El Gran Rey estaba sentado en la cama. Había oído un ruido más allá de las cortinas.
Cassandane, la reina, se agitó imperceptiblemente. Una mano delicada le tocó la cara.
—¿Qué es, sol de mi cielo? —preguntó.
—No lo sé. —Buscó a tientas la espada que siempre tenía bajo la almohada—. Nada.
La palma se deslizó hasta el pecho.
—No, es mucho —susurró ella, agitada de pronto—. Tu corazón resuena como un tambor de guerra.
—Quédate aquí. —Abrió las cortinas y salió.
La luz de la luna penetraba desde un cielo profundamente púrpura, por una ventana arqueada que llegaba hasta el suelo. Se reflejaba casi cegadora en un espejo de bronce. Notaba el aire frío sobre la piel desnuda.
Una cosa de metal oscuro, cuyo jinete sostenía por un manillar mientras tocaba los controles, se deslizó como otra sombra. Aterrizó sin sonido sobre la alfombra y el jinete bajó. Era un hombre grande con túnica y casco griego.
—Keith —dijo.
—¡Manse! —Denison avanzó hacia la luz de la luna—. ¡Has venido!
—No me digas —respondió Everard con sarcasmo—. ¿Crees que alguien nos oirá? No creo que me hayan visto. Me he materializado directamente sobre el tejado y flotado en antigravedad.
—Hay guardias justo al otro lado de la puerta —dijo Denison—, pero no entrarán a menos que toque el gong o grite.
—Bien. Ponte algo de ropa.
Denison bajó la espada. Permaneció envarado un instante, luego sonrió.
—¿Has encontrado una forma?
—Quizá. Quizá. —Everard apartó la vista del otro hombre, tamborileó con los dedos sobre el panel de control—. Mira, Keith —dijo al fin—. Tengo una idea que podría funcionar. Necesitaré tu ayuda para ponerla en práctica. Si sale bien, podrás volver a casa. La oficina central aceptará un fait accompli y no prestará atención al incumplimiento de las reglas. Pero si sale mal, tendrás que regresar a esta misma noche y vivir tu vida como Ciro. ¿Podrás hacerlo?
Denison se estremeció con algo más que un escalofrío. En voz muy baja dijo:
—Creo que sí.
—Yo soy más fuerte que tú —dijo Everard con brusquedad—, y tendré la única arma. Si es necesario, te obligaré a venir aquí. Por favor, que no tenga que ser así.
Denison inspiró profundamente.
—No será necesario.
—Entonces esperemos que las nornas cooperen. Vamos, vístete. Te lo explicaré por el camino. Dale un beso de despedida a este año y confía en que no sea «hasta luego»… porque si mi idea sale bien, ni tú ni nadie volverá a verlo.
Denison, que medio se había vuelto hacia la ropa tirada en una esquina para que un esclavo la cambiase antes del amanecer, se detuvo.
—¿Qué? —preguntó.
—Vamos a intentar reescribir la historia —dijo Everard—. O quizá restaurar la historia que estaba aquí en primer lugar. No lo sé. ¡Vamos, sube!
—Pero…
—¡Rápido, hombre, rápido! ¿No comprendes que he vuelto el mismo día en que te dejé, que en estos momentos me estoy arrastrando por las montañas con una pierna abierta, sólo para ahorrarte ese tiempo extra? ¡Muévete!
Denison tomó una decisión. Tenía el rostro entre tinieblas, pero habló en voz baja y con claridad:
—Tengo un adiós personal que dar.
¿Qué?
—A Cassandane. Ha sido mi mujer, por Dios, ¡catorce años! Me ha dado tres hijos y, en una ocasión, cuando los medos estaban a las puertas, ella guió a las mujeres de Pasargada para animarnos y ganamos… Dame cinco minutos, Manse.
—Vale, vale. Aunque necesitarás más de cinco minutos para enviar a un eunuco a su habitación y…
—Está aquí.
Denison se perdió tras las cortinas.
Everard permaneció un momento anonadado.
Esperabas que viniese por ti esta noche —pensó—, y esperabas que pudiese llevarte de nuevo con Cynthia. Así que mandaste llamar a Cassandane.
Y luego, cuando los dedos empezaban a dolerle de agarrar con tanta fuerza el mango de la espada: Oh, cállate, Everard, granuja pagado de ti mismo y petulante.
Al fin Denison regresó. No habló mientras se ponía la ropa y montaba en el asiento trasero del saltador. Everard saltó en el espacio, una transición instantánea; la habitación se desvaneció y la luz de la luna inundaba las colinas allá abajo. Un viento frío corrió alrededor de los hombres en el cielo.
—Ahora a Ecbatana. —Everard encendió la luz del panel y ajustó los controles según una nota garabateada en la libreta del piloto.
—Ec… Oh, ¿te refieres a Hagmatan? ¿La vieja capital meda? —Denison sonaba asombrado—. Pero ahora no es más que una residencia de verano.
—Me refiero a Ecbatana hace treinta y seis años —dijo Everard. —¿Eh?
—Mira, todos los historiadores científicos del futuro están convencidos de que la historia de la infancia de Ciro, tal y como la relatan Heródoto y los persas, es pura fábula. Bien, quizá siempre tuvieron razón. Quizá tus experiencias han sido uno de esos pequeños fallos del espacio-tiempo que la Patrulla intenta eliminar.
—Comprendo —dijo Denison lentamente.
—Supongo que estuviste a menudo en la corte de Astiages cuando eras su vasallo. Vale, me guiarás. Queremos al tipo a solas, preferiblemente de noche.
—Dieciséis años es mucho tiempo —dijo Denison.
—¿Mm?
—Si de todas formas intentas cambiar el pasado, ¿por qué usarme en ese punto? Ven a mí cuando haya sido Ciro sólo durante un año, lo suficiente para estar familiarizado con Ecbatana pero…
—Lo siento, no. No me atrevo. Ya nos estamos moviendo muy de cerca. Dios sabe qué bucle secundario en las líneas del tiempo podría producir algo así. Incluso si saliese bien, la Patrulla nos enviaría a los dos al planeta de exilio por arriesgarnos de esa forma.
—Bien… sí, te entiendo.
—Además —dijo Everard—, no eres de los que se suicidan. ¿Realmente querrías que tu yo, en este instante, no existiese? Piensa durante un minuto lo que eso implica exactamente.
Completó los ajustes. A su espalda Denison se estremeció.
—¡Mitra! —exclamó—. Tienes razón. No hablemos más de ello.
—Ahí vamos, entonces. —Everard pulsó el interruptor principal.
Flotó sobre una ciudad de planta desconocida. Aunque también era una noche iluminada por la luna, la ciudad era una mancha oscura a los ojos. Metió la mano en las alforjas.
—Toma —dijo—. Ponte este disfraz. Hice que los chicos del periodo medio de Mohenjo-Daro lo ajustasen a mis especificaciones. La situación es tal que ellos mismos a menudo necesitan este tipo de disfraz.
El aire silbó mientras el saltador iba hacia tierra. Denison pasó un brazo más allá de Everard para señalar.
—Ése es el palacio. El dormitorio real está en el ala este…
Era un edificio más pesado y menos grácil que el sucesor persa en Pasargada. Everard entrevió un par de toros alados blancos en el jardín de otoño, heredados de los asirios. Comprendió que las ventanas que tenía enfrente eran demasiado estrechas para entrar, soltó un juramento y se dirigió a la puerta más cercana. Un par de guardias montados levantaron la vista, vieron lo que venía y gritaron. Los caballos relincharon y los arrojaron al suelo. La máquina de Everard destrozó la puerta. Un milagro más no iba a afectar a la historia, especialmente cuando en esas cosas se creía tan devotamente como en las píldoras de vitaminas en casa, y posiblemente con más razón. Las lámparas lo guiaron por un pasillo donde los esclavos y guardias gemían de terror. En el dormitorio real sacó la espada y golpeó con el pomo.
—Ocúpate tú, Keith —dijo—. Tú conoces la versión meda del ario.
—¡Abre, Astiages! —rugió Denison—. ¡Abre a los mensajeros de Ahura-Mazda!
Para sorpresa de Everard, el hombre obedeció. Astiages era tan valiente como su gente. Pero cuando el rey —una persona rechoncha de mediana edad y rostro duro— vio dos seres de toga luminosa con halos en la cabeza y alas de luz a la espalda, sentados sobre un trono de hierro que flotaba en el aire, se postró.
Everard oyó a Denison rugir en el mejor estilo de predicador, usando un dialecto que apenas podía entender:
—¡Oh, infame vasija de iniquidad, la ira del cielo ha caído sobre ti! ¿Creías que tu menor pensamiento, aunque oculto en las tinieblas de donde nació, podía quedar oculto al Ojo del Día? ¿Creías que el todopoderoso Ahura-Mazda permitiría un acto tan terrible como el que tramas…?
Everard no escuchó. Se perdió en sus propios pensamientos: Harpagus se encontraba probablemente en algún punto de esa misma ciudad, lleno de juventud y todavía sin la carga de la culpa. Ahora ya no tendría que soportarla. Nunca tendería a un bebé sobre una montaña y se apoyaría en su lanza mientras lloraba, se estremecía y finalmente se quedaba quieto. En el futuro se rebelaría, por sus propias razones, y se convertiría en el quiliarca de Ciro, pero no moriría en los brazos de su enemigo en un bosque maldito; y a un cierto persa, cuyo nombre Everard no conocía, también se le evitaría una espada griega y una lenta caída en el vacío.
Pero el recuerdo de los dos hombres que maté esta impreso en las células de mi cerebro: tengo una delgada cicatriz blanca en la pierna; Keith Denison tiene cuarenta y siete años y ha aprendido a pensar como un rey.
—… Descubre, Astiages, que ese niño Ciro tiene el favor del cielo. Y el cielo es misericordioso: se te ha advertido que si manchas tu alma con esa sangre inocente, ese pecado nunca podrá ser lavado. ¡Permite que Ciro crezca en Anzán, o arde por siempre con Ahriman! ¡Mitra ha hablado!
Astiages se arrastró dando golpes con la cabeza en el suelo. —Vámonos —dijo Denison en inglés.
Everard saltó a las colinas persas, treinta y seis años en el futuro. La luz de la luna caía sobre los cedros cerca de una carretera y una corriente. Hacía frío y aullaba un lobo.
Hizo aterrizar el saltador, bajó y empezó a quitarse el disfraz. El rostro barbudo de Denison salió de la máscara, con la extrañeza escrita en él.
—Me pregunto —dijo. Su voz casi se perdió en el silencio bajo las montañas—. Me pregunto si no habremos asustado demasiado a Astiages. La historia registra que le dio a Ciro tres años de lucha cuando los persas se rebelaron.
Siempre podemos ir al comienzo de la guerra y darle una visión animándole a resistir —dijo Everard, luchando por ser práctico; porque le rodeaban los fantasmas—. Pero no creo que sea necesario. Apartará las manos del príncipe, pero cuando un vasallo se rebele… bueno, estará tan enloquecido como para dejar a un lado lo que para entonces le parecerá un sueño. Además, sus propios nobles, con intereses medos, no le permitirían rendirse. Pero comprobémoslo. ¿No encabeza el rey una procesión en el festival del solsticio de invierno? —Sí. Vamos. Rápido.
Y el sol ardía sobre ellos, en lo alto de Pasargada. Dejaron la máquina oculta y caminaron a pie, dos viajeros más en la corriente que venía a celebrar el nacimiento de Mitra. Por el camino, preguntaron qué había sucedido, explicando que llevaban mucho tiempo fuera. Las respuestas fueron satisfactorias, incluso en pequeños detalles que la memoria de Denison recordaba pero que las crónicas no mencionaban.
Finalmente estaban de pie bajo un cielo azul escarcha, entre miles de personas, y saludaron cuando Ciro el Grande pasó cabalgando con sus principales cortesanos, Kobad, Creso y Harpagus, y le siguió el orgullo, la pompa y el sacerdocio de Persia.
—Es más joven de lo que yo era —susurró Denison—. Tendría que serlo, supongo. Y un poco más pequeño… un rostro completamente diferente, ¿no?… pero valdrá.
—¿Quieres quedarte para la diversión? —preguntó Everard.
Denison se cerró la capa. El aire era frío.
—No —dijo—. Volvamos. Ha pasado mucho tiempo. Incluso si nunca sucedió.
—Aja. —Everard se sentía más solemne de lo que debería sentirse un rescatador victorioso—. Nunca sucedió.