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Soplaba el viento, y las mil tonalidades del moho y el crepúsculo, los marrones y rojizos y los verdes pálidos cambiaban sin cesar en las alargadas hojas de los sauces. Espesas y rugosas, las raíces estaban cubiertas de un musgo verde a orillas de los arroyos, que fluían lentamente como el viento, demorados por suaves remolinos y falsos remansos, atascados en piedras y raíces, las ramas colgantes y hojarasca Id había ni un solo claro, ni un resquicio de luz traspasaba la espesura. Hojas y ramas, troncos y raíces —lo umbrío, lo complejo —invadían el viento, el agua, la luz del sol, el resplandor de las estrellas.

Debajo de las ramas, alrededor de los troncos y sobre las raíces corrían senderos pequeños, ninguno en línea recta, todos se desviaban ante un mínimo obstáculo, tortuosos como nervios. El suelo no era seco y compacto sino húmedo y esponjoso, producto de la colaboración de los seres vivos y la lenta, la morosa muerte de las hojas y los árboles; y en aquel fértil cementerio crecían árboles de treinta metros de altura, y hongos diminutos que brotaban en círculos de un centímetro de diámetro. Había un olor en el aire, sutil, variado y dulzón. El campo visual nunca era demasiado amplio, a menos que espiando a través del ramaje alguien alcanzara a divisar las estrellas. Nada era puro, seco, árido, llano. La Revelación no se conocía allí. Abarcarlo todo de una sola mirada era un imposible: ninguna certeza. Las tonalidades del moho y el crepúsculo seguían cambiando en las ramas colgantes de los sauces, y nadie hubiera podido decir si el color de las hojas era bermejo o verderrojizo, o verde.

Selver subía por un sendero en la orilla del agua; avanzaba lentamente y tropezaba a menudo con las raíces de los sauces. Vio a un anciano que dormía, y se detuvo. El anciano le miró a través de las largas hojas de los sauces y le vio en sus sueños.

—¿Puedo ir a tu Albergue, mi Señor Soñador? He recorrido un largo camino.

El anciano no se movió. Selver se sentó en cuclillas al lado del camino, junto al arroyo.

La cabeza le cayó sobre el pecho porque estaba exhausto y necesitaba dormir. Había andado durante cinco días.

—¿Vienes del tiempo-sueño o del tiempo-mundo? —le preguntó el anciano al cabo de un rato.

—Del tiempo-mundo.

—Ven conmigo entonces. —El anciano se levantó rápidamente y guió a Selver por el sinuoso sendero más allá de los sauces, hasta un paraje más seco y oscuro de robles y espinos —. Te tomé por un dios —le dijo, adelantándose un paso —. Y me pareció que te había visto antes, tal vez en sueños.

—No en el tiempo-mundo. Vengo de Sornol. Nunca estuve aquí antes.

—Este pueblo es Cadast. Yo soy Coro Mena. Del Espino Blanco.

—Me llamo Selver. Del Fresno.

—Hay gente del Fresno entre nosotros, hombres y mujeres. También gente de vuestros clanes matrimoniales, Abedul y Acebo; no tenemos mujeres del Manzano. Pero tú no vienes en busca de mujer ¿verdad?

—Mi mujer ha muerto —dijo Selver.

Llegaron al Albergue de Hombres, en un terreno alto en medio de un plantío de robles jóvenes. Se agacharon y se arrastraron por el túnel de la entrada haba cruzarlo. Dentro, a la luz de la hoguera, el anciano se enderezó, pero Selver permaneció agachado, apoyado sobre las manos y rodillas, incapaz de levantarse. Ahora que tenía consuelo y ayuda al alcance de la mano, el cuerpo exhausto se negaba a dar un paso más. Se dejó caer en el suelo y se le cerraron los ojos, y se deslizó, con alivio y gratitud, en la gran oscuridad.

Los hombres del Albergue de Cadast cuidaron de él, y el curandero fue a atenderle la herida del brazo derecho. Esa noche, Coro Mena y el curandero Torber se sentaron junto al fuego. La mayoría de los otros hombres de Cadast pasaban la noche con sus mujeres; sólo había sentados en los bancos un par de jóvenes aprendices de soñadores, y ambos se habían quedado profundamente dormidos.

—No sé qué pudo haberle causado cicatrices como la de la cara —dijo el curandero—, y menos aún la que tiene en el brazo. Una herida muy extraña.

—También llevaba en el cinto una máquina rara —dijo Coro Mena.

—Yo la vi y no la vi.

—La puse debajo del banco. Parece de hierro pulido, pero no es obra de hombres.

—Viene de Sornol, te dijo.

Ambos permanecieron silenciosos un rato. Coro Mena sintió la presión de un miedo inexplicable, y se deslizó hacia el sueño para buscar la razón de ese miedo, pues era anciano y un adepto desde mucho tiempo atrás. En el sueño los gigantes caminaban, pesados, horrendos. Tenían miembros secos y escamosos y los llevaban envueltos en ropas; tenían ojos pequeños y claros, como cuentas de estaño. Detrás reptaban unas enormes cosas móviles de hierro pulido. Los árboles caían al paso de las máquinas.

De entre los árboles que caían salía corriendo un hombre gritando desesperadamente, la boca ensangrentada. El sendero por el que corría llevaba al Albergue de Cadast.

—Bueno, no queda ninguna duda —dijo Coro Mena, deslizándose fuera del sueño —. Vino por el mar directamente de Sornol, o bien caminando desde la costa de Keime Deva en nuestro continente. Los gigantes están en los dos lugares, dicen los viajeros.

—Le seguirán —dijo Torber.

Ni el uno ni el otro respondió a la pregunta, que no era una pregunta sino la mera expresión de una posibilidad.

—¿ Viste a los gigantes una vez, Coro?

—Una vez —dijo el anciano.

Coro soñó; algunas veces, ya viejo y no tan fuerte como antaño, se echaba a dormir un rato. Llegó la mañana, pasó el mediodía. Alrededor del Albergue se preparaba una partida de caza, los niños gorjeaban, las mujeres hablaban con voces susurrantes como arroyuelos. Una voz más seca llamó a Coro Mena desde la puerta. Coro Mena salió arrastrándose por el túnel a la luz del atardecer. Allí fuera estaba su hermana, aspirando con placer la fragancia del viento, pero con la cara muy seria.

—¿Se ha despertado ya el extranjero, Coro?

—Todavía no. Torber le está cuidando.

—Tenemos que escuchar su historia.

—Sin duda pronto despertará.

Ebor Dendep frunció el ceño. Matriarca de Cadast, la suerte de su pueblo le preocupaba; pero no quería pedir que perturbasen el sueño de un hombre herido, ni ofender a los soñadores recordándoles que tenía derecho a entrar en el Albergue de los Hombres.

—¿No puedes despertarle, Coro? ¿Y si le estuvieran persiguiendo?

Coro Mena no podía contener las emociones de su hermana como contenía las propias, pero las sentía; la ansiedad de Ebor Dendep prendió en él.

—Si Torber lo permite, le despertaré —dijo.

—Trata de enterarte de las nuevas que trae, rápidamente. Ojalá fuera una mujer y hablase con sensatez…

El forastero había despertado espontáneamente, y yacía febril en la penumbra del Albergue. Los sueños des bocados del delirio desfilaban por delante de sus ojos. Se sentó, sin embargo, y habló con serenidad. Al escucharle, los huesos de Coro Mena parecieron encogérsele en el cuerpo, como si tratasen de rehuir esa historia terrible, ese suceso inaudito.

—Yo era Selver Thele, cuando vivía en Eshreth en Sornol. Mi ciudad fue arrasada por los yumenos cuando destruyeron los árboles. Yo y mi mujer Thele fuimos apresados, junto con otros. Ella fue violada por uno de ellos y murió. Yo ataqué al yumeno que la había matado. El hubiera podido matarme en ese momento, pero otro de ellos me salvó la vida y me liberó. Me fui de Sornol, donde ningún poblado está ahora a salvo de los yumenos, y vine aquí, a la Isla Septentrional, y viví en la costa de Kelme Deva en los Bosques Bermejos. Y allí llegaron los yumenos y comenzaron a destrozar el mundo.

Destruyeron una ciudad, Penle. Capturaron un centenar de hombres y mujeres y los obligaron a trabajar para ellos, y a vivir en pocilgas. A mí no me capturaron. Yo vivía con otros que habían huido de Penle en los cenagales al norte de Kelme Deva. A veces, por la noche, iba a reunirme con mi gente en la pocilga de los yumenos. Ellos me dijeron que aquél estaba allí. Aquél a quien yo había tratado de matar. Al principio pensé en intentarlo de nuevo; o bien sacar a la gente del pabellón. Pero todo el tiempo veía árboles que se desplomaban y el mundo mutilado y putrefacto. Los hombres hubieran podido escapar, pero no las mujeres, estaban recluidas en sitios más seguros, y empezaban a morirse.

Hablé con la gente que se ocultaba allí en los cenagales. Todos sentíamos mucho miedo y una inmensa cólera, y no sabíamos cómo librarnos de tanta angustia. Por fin, después de largas conversaciones, y de mucho soñar, con un plan cuidadosamente preparado, fuimos allí a la luz del día y matamos a los yumenos de Kelme Deva con flechas y lanzas de caza, y quemamos la ciudad y las máquinas. No dejamos nada. Pero aquél no estaba allí. Regresó solo. Canté sobre él y le dejé en libertad.

Selver calló.

—Entonces… —murmuró Coro Mena.

—Entonces vino de Sornol una nave voladora, y nos buscó en el bosque, pero no encontró a nadie. Entonces incendiaron el bosque; pero llovió, y poco daño causaron. La mayoría de la gente que escapó de las pocilgas y los otros se han ido más lejos, al norte y al este, hacia las Colinas Holle, porque temíamos que muchos yumenos salieran a perseguirnos. Yo me marché solo. Los yumenos me conocen, sabes, conocen mi rostro; y eso me asusta, a mí y también a aquellos con quienes estoy.

—¿Qué herida es esa? —preguntó Torber.

—Aquél, él me hirió con el arma que ellos usan—, pero yo le vencí cantando y le dejé partir.

—¿Tú solo venciste a un gigante? —dijo Torber con una sonrisa cruel, deseando creer.

—Solo no. Con tres cazadores, y con el arma del yumeno en mi mano… ésta.

Torber se apartó de aquella cosa.

Ninguno de ellos habló durante un rato. Por último. Coro Mena dijo: —Lo que nos cuentas es muy terrible y el camino desciende. ¿Eres un Soñador de tu Albergue?

—Era. Ya no hay un Albergue en Eshreth.

—Todo es una misma cosa; tú y yo hablamos la Antigua Lengua. Entre los sauces de Asta me hablaste por primera vez, llamándome Señor Soñador. Eso soy. ¿Tú sueñas, Selver?

—Rara vez ahora —respondió Selver, obediente al catecismo, bajando el rostro febril cubierto de cicatrices.

—¿Despierto?

—Despierto.

—¿Sueñas bien, Selver?

—No.

—¿Te caben los sueños en las manos?

—Sí.

—¿Los tejes y los modelas, los diriges y los sigues, los comienzas e interrumpes a voluntad?

—A veces, no siempre.

—¿Puedes recorrer el camino por el que va tu sueño?

—A veces. Otras me da miedo.

—¿A quién no? No todo es malo en ti, Selver —No, no todo es malo —dijo Selver—, no me queda nada bueno —y se estremeció.

Torber le dio la pócima de sauce para beber y le obligó a acostarse. Coro Mena no había transmitido aún la pregunta de la matriarca; lo hizo a regañadientes, arrodillándose junto al enfermo.

—¿Los gigantes, los yumenos como tú les llamas, te seguirán el rastro, Selver?

—No dejé rastros. Nadie me ha visto entre Kelme Deva y este lugar en seis días. Ése no es el peligro. —Trató de volver a sentarse —. Escucha, escucha. Tú no ves el peligro.

¿Cómo podrías verlo? Tú no has hecho lo que hice yo, nunca lo soñaste, dar muerte a doscientas personas. No me seguirán a mí, pero pueden seguirnos a todos. Perseguirnos, cazarnos como a conejos. Ése es el peligro. Pueden tratar de matarnos. De matarnos a todos, a todos los hombres.

—Acuéstate…

—No, no estoy delirando, esto es realidad y es sueño. Había doscientos yumenos en Kelme Deva y ahora están muertos. Los matamos nosotros. Los matamos como sí no fueran hombres. ¿No volverán y nos harán lo mismo? Venían matándonos uno a uno, ahora nos matarán como matan a los árboles, por centenares y centenares y centenares.

—Tranquilízate —dijo Torber —. Esas cosas suceden en los sueños febriles, Selver. No suceden en el mundo.

—El mundo siempre es nuevo —dijo Coro Mena —por muy viejas que sean sus raíces.

Selver, ¿qué pasa entonces con esas criaturas? Parecen hombres y hablan como hombres. ¿No son hombres?

—No lo sé. ¿Acaso el hombre mata a otro hombre, excepto en un ataque de locura?

¿Acaso mata la bestia a los de su especie? Sólo los insectos. Estos yumenos nos matan con la misma indiferencia con que nosotros matamos víboras. El que me enseñó a mí decía que se matan unos a otros, en disputas individuales, y también en grupos, como las hormigas cuando pelean. Eso yo no lo he visto. Pero sé que no escuchan a quienes piden clemencia. Asestan el golpe de gracia sobre la cabeza agachada, ¡yo lo he visto! Hay en ellos la necesidad de matar, y por eso me pareció natural condenarlos a muerte.

—Y los sueños de todos los hombres —dijo Coro Mena, cruzado de piernas en la sombra —cambiarán. Nunca volverán a ser los mismos. Yo nunca volveré a recorrer ese sendero por el que vine contigo ayer, el camino que sube desde los sauces y que he recorrido toda mi vida. Ha cambiado. Tú pasaste por él, y ya no es el mismo. Antes de este día lo que teníamos que hacer era lo que correspondía hacer; el camino era el camino recto que nos traía a casa. ¿Dónde está ahora nuestro hogar? Porque tú has hecho lo que tenías que hacer, y no era lo recto. Tú has matado a hombres. Yo les vi, hace cinco años, en el Valle Lerngan, donde llegaron en una nave voladora; me escondí y observé a los gigantes, a seis de ellos, y les vi hablar, y mirar las rocas y las plantas, y cocinar alimentos. Son hombres. Pero tú has vivido entre ellos, Selver, dime: ¿sueñan?

—Como los niños, cuando duermen.

—¿No están iniciados?

—No. A veces hablan de sus sueños, y los curanderos tratan de utilizarlos en las curas, pero ninguno de ellos está iniciado, ni tiene ninguna capacidad para soñar. Lyubov, el que me instruyó, me comprendió cuando le expliqué cómo se sueña. Y sin embargo llamaba “real” al tiempo-mundo e “irreal” al tiempo-sueño, como si ésa fuese la diferencia.

—Tú has hecho lo que tenías que hacer —repitió Coro Mena después de un momento de silencio.

A través de las sombras encontró los ojos de Selver. La tensión desesperada en la cara de Selver cebó de pronto; la boca marcada se le distendió, y él se tumbó de espaldas sin decir más. Un momento después estaba dormido.

—Es un dios —dijo Coro Mena.

Torber asintió, aceptando casi con alivio el veredicto del anciano.

—Pero no como los otros. No como el Perseguidor, no como el Amigo que no tiene rostro, ni como la Mujer Hoja —de —Álamo que camina en el bosque de los sueños. Ni como el Cancerbero, ni como la Serpiente. Ni como el Tocador —de —Lira o el Tallista o el Cazador, aunque como ellos viene del tiempo-mundo. Quizá hemos soñado a Selver en estos últimos años, pero ya no volveremos a soñarlo; ha salido del tiempo-sueño. Viene del bosque, a través del bosque, donde caen las hojas, donde mueren los árboles, un dios que conoce la muerte, un dios que mata y no renace.

La matriarca escuchó los relatos y las profecías de Coro Mena y actuó. Puso en estado de alerta al pueblo de Cadast, asegurándose de que cada familia estuviese lista para movilizarse, con algunos alimentos preparados, y parihuelas para los viejos y enfermos.

Envió a las mujeres jóvenes a explorar el sur y el este en busca de noticias de los yumenos.

Alrededor del pueblo mantenía siempre a un grupo de cazadoras armadas, aunque las otras salían como de costumbre noche tras noche. Y cuando Selver recobró un poco las fuerzas, insistió en que dejara el Albergue y narrara su historia: cómo los yumenos mataban y esclavizaban a la gente en Sornol, y mutilaban los bosques; cómo la gente de Kelme Deva había matado a los yumenos. Obligaba a las mujeres y a los hombres que no soñaban, que no comprendían estas cosas, a escucharlas de nuevo, hasta que las comprendían y sentían temor. Porque Ebor Dendep era una mujer práctica. Y si un Gran Soñador, su hermano, le decía que Selver era un dios, un reformador, un puente entre realidades, ella creía y actuaba. El Soñador tenía la responsabilidad de ser cuidadoso, estar seguro de que su veredicto era inequívoco. Y ella, la de asumir ese veredicto y actuar en consonancia. El veía lo que había que hacer; ella cuidaba de que se hiciera.

—Todas las ciudades del bosque tienen que escuchar —dijo Coro Mena.

Y la matriarca envió a jóvenes mensajeras, y las matriarcas de otros pueblos escucharon y enviaron mensajeras. La matanza de Kelme Deva y el nombre de Selver se conocieron en toda la Isla Septentrional y más allá de los mares en los otros continentes, de boca en boca, o por escrito, no muy rápidamente, pues el Pueblo de los Bosques no tenía medios más veloces que aquellas mensajeras, bastante rápidas sin embargo.

No todos eran un mismo pueblo en los Cuarenta Continentes del Mundo. Había más lenguas que regiones, y en cada una un dialecto diferente para cada pueblo; había infinitas ramificaciones de costumbres, morales, creencias, oficios; los tipos físicos eran distintos en cada uno de los cinco Grandes Continentes. Los de Sornol eran altos y pálidos, y grandes mercaderes; los de Rieshwel eran de corta estatura, de pelo a veces negro, y comían monos; y así sucesivamente. Pero el clima apenas variaba y tampoco el bosque, y el mar era siempre el mismo. La curiosidad, las rutas regulares del comercio, y la necesidad de encontrar marido o mujer del árbol apropiado, mantenían un fluido movimiento de gente entre las poblaciones y entre los continentes, y había por lo tanto ciertos parecidos entre todos ellos excepto los de los confines más remotos, las semidesconocidas islas bárbaras del Lejano Este y el Lejano Sur. En los Cuarenta Continentes, quienes gobernaban las ciudades y los pueblos eran las mujeres, y casi todos los pueblos tenían un Albergue de Hombres. En los Albergues los Soñadores hablaban una lengua antigua, y ésta variaba poco de una rejón a otra. Casi nunca la aprendían las mujeres, ni los hombres que eran simples cazadores, pescadores, tejedores, constructores, y que sólo soñaban sueños pequeños fuera del Albergue. Como la mayor parte de las escrituras estaban en esta lengua antigua, cuando las matriarcas enviaban a las jóvenes mensajeras, las cartas iban de Albergue en Albergue, y eran los Soñadores quienes las interpretaban para las Ancianas, lo mismo que otros documentos, rumores, problemas, mitos y sueños. Pero siempre eran las Ancianas las que decidían si creer o no creer.

Selver estaba en Esbsen, en una habitación pequeña. La puerta no estaba trabada, pero sabía que si la abría algo maligno iba a entrar. Mientras la mantuviese cerrada todo iría bien. Pero allí fuera, había árboles jóvenes, un huerto frente a la casa; no eran árboles frutales, ni de los que daban nueces, eran árboles de alguna otra especie y Selver no recordaba cuál. Salió a ver qué árboles eran. Yacían despedazados, arrancados de raíz.

Alzó una rama plateada y del extremo roto brotó un poco de sangre.

—No, aquí no, no otra vez, Thele —dijo —. ¡Oh, Thele, ven a mí antes de morir!

Pero ella no vino. Sólo su muerte estaba allí, el abedul quebrado, la puerta abierta.

Selver se volvió y regresó de prisa a la casa, descubriendo que estaba construida sobre el nivel del suelo, como una casa yumena, muy alta y llena de luz. La otra puerta, en la pared opuesta de la alta habitación, daba a la larga calle de la ciudad yumena, Central.

Selver tenía el fusil en el cinto. Si Davidson venía, podría matarle. Esperó, detrás del umbral, con la puerta abierta, mirando el sol. Apareció Davidson, inmenso, corriendo.

Selver apenas podía seguirle con la mira del fusil, mientras Davidson zigzagueaba enloquecido por la ancha calle, muy rápido, cada vez más cerca. El fusil le pesaba. Selver disparó, pero no salió ningún fuego del fusil, y enfurecido y aterrorizado arrojó a lo lejos el fusil y el sueño.

Disgustado y deprimido, escupió y suspiró.

—¿Un mal sueño? —le preguntó Ebor Dendep.

—Todos son malos, y todos iguales —dijo Selver, pero mientras respondía se sintió menos angustiado, menos intranquilo Los fríos rayos del sol matutino se filtraban en manchas y dardos de luz a través del follaje menudo y las ramas del bosque de abedules de Cadast. Allí estaba sentada la matriarca, tejiendo una cesta de tallos de helecho negro, porque le gustaba tener los dedos ocupados, mientras a su Ido yacía Selver, en un semisueño o soñando. Hacía quince días que estaba en Cadast, y la herida ya se le había cerrado. Aún dormía largamente, pero por primera vez en muchos meses había empezado a soñar otra vez despierto, regularmente, no una o dos veces en un día y una noche sino con el pulso y el ritmo verdaderos del sueño, que se manifiesta y desaparece entre diez y catorce veces por día. Por malos que fueran los sueños, mero terror y vergüenza, los recibía con alegría.

Había temido estar definitivamente separado de sus raíces, haberse internado demasiado en las regiones muertas de la acción y no poder encontrar nunca más el camino de regreso a las fuentes de la realidad. Ahora, aunque el agua era muy amarga, volvía a beberla.

Por un instante, tuvo de nuevo a Davidson abatido entre las cenizas del campamento incendiado, y esta vez, en lugar de cantar sobre él, le golpeaba la boca con una piedra. A Davidson se le rompían los dientes, y la sangre le corría entre las esquirlas blancas.

El sueño le fue útil, la clara realización de un deseo, pero allí se detuvo, pues lo había soñado muchas veces, antes de encontrar a Davidson en las cenizas de Keime Deva, y después. Ese sueño sólo le aliviaba, nada más. Un sorbo de agua dulce. Era el agua amarga la que él necesitaba. Tenía que regresar, no a Kelme Deva sino a la calle larga y aterradora de la ciudad extraña llamada Central, donde había atacado a la Muerte, y donde había sido derrotado.

Ebor Dendep tarareaba mientras tejía. Las manos frágiles, de pelusa verde y sedosa plateada por la edad, entrelazaban los tallos negros de los helechos, diestras y veloces.

Entonaba una canción que hablaba de la recolección de los helechos, una canción de muchacha. “Estoy juntando helechos, me pregunto si él volverá…” La voz débil y vieja trinaba como un grillo. En las hojas de los abedules temblaba el sol. Selver apoyó la cabeza en los brazos.

El bosque de abedules estaba casi en el centro del pueblo de Cadast. Ocho senderos partían del pueblo y se alejaban entre los árboles serpenteando. Una vaharada de humo de leña flotaba en el aire; en el límite sur del bosque, allí donde las ramas raleaban se veía el humo que brotaba de una chimenea, como una hebra de hilo azul que se desenroscara entre las hojas. Si uno miraba atentamente entre las encinas y otros árboles, descubría tejados que asomaban a poco más de medio metro del nivel del suelo, quizá unos cien o doscientos, era muy difícil contarlos. Las casas de madera estaban construidas bajo tierra en sus tres cuartas partes, incrustadas entre las raíces de los árboles como madrigueras de tejones. Una barda de ramas menudas, pinocha, cañas, humus, recubrían los techos de vigas. Eran aislantes, impermeables, y casi invisibles. El bosque y la comunidad de ochocientas personas continuaban sus quehaceres, todo alrededor del bosquecillo de abedules donde Ebor Dendep tejía una cesta de helechos.

Un pájaro entre las ramas encima de ella dijo “Ti-huit”, dulcemente. Había más bullicio humano que de costumbre, porque cincuenta o sesenta forasteros, hombres y mujeres jóvenes en su mayoría, habían estado llegando en los últimos días, atraídos por la presencia de Selver. Algunos eran de otras ciudades del norte, otros eran los que habían ayudado a Selver en la matanza de Kelme Deva; le habían seguido hasta aquí guiados por los rumores. Sin embargo, las voces que llamaban aquí y allá y el parloteo de las mujeres que se bañaban o de los niños que jugaban a la orilla del arroyo, eran menos fuertes que el canto de las aves y el zumbido de los insectos en la mañana y los susurros del bosque vivo del que el pueblo era sólo un elemento.

Una muchacha llegó súbitamente, una joven cazadora del color de las hojas pálidas del abedul.

—Mensaje hablado de la costa sur, madre —dijo —. La mensajera está en el Albergue de Mujeres.

—Mándala aquí cuando haya comido —replicó con dulzura la matriarca —. Silencio, Tolbar, ¿no ves que está durmiendo?

La muchacha se inclinó a recoger una ancha hoja de tabaco silvestre y la puso sobre los ojos de Selver, en los que se había posado un rayo del sol empinado y brillante. Selver yacía con las manos entreabiertas, el rostro lastimado cubierto de cicatrices, mirando al sol, vulnerable e inocente, un Gran Soñador que se había quedado dormido como un niño. Pero era el rostro de la muchacha lo que Ebor Dendep observaba. Resplandecía, en esa penumbra inquieta, con piedad y terror, con adoración.

Tolbar escapó, veloz como una flecha. Poco después dos de las Ancianas llegaban con la mensajera, avanzando en fila, silenciosas por el sendero moteado de sol. Ebor Dendep levantó la mano, imponiendo silencio. La mensajera se tendió inmediatamente en el suelo, y descansó; tenía la piel verde, con vetas pardas, manchada de sudor y polvo; venía de muy lejos y había corrido mucho. Las Ancianas se sentaron en los sitios soleados, y se quedaron muy quietas. Como dos viejas piedras verdegrises, de ojos vivos y brillantes.

Selver dormía. Luchaba con una pesadilla que se escapaba. Gritó de terror y se despertó.

Fue a beber un poco de agua en el arroyo; cuando volvió, le seguían seis o siete de los que siempre le seguían. La matriarca dejó a un lado su labor a medio terminar y dijo: —Ahora sé bienvenida, mensajera, y habla.

La mensajera se puso de pie, saludó a Ebor Dendep con una inclinación de cabeza, y habló.

—Vengo de Trethat. Mi mensaje viene de Sorbron Deva, antes de eso los marineros del Estrecho, antes de eso de Brotor en Sornol. Es para los oídos de toda Cadast pero he de decírselo al hombre llamado Selver nacido del Fresno en Eshreth. líe aquí el mensaje: Hay nuevos gigantes en la gran ciudad de los gigantes en Sornol, y muchos de ellos son mujeres. La amarilla nave de fuego sube y baja en el lugar que se llamaba Peha. Se sabe en Sornol que Selver de Eshreth quemó la ciudad de los gigantes en Kelme Deva. Los Grandes Soñadores de los Exiliados de Brotor han soñado gigantes más numerosos que los árboles de los Cuarenta Continentes. Estas son todas las palabras de mi mensaje.

Después de escuchar el mensaje, todos callaron. El pájaro, un poco más lejos, dijo: “¿Huit-Huit?”, experimentalmente.

—Este es un tiempo-mundo muy nefasto —dijo una Anciana frotándose una rodilla reumática.

Un pájaro gris voló desde un roble inmenso que marcaba el límite septentrional del pueblo, y ascendió en círculos, llevado por el viento de la mañana sobre alas perezosas.

Siempre había un árbol donde se aposentaban esos milanos grises en las cercanías de un poblado; eran el servicio de recolección de basura.

Un niñito gordo cruzó corriendo el bosquecillo de abedules, perseguido por una hermana apenas mayor, los dos chillando con vocecillas agudas como murciélagos. El niñito cayó de bruces y rompió a llorar, la niña lo levantó y le secó las lágrimas con una hoja grande. Se escabulleron bosque adentro tomados de la mano.

—Había uno que se llamaba Lyubov —le dijo Selver a la matriarca —. Le he hablado de él a Coro Mena, pero no a ti. Cuando aquel otro me estaba matando, fue Lyubov quien me salvó. Fue Lyubov quien me curó y me liberó. Quería saber de nosotros; y yo le respondía y él me respondía. Una vez le pregunté cómo podía sobrevivir la raza de él, teniendo tan pocas mujeres. Me dijo que en el lugar de donde vienen, la mitad son mujeres; pero los hombres no traerían a las mujeres a los Cuarenta Continentes hasta haberles preparado un lugar adecuado.

—¿Hasta que los hombres les preparen un lugar adecuado? ¡Vaya! Tendrán que esperar bastante —dijo Ebor Dendep —. Son como la gente del Sueño del Olmo que se presentan de espaldas, con las cabezas al revés. Convierten el bosque en una playa seca. —La lengua de Ebor Dendep no tenía una palabra para “desierto” —. ¿Y a eso lo llaman preparar las cosas para las mujeres? Tendrían que haber enviado primero a las mujeres. Tal vez entre ellos sean las mujeres las que sueñan, ¿quién sabe? Son primitivos, Selver. Están locos.

—Un pueblo entero no puede estar loco.

—Pero sólo sueñan cuando duermen, dijiste; ¡si quieren soñar despiertos toman venenos y no pueden gobernar lo que sueñan! ¡No puede haber locura mayor! No saben distinguir el tiempo-sueño del tiempo-mundo, no más que un bebé. ¡Tal vez cuando matan a un árbol creen que volverá a vivir!

Selver meneó la cabeza. Seguía hablando con la matriarca como si estuviesen solos en el bosque de abedules, en voz baja y vacilante, casi soñolienta.

—No, saben muy bien lo que es la muerte… Claro que no ven como vemos nosotros, pero de ciertas cosas saben y entienden más que nosotros. Lyubov sobre todo, entendía lo que yo le explicaba. Y mucho de lo que él me decía, yo no podía comprenderlo. No era la lengua lo que me impedía comprender; yo conozco la lengua de Lyubov y él aprendió la nuestra; escribimos un vocabulario de nuestras dos lenguas. Sin embargo, él decía algunas cosas que nunca pude entender. Decía que los yumenos vienen de más allá del bosque. Eso es perfectamente claro. Decía que ellos quieren el bosque: los árboles por la madera, la tierra para cubrirla de hierba. —La voz de Selver, aunque siempre baja, era ahora resonante; la gente que iba y venía entre los árboles plateados escuchaba —. Esto también es claro, para aquellos de nosotros que les han visto mutilar el mundo. Decía que los yumenos son hombres como nosotros, que en realidad somos parientes cercanos, tan cercanos quizá como el gamo y el ciervo. Decía que venían de otro lugar que no es el bosque; allí todos los árboles han sido arrancados; tienen un sol, no nuestro sol, que es una estrella. Todo esto, como entenderás, no era claro para mí.

Repito las palabras pero no sé qué significan. No tiene demasiada importancia. Lo que está claro es que quieren para ellos nuestros bosques. Tienen el doble de nuestra estatura, tienen armas muy superiores a las nuestras, y lanzafuegos, y naves voladoras.

Ahora han traído más mujeres, y tendrán hijos. Hay unos dos mil, quizá tres mil, la mayoría en Sornol. Pero dentro de una o dos generaciones se habrán reproducido, se habrán duplicado o cuadruplicado. Matan a hombres y mujeres; no perdonan a quienes piden clemencia. No saben cantar en las peleas. Han dejado sus raíces en otra parte, tal vez, en ese otro bosque de donde ellos vienen, ese bosque sin árboles. Por eso toman venenos para poder soñar, pero sólo consiguen embriagarse o enfermar. Nadie puede saber con certeza si son hombres o no lo son, si están cuerdos o locos, pero eso no importa. Hay que expulsarles del bosque, porque son peligrosos. Si no quieren irse habrá que quemar todas esas ciudades, así como hay que quemar los nidos de las hormigas dañinas en los bosques de las ciudades. Si no hacemos nada, seremos nosotros los que moriremos en el fuego. Pueden aplastarnos como nosotros aplastamos a las hormigas.

Una vez vi a una mujer, fue cuando incendiaron la ciudad de Eshretr, estaba de bruces en el sendero a los pies de un yumeno, pidiendo que no la matara, y él le pisoteó la espalda y le rompió el espinazo, y luego la pateó a un costado como si fuese una víbora muerta.

Yo lo vi. Si los yumenos son hombres son hombres ineptos, incapaces de soñar y de actuar como tales. Por eso mismo van de un lado a otro, atormentados, y destruyendo y matando, impulsados por los dioses que llevan dentro, esos dioses que no quieren liberar y que ellos tratan de destruir y negar. Si son hombres, son hombres malvados, que han renegado de sus propios dioses, y que temen verse las caras en la oscuridad. Matriarca de Cadast, escúchame. —Selver se puso de pie, alto y violento entre las mujeres acuclilladas —. Ha llegado la hora, creo, de que vuelva a mi tierra, a Sornol, a aquellos que están en el exilio y a los que están esclavizados. Diles a todos los que sueñen con una ciudad en llamas que me sigan hasta Brotor.

Saludó a Ebor Dendep con una leve reverencia, y salió del bosque de los abedules, todavía cojeando, con el brazo vendado; sin embargo, había una agilidad en su paso, una arrogancia en la posición de la cabeza que lo hacía parecer más sano que otros hombres.

Los jóvenes fueron detrás de él en silencio.

—¿Quién es? —preguntó la mensajera de Trethat, siguiéndole con la mirada.

—El hombre a quien venía destinado tu mensaje, Selver de Eshreth, un dios entre nosotros. ¿Habías visto alguna vez a un dios, hija?

—Cuando yo tenía diez años el Tocador de Lira vino a nuestro pueblo.

—El Viejo Ertel, sí. Era de mi Árbol, y de los Valles Septentrionales, lo mismo que yo.

Bueno, ahora hemos visto otro dios, y más grande. Háblales de él a los tuyos en Trethat.

—¿Qué dios es, madre?

—Un dios nuevo —dijo Ebor Dendep con su voz vieja y seca —. El hijo del bosque de fuego, el hermano de los asesinados. El es el hombre que no ha renacido. Ahora marchaos, todas, id al Albergue. Ved quiénes irán con Selver, ocupaos de que lleven alimentos. Dejadme un rato a solas. Estoy colmada de presentimientos como un viejo estúpido necesito soñar…

Coro Mena acompañó a Selver esa noche hasta el lugar donde se habían encontrado por primera vez, bajo los sauces cobrizos a la orilla del arroyo. Muchos eran los que seguían a Selver al sur, unos sesenta en total, y eran pocos los que habían visto en marcha una muchedumbre semejante. Había mucha agitación y atraían a otros, mientras se encaminaban al mar que les llevaría a Sornol. Selver había solicitado esa noche el privilegio de soledad de los Soñadores y se había adelantado a los demás, que le alcanzarían por la mañana. A partir de ese momento, inmerso en la multitud y obligado a actuar, poco tiempo tendría para el lento y profundo fluir de los grandes sueños.

—Aquí nos encontramos por primera vez —dijo el anciano, deteniéndose entre las ramas contadas, los velos de hojas colgantes—, y aquí nos separamos. Este lugar será llamado el Bosque de Selver, sin duda, por los que de hoy en adelante recorran nuestros caminos.

Selver no respondió en seguido de pie e inmóvil como un árbol. Alrededor, las hojas inquietas y plateadas se oscurecían, cuando las nubes se agolpaban ocultando las estrellas.

—Tú estás más seguro de mí que yo mismo —dijo por último, una voz en la oscuridad.

—Sí, estoy seguro, Selver… Fui bien instruido en sueños, y soy viejo por añadidura. Ya es muy poco lo que sueño para mí, ¿y cómo podría ser de otro modo? Pocas cosas me parecen nuevas. Y lo que anhelaba en mi vida lo he tenido, y con creces. He tenido toda mi vida. Días como las hojas del bosque. Soy un viejo árbol hueco; sólo las raíces siguen vivas. Por eso sólo sueño lo que sueñan todos los hombres. No tengo visiones ni deseos.

Veo lo que es. Veo el fruto que madura en la rama. Durante cuatro años ha estado madurando, ese fruto del árbol de raíces profundas. Durante cuatro años todos hemos vivido atemorizados, incluso nosotros, los que vivimos lejos de las ciudades de los yumenos, y sólo les hemos espiado desde algún escondrijo, o hemos visto cómo las naves se elevaban en el aire, o hemos contemplado los lugares muertos donde mutilan el mundo, o sólo hemos oído historias de todas estas cosas. Todos tenemos miedo. Los niños se despiertan gritando y hablan de los gigantes; las mujeres no quieren hacer viajes demasiado largos; los hombres de los Albergues no pueden cantar. El fruto del miedo está madurando. Y yo te veo recogiéndolo. Tú lo cosecharás. Todo cuanto nosotros tememos ver, tú ya lo has visto, lo has conocido: el exilio, la vergüenza, el dolor; has visto caer los techos y las paredes del mundo, la madre muerta en desgracia, los hijos sin educación, desamparados… Ésos son tiempos nuevos para el mundo, tiempos nefastos.

Y tú lo has padecido todo. Has llegado hasta el límite. Y en el límite, al final del negro sendero, allí crece el Árbol. Allí madura el fruto; ahora tú extiendes la mano, Selver, ahora lo tomas. Y el mundo cambia por completo, cuando un hombre tiene en la mano el fruto de ese árbol, ese árbol cuyas raíces son más profundas que el bosque. Los hombres lo reconocerán. Te reconocerán a ti, como te reconocimos nosotros. ¡No es necesario ser un anciano o un Gran Soñador para reconocer a un dios! Donde tú vayas, el fuego arderá; sólo los ciegos no podrán verlo. Pero escucha, Selver, esto es lo que yo veo y que acaso otros no vean, y por eso te he amado: soñé contigo antes de que nos encontrásemos aquí. Tú ibas caminando por un sendero, y los árboles jóvenes crecían a tu paso, el roble y el abedul, el sauce y el acebo, el abeto y el pino, el aliso, el olmo, el fresno de flores blancas, todo el techo y las paredes del mundo reverdecidos para siempre. Ahora adiós, amado dios e hijo, que la suerte te acompañe.

La noche se oscurecía a medida que Selver avanzaba, hasta que sus ojos, que veían en las tinieblas, no vieron nada más que masas y planos de oscuridad. Empezó a llover.

Se había alejado apenas algunos kilómetros de Cadast cuando se dio cuenta que tenía que encender una antorcha o detenerse. Eligió detenerse, y a tientas encontró un refugio entre las raíces de un castaño. Allí se sentó, la espalda contra el ancho y retorcido tronco, que conservaba todavía un poco de calor del sol. La fina lluvia, invisible en la oscuridad, repicaba suave, cadenciosa, contra el techo de hojas, contra los brazos y el cuello y la cabeza de Selver, protegidos por la espesa pelambrera sedosa, contra el suelo y las matas de los helechos cercanos, contra todo el follaje del bosque, próximo y distante.

Selver estaba sentado, tan quieto como el búho gris posado en una rama del castaño, insomne, los ojos muy abiertos en la lluviosa oscuridad.

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