Ursula K. Le Guin El nombre del mundo es Bosque

1

Cuando despertó, el capitán Davidson se quedó un rato acostado, mientras recordaba dos hechos ocurridos el día anterior. Uno positivo: el nuevo cargamento de mujeres había llegado. Créanlo o no. Ya estaban aquí, en Centralville, a veintisiete años luz de la Tierra por NAFAL y a cuatro horas en helicóptero de Campamento Smith, el segundo grupo de hembras de cría para la Colonia Nueva Tahití, todas sanas y aptas, doscientas doce cabezas de ganado humano de primerísima calidad. O, en cualquier caso, lo suficientemente buena. Uno negativo: el informe de Isla Dump sobre el fracaso de las cosechas, la erosión incesante, el diluvio. La imagen de las doscientas doce figuritas en fila, lozanas, tentadoras, atractivas, desapareció de la mente de Davidson, y dejó paso a una visión donde la lluvia caía en cascadas sobre los campos cultivados, golpeando la tierra hasta convertirla en fango, diluyendo el fango en ríos rojizos que se deslizaban por entre las rocas y desembocaban en un mar batido por la lluvia. La erosión había comenzado antes que Davidson se marchara de la isla para encargarse de la dirección del gobierno en Campamento Smith, y como estaba dotado de una memoria visual prodigiosa, de esas que llaman eidéticas, ahora lo revivía todo con demasiada claridad.

Uno habría pensado que Kess tenía razón, que en definitiva era necesario dejar muchos árboles en los terrenos que proyectaban destinar a la agricultura. Pero Davidson no podía entender por qué se tenía que desperdiciar tanto espacio para árboles en un cultivo de soja, si se trabajaba la tierra de una forma verdaderamente científica. En Ohio no era así: si uno quería cereales sembraba cereales, y nadie malgastaba terreno en árboles y otras tonterías. Aunque por otro lado la Tierra era un planeta domado, y Nueva Tahití no lo era.

Pero para eso estaba él allí para domado. Y si ahora Isla Dump no era nada más que un montón de rocas y barrancos pues bien, se la borraba del mapa;,, se empezaba de nuevo en oca ¡da y se hacían mejor las cosas. No siempre nos vas a derrotar, planeta maldito dejado de la mano de Dios. Nosotros somos Hombres. Pronto sabrás lo que significa esto, pensó Davidson, y sonrió en la oscuridad de la cabaña, pues a Davidson le gustaban los desafíos. Al pensar en los Hombres, recordó las Mujeres, y una vez más desfilaron por su mente las doscientas doce figuritas insinuantes, risueñas, bulliciosas.

—¡Ben! —bramó, sentándose en la cama y balanceando los pies desnudos por encima del suelo también desnudo —. ¡Agua caliente prepara Rápido-volando!

El bramido acabó de despertarle a plena satisfacción.

Se desperezó, se rascó el pecho, se puso los pantalones cortos y salió de la cabaña, a la luz del sol, con gestos rápidos y precisos. Era un hombre corpulento de músculos recios, y disfrutaba de su cuerpo bien entrenado. Ben, su creechi, tenía el agua a punto y humeante sobre el fuego, como de costumbre, y estaba allí, acurrucado, mirando las musarañas, como de costumbre. Los creechis nunca dormían, no hacían nada más que estarse allí y mirar y mirar.

—Desayuno. ¡Rápido-volando! —dijo Davidson, mientras recogía la navaja de encima de la mesa de madera, donde la había dejado el creechi, junto con una toalla y un espejo.

Sería un día ajado para Davidson. Había decidido, de repente, volar hasta Centralville para ver con sus propios ojos a las nuevas mujeres. No iban a durar mucho, doscientas doce para más de dos mil hombres, y como las de la primera tanda, casi todas serían con seguridad Novias Coloniales, sólo unas veinte o treinta vendrían como Personal de Esparcimiento; pero aquellas criaturitas eran verdaderas hembras, insaciables, y esta vez Davidson estaba decidido a ser el primero, al menos con una de ellas. Sonrió por el lado izquierdo, mientras se afeitaba la tensa mejilla derecha con la herrumbrosa navaja.

El viejo creechi iba y venía de un lado a otro y tardaba una hora en traerle el desayuno desde la cocina.

—¡Rápido-volando! —aulló Davidson, y Ben aceleró su vagabundeo desarticulado convirtiéndolo en algo parecido a una marcha.

Ben medía alrededor de un metro de estatura y la pelambrera que le cubría la espalda parecía más blanca que verde; era viejo, y duro de mollera, incluso comparado con otros creechis, pero Davidson sabía cómo manejarlo; él era capaz de domar a cualquiera de ellos, siempre y cuando el esfuerzo valiera la pena. Pero no valía la pena. Que trajeran aquí seres humanos en cantidad suficiente, que construyesen máquinas y robots, que edificaran granjas y ciudades, y ya nadie necesitaría recurrir a los creechis. Y sería lo justo, además, pues este mundo, Nueva Tahití, estaba literalmente hecho para los hombres. Una vez limpio y rehecho, una vez eliminados los bosques sombríos por interminables campos de cereales, una vez erradicados el oscurantismo, el salvajismo y la ignorancia, aquello sería un paraíso, un verdadero Edén. Un mundo mejor que la cansada Tierra. Y sería su mundo, el mundo de Davidson. Porque muy en el fondo, Don Davidson era eso: un domador de mundos. Y no porque fuera hombre jactancioso, pero eso sí, conocía su valor. Sabía lo que quería y, cómo conseguirlo. Y siempre lo lograba.

El desayuno llegó caliente al estómago del capitán Davidson. Ni siquiera la aparición de Kees van Sten, gordo, blanco y preocupado, los ojos desorbitados, como unas pelotas de golf de color azul, logró estropearle el buen humor.

—Don —dijo Kees sin molestarse en darle los buenos días—, los leñadores han vuelto a cazar ciervos en los Desmontes. Hay dieciocho pares de astas en la habitación del fondo de la Hostería.

—Nadie consiguió jamás que no se cazara en los cotos, Kees.

—Tú puedes hacerlo. Por eso vivimos bajo la ley marcial, por eso el Ejército gobierna esta colonia. Para que se cumplan las leyes.

¡Un ataque frontal de Gordo van Kees! Era casi divertido.

—De acuerdo —dijo Davidson en un tono razonable—, yo podría. Pero mira una cosa, yo estoy aquí para velar por los hombres; ésa es mi función, como tú dices. Y son los hombres lo que cuenta. No los animales. Si un poco de caza furtiva les ayuda a soportar la vida en este mundo dejado de la mano de Dios, yo estoy dispuesto a hacer la vista gorda. En algo tienen que entretenerse.

—Tienen juegos, deportes, aficiones, cine, copias televisadas de los principales encuentros deportivos del siglo, licores, marihuana, alucinógenos, y un grupo nuevo de mujeres en Centralville para quienes no están contentos con las aburridas recomendaciones del Ejército: una higiénica homosexualidad. Tus héroes fronterizos están malcriados y corrompidos, y no hay ninguna necesidad de que exterminen una especie nativa única para “entretenerse”. Si tú no tomas medidas, tendré que denunciar una grave infracción de los Protocolos Ecológicos en mi informe al capitán Gosse.

—Puedes hacerlo si lo consideras justo, Kees —dijo Davidson, que nunca perdía la calma. Era casi patético ver la forma en que un euro como Kees enrojecía hasta las orejas cada vez que perdía el dominio de sí mismo —. A fin de cuentas es tu deber. No discutiré contigo. Central estudiará el asunto y decidirá quién tiene razón. Mira, Kees, tú en realidad quieres conservar este lugar tal como está. Como un Gran Parque Nacional. Para recreo de la vista, para estudio. Formidable, tú eres un especialista. Pero somos nosotros, los don nadie, los que tenemos que hacer el trabajo. La Tierra necesita madera, la necesita desesperadamente. Y nosotros hemos encontrado madera en Nueva Tahití.

Pues bien, ahora somos leñadores. Mira, en lo que tú y yo discrepamos es en que para ti la Tierra no es lo más importante. Para mí, sí.

Kees lo miró de soslayo con esos ojos que parecían pelotas de golf de color azul.

—¿De veras? ¿Así que lo que tú quieres es construir este mundo a imagen y semejanza de la Tierra? ¿Un desierto de cemento?

—Cuando yo digo Tierra, Kess, me refiero a la gente. A los hombres. A ti te preocupan los ciervos y los árboles y las fibrillas, la madera, fantástico, eso es asunto tuyo. Pero a mí me gusta ver las cosas en perspectiva, de cabo a rabo, y el cabo, por el momento, somos nosotros, los humanos. Ahora estamos aquí, y por lo tanto este mundo funcionará a nuestra manera. Te guste o no, es una realidad que tienes que asumir, porque así son las cosas. Escucha, Kees, iré un momento hasta Central para echar un vistazo a las nuevas colonias. ¿Quieres acompañarme?

—No, gracias, capitán Davidson —dijo el especialista encaminándose hacia la cabaña laboratorio. Estaba loco de remate el viejo Kees; perturbado por esos condenados ciervos. Eran unos animales formidables, era evidente. La excelente memoria de Davidson le permitió recordar el primer ciervo que había visto aquí, en la Tierra de Smith, una gran sombra roja dos metros de espalda, una corona de espesos cuernos dorados, una bestia ligera, temeraria, la mejor presa de caza que uno hubiera podido imaginar. Allá en la Tierra, ahora utilizaban ciervos robots, hasta en las Rocosas y en los parques del Himalaya, pues los de carne y hueso estaban poco menos que extinguidos. Estas bestias, las de aquí, eran el sueño de cualquier cazador. Y se las cazaría. Demonios, si hasta los creechis los cazaban, con sus piojosos y pequeños arcos. A los ciervos había que cazarlos, para eso estaban. Pero el viejo corazón herido de Kees no podía soportarlo. Era un hombre decente, seguro, pero que vivía fuera de la realidad, y de poco carácter. No entendía que uno tiene que ponerse del lado de los ganadores, o perder. Y es el hombre el que gana, siempre. El viejo conquistador.

Davidson cruzó a grandes zancadas la colonia. La luz de la mañana le daba en los ojos, y el olor dulzón de la madera aserrada y del humo de leña flotaba en el aire tibio. El campamento de leñadores, como tal, no era malo. En sólo tres meses terrestres los hombres habían transformado una gran zona de tierras vírgenes. Campamento Smith: un par de grandes aparatos geodésicos de plástico corrugado, cuarenta cabañas de madera construidas con mano de obra creechi el aserradero, el incinerador que arrastraba el humo azul por encima de los troncos y de la madera cortada; y allá arriba, en las colinas, el campo de aviación y los grandes hangares prefabricados para los helicópteros y las máquinas pesadas. Eso era todo. Pero cuando llegaron no había nada. Árboles. Una oscura maraña de árboles, espesa, intrincada, interminable; sin ningún sentido. Un río perezoso invadido y ahogado por los árboles, algunas madrigueras de creechis escondidas entre ellos, algunos ciervos rojos, monos peludos, aves. Y árboles. Raíces, troncos, ramas, hojas arriba y abajo que se le metían a uno en la cara y en los ojos, una infinidad de hojas en una infinidad de árboles.

Nueva Tahití era en su mayor parte agua, mares poco profundos y templados, interrumpidos aquí y allá por arrecifes, islotes, archipiélagos y los cinco continentes que se extendían en un arco de 2.500 kilómetros a lo largo del cuadrante del Noroeste. Y todos aquellos lunares y verrugas de tierra estaban cubiertos de árboles. Océano: bosque. La alternativa era obvia para Nueva Tahití. Agua y sol, u oscuridad y hojas.

Pero ahora estaban aquí los hombres, para acabar con la oscuridad y convertir la maraña de árboles en tablones pulcramente aserrados, más preciados que el oro en la Tierra. Literalmente, porque el oro se podía encontrar en el agua de los mares y bajo el hielo de la Antártida, pero la madera no, la madera sólo la producían los árboles. Y en la Tierra era un lujo realmente necesario. Así pues, los bosques de aquel planeta extraño eran convertidos en madera. En tres meses, doscientos hombres con sierras robot y maquinaria de transporte habían limpiado ya una extensión de diez kilómetros en Tierra de Smith. Las cepas del Desmonte más próximo al campamento eran ahora unos desechos blanquecinos; tratados químicamente caerían en la tierra transformados en cenizas fertilizadas, y en ese momento los colonos definitivos, los agricultores, se instalarían en Tierra de Smith. No tendrían mucho que hacer: plantar las semillas, y esperar a que germinasen.

Eso ya había ocurrido una vez. Era una coincidencia rara; en realidad, era la evidencia de que Nueva Tahití estaba destinada a ser habitada por seres humanos. Todo lo que había aquí se había traído de la Tierra alrededor de un millón de años atrás, y la evolución había seguido pautas tan similares que uno reconocía inmediatamente cada especie: pino, roble, nogal, castaño, abeto, acebo, manzano, fresno; ciervo, ave, ratón, gato, ardilla, mono. Los humanoides de Hain-Davenant aseguraban, naturalmente, que lo habían hecho ellos en la misma época en que colonizaron la Tierra, pero si uno se tomaba en serio a esos extraterrestres parecía que hubieran colonizado todos los planetas de la Galaxia, y que por añadidura lo hubieran inventado todo, desde el sexo hasta los clavos. Eran mucho más verosímiles las teorías sobre la Atlántida; ésta podía ser perfectamente una colonia atlante desconocida. Pero la especia humana se había extinguido, y del desarrollo del mono había nacido la especie que sustituiría a los humanos: el creechi; un metro de altura y una pelambrera verde. Como extraterrestres eran de lo más vulgar, pero como hombres eran un engendro, un verdadero aborto de la naturaleza. Si hubiesen contado con un millón de años más, quizá. Pero los conquistadores habían llegado primero. Ahora la evolución avanzaba no al ritmo de una mutación casual cada mil años, sino a la velocidad de las astronaves de la Flota Terráquea.

—¡Eh, capitán!

En apenas un microsegundo, Davidson se volvió, pero fue suficiente para sentirse inquieto. Algo pasaba en este maldito planeta, en este sol dorado y en el cielo nublado, en esos vientos tranquilos que olían a moho y a polen, algo que le hacía soñar a cualquiera.

Sin darse cuenta, uno iba y venía, pensando en conquistadores y en el destino, y terminaba moviéndose con la misma pereza y lentitud que los creechis.

—¡Buen día, Ok!

Davidson saludó con vivacidad al capataz de los leñadores.

Negro y recio como una cuerda de metal, Oknanawi Nabo era físicamente el polo opuesto de Kees, pero tenía la misma expresión preocupada.

—¿Tiene medio minuto?

—Desde luego. ¿Qué te preocupa. Ok?

—Los pequeños bastardos.

Los dos hombres se apoyaron de espaldas contra una cerca de alambre y Davidson encendió el primer canuto del día. Los rayos del sol cortaban el aire en medio del humo azulado del porro. Desde detrás del campamento, en el bosque, una parcela de quinientos metros todavía sin desbrozar, llegaban los leves e incesantes rumores, crujidos, zumbidos, ronroneos y sonidos que se oyen por la mañana en los bosques. Ese claro podía haber estado en Idaho en 1950. O en Kentucky en 1830. O en la Galia en el año 50 antes de Cristo.

—Ti-huit —llamó un pájaro a lo lejos.

—Me gustaría quitármelos de encima, capitán.

—¿A los creechis? ¿Qué quieres decir, Ok?

—Dejarlos en libertad, nada más. Lo que producen en el aserradero no es suficiente para poder alimentarlos. Y además los quebraderos de cabeza que provocan.

Sencillamente, no trabajan.

—Claro que trabajan, si sabes cómo obligarles a hacerlo. Ellos construyeron el campamento.

El rostro de obsidiana de Oknanawi era impenetrable.

—Bueno, usted tiene ese don, supongo. Yo no lo tengo. —Hizo una pausa —. En ese curso de Historia Aplicada que seguí cuando me preparaba para el Lejano Exterior, decían que la esclavitud nunca dio resultado. Que era antieconómica.

—De acuerdo, pero esto no es esclavitud, mi querido Ok. Los esclavos son seres humanos. Cuando crías vacas, ¿llamas a eso esclavitud? No. Y da resultado.

Impasible, el capataz asintió con un movimiento de cabeza, pero dijo: —Son demasiado pequeños. Quise matar de hambre a los más huraños. Se quedan quietos y aguantan.

—Son pequeños, de acuerdo, pero no te dejes engañar, Ok. Son fuertes; tienen una resistencia asombrosa; y no son sensibles al dolor como los humanos. Eso no lo tienes en cuenta, Ok. Crees que pegarle a uno de ellos es como pegarle a un crío, o algo así.

Créeme, para el dolor que sienten, es como si le pegaras a un robot. Oye, tú te acostaste con algunas de sus hembras, tú sabes que parecen no sentir absolutamente nada, ni placer, ni dolor, se quedan allí tendidas como colchones y te aguantan cualquier cosa. Y todos son iguales. Probablemente tienen nervios más primitivos que los humanos. Como los peces. A propósito, te voy a contar una historia bastante desagradable que me ocurrió.

Cuando yo estaba en la Central, antes de venir aquí, uno de los machos domesticados me embistió. Ya sé que te habrán dicho que ellos nunca pelean, pero a éste se le subió la sangre a la cabeza, perdió la chaveta; por suerte no estaba armado, porque si no me liquida. Casi tuve que matarle a puñetazos para que me soltara. Pero insistió. Es increíble la de puñetazos que le di, y en ningún momento sintió nada. Como uno de esos escarabajos que tienes que pisar una y otra vez porque no se da cuenta de que lo has triturado. Mira esto. —Davidson agachó la cabeza casi pelada al cero para mostrar una zona nudosa y tumefacta detrás de la oreja —. Por un pelo me salvé de una conmoción. Y me lo hizo con un brazo roto y la cara metida en salsa de arándanos. Me atacaba, me atacaba y volvía a atacarme. Así son las cosas, Ok, los creechis son holgazanes, son torpes, son traicioneros, y no tienen dolor. Tienes que ser duro con ellos y mantenerte impasible.

—No merecen que uno se tome todo este trabajo, capitán. Malditos bastardos minúsculos, verdes y ariscos, no quieren pelear, no quieren trabajar, no quieren nada. Lo único que quieren es reventarme.

Las quejas del refunfuñón Oknanawi no podían ocultar su obstinación. Ok no dejaba de castigar a los creechis porque fueran mucho más pequeños, eso lo tenía bien claro, y también Davidson lo sabía ahora, lo aceptó en seguida. Él sabía cómo manejar a sus hombres., y —Mira, Ok. Prueba esto. Llama a los cabecillas y diles que les vas a meter un pinchazo de alucinógenos. Mescalina, ele ese, cualquiera, no saben cuál es CUÉLL Pero les aterroriza, No exageres y todo irá bien. Puedo asegurártelo.

—¿Por qué les tienen tanto miedo a los alucinógenos? —preguntó con curiosidad el capataz.

—¡Qué sé yo! ¿Por qué las mujeres les tienen miedo a los ratones? ¡No les pidas a las mujeres y a los creechis que tengan sentido común, Ok! A propósito de mujeres, precisamente iba a Centralville esta mañana. ¿Quieres que le ponga la mano encima por ti a alguna de las chicas?

—Es mejor que la tenga lejos hasta que yo salga de permiso —dijo Ok con una sonrisa.

Un grupo de creechis pasó transportando una larga viga de doce por doce para la Sala de Reunión, que se estaba construyendo más abajo, en la orilla del río. Unas figuras pequeñas, lentas, bamboleantes, que arrastraban penosamente la enorme viga, como una hilera de hormigas que arrastrase una oruga muerta, hoscos e ineptos. Oknanawi les observó y dijo: —Capitán, de verdad me dan escalofríos.

Eso era extraño, viniendo de un hombre rudo, tranquilo como Ok.

—Bueno, en realidad, Ok, estoy de acuerdo contigo en que no vale la pena tomarse tanto trabajo, o correr tantos riesgos. Si ese marica de Lyubov no estuviera rondando por aquí, y si el coronel no se empeñase tanto en atenerse al Código, creo que nosotros mismos podríamos despejar las áreas que colonizamos, en vez de aplicar el acta de Mano de Obra Voluntaria. Al fin y al cabo, tarde o temprano les van a liquidar, y quizá cuanto antes lo hagan mejor. ¿por qué no? Porque así son las cosas. Las razas primitivas siempre han tenido que dar paso a las razas civilizadas. La alternativa es la asimilación.

Pero ¿para qué demonios vamos a querer asimilar a un montón de monos verdes? Y como tú dices, tienen la inteligencia mínima como para que no podamos confiar en ellos.

Como esos monos enormes que había en el Africa. ¿Cómo se llamaban?

—Eso mismo. De igual manera que en el África nos fue mejor in los gorilas, aquí nos irá mejor sin los creechis. Son un estorbo… Pero Papaíto Ding-Dong dice que hay que utilizar la mano de obra creechi, y nosotros la utilizamos. Por algún tiempo. ¿Entendido? Hasta la noche, Ok.

—Entendido, capitán.

Davidson miró el helicóptero desde el Cuartel General de Campamento Smith: un cubo de tabánes de pino de cuatro metros de lado, dos escritorios, un refrigerador de agua, el teniente Birno reparando un radiotransmisor.

—No dejes que se queme el campamento, Birno.

—Tráigame una chica, Capitán. Rubia. Ochenta y cinco, cincuenta y cinco, noventa.

—Cristo ¿nada más?

—Me gustan menuditas, no desbordantes, sabe.

Birno dibujó expresivamente el modelo preferido en el aire. Con una sonrisa, Davidson siguió cuesta arriba hacia el hangar. Mientras volaba sobre el campamento, le echó una ojeada: las viviendas de los muchachos, los caminos esbozados apenas, los grandes claros de cepas y rastrojos, todo empequeñeciéndose a medida que el aparato ganaba altura; el verde de los bosques de la gran id, que no habían talado aún, y más allá de ese verde sombrío el verde pálido del mar inmenso y ondulante. Ahora Campamento Smith parecía una mancha amarilla, un lunar en el ancho tapiz verde.

Dejó atrás el estrecho Smith y la boscosa y escarpada cordillera al norte de Isla Central, y a eso del mediodía aterrizó en Centralville. Parecía toda una ciudad, al menos ahora, después de tres meses en los bosques; aquí había calles y edificios de verdad; aquí estaban desde hacía cuatro años, cuando se había fundado la Colonia. Uno no se daba cuenta de lo que era en realidad —una población fronteriza, pequeña y endeble hasta que la miraba desde el sur a un kilómetro y veía resplandecer por encima de los tocones y las callejuelas de hormigón una torre dorada y solitaria, más alta que cualquier otra cosa de Centralville. No era una nave grande, pero aquí parecía grande. En verdad no era más que una cápsula de aterrizaje, un nódulo auxiliar, un bote salvavidas de la astronave; la nave de ruta NAFAL, el Shackleton, estaba en órbita, medio millón de kilómetros más arriba. La cápsula era apenas una muestra, una huella digital de la grandiosidad, la potencia, la precisión y el esplendor prodigioso de la tecnología astronáutica terrestre.

Davidson se quedó mirando la nave, y durante un segundo los ojos se le llenaron de lágrimas. Y no se avergonzó. Aquella nave había venido del hogar. Y de esta manera él era un buen paños.

Un momento después, mientras caminaba por las calles del pueblecito fronterizo. con sus vastas perspectivas de casi nada en los extremos, empezó a sonreír. Porque allí estaban las damas, seguro, y uno se daba cuenta en seguida de que eran carne fresca.

Casi todas iban vestidas con faldas estrechas y largas y unos zapatos que parecían chanclos, de color rojo, púrpura, dorado, y camisas con volantes dorados o plateados.

Nada de: pezones a la vista. Las modas habían cambiado; mala suerte. Todas llevaban el cabello recogido muy alto, rociado seguramente con ese empasto pringoso que ellas usaban. Pero sólo a las mujeres se les ocurría ponerse esas cosas en los cabellos, y por lo tanto era provocativo. Davidson sonrió a una euraf pequeñita y oronda con más cabello que cabeza; no obtuvo la sonrisa que esperaba pero sí un meneo de nalgas que decía a las claras: sigue, sigue, sígueme. Sin embargo, no la siguió. Todavía no. Fue al Cuartel General: piedra reconstituida y chapa plástica estándar, 40 oficinas, 10 refrigeradores de agua, un arsenal en el subsuelo, y conexión directa con el Comando Central de la Administración Colonial de Nueva Tahití. Se cruzó con un par de tripulantes de la cápsula, presentó en Selvicultura un pedido de un nuevo descortezador semirobot, y concertó una cita con su camarada de toda la vida Juju Sereng en el Luau Bar a las catorce cero cero.

Llegó al bar una hora antes para comer algo antes de empezar a beber Lyubov estaba allí en compañía de un par de tipos de la Flota, eruditos de una u otra calaña, que habían bajado en la cápsula del Shackleton; Davidson no apreciaba demasiado a la Armada, una pandilla de rufianes engreídos, que dejaban en manos del Ejército los trabajos sucios, pesados y peligrosos; pero galones eran galones, y de todas maneras le divirtió ver a Lyubov yendo de juerga con gente de uniforme. Estaba hablando, agitando las manos de un lado a otro, como de costumbre. Davidson le palmeó el hombro al pasar y le dijo: —Hola, Raj, viejo. ¿Qué hay de nuevo?

Siguió de largo in esperar la mueca de odio, aunque le dolía perdérsela. Era francamente divertida la forma en que Lyubov le aborrecía. Un afeminado, probablemente, que envidiaba la virilidad de los otros. De todos modos, Davidson no iba a tomarse la molestia de odiar a Lyubov, no valía la pena.

El Luau servía un bistec de venado de primera. ¿Qué dirían en la vieja Tierra si vieran a un hombre engullirse un kilo de carne en una sola comida? ¡Pobres infelices, condenados a beber jugo de soja! Ad reo llegó Juju acompañado —como Davidson confiaba y esperaba —por la flor y nata de las nuevas damiselas: dos bellezas suculentas, no Novias sino Personal de Esparcimiento. ¡Ah, la decrépita Administración Colonial de vez en cuando hada las cosas bien! Fue una larga y cálida tarde.

En el vuelo de regreso al campamento cruzó el Estrecho Smith al nivel del sol, que flotaba por encima del mar en lo alto de un banco de niebla dorada. En el asiento del piloto. Davidson canturreaba al compás de los balanceos del helicóptero. Tierra de Smith apareció a la vista envuelta en la bruma; había una humareda sobre el campamento, un hollín oscuro como si hubiesen echado petróleo en el incinerador de residuos. Era tan espeso que Davidson no podía ver los edificios. Hasta que tocó tierra en el aeródromo no vio el avión carbonizado, los despojos ennegrecidos de los helicópteros, el hangar quemado hasta los cimientos.

Volvió a despegar y voló sobre el campamento, a tan poca altura que hubiera podido chocar con la chimenea cónica del incinerador, lo único que quedaba en pie. Todo lo demás había desaparecido: el aserradero, el horno, los depósitos de madera, el Cuartel General, las cabañas, las barracas, el pabellón de los creechis, todo. Armazones ennegrecidos y ruinas, todavía humeantes. Pero no había sido un incendio en el bosque.

El bosque estaba allí, siempre verde, a un paso de las ruinas. Davidson regresó al aeródromo, posó el aparato, y bajó en busca de la motocicleta, pero también ella era un despojo negro, junto a las ruinas humeantes, pestilentes, del hangar y las máquinas. Bajó corriendo hacia el campamento. De pronto, al pasar junto a lo que fuera la cabaña de radiocomunicaciones, su cerebro volvió a funcionar. Sin dudar ni un momento cambió de dirección y abandonó el camino, detrás de la cabaña destripada. Allí se detuvo. Escuchó.

No había nadie. Todo estaba en silencio. las llamas se habían extinguido hacía bastante rato; sólo las grandes pilas de madera humeaban aún, y había ascuas rojas bajo las cenizas y el carbón. Más valiosos que el oro, habían sido esos rectangulares montones de ceniza. Pero de los negros esqueletos de las barracas y cabañas no brotaba humo; y había huesos medio calcinados entre las cenizas.

Se escondió detrás de la cabaña de radio. Ahora tenía la mente más activa y lúcida que nunca. Había dos posibilidades. Primera: un ataque extraplanetario. Davidson vio la torre dorada en el muelle espacial de Centralville. Pero si al Shackleton le hubiera dado por la piratería, ¿por qué iba a empezar borrando del mapa un campamento pequeño, en lugar de tomar Centralville? No, tenía que ser una invasión, seres de otro planeta. Alguna raza desconocida, o quizá los cetianos o los hainianos, que habían decidido ocupar las colonias terrestres. Davidson nunca había confiado en esos malditos humanoides sabihondos. Sin duda, habían arrojado una bomba de calor aquí Y las fuerzas invasoras, con aviones, carros voladores, bombas nucleares, bien podían estar ocultas en una de las islas, o en un arrecife, o en cualquier paraje del Cuadrante del Sudeste. Tenía que volver al helicóptero, dar la alarma y luego tratar de echar un vistazo a los alrededores, hacer un reconocimiento e informar sobre la situación al Cuartel General. Estaba levantándose cuando oyó las voces.

No eran voces humanas. Un parloteo ininteligible, agudo, susurrante. Gente de otros mundos.

Se estiró en el suelo, detrás del techo de plástico deformado por el calor, parecido a unas alas de murciélago extendidas. Davidson se quedó muy quieto y prestó atención.

Cuatro creechis venían por el camino, a pocos metros de donde él se encontraba. Eran creechis salvajes; excepto los flojos cinturones de cuero de los que pendían cuchillos y bolsitos, iban totalmente desnudos.

Ninguno de ellos usaba los pantalones cortos y el collar de cuero que se suministraba a los creechis domesticados. Los Voluntarios del pabellón habían sido incinerados sin duda junto con los humanos.

Se detuvieron a corta distancia de su escondrijo, hablando en ese lento parloteo, y Davidson contuvo el aliento. No quería que lo descubriesen. ¿Qué diablos estaban haciendo aquí? Sólo podían estar actuando como espías e informadores de las fuerzas invasoras.

Uno de ellos habló señalando el sur, y cuando volvió la cabeza Davidson le vio la cara.

Y la reconoció. Los creechis parecían todos iguales, pero éste era diferente. No hacía un año que Davidson le había marcado toda la cara. Era el loco furioso que le había atacado en Central, el homicida, el niñito mimado de Lyubov. ¿Qué diantres estaba haciendo aquí?

La mente de Davidson funcionó rápidamente, cambió de onda. Se incorporó repentinamente, alto, tranquilo, fusil en mano.

—¡Quietos, creechis! ¡Alto ahí! ¡Ni un paso más! ¡No os mováis!

La voz de Davidson restalló como un latigazo. Las cuatro criaturas verdes quedaron inmóviles. La de la cara estropeada le miró a través de los escombros negros con unos ojos inmensos, inexpresivos, sin ninguna luz.

—Contestad ahora. Este incendio, ¿quién lo provocó?

No hubo respuesta.

—Contestad ahora mismo: ¡Rápido-volando! Si no contestáis, quemo primero a uno, luego a otro, luego a otro, ¿entendido? Este incendio, ¿quién lo provocó?

—Nosotros quemamos el campamento, capitán Davidson —dijo el de Central, con una voz baja y extraña que a Davidson le pareció casi humana —. Todos los humanos están muertos.

—¿Vosotros lo quemasteis? ¿Qué quieres decir?

Por alguna razón no podía recordar el nombre de Caracortada.

—Había aquí doscientos humanos. Y noventa de mi gente, todos esclavos. Novecientos de mi pueblo salieron de los bosques. Primero matamos a los humanos en el sitio del bosque donde cortaban los árboles; luego matamos a los que quedaban aquí, mientras ardían las casas. Pensé que también usted habría muerto. Me alegro de verle, capitán Davidson.

Era una locura, y por supuesto una mentira. No podían haberlos matado a todos, a Ok, a Birno, a Van Sten, y a todos los demás, doscientos bombeo alguno tendría que haberse salvado. Los creechis no tenían armas, sólo arcos y flechas. Y de todas maneras, era imposible que lo hubiesen hecho. Los creechis no peleaban, no mataban, no hacían la guerra. Eran una especie intermedia no agresiva, siempre víctimas. No se defendían.

Nunca masacrarían a doscientos hombres de un solo golpe. Era una locura. El silencio, el vago y nauseabundo olor a quemado en la larga y cálida luz del anochecer, el verde pálido de las caras y esos ojos que le miraban sin pestañear, todo era nada, un sueño absurdo, una pesadilla.

—¿Quién hizo esto por vosotros?

—Novecientos de mi gente —dijo Caracortada con esa maldita voz que casi parecía humana.

—No, eso no. ¿Quién más? ¿Quién dio las órdenes? ¿Quién dijo que lo hicierais?

—Mi mujer.

Hasta ese momento Davidson no había notado la tensión contenida pero clara en la actitud de la criatura; sin embargo, cuando se le fue encima, el salto fue tan solapado y felino que Davidson, tomado por sorpresa, erró el tiro: le quemó el brazo o el hombro, no pudo meterle la bala entre los ojos tal corno había pensado. Y ahora le tenía encima, y le atacaba con tanta furia que herido y todo, y a pesar de ser la mitad de grande y tener la mitad de peso de Davidson, consiguió hacerle perder el equilibrio y derribarle. Davidson había confiado en su fusil y no había previsto el ataque. Aquellos brazos eran delgados pero fuertes, y la pelambrera era áspera al tacto. Mientras Davidson luchaba con uñas y dientes para liberarse, la criatura cantaba.

Ahora Davidson estaba tirado en el suelo boca arriba, inmovilizado, desarmado. Cuatro caras verdosas le miraban sin parpadear. Caracortada seguía tarareando algo apenas audible, pero muy parecido a una melodía. Los otros tres escuchaban, sonriendo y mostrando los dientes. Davidson nunca había visto sonreír a un creechi. Nunca había mirado desde abajo la cara de un creechi. Siempre desde arriba. Desde su altura. Trató de no forcejear, pues por el momento toda resistencia era inútil. Aunque pequeños, le superaban en número, y ahora Caracortada tenía el fusil. Había que esperar. Pero sentía un malestar, una náusea que le crispaba y le sacudía el cuerpo de arriba abajo. Las manos diminutas le sujetaban contra el suelo sin esfuerzo, las caras verdes se movían y sonreían encima de él.

Caracortada terminó de cantar. Se arrodilló sobre el pecho de Davidson, un cuchillo en una mano, el fusil de Davidson en la otra.

—Usted no sabe cantar, capitán Davidson ¿verdad que no? Muy bien, entonces, puede correr hasta el helicóptero, y huir, y avisar al coronel en Central que este sitio ha sido incendiado y que los humanos han muerto.

Sangre, de un rojo tan impresionante como el de la sangre humana, empapaba la pelambrera del brazo derecho del creechi. La zarpa verde blandía el cuchillo. La cara afilada, entrecruzada de cicatrices le miraba desde muy cerca, y Davidson veía ahora la luz extraña que ardía en lo probando de aquellos los negros como el carbón. La voz era siempre suave y tranquila.

Le soltaron.

Davidson se puso de pie con cautela, todavía atontado por el golpe que había recibido al caer. Ahora los creechis se habían apartado, conscientes de que los brazos de Davidson eran dos veces más largos que los suyos; pero Caracortada no era el único que estaba armado; había otro fusil apuntándole a las tripas. Y era Ben el que lo empuñaba. Ben, su propio creechi, el bastardo de mierda, gris y sarnoso, con la cara de estúpido de siempre, pero empuñando un fusil.

No es fácil volverle la espalda a dos fusiles que le están apuntando a uno, pero Davidson echó a andar hacia el campo.

Detrás de él alguien dijo en voz alta y chillona una palabra creechi. Otra voz dijo: —¡Rápido-volando!

Y hubo un rumor extraño, como un gorjeo de pájaros que quizá era la risa de los creechis. Sonó un disparo y la bala pasó zumbando por el camino, a un paso de Davidson. Cristo, eso no era justo, ellos tenían los fusiles. Echó a correr. Corriendo podía ganarle a cualquier creechi. Y ellos no sabían disparar un fusil.

—Corra —dijo a sus espaldas la voz tranquila y lejana.

Ése era Caracortada. Selver, así se llamaba. Sam, le decían, hasta que Lyubov impidió a Davidson que se vengara del nativo, y le convirtió en un niño mimado; después de eso todo el mundo le llamaba Selver. Cristo, qué era todo aquello, una pesadilla. Corrió.

Sentía el golpeteo de la sangre en los oídos. Corrió, corrió en el atardecer humeante y dorado. Había un cuerpo junto al camino; Davidson no le había visto al venir, no estaba quemado, parecía un gran globo blanco que acaba de desinflarse, y los ojos saltones y azules estaban abiertos y le miraban fijamente. A él, a Davidson, no se atreverían a matarle. No habían vuelto a disparar. Era imposible. No podían matarle. Allí estaba el helicóptero, brillante y seguro. Se precipitó sobre el asiento y levantó el vuelo antes que los creechis intentaran algo nuevo. Las manos le temblaban, no demasiado; nervios, nada más. No podían matarle. Rodeó la colina y luego volvió, veloz y a poca altura, tratando de ver a los cuatro creechis. Pero nada se movía entre los montones de escombros del campamento.

Esa mañana había existido un campamento en aquel lugar. Doscientos hombres. Y había cuatro creechis allí, pocos minutos antes. Él no había soñado todo eso. No podían haber desaparecido así como así. Tenían que estar allí, escondidos. Movió la llave que ponía al descubierto la ametralladora en la nariz del helicóptero, y barrió el suelo quemado, ametralló el verde follaje del bosque, bombardeó los huesos calcinados y los cuerpos fríos de los hombres, los restos de las máquinas y las cepas blanquecinas y putrefactas, una y otra vez hasta que se le acabaron las municiones. Los espasmos de la ametralladora cesaron bruscamente.

Ahora tenía las manos firmes, el cuerpo aplacado, y sabía que no era la víctima de un mal sueño. Enfiló el aparato hacia el estrecho, para ir a dar la noticia en Centralville.

Mientras volaba sintió que los músculos del rostro se le distendían, que recuperaba la calma habitual. No podían culparle del desastre, porque ni siquiera había estado allí. Tal vez advirtieron que los creechis habían esperado a que él no estuviera para dar el golpe, sabiendo que si él hubiera podido organizar la defensa habrían fracasado. Y algo bueno iba a resultar de todo esto. Harían lo que hubieran tenido que hacer desde el principio, limpiar el planeta de una vez por todas para que lo ocuparan los humanos. Ni el mismo Lyubov podía impedirles ya que terminasen con los creechis, cuando supieran que quien había encabezado la masacre era el niño mimado de Lyubov. Ahora, por un tiempo, habla que concentrarse en la tarea de exterminar las ratas; y podía ser, podía ser que le confiasen a él ese pequeño trabajo. En este momento hubiera podido sonreír. Pero se contuvo.

Allá abajo el mar era gris a la luz débil, y ante él se extendían las colinas de la isla, los bosques enmarañados de muchos arroyos, de muchas hojas, envueltos en la penumbra del atardecer.

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