LIBRO I

1 El mazo de los dioses

Como un afilado acero, el clarín rasgó el aire otoñal, mientras los ejércitos enaniles de Thorbardin avanzaban hacia los llanos de Dergoth para enfrentarse con sus enemigos, sus hermanos. Varias centurias de odio e incomprensión entre los habitantes de las colinas y sus parientes de las montañas se vertieron, en forma de sangre, sobre la planicie. La victoria, una meta que nadie perseguía, se convirtió en algo absurdo, carente de sentido. Vengar agravios cometidos mucho tiempo atrás por los ancestros de ambos bandos, por criaturas muertas y olvidadas, era la finalidad común: matar, destruir, ése fue el objetivo de la guerra de Dwarfgate.

Fiel a su palabra, Kharas, el héroe de los enanos, batalló en defensa de su rey. Barbilampiño, inmolada su barba como símbolo de la vergüenza que le producía luchar contra quienes consideraba sus parientes, se situó a la cabeza de las tropas y sollozó, desconsolado, mientras abatía a quien se ponía al alcance de su mazo. Cada vez que asestaba un golpe mortal se repetía, sin poder evitarlo, que el término «triunfo» se había tergiversado hasta transformarse en sinónimo de aniquilamiento. Vio caer los estandartes de los dos grupos rivales, mezclarse con el fango y yacer mancillados en la llanura cuando el ansia de desquitarse, en una marea sanguinolenta, dominó a los contendientes. Comprendió que fuera quien fuese el ganador todos habían de perder, así que desechó su pertrecho, aquella portentosa herramienta confeccionada bajo los auspicios de Reorx, su dios, y abandonó el campo.

Muchas fueron las voces que lo tildaron de cobarde. Si Kharas las oyó, fingió ignorarlas. Su corazón conocía el significado de aquel acto no necesitaba escuchar a quienes calificaban su conducta sin entenderla. Derramando amargas lágrimas, limpiándose las manos de la savia vital de sus congéneres, buscó entre los cadáveres los cuerpos exánimes de los dos amados hijos del rey Duncan. Cuando los hubo encontrado, arrojó sus restos mutilados, despedazados, sobre la grupa de un caballo y se alejó de los llanos de Dergoth en dirección a Thorbardin.

Muy pronto, Kharas interpuso distancia, pero no la suficiente para que no llegaran a sus tímpanos las llamadas a la venganza, el estrépito del acero, los gritos de los moribundos. No volvió la mirada, pero sabía que aquellos sonidos retumbarían en su memoria hasta el fin de sus días.

A lomos de un segundo corcel que halló en las inmediaciones suelto, perdido su jinete, cabalgó hacia las Montañas Kharolis. En el instante en que recorría sus estribaciones, impregnó el ambiente un fantasmal zumbido, un eco ominoso que hizo piafar a su montura. El consejero detuvo el caballo y le acarició la testuz, deseoso de sosegarlo, mientras oteaba, inquieto, su entorno. ¿Qué había sido aquello? No era uno de los ruidos propios de la guerra ni, desde luego, lo había originado la naturaleza.

Ahora sí giró el rostro. El estampido procedía de las tierras de las que acababa de desertar, del paraje donde los enanos se sometían a una cruenta matanza mutua en nombre de la justicia. Aumentó la magnitud del singular fragor sus notas sordas, amenazadoras, adquirieron un volumen de pésimo augurio. El héroe se estremeció y bajó la cabeza al acercarse el temible rugido, semejante a un trueno brotado de las entrañas del mundo.

«Es Reorx quien lo provoca —aventuró, aterrorizado—. Nuestra divinidad manifiesta así su ira, nos anuncia que estamos condenados».

La onda sónica se propagó hasta agredir a Kharas como una ventolera tórrida, abrasadora y pestilente, que, en su arremetida, casi le arrancó de la silla. Nubes de arena y polvo le envolvieron, metamorfoseando el día en una noche horrible, pervertida. Los árboles se retorcieron en su derredor, los caballos relincharon espantados y a punto estuvieron de lanzarse, desbocados, a una desenfrenada carrera. En aquella barahúnda, lo único que podía hacer el consejero era mantener el control de los équidos.

Cegado por el hediondo huracán, medio asfixiado y tosiendo, el enano se cubrió la boca e intentó, como pudo en la repentina oscuridad, proteger también los ojos de los corceles. Nunca sabría cuánto tiempo pasó inmerso en aquel torbellino de cenizas, en aquella corriente ígnea cargada de presagios pero, tan súbitamente como se había iniciado, cesó su embestida.

Se asentó la polvareda. Los torturados troncos se enderezaron, los animales recobraron la calma. El ciclón se disolvió en las suaves brisas del otoño, dejando tras de sí un silencio más agobiante que el atronador estruendo.

Lleno de presentimientos, Kharas azuzó a los caballos a seguir tan deprisa como les permitían sus exhaustas patas y ascendió a las montañas, ansioso de encontrar una atalaya desde donde divisar el panorama. Al fin, la descubrió en un peñasco que se proyectaba sobre el precipicio. Ató las cabalgaduras y su lastimero fardo en un matorral cercano, se asomó a las planicies de Dergoth y, temeroso, contempló la región que se extendía a sus pies.

Sobrecogido, comprobó que no se movía una criatura viviente en el escenario de la batalla. Nada quedaba allí salvo rocas y suelos devastados.

Los ejércitos rivales parecían haber sido borrados de la faz de Krynn. Tan destructor había sido el encuentro que ni siquiera se veían cadáveres en la antes atestada planicie. Incluso el aspecto del terreno se había modificado. La mirada de Kharas se centró en el punto donde se alzara la fortaleza de Zhaman con sus torres, altas y gráciles, imponiéndose a los accidentes naturales. Se había derrumbado, aunque no del todo. Como vestigio de su existencia, se había formado, en su antiguo emplazamiento, configurado por sus mismas ruinas, un montículo que al apabullado observador se le antojó un cráneo humano que, en un rictus sarcástico, oteaba una desértica llanura de muerte.

—Reorx, padre, Gran Forjador del Universo, perdónanos —murmuró Kharas, nublada su visión por las lágrimas.

Luego, inclinando la cabeza, compungido, el héroe reemprendió la marcha hacia Thorbardin.

Los enanos creerían, porque él así se lo comunicaría, que la hecatombe de la planicie había sido decidida por la divinidad. El hacedor, en su infinita cólera, había descargado su hacha sobre el país para aplastar a sus criaturas.

Las Crónicas de Astinus, no obstante, registrarían los sucesos tal como en realidad se desarrollaron:

En la cúspide de sus poderes mágicos, Raistlin, el archimago, también conocido como Fistandantilus, y Crysania, la sacerdotisa de Paladine, investida de blanco hábito, intentaron traspasar el Portal que conduce al Abismo a fin de desafiar, una vez al otro lado, a la Reina de la Oscuridad.

Eran infames e inconfesables los crímenes que había cometido el nigromante para llegar a este punto, colofón de sus ambiciones. La túnica negra que vestía estaba manchada de sangre, la suya propia en gran parte. Sin embargo, aquel hombre conocía el corazón de los mortales y sabía cómo manipularlo, envilecerlo de tal modo que aquellos que deberían haber denostado sus acciones acabaran admirándole. Tal era el caso de Crysania, de la casa de Tarinius. Hija Venerable de la Iglesia, la dama poseía una fisura fatal en la marmórea superficie del alma. Su hendidura, su flaqueza, fue detectada por Raistlin, quien, lejos de respetarla, la ensanchó hasta abrir una brecha susceptible de dividir su ser y, al fin, engullir sus sentimientos.

La sacerdotisa, ignorante de los oscuros manejos del hechicero, lo siguió hasta el Portal. Allí invocó a Paladine, su dios, y éste escuchó sus plegarias, pues, en verdad, la mujer era su elegida. Raistlin apeló a su arte arcano y tuvo éxito, ya que ningún mago había ostentado antes el poderío de aquel joven.

El Portal se desencajó, presto a admitirles.

Comenzó el nigromante a atravesar el acceso, pero un ingenio para viajar en el tiempo, que, en aquel mismo instante, activó Caramon, su hermano gemelo, junto al kender llamado Tasslehoff Burrfoot, se interfirió en el sortilegio destinado a romper el sello de la inigualable entrada a ultratumba. El campo magnético se deshizo con consecuencias imprevistas y desastrosas.

2 ¿Dónde estamos?

—¡No puede ser! —exclamó Tasslehoff.

Caramon clavó una severa mirada en el kender.

—Te aseguro que no ha sido culpa mía, amigo —protestó el hombrecillo.

Mientras hablaba, examinó el paraje luego, unos segundos más tarde, observó a su corpulento compañero, sin perder por ello de vista cuanto les rodeaba. Comenzó a temblarle el labio inferior y buscó su pañuelo, para contener un estornudo o, quizá, para secarse las lágrimas. No lo encontró. Tanto el fino paño como sus saquillos se habían volatilizado en la excitación del momento, no recordaba que todas sus pertenencias habían quedado en las mazmorras de Thorbardin.

La experiencia fue emocionante. Unos segundos antes, Caramon y él se hallaban en la fortaleza mágica de Zhaman, manejando el artilugio que debía teletransportarles al hogar y, al formular Raistlin su encantamiento, se había originado una terrible conmoción. Las rocas crujían y se desencajaban de su asentamiento hasta que, tras sentir el hombrecillo que las fuerzas en conflicto tiraban de su persona en seis direcciones diferentes, le circundaron unos vertiginosos vapores y apareció en aquel lugar.

En aquel lugar, sí, pero ¿dónde? No supo identificarlo, fuera cual fuese el punto de destino, no era como su añorada patria.

El guerrero y él se hallaban en un sendero de montaña, en la proximidad de un enorme peñasco y cubiertos hasta los tobillos por un fango viscoso y ceniciento que alfombraba el terreno hasta el lejano horizonte. Aquí y allí se proyectaban, sobre el blando manto del lodazal, los pináculos aserrados de algunas rocas partidas. No había señales de vida, nada ni nadie podía medrar en semejante desolación. Ningún árbol se mantenía en pie, sólo tocones chamuscados se perfilaban en aquella densa y mullida capa que todo lo desfiguraba. Hasta donde alcanzaba la vista, hasta la límpida línea en que la tierra se unía con el cielo, no se divisaba sino una ciénaga yerma, inmensa.

Tampoco el firmamento ofrecía consuelo. Extendiéndose sobre ellos, era gris y vacío. Al oeste, no obstante, rompía la monotonía una zona de extraños tonos violáceos, una masa de nubes tormentosas que bullían al iluminarlas los mortecinos relámpagos, tan distantes que únicamente arrancaban fulgores azulados de los espesos cúmulos donde se cobijaban. Y, en cuanto al sonido, sólo el vago retumbar del trueno se abría paso en el silencio. No se detectaban otros ruidos, ni movimiento, ni nada de nada.

Caramon exhaló un profundo suspiro y se frotó la cara con una mano. El calor era intenso y, aunque no llevaban sino unos minutos en el lugar, una fina película de ceniza se había adherido a su piel sudorosa.

—¿Dónde estamos? —preguntó en tonos regulares, mesurados.

—No tengo la menor idea —confesó Tas. Hizo una pausa, e inquirió a su vez—: ¿Y tú?

—He seguido tus instrucciones al pie de la letra —repuso el aludido, impregnada su voz de una ominosa calma—. Según Gnimsh, al menos así lo afirmaste, lo único que debíamos hacer era pensar en el punto al que queríamos trasladarnos y nos materializaríamos en él. Puedo asegurarte que sólo he invocado en mi mente la imagen de Solace.

—¡También yo! —se defendió el kender, que había percibido un velado reproche en la explicación de su compañero—. Bueno —rectificó, consciente del escrutinio del hombretón—, al menos me he concentrado en esa ciudad la mayor parte del tiempo.

—¿Cómo? —se escandalizó Caramon, aunque procuró mantener la tranquilidad.

—Verás —admitió Tasslehoff tragando saliva—, por un breve instante, me ha asaltado la idea de cuan divertido e interesante, cuan extraordinario sería visitar…

—Visitar ¿qué? —indagó Caramon.

—Una l… lu… —tartamudeó el otro. Pero, al advertir que el guerrero se impacientaba, se armó de valor y vociferó—: ¡Una luna!

—¡Una luna! —se horrorizó su fornido amigo—. ¿Puedo saber cuál de ellas? —añadió unos momentos más tarde, mientras oteaba el panorama con creciente resquemor.

—Cualquiera de las tres. Supongo que no hay muchas diferencias entre una y otra —comentó el hombrecillo, encogiéndose de hombros—. Salvo, por supuesto, que Solinari debe estar plagada de refulgentes rocas de plata y Lunitari de piedras encarnadas. La otra es, sin duda, un espacio de tinieblas, aunque como nunca la he vislumbrado, no podría asegurarlo.

El corpulento luchador emitió un gruñido. Tas decidió que más valía contener la lengua. Calló, pues, mientras su compañero paseaba una solemne mirada por las inmediaciones. No duró la pausa, sin embargo, más de tres minutos, ya que se necesitaba una paciencia superior a la que el kender podía imponerse, o una daga apuntada a su garganta, para prolongar su mutismo.

—Caramon —lo interpeló—, ¿crees que lo hemos logrado? Me refiero, claro está, a catapultarnos a un satélite. Lo cierto es que este paisaje en nada se asemeja a cuantos he contemplado, aunque su superficie no es argéntea, ni roja, ni siquiera negra.

—No me extrañaría demasiado —farfulló el interpelado en sombría actitud—, teniendo en cuenta que una vez nos guiaste a un puerto de recreo que estaba situado en el centro de un desierto.

—¡Aquello tampoco fue culpa mía! —se defendió, indignado, Tasslehoff—. Hasta Tanis aseveró…

—Sea como fuere —le interrumpió el guerrero con palpable desconcierto—, a pesar de su insólita apariencia, este lugar me resulta vagamente familiar.

—Muy cierto —corroboró el hombrecillo, al mismo tiempo que ojeaba de nuevo aquellas extensiones de lodazal desfigurado por la ceniza—. Me recuerda a algo, ahora que lo mencionas, aunque no atino a saber qué. El único paraje comparable a éste que me viene a la memoria es el Abismo —dijo, en un quedo y tembloroso susurro.

Los cargados nubarrones se habían acercado de manera inexorable durante este diálogo, proyectando sobre el desnudo territorio unas sombras aún más fantasmagóricas. Trajeron consigo un viento caliente y, al detenerse, esparcieron una fina lluvia que se mezcló a la volátil ceniza. Se disponía Tas a hacer una observación acerca de la cualidad pegajosa de la lluvia, cuando, sin previo aviso, el mundo estalló a su alrededor.

Al menos, así se le antojó al kender. Sacudieron la tierra una luz deslumbradora, un sonido sibilante y un baque estentóreo, sordo, y el hombrecillo se encontró sentado en el barro, al borde de un gigantesco agujero que había engullido el suelo a escasos metros de ellos.

—¡En nombre de los dioses! —renegó Caramon, y se inclinó hacia su amigo para ayudarle a incorporarse—. ¿Estás bien?

—Creo que sí —repuso éste, conmocionado. Antes de que reaccionara, un segundo relámpago fulminó los contornos y arrojó al aire cantos de roca, que se desparramaron entre los cenicientos vapores—. ¡Caramba, ha sido espléndido! Aunque, si he de serte sincero, no me apetece nada que se repita —se apresuró a agregar, por temor a que el cielo, más oscuro a cada instante, resolviera mostrarse complaciente y le obsequiara con un nuevo fogonazo.

—Dondequiera que nos encontremos —sentenció el guerrero—, debemos alejarnos de estas alturas. Al menos hay un camino, que conducirá a algún sitio.

Al otear el encharcado sendero y el valle que se abría a su término, no menos cenagoso, Tasslehoff se dijo que cualquier otro enclave de la región sería tan poco halagüeño como aquél pero, consciente del estado taciturno en el que se había sumido Caramon, optó por guardarse sus cábalas para sí mismo.

Mientras vadeaban el légamo que inundaba el único camino practicable, la ventolera arreció, clavando en su carne astillas ennegrecidas y rescoldos apenas apagados. Los rayos danzaban entre los árboles y los hacían explotar en bolas de fuego verde o azulado. La tierra se agitaba bajo el bramido del trueno y, en suma, la tempestad, enseñoreada de la atmósfera, persistía en castigar aquella zona hasta el extremo que, ahora, las nubes se amasaban como un manto uniforme.

Caramon, que era quien marcaba el paso, aceleró la marcha. Forzaron ambos su trabajoso avance por la ladera y al rato llegaron a lo que, en un tiempo más o menos remoto, debió de ser una hermosa vaguada. Tas se representó la explanada que se desplegaba ante sus ojos como una pradera salpicada de árboles, que, en el otoño, se vestían de oro, color que, cuando llegaba la primavera, mudaban por el verde.

Vio aquí y allí espirales de humo que, casi antes de elevarse, eran arrastradas por el huracán. «Seguramente esas volutas son producidas por el embate de los relámpagos», reflexionó. Pero, a causa de una intrigante asociación de ideas, aquel espectáculo le traía reminiscencias de otro. Como le sucedía a su compañero humano, estaba convencido de que conocía el paraje.

Sorteando el limo, tratando de ignorar los estragos que aquella desagradable sustancia producía en su calzado y sus vistosos calzones azules, Tasslehoff recurrió a una vieja estratagema de su raza, que sólo debía utilizarse en caso de extravío inminente. Entornó los ojos, vació su mente de cualquier preocupación y, acto seguido, ordenó a su cerebro que esbozara las líneas de un paisaje idéntico al que les circundaba. La lógica que se escondía tras este proceder era que, como resultaba más que probable que algún miembro de su familia hubiera recorrido antes la zona, el recuerdo de ésta habría sido transmitido de alguna manera a sus descendientes. Aunque esta teoría nunca había podido probarse científicamente —los gnomos trabajaban en ella y habían expuesto sus conclusiones—, no era menos cierto que no se habían registrado kenders perdidos en toda la historia de Krynn.

Sea como fuere, Tas, hundido hasta la espinilla en el encharcado camino, bloqueó toda visión susceptible de distraerle y trazó en su cerebro una réplica de los alrededores. Acudió a su llamada interior un diseño tan límpido, tan claro, que se sobresaltó, persuadido de que los mapas de su ancestro nunca asumieron semejante perfección. Distinguió en el cuadro árboles colosales, montañas en el horizonte y un lago.

Abrió los ojos con un respingo. ¡Un lago! No lo había detectado antes, acaso porque había adoptado la misma tonalidad grisácea, indefinida, que el ceniciento terreno. ¿Quedaba agua en su recinto, o se había colmado de barro?

«Me pregunto —pensó— si mi tío Saltatrampas visitó alguna vez una luna. Si fue así, ya entiendo por qué reconozco el terreno. Sin embargo, de haber vivido una experiencia de tal calibre se la habría relatado a alguien. Quizá quiso hacerlo, pero los goblins le devoraron antes de que tuviera oportunidad de compartir su viaje. Y, hablando de devorar…».

—Caramon —interpeló al hombretón—, ¿te proveíste de agua para el viaje? —Hubo de alzar la voz, de otro modo el estruendo reinante habría ahogado sus palabras—. Yo no, ni tampoco de alimento sólido. No creí que fuéramos a necesitarlo, dado que regresábamos a casa.

Iba a continuar, pero, de pronto, distinguió algo que borró de su ánimo toda noción de necesidades materiales y, también, el recuerdo del tío Saltatrampas.

—¡Oh, Caramon! —Se agarró al guerrero, y estiró el índice en dirección al fenómeno—. ¿Es el sol aquello que despunta en el firmamento?

—¿Qué otra cosa podría ser? —contestó, malhumorado, su acompañante, examinando a su vez el disco, que acuoso y amarillento, había asomado a través de una brecha en los nubarrones—. Y no, no tengo agua con la que saciar nuestra sed, así que te recomiendo que te abstengas de importunarme sobre ese particular.

—¿Por qué has de ser tan antipático? —le regañó el kender, pero, al observar la expresión del guerrero, desistió de su empeño.

Hicieron un alto en mitad del inseguro, resbaladizo sendero. El tórrido viento soplaba en su derredor, azotando los mechones sueltos del copete de Tas como si fueran una bandera y ondulando la capa del que había sido general. El hombretón reparó en el lago, el mismo que visualizara su pequeño amigo, y su rostro se tornó pálido, sus pupilas se enturbiaron. Transcurridos unos momentos echó de nuevo a andar, con ostensible desaliento, y el kender, entre suspiros, acometió también el accidentado trayecto. Había tomado una decisión.

—Caramon —propuso—, salgamos de aquí. Abandonemos este lugar. Aunque sea uno de los satélites que mi tío Saltatrampas debió de inspeccionar antes de convertirse en un festín para los goblins, no resulta nada divertido. Hablo de la luna, no del hecho de servir de cena a esos monstruos, lo que, bien pensado, tampoco debe de ser muy entretenido. Con toda franqueza, opino que este astro es tan tedioso como el Abismo y, además, huele todavía peor. Por otra parte, allí nunca estaba sediento y aquí, en cambio…, tampoco —rectificó, recordando demasiado tarde que era un tema prohibido—. Lo que ocurre es que tengo la boca seca, pastosa, y me cuesta un gran trabajo hablar en tales condiciones. Conservamos el ingenio mágico —afirmó y, a fin de recalcarlo, alzó el cetro incrustado de joyas, temeroso de que el guerrero hubiera olvidado su existencia durante la última media hora—. Te prometo, te juro solemnemente, que en esta segunda intentona me concentraré en Solace y descartaré cualquier otro anhelo.

—Calla, Tas —le conminó el férreo luchador.

Habían llegado al valle. El cieno alcanzaba los tobillos del grandullón, lo que significaba que había engullido las piernas de Tasslehoff hasta la pantorrilla. Las vicisitudes sufridas durante la fatigosa marcha habían hecho renquear de nuevo al antiguo general. Era una secuela de la herida que le dejara en una pierna la batalla librada contra los conspiradores dewar en la fortaleza mágica de Zhaman. Y, para colmo de males, exhibía en su rostro la huella de un agudo dolor.

También se adivinaba otro sentimiento en sus contraídas facciones, un resquicio de temor, que provocó una honda desazón en el kender. Deseoso de averiguar el motivo de tan desusado talante, Tasslehoff escrutó la planicie. Pero, tras un breve reconocimiento, meditó que el panorama no era desde abajo más gris que desde la loma. Nada había cambiado, excepto la penumbra, que se había incrementado. Las nubes eclipsaron de nuevo el sol, lo que no dejó de aliviar al hombrecillo, porque aquel disco más parecía una siniestra ilusión que, en lugar de iluminar la tierra, le confería una lobreguez de nefasto portento. La lluvia se había intensificado al acumularse las nubes sobre las cabezas de los viajeros, pero, aunque molesta, no producía espanto.

Hizo todo lo posible para no romper el silencio. Pero fueron inútiles sus esfuerzos. Las palabras afluían a sus labios antes de que pudiera refrenarlas.

—¿Qué sucede, Caramon? —preguntó—. No veo nada especial. ¿Se trata de tu maltrecha rodilla?

—Guarda silencio, Tas —ordenó el aludido con tono tenso, tajante.

Y, sin más comunicación que este exabrupto, el hombretón siguió oteando los alrededores. Tenía las pupilas dilatadas y apretaba un puño, que, nervioso, volvía a abrir.

El kender se llevó una mano a los labios para acallar cualquier comentario, resuelto a permanecer mudo aunque en ello le fuera la vida. Al extinguirse los ecos de su breve y desabrido diálogo, percibió, de modo repentino, la quietud que presidía la escena. Cuando no rugía el trueno nada se oía, ni siquiera los sonidos propios de la lluvia como el gotear en las hojas de los árboles, el chapoteo en los charcos, el murmullo de la brisa en las ramas o los trinos de los pájaros, gorjeos de protesta por la humedad que saturaba sus plumas.

Le invadió una emoción ignota, estremecedora. Miró con mayor detenimiento los tocones socarrados de los árboles y dedujo que, aunque ahora estaban quemados, debían de haber sustentado los troncos más altos y poderosos que hubiera contemplado en toda su existencia, tan imponentes como…

Tragó saliva. Las hojas revestidas de los colores del otoño, el humo elevándose en olorosas columnas sobre el valle, un lago remansado, azul y transparente cual el cristal…

Pestañeando, limpió sus párpados de la viscosa película formada por el limo, por la mojada ceniza. Dio media vuelta, contempló el sendero y el descomunal peñasco, desvió luego su atención hacia el lago que se silueteaba detrás de los maltrechos árboles y, también, clavó sus ojos en las montañas, con sus cumbres puntiagudas, aserradas.

No era el tío Saltratrampas quien había estado allí con anterioridad.

—¡Oh, Caramon! —musitó, impresionado.

3 El obelisco

—¿Qué te sucede?

Caramon lanzó a Tas una mirada tan extraña, que éste sintió cómo aquellas súbitas emociones que le habían embargado y estremecido se propagaban al exterior en forma de una molesta comezón. Unas protuberancias rojizas aparecieron a lo largo de sus brazos.

—N… nada —balbuceó—, creo que mi fantasía me ha jugado una mala pasada. Escúchame —exhortó a su compañero—, hazme caso y vayámonos de aquí ahora mismo. Podemos viajar a donde queramos, retroceder a la época en que estábamos todos juntos y éramos felices. Regresemos a aquellos días dichosos en los que Flint y Sturm aún no habían perecido, cuando Raistlin vestía la túnica de la Neutralidad y Tika…

—Cállate, Tas —le atajó el guerrero, amenazador. Su orden fue subrayada por el resplandor de un relámpago que provocó un respingo del kender.

El viento seguía ululando, atravesaba sibilante los tocones y les arrancaba unas notas fantasmales, como si fueran criaturas dotadas de vida que respirasen con los dientes apretados. La pegajosa, fina lluvia, había cesado. Los nubarrones reanudaron su periplo en las alturas y descubrieron un pálido sol que apenas se atrevía a brillar en el grisáceo manto celeste. En el horizonte, sin embargo, los emisarios de la tormenta continuaban acumulándose, más densos y negros a cada instante. Los dos personajes se hallaban en un claro, donde por doquier eran acosados por el multicolor y oscilante embate de los rayos, que, en la distancia, tenían una mortífera belleza.

Caramon echó a andar por el camino, que trazaba un pronunciado recodo antes de desembocar en el valle. El hombretón tiritaba con violencia, mas no a causa del frío, sino por el dolor que le atenazaba la pierna herida. Oteó el sendero que tan bien conocía y se dijo que, aunque su aspecto había cambiado mucho, sabía lo que iba a encontrar cuando doblase la curva. Tasslehoff se inmovilizó, se plantó firmemente en medio del légamo y clavó los ojos en la espalda de su amigo.

Tras unos momentos de inusitado silencio, Caramon presintió que algo ocurría y también se detuvo, el rostro demacrado por el malestar y la fatiga.

—Vamos, Tas, no te detengas —le azuzó, irritado.

Enroscando un mechón de su desaliñado copete en un dedo, el kender meneó la cabeza en sentido negativo. Su compañero le sometió a un fulgurante escrutinio, que provocó la ira del hombrecillo.

—Todos esos troncos cercenados son de vallenwood, Caramon —declaró.

—Me he dado cuenta —repuso el hercúleo luchador, y su expresión se suavizó—. Estamos en Solace.

—¡No es posible! —se rebeló el otro, reacio a aceptar la evidencia que él mismo había expuesto. Tan sólo se trata de otro lugar donde crecen esos árboles debe de haberlos por centenares.

—Quizá, pero no existe más que un lago Crystalmir, Tas, ni tampoco he visto unas montañas tan inconfundibles como las Montañas Kharolis. Incluso ese peñasco que hemos dejado atrás posee un carácter, un significado único para nosotros, ya que era allí donde se sentaba Flint y tallaba la madera en delicadas figuras. Esta trocha enfangada, también familiar, conduce a…

—¡No puedes estar seguro! —lo interrumpió el kender. Corrió, o lo intentó, hacia la robusta figura de su acompañante, arrastrando los pies por el rezumante limo tan deprisa como pudo. Al alcanzarlo, le tiró de una mano y suplicó—: ¡Abandonemos este desierto! Podríamos volver a Tarsis, donde los dragones me derribaron un edificio encima. Fue divertido, interesante, ¿recuerdas?

Mientras hablaba, con una vocecilla chillona que pareció abrir fisuras en los agostados tocones, sacó de su cinto el ingenio arcano. Caramon, sombrío su rostro, estiró una mano y se lo arrebató. Ignorando sus vehementes protestas, manipuló las joyas que lo adornaban. De forma gradual, el refulgente cetro se transformó en un colgante liso y opaco.

—¿Por qué no nos alejamos de este horrible paraje? —insistió Tasslehoff, descorazonado—. No tenemos agua ni comida y, por lo visto, no contamos con muchas posibilidades de encontrarlas en los alrededores. Además, si uno de esos relámpagos nos cae encima, nos fulminará en un santiamén. La tempestad que se avecina es peor que la que se aleja, y no hay razón para que nos expongamos, puesto que no tenemos la certeza de hallarnos en Solace.

—Para adquirir esa certeza —le arengó el fortachón—, no hay otro medio que investigar. ¿No sientes curiosidad? ¿Desde cuándo renuncia un kender a vivir una nueva aventura? —le imprecó, deseoso de alentarle, y empezó a cojear de nuevo por la senda.

—Conservo esa cualidad, y en más alto grado que ningún otro miembro de mi raza —masculló el hombrecillo, mientras reanudaba, penosamente, la marcha—. Pero una cosa es el natural afán de explorar un enclave ignoto y otra muy distinta merodear despistado por el propio hogar. Tu casa no cambia, se limita a aguardar inmutable tu retorno y, en el momento del reencuentro, te inspira frases como «Fíjate, está todo igual que cuando lo dejé». Aquí, en cambio, tiene uno la impresión de que seis millones de reptiles han sobrevolado la zona y la han destrozado. ¡El hogar no es un lugar que invite a experiencias excitantes, sino al solaz!

Espió el semblante del guerrero para comprobar si su parlamento había producido algún efecto. Si fue así, en nada se evidenciaba: una máscara de resolución inapelable cubría aquellas facciones, mezclándose con el rictus de dolor. Este talante inquietó sobremanera al kender.

«No es el de antes —reflexionó—. Y no me refiero a los tiempos en los que bebía. Su evolución es más radical y profunda. Se ha vuelto más serio, más responsable, de eso no cabe duda, pero también advierto la presencia de un nuevo sentimiento. El orgullo —determinó— ha aprendido a valorarse a sí mismo y a resolver sus contradicciones».

No era éste un Caramon propicio a hacer concesiones, se dijo Tas, entristecido no era el hombretón desorientado que necesitaba que un kender lo salvase de pendencias y tabernas. Suspiró, sin poder sustraerse al pensamiento de que añoraba al viejo y, a pesar de su fuerza, desvalido compañero.

Llegaron al recodo y ambos lo reconocieron, aunque ninguno despegó los labios. El guerrero porque no había nada que comentar, Tasslehoff porque de nada le serviría empecinarse en negar que ya había estado allí. Instintivamente, uno y otro aminoraron el ritmo de la marcha.

Años atrás, cualquier viajero habría topado con las cálidas luces de «El Ultimo Hogar», la posada que regentara Otik. Habría husmeado los efluvios de las patatas especiadas y oído el estruendo de las risas y las chanzas que se escapaban por las rendijas cada vez que se abría la puerta para admitir al viajero o al parroquiano de Solace. Caramon y Tas hicieron un alto, en una suerte de acuerdo tácito, antes de jalonar la curva.

Siguieron mudos, mientras examinaban la desolación circundante, los lastimeros vestigios de lo que fuera verdeante vegetación, el terreno cubierto de cenizas y las rocas ennegrecidas. Retumbaba en sus tímpanos un silencio que debido, paradójicamente, a la ausencia de ruidos, se les antojó más escalofriante que el fragor del trueno. Los dos sabían que, antes de ver Solace, deberían haberla oído. Debería de haber invadido sus sentidos el estrépito propio de la ciudad, la fragua en plena actividad, el bullicioso mercado, los gritos de los buhoneros, los niños y los comerciantes establecidos, la algazara de los clientes congregados en la venta donde trabajaba Tika.

Nada percibieron salvo quietud y, todavía lejos, el ominoso zumbido de los elementos.

—Vamos allá —decidió al fin Caramon, y avanzó hacia su destino.

Tas caminaba más despacio, tan llenos de barro sus pies que tuvo la sensación de haberse calzado las férreas botas de los enanos. No obstante, no le pesaban tanto los miembros como el corazón. No cesaba de repetirse: «Esto no es Solace, esto no es Solace», con una tenacidad que asemejaba su letanía a los encantamientos de Raistlin.

Acometió el recodo y, cargado de presagios, alzó la vista. No había concluido esta acción cuando exhaló un suspiro que denotaba un inmenso alivio.

—¿Te convences ahora? —reprendió a Caramon, con un resoplido que por sí solo venció al aullido del viento—. No hay nada, ni albergue, ni burgo ni ningún otro signo de civilización. —Introdujo una mano en la colosal palma del luchador, y trató de forzarle a recular—. Ya podemos irnos —sugirió—, se me ha ocurrido una idea que te gustará. ¿Por qué no retrocedemos al episodio en que Fizban hizo bajar del cielo el puente dorado?

Pero el hombretón se desprendió de él y siguió adelante, con torpeza a causa de su dislocada rodilla. Apesadumbrado, hizo una nueva pausa y preguntó, rebosante su acento de miedo:

—Entonces, ¿qué es esto?

Mordisqueando las puntas de su suelto cabello, testarudo, el kender indagó a su vez:

—¿Qué es qué?

El guerrero señaló un punto concreto.

—Un terreno desbrozado —rezongó Tasslehoff, remiso a interpretar lo que su amigo pretendía demostrarle—. Concedido, aquí hubo algo. Quizás un alto edificio, pero, dado que ya no existe, ¿por qué preocuparse? Atiende, Caramon… ¡Caramon!

El motivo de su alarido fue que, mientras hablaban, flaqueó la lastimada pierna de su interlocutor y, de no ser por la rápida intervención del hombrecillo, aquél se habría desplomado. Con su ayuda, Caramon alcanzó el tocón del que había sido un majestuoso vallenwood, situado en un extremo del retazo de tierra removida. Apoyándose en él, lívida la tez y sudoroso, se frotó la magullada pierna.

—¿Qué puedo hacer por ti? —inquirió el kender—. ¡Ya lo tengo! Improvisaré una muleta. Debe de haber montones de ramas rotas en los alrededores buscaré una adecuada y te la traeré.

El herido nada repuso, tan sólo asintió con una inclinación de cabeza.

Tasslehoff inició presto la tarea, registrando con su aguda visión el cenagoso suelo y, en el fondo, satisfecho por haber hallado algo útil en que ocuparse en lugar de desentrañar absurdos dilemas acerca de una parcela destinada a construir una casa que se había volatilizado. Pronto halló lo que precisaba, el extremo de una tabla que sobresalía en el lodazal. La asió e intentó tirar de ella, pero sus manos resbalaron en el barro que la cubría y salió despedido hacia atrás. Se incorporó, contempló disgustado el fango adherido a sus llamativos calzones, que quiso sacudir sin éxito, y volvió a la carga. Esta vez notó que la incrustada estaca se movía un poco.

—¡Ya casi es mía, Caramon! —informó—. Sólo me falta…

Una exclamación desgarrada, totalmente impropia de un kender, rasgó el aire. El guerrero alzó los ojos alarmado, justo a tiempo para constatar cómo su amigo se precipitaba en un vasto agujero que, al parecer, se había abierto bajo sus pies.

—¡Voy a socorrerte, Tas! ¡Resiste! —animó al accidentado y, renqueante, se encaminó hacia él.

Antes de que llegara, el hombrecillo logró encaramarse de nuevo por la pared de la oquedad. Su rostro no era comparable a ningún otro que el luchador hubiera tenido ocasión de examinar: estaba macilento, los labios blancos y los ojos, en general vivaces, se habían ensombrecido.

—No te acerques, Caramon —susurró Tasslehoff, acompañando su ruego con un gesto de la mano—. ¡Te lo suplico, mantente apartado!

Demasiado tarde, el humano se había aproximado al borde y clavado su mirada en lo que contenía la fosa. El kender se acurrucó a su lado, sumido en un llanto plañidero.

—Están todos muertos —afirmó entre desgarradores sollozos.

Y, hundido el rostro entre las manos, comenzó a balancearse en violentos espasmos.

En el fondo del agujero, que la capa de barro había sellado piadosamente, yacía un enjambre de cuerpos, de cadáveres de hombres, mujeres y niños. Preservados del corrosivo azote de los elementos, algunos de ellos aún eran reconocibles o así, al menos, lo imaginó Caramon en su febril escrutinio. Voló su memoria a la última tumba colectiva que había visto, la de la aldea asolada por la epidemia que descubriera Crysania, y recordó también la ferocidad teñida de pesar que había demudado a Raistlin. Evocó el sortilegio que formulara el nigromante, el hechizo que creó relámpagos, fuego, que calcinó el pueblo hasta reducirlo a cenizas.

Rechinando los dientes, se obligó a sí mismo a sobreponerse y estudiar los cadáveres para tratar de distinguir, entre los restos, una ondulada melena pelirroja.

No halló tal. Con un tembloroso suspiro, se volvió y emprendió una desenfrenada carrera hacía el emplazamiento de «El Último Hogar», a pesar de su cojera.

—¡Tika! —vociferó una y otra vez durante el trayecto.

Tas alzó la cabeza y se puso en pie de un salto. Quiso lanzarse en persecución de su compañero, pero tropezó con un saliente rocoso y cayó en un charco.

—¡Tika! —se obstinaba en gritar el guerrero, una llamada angustiosa que los rugidos del viento y los distantes truenos no consiguieron mitigar.

Olvidado el dolor que le infligía la rodilla, continuó la marcha hasta arribar a un tramo despejado, libre de árboles, donde se adivinaban los lindes de una trocha. «La senda que discurría junto a la posada», reconoció el kender desde su postrada postura y, enderezándose, aceleró el paso detrás de Caramon quien avanzaba rápido, ajeno a sus propios bamboleos. Guiado por la aprensión y la esperanza, el inveterado luchador se había investido de una energía impensable unos minutos antes.

Tasslehoff lo perdió de vista entre los cercenados bosques de vallenwoods, pero ni un solo segundo dejó de oír su voz invocando el nombre de Tika. Consciente de hacia dónde se dirigía, caminó con más lentitud, porque, víctima ya de una terrible migraña provocada por el calor y los hediondos vapores que saturaban el lugar, vino a sumarse a su zozobra el horror de la escena que había presenciado. Levantando como pudo sus embarradas botas, más semejantes a la consistencia del plomo en cada zancada, el hombrecillo continuó.

Al fin divisó al huido, de pie en un espacio yermo próximo a un tocón de considerable diámetro. Sostenía algo en una mano y lo contemplaba con la expresión de quien, pese a su denodado empeño, ha sido derrotado.

Bañado en légamo, enturbiados su cuerpo y su alma, Tas se afianzó frente al entrañable grandullón.

—¿Qué es eso? —preguntó con la boca pequeña, estirando el índice hacia el objeto cuyo hallazgo tanto había afectado a su amigo.

—Un martillo —especificó el otro con evidente ansiedad—. Temo que el mío.

El kender inspeccionó la herramienta. De acuerdo, era un martillo o, por lo menos, lo fue. El mango de madera se había quemado en tres cuartas partes, no quedaban sino una chamuscada porción y la cabeza metálica, negra tras lamerla las llamas pero incólume.

—¿Qué pruebas tienes de que es en realidad el que tú utilizabas? —inquirió aún incrédulo.

—Una prueba irrevocable —murmuró Caramon con creciente amargura—. Fíjate en el encaje, todo baila al tocarlo. —A guisa de demostración, hizo girar el engarce, y el instrumento casi se desmembró—. Lo confeccioné cuando me hallaba en estado de perpetua ebriedad, por eso quedó defectuoso. Siempre que me ponía a trabajar, se soltaba el metal y tenía que ensamblarlo aunque, para ser francos, tampoco me aplicaba en exceso, porque no me importaba.

Debilitado por el esfuerzo, su tullida pierna volvió a quebrarse. Esta vez, sin embargo, no intentó mantener el equilibrio y se desmoronó, resignado, en el cieno. Sentado en el desbroce que fuera su vivienda, aferró el martillo y estalló en llanto.

Tas respetó su desahogo. Incluso desvió los ojos, por considerar que la consternación de su amigo era demasiado sagrada, demasiada íntima, para que él se entrometiera testimoniándola. Ignoró el hombrecillo sus propias lágrimas, que formaban riachuelos en los pómulos, y procuró distraerse en el examen de su malhadado entorno. Nunca antes se había sentido tan desvalido, tan solo. ¿Qué había sucedido? ¿Qué había fallado? Tenía que haber una clave, una respuesta.

—Si no me necesitas daré un paseo —avisó al guerrero, quien ni siquiera le oyó.

Se alejó despacio, con dificultad. Ahora sabía, sin ningún género de dudas, dónde habían ido a parar, ya no podía apoyarse en su obstinación. La casa de Caramon, cuando aún se erguía en el valle, estaba en el centro del burgo, cerca de la posada, y la ruta que eligió el kender fue la calzada que unía ambas construcciones y que, en un tiempo, fue una calle flanqueada por sendas hileras de habitáculos. Aunque nada confirmaba que allí hubiera prosperado una ciudad, ni avenida, ni hogares, ni los vallenwoods que les servían de soporte, recordaba la exacta localización de todo. Hubiera deseado que no fuera así, pero aquellas ramas que se abrían paso en el barrizal le traían nostálgicas asociaciones de las que le habría gustado zafarse. No se discernían puntos de referencia, edificaciones sólidas, salvo…

—¡Caramon! —El nombre de su compañero brotó de su garganta con un timbre exultante, fruto de la alegría que le inspiraba tener ante sí algo que merecía la pena rastrear y que, así lo esperaba, arrancaría al luchador de su ensimismamiento—. Caramon, creo que deberías venir a ver esto.

El interpelado no le prestó atención, de manera que Tasslehoff tuvo que acercarse sin él al hallazgo que acababa de hacer. Al final de la calle, en lo que fuera un pequeño jardín, se elevaba un obelisco de piedra. El parquecillo le era más que familiar, y estaba seguro de que nunca hubo un monolito en su recinto. Cuando abandonó Solace, sólo había allí plantas y flores.

Alto, toscamente tallado, el monumento había sobrevivido al acoso de las llamas, los vientos y las tormentas. Su superficie, al igual que todo lo demás, había sufrido menoscabo, pero ello no obstaba para que pudiera leerse la leyenda esculpida en la pared frontal, o así se lo pareció al kender, en cuanto hubiese limpiado el hollín y el moho.

Realizada esta operación, libres las letras de los últimos restos de suciedad, Tas las escudriñó largamente y, al fin, llamó de nuevo a Caramon.

Aunque ahora no emitió sino un quedo susurro, la extraña nota en la que fue pronunciado penetró la aureola de desaliento tras la que se parapetaba el hombretón. Vislumbrando el singular obelisco, y percatándose de la repentina seriedad de Tas, el guerrero se izó como mejor pudo y acudió a su lado.

—¿Qué es esto? —le consultó.

El kender fue incapaz de responder tuvo que conformarse con menear la cabeza y señalar la mole.

Erecto, quieto, Caramon obedeció a la muda indicación de su acompañante y revisó las líneas que, en lengua común, se ordenaban frente a él en una especie de epitafio.

A Tika Waylan Majere, Heroína de la Lanza.

Fallecida en el año 358.

El árbol de tu vida fue precozmente talado.

Temo que en mis manos el hacha se encuentre.

—Estoy desolado —acertó a titubear Tas, deslizando una mano entre los entumecidos, fláccidos dedos de Caramon.

Éste bajó la cabeza y, posando la palma en el obelisco, acarició la fría y empapada roca que tan luctuoso mensaje le transmitía. Mecidas por la pertinaz brisa, las gotas de lluvia se estrellaban contra la inscripción.

—Murió sola —gimió y, trocado en furia su pesar, en indignación contra sí mismo, cerró el puño y propinó al desgastado muro un golpe que surcó su carne de arañazos—. ¡La dejé a sus auspicios, me fui y ni siquiera la velé en tan temible trance! Debería haberme quedado. ¡Maldita sea, hice mal en partir!

Se estremecieron sus hombros al ritmo del llanto. El kender, al advertir que los nubarrones no cejaban en su avance y que pronto les alcanzarían, estrechó la manaza del guerrero y ensayó una arenga.

—No podrías haberla ayudado de haber estado junto a ella, Caramon…

Se interrumpió, de modo tan brusco que casi se mordió la lengua. Retirando la mano con la que sujetaba al guerrero, un movimiento en el que éste ni siquiera reparó, se arrodilló en el viscoso suelo. Con su aguda vista, había detectado un fulgor, como si algo compacto reverberase bajo los enfermizos rayos del sol. Estiró el brazo en actitud incierta y, a toda prisa, comenzó a apartar los blandos terrones que escondían el destellante objeto.

—¡En nombre de los dioses! —renegó, abrumado por el asombro—. Caramon, no te atormentes más. ¡Estuviste aquí!

—¿Cómo? —rugió el otro. El kender le conminó a mirar y el guerrero, receloso, obedeció. A sus pies, yacía su propio cadáver.

4 Un error de cálculo

Al menos, aquel cadáver se asemejaba a la figura de Caramon. Vestía la armadura adquirida en Solamnia, la que había lucido en las guerras de Dwarfgate y cuando Tasslehoff y él salieron catapultados de la fortaleza de Zhaman. La armadura con la que ahora se cubría.

Por lo demás, no había nada específico que permitiera identificarlo. A diferencia de los cuerpos que descubriera el kender, preservados gracias al fango de las inclemencias del tiempo, sus restos se hallaban sepultados relativamente cerca de la superficie y, debido a tal circunstancia, se habían descompuesto. No quedaba en la base del obelisco sino el esqueleto del que fuera un humano colosal. Una de sus manos, apretada en torno a un cincel, reposaba debajo del pétreo monumento, como si su postrera acción hubiera sido tallar las frases del epitafio.

No había rastro susceptible de ilustrarles sobre la causa de su repentina muerte.

—¿Qué es lo que ocurre? —inquirió Tas con voz entrecortada—. Si de verdad eres tú y has perecido, ¿cómo puedes estar aquí ahora mismo? ¡Oh, no! —exclamó, víctima de una idea tan súbita como poco halagüeña—. A lo peor quien se yergue ante mí no eres tú, sino una réplica fraguada por mi imaginación. —Agarró las hebras colgantes de su cabello y empezó a ensortijarlas en sus dedos—. ¿Te he concebido yo? Nunca creí poseer una fantasía tan exacerbada, tu aspecto no puede ser más real. —Alargó una mano a fin de tocar a su amigo, y agregó—: La textura de tu piel parece auténtica y, disculpa mi impertinencia, tus efluvios todavía más. Caramon, voy a volverme loco —se desesperó—. Si continúo desvariando, no tardaré en asemejarme a los enanos oscuros de Thorbardin.

—Cálmate, Tas —le suplicó el hombretón—. Todo esto es verdadero yo diría que demasiado. —Miró de hito en hito al corrompido yaciente y al monumento, que comenzaba a desdibujarse en la exigua luz del atardecer—. Y, por otra parte, presiento que estoy a punto de desentrañar el enigma. Si pudiera… —Hizo una pausa, durante la cual escrutó el monolito—. ¡Claro, ya lo entiendo! Fíjate en esa fecha.

Con reticencia, el kender levantó la vista.

—358 —leyó con monótono acento—. ¿358? —repitió, desorbitados ahora sus ojos—. ¡Caramon, corría el año 356 cuando partimos de Solace!

—En efecto —corroboró el guerrero—. Nos hemos extralimitado en nuestro viaje. Nos hallamos en el futuro.


Las nubes, que se habían arremolinado en el horizonte cual un ejército que se reorganizara para el ataque, iniciaron su arremetida justo antes del crepúsculo, camuflando en un alarde de benignidad los últimos momentos de existencia del vencido sol.

La tempestad se desató con una furia indescriptible. Una ráfaga de aire caliente, la avanzadilla, elevó a Tas hacia las alturas e, incapaz de arrastrar también al más pesado Caramon, lo lanzó contra el obelisco. Irrumpió luego en escena la lluvia, la caballería. Una cortina de gruesas gotas que, similares a lenguas de plomo, tamborilearon sobre los cráneos de las dos criaturas. Y escoltó al aguacero una descarga de granizo, de sólidas armas arrojadizas dispuestas a magullar la carne de quienes a ellas se expusieran.

No obstante, más inmisericordes que la turbonada de gases y agua eran los abigarrados relámpagos, letales sierras que saltaban del mullido manto a la tierra y fulminaban los ya devastados tocones, transformándolos en columnas de llamas visibles desde la lejanía. El estentóreo retumbar de los truenos era constante, ensordecía la tierra y embotaba los sentidos.

Tras buscar a la desesperada un refugio donde fuera más fácil resistir la conflagración, los sitiados divisaron un vallenwood caído y lograron acuclillarse bajo su tronco, en un hoyo que escarbó el guerrero en el gris, exudado cieno. Desde tan insuficiente cobijo, ambos personajes asistieron incrédulos a los destructivos afanes de la tormenta, que había decidido ensañarse en una tierra muerta de antemano. En las laderas montañosas se declaraban incendios dispersos, el olor a madera quemada se adhirió a las vías olfativas de los observadores mientras los rayos, al cerrar filas, hacían explotar los troncos vecinos y les arrancaban ascuas incandescentes. También de la tierra brotaban proyectiles en forma de terrones voladores, tan próximos que salpicaban sus atuendos. Y, en cuanto a los truenos, su ensordecedora algarabía amenazaba con neutralizar sus tímpanos.

Sólo una bendición ofrecía aquella borrasca: el agua de lluvia. Caramon no desaprovechó la oportunidad de invertir su yelmo y sacarlo a la intemperie, con tal fortuna que recogió de inmediato bastante líquido para saciar su sed. Su sabor era espantoso, semejante al de los huevos podridos, según Tasslehoff, quien, sabedor de que no debía desperdiciarlo, puso los dedos en tenaza sobre su nariz mientras bebía.

Ninguno mencionó, pese a que ambos lo pensaron, que no tenían donde almacenar algunos litros ni estaban provistos, tampoco, de alimento.

Sintiéndose más reconfortado ahora que había determinado su paradero y el período de la historia al que se habían desplazado, aunque no por qué ni cómo estaban allí, el kender incluso disfrutó del espectáculo durante la primera hora.

—Nunca había visto un relámpago de este color —comentó alborozado, contemplando el fenómeno con sumo interés—. ¡Es maravilloso, como los trucos de los ilusionistas callejeros!

Pero su entusiasmo no tardó en ceder al tedio.

—Hasta el abatimiento de un árbol, por esplendoroso que sea —aseveró al rato—, pierde una parte de su embrujo cuando se ha presenciado cincuenta veces. Si no te opones, Caramon —sugirió entre bostezos—, voy a dar una cabezada. Monta guardia ahora, luego te reemplazaré y podrás dormir. ¿De acuerdo?

En el instante en que el hombretón iba a expresar su asentimiento, le sobresaltó un ruido sibilante. Un ancho tocón, situado a escasos metros, había desaparecido en medio de una flamígera aura de tonos verdosos.

«Podríamos haber sido nosotros —recapacitó, puestos los ojos en los ardientes rescoldos y taponada su nariz por los vapores del azufre—. Quizá seamos los siguientes».

Le asaltó un salvaje deseo de huir, un ansia tan intensa, que se crisparon sus músculos y tuvo que hacer un gran esfuerzo de voluntad para refrenarse.

«Si me aventuro en campo abierto me espera una muerte segura —continuó barruntando—. En este agujero, al menos, estamos debajo de la superficie».

Sin embargo, un suceso desmanteló sus argumentos. Mientras se daba ánimos, un relámpago horadó en el suelo un gigantesco boquete, lo que le hizo comprender que no se hallarían a salvo en ningún lugar. No le quedaba sino aguardar y confiar en los dioses.

Giró el rostro hacia Tas, persuadido de que estaría asustado y con la intención de prodigarle unas palabras de consuelo. Pero estas palabras murieron en sus labios, y se sintetizaron en un suspiro. Había cosas que nunca cambiarían, entre ellas la increíble valentía, o insensatez, de los kenders. Hecho una bola, totalmente ajeno a los horrores que les acechaban, el hombrecillo se había sumido en un plácido sopor.

El guerrero se agazapó en el fondo de la oquedad, fijos sus sentidos en los nubarrones que los rayos enlazaban en una siniestra pasamanería. Para conjurar el miedo, trató de concentrarse en dilucidar por qué se hallaban en semejante apuro y en un tiempo equivocado. Al entornar los párpados y, así, aislarse de las fuerzas desencadenadas, se perfiló una vez más en su memoria la efigie de Raistlin erguido ante el Portal. Oyó su voz apelando a los cinco dragones que lo custodiaban para que, atentos a su reclamo, le franquearan el acceso al reino de las tinieblas y visualizó, asimismo, a Crysania —la sacerdotisa de Paladine— en el acto de orar a su dios, extraviada en el éxtasis de la fe y ciega a la perversidad del hechicero.

En una vivida secuencia, desfilaron frente a Caramon los recientes intercambios habidos con su gemelo, aureolados por el discurso, la confesión, de que le hiciera partícipe el archimago.

»La eclesiástica entrará en el Abismo conmigo. Caminará delante de mí y librará mis batallas, se enfrentará en mi lugar a clérigos oscuros, a nigromantes despiadados, a los espíritus de los muertos condenados a vagar por esos inhóspitos parajes y, en definitiva, a los inverosímiles tormentos que le depare mi Reina. Tantos avatares lastimarán su cuerpo, devorarán su mente y desgajarán su alma. Al fin, cuando se agote su resistencia, se derrumbará en el suelo, a mis pies, sangrante y moribunda.

»Con sus últimas energías, me tenderá la mano, buscará mi consuelo. No pedirá que la rescate es demasiado fuerte para eso. Sacrificará su vida gustosa, feliz, y no solicitará sino que permanezca a su lado mientras expira.

»Pero yo, Caramon, pasaré sobre ella sin detenerme. La dejaré tendida e indefensa, no le dedicaré una frase amable ni me molestaré en mirarla. ¿Por qué? Porque ya no la necesitaré».

Fue al escuchar tan aborrecibles manifestaciones cuando el hombretón tomó plena conciencia de que su hermano era irredimible. Y se desentendió de él.

«Que se hunda en las simas del Mal si es eso lo que quiere —había resuelto—. Desafiará a la Reina de la Oscuridad, quizá hasta se convierta en una de las divinidades, pero en cualquier caso no es asunto de mi incumbencia lo que pueda acontecerle a partir de ahora. Me he liberado de su influjo, de la misma forma que él se ha desvinculado de las ligaduras que le ataban a mí».

Activó junto a Tas el ingenio arcano, recitando las rimas que le enseñase Par-Salian. Las rocas comenzaron a crujir, como lo hicieran en las anteriores ocasiones en las que, en su presencia, entró en acción el artilugio.

No obstante, algo se había alterado en el momento cumbre. Ahora que se hallaba en disposición de meditar, recordó que antes de iniciar el viaje se había preguntado, en un arrebato de pánico, si había cometido algún error, pues el desarrollo de los portentos se le antojó distinto. Era inútil devanarse los sesos nunca lograría averiguarlo.

«Tampoco habría podido hacer nada para modificar el curso de los acontecimientos —reconoció con amargura—. La magia siempre escapó a mi inteligencia y, además, es un arte que no me inspira confianza».

Otro relámpago surcó el espacio en las cercanías y su virulencia deshizo la concentración del fornido humano, al mismo tiempo que provocaba un respingo en el kender. El durmiente se tapó los ojos con las manos y, cual un topo apretujado en su madriguera, se sumió de nuevo en el letargo que le acunaba.

En un alarde de determinación, el guerrero vació su cerebro de conceptos tales como tormentas y lirones, con el fin de retomar el hilo de sus evocaciones, de retroceder al instante en el que se había operado el hechizo en los subterráneos de Zhaman.

«Tuve la sensación de que tiraban de mí —rememoró—, de que desgarraban mis articulaciones dos entes en conflicto, que pretendían arrastrarme a sus opuestas esferas. ¿Qué hacía Raistlin mientras tanto?».

Luchó en su fuero interno por esclarecer los hechos, y el vago contorno del mago tomó cuerpo en las brumas del recuerdo. Su faz reflejaba terror, observaba el Portal con espasmos delirantes, y Crysania, por su parte, todavía en el marco del acceso, había cesado de rezar. También su figura se retorcía, sus pupilas destilaban un pavor sobrenatural.

Caramon se estremeció y se humedeció los labios. El agua que antes bebiera le había dejado un desagradable sabor, un gusto similar al que queda en la boca después de introducir un clavo oxidado, como los que sujetaba entre sus dientes cuando edificaba el refugio para el hechicero. Escupió, se secó las comisuras de los labios y apoyó la espalda en la terrosa pared.

Otro estallido le sobresaltó, al igual que la atronadora respuesta, que no por esperada resultaba menos apabullante.

Su gemelo había fracasado. Le había ocurrido lo mismo que a Fistandantilus, había perdido el control de sus facultades en la hora decisiva. El campo magnético del artilugio de Par-Salian se había interpuesto en su sortilegio. Ésta era la única explicación plausible.

El hombretón frunció el ceño. No, era evidente que Raistlin había previsto y descartado tal contingencia, ya que, de otro modo, el miedo a sufrir interferencias le habría impulsado a tomar precauciones. Conocedor de los secretos de su arte, si hubiera abrigado la más mínima sospecha, les habría impedido utilizar el ingenio, les habría matado como hiciera con el gnomo, el amigo de Tas. «Pero entonces, si no fue ésa la causa del desastre, ¿qué pudo motivarlo?».

Meneando la cabeza para desembarazarse de tan confusas conjeturas, empezó de nuevo. Dio vueltas y más vueltas al problema, trató de descifrarlo desde todos los ángulos, como hacía con los odiosos ejercicios que, de niño, solía plantearle su madre. Por un prodigio ignoto, el campo magnético se había desarticulado y los había teleportado demasiado lejos en el tiempo, hacia el futuro en lugar del presente.

«Lo que significa —recapituló— que lo único que he de hacer es calibrar el cetro de manera que nos retraiga al Solace que anhelábamos visitar, a casa, a Tika».

Abrió los ojos para examinar su entorno. ¿Se enfrentarían igualmente a aquella devastación al retornar? Ignoraba cuándo se había iniciado.

Al contemplar la realidad, despertando de sus ensoñaciones, se percató de que todo él tiritaba. No era extraño. La torrencial lluvia lo había calado hasta los huesos. Pero, aunque la noche se anunciaba glacial, no era esta perspectiva lo que lo acongojaba, sino otra más lacerante, más cruel. Sabía lo que entrañaba vivir con la conciencia de lo que había de acaecer, sin la tabla salvadora de la esperanza. ¿Cómo enfrentarse a su esposa, a los compañeros, ahora que había visto lo que les aguardaba? Pensó en el cadáver que yacía bajo el monumento, en su propio destino, y se sintió aún más incapaz de regresar al presente y llevar una existencia normal. Aquella imagen de su podredumbre le obsesionaría, modificaría sus costumbres y su talante.

Todo ello, claro está, en el supuesto de que aquellos despojos fueran los suyos. Evocó la última conversación sostenida con su hermano. Según Raistlin, Tas había cambiado la historia. Dado que los kenders, los enanos y los gnomos eran razas creadas por accidente, no por designio expreso de los hacedores, no se hallaban inmersos en el fluir del tiempo como los humanos, los elfos y los ogros. Así, las criaturas inferiores tenían prohibido desplazarse en tal dimensión pues, de hacerlo, podían tergiversar los eventos de mayor trascendencia.

En efecto, si Tasslehoff se había trasladado a la remota Istar fue porque, transgrediendo todas las leyes, se internó en el círculo mágico creado por Par-Salian, máximo dignatario de la Torre de la Alta Hechicería, cuando éste formulaba un encantamiento que sólo debía afectar a Caramon y Crysania. Siguiendo esta premisa, el archimago, al descubrirlo, intuyó que se le ofrecía la oportunidad de no sucumbir al sino de Fistandantilus. Habida cuenta del poder del hombrecillo para instaurar un nuevo orden, existía la posibilidad de evitar el fatal desenlace que auguraban las Crónicas. Allí donde su predecesor había perecido, Raistlin quizá sobreviviría.

Hundidos los hombros, el guerrero advirtió que un repentino mareo se había apoderado de él. ¿Cómo hallar un sentido a aquel galimatías? ¿Qué hacía en el valle, sepultado al pie del obelisco y a la vez resguardado del aguacero en un hoyo excavado por él mismo? Si el kender había ejercido una influencia sobre los acontecimientos, el cadáver hallado bajo el monolito bien podía pertenecer a otro. En el vórtice del huracán, una pregunta se imponía a todas las demás: ¿qué había pasado en Solace?

—¿Es mi gemelo el responsable de esta hecatombe? —murmuró en voz baja, con el propósito de escuchar el timbre de su propia voz en la barahúnda—. ¿Es la tempestad una prueba de que ha sido derrotado? ¿Guardan alguna relación sus propósitos y el atolladero en el que nos hemos metido?

Contuvo el resuello. A su lado, Tas se agitó y comenzó a proferir alaridos.

—Es sólo una pesadilla —le aseguró, y en el mismo impulso dio unas ausentes palmadas en su costado—. Tranquilízate, amigo —insistió, al notar que el cuerpo del hombrecillo se contorsionaba bajo su mano—. Descansa.

El aludido, aunque inconsciente, dio media vuelta y se acurrucó contra el humano sin apartar las manos de sus ojos.

Caramon continuó acariciándolo, deseoso también de que sus sinsabores fueran fruto de un mal sueño. Habría renunciado a años enteros de su existencia a cambio de despertar en su cama, fatigado su corazón debido a los excesos de la víspera en la taberna. ¡Qué no habría dado por oír el estrépito de platos rotos en la cocina, la regañina de Tika acusándolo de ser un holgazán y un borrachín mientras le preparaba su desayuno favorito! Ansiaba aferrarse a su perenne ebriedad, un estado de aturdimiento que lo conduciría a la muerte en la más perfecta ignorancia.

—¡Ojalá fuera todo esto el efecto de una curda! —suplicó, a la vez que reclinaba la cabeza en las rodillas y dejaba que unas acerbas lágrimas afluyeran entre sus pestañas.

Permaneció durante un largo intervalo en esta postura, indiferente a la borrasca y aplastado bajo el peso de sus dilemas, de sus elucubraciones. Tas suspiró y tembló, pero siguió durmiendo. Inmóvil, el hombretón intentó imitarlo. No puedo. Se había introducido ya en un universo de sopores ficticios, zambullido en una alucinación que espeluznaba, precisamente, por su verismo. Sólo le faltaba un detalle para confirmar el conocimiento de lo que, en el fondo de sus entrañas, sabía que no necesitaba verificar.

La tormenta amainó de manera gradual, poniendo rumbo sur. Caramon la oyó partir, percibió casi el caminar de los truenos sobre la tierra como si fueran pies de gigantes y, cuando se hubo alejado, el silencio retumbó en sus tímpanos con mayor apremio que los fragores de los elementos. El cielo se hallaba despejado, y así seguiría hasta el próximo advenimiento de nubes perturbadoras. Ahora podría ver las lunas, las estrellas.

No tenía más que alzar el rostro hacia el firmamento, el claro manto celeste, y se cercioraría.

Pasó unos momentos más sentado, ansiando que el aroma de las patatas especiadas de Otik invadiera su olfato, que la risa de Tika conjurara la quietud, que una migraña etílica sustituyera al irresistible dolor de su corazón.

Pero nada vino a aliviarlo. Tan sólo recibió la callada resonancia que envolvía aquella tierra yerma, sin más intromisión que unos lejanos zumbidos incorpóreos, a caballo de la remitente turbonada.

Con una exhalación, apenas audible incluso para él, el guerrero levantó la vista y escudriñó las alturas.

Tragó saliva, el agrio licor que envenenaba su boca, y casi se asfixió. Refrenó el llanto que afloraba a sus lagrimales. Nada debía entelar sus ojos en la búsqueda.

Leyó en el espectáculo nocturno el mensaje del destino, comprobó que, por desgracia, sus aprensiones no eran infundadas.

Una nueva constelación había aparecido entre las otras. Tenía la forma de un reloj de arena.


—¿Qué significa? —inquirió Tas, frotándose los ojos y contemplando, todavía somnoliento, las estrellas.

—Que Raistlin ha salido victorioso —contestó Caramon con un tono que era una explosiva mezcla de miedo, pesadumbre y orgullo—. El cielo nos revela que ha entrado en el Abismo, desafiado a la Reina de la Oscuridad y triunfado en la lid.

—Yo no lo interpreto así —aventuró el kender, extendiendo el índice hacia un punto determinado—. La constelación de Takhisis ha cambiado de emplazamiento, pero sigue allí arriba. Fíjate en Paladine. No acierto a dilucidar si ha intervenido en el altercado. Pobre Fizban —se lamentó—, espero que no se haya visto obligado a luchar contra tu hermano. No creo que le haya complacido hacerlo. Siempre tuve la sensación de que comprendía al archimago mejor que cualquiera de nosotros.

—Quizá la batalla todavía se esté librando —apostilló el guerrero—, y ésa sea la razón de que tengamos tormenta.

Guardó unos momentos de silencio, durante los cuales estudió el parpadeante reloj de arena. Visualizó en su memoria las pupilas de su hermano tal como las exhibía al emerger, muchos años atrás, de la terrible Prueba en la Torre de la Alta Hechicería. Metamorfoseados sus órganos visuales en sendos artilugios para medir el tiempo, Par-Salian le había dirigido una arenga aleccionadora al relatarle el motivo de tal transformación. No recordaba exactamente sus palabras, pero había expresado su esperanza de que, presenciando de antemano los estragos que obraban los avatares de la vida en las criaturas, aprendería a compadecer a quienes le rodeaban.

No fue así.


—Raistlin ha ganado la contienda —afirmó Caramon—. Ahora se han cumplido sus más íntimas aspiraciones, aniquilar a la soberana de la malignidad e instituirse en dios. Pero gobierna un mundo muerto.

—¿Un mundo muerto? —repitió, alarmado, su compañero—. ¿Insinúas que todo Krynn ha sido reducido a cenizas, que Palanthas, Haven y Qualinesti no son sino ciénagas calcinadas? ¿Y también K… Kendermore?

—Mira a tu alrededor —le conminó el guerrero— y dame tu sincera opinión. ¿Has visto a algún otro ser vivo desde nuestra llegada? —Ondeó la mano, poco ostensible bajo la tenue luz de Solinari, que, al desaparecer las nubes, brillaba en el cielo y observaba, ojo avizor, a los insignificantes mortales—. Ambos hemos sido testigos de los incendios en las laderas y los relámpagos vengadores prosiguen su viaje hacia el horizonte. Por el este se avecina otro núcleo borrascoso —añadió, señalando en aquella dirección—. Desengáñate, Tas, nadie aguanta tantos ataques sin sucumbir. Nosotros mismos seremos desintegrados dentro de poco.

—O algo peor —presagió el hombrecillo—. Te confieso que no me encuentro bien, amigo. O me ha sentado mal el agua de lluvia o estoy sufriendo una recaída y, como sabes, la peste no perdona. —Desencajadas las facciones por el dolor, se llevó una mano al estómago—. Se me revuelven las tripas. Se diría que he engullido una serpiente.

—En ese caso, es el agua —dictaminó su interlocutor con una mueca—. A mí me sucede algo similar. Quizá las nubes destilen líquido emponzoñado.

—¿Vamos a morir de inmediato, Caramon? —le consultó Tasslehoff tras unos minutos de reflexión—. Porque, si es así, me agradaría tenderme junto al obelisco de Tika. A menos que te cause algún inconveniente, por supuesto. Verás, sería una manera de sentirme como en casa antes de volar al árbol de Flint. —Resignado a su suerte, recostó la cabeza en el musculoso brazo del luchador y comentó—: ¡Le podré contar un sinfín de peripecias a ese gruñón! Le hablaré del Cataclismo, de la montaña ígnea, de mi oportuna irrupción en la emboscada de Zhaman, que te salvó la vida, y de las confabulaciones de Raistlin para convertirse en un dios. Él no querrá creerlo, sobre todo esta última parte, pero si tú estás a mi lado intercederás en mi favor, podrás garantizarle que no exagero ni un ápice.

—Morir sería fácil —repuso el que fuera un aguerrido general, lanzando un vistazo de soslayo al monolito.

Lunitari, hasta entonces ausente, inició su ascensión hacia el cenit. El halo sanguinolento que irradiaba se fundió con los blancos, mortíferos rayos de Solinari para proyectar una luz fantasmal sobre el maltratado paraje. La pétrea superficie del monumento, saturada de lluvia, reverberó en el claro de luna y la leyenda, esculpida en bajorrelieve, adquirió realce merced al contraste de los trazos en el liso muro.

—Sería fácil acabar con todo —persistió Caramon, más para sí mismo que para ser escuchado—. Sería sencillo acostarme y dejar que me absorbiesen las tinieblas. Resulta curioso que Raist me interrogase, en una ocasión, sobre si sería capaz de seguirle a su universo de oscuridad —agregó, a la vez que desenvainaba la espada y comenzaba a cortar una de las ramas del vallenwood donde se habían refugiado.

—¿Qué haces? —preguntó el kender, sorprendido, consciente de que, a medida que hablaba, se había obrado una sutil evolución en la actitud de su amigo.

El guerrero nada dijo. Absorto en su labor, continuó arrancando astillas de la rama que pretendía desgajar del colosal tronco.

—¡Vas a confeccionarte una muleta! —exclamó Tasslehoff, y dio un brinco que denotaba extrema inquietud—. ¡Adivino tus intenciones! ¡Y es una locura! Me acuerdo muy bien de ese episodio, y más aún de cómo reaccionó el mago cuando aseguraste que partirías tras él sin vacilar. Declaró que no sobrevivirías, Caramon, que tu hercúlea fuerza de nada había de servirte.

El aludido se encerró en su mutismo. La húmeda madera se astillaba bajo sus poderosos mandobles. Una vez hendida, el hombretón se dedicó a aserrar con la hoja la parte central. Hizo algunas pausas esporádicas para examinar el nuevo frente de nubes que se aproximaba, eclipsando las constelaciones y fluyendo hacia los satélites.

—Hazme caso, te lo suplico —le exhortó Tas y, a fin de llamar su atención, lo zarandeó por el brazo que sostenía la espada—. Aunque viajaras al… allí —no consiguió reunir el coraje suficiente para pronunciar el nombre—, ¿qué harías?

—Lo que debería haber hecho hace tiempo —sentenció Caramon con resolución.

5 Viaje en el futuro

—Has decidido ir a su encuentro, ¿no es verdad? —vociferó Tas, tan excitado que dio un nuevo salto y se puso frente a los ojos de Caramon, atareado en cortar la rama—. ¡Es un perfecto desatino! ¿Cómo te las arreglarás para llegar junto a él, dondequiera que esté? Exacto —se reafirmó—, ni siquiera conoces su paradero.

—Tengo un medio infalible —le atajó el hombretón al mismo tiempo que, sin inmutarse, devolvía la espada a su vaina. Agarró acto seguido la zona trabajada con sus manazas y, doblándola y torciéndola, consiguió al fin romperla—. Préstame tu cuchillo —le pidió al kender.

El hombrecillo obedeció y quiso reanudar sus protestas mientras el compañero eliminaba las protuberancias del leño, sus marchitas ramificaciones, pero éste no le permitió iniciar su discurso.

—Conservo el ingenio arcano —se ratificó Caramon—, que me transportará a donde desee. ¡Y sabes dónde está el archimago tan bien como yo! —le reprendió a su amigo.

—¿El abismo? —preguntó Tasslehoff, tímido, quebrada su voz.

Un sordo trueno les incitó a espiar, temerosos, a los heraldos de la tempestad. El guerrero volvió a su tarea con renovado ímpetu y el hombrecillo, por su parte, expuso sus argumentos.

—El artilugio mágico nos sacó, a Gnimsh y a mí, del reino de la noche, pero estoy persuadido de que no te introducirá en él. Si lo activas, sufrirás una decepción, aunque será aún peor en el caso de que acate tu mandato. ¡Es un paraje escalofriante!

—No te precipites en tus conjeturas soy consciente de que el cetro podría negarse a conducirme al Abismo —le sermoneó el corpulento humano, y le hizo una seña para que se aproximara—. De momento, comprobemos si mi muleta responde. Vamos a la tum…, al obelisco de Tika, antes de que se desate otra turbonada.

Haciendo jirones el repulgo de su empapada capa, el hombretón la anudó en torno al extremo superior de la rama, encajó ésta en su axila y, a guisa de experimento, apoyó su humanidad sobre la estaca. El tosco soporte se hundió varios centímetros en el fango, pero él lo arrancó y dio una segunda zancada. El resultado fue idéntico, lo que no le impidió avanzar a ritmo lento y liberar de su peso la rodilla herida. Tas le ayudó a caminar y así, a trompicones, se abrieron camino en el encharcado terreno.

«¿Adónde nos dirigimos?», deseaba preguntar el kender, pero le asustaba la respuesta, de modo que, por una vez, no tuvo dificultad en callar. Sin embargo, Caramon pareció oír sus cavilaciones, pues, a los pocos instantes, le comunicó su plan.

—Es posible que el ingenio no me catapulte a las esferas de la Reina Oscura, pero hay alguien que sí posee la facultad de hacerlo —dijo, con el resuello alterado por el esfuerzo—. Accionaré este portentoso instrumento y me personaré ante él.

—¿Quién? —inquirió el otro, impregnado el tono de su voz de resquemor.

—Par-Salian. Nos referirá lo sucedido y me enviará donde tenga que ir.

—¿Par-Salian? —Tasslehoff se alarmó tanto como si el guerrero hubiera mencionado a la misma Takhisis—. ¡Cometes una insensatez todavía mayor!

Trató de proseguir, pero una violenta náusea taponó la boca de su estómago y hubo de desistir. Se detuvo para vomitar y Caramon le aguardó, enfermizo su semblante bajo las luces de las lunas.

Convencido de haberse vaciado desde el copete hasta las botas, el kender se sintió un poco mejor. Indicó con un ademán al grandullón que ya había pasado el ataque, demasiado exhausto aún para hablar, y le alcanzó con paso bamboleante.

Vadeando en el fango, arribaron al obelisco y se apoyaron en él en busca de apoyo, agotados, como si en lugar de haber recorrido unos pocos metros hubieran atravesado medio Krynn. Caldeó la atmósfera un viento asfixiante, similar al que había acompañado la batalla. Los truenos, sus ecos, aumentaron de volumen de forma patente en su veloz recorrido a través de los planos superiores.

Bañado el rostro en sudor, los labios violáceos, Tas esbozó una sonrisa que pretendía ser ingenua y abordó al fornido, aunque ahora debilitado, humano.

—¿Sugerías hace unos momentos que visitásemos a Par-Salian? —le interrogó con aire casual, mientras se enjugaba las sienes—. Yo te lo desaconsejaría. No estás en condiciones de emprender la larga aventura que supone llegar hasta allí y, sin agua ni alimento, sería doblemente duro.

—No me has entendido —se disgustó Caramon—. Con el artilugio no tenemos necesidad de someternos a ninguna vicisitud. Bastará recitar la fórmula.

Y, extrayendo de su bolsillo el colgante, desarrolló el proceso que había de metamorfosearlo en un hermoso, enjoyado símbolo de poder. Observando sus movimientos, el kender tragó saliva y concibió nuevas argucias para instarle a renunciar.

—Imagino que el anciano debe de estar muy ocupado —apuntó, contrayendo la boca en una mueca—, demasiado para recibirnos. Este caos le exige sin duda una febril actividad, así que sería más conveniente no molestarlo y retroceder a una época divertida. ¿Por qué no revivimos la escena en la que Raistlin hechizó a Bupu y la enana se enamoró de él? ¡Fue fantástico! Aún veo a esa achaparrada mujer siguiéndole a todas partes.

Su oyente, si es que le prestó alguna atención, no lo demostró. Temeroso de perder la partida, el hombrecillo se estrujó el cerebro a la búsqueda de otro razonamiento disuasorio.

—Ha muerto —afirmó al fin, y exhaló un pesaroso suspiro—. Pobre Par-Salian, sus días se han acabado. Después de todo, era ya muy viejo cuando nos separamos de él en el año 356 y su aspecto no era, ya entonces, el de una criatura sana. Le habrá causado un tremendo impacto que tu hermano se erija en una divinidad. Lo más probable es que su corazón, al no haberlo podido resistir, haya cesado de latir, acaso de manera instantánea.

Consultó al guerrero con la mirada. Una leve sonrisa animaba la expresión de su acompañante, aunque éste, mudo como una lápida, continuó ajustando y armando las piezas del colgante. El súbito resplandor de un rayo interrumpió su quehacer. Alzó la vista al cielo y asumió, de nuevo, la seriedad que le había caracterizado durante las últimas horas.

—¡Seguro que la Torre de la Alta Hechicería ya no se encuentra en su antiguo emplazamiento! —gritó Tasslehoff a la desesperada—. Si has acertado y todo el mundo se ha reducido a esto —ondeó la mano en un movimiento circular, en el instante mismo en que empezaba a caer la insalubre lluvia—, la mole debió de ser una de las primeras que se desmoronaron. Era más alta que la mayoría de los árboles que poblaban el país. Fue un objetivo fácil para los relámpagos.

—La Torre se mantiene en pie —le espetó Caramon, tan tajante que el kender cejó en su idea.

Hizo los últimos engarces en el artilugio, lo sostuvo en alto y, al reflejarse en las gemas la luz de Solinari, éstas refulgieron como si tuvieran vida propia. Pero los nubarrones se interpusieron pronto, ocultando la luna y creando una intensa penumbra que tan sólo rasgaban los aserrados, magníficos y letales relámpagos.

Apretando los dientes para aliviar el dolor de su lisiada pierna, el hombretón asió la muleta y se incorporó. Tas le imitó más despacio, puestos en su amigo unos ojos que destilaban tristeza.

—En todo este tiempo, he aprendido a conocer a Raistlin —dictaminó el guerrero, consciente del abatimiento del hombrecillo, aunque fingió ignorarlo—. Me ha costado mucho, quizá demasiado, pero ahora ninguno de sus sentimientos se me escapa. Detestaba la Torre y también a sus moradores, por el suplicio al que le sometieron entre sus paredes. Sin embargo, su odio se confunde con un amor ilimitado porque, pese al sufrimiento que ha padecido, ese edificio constituye el emblema de su arte. Y tal arte, la magia, significa más para mi gemelo que la existencia misma. No, la Torre de la Alta Hechicería no ha sido derruida.

Exhibió el inefable objeto a los elementos y, sin más preámbulos, acometió el cántico:

—Tu tiempo te pertenece, aunque viajes por él…

—¡Detente, Caramon! —le ordenó Tasslehoff, aunque su acento imperativo era fruto del pánico y no de la voluntad de imponerse—. ¡No puedes llevarme a presencia de Par-Salian! Me infligirá un castigo terrible, me transformará en…, en un murciélago, por ejemplo. Aunque sería una experiencia interesante, no sé si lograré acostumbrarme a dormir en posición invertida, con la cabeza colgando. Me gusta ser un kender. No me apetece encarnarme en un animal.

—¿Qué jerigonza es ésta? —se encolerizó su interlocutor, más aún porque sentía sobre su piel el embate del incipiente granizo.

—Me inmiscuí en su sortilegio —se explicó el hombrecillo, tan frenético que apenas podía ordenar sus ideas—. Hice un viaje que estaba vedado a los de mi raza, desoyendo el mandato del insigne anciano, y por si eso fuera poco ro…, me apropié de un anillo con virtudes esotéricas que alguien había dejado olvidado y me lo ceñí al dedo. ¡Perpetré dos delitos que los magos juzgan imperdonables! Luego, ya en Istar, rompí el ingenio —prosiguió, dispuesto a enumerar todas sus faltas—. No fui yo el responsable de aquel accidente, sino Raistlin. Pero una persona estricta podría sacar la conclusión de que si no me hubiera atrevido a tocarlo, no habría sucedido nada. Y Par-Salian es, a mi entender, una criatura de conceptos rígidos. Cuando encargué a Gnimsh que recompusiera los fragmentos, no le restituyó exactamente sus facultades originales, lo que tampoco suscitará los elogios del dignatario.

—Tas —rezongó el guerrero, mareado por tan vehemente parrafada—, haz el favor de callarte.

—Sí, Caramon —accedió el otro con inusitada docilidad.

El enorme humano examinó a aquella pequeña figura que, compungida, se recortaba en la claridad de la tormenta, y trató de ofrecerle consuelo.

—Te prometo, amigo, que no permitiré que Par-Salian te haga ningún daño. Antes tendrá que convertirme en murciélago.

—¿De verdad? —se esperanzó el aludido.

—Empeño en ello mi palabra —insistió el colosal luchador y, oteando su entorno, le indicó—: Ahora, dame la mano y partamos sin demora.

—De acuerdo —se avino el kender y, jubiloso, deslizó una mano en la inconmensurable palma que le tendía su compañero.

—He de hacerte una última recomendación —declaró el portador del arcano objeto.

—¿Cuál?

—Esta vez, todos tus pensamientos han de confluir en la Torre de la Alta Hechicería. ¡Nada de lunas ni de divagaciones!

—Descuida —garantizó el errabundo hombrecillo.

Comenzó de nuevo el guerrero a entonar las rimas y, mientras lo hacía, Tasslehoff no pudo sustraerse a una fugaz idea, que descartó de inmediato.

«Me pregunto qué apariencia ofrecería este gigante si se metamorfoseara en un mamífero volador —se dijo—. ¡Su aleteo sería imponente!».


Los dos personajes se materializaron en el lindero de un bosque.

—No ha sido culpa mía —se apresuró a defenderse el kender—. He puesto alma y vida en desechar cualquier imagen que no fuera la de la Torre. Tengo la total certeza de no haber evocado ninguna espesura.

Caramon estudió el panorama con suma atención. Era todavía de noche, pero se vislumbraba una misteriosa claridad a pesar de las nubes que se perfilaban en el horizonte. Lunitari derramaba su tamizada luz de sangre sobre la tierra mientras que Solinari, perturbado su recorrido, se eclipsaba tras un frente borrascoso. Encima de ambas, se divisaba el reloj de arena formado por ristras de estrellas.

—Estamos en el período adecuado —masculló el hombretón— pero, en nombre de los dioses, ¿dónde hemos ido a parar? —Apoyóse en la muleta y clavó en el ingenio una mirada acusadora, antes de inspeccionar los sombríos árboles cercanos, los troncos iluminados por las lunas. De pronto, se ensancharon sus contraídos rasgos—. ¡No ocurre nada. Tas! —exclamó, alborozado—. ¿No lo reconoces? Es el Bosque de Wayreth, el paraje mágico que custodia el edificio.

—¿Estás seguro? —quiso cerciorarse Tasslehoff—. La última vez que anduve por aquí, me enfrenté a un paisaje muy distinto, una maraña de árboles que me acechaban como si una fuerza ignota los hubiera dotado de vida y que, al tratar de adentrarme, me atacaron. Más tarde, cuando pretendí alejarme, tampoco me lo permitieron.

—Así era, en efecto —subrayó el guerrero, doblando el cetro hasta devolverle la forma de un colgante común.

—Entonces, ¿a qué se debe esta mutación?

—A las mismas causas que han alterado la apariencia de todo nuestro mundo —repuso Caramon mientras, cuidadoso, guardaba el artilugio en un saquillo de cuero.

El kender rememoró el episodio de su anterior visita a la mágica arboleda. Concebida para proteger la Torre de los intrusos, era un lugar de pesadilla, porque, fiel al carácter sobrenatural que le habían conferido quienes la engendraron, era ella la que encontraba a las personas y no al revés, como mandaban los cánones. La primera vez que sorprendió al luchador y a Tas fue poco después de que Soth, el caballero espectral, envolviera a Crysania en un encantamiento destinado a matarla. El hombrecillo se había despertado de un profundo sueño y descubierto, perplejo, que se elevaba un bosque donde nada había la víspera.

Los troncos, las ramas, estaban desnudos y torturados, una gélida bruma surgía de las cortezas. En el interior moraban entes oscuros, espíritus condenados a vagar toda la eternidad. No tardó el kender en comprobar que, en aquel ambiente de ultratumba, también los árboles poseían el don de la existencia y tenían la costumbre de seguir a los mortales. Recordaba que siempre que había intentado apartarse, en cualquier dirección que tomase, volvía a topar con aquel hervidero de prodigios.

Esta mera circunstancia era ya bastante abrumadora, pero cuando el hombretón traspasó sus límites, se produjo un hecho todavía más espeluznante. Los árboles, en una dramática farsa, empezaron a crecer y moldearse hasta trocarse en vallenwoods. La espesura, antes cubil de muerte, lóbrega y cargada de malos presagios, se transformó en un bosque hermoso, teñido de los verdes y los ocres de las estaciones, de la vida. Los pájaros trinaban felices en las ramas, invitándolos a participar de la belleza.

Ahora había sufrido una nueva mutación. Tasslehoff lo contempló anonadado, porque, si bien halló en sus contornos reminiscencias de las dos versiones que conocía, lo cierto era que no se asemejaba a ninguna. Los troncos parecían vegetales muertos, sus lisas superficies, resecas por la podredumbre, no exhibían síntomas de que nada pudiera medrar. Y, no obstante, al mirarlo, vislumbró unas señales de movimiento que sugerían la presencia de un hálito vibrante. Las ramas se proyectaban como tentáculos atenazadores.

Volviendo la espalda al embrujado Bosque de Wayreth, el hombrecillo escrutó el llano que se extendía en las cercanías. La escena era idéntica a la de Solace. No había vegetación ninguna, ni viva ni muerta. Le circundaban tocones negruzcos e informes, que, dispersos, se arraigaban con sus postreras energías a una ciénaga escurridiza. En todo el perímetro que abarcaba su visión, no había sino tramos uniformes de lo que podía definirse como un desierto de cenizas.

—¡Caramon! —gritó de pronto, estirando el índice.

El aludido desvió el rostro en la dirección que señalaba. Junto a uno de los troncos yacía una figura, recogida sobre sí misma.

—¡Una persona! —se excitó el kender—. ¡Hay alguien más aquí!

—¡Tas!

Aquella llamada era un aviso del guerrero, para prevenirlo contra un posible espejismo pero antes de que acertara a actuar, el hombrecillo había echado a correr.

—¡Hola! —saludó a la inerte forma—. ¿Duermes? Por favor, despierta.

Se inclinó sobre el bulto y lo zarandeó. Pero sólo consiguió que la criatura rodara sobre su espalda. Boca arriba, tensa y rígida, pudo contemplarla.

—¡Oh! —se asombró Tasslehoff, a la vez que reculaba unos pasos—. ¡Es Bupu!

Hubo un tiempo en el que Raistlin trabó amistad con la enana gully, con aquel despojo que ahora oteaba el estrellado cielo con ojos extraviados, hundidos en las cuencas. Cubrían su enflaquecido cuerpo unos harapos mugrientos, raídos hasta lo impensable, y en su rostro tumefacto se evidenciaban las huellas de la devastación. Se ceñía a su cuello una correa de cuero y, atada a su extremo, como una siniestra alhaja, había una lagartija disecada. Aferraba en una mano una rata en iguales condiciones y en la otra mano, una pata de pollo. Tas comprendió, decaído, que, al acosarla la muerte, la diminuta mujer había recurrido a toda la magia que atesoraba. Pero a juzgar por las consecuencias, no había tenido éxito.

—No hace mucho que falleció —murmuró Caramon, caminando hasta ellos y arrodillándose para observar a la infortunada—. Fue sin duda el hambre lo que acabó con ella —diagnosticó, mientas entornaba caritativamente los párpados—. ¿Cómo pudo sobrevivir tanto tiempo a la catástrofe? Los habitantes de Solace llevaban muertos varios meses.

—Quizá Raistlin la socorrió —sugirió el kender.

—No, es una simple coincidencia —opuso el guerrero con áspero acento—. Los enanos gully son capaces de resistir las peores penurias. Imagino que fueron los últimos en expirar y que Bupu, más avispada que sus congéneres, aguantó durante un período mayor que los otros. Mas, al fin, incluso alguien de su fortaleza pereció en esta tierra maldita. Ayúdame a levantarme —rogó a su amigo, encogiéndose de hombros.

—¿Qué vamos a hacer con sus restos? —preguntó éste—. No podemos dejarla aquí.

—¿Por qué no? —replicó Caramon, malhumorado. El espectáculo de la enana y la proximidad del Bosque habían traído a su mente una oleada de penosos recuerdos.

—¿Te agradaría a ti que te sepultaran en el fango? Además, no podemos perder ni un minuto.

Le inspiró esta decisión el hecho de que los nubarrones, con su séquito de relámpagos y rugientes truenos, se habían situado prácticamente sobre sus cabezas. Al advertir que Tasslehoff se empeñaba en atender a la yaciente y que un velado reproche teñía sus pupilas, Caramon endureció su expresión.

—No queda nadie vivo susceptible de mancillarla, Tas —reconvino, irritado, al kender, aunque para satisfacer a su alicaído compañero, se quitó la capa y cubrió el cadáver—. Vámonos —ordenó.

—Adiós, Bupu —se despidió Tas de aquella desdichada que no podía oírle.

Al dar una cariñosa palmada en la exánime mano que asía al roedor, y estirar la improvisada mortaja sobre ella, vislumbró un resplandor bajo la luz rojiza de Lunitari. Contuvo el aliento, convencido de que identificaba el origen del resplandor y, con extrema suavidad, separó los acartonados dedos. Cayó la rata y, junto a ésta, una esmeralda.

Se hizo con la gema y, conocedor de sus asociaciones, se zambulló en el recuerdo de un remoto suceso. ¿Dónde fue, en Xak Tsaroth? Sí, su grupo se había escondido de las tropas draconianas en un fétido subterráneo y tenía que jalonar una tubería. Al nigromante le sobrevino un espasmo de tos…


Bupu le miró preocupada y, metiendo su pequeña mano en la bolsa, revolvió unos segundos y sacó un objeto, que sostuvo bajo la luz. Lo miró, suspiró y negó con la cabeza.

—Esto no ser lo que quería —musitó.

Tasslehoff, al ver un reflejo de brillantes colores, se acercó a ella.

—¿Qué es eso? —preguntó, aunque conocía la respuesta. Raistlin también observaba el objeto con ojos brillantes.

Bupu se encogió de hombros.

—Piedra bonita —dijo sin interés, volviendo a rebuscar en la bolsa.

—¡Una esmeralda! —exclamó Raistlin.

Bupu levantó la mirada.

—¿Tú gustar?

—¡Mucho!

—Tú guardar.

Bupu depositó la joya en las manos del mago y, con un grito de triunfo, sacó lo que había estado buscando. Tas, acercándose a ver la nueva maravilla, se apartó asqueado. Era una lagartija muerta, absolutamente muerta. Alrededor de la cola tiesa de la lagartija había atado un cordón de cuero. Bupu se lo acercó a Raistlin.

—Llevarlo alrededor del cuello —le dijo—. Cura tos.


—El archimago ha estado aquí recientemente —concluyó el kender—. Nadie sino él pudo entregarle esto, pero ¿por qué? ¿Fue un obsequio, acaso un amuleto protector? Caramon, escucha…

No terminó la frase, pues el robusto guerrero se hallaba abstraído en la contemplación del Bosque de Wayreth y, al reparar en su lívida tez, el hombrecillo intuyó que volaba a la grupa de nostálgicas, a la vez que pavorosas, ensoñaciones.

En silencio, Tasslehoff metió la esmeralda dentro de su bolsillo.


La arcana espesura parecía tan estéril y desolada como el resto del mundo. Mas, para Caramon, bullía de recuerdos. Estudió, nervioso, los singulares árboles, los mojados troncos y las retorcidas ramas, que, por el influjo de Lunitari, rezumaban un líquido similar a la sangre.

—Pasé miedo la primera vez que visité este bosque —masculló, cerrando los dedos en torno a la empuñadura de la espada—. No me habría aventurado de no ser por Raistlin. La segunda ocasión, cuando transportamos a Crysania para que los magos la sanasen, mi pánico fue en aumento tampoco me habría adentrado si no me hubieran hechizado las aves con sus seductores gorjeos. «Sereno el bosque, serenas sus perfectas mansiones donde crecemos en lugar de marchitarnos», rezaba su estribillo. Yo vi en sus palabras la promesa de una respuesta a todas mis elucubraciones, pero hasta ahora no he desentrañado el mensaje de muerte que transmitían. Sí, de muerte, ella es la única mansión perfecta, la eterna residencia donde nuestra alma se engrandece y cesan de corrompernos las influencias externas.

Sin apartar los ojos de la arboleda, el guerrero tuvo un escalofrío a pesar del calor sofocante que derretía hasta el aire. «Hoy me asalta un temor todavía más insondable que en aquellas dos situaciones —se confesó para sí mismo—. Algo terrible anida ahí dentro».

Una sierra luminosa alumbró la bóveda celeste, el plano inferior donde se hallaba el humano, con tanta intensidad como si fuera de día. Fue sucedido por un sordo estruendo y por el chapaleo de la lluvia en los pómulos de éste.

—Al menos los troncos se sostienen en pie —susurró—. Deben de estar dotados de una magia tremendamente poderosa para soportar la arremetida de las tempestades. —Sus tripas se revolvieron reclamando alimento y, como no podía proporcionárselo, ni siquiera engullir aquel líquido malsano que manaba del cielo, se contentó con humedecerse los labios—. Sereno el bosque… —recitó de nuevo.

—¿Qué decías? —inquirió Tas, situándose a su lado.

—Que, en el fondo, da lo mismo sucumbir de un modo u otro —contestó el hombretón con cierta indiferencia.

—Yo he muerto tres veces —explicó el kender—. La primera fue en Tarsis, cuando los dragones derribaron un edificio sobre mí. Luego vino el accidente de Neraka, donde el mecanismo de una trampa envenenó mi sangre y Raistlin me salvó y, por último, fui catapultado al más allá tras la hecatombe de Istar. Tengo, pues, suficiente materia de juicio para corroborar tu dictamen: una muerte no difiere en exceso de otra. Sin embargo, existen matices, ventajas e inconvenientes, en cada modalidad. La ponzoña era dolorosa pero de efectos rápidos, mientras que la casa que me cayó encima…

—Resérvate algo para narrárselo a Flint —le atajó Caramon y, desenvainando su espada, le consultó—: ¿Estás preparado?

—Lo estoy —le aseguró el otro en postura marcial—. «Guárdate lo mejor para el final», solía comentar mi padre. Claro que —hizo una pausa— citaba este sabio proverbio en relación con la cena, no con el destino. No importa —caviló—, el significado es válido en ambos contextos.

Enarboló su pequeño cuchillo y siguió al guerrero hacia las entrañas del embrujado Bosque de Wayreth.

6 El Bosque de Wayreth

Los engulló la negrura. Ni la luz de la única luna que brillaba en el cielo, ni tampoco la de las estrellas, podía penetrar la noche del Bosque de Wayreth. En el lóbrego ambiente, incluso los fulgores de los relámpagos pasaban inadvertidos. Y, aunque se oían las resonancias de los truenos, parecían unos empobrecidos ecos de sí mismos. En los tímpanos de Caramon repiqueteaban los tamborileos de la lluvia y el granizo. Pero la espesura estaba seca y tan sólo los árboles del lindero habían recibido la rociada.

—¡Qué alivio! —se alegró Tas—. Si nos alumbrase alguna luz…

Apagó su voz un gorgoteo, síntoma inequívoco de ahogo. El guerrero detectó un ruido sordo y el crepitar de la madera, sucedido por el sonido que emitiría un cuerpo al ser arrastrado.

—Tasslehoff, ¿estás bien? —indagó, alarmado.

—¡No, Caramon! —contestó éste—. Me ha atrapado uno de estos horribles vegetales. ¡Socórreme, te lo suplico!

—No me estarás gastando una broma, ¿verdad, amigo? —quiso cerciorarse el hombretón—. Porque, si es así, no tiene ninguna gracia.

—¡Claro que no! —aulló el kender—. Me ha aprisionado y me lleva hacia algún lugar.

—¿Dónde? ¿En qué dirección? —demandó el luchador—. ¡No veo nada en estas tinieblas!

—¡Aquí! —trató de orientarle el cautivo—. ¡Me ha agarrado por el pie y está dispuesto a partirme en dos!

—¡No dejes de gritar, Tas! —le urgió Caramon, que deambulaba a trompicones en la susurrante maraña—. Creo que ando cerca.

Una enorme rama azotó al guerrero en el pecho, tan contundente que le arrojó al suelo y le privó del resuello. Mientras, estirado cuan largo era, intentaba inhalar aire, percibió un crujido a su derecha. Arremetió a ciegas con su espada, a la vez que se decantaba hacia un lado, justo a tiempo para evitar un tronco que, en vez de aplastarlo, se estrelló donde yaciera segundos antes. Se incorporó torpemente, pero otra rama le golpeó la parte inferior de la espalda y lo lanzó de bruces sobre el duro terreno.

La rama le flageló los riñones, causándole un agudo dolor. Luchó para erguirse de nuevo, pero la rodilla le palpitaba en una suerte de agonía y la cabeza le daba vueltas. Había cesado de oír a Tasslehoff. No era consciente sino del restallar de los látigos arbóreos y de su avance implacable. El enemigo cerró filas a su alrededor, uno de sus tentáculos le arañó el brazo y, sensible a su proximidad, el humano reculó fuera de su alcance. De poco le sirvió. Algo se enroscó en torno a su tobillo y, pese a que una ágil estocada hizo saltar astillas sobre su pierna, no lastimó al atacante.

La fuerza de innumerables siglos anidaba en las macizas ramificaciones de los moradores del Bosque su magia les infundía raciocinio y voluntad propias. Caramon había traspasado las fronteras del territorio que guardaban, una región vedada a los intrusos y, lo sabía bien, iban a matarle.

Otra rama más se enredó en su poderoso muslo, unos leños semejantes a lianas buscaron un asimiento firme en sus extremidades. Pronto le despedazarían, como quizás habían empezado a hacer con el hombrecillo, que, en una nebulosa, profería alaridos desgarrados.

Alzando la voz, el atenazado luchador proclamó:

—¡Soy Caramon Majere, hermano de Raistlin! Debo hablar con Par-Salian o con el actual Señor de la Torre, sea quien fuere.

Hubo un momento de silencio, de titubeo. El improvisado orador notó que flaqueaba la determinación de los árboles y que aflojaban su presa.

—Par-Salian, ¿estás ahí? —insistió—. Par-Salian, has de conocerme. ¡Soy su gemelo, y tu única esperanza!

—¿Caramon? —le invocó alguien con acento inseguro.

—Calla, Tas —siseó el aludido a su amigo, pues era él quien le requería.

La quietud se hizo tan densa como la oscuridad. Transcurrido un breve lapso, los aprehensores soltaron al humano y los quiebros disonantes, siniestros, que antes anunciaran su vecindad flanquearon ahora su retroceso. Con un suspiro, con una debilidad hija del miedo, el sufrimiento y el creciente mareo, el guerrero apoyó la cabeza en un brazo hasta que se hubo normalizado su ritmo respiratorio.

—Tas, ¿cómo te encuentras? —le preguntó al kender.

—Mejor —contestó su compañero a muy escasa distancia, tanto que el hombretón no tuvo más que estirar el brazo para tocarlo y atraerlo hacia sí.

Aunque oía la agitación que reinaba entre sus adversarios al replegarse, a Caramon no le cabía la menor duda de que vigilaban todos sus movimientos, de que registraban cada palabra surgida de sus labios. Cauteloso, envainó la espada.

—Te agradezco sinceramente que revelaras quién eres a Par-Salian —murmuró Tasslehoff, aún jadeante—. No imagino cómo podría relatarle a Flint que fui asesinado por un árbol. Ignoro si está permitido reír en el universo de ultratumba, pero el enano habría estallado en jocosos aspavientos al enterarse.

—Chitón —conminó el otro.

Obediente, el hombrecillo calló. No duró mucho, sin embargo, su silencio.

—¿Cómo estás tú? —se interesó, procurando mantener un volumen de voz moderado.

—Bien, sólo necesito recuperar el aliento. Pero he perdido la muleta.

—Está aquí, he tropezado con ella. —Tas se alejó unos pasos, y regresó al punto con la pesada vara—. Toma —se la ofreció, y le ayudó a enderezarse.

—Caramon —preguntó tras una corta pausa—, ¿cuánto tiempo calculas que tardaremos en llegar a la Torre? Tengo muchísima sed y, aunque mis tripas se han aposentado después de desalojarlas, ha sustituido al cólico un fastidioso ronroneo.

—No podría precisarlo —confesó el interpelado—. No vislumbro nada en las sombras que me indique adonde vamos, que me oriente en la dirección correcta o que me prevenga contra los posibles escollos.

Volvieron a iniciarse los crujidos de forma súbita, como si un huracán nacido en las entrañas mismas de la espesura balanceara a su capricho las copas de los árboles. Caramon se puso tenso. Tas se alarmó al advertir que el retirado ejército reanudaba su acercamiento. Quietos, desvalidos, dejaron que los temibles vegetales les circundasen, sintiendo el contacto de las cortezas sobre su piel, la infame caricia de las hojas muertas en su cabello, el susurro de las extrañas frases que vertían en sus tímpanos. El guerrero, en un gesto instintivo, aferró la empuñadura de su arma, pese a conocer su inutilidad en tan graves circunstancias. Pero cuando los agresivos soldados de las huestes arbóreas hubieron estrechado su círculo, cesó todo signo de actividad. Una vez más, reinó la calma.

Extendiendo la mano, el corpulento luchador palpó sólidos troncos a derecha e izquierda y, también, una apretada formación a su espalda. Inspirado por una repentina idea, hizo lo mismo hacia adelante y, tras otear el panorama, se confirmaron sus sospechas: estaba despejado.

—No te separes de mí, Tas —ordenó y, por una curiosa y bienaventurada excepción, el kender acató su mandato sin rechistar.

Juntos, echaron a andar por el camino que delimitaban aquellas prodigiosas criaturas. Al principio, su marcha fue lenta, ya que no resultaba nada halagüeña la perspectiva de topar con una abultada raíz, enredarse en un matorral o precipitarse en un hoyo. Pero apresuraron el paso de manera gradual, al constatar que el suelo era llano, libre de obstáculos y sotobosque. No sabían adonde se dirigían, las perpetuas tinieblas les obligaban a seguir la irreversible trocha que creaba su espectral escolta al apartarse a su paso y cerrarse tras ellos. Cualquier desviación en la ruta preestablecida les conducía a una pared de troncos revestidos de un intrincado ramaje.

El calor era sofocante. No soplaba la brisa, no caía la lluvia. La sed, mitigada antes por el pánico, les inundó cual una epidemia. Secándose el sudor de la frente, Caramon buscó una explicación a aquella atmósfera opresiva que era mucho más agobiante dentro que fuera del paraje. Se diría que la generaba la misma espesura. Se le antojó que la animaba una vida más intensa que en las dos anteriores ocasiones en que la había recorrido y, desde luego, concluyó que el palpito era allí mucho más ostensible que en el mundo exterior. En medio del murmullo de los árboles se distinguían, o a él así se lo pareció, el deambular de animales terrestres, el aleteo de las aves e incluso columbró varios pares de ojos que, brillantes, le espiaban desde los arbustos. Pero el hecho de hallarse entre seres vivientes no apaciguó su ánimo al contrario, el odio y la ira que éstos destilaban tuvieron el don de alterar sus nervios. ¿Quién era el destinatario de aquel resentimiento, de la cólera que rezumaban los pobladores del Bosque? Comprendió que no convergían en su persona, sino en la esencia mágica del entorno.

Y, de pronto, oyó de nuevo los trinos de los pájaros, tal como sonaron en el último periplo que realizó allí. Agudas, dulces y puras, elevándose por encima de la muerte, la negrura y la derrota, retumbaron las notas de la alondra. Se detuvo a escuchar, llenos sus ojos de lágrimas frente a la belleza de aquel canto que tonificaba su herido corazón.

La luz en el horizonte oriental,

es perenne y matutina.

Renueva el aire con su hálito vital.

La fe, el anhelo aglutina.

Como ángeles las alondras emprenden su vuelo,

como ángeles las alondras ascienden

de la hierba soleada hacia el benigno cielo;

mas fúlgidas que alhajas el aire encienden.

Pero al mismo tiempo que la tonada, el bálsamo del ave diurna, relajaba sus vísceras, un abrupto chasquido le estremeció. Alas negras revolotearon en su derredor y su alma se colmó de sombras.

La tenue luz del este

arranca de la oscuridad

la maquinaria del fulgor celeste,

de la alondra la prístina ingenuidad.

Pero los cuervos en la noche abundan,

y las brumas que emergen de poniente,

en sus corazones soterrados alumbran

un nido de maldad rugiente.

—¿Qué significa, Caramon? —le interrogó Tas mientras continuaban avanzando en la arboleda, guiados por la furibunda vegetación.

Le respondió no su amigo, sino un coro de otras voces que hondas, melodiosas, impregnadas de tristeza, delataban la añeja sabiduría de la lechuza.

A través de la noche, en la penumbra,

cabalgan las estaciones,

se rinden los años a la cambiante luz

de las esferas, y en el alba o crepúsculo vacuas se

tornan las emociones,

en la abstracción de las luchas postreras.

Pues siempre hay vestigios de muerte

en el verde prado,

y estrellas fugaces sobre el cruel matadero,

siempre, aunque sombríos sus copas y trazado,

en los vallenwood reverbera la luz del día venidero.

—Significa que las fuerzas arcanas están en conflicto, que han escapado al control de sus hacedores —dictaminó el guerrero—. La energía que debe gobernar al Bosque apenas conserva su integridad. ¿Qué vamos a encontrar en la Torre?

—Si logramos alcanzarla —apostilló el kender—. ¿Qué pruebas tenemos de que estos viejos, escalofriantes árboles no nos empujarán a una sima?

Caramon impuso un descanso, incapaz de respirar en la tórrida oleada que transportaba el viento. La burda muleta se le clavaba en la axila y, ahora que la había descargado de su peso, la rodilla herida había empezado a embotarse. Tenía la pierna inflamada y tumefacta. Era evidente que su resistencia se agotaba por momentos. También él había sido víctima de la náusea al expulsar el veneno, se había paliado el malestar de su estómago pero la sed se había convertido en una tortura y, para colmo de males, como Tasslehoff había señalado, ignoraban las intenciones de los moradores del Bosque respecto a ellos. Ningún indicio le permitía adivinar hacia dónde les guiaban.

En una nueva intentona de comunicarse con el anciano dignatario de la mole volvió a imprecarle, indiferente a la irritación de su garganta:

—Par-Salian, contéstame o rehusaré seguir adelante. ¡Háblame!

Un clamor inarticulado se propagó por la arboleda. Las ramas se agitaron y retorcieron como si soplara un auténtico tifón, a pesar de que, por desgracia, ningún soplo vino a refrescar a los dos personajes. Los gorjeos de los pájaros se mezclaron en una desagradable cacofonía, replicándose unos a otros y tergiversando sus estribillos hasta diluirlos en una batahola que, en la confusión, se impregnó de augurios maléficos.

Incluso Tas sufrió un cierto sobresalto y se arrimó a su acompañante —por si necesitaba que le reconfortase, naturalmente—, pero el guerrero se plantó con los brazos en jarras, resuelto su ademán, y contempló las inefables brumas sin prestar atención al torbellino.

—¡Par-Salian! —vociferó.

Y, al fin, obtuvo respuesta: un aullido proferido en tono chillón, casi tan inconexo como los desvirtuados cánticos.

Al percibir aquel absurdo sonido, a Caramon se le puso la piel de gallina. Había desgarrado el manto de oscuridad y de calor, alzándose sobre la barahúnda y ahogando el entrechocar de los miembros arbóreos. El humano tuvo la impresión de que todo el pavor, la agonía del mundo en declive se cristalizaba y se definía en aquel grito.

—¡En nombre de los dioses! —renegó el kender asiéndose a la mano del luchador, según él, por si se había asustado—. ¿Qué sucede?

El guerrero nada repuso. Su despierta mente caviló que la furia del Bosque se había recrudecido, ribeteada ahora de un miedo y una pesadumbre indescriptible. Los árboles les azuzaban, se arracimaban en torno a sus cuerpos para apremiarles en su viaje. Se prolongaron los lamentos el tiempo que tardaría un hombre en inhalar una bocanada de aire, se interrumpieron durante el mismo intervalo de tiempo y volvieron a comenzar. El sudor se heló en las sienes del sobrecogido Caramon.

Reanudó la marcha, llevando a Tas a su lado. Hacían pocos progresos, una circunstancia que empeoraba el hecho de que no sabían cuál era su punto de destino y ni siquiera les quedaba el recurso de discutir el rumbo. La única brújula que orientaba sus pasos hacia la Torre, o así cabía esperarlo, era aquel plañido inhumano.

A empellones, exhaustos, anduvieron sin norte y, aunque el kender hizo cuanto pudo para sostenerle, Caramon se creía a punto de desfallecer a cada nueva zancada. El dolor de su tullida pierna se enseñoreó de él, obsesionándole hasta tal extremo que perdió la noción del tiempo. Olvidó por qué habían venido, cuál era su objetivo dar un paso y otro en la negrura, unas tinieblas que habían socavado su espíritu, era lo único a lo que aspiraba.

Caminó sin tregua, sin aliento, como un autómata. Y, durante la odisea, matraqueaba en su cerebro aquel aullido pavoroso de una criatura que parecía morir en vida.

—¡Caramon!

Esta llamada penetró en su aturdido, abotargado cerebro. Le asaltó la sensación de que hacía ya un rato que se repetía por encima de los estertores. Pero si era así, no había conseguido atravesar la maléfica niebla que le aislaba cual una mortaja.

—¿Cómo? —farfulló, y tomó conciencia de que unas manos le agarraban, le vapuleaban—. ¿Cómo? —volvió a preguntar, esforzándose en regresar al universo real—. ¿Eres tú, Tas?

—¡Mira, Caramon!

La voz del kender le llegó como una abstracción y, frenético, meneó la cabeza, para dispersar las brumas interiores. Reparó entonces en que podía ver, que la luna se exponía a sus ojos en un nítido cerco. Tras pestañear, inspeccionó el panorama.

—¿Y el Bosque? —indagó.

—Detrás de nosotros —le informó Tasslehoff en tono confidencial, como si la mera mención de la arboleda fuera a abalanzarla sobre ellos—. Nos ha traído hasta aquí, aunque no identifico el lugar. Echa un vistazo al paraje y dime si lo recuerdas.

El guerrero obedeció. Las sombras se habían disipado, se hallaban en un claro que a hurtadillas, temeroso, procedió a examinar.

Ante él se insinuaba un precipicio y, a su espalda, la espesura aguardaba. No necesitaba volverse para comprobarlo. Presentía su vecindad y, también, que no podían entrar en ella sin sucumbir a sus horrores. Les había conducido hasta allí, su misión estaba cumplida. ¿Dónde se encontraban? Detrás les acechaban los árboles, delante no había sino un vasto, tenebroso vacío. Quizá Tas acertó al apuntar que quedarían acorralados en el borde de un risco.

Unas nubes de tormenta ensombrecían el horizonte. Pero, de momento, no les amenazaba ninguna descarga. Muy lejos, en la bóveda celeste, brillaban las lunas y las constelaciones. Lunitari ardía en llamas incandescentes y el otro satélite, el argénteo, se había liberado de su algodonada prisión y vertía unos fulgores que Caramon nunca había observado. Y ahora, quizá debido al contraste que ofrecía la luz de los astros sobrepuesta al negro, divisó a Nuitari, aquel redondel que tan sólo se exhibía a las pupilas de su hermano. Alrededor de las tres lunas evolucionaban las destellantes estrellas, ninguna tan ostensible como las que configuraban el extraño reloj de arena.

Los únicos ecos que alteraban la paz eran los enfurecidos pero amortiguados cuchicheos del Bosque y, en lontananza, el incorpóreo gemido que no había cesado de acompañarles.

«No tenemos alternativa —reflexionó Caramon—. No podemos retroceder. Nuestra fantasmal escolta no lo permitirá. Además, ¿qué es la muerte sino el final del sufrimiento, la sed y la opresión que me desgarran las entrañas?».

—Aguarda aquí —ordenó al kender mientras trataba de desembarazarse de su zarpa, presto a internarse en el pozo—. Quiero explorar los contornos.

—¡No irás a ninguna parte sin mí! —se opuso el aludido y, en vez de soltarle, se afianzó todavía más—. Cuando estabas solo, en las guerras de los enanos, te tropezaste con un sinfín de problemas —denunció, estrangulada su garganta—. Lo primero, o casi, que hice al catapultarme a tu lado fue salvarte la vida. —Oteó el mar de penumbras que ondulaba a sus pies antes de, rechinantes sus mandíbulas, clavar en su amigo unos ojos que delataban su firme resolución—. Te seguiré, no me seduce la idea de viajar en solitario al plano de ultratumba y, por añadidura, imagino los insultos de Flint: «¿Qué has hecho ahora, botarate? Se te ha escapado esa bola de sebo, ya me figuraba yo que no se puede confiar en un atolondrado de tu calibre. Supongo que, dadas las circunstancias, tendré que abandonar mi cómoda morada bajo el árbol y partir en busca de ese saco de músculo sin raciocinio. Nunca supiste tomar precauciones ni tampoco guarecerte de la lluvia de contratiempos…».

—De acuerdo, Tas —se rindió Caramon sonriente, mirando al gruñón enano—. No seré yo quien perturbe el reposo de nuestro viejo amigo. Su reprimenda sería interminable, no la resistiría.

—Y, por otra parte —argumentó el hombrecillo—, carece de sentido que el Bosque nos haya guiado hasta aquí para arrojarnos a la nada.

—Cierto.

Sin pensarlo dos veces, el valeroso humano se armó con la muleta y empezó a avanzar hacia el oscuro panorama que se desplegaba frente a ellos.

—A menos —concluyó e] kender tragando saliva— que Par-Salian pretenda castigarme así por mi osadía.

7 Las Crónicas y el fin del mundo

La Torre de la Alta Hechicería se perfilaba a la luz de las lunas y las estrellas, convertida en un objeto de negrura que parecía haber sido creado a partir de la noche. Durante siglos, se erigió en estandarte de la magia, en depositaría de los libros y artilugios del arte arcano que se habían ido recopilando a través de los años.

Aquí se refugiaron los magos cuando fueron expulsados de la mole hermana de Palanthas por el Príncipe de los Sacerdotes. Entre sus muros salvaron las más valiosas pertenencias de la Orden de las turbas enardecidas. Los hechiceros vivieron en paz en su inexpugnable recinto, merced al escudo protector que les brindaba el Bosque de Wayreth. En sus cámaras se sometían los jóvenes aprendices a la Prueba que entrañaba la muerte para quien fracasara.

Raistlin cruzó las tapias y, antes de investirse la túnica negra, vendió el alma a Fistandantilus. Caramon, en una de sus lóbregas dependencias, hubo de presenciar cómo el aspirante asesinaba a una ilusoria réplica de su gemelo, de él mismo.

También a este edificio regresaron el guerrero y Tas junto a Bupu, la enana gully, transportando el comatoso cuerpo de Crysania, y asistieron a un cónclave de los exponentes de las tres Túnicas, la Blanca, la Roja y la Negra. En la asamblea, descubrieron la ambición de Raistlin de desafiar a la Reina, conocieron a Dalamar, acólito del nigromante y espía de sus rivales.

En otra de sus habitaciones, Par-Salian, el gran archimago, formuló el hechizo que había de trasladar a Caramon y la sacerdotisa a Istar, a una época previa al Cataclismo. Y, por último, en aquella misma sala había irrumpido Tasslehoff mientras se desarrollaba el encantamiento. Así fue como la presencia de un kender, prohibida explícitamente en las leyes que regían a la comunidad, posibilitó que el tiempo se alterase.

Ahora, el hombretón y su pequeño amigo habían regresado. ¿Qué encontrarían en su interior?

Con el corazón encogido, el humano contempló la Torre, víctima de unas aprensiones que enturbiaban su coraje. No hallaba ánimos para entrar, no en tanto perdurase aquella sórdida resonancia en su oído. Era preferible recular, enfrentarse a un destino más rápido en el Bosque. Además, había olvidado las puertas que, imponentes, de oro y de plata, solían obstruir el acceso. Se presentaban delgadas, quebradizas cual una telaraña, cual un entramado de hebras pintado sobre el fondo del cielo que fuera a desmoronarse bajo el más leve contacto sin embargo, los esotéricos sortilegios que las sellaban habrían detenido a un ejército de ogros provistos de arietes. Su fragilidad era una falacia.

Los alaridos resonaban muy cerca, tanto que resultaba obvia su procedencia. El guerrero dio un paso al frente, unido el entrecejo en una rugosa línea, y las puertas se expusieron a su vista. Le fue entonces revelada la fuente de aquellos gritos que se le antojaran los de un agonizante.

Las hojas ya no estaban atrancadas, ni siquiera cerradas. Una permanecía ajustada, sujeta a la magia, pero la otra se había resquebrajado y ahora colgaba de un gozne, meciéndose en el tórrido viento. En el incesante vaivén, chirriaba estrepitosamente, como si la brisa le arrancara plañidos de dolor.

—No hay candado —dijo Tas con honda decepción.

Sus manos ya habían emprendido la infructuosa búsqueda de las herramientas que tanto le gustaba manipular, y que le fueron arrebatadas junto a sus saquillos.

—No —corroboró su compañero, prendida la mirada del crujiente gozne—. Ésa es la voz que escuchamos, la de un metal oxidado —declaró y aunque este hecho debería haberle tranquilizado, sólo contribuyó a magnificar el misterio—. Si no fue Par-Salian ni otro morador de la Torre quien nos ayudó a salir ilesos del Bosque —recapacitó—, ¿qué ente enigmático obró el prodigio?

—Quizá nadie —sugirió Tasslehoff—. ¿Por qué no nos vamos? Es evidente que el lugar está deshabitado.

—Discrepo —se obstinó el luchador—. Alguien, o algo, ordenó a los árboles que nos dejaran pasar.

El kender suspiró, ladeando la cabeza. Caramon advirtió, en el claro de luna, que tenía la tez pálida y demacrada. Unos cercos negruzcos ceñían sus ojos, le temblaba el labio inferior y una lágrima discurría por su achatada nariz.

—Espera un poco más —le rogó con amabilidad—. ¿Podrás aguantar, mi querido amigo?

Alzando la vista, tragando aquellas traidoras lágrimas, que goteaban sobre la cuarteada boca, Tas ensayó una sonrisa jovial.

—¡Naturalmente! —aseguró y ni siquiera la sequedad de su garganta, la imperiosa necesidad de saciar la sed, le impidieron agregar—: Me conoces bien, siempre estoy a punto para la aventura. La mole debe de encerrar innumerables artilugios mágicos, maravillas que nunca renunciaría a examinar. Es posible que algunas de ellas no sean echadas en falta si me las llevo, ¿no opinas tú igual? Prometo no tocar las sortijas. He acabado con ellas después de que una me catapultase a un castillo donde anidaba un demonio cruel, perverso, y otra me transformara en ratón. He decidido que…

El hombretón dejó que su acompañante continuara con su parloteo, satisfecho de que hubiera vuelto a la normalidad, y puso una mano sobre la puerta oscilante para empujarla. Recibió una sorpresa mayúscula cuando la hoja se rompió, al ceder el gozne a su liviana presión. La puerta se derrumbó sobre el adoquinado, cayendo de manera tan estruendosa que ambos se sobresaltaron. El estampido retumbó en las lisas paredes de la Torre, se propagó en la calurosa atmósfera y rasgó el silencio.

—Ahora ya están informados de nuestra presencia —comentó Tasslehoff.

Una vez más, Caramon aferró la empuñadura de su espada. Pero no tuvo que desenvainarla. Los ecos se diluyeron y reinó de nuevo la quietud. Nada ocurrió, nadie vino, ninguna voz les habló.

—Por lo menos ya no nos molestará más ese estridente crujido —se alegró el kender, que acudió presto a auxiliar al guerrero—. Admito que empezaba a desequilibrar mis nervios, ya que en ningún momento lo asocié con una puerta. Más se asemejaba, o así me lo pareció, a…

—A un aullido articulado, como éste —susurró el hercúleo humano.

Un lamento surcó el aire, lo hendió, haciendo añicos las cristalinas capas que fluctuaban en la noche. Había palabras en aquel quiebro, frases que se adivinaban pese a la imposibilidad de descifrarlas.

Caramon, en un gesto involuntario, desvió su atención hacia la hoja. Como intuía, yacía sobre la roca muda, inmóvil.

—Ha surgido de dentro —indicó Tas, atemorizado—, de alguna de las estancias del edificio.


—Ya es suficiente —se quejó Par-Salian—. Acabemos con este tormento. No me fuerces a soportarlo.

—¿Cuánto me forzaste tú a soportar, gran mandatario de los Túnicas Blancas? —parafraseó una voz socarrona y sibilina en la mente del mago. El anciano se convulsionó, pero su oponente persistió tenaz, inflexible, azotando su alma como una plaga—. Me convocaste en la Torre para entregarme a Fistandantilus, te regodeaste mientras mi antecesor succionaba mi energía vital, me vaciaba de mis esencias a fin de reencarnarse y descender a este plano.

—Tú pactaste con él —recriminó el hechicero a su verdugo, y su agudo timbre se derramó por las vacías estancias—. Pudiste rechazar su ofrecimiento.

—¿Y qué suerte habría corrido? ¿Morir honorablemente? —se burló el invisible adversario—. No me quedó otra opción que aceptar el trato. Quería vivir y crecer en mi arte. Lo logré, superé la Prueba y tú, en tu actitud, incorporaste a mis pupilas unos relojes de arena que sólo atisbaban podredumbre. Mira a tu alrededor, Par-Salian. ¿Qué se graba en tu retina? Destrucción, decadencia. Ahora estamos en paz.

El aludido gimió pero prosiguió inclemente, despiadado:

—Sí, en paz. Voy a pulverizarte, Par-Salian, y el mejor modo de hacerlo es que seas testigo de mi triunfo. Mi constelación ocupa su lugar en el firmamento, la Reina parpadea y no tardará en difuminarse. Mi último enemigo, Paladine, me espía. Siento que se acerca, pero no constituye una amenaza, pues se ha transformado en un viejo decrépito, su rostro se ha teñido de una pesadumbre que le hace vulnerable. Está debilitado, herido más allá de lo que puede sanarse, como Crysania, su desdichada sacerdotisa, que murió en las arremolinadas esferas del Abismo. Dejaré que te revuelques en el sufrimiento que ha de infligirte su derrota y, cuando concluya la contienda, cuando el Dragón de Platino se precipite desde el cielo y se extinga la luz de Solinari, cuando te hayas doblegado al poder de la luna negra y homenajeado al nuevo único dios, a mí, te concederé la libertad para que busques en la muerte el solaz que haya de brindarte.

Astinus de Palanthas registró esta alocución con el mismo celo con el que reprodujo los gritos de Par-Salian, escribiendo los caracteres de manera pausada en letra gótica, negra y primorosa al igual que el resto de las Crónicas. Se hallaba sentado frente al gran Portal en la Torre de la Alta Hechicería, observando sus profundidades y, en ellas, a una figura más sombría que el ambiente que la circundaba. Lo único que distinguía el historiador eran un par de ojos dorados, moldeados como sendos relojes de arena, que le devolvían la mirada y, atrapado en su proximidad, al mago de Túnica Blanca.

Par-Salian era, así, un cautivo en su antiguo hogar. De cintura para arriba, conservaba sus atributos humanos, su cabello cano caía en cascada en torno a los hombros y su atuendo cubría un cuerpo flaco y descarnado. Las escenas que se desplegaban ante él eran escalofriantes, tanto que en más de una ocasión habían nublado su lucidez y, temeroso de que aquellas alucinaciones acabasen de aniquilarle, intentó apartar la vista. No pudo hacerlo porque, aunque una mitad de su persona estaba viva, la inferior se había metamorfoseado en un pilar de mármol. Bajo el maleficio de Raistlin, hubo de quedar petrificado en la sala más alta de la Torre y asistir al ocaso del mundo.

A pocos metros estaba Astinus, historiador de Krynn, afanado en redactar el último capítulo de su breve y esplendoroso devenir. La hermosa Palanthas, donde residiera el cronista y se erigiera la Gran Biblioteca, se había reducido a un montón de cenizas y cadáveres chamuscados. Se había personado el narrador en este postrer reducto de vida a fin de dar testimonio de las terroríficas horas de un universo condenado. Una vez concluida su labor, partiría con el libro cerrado y lo depositaría en el altar de Gilean, dios de la Neutralidad. Ése sería el desenlace definitivo, inapelable.

Sintiendo que desde el Portal, restituido a su primitivo emplazamiento por una serie de azares, la enlutada figura le escrutaba sin un parpadeo, Astinus anotó la sentencia que había escuchado y se enfrentó a sus encendidos iris.

—Fuiste el primero, Astinus —declaró el ente de las tinieblas—, y te corresponde también ser el último. Cuando hayas relatado mi victoria incontestable, el epílogo, quedará clausurada tu minuciosa recapitulación y gobernaré a mi antojo.

—Cierto, a tu antojo —repuso el escriba—, pero ejercerás tu poder sobre un mundo muerto, arrasado por la misma magia que te otorgara la supremacía. Reinarás solo y solo estarás en un vacío eterno.

Par-Salian, a su lado, masculló un gemido y se mesó la alba melena, pero Astinus, imperturbable, apuntó sus propias frases fiel a su misión de no omitir ningún detalle. Estaba tan concentrado en su oscuro interlocutor, que apretó los puños al exclamar:

—¡Eso es mentira, viejo amigo! Crearé, concebiré nuevas existencias que me pertenecerán. Inventaré pueblos enteros, razas ahora ignotas que me venerarán como su hacedor.

—El Mal no puede crear —persistió el cronista—, únicamente destruir. Se vuelve contra sí mismo y se despedaza. En este instante, mientras platicamos, eres consciente de su mordedura y del efecto que produce en tu alma. Estudia la faz de Paladine, Raistlin, examínala a fondo como hiciste una vez en las llanuras de Dergoth, después de que te hiriese mortalmente la daga del enano y Crysania posara en ti su mano curativa. Entonces supiste interpretar el infinito abatimiento de la divinidad, parangonable con el que hoy trasluce. Supiste, y sigues sabiéndolo aunque te niegues a admitirlo, que la consternación de Paladine no es por él mismo, sino por ti.

»Para nosotros será fácil acogernos a un letargo sin sueños. Tú, en cambio, no dormirás. Vivirás en un interminable duermevela, aguzarás sin descanso tu oído en busca de sonidos que nunca han de vibrar, te asomarás a un vacío infinito que no contiene luz ni penumbra y proferirás órdenes, quejas, que nadie recibirá, tejiendo planes que no darán fruto mientras, como un carrusel, giras en un círculo del que no has de salir. Al fin, enloquecido, asirás la cola de tu propia entidad y, como una serpiente hambrienta, te devorarás en un esfuerzo por hallar alimento espiritual.

»Será vano tu empeño, te toparás con la nada absoluta. Continuarás para toda la eternidad suspendido de esos hilos intangibles y te consumirás sin perecer, como un punto ingrávido que, al succionar su entorno, jamás logrará saciar su apetito.

El Portal comenzó a oscilar y Astinus, que escribía a la par que vaticinaba tan terrible futuro, levantó los ojos al notar que flaqueaba la voluntad sintetizada en los radiantes relojes. Penetrando los espejos de su superficie, vio confirmados, en una fracción de segundo, el suplicio y la tortura que había descrito. Discernió un alma asustada, prisionera en su propia trampa, ansiosa por escapar, y entonces nació en sus entrañas un sentimiento que nunca antes había experimentado: la piedad. Conmovido, hizo ademán de incorporarse con una mano apoyada en el vetusto ejemplar y la otra extendida hacia el Portal.

Interrumpió su movimiento una risa fantasmal, escarnecedora y acerba, unas carcajadas que no iban dirigidas a él, sino a quien inició la burla, a su fuente. La figura del acceso se desvaneció.

El cronista se acomodó de nuevo en su asiento. Al mismo tiempo, un relámpago convocado por la magia surcó el umbral y dio un respingo que le desestabilizó. Respondió a la descarga un haz fulminante, blanco, y Astinus comprendió que se había desencadenado la batalla decisiva entre Paladine y el joven que, tras vencer a la Reina de la Oscuridad, había ocupado su puesto.

También en el exterior se sucedían los centelleos de los rayos, que cegaron con su brillo a los escasos pobladores de Krynn. Rugió el trueno, las piedras de la Torre se desencajaron desde los cimientos, la ventolera arreció y, en su furia, ahogó los aullidos de Par-Salian.

Ladeando su rostro macilento, el viejo archimago miró las ventanas con expresión de terror.

—Éste es el fin —murmuró, a la vez que arañaba el aire con sus huesudas manos—. La hecatombe ha llegado.

—Sí —corroboró el historiador.

Frunció el ceño, disgustado, porque un repentino bamboleo del edificio le obligó a cometer un error. Sujetó el libro con mayor firmeza y, prendidas sus pupilas del Portal, relató la contienda mientras ocurría.

El conflicto tardó poco en zanjarse. El aura blanca destello en un espectro multicolor, tan hermosa como una aurora boreal, y se extinguió. En el acceso arcano se hizo la negrura.

Par-Salian prorrumpió en llanto. Sus lágrimas cayeron sobre el suelo y, al permear la roca, ésta se estremeció cual un ser vivo. Se diría que la mole presentía su destino y se convulsionaba en un arrebato de terror.

Ignorando el derrumbamiento y el estrépito que le rodeaban, Astinus grabó en el pergamino los últimos trazos.

En el cuarto día del mes quinto, año 358, el mundo expira.

Con una honda inhalación, empezó el atemporal humano a cerrar el volumen. De pronto, una mano se introdujo entre las páginas para evitar que las sellara.

—No, todavía no has terminado —bramó una voz cavernosa.


Pillado por sorpresa, Astinus soltó la pluma y la tinta se desparramó sobre el papel, emborronando algunas palabras.

—¡Caramon Majere! —reconoció Par-Salian al recién llegado, y se inclinó hacia él como si quisiera palparlo—. ¡Fue a ti a quien oí en el Bosque!

—¿Lo dudabas? —rezongó el guerrero.

Aunque impresionado por el espectáculo que presentaba el anciano, por su lamentable estado, no pudo compadecerse de su suerte. Al examinar al reo y el bloque de mármol que encerraba sus miembros inferiores recordó, con punzante claridad, el tormento que sufriera su gemelo en la Torre, el suyo antes de ser enviado a Istar junto a Crysania.

—Adiviné que eras tú —le explicó el archimago—, pero al detectar tu presencia creí haber perdido el último vestigio de cordura. ¿No lo entiendes? Me pareció imposible que hubieras regresado y, sobre todo, que sobrevivieras a las pugnas que obraron esta devastación.

—No lo hizo —comentó Astinus que, recuperada la compostura, depositó el libro abierto en el suelo y se enderezó. Espiando a Caramon, le señaló con dedo acusador y le interrogó—: ¿Qué clase de artimaña es ésta? ¡Sé que has sucumbido! ¿Qué significa…?

Sin despegar los labios, el imprecado arrastró a Tasslehoff a un lugar visible. Privado del refugio que le brindaba la ancha espalda de su amigo, perplejo ante la solemnidad de la ocasión, el kender se acurrucó en el costado del luchador y clavó una mirada de súplica en Par-Salian.

—¿Quieres que intervenga, Caramon? —consultó al humano con la boca pequeña, tan retraído e indeciso que los truenos distorsionaron la pregunta—. Considero un deber informar al dignatario de los motivos que me llevaron a interferir en el hechizo para viajar en el tiempo —añadió, ya más seguro—, y de cómo Raistlin me dio mal las instrucciones hasta hacerme romper el ingenio, aunque supongo que tuve una parte de culpa. Deseo que conozcan mi aventura en el Abismo, mi encuentro con Gnimsh y el abyecto asesinato del nigromante.

—Estoy al corriente de todas esas historias —atajó el cronista al hombrecillo, más interesado en su corpulento compañero—. Has podido llegar hasta aquí gracias al kender —constató—. ¿Qué te propones, Caramon Majere? Nuestro tiempo se agota.

En vez de contestar, el interpelado centró su atención en Par-Salian.

—No te profeso ningún cariño, mago —le espetó—. En ese aspecto, coincido con mi gemelo. Quizá te movieron razones de peso al someterme a mí y a la sacerdotisa a tan dura prueba en Istar. Si es así —alzó la mano para imponer silencio a su interlocutor, que había hecho ademán de hablar—, si es así puedes guardártelas, prefiero ignorarlas. Lo importante ahora es que he adquirido la facultad de alterar los acontecimientos. Raistlin me reveló que, a través de Tasslehoff, existe la posibilidad de que modifiquemos lo sucedido.

»Dime qué circunstancias desencadenaron esta catástrofe y, con el artilugio arcano, viajaré hasta su origen a fin de impedirla.

Desvió los ojos hacia Astinus, pero el historiador meneó la cabeza negativamente.

—No recurras a mí, Caramon Majere. Yo soy neutral en todo cuanto acontece y no puedo ayudarte. Permíteme, sin embargo, que te haga una advertencia: quizá vayas al pasado y no consigas nada. Lo más probable es que tus acciones no sean más eficaces que las de un guijarro al saltar al lecho de un caudaloso río con la pretensión de rectificar su curso.

—En el caso de que aciertes —replicó el otro—, al menos moriré tranquilo por haber tratado de paliar mi fracaso.

El cronista sometió al guerrero a un ávido escrutinio.

—¿A qué fracaso te refieres? —indagó—. Arriesgaste la vida al seguir a tu hermano, hiciste cuanto estuvo en tu mano para convencerle de que la senda que había elegido le conduciría a su propia perdición. ¿Has oído nuestro intercambio? ¿Eres consciente de lo que afronta?

El fornido luchador asintió en silencio, con la angustia reflejada en el rostro.

—Vamos, cuéntame en qué fallaste —le apremió, intrigado, el historiador.

La Torre se tambaleó. El vendaval azotó las paredes, los relámpagos transformaron la languideciente noche del mundo en un día deslumbrador. La desnuda cámara en la que se hallaban tembló, víctima de violentas sacudidas y, aunque estaban solos en el recinto, Caramon creyó percibir sollozos. Dedujo que eran las rocas las que lloraban y observó su entorno.

—Como antes decía, disponemos de poco tiempo —continuó Astinus a la vez que, sentándose, recogía el grueso ejemplar—. No obstante, los minutos que restan serán suficientes. ¿En qué fallaste? —repitió.

El hombretón inhaló aire y, encolerizado, se volvió hacia Par-Salian.

—Fue todo una estratagema, ¿no es verdad? —denunció—. Urdisteis una hábil patraña para que yo hiciera lo que vosotros, los egregios magos, no estabais en situación de lograr: frustrar las ambiciones de Raistlin. Pero no surtió efecto. Mandasteis a Crysania a la muerte porque la temíais, sin intuir que su amor podía alcanzar una magnitud insospechada. La sacerdotisa vivió y, cegada por sus sentimientos y por sus propias aspiraciones, se precipitó en el Abismo tras el nigromante. No comprendo qué impulsó a Paladine a concederle su gracia, a escuchar sus plegarias y ayudarla a traspasar el portentoso umbral.

—No eres quién para poner en tela de juicio las decisiones de los dioses —le reprendió Astinus—. Sus caminos son inescrutables, aunque no descarto que, también ellos, se equivoquen de vez en cuando. O acaso es que arriesgan lo que tienen con la esperanza de mejorarlo.

—Sea como fuere —prosiguió Caramon, preocupado, contraídas sus facciones— los hechiceros dieron a mi gemelo, al entregarle a la sacerdotisa, la llave que había de abrirle el Portal. Todos fracasamos, los magos, los hacedores y yo mismo.

»Creí que disuadiría a Raistlin con palabras, que le incitaría a desechar sus mortíferos proyectos. Fui un estúpido —sonrió, cruel frente a su propia infatuación—. ¿Qué consejos míos le afectaron nunca en lo más mínimo? Cuando se erguía delante del acceso preparándose para entrar en el universo de ultratumba, me hizo partícipe de sus intenciones. ¿Cómo reaccioné? Le abandoné. Era lo más fácil, así que le volví la espalda y me alejé.

—¡Sandeces! —le amonestó el cronista—. ¿Qué otra cosa podías hacer? El archimago se hallaba entonces en la plenitud de sus energías, era más poderoso de lo que nosotros seríamos capaces de imaginar. Mantuvo íntegro el campo magnético con la fuerza sublime de sus dotes, no existía criatura en Krynn capaz de detenerle. Aunque hubieras atentado contra él, de nada te habría servido.

—Cierto —admitió el guerrero, dejando de observar a los presentes para posar la vista en la demoledora tempestad—, pero podría haber corrido en su busca y adentrarme en el reino de las tinieblas. Existía la eventualidad de que este proceder me acarreara el peor de los destinos, aunque algo habría ganado al demostrarle que estaba resuelto a sacrificar en aras de la solidaridad lo que él inmolaba a su arte. Me habría granjeado su respeto —sentenció, y su mirada se prendió de nuevo de sus oyentes—. Quizás así habría accedido a desistir. Y, ahora, quiero enmendar mi conducta, aventurarme en el Abismo y cumplir mi cometido —concluyó, indiferente al espanto que su discurso había inspirado a Tasslehoff.

—Ignoras lo que entrañaría tu misión —se opuso Par-Salian con voz entrecortada, febril.

Un relámpago se introdujo en la estancia y se descompuso en un estallido que, estentóreo a la par que luminoso, arrojó a sus ocupantes contra los muros. Nadie percibió nada mientras el trueno retumbaba sobre sus cabezas, pero, antes de que se mitigase el caos, un alarido se elevó en la asfixiante atmósfera.

Apabullado por aquel gemido, que rebosaba un dolor sin límites, Caramon abrió los párpados y, al instante, deseó que se entornaran para toda la eternidad antes de tener que contemplar una escena tan espeluznante.

Par-Salian, incrustado en su pilar de mármol, veía sumado el fuego a su pétreo patíbulo. ¡Pronto sería una tea humana! Desvalido a causa del sortilegio de Raistlin, no tenía otra opción que vociferar mientras las llamas se encaramaban, despacio, hacia su inmóvil cuerpo.

Apenas consciente, Tas enterró el rostro entre las manos y se aisló en un rincón, presa de incontenibles espasmos. Astinus se levantó de donde le había postrado el ataque de los elementos y estiró el brazo hacia el libro, que todavía sujetaba. Intentó escribir, pero su mano cayó aplomada y la pluma se deslizó de los inertes dedos. Una vez más, empezó a cerrar el libro.

—¡No! —exclamó el luchador y, abalanzándose, interpuso las manos entre las páginas.

El historiador le escrutó. El guerrero vaciló bajo el influjo de aquellos iris, que parecían estar más allá de la muerte. Las manos le temblaban, pero no dejaron de aprisionar el blanco pergamino. Entretanto, el archimago se contorsionaba, al borde del colapso.

Astinus soltó el volumen, sin sellarlo.

—Sostenlo —ordenó Caramon a Tasslehoff, alargándole el valioso manuscrito.

El kender obedeció. Todavía mareado, rodeó con sus brazos la encuadernación de piel de aquella gigantesca obra que era casi de su tamaño y, agazapado en su esquina, aguardó instrucciones del hombretón. En aquel mismo instante, su amigo cruzaba la sala para abordar al moribundo hechicero.

—¡No te acerques a mí! —le imploró Par-Salian.

Su fluctuante cabellera, la luenga barba danzaban y crujían, su piel se abultaba en dolorosas ampollas y, en definitiva, el agridulce olor de la carne quemada se entremezclaba con la nauseabunda fetidez del azufre.

—¡Revélamelo! —le exhortó Caramon, alzado el brazo a modo de escudo contra el calor y tan próximo al mago como le era posible—. ¿Qué tengo que hacer? ¿Cómo evitaré que sobrevenga esta segunda versión del Cataclismo?

Los ojos del anciano se disolvieron, la boca pasó a ser un inmenso agujero en la masa informe que sustituía ahora al semblante. Sin embargo, pese a haber perdido su entidad, las palabras que pronunció atravesaron la mente del guerrero con la virulencia del relámpago, imprimiéndose en su memoria como la marca de un hierro candente.

—¡No permitas que Raistlin abandone el Abismo!

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