El ventarrón bramaba en la meseta helada. Nacido en un remolino ciclónico nuboso en el Pacífico meridional, a mil quinientas millas de la costa chilena y mil millas al sur de la isla de Pascua, giró hacia el polo en una acometida de aire gélido que allanó las olas. Cobrando impulso, el huracán rugió a través del mar de Amundsen, moteado de témpanos, y se lanzó por el terminador, angulado de un modo oblicuo, hacia la noche austral, la noche invernal en que nada vivo debería atravesar la faz de la tierra. El viento rompió contra las laderas de la cordillera costera, arrancando fragmentos de hielo de afilados bordes y arrojándolos hacia el sur, hacia la altiplanicie y más allá.
En la falda de la meseta, unos mil quinientos metros más elevada que la congelada superficie del mar, el viento adquiría una cualidad de implacable: un temporal que se desplazaba con un estampido constante a lo largo de la bruñida superficie de hielo, alcanzando velocidades de ciento sesenta kilómetros por hora, o más. La carne humana expuesta al viento se cristalizaría, quebraría y desmigajaría hasta acabar por desintegrarse en cuestión de minutos. Ningún hombre soportaría ese frío más de unos segundos.
Era el primer temporal del invierno.
Doscientos metros bajo la superficie, en las rocas de la misma meseta —rocas que no habían sentido el cálido toque del sol durante millones de años, si es que alguna vez lo habían sentido— el hombre había osado construir. Bien iluminada, bien ventilada y provista de calefacción central, la Concentración de Técnicas Avanzadas cumplía sus funciones con perfecta seguridad y absoluta inexpugnabilidad.
Desde la superficie, los únicos indicios de su existencia eran varios palos bien asegurados que señalaban los distintos pozos de acceso en el perímetro. En los meses estivales había una pista de aterrizaje, algunas veces también aprovechable en invierno. Ese año se esperaba un vuelo más, cuando el temporal hubiese pasado, luego no habría otro durante cinco meses.
Los hombres de la Concentración necesitaban la paz y seguridad de la meseta para desarrollar su tarea. En ese lugar, más de cuatrocientos científicos y sus ayudantes trabajaban en sus especialidades: bioquímica, física de partículas, nucleónica, bacteriología, etc., por lo general con una ignorancia casi total del trabajo de los demás.
Porque la Concentración no era una pequeña estación que reclamara unos cuantos metros cuadrados de roca antártica, sino un complejo sistema de unidades de investigación enlazadas por numerosos túneles que atravesaban el hielo. El área total era de siete mil setecientas hectáreas y había estado diez años en construcción.
En uno de los laboratorios de la parte sur, el doctor Elías Wentik estaba sentado cómodamente en un sillón de plástico blando y acariciaba el hocico de la rata que yacía en su regazo. El animalito apretó el morro contra la mano en un gesto afectuoso mientras el científico lo mimaba distraídamente.
El ayudante de Wentik, un nigeriano de elevada estatura que se llamaba Aby N'Goko, trabajaba con la cabeza inclinada ante un escritorio lleno de papeles desordenados.
—No deberíamos parar ahora, doctor Wentik —dijo de repente, alzando la vista—. No podemos permitir que nos restrinja un simple detalle técnico.
—Pero no podemos hacer nada al respecto —replicó suavemente Wentik—. Aquí no hay nadie que desee acabar tanto como lo deseo yo.
—Ya sabe que no me refiero únicamente a eso.
—¿... que no vamos bastante deprisa? ¿... que deberíamos encontrar un proceso alternativo?
—Sí.
Ya lo sabía, y estoy de acuerdo, pensó Wentik. Es frustrante retrasarse tanto tiempo por culpa de algo que probablemente fuese irrelevante.
Probablemente... Lo era. Wentik sabía que el callejón sin salida en que se encontraban era sólo temporal, pero el problema residía en seguir adelante o... ¿O qué? Las alternativas le asustaban.
Bajó los ojos para mirar a la rata en su regazo. Tres días más, a lo sumo, habría muerto. La droga actuaba sobre las criaturas, y lo hacía tal como debía. Sin embargo, al cabo de seis días de la administración del medicamento, todos los animales tratados morían. ¿Era un efecto directo del compuesto o cierto efecto secundario causado por el metabolismo de los roedores? Wentik no lo sabía. En la Concentración no existía otro tipo de animal con que poder experimentar, y era imposible obtener más por vía aérea hasta el final del invierno.
Sólo quedaba disponible un tipo de animal para probar la droga: el hombre.
Durante varios días, Wentik y N'Goko habían discutido el asunto y las alternativas. N'Goko quería proseguir, Wentik aconsejaba moderación. Mientras N'Goko estaba ansioso por someterse él mismo al experimento con la droga, Wentik deseaba preparar variedades gaseosas y líquidas del compuesto, y aguardar el fin del invierno hasta que lograran obtener animales de especies diferentes.
Y de todos modos, aun contra su propio criterio, Wentik había estado probando la droga. Pero no lo había admitido ante N'Goka.
A lo largo de las tres últimas semanas había tomado cantidades muy pequeñas de la droga, con restricciones cuidadosamente autoimpuestas. Siempre estaba a solas en su habitación con la puerta cerrada. Se aseguraba de no ser interrumpido y se tumbaba en la litera a contemplar las alucinaciones que la droga producía. Porque la droga, igual que el ácido lisérgico, parecía no tener efectos nocivos a corto plazo. Aparte de sus propiedades alucinógenas, y los vividos sueños que a veces causaba después de ingerida, Wentik había sido incapaz de detectar deterioro alguno de su constitución física o mental.
Dosis mayores o más concentradas era otra cuestión.
—Sé lo que piensa decir —expuso a N'Goko—, y la respuesta sigue siendo negativa. No tomará la droga.
—¿Definitivamente?
—Sí. Por el momento seguiremos ensayando diferentes concentraciones y mezclas con ratas.
—Y seguiremos matándolas —dijo el nigeriano, con algo de amargura.
—Si es preciso...
Los dos hombres guardaron silencio algunos instantes.
—Ojalá hubiéramos sabido antes del invierno que esto sucedería —dijo Wentik, finalmente.
Con una brusquedad que sorprendió a los dos científicos, la puerta se abrió. Wentik hizo girar su sillón, encolerizado.
—¿Qué diablos pretenden entrando de esa manera? —reclamó—. ¡Este despacho es privado!
Había dos hombres de pie en el umbral, dos hombres que Wentik no había visto nunca en la Concentración. El más alto de los dos, que se hallaba algo detrás del otro, contempló a Wentik con un interés evidentemente profundo. Pero fue el otro individuo el que tomó la palabra.
—¿Doctor Wentik? —dijo con una voz que contenía un claro temblor de autoridad contenida.
—Sí. Ahora salgan de aquí antes de que yo los eche. Conocen las reglas de la Concentración...
Los dos hombres se miraron mutuamente.
—Siento que hayamos roto el protocolo, doctor Wentik —dijo el hombre—. Pero debo rogarle que salga por un instante.
—¿Conoce a estos dos? —preguntó Wentik a su ayudante.
—No. Supongo que han venido con el último avión.
—Exacto —dijo el más alto de los visitantes—. Sólo será un momento.
—¿Qué desean?
El hombre de menos estatura abrió más la puerta e indicó con una mano que Wentik debía salir al pasillo.
Wentik se levantó y entregó la rata domesticada a N'Goko.
—Cuide de Browning un momento —dijo, usando el apodo cariñoso que había dado al animal—. Sólo hay un modo de enfrentarse a esto.
El ayudante cogió la rata, que chilló muy fuerte a causa del disturbio. Wentik siguió al hombre más alto en dirección al pasillo mientras el otro individuo cerraba la puerta.
—Bien, veamos su identificación —dijo Wentik.
Todo miembro de la Concentración era perfectamente consciente de la seguridad. Era muy improbable que alguien entrara de modo ilegal en la estación, aun suponiendo que lograra encontrarla. Sin embargo, no hacía ningún daño comprobar la solidez de las reglas.
El primer hombre desabrochó en silencio la solapa del bolsillo delantero del uniforme gris oscuro que vestía. Sacó una agenda de tapas verdes y la ofreció al científico. Wentik la cogió.
Todo estaba en orden. Bajo una fotografía del hombre había una hilera de números y el nombre Clive V. Astourde. Otros diversos detalles estaban impresos en la página, pero Wentik los pasó por alto. De todas maneras se trataba de una simple formalidad.
—¿Qué me dice de este hombre? —preguntó.
—Respondo de él —dijo el hombre llamado Astourde—. No lleva identificación.
—Pues debería llevarla —dijo Wentik—. ¿Se da cuenta de que si llamo a la policía militar podría hacer que lo detuvieran?
Astourde asintió, y los dos hombres se alejaron lentamente. Había empezado la penosa experiencia de Wentik.
Esa fue la primera de las tres ocasiones en que habló con Astourde antes de abandonar la Concentración.
La segunda tuvo por escenario el pequeño bar que era el centro geográfico y social de la Concentración.
Wentik y N'Goko estaban sentados ante una mesa con algunos de los técnicos que trabajaban a sus órdenes. La conversación era informal aunque, como siempre, se centraba en torno al trabajo.
En ciertos aspectos, Wentik y N'Goko eran anormales en la Concentración, puesto que no había otros no americanos más que ellos. Wentik había llegado de Gran Bretaña hacía pocos meses por un intercambio acordado con una de las grandes corporaciones químicas de Estados Unidos. En cuestión de semanas su trabajo fue valorado y el y N'Goko se encontraron trabajando para una rama de la administración. Su traslado a la Concentración sólo fue voluntario en parte, ya que por entonces era responsable directo de un subcomité de defensa del Pentágono. Lo que había comenzado como un mero acto de investigación bioquímica llegó rápidamente a ser algo cuyas implicaciones aún no estaban plenamente concebidas.
Y lo que había sido una mera separación de tres meses de su esposa iba a ser ahora de otros cinco meses como mínimo.
Astourde entró en la sala, sin ser visto por Wentik, y pidió una cerveza en el bar. Se llevó la bebida a la boca, la sorbió y se dirigió hacia la mesa de Wentik.
—¿Les molesta que me una a ustedes? —dijo directamente, interrumpiendo a Wentik.
—Me temo que sí.
—Está interrumpiendo una conversación importante, señor Astourde —dijo N'Goko.
—Lo que yo quiero también es importante.
Wentik suspiró y dijo:
—De acuerdo —se levantó para cambiar de mesa y tomó asiento.
Astourde se sentó al lado de Wentik.
—¿Puedo preguntarle que hace aquí, doctor Wentik?
—No puede, y no comprendo qué tiene que ver esto con usted. ¿Qué derecho tiene de estar aquí?
—Trabajo para el gobierno. Creí que usted ya lo sabía.
—Dudo que pudiera estar aquí de no estar trabajando para el estado de una u otra manera.
Astourde sonrió, y Wentik notó por primera vez los ojillos del hombre, que reflejaban las bombillas suspendidas del techo metálico. Astourde metió la mano en su bolsillo delantero y sacó una pequeña tira de papel transparente. Dentro del pliego había una sección de un filme de 35 milímetros.
La puso sobre la mesa delante de Wentik.
—Échele un vistazo —dijo.
Wentik alzó la película hacia la fuente luminosa más cercana y la escudriñó. Era un simple cuadro de un filme en color.
En el borde de la película, al otro lado de los agujeros, se leía KODA.
El cuadro en sí era una fotografía de lo que parecía ser una extensión de hierba muy cortada o rastrojos de maíz. El cielo era azul claro, atravesado por la blanquísima franja del chorro de un jet. Debido al tamaño del cuadro resultaba difícil distinguir detalles, aunque no lejos de la cámara se veía una nave blanca posada en la hierba. El diseño no correspondía a nada que Wentik hubiera visto antes.
Astourde le entregó una lupa.
—Mírela con esto —ofreció.
Wentik cogió la lupa y examinó la nave con más detalle.
Sin escala para medirlo, era imposible estimar el tamaño del vehículo. Descansaba en la hierba sin tren de aterrizaje, pero su nariz se levantaba un poco más que el resto del cuerpo. Tenía forma puntiaguda. El único indicio de cabina que existía era un trozo de vidrio inclinado dispuesto al nivel de las líneas del resto del fuselaje. Aunque se encontraba a un lado de la nave parecía ser la única parte desde donde pilotarla. El avión tenía alas delta cortas y gruesas, colocadas a gran altura en el conjunto del cuerpo.
—¿Qué es? —dijo Wentik.
—Creemos que es un avión a reacción de avanzado diseño.
—¿Creen...?
—Despegó poco después de que la fotografía fuera tomada —dijo Astourde—. El despegue fue vertical. Nadie se acercó al aparato.
Wentik dejó el trozo de película en la mesa y acabó su bebida.
—Así que es un OVNI... ¿Por qué me habla de esto?
—Porque no es un OVNI. Sabemos que es un jet y que está pilotado por seres humanos.
—Entonces, ¿a quién pertenece?
Astourde se encogió de hombros y acabó su cerveza.
—Nadie del pentágono es capaz de identificarlo. Por eso lo queremos a usted —Astourde se levantó y se fue.
La última vez que vio a Astourde antes de abandonar la Concentración, Wentik había vuelto al trabajo en su laboratorio, el día siguiente al encuentro en el bar. Con sus bruscos modales característicos, Astourde entró y fue directamente hacia Wentik.
—Tengo que hablarle —empezó a decir.
—Estoy ocupado. Tendrá que aguardar —Wentik siguió con su trabajo.
Astourde lo cogió por el codo firmemente y lo arrastró hacia la puerta. Fuera, en el corredor, la temperatura era al menos veinte grados inferior, y Wentik se estremeció.
—Nos vamos mañana —dijo Astourde.
—¿Nos...?
—Usted y yo. Y Musgrove.
Wentik se volvió bruscamente, al darse cuenta de que el otro hombre también estaba en el pasillo, vestido con pantalones negros y un jersey azul oscuro de cuello alto. Llevaba un rifle y lo sostenía con un ángulo indeterminado en los dedos de su mano derecha, como si no estuviera acostumbrado al manejo de armas.
—Pero no puedo irme —dijo Wentik—. Estoy en pleno trabajo.
—Washington ha arreglado todo.
—¿Quiere decir que me reclaman? Nadie me ha dicho una sola palabra.
Musgrove dio un paso adelante.
—Por eso estamos aquí. Está relacionado con su investigación.
—¿De qué manera?
—Lo verá cuando lleguemos allá —dijo Astourde.
En ese mismo momento, N'Goko se acercó a la puerta del laboratorio y se quedó mirando a los tres hombres. Sostenía en sus manos la rata domesticada. Estaba muerta.
Wentik miró a N'Goko y después a los otros dos hombres.
—¿A dónde vamos? —preguntó.
La mano de Astourde se movió hacia el bolsillo delantero del que había sacado la fotografía la noche anterior. —A Brasil —dijo.
Mi querida Jean:
Bueno, ya te advertíque no podría escribir demasiado. Pero hay un avión que llega mañana contra toda expectativa, asi que todo el mundo estáescribiendo cartas esta noche. Pero ¡sorpresa! Yo mismo estaréen el avión.
Esto no significa que vuelva a casa todavía, aunque al menos da la impresión de que no he de invernar bajo la capa de hielo antártica. Me complace hasta cierto punto... Estamos bloqueados en el trabajo actualmente. Te explicarélos detalles cuando te vea, pero por el momento todo lo que ha sucedido es que nuestras pruebas con ratas no han dado los resultados esperados. De momento dejo aquía Abu a cargo de los experimentos, aunque no creo que logre regresar aquíhasta después de que acabe el invierno. Abu tiene todas mis notas, pero temo que en cuanto yo deje libre el camino él se encargarápersonalmente de los problemas.
¡Mi noticia es más misteriosa! Al parecer el gobierno me manda volver. Han enviado aquídos hombres muy extraños para recogerme. No comprendo a los americanos, supongo que nunca los comprenderé... Uno es un hombre muy moreno llamado Musgrove, ancho de espaldas y con brazos enormes. No habla mucho, sólo merodea y tiene un aspecto amenazador. El otro día lo vi con un rifle, pero no pude imaginar quépretendía con él. El otro hombre, sin embargo, es el que me da miedo de verdad, aunque no veo nada claro en su acción. Tiene un hábito bastante desconcertante de marcharse en medio de la conversación, como si se esforzara en producir algún efecto.
Siempre estoy pensando que espera la oportunidad de abalanzarse, aunque él sabrási no tiene alguna obsesión conmigo. De todas maneras, espero que el misterio de aclare cuando lleguemos a Washington. Aunque esto también es un poco raro. Cuando preguntéa ese hombre (a propósito, se llama Astourde) adónde íbamos, dijo que a Brasil. Supongo que se refería a Río de Janeiro, ya que ésa fue una de nuestras últimas paradas a la ida.
No te alarmes por esto, querida Jean. Estoy convencido de que no tiene importancia. Simplemente, su conducta es muy desconcertante. Cuando llegue a Washington te llamarépor teléfono inmediatamente, y lo más probable es que incluso me oigas antes de que recibas esta carta.
Me irépronto a la cama pues saldremos dentro de unas diez horas. El avión llegaráen los próximos minutos. Al parecer habría llegado antes de no ser por un vendaval que ha estado soplando en los últimos días. Aquíabajo nunca llegamos a enterarnos del estado del tiempo.
Mi cariño para Timothy y Jane. Les compraréalgunos regalos antes de volver. Y tú..., cuídate y no te preocupes. Estaréen contacto. Adiós por ahora.
Todo mi amor,
Wentik yacía en la cama de su hotel y escuchaba los sonidos de las primeras horas de la mañana de la ciudad de Pôrto Velho. El bochornoso calor ya se extendía a lo largo de las orillas del río Madeira a un kilómetro de distancia. En la plaza de abajo, un pesado motor diesel marchaba en vacío continuamente con un vacilante sonido obstinado.
En la última quincena Wentik había estado allí aguardando la llegada por vía aérea del equipamiento procedente de la costa.
Astourde había desaparecido. El hombre discordaba en el calor de la ciudad con su grueso uniforme gris. Llevó a Wentik en un taxi hasta el hotel y, sin más, lo dejó.
Una hora después, Musgrove se había presentado. Único contacto de Wentik en Pôrto Velho, rara vez se apartaba de su lado. Sabía poco, al parecer, y hablaba menos aún. A cualquier parte que fuera Wentik, Musgrove lo seguía. El científico empezó a sentir las primeras y desagradables impresiones de no estar totalmente libre.
Su mayor molestia en Pôrto Velho era la falta de información. Todo lo que sabía era que Astourde y Musgrove parecían trabajar para el gobierno estadounidense, poseían la fotografía de un avión desconocido y estaban pidiendo y comprando varias toneladas de equipo como tiendas y alimentos. A tal desasosiego más bien abstracto, y el consecuente aburrimiento de haraganear sin motivo en una población fluvial sudamericana, había que sumarle las ligeras impresiones de desorientación que estaba experimentando.
Aparte de esto, sus días en Pôrto Velho transcurrían con bastante comodidad. Musgrove era el peor tipo de compañero (nunca ofrecía información voluntariamente y pocas veces la daba cuando se le requería) pero la habitación del hotel era aceptable y la libertad personal de Wentik, relativamente grande. Sólo al preguntar a Musgrove cuándo volvería a Washington, el individuo reveló un rasgo amenazante.
—Usted no irá allá —dijo, sin mirar directamente a Wentik—. Nunca. Ni Astourde.
El día posterior a su llegada, Wentik escribió una carta al senador McDonald, que era presidente del Subcomité de Apropiaciones Investigativas que había llevado los asuntos de la Concentración. Declaró con exactitud lo que le había sucedido y pidió una explicación. Escribió todo lo que sabía sobre Astourde y Musgrove (que no era mucho) y manifestó al senador que se estaban preparando para un viaje cuyo destino desconocía. Terminó con una solicitud urgente de respuesta inmediata.
Se las arregló para echar la carta en una plaza pública sin que Musgrove lo advirtiera, y con este logro se sintió más seguro al instante.
Sólo más tarde, cuando los días iban pasando y la respuesta no llegaba, volvieron sus recelos.
Wentik oyó que el motor diesel en la plaza de abajo de repente aceleró y después quedó en silencio tras un relincho.
Bruscamente, con su acostumbrado desprecio por la intimidad, Musgrove entró a trompicones en la habitación. Se acercó a la cama y contempló fijamente a Wentik a través de la mosquitera.
—Nos vamos —dijo con sequedad—. Aquí hay una maleta para sus cosas. Meta lo menos que pueda y luego baje a la calle. Lo estamos esperando.
Wentik se vistió con rapidez y, al mirar por la ventana, vio que Musgrove hablaba con un grupo de una veintena de hombres. Iban vestidos de color gris, como Musgrove, sin insignia alguna, no obstante lo cual el atuendo tenía el aspecto inconfundible de un uniforme. Cualquiera que fuese el objetivo de las ropas, eran totalmente inadecuadas para el clima.
Mientras Wentik observaba, los hombres cargaron algunas cajas en un autocamión diesel de elevados laterales.
Wentik bajó a la calle y se reunió con los otros. Los hombres, que obviamente lo veían por primera vez, lo examinaron con franca curiosidad. Musgrove les dijo algo incoherente y todos subieron a la parte trasera del camión con el equipo. Musgrove miró agriamente a Wentik.
—¿Está listo? —preguntó.
Wentik asintió y entonces ambos subieron a la cabina frontal, donde el conductor ya estaba sentado.
Wentik se encontró en medio de la cabina entre Musgrove y el conductor, sentado en la envoltura interior del motor, con las piernas a horcajadas sobre la caja de cambios. Musgrove encendió un cigarrillo envuelto en papel negro y el humo, que olía a demonios, flotó hacia el rostro de Wentik.
El conductor apoyó el codo en el marco de la ventanilla abierta mientras se deslizaban lentamente por las polvorientas calles. Sólo eran las ocho en punto de la mañana.
Se detuvieron a la orilla del río y Musgrove entró en la oficina de la compañía de transbordadores. En cuestión de minutos, el motor del anticuado aerodeslizador fue puesto en marcha y eran transportados por el río hacia la deshabitada ribera meridional. Allí, la rampa que se alzaba desde el agua conducía a una desierta carretera abierta entre la jungla. Mientras el camión se alejaba, el transbordador osciló graciosamente en una nube de rocío blanco al volver a cruzar el río en dirección a la ciudad.
La carretera se dirigía al sur de Pôrto Velho, en una negra línea recta a lo largo de la llanura.
—¿A dónde lleva esta carretera? —preguntó Wentik.
—A Bolivia —respondió secamente Musgrove—. No la seguiremos mucho trecho.
Fueron cincuenta kilómetros los que recorrieron por ella, y después, por órdenes de Musgrove, el conductor giró a la izquierda para tomar una senda de grava de dirección única. Al instante, la marcha se hizo más arriesgada.
De vez en cuando atravesaban pequeños pueblos, donde niños semidesnudos corrían hacia el lateral de la calle y agitaban las manos. Incluso ahora, cerca ya de 1990, pensó Wentik, todavía existían lugares de la tierra donde un autocamión mecanizado era una novedad.
El día se hizo más caluroso y el aire que entraba por las ventanillas laterales no servía para aliviar el malestar creciente en la cabina. Hacia el mediodía se detuvieron para comer y beber un poco y luego prosiguieron su camino. Wentik fue comprendiendo de que se estaban alejando de la relativamente civilizada llanura en torno a Pôrto Velho y adentrándose en las estribaciones de la elevada meseta que formaba parte del Mato Grosso.
Al atardecer, Musgrove (que había pasado buena parte del caluroso día en un silencio caviloso) metió la mano en su bolsillo y entregó a Wentik un trozo de papel varias veces doblado. Estaba sucio, y exhibía las marcas de varias huellas dactilares.
Wentik abrió el papel y empezó a leerlo.
Elias Wentik:
Es probable que se sienta desconcertado en cuanto a la naturaleza de su viaje y la relación que pudiera tener con la fotografía que le mostré. Sólo puedo decirle que tenga paciencia por el momento. Buena parte de nuestro supuesto conocimiento sobre el distrito de Planalto es tremendamente especulativa, y buena parte de su índole se explica por símisma. La máquina de aquella fotografía procede del distrito de Planalto, yo mismo toméla foto en una visita anterior. Aparte de esto... Usted mismo lo descubrirácuando entre en el distrito.
No se alarme por el comportamiento de Musgrove. Puede parecer un poco irracional a veces, pero no le harádaño alguno. Además, le he encargado de que su tránsito no tenga problemas, por lo que le hago responsable a usted mismo de llegar sano y salvo.
Su atento servidor,
—¿Lo ha leído? —preguntó Wentik, alzando el papel.
Musgrove se echó a reír.
—Sí. Astourde lo había metido en un sobre cerrado al principio, creyendo que no lo abriría.
Wentik contempló de nuevo el trozo de papel. La desagradable formalidad de la última frase se grabó en su mente durante toda la noche. Había algo ridículo en el contexto, como si Astourde reconociera una creciente sumisión a las circunstancias por parte de Wentik.
Junto a él, Musgrove soltó una risita, que se sumó a los presentimientos de Wentik.
—¿A dónde vamos? —dijo repentinamente Wentik a Musgrove mientras estaban acuclillados a la luz de las lámparas de aceite suspendidas de las ramas por encima de sus cabezas. Los otros hombres habían partido en el camión hacia la cercana población de Sao Sebastiao después de montar las tiendas y volver a comer un poco. Musgrove estaba recostado en el tronco de un árbol, y escuchaba ociosamente la música que surgía de una vieja radio portátil que tenía a su lado.
—A Planalto —respondió.
—¿Está allá Astourde?
—Estará cuando lleguemos. Va en helicóptero.
Wentik sacó la carta del bolsillo y volvió a mirarla por décima vez ese día.
—¿Qué es el distrito de Planalto? —preguntó—. ¿Una especie de base del gobierno?
Musgrove sonrió con aire enigmático.
—Digamos que sí —contestó—. La única gente que encontrará allá estará trabajando para el gobierno.
—¿Y el avión?
—Astourde tomó esa fotografía la primera vez que vio el distrito. Pero ya podrá averiguar más al respecto...
Wentik se quedó pensativo por un momento. A su alrededor, los ruidos de la oscura jungla brasileña recorrían su aterradora gama. En lo alto de los árboles, voces animales gemían, apagándose y creciendo, con un sonido extrañamente humano. No había nada parecido en la memoria de Wentik: un ulular constante de chillidos fantasmagóricos carentes de fuente. Musgrove le había explicado que los animales eran inofensivos. En la jungla había muchísimos seres arborícolas; especialmente monos, arañas y perezosos. En esa parte del mundo jamás se ve a los animales, sólo se los oye.
Wentik miró a su acompañante, la cara oculta a causa de las lámparas de los árboles, poco eficaces para exámenes detallados. La expresión de Musgrove era vacía, como la de un hombre reacio a divulgar más información de la que debe.
—¿Qué significa distrito Planalto? —preguntó Wentik.
—Es una región del Mato Grosso. Significa altiplano.
—¿Que tiene de especial?
—Ya lo verá —dijo Musgrove—. Es una parte del mundo donde es posible ver en una dirección, pero no en la otra. Un lugar al que se puede entrar, pero no salir.
Wentik se levantó y sin querer golpeó una de las lámparas. Las sombras giraron alrededor de los dos hombres en el claro. Agarrándose a una de las ramas bajas, Wentik quedó en posición descollante por encima de Musgrove.
—No lo entiendo.
Musgrove lo miró sin perturbarse y se puso a liar uno de sus cigarrillos de papel negro.
—Ya lo verá —repitió—, cuando lleguemos allá.
Súbitamente irritado, Wentik se alejó hacia su tienda. Musgrove se había mostrado reacio a cooperar e incomunicativo desde que lo conoció; pero ahora estaba siendo deliberadamente enigmático.
Siguieron adelante con el camión tres días más, subían y subían, y a medida que avanzaban encontraban peores condiciones de conducción.
La primera noche de Wentik bajo la lona había sido una experiencia de pesadilla. La jungla bullía de insectos y animales, y los chillidos no habían cesado hasta la madrugada. La cara del científico estaba moteada e hinchada por culpa de las picaduras de los insectos y las perneras de sus pantalones ya estaban deshilacliadas por la puntiaguda y densa maleza que había en todas partes.
Musgrove se deleitó señalando la fauna autóctona más horrenda. En una ocasión cruzaron una charca pululante de ranas de quince centímetros, y más. El paso del camión molestó a los reptiles, que soltaron un estruendo de gruñidos cuya magnitud y carácter repentino asombró a Wentik. Una columna de hormigas sauba cruzaba la senda, y Musgrove ordenó al conductor que parara para observarla. Cuando el río de insectos alcanzó su máxima anchura, Musgrove hizo un gesto con la cabeza y el camión arrancó, aplastando a las hormigas de tres centímetros con un crujido claramente audible. Después del paso de los hombres, la columna prosiguió, invariable, su marcha.
El segundo día la senda iba paralela a la uniforme orilla de un río amplio y amarillo. El bosque tropical que habían encontrado en las estribaciones montañosas ahora daba paso a una densa jungla tropical, y el cielo rara vez era visible por encima. Llovía sin parar durante horas todos los días; una lluvia cálida y turbia que sólo incrementaba la humedad general de la jungla y poco o nada hacía por bajar la temperatura. Todo era un verde mojado, sofocante. Los mismos árboles parecían piezas vaciadas, como si no creciera madera en sus troncos. Por todas partes, lianas parásitas se desparramaban a lo largo de ramas y troncos, como si quisieran arrastrar la jungla hacia el suelo inundado de humus en que crecía. En varios sitios, los bejucos habían crecido en la senda o caído en ella, y los hombres tuvieron que abrir camino con los afiladísimos machetes. Periquitos de brillantes colores volaban de árbol en árbol, un deslumbrante estallido de movimiento que parecía ajeno en aquellos entornos monocromos.
Los hombres de la parte trasera del camión fueron turnándose en la conducción, pero Musgrove y Wentik permanecieron siempre en la cabina. El calor era intolerable. Wentik no llevaba otra muda, por lo que su ropa quedó empapada de sudor desde el primer día desde que salieron de Pôrto Velho.
La senda se había convertido en algo que no era más que un camino aplanado y lodoso entre los árboles. El camión bamboleaba constantemente de un lado a otro a través de baches cubiertos de fango, y la incesante oscilación dentro de la cabina resultaba extremadamente desagradable para Wentik, montado de un modo precario en la caliente envoltura del motor.
Musgrove cayó de nuevo en el silencio la tarde del segundo día, cuando percibió la irritación que le había causado antes a Wentik. Maldijo una que otra vez la oscilación de la cabina, pero aparte de eso no dijo casi nada.
Sólo en una ocasión desde la primera noche se planteó el tema del distrito Planalto. Entonces Wentik había preguntado:
—¿Cuándo llegaremos allá?
Musgrove meditó lentamente su respuesta, de manera misteriosa, antes de decir con su irónico tono enigmático:
—Eso está bien.
Sin darle importancia, Wentik desistió y no dijo nada más.
El tercer día se toparon con los restos de un camión militar estadounidense, que yacía con las ruedas del lado izquierdo en una charca de agua estancada no lejos del camino.
El conductor del camión de Musgrove frenó a prudente distancia de los restos y los tres hombres de la cabina salieron. No había rastros de ninguna persona en las cercanías.
Subieron a la parte trasera del camión volcado y descubrieron allí un generador de compresión diesel y diversas herramientas para excavar; desde maquinaria hidráulica hasta palas y picos. Musgrove observó el camión sin inmutarse, y garabateó en un cuaderno de notas el número apuntado con pintura blanca en el estribo de la izquierda. Y volvieron al camión que los transportaba.
Antes de meterse en la cabina, Musgrove subió a la parte trasera. Wentik escuchó el gruñido de un generador manual del tipo usado en transmisores de radio de corto alcance.
Musgrove volvió a la cabina cinco minutos más tarde, y la vacilante marcha por la jungla continuó como antes.
Aquella tarde, tras varios kilómetros de extremada dificultad, con el motor y la caja de cambios rugiendo al marchar en propulsión total en primera velocidad, Musgrove, de repente, señaló un punto a la izquierda de la cabina y gritó al conductor:
—¡Ahí! ¡Aparca ahí!
El conductor frenó al instante y el camión se paró bruscamente. Los hombres de la parte trasera bajaron al suelo, con un aspecto de suciedad y cansancio después de lo que debió de haber sido una prolongada prueba de fuego en el encajonado compartimiento trasero del vehículo. Descargaron varias cajas pequeñas del camión y se las repartieron. Wentik recibió dos rifles para que llevara él y una cantimplora de agua tibia. Musgrove cargó con un enorme talego de lona que contenía mantas.
Agobiados y sudando con profusión, todos los hombres se pusieron en marcha a través de la jungla.
—¡Alto! —la voz de Musgrove les hizo detenerse. Sin aparentar embarazo por lo abultado de su carga, Musgrove se adelantó varios metros a los demás. Luego se quedó con los brazos separados, perfilado contra la brillantez que había por delante.
Se volvió y llamó a Wentik.
—¡Venga aquí!
Wentik dio los dos rifles al hombre más cercano y avanzó.
Musgrove se volvió cuando Wentik llegó a su altura, y miró a los otros hombres. Parecía indeciso respecto a qué hacer.
—Creo que será mejor que volváis al camión —dijo por fin—. Abriros camino por el perímetro hasta esta noche y por la mañana os reunís con nosotros en la cárcel. El mapa de referencia está en la carpeta.
Lanzó una brújula al hombre que había sido el último conductor del camión, después hizo un gesto a Wentik y los dos emprendieron la marcha.
Avanzaron varios cientos de metros, con la luz brillando lentamente delante de ellos. Wentik, curioso por ver cuál sería la fuente de luz, tuvo dificultades para mantener el paso de Musgrove que, pese a la acostumbrada maraña de maleza, se movía con seguridad y rapidez.
Después llegaron al borde de la selva, y se quedaron contemplando una extensa llanura. El sol brillaba con intensidad sobre rastrojos cortazos a raíz, y dañaba los ojos de los hombres.
La fotografía...
Aquella foto en color que tenía Astourde había sido tomada ahí. En el centro de una de las junglas más densas del mundo, una llanura de rastrojos arrasados que se extendía más allá del horizonte.
Wentik miró hacia un lado, a los árboles, y advirtió lo abrupto del trazo de la línea que delimitaba árboles y rastrojos.
—¿Qué demonios es este lugar? —preguntó a Musgrove.
El otro lo miró burlonamente.
—Lo que usted estaba esperando. El distrito Planalto. Vamos.
Salieron juntos de la jungla y caminaron por la llanura doscientos años hacia el futuro.
Anduvieron cerca de trescientos metros y Wentik se volvió para observar la jungla que habían dejado. Había desaparecido. Detrás de los dos hombres, igual que delante, la rastrojera se extendía hasta el horizonte.
Tembloroso, Wentik se paró en seco y señaló el fenómeno a Musgrove. El hombre se volvió y miró. Se encogió de hombros.
—Eso se debe a que la jungla no existe en este plano del tiempo —aguardó a que Wentik volviera a recorrer la llanura con la vista—. Una sensación extraña, ¿no es cierto? —dijo de modo sorprendente.
Wentik, que experimentaba una abrumadora sensación de desplazamiento y desesperación, sólo pudo estar de acuerdo.
—Mire, Musgrove —dijo con voz temblorosa, mezcla de una repentina cólera y confusión— ¿Qué demonios está pasando?
—¿Quiere que se lo explique?
—¿No cree que ya es hora?
—Tal vez... Prosigamos, y se lo explicaré mientras vamos caminando.
Wentik dejó la cantimplora en el suelo y se sentó al lado.
—No. Me quedaré aquí hasta que me lo explique.
El otro hombre hizo un gesto de indiferencia.
—Perfecto. De todas formas nos servirá para descansar.
—Lo único que deseo saber —dijo Wentik—: qué lugar es éste. Dónde está, y por qué me han traído aquí.
Musgrove miró a su alrededor.
—¿Qué quiere saber primero?
—Qué lugar es éste.
—Ya se lo dije. Se llama distrito Planalto. Nos encontramos en una parte del Brasil llamada Serra do Norte, en el Mato Grosso —explicó Musgrove.
—Siga. Eso ya lo había deducido yo mismo —dijo Wentik—. Estoy más interesado en lo que dijo respecto a un plano del tiempo.
—Es difícil de concebir —dijo Musgrove—. Pero si imagina un lugar que existe en dos épocas diferentes, ya lo tiene. Donde estamos ahora se trata del Planalto de 2189. Donde estábamos, en algún lugar hacia allá —señaló vagamente con la mano—, era el Planalto de 1989.
—¿Y andando unos cientos de metros hemos saltado doscientos años?
Musgrove asintió.
—Hay un campo de desplazamiento que controla el equilibrio entre las dos épocas. Si usted se encuentra en 1989 y mira hacia aquí tal como hicimos hace unos minutos, el distrito tiene un contorno distinto. En realidad, ese límite es la extensión del campo. Lo cruza, y se traslada inmediatamente a 2189. El campo sigue estando a nuestro alrededor, pero la línea visible creada por la selva en el pasado ha dejado de estar allí.
Wentik desenroscó la tapa de la cantimplora que llevaba consigo, y se llenó la boca con la tibia agua.
—Este campo de que habla —dijo por fin—, considero que es artificial.
Musgrove lo contempló fijamente.
—Exacto. Pero no creo que Astourde lo sepa. De todos modos, por lo que a usted respecta, lo único que le hace falta saber es que el distrito Planalto fue descubierto por la CIA, y está siendo estudiado por ella. Cómo se ha visto comprometido usted, es una explicación que creo dejaré a Astourde.
—¿A qué distancia estamos de la civilización?
—Depende de lo que se entienda por civilización —replicó Musgrove—. Esto es Brasil todavía. Ya ha visto lo que nos hemos apartado de Pôrto Velho, que es la población más cercana —se levantó y metió un brazo bajo la correa del talego de lona—. Vamos. Tenemos mucho que andar.
Wentik se puso igualmente en pie, y alzó la cantimplora.
Continuaron en la dirección en que habían estado andando antes de que se detuvieran. El sol descendía ahora hacia el horizonte de la izquierda. El calor no era menor que antes, y Wentik se encontró observando todo el cielo para descubrir alguna nube. Hasta la lluvia cálida y pegajosa habría sido preferible a caminar bajo aquel resplandor sin sombras. Continuaron la marcha, y entretanto ambos bebieron sin reservas de la cantimplora hasta que el sol se puso.
Al anochecer, la temperatura descendió notablemente, y se metieron entre las mantas. Wentik se revolvió sin cesar durante horas enteras. Trataba de encontrar una posición cómoda entre el duro rastrojal. Por fin, se durmió.
Wentik despertó y descubrió que estaba solo.
Las mantas de Musgrove yacían vacías a su lado, pero la cantimplora de agua había desaparecido. Se levantó y notó que soplaba un viento frío. El sol había salido, pero la temperatura aún no empezaba a subir.
Recogió las mantas y las apretujó en el talego que había llevado Musgrove.
Miró a todo su alrededor.
En la brillante rastrojera era imposible detectar una pista. Forzó la vista y escudrinó de nuevo la llanura que le rodeaba. A kilómetros de distancia, casi sobre el horizonte, logró distinguir un diminuto punto negro. Sin ninguna otra evidencia, Wentik se dirigió hacia allá.
A toda prisa, en un esfuerzo por alcanzar su destino antes de que el sol calentara demasiado, atravesó la distancia en dos horas. Cuando llegó, sudaba en abundancia.
Era un molino de viento, que se alzaba solitario en la inmensa llanura, las aspas girando lentamente al viento. Estaba construido en madera teñida de negro intenso para conservar las tablas que, según observó Wentik al acercarse más, estaban retorcidas y combadas.
Una piedra enorme pasó volando junto a su oreja. Luego otra, a más distancia. Se detuvo con la intención de ofrecer el más pequeño blanco que le fue posible ofrecer. Un guijarro flotó precisamente hacia él y le golpeó el hombro.
Era Musgrove. El hombre estaba agachado detrás del molino, recogiendo piedras y lanzándolas alocadamente contra Wentik.
El científico metió la mano en el talego y desplegó una de las mantas. La sostuvo delante de él, como escudo, y avanzó hacia el hombre. Mientras se acercaba, Musgrove se levantó de un salto, corrió como una flecha hacia Wentik, y acabó gateando. Balbuceaba como un mono. Se detuvo a una veintena de metros y se repantigó sobre sus posaderas de cara a Wentik.
Musgrove se puso a chillar.
Chillaba como los invisibles animales de la jungla en horas nocturnas.
Wentik, confundido y asustado, retrocedió, inseguro respecto a lo que debía hacer.
—¿Qué ocurre, Musgrove? —gritó.
—¡Aléjese de mí! ¡Usted no es bueno! ¡Ni usted ni los suyos! —se irguió de un salto y corrió hacia Wentik, Se detuvo únicamente para coger otra piedra.
Wentik levantó la manta, pero la piedra lo alcanzó dolorosamente en la mano izquierda. Musgrove pasó rápidamente junto al científico, empujado por su ímpetu. Al pasar a toda prisa a un lado de Wentik echaba aire por entre los dientes como un niño que hace ruidos de serpiente. Corrió varios metros, pero dio un traspié y cayó pesadamente en el duro terreno.
Se quedó inmóvil.
Frotándose la mano, Wentik se alejó del hombre y tomó asiento a la sombra del molino. La cantimplora estaba ahí, y Wentik bebió con mucho agrado.
Se quedó sentado durante dos horas, escuchando el crujir de las aspas del molino y sintiendo la brisa en la espalda. Entonces Musgrove se dio la vuelta y Wentik se levantó de un brinco en previsión de cualquier ataque.
Pero Musgrove se limitó a menear la cabeza, se puso en pie y se quitó el polvo de la ropa.
Fue hacia Wentik, sonriéndole.
—Eso le dio un buen susto, ¿eh?
Wentik guardó prudente distancia.
—¿Qué significa eso, Musgrove?
—Sólo un juego —el hombre se echó a reir—. No se alarme.
Alzó la cantimplora y bebió abundantemente. Luego vertió agua en su cara y brazos y enroscó la tapa. Echó la cantimplora a Wentik, que volvió a colgársela del hombro.
Musgrove observó el sol con los ojos entornados, después se agachó y recogió la bolsa de mantas.
—Vayamos a buscar a Astourde —dijo— Ya debe de estar en la cárcel —sacó otra brújula de su bolsillo, observó el sol una vez más, luego se alejó del molino.
Wentik lo dejó avanzar veinte metros y después lo siguió, guardando las distancias.
La luz cayó sobre sus ojos cerrados, y Wentik los abrió. Al instante volvió a cerrarlos, pero ya era demasiado tarde.
Yacía en su celda, y la oscuridad era total. Pero por encima de la puerta metálica había un aparato que había proporcionado a Wentik largas horas de especulación respecto a su mecanismo y finalidad.
El efecto del aparato era muy sencillo. Consistía en una fuente luminosa de alta potencia que proyectaba un delgado rayo de luz en la celda. Ese rayo estaba guiado hacia uno de los ojos de Wentik por los vigilantes que había afuera, en el corredor, pero a partir de entonces podía seguir automáticamente al hombre a cualquier lugar que fuera. En los reducidos límites de la celda no había muchos lugares a donde pudiera trasladarse.
La única forma posible de apartar el rayo de sus ojos era volver la cabeza y mirar la pared opuesta. Si hacía eso, la música empezaba a bramar por un gran altavoz situado en lo alto de una de las paredes restantes. La música era rápida, fuerte y disonante, como si dos composiciones excepcionalmente broncas y de tonalidades alejadas estuvieran sonando simultáneamente.
Cuando Wentik se volvía de nuevo hacia el rayo de luz, la música continuaba hasta que el rayo se fijaba otra vez en él.
Wentik alternaba las dos incomodidades, a veces sufriendo gustosamente la baraúnda musical para descansar los ojos un rato, en otras ocasiones buscando y mirando el rayo, para apartarse del aterrador sonido.
Cerrar los párpados no desconectaba el rayo, pero permitía cierto alivio. Tras un largo proceso de experimentos, Wentik había descubierto que sentarse en la dura tarima de su lecho y hacer frente a la pared opuesta, de modo que el rayo cayera a lo largo del puente de su nariz y sobre su ojo derecho, era el máximo acomodo. La molestia del rayo quedaba minimizada, mas lo que fuera que Wentik disparaba al volver completamente la cabeza, no hacía que la música estallara.
Estaba en la celda un promedio de doce horas diarias, y el rayo se hallaba desconectado la mitad de ese tiempo. De vez en cuando, los vigilantes conectaban el mecanismo mientras él dormía (como habían hecho esa mañana) y Wentik se despertaba, bien por culpa del persistente deslumbramiento del rayo, bien por la música cuando él se daba la vuelta estando dormido para evitar la luz.
Con un reflejo que por ahora era ya casi automático, Wentik sacó las piernas del lecho, se sentó y volvió la cabeza a un lado. Los guardianes, obviamente conocedores de esta maniobra, habían concentrado el rayo sobre el ojo izquierdo de Wentik.
¡Maldición! Apartó la cabeza de la luz, y respingó cuando la música aulló en la minúscula celda de muros metálicos. Volvió a mirar la luz e hizo que el rayo cayera sobre su ojo derecho. Entonces, con sumo cuidado, se volvió y encaró de nuevo la pared. La música cesó.
Tanteó por debajo de la litera, sacó el pote de metal y orinó en posición de sentado. La celda ya empezaba a apestar. Tendría que cambiarlo pronto. Quizás hoy.
Había un ruido grave, de registro bajo, al otro lado de la puerta: las voces de los vigilantes que permanecían fuera de la celda de Wentik durante la noche entera. Wentik prestó atención. Los hombres hablaron durante quince segundos, luego los escuchó caminar por el corredor, alejándose. Volvía a estar libre por otro día.
Pero se estremeció. En parte por el frío..., y en parte ante la alternativa de tener que soportar un día más errando sin motivo a lo largo de los pasillos de la cárcel. Se estaba aletargando en sus movimientos, indolente en su reflexión. La mortífera rutina de la vida en la cárcel se había fijado rápidamente, y aún con más celeridad estaba empezando a hacerle romper con sus viejas normas de conducta. La única variación en la rutina de que disponía eran las entrevistas con Astourde, las que ya estaban también estableciendo una norma propia.
Desde el principio, la cárcel lo había desorientado.
Al llegar en compañía de Musgrove, le había sorprendido la aridez de diseño y colorido de la cárcel: un enorme cubo negro y gris que se alzaba abandonado en la solitaria llanura barrida por el viento. En la parte frontal estaba aparcado un helicóptero militar, pintado de verde oscuro con una cruz roja y blanca en su proa.
—Dé la vuelta hasta la parte de atrás —había dicho Musgrove, echándose a correr y desapareciendo en el interior del edificio.
Llevado por la curiosidad, Wentik caminó alrededor de la construcción, todavía aferrando su cantimplora de agua casi vacía.
En la parte trasera de la cárcel halló un pequeño prado rodeado de árboles, y ahí encontró a Astourde. El hombre estaba intentando adiestrar a los otros de pie sobre una caja. Igual que ejército de una ópera bufa, los hombres marchaban con una terrible falta de disciplina. Chocaban unos con otros, perdían el paso, movían los brazos a la ventura... Su aspecto era ridículo. Astourde les gritaba de modo incoherente, maldiciendo y escupiendo sus órdenes con un alocamiento que en nada hacía que la confusión se redujera. Los hombres marcharon intensamente de un lado a otro durante casi media hora, mientras Wentik los contemplaba muy divertido.
Después, los hombres, perdido el interés como por acuerdo, desistieron. Uno de ellos ofreció cigarrillos y todos se alejaron de Astourde en dirección al bloque de la cárcel.
Wentik caminó lentamente hacia donde estaba Astourde encima de la caja, solo en el centro del prado. Astourde miró al científico, irritado por haber sido observado en situación desventajosa.
—Gentuza indisciplinada —murmuró— Ya que está aquí, podría buscarse una celda. No son demasiado incómodas.
Bajó de la caja y se alejó, dejando solo a Wentik con la manta plegada en un brazo y la cantimplora en la otra mano. Y a partir de entonces, las condiciones en que Wentik siguió su existencia fueron deteriorándose más y más constantemente.
Las cosas empezaron muy despacio. Eligió una celda en un pasillo del primer piso. Aunque no había ventanas en ninguna de las celdas, desde el pasillo se divisaba la parte de llanura por la que Wentik había andado. Justo por debajo de las ventanas estaba el helicóptero, y sobre el horizonte podía distinguir la forma negra del molino de viento, empequeñecido por la distancia. A veces el horizonte se oscurecía por la neblina vaporosa, e igualmente la visibilidad se reducía a cuestión de escasos metros cuando las lluvias cubrían la llanura.
No volvió a ver a Astourde durante varios días. Erró por la cárcel en las horas de luz diurna, y pronto llegó a conocerla en profundidad. Por lo que sabía, el edificio estaba casi completamente vacío. Mientras paseaba iba encontrando varias puertas que estaban cerradas; algunas habían sido clausuradas, el resto de ellas podía ser franqueado. Fue obvio para él, después de cierto tiempo, que había una pequeña porción de cárcel que jamás vería, allí era donde probablemente Astourde, Musgrove y los otros hombres tenían sus cuarteles.
Poco a poco se fue dando cuenta de que las zonas por él atravesadas se volvían cada vez más pequeñas. Más puertas cerradas con llave. Finalmente, hacia el undécimo día de su llegada, se encontró confinado a pasear en el corredor que se extendía junto a su celda.
Otra cosa que le pareció alarmante, aunque de modo considerablemente más sutil, fue un repentino aumento de su actividad soñadora. Todas las noches experimentaba varios sueños de impresionante claridad. Algunos eran líricos y algunos horribles, pero todos estaban relacionados con sus experiencias recientes. Astourde aparecía a menudo en esos sueños, igual que Musgrove. Su esposa e hijos aparecieron en otro sueño, perseguidos por un grupo de hombres en el interior de un edificio descomunal. En otro sueño, él y Astourde estaban uno frente al otro, con rifles, disparando tranquilamente al contrincante y sin embargo jamás alcanzándose. Wentik, que nunca había sido un hombre de recordación precisa de sus sueños, consideró de gran interés este acceso primero, pero después, como motivo de preocupación.
Con mucha lentitud, la frecuencia de los sueños empezó a disminuir, hasta que, al cabo de quince días, sólo experimentaba un sueño por noche que pudiera recordar con todo detalle.
Un día, Wentik quedó intrigado al ver que algunos de los hombres trabajaban con el helicóptero. Cinco de ellos estaban haciendo algo con las hélices de rotación horizontal, pero al principio no alcanzaba a percibir claramente qué era lo que hacían. El helicóptero era del tipo con turbinas de extremos giratorios. Al parecer los hombres estaban intentando quitar los rotores, pero evidentemente no tenían idea de cómo proceder. Durante tres días buscaron una solución al respecto gritándose entre ellos. Wentik los contempló muy divertido desde las ventanas de su pasillo.
Luego, una mañana, Wentik descubrió que la noche anterior habían atornillado persianas de acero fijas en las ventanas de toda la longitud del corredor, y esa pequeña distracción le fue arrebatada.
Paso a paso sus minúsculos privilegios fueron limitándosele. Al principio le permitían recoger sus comidas en la tosca cocina del sótano, pero después de que lo hubieron confinado en el pasillo, el alimento le fue llevado dos veces al día. Y cada vez, la porción era más pequeña. Después de una semana en la cárcel, Wentik se acostumbró a que el hambre fuera parte de su vida normal. Le permitían afeitarse con máquina eléctrica pero sin espejo, y le daban agua para lavarse cada tres días. No había regulación artificial de temperatura en el edificio, y durante el día las celdas y el pasillo resultaban sofocantes. Por la noche la temperatura descendía bruscamente y a Wentik le era difícil dormir.
Con la constante falta de contacto con otros que no fueran los guardianes (que al parecer habían recibido instrucciones de no hablar con él), las reacciones menguantes y las incomodidades constantes de la cárcel, Wentik vio que su resistencia empezaba a debilitarse. Sentía que su voluntad personal se iba despellejando capa por capa, y se daba cuenta de que la inclemencia del medio y las privaciones a que le forzaban podrían quebrar el conjunto de su identidad, si ésa era la intención de Astourde. Porque el hombre había tomado el papel de un perseguidor oculto, cuya misma ausencia representaba una intimidación.
El decimoséptimo día, Wentik fue despertado groseramente por dos vigilantes que irrumpieron en su celda y que prácticamente lo arrastraron por el corredor.
Insensibles a sus protestas, los guardianes tiraron de Wentik para bajar algunos toscos escalones de piedra y lo sacaron al aire libre. A trescientos metros de la cárcel había una cabaña de ruda construcción, con todos los hombres, salvo Astourde y Musgrove, afuera y armados con rifles. Wentik fue arrojado adentro a través de una puerta, y se encontró en oscuridad total.
Durante horas se arrastró por el interior de la choza. Descubrió que se trataba al parecer de una construcción basada en un interminable laberinto de túneles de techo bajo, mientras oía que afuera los hombres disparaban cartuchos de fogueo al aire. Cuando por fin encontró una salida, otra vez fue arrojado dentro.
Al acabar el segundo período de encierro Wentik fue arrastrado otra vez hasta su celda y abandonado allí.
Al día siguiente volvieron a sacarlo de la cárcel, pero esta vez lo llevaron a una porción de terreno desnudo a cierta distancia de la cabaña. Ahí le entregaron un largo bastón metálico y una careta de soldador, y le dijeron que hiciera explotar cinco minas terrestres diseminadas en las inmediaciones.
Los guardianes permanecieron en torno al perímetro y cargaron sus rifles con cartuchos. Wentik, todavía muy estremecido por su experiencia en la choza el día anterior, obedeció con vacilaciones.
Le costó una hora descubrir la primera mina. Actuó metódica y pacientemente, pinchando el suelo con el bastón, muy nervioso, y después dando un paso adelante. Al explotar la mina, un gran chorro de tierra y guijarros manó hacia lo alto con un rugido que mareó a Wentik con su brusquedad. Arrojado hacia atrás por la explosión y ensordecido por ella, aunque también ileso, el científico tuvo dificultades para recobrar el equilibrio antes de proseguir.
Pasó una hora y media antes de que encontrara la segunda mina. Cuando el chorro de llamas y tierra hizo erupción, a sólo dos metros de distancia, Wentik cayó de espaldas con el corazón desbocado y la respiración desgarrándole la garganta.
Las dos minas siguientes aparecieron con bastante rapidez una tras otra, y por entonces ya había logrado controlarse.
La quinta mina... Durante tres horas más pinchó y aguijó el suelo, y cada minuto que pasaba anticipaba que la inminente explosión sería más terrible.
Una fuerte lluvia cayó mientras rebuscaba, y convirtió el terreno en un barro pegajoso que se aferraba a los zapatos de Wentik. Su búsqueda se hizo desesperada y actuó con más celeridad, sabiendo que sería cuestión de suerte si hacía detonar la mina con el bastón o con los pies.
En ese momento uno de los guardianes atravesó el barro y cogió la careta de soldador. Sólo había cuatro minas, dijo. La quinta no estaba ahí.
El día siguiente, decimonoveno desde su llegada, Wentik volvió a ver a Astourde.
Dejado a solas, el científico pasó parte de la mañana errando por el pasillo de su celda. Intentaba ajustar lo que le estaba ocurriendo a una cierta apariencia de lógica. Se había topado con una puerta que antes había encontrado cerrada, había descubierto una escalera —que ascendía detrás de la puerta, y encontrado una habitación en el piso siguiente.
En el interior, Astourde estaba sentado ante un escritorio. Y el interrogatorio había comenzado.
Aquella noche, el rayo-lápiz de luz y la música espantosa fueron usados por primera vez. Pese a que Wentik había cambiado de celda dos veces desde entonces, o bien el dispositivo era trasladado para seguirle, o formaba parte del equipamiento de todas las celdas.
Se había preguntado con frecuencia por qué el rayo de luz era capaz de seguir sus ojos con tanta precisión, y mientras permanecía sentado con el rayo cayendo sobre el puente de su nariz, la única explicación que podía ofrecerse era que de alguna manera la fuente demostraba sensibilidad a los reflejos de su retina, aunque la precisión con que el rayo lo seguía le hizo dudar incluso de eso.
Y ahora se enfrentaba a la usual opción diaria. Las incomodidades de la celda o el aburrimiento del corredor. Eligió lo último, tal como había hecho durante casi treinta días.
Se levantó de la litera y dio los dos pasos hasta la puerta, con el rayo de luz en fiel persecusión de su ojo derecho. Empujó la puerta para abrirla y sacó la cabeza. No había rastros de los guardianes. Miró a un lado y otro del pasillo; la luz del sol perfilaba brillantes cuadrados en torno a las ventanas cerradas.
Caminó por el corredor, probando los cierres de las persianas como era usual. Para él tendría un gran significado poder mirar por las ventanas de nuevo. Pero estaban aseguradas, como siempre.
Al pasar junto a la puerta que conducía a las escaleras y al despacho de Astourde, Wentik tiró mentalmente la moneda como todos los días. ¿Aburrimiento en el pasillo o interrogatorio? Quizás Astourde ya estuviera arriba. Solía estar ahí temprano, sabedor de que Wentik acabaría por preferir hasta el interrogatorio a la soledad.
Lo que hacía tan marginal la elección era que el mismo interrogatorio constituía una parodia. En una absurda tentativa de intimidar a Wentik, Astourde había amueblado la sala con sillas de madera muy duras y lámparas brillantes, y poseía una diversidad de dispositivos hipnóticos cuyo uso correcto era evidente que desconocía. Lo que todavía resultaba más ridículo era que el fin obvio del interrogatorio era más bien impresionar que asustar a Wentik, como si el mismo Astourde estuviera inseguro del poder que allí ostentaba. El único gesto verdaderamente amilanante era la presencia de un guardia armado en la sala, pero en las diversas ocasiones en que Wentik se había cansado de la compañía de Astourde y abandonado la habitación, el guardia no había hecho nada para detenerlo.
Llegó al extremo del corredor y empujó las barras metálicas de la puerta que había ahí. Estaba cerrada. Dio media vuelta y retrocedió por el pasillo, pasando junto a su celda, hasta la primera esquina de la cárcel. Entre esta esquina y la siguiente, la del nordeste de la cárcel, había tres puertas. Llegó a la primera y estaba abierta. Igual que las otras dos.
Fue hasta la esquina, la dobló, y se encontró mirando el tramo de escalones de piedra con el que sus espinillas habían trabado un conocimiento tan profundo el día que lo arrastraron hasta la choza.
Bajó los escalones con mucho cuidado, y se detuvo en la parte inferior. A su izquierda había una puerta de madera de pino, sin pestillo y abierta. Igual que las ventanas del corredor, su contorno se hallaba delineado por cuatro deslumbrantes líneas de luz solar.
Wentik hizo una pausa.
¿Se trataba de una salida de la cárcel? No parecía que hubiera nadie alrededor, pero examinó el pasaje en que se hallaba en ese momento, casi esperando ver a dos de los hombres de Astourde aguardando en las sombras.
El día anterior, durante la breve sesión de interrogatorio, Astourde se había mostrado nervioso y frustrado. Las preguntas habían sido más inútiles y reiteradas que nunca, y Wentik se había ido al cabo de unos pocos minutos. Desde entonces no había visto a nadie excepto a los dos guardianes que le habían traído comida por la tarde.
Volvió a observar la puerta, y apretó la palma de la mano contra ella. La madera era cálida y la presión de su mano la movía fácilmente. Empujó y avanzó.
La luz era cegadora.
Wentik, deslumbrado por el brillo de la luz tras tantos días en los sombríos corredores, estornudó seca y dolorosamente y cayó de rodillas.
—Levántese, doctor Wentik. Tengo algunas preguntas que hacerle.
Wentik alzó los ojos hacia Astourde, de pie ante él, la cabeza aureolada por la luz solar. Los ojos de Wentik derramaban lágrimas, y estornudó de nuevo.
Astourde miró a un grupo de hombres que permanecían a cierta distancia vestidos con batas blancas, y los llamó por señas.
Cuando los hombres se acercaron, Astourde se apartó y Wentik observó los alrededores con sus ojos lacrimosos. Se encontraba agazapado en el borde de un pequeño prado rodeado por altas hayas. Lo recordó como el prado donde había visto a Astourde por primera vez al llegar a la cárcel. Entonces no había reparado demasiado en la disposición, pero ahora lo que más le sorprendía era lo inadecuado de su presencia allí.
El cielo era de un azul resplandeciente, y el sol era blanco y ardiente. Alargadas y delicadas estelas de vapor dividian el azul, pero no había otras nubes. La sombra de Wentik en la hierba estaba claramente impresa por el nítido sol.
Ardillas aladas chillaban y planeaban de un árbol en otro, y un enjambre de insectos revoloteaba bajo una rama de uno de los árboles mayores. En el centro del prado había una mesa de madera con dos sillas situadas en lados opuestos.
Wentik miró a su espalda, y vio la elevada faz de hormigón de la cárcel. La puerta por la que había salido vacilantemente se había cerrado, y un rostro le contemplaba tras una ventana cubierta de polvo a poca distancia de la salida.
Los dos hombres de bata blanca lo asieron por los brazos y lo arrastraron por el césped hacia la mesa. Caminaron con celeridad, sin permitirle volver a ponerse de pie. Le extrañó que vistieran batas blancas, y supuso que podía tratarse de científicos que realizaran algún tipo de prueba con él.
Astourde ya estaba sentado en una de las sillas, y los dos hombres echaron a Wentik en la otra; una silla con asiento de bejucos que se combó desagradablemente con el peso de Wentik.
Los dos hombres lo dejaron ahí y fueron a reunirse con los otros. Wentik los observó. Se hallaban a la sombra de uno de los árboles y cuando los dos primeros llegaron, todo el grupo se echó a reír en voz alta.
Wentik se irguió y se reclinó en la silla, casi hasta provocar el derrumbe. El sol resplandecía, y hacía mucho calor. Había insectos por todas partes, y el chillido de las ardillas resultaba fastidioso.
Y al otro lado de la mesa estaba sentado Astourde, tan paciente como siempre.
La razón volvió a Wentik con un escalofrío que momentáneamente alejó el calor del sol. Seguía siendo un prisionero, al fin y al cabo. Y lo iban a interrogar. (¿Acaso una diversión sutil para desorientarlo más?) Quizá con su infatigable inocencia estuviera formando lo que Astourde consideraría como un sólido bloque contra el interrogatorio anterior.
—Dígame su nombre, doctor Wentik —dijo Astourde.
Las mismas preguntas sin sentido de siempre. Astourde le miraba fija, imperturbablemente, y sonreía. Wentik devolvió la mirada al otro lado de la mesa.
Astourde vestía su uniforme completamente gris. Sus dos manos descansaban en la mesa. Su sonrisa se hizo más amplia, y una sensación de horror remeció a Wentik.
Había tres manos sobre la mesa.
Fijo la mirada..., y la sonrisa de Astourde aumentó aún más; los científicos se rieron y una ardilla chilló.
Una mano estaba brotando en el centro de la mesa. No descansaba en el mueble, como las de Astourde, sinó que brotaba. Wentik reparó en el lugar donde se unía con la lisa madera.
La mano lo señalaba a él.
—Su nombre, doctor Wentik. Déme su nombre —la voz de Astourde era insistente.
En lo alto del cielo, en algún lugar muy por encima del pequeño cuadrado de hierba, un jet rugió. Detrás de la cabeza de Astourde, lejos, sobre el horizonte, una pequeña colina se elevaba sobre el nivel de la llanura. En el centro de la ladera, Wentik distinguió un poste metálico que ascendía a una altura de cien metros por encima de la llanura.
Volvió a mirar la mano que brotaba de la mesa.
Estaba hecha a la perfección, como una escultura griega en piel y carne. Tenía el tamaño normal de una mano humana, pálida a la luz del sol, pero no exangüe. Diminutos pelos rubios reflejaban el sol en su dorso. Ocho centímetros de muñeca eran visibles antes de que el brazo desapareciera en la tabla de la mesa, se fundiera en la madera granulosa y con oscuras manchas.
De un modo increíble, los dedos de la mano empezaron a tamborilear, como el gesto de un hombre al que se hace aguardar para darle un encargo.
—¡Su nombre!
Wentik respiró.
—Me llamo Elías Wentik.
La mano cesó en su tamborileo, y descansó sobre la mesa.
—Ha cometido un crimen. ¿Cuál es?
—Yo...
Wentik vaciló. Su primer instinto fue pensar: Pero no hay crimen alguno. Soy inocente... Pero él y Astourde habían pasado por esto docenas de veces. De poco servía una protesta de inocencia.
La mano lo estaba señalando otra vez.
—No he cometido ningún crimen, como usted sabe perfectamente...
La mano se movió. Apuntaba directamente al corazón de Wentik sin cesar.
Astourde estampó su mano derecha contra la tabla de la mesa y empezó a levantarse. Wentik notó que sus sienes latían intensamente.
—¿Ningún crimen, doctor Wentik? ¡Su culpabilidad no admite dudas, y sin embargo no ha cometido crímenes! ¡Ahora la verdad!
En el centro de la mesa, la mano arraigada se puso a apuñalar el aire dirigida hacia Wentik.
—Compréndalo —dijo Astourde, que se sentó de nuevo—, no tengo duda alguna de que usted es culpable. Lo único que exijo es una admisión de su parte.
Wentik asintió.
—Empecemos otra vez desde el principio —dijo Astourde, con un tono de triunfo en su voz— ¿Qué hacía usted en la Concentración?
Wentik no le hizo caso. Estaba fascinado por la mano. Parecía actuar con total independencia, desconectada de cualquier control externo obvio. El impacto psicológico que producía había sido soslayado, de manera muy irónica, por Astourde. Ahora, el interés de Wentik era el propio de un científico, de un ingeniero. ¿Cómo funcionaba aquello?
Echó atrás la silla y se agachó apoyado en manos y rodillas. La hierba era cálida al tacto, y provocó un vivo destello de recuerdos de los tiempos en que él y su esposa habían estado tumbados en el césped de la universidad durante horas enteras en su último curso. El recuerdo cesó en segundos: formaba parte del mundo ahora perdido para Wentik.
Se arrastró bajo la mesa y examinó la parte inferior de la cubierta. Era completamente plana, no ofrecía pista alguna respecto al mecanismo de la mano. Las piernas de Astourde, que sobresalían bajo la mesa, estaban muy separadas y cubiertas con unos pantalones militares que sentaban muy mal al hombre. Arriba, cerca de la entrepierna de Astourde, Wentik vio una pequeña brecha en la costura, deshecha por la tensión de su gesto.
Se arrastró para volver a salir, y se quedó detrás de Astourde. El individuo estaba inmóvil, apenas daba la impresión de respirar. En la mesa, la mano continuaba apuñalando el aire en dirección a la vacía silla del científico.
Los hombres que estaban junto a los árboles lo observaban con sumo cuidado. Dos de ellos escribían rápidamente sobre una tablilla sujetapapeles, y otro sostenía una especie de cronómetro.
A manera de experimento, Wentik se alejó de la mesa, paralelamente al elevado muro del edificio. Al borde del césped había una angosta franja de tierra pelada frente a la hilera de árboles. Al adentrarse bajo dos de las enormes hayas, Wentik notó que había molestado a una colonia de hormigas. Miles de diminutos insectos corrían sin rumbo fijo tras su paso.
Al otro lado de los árboles empezaba el rastrojal, extendido hasta donde la vista le alcanzaba. Una vez libre de la sombra de los árboles advirtió al momento todo el calor del sol. No había sombra en ninguna parte, y al avanzar entre los espinosos montones de rastrojos, Wentik admitió que no habría escapatoria para él por la interminable llanura.
Se volvió y se sentó, de cara al prado. Los hombres de batas blancas habían abandonado la comodidad de la sombra y se dirigían lentamente hacia Wentik a través del rastrojal. La única expresión que Wentik pudo detectar en sus rostros fue de ligera preocupación.
Tal vez no debió haberlos molestado.
Cuando se despertó a la mañana siguiente, Wentik se alegró al descubrir que el rayo de luz no estaba en servicio. Se quedó en la litera una hora, gozando del relativo lujo de estar tranquilo, y volviendo a la plena conciencia de su situación. Y ello pese a la dureza de la litera, que era poco más que unas planchas de madera cubiertas con una delgada capa de espuma de caucho o plástico. Todavía usaba la solitaria manta que traía al entrar en el distrito Planalto, pero se las había arreglado para encontrar algunas sábanas viejas de tela muy tosca que utilizaba como almohada. Las pertenencias de la maleta que había estado en el camión no aparecieron nunca. Al parecer, los hombres habían abandonado el camión, puesto que no vio rastros del vehículo desde su llegada a la cárcel.
Cuando por fin llegó al corredor, descubrió que no había guardianes a la vista por ninguna parte. Durante veinte minutos vagó por los pasillos vacíos, y quedó intrigado al averiguar que el número de puertas abiertas era mucho mayor que el que había visto desde hacía largo tiempo. ¿Quién era el responsable de esto?, se preguntó. En cuanto hubo determinado que prácticamente la mitad de la cárcel no estaba restringida bajó al sótano y abrió una lata de comida. Sin gusto, muy ternilloso, el alimento lo asqueó. Pero no había otra cosa. Había llegado a acostumbrarse a ese tipo de comida.
Cuando terminó, volvió a subir a la planta, curioso por comprobar qué nuevo truco tenía reservado para él Astourde.
El hombre estaba otra vez sentado tranquilamente a la mesa, su rostro intolerante tan inexpresivo como siempre.
—Siéntese, doctor Wentik —dijo en cuanto lo vio.
Wentik fue hasta la mesa y notó que la mano seguía brotando de su centro. Estaba inmóvil, los dedos descansaban relajados en la superficie de la mesa.
Al llegar, Wentik se detuvo y miró alrededor. Le pareció que ambos, Astourde y él, estaban solos. No había señales de los otros hombres.
El día anterior, el abrupto cambio de ambiente hizo que las impresiones de Wentik sobre el jardín sufrieran una distorsión. De los confines agobiantes y opresivos de su celda y los tétricos y mal iluminados corredores, al sol brillante y los colores del césped. Había ciertos rasgos de un sueño en las impresiones que aún guardaba del día anterior, pese a todos sus intentos por racionalizarlas.
Por eso, antes de sentarse a la mesa, miró alrededor. Todo estaba como antes: la hierba del prado, el muro de la cárcel formando un lado del jardín y las hayas los otros tres, y la llanura ondulada que se extendía hasta el horizonte. Hacia allá la cabaña de madera que contenía el laberinto, y en las cercanías, el campo de minas.
Sólo Astourde sentado a la mesa, y la mano que continuaba brotando.
Wentik tomó asiento.
Contempló la mano y pensó: Me llamo Clive Astourde.
Astourde, sentado frente a él, observó su concentración y se removió en la silla. La mano tembló ligeramente, luego lo señaló.
¿Coincidencia?
Wentik siguió pensando: Soy un hombre libre. Ningún cambio, la mano continuaba señalando a Astourde.
Soy un prisionero y me llamo Elías Wentik, de Londres, Inglaterra.
Astourde, que ahora se agitaba intranquilo, como si supiera que ya no tenía tanto control sobre Wentik como antes, tocó nerviosamente el borde de la mesa con los dedos. Al hacerlo, la mano se inclinó y volvió a su primera posición.
El día anterior Wentik había creído que el movimiento de la mano estaba relacionado de algún modo con sus pensamientos. Pero la explicación más probable era que Astourde podía manipularla de alguna forma.
Astourde se aclaró la garganta.
—¿Para quién trabaja, doctor Wentik?
Wentik contempló la mano. Pensó: Soy un científico civil, y la mano permaneció estacionaria.
—Soy capitán de la Infantería de Marina de los Estados Unidos —dijo suavemente.
Astourde dio la impresión de estar perplejo. La mano señaló a Wentik, luego se relajó. A continuación volvió a señalarlo.
—¿Qué...
Astourde se detuvo, después hizo un nuevo intento:
—¿Qué hacía en la Concentración?
—Era un prisionero —dijo Wentik.
—¿Cuál es su nacionalidad?
—No lo sé.
¿Quién soy yo?
Wentik miró fijamente al hombre.
—Usted es mi interrogador.
La mano se puso a dar puñaladas al aire en su dirección, y Astourde se puso de pie.
—¿Su interrogador? ¿Eso soy?
Apartó la silla a un lado con aire desdeñoso y se dirigió hacia la pared de la cárcel donde había sido colocada su caja de madera. Se subió encima y miró el prado.
De detrás de los árboles que delimitaban el césped surgieron los otros hombres. Sin hacer caso de Wentik, que se había quedado sentado a la mesa observando la maniobra con fascinación, marcharon en dirección a Astourde y lo rodearon en desordenado montón.
Wentik se echó a reír, y volvió a la celda sin que nadie lo advirtiera.
En los días que siguieron la vida de Wentik se centró más o menos en torno a la mano y en el ilusorio efecto psicológico que producía. Sus primeras sensaciones de moderada curiosidad y tímida aceptación no tardaron en dar paso a un activo interés académico por el mecanismo de la mano. Varias veces se arrastró bajo la mesa durante las sesiones de interrogatorio, pero no fue capaz de llegar a comprender el funcionamiento de modo satisfactorio. Finalmente, se vio forzado a aceptar que la mano no era un invento de Astourde (ni de alguno de los hombres, realmente), sino que Astourde y sus hombres se habían encontrado con la mano al ocupar la cárcel.
Aceptado esto, la curiosidad de Wentik disminuyó y se preocupó más por el comportamiento irracional de Astourde. Sus motivaciones le resultaban totalmente oscuras a Wentik, que tan sólo podía devanarse los sesos respecto a la inconsistencia de las reacciones del individuo. En las ocasiones que Wentik trataba de superarlo en el manejo de la mano de la mesa, la expresión de Astourde se volvía preocupada, y casi parecía un hombre acosado. Pero cuando Wentik se mostraba menos agresivo en sus réplicas, Astourde tomaba la iniciativa y lo bombardeaba con preguntas y preguntas y preguntas. En cierta ocasión, cuando estaban en la etapa en que los interrogatorios se habían vuelto tan fastidiosos como al principio, Astourde se puso en pie y comenzó a vociferar. La mano señalaba rígidamente desde el centro. A continuación, Wentik se sintió francamente asustado, y cuando los hombres de batas blancas empezaron a cercarlo a una inadvertida señal de Astourde, Wentik se había retirado rápidamente a la seguridad relativa de su celda.
Así provisto de una aceptable y útil teoría sobre la naturaleza de la mano, pero con un conocimiento creciente de la imprevisible conducta de Astourde, Wentik se encontró con que los sueños que todavía le preocupaban empezaron a debilitarse, y al cabo de unos cuantos días dejaron de producirse.
Trece días después de haber encontrado la mano de la mesa, cuando paseaba por el corredor en busca de un improvisado desayuno en la cocina, Wentik notó que las ventanas que daban a la llanura habían sido desprovistas de las persianas.
Fuera de la cárcel, el helicóptero seguía estacionado. Pero las piezas rotoras, advirtió Wentik, habían sido finalmente quitadas y no se las veía por ninguna parte.
Al llegar al prado, Wentik no fue derecho hacia la mesa, sino que caminó hacia los otros hombres, que parecieron sorprendidos de que él los abordara directamente. Varios de ellos retrocedieron o se desplazaron hacia los lados, buscando la protección de los árboles.
Wentik fue hacia el más próximo, un hombre de cabello negro corto con la cabeza llena de caspa que lo miró con aprensión.
—¿Quién es usted? —dijo directamente Wentik.
—¿Yo? Soy Johns. Cabo Alien Johns, señor —señaló a los otros— Y esos son Wilkes, Mesker, Wallis...
Wentik se alejó de su interlocutor, circundó al grupo y fue poniéndose detrás de cada uno de ellos. Ociosamente, recogió una de las tablillas sujetapapeles que yacían en el suelo. La hoja de papel había sido dividida en dos amplios márgenes, con el encabezamiento REACTIVO y PROGRESIVO. Había varias ecuaciones minúsculas garabateadas en la hoja sin hacer caso alguno de las columnas, como hechas en un momento de distracción. En la parte inferior, en la columna PROGRESIVO, alguien había escrito:
Astourde
Wentik
Astourde
Musgrove (?)
El tercer nombre estaba subrayado con un trazo muy grueso.
El hombre que se llamaba Johns dijo de repente:
—¿Por qué no deja de oponerle resistencia, señor?
Wentik, que todavía rumiaba el significado de las notas, contestó distraídamente:
—¿A quién? ¿A Astourde?
—Claro. Todos podremos regresar entonces.
Wentik, sin entender nada, se apartó del grupo y caminó hacia la esquina más cercana del prado. Se sentó al abrigo de una de las hayas y estudió los jeroglíficos de la tablilla. Johns lo siguió y se acuclilló a su lado. De pronto una ardilla saltó por el prado y por encima de sus cabezas. Los dos hombres se sorprendieron.
El chillido del animal flotó en el confinado espacio.
Wentik miró la mesa del césped, en la que Astourde seguía sentado. El hombre contemplaba inexpresivo la mano del centro.
—¿Qué espera conseguir Astourde con sus preguntas? —dijo Wentik—. Son las mismas, una y otra vez. Ya ni siquiera importa como yo las conteste...
Johns lo miró de un modo penetrante.
—Tal vez sea culpa del interrogador más que de las preguntas.
—¿Y eso significa...?
El hombre se levantó y se alejó.
—No lo sé —apretujó la mano en el bolsillo de su bata blanca, y rio para sus adentros—. Se supone que tenemos que copiar todas sus respuestas y entregarlas a Musgrove. Solíamos hacer chistes por la noche, sobre lo que Musgrove hace con las respuestas.
—¿Musgrove? —preguntó Wentik con repentino interés— ¿Dónde está?
—En una de las celdas, creo.
—¿Cree?
—No lo he visto últimamente. Creo que sigue aquí. Ya no nos molestamos en llevarles nuestras notas.
Johns dejó a Wentik con la tablilla en las manos y siguió alejándose. El científico volvió a examinar las notas pero no pudo extraerles nada que tuviera algún sentido para él. Finalmente la dejó caer al suelo y observó a los otros hombres.
Johns se había reunido con el grupo, y algunos de los individuos miraban a Wentik con indiferencia, como si fuera de importancia secundaria con respecto a algo que aún estaba por suceder.
Astourde estaba solo ante la mesa en el centro del prado.
Pacientemente, Wentik tomó asiento bajo su árbol a esperar lo que iba a ocurrir. El sol era ardiente de nuevo, provocaba fluctuaciones en el horizonte, pero hacia el sudoeste las nubes ensombrecían el cielo.
Nadie se movía, aunque de vez en cuando Wentik observaba a alguien que pasaba junto a la ventana del bloque de la cárcel. El silencio era intenso, roto una sola vez por un jet que atravesó el cielo a gran altura y con gran velocidad.
Con un impulso repentino, Wentik se puso en pie de un brinco y salió a la carretera por el prado en dirección a la cárcel. Alguien acababa de pasar junto a la ventana cerca de la puerta de madera de pino.
Abrió la puerta de una patada, y encontró a un sorprendido guardián que paseaba lentamente por el pasillo. Saltó sobre la espalda del guardián y dobló el brazo en torno al cuello del hombre en una presa estrangulante. El guardián alzó los brazos en un intento de defensa propia, pero Wentik lo tenía cogido en una llave irresistible.
Echó al suelo al guardián.
Satisfecho de que el hombre no pudiera zafarse, Wentik alivió ligeramente su presa para que pudiera hablar.
—¿Cómo se llama? —dijo al oído del guardián.
—Adams, señor. No me agarre así. No puedo respirar.
—Muy bien. Pero quiero información. ¿Qué demonios es esto?
—Estamos en el distrito Planalto.
—¿A qué se refiere? Sea concreto —apretó de nuevo a su presa. El guardián se retorció antes de obedecer y contestar:
—Estamos en Brasil. Fui enviado aquí. ¡No me culpe! Fue Astourde...
Wentik aumentó la presión, y el hombre quedó inmóvil, suspendido en los brazos de Wentik, con la boca abierta para poder respirar. Aprovechándose de que el individuo ya no se debatía, Wentik lo arrastró hasta la celda más próxima y lo tumbó en la litera.
—Ahora explíquese lentamente.
El guardián recuperó el aliento y empezó a hablar. El era sólo un soldado raso, dijo. Habían tenido problemas con él en su unidad de Alemania Occidental, cierta riña por una mujer, y lo habían asignado a una unidad especial de las Filipinas. Después lo mandaron a Río de Janeiro con Astourde por vía aérea y lo llevaron a la cárcel. Por lo que él sabía era una especie de castigo. Nadie se lo había explicado. El se limitaba a hacer lo que le ordenaban. No se trataba...
Wentik lo soltó y regresó al prado. El sol, ya cercano al cénit, le hizo daño en los ojos con su resplandor. Se quedó junto a la puerta y examinó el cuadrado de hierba.
Pensó en Musgrove, en alguna celda de la cárcel. Y en Astourde, atado severamente a la rutina del interrogatorio. Y pensó en el resto de los hombres: los vigilantes y los que llevaban batas blancas. Todos parecían cumplir con una rutina tan absurda para ellos como lo era para Wentik.
Cuando no hay escapatoria posible de una prisión, ¿quiénes son los prisioneros?
Se acercó a la mesa.
Astourde seguía en su silla. Al acercarse Wentik alzó la mirada.
—Siéntese, doctor Wentik —dijo.
En lugar de eso, Wentik siguió caminando alrededor de la mesa. En el centro, la mano reposaba ociosamente, apuntando en la dirección general de la vacía silla del científico. Observando un instante los árboles, vio que los hombres estaban alerta, como si los movimientos de Wentik fueran de gran interés otra vez. De repente, Wentik agarró la mesa y la hizo dar medio giro de manera que la mano quedara señalando a Astourde.
—¿Por qué estoy aquí, Astourde? ¡Dígamelo!
Dio un salto hasta quedar frente al hombre, agitando un puño amenazador. En el centro de la mesa, la mano había cobrado una brusca rigidez y estaba señalando.
Astourde cayó hacia atrás con la silla y rodó por la hierba. Trató de escabullirse serpeando, pero Wentik, todavía asiendo el borde de la mesa, la hizo girar de nuevo de modo que la puntería de la mano siguiera a Astourde. La mano se puso a dar pinchazos al aire.
—¡No la apunte hacia mí! —gritó Astourde.
Se arrastró hacia el grupo de hombres. Wentik soltó la mesa y corrió tras él. Lo cogió y tiró de él hasta ponerlo en pie.
—¿Por qué ha estado interrogándome? —exigió saber. Astourde lo miró fijamente.
—¡Para sacarle la verdad! Pero eso ya ha terminado.
Se liberó de Wentik, corrió entre el racimo de hombres y se metió en la llanura. Sin aflojar el paso, corrió hasta llegar a la cabaña y desapareció en su interior.
El hombre llamado Johns se acercó a Wentik.
—Debió haber hecho eso mucho antes.
Se acercó a la mesa y la puso bien. En el centro del mueble, la mano seguía dando pinchazos a ciegas.
—Astourde confía demasiado en este artilugio —Johns deslizó los dedos por el borde de la mesa, vaciló en un punto concreto, y la mano volvió a relajarse—. Cuando controlaba esto creía que era el dueño de la situación.
—Pero me culpa de algo que no comprendo —dijo Wentik.
—Nos dijo que usted nos trajo aquí.
—No. El es el responsable de que todos estén aquí.
Johns se puso a desabrochar su bata blanca.
—Fue algo que dijo Musgrove. Sobre sus investigaciones en la Concentración, o lo que fuera.
—¿Mi trabajo? —dijo Wentik, incrédulo.
—No sé nada de eso.
Johns se alejó de Wentik hacia la cabaña, quitándose la bata blanca y cogiendo un rifle de entre un montón que había al borde del césped. Wentik lo siguió, reparando en que Johns vestía el uniforme de los guardianes bajo la bata. Los otros también se habían quitado las batas e iban por el rastrojal.
Wentik se dirigió a la pila de batas desechadas y cogió una.
—¿Puedo ponerme esto? —preguntó.
No hubo respuesta, por lo que se echó la bata por encima de los hombros y deslizó los brazos por las mangas. En el suelo descubrió una tablilla sujetapapeles y también la cogió. El papel estaba en blanco.
Estuvo sentado una hora a la sombra de los árboles, contemplando la inmóvil faz de la cárcel.
Al acabar la hora los hombres que permanecían en torno a la cabaña lanzaron gritos de gozo y varios cartuchos de fogueo resonaron en el aire. De vez en cuando, uno de los hombres chillaba, la voz apagada por las delgadas paredes de la choza.
Mucho más tarde, en medio del constante calor del largo atardecer, Wentik encontró un rifle y varios cartuchos de fogueo junto a uno de los árboles y cruzó la llanura para unirse a los que estaban en la cabaña.
Cuando Wentik se despertó la mañana siguiente, captó al instante un agudísimo chillido mecánico que subía y bajaba de manera monótona. Saltó de la litera, se puso los pantalones y salió al corredor.
Ahí el sonido era mucho más fuerte.
Atisbó por una ventana, los ojos entornados ante la primera luz matutina. Había una capa de nubes bajas en el cielo y, aunque el sol no era visible, ya se sentía su presencia. Wentik notó el primer indicio de sudor en las palmas de las manos.
Una fina neblina de humo rodeaba el helicóptero, y Wentik apenas logró distinguir la forma de una figura en el interior de la cabina.
Recorrió los pasillos hasta llegar a la escalera principal y bajó. Fue directamente a la cocina y se sirvió algo de comer. En todo ese tiempo no vio a nadie. Se lavó cara y manos bajo el grifo de agua fría y se secó con el basto material de la bata blanca. Cuando hubo terminado, se puso la bata y se dispuso a investigar la fuente del ruido.
Subió las escaleras hasta la planta baja y atravesó el pasillo central para llegar a una puerta que daba a un túnel, que al parecer iba de la puerta principal de la cárcel a un pequeño campo de ejercicios que había en el centro.
Había silencio ahora, y Wentik observó la enorme puerta, cerrada mediante un simple dispositivo de aldabas de madera. Alzó las dos barras, las soltó para que giraran hasta el suelo y empujó. Salió al aire libre.
El helicóptero estaba a cincuenta metros de distancia, su nariz de cara a Wentik. La cruz roja vertical con su fondo blanco resaltaba entre la monotonía de colores, alrededor. Un hombre se hallaba junto al aparato, la cabeza metida en una gran escotilla de inspección en el costado del fuselaje delantero.
Era Musgrove.
—¡Hey, Musgrove! —gritó Wentik.
El hombre miró sorprendido y lo vio. Se echó hacia atrás, bajó de golpe el panel de inspección y se precipitó hacia la escotilla de entrada. Desapareció de la vista dentro de la máquina y reapareció en la burbuja transparente de la cabina. Cayó pesadamente en uno de los asientos, estiró el brazo hacia el techo y bajó una palanca. Al instante el aullido mecánico sonó de nuevo, y el eje situado en la parte superior del aparato, carente de piezas rotoras, giró furiosamente. El propulsor estabilizador de la cola comenzó a dar vueltas. El ruido cobró más agudeza y el humo salió disparado por una línea de tubos de escape en la base del helicóptero.
Wentik llegó al aparato, subió y trepó hasta la cabina.
—¿Qué demonios está haciendo? —gritó a Musgrove.
El hombre miró por encima de su hombro, frenético, e intensificó la presión de su mano sobre la palanca del starter. La estridencia del motor prosiguió.
—¡Apártese! —contestó Musgrove— ¡Estoy a punto de despegar!
—¡No! ¡Sin hélices no lo hará! —gritó Wentik— ¡Por amor de Dios, suelte esa palanca!
El ruido en la cabina era ensordecedor.
Wentik estaba vagamente familiarizado con helicópteros de ese tipo. Durante uno de sus períodos de instrucción industrial varios años atrás, estuvo vinculado con una empresa británica que montaba aparatos similares bajo licencia. En cierta ocasión le habían mostrado uno, tal vez del mismo modelo, o una mejora de éste. La palanca que Musgrove sostenía era el starter del pistón auxiliar, aun cuando el helicóptero hubiera estado equipado con las hélices no habría podido despegar. La propulsión principal residía en las toberas de las aspas, abastecidas por un compresor principal alojado dentro del mismo aparato.
Wentik asió el brazo de Musgrove y tiró. El hombre se aferró con desesperación, hasta que Wentik clavó las uñas en sus bíceps. Cuando Musgrove soltó la palanca, el alarido del motor de arranque se apagó.
Musgrove se irguió y agarró el cuello de Wentik violentamente. Moviéndose con torpeza, su pie cayó contra la abierta puerta de un depósito y entró tambaleante en el compartimiento principal del aparato. Wentik se agachó detrás de Musgrove cuando éste caía y lo arrojó hacia la escotilla. Musgrove resbaló en el borde y cayó sobre los rastrojos, con la cabeza cerca de una de las ruedas.
Wentik se acuclilló en el margen de la escotilla y miró al otro. Cierto rasgo de su conducta violenta e irracional lo desconcertaba.
Musgrove se volvió y levantó la mirada hacia Wentik.
—He vuelto a sorprenderle, ¿no?
Wentik lo contempló meticulosamente.
—Creo que está enfermo, Musgrove.
—Bueno, es posible. Pero no es culpa mía, ¿no?
Se levantó y se alejó hacia la cárcel quitándose el polvo con idénticos movimientos a los que le viera emplear antes en el molino. De pronto echó a correr, y desapareció por la puerta de madera negra.
Wentik volvió a ponerse en el asiento del piloto y apoyó las manos en los controles principales. Observó la disposición de cuadrantes e instrumentos en el panel de mandos. Pese a que tenía licencia de piloto privado y había pilotado aviones ligeros durante varios años por esparcimiento, ninguno de esos controles tenía demasiada lógica para él. ¿Cuánto se tardaría en aprender a pilotar un aparato así?, se preguntó. Quizás entre los hombres del grupo hubiese algún piloto...
Por lo que él recordaba, ese tipo de helicópero se usaba para transporte de personal o como ambulancia aérea. Era rápido y fácil de maniobrar, pero de alcance relativamente corto. Su techo era bastante elevado, pero por encima de los tres mil quinientos metros su manejo resultaba molesto, según habían informado a Wentik.
Examinó los indicadores, y notó que los tanques estaban llenos. Era evidente que Musgrove conocía el aparato tanto como para poder reabastecerlo de combustible, pero sus empeños absurdos en pilotarlo sin rotores le resultaban imcomprensibles.
Medíante un método de tanteos, Wentik encontró el encendido y lo desconectó. Era tonto dejar que las baterías del circuito auxiliar se descargaran; ya habían sufrido suficiente abuso, y Wentik planeaba usar el aparato para huir de la cárcel en cuanto fuera posible.
Cerró la escotilla de golpe y volvió al edificio.
A últimas horas de la mañana, después de seguir errando por la cárcel y enterarse de que prácticamente todas las puertas interiores estaban abiertas, Wentik decidió efectuar una ruptura total con el ambiente del edificio, y paseó a solas por la llanura en dirección al poste de la colina cercana.
Todavía llevaba puesta la bata blanca, y mientras caminaba encontró un pequeño espejo en uno de los bolsillos, Contempló el reflejo de su rostro, advirtiendo sobresaltado que era la primera vez en varias semanas que lo hacía, y se miró con la actitud objetiva de un virtual extraño.
Su cabello se había hecho muy largo, y flotaba libremente sobre su cara. El pico de pelo sobre su frente, otrora prominente cuando decidió peinarse hacia atrás, había desaparecido bajo el nuevo margen y, para satisfacción de Wentik, la textura del pelo había mejorado mucho y tenía un color más claro.
Instintivamente, hizo ademán de recogerse el pelo pero se detuvo. Los rasgos de su cara, más bien huesudos, quedaban suavizados si dejaba flotar sus cabellos en desorden, lo cual le daba un aspecto juvenil.
En realidad, pensó Wentik mientras contemplaba su rostro, le convenía.
Este destello de vanidad mejoró su humor en gran medida.
Llegó a la base del poste, y notó que la tarde se ponía desagradablemente calurosa. El calor sin sol en cierto modo era más incómodo que el mismo sol. Además, amenazaba llover.
El poste apoyaba su base en una sola cavidad esférica. Cuatro cables de ramales retorcidos de poco más de medio centímetro de diámetro sujetaban el poste, pero debido a la pendiente de la colina en que había sido levantado, los dos cables más largos por llegar más abajo hacían una pronunciada comba. A lo largo del poste había una escalerilla, circundada cada pocos centímetros por un anillo metálico de sesenta centímetros de diámetro.
Wentik miró a su alrededor. Deseaba inspeccionar el terreno cercano y este método le había parecido ideal. Pero ahora que realmente podía llegar a experimentarlo, se sentía intimidado.
Observó la parte superior de la escalerilla, acobardado por la altura del poste. En la punta pudo distinguir una reducida plataforma rodeada por una baranda metálica. Al menos cuando llegara arriba tendría donde apoyarse... Abotonó su bata blanca para que no aleteara con la brisa y se dispuso a trepar.
Curiosamente, los primeros treinta peldaños fueron los peores. Wentik trepó a un ritmo constante, sin detenerse ni mirar más lejos del siguiente travesaño. No tenía aversión especial a las alturas, pero la experiencia era nueva para él. A través de la sensible piel de sus manos percibió la vibración del poste a cada paso que daba.
Cuando por fin alcanzó la cúspide del poste, Wentik se sentó en la plataforma con gran satisfacción. Se recostó en la barandilla y sintió el frescor de la brisa en su espalda.
Se quitó la bata blanca.
En cuanto hubo recobrado el aliento y se notó algo más fresco, se levantó y contempló la llanura.
La masa negra de la cárcel dominaba el panorama. Vista desde esa altura y distancia tenía un aspecto deforme y viejo, con las sucias paredes de hormigón reflejando la luz del cielo de manera tan monótona que a Wentik le pareció repulsiva. El techo era de madera, pintada o manchada de un color castaño oscuro desparejo. Aproximadamente cada veinte metros a lo largo del contorno del techo vio garitas de centinela abandonadas.
Wentik trató de distinguir el límite de la llanura hacia el sur, el distrito Planalto. E instintivamente la desolada inmensidad le hizo experimentar una sensación de reclusión mucho mayor de la que había llegado a sentir enjaulado en las celdas.
Una irremediable sensación de separación de la realidad lo invadió. No había salida. En todas direcciones, la misma perspectiva deprimente de llanura sin confines se presentaba ante él. Sólo al este parecía haber cierto cambio. Daba la impresión de que hacia allá crecía una vegetación más oscura, pero podía tratarse también de una ilusión causada por la sombra de las nubes. Estaba demasiado lejos para asegurarlo con certeza.
Wentik notó una ligera vibración en la plataforma, y se agarró a la pequeña baranda tubular que era lo único que había entre él y un vacío de sesenta metros. Miró hacia abajo por entre la malla metálica de la plataforma y vio una figura de uniforme gris que ascendía impetuosamente por la peligrosa escalerilla.
¿Astourde? ¿Para qué lo seguiría hasta ahí?
Su primer pensamiento fue que el interrogatorio iba a continuar. Después lo pensó mejor; la retirada de Astourde había sido total el día anterior. Ya no disponía del apoyo tácico o encubierto de sus hombres, y toda nueva acción que emprendiera sería por cuenta propia.
Wentik desechó el pensamiento.
Volvió a sentarse y se relajó sobre la baranda, en espera de que Astourde llegara.
Astourde salió del último travesaño y se sentó pesadamente junto a Wentik.
—Elias —dijo casi sin aliento— Tenemos que hablar.
Wentik se estremeció. El intrigante énfasis que Astourde había puesto en aquel 'Elias' le resultó irritante. Miró al hombre.
—¿Qué quiere?
—Lo mismo que usted, supongo.
Astourde jadeaba, pero no hizo intento alguno de desabrocharse la túnica del uniforme.
—Ojalá no me hubiera seguido hasta aquí —dijo Wentik con tono mordaz—. No hay nada más que decir.
—Sí, hay algo —Astourde metió la mano en la túnica y sacó una tira de papel transparente, ya arrugado y sucio. En el interior, el solitario cuadro de película de color seguía allí.
Astourde lo sostuvo sobre el borde de la plataforma, y lo soltó.
—Cosas como esa foto del jet. Razones de que estemos aquí. Qué vamos a hacer ahora. No estoy seguro —su mano volvió al bolsillo interior.
—¿Qué haremos para salir de este lugar? —preguntó Wentik.
—No lo sé. Está el helicóptero, supongo.
Wentik miró hacia el aparato, casi oculto por la masa de la cárcel. Dos hombres trabajaban en él cerca del rotor de la cola.
—Sorprendí a Musgrove esta mañana. Intentaba despegar en el aparato.
—¿En serio? —dijo Astourde, vivamente—. Le dije que no lo intentara.
—¿Por qué quitaron los rotores? —preguntó Wentik.
Astourde se estremeció, la mano oculta bajo la túnica.
—Creí que usted lo robaría.
—¿Así que sabía que yo podía pilotarlo?
—Sí.
Algo captó la atención de Wentik al observar el helicóptero. En algún punto de una de las paredes de la cárcel... Entornó los ojos en un esfuerzo por distinguir.
—Musgrove ha actuado de un modo extraño —dijo.
—Es posible.
Astourde se levantó, y se inclinó en la baranda de la plataforma, apartando la vista de la cárcel. Mientras estuvieron conversando, la capa nubosa había menguado y el sol daba ya todo su calor. La llanura brillaba tenuemente a causa de las corrientes térmicas.
Wentik se levantó también y contempló la cárcel.
Allá. Aproximadamente en el centro del muro vio una protuberancia de color claro. Con el brillo del sol, los monótonos colores de las paredes producían un efecto amortiguador en los ojos. Pero una vez identificada la protuberancia, Wentik la vio con bastante claridad. Era de un color amarillo claro, casi blanco. No tenía una forma identificable para Wentik, pero su presencia en el muro no parecía ser arbitraria. Con la curiosidad excitada, Wentik se preguntó qué podría ser, situada con manifiesta deliberación en una pared externa por otro lado lisa.
Tenía que haber alguna razón para la protuberancia, pero esa certeza no menguó la curiosidad del científico, que persistía. Cuando tuviera tiempo, quizás a lo largo del día, le echaría un vistazo más de cerca. Cogió el brazo de Astourde para llamar su atención al respecto, pero el individuo se resistió.
—Allá —dijo—. Mire la cabaña. Tuve que dormir ahí la última noche.
Wentik observó la construcción, y reparó con sorpresa en su aparente pequeñez. En la ocasión que estuvo dentro había percibido de un modo subjetivo que el laberinto de túneles internos era infinitamente grande. Entonces se había aterrorizado, pero al contemplarla ahora se sintió intrigado con la paradoja de su tamaño.
Sintió un remordimiento. Habían sido sus actos, al fin y al cabo, los que habían forzado a Astourde a meterse en la cabaña.
—En cuanto a salir de aquí... —dijo.
—Tengo algunos mapas, Elías —lo interrumpió Astourde—. Podríamos tratar de llegar a Pôrto Velho si usted quiere. O a la costa. ¿Qué le parece?
—No lo sé. Me gustaría ver los mapas.
—Hay algo más...
—¿Qué?
—No estoy seguro —dijo lentamente Astourde— Es algo relacionado con el motivo por el que usted se halla aquí. Todo ha cambiado ahora.
—No comprendo.
—Después de lo sucedido ayer. Todo ese tiroteo, y cuando estaba solo en la cabaña... Empecé a ver las cosas desde su punto de vista. Después, cuando salí esta mañana, fue como si usted ya no existiera —Astourde se agarró al aro metálico más cercano de la escalerilla y apoyó una pierna en el travesaño.
—¿Qué pretende decir, Astourde?
—Discutámoslo más tarde —bajó otro peldaño— Hace demasiado calor aquí. Esperemos a que refresque. Venga a mi despacho esta noche.
Su cabeza desapareció de la escena. Wentik lo observó a través del suelo, tal como lo había visto ascender. Los movimientos del individuo eran lentos, meticulosos, como si un motor interno regulara su coordinación corporal.
Por el motivo que fuera, el período de encarcelamiento de Wentik parecía haber llegado a su final. Astourde lo trataba ahora con deferencia. Wentik imaginaba al hombre en otro ambiente, tal vez como un solícito jefe de cierto departamento gubernativo, supervisando al personal de pagos... Arrogante consus subordinados, servil ante sus superiores. Pero su estancia allí había transcurrido, y acabado.
Wentik se preguntó dónde encajaba él en los nuevos planes de Astourde..., suponiendo que el hombre tuviera algún plan. Y volvió a recostarse en la baranda, notando la ligera vibración de la plataforma causada por el descenso de Astourde. Los rayos del sol daban en un lado de su cara, el otro estaba temperado por la brisa. Algo que casi resultaba agradable.
De vez en cuando su mirada erraba hacia el horizonte oriental. Wentik detenía su observación sobre la suave mancha de vegetación más oscura.
Astourde encontró a Musgrove en el pequeño campo de ejercicios del centro de la cárcel. El hombre se hallaba a un lado, mirando hacia la pared opuesta las hileras de ventanas con barrotes.
—No lo entiendo —dijo cuando vio a Astourde, que se dirigía hacia él—. Ninguna de las celdas tiene ventana, y sin embargo desde aquí fuera se ven tantas...
—No se preocupe por eso —dijo Astourde—. Hay algo que deseo que haga.
Musgrove se acercó a Astourde y abrió la puerta de un cobertizo situado en el muro del patio.
—¿Qué ocurre?
Astourde vio que el otro extendía el brazo y levantaba el extremo de una de las hélices del helicóptero. Cambió de tema bruscamente.
—Creía que... ¿Por qué las has ocultado?
—Usted me lo ordenó.
—No dije que las ocultara. Dije que las sacara.
El rostro de Astourde reveló su repentina cólera. Volvió la espalda a Musgrove como si hubiera recordado lo sucedido el día anterior.
—Wentik dice que le ha visto en el helicóptero esta mañana.
Musgrove dejó en el suelo la hélice y se irguió.
—Sí. Lo sorprendí cuando trataba de despegar. Admitió que intentaba escapar.
—¿Wentik estaba en el aparato?
—Sí.
Musgrove permanecía ante él mostrando hosquedad. Daba la impresión de que su actitud actual era una reacción contra la conducta de Astourde el día anterior. En los escasos meses que conocía a Musgrove, éste se había mostrado reacio a obedecerle con frecuencia, pero a Astourde jamás le había dicho una mentira deliberada, al menos para su conocimiento.
—Wentik afirma que fue usted el que trataba de pilotar el aparato —dijo a Musgrove.
— ¡Ja! ¡Sin los rotores?
—Sí. Sin los rotores. ¿Qué pretendía?
Un hombre se presentó en el patio, se acercó a Musgrove y le entregó una caja metálica que contenía varias llaves. Se marchó sin mirar a Astourde.
—¡Eh, usted!
El hombre se detuvo y se volvió.
—¿Qué es lo que quiere? —lo increpó Astourde.
—Buscaba al señor Musgrove. No lo encontré en el despacho, así que...
—Bien —Astourde se volvió hacia Musgrove—. Quiero que haga algo.
El individuo le devolvió la mirada recelosamente, como si expresara de un modo tácito la falta de autoridad de Astourde sobre él.
—¿Qué cosa?
—Usted también —dijo Astourde al otro hombre—. Intenten localizar a algunos habitantes locales.
—¿Está hablando de viajar a pie? —preguntó Musgrove.
—Sí. Llévese el equipo que quiera, y los hombres que le hagan falta.
—¿Y si no voy? —replicó Musgrove, con una insinuación de amenaza en su tono.
—Yo... No sé —dijo Astourde—. ¿Va a ir?
—De acuerdo —Musgrove miró al otro indivíduo— Pero iré solo.
—Es cosa suya.
Astourde se volvió y se dirigió a su despacho. Con Musgrove lejos se sentía más capaz de habérselas con Wentik.
Al atardecer, Wentik regresó a la cárcel y comió algo. No vio a nadie, pero escuchó el ruido de algunos movimientos ocasionales procedentes del piso superior.
Durante el interrogatorio había mantenido a raya de manera consciente, mientras aguardaba hechos positivos, su deseo de abandonar la cárcel. Ahora que estaba prácticamente en libertad para actuar como le apeteciera, su ansia de salir de la cárcel, de volver a tomar contacto con el mundo exterior, de continuar su trabajo y ver de nuevo a su familia..., todo eso se convertía en la obsesión principal. Con todo, el científico estaba aceptando también, al mismo tiempo, la lejanía de la cárcel. Se estaba acostumbrando a la idea de que su huida era un objetivo a largo plazo.
Con estos detalles en la mente, se resolvió a averiguar lo que pudiera sobre el lugar. Quizás hasta podría descubrir algún medio de acelerar el proceso...
En cuanto hubo comido, Wentik fue otra vez al pequeño prado de la parte posterior de la prisión. En ese momento estaba tan silencioso como el resto del edificio. La mesa que se había usado en su interrogatorio había sido arrastrada hasta la pared y permanecía allí en solitaria quietud, con la mano sintética relajada y apuntando hacia la cárcel fláccidamente.
Wentik contempló el miembro irónicamente, recordando cómo su siniestro surrealismo había llegado a obsesionarlo al principio. Pasó los dedos por las lisas líneas de la mano, y le alarmó un poco encontrar que estaba caliente, muy probablemente por su exposición al sol. No obstante, el descubrimiento lo intranquilizó.
En las primeras ocasiones que había intentado averiguar el funcionamiento de la mano, Wentik había estado limitado por la presencia de Astourde. Aún no tenía idea de cómo funcionaban los mandos, aunque por fuerza debía existir un control dactilar a lo largo del borde trasero de la mesa. Wentik se inclinó y observó el borde.
Al instante, vio una pequeña placa metálica fijada en la madera. En ella se hallaban repujadas las palabras:
Companhía Siderúrgica Nacional. VOLTA REDONDA
Poder Directo
Puso las palmas de las manos sobre la mesa y dejó caer los pulgares, como Astourde había hecho siempre. Por un segundo o dos estuvo tanteando, hasta encontrar el lugar adecuado. Si apretaba ambas manos a la vez caía una palanca... y la mano se ponía rígida. Apretando la palanca, la mano empezaba a pinchar el aire.
El movimiento le fascinaba igual que siempre, la mano moviéndose hacia adelante y hacia atrás como la cabeza de un ave zancuda.
Con las manos en la superficie de la mesa, Wentik sentía la vibración del movimiento. Alzó las manos y el miembro se detuvo. Satisfecho, dio media vuelta. Era un simple artilugio, al fin y al cabo, y cualquiera podía manejarlo.
Se alejó de la mesa, atravesó el prado y salió a la llanura. El sol empezaba a descender en el cielo, pero el ocaso no llegaría hasta dentro de dos horas. La temperatura era elevada, con seguridad que muy por encima de los treinta grados.
Wentik se encaminó muy resueltamente hacia la cabaña.
Como la cárcel, la cabaña tenía un aspecto viejo y destartalado. Dos de las paredes eran de hormigón, pero el resto era de madera. Wentik la circundó lentamente.
Cuando Astourde lo dejó solo en la cúspide del poste, el científico había pasado varios minutos estudiando la cabaña con la ventaja de la altura. La construcción era asimétrica, construida en principio en forma de cubo, pero los añadidos posteriores no habían seguido un diseño particular. Se tendía descuidadamente en el rastrojal, con numerosas paredes y ángulos, techos distintos y oquedades.
Había cuatro entradas desde el exterior, y al pasar junto a cada una Wentik atisbó por ellas.
Una de las aberturas se hallaba en el lado de la cabaña que entonces miraba al sol, y por ella vio Wentik el interior hasta muy dentro sin necesidad de entrar.
La vez que lo metieron a la fuerza en la cabaña, Wentik no había podido ser observador debido al miedo. Había intentado deducir el diseño del lugar, mas había experimentado una especie de retirada intelectual que había cerrado su mente al problema y permitido que reaccionara de una forma enteramente emotiva. Al observar la cabaña ahora, Wentik creyó que podría hacer una inspección muy analítica, con un criterio de técnico profesional.
El condicionamiento de los reflejos humanos había formado parte del campo de las investigaciones de Wentik, que había publicado varios artículos sobre el empleo de laberintos en el entrenamiento de mentes no formadas.
Cualquier individuo arrojado violentamente a esa construcción, notó Wentik, quedaría automáticamente perplejo y desorientado. Todas las superficies, horizontales o verticales, habían sido pintadas del mismo color negro mate. Y pese a que el pasaje por el que Wentik estaba mirando no era mayor de dos metros, aun cuando el sol brillaba más o menos directamente en su interior, la sensación de una largura mayor era muy fuerte.
Cuando un hombre asustado no tiene idea de adónde puede llevarle el siguiente paso, lo más probable es que no tarde en presentarse una paralización total de los procesos mentales normales.
Las experiencias de Wentik en el edificio le habían asustado mucho en su momento, pero se había recobrado rápidamente después. Sabía empero que si Astourde hubiera tenido el conocimiento suficiente sobre procesos de interrogatorio lo habría metido en el laberinto al día siguiente.
Pero ya había sido bastante desagradable una sola vez.
Los recuerdos de Wentik en torno al incidente estaban cargados de imágenes espeluznantes de temor y pánico irracional a las que la intensa oscuridad del interior del laberinto y los disparos de rifle en el exterior habían dado rienda suelta. Ahora el científico tenía la oportunidad de racionalizar sus sensaciones, atribuir una noción erudita a lo sucedido.
Al final del corto corredor había una puerta pintada de negro, con bisagras a ambos lados. Wentik gateó por el corredor (el techo era tan bajo como para obligar a muchos hombres a caminar con la cabeza permanentemente inclinada..., otro rasgo intimidante desde el punto de vista psicológico) y apoyó las manos sobre ella firmemente. Sintió que empezaba a ceder, moviéndose con la bisagra derecha como eje y abriéndose a la izquierda. Aflojó el empuje y la puerta dejó de moverse.
El sistema de los goznes era sin duda un dispositivo que permitía a la puerta girar a ambos lados. Wentik miró por la rendija que había abierto, pero no vio nada. Más allá de la puerta la oscuridad era total.
Era absurdo adentrarse más. No iba a poder efectuar observaciones científicas en la oscuridad. Wentik se rió ahogadamente.
Intrigado por la construcción, Wentik dio media vuelta y salió. Volvió apresurado a la cárcel y regresó con una potente linterna que obtuvo prestada de uno de los hombres de Astourde que holgazaneaba por el campo de ejercicios.
El científico, sudando por culpa del doble recorrido a lo largo del ardiente rastrojal, gateó de nuevo por el corredor y examinó la puerta. La empujó y, tal como Wentik esperaba, giró hacia la derecha hasta detenerse con un ruido sordo formando un ángulo de sesenta grados con respecto a su posición anterior.
Al cerrarse dio la impresión de que en cierto modo sus movimientos dependían de muelles.
En aquel momento, hacia la izquierda, se había revelado una extensión de túnel que formaba cierto ángulo con el primero. Wentik se arrastró por él.
Tras aproximadamente otros dos metros llegó a una segunda puerta, y se detuvo. Miró atrás, y vio que se filtraba luz del sol por el corredor a sus espaldas.
La puerta obstruía enteramente el túnel que se extendía delante de Wentik, igual que el anterior. Apoyó con fuerza las manos en ella, y notó que cedía un poco..., esta vez con el eje a la izquierda.
Desplazando la linterna por todo el espacio para intentar averiguar el funcionamiento del dispositivo, Wentik abrió la puerta por completo. Y tal como había sucedido antes, luego de mover la puerta cierto trecho los muelles se encargaron de moverla el resto del camino y cerrarla con aparente solidez.
Ahora se había abierto un túnel a la derecha de Wentik.
En lugar de seguir por ese túnel, Wentik retrocedió y se arrastró hasta la primera puerta.
La luz del sol ya no se filtraba. La puerta se había cerrado a espaldas de Wentik, obstruyendo el corredor entero.
De manera que... Las puertas estaban interconectadas. En cuanto se abría la siguiente, la anterior se cerraba.
En otras palabras, en cuanto se tomaba la decisión de abrir la siguiente puerta, el retroceso se hacía imposible. A menos que... Wentik apretó las manos contra la puerta y empujó. Volvió a girar a la derecha y la segunda puerta se movió detrás del científico.
Empezaba a sentirse confundido, pero se tranquilizó tras comprender que estaba llegando al estado mental preciso que los constructores del laberinto pretendían.
La primera puerta había girado hacia su derecha, cerrando el corredor que llevaba al exterior y abriendo un nuevo túnel, uno que todavía no había visto, que se ramificaba hacia su izquierda. Apretó de nuevo la puerta, mas era inamovible.
La única posición para abrir la puerta, al parecer, estaba en el corredor que en cualquier otro momento se encontraba bloqueado por esa misma puerta.
Volvió a gatear hasta la segunda puerta, y descubrió que había girado y daba ahora a un corredor que se ramificaba a la izquierda de la puerta.
Wentik iluminó de un lado a otro, intentando observar algún boquete en la estructura de los túneles. Deseaba salir y tratar de pensar en el laberinto de un modo objetivo. Pero en lugar de eso, estaba atrapado en su interior.
Tranquilidad. No era una trampa. Había una salida, pero debía salir adelante para encontrarla.
Se sentó unos momentos, intentando visualizar el laberinto tal como lo había contemplado desde arriba. Si todas las puertas estaban engoznadas triangularmente, y si siempre había tres pasajes en todas y cada una de las intersecciones, eso significaba que todos los túneles describían un lado de un exágono regular. Además de esto, al abrir la puerta que bloqueaba el corredor situado al frente, se cerraba la puerta trasera, y tal vez varias más. Quizás todas las puertas del laberinto estaban unidas entre ellas, de modo que el movimiento de una provocaba el movimiento del resto.
Ingenioso. Pero terrible.
El sudor goteó de la axila de Wentik y cayó por el costado. Nerviosamente, lo enjugó con la tela de la camisa y miró a su alrededor.
Se arrastró otra vez hasta la puerta que imaginaba como la segunda y la cruzó. Al final del corto corredor había otra puerta. La empujó y la cruzó..., con la otra moviéndose y cerrando el camino hacia atrás. Llegó a la siguiente puerta, la cruzó. Y a la siguiente.
Durante media hora avanzó a toda prisa por entre el laberinto, haciendo pausas momentáneas para inspeccionar la construcción de los túneles. Por lo que pudo deducir del sonido producido por los golpes a las paredes, eran de madera de pino. Su transcurso por los túneles fue haciéndose cada vez más desagradable conforme iba subiendo la temperatura, y en ocasiones sintió el aviso de la claustrofobia. Al adentrarse en el laberinto descubrió que no había una norma constante; algunas de las puertas giraban a la derecha, y otras a la izquierda. En ocasiones las puertas ya estaban abiertas cuando Wentik llegaba a ellas, y las atravesaba directamente. Una vez cruzó tres puertas sucesivas sin tener que mover ninguna. Después de esto se encontró con otra puerta cerrada, la empujó, y oyó que las tres anteriores se cerraron a sus espaldas.
Cuando notó que la alarma crecía en su interior irremediablemente, le sirvió recordar que sólo un topólogo podría haber ideado y construido este laberinto. Su intelecto científico acababa por reconocerlo, y el susto pasaba.
En forma muy inesperada llegó a una puerta que se resistía a sus empujones. Alarmado al principio, se apoyó contra ella, hasta que se le ocurrió tirar de la puerta.
Se abrió y dio paso a un sol deslumbrante.
El truco final. Una puerta unidireccional que daba al exterior. Un hombre ofuscado que se topara con ella podría echarse atrás sin pensarlo, y regresar al laberinto.
El sol se estaba poniendo, y sus rayos brillaban casi directamente en el corredor.
Exhausto, Wentik se arrastró en los rastrojos y se recostó en la pared de madera de la cabaña.
Estuvo sentado durante un rato sin moverse, agradecido por el aire puro que pese a ser todavía cálido era más frío que dentro de la cabaña, y se maravilló de la inteligencia que había concebido el laberinto.
En ciertos aspectos, el detalle más sorprendente era que hubiera cuatro entradas al laberinto. Recordó que la primera vez había salido por el mismo lado por el que había entrado. ¿Eso sería siempre cierto?
En caso afirmativo, o había cuatro laberintos totalmente independientes unos de otros, o bien, más probablemente, cuatro recorridos por el interior, usando los mismos pasajes. A despecho de su destartalado aspecto y aparente construcción caprichosa, la cabaña-laberinto era un arma de tortura muy avanzada.
Con su espíritu profesional excitado, Wentik dio la vuelta hasta una de las otras entradas y, desechando la fatiga, se metió dentro una vez más.
Cuando volvió a salir, tres cuartos de hora más tarde, Astourde lo estaba aguardando.
Ambos hombres regresaron a la cárcel en silencio. La noche había caído mientras Wentik estaba dentro del laberinto, y en ese momento el ambiente era frío.
Llegaron al edificio de la prisión y Wentik dejó que Astourde fuera en cabeza por las estrechas escaleras que llevaban a su despacho; la habitación donde había tenido lugar el interrogatorio en las sesiones anteriores.
En la puerta, Astourde se detuvo.
—¿Le apetecería comer algo, Elías? —dijo—. He preparado un plato para usted.
Wentik, que experimentaba un creciente apetito, dijo:
—¿Dónde está?
—Aquí dentro.
Astourde empujó la puerta y la sostuvo para que Wentik entrara, pero de ese modo, el confuso gesto de su brazo obstruyó en parte la entrada.
Wentik entró.
La sala estaba a oscuras, con excepción del escritorio con su pequeña lámpara. El halo de luz caía más abundantemente sobre una dura silla de madera al lado de la mesa. En la penumbra, de pie y apartados de la mesa, había varios hombres de Astourde, cubiertos con sus correspondientes batas blancas.
Detrás de Wentik, Astourde cerró la puerta con suavidad y echó llave.
Wentik se volvió para encararse con el otro, que permanecía con las manos a la espalda. Sus hombros, que en las últimas veinticuatro horas habían estado caídos, entonces se irguieron.
El uniforme gris volvía a tener un aspecto militar en lugar de ser una prenda incómoda y mal acabada.
El efluvio de amenaza, que tanta influencia había ejercido sobre Wentik en su primera época de cárcel, estaba otra vez allí.
—Siéntese, doctor Wentik —dijo tranquilamente Astourde—. Todavía no hemos terminado con usted.
Wentik paseó la mirada por la habitación. La escena parecía parte de una mala película policial norteamericana. Tras la sofisticación mecánica del laberinto, la noción de Astourde sobre intimidación psicológica, despojada de su factor sorpresa, tenía la sutileza de una tira cómica. No obstante, Wentik ya estaba cansado de esos juegos. La dependencia de Astourde en el escenario y el ambiente se iba haciendo más y más transparente.
Y la cuestión de su autoridad sobre Wentik ya se había resuelto. Era preciso más que esto para intimidar al científico. Wentik miró a Astourde sin expresión.
—No.
Wentik notó una creciente tensión en la sala cuando pronunció la palabra. Los hombres de batas blancas, una troupe de comparsa, observaban a Astourde como si aguardaran instrucciones.
El hombrecillo caminó pomposamente hasta el escritorio y tomó asiento con gran ceremonia para dar la impresión de que los otros hombres esperaban su voluntad. Abrió la boca para decir algo.
—¡Fuera! ¡Todos ustedes! —dijo Wentik. Astourde se puso en pie de un salto.
—¡Quietos ahí!
Lanzó una mirada de furia a Wentik.
—¡Siéntese! —bramó, como si el tono sustituyera autoridad. Su semblante se llenó de manchas bajo la insuficiente luz de la lámpara.
Wentik paseó tranquilamente hasta la puerta e hizo girar la llave que Astourde, por descuido, había olvidado en la cerradura. Abrió, y vuelto hacia los hombres, dijo con voz firme:
—Desentiéndanse de ese individuo. No tiene autoridad sobre ustedes. Salgan ahora mismo.
El hombre más cercano a Wentik hizo un gesto de indiferencia y salió sin más. Los otros miraron a Astourde, luego a Wentik, y avanzaron hacia la puerta.
Wentik los observó atentamente conforme desfilaban delante de él. Se preguntaba dónde estaría Musgrove.
Cuando el último hombre estuvo en el pasillo, Wentik cerró la puerta, echó llave y se la metió en el bolsillo.
—Olvídese de ellos, Astourde —dijo—. íbamos a tener una charla esta noche, ¿lo recuerda? —tanteó la pared y encontró un interruptor. Las luces se encendieron en un panel de vidrio situado en el techo. Al contemplar la habitación pudo comprender que era la primera vez que estaba allí sin la opresiva sensación de encarcelamiento.
Astourde parpadeó.
—Yo... Lo siento, Elías —dijo.
—¿No había dicho que tenía algo de comer? —preguntó Wentik. La escenita lo había dejado sorprendentemente impasible, y su hambre volvió a ser tan aguda como antes.
El hombre del uniforme gris (de nuevo un fardo de ropa chabacana) abrió un cajón del escritorio y sacó una bandeja cubierta por un trapo al cual retiró: había un plato de estofado.
—Sírvase usted mismo —dijo, apocado.
Astourde se levantó después de apagar la lámpara del escritorio. Recorrió la habitación, con las manos caídas y oscilantes sobre los muebles.
Wentik se sentó ante el escritorio, y se acercó el plato. Aún estaba caliente, sin duda preparado poco antes de que él llegara a la habitación. Lo miró indiscriminadamente como quien no ha comido desde hace semanas, y comprobó con gran sorpresa que evidentemente había sido preparado con cuidado. Los ingredientes —carne acompañada de guisantes, zanahorias y patatas— seguramente procedían de latas, pero los gruesos trozos mostraban bastante buen aspecto... Llenó un tenedor y comió ansiosamente.
Mientras tanto contemplaba la habitación con curiosidad. La veía con el mismo interés que al resto de secciones del edificio. Estaba asombrosamente bien amueblada, en comparación con todas las demás partes de la cárcel. A más del escritorio y dos sillas, había un alto aparador de madera en el rincón. Estaba cerrado, pero el candado que clausuraba la puerta pendía abierto de la sujeción. La ventana tenía cortinas de un material suave y de color castaño. Había varios archivadores a lo largo de la pared detrás del asiento de Astourde, y una fotografía en un marco colgado en el muro.
Wentik examinó la foto con curiosidad.
Era de la cárcel. Había sido tomada frente al edificio, donde en ese momento estaba el helicóptero. Había guardias en todas las garitas a lo largo del techo, pero estaban desarmados, al parecer. Encima de todas las garitas ondeaba una bandera. Delante de la cárcel una disciplinada tropa de hombres uniformados guardaba formación en un cuadrado perfecto. Ante ellos, en un estrado, se hallaba otro hombre con uniforme de alto rango y a ambos lados de él había ayudantes.
Otras veces que Wentik había estado en la habitación, la fotografía no estaba allí. Astourde debió de haberla ocultado, y ahora empezaba a comprender el porqué.
La escena de la fotografía era notablemente similar a la que Wentik había observado el día de su llegada a la cárcel, Con Astourde intentando adiestrar a sus hombres sin saber que el científico lo observaba. Wentik comprendió que si hubiera logrado atormentar ese punto débil de Astourde oportunamente —el hombre se había mostrado claramente embarazado al respecto— su interrogatorio quizá no habría comenzado nunca.
De pronto, Astourde habló como si se hubiera inmiscuido en los pensamientos de Wentik:
—Lamento eso.
—Ya se ha disculpado.
—Lo sé. Pero de verdad lo lamento. Era absurdo.
Wentik giró en redondo para mirar al hombre que estaba a su espalda, de cara a una parte lisa de la pared.
—¿Cuál era la idea?
—No lo sé con seguridad —replicó Astourde—. Creía que daría resultado otra vez.
—¿El interrogatorio? —Sí.
—No dio resultado antes... Astourde se volvió rápidamente.
—¡Oh, sí, sí que dio resultado!
Wentik masticó más estofado y pensó en el tema durante un rato. Necesitaba conocer más detalles sobre las motivaciones de Astourde antes de progresar. Acabó con el resto de comida, y dejó a un lado el plato de cartón.
—Estoy preparado —dijo.
Astourde se encaminó hacia el escritorio y encendió nuevamente la lámpara. Wentik pudo comprender de pronto lo dependiente que era el otro de los aparatos, cómo todos sus movimientos se centraban en torno a algún objeto en particular, cualquiera que fuere. Privado de esos objetos, quedaba indefenso.
La luz de la lámpara iluminó buena parte del escritorio. Astourde se sentó al otro lado, su cara iluminada por el reflejo de la superficie de la mesa, lo cual le daba un raro aspecto.
—¿Qué desea saber?
—Todo —dijo Wentik.
—Ni yo mismo sé demasiado —dijo Astourde, en un tono que contenía un leve aviso de capacidad.
—No lo dudo, pero quiero saber tanto como usted.
—De acuerdo.
Wentik levantó la mano izquierda y contó con los dedos.
—Primero quiero saber para quién trabaja usted. Segundo, por qué me trajeron a este lugar, y con qué autoridad. Tercero, qué es este lugar y cuándo vamos a regresar.
—¿Eso es todo?
—Por el momento...
Astourde aseguró los pies en una riostra del escritorio, y se echó hacia atrás de manera que su silla quedó en un ángulo precario. Wentik no cesaba de observarlo. El y Musgrove... ¿Por qué actuaban así? Wentik aún tenía que ver realizar a uno de los dos siquiera un acto racional o lógico, pese a que la conducta de ambos era siempre de extrema simplicidad... en la superficie. Otro detalle que lo preocupaba era la falta de consistencia de los dos hombres; ni una sola cosa parecía llegar a buen fin. Y tal vez el factor más preocupante de todos: su relación personal con Astourde, que mantenía un inestable equilibrio entre agresividad y pasividad.
Mientras aguardaba que Astourde ofreciera alguna réplica (el hombre miraba fijamente las separadas luces del techo con una ridicula actitud de abstracción) Wentik se acordó de repente de un hombre que en cierta ocasión trabajó a sus órdenes en la empresa química donde había iniciado su labor en los Estados Unidos. Ese individuo había aterrorizado a sus subordinados desde el momento en que hubo llegado, pero cuando Wentik acabó por no hacerle caso, el cambio de su carácter para mostrarse obsequioso había resultado casi humorístico.
—Elias, ¿quiere que le explique cosas que soy incapaz de explicar?
—¿A qué se refiere?
—He actuado siguiendo órdenes. Estaban escritas y selladas, y yo tuve que destruirlas poco antes de conocerlo a usted.
—Dijo que trabajaba para el gobierno. ¿Pertenece al ejército?
—No.
—Sin embargo viste uniforme, y tiene hombres que al parecer están a sus órdenes.
—Era parte de la idea. Creí que un uniforme sería más influyente. Así que, si bien podría decirse que soy civil, trabajamos en dependencia administrativa del Pentágono.
—¿... trabajamos?
—El comité. No estoy solo.
—Deduje buena parte de eso por mí mismo —en lugar de iluminarle, las observaciones de Astourde empezaban a confundir a Wentik—. ¿Quién está en ese comité?
—Fundamentalmente científicos del gobierno —dijo Astourde—. Un par de generales del ejército y la fuerza aérea. Se inició como una operación militar, pero después el gobierno se enteró y la centralizó en Washington.
—Prosiga.
—El primer conocimiento que alguien tuvo de la existencia del distrito Planalto —dijo Astourde— data de ocho meses atrás. Una pequeña expedición sismológica se presentó aquí para montar un dispositivo de inspección automática. La expedición entera desapareció, y no se ha sabido nada del grupo desde entonces. Después de algunas semanas se envió un segundo equipo para investigar, y también sus miembros desaparecieron. Nada de esto fue dado a conocer debido a que en Brasil operan agentes comunistas. A continuación se envió un helicóptero del ejército, y también desapareció sin dejar rastros.
—Después de esto, se envió un equipo investigador adecuadamente equipado, que facilitaba informes horarios a un campamento base cerca de Pôrto Velho. Al cabo de tres semanas de investigación se toparon con lo que ahora conocemos como distrito Planalto.
—Donde estamos nosotros actualmente —concluyó Wentik.
Astourde asintió.
—En aquella época no se sabía —prosiguió Astourde— que había un factor externo implicado. Una vasta llanura desprovista de árboles en el centro del Mato Grosso es algo muy sorprendente. El hecho de que fuera perfectamente circular, casi hasta el último milímetro, es muy distinto. La conclusión inmediata, dicho sea de paso, fue que se trataba de un campo de tiro construido en secreto por una potencia extranjera. Hasta que no se intenta actuar aquí, no se sabe cómo pueden ser las comunicaciones.
—Lo que ahora sabemos es que el distrito está creado artificialmente por cierto generador de desplazamiento de campo. También está involucrado un alternador direccional que conecta el campo, de tal modo que, aunque es posible entrar simplemente andando, es imposible salir por idéntico medio. Esto se comprobó estroboscópicamente, y se averiguó que el campo vibra a cien ciclos por segundo.
—Musgrove me informó que era artificial —dijo Wentik.
Astourde lo miró fijamente.
—¿Musgrove?
—El me trajo aquí, Astourde. ¿Lo ha olvidado?
—No, no. No estaba seguro de cuánto le había contado.
Lo que Musgrove me dijo es que no creía que tú conocieras el campo, pensó Wentik mientras observaba al otro hombre reparando de nuevo en lo mucho que había cambiado en el poco tiempo que se conocían.
—Aquí fue cuando intervine yo —continuó Astourde—. Yo formaba parte del personal de uno de los equipos. Habíamos observado el distrito durante un período de tres semanas, y de pronto se localizó a un hombre que erraba en el interior. Sus movimientos eran irregulares, como inseguro de la dirección y necesitado de una orientación. Por fin se detuvo a trescientos metros de nosotros. Nos habíamos trasladado al perímetro para seguirle los pasos. El tipo pasó varias horas levantando algunos letreros de madera que traía. Parecía desconocer totalmente nuestra presencia.
—¿Por qué no llamaron su atención? —preguntó Wentik.
—¿Cree que no lo intentamos? Le gritamos, encendimos focos, incluso hicimos disparos al aire con los rifles... Pero por alguna razón extraña el sonido no servía.
—¿Qué ponía en los letreros?
Astourde abrió un cajón del escritorio y extrajo un block de papel unido con una espiral metálica, que abrió ante él.
—Había siete letreros en total y decían así. En el primero el individuo había escrito: Me llamo Pfc Brander, ejército norteamericano. No sédonde estoy, o quéha sucedido. El segundo decía: Hay otros hombres conmigo pero no sédónde están ahora. Llevo seis días solo.
—¿Cómo había hecho esos letreros? —interrumpió Wentik. Astourde se encogió de hombros.
—Trozos de madera vieja, imagino. Hay muchos por aquí. Lo único que podíamos saber a esa distancia es que él tenía tablas en las que había pintado los mensajes.
Wentik asintió. Astourde volvió a mirar su cuaderno de notas y continuó.
—El tercer letrero decía: No intenten seguirme. No puedo huir. El cuarto: Entrépor algún lugar cercano. Si leen esto, no me sigan. El quinto: Aquíhay un hombre que se ha vuelto loco. Tengo pesadillas todas las noches. Dos hombres se han suicidado.
Astourde hizo una pausa.
—Cuando el hombre escribió esto era evidente que sufría los síntomas de miedo y confusión que, por alguna determinada razón, atacan a toda persona que entra en el distrito Planalto. Todos mis hombres los han sufrido, y parece que no podemos hacer nada al respecto.
—¿Dice que todo el mundo sufre esos síntomas? —preguntó Wentik.
—¿Pretende decir que usted no?
—Nada de eso. Tuve algunos sueños muy vividos durante una semana más o menos, pero nada más.
—Creíamos que no. Musgrove me lo indicó.
—¿Qué había en los otros letreros? —preguntó Wentik.
—El sexto decía: Esto sólo puede estar en algún lugar del futuro. He visto un avión muy extraño, y alguien encontróun libro. No estoy loco ahora. El último letrero decía: Todo mi amor para Angie.
Astourde cerró el block y lo guardó en el cajón. Miró a Wentik.
—Esta es toda la información que yo, o cualquier otra persona, tenía antes de que usted llegara hasta aquí.
Wentik se levantó. En ese momento pensaba que la relación entre Astourde y él estaba totalmente invertida, entonces. El proceso se había iniciado el día anterior, cuando él reaccionó violentamente en contra del interrogatorio, y se consumaba en el silencio expectante con que Astourde aguardaba ahora, como si esperara la opinión de Wentik.
Se acercó a la ventana, y observó la negrura de la noche en la llanura. Ya había estado sentado varias veces en esa habitación, contemplando el horizonte y preguntándose dónde diablos se hallaba realmente y si lo que Musgrove le había explicado había estado cerca o no de ser una representación auténtica de los hechos. Lo que supo aquel día que Musgrove y él salieron de la jungla y cruzaron cierta línea divisoria incomprensible e irreversible, en esencia era poco más o menos lo que Astourde acababa de contarle. Pero ahora había una diferencia importante: podía pensar y actuar por iniciativa propia, y la información de que disponía contenía más significado.
Pero la llanura se extendía bajo su mirada, oscura y misteriosa.
—Se está preguntando cómo me vi metido en esto —dijo Astourde.
—En parte —dijo Wentik, que ya no sentía curiosidad.
—Me gustaría contarle todo lo que ha sucedido entre entonces y ahora. Desgraciadamente —y su voz reflejó el tono de sus pensamientos—, fui sometido a un intenso interrogatorio sobre lo que había visto, igual que el resto de los hombres. Las fotografías que tomamos entonces, las declaraciones juradas de todos los que presenciaron lo que ocurrió cuando el avión aterrizó en las cercanías... Esto es lo que cambió las cosas.
—Pronto me encontré con un informe sobre su trabajo y traté el asunto con el subcomité. Me facilitaron un presupuesto para actuar, un plazo para obtener resultados y vía libre para hacerle abandonar su trabajo.
Wentik estaba de pie de espaldas a la ventana, y contempló al hombrecillo que estaba sentado ante el escritorio. Representaba el poder administrativo del gobierno, pero su cadena de responsabilidad llevaba a un oscuro subcomité de algún lugar de Washington cuyos orígenes habían sido olvidados, y cuya atención estaría dirigida a otra parte, muy probablemente. Sin embargo este sistema le había otorgado a Astourde libertad de acción con Wentik.
Y además, ¿qué demonios tenía que ver su trabajo con esto?
—Tengo la impresión de que el problema crucial se reduce a lo siguiente —dijo— Usted se refiere una y otra vez a mi trabajo, como si eso lo explicara todo.
—Bueno..., ¿no es así?
—No veo la razón.
—Usted publicó un artículo sobre la reacción química del cerebro.
—Exacto.
—Y la hipótesis de que el funcionamiento normal del cerebro podía ser suplantado por medios artificiales, bien temporal o bien permanentemente, con drogas.
—Eso fue mientras yo estaba aún en la Genex Corporation de Minneápolis. Como resultado de ese artículo obtuve una beca gubernamental para investigación, y me trasladaron a la Antártida.
—Y también como resultado —añadió Astourde— se encuentra aquí ahora. Me pareció que si era cierto lo que había dicho aquel tipo, Brander, por muy increíble que resultara, podría explicar buena parte del misterio físico que envuelve la región. Junto con lo que descubrimos a partir de las pruebas estroboscópicas, eso me indicó que el distrito Planalto era una zona de tierra desplazada artificialmente al futuro de alguna forma. O más posiblemente, o más probablemente, aún, un trozo de terreno del futuro que existe en el presente.
—Si tal fuera el caso, entonces ese futuro sería tan real como nuestro presente hasta el último detalle, y consecuencia, por muy remota que fuera, de lo que está sucediendo ahora.
—Musgrove ha dicho algo parecido —dijo Wentik.
—Sí. Pero la diferencia es que el mismo Musgrove no sabe nada de los cambios mentales que tienen lugar al entrar en el distrito. Se trata de mi conjetura personal; no he hablado de esto con nadie excepto con usted. Fue Brander, al referirse dos veces a la locura, el que me hizo pensar así. El asunto me confundió hasta que leí su trabajo.
—Hasta entonces yo no podía explicar lo que había visto mejor que cualquier otra persona. Pero su trabajo fue el eslabón. De repente supuse que si varios hombres se volvían esquizofrénicos simultáneamente, entonces era probable que existiera alguna explicación externa del fenómeno.
—¿... como un producto químico o droga?
—Sí. Precisamente. Algo como lo que usted tenía entre manos en la Antártida.
Wentik volvió al escritorio y apoyó firmemente las manos en el borde. Acercó su rostro al de Astourde.
—Fantástico —dijo broncamente—. Y usted está aquí, y yo estoy aquí, y otra docena de hombres están aquí... Y ninguno de nosotros puede regresar. ¿Sabía que iba a pasar esto?
Astourde sacudió la cabeza tristemente.
—No, Elías.
Se puso en pie y se encaminó hacia la puerta. Se volvió y miró a Wentik. Cierto rasgo de su expresión recordó a Wentik los últimos momentos del interrogatorio en el pasado. La sensación de derrota se cernía en su porte como espesas capas de carne.
—¿Quiere abrir la puerta, por favor? —dijo.
Wentik sacó la llave de su bolsillo y obedeció. Astourde salió al corredor.
—Espere aquí —dijo— Le traeré los mapas.
Astourde desapareció en el corto pasillo, y Wentik volvió al escritorio. Se sentó, sintiendo de nuevo todo el peso de la debilidad de su situación. Esa noche sólo había sabido una cosa realmente nueva para él: que Astourde y los demás estaban sometidos a períodos de locura intermitente. Recordó otra vez su primer día en el distrito, cuando Musgrove había corrido frenéticamente hasta el molino... Al menos ahora había una explicación parcial para eso. Además, el comportamiento general de los otros hombres podía explicarse en términos de inconsecuencia irracional.
También podía comprender mejor a Astourde. Potencialmente era ahora un caso clásico de mente criminal, paranoico incipiente, capaz de cualquier arco irracional.
¿Pero por qué él, Wentik, era inmune a lo que estaba pasando?
Su único pensamiento era que las pocas veces que había ingenrido minúsculas cantidades de drogas había sido capaz de desarrollar una resistencia personal al medicamento. Pero todo esto confirmaba la teoría de Astourde: que en cierto modo la atmósfera de este lugar del futuro estaba sembrada de drogas que él mismo había creado.
¿Qué había ocurrido? Su trabajo había sido patrocinado directamente por el gobierno con fines pacíficos, y por lo que él sabía no tenía aplicación militar. ¿Pero podrá ser que una versión corrupta y sutil de su droga estuviera usándose como arma?
Wentik meneó la cabeza, y se levantó otra vez. Se acercó a la ventana. Fuera, alguien había encendido varias lámparas de arco y un brillante flujo luminoso cubría el terreno delante de la cárcel. Con el resplandor se veía claramente el helicóptero verde oscuro. Una figura estaba dentro del aparato, haciendo algo indeterminado.
De repente el hombre llegó a la escotilla y saltó al suelo. Era Astourde, y llevaba un objeto que parecía un bidón.
Mientras Wentik lo observaba, el hombre corrió hacia la cárcel. Al cabo de algunos instantes, las luces se apagaron.
¿Qué demonios estaba haciendo Astourde?, se preguntó Wentik.
Caminó de nuevo hasta el escritorio, y se apoyó en el borde. Un poco después, Astourde entró en el despacho con el bidón en la mano derecha. En la izquierda sostenía un rifle automático.
Dejó el bidón en el suelo y pasó el rifle a su mano derecha. El seguro del arma se deslizó con un sonido muy claro.
—Muy bien, doctor Wentik. Coja el bidón —dijo Astourde.
—¿Qué está haciendo, Astourde? No haga más ridiculeces.
—Sé lo que hago. ¡Coja el bidón!
Wentik avanzó hacia Astourde, quien retrocedió ligeramente. Era imposible abalanzarse sobre el rifle. El científico se agachó y recogió el bidón. Pesaba, estaba casi lleno de combustible para el helicóptero.
—Ahora baje por la escalera.
Astourde señaló el corredor con la punta del arma y Wentik cruzó la puerta.
Los dos hombres caminaron lentamente por la cárcel, el mismo recorrido que habían hecho una hora antes al regresar de la cabaña. A indicación de Astourde, Wentik se encaminó hacia la entrada trasera de la cárcel. No se tropezaron con nadie en el camino.
Ante la puerta de madera de pino, el científico se detuvo. Astourde lo pinchó en la espalda con el rifle.
—¡Afuera, doctor Wentik!
Astourde lo siguió al cruzar la puerta y entrar en el prado. El ambiente estaba tan oscuro como la destrucción, el cielo cubierto con una capa uniforme de nubes bajas y espesas que no admitían luz.
Wentik recordó la linterna de su bolsillo, y calculó si podría sacarla por sorpresa en la oscuridad y derribar a Astourde. Pero antes de terminar de considerar esa idea un rayo de luz lo circundó. El otro se había provisto de una linterna.
Astourde indicó el camino con el rayo de luz.
—¡Por ahí!
Los dos hombres se adentraron en la ensombrecida llanura.
Se detuvieron ante la cabaña, frente a una de las cuatro entradas. Astourde la iluminó con la linterna.
—Adentro, doctor Wentik. Ahí hará más calor.
Astourde dio un significativo golpe al bidón con el cañón del rifle, y una oleada de alarma brotó en la mente del científico. ¿Acaso el hombre pretendía matarlo, realmente?
El rifle punzó agudamente su espina dorsal y, de mala gana, Wentik avanzó. Empujó la puerta, y entró en el primer túnel. Llegó a la puerta del extremo, que estaba cerrada. Astourde también había entrado con él.
—Adelante —dijo, la voz apagada en el reducido espacio.
Wentik empujó la puerta, que giró a la derecha dejando ver el túnel que se ramificaba hacia la izquierda. El rifle volvió a estimularlo.
—Continúe.
Wentik recorrió el siguiente túnel, con Astourde pisándole los talones. La puerta del extremo estaba cerrada, y se detuvo junto a ella.
—Siga andando, doctor Wentik —dijo Astourde—. Vayamos justo al centro, ¿no le parece?
Astourde empujó la puerta con el rifle, y Wentik oyó la primera puerta que se cerraba con su ruido sordo. ¿Conocía Astourde el funcionamiento del laberinto? ¿Sabía que estaba atrapado dentro igual que él mismo?
A indicación de Astourde, Wentik siguió caminando. Cruzaron una docena de túneles, que se ramificaban irregularmente a izquierda y derecha tal como dictaba el movimiento de las puertas. Y a continuación, Astourde le ordenó que se detuviera.
—Deje el bidón en el suelo, doctor Wentik.
Obedeció agradecido. Ya sentía que le oprimía fuertemente el brazo.
A pesar de que la linterna iluminaba en su dirección, Wentik logró vislumbrar vagamente la silueta de Astourde cerca de él. Pensó: te estás atrapando otra vez, Astourde.
Igual que su comprensión del día anterior respecto a que el distrito Planalto era tan prisión para Astourde como para él, ella le había permitido liberarse de la presión psicológica en que había sido mantenido. Y ahora comprendía que Astourde ya no tenía más posibilidades que él de salir del laberinto. Además, la propensión de Astourde hacia los objetos —el rifle, la linterna y el bidón; sólo podía manejar dos a la vez— lo había conducido a una situación en la que era incapaz de moverse sin la ayuda de Wentik.
El científico contempló al otro con retorcida diversión. A ver cómo sales de ésta...
Con la transparente sencillez de un niño, Astourde dijo:
—Sostenga la linterna, doctor Wentik.
El rifle le seguía apuntando. Wentik cogió la linterna y la enfocó directamente a los ojos de Astourde.
E inmediatamente la apagó.
En la repentina oscuridad se lanzó hacia la siguiente puerta y la cruzó corriendo. Lanzó la linterna hacia donde suponía que estaba la cabeza de Astourde, pero escuchó que chocaba contra una pared. Se volvió y corrió a ciegas, las manos apretadas en las paredes laterales a manera de guía. Si lograba alcanzar la siguiente puerta antes de que Astourde llegara a la que él acababa de dejar, entonces el otro sería incapaz de seguirlo. Corrió agazapado a lo largo del túnel, tanteando para hacer contacto con la puerta. El rifle rugió súbitamente a su espalda, creando un alboroto terrible en la estrechez opresiva de los corredores, y la luz fulguró a su alrededor.
Wentik rebotó dolorosamente en una pared al doblar el recodo. ¡No había puerta que abrir! Había llegado a un tramo abierto.
Corrió con Astourde tras él, menos entorpecido por los bajos techos a causa de su menor estatura. La próxima puerta también estaba abierta, y el túnel describía un ángulo hacia la derecha. De nuevo huyó alocadamente por el corredor. El rifle disparó por segunda vez.
¿Cuántos disparos le quedarán?
Mientras corría, Wentik manoseó en los bolsillos de la bata blanca. Logró encender la linterna justo al llegar a la siguiente puerta, que se encontraba cerrada. Empujó, la cruzó y siguió corriendo. Astourde seguía a su espalda.
La próxima puerta estaba cerrada, y la empujó.
De repente, Astourde había dejado de acompañarle, y todo estaba silencioso. Volvió a la puerta que había cerrado al abrir y pegó la oreja a ella. Al otro lado escuchó los movimientos de Astourde.
El hombre estaba confundido.
Tal como Wentik sabía gracias a sus experimentos en el laberinto aquella tarde, no había medio de abrir la puerta desde aquel lado. Astourde se hallaba en el triángulo descrito por los movimientos de la puerta, que sólo podía ser activada desde fuera del triángulo, o sea, empujándola desde el túnel que obstruía.
Wentik tenía que mostrarse cuidadoso. Si Astourde avanzaba en alguna dirección que estuviera despejada, y empujaba la siguiente puerta que encontrase, entonces esa puerta se abriría. ¿Lo sabía Astourde?
Wentik pensó: El próximo hombre que abra una puerta cambiará todas las demás. Si Astourde los hace y vuelve aquí, me cogerá. Por otro lado, si soy yo el que lo hace estaremos separados por probabilidades matemáticas que él desconoce...
Ya decidido, retrocedió por el corredor, pasó la puerta que había abierto y llegó a la siguiente. Ahora... La empujó y la cruzó. Su linterna despidió rayos de luz hacia el otro extremo del corredor: la siguiente puerta estaba abierta. Avanzó hacia ella.
Poco antes de llegar ahí la puerta se cerró.
¡Astourde! El otro se estaba moviendo por el laberinto igual que él. Wentik ya no controlaba a solas el movimiento de las puertas.
Iluminó la puerta, después estuvo atento a los ruidos. No escuchó nada. Astourde no estaba cerca, al parecer. Y cuando estabaa punto de empujar, la puerta se abrió sola.
Astourde se había desplazado otra vez.
¿Dónde demonios estaría Astourde?
De modo paradójico, Astourde tenía ahora cierta ventaja. Al parecer no tenía idea alguna de las consecuencias de abrir una puerta, y así ignoraba el hecho de que cada vez que avanzaba, cambiaba totalmente la disposición del laberinto. En cualquier momento, pensó Wentik, Astourde aparecería sorpresivamente... y por cualquier dirección. Además, Wentik tenía la única linterna y aunque podía usarla para ver por dónde iba y en caso de enfrentamiento aprovecharse de ella, mientras no supiera dónde se hallaba Astourde lo más probable es que viera el resplandor de la linterna antes de que Wentik lograra verlo.
El científico apagó la linterna.
En ese momento creyó que las posibilidades estaban equilibradas. Tan ciego como Astourde en la impenetrable oscuridad, tenía tantas posibilidades de salir del laberinto como Astourde de cogerle.
La puerta que tenía delante se movió, cerrando el túnel de la izquierda y dejando ver el de la derecha.
Precavidamente, Wentik se movió a tientas por el corredor. Que Astourde moviera las puertas. Al menos de esa forma no abriría una puerta para encontrarse con que Astourde estaba detrás. La puerta del extremo del túnel por el que iba estaba abierta y dejaba ver el túnel izquierdo, cerrando el derecho. Wentik aguardó un instante, y oyó que la puerta se cerraba.
No logró escuchar sonidos de Astourde, aunque su perseguidor debía de estar cerca...
La puerta cerraba su túnel. Wentik esperó, inmóvil.
A continuación la puerta volvió a moverse, y el túnel derecho quedó a la vista, el izquierdo cerrado. Wentik avanzó cautelosamente.
Tropezó en la oscuridad. ¡El bidón!
Su recorrido por el laberinto lo había devuelto al punto de partida. La gasolina se vertió por la abierta boquilla de la parte superior y se derramó por el suelo. Pasos que se acercaban.
De pronto Wentik se levantó, y al hacerlo se golpeó la cabeza contra el techo del túnel y quedó adolorido. ¡Astourde estaba cerca! Se quedó perfectamente inmóvil, inseguro. No sabía cuál dirección tomar.
La puerta que tenía a su izquierda se abrió. Wentik avanzó hacia ella pegado a la pared. Sólo un metro más...
En el extremo, la puerta obstruía su paso. ¡Astourde había llegado por la del otro lado y había cerrado... !
—Está aquí, ¿verdad, Elías? —dijo Astourde, en voz alta y chillona.
Sin esperar respuesta, Astourde disparó el rifle, a ciegas y sin puntería. La bala produjo un ruido sordo en la puerta sobre la cabeza de Wentik, a quien cegó el fogonazo.
—¡Deje de disparar, Astourde! —gritó—. ¡Hay gasolina aquí!
Retrocedió rápidamente y empujó la puerta. Oyó que Astourde pugnaba por seguirlo. Corrió velozmente por el túnel, y por culpa de la prisa perdió la linterna. Sin detenerse, empujó y cruzó la puerta siguiente, y después otra más. Si es que Astourde estaba aún junto al bidón, su camino estaría bloqueado. Wentik se apoyó en la pared del corredor para recobrar el aliento.
De nuevo se encontraba en una oscuridad incierta. No oía nada. ¿Qué pensaría hacer Astourde con la gasolina?
Y fue entonces que, a poca distancia, escuchó el apagado rugir del rifle; Astourde estaba disparando alocadamente. Otro disparo, y otro más.
Avanzó hasta la próxima puerta y, ya fatigado, la empujó con todas sus fuerzas. La puerta cedió y Wentik la cruzó tambaleante. Anduvo hasta la siguiente y empujó, pero sin resultado. Insistió, pero nada. ¿Astourde la habría obstruido?
Pero en ese instante recordó: ¡Era la última puerta!
Tiró de ella gustosamente y salió al rastrojal. Las únicas puertas del laberinto que se abrían tirando de ellas daban al exterior.
Una vez fuera, se detuvo. ¿Dónde estaría Astourde en ese momento?
Se acercó a un costado de la cabaña y pegó la oreja a la pared de madera. En alguna parte del interior el rifle volvió a disparar, el ruido apenas fue amortiguado por la delgada pared. Wentik acercó la boca a la pared y formó bocina con las manos.
—¡Astourde! ¡No dispare más ese rifle! ¡El lugar está lleno de gasolina!
—¡Lo encontré, Wentik! —replicó Astourde— ¡Sé que está aquí!
Otro disparo, y Astourde chilló.
Una repentina llamarada irrumpió a lo largo de la base del muro, y Wentik brincó hacia atrás. Las llamas asomaron por la puerta que acababa de cruzar. Una fuerte sacudida hizo que parte de la pared se desmoronara, y quedó en descubierto una sólida masa de fuego blanco.
Astourde volvió a chillar.
Wentik retrocedió aún más, su talón tropezó con algo que sobresalía del suelo y cayó sobre los rastrojos. Como pudo echó su cuerpo a rodar de costado para alejarse del laberinto.
En el interior del destartalado edificio, Astourde chilló una y otra vez, hasta que calló bruscamente. Nada, absolutamente nada que Wentik pudiera hacer. Se levantó a veinte metros de distancia y contempló el incendio, con el calor radiante amenazando ampollar su rostro.
Cuando el resto del laberinto empezó a arder y los tabiques de madera del interior se retorcieron y desmenuzaron con el calor, Wentik dio media vuelta y se puso a caminar lentamente hacia la cárcel.
A cincuenta metros de distancia, en un silencioso semicírculo, los demás hombres permanecían inmóviles, el infierno anaranjado de la noche reflejado en sus batas blancas.
La tarde siguiente, Wentik estuvo a solas en el viejo despacho de Astourde. Estudió los improvisados mapas de los que el hombre le había hablado.
Sólo había cuatro, y la información que Wentik pudo entresacar de ellos fue mínima.
El primero, supuestamente el de mayor valor, le dio una gran desilusión. Se trataba de un mapa a gran escala del Mato Grosso brasileño, y a juzgar por los círculos a bolígrafo que alguien había trazado en el mapa a pequeña escala de la totalidad del territorio de Brasil, era aproximadamente la parte de la jungla en que estaba situada la cárcel.
La escala era amplia; un centímetro representaba seiscientos metros, y sin embargo la información que se podía obtener era prácticamente nula. Era el tipo de mapa que sólo geógrafos o geólogos expertos consultan. Trazado evidentemente a partir de una fotografía de satélite, estaba cubierto de diversos símbolos que indicaban tipos de vegetación selvática, humedad y temperatura en diferentes épocas del año, curvas de nivel (muy espaciadas y tortuosas) y varios ríos y riachuelos. Aparte de eso, nada de nada.
Si la totalidad del Mato Grosso estaba registrada en mapas de tal escala (y así parecía ser, pues el mapa estaba numerado), era obvio entonces que habría miles y miles de cartas como ésa guardadas en algún polvoriento archivo de cierto edificio gubernamental.
Por un instante, Wentik quedó maravillado de la paciencia y determinación de los cartógrafos que habían elaborado la serie.
La segunda carta era un mapa político del continente sudamericano, con los límites actualizados de las naciones y todas las ciudades importantes. Wentik observó cuidadosamente los diminutos caracteres y logró ubicar Pôrto Velho. Por primera vez apreció el asombroso tamaño del continente y cuán introducido en su centro se encontraba él.
El tercer mapa de Astourde era más bien un plano. Mostraba en gran detalle el esquema de la Concentración en la Antártida. Wentik, que conocía el inmenso secreto con que se había construido la Concentración y las complejas medidas de seguridad tomadas antes de que alguna persona fuera trasladada allá, se sorprendió de nuevo ante la manifiesta facilidad con que Astourde pudo acceder a documentos como ése y a los medios para conseguir que él abandonara su trabajo.
El supuestamente último mapa era otro plano, pero diferente en la ocasión pues estaba toscamente trazado a lápiz. Mostraba una extensión amplia con la cárcel en su punto central. En el ángulo inferior derecho del papel se veían las iniciales C. V. A. ¿Qué significaría la V.?, se preguntó Wentik.
Astourde no demostraba mucha técnica cartográfica, si es que el dibujo le pertenecía, meditó Wentik. Según la escala aproximada indicada en la parte inferior, el diámetro de la extensión era de diez kilómetros. Suponiendo que fuera cierto, Astourde había dibujado la cárcel completamente fuera de escala. Y su sentido de orientación no era mejor. La parte delantera de la prisión, donde estaba situado el despacho, miraba al sur. El sol quedaba casi directamente sobre la cabeza al mediodía, aunque al norte. Y por alguna razón indeterminada Astourde había trazado la planta como un rectángulo alargado cuando más bien era un cuadrado. El poste de observación, para Wentik al noroeste de la cárcel, había sido dibujado cerca de la esquina superior derecha del edificio.
También advirtió Wentik con cierta curiosidad, que Astourde no había señalado el molino de viento, a cuatro o cinco kilómetros en dirección suroeste, por la que Musgrove y él habían llegado.
Intentó dar con la correcta ubicación del molino en el plano pero pronto desistió; era demasiado confuso, en parte por lo inexacto del dibujo de Astourde, aunque también porque desde su llegada a Brasil, Wentik no había conseguido sentirse demasiado seguro con la inversión norte/sur hemisférica.
En la Antártida había sido distinto. Allá la orientación era una sola: el norte.
El recuerdo del molino de viento le hizo darse cuenta por primera vez de que cuando él y Musgrove llegaron a la cárcel venían del suroeste. Sin embargo, Pôrto Velho se hallaba claramente al noroeste. La ruta por la que Musgrove lo trajo no había sido la más directa, reflexionó Wentik.
Intentó imaginar el plano de Astourde sobreimpreso en el mapa de la zona a gran escala y sin rasgos característicos. Le resultaba inverosímil que la vasta llanura de rastrojos que tan bien conocía ahora tuviera necesariamente que concordar con la espesa jungla que de algún modo representaba su época.
Recordó lo sucedido cuando Musgrove y él entraron en el distrito. Habían dado varios pasos antes de que Wentik notara que la jungla se había esfumado a su espalda. No lo había sido en realidad, por supuesto, pero había desaparecido en lo que entonces se convertía en pasado. ¿O era él quien se había esfumado en el futuro? Lleno de curiosidad, se preguntó qué habría sucedido si hubiera mirado hacia atrás en el instante que entraba en la zona... Una pierna en el pasado (o presente) y otra en el futuro (o presente). Observando en el mismo borde del distrito sería posible verlo muy claramente. Sin embargo no daba resultado a la inversa.
¿Qué ocurriría si, observando desde fuera, alguien que estuviera dentro avanzara directamente hacia la línea divisoria? ¿Se esfumaría, o regresaría al presente?
¿O qué...?
Wentik plegó los mapas y los puso en un cajón del escritorio. Sea como fuere, las observaciones que acababa de hacer no le sugerían salida alguna por el momento.
Como siempre, su principal preocupación era volver a lo que conocía como vida normal. Deseaba ver a su mujer y a sus hijos. Deseaba volver a su trabajo, especialmente ahora que la meta estaba casi a la vista. Y la muerte de Astourde exigía ser informada. Sin duda habría una investigación. Y con Musgrove lo mismo. El individuo había desaparecido y, por lo que Wentik sabía, ya no estaba en parte alguna cerca de la cárcel.
Su plan inmediato era, básicamente, regresar a Pôrto Velho.
Teniendo en cuenta su aislamiento en el Mato Grosso, llegar a la costa era imposible. Pôrto Velho no era nada espectacular como ciudad, pero tenía teléfonos y radio, y estaba situada junto al río Madeira. La pista de aterrizaje no era mucho más que un trozo de tierra desbrozado, pero al menos disponía de las facilidades para volar.
Este era el Pôrto Velho que Wentik había visto y era difícil, sin pruebas en contra, concebirlo de otro modo cualquiera. Si aceptaba lo que Musgrove y Astourde le habían explicado, que la cárcel existía en un estado del tiempo futuro, entonces cuando huyera a Pôrto Velho no sabría a ciencia cierta con qué iría a encontrarse.
De forma instintiva pensó que todo estaría tal como lo había dejado; que salir del distrito sería tan sencillo como entrar en él.
De modo que se disponía a volar hasta allá por la mañana.
Había averiguado que uno de los hombres, un tipo bajito y de tez blanca llamado Robbins, era el piloto del helicóptero, y que el aparato ya estaba dispuesto para volar una vez más. El y Robbins partirían el día siguiente. En caso de que llegaran ilesos a Pôrto Velho, Robbins volvería a la cárcel y recogería a los hombres restantes, mientras Wentik se dirigiría a la civilización.
Era un plan tosco, pero Wentik no podía hacer otra cosa.
Se levantó y salió al corredor.
Había un solo detalle más del lugar que deseaba dejar resuelto antes de la mañana: el objeto que había visto el día anterior desde la cúspide del poste. Una protuberancia de color claro en el muro de la cárcel, dispuesta con manifiesto capricho y sin finalidad. Había cierto rasgo vagamente familiar en la forma del objeto que el científico no había logrado definir...
La cárcel estaba en silencio, y aunque las celdas de los hombres se hallaban en esa parte del edificio, Wentik no escuchó un solo ruido. Quizá los ocupantes estuvieran durmiendo. Llegó a la escalera principal, bajó rápidamente y salió.
Hacía frío. Un viento desapacible soplaba en la pradera.
Wentik se estremeció, y se apretó la bata blanca al pecho. El cielo estaba despejado y las estrellas fulguraban. Inició la marcha por el contorno del edificio, hacia la esquina suroeste.
La permanente insistencia de Astourde en el trabajo del científico seguía siendo motivo de intriga para éste. Resultaba difícil entender qué relación tenía su trabajo con la situación actual, pero eso podía explicarse bien por falta de comprensión de Astourde en cuanto a lo que Wentik había hecho, o bien por algo que el trabajo del científico anticipaba.
Wentik meditó en el proceso de pensamiento de Astourde para relacionar las dos cosas. Era posible que hubiera tenido cierta instrucción científica. Sólo un poco, no demasiada. Su interés en el trabajo anterior de Wentik era anormal, aunque sólo fuera porque lo que él había estado haciendo tenía un misterioso interés académico. Por lo tanto Astourde debía de haberse hallado en cierta posición que le permitía acceso normal a los documentos que Wentik había publicado. De otro modo, ¿cómo pudo haber llegado a conocerlos?
Durante sus primeros días de trabajo para la Genex Corporation, Wentik había realizado una investigación sobre lo que podía ser denominado vagamente como la química de la cordura. Si tal descripción era imprecisa, resultaba entonces apropiada, puesto que el campo de Wentik no estaba relacionado realmente con la investigación del funcionamiento del cerebro humano. El científico había estado más interesado por los factores externos de la locura, cómo ciertas ideas o imágenes producían distorsiones en el pensamiento racional. Cómo incluso factores accidentales tales como ambiente o dieta podían afectar la cordura en último término. Su trabajo de aquella época había sido esencialmente exploratorio, sin objetivo concreto en perspectiva. No necesitaba gastar mucho dinero en su tarea, y disponía de recursos prácticamente ilimitados para los experimentos. La universidad inglesa a la que había estado vinculado no había podido facilitar tales recursos, y con una sensación de remordimiento transitorio, Wentik había volado a Minneápolis para un período de prueba de seis meses.
Si todo iba bien, su familia habría de seguirle al final de aquel período.
Los escasos documentos que Genex le habría permitido publicar habían sido los que llegaron a manos de Astourde. Pero si el difunto hubiera trabajado en algún campo mínimamente afín al de Wentik, habría dispuesto del suficiente cacumen científico para comprender que lo que se denominaba locura en términos generales no correspondía a una descripción científica.
Locura es una definición legal, no médica.
En el transcurso de aquella enigmática conversación con Johns, el individuo había dicho que Astourde 'culpaba' a Wentik de lo que sucedía allí. Tal cosa podía ser interpretada en el sentido de que por alguna finalidad personal incierta estaba allí, pese a que de hecho quien lo había traído con apoyo oficial fuera Astourde, tal vez para imponer algún tipo de castigo. ¿Explicaría eso el interrogatorio?
El factor más sorprendente era que aunque se diera por garantizado que Astourde había leído y entendido correctamente el trabajo de Wentik, y que su trabajo tenía una relación lógica con el distrito Planalto, entonces debía haber existido una muestra considerable de pensamiento deductivo para relacionar las dos cosas.
Wentik meneó la cabeza. No creía que Astourde fuera capaz de tal cosa. Por mucho que hubiera sabido de la investigación de Wentik para la Genex, no podía haber tenido concepción alguna de lo que el científico estaba haciendo en la Concentración.
Cuatro meses después de que Wentik hubiera empezado a trabajar en Minneápolis, representantes de un departamento de investigación gubernamental se habían dirigido a él y le habían ofrecido el puesto en la Antártida. Genex estuvo de acuerdo en dejarlo libre por el tiempo necesario, y el gobierno estaba ansioso por facilitarle los medios requeridos. Wentik no se quedó corto; exigió y recibió un laboratorio completo, un equipo de ayudantes muy entrenados y total independencia, y pocas semanas más tarde se encontró a doscientos metros bajo la capa de hielo de la Antártida.
La principal desventaja del asunto, desde el punto de vista de Wentik, era la prolongada separación de su familia. Pero su esposa lo había tomado con filosofía; ya resignada a seis meses de separación, la mujer había creído que un poco más no afectaba a la larga.
En la Concentración su trabajo había tomado un nuevo rumbo. En lugar de limitarse a experimentar con posibles causas que afectaran sobre la cordura, Wentik empezó a localizar agentes positivos.
Trabajando al principio con derivados de la escopolamina, Wentik había tratado de encontrar un paralelo químico con la obra de Pavlov. El fisiólogo ruso había dedicado su vida a la ciencia del adoctrinamiento, experimentando con perros de un modo tal que al cabo de una prolongada serie de estímulos los animales se comportaran de acuerdo con ciertas formas predeterminadas. El medio condicionante de Pavlov había sido la experiencia emotiva; luces intermitentes, shock eléctrico, inanición y otros tipos de intimidación. Sus métodos dieron resultado con el paso del tiempo, pero lo que Wentik deseaba era encontrar un atajo químico del proceso. Lo que tres meses de instrucción refleja podían enseñar a un perro o a una rata, Wentik lo redujo a tres días, en condiciones de laboratorio, mediante inyecciones intracorticales. Al cabo de unas semanas de trabajo, Wentik logró que en dos días las ratas de su laboratorio pasaran de sabandijas feroces y carnívoras a dóciles y zalameros animalitos.
Otras dos ratas, acondicionadas mediante los métodos de Pavlov, no mostraron progreso significativo desde el principio del experimento.
Pero por lo que a Wentik concernía, su trabajo se hallaba aún en las etapas preliminares. Para empezar, el compuesto se suministraba por inyección, y tanto N'Goko como él deseaban conseguir los efectos con sólidos o gases. Y la segunda complicación, con mucho la más grave, fue que si se suministraba la droga con la potencia que se requería para que actuara efectivamente, entonces, invariablemente, el sujeto moría poco después.
Aunque el mismo Wentik se había inyectado la droga, sabía que las cantidades que había recibido estaban lejos de ser tóxicas; pero de la misma forma, sabía que no eran suficientemente fuertes para afectarlo del modo pretendido.
De hecho se trataba de un método para aumentar la inteligencia humana, aunque si se administraba incorrectamente podía ser extremadamente peligroso. Un hombre que tomara el compuesto con la potencia adecuada perdería su identidad, se volvería amnésico, quizá retrocedería a un estado salvaje o bestial. Por otro lado, el mismo individuo sometido a los estímulos apropiados podría ser condicionado para una identidad enteramente nueva.
Era una novedad de potencial devastador y que, si Wentik hubiera podido terminar su trabajo, quizás habría alterado por completo los métodos existentes de detección criminal, adoctrinamiento político o enseñanza religiosa.
Pero no hubo medio por el que Astourde hubiese podido saberlo. En el tiempo que Wentik había estado en la Concentración no tuvo contacto con el mundo exterior aparte de una carta semanal a su esposa, y en esas cartas rara vez mencionaba su trabajo. Sólo N'Goko y el resto de sus ayudantes conocían las implicaciones del trabajo, pero estaban tan aislados en la Concentración como el mismo Wentik.
Astourde había dado a entender que la atmósfera del lugar estaba sembrada de algún modo con una droga o gas que inducía locura, y sin embargo ¿cómo pudo haber llegado a relacionar esto con Wentik? No encajaba. Las causas y efectos se estaban volviendo confusos. Wentik había sido conducido allí por Astourde porque se lo culpaba a él del estado del ambiente. Pero Astourde no pudo haber tenido medio seguro de saberlo hasta que el científico llegó.
Wentik había abordado la esquina del edificio, y se detuvo un instante. Creía que, en cierta forma, había un error enorme detrás de todo el asunto. Astourde había pagado por ello, suponiendo que las cosas fueran así, pero su muerte no podía representar el fin del asunto.
Siguió andando a lo largo del lado occidental de la cárcel, caminando con lentitud, escudriñando la pared por encima de su cabeza. Había menos aberturas en ese lado del muro que en otros puntos. La oscuridad y el silencio reinaban allí, el viento no llegaba. La luna, que estaba en su última fase, iluminaba el otro lado de la cárcel. Toda la cara del edificio que tenía enfrente se encontraba en sombras lóbregas.
Llegó a la siguiente esquina de la prisión sin ver nada y retrocedió, su primitiva curiosidad otra vez excitada. Aquella cosa estaba hacia la mitad de la pared.
Wentik se detuvo cuando una ligera protuberancia de la abrupta pared se notó tenuemente. Era fácil de pasar por alto en la oscuridad. Wentik se apretó contra la base del muro y alzó la mirada de modo que el objeto quedara perfilado en el cielo estrellado.
Había algo familiar en el objeto...
Buscó la linterna en los bolsillos de su bata, la sacó y la encendió. Se apartó del muro y dirigió el rayo hacia arriba.
El objeto, su presencia era demasiado obvia, su finalidad demasiado oscura, estaba ahí mismo a la luz del rayo que proyectaba.
Una oreja.
Una inmensa oreja humana que surgía de la pared, como la mano había brotado de la mesa.
Wentik apagó bruscamente la linterna, y retrocedió dos otros dos pasos, el corazón latiendo inexplicablemente más deprisa.
Hay un elemento aterrante en todo objeto natural que no aparece en el lugar adecuado. Wentik experimentó la fuerza de ello mientras permanecía en la oscuridad.
Una mano brotaba de una mesa, y una oreja de un muro. Un laberinto es construido con una compleja fórmula matemática, y sin embargo está alojado en una cabaña destartalada. Un funcionario de segunda me aterroriza, y un hombre intenta pilotar un helicóptero sin hélices. La tierra existe en un tiempo futuro, y sin embargo siento y creo por instinto que me hallo en el presente. La conducta irracional crea un modelo de reacción propio.
¿Qué más me hará este lugar?
Durante unos segundos la oreja del muro fue invisible, luego, conforme los ojos de Wentik fueron adaptándose a la oscuridad, pendió ante él, exasperantemente cerca pero no al alcance. Tal vez se hallara a tres metros y medio del suelo, siendo su tamaño de algo más de un metro de altura.
Volvió a encender la linterna, y experimentó una versión menor de su primer shock de comprensión.
Wentik iluminó la parte de pared inmediatamente próxima a la oreja. Había muy pocas ventanas en ese lado, y sería difícil localizarlo con precisión desde el interior de la cárcel. Wentik estimó que debía de hallarse en el segundo piso del edificio, quizás a cien metros de la esquina noroeste.
La misma curiosidad que había experimentado con la mano, surgida como resultado natural de su primera conmoción, lo llevó a averiguar lo que pudiera al respecto. Existía falta de lógica increíble en ciertos rasgos de la cárcel, aun cuando el edificio cuadrangular, solitario en una llanura estéril y rodeado por cientos de kilómetros cuadrados de rastrojos cortados al rape, era un escenario notablemente apto para una prisión.
...suponiendo que fuera ése el propósito original del edificio, concluyó Wentik la idea para sus adentros.
Con una última mirada a la oreja bien iluminada por su linterna, Wentik se encaminó otra vez hacia la cara sur de la cárcel, y la entrada principal. Sentía frío, francamente y sin atenuantes. Se movió con rapidez.
De nuevo en el interior del edificio, subió el tramo principal de escaleras y dobló la esquina del rellano del primer piso. Ahí había un corto corredor, y lo recorrió hasta el extremo. Una puerta metálica construida con pesadas barras obstruía el camino, pero Wentik la abrió de par en par.
Ahora tenía ante sí el largo pasillo del segundo piso del ala oeste.
Lo examinó, y a su izquierda quedó la serie de puertas de las celdas. Wentik sabía que las celdas, tanto en el piso superior como en el inferior, se hallaban a la derecha del corredor. El detalle constituía una asimetría de diseño que había confundido a Wentik en sus primeros días de vagabundeo por los pasillos.
En el lugar donde había emergido del corredor lateral se hallaba más cerca del extremo sur de la cárcel, por lo que Wentik atravesó el largo pasaje. Se detuvo a ratos y atisbó el interior de algunas de las celdas. El diseño mantenía uniformidad, en la mayoría de los casos. Esa sección de la cárcel no era la que Astourde y sus hombres habían elegido como cuarteles, y todo estaba prácticamente intacto. Las puertas de todas las celdas eran metálicas, provistas de atisbadero y cerradura manejable únicamente desde el exterior. Había dos cerrojos, superior e inferior, y una pesada cerradura embutida. Los goznes, placas de metal toscas y mal diseñadas, estaban en la parte externa de la puerta.
Dentro de las celdas solía haber una o dos literas, nunca más. Pocas celdas tenían acceso a la luz diurna, y en las que lo tenían, las ventanas eran pequeñas hojas de vidrio deslustrado protegidas con una o dos barras de acero. Al parecer había poca planificación en el diseño de las celdas. La única finalidad era un mínimo de espacio y un máximo de incomodidad.
Cuando Wentik estuvo a lo que estimó en cien metros del extremo opuesto del corredor, se detuvo. En algún punto cercano y en la pared externa se hallaba la oreja. Retrocedió unos metros y abrió la puerta de la celda más próxima. La habitación no era distinta a cualquiera del resto.
Recorrió lentamente el corredor, sabedor de que las puertas de las celdas estaban mucho más alejadas de lo que atestiguaba el espacio ocupado. ¿Qué había entre las celdas?
La sexta puerta que probó estaba muy encallada, no cerrada sino retenida como si el marco o la misma puerta se hubieran curvado. Pegó el hombro a la puerta y empujó con fuerza. La puerta chirrió y se abrió.
El interior estaba oscuro. A la derecha de la puerta, en la pared, encontró un interruptor. Se produjo una explosión de luz en la habitación, mucho más brillante que la iluminación de cualquier otra parte de la cárcel. Wentik entró, y examinó la celda.
Con dos excepciones, la celda era como todas las demás que había visto en la cárcel. Las paredes eran de metal pintado de color pardusco, el suelo de cemento estaba sin revestir y el único mobiliario lo constituía una dura litera pegada a una de las paredes.
Lo que hacía excepcional a esta celda era el tamaño —al menos la anchura doble de una celda normal— y la presencia de la máquina que se llevaba buena parte del espacio de la pared opuesta.
La máquina ocupaba toda la altura del muro, llegando hasta cinco centímetros del techo. Relucía tenuemente a la chillona luz de la bombilla, sus lados metálicos deslucidos hasta una intensidad mate. El lado frente a Wentik estaba casi falto de rasgos, simplemente una pared metálica negra.
El científico se acercó a la máquina y puso una mano encima. Para su sorpresa la notó cálida, y vibraba casi imperceptiblemente bajo la punta de los dedos de Wentik.
Se acercó un poco más y comprobó que apenas había espacio para que un hombre de talla mediana se apretara entre el aparato y la pared. Igual que la parte frontal, la lateral no contenía detalles externos notables.
Del mismo modo que había retrocedido ante la aparición de la oreja en la pared, Wentik se encontró rehuyendo de nuevo la aceptación del hecho. Por su mera impresión de funcionalidad, la máquina se convertía en una anomalía. Tanto se estaba acostumbrando a aspectos ilógicos y obviamente sin finalidad que su mente ya empezaba a repudiar lo que sólo unas semanas antes habría sido algo normal en su vida cotidiana y laboral.
¿Una computadora...? ¿Aquí?
Su mente aceptó de inmediato la explicación pese a que al mismo tiempo se negaba en parte a aceptarla.
Wentik retrocedió hasta la puerta de la celda, se apoyó en ella y contempló la máquina.
En la habitación brillantemente iluminada era un factor negativo. Una reticencia de diseño mecánico en contraste con la extrovertida monotonía del resto de la cárcel. Una construcción metálica elaborada lisamente, fuera de lugar en el ruinoso ambiente de la abandonada cárcel. Sin rasgos característicos y silenciosa. Oculta a la vista únicamente por su ubicación caprichosa. Sólida y simétrica, y deliberadamente en un ambiente de duda e irracionalismo.
Wentik se preguntó si Astourde habría conocido la existencia de la máquina.
Se acercó de nuevo al aparato, recordando que él mismo lo había descubierto sólo por azar. Su pista, la oreja del muro, había sido olvidada temporalmente ante la sorpresa del nuevo hallazgo.
Comprimió su cuerpo en el costado derecho de la computadora, entre ésta y la pared de la celda. Al llegar a la pared trasera, la que daba directamente al exterior de la cárcel, Wentik se detuvo. En el reducido espacio resultaba difícil mover la cabeza. Se echó un poco hacia atrás, aflojó los hombros en ángulo con respecto a la pared, y estiró el cuello.
Entre la envoltura de la computadora y la pared había un espacio de algo más de un metro. Wentik se retorció en el rincón y se irguió en ese espacio. Ahí la oscuridad era algo mayor que en el resto de la celda, pues no recibía luz directa de la bombilla del centro del techo.
En ese lado de la computadora había una amplia gama de cuadrantes y medidores. Wentik los atisbó con interés, pero no pudo reconocer ninguno. Junto a ellos había una hilera de interruptores de palanca, todos en la posición 'down', y al extremo de ellos había una muesca parecida a una estrella de tres puntas cortada en la pared de la máquina con otro interruptor de palanca que descansaba en la posición neutral.
En la parte superior de la máquina, aproximadamente al nivel de la frente de Wentik, había un enrejado de ventilación. En algún punto detrás del enrejado funcionaba un silencioso ventilador, puesto que Wentik sintió un suave flujo de aire que entraba por la reja al pasar la mano por delante.
Pero la característica más acusada allí era una disposición de palancas, una que salía del costado de la computadora y otra de la pared, y que se unían en el vértice en el espacio intermedio como dos manos agarradas en una prueba de fuerza. El punto en que se encontraban se hallaba a bastante altura sobre el suelo, ambas palancas de aproximadamente setenta y cinco centímetros de largo desde la pared y desde la computadora respectivamente, en un ángulo de sesenta grados con la perpendicular. Wentik podía moverse debajo del punto de contacto sin agacharse.
¿Acaso la palanca externa conectaba de algún modo con la inmensa oreja de la pared exterior?
Wentik estiró el brazo y tocó la articulación de bola en el lugar donde las dos palancas se unían. Estaban férreamente entrelazadas, pero un indicador sobre el lado de la máquina oscilaba misteriosamente. Wentik tocó la palanca interna cerca del punto donde desaparecía en el cuerpo del aparato, y otros indicadores diversos se movieron bruscamente.
Eligió al azar uno de los interruptores de palanca y lo movió hacia arriba rápidamente. Nada sucedió, al parecer. Ninguno de los indicadores se movió, ningún sonido pudo oírse. Seleccionó otro interruptor, que tampoco produjo respuesta.
¿Estaría la máquina en funcionamiento? Suponiendo que sí, ¿tenían alguna función los interruptores? Wentik se agachó, pero no vio inscripciones en lugares cercanos a los interruptores que pudieran dar cierta idea de su función. Su atención cambió al interruptor dentro de la ranura de tres posiciones.
Cuando sus dedos lo tocaron, descubrió que se movía con facilidad. Lo movió directamente hacia arriba, y vio que un pequeño panel cercano se iluminaba. Miró con atención y vio encendidas las letras 'AA'. Bajó de nuevo el interruptor, y las letras desaparecieron. Movió la palanca hacia abajo y a la derecha, y en otro panel se encendió la letra 'A'. Volvió a la posición original y la letra se apagó.
Al mover el interruptor hacia abajo y a la izquierda, dos cosas distintas ocurrieron. Un panel se iluminó con las letras 'BB' y algo dentro del armario de la máquina y al otro lado del arco de palancas produjo un ruido de silbido agudo. Al cabo de cinco segundos cesó. El panel siguió resplandeciendo.
Wentik empujó el interruptor al punto central, y las letras desaparecieron.
Pasó bajo las dos palancas y observó atentamente la máquina en el punto donde había surgido el ruido.
Casi en el borde superior distinguió una diminuta placa metálica de registro, sujeta al armario de la computadora con un remache de cabeza plana. Lo hizo girar a un lado, y encontró un pequeño compartimiento. En el interior había una larga tira de cable.
Al ver que el extremo había sido separado en dos ramales de punta muy fina, tiró del cable con todo cuidado, lo examinó con atención, pero no observó nada que pudiera haber producido el ruido.
Dejó el cable colgando sobre el costado de la máquina, y volvió con el interruptor. Lo bajó hacia la izquierda, el panel se iluminó, y de nuevo resonó el silbido, esta vez mucho más fuerte. Acercó la oreja a los extremos del cable, y descubrió que el sonido parecía surgir de un punto en algún lugar entre los dos ramales. Estaba a punto de tocar el cable cuando el ruido cesó de repente.
Extendió la mano para mover otra vez el interruptor, pero algo le advirtió que fuera cuidadoso. Volvió a mirar el cable, a continuación lo puso de nuevo en el compartimiento.
Había otra placa metálica cerca de la tapa y Wentik la examinó, forzando los ojos en la mortecina luz.
En la placa grabada se leía:
Companhía Nacional, VOLTA REDONDA
Direct Power Corp SA 2184
Int Pat 41. 463960412 TM Reg'd
S/N GH 4789 Mod 2001
Al cabo de algunos minutos más, en los que Wentik volvió a examinar los diversos indicadores e interruptores, el científico retrocedió encogido junto al costado de la máquina y salió a la parte principal de la celda. Observó el silencioso aparato. El aura de poder contenido y energía desatada de la computadora era tremenda.
Wentik se acercó a la puerta, puso la mano sobre el interruptor de la luz, y contempló la celda una vez más.
Y vio el objeto por primera vez.
En el centro del suelo, aplastado descuidadamente por un tacón en el cemento, estaba la colilla de un cigarrillo de papel negro.
La mañana siguiente Wentik partió en el helicóptero hacia Pôrto Velho. Con él y el piloto iba Johns. Los tres hombres tomaron asiento apretujados en la cabina cubierta de perspex, y como el sol daba directamente sobre ellos, se quitaron las chaquetas y quedaron únicamente con la camisa puesta.
El piloto, Robbins, había elevado el aparato a seiscientos metros, rodeado la cárcel y después, a indicación de Wentik, volado en dirección noroeste hacia Pôrto Velho.
La llanura, debajo, ofrecía el mismo aspecto monótono desde el aire que desde el suelo; un rastrojal muerto, falto de vida.
—¿Qué distancia hemos recorrido? —gritó Wentik a Robbins por encima del estruendo.
El piloto se encogió de hombros.
—Unos cinco kilómetros, señor —dijo Johns.
Wentik asintió y miró en la dirección que llevaban. Desde esa altura el alcance de la visibilidad era de varios kilómetros, probablemente, con la salvedad de que aquel día había muchas calinas a causa del calor.
Un nuevo pensamiento sobrecogió a Wentik, y se preguntó por qué no se le había ocurrido antes. Supuesto que una gran zona de la jungla hubiera sido despejada, ¿ejercería esto un efecto climático a largo plazo? Por lo que él recordaba, esa parte de Brasil era una de las regiones más húmedas del mundo. Sin embargo la lluvia en la cárcel era esporádica, a veces por la noche, o bien a primeras horas de la mañana. (Antes de despegar aquella mañana, habían tenido que aguardar una hora antes de partir.) Por lo general el cielo estaba despejado y azul, el sol ardiente, la mayor parte del día. ¿Acaso la ausencia de vegetación selvática importaba en la formación de nubes, y de ahí en la lluvia?
En segundo lugar, la mera tarea física de despejar una zona de jungla de ese tamaño estaba fuera de la concepción de Wentik.
Y a medida que el vuelo avanzaba sobre la llanura que no ofrecía indicio alguno de revertir a su condición normal, tanto más daba la impresión de que el destino no iba a ser el que se habían propuesto.
Johns tocó el brazo de Wentik, y señaló hacia abajo a través del perspex. Vagamente veladas por la calina aparecían cuatro construcciones cúbicas de color negro. Wentik estiró el cuello pero no distinguió un solo rasgo que indicara la índole de tales construcciones.
—¿Qué son? —gritó. —No tengo idea —replicó Johns.
El piloto siguió el vuelo. Wentik miraba abajo ansiosamente. —¿Quiere que aterrice, señor? —inquirió el piloto. —No. Siga adelante. Pero baje el aparato a ciento cincuenta metros.
El piloto obedeció, y Wentik contempló los objetos mientras descendían. Desde aquella elevación resultaba muy difícil estimar correctamente el tamaño. No obstante, Wentik lo evaluó entre cinco y diez metros de ancho por unos quince de largo. ¿Estarían relacionados de algún modo con la creación del distrito Planalto?
Siguieron volando de manera regular, con la temperatura de la cabina en lento ascenso. El calor ya se estaba volviendo francamente desagradable, pese a que llevaban todas las aberturas y portillas abiertas. El calor del motor, montado en el compartimiento detrás del asiento de Wentik, No hacía nada para que las condiciones en la cabina mejoraran.
De pronto la superficie del terreno cambió marcadamente. Aparecieron arbustos, y la hierba de la sabana, reducida a rastrojos en cualquier otro punto, crecía lujuriosa y desenfrenadamente debajo de los viajeros. Los árboles se mostraban a intervalos, y la maleza se hizo densa y enmarañada.
Siguieron volando otros diez minutos y la arboleda fue espesándose gradualmente hasta ser una jungla genuina. Wentik la miró con un sentimiento de indiferente gratitud. Siendo hostil como era, la jungla representaba para él un contacto con la normalidad que necesitaba urgentemente.
—¿A qué distancia estamos de la cárcel ahora? —preguntó a Johns, que examinaba el mapa que Wentik le había dado.
—Poco más de seiscientos kilómetros —dijo.
—¿Cuál es el radio de acción del helicóptero?
—Llegaremos ahí —dijo el piloto.
Wentik asintió. Volvió a observar la jungla. El bosque tropical brasileño tendría probablemente el mismo aspecto en cualquier lugar que hubiera por delante. Entonces..., ¿se hallaban ya en lo que conocían como el presente? ¿O seguían todavía en la época del distrito Planalto? No había forma de saberlo.
—Ascienda —pidió Wentik al piloto.
Robbins lo miró con expresión de asombro. Johns también lo miró.
—¿Ascender, señor?
—Exacto. Tan alto como este aparato permita. Tenemos suficiente combustible.
Obedientemente, el piloto tiró de la barra de mando, y el ruido del compresor aumentó. El aparato empezó a subir sin esfuerzo, con una pérdida de velocidad que de pronto Wentik consideró vivificante. Se recostó en el asiento, y contempló el suelo. El detalle de la vegetación empezó a desvanecerse con la calina, y formó una alfombra uniforme de color verde oscuro.
Mientras el aparato subía, Wentik recordó un incidente de su juventud, cuando pasó dos semanas de vacaciones planeando en la llanura de Kent. Se había elevado en compañía de un piloto experto en un moderno planeador de competición, para comprobar personalmente la diferencia entre eso y el vuelo a motor al que estaba más acostumbrado. Volaron toda la tarde sobre pueblos, campos y carreteras de la campiña. En un momento dado encontraron un muro térmico sobre un campo recientemente arado que destellaba al sol, y ascendieron suave y silenciosamente en una espiral cada vez más amplia hasta tres mil metros. La paz de aquel primer vuelo prolongado, y su efecto de libertad del ruido de la vida de Londres, quedó en el recuerdo de Wentik durante muchos años después, y ahora pensaba en ello de nuevo mientras ascendía en un aparato incómodo y ruidoso, sobre un paisaje extraño y ominoso.
—¿Para qué quiere hacer esto? —le dijo Johns, rompiendo su ensueño.
Wentik lo miró, pero no dijo nada.
En realidad no tenía idea de la razón que había tras de su orden. En todo caso, se trataba de la impresión subconsciente de que si conseguían ascender tan alto y tan lejos, y quizá tan deprisa como pudieran, lograrían de algún modo escalar la barrera invisible que circundaba con bastante amplitud la cárcel. Esta barrera lo mantenía apartado de su familia y su trabajo, de la civilización y, lo que tal vez más sutilmente echaba de menos, su propia época. Porque ahora estaba experimentando, mucho más que nunca, la convicción de que lo que su intelecto había tratado de racionalizar con insistencia durante dos semanas, y que ahora todo su cuerpo sentía, era un hecho.
Se hallaba en alguna parte del futuro.
Y era éste el único modo que le permitiría ver una ruta de regreso. Si el enfoque racional era defectuoso, el procedimiento tenía que ser irracional. Sube al cielo y consigue algo. Pues sino, quédate en tierra y consigue... nada.
—¡Estamos pasando de tres mil metros, señor! —gritó el piloto.
—Eso bastará —dijo Wentik.
Era una buena altura para volar.
Una vez más el vehículo aéreo siguió un curso recto. Wentik observó agudamente a través de la portilla de perspex.
A su lado, Johns parecía aburrido y distraído. El piloto estaba alerta, las manos descansando ligeramente sobre los mandos.
Wentik observaba la superficie del terreno. Llevaban en el aire casi media hora, y en ese tiempo no había visto rastros de habitación humana. Desde esa altura no era posible distinguir detalle alguno en la jungla, sin embargo Wentik mantenía la mirada hacia abajo con la esperanza de encontrar un poblado donde aterrizar.
Se produjo un súbito rugido, y el helicóptero osciló en su vuelo.
Las manos del piloto se aferraron a los mandos, y el eufórico zumbido del motor estalló en un gruñido de potencia, pero pronto se moderó. El aparato se estabilizó.
Wentik observó el cielo. ¿Qué había pasado?
El rugido se produjo de nuevo, esta vez venía de abajo.
Un avión de reacción volaba velozmente debajo de ellos, ladeándose bruscamente a la derecha y acelerando con fuerza. Wentik vio la brillante estocada de los quemadores auxiliares en la descarga del chorro. Pero el avión se había desplazado a demasiada velocidad como para haber podido identificarlo. Ya estaba fuera de la vista.
—¿Lo ha reconocido? —gritó Johns, que se había echado hacia adelante con el rostro alerta.
—No. Era demasiado rápido.
En ese preciso momento el jet apareció delante, y emprendió un rumbo de colisión directamente hacia ellos. Robbins mantuvo estabilizado el helicóptero, y el jet descendió por debajo del aparato en el último instante.
—¡... el muy bastardo! —maldijo Johns—. ¿Qué es?
—Creo que es un jet como el que fotografió Astourde —dijo Wentik.
El avión había virado de nuevo y volaba hacia ellos a babor. Se produjo un brillante destello, y algo estalló justo frente al helicóptero. La explosión estremeció a los tres hombres, y atravesaron la nube de humo negro antes de que tuvieran oportunidad de evitarla.
El antiquísimo aviso. Inequívoco en su significado. Alto.
—Creo que quiere que nos paremos.
—De acuerdo.
El piloto levantó la nariz del aparato, y ajustó la velocidad del motor hasta que cesaron de avanzar.
—¿Ahora, qué...? —murmuró Johns. —Aguardar y observar.
Wentik miró a su alrededor intentando vislumbrar el jet, pero el avión se había alejado a toda velocidad otra vez y no pudo verlo en ninguna parte. El piloto mantuvo estabilizado el helicóptero.
—¡Ahí está! ¡Justo delante! —dijo Johns.
Wentik vio el jet de pronto como una partícula de luz dorada. Venía otra vez directamente hacia ellos, siguiendo un curso de colisión.
—Mantenga firme el aparato —dijo a Robbins.
Al parecer, el avión se movía con más lentitud que antes. A cien metros del helicóptero su proa se alzó, y hubo una rociada de gases de escape surgentes de un grupo de eyectores para despegue y aterrizaje vertical montados en su panza. Deslizándose con un curioso movimiento entró en pérdida y se detuvo delante del helicóptero, y quedó suspendido a no más de seis metros de la cabina.
Al observar al piloto, Wentik notó que el individuo sudaba. Johns había cerrado los ojos.
—¿Qué hago ahora, señor? —dijo Robbins.
—Esté listo para actuar deprisa —dijo Wentik—. Pero siga así mientras tanto.
El avión de despegue y aterrizaje vertical se movía lentamente de un lado a otro delante de ellos, el ruido de sus motores hacía que la cubierta de la cabina resonara y vibrara. Tal como Wentik había visto en la fotografía que Astourde le mostrara, el jet no tenía una cabina propiamente tal, aparte de los paneles de vidrio dispuestos al mismo nivel en los laterales de la sección frontal del fuselaje. Detrás de todos los paneles Wentik pudo distinguir vagamente la figura de un hombre.
De manera casi imperceptible, el avión se fue acercando y su movimiento de oscilación se volvió más pronunciado. Wentik se extrañó. Era como si los hombres que hubiera dentro trataran de transmitir algún mensaje.
Examinó atentamente el aparato que se acercaba hacia ellos arrastrándose. Estaba pintado de un blanco brillante, con las alas-delta de ángulo diédrico negativo pulidas en un acabado sumamente metálico. En conjunto era inmenso, probablemente de doce o quince metros de largo. Sus alas eran cortas y gruesas, con una envergadura de no más de tres metros en cada lado, aunque se extendían tres cuartas partes de la longitud del fuselaje. Al parecer no había superficies móviles en las alas, pero aparte de eso la forma general era típica.
Uno de los hombres del avión sostenía un micrófono u otro aparato de similar finalidad, y hablaba ante él. Tan cercanos estaban ya los dos vehículos que Wentik podía ver con claridad el movimiento de los labios del individuo. Buscó referencias en el costado de la nave, pero no encontró nada que pareciera tener especial relevancia. Bajo el borde delantero de una de las alas había un conjunto de letras, pero el ángulo le impedía descifrarlo. En la parte interna de la otra ala las letras TNZ habían sido estarcidas en caracteres negros y destacados, y varios paneles a lo largo de la sección delantera del fuselaje tenían pintados algo que parecía instrucciones, mas de nuevo Wentik fue incapaz de distinguir qué decían.
El aparato no contenía armamento visible, aunque tanques laterales que semejaban gruesos proyectiles blancos estaban suspendidos cerca del fuselaje.
La nariz del avión de despegue y aterrizaje vertical se hallaba a menos de tres metros del helicóptero cuando se echó hacia atrás velozmente, y al llegar a una distancia de diez metros volvió a avanzar, balanceándose como antes delante de los tres hombres. Luego retrocedió, y repitió la maniobra.
De repente, Wentik comprendió qué pretendían comunicar los ocupantes del avión.
—¡Creo que quieren que regresemos! —gritó a Robbins en medio del doble estruendo de los motores.
—¿Qué? ¿Volver a la cárcel? —preguntó Johns.
—Me temo que sea eso.
—Pero si les obedecemos no tendremos suficiente combustible para llegar a Pôrto Velho en otra ocasión.
—No creo que la decisión recaiga ya sobre nosotros.
Robbins hizo girar la barra de mando, y el helicóptero descendió hacia la derecha. El piloto maniobró para un amplio viraje de ciento ochenta grados, mientras el jet mantenía su posición por encima y detrás del helicóptero.
Una vez iniciado el largo y tambaleante descenso hacia la llanura y la cárcel, el jet siguió al helicóptero a una distancia discreta.
Robbins hizo aterrizar el helicóptero junto a la entrada principal de la cárcel. Era mediodía.
Al cabo de tres minutos, el avión de despegue y aterrizaje vertical aterrizó a veinte metros de distancia, en tanto que Wentik y los otros dos se sentaban en el rastrojal a la sombra del helicóptero.
Dos individuos que portaban caretas e intrincados cilindros de gas se acercaron trabajosamente. Se detuvieron y contemplaron a los tres hombres.
El más alto de los dos levantó su careta.
—Es ése —dijo, señalando a Wentik.
El otro individuo avanzó con rapidez, sosteniendo una especie de tubo metálico. Antes de que pudiera hacer un solo movimiento para resistirse, Wentik recibió un repentino chorro de vapor amarillo disparado por la mano del hombre. El gas era amargo, y el científico inhaló un poco antes de alcanzar a contener la respiración. Una ola de calor brotó de su nuca, dio la vuelta y llegó a su cara y ojos. Mientras su conciencia desaparecía rápidamente, Wentik se encontró mirando irresistiblemente el rostro risueño y sarcástico del individuo que se había quitado la careta.
Era Musgrove.