visibles durante casi media hora. Por fin se atenuaron, y el cielo cambió rápidamente de azul oscuro a negro.
Wentik apretó el botón de la pared, y la especie de persiana de la ventana se cerró, volviendo a formar parte del muro blanco.
Antes de ir a la cama abrió un poco la puerta y observó a la muchacha que estaba sentada ante el escritorio. La identificación cosida en la manga de la blusa decía: Enf. Karena Dawson. La enfermera no dio señal de saber que la estaban mirando, pero al cabo de unos instantes un lento rubor había ido cubriendo sus mejillas. Wentik se apartó rápidamente, y tomó asiento al borde de la cama.
Transcurrieron los minutos y la película no empezaba.
Wentik escuchó que la silla de la enfermera Dawson rechinó en el suelo de madera cuando la mujer se levantó. Oyó que cogía un teléfono y marcaba un número.
Por la rendija de la puerta vio que la mujer estaba de pie de espaldas a él, y hablaba rápida y quedamente. Después colgó, cruzó los brazos y se quedó inmóvil, como si aguardara algo.
Precavidamente, Wentik se apartó un poco de la puerta para asegurarse de que ella no lo viera, pero restringiendo su visión.
Al cabo de cinco minutos hubo un ruido, y una segunda enfermera entró en la oficina exterior. Las dos mujeres hablaron en voz muy baja, la segunda asentía de vez en cuando con la cabeza.
Wentik volvió a la cama y se sentó. Pasara lo que pasara, lo más probable era que le atañera, y sin duda averiguaría de qué se trataba a su debido tiempo.
Aguardó menos de dos minutos y entonces la enfermera entró. Wentik notó que el ligero rubor había vuelto a la cara de la joven.
—Las películas empezarán enseguida —dijo ella— He creído conveniente venir y explicarle algunas de las escenas que verá.
La enfermera cerró la puerta, y le preguntó en una voz mucho más suave:
—¿Tiene la llave de aquí?
Wentik asintió y se la entregó. La enfermera la cogió y, con manos levemente temblorosas cerró la puerta. Una vez segura de que estaba bien cerrada, se acercó a la cama.
—Anna me debe un favor —dijo— Y pensé que podía aprovecharme de eso.
En ese momento la iluminación bajó y empezó la película. Wentik le dio un rápido vistazo, y comprobó que se trataba de la misma de la noche pasada.
—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó.
—Hacerle compañía, claro.
—¿Tiene obligación de estar aquí?
—No —dijo, bajando la vista y con una tímida sonrisa—. No, al menos, si usted fuera el hombre que creían que era.
—¿Quiere decir que saben que no soy Musgrove? —Lo saben ahora. Mañana lo darán de alta, pero no se lo iban a decir hasta entonces.
—¿Por qué no?
La enfermera se encogió de hombros.
—No lo sé. Usted podría quedarse aquí o en cualquier otra parte, supongo.
Wentik echó un vistazo a la porción de pared que estaba sirviendo de pantalla de proyección.
—Entonces, ¿no es necesario que vea eso?
La mujer negó con la cabeza y dijo:
—Eso fue una simple excusa. No he dicho a Anna por qué entré aquí.
—¿Y por qué lo ha hecho, entonces?
—Siéntese.
Wentik obedeció, y ella se sentó en la cama a su lado.
—Ya se lo he dicho. Pensé que le gustaría un poco de compañía.
—Es usted muy perceptiva.
—¿Está casado, doctor Wentik? —preguntó la enfermera.
Wentik la miró, enfrentado por primera vez a un nuevo factor de su vida.
—No —dijo lentamente— Mi esposa ya no vive.
—Lo siento.
Wentik rodeó los hombros de la mujer con gesto vacilante.
—Es usted muy atractiva —dijo.
Ella no repondió, pero puso una mano en la pierna de Wentik.
Y entonces él la besó, y ella correspondió al instante. La mano del hombre cayó con naturalidad sobre el pecho de la enfermera, que apretó su cuerpo al de Wentik. Sus besos se fueron haciendo más y más apasionados, y Wentik tumbó a la joven en la cama, a su lado.
A espaldas de la pareja, en la pared, las absurdas películas en color titilaban su mensaje vulgar. Tal vez Anna no había sido advertida, pero al menos tuvo el juicio de no conectar la música.
Cuando la mañana siguiente la enfermera de edad madura trajo el desayuno de Wentik, el hombre todavía dormía. La mujer apretó el botón de la pared y el sol inundó la habitación. Wentik abrió los ojos y vio la rama en flor al otro lado de la ventana. Flores rosas y puras.
La enfermera dejó la bandeja en la mesa y se fue rápidamente.
Wentik se quedó inmóvil dos minutos más, intentando restaurar el desvelo a su cuerpo. Sus músculos parecían desconectados de sus piernas. Las comodidades y vicios de la civilización ya le estaban minando la energía. La cárcel, con todo su rigor desagradable, había devuelto a sus movimientos un vigor desconocido para él desde la adolescencia.
Salió por fin de la cama y acercó la bandeja. Nada de ríñones hoy, comprobó. Un simple tazón de cereales, un huevo frito y café.
Cuando hubo terminado, se lavó y vistió, intentó devolver a las sábanas un aspecto de aseo y se sentó a la espera de los acontecimientos.
Karena había dicho que, por lo que ella sabía, lo iban a dar de alta por la mañana. El hospital estaba avergonzado por lo sucedido.
El reloj indicaba las diez y media, y Wentik estaba empezando a aburrirse otra vez, cuando se produjo un golpe en la puerta y la enfermera entró. Tras ella había un hombre alto que se dirigió hacia Wentik dando grandes zancadas y sin pensarlo demasiado.
—¡Doctor Wentik! ¡Cuánto lamento que le haya sucedido esto!
Wentik cogió la mano que se le brindaba y la estrechó. Observó al otro hombre.
Era de avanzada edad, probablemente a punto de cumplir los setenta, aunque todavía con un porte erguido y ojos claros e inteligentes. Estaba casi calvo, con restos de cabello blanco en las sienes. A pesar de que su semblante estaba arrugado, sus facciones eran sólidas y su piel de un saludable color sonrosado. Vestía ropa similar a la nueva de Wentik: cómoda, bien ajustada y de un color gris neutro. Encima de los hombros llevaba una brillante capa verde limón.
—No tengo el placer de conocerle —dijo Wentik.
—Jexon. Samuel Jexon.
Siguieron estrechándose la mano. La actitud del recién llegado era cordial, como si hubiera estado esperando para conocer a Wentik. Finalmente, Jexon dijo:
—Si prepara sus cosas, lo llevaré a su apartamento.
—Estoy listo para irme ya mismo.
—¿No lleva otra muda con usted?
—No, sólo la que me dio la enfermera. Mi otra ropa casi no puede vestirse en este momento...
—Pero creí que habría traído equipaje...
—Lo hice. Pero se perdió en el camino.
—Después veré que se podría hacer por usted. Tengo un avión afuera. Su piso está en el mismo edificio que mi despacho, y puedo hacer que algunos estudiantes encuentren algo de ropa para usted.
—¿Estudiantes?
—De la universidad.
Wentik recogió el libro de historia, y siguió a Jexon al pasiBo. La enfermera rolliza lo miró un momento al pasar por la oficina, y Wentik detectó que el aspecto amistoso de la mujer el día anterior se había echado a perder. Casi como si ella hubiera descubierto en aquel momento que él no era el auténtico Musgrove y no necesitaba ya de sus cuidados y atenciones. La enfermera se sentía agraviada por su presencia.
Jexon recorrió el edificio con un inconfundible aire de autoridad, con Wentik tras sus pasos.
—¿No tengo camisa de fuerza en esta ocasión? —preguntó Wentik en tono irónico, en un momento dado.
—¿Quién le hizo eso? —dijo Jexon con una expresión de pesadumbre— ¿Fue Musgrove?
—Creo que sí. Recibí un fuerte sedante, y vine embutido en una de esas camisas.
—Tendrá que aceptar mis excusas, doctor Wentik. Infórmeme de cualquier otro incidente similar. Yo he sido quien hizo que le trajeran aquí.
Salieron a la luz del día en la parte trasera del edificio, donde la ambulancia se había detenido dos noches antes. Sobre el cemento había un pequeño avión pintado de verde con una cabina alta y bulbosa agazapada de modo engorroso en lo alto de un estrecho fuselaje.
Wentik se detuvo bruscamente.
—Usted me trajo aquí —repitió.
—Exacto.
—Dígame sólo una cosa. ¿Porqué?
Jexon señaló el libro que Wentik sostenía.
—Si ha leído eso, ya conoce parte de la respuesta.
—No he aprendido mucho de este libro. Sólo que hubo una guerra.
—Hubo una guerra —dijo Jexon con un suave tono de eco burlón—. La guerra para acabar con todas las guerras, me temo. Solía ser un dicho irónico de su época, creo. Bien, iba en serio. No sólo hizo trizas medio mundo sino que además destruyó el espíritu del hombre. ¿Se da cuenta de que nos ha costado dos siglos llegar adonde estamos ahora? Es probable que todo le parezca extraño, pero ahora no tenemos muchas más cosas que las que ustedes tenían. Nos hemos puesto al día con usted, doctor Wentik. Eso es todo.
—Pero usted no me trajo aquí sólo a causa de una guerra...
—En parte, sí —Jexon señaló el avión con la cabeza—. Vamos. Suba. Creo que entenderá el motivo cuando le explique unas cuantas cosas.
Subieron al avión y tomaron asiento. Jexon se colocó ante una serie de mandos que para el ojo inexperto de Wentik no parecían más complejos que los de un coche. La ambigüedad de la última afirmación de Jexon aún revoloteaba en su cabeza.
—¿Ha dicho que se han puesto al día conmigo? —preguntó. ¿En parte por causa de la guerra?
El hombre se echó a reír.
—No con usted personalmente. Con su sociedad. Estamos reconstruyendo una civilización aquí. Nuestro nivel tecnológico es prácticamente idéntico al de su época. En ciertos aspectos, en las ciencias sociales vamos por delante de ustedes, y en algunos aspectos técnicos. Pero en conjunto, la forma de vida aquí no es muy diferente de la suya.
Wentik se dio cuenta de que el avión había despegado mientras el otro hombre hablaba, y se hallaban ahora a seis metros del suelo y ascendiendo velozmente en un silencio total. Miró hacia abajo por la amplia cubierta de la cabina y vio la ciudad que se extendía por debajo. El día era despejado y cálido, el cielo un azul transparente. El aspecto general de la ciudad era de espacio. Abundaba en elevados edificios, construcciones de hormigón y metal sin grandes diferencias con las que Wentik estaba acostumbrado en su época. Pero no se apelotonaban una contra otra; estaban bien espaciadas con zonas verdes. Hacia las afueras de la ciudad, los edificios no eran tan altos, pero incluso en el corazón de ella el verdor natural de los árboles y arbustos era abundante.
—¿Le gusta? —preguntó Jexon.
Wentik asintió, pero añadió:
—No es como mi hogar.
—¿Dónde está?
—En Londres.
—Creía que era americano.
—No.
Wentik recorrió con la mirada la ciudad hasta las montañas que había a lo lejos. Era un lugar realmente bello, si se pasaba por alto el calor. En dirección opuesta vio el océano, el Atlántico Sur, como una franja plateada a lo largo del horizonte.
—Señor Jexon, si de verdad es usted la persona responsable de haberme traído aquí, entonces tendrá mucho que explicar.
—Doctor Jexon —corrigió el otro hombre.
—Lo siento.
—Tenemos similares intereses, doctor Wentik. Ambos somos Científicos. Yo soy sociólogo. Me ocupo de los conceptos abstractos del pueblo, gobierno y movimiento. Y por lo que sé, usted es bioquímico investigador y se ocupa de compuestos y productos químicos. En ese aspecto, ambos somos racionalistas profesionales.
—Estoy de acuerdo con eso —dijo Wentik, precavidamente.
—En cuyo caso, su racionalismo debería indicarle que antes de que yo pueda explicarle algo, debo saber qué es lo que requiere explicación.
—¿Pretende decir que desconoce lo que me ha sucedido durante las últimas doce semanas?
—No. Lo único que sé es que algo que debió haberse conseguido en unos pocos días se acaba de conseguir ahora. Es decir, mi reunión con usted.
—¿No tiene idea del motivo del retraso?
—En absoluto.
De manera que Wentik le contó lo sucedido.
Allí, en el pequeño avión verde, navegando lentamente y sin que se hiciera evidente algún consumo de energía sobre una ciudad totalmente extraña para él, Wentik narró la secuencia entera de los hechos. Empezó en el momento que Astourde y Musgrove se dirigieron a él en la Concentración —al mencionar el nombre de Astourde, Jexon interpeló vivamente a Wentik—, contó el episodio de la cárcel y luego cómo había sido conducido al hospital. El único detalle que reservó deliberadamente para sí fue la aventura galante de la noche anterior.
Cuando acabó, Jexon dijo:
—¿Dice que ese hombre, Astourde, ha muerto?
—Fue una muerte accidental. Derramó gasolina de aviación y le prendió fuego antes de poder salir.
—¿Y había otros hombres con usted? ¿Tiene alguna noción sobre quiénes eran?
—No. Por lo que pude deducir, estuvieron en el ejército norteamericano en cierto momento. Pero eso no estaba muy claro.
—¿Dónde están ahora?
—Supongo que seguirán en la cárcel —replicó Wentik—. Tienen un helicóptero, y uno de ellos puede pilotarlo. Quizá se hayan ido ya.
—¿Puede contarme algo más de Astourde?
—No mucho. Lo único que sé es que trabajaba para un departamento gubernamental, y se suponía que debía investigar el distrito Planalto.
—Me intriga lo que ha dicho sobre ese interrogatorio —dijo Jexon—. ¿Tiene alguna idea de los motivos? Ventik meditó un instante.
—De nuevo, no con certeza. Creo que Astourde se ofuscó. Uno de los hombres lo dio a entender cuando dijo que Astourde me 'culpaba' de que todos estuvieran en la cárcel. Había explicado al resto de los hombres que yo los había llevado allí, por ejemplo. Aunque por lo que a mí concernía, estaba claro quién había traído a quién.
—Creo que puedo resolver ese punto —dijo Jexon.
Aferró fuertemente los controles y la nariz del avión se inclinó. El torrente de aire que acometía el aparato aumentó al instante, y Wentik notó que el avión se lanzaba decididamente hacia el suelo.
Después Wentik vio frente a ellos un gran edificio que se extendía por varias hectáreas de terreno. Aunque ahí tenía dificultades para distinguir un edificio nuevo de otro viejo, esa construcción daba la impresión de tener un desgaste de varios años en su faja de hormigón. El avión dio la vuelta al edificio, luego descendió en silencio hacia un pequeño prado donde varias máquinas similares estaban aparcadas. Cuando el aparato quedó inmóvil, Jexon se levantó.
—¿No piensa explicarme cómo funciona este aparato? —preguntó Wentik.
—Más tarde —se rió Jexon—. Es nuestra única gran contribución al mundo, no la mencionamos en una conversación así como así. Se lo explicaré esta tarde, junto con cualquier otra cosa que desee saber. Pero antes tengo que hacer un par de llamadas. No sabía que hubiera otras personas implicadas.
—Pero conocía a Musgrove...
—Oh, sí. El es el personaje central, de hecho.
El hombre se alejó rápidamente, y Wentik se apresuró a seguirle en dirección al edificio.
Jexon se reunió con Wentik a primera hora de la tarde. Este pasó la mañana en su nuevo piso y el laboratorio anexo.
Tal como Jexon había dado a entender, el piso formaba parte de la universidad. Wentik disponía de una vivienda completa reservada para él, con todas las comodidades imaginables; entre ellas, un aparato de televisión para su diversión personal. Pero Wentik estaba más interesado en el laboratorio que, según le había dicho Jexon antes de marcharse, era para su uso exclusivo. Tenía toda la ayuda que deseara, tanto por parte de estudiantes como de expertos, y lo único que debía hacer era pedir. Examinó el laboratorio atentamente; tenía prácticamente todos los instrumentos que había usado en la Concentración.
Alrededor del mediodía, un estudiante le trajo comida y le entregó un vestuario completamente nuevo, mucho más de lo que Wentik hubiese podido imaginar que necesitaría. Aceptó cortésmente la ropa y la puso en uno de los tantos armarios del piso. Más tarde se cambió de ropa; se puso una indumentaria totalmente nueva.
A las dos en punto llegó Jexon.
Wentik estaba descansando en uno de los comodísimos sillones, difrutando el lujo del aire acondicionado. En el exterior, el calor estaba en su máximo diario, y una atmósfera de fatigante parsimonia abatía la ciudad.
Jexon se dirigió a una vitrina y llenó dos vasos, liberalmente adornados con hielo y mondaduras de fruta. Entregó una bebida a Wentik.
—Acabo de ver a Musgrove —dijo—. Está en el hospital, con el tratamiento que intentaban aplicarle a usted.
—Tiene suerte —dijo Wentik, pensando en las horas que había pasado con Karena la noche anterior. Y se preguntó si Musgrove estaría en condiciones de llevar tal tratamiento.
—De nuevo, sólo puedo disculparme por eso. Como la mayoría de otros detalles, supongo que ha sido por mi culpa. Dispuse que lo recogieran en el aeropuerto, y que Musgrove fuera llevado al hospital. Cuando el avión aterrizó la ambulancia estaba allí, pero no mi hombre. Como usted iba con camisa de fuerza, lo confundieron con Musgrove.
—¿Por qué no me buscó en el hospital?
—No teníamos razón para suponer que estuviera allí. Musgrove salió corriendo poco después de que usted se fuera... Esta mañana me dijo que intentaba escapar. Y yo supuse que usted se hallaba en alguna parte de la ciudad y que Musgrove estaba en el hospital. La realidad era todo lo contrario, por supuesto. En fin, ya está solucionado...
Wentik dio un sorbo a su bebida y le pareció deliciosa: un ponche dulce, refrescante, con un aroma inidentificable.
—Lo cierto es que no me preocupé —dijo, recordando otra vez a Karena—. Me sentó muy bien como descanso. ¿Cómo encontraron a Musgrove al final?
—En cuanto averiguamos que se hallaba en alguna parte de la ciudad, emitimos un llamamiento y apareció en menos de un cuarto de hora. Una patrulla de policía lo había retenido durante treinta y seis horas.
Wentik se extrañó un poco ante el enigma implícito en la última observación. Le asombró que una patrulla de policía retuviera a un hombre sin remitir el caso a una autoridad superior, pero lo dejó pasar. Lo más probable es que tuviera alguna explicación.
—En fin —continuó Jexon—. Ese ya no es el problema. La cuestión es que usted está aquí.
—Lo cual, supongo —dijo Wentik—, vuelve a llevarnos a mi pregunta: ¿Por quéestoy aquí?
Jexon sonrió.
—Para hacer una tarea. No muy fácil, o muy agradable, quizá, pero no obstante una tarea para la que usted es la única persona calificada.
—Y esa tarea es...
—Enmendar lo que usted ha hecho, doctor Wentik. Ayudarnos a recomponer la sociedad humana. Corregir un error. Llámelo como guste, pero ha de hacerse.
—¿Quéha de hacerse? —dijo en voz baja Wentik.
—El gas perturbador debe ser eliminado.
Jexon dio un largo trago a su bebida, y después contempló a Wentik en espera de una reacción.
Wentik hizo un gesto de indiferencia.
—¿A eso se refería Astourde? Afirmó que la razón de que yo estuviera aquí era mi trabajo.
—Exactamente. Usted creó el gas perturbador... Ahora debe destruirlo.
—¿Y si no lo hago? ¿Y si no puedo?
—Tendrá que hacerlo. Puedo ofrecerle razones muy buenas para hacerlo. Y de todas formas, cuando aprecie por sí mismo los efectos lesivos que el gas ejerce sobre nuestra sociedad, estoy convencido de que hará lo preciso. Si no lo hace... Bueno, la decisión es suya. Díganos lo que desea, y nuestros científicos y técnicos estarán obligados a considerarlo.
—No soy inhumano —dijo Wentik—, pero después de lo que ha pasado tendrá que darme motivos muy buenos de por qué debo hacer algo por ustedes.
—Creo que puedo dárselos. Pero ha de recordar un detalle antes de tomar una decisión: no habrá regreso a su época. Su mundo está muerto, y lo ha estado más de doscientos años.
Wentik lo miró con una expresión de vacío.
—Creo que puedo comprender eso —dijo con lentitud.
—¿Acepta usted, en consecuencia, la naturaleza de lo que hemos hecho con usted? ¿... que hemos puesto en práctica una especie de traslado a través del tiempo para traerlo aquí?
—Sí.
—Lo felicito.
—Doctor Jexon —dijo Wentik—. Quizá podríamos volver al punto principal. Usted iba a explicarme por qué debo trabajar para ustedes con ese gas perturbador.
—De acuerdo —dijo Jexon, acabó su vaso y se dirigió a la vitrina para servirse otro trago.
—Veo que ha leído nuestra historia doctrinaria —dijo Jexon, señalando el delgado libro que yacía en la mesa entre los dos hombres— Ahí se habrá enterado de la guerra que tuvo lugar en 1989. Fue una guerra terrible, una guerra total y definitiva. En cuestión de semanas casi el noventa por ciento de la población mundial murió o quedó contaminada de modo fatal. Nosotros hemos reconstruido a partir de los restos de aquel holocausto.
"La guerra ha dejado su legado. No sólo naciones enteras han sido destruidas, ciudades arrasadas y razas aniquiladas por completo; existen además efectos secundarios que aún hoy, a doscientos años de aquello, todavía llevan al caos a nuestro mundo. Hay radiación. No tenemos medio de saber cuántas armas nucleares explotaron, o cuánta radiación fue liberada. Pero conocemos los efectos residuales, y si usted me acompañara a ciertas zonas del globo podría comprobarlo con sus propios ojos. ¿Se acuerda de los Estados Unidos? ¿Se acuerda de la nación más rica, más poderosa de la Tierra? Ni una sola persona vive ahí actualmente. Tiene el índice de radiación más elevado del mundo. Es probable que un día vuelva a intentarse colonizarla, pero aún no.
"Después están los gérmenes y microbios. Por fortuna sus efectos fueron efímeros y ahora no corremos riesgo alguno por lo que a ellos respecta. Pero puedo llevarlo al museo botánico y mostrarle mazorcas de maíz de más de un metro de largo, y frutas simples como manzanas y plátanos que crecen en árboles ordinarios, pero que envenenarían a cualquier hombre que las comiera. Y podría mostrarle fotografías de niños deformes de nacimiento. Podría ofrecerle evidencia de virus de cáncer, y todo tipo de subproductos procedentes de las bacterias lanzadas a la atmósfera durante la guerra. Lo que los mismos gérmenes ya no pueden hacernos, el producto de doscientos años de entrecruzamientos de poluciones y ambientes radiactivos lo está haciendo con los productos de los productos de estos gérmenes originales.
"Pero podemos acostumbrarnos a vivir con radiación y bacterias. Cada año que pasa reduce su potencia, y lo único que necesitamos para vencerlas es paciencia.
"No podemos vivir con los Disturbios, porque no han perdido su potencia con el paso del tiempo.
"En las etapas finales de la guerra las potencias rivales se desesperaron. Mientras el bombardeo continuaba y sin embargo todos los enemigos devolvían golpe por golpe, se emplearon distintos tipos de armas, muchos de ellos no comprobados. Uno de esos era lo que ahora denominamos gas perturbador. La composición química del gas aún no la conocemos exactamente. Pero una de las potencias, y tenemos motivos para creer que fue Estados Unidos, liberó miles de toneladas de ese gas en las atmósferas de sus rivales. Si el gas se hubiera comportado como cualquier otro gas, habría cumplido su función y se habría dispersado después. Pero éste no lo hizo. Había algo en su composición que sus utilizadores no previeron. En lugar de dispersarse, el gas se unía y conservaba buena parte de su potencia. Las nubes de gas empezaron a desplazarse en la atmósfera, a voluntad de los vientos prevalecientes.
—Leí sobre los Disturbios en el libro —dijo Wentik— ¿Que fueron?
—Fueron lo que sucedió cuando los seres humanos respiraron el gas. Una comunidad cualquiera seguía su existencia cotidiana de la forma que prefería. Quizá la vida fuera incivilizada entonces, ¿pero qué otra cosa se podía esperar? Casi no existían comunicaciones. Poco a poco, las cosas empezaron a degenerar. Una pelea aquí, una violación allá, alguien que enfermaba físicamente en alguna otra parte. Al cabo de tres días la comunidad entera quedaba afectada y, según el estado normal de la vida allí, ocurría una entre varias cosas. Gente que vivía al día se agrupaba y mataba a los miembros más débiles de su comunidad. Un grupo de orientación religiosa emprendía prácticamente una locura de adoración. Una sociedad militante formaba bandas de vigilantes designados arbitrariamente y adoptaba una conducta violenta, asesina, y a menudo suicida, contra sus vecinos. Las circunstancias variaban según los casos, pero el resultado siempre era prácticamente el mismo: un Disturbio. Fue peor en las grandes ciudades, y menos grave en proporción directa al número de personas involucradas.
"Esto se produjo probablemente desde el final de la guerra en 1990 hasta 2085 ó 2090. Sólo en los últimos treinta años de ese período se dio una denominación al hecho.
"Durante la década de 2090, los Disturbios aminoraron de repente, y a partir de esa época empieza la Reforma. Las ciudades fueron repobladas y reconstruidas, desarrollamos nuestra tecnología y edificamos una sociedad que cierta gente de su época habría considerado prácticamente perfecta.
"Pero los Disturbios no han terminado. Por razones que desconocemos, el gas perturbador había variado su actividad. Ahora en vez de flotar al azar en torno al mundo, se agrupaba a una altura aproximada de mil metros sobre el nivel del mar, y permanecía allí. Que nosotros sepamos, sigue moviéndose alrededor del mundo. Pero por lo que concierne a los que estamos en Brasil, sólo las partes del país en las montañas o mesetas resultan afectadas.
—Partes como el distrito Planalto, supongo —dijo Wentik.
—Sí —convino Jexon—. Por lo general, esto no nos preocuparía, porque una parte sustancial de la economía brasileña se ha basado siempre en la región costera. Pero como tenemos una población que se expande, y puesto que las partes más elevadas de Brasil contienen los mayores depósitos minerales del mundo, necesitamos ser capaces de trabajar en dichas regiones. No sólo eso, sino que todavía sentimos los efectos del gas perturbador aquí abajo. Tres o cuatro veces al año, por lo general en primavera u otoño, estalla una tormenta tierra adentro y parte del gas vuela hasta aquí.
Jexon alzó su vaso en un brindis irónico.
—Y eso, doctor Wentik, es lo que deseamos que haga en nuestro favor. Usted inventó el gas, usted debe destruirlo.
Wentik acabó su bebida y volvió a llenar el vaso. Entretanto, meditaba en lo que Jexon le había contado. El principal problema era la aceptación de que el gas perturbador había sido realmente obra suya. Lo que había dicho Astourde antes en esencia era lo mismo, pero no le había sonado convincente.
—¿Cómo es que me relacionan con esto? —preguntó.
—Encontramos algunos archivos viejos cuando Washington fue investigada. Todo lo que sobrevivió a la guerra fue trasladado a Sao Paulo para su examen, y a su debido tiempo encontramos una referencia a su trabajo.
—Pero mi trabajo se relacionaba con los condicionamientos mentales, no con la guerra...
—Para muchos brasileños es lo mismo —dijo Jexon.
—En absoluto. La forma en que se ha empleado este gas perturbador, tal como usted lo ha descrito, parece haber sido concebido como un arma contra los civiles.
—¿No es acaso lo mismo que cualquier tipo de condicionamiento?
—Tal vez.
Wentik caviló un rato. Recordó haber leído las teorías de Pavlov y luego haber descubierto cómo las habían aplicado en tiempos de Josef Stalin en la Unión Soviética. Todo ello formaba parte del abismo permanente entre la teoría y la práctica, entre la fría luz clínica de una mesa de investigación y el calor cegador de una sala de interrogatorio. Un científico puede desarrollar un principio y crear algo que termina siendo usado con fines totalmente aborrecibles para quien lo creó. Pavlov no fue un tirano de la ciencia doctrinaria, aunque sus métodos terminaran empleándose en tal sentido.
Y ahora Wentik tenía que enfrentarse a la posibilidad de que le hubiera sucedido lo mismo.
—¿Podría explicarme qué era lo que se pretendía con su trabajo? —preguntó Jexon.
—Creí que usted lo sabía...
—Al parecer, usted duda de que su trabajo y nuestros Disturbios puedan tener alguna relación. Si me explica exactamente lo que usted hacía, le describiré el proceso psicológico que tiene lugar en un sujeto, y quizá comprenderá a qué me refiero.
—De acuerdo.
Wentik empezó a relajarse. La conducta incisiva del otro actuaba como complemento directo de sus sentimientos más bien negativos.
Con la mayor brevedad que pudo describió sus tentativas de buscar un atajo a la obra de Pavlov, y los diversos procesos que había seguido. Habló de las ratas a Jexon, y de cómo su trabajo había sido interrumpido en la época que lo trasladaron a Brasil.
—¿Administró la sustancia a algún hombre? —preguntó Jexon.
Wentik negó con la cabeza.
—Yo tomé dosis muy moderadas, pero no permití que la droga fuera ensayada en otra persona. Con las cantidades que yo ingerí, los efectos eran minúsculos.
—¿Y...?
—Y nada. No pasó de ahí.
—No comprendo.
—Debería comprenderlo. Entonces fue cuando los amigos Astourde y Musgrove se presentaron. Tuve que abandonar el trabajo y marchar con ellos. Por lo que sé, ésa es la situación ahora.
—Le aseguro que no es así —dijo Jexon—. La información que tenemos en nuestros archivos es que su trabajo fue completado y que el compuesto se convirtió en un gas que ahora denominamos gas perturbador.
—Su información es errónea. Nunca terminé.
Jexon se encogió de hombros. Luego dijo:
—Le explicaré en detalle los efectos del gas. El primer síntoma siempre es un acusado aumento de la incidencia y vividez de los sueños. Después surgen dolores de cabeza o migrañas.
"A partir de ahí, los síntomas tienden a variar de un individuo a otro. El único detalle común es un relieve sutil del carácter. Si uno es algo irascible por naturaleza, entonces la tendencia a irritarse o malhumorarse crece. Otra persona de carácter retraído, por ejemplo, se volverá cada vez más negativa, hasta llegar a aborrecer el contacto.
"Todo esto sucede si no existen estímulos externos. En la práctica, como es lógico, los humanos son gregarios de forma inherente y obran de modo recíproco. Es posible que una persona en soledad jamás note los cambios psicológicos que tienen lugar en su interior. Dos personas incluso podrían seguir su vida durante semanas sin que se produzca ningún cambio básico, siempre que las dos fueran parte de una relación sólida y compatible. Pero consideremos cualquier número superior a éste, y seguirá un rápido declive general hacia la manía.
—Creo que comprendo el porqué —dijo Wentik— Si tal como usted afirma, el gas perturbador es concepción mía, entonces la reacción se explicaría de modo bastante lógico. La sustancia abre la mente a una nueva creencia que, sin estímulo consciente, nunca cobra cuerpo. El proceso hasta ese punto es el equivalente de las técnicas de shock de Pavlov, pero en un sentido químico o metabólico. Sin el estímulo, el inconsciente recurre a sí mismo en busca de excitación y se exagera. Pero si existe una interacción entre personas, hay un bombardeo constante de estímulos casuales que derivan en manifestaciones de conducta irracional.
Jexon expresó su asentimiento con la cabeza.
—Ha llegado en diez segundos a la conclusión que a nosotros nos costó casi esos tantos años alcanzar. Pero esperábamos que llegara a ella. ¿No lo convence eso, como me convence a mí, de que se trata de su sustancia?
—Me temo que sí —dijo Wentik.
—He visto a Musgrove esta mañana —dijo Jexon al cabo de unos instantes—, y estoy en condiciones de recomponer una secuencia de lo sucedido cuando usted llegó a Brasil.
—¿Se refiere a lo de la cárcel?
Jexon asintió.
—No está demasiado claro. Musgrove se encuentra muy confundido respecto a buena parte del caso. Pero me ha ayudado a dar cierto sentido a lo que usted me explicó, y he recompuesto lo demás.
"Pero antes que nada, usted tenía curiosidad por la fuente energética de nuestras máquinas. Se denomina Poder Directo, o Direct Power en inglés. Tal como le di a entender esta mañana, ésa es la principal contribución tecnológica de Brasil. En su forma más simple se la puede describir como electricidad transmitida, aunque en la práctica me aseguran que es mucho más complicado. No entiendo de estas cosas. Lo único que usted precisa saber al respecto es que sometida a determinados modelos de tensión, la corriente eléctrica adopta una forma capaz de ser radiada, de manera muy parecida a las ondas hertzianas. Ello hace que la energía sea enormemente más flexible, y mucho más conveniente. En la práctica no existe límite al número de dispositivos que pueden ser gobernados con el Poder Directo en cualquier momento, siempre que se hallen dentro del alcance del transmisor.
"El descubrimiento del Poder Directo fue, como la mayoría de avances científicos notables, inesperado y accidental. Y abrió ante nosotros varias nuevas líneas de investigación. Una de ellas condujo a la creación del campo de desplazamiento.
—Va demasiado deprisa —dijo Wentik— ¿Es el Poder Directo lo que impulsa sus aviones?
—Sí, y todo lo que hay en este piso, y en el hospital. Y en la cárcel.
—Entonces, ¿por qué el avión de despegue y aterrizaje vertical que me recogió estaba equipado con turbinas ordinarias?
—Porque el Poder Directo debe transmitirse. Todo lo que actúa fuera del campo efectivo debe llevar consigo su propia energía.
—Continúe.
—Estaba diciendo que esto condujo al descubrimiento del campo de desplazamiento. Usted lo llamaría viaje en el tiempo, supongo, pero no es tan fácil como eso. El campo que se genera actúa como disruptor sobre parte del campo temporal que existe en equilibrio con el espacio normal. De nuevo, la matemática de esto se halla ligeramente fuera de mi alcance..., pero el efecto es muy sencillo. El transmisor, y toda persona o cosa dentro de su radio de acción, es trasladado en el tiempo. La cuantía del viaje no es determinable, o al menos no lo es por el momento. El lapso cubierto por el generador es de algo menos de doscientos años, aunque me aseguran que se produce una leve distorsión ocasional.
"El tiempo subjetivo transcurrido, en consecuencia, es el mismo. Un hombre puede viajar al pasado desde aquí, y emerger durante la última mitad de 1989. Puede pasar seis meses allí, y a la vuelta descubrir que han pasado seis meses aquí.
—¿Cómo me vi envuelto en esto? —dijo Wentik, más para sus adentros que para el otro hombre. Un humor melancólico se había fijado en él. Quizá fuera la bebida.
Jexon lo miró, y por un momento Wentik creyó captar un destello de simpatía en su expresión.
—Sucedió —dijo Jexon— que aproximadamente al mismo tiempo que los primeros experimentos con el campo de desplazamiento se estaban realizando, nos topamos con la referencia de su trabajo. Se sugirió entonces que alguien retrocediera en el tiempo para pedirle a usted que viniera y corrigiera el daño que había causado sin saberlo, pero costó varios años que el progreso del tiempo transcurrido nos llevara a una fecha doscientos años después de una época en la que pudiéramos rastrearlo. En cuanto supimos dónde se hallaba (los únicos datos que teníamos afirmaban que usted había empezado a trabajar para la Genex Chemical Corporation en octubre de 1988), enviamos un hombre a buscarlo. Ese hombre fue Musgrove.
Wentik alzó los ojos vivamente.
—¿Musgrove trabaja para ustedes? Creía que tenía alguna relación con Astourde.
—No, Musgrove lleva varios años como ayudante mío. Ha hecho un gran trabajo de recopilación de datos esenciales sobre los efectos del gas perturbador en nuestra sociedad, y yo pensé que sería el hombre ideal para la tarea.
—Pero él nunca me contó esto —dijo Wentik.
—No... Hubo varios factores que yo no consideré. El primero fue el extremado efecto que el gas perturbador causó en Musgrove, y el segundo fue su encuentro con Astourde.
"Musgrove salió de Sao Paulo hace diez meses. Sus instrucciones eran simples: volver a 1988 mediante el uso del campo de desplazamiento, abordar al doctor Wentik y explicarle lo ocurrido, y volver aquí con él. Entonces usted tendría la opción, cuando hubiera completado su trabajo, de quedarse aquí o regresar a su época. Nuestra esperanza y convicción era que usted se quedaría, cuando lo que iba a ser su futuro inmediato, es decir, la guerra inminente, le fuera revelado.
"Sin embargo, las cosas empezaron a ir mal.
"Musgrove voló hasta la cárcel del distrito Planalto con un generador de campo de desplazamiento. El traslado tenía que hacerse desde allí porque el generador sólo iba a funcionar en regiones donde existiera poca ondulación superficial y un mínimo de árboles y maleza. Además, por obvias razones sociales, el área debía estar deshabitada. Zonas así son bastante escasas en Brasil, como usted seguramente pensará.
"El generador de campo, que para el caso también estaba capacitado para servir de transmisor de Poder Directo, fue instalado según el plan, y el piloto del avión regresó a Sao Paulo.
"Durante este tiempo Musgrove quedó expuesto accidentalmente al gas perturbador. Tal como usted ha observado, el gas es particularmente denso en el distrito Planalto. A partir de ese momento, la conducta de Musgrove siguió una pauta azarosa. Debió usar correctamente el campo de desplazamiento, y volvió a la cárcel y sus cercanías en 1988. Sus instrucciones a partir de ahí eran ir a la Genex Corporation de Minneápolis. Pero en lugar de eso fue a Washington, donde apareció algunos meses después. Desconozco lo que le sucedió en el intertanto. Esta mañana, cuando hablé con él, todo era muy confuso. Sólo puedo suponer que erró algún tiempo por la jungla antes de encontrar una avanzada de la civilización, desde la que se dirigió a Norteamérica.
"En Washington conoció a Astourde.
"Ahora, trate de imaginar cómo estaban estos dos hombres en el momento de conocerse. Normalmente, Musgrove es un hombre estable. Pero los efectos del gas perturbador duran varias semanas. Durante un período considerable había estado solo en un ambiente selvático de suma incomodidad. Es lógico suponer que cuando conoció a Astourde, Musgrove sufría esquizofrenia aguda.
"Y a su vez Astourde, por su relato, da la impresión de que padecía paranoia. Era poco atractivo en lo físico, tenía un trabajo nada atrayente en Washington y es probable que fuera impopular entre sus colegas. Su matrimonio estaba acabando. Una persona así suele sufrir los delirios que constituyen la raíz del comportamiento paranoico, y Astourde no podía ser una excepción.
"Ya había estado envuelto en la investigación del gobierno estadounidense sobre nuestro campo de desplazamiento, agazapado toscamente en medio de la jungla brasileña, e inevitablemente Musgrove se había puesto en contacto con él.
"Astourde era un ego pomposo y altanero, y el pobre Musgrove, que todavía padecía los efectos del gas perturbador, cayó claramente bajo su influencia.
"A partir de entonces se desarrolló el espectáculo de Astourde.
—Cuando los conocí —dijo Wentik—, me impresionó Musgrove pero Astourde dominaba. Imagino el porqué de ello.
—La siguiente parte de la historia le es conocida —dijo Jexon—. Astourde hizo uso de su influencia y organizó el equivalente de un ejército particular. Al llevarlo a usted a la cárcel creyó que podría investigar el fenómeno que le habían encargado explicar, y al mismo tiempo la misión de Musgrove, en la forma superficial que se le había explicado, sería cumplida.
"Entonces un tercer factor imprevisto hizo aparición. Es decir, el efecto del gas perturbador en Astourde y los demás hombres.
"Astourde creía que tenía cierto poder sobre usted; el síndrome del Disturbio tradujo esto a certidumbre y comenzó con el interrogatorio. Los mismos hombres creyeron estar al mando de Astourde, y se convirtieron en sus virtuales esclavos. Astourde, convencido de que usted estaba detrás de todo el asunto de algún modo, lo culpó del nuevo apuro e intentó incitar sentimientos contrarios a usted en los hombres. Musgrove, desesperadamente confundido, se retiró a las celdas.
"En medio de todo esto, usted conservó la cordura y la razón, pero desorientado por lo que sucedía, sólo atinaba a observar.
—Astourde sabía —dijo Wentik— que todo el mundo menos yo experimentaba lo que él denominaba fantasías violentas.
—Al parecer usted es inmune al gas perturbador. ¿Tiene alguna noción del porqué?
—No, realmente —dijo Wentik—. Sólo que las cantidades que ingerí en la Concentración pueden haber robustecido mi resistencia al gas. ¿Encuentran casos de inmunidad al gas en gente expuesta a él en más de una ocasión?
Jexon negó con la cabeza.
—No hay un solo antecedente. Si existiera alguna protección encontraríamos un medio de usarla.
—Yo me inyectaba —observó Wentik.
—¿Sí?
—Podría ser importante —dijo Wentik.
—¿Sería capaz de reproducir la sustancia aquí en el laboratorio?
—Espero que sí. Lleva su tiempo, sin embargo.
—No importa —dijo Jexon—. En fin, por razones que no puedo determinar, Musgrove abandonó repentinamente la cárcel a pie e hizo lo que se suponía debía hacer primero: pedir ayuda por radio. Hay varias casetas de vigilancia no usadas, y todas tienen un equipo de onda corta. Un avión fue enviado para recogerlo, y hace cuatro días regresó a Sao Paulo. Sin usted.
—Hace cuatro días yo continuaba en la cárcel.
—Naturalmente. No me di cuenta del estado de Musgrove, y cuando él dijo que lo había llevado a la cárcel y que usted seguía allí, lo hice volver al momento. Recuérdelo, yo había estado esperando diez meses sin noticias o explicación. Por fortuna, los dos tripulantes del avión debieron comprender lo que pasaba al llegar a la cárcel, y pusieron camisas de fuerza a ambos, Musgrove y usted. Es la norma empleada en los casos de personas afectadas por el Disturbio.
—Todavía queda una cosa que no comprendo completamente —dijo Wentik— Y esa cosa es la cárcel. ¿Qué hace la cárcel allí, cuando es sabido que el gas perturbador ejerce un efecto tan profundo sobre la gente?
—Otro legado del pasado —replicó Jexon—. Hace varios años, los científicos abordaron el problema de despejar la cuenca del Amazonas. Ahí no se podía hacer nada mientras la jungla lo cubriera todo. El terreno resultaba tan difícil de trabajar que es prácticamente imposible despejarlo mediante métodos convencionales. Por tal razón se hicieron innovaciones con los métodos. Hoy día, el trabajo de despejar la jungla en la región de Manaus se hace mediante procesos de rociada desde el aire. Los árboles, de tipos tan diversos que jamás podrían ser explotados industrialmente, son envenenados desde el aire y se deja que se pudran. En menos de seis meses alcanzan un estado de decadencia que permite reducirlos a pasta de madera sobre el terreno, y se los emplea como combustible industrial barato o bien como humus del terreno en zonas del país dotadas de una tierra menos fértil.
"Estos procesos fueron iniciados en la parte de la jungla que ahora denominamos distrito Planalto. De vez en cuando sobrevolamos esa zona y volvemos a rociarla, para mantener bajo el rastrojal.
"Pero hace cien años, mientras los Disturbios se hallaban en su apogeo y sus causas no eran bien conocidas, se precisó una nueva prisión, y el distrito Planalto pareció ser un lugar ideal para ello. Alejada y prácticamente a prueba de huidas, la cárcel fue considerada en su tiempo como un modelo de técnica terapéutica correctiva aplicada. Hoy día, sabemos más sobre los efectos del gas perturbador, y la cárcel ha estado cerrada durante años.
Wentik guardó silencio, recordando las celdas y corredores vacíos, y las puertas cerradas con llave.
—¿Hay alguna otra cosa que desee saber? —preguntó Jexon.
Wentik pensó un instante. Después dijo:
—¿Qué ha sucedido a los hombres que por accidente entraron en el distrito Planalto? Astourde me aseguró que varios habían desaparecido, y obtuvo una fotografía del avión de ustedes cuando estaba recogiendo a uno de los hombres. ¿Y qué me dice de los hombres de Astourde que aún siguen en la cárcel?
—Serán recogidos mañana. Efectuamos vuelos regulares por las regiones afectadas por el gas perturbador. Hay gente que se adentra de vez en cuando, y tiene dificultades de salir de nuevo. El distrito Planalto, debido a que ha sido despejado, es una de las regiones que patrullamos con regularidad. Si los hombres de la época de usted han entrado accidentalmente, los llevamos al hospital y se les da un tratamiento de rehabilitación —Jexon dejó de hablar, sacó un bolígrafo del bolsillo y garabateó algo en una hoja de papel— También me ocuparé de esto. Es probable que sigan en el hospital, porque a los médicos tal vez les haya parecido que son casos pertinaces. Estos hombres pueden haber mantenido sus relatos, y los médicos estarán pensando que se aferran a sus delirios.
El rostro de Jexon se hizo sombrío de repente.
—Este asunto está empezando a tener consecuencias graves —dijo.
—Pero ¿qué les sucederá ahora? —preguntó Wentik, comprendiendo el motivo de la seriedad de Jexon. Los hombres eran víctimas accidentales del proceso de hechos, y quedarían profundamente afectados por lo que les había estado sucediendo.
Jexon tenía un aspecto de total desesperación.
—Supongo que se les tendrá que ofrecer las mismas alternativas que a usted. Quedarse aquí y trabajar para el bien de la comunidad, o ser devueltos a su época.
—Creo que puedo hablar por ellos —dijo Wentik—. Aun cuando no conozco a ninguno. Querrán ser devueltos.
Jexon sacudió la cabeza.
—Lo dudo. ¿Sabe qué día es hoy?
—¿Mi día o el suyo?
—El día al que usted ha estado orientado de manera inconsciente todo el tiempo que lleva aquí. 1989.
—Algún día de agosto, supongo.
—Es el 5 de agosto.
—¿Eso es significativo?
—No por sí mismo. Pero se está librando una guerra en ese momento. ¿Recuerda haber leído sobre la invasión de Florida por parte de Cuba? Eso fue el 14 de julio de 1989. La contienda acabó el 22 de julio. El día 28, La Habana fue bombardeada en represalia. El 29 otra ciudad cubana, Manzanillo, fue destruida.
"Ayer, doctor Wentik, mientras usted se hallaba en la habitación del hospital, el presidente de los Estados Unidos, rechazó las exigencias del Presidium soviético. Rusia había exigido una repatriación inmediata de todos los ciudadanos cubanos a una zona neutral del territorio continental de los Estados Unidos más una garantía inequívoca de avance hacia gobierno socialista en el país en el curso de una década.
"Hoy, mientras estamos sentados en esta cómoda habitación, hombres de su época están dando los primeros pasos hacia la destrucción mutua. La flota rusa del Mediterráneo será destruida esta tarde. Al anochecer, las primeras armas nucleares estarán explotando en territorio americano.
—¿No hay duda sobre esto? —preguntó Wentik. —Ninguna, en absoluto.
Jexon se puso de pie, y se vistió la capa verde.
—Será mejor que me vaya al hospital y ver cómo están los otros hombres. Mientras tanto, tal vez le gustará leer esto.
Sacó un libro delgado, similar al de historia, de un bolsillo, y lo ofreció a Wentik.
—Es uno de mis libros, y quizá le ayude a aclimatarse en nuestra sociedad un poco más aprisa.
Wentik lo cogió, y lo colocó distraídamente en la mesa cerca del otro libro. Cuando Jexon llegó a la puerta, lo llamó.
—¡Doctor Jexon!
—¿Sí?
—Quisiera pedirle un pequeño favor en el hospital. Hay una enfermera...
Jexon sonrió.
—No siga. Diré la palabra justa. Ella lo encontrará.
Y se fue. Wentik volvió a sentarse, y extendió su mano hacia el libro.
Hay dos obsesiones comunes a todos los hombres, presentes en proporciones variables. Una es la búsqueda del amor, y la otra la búsqueda de la verdad.
No existe sustituto a ninguna de ambas, aunque el amor puede ser suplido temporariamente por la experiencia física del sexo. No hay ninguna verdad sosegante.
Wentik estaba despierto, el brazo derecho en torno a los hombros de la mujer que dormía junto a él. La noche era cálida, y pese a que eran las primeras horas de la mañana, la ciudad vibraba alrededor del científico. No había horas tranquilas en Sao Paulo, la población entera amoldada a un tipo de turno voluntario que permitía que el funcionamiento de la ciudad prosiguiera veinticuatro horas al día.
En la oscuridad, Wentik miraba fijamente el techo, con opresivas imágenes de los primeros años de su matrimonio amenazando con vencerlo. Por primera vez desde que empezara su separación forzada de Jean, se esparció en un confortante remanso de sentimiento. El recuerdo de los rasgos físicos de su mujer —frente amplia, brazos pecosos, senos pequeños y tiernos, risa fácil— llegó vivamente a Wentik a través de los meses. Tales son los objetos del recuerdo: no sutilidades de carácter principales o importantes, sino superficialidades cuya presencia, relacionada con incidentes recordados, conforman una identidad evocada. Su vida con Jean había sido agradable; no podía describirla mejor. Ella significaba mucho para él, y los dos habían conocido un tipo de felicidad que no podía ser descrito a terceros: estaban satisfechos, y quizá satisfechos de ellos mismos. Pero nadie importaba. Si amor era lo que él había compartido con Jean, entonces su lascivia hacia Karena había rebajado ese amor a un hecho de un momento.
Pero el amor volvía.
Del mismo modo, lo que Jexon le había dicho aquella tarde había calmado temporalmente su indagación sobre lo que le estaba ocurriendo. Pero ahora, en la paz de la soledad, Wentik observaba una gran ausencia de verdad.
El gas perturbador, la misteriosa sustancia por la que lo habían traído allí para que la destruyera, no podía ser suyo.
El trabajo que había estado haciendo, con toda certeza, conduciría finalmente a una sustancia cuyo efecto sobre el cerebro humano sería similar al descrito por Jexon.
Pero él no había terminado.
Astourde y Musgrove interrumpieron su investigación al alejarlo de su trabajo antes de concluirlo.
La muchacha en sus brazos se agitó en sueños, y apoyó la cabeza con más firmeza en el hueco del brazo del científico. Wentik apretó a Karena, su mano cayendo a lo largo del pecho de la mujer y cerrándose con suavidad sobre uno de sus senos.
¿En ese caso quién...? ¿Quién había continuado el trabajo en su ausencia? Sólo N'Goko disponía de sus notas.
Wentik se irguió bruscamente. Abu N'Goko.
Impaciente por la lentitud del progreso de la investigación, impaciente por ensayar la sustancia con voluntarios humanos, impaciente...
—¡N'Goko! —dijo en voz alta.
Y la mujer volvió a caer en los almohadones, enfurruñándose en la oscuridad antes del disturbio.