Epílogo: Regreso al Hogar

Un golpe, otro, otro más. Tika Waylan Majere, que dormía plácidamente, se sentó sobresaltada en el lecho y, después de acallar el sonoro bombeo de su corazón, aguzó el oído con la esperanza de identificar el ruido que la había despertado.

Nada percibió. ¿Acaso lo había soñado? Apartando los tirabuzones pelirrojos que le tapaban el rostro, todavía amodorrada, espió la ventana. Rayaba el alba, el sol no había aparecido en el horizonte pero las brumas nocturnas se batían en retirada y, al hacerlo, revelaban un cielo limpio, azul, en la media luz que precede al amanecer. Los pájaros, como de costumbre, habían madrugado y ensayaban sus coros domésticos, silbando y canturreando entre ellos. Eran los únicos habitantes de Solace que saludaban tan tempranamente la creciente luminosidad, pues a aquella hora incluso el centinela que hacía la ronda nocturna solía rendirse a la influencia del benigno clima primaveral y dar una cabezada, incrustando el mentón en el pecho y lanzando estentóreos ronquidos.

«Sí, lo he soñado —insistió Tika en su fuero interno, somnolienta y afligida—. Me pregunto cuándo voy a habituarme a dormir sola. El más suave tintineo me arranca de mi letargo».

Arrebujóse de nuevo entre las sábanas, estiró el embozo por encima de la cabeza para que la claridad no la desvelase y, deseosa de sumirse en un apacible sopor, se esforzó en cerrar los párpados.

También recurrió a la táctica de tantas otras ocasiones, imaginar que Caramon estaba tendido a su lado, la estrechaba contra su pecho y, respirando fuerte, vivo su corazón en un latir que transmitía confianza, ternura, le murmuraba mientras le daba cariñosas palmadas en el hombro: «Ha sido una pesadilla. No te preocupes, mañana la habrás olvidado».

Un cuarto golpe y luego el siguiente, hasta perder la cuenta. La muchacha abrió rauda los ojos y se dijo, ahora convencida, que no era una jugarreta de su mente sino un tamborileo real, originado en las alturas. ¡Había alguien entre las ramas del vallenwood!

Se levantó y, con el sigilo que aprendiera a adoptar en sus aventuras bélicas, asió la bata que yacía extendida al pie de la cama, se embutió en ella —no sin confundirse de mangas y tener que repetir la operación— y abandonó el dormitorio.

Los golpes arreciaron, su ritmo fue in crescendo. Tika se mordió el labio, en una mezcla de resolución y temor. ¿Quién merodeaba por la casa que su esposo empezara a construirle en el árbol? Había localizado la procedencia del ruido, pero no atinaba a explicarse qué estaba sucediendo. ¿Eran quizá ladrones? Allí sólo estaban las herramientas de Caramon.

Lanzó una risotada, que se trocó en sollozo al evocar el trabajo del hombretón. Configuraban sus útiles un martillo con la cabeza desencajada, que saltaba por los aires siempre que se ponía a clavar una tachuela, una sierra tan desdentada que se asemejaba a la sonrisa de un enano gully y una garlopa que no alisaría ni la mantequilla del desayuno. Todos ellos inservibles, aunque en extremo valiosos para la mujer, quien no los había tocado desde que él partiera.

Más y más golpeteos, ahora rítmicos como si, al fin, hubieran encontrado su cadencia. La posadera cruzó la sala de estar pero, cuando tenía ya la mano en el pomo de la puerta principal, una reflexión hizo que se detuviera.

«Sería más prudente llevar un arma», se aconsejó a sí misma y, tras un corto reconocimiento, agarró un cazo de la cocina, el sucedáneo de arma más contundente que se expuso a su inspección. Sujetándolo por el mango, entreabrió la puerta y, silenciosa, salió a través de la rendija.

Los rayos solares empezaban a festonear de un halo incandescente las cumbres montañosas, que, todavía nevadas, asumían una indescriptible belleza gracias al contraste del blanco y el oro y, además, se realzaban al recortarse contra el cielo sin nubes. La hierba brillaba con el rocío cual una ristra de diminutas perlas, la atmósfera embriagaba en su prístina pureza, las hojas nuevas de los vallenwoods se mecían y alborozaban bajo la caricia del astro y, en resumen, tan espléndido se anunciaba el día que podría haber sido el primero de todas las eras, aquel en el que los dioses contemplaron, exuberantes de gozo, su creación sin mácula.

Pero Tika no estaba de humor para hacedores, paisajes verdeantes ni baños de rocío, y sentía frío bajo el contacto de sus pies desnudos. Con el cazo en el puño cerrado, oculto detrás de su espalda, se encaramó a la escala que conducía al inconcluso refugio, un nido humano, sencillo y a un tiempo ambicioso entretejido en la confluencia de dos ramas. Hizo una pausa cerca de la copa y, discreta, se asomó entre dos troncos que constituían un buen puesto de observación.

Sus sospechas se confirmaron. Allí había alguien. Apenas distinguía la figura que se agazapaba en un oscuro rincón pero le bastó con detectar su presencia para trepar por la rama, que hacía las veces de puente y, ya en el entarimado, cruzar las planchas sin provocar ni un solo crujido.

Mientras realizaba la travesía, no obstante, vibró en sus tímpanos una risita jocosa y como amortiguada que se le antojó familiar. Vaciló, pero reanudó presta la marcha, cavilando que eran figuraciones suyas.

Próxima ya al individuo que osaba allanar su futura morada, y que llevaba una capa alrededor de los hombros, Tika se hizo una idea más concreta de su apariencia. Era un humano y, a juzgar por la musculatura de sus brazos, uno de los más gigantescos que había visto nunca, con una complexión que la anchura de los omóplatos acababa de perfilar. Estaba acuclillado, de espaldas y, ajeno al escrutinio de la posadera, alzó la mano.

¡Blandía el martillo de Caramon!

«¿Cómo se atreve a manipular las cosas de mi esposo? —se encolerizó la mujer—. Corpulento o no, todos son iguales cuando caen inconscientes al suelo».

Decidida a darle un escarmiento, elevó el cazo…

—¡Cuidado, Caramon! —gritó una vocecilla aguda.

El grandullón, frente a tan urgente aviso, se puso en pie y dio media vuelta. El recipiente culinario se estrelló contra el entarimado estrepitosamente, mientras el martillo y sus inseparables clavos corrían idéntica suerte.

Llorando de alegría, Tika se arrojó a los brazos de su amado.


—¿No es fantástico, Tika? Te has llevado una sorpresa mayúscula, ¿verdad? Vamos, di que sí, no me defraudes. ¿Habrías aplastado el cráneo de Caramon de no impedirlo yo? Quizá me he precipitado al interrumpir un reencuentro tan interesante, aunque creo que a tu marido no le habría sentado nada bien. ¿Recuerdas cuando atacaste con un objeto semejante a un draconiano que se disponía a maltratar a Gilthanas?

Tal fue la retahíla de comentarios y preguntas que formuló Tasslehoff mientras sus supuestos contertulios se abrazaban. Éstos nada contestaron, porque nada oyeron. Se contentaron con mirarse, con fundirse en uno solo, y el kender notó un delator humedecimiento en sus lagrimales, que le impulsó a esfumarse de la escena.

—Será mejor que baje y os aguarde en el comedor —propuso, y se encaminó hacia la escala.

Ya al pie del árbol, el hombrecillo penetró en la pulcra, acogedora vivienda que se alzaba bajo el cobijo de su sombra. Después de sonarse la nariz, jovial como siempre, emprendió la investigación de todos y cada uno de los muebles.

—Todo parece indicar —razonó, admirando un recipiente de vidrio esmerilado repleto de galletas que, distraído, incorporó a sus saquillos sin dudar ni por un instante de que lo había colocado de nuevo en su alacena— que Caramon y Tika permanecerán mucho rato en el vallenwood, acaso varias horas. Tengo, pues, una magnífica oportunidad para clasificar mis pertenencias.

Sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, volcó sobre la alfombra el contenido de sus bolsas y, mientras mordisqueaba algunas galletas en un absoluto ensimismamiento, inició el inventario. Lo primero que atrajo su mirada fue un pliego de mapas que le había regalado Tanis. Desenrolló los documentos, uno después de otro, y con un dedo siguió, en una ruta verdaderamente intrincada, los parajes que había visitado en sus innumerables correrías.

—Viajar me ha proporcionado experiencias enriquecedoras —recapituló—, pero ninguna tan grata como el retorno al hogar. Me alojaré junto a esta pareja, instituiremos una familia y yo, al fin, gozaré del merecido solaz. Incluso me asignarán un aposento privado en el nuevo refugio. Caramon así me lo prometió. ¿Qué es esto? —cambió de pronto el voluble hombrecillo, prendidos los ojos de uno de los documentos cartográficos—. ¿Merilon? Nunca oí hablar de una ciudad con ese nombre. Me gustaría saber qué aspecto tiene…

—No, Burrfoot —replicó el Tas maduro, sosegado—, se terminó tu época de trotamundos. Tu acervo de historias para relatar a Flint está más que completo. De manera que a partir de hoy olvidarás esa inquietud de adolescente y te convertirás en un respetable miembro de la sociedad. A lo mejor hasta te nombran alguacil «honorario».

Recogiendo el mapa que había excitado su curiosidad, perdido en una ensoñación en la que ya desempeñaba las funciones de su cargo —sin meditar, claro está, que pocas funciones había de ejercer dada la apostilla con la que él mismo había rematado el título—, cerró el alargado estuche y se enfrascó en el recuento de sus tesoros.

—Una pluma blanca de pollo, una esmeralda, una rata muerta… Por cierto, ¿de dónde la saqué? No importa, sigamos: un anillo tallado en forma de hojas de enredadera, un dragón dorado en miniatura que, hagamos un inciso, no he depositado yo en mi bolsa, un fragmento de cristal azul, un colmillo reptiliano, pétalos de rosa Hiemis, una pata de conejo de esas que llevan los niños a modo de talismán y… ¡Caramba! Aquí están los planos del ascensor mecánico de Gnimsh y también un libro, Técnicas de la prestidigitación para pasmar y deleitar. ¿No es increíble que la casualidad haya puesto en mis manos algo tan útil? ¡Oh, no! —se lamentó—. ¡Otra vez el brazalete de Tanis! No me explico cómo se las arregla el semielfo cuando no estoy a su lado y rescato todo lo que él extravía. Es demasiado descuidado. Me asombra que Laurana se lo consienta.

»Parece ser que no queda nada —continuó hurgando en el saquillo por si quedaba algo—. Cada uno de estos artículos evoca una vivencia apasionante, entrañable. Y, a propósito de vivencias, son muchas las que me vienen a la memoria, tantas que me hago un lío al rememorarlas. He conocido a varios reptiles alados, navegado en una ciudadela flotante —enumeró—, roto un Orbe de los Dragones, incluso me he transformado en ratoncillo y, como colofón de todas estas maravillas, he trabado íntima amistad con el mismísimo Paladine.

«También he vivido instantes de tristeza —reconoció—, pero su carácter negativo se disipó hace tiempo y no ha dejado más huella que un dolor casi imperceptible en este órgano infatigable —se refería al corazón, y se presionó en el pecho con los dedos—. Añoraré mucho mis andanzas pasadas, la vida errabunda, y quizá aún me animaría a hacer alguna escapada si mis compañeros no se hubieran aposentado. Sin embargo —se sermoneó al advertir que su mitad irracional comenzaba a entusiasmarse— en lugar de intentar arrastrarles, lo que he de hacer es imitar su ejemplo y llevar una existencia feliz, placentera. Si consiguiera el puesto de alguacil honorario llevaría a cabo actividades fascinantes…».

Se interrumpió porque en su postrera exploración de los saquillos, escondido entre sus pliegues, había tanteado algo. Se trataba de un artículo de reducido tamaño, que debió de haber quedado oculto en el forro antes de que el hombrecillo invirtiera la bolsa y no cayó, por consiguiente, con el resto de los enseres. Tirando de él, Tas lo sacó al exterior y lo sostuvo en la palma de una mano, no sin dar un respingo al identificarlo.

«¿Cómo ha podido Caramon cometer esta negligencia? ¡Ni siquiera se ha percatado de que ya no lo tiene! —se escandalizó mentalmente—. Aunque he de decir en su descargo que, en las últimas etapas de nuestro viaje, eran muchas las preocupaciones que le abrumaban. Le comunicaré mi hallazgo y él decidirá si conviene restituírselo a Par-Salian».

Tan concentrado estaba en estudiar aquel colgante liso, sin atractivo de ninguna especie, que no reparó en que su otra mano, actuando por propia iniciativa, puesto que él había renunciado a la vida aventurera, burlaba su vigilancia y se cerraba sobre la funda de los mapas.

—¿Cuál era el nombre de aquel burgo? ¿Merilon?

Era alguno de sus dedos el que había solicitado tal aclaración, en secreto coloquio con los demás, ya que Tasslehoff no sentía ningún deseo de desplazarse de un sitio a otro como las tribus nómadas. Sin hacer indagaciones para desenmascarar al culpable, ni sorprenderse por haber recuperado aquellas piezas que le arrebatasen en un mugriento calabozo —quién se las dio y en qué circunstancias es un enigma impenetrable de los múltiples que figuran en los anales de Krynn—, el kender fue mudo testigo de las manipulaciones de su mano, que se apresuró a atiborrar de nuevo los saquillos.

Puesta ya a buen recaudo toda su colección, la furtiva y afanosa mano suspendió una bolsa de los hombros, anudó dos o tres al cinto e introdujo una más en el interior de los calzones rojos, que, llamativos y nuevos, vestía su desobedecido amo.

Con idéntico desacato, los ágiles dedos comenzaron a activar los resortes de la joya opaca y sin interés hasta trocarla en un cetro de prodigiosa belleza, pues a sus titilantes incrustaciones se sumaba el embrujo de la magia.

—Cuando hayas concluido —regañó Tasslehoff a la desvergonzada mano—, te quitaré el ingenio y se lo entregaré de inmediato a Caramon.


—¿Dónde se ha metido Tas? —inquirió Tika, dejándose acunar por los cálidos y fuertes brazos de Caramon.

El hombretón juntó su mejilla a la de su esposa y, mientras besaba los rojizos bucles, musitó:

—No podría garantizarlo, pero tengo la vaga impresión de que ha farfullado algo acerca de esperarnos en casa.

—O, lo que es lo mismo —bromeó la mujer—, a estas alturas ya no nos queda ni una cuchara.

El guerrero sonrió y, sujetando el mentón femenino con dos dedos, le dio un beso prolongado, sentido, en los labios.

Una hora más tarde, todavía entre arrullos, la pareja caminaba a través de las estancias de su futura vivienda, delimitadas por tabiques a medio construir. Mientras paseaban, Caramon señaló las mejoras que quería hacer ahora que era capaz de planear su tarea.

—Ésta será la habitación de nuestros hijos pequeños, al lado de la nuestra —especificó—, y en la más apartada instalaremos a los mayores. No, dividiré el espacio en dos alcobas. Varones y hembras se sentirán más a sus anchas separados. A la izquierda, la cocina en la parte trasera, el habitáculo de Tas, para respetar su independencia, y en la zona más soleada, se hospedarán los invitados, Tanis y Laurana…

Enmudeció al llegar a la única dependencia que había terminado, aquella con el emblema de los nigromantes tallado en una insignia que, caprichosa, se columpiaba en la brisa. Tika le miró y su rostro risueño, ruboroso, asumió una máscara de pálida seriedad.

Caramon alargó una mano, desprendió la placa de su gancho y examinó unos minutos su superficie antes de alargársela, afable, a su esposa.

—La confío a tu custodia —susurró, palpable su emoción—. Sólo te pido que no la destruyas.

—No lo haré. —La posadera escrutó los rasgos de su marido, rozando tímidamente los cantos de la insignia y el símbolo arcano en ella inscrito—. ¿Vas a contarme lo sucedido, Caramon?

—Algún día —aseveró el aludido, al mismo tiempo que la envolvía en un abrazo y la estrujaba, amoroso—. Algún día —repitió y oteó la ciudad que, a sus pies, se desperezaba antes de empezar una nueva jornada.

Mientras jugueteaba con los seductores rizos de su mujer, vislumbró, a través de las tupidas hojas del vallenwood, el tejado de la posada. Oyó un murmullo de voces, unas alegres, refunfuñantes otras, todas adormecidas, e impregnaron su olfato los aromas de las hogueras que, transportados por el viento, invadieron el valle. Así, difuminó el fresco verdor una bruma que propagaba un mensaje de vida en su olor a leña y alimentos.

Caramon abrazó el cuerpo de su dama y, sumergido en el halo de plenitud que exudaban todos sus poros, notó cómo el amor surgía de su ser para brillar eternamente, más níveo e impoluto que la luz de Solinari o los fúlgidos resplandores de un globo cristalino, un puño de bastón de mágicas cualidades.

Suspiró, pesaroso por lo que podría haber sido, pero con la complacencia que otorga la perspectiva de una dicha perenne.

—No hay nada por lo que deba perturbarme estoy en casa —concluyó.

Votos nupciales (Repetición).

Pero tú y yo, atravesando ardientes praderas,

caminando en la oscuridad de la tierra,

confirmamos a este mundo, a estas gentes,

los cielos que les dieran vida,

los vientos que nos despiertan,

este nuevo hogar en el que estamos.

Y todo se hace más importante

tras la promesa de una mujer y un hombre.

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