5

No mucho después de la salida del sol, las tropas ocuparon la plaza y llamaron a gritos a Meandro de Atenas. Everard dejó el desayuno para salir y se encontró frente a un semental gris levantando la vista hasta el rostro oscuro y peludo de halcón de un capitán de la guardia, conocida como los Inmortales. Los hombres formaban un fondo de caballos inquietos, capas y plumas al viento, metal tintineando y cuero gimiendo, con el sol recién salido reluciendo sobre el metal pulido.

—Ha sido convocado por el quiliarca —dijo el oficial. El título que había usado era realmente persa: comandante de la guardia y gran visir del Imperio.

Everard permaneció quieto un momento, sopesando la situación. Se le tensaron los músculos. No era una invitación cordial. Pero no podía excusarse argumentando una cita anterior.

—Escucho y obedezco —dijo—. Dejadme coger un pequeño regalo de mi equipaje, como muestra del honor que se me hace.

—El quiliarca dijo que debíais venir inmediatamente. Aquí está el caballo.

Un arquero le ofreció las manos para subir, pero Everard se montó sobre la silla sin ayuda, un truco que valía la pena conocer en épocas anteriores a la invención de los estribos. El capitán asintió con brusquedad para indicar su aprobación, dio la vuelta a su montura y salió al galope de la plaza. Recorrieron una amplia avenida bordeada de esfinges y casas señoriales. El tráfico no era tan intenso como en las calles de los bazares, pero había suficientes jinetes, carruajes, literas y peatones apartándose apresuradamente. Los Inmortales no se detenían por ningún hombre. Atravesaron clamorosos las puertas de palacio abiertas para ellos. La gravilla saltaba bajo los cascos; destrozaron un prado en el que relucían las fuentes y se detuvieron con estruendo frente al ala oeste.

El palacio, pintado de un rojo llamativo, se alzaba sobre una amplia plataforma junto con varios edificios menores. El capitán desmontó, hizo un gesto brusco y subió las escaleras de mármol. Everard le siguió, rodeado de varios guerreros que habían sacado en su honor de las bolsas las hachas de guerra ligeras. El grupo se cruzó con esclavos de la casa, que vestían túnicas y turbantes y tenían el rostro abatido, pasó una columnata roja y amarilla, recorrió un pasillo de mosaicos cuya belleza Everard no tenía humor para apreciar, y continuó hasta haber pasado un escuadrón de guardias para entrar en una habitación donde esbeltas columnas sostenían una orgullosa bóveda y la fragancia de las rosas tardías entraba por ventanas arqueadas.

Allí, los Inmortales hicieron una reverencia. Lo que vale para ellos vale para ti, hijo, pensó Everard, y besó la alfombra persa. El hombre del diván asintió.

—Levantaos y atended —dijo—. Traed un cojín para el griego. —Los soldados tomaron posiciones. Un nubio entró apresuradamente con un cojín, que colocó en el suelo, a los pies del asiento de su amo. Everard se sentó en él, con las piernas cruzadas. Tenía la boca seca.

El quiliarca, que según recordaba Creso había identificado como Harpagus, se reclinó. Contra la piel atigrada del diván y bajo la espléndida toga roja que cubría su cuerpo demacrado, el medo tenía el aspecto de un hombre avejentado, con el pelo largo del color del hierro y la cara oscura de nariz pronunciada cubierta por una maraña de arrugas. Pero examinó con ojos inteligentes al recién llegado.

—Bien —dijo, en un persa con el marcado acento del norte de Irán—, así que tú eres el hombre de Atenas. El noble Creso habló esta mañana de tu llegada y mencionó algunas preguntas que hacías. Ya que podría estar implicada la seguridad del Estado, debo saber exactamente qué buscas. —Se mesó la barba con una mano enjoyada y sonrió con frialdad—. Podría ser incluso, si la búsqueda es inofensiva, que te ayudara.

Había tenido buen cuidado de no emplear las fórmulas habituales de saludo, ofrecerle comida o usar cualquier otra forma de situar a Meandro en la situación casi sagrada de invitado. Aquello era un interrogatorio.

—Señor, ¿qué deseáis saber? —preguntó Everard. Se lo imaginaba y no le gustaba.

—Buscas a un mago vestido de pastor que entró en Pasargada hace dieciséis veranos y realizó milagros. —La voz era desagradable por la tensión—. ¿A qué se debe eso y qué has oído de tales asuntos? No te molestes en inventar una mentira… ¡Habla!

—Gran señor —dijo Everard—, el oráculo de Delfos me dijo que cambiaría mi fortuna si descubría la suerte de un pastor que entró en la capitana persa en… humm… el tercer año de la tiranía de Pisistrato. Nunca he sabido más. Mi señor sabe bien lo ininteligibles que son los consejos de los oráculos.

—Humm. —El temor veló el rostro delgado de Harpagus, que realizó el signo de la cruz, el símbolo solar mitraico. Luego, con brusquedad, añadió—: ¿Qué has descubierto hasta ahora?

—Nada, gran señor. Nadie podía decirme…

—¡Mientes! —le soltó Harpagus—. Todos los griegos son unos mentirosos. Ten cuidado, porque te adentras en cuestiones profanas. ¿Con quién más has hablado?

Everard vio que un tic nervioso levantaba la boca del quiliarca. Él mismo sentía que el estómago le daba saltos. Había tropezado con algo que Harpagus consideraba muerto y enterrado, algo tan grande que el riesgo de enfrentarse a Creso, que estaba obligado a proteger a su invitado, nada importaba. Y la mordaza más segura jamás inventada era un cuchillo… después de que potro y tenazas hubiesen sacado exactamente qué sabía el extranjero… Pero ¿qué demonios sé yo?

—Con nadie, mi señor —respondió con voz ronca—. Salvo el oráculo, y el dios del Sol, cuya voz es el oráculo, y que me envió aquí, ha oído nada de esto antes de la pasada noche.

Harpagus contuvo el aliento, sorprendido por la invocación. Pero luego, de manera perceptible cuadró los hombros.

—Sólo tenemos tu palabra, la palabra de un griego, de que lo contó el oráculo… de que no ha espiado nuestros secretos de Estado. O incluso si el dios realmente te envió aquí, bien podría haber sido para destruirte por tus pecados. Sabremos más de esto. —Hizo un gesto al capitán—. Llevadle abajo. En nombre del rey.

¡El rey!

La idea le vino inmediatamente. Se puso en pie de un salto. —¡Sí, el rey! —gritó—. ¡El dios me lo dijo… habría una señal… y luego llevaría su palabra al rey persa! —¡Cogedle! —aulló Harpagus.

Los guardias se movieron para obedecer. Everard dio un salto atrás, llamando a gritos al rey Ciro todo lo fuerte que podía. Que le arrestasen. La noticia llegaría al trono y… Dos hombres lo empujaron contra la pared, con las hachas levantadas. Otros los ayudaron. Por encima de los cascos vio a Harpagus ponerse en pie sobre el diván.

—¡Cogedle y decapitadle! —ordenó el medo.

—Mi señor —protestó el capitán—, ha llamado al rey.

—¡Para hechizarlo! ¡Ahora lo conozco, hijo de Zohak y agente de Ahriman! ¡Matadle!

—No, esperad —gritó Everard—, esperad, no lo entendéis, es este traidor el que quiere impedirme que hable con el rey… ¡Suéltame, bastardo!

Una mano se cerró sobre su brazo derecho. Había estado preparado para quedarse sentado algunas horas en la celda, hasta que el gran jefe oyese hablar del asunto y lo sacase, pero ahora las cosas eran un poco más urgentes. Lanzó un gancho de derecha que aterrizó sobre una nariz aplastada. El guardia retrocedió. Everard le arrebató el hacha de la mano, se dio la vuelta y detuvo el golpe del guardia situado a su izquierda.

Los Inmortales atacaron. El hacha de Everard resonó contra el metal, fintó y aplastó un nudillo. Era más alto que casi todos ellos. Pero no tenía ni las posibilidades de una bola de celofán en el infierno de resistir frente a ellos. Un golpe silbó en dirección a su cabeza. Se escondió tras una columna; saltaron esquirlas. Una abertura… desarmó a un hombre, saltó sobre el estruendo del peto cuando éste chocó con el suelo y salió a suelo abierto bajo la bóveda. Harpagus corrió, sacándose un sable de debajo de la toga; el bastardo era valiente. Everard se giró para enfrentarse a él, de forma que el quiliarca quedara entre él y la guardia. El hacha y la espada chocaron. Everard intentó acercarse… un cuerpo a cuerpo evitaría que los persas le arrojasen sus armas, pero daban la vuelta para atacarlo por la espalda. Judas, esto podría ser el final de otro patrullero…

—¡Alto! ¡Postraos! ¡Viene el rey!

Lo gritaron tres veces. Los guardias se paralizaron, mirando a la gigantesca persona de túnica escarlata que permanecía en el umbral de la puerta y se arrojaron a la alfombra. Harpagus dejó caer la espada. Everard a punto estuvo de darle en la cabeza; luego, recordando, y oyendo el paso apresurado de los guardias en el pasillo, dejó caer su propia arma. Por un momento, él y el quiliarca jadearon frente a frente.

—Así que… lo ha oído… y ha venido… inmediatamente —jadeó Everard.

El medo se arqueó como un gato y siseó:

—¡Entonces, ten cuidado! Te estaré vigilando. Si envenenas su mente habrá veneno para ti, o una daga… —¡El rey! ¡El rey! —rugió el heraldo. Everard se unió a Harpagus en el suelo.

Un pelotón de Inmortales entró al trote en la habitación y formó un pasillo hasta el diván. Un chambelán se adelantó para cubrirlo con un tapiz especial. Luego entró Ciro en persona, con la toga agitándose con sus pasos largos y vigorosos. Lo siguieron unos cuantos cortesanos, hombres correosos con el privilegio de ir armados en presencia del rey, y un maestro de ceremonias esclavo que se retorcía las manos tras todos ellos por no haber tenido tiempo de extender una alfombra o llamar a los músicos.

La voz del rey resonó en el silencio:

—¿Qué es esto? ¿Dónde está el extraño que me ha llamado?

Everard se atrevió a mirar. Ciro era alto, ancho de hombros y delgado de cuerpo, de aspecto más viejo de lo que sugería el relato de Creso —tenía cuarenta y siete años, comprendió Everard con un estremecimiento— pero se había mantenido ágil por dieciséis años de guerra y caza. Tenía un rostro delgado y oscuro con ojos avellanados, una cicatriz de espada en la mejilla izquierda, la nariz recta y los labios carnosos. Llevaba el pelo negro, ligeramente agrisado, peinado hacia atrás y la barba más apurada de lo que era costumbre en Persia. Iba vestido con toda la sencillez que le permitía su posición.

—¿Dónde está el extraño del que un esclavo vino corriendo a hablarme?

—Yo soy, Gran Rey —dijo Everard. —Levántate. Dinos tu nombre. Everard se puso en pie y murmuró: —Hola, Keith.

Загрузка...