Habrían de pasar muchos años antes de que Max olvidara el verano en que descubrió, casi por casualidad, la magia. Corría el año 1943 y los vientos de la Gran Guerra arrastraban al mundo corriente abajo, sin remedio. A mediados de junio, el día en que Max cumplió los trece años, su padre, relojero e inventor a ratos perdidos, reunió a la familia en el salón y les anunció que aquél era el último día que pasarían en la que había sido su casa en los últimos diez años. La familia se mudaba a la costa, lejos de la ciudad y de la guerra, a una casa junto a la playa de un pequeño pueblecito a orillas del Atlántico.
La decisión era terminante: partirían al amanecer del día siguiente. Hasta entonces, debían empacar todas sus posesiones y prepararse para el largo viaje hasta su nuevo hogar.
La familia recibió la noticia sin sorprenderse. Casi todos ya imaginaban que la idea de abandonar la ciudad en busca de un lugar más habitable le rondaba por la cabeza al buen Maximilian Carver desde hacía tiempo; todos menos Max. Para él, la noticia tuvo el mismo efecto que una locomotora enloquecida atravesando una tienda de porcelanas chinas. Se quedó en blanco, con la boca abierta y la mirada ausente. Durante ese breve trance pasó por su mente la terrible certidumbre de que todo el mundo, incluyendo sus amigos del colegio, la pandilla de la calle y la tienda de tebeos de la esquina, estaba a punto de desvanecerse para siempre. De un plumazo.
Mientras los demás miembros de la familia disolvían la concentración para disponerse a hacer el equipaje con aire de resignación, Max permaneció inmóvil mirando a su padre. El buen relojero se arrodilló frente a su hijo y le colocó las manos sobre los hombros. La mirada de Max se explicaba mejor que un libro.
Ahora te parece el fin del mundo, Max. Pero te prometo que te gustará el lugar adonde vamos. Harás nuevos amigos, ya lo verás.
- ¿Es por la guerra? -preguntó Max -. ¿Es por eso por lo que tenemos que irnos?
Maximilian Carver abrazó a su hijo y luego, sin dejar de sonreír, extrajo del bolsillo de su chaqueta un objeto brillante que pendía de una cadena y lo colocó entre las manos de Max. Un reloj de bolsillo.
- Lo he hecho para ti. Feliz cumpleaños, Max
Max abrió el reloj, labrado en plata. En el interior de la esfera cada hora estaba marcada por el dibujo de una luna que crecía y menguaba al compás de las agujas, formadas por los haces de un sol que sonreía en el corazón del reloj. Sobre la tapa, grabada en caligrafía, se podía leer una frase: "La máquina del tiempo de Max".
Aquel día, sin saberlo, mientras contemplaba a su familia deambular arriba y abajo con las maletas y sostenía el reloj que le había regalado su padre, Max dejó para siempre de ser un niño.
La noche de su cumpleaños Max no pegó ojo. Mientras los demás dormían, esperó la fatal llegada de aquel amanecer que habría de marcar la despedida final al pequeño universo que se había formado a lo largo de los años. Pasó las horas en silencio, tendido en la cama con la mirada perdida en las sombras azules que danzaban sobre el techo de su habitación, como si esperase ver en ellas un oráculo capaz de dibujar su destino a partir a partir de aquel día. Sostenía en su mano el reloj que su padre había forjado para él. Las lunas sonrientes de la esfera brillaban en la penumbra nocturna. Tal vez ellas tuvieran la respuesta a todas las preguntas que Max había empezado a coleccionar desde aquella misma tarde.
Finalmente, las primeras luces del alba despuntaron sobre el horizonte azul. Max saltó de la cama y se dirigió hasta el salón. Maximilian Carver estaba acomodado en una butaca, vestido y sosteniendo un libro junto a la luz de un quinqué. Max vio que no era el único que había pasado la noche en vela. El relojero le sonrió y cerró el libro.
- ¿Qué lees? -preguntó Max, señalando el grueso volumen.
- Es un libro sobre Copérnico. ¿Sabes quién es Copérnico? -respondió el relojero.
- Voy al cole -respondió Max.
Su padre tenía el hábito de hacerle preguntas como si se acabase de caer de un árbol.
- ¿Y qué sabes de él? -insistió.
- Descubrió que la Tierra gira alrededor del Sol y no al revés.
- Más o menos. ¿Y sabes lo que eso significó?
- Problemas -repuso Max.
El relojero sonrió ampliamente y le tendió el grueso libro.
- Ten. Es tuyo. Léelo.
Max inspeccionó el misterioso libro encuadernado en piel. El libro parecía tener 1000 años y servir de morada al espíritu de algún viejo genio encadenado a sus páginas por un maleficio centenario.
- Bueno -atajó su padre -, ¿quién despierta a tus hermanas?
Max, sin levantar la vista del libro, indicó con la cabeza que le cedía el honor de arrancar a Alicia e Irina, sus dos hermanas de quince y ocho años respectivamente, de su profundo sueño. Luego, mientras su padre se dirigía a tocar diana para toda la familia, Max se acomodó en la butaca, abrió el libro de par en par y empezó a leer. Media hora más tarde, la familia en pleno cruzaba por última vez el umbral de la puerta hacia una nueva vida. El verano había empezado.
Max había leído alguna vez en uno de los libros de su padre que ciertas imágenes de la infancia se quedan grabadas en el álbum de la mente como fotografías, como escenarios a los que, no importa el tiempo que pase, uno siempre vuelve y recuerda. Max comprendió el sentido de aquellas palabras la primera vez que vio el mar.
Llevaban más de cinco horas en el tren cuando, de súbito, al emerger de un oscuro túnel, una infinita lámina de luz y claridad espectral se extendió ante sus ojos. El azul eléctrico del mar resplandeciente bajo el sol del mediodía se grabó en su retina como una aparición sobrenatural. Mientras el tren seguía su camino a pocos metros del mar, Max sacó la cabeza por la ventanilla y sintió por primera vez el viento impregnado de olor a salitre sobre su piel. Se volvió a mirar a su padre, que le contemplaba desde el extremo del compartimiento del tren con una sonrisa misteriosa, asintiendo a una pregunta que Max no había llegado a formular. Supo entonces que no importaba cuál fuera el destino de aquel viaje ni en qué estación se detuviera el tren; desde aquel día nunca viviría en un lugar desde el cual no pudiese ver cada mañana al despertar aquella luz azul y cegadora que ascendía hacia el cielo como un vapor mágico y transparente. Era una promesa que se había hecho a sí mismo.
Mientras Max contemplaba alejarse el ferrocarril desde el andén de la estación del pueblo, Maximilian Carver dejó unos minutos a su familia anclada con el equipaje frente al despacho del jefe de estación para negociar con alguno de los portadores locales un precio razonable por transportar bultos, personas y demás parafernalia hasta el punto final de destino. La primera impresión de Max respecto al pueblo y al aspecto que ofrecían la estación y las primeras casas, cuyos techos asomaban tímidamente sobre los árboles circundantes, fue la de que aquel lugar parecía una maqueta, uno de aquellos pueblos construidos en miniatura por coleccionistas de trenes eléctricos, donde si uno se aventuraba a caminar más de la cuenta podía acabar cayéndose de una mesa. Ante tal idea, Max empezaba a contemplar una interesante variación de la teoría de Copérnico respecto al mundo cuando la voz de su madre, junto a él, le rescató de sus ensoñaciones cósmicas.
- ¿Y bien? ¿Aprobado o suspendido?
- Es pronto para saberlo -contestó Max -.Parece una maqueta. Como ésas de los escaparates de las jugueterías.
- A lo mejor lo es -sonrió su madre. Cuando lo hacía, Max podía ver en su rostro un reflejo pálido de su hermana Irina.
- Pero no le digas eso a tu padre -continuó -. Ahí viene.
Maximilian Carver llegó de vuelta escoltado por dos fornidos transportistas con sendos atuendos estampados de manchas de grada, hollín y alguna sustancia imposible de identificar. Ambos lucían frondosos bigotes y una gorra de marino, como si tal fuera el uniforme de su profesión.
- Éstos son Robin y Philip -explicó el relojero-. Robin llevará las maletas y Philip, a la familia. ¿De acuerdo?
Sin esperar la aprobación familiar, los dos forzudos se dirigieron a la montaña de baúles y cargaron metódicamente con el más voluminoso sin el menor asomo de esfuerzo. Max extrajo su reloj y contempló la esfera de lunas risueñas. Las agujas de su reloj marcaban las dos de la tarde. El viejo reloj de la estación marcaba las doce y media.
- El reloj de la estación va mal -murmuró Max.
- ¿Lo ves? -contestó su padre, eufórico -. Nada más llegar y ya tenemos
trabajo.
Su madre sonrió débilmente, como siempre hacia ante las muestras de optimismo radiante de Maximilian Carver, pero Max pudo leer en sus ojos una sombra de tristeza y aquella extraña luminosidad que, desde niño, le había llevado a creer que su madre intuía en el futuro lo que los demás no podían adivinar.
- Todo va a salir bien, mamá -dijo Max, sintiéndose como un tonto un segundo después de pronunciar aquellas palabras.
Su madre le acarició la mejilla y le sonrió.
- Claro, Max. Todo va a salir bien.
En aquel momento Max tuvo la certeza de que alguien le miraba. Giró rápidamente la vista y pudo ver cómo, entre los barrotes de una de las ventanas de la estación, un gran gato atigrado le contemplaba fijamente, como si pudiera leer sus pensamientos. El felino pestañeó y de un salto que evidenciaba una agilidad impensable en un animal de aquel tamaño, gato o no gato, se acercó hasta la pequeña Irina y frotó su lomo contra los tobillos blancos de su hermana. La niña se arrodilló para acariciar al animal, que maullaba suavemente. Irina lo cogió en brazos y el gato se dejó arrullar mansamente, lamiendo con dulzura los dedos de la niña, que sonreía hechizada ante el encanto del felino. Irina, con el gato en sus brazos, se acercó hasta el lugar donde esperaba la familia.
- No acabamos ni de llegar y ya has cogido un bicho. A saber lo que llevará encima -sentenció Alicia con evidente fastidio.
- No es un bicho. Es un gato y está abandonado -replico Irina -. ¿Mamá?
- Irina, ni siquiera hemos llegado a casa -empezó su madre.
La niña forzó una mueca lastimosa, a la que el felino contribuyó con un maullido dulce y seductor.
- Puede estar en el jardín. Por favor…
- Es un gato gordo y sucio -añadió Alicia -. ¿Vas a dejar que se salga otra vez con la suya?
Irina dirigió a su hermana mayor una mirada penetrante y acerada que prometía una declaración de guerra a menos que ésta cerrase la boca. Alicia sostuvo la mirada unos instantes y después se volvió, con un suspiro de rabia, alejándose hasta donde los transportistas estaban cargando el equipaje. Por el camino se cruzó con su padre, a quien no se le escapó el semblante enrojecido de Alicia.
- ¿Ya estamos de pelea? -preguntó Maximilian Carver -. ¿Y esto?
- Está solo y abandonado. ¿Nos lo podemos llevar? Estará en el jardín y yo lo cuidaré. Lo prometo -se apresuró a explicar Irina.
El relojero, atónito, miró al gato y luego a su esposa.
- No sé qué dirá tu madre…
- ¿Y qué dices tú, Maximilian Carver? -replicó su mujer, con una sonrisa evidente que le divertía el dilema que le había pasado a su esposo.
- Bien. Habría que llevarlo al veterinario y además…
- Por favor… -gimió Irina.
El relojero y su mujer cruzaron una mirada de complicidad.
- ¿Por qué no? -concluyó Maximilian Carver, incapaz de empezar el verano con un conflicto familiar -. Pero tú te encargarás de él. ¿Prometido?
El rostro de Irina se iluminó y las pupilas del felino se estrecharon hasta perfilarse como agujas negras sobre esfera dorada y luminosa de sus ojos.
- ¡Venga! ¡Andando! El equipaje ya está cargado -dijo el relojero.
Irina se llevó al gato en brazos, corriendo hacia las furgonetas. El felino, con la cabeza apoyada en el hombro de la niña, mantuvo sus ojos clavados en Max. "Nos estaba esperando", pensó.
No te quedes ahí pasmado, Max. En marcha insistió su padre de camino hacia las furgonetas de la mano de su madre. Max les siguió.
Fue entonces cuando algo le hizo volverse y mirar de nuevo la esfera ennegrecida del reloj de la estación. Lo examinó cuidadosamente y percibió que había algo en ella que no cuadraba. Max recordaba perfectamente que al llegar a la estación el reloj indicaba media hora pasado el mediodía. Ahora, las agujas marcaban las doce menos diez.
- ¡Max! -sonó la voz de su padre, llamándole desde la furgoneta -¡Que nos vamos!
- Ya voy -murmuró Max pasa sí mismo, sin dejar de mirar la esfera.
El reloj no estaba estropeado; funcionaba perfectamente, con una sola particularidad: lo hacía al revés.