Capítulo trece

Horas más tarde, cuando Max ya hubo cenado y apenas le quedaban diez páginas por leer del libro, el sonido de las bicicletas entrando en el jardín delantero llegó hasta sus oídos. Max escuchó el murmullo de las voces de Roland y Alicia susurrando durante casi una hora abajo en el porche. Cerca de la media noche, Max dejó el libro sobre la mesita de nuevo y apagó la lamparilla. Finalmente, oyó la bicicleta de Roland alejarse por el camino de la playa y los pasos de Alicia ascendiendo pausadamente la escalera. Los pasos de su hermana se detuvieron un instante frente a su puerta. Segundos después, continuaron unos metros hasta la habitación de Alicia. Escuchó cómo su hermana se tendía en la cama y dejaba los zapatos sobre el piso de madera. Recordó la imagen de Roland besando a Alicia aquella misma mañana en la playa y sonrió en la penumbra. Por una vez, estaba seguro de que su hermana tardaría mucho más que él en conciliar el sueño.


A la mañana siguiente, Max decidió madrugar más que el Sol y al alba ya estaba pedaleando en su bicicleta rumbo al horno del pueblo, con la intención de comprar un delicioso desayuno y evitar que Alicia preparase algo (pan con mermelada, mantequilla y leche) por su cuenta. De buena mañana el pueblo estaba sumido en una calma que le recordaba a las mañanas de domingo en la ciudad. Apenas algunos caminantes silenciosos rompían el estado narcótico de las calles, en las que incluso las casas, con los postigos entornados, parecían dormidas.

A lo lejos, más allá de la bocana del puerto, los pocos barcos de pesca que formaban la flota local ponían proa mar adentro para no volver hasta el crepúsculo. El panadero y su hija, una rolliza jovencita de mejillas rosadas que hacía tres de su hermana Alicia, saludaron a Max y, mientras le servían una deliciosa bandeja de bollos recién horneados, se interesaron por el estado de Irina. Las noticias volaban y, al parecer, el médico del pueblo hacía algo más que poner el termómetro en sus visitas a domicilio.

Max consiguió volver a la casa de la playa mientras el desayuno todavía conservaba el calorcillo irresistible de los pasteles aún humeantes. Sin su reloj no sabía a ciencia cierta qué hora era, aunque imaginaba que debían de faltar pocos minutos para las ocho. Ante la poco deseable perspectiva de esperar a que Alicia se despertase para poder desayunar, decidió adoptar un astuto ardid. Así, con la excusa del desayuno caliente, preparó una bandeja con las capturas del horno, leche y un par de servilletas, y subió hasta el cuarto de Alicia. Llamó a la puerta con los nudillos hasta que la voz somnolienta de su hermana contestó en un murmullo ininteligible.

- Servicio de habitaciones -dijo Max -. ¿Puedo pasar?

Empujó la puerta y entró en la habitación. Alicia había sepultado la cabeza bajo una almohada. Max echó un vistazo a la habitación, la ropa colgada sobre las sillas y la galería de objetos personales de Alicia. La habitación de una mujer siempre resultaba un fascinante misterio para Max.

- Contaré hasta cinco -dijo Max -y luego empezaré a comerme el desayuno.

El rostro de su hermana asomó bajo la almohada, olfateando el aroma de la mantequilla en el aire.


Roland los esperaba en la orilla de la playa, ataviado con unos viejos pantalones a los que había cortado las perneras y que hacían las veces de traje de baño. Junto a él había un pequeño bote de madera cuya eslora no debía de alcanzar los tres metros. La barca parecía haber pasado 30 años al sol varada en una playa y la madera había adquirido un tono grisáceo que las pocas manchas de pintura azul que aún no se habían desprendido a duras penas conseguían disimular. Con todo, Roland parecía admirar su bote como si se tratase de un yate de lujo. Y mientras los dos hermanos sorteaban las piedras de la playa en dirección a la orilla, Max pudo comprobar que Roland había escrito en la proa el nombre de la nave, Orpheus II, con pintura reciente, probablemente de aquella misma mañana.

- ¿Desde cuándo tienes una barca? -preguntó Alicia, señalando el raquítico esquife en el que Roland ya había cargado el equipo de buceo y un par de cestas de contenido misterioso.

- Desde hace tres horas. Uno de los pescadores del pueblo iba a desguazar el bote para hacer leña, pero le he convencido y me lo ha regalado a cambio de un favor -explicó Roland.

- ¿Un favor? -preguntó Max -. Yo creo que el favor se lo has hecho tú a él.

- Puedes quedarte en tierra si lo prefieres -replicó Roland en tono burlón -. Venga, todo el mundo a bordo.

La expresión "a bordo" resultaba un tanto inapropiada para la nave en cuestión, pero pasados quince metros, Max comprobó que sus previsiones de naufragio instantáneo no se cumplían. De hecho, el bote navegaba con firmeza al comando de cada boga de remo que Roland imprimía enérgicamente.

- He traído un pequeño invento que os va a sorprender -dijo Roland.

Max miró una de las cestas tapadas y alzó la cubierta unos centímetros.

- ¿Qué es esto? -murmuró.

- Una ventana submarina -aclaró Roland -. En realidad es una caja con un cristal en la base. Si lo apoyas en la superficie del agua, puedes ver el fondo sin sumergirte. Es como una ventana.

Max señaló a su hermana Alicia.

- Así al menos podrás ver algo -insinuó, con tono burlón.

- ¿Quién te ha dicho que pienso quedarme aquí? Hoy bajo yo -respondió Alicia.

- ¿Tú? ¡Si no sabes bucear! -exclamó Max, tratando de enfurecer a su hermana.

- Si llamas bucear a lo que hiciste el otro día, no -bromeó Alicia, sin recoger el hacha de guerra.

Roland siguió remando sin añadir cizaña a la discusión de los dos hermanos y detuvo el bote a unos cuarenta metros de la orilla. Bajo ellos, la sombra oscura del casco del Orpheus se extendía en el fondo como la de un gran tiburón tendido en la arena, expectante.

Roland abrió una de las cestas y extrajo un áncora oxidada unida a un cabo grueso y visiblemente desgastado. A la vista de tamaños aparejos, Max supuso que todos aquellos saldos marinos venían con el lote que Roland había negociado para salvar el mísero bote de un fin digno y apropiado a su estado.

- ¡Cuidado, que salpico! -exclamó Roland lanzando al mar el áncora, cuyo peso muerto descendió en vertical y levantó una pequeña nube de burbujas, llevándose casi quince metros de cabo.

Roland dejó que la corriente arrastrase el bote un par de metros y ató el cabo del áncora a una pequeña anilla que pendía de la proa. El bote se meció suavemente con la brisa y el cabo se tensó, haciendo crujir la estructura del bote. Max echó un vistazo sospechoso a las junturas del casco.

- No se va a hundir, Max. Confía en mí -afirmó Roland, sacando la ventana submarina de la cesta y colocándola sobre el agua.

- Eso es lo que dijo el capitán del Titanic antes de zarpar -replicó Max.

Alicia se inclinó para mirar a través de la caja y vio por primera vez el casco del Orpheus descansando en el fondo.

- ¡Es increíble! -exclamó ante el espectáculo submarino.

Roland sonrió complacido y le tendió unas gafas de buceo y unas aletas.

- Pues espera a verlo de cerca -dijo Roland, colocándole su equipo.

La primera en saltar al agua fue Alicia. Roland, sentado al borde del bote, dirigió una mirada tranquilizadora a Max.

- Tranquilo. La vigilaré. No le va a pasar nada -aseguró.

Roland saltó al mar y se reunió con Alicia, que esperaba a unos tres metros del bote. Ambos saludaron a Max y, segundos después, desaparecieron bajo la superficie.


Bajo el agua, Roland asió la mano de Alicia y la guió lentamente sobre los restos del Orpheus. La temperatura del agua había descendido ligeramente desde la última vez que se habían sumergido allí y el enfriamiento se hacía más palpable a mayor profundidad. Roland estaba habituado a ese fenómeno, que se producía eventualmente durante los primeros días del verano, especialmente cuando corrientes frías que venían de mar adentro fluían con fuerza por debajo de los seis o siete metros de profundidad. A la vista de la situación, Roland decidió automáticamente que aquel día no permitiría que Alicia ni Max se sumergieran con él hasta el casco del Orpheus, ya habría días de sobra durante el resto del verano para intentarlo.

Alicia y Roland nadaron a lo largo del buque hundido. Se detenían de vez en cuando para ascender a tomar aire y contemplar con calma el barco, que yacía en la medialuz espectral del fondo. Roland intuía la excitación de Alicia ante el espectáculo y no le quitaba el ojo de encima. Sabía que para bucear a gusto y con tranquilidad, debía hacerlo solo.

Cuando se zambullía con alguien, especialmente con novatos en la materia como lo eran sus nuevos amigos, no podía evitar asumir el papel de niñera submarina. Con todo, le satisfacía especialmente compartir con Alicia y su hermano aquel mágico mundo que durante años le había pertenecido sólo a él. Se sentía como el guía de un museo embrujado acompañando a unos visitantes en un paseo alucinante por una catedral sumergida.

El panorama submarino, sin embargo, ofrecía otros alicientes. Le gustaba contemplar el cuerpo de Alicia moverse bajo el agua. A cada brazada, podía ver cómo los músculos del torso y las piernas se tensaban y su piel adquiría una palidez azulada. De hecho, se sentía más cómodo observándola así, cuando ella no advertía su mirada nerviosa. Subieron de nuevo a recuperar el aliento y comprobaron que el bote y la silueta inmóvil de Max a bordo estaban a más de veinte metros. Alicia le sonrió eufórica. Roland correspondió a su sonrisa, pero interiormente pensó que lo mejor sería volver al bote.

- ¿Podemos bajar al barco y entrar? -pregunto Alicia, con la respiración entrecortada.

Roland advirtió que los brazos y las piernas de la muchacha estaban recubiertos de piel de gallina.

- Hoy no -respondió. Volvamos al bote.

Alicia dejó de sonreír, intuyendo una sombra de preocupación en Roland.

- ¿Pasa algo, Roland?

Roland sonrió plácidamente y negó. No quería hablar ahora de corrientes submarinas de cinco grados. En aquel momento, mientras Alicia daba sus primeras brazadas en dirección al bote, Roland sintió que el corazón le daba un vuelco. Una sombra oscura se movía en el fondo de la bahía, a sus pies. Alicia se volvió a mirarle. Roland le indicó que siguiese sin detenerse y sumergió la cabeza para inspeccionar el fondo.

Una silueta negra, semejante a la de un gran pez, nadaba sinuosamente alrededor del casco del Orpheus. Por un segundo, Roland pensó que se trataba de un tiburón, pero una segunda mirada le permitió comprender que estaba equivocado. Continuó nadando tras Alicia sin apartar la mirada de aquella forma extraña que parecía seguirlos. La silueta serpenteaba a la sombra del casco del Orpheus, sin exponerse directamente a la luz. Todo cuanto Roland podía distinguir era un cuerpo alargado, semejante al de una gran serpiente y una extraña luz parpadeante que lo envolvía como un manto de reflejos mortecinos. Roland miró hacia el bote y comprobó que todavía les separaban más de diez metros de él. La sombra bajo sus pies pareció cambiar su rumbo. Roland inspeccionó el fondo y comprobó que aquella forma estaba saliendo a la luz y, lentamente, ascendía hacia ellos.

Rogando que Alicia no la hubiese visto, aferró a la muchacha por el brazo y se lanzó a nadar con todas sus fuerzas hacia el bote. Alicia, alertada, le miró sin comprender.

- ¡Nada al bote! ¡Aprisa! -gritó Roland.

Alicia no comprendía lo que estaba sucediendo, pero el rostro de Roland había reflejado tal pánico que no se paró a pensar o a discutir e hizo lo que se le había ordenado. En el bote, el grito de Roland alertó a Max, que observó cómo su amigo y Alicia nadaban desesperadamente hacia él. Un instante después vio la sombra oscura ascendiendo bajo las aguas.

- ¡Dios mío! -murmuró, paralizado.

En el agua, Roland empujó a Alicia hasta sentir que la muchacha había tocado el casco del bote. Max se apresuró a asir a su hermana bajo los hombros y tirar de ella hacia arriba. Alicia batió las aletas con fuerza y con su impulso consiguió caer sobre Max en el interior del bote. Roland respiró profundamente y se dispuso a hacer lo mismo. Max le tendió su mano desde la barca, pero Roland pudo leer en el rostro de su amigo el terror ante lo que veía tras él. Roland sintió cómo su mano resbalaba por el antebrazo de Max y tuvo la corazonada de que no volvería a salir con vida del agua. Lentamente, un frío abrazo le agarró las piernas y, con una fuerza incontenible, le arrastró hacia las profundidades.


Superados los primeros instantes de pánico, Roland abrió los ojos y contempló qué era lo que le llevaba consigo hacia la oscuridad del fondo. Por un instante creyó ser presa de una alucinación. Lo que veía no era una forma sólida, sino una extraña silueta formada por lo que parecía ser agua concentrada a muy alta densidad. Roland observó aquella delirante escultura móvil de agua que cambiaba constantemente de forma y trató de revolverse de su abrazo mortal.

La criatura de agua se retorció y el rostro fantasmal que había visto en sueños, el semblante del payaso, se volvió hacia él. El payaso abrió unas enormes fauces plagadas de colmillos largos y afilados como cuchillos de carnicero y sus ojos se agrandaron hasta adquirir el tamaño de un plato de té. Roland sintió que le faltaba el aire. Aquella criatura, fuera lo que fuese, podía moldear su apariencia a capricho y sus intenciones parecían claras: llevaba a Roland hacia el interior del buque hundido. Mientras Roland se preguntaba cuánto tiempo sería capaz de contener la respiración antes de sucumbir y aspirar agua, comprobó que la luz había desaparecido a su alrededor. Estaba en las entrañas del Orpheus y la oscuridad circundante era absoluta.


Max tragó saliva mientras se colocaba las gafas de buceo y se preparaba para saltar al agua en busca de su amigo Roland. Sabía que el intento de rescate era absurdo. De entrada, él apenas sabía bucear y, aun en el caso de que supiera, no quería ni imaginarse qué sucedería si una vez bajo el agua aquella extraña forma acuosa que había atrapado a Roland venía tras él. Sin embargo, no podía quedarse tranquilamente sentado en el bote y dejar morir a su amigo. Mientras se colocaba las aletas su mente le sugirió mil explicaciones razonables a lo que acababa de suceder. Roland había sufrido un calambre; un cambio de temperatura en el agua le había provocado un ataque… Cualquier teoría era mejor que aceptar que lo que había visto arrastrar a Roland a las profundidades era real.

Antes de zambullirse intercambió una última mirada con Alicia. En el rostro de su hermana se leía claramente la lucha entre la voluntad de salvar a Roland y el pánico de que su hermano corriese idéntica suerte. Antes de que el sentido común les disuadiese a ambos, Max saltó y se sumergió en las aguas cristalinas de la bahía. A sus pies, el casco del Orpheus se extendía hasta donde la visión se nublaba. Max aleteó hacia la proa del buque, en el lugar en que había visto perderse la silueta de Roland bajo el agua por última vez. A través de las fisuras del casco hundido, Max creyó ver luces parpadeantes que parecían desembocar en un débil remanso de claridad que emanaba de la brecha abierta por las rocas en la sentina veinticinco años atrás. Max se dirigió hacia aquella abertura del barco. Parecía que alguien hubiese prendido la llama de cientos de velas en el interior del Orpheus.

Cuando estuvo situado en vertical sobre la entrada a la nave, subió a la superficie a tomar aire y se sumergió de nuevo sin detenerse hasta alcanzar el casco. Descender aquellos diez metros resultó mucho más difícil de lo que había imaginado. A medio camino, empezó a experimentar una dolorosa presión en los oídos que le hizo temer que sus tímpanos estallarían bajo el agua. Cuando alcanzó la corriente fría, los músculos de todo el cuerpo se le tensaron como cables de acero y tuvo que batir las aletas con todo su empeño para evitar que la corriente le arrastrase igual que a una hoja seca. Max se aferró con fuerza al borde del casco y luchó por calmar sus nervios. Los pulmones le ardían y sabía que estaba a un paso del pánico. Miró a la superficie y vio el diminuto casco del bote, infinitamente lejano. Comprendió que si no actuaba ahora, de nada habría servido bajar hasta allí.

La claridad parecía provenir del interior de las bodegas y Max siguió aquel rastro que revelaba el fantasmal espectáculo del buque hundido y lo hacía aparecer como una macabra catacumba submarina. Recorrió un pasillo en el que jirones de lona raída flotaban suspendidos como medusas. En el extremo del corredor Max distinguió una compuerta semiabierta, tras la cual parecía ocultarse la fuente de aquella luz. Ignorando las repulsivas caricias de la lona podrida sobre su piel, asió la manilla de la compuerta y tiró con toda la fuerza que fue capaz de reunir.

La compuerta daba a uno de los depósitos principales de la bodega. En el centro, Roland luchaba por zafarse del abrazo de aquella criatura de agua que ahora había adoptado la forma del payaso del jardín de estatuas. La luz que Max había visto emanaba de sus ojos crueles y desproporcionadamente grandes para su rostro. Max irrumpió en el interior de la bodega y la criatura alzó la cabeza y le miró. Max sintió el impulso instintivo de huir a toda prisa, pero la visión de su amigo atrapado le obligó a enfrentarse a aquella mirada de rabia enloquecida. La criatura cambió de rostro y Max reconoció al ángel de piedra del cementerio local.

El cuerpo de Roland dejó de retorcerse y quedó inerte. La criatura le soltó y Max, sin esperar la reacción de la criatura, nadó hasta su amigo y lo cogió por el brazo. Roland había perdido el conocimiento. Si no lo sacaba a la superficie en unos segundos, perdería la vida. Max tiró de su amigo hasta la compuerta. En aquel momento, la criatura en forma de ángel y rostro de payaso de largos colmillos se lanzó sobre él, extendiendo dos afiladas garras. Max alargó el puño y atravesó el rostro de la criatura. No era más que agua, tan fría que el solo contacto con la piel producía un dolor ardiente. Una vez más, el Dr. Caín estaba mostrando sus trucos.

Max retiró su brazo y la aparición se desvaneció y con ella, su luz. Max, apurando el poco aliento que le quedaba en los pulmones, arrastró a Roland por el corredor de la bodega hasta el exterior del casco. Cuando llegaron allí, sus pulmones parecían a punto de estallar. Incapaz de contener un segundo más la respiración, soltó todo el aire que había retenido. Agarró el cuerpo inconsciente de Roland y aleteó hacia la superficie, creyendo que perdería el conocimiento en cualquier momento por la falta de aire.

La agonía de aquellos últimos diez metros de ascenso se hizo eterna. Cuando finalmente emergió a la superficie, había nacido de nuevo. Alicia se lanzó al agua y nadó hasta ellos. Max inspiró profundamente varias veces, luchando con el dolor punzante que sentía en el pecho. Subir a Roland al bote no fue fácil y Max advirtió que Alicia, al luchar por levantar el peso muerto del cuerpo, se desgarraba la piel de los brazos contra la madera astillada del bote.

Una vez consiguieron izarle a bordo, colocaron a Roland boca abajo y presionaron su espalda repetidamente, obligando a sus pulmones a expirar el agua que habían inhalado. Alicia, cubierta de sudor y con los brazos sangrando, asió a Roland de los brazos e intentó forzar la respiración. Finalmente, inspiró aire profundamente y, tapando los orificios nasales del muchacho, exhaló todo el aire enérgicamente en la boca de Roland. Fue necesario repetir esta operación cinco veces hasta que el cuerpo de Roland, con una violenta sacudida, reaccionó y empezó a escupir agua de mar y a convulsionarse, mientras su amigo trataba de sujetarle.

Finalmente, Roland abrió los ojos y su tez amarillenta empezó a recobrar muy lentamente el color. Max le ayudó a incorporarse y a recuperar poco a poco la respiración normal.

- Estoy bien -balbuceó Roland, alzando una mano para intentar tranquilizar a sus amigos.

Alicia dejó caer sus brazos y rompió a llorar, gimiendo como nunca Max la había visto hacerlo. Max esperó un par de minutos hasta que Roland pudo sostenerse por sí mismo, tomó los remos y puso rumbo a la orilla. Roland le miraba en silencio. Le había salvado la vida. Max supo que aquella mirada desesperada y llena de gratitud siempre le acompañaría.


Los dos hermanos acostaron a Roland en el catre de la cabaña de la playa y le cubrieron con mantas. Ninguno de ellos sentía deseos de hablar de lo que había sucedido, al menos por el momento. Era la primera vez que la amenaza del Príncipe de la Niebla se hacía tan dolorosamente palpable y resultaba difícil encontrar palabras que pudieran expresar la inquietud que sentían en aquellos momentos. El sentido común parecía indicar que lo mejor era atender a las necesidades inmediatas, y así lo hicieron. Roland tenía preparado un mínimo botiquín en la cabaña, del que Max dispuso para desinfectar las heridas de Alicia. Roland se durmió a los pocos minutos. Alicia lo observaba con el rostro descompuesto.

- Se va a poner bien. Está agotado, eso es todo -dijo Max.

Alicia miró a su hermano.

- ¿Y tú qué? Le has salvado la vida -dijo Alicia, cuya voz delataba sus nervios a flor de piel -. Nadie hubiera sido capaz de hacer lo que has hecho, Max.

- Él lo hubiera hecho por mí -dijo Max, que prefería evitar el tema.

- ¿Cómo te encuentras? -insistió su hermana.

- ¿La verdad? -preguntó Max.

Alicia asintió.

- Creo que voy a vomitar -sonrió Max -. En toda mi vida no me he encontrado peor.

Alicia abrazó a su hermano con fuerza. Max se quedó inmóvil, con los brazos caídos, sin saber si se trataba de una efusión de cariño fraternal o una expresión del terror que su hermana había experimentado minutos atrás, cuando intentaban reanimar a Roland.

- Te quiero, Max -le susurró Alicia -. ¿Me has oído?

Max guardó silencio, perplejo. Alicia le liberó de su abrazo fraternal y se volvió hacia la puerta de la cabaña, dándole la espalda. Max advirtió que su hermana estaba llorando.

- No lo olvides nunca, hermanito -murmuró -. Y ahora duerme un poco. Yo haré lo mismo.

- Si me duermo ahora, no me vuelvo a levantar -suspiró Max.

Cinco minutos después, los tres amigos estaban profundamente dormidos en la cabaña de la playa y nada en el mundo hubiera podido despertarlos.

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