6

No hubo cantos esa noche; sólo gritos y silencio. Cuando las naves voladoras empezaron a arder, Selver sintió que habían triunfado, y las lágrimas le vinieron a los ojos, pero ninguna palabra le vino a la boca. Se alejó en silencio, el lanzallamas pesándole en los brazos, para guiar a su grupo de regreso a la ciudad.

Cada grupo de gente venida del oeste y del norte era capitaneado por un ex esclavo como él, alguien que había servido a los yumenos en Central y conocía los edificios y las costumbres de la ciudad.

La mayor parte de los que habían participado en el ataque esa noche no había visto nunca la ciudad yumena; muchos de ellos no habían visto nunca a un yumeno. Habían venido porque seguían a Selver, porque eran impulsados por el mal sueño y sólo Selver podía enseñarles a dominarlo. Eran centenares y centenares, hombres y mujeres; habían aguardado en profundo silencio a las orillas de la ciudad, mientras los ex esclavos, en grupos de dos o de tres, hacían lo que consideraban más urgente: romper el acueducto, cortar los cables de distribución eléctrica desde la Central Hidroeléctrica, penetrar por la fuerza en el Arsenal y robar las armas. Las primeras muertes, las de los guardias, habían sido silenciosas, consumadas con armas de caza, lazos corredizos, cuchillos, flechas, rápidamente, en la oscuridad. La dinamita, robada aquella misma noche en el campamento de leñadores, quince kilómetros al sur, fue preparada en el Arsenal, el subsuelo del edificio del cuartel general, mientras provocaban incendios en otros sitios, y luego estalló la alarma y crepitaron las llamas y huyeron la noche y el silencio. La mayor parte del estrépito y de los estampidos de la metralla provenía de los yumenos al defenderse, pues sólo los ex esclavos habían sacado armas del Arsenal y las utilizaban; todos los demás se valían de sus lanzas, cuchillos y arcos. Pero fue la dinamita, preparada y encendida por Reswan y otros que habían trabajado en el pabellón de esclavos del campamento de leñadores, lo que produjo el ruido que dominó a todos los demás ruidos, y voló las paredes del edificio del cuartel general y destruyó los hangares y las naves.

Había unos mil setecientos yumenos en la ciudad esa noche, y de ellos unos quinientos eran mujeres; se sabía que en ese momento todas las mujeres yumenas estaban en la ciudad, y por esa razón Selver y sus compañeros habían decidido actuar en seguida, aunque todavía no había llegado toda la gente que deseaba participar. Entre cuatro y cinco mil hombres y mujeres habían acudido a través de los bosques al Cónclave de Endtor, y de allí a este lugar, a esta noche.

Las llamas crepitaban, inmensas, y el olor a quemado y a carnicería era nauseabundo.

Selver tenía la boca seca y le dolía la garganta; no podía hablar, y necesitaba un sorbo de agua. Cuando guiaba su grupo por el callejón central de la ciudad, un yumeno corrió hacia él, una figura inmensa la amenazante en la cerrazón y el resplandor del aire ennegrecido. Selver levantó el lanzallamas y oprimió la lengüeta, en el preciso instante en que el yumeno resbalaba en el barro y caía a sus pies. Ningún chorro de llama brotó siseante del aparato; la carga se le había agotado mientras incendiaba las aeronaves que no estaban en el hangar. Selver dejó caer la pesada máquina. El yumeno no llevaba armas, y era hombre. Selver llegó a decir: —Dejadle escapar.

Pero la voz le flaqueó, y dos atlishianos, cazadores de los Páramos de Abtam, se le habían adelantado de un salto mientras hablaba, empuñando unos largos cuchillos. Las manos grandes, desnudas, oprimieron el aire y cayeron blandamente. El gran cuerpo se desplomó hecho un ovillo en el camino. Había muchos otros cadáveres tendidos allí, en lo que fuera el centro de la ciudad. Las llamas crepitaban, y ya casi no se oía otro ruido.

Selver despegó los labios y gritó roncamente la llamada que pone fin a la caza; los que iban con él lo repitieron en voz más clara y firme, en un falsete sostenido; otras voces respondieron, cercanas y lejanas, en medio de la niebla y el humo y la oscuridad de la noche interrumpida de tanto en tanto por súbitas y rugientes llamaradas. En vez de abandonar inmediatamente la ciudad al frente del grupo, Selver les indicó que siguieran caminando, y se desvió entrando en un terreno fangoso entre el sendero y un edificio que se había quemado y desmoronado. Cruzó por encima del cadáver de una yumena y se inclinó sobre otro que yacía bajo una gran viga de madera carbonizada. No podía verle el rostro, oscurecido por el fango y las sombras.

No era justo; no era necesario; no tenía por qué haber mirado a aquél, ende tantos muertos. No tenía por qué haberlo reconocido en la oscuridad. Echó a andar detrás del grupo. De pronto se volvió; con mucho esfuerzo retiró la viga de la espalda de Lyubov; se arrodilló, deslizando una mano debajo de la pesada cabeza, que ahora parecía descansar más cómodamente, la cara separada del suelo; así permaneció, de rodillas, inmóvil.

Hacía cuatro días que no dormía, ni había tenido tiempo de soñar en muchos más… ya no sabía cuántos. Había actuado, hablado, viajado, planeado noche y día, desde que dejaran Brotor, él y la gente de Cadast. Había ido de ciudad en ciudad hablando a los pueblos de los bosques, explicándoles aquella cosa nueva, despertándolos del sueño al mundo, preparando la acción de esta noche, hablando, siempre hablando, y escuchando hablar a otros, nunca en silencio y jamás solo. Ellos lo habían escuchado y habían decidido seguirlo, seguir el nuevo camino. Habían aprendido a tocar con las manos el fuego que tanto temían, habían aprendido a dominar el mal sueño: y lanzaron sobre el enemigo la muerte que tanto temían. Todo se hizo tal como dijera Selver. Todo había ocurrido tal como él había anunciado. Los albergues y muchas viviendas de los yumenos fueron quemados, las naves voladoras incendiadas o destrozadas, las armas robadas o destruidas; y las hembras estaban muertas. Los incendios empezaban a extinguirse, la noche crecía negra e impenetrable, saturada de un humo pestilente. Selver apenas veía; alzó los ojos hacia el este, preguntándose si pronto llegaría la aurora. Arrodillado allí en el barro entre los muertos pensó: Este es el sueño, ahora el mal sueño. Creí que yo manejaba el sueño pero él me maneja a mí.

En el sueño, los labios de Lyubov se movieron apenas contra la palma de su propia mano; Selver miraba hacia abajo y veía abiertos los ojos del muerto. El resplandor ya mortecino de las llamas brillaba en la superficie de aquellos ojos. Un momento después Lyubov pronunció el nombre de Selver.

—Lyubov, ¿por qué te quedaste aquí? Te dije que salieras de la cuidad esta noche.

Así habló Selver en sueños, con aspereza, como si estuviese enfadado con Lyubov.

—¿Eres tú el prisionero? —dijo Lyubov débilmente sin levantar la cabeza, pero con una voz tan natural que Selver supo por un instante que aquél no era el tiempo-sueño sino el tiempo-mundo, la noche del bosque —. ¿O yo?

—Ninguno de los dos, o ambos ¿cómo puedo saberlo? Todas las máquinas y aparatos están quemados. Todas las mujeres están muertas. Dejamos escapar a los hombres, si querían escapar. Les dije que no incendiaran tu casa, los libros han de quedar intactos.

Lyubov, ¿por qué no eres como los otros?

—Soy igual que ellos. Un hombre. Como ellos. Como tú.

—No. Tú eres diferente…

—Soy como ellos. Y tú también. Escúchame, Selver. No sigas. No sigas matando hombres. Tienes que volver… a tus… a tus propias raíces.

—Cuando tu pueblo se haya marchado, entonces el sueño cesará.

—Ahora —dijo Lyubov, tratando de levantar la cabeza, pero tenía la espalda rota.

Miró a Selver y abrió la boca para hablar. Pero la mirada había desaparecido, ahora escudriñaba el otro tiempo, y los labios seguían entreabiertos, y mudos. El aliento le silbaba ligeramente en la garganta.

Estaban llamando a Selver por su nombre, muchas voces lejanas, llamando una y otra vez.

—¡No puedo quedarme contigo, Lyubov! —dijo Selver llorando, y al no obtener respuesta se incorporó e intentó correr.

Pero en la oscuridad del sueño sólo podía avanzar lentamente. El Espíritu del Fresno caminaba delante de él, más alto que Lyubov o que cualquier yumeno, sin volver hacia él la máscara blanca. Y mientras se alejaba, Selver le hablaba a Lyubov.

—Volveré —le decía —. Todos volveremos. ¡Te lo prometo, Lyubov!

Pero su amigo, el bondadoso, el que le había salvado la vida y le traicionara el sueño, Lyubov, no respondía. Caminaba por algún lugar de la noche cerca de Selver, invisible, y silencioso como la muerte.

Un grupo de gente de Tuntar encontró a Selver vagando en la oscuridad, llorando y hablando, dominado por el sueño; lo llevaron en seguida de regreso a Enoltor.

Allí, en el improvisado Albergue, una tienda a la orilla del río, yació desvalido y delirante dos días y dos noches, atendido por los Ancianos.

Durante todo ese tiempo seguía llegando gente a Enoltor, y volvía a marcharse, regresaba al Lugar de Eshsen que antes fuera Central, para sepultar allí a los muertos propios y a los ajenos; de los propios más de trescientos, de los ajenos más de setecientos. Había unos quinientos yumenos encerrados en los corrales de los creechis, que al estar vacíos y apartados no habían sido alcanzados por el fuego. Otros tantos habían huido, y algunos de éstos buscaron refugio en los campamentos de leñadores situados más al sur, que no habían sido atacados; aquellos que todavía se escondían y erraban por los bosques o las Tierras Mutiladas eran perseguidos día y noche. A veces los mataban porque muchos de los cazadores más jóvenes aún seguían oyendo la voz de Selver que les gritaba “¡Matadlos!”. Otros habían dejado atrás la noche de la matanza como si fuese una pesadilla, el mal sueño que ha de ser comprendido para que no se repita; y éstos, al encontrarse frente a un yumeno sediento y exhausto escondido entre la maleza, no podían matarle. Entonces tal vez el yumeno los mataba a ellos. Había grupos de diez y veinte yumenos armados con hachas y fusiles, si bien a pocos les quedaban municiones; a estos grupos los atlishianos les seguían el rastro, y cuando les tenían cercados en los bosques en número suficiente los capturaban y los llevaban otra vez a Eslisen. Todos fueron capturados al cabo de dos o tres días, pues esa región de Sornol era un hervidero de habitantes de los bosques; nunca en la memoria de ningún hombre se había congregado en un solo lugar ni la décima parte de la gente que había ahora; algunos seguían llegando aún de pueblos distantes y otros Continentes, unos empezaban ya a regresar a las ciudades. Los yumenos capturados fueron encerrados en los corrales junto con los otros, pese a que ya estaban colmados y las barracas eran demasiado pequeñas para los yumenos. Dos veces por día les daban agua y comida, y un par de centenares de cazadores armados los custodiaba a toda hora.

En la tarde siguiente a la Noche de Eslisen, un avión apareció atronando desde el este y descendió como si fuese a aterrizar, luego alzó vuelo como un ave de rapiña que ha errado su presa, y voló en círculo sobre el desmantelado campo de aterrizaje, la ciudad todavía humeante, y las Tierras Mutiladas. Reswan se había encargado de destruir todas las radios, y fue tal vez el silencio de las radios lo que atrajo a la aeronave desde Kushil o Rieshwel donde había tres pequeñas poblaciones yumenas. Los prisioneros se precipitaron fuera de las barracas y gritaban a la máquina cada vez que pasaba atronando por encima de sus cabezas; arrojó un objeto, en un pequeño paracaídas, dentro del corral; por último, zumbando, se perdió en el cielo.

En Athshe quedaban ahora cuatro naves aladas semejantes; tres en Elushil y una en Rieshwel, todas de tamaño pequeño, con capacidad para cuatro hombres; también tenían ametralladoras y lanzallamas, y eran una grave preocupación para Reswan y los otros, mientras que Selver yacía perdido para ellos, transitando por los caminos crípticos del otro tiempo.

Despertó al tiempo-mundo en el tercer día, flaco, mareado, hambriento y silencioso. Se bañó en el río y comió, y luego escuchó a Reswan y a la matriarca de Berre y a los otros elegidos como jefes. Ellos le contaron lo que había sucedido en el mundo mientras él dormía. Selver escuchó, y los miró uno a uno, y ellos vieron al dios en él. En la repulsión y el temor que habían seguido a la Noche de Eshsen algunos llegaron a dudar. Tenían sueños turbulentos de sangre y fuego; pasaban el día entero rodeados por extraños, gente venida de todos los confines de los bosques, en centenares, en millares, todos se precipitaban a este lugar como cuervos sobre la carroña, todos desconocidos entre sí; y les parecía que había llegado el Fin, que nada volverá ser como antes, que nada estaría bien de nuevo. Pero en presencia de Selver recordaron el propósito, y la angustia que los dominaba se calmó, y esperaron a que hablase.

—La matanza ha terminado —dijo —. Aseguraos de que todo el mundo lo sepa. —Los miró uno a uno —. Tengo que hablar con los del corral, ¿Quién los dirige allí?

—Pavo, Pieplano, Ojosllorosos —dijo Reswan, el ex esclavo.

—¿Pavo vive? Bien. Ayúdame a levantarme, Greda, noto los huesos blandos…

Cuando llevaba un rato levantado, se sintió más fuerte, y una hora después se ponía en marcha hacia Eshsen, a dos horas de camino de Endtor.

Cuando llegaron, Reswan trepó por una escalera apoyada contra el muro del pabellón y gritó en la jerga que se les enseñaba a los esclavos: —¡Dong —venir —puerta Rápido-volando!

Allá abajo en los pasillos que separaban las achaparradas barracas de cemento, algunos de los yumenos le gritaron y le arrojaron cascotes de tierra. Reswan desapareció y esperó.

El viejo coronel no apareció, pero Gosse, a quien ellos llamaban Ojosllorosos, salió cojeando de una cabaña y llamó a Reswan: —El coronel Dongh está enfermo, no puede salir.

—¿Enfermo de qué?

—Intestinos, enfermo por el agua. ¿Qué quieres?

—Hablar —hablar. Mi señor dios —dijo Reswan en su propia lengua, mirando a Selver—, el Pavo se esconde, ¿quieres hablar con Ojosllorosos?

—Está bien.

—¡Vigilad la puerta, arqueros! A la puerta, se-ñor Goss-a, ¡Rápido-volando!

La puerta se abrió apenas el tapado y el tiempo suficiente para que Gosse pudiera escurrirse afuera. Se detuvo, solo, frente al grupo de Selver. Se apoyaba con precaución en una pierna, herida en la Noche de Eshsen. Vestía un pijama andrajoso, sucio de barro y empapado por la Bula. El cabello gris le caía liso alrededor de las orejas y sobre la frente. Dos veces más alto que sus captores, se mantenía muy tieso, y les observaba con temeraria, indignada consternación.

—¿Qué quieres?

—Tenemos que hablar, señor Gosse —dijo Selver, que había aprendido de Lyubov el inglés común —. Soy Selver del Fresno de Eshreth. Soy amigo de Lyubov.

—Sí, te conozco —¿Qué tienes que decir?

—Tengo que decir que la matanza ha terminado, si puede haber una promesa respetada por la gente de usted y por mi pueblo. Todos ustedes podrán quedar en libertad, si todos los hombres de los campamentos de leñadores de Sornol del Sur, Kushil y Rieshwel se concentran y se quedan aquí juntos. Ustedes pueden vivir aquí donde el bosque está muerto, donde ustedes cultivan sus cereales. No habrá más talado de árboles.

Ahora la expresión de Gosse era de ansiedad.

—¿Los campamentos no fueron atacados?

—No.

Gosse no dijo nada. Selver lo miró, y volvió a hablar: —De los hombres de usted, quedan menos de dos mil con vida, creo yo. Las mujeres han muerto todas. En los otros campamentos todavía hay armas; ustedes podrían matar a muchos de los nuestros. Pero nosotros tenemos algunas armas. Y somos más de los que ustedes podrían matar. Supongo que lo saben, y que por eso no han tratado de que las naves voladoras les trajeran lanzallamas, para matar a los guardias y huir. Sería inútil; somos realmente muchos. Si lo prometen, junto con nosotros, será para bien de todos, y entonces podrán esperar sin peligro hasta que llegue una de sus Grandes Naves, y podrán marcharse del mundo. Esto será dentro de tres años, creo.

—Sí, tres años locales… ¿Cómo lo sabes?

—Bueno, los esclavos tienen oídos, señor Gosse.

Gosse lo miró al fin abiertamente. Desvió los ojos, se movió, intranquilo, trató de acomodar la pierna lastimada. Volvió a mirar a Selver, y de nuevo desvió los ojos —Nosotros ya habíamos “prometido” no hacer daño a ninguno de tu pueblo. Por eso dejamos en libertad a los trabajadores. No sirvió de nada, no escuchasteis.

—No nos prometieron nada a nosotros.

—¿Cómo podemos llegar a un acuerdo o un pacto con un pueblo que no tiene gobierno, sin una autoridad central?

—No lo sé. No estoy seguro de que ustedes sepan lo que es una promesa. La quebrantaron pronto.

—¿Qué quieres decir? ¿Por quiénes? ¿Cómo?

—En Rieshwel, Nueva Java. Hace catorce días. Unos yumenos del Campamento de Rieshwel incendiaron una población y mataron a los habitantes.

—Eso no es cierto. Estuvimos en contacto radial directo con Nueva Java todo el tiempo, hasta la masacre. Nadie mató a los nativos allí, ni en ningún otro sitio.

—Usted dice la verdad que conoce —dijo Selver—, yo la verdad que conozco. Acepto que ignore la matanza en Rieshwel, y usted acepte que yo le diga que hubo una matanza.

Esto queda en pie: la promesa será hecha a nosotros y con nosotros, y será respetada.

Quizá usted quiera discutir estas cuestiones con el coronel Dongh y los demás.

Gosse hizo un movimiento como si fuese a entrar en el pabellón, y en seguida se volvió y dijo con su voz ronca, profunda: —¿Quién eres tú, Selver? Fuiste tú… fuiste tú quien organizó el ataque? ¿Tú los dirigiste?

—Sí, fui yo.

—Entonces toda esta sangre pesa sobre tu cabeza —dijo Gosse, con una ferocidad repentina—, y también la de Lyubov, sabes, Lyubov, tu amigo… está muerto.

Selver no comprendió la expresión. Había aprendido a asesinar, pero de la culpa poco sabía fuera del nombre. Vio la mirada fría, resentida de Gosse, y sintió miedo. Se estremeció; un frío mortal le subió por el cuerpo. Trató de alejarlo cerrando un momento los ojos. Por último dijo: —Lyubov es mi amigo, y por eso no está muerto.

—Vosotros sois niños —dijo Gosse con odio —. Niños salvajes. No tenéis noción de la realidad. ¡Esto no es sueño, esto es real! ¡Tú mataste a Lyubov! Ahora está muerto. Tú mataste a las mujeres, las mujeres, ¡tú las quemaste vivas, las descuartizaste como animales!

—Tendríamos que haberlas dejado vivir? —preguntó Selver con igual vehemencia, pero con voz más suave, un poco cantarina —. ¿Para que procreasen como insectos en el capullo del Mundo? ¿Para que nos aplastaran? Las matamos para esterilizarlos a ustedes. Sé lo que es la realidad, señor Gosse. Lyubov y yo hemos hablado de esas palabras. Un hombre con sentido de la realidad es aquel que conoce el mundo y que también conoce sus propios sueños. Ustedes no son sanos: no hay entre ustedes un solo hombre que sepa soñar. Ni siquiera Lyubov, y él era el mejor. Ustedes duermen, se despiertan y olvidan lo que han soñado, y vuelven a dormir y a despertar, y así transcurre para ustedes toda la vida, ¡y creen que eso es la existencia, la vida, la realidad! Ustedes no son niños, son adultos, pero dementes. Y por eso tuvimos que matarles, antes que nos enloquecieran a nosotros. Ahora vuelva y hable de la realidad con los otros locos. ¡Hable largo, y bien!

Los guardias abrieron la puerta, amenazando con sus lanzas a los yumenos que se amontonaban en el interior; Gosse volvió a entrar en el pabellón, los anchos hombros encorvados como amparándose de la lluvia.

Selver estaba muy cansado. La matriarca de Berre y otra mujer se le acercaron y caminaron con él; se apoyó en los hombros de las mujeres para no caer si tropezaba. La joven cazadora Greda, una prima de su mismo Arbol, bromeaba con él, y Selver le respondía como atolondrado, riendo. La caminata de regreso a Endtor pareció durar días y días.

Estaba demasiado fatigado para comer. Bebió un poco de caldo caliente y se tendió a descansar junto a la Hoguera de los Hombres. Endtor no era una población sino un simple campamento a orillas del gran río, un lugar de pesca favorito de todas las ciudades que habían existido alguna vez en los bosques de alrededor, antes de la llegada de los yumenos. Allí no había Albergue. Dos fogones circulares de piedra negra y una larga ribera tapizada de hierbas donde se podía instalar las tiendas de cuero y junco trenzado, eso era Endtor. Allí el río Menend, el río más caudaloso de Sornol, hablaba incesantemente en el mundo y en el sueño.

Había muchos ancianos junto al fuego, algunos que Selver conocía de Brotor y Tuntar y Eshreth, su ciudad destruida, algunos que no conocía; podía ver en sus ojos y sus gestos, y oír en sus voces, que eran Grandes Soñadores; quizá nunca y en ningún sitio se habían reunido antes tantos soñadores. Tendido en el suelo, la cabeza apoyada en las manos, la mirada en las llamas, Selver dijo: —He llamado locos a los yumenos. ¿También yo estoy loco?

—Tú no distingues un tiempo de otro —dijo el viejo Tubab, empujando una piña hacia la hoguera —porque hace demasiado tiempo que no sueñas ni dormido ni despierto. El precio de eso es caro de pagar.

—Los venenos que toman los yumenos producen un efecto muy semejante al del no dormir y no soñar —dijo Heben, que había sido esclavo en Central y en el Campamento Smith —. Los yumenos se envenenan para poder soñar. Yo vi las caras de los soñadores después de tomar los venenos. Pero ellos no podían llamar a los sueños, ni gobernarlos, ni entretejerlos, ni modelarlos, ni dejar de soñarlos; eran arrastrados, dominados por los sueños. Lo mismo le ocurre a un hombre que no ha soñado durante muchos días. Aunque sea el más sabio de su Albergue, igual estará loco, de vez en cuando, por momentos, y durante mucho tiempo después de esa experiencia. Será arrastrado, esclavizado. No se comprenderá a sí mismo.

Un anciano muy venerable con el acento de Sornol del Sur puso la mano en el hombro de Selver, lo acarició, y dijo: —Mi amado y joven dios, lo que tú necesitas es cantar, eso te haría bien.

—No puedo. Canta por mí.

El anciano cantó; otros se unieron a él, las voces tenues y, aflautadas, casi disonantes, como el viento que soplaba en los cañaverales de Endtor. Cantaron una de las canciones del Fresno, que hablaba de las hojas delicadas que amarillean en otoño cuando las bayas se ponen rojas, y una noche las platea la primera escarcha.

Mientras Selver escuchaba la canción del Fresno, Lyubov yacía junto a él. Así, acostado, no parecía tan monstruosamente alto y grande de miembros. Detrás asomaba el edificio semidesmoronado, destripado por el fuego, negro contra las estrellas.

—Soy como tú —decía, sin mirar a Selver, con esa voz de los sueños que trata de revelar su propia irrealidad —. Me duele la cabeza —dijo Lyubov con su voz natural, frotándose la nuca como lo hacía siempre, y entonces Selver extendió el brazo para tocarlo, para consolarlo.

Pero en el tiempo-mundo Lyubov era sombra y resplandor de llamas, y los ancianos estaban cantando la canción del Fresno, las florecillas blancas en las ramas negras, en primavera, entre las hojas.

Al día siguiente los yumenos prisioneros en el pabellón quisieron hablar con Selver.

Selver llegó a Eslisen al atardecer, y se reunió con ellos fuera del pabellón, bajo las ramas de un roble, pues la gente de Selver se sentía un poco incómoda bajo el cielo abierto y desnudo. Eslisen había sido un robledal, y ese árbol era el más grande de los pocos que los colonos habían dejado en pie. Se alzaba en la larga pendiente que se extendía detrás de la cabaña de Lyubov, una de las seis o siete casas que habían salido indemnes de la noche del ataque. Junto a Selver, al abrigo del roble, estaban Reswan, la matriarca de Berre, Greda de Cadast, y algunos otros que deseaban asistir a la reunión, unos doce en total. Muchos arqueros montaban guardia; temían que los yumenos pudiesen tener armas ocultas, pero se habían apostado detrás de los arbustos o de los escombros del incendio, para no dominar la escena con la apariencia de una amenaza. Con Gosse y el coronel Dongh estaban tres de los yumenos llamados oficiales y dos del campamento de leñadores, a la vista de uno de los cuales, Benton, los ex esclavos contuvieron el aliento.

Benton acostumbraba castigar a los “creechis holgazanes” castrándolos en público.

El coronel había adelgazado, la tez normalmente de un color amarillo pardusco era ahora de un amarillo grisáceo; la enfermedad no había sido fingida.

—Bien, la primera cosa —dijo cuando estuvieron todos instalados, los yumenos de pie, la gente de Selver en cuclillas o sentada en el musgo húmedo y suave que rodeaba al roble—, la primera cosa es que yo quiero tener ante todo una definición clara de qué significan exacta y precisamente esos términos propuestos por ustedes, y qué significan como garantía de seguridad para mi personal aquí presente y bajo mis órdenes.

Hubo un silencio.

—Algunos de ustedes entienden mi lengua, ¿no?

—Sí. Lo que no entiendo es su pregunta, señor Dongh.

—¡Coronel Dongh, si me hace el favor!

—Entonces usted me llamará a mí coronel Selver, si me hace el favor.

Un canturreo vibró en la voz de Selver que se puso de pie, dispuesto a combatir, mientras las melodías le fluían como ríos por la mente.

Pero el viejo yumeno no se movió; enorme, pesado e iracundo, no aceptó el desafío.

—No vine aquí para ser insultado por vosotros, pigmeos humanoides —dijo.

¡Pero los labios le temblaron mientras lo decía. Era viejo, y se sentía acobardado y humillado. Toda esperanza de triunfo se extinguió en Selver. Ya no había triunfo en el mundo, sólo muerte. Se volvió a sentar.

—No fue mi intención insultarle, coronel Dongh —dijo con resignación —¿Quiere repetir la pregunta, por favor?

—Quiero oír los términos de su proposición, y luego ustedes oirán los nuestros, y eso es todo lo que quiero saber.

Selver repitió lo que le había dicho a Gosse.

Dongh lo escuchó con aparente impaciencia.

—Muy bien. Lo que ustedes no comprenden es que desde hace tres días tenemos una radio en funcionamiento en el pabellón. —Selver lo sabía en realidad. Reswan había averiguado en seguida qué era el objeto lanzado por el helicóptero, temiendo que pudiera tratarse de un arma; los guardias le informaron que era una radio y permitió que los yumenos la retuviesen. Selver se limitó a sacudir la cabeza —. Eso quiere decir que hemos estado en contacto con los tres campamentos, los dos de Isla King y el de Nueva Java, directamente, y si hubiésemos decidido preparar un golpe y escapar de la cárcel del pabellón, nos hubiera sido muy fácil hacerlo. Los helicópteros nos arrojarían armas y cubrirían nuestros movimientos con sus ametralladoras. Un lanzallamas nos habría bastado para salir del pabellón, y en caso de necesidad hay bombas que pueden volar toda una isla ustedes no Es han visto funcionar, por supuesto.

—Y si escapaban del pabellón, ¿adónde habrían ido?

—El hecho real, sin introducir en esto ningún elemento incoherente o erróneo, es que ahora las fuerzas de ustedes nos superan considerablemente en número, pero nosotros tenemos los cuatro helicópteros en los campamentos, que es inútil que intenten inutilizar puesto que están bajo custodia armada permanente, así como todos los explosivos. De manera que la cruda realidad de la situación es que estamos empatados, si lo podemos llamar así, y que debemos discutir en igualdad de condiciones. Esta es, por supuesto, una situación transitoria. De ser necesario estamos autorizados a una acción militar defensiva a fin de impedir una guerra por todos los medios. Además estamos respaldados por el Poder bélico de la Flota Terráquea Interestelar, que podría borrar definitivamente del cielo vuestro planeta. Pero estas ideas son demasiado abstractas para nosotros, de modo que digámoslo tan clara y llanamente como sea posible: estamos dispuestos a negociar con vosotros, en los términos de un equitativo marco de referencia.

La paciencia de Selver era corta; sabía que el malhumor era un síntoma de su deteriorado estado mental, pero ya no podía dominarlo.

—Prosiga, entonces.

—Bien, ante todo quiero que se comprenda claramente que tan pronto como tuvimos la radio en nuestro poder ordenamos a los otros campamentos que no nos trajeran armas ni intentaran ningún rescate aéreo, y que las represalias estaban estrictamente prohibidas.

—Eso fue prudente. ¿Qué más?

El coronel Dongh inició una réplica furibunda, y de pronto se interrumpió; se había puesto muy pálido.

—¿No hay aquí dónde sentarse? —preguntó.

Selver dio la vuelta por detrás del grupo de yumenos, subió la pendiente, entró en la cabaña de dos habitaciones, y cogió la silla plegable del escritorio. Antes de abandonar la habitación silenciosa se inclinó y apoyó la mejilla sobre la madera rayada y tosca del escritorio, donde siempre se había sentado Lyubov cuando trabajaba con Selver o a solas; algunos de sus papeles estaban allí todavía; Selver los acarició. Llevó la silla afuera y la instaló en la tierra mojada por la lluvia. El viejo se sentó, mordiéndose los labios, los ojos almendrados arrugados de dolor.

—Señor Gosse, quizá usted pueda hablar por el coronel —dijo Selver —. El no se siente bien.

—Yo seguiré con las conversaciones —dijo Benton, adelantándose, pero Dongh meneó la cabeza y murmuró—: Gosse.

Con el coronel como oyente más que como orador, las cosas anduvieron mejor. Los yumenos aceptaban las condiciones de Selver. Con una promesa mutua de paz, retirarían todos los destacamentos y vivirían en una sola área, la región que habían desbrozado en Sornol Central: unos dos mil kilómetros cuadrados de tierras onduladas, bien regadas. Se comprometían a no entrar en los bosques; la gente del bosque se comprometió a no entrar en las Tierras Mutiladas.

Las cuatro aeronaves sobrevivientes dieron motivo a algunas discusiones. Los yumenos insistían en que las necesitaban para traer a sus hombres a Sornol desde las caras islas. Como las máquinas sólo podían transportar cuatro hombres en cada viaje, a Selver le pareció que los yumenos llegarían más rápido a Eshsen caminando y les ofreció el auxilio de unas balsas para cruzar el estrecho; pero al parecer los yumenos no eran grandes caminadores. Muy bien, podían conservar los helicópteros para lo que ellos llamaban la “Operación Aérea de Rescate”. Después de eso tenían que destruirlos.

Negativa. Indignación. Cuidaban más de sus máquinas que de sus cuerpos. Selver transigió, diciendo que podían conservar los helicópteros a condición de que volaran solamente sobre las Tierras Mutiladas y que las armas que había en ellas fuesen destruidas. También este punto suscitó discusiones, pero entre ellos, mientras Selver esperaba, repitiendo de vez en cuando los términos de su exigencia, porque en este punto no estaba dispuesto a ceder.

—¿Qué diferencia hay, Benton? —dijo por último el anciano coronel, furibundo y tembloroso —. ¿No ve que no podemos usar esas malditas armas? Hay tres millones de estos humanoides diseminados por todas estas islas del demonio, todas cubiertas de árboles y malezas, sin ciudades, sin redes de servicios vitales, sin un control centralizado.

No se puede desmantelar con bombas una estructura del tipo guerrilla, eso está demostrado, y en realidad la parte del mundo en que yo nací lo demostró durante casi treinta años, derrotando una tras otra a las grandes superpotencias en el siglo veinte. Y hasta que llegue una nave, no estaremos en condiciones de demostrar nuestra superioridad. ¡Al demonio con el equipo grande si podemos conservar las armas blancas para la caza y la defensa personal!

Dongh era el Viejo para ellos, la Autoridad Suprema, y al final su opinión prevaleció, como hubiera podido hacerlo en un Albergue de Hombres. Benton se enfurruñó. Gosse empezó a hablar de lo que sucedería si la tregua era violada, pero Selver le interrumpió.

—Ésas son posibilidades, y aún no hemos acabado con las certezas. Esa Gran Nave de ustedes ha de volver dentro de tres años, es decir tres años y medio en la cronología terrestre. Hasta entonces, son libres aquí. No les será muy duro. Nada más se retirará de Centralville, excepto algunos de los trabajos de Lyubov que yo quiero conservar. Todavía tienen aquí la mayor parte de las herramientas para cortar árboles y remover la tierra; si necesitan más, las minas de hierro de Peldel están dentro de este territorio. No hay ninguna confusión posible, me parece. Sólo resta saber una cosa: cuando esa nave venga, ¿qué querrá hacer con ustedes, y con nosotros?

—No lo sabemos —dijo Gosse.

Y Dongh explicó: —En primer lugar, si ustedes no hubieran destruido el ansible, ahora podríamos recibir información regular sobre estos problemas, y nuestros informes influirían ciertamente en las decisiones que puedan adoptarse sobre el estatus definitivo de este planeta, decisiones que podríamos comenzar a poner en práctica antes que la nave regrese a Prestno. Pero de esa injustificable destrucción, debida al desconocimiento de vuestros propios intereses, no se ha salvado ni siquiera una radio capaz de retransmitir a una distancia de unos pocos centenares de kilómetros.

—¿Qué es el ansible?

La palabra había aparecido antes en esta conversación; era nueva para Selver.

—Un CID —dijo el coronel, reticente.

—Una especie de radio —dijo Gosse con arrogancia —. Nos ponía en comunicación instantánea con nuestro mundo natal.

—¿Sin la espera de veintisiete años?

Gosse clavó la vista en Selver.

—Así es. Exactamente. Aprendiste mucho de Lyubov, ¿no?

—Si habrá aprendido —dijo Benton —. Era el verde amiguito del alma de Lyubov. Se enteraba de todo cuanto valía la pena saber y un poquito más. Como por ejemplo cuáles eran los puntos vitales y dónde estaban apostados los guardias, y cómo llegar a las armas en el Arsenal. Deben de haber estado en contacto hasta el momento mismo en que comenzó la masacre.

Gosse parecía molesto.

—Raj está muerto. Todo eso no tiene nada que ver ahora, Benton. Lo que tenemos que establecer…

—¿Está usted tratando de insinuar de algún modo que el capitán Lyubov estaba involucrado en alguna actividad que pudiera considerarse traición a la Colonia, Benton? dijo Dongh, echando fuego por los ojos y oprimiéndose el vientre con las manos —. No había espías ni traidores en mi personal. Lo seleccioné escrupulosamente antes de partir, y yo conozco a la gente con quien tengo que tratar.

—No estoy insinuando nada, coronel. Estoy diciendo claramente que fue Lyubov quien incitó a los creechis, y que si no se hubiesen modificado las órdenes después de que esa nave de la Flota estuvo aquí, nunca hubiera sucedido.

Gosse y Dongh empezaron a hablar al mismo tiempo —Todos ustedes están muy enfermos —observó Selver, levantándose y sacudiéndose, porque las húmedas hojas pardas del roble se le adherían como la seda a la corta pelambrera del cuerpo —. Lamento que hayamos tenido que retenerlos en el corral de los creechis, no es un sitio agradable para la mente. Por favor, hagan traer a los hombres de los otros campamentos. Cuando todos estén aquí y las armas grandes hayan sido destruidas, y la promesa haya sido pronunciada por todos nosotros, entonces les dejaremos en paz. Las puedas del corral serán abiertas hoy, cuando yo me haya marchado. ¿Hay algo más que decir?

Ninguno de ellos dijo nada. Todos bajaron la vista y lo miraron. Siete hombres, de piel tostada o trigueña, lampiños, vestidos con telas, de ojos sombríos, rostros malhumorados; doce hombrecillos verdes o verde parduscos, cubiertos de vello, con los grandes ojos de las criaturas seminocturnas, rostros soñadores; entre los dos grupos, Selver, el traductor, frágil, desfigurado, llevando en las manos vacías los destinos de todos. La lluvia caía silenciosamente alrededor, sobre la tierra parda.

—Adiós, entonces —dijo Selver, y se alejó con su grupo.

—No son tan estúpidos —dijo la matriarca de Berre cuando acompañaba a Selver a Endtor —. Pensaba que semejantes gigantes tenían que ser estúpidos, pero se dieron cuenta de que eres un dios; lo vi en sus caras al final de la charla. Qué bien hablas esa jerga. Feos son, ¿crees que sus hijos tampoco tendrán pelos?

—Eso nunca lo sabremos, espero.

—Aj, imagínate dar de mamar a un niño que no tiene pelo. Como tratar de amamantar a un pez —Están todos locos —dijo el viejo Tubab con una expresión de profunda tristeza —. Lyubov no era así, cuando venía a Tuntar. Era ignorante, pero sensible. Pero éstos discuten, y se burlan del viejo, y se odian unos a otros, así —y torció la cara gris para imitar la expresión de los terráqueos, cuyas palabras, naturalmente, no había podido entender —. ¿Fue eso lo que tú les dijiste, Selver, que están locos?

—Les dije que estaban todos enfermos. Pero no olvidemos que han sido derrotados, y heridos, y encerrados en esa jaula de piedra. Después de eso cualquiera podría estar enfermo p por lo tanto, necesitar curarse.

—Quién les va a curar —dijo la matriarca de Berre —si todas sus mujeres están muertas.

Mala suerte. Pobres cosas feas… grandes arañas desnudas, eso son, ¡aj!

—Son hombres, hombres, igual que nosotros —dijo Selver, la voz aguda y afilada como un cuchillo.

—Oh, mi amado señor dios, eso lo sé, sólo quise decir que parecen arañas —dijo la anciana, acariciándole la mejilla —. Escuchad, vosotros: Selver está extenuado con todo este ir y venir entre Endtor y Eslisen; sentémonos un ratito a descansar.

—Aquí no —dijo Selver. Todavía estaban en las Tierras Mutiladas, entre tocones y pendientes herbosas, bajo el cielo desnudo —. Cuando lleguemos a los árboles…

Se tambaleó, y aquellos que no eran dioses lo ayudaron a avanzar por el camino.

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