23

Rosa pálido

Mi primera incursión en el mundo de la televisión no fue en la década de los noventa, cuando inauguré la emisora vía satélite, sino a finales de los años cuarenta. Por entonces vivía en Hollywood, cerca de la casa en que a principios de siglo había conocido a Constance. Tras la crisis de 1929 me había trasladado a Hawái, donde llevé una vida descansada hasta después de la guerra, cuando empecé a hartarme de tanta tranquilidad y a sentir que necesitaba un desafío. De manera que junto con mi joven esposa Stina, a la que había conocido en las islas, regresé a California y alquilé una hermosa casa de una planta orientada al sur, cerca de las colinas.

En mi decisión de dejar Hawái también había contado el hecho de que Stina acababa de perder a sus tres hermanos en la guerra y estaba destrozada. Vivíamos en el mismo pueblo donde los cuatro habían crecido y en los últimos tiempos mi mujer había empezado a sufrir alucinaciones; afirmaba verlos en cada esquina o bar, y estaba convencida de que los fantasmas de los hermanos habían vuelto para decirle aloha. Un médico me aconsejó un cambio de aires, así que decidí llevarla a la antítesis del mundo tranquilo y silencioso que conocía y mostrarle una ciudad con un glamour y unas pretensiones insuperables.

Nos habíamos conocido en 1940 en un mitin organizado para denunciar los aparentes planes de Roosevelt de involucrar a Estados Unidos en la contienda. Asistí como observador interesado, pues en mi vida había pasado por varias guerras, aparte de haber perdido a un par de sobrinos en conflictos armados. Era consciente de que la guerra solía arruinar la vida de las per sonas. Por todo ello me oponía a la intervención estadounidense en lo que entonces consideraba un pequeño conflicto en Europa. Ahora sabemos, naturalmente, que entrar en la guerra era la única opción correcta, pero cuando me senté en la sala y escuché lo que tenía que decir una joven esbelta subida a una tarima, no pude por menos de coincidir punto por punto con su discurso. Parecía una quinceañera, tenía la piel cobriza y aterciopelada y una abundante y larga cabellera negra. Mi primera impresión fue que si salía incólume de los estragos de la adolescencia se convertiría en una mujer muy hermosa. A continuación, lógicamente, me pregunté cómo era posible que una simple muchacha absorbiera a tal punto la atención de un público de adultos y caí en la cuenta de que la había subestimado. En realidad tenía casi veinte años, y aunque era infinitamente más joven que yo -mucho menor incluso de la edad que representaba-, me cautivó (por lo general me siento atraído por mujeres que han superado la flor de la juventud e incluso han entrado en la primera madurez).

Stina estaba absolutamente en contra de la guerra. Llamaba déspota a Churchill y tildaba a Roosevelt de incompetente. Aseguraba que, mientras ella hablaba, en la Casa Blanca estaba reunido el gabinete de guerra con el propósito de arrastrar al país a un conflicto innecesario con un país de tercera, Alemania, que no hacía sino vengarse de las injusticias que había sufrido a raíz del tratado de Versalles veinte años atrás. Habló con vehemencia, pero su discurso se centró más en propagar sus principios antibelicistas que en aclarar por qué esa guerra en particular era diferente de las demás. Pese a todo, sus palabras hicieron mella en mi conciencia y cuando terminó su discurso fui a felicitarla.

– Tiene un acento raro -comentó tras las presentaciones-. No lo reconozco. ¿De dónde es usted?

– Nací en Francia -respondí-, pero he viajado mucho a lo largo de mi vida. Quizá mi acento sea el resultado de un batiburrillo de lenguas.

– Pero ¿se considera francés?

Reflexioné unos segundos; nunca me lo había planteado así, como si después de todos esos años la cuestión de mi nacionalidad se hubiera vuelto intrascendente en comparación con el hecho de mi existencia.

– Supongo que sí -contesté al fin-. Quiero decir que nací y pasé mi infancia y la mayor parte de mi adolescencia en Francia, pero desde entonces sólo he vuelto allí un par de veces.

– ¿Por qué? ¿Acaso no le gusta? -preguntó sorprendida.

A lo largo de mi vida he observado la visión romántica que muchas personas tienen de los franceses y su tierra natal; mi decisión de vivir lejos de mi país las confunde (por lo general es gente que nunca ha estado en Francia).

– Digamos que cada vez que vuelvo me meto en un lío u otro -comenté, y cambié de tema-: ¿Y usted? ¿Siempre ha vivido en Hawái?

– Sí. Mis padres murieron, pero tanto mis hermanos como yo… -titubeó buscando las palabras adecuadas- no concebimos vivir en otra parte. Es nuestro hogar.

– En mi caso, aún no he encontrado nada parecido -repuse con un suspiro-. Ni siquiera sé si seré capaz de reconocerlo cuando lo encuentre, si es que lo encuentro.

– Aún es joven -dijo, y la ironía de su afirmación nos hizo reír a los dos-. Tiene mucha vida por delante.

Los hermanos de Stina eran auténticos caballeros, y al tiempo que la conocía fui aficionándome a la compañía de los tres jóvenes, en cuya casa pasé muchas veladas agradables. A veces jugábamos a las cartas, otras Macal, el mayor, tocaba la guitarra (era un virtuoso), y otras charlábamos y bebíamos zumos o vinos de la isla sentados en el porche. Aunque al principio no les hizo mucha gracia la diferencia de edad entre su hermana y yo -es decir, la diferencia de edad que ellos calculaban-, trabamos amistad bastante rápido, pues eran hombres inteligentes y enseguida advirtieron que mi interés por Stina no era deshonesto ni malintencionado. Y así, cuando nuestro amor prosperó y anunciamos que íbamos a casarnos, los hermanos se alegraron por nosotros y disputaron por el honor de acompañar a Stina al altar.

Nuestra noche de bodas fue la primera que dormimos juntos, pues mi mujer no había consentido que fuera de otra manera, y, después de su primera negativa, yo no había vuelto a abordar el asunto, tanto por respeto a ella como a sus hermanos. En el viaje de novios recorrimos en kayak las paradisíacas islas cercanas a Hawái. Fue una época maravillosa; creo que nunca he estado más cerca del paraíso.

Entonces la guerra llegó a América, y sobre todo a Hawái, como consecuencia del ataque a Pearl Harbor. Pese a las ideas antibelicistas de la familia, los tres jóvenes corrieron a alistarse. Stina estaba muy angustiada, pero sobre todo se sentía furiosa con sus hermanos, a quienes acusó de traicionar sus principios pacifistas. Al contrario, se defendieron ellos, aún pensaban que la guerra era un error y que los estadounidenses jamás deberían haberse involucrado en ella, pero, puesto que lo habían hecho y Japón había atacado a su país -y muy cerca de su casa, además-, no tenían más remedio que alistarse. O sea, que se oponían pero respondían al primer llamamiento de armas, y nada les haría cambiar de idea. Stina me suplicó que hablara con ellos para que reconsideraran su decisión, pero yo sabía que sería inútil: los tres eran hombres de principios y una vez tomaban una resolución -sobre todo una que les creaba tanto conflicto interior- no había vuelta atrás. Así que se marcharon, y murieron uno tras otro antes de que la guerra llegase a su fin.

Stina no perdió el juicio por completo. Las alucinaciones, aunque le causaban molestias y preocupación, no eran síntomas de un intelecto que se desmoronaba ni de un cerebro enfermizo, sino más bien las imágenes de su tristeza. Ni siquiera cuando veía a sus hermanos de pie delante de ella pensaba que fuesen otra cosa que dolorosos recuerdos de unos tiempos más felices que no iban a volver. Así fue como resolvimos marcharnos cuanto antes. Abandonaríamos Hawái por un tiempo y viviríamos en California, donde yo volvería a trabajar y ella cuidaría de la casa; incluso nos planteamos tener hijos, pero la cosa quedó en nada. Llevaríamos una vida diametralmente opuesta a la única que había conocido Stina y que me había hecho feliz durante veinte años, e intentaríamos volver a ser dichosos.


***

Descubrí que no había perdido mi antigua habilidad para moverme en los círculos adecuados y al poco tiempo trabé amistad con Rusty Wilson, vicepresidente de la NBC. Nos conocimos en un campo de golf y pronto empezamos a jugar juntos con regularidad; como teníamos el mismo nivel, los partidos eran muy reñidos y no se decidían hasta el último hoyo. Un día le comenté que quería trabajar de nuevo. Al principio se puso un poco nervioso, sin duda porque pensó que me había relacionado con él para pedirle trabajo.

– Si quieres que te sea sincero, Rusty -añadí a fin de tranquilizarlo-, no lo hago por dinero. Soy un hombre muy rico y no necesito trabajar un día más en toda mi vida. Pero me aburro, ¿entiendes? Tengo que hacer algo. He pasado los últimos -iba a decir «veinte o treinta años», pero me frené a tiempo- dos o tres años sin hacer nada y me muero de ganas de embarcarme en alguna empresa otra vez.

– ¿A qué te dedicabas? -preguntó, aliviado al saber que no buscaba un empleo para ganarme el sustento-. ¿Has trabajado alguna vez en el mundo del espectáculo?

– Oh, sí -contesté, y solté una carcajada-. Podría decirse que toda mi vida he estado en el mundo de las bellas artes. Me he ocupado de la gestión administrativa de varios grandes proyectos en Europa. En Roma, por ejemplo, me encargaron la construcción de un teatro de la ópera que rivalizara con los de Viena y Florencia.

– Detesto la ópera -dijo Rusty con desdén-. A mí dame un Tommy Dorsey y déjate de memeces.

– Trabajé en una exposición en Londres que atrajo a seis millones de visitantes.

– Odio Londres -masculló él-. Es tan frío y húmedo… ¿Qué más?

– He trabajado para los Juegos Olímpicos, la inauguración de varios museos importantes; incluso trabajé en la Met…

– Vale, vale -dijo, levantando la mano para que me callara-. Ya lo he pillado. Te has movido mucho y ahora quieres probar en la televisión. ¿Me equivoco?

– Es un medio que no conozco -expliqué-. Y me gusta variar. Mira, si algo sé es cómo se monta un espectáculo y qué hay que hacer para atenerse a un presupuesto. Se me da bien esa clase de trabajo. Y aprendo rápido. Te aseguro, Rusty, que jamás has conocido a nadie que haya estado en el mundo del espectáculo tanto tiempo como yo.

Por entonces pasábamos ratos muy agradables y no me costó mucho convencerlo. Afortunadamente, creyó cuanto le había contado sobre mis anteriores trabajos y no me pidió referencias ni números de teléfono para contactar con personas que hubieran colaborado conmigo en el pasado (menos mal, pues todas estaban muertas y enterradas hacía mucho tiempo). Me llevó a la sede de la NBC y recorrimos todo el edificio. Me quedé impresionado. En ese momento había varios programas en producción; en cada uno de los platos insonorizados, un público variopinto dirigía la mirada al chico del letrero para saber cuándo tenía que reír, cuándo aplaudir y cuándo patalear para manifestar entusiasmo. Visitamos las salas de edición y me presentó a un par de directores que apenas me miraron a la cara. Eran hombres calvos de mediana edad que sudaban copiosamente, sostenían un cigarrillo encendido entre los labios y llevaban gafas de montura de concha. Observé que en las paredes había muchas más fotos de estrellas cinematográficas -Joan Crawford, James Stewart, Ronald Colman- que de sus equivalentes televisivos, y pregunté la razón.

– Así nos sentimos más en Hollywood y los actores tienen con qué soñar -explicó Rusty-. Mira, existen dos tipos de estrellas televisivas: las que pretenden dar el salto al cine y las que ya no consiguen ningún papel en el cine. O vas hacia arriba o vas hacia abajo. No es una profesión muy envidiable, la verdad.

Acabamos la visita en el suntuoso despacho de Rusty, que dominaba el solar de la NBC, donde los actores, técnicos, secretarias y aspirantes a estrellas estaban inmersos en una actividad frenética. Nos sentamos en un par de flamantes sofás alrededor de una mesa de vidrio cercana a una chimenea, a unos seis metros de su escritorio de caoba, y me pareció que Rusty se sentía muy orgulloso de todo ese despliegue de riqueza y poder.

– Hace un par de días me encontraba sentado exactamente donde estoy ahora -recordó-, ¿y a que no te imaginas a quién tenía enfrente, ocupando el sofá donde estás ahora y suplicándome que le diera un programa de televisión?

– ¿A quién?

– Gladys George -contestó en tono triunfal.

– ¿Quién? -Ese nombre no me decía nada.

– ¡Gladys George! ¡Gladys George! -vociferó, como si pretendiera refrescarme la memoria a fuerza de gritos.

– Lo siento, pero no sé quién es. Jamás he oído…

– Gladys George era una estrella de cine hace unos años. Fue candidata a un Oscar a mediados de los años treinta por Carrie la valiente.

– Ni idea. No la he visto. Ya no voy mucho al cine.

– Los Tres Chiflados hicieron una parodia sobre esa película un par de años después. Seguro que la has visto. Curlie el violento. ¡Era tronchante!

Solté una risita de cumplido.

– ¡Ah, sí, ya me acuerdo! -mentí con desfachatez. Si quería trabajar en el mundo de la televisión y el cine sería mejor que no mostrara mi ignorancia sobre él-. ¡Muy buena! Curlie el… ejem…

– Gladys George estaba a punto de convertirse en una gran estrella -me interrumpió-, pero cayó en desgracia cuando se puso a contar a todo el que quisiera escucharla (un verdadero batallón, como imaginarás) que el gran Louis B. Mayer tenía un lío con Luise Rainer a espaldas del marido de ésta. Era sabido que Mayer y Clifford Odets no podían verse (unos años antes lo había llamado miserable comunista), pero el rumor no era cierto. Gladys estaba dolida porque Mayer siempre daba los mejores papeles a Luise, a Norma Shearer, a Carole Lombard o a la putilla a la que intentara ligarse. Bueno, el caso es que cuando Mayer se enteró de lo que Gladys chismorreaba sobre él, para desquitarse dejó de darle trabajo, pero no le rescindió el contrato. Y ahora que acaba de recuperar su libertad, ningún estudio la quiere. Por eso acudió a mí.

– Entiendo -dije, esforzándome por seguir el hilo de su relato. Desde luego, mucho tendría que aprender sobre Hollywood si quería trabajar allí, y me admiré de cómo la ciudad se nutría de esa clase de cotilleos, los cuales podían arruinar o lanzar al estrellato a una actriz-. ¿La contrataste?

– Dios mío, no -respondió, negando con vehemencia-. ¿Bromeas? Una chica como ésa sólo significa una cosa para un hombre como yo: problemas.

Permanecí callado mientras pensaba en qué habría querido decir.

– Entiendo -repetí por fin, muy sonriente.

Imaginé que la gente no cesaba de ir a pedirle trabajo. Que esa semana ya habrían pasado unas cien personas por el sofá en que estaba sentado yo y que mi única función era mantenerlo caliente para el siguiente ocupante. Toda esa puesta en escena, el recorrido por el edificio y los enormes estudios insonorizados, el aspecto regio de los despachos de Rusty, los nombres importantes que dejaba caer como si tal cosa, la clarividencia para decidir quién puede trabajar en Hollywood y quién no, iba dirigida a mí. Me puse de pie y le estreché la mano; en ese momento me pareció que su mensaje era claro: para conseguir un trabajo en su estudio no bastaba con haber jugado al golf un par de veces con él.

– Gracias por enseñarme el estudio.

– Pero ¿qué haces? -dijo cuando ya me dirigía hacia la puerta-. ¿Adonde crees que vas? Aún no he llegado a la mejor parte.

– Óyeme bien, Rusty. -Ya era muy mayor para que jugaran conmigo-. Si no vas a ofrecerme un trabajo, no pasa nada. Sólo quería…

– ¿Cómo sabes que no voy a ofrecerte nada? Matthieu, Matthieu -dijo y soltó una carcajada al tiempo que daba una palmada en el sofá que yo acababa de abandonar-. Siéntate, amigo mío. Creo que he encontrado el puesto ideal para ti. Siempre y cuando seas quien aseguras ser. Te daré una oportunidad, Matthieu, y creo que no me defraudarás.

Esbocé una sonrisa y volví al sofá. A continuación Rusty me puso al corriente de sus planes para conmigo.


El show de Buddy Rickles constituía un gran negocio. Era una comedia que duraba media hora y se emitía todos los jueves a las ocho de la tarde, hora de máxima audiencia en la NBC. Aunque sólo llevaba una temporada en antena, se había convertido en una de las series más populares y, por mucho que las otras cadenas se esforzaran en robarle audiencia cambiando una y otra vez su programación en la misma franja horaria, siempre se llevaba la palma.

Era una comedia familiar. Aunque a excepción de algunos críticos sagaces nadie lo recordaba, Buddy Rickles había representado papeles secundarios desde los años veinte hasta mediados los cuarenta. Nunca había actuado de protagonista, pero en la pantalla había sido el mejor amigo de James Cagney, Mickey Rooney y Henry Fonda. Una vez hasta se había batido en duelo con Clark Gable por conseguir la mano de Olivia de Havilland (y había perdido). Cuando le ofrecieron trabajar para la NBC apenas salía en ninguna película; Buddy no sólo aceptó protagonizar la serie sino que consiguió convertirla en un éxito.

La idea era muy simple: Buddy Rickles (excepto por dos letras el personaje se llamaba igual que el actor, Buddy Riggles) era un hombre corriente que vivía en una zona residencial de California. Su mujer, Marjorie, era ama de casa, y ambos tenían tres hijos: Elaine, de diecisiete años, que para consternación de Buddy empezaba a interesarse por los chicos; Timmy, de quince, que siempre estaba intentando hacer campana, y Jack, de ocho, que confundía el sentido de las palabras de una forma muy graciosa. Cada semana un hijo se metía en un lío que en potencia podía conducirlo a la perdición, pero Buddy y Marjorie siempre se las arreglaban para solucionarlo todo y obligarlo a reconocer su error justo antes de la cena. No había nada revolucionario en el planteamiento, pero la gente pasaba un buen rato viendo la serie, lo que en gran medida se debía a sus guionistas.

Lee y Dorothy Jackson eran los creadores de El show de Buddy Rickles y llevaban casi una década escribiendo programas exitosos para la televisión. Formaban un matrimonio de cuarentones que gozaba de mucha celebridad y montaban fiestas extravagantes en su casa, para las que cualquiera que se creyera alguien intentaba conseguir una invitación. Dorothy era conocida por su lengua viperina y Lee por su afición a la bebida, pero aun así se los consideraba una de las parejas más felices del mundo del espectáculo.

– Estoy buscando un nuevo productor para El show de Buddy Rickles -me contó Rusty esa tarde en su despacho-. Ya tengo a dos, pero necesito un tercero. Cada uno tiene distintas responsabilidades y el último tipo no estaba a la altura de su trabajo. ¿Qué me dices?

– Debo confesarte algo -repuse con un suspiró-. Nunca he visto el programa.

– En el estudio guardamos todas las cintas. Cualquier tarde te las pasaremos en una sala de proyección y podrás ver del primer capítulo al último. Necesito una persona que se ocupe de la publicidad e informe a las agencias de noticias, alguien que genere publicidad para que la serie sea todavía más exitosa. Dentro de seis meses voy a lanzar un nuevo programa que se emitirá justo después, de modo que tiene que seguir en los primeros puestos. El show de Buddy Rickles debe ser el plan de los jueves para todo el mundo, ¿entiendes?

– Ya lo he pillado -respondí, contagiado de su entusiasmo-. Y sé lo que tengo que hacer.

– Bien, pero ¿puedes empezar… ayer?


Resultó un trabajo más difícil de lo que había imaginado. Aunque la serie era un éxito rotundo -merced a un guión ingenioso y divertido y unas actuaciones simples y atractivas para el público estadounidense-, el equipo que la producía jamás se dormía en los laureles. Rusty Wilson era un vicepresidente práctico y se reunía regularmente con los tres productores del El show de Buddy Rickles para deliberar sobre nuestros planes de futuro.

Al principio de la tercera temporada vivimos un momento de inquietud, pues la ABC empezó a emitir un nuevo programa concurso que ofrecía a la gente de la calle la oportunidad de ganar cincuenta mil dólares. Sin embargo, las cadenas estaban saturadas de concursos y no obtuvo el éxito esperado, de modo que enseguida recuperamos el favor de la audiencia de nuestra franja horaria.

Buddy Riggles era un tipo extraño. Aunque gozaba de una notable popularidad, evitaba en lo posible la publicidad, trataba de no entrar en la rueda de los coloquios televisivos y sólo concedía entrevistas a publicaciones serias. Cuando finalmente dábamos nuestra aprobación, siempre quería que yo me ocupara de pactar la entrevista, lo que no dejaba de sorprenderme, pues Buddy era un hombre muy capaz y necesitaba menos mi ayuda que yo un seguro de vida.

– No quiero que sepan demasiado de mi vida privada -me explicó un día-. Un hombre tiene derecho a preservar su intimidad, ¿no crees?

– Claro que sí. Pero ya sabes cómo son esas revistas. Si tienes algo que esconder, lo descubrirán y lo sacarán a la luz cuando menos te lo esperes.

– Por eso intento pasar inadvertido. Que vean la serie. Si les gusta, estupendo; les basta con eso. No tienen por qué saber más de mi vida, ¿no crees?

A esas alturas ya no sabía lo que creía o dejaba de creer, pero en cualquier caso me parecía que Buddy no tenía nada que ocultar. Estaba felizmente casado con una mujer de treinta y cinco años llamada Kate y ambos tenían dos hijos pequeños que visitaban el plato con frecuencia. Como llevaba en el mundo del espectáculo mucho tiempo no parecía que quedase nada de sus últimos veinte años que no fuera del dominio público. Supuse que tenía un carácter reservado y decidí respetar su intimidad. Y a fin de parar los pies a los fanzines, que exigían un mayor acceso a la vida de Buddy, concedía más entrevistas con las otras estrellas del programa.

Tras unos meses de duelo por la muerte de sus hermanos, el ánimo de Stina mejoró. Empezó a mostrar interés por mi trabajo e incluso se propuso ver algún capítulo de la serie, pero nunca consiguió llegar al final, pues le parecía una solemne tontería. En Hawai la televisión no era un medio muy popular. Con el tiempo volvió a interesarse por la política, como unos años antes, cuando nos habíamos conocido en aquel mitin antibelicista.

– He encontrado un trabajo -me anunció una noche mientras cenábamos.

Sorprendido, dejé el cuchillo y el tenedor sobre la mesa. Ignoraba que estuviera buscando uno.

– Ah, ¿sí? ¿Y en qué consiste?

Se echó a reír.

– No es nada del otro mundo. Un empleo de secretaria en Los Angeles Times. Esta mañana he ido a la entrevista y me han aceptado.

– ¡Qué bien! -exclamé, feliz al ver que se interesaba por algo y empezaba a superar la muerte de sus hermanos-. ¿Cuándo empiezas?

– Mañana. No te importa, ¿verdad?

– ¿Por qué iba a importarme? Una vez ahí te saldrán otras cosas, ya verás. Siempre te ha interesado la política; podrías estudiar periodismo. Seguro que en ese lugar abundan las oportunidades para jóvenes como tú.

Se encogió de hombros y no dijo nada al respecto, pero sospeché que ya había pensado en esa posibilidad. Stina no era la clase de mujer que se contentaba con trabajar frente a una mesa, sino que prefería la acción. Tenía una mente ágil e inquieta y estaba seguro de que el ajetreo de Los Angeles Times le resultaría estimulante.

– Conozco a algunas personas del periódico -dije, recordando a varios periodistas del mundo del espectáculo con quienes trataba habitualmente-. Estoy seguro de que es un buen sitio para trabajar. Podría llamarlos y decir quién eres; para que se fijen en ti.

– No, Matthieu -dijo, colocando su mano sobre la mía-. Deja que me las arregle sola. Me irá bien.

– Pero podrían presentarte a gente -protesté-. Así conocerías a otras personas y harías amigos…

– …que pensarían que, por el hecho de tratar con la mujer del productor de El show de Buddy Rickles, podrían acceder al programa y a toda la NBC más fácilmente. No, será mejor que lo haga a mi manera. Además, por ahora sólo soy secretaria. Ya veremos qué pasa dentro de un tiempo.


Asistimos a una fiesta en casa de Lee y Dorothy Jackson que estaba hasta los topes de gente importante de la televisión. RobertKeldorf, que fue acompañado por su nueva mujer, Bobbi («con i latina», como recordaba ella cuando alguien mencionaba su nombre), se jactó ante todo el mundo de haber conseguido arrebatar a Eye al presentador Damon Bradley para Alphabet. Lorelei Andrews se pasó la mayor parte de la fiesta apoyada en la barra, con un cigarrillo colgando de los labios y quejándose a cualquiera que la escuchase de lo mal que la trataba Rusty Wilson. Como se comprenderá, hice todo lo posible por eludirla.

Stina estaba deslumbrante; lucía un vestido azul pálido sin tirantes que recordaba el que Edith Head había diseñado para Anne Baxter en Eva al desnudo. Era la primera vez que se encontraba con muchas de las personas que yo trataba a diario y estaba entusiasmada ante tanto glamour: cada vez que pasaba un vestido despampanante abría los ojos como platos. Por desgracia, la gente no la impresionaba de la misma forma, ya que veía tan poca televisión que, si le hubiera presentado al mismísimo Stan Perry, seguramente se habría limitado a sonreírle y pedirle otro cóctel.

– ¡Matthieu! -me saludó Dorothy mientras se acercaba con paso majestuoso desde el extremo opuesto de la sala. Me abrazó con afectación y exclamó-: ¡Me alegro mucho de verte! Y de comprobar que sigues tan guapo como siempre.

Solté una carcajada. A Dorothy le encantaba representar el papel de mujer extravagante; empalagaba a aquellos que le caían bien con adulaciones excesivas, pero cuando aborrecía a alguien le lanzaba dardos envenenados.

– Y tú debes de ser Stina -añadió con aire juguetón, observando de arriba abajo a mi esbelta mujer, admirando sus formas suaves, la piel cobriza y los enormes ojos pardos. Aguanté la respiración, rogando que no dijese nada desagradable, pues le tenía simpatía y no quería indisponerme con ella-. Llevas el vestido más espectacular de la fiesta -dijo con una sonrisa; suspiré aliviado-. De verdad, me han entrado ganas de andar desnuda un rato por la sala para volver a recuperar un poco de la atención que me has robado, golfa despiadada.

Stina se echó a reír divertida, pues Dorothy había empleado un tono cariñoso y le frotaba el brazo amistosamente.

– Espero que no te moleste que adule a tu marido -prosiguió-. Pero soy la guionista y sin mi no habría programa.

– Bueno, Lee también es guionista -apunté para chincharla un poco-. ¿Y quién podría imaginarse El show de Buddy Rickles sin el mismo Buddy Rickles, eh?

– Ven conmigo, Stina; ¿te llamas así de verdad? -dijo Dorothy al tiempo que me guiñaba un ojo y cogía del brazo a mi mujer-. Quiero presentarte a un joven apuesto del que estoy segura que te enamorarás perdidamente. Piensa en la pensión alimentaria que podrás sacarle a tu marido cuando logres quitártelo de encima. ¡Menudo vejestorio! Míralo, debe de estar a punto de jubilarse.

¡Si supiera cuánta razón tenía! Las miré alejarse con una sonrisa de complacencia, pues era absurdo que un marido presentara a su esposa a los presentes en la sala; era mejor que lo hiciera la anfitriona a su modo histriónico y excéntrico. Stina se divertiría, conocería a gente, y Dorothy se sentiría satisfecha de cumplir con uno de sus deberes oficiales.

Me acerqué a las puertaventanas y miré hacia fuera. Rusty y Buddy -¡qué nombres tan americanos!, pensé- estaban conversando con una pareja mayor. Decidí ir a hablar con ellos y salí al jardín. El césped de la casa de los Jackson se extendía magnífico ante mí. Unos focos laterales iluminaban la imponente fuente central. Oí el agua correr, uno de mis sonidos favoritos, y pensé que armonizaba con el frío aire de la noche. Cuando me acerqué me alivió comprobar que Rusty, en lugar de sentirse irritado por mi intromisión, pareció contento de verme.

– Me alegro de verte, Matthieu -dijo, y me estrechó la mano.

– Hola, Rusty, Buddy -saludé con un leve movimiento de la cabeza. Esperé a que me presentaran a la pareja; ambos parecían muy nerviosos.

– Estábamos hablando de política -dijo Rusty-. Es un tema que te interesa, ¿no?

– Bueno, la verdad es que no mucho. No estoy muy al corriente de lo que ocurre, pues siempre que me involucro en temas de actualidad me veo arrastrado a un torbellino del que nopuedo escapar. -Al ver que nadie replicaba pensé que sería mejor dejar la retórica para Dorothy-. De modo que procuro mantenerme al margen -añadí en voz baja.

– Estábamos hablando de McCarthy -dijo Rusty.

Solté un gemido.

– ¿Realmente hace falta? Ahora no estamos trabajando.

– Hace falta, sí, pues es importante -replicó Buddy, sorprendiéndome, pues hasta entonces siempre había pensado que carecía de opiniones políticas. Incluso me habría sorprendido que supiera el nombre del inquilino de la Casa Blanca de entonces, por no hablar de los senadores del estado o los congresistas-. Si no hacemos nada, será demasiado tarde.

Me encogí de hombros y miré al hombre y la mujer que tenía a mi izquierda, quienes acto seguido hicieron una idéntica y breve reverencia, como si fueran japoneses o yo fuera un rey.

– Julius Rosenberg -dijo el hombre tendiéndome la mano, que estreché con firmeza-. Ésta es mi esposa, Ethel.

La mujer se inclinó e, inesperadamente, me dio un beso en la mejilla. Me gustó desde el primer momento, sobre todo porque al besarme se había sonrojado un poco.

– Hola. Soy Matthieu Zéla, uno de los productores de El show…

– Sabemos quién es -me interrumpió Rosenberg en voz baja.

Su respuesta me desconcertó un poco, y miré a Rusty, que retomó la palabra.

– Os digo una cosa -anunció, volviendo a la conversación anterior-: antes de Navidad, McCarthy tendrá la cabeza de Acheson. Metafóricamente hablando, claro.

Todos reímos, aunque, si de él hubiera dependido, el senador Joseph McCarthy habría eliminado la metáfora.

– Necesita gente que lo respalde. Y ahora la cuestión es: ¿conseguirá el apoyo de Truman?

– Truman apenas puede apoyar a su equipo de fútbol -dijo Buddy.

Yo no estaba de acuerdo. No conocía al presidente Truman personalmente y sólo sabía de él lo que aparecía en la prensa y la televisión, pero me parecía un hombre honesto que jamás dejaría en la estacada a un amigo.

– Mire lo que le pasó a Alger Hiss -dijo Rosenberg después de escuchar mi opinión-. ¿Acaso lo apoyó?

Me encogí de hombros.

– Eso es diferente. Era Acheson quien tenía que apoyar a Hiss, no Truman, y eso es exactamente lo que hizo.

– Y por eso el viejo Joe lo castigará -intervino la señora Rosenberg con una voz más grave que la de su marido o cualquiera de los presentes, a tal punto que por un instante dudé que fuera una mujer. Nos callamos y la miramos mientras ella nos daba su versión del caso Hiss iniciando un monólogo largo y enrevesado que, sospeché, ya había pronunciado en más de una ocasión.

Su versión de los sucesos era más o menos la siguiente: Alger Hiss había trabajado en el Departamento de Estado y había sido condenado por espionaje, una inquietante demostración de hasta dónde era capaz de llegar un país cuando hincaba el diente en uno de sus miedos más profundos. En Washington crecía el sentimiento de que los comunistas trataban de infiltrarse en el centro neurálgico de los negocios, las empresas, los órganos gubernamentales e incluso el mundo del espectáculo -en especial en este último-, y Joe McCarthy se había encomendado la tarea de revelar sus identidades, o de poner la etiqueta de rojo a inocentes.

Aunque no era muy amiga de Hiss, Ethel Rosenberg lo conocía lo suficiente para saber que sus únicos crímenes eran haber mentido en su primer juicio (el perjurio le valió una condena en un segundo juicio), y creer que McCarthy destruiría el país con su cruzada. Ella y su marido eran destacados comunistas, según admitieron esa noche, y sospeché que el odio fanático que sentían hacia el Comité de Actividades Antiamericanas era idéntico al del macarthismo, aunque se llamara de otro modo.

– Fue ese congresista californiano quien delató a Hiss -dijo Rosenberg-. Todo habría salido bien si no hubiese sido por esa rata asquerosa.

– Nixon -puntualizó Rusty, escupiendo el nombre del entonces poco conocido representante.

– Ahora está más vinculado a McCarthy que nadie, y van por Acheson. En cuanto lo tengan no tardaremos en pisar la cárcel.

– ¿Qué relación guarda eso con Acheson? -pregunté inocentemente, demostrando que no estaba al corriente de los tiempos.

Dean Acheson era el secretario de Truman. Había defendido a Hiss tras el arresto de éste, poniendo en peligro su reputación como político e incluso su integridad física. En efecto, declaró a los periodistas que, fuera cual fuese el veredicto, él jamás le daría la espalda; la amistad no era algo que se entregaba con facilidad, y mucho menos se quitaba. Como era de esperar, tanto Nixon como McCarthy sacaron el máximo provecho de esa situación.

– Sigo sin entender qué nos importa a nosotros todo este asunto -comenté-. Estoy seguro de que el senador es una figura pasajera. El día menos pensado todos lo habremos olvidado.

Buddy soltó una carcajada y negó con la cabeza como si yo fuera un perfecto idiota. Entorné los ojos y le dirigí una mirada inquisitiva; no acababa de entender lo que estaba pasando allí. Rusty me cogió del brazo y me hizo entrar en la casa; los otros tres se quedaron en el jardín.

– Mira, Matthieu -dijo en voz baja y controlada tras llevarme a un rincón tranquilo-. Aquí hay personas que no son comunistas pero que no se quedarán de brazos cruzados para que McCarthy destruya su vida profesional como ha hecho con la de tantos otros. ¿Has visto las listas negras, has…?

– En el mundo del cine quizá sea así -protesté-, pero en la televisión es distinto.

– Ya llegará, ya -dijo señalándome con un dedo admonitorio-. Ya lo verás, Matthieu. Y cuando eso ocurra, tendremos ocasión de comprobar quiénes son nuestros verdaderos amigos.

Sus palabras me inquietaron un poco, pues me sentía un simple observador de aquel gran drama. Se trataba, por cierto, de una sensación bastante infrecuente, y me quedé allí, nervioso, mientras Rusty se alejaba.

– ¿Sabes lo que dijo Hugh Butler de Acheson? -preguntó cuando ya estaba a unos pasos de distancia.

Negué con la cabeza.

– Después de que Acheson defendiera a Hiss -continuó-, Butler se puso de pie en el Senado y explotó: «¡Váyase! ¡Váyase! Usted representa todo lo que ha estado mal en Estados Unidos durante años.» Es el mismo cáncer que está extendiéndose a nuestro alrededor, Matthieu. No es el miedo a los comunistas o los rojos o como quieras llamarlos, sino a la antigua y simple retórica. Si gritas una idea con fuerza o contundencia, tarde o temprano vendrán por ti y te ahorcarán.

Me guiñó un ojo y, con un movimiento ampuloso, ayudó a levantarse a Dorothy Jackson de un sillon y la arrastró hasta el centro de la sala, donde sonaban los primeros compases de un vals. Cuando me volví, observé que acercaba su rostro al de la anfitriona y le susurraba algo al oído, y por la expresión de Dorothy me pareció que prestaba mucha atención a sus palabras, como si las sopesase y memorizara para reflexionar sobre ellas más tarde. Sentí un escalofrío y me vino a la memoria el Terror de 1793. Así había empezado entonces.


Durante los dos años siguientes las cosas fueron de mal en peor. El Comité de Actividades Antiamericanas puso en la picota a un sinfín de escritores y actores que se hallaban en la cúspide de su carrera. Cuando se les cuestionó su patriotismo, algunos lo negaron todo y no les pasó nada; otros se declararon inocentes y acabaron en la cárcel, y los hubo que se anticiparon al interrogatorio jactándose de su americanismo. Recuerdo que durante las elecciones presidenciales, al principio de la caza de brujas, abrí el periódico una mañana y me encontré con una foto de Thomas Dewey denunciando el comunismo desde su última tribuna. Estaba flanqueado por Jeanette MacDonald, Gary Cooper y Ginger Rogers, fanática republicana y anticomunista como nadie, aunque procedía de la misma ciudad que Truman, Independence, en Misuri.

Stina hizo progresos en Los Angeles Times y acabó por convertirse en periodista. Al principio cubría los sucesos locales que los reporteros más experimentados no querían, pero con el tiempo le encomendaron asuntos de mayor envergadura y tuvo algún que otro golpe de suerte con sus historias. Al cubrir la huelga de autobuses de tres meses, se centró no tanto en las demandas de los conductores como en las quejas de las pobres gentes cuya vida se veía afectada por la medida de fuerza, y logró unas reseñas muy conmovedoras. Hasta ganó un premio de periodismo por una serie de artículos sobre las pésimas condiciones de las escuelas del centro de Los Ángeles. Por entonces empezó a interesarse en los noticiarios televisivos. Aunque al principio no tuvo mucha suerte, pues se negó a trabajar para la NBC alegando que no la contratarían por méritos propios sino por ser mi mujer, al cabo de un tiempo encontró un trabajo en una cadena local.

El show de Buddy Rickles creció y creció hasta que alcanzó un punto muerto y ya no hubo manera de aumentar el índice de audiencia; había llegado a su tope de popularidad. El programa fue candidato a los premios Golden Globe y todo el equipo asistió a la cena de gala en el hotel Beverly Wilshire con la esperanza de olvidar, al menos por un rato, los espantosos rumores infundados y las interminables historias sobre lo que les estaba ocurriendo a nuestros colegas en Washington, la capital de la nación y supuesta sede de la justicia.

Al final no nos dieron ningún premio, a pesar de las cuatro nominaciones. Una sensación de tristeza se cernía sobre nuestra mesa, pues presentíamos que estábamos en la última temporada del programa y que pronto nos encontraríamos buscando trabajo de nuevo. Sentado a la mesa contigua, Marion Brando acariciaba su globo de oro, que había recibido por La ley del silencio, y Jane Hoover intentaba engatusarlo para que hablara sobre las últimas investigaciones que se estaban llevando a cabo, pero Brando no mordería el anzuelo. Aunque se mostraba educado y amable, desde que Elia Kazan había testificado a principios de año se había negado a hacer comentarios sobre el CCA, y así seguiría. Había oído decir que ese asunto lo había sumido en el desconcierto, pues no podía conciliar el odio que le inspiraba el comportamiento de Kazan con la adoración que sentía hacia el que consideraba su mentor, y me dio lástima que se encontrase en semejante aprieto, dado que Jane no era una mujer a quien se le diese largas fácilmente. Me escabullí al bar, donde encontré a Rusty Wilson empinando el codo para olvidar sus premios perdidos.

– Ésta era nuestra última oportunidad, Mattie -dijo Rusty, y sentí un leve estremecimiento; últimamente me llamaba así, a pesar de que le había pedido que no lo hiciera, pues me traía recuerdos de un pasado muy lejano-. Ya verás como el año que viene no venimos.

– Llámame Matthieu, por favor. Y no seas tan pesimista -murmuré-. Tendrás un nuevo programa, todavía más exitoso. Arrasarás, estate tranquilo.

Mientras hablaba, me di cuenta de que no creía en mis palabras. En los últimos doce meses Rusty había ido incorporando nuevos programas a la emisión y todos habían fracasado. Era vox pópuli que lo despedirían antes de que empezase la nueva temporada.

– Los dos sabemos que eso no es verdad -concluyó con amargura, leyendo mi pensamiento a la perfección-. Estoy acabado.

Suspiré. No quería que la conversación degenerase en un intercambio interminable entre su visión catastrofista y mi optimismo impenitente. Pedí un par de copas, y, apoyado en la barra, observé a los centenares de personas que abarrotaban la pista de baile, convertida en una verdadera arca de Noé de famosos, que se saludaban dando besos al aire y se elogiaban los vestidos y las joyas. Había llovido mucho desde los tiempos del teatro de la ópera.

– ¿Te has enterado de que han llamado a Lee y a Dorothy?

Me volví, aturdido.

– No. -Lo miré con los ojos muy abiertos. En esos tiempos no era necesario decir nada más; la simple frase «Han llamado a Fulano» resumía todo lo que uno necesitaba saber sobre sus perspectivas de trabajo en el futuro.

– Hoy les ha llegado la citación -prosiguió Rusty, antes de apurar el whisky con una mueca de dolor-. Dentro de dos días deberán volar a Washington. Esos dos ya no levantarán cabeza. Será mejor que nos hagamos a la idea de escribir el resto de los capítulos nosotros.

No daba crédito a lo que estaba oyendo.

– No han comentado nada -dije, estirando el cuello para ver a la pareja de guionistas sentados a la mesa-. Se han comportado como si tal cosa.

– Imagino que no querrían preocuparnos, y menos aún esta noche.

– Aun así… esto no pinta nada bien. Ninguno de los dos cederá un milímetro, ya lo verás.

– Ya conoces a Dorothy -dijo, y se encogió de hombros-. Intentarán vincularlos con los Rosenberg.

– Eso es ridículo. -Me eché a reír-. ¿Qué conexión puede haber entre ellos?

– ¿No los recuerdas? -preguntó extrañado.

– ¿A quiénes?

– A los Rosenberg. Todos los conocemos. Tú mismo hablaste con ellos en una ocasión.

Rusty me recordó nuestra conversación con aquel curioso hombrecillo y su mujer en la fiesta de los Jackson, un par de años atrás. Desde entonces se habían convertido en una especie de cause célèbre y su caso, aunque ya había concluido, seguía generando mucha controversia. Los Rosenberg habían sido condenados después de que se los vinculara con Klaus Fuchs, un físico al que descubrieron pasando a los soviéticos secretos sobre el programa nuclear americano. Se los acusó de ser espías comunistas, aduciendo que tenían el cometido de destruir el sistema nuclear americano al tiempo que ayudaban a los rusos a desarrollar uno mucho más poderoso. Obnubilado por el terror hacia los rojos, al tribunal no pareció importarle el hecho de que apenas había podido probarse nada, y los Rosenberg fueron condenados por traición. Poco después fueron ejecutados como enemigos del Estado.

No podía creer que la pareja aparentemente inofensiva que había conocido en la fiesta fueran nada menos que Julius y Ethel Rosenberg, y me asombré de que no hubiera atado cabos antes, aunque en realidad no había intercambiado más de diez palabras con ninguno de los dos.

– ¿Y cuál es la conexión entre los Rosenberg y Dorothy y Lee? -pregunté.

Rusty miró alrededor con inquietud, temeroso de que alguien pudiera oírlo y lo involucrase en el asunto.

– Eran amigos, muy buenos amigos. Los Jackson no son comunistas, aunque sí han coqueteado un poco con la política a lo largo de su vida. Pero no son rojos, en absoluto. Creo que más bien tiran al rosa pálido. Les gusta explorar y descubrir cosas, pero son demasiado inconstantes para meterse en algo hasta el fondo. Los dos tienen un pasado movidito, y si Joe McCarthy empieza a hurgar, están acabados. No le resultará difícil destapar ese pasado. Tiene espías por todas partes. Ya lo verás. Y también a nosotros acabarán llamándonos, es sólo cuestión de tiempo.

Me pregunté si mi ciudadanía francesa me protegería de las pesquisas del Comité de Actividades Antiamericanas. La verdad es que el pasado movidito de los Jackson no era nada comparado con el mío. Aunque nunca me haya implicado mucho en política -pues he visto lo pasajero que es cualquier movimiento en ese sentido-, no podía negar haber contemporizado con otras formas de Estado durante mi larga existencia. No tenía miedo de lo que se nos venía encima, pero me preocupaba que tantas personas perdieran su trabajo e incluso su vida por el fanatismo de un oportunista.

– ¿Vas a acompañarlos? -pregunté-. ¿Irás con los Jackson a Washington? Ya sabes, para brindarles tu apoyo moral.

– ¿Me tomas el pelo? -Soltó un bufido de irritación-, ¿No crees que ya tengo suficientes problemas para que además me tachen de rojo?

– Pero son tus amigos -protesté-. Deberías mostrarles un poco de solidaridad ante el Comité, aunque sea peligroso. Tienes una posición de responsabilidad. Si sales a declarar y dices que son inocentes, entonces…

– Escucha, Matthieu -dijo con frialdad, poniéndome una mano en el brazo y obviando el diminutivo por primera vez en toda la velada-. Nada en el mundo me hará coger un avión y volar a Washington en los tiempos que corren. Y por mucho que insistas, no voy a cambiar de opinion, asi que no pierdas el tiempo.

Me sentía decepcionado; si ésa era la manera en que trataba a sus viejos amigos, a quienes conocía desde hacía tanto tiempo, ¿qué podía esperar yo de su lealtad? En ese momento acabó nuestra amistad.

– No esperes verme mucho estos días -dije mientras me zafaba de su brazo-, porque, si tú no vas a Washington a apoyarlos, yo sí pienso ir. -Y me alejé de él lo más rápido que pude.


Dorothy y Lee ya estaban testificando cuando llegué a la Cámara. La noche anterior habíamos cenado juntos y habíamos hecho enormes esfuerzos para no mencionar el interrogatorio del día siguiente. Nadie habló de Rusty -sospeché que habían tenido una discusión con él antes de abandonar California-, pero su espíritu se cernía sobre nosotros anunciando los problemas que nos esperaban. Stina intentó aligerar la conversación y contó lo duro que era cubrir los premios escolares para su cadena de televisión local, pero estábamos deprimidos y bebimos mucho para disimular los constantes silencios.

La mañana siguiente me quedé dormido -algo muy raro en mí- y no llegué a la Cámara hasta pasadas las once, una hora y media después de que hubiera empezado la sesión. Por fortuna sólo hacía unos minutos que habían llamado a declarar a mis amigos, de modo que no me había perdido mucho. Aun así, me maldije entre dientes, pues estaban de espaldas y no podían ver que había llegado para apoyarlos.

– Es una comedia de televisión -estaba diciendo Lee cuando me senté junto a una mujer gorda que comía caramelos de menta produciendo un molesto ruido-. Nada más que una comedia. No hay doble sentido.

– ¿Afirma ante este comité que no introdujo ningún aspecto de su personalidad ni de sus creencias en los personajes de… El show de Buddy Rickles?

El interrogador era senador por Nebraska, un hombre enjuto y pálido que tenía que consultar un papel para asegurarse de que no se equivocaba con el título del programa. Sentados a una pesada mesa de roble había doce hombres. Las secretarias iban y venían entregándoles notas o informes con datos relevantes. El senador McCarthy, un hombre gordo y abotagado, se hallaba sentado en el centro del grupo y sudaba copiosamente a causa de los focos y las cámaras que lo rodeaban. Apenas era consciente de la presencia de Dorothy y Lee; estaba absorto en un ejemplar del Washington Post y de vez en cuando negaba con la cabeza como si mostrara su desacuerdo con algo que leía en el periódico.

– Es posible que de forma inconsciente, sí -repuso Lee con cautela-. Lo que quiero decir es que cuando uno escribe…

– O sea, que usted admite estar difundiendo sus creencias personales en un programa de televisión que ven millones de personas todas las semanas. ¿Lo admite?

– Yo no lo llamaría creencias -contestó Dorothy-. Estamos hablando de un programa de televisión donde el mayor dilema en que se encuentran los personajes es si cambiarán de coche o si contratarán a una mujer de la limpieza dos días a la semana. Estamos hablando de una comedia, insisto, no del Manifiesto comunista.

Torcí el gesto, y me pareció que Dorothy también hizo una mueca de contrariedad al darse cuenta de que había escogido el peor ejemplo para defender su razonamiento. El senador de Nebraska le lanzó una mirada feroz, sin duda calibrando si debía esperar a que ella se retractara o si había llegado el momento de lanzarse al ataque. Al final decidió atacar.

– Así que admite haber leído el Manifiesto comunista, señora Jackson.

Mientras ella cavilaba una respuesta centellearon los flashes de las cámaras.

– También he leído la Biblia -repuso, midiendo sus palabras-. Y la Constitución de Estados Unidos. ¿Y usted? ¿Lo ha leído?

– Por supuesto.

– Leo mucho -prosiguió Dorothy-. Soy escritora. Me encantan los libros.

– ¿Diría que le encanta el Manifiesto comunista en particular?

– Claro que no, sólo quería decir…

– ¡Señora Jackson! -tronó de repente la voz del senador McCarthy, y todas las miradas se volvieron hacia él. Era sabido que mostraba muy poca paciencia con sus testigos y últimamente, desde que los procesos se retransmitían por televisión, estaba perdiendo el poco prestigio que le quedaba-. Por favor, no haga perder el tiempo a este comité repasando sus sin duda bien provistas estanterías. ¿Es cierto que trataba a Julius y Ethel Rosenberg y que conspiró con ellos a fin de derrocar el gobierno legítimo de Estados Unidos, y que si no fuera por la falta de pruebas, usted y su marido habrían corrido la misma suerte que ese par de traidores?

– En los últimos tiempos no parece que la falta de pruebas constituya un motivo de exculpación, senador -replicó Dorothy con aspereza.

– ¡Señora Jackson! -rugió McCarthy, haciéndome dar un respingo-. ¿Tenía amistad con Julius y Ethel Rosenberg? Conteste. ¿Es verdad que asistieron a su fiesta para hablar del modo en que se podría…?

– ¡No hablamos! -gritó ella para hacerse oír-. Estaban allí, pero no éramos amigos íntimos. Apenas los conocía. Aunque, dicho esto, no hay pruebas concluyentes de que…

– ¿Es usted miembro del Partido Comunista? -contraatacó McCarthy; había llegado el momento en que entraba a matar.

– No -repuso ella con actitud desafiante.

– ¿Ha sido alguna vez miembro del Partido Comunista? -preguntó el senador en el mismo tono.

Esta vez Dorothy titubeó.

– Nunca he sido miembro del Partido Comunista -dijo con cautela.

– Pero ¿admite haber asistido a sus reuniones, haber leído sus libros? Y ha difundido sus terribles ideas para corromper a los jóvenes de Estados Unidos en un mome…

– No fue así -gimió ella, empezando a desmoronarse, pues se había metido en un callejón sin salida y todos los presentes lo sabíamos. Nunca había sido miembro del partido, eso era cierto, pero conocía su organización al dedillo y había leído su manifiesto.

– ¡Sí que ha sido miembro del Partido Comunista! -gritó el senador McCarthy como si ella acabara de admitirlo. Golpeó la mesa y por unos instantes el intercambio de palabras entre ambos fue ininteligible, porque gritaban al mismo tiempo y cada vez más fuerte.

– Nunca he dicho que…

– Actuó de forma cruel y despiadada…

– Es más, cuestiono todo…

– Es indudable su vinculación a…

– No creo que esté obligada a…

– Usted representa todo lo que…

La sesión concluyó de forma caótica. Al final unos guardias se llevaron a los Jackson de la sala por una puerta trasera. El senador de Nebraska llamó al siguiente testigo y la turbulenta sesión prosiguió.


Después de ese día los acontecimientos se precipitaron. Lee y Dorothy pasaron a formar parte de la lista negra y se les prohibió trabajar en el mundo del espectáculo. Tuvimos que contratar a dos guionistas nuevos, pero de todas maneras el programa había perdido fuelle y cuando empezaron a investigar a Buddy Riggles no tuvimos más remedio que retirarlo de la programación.

A los dos meses, Lee y Dorothy se habían separado. Lee empezó a salir con la hija de un magnate de la industria del papel y, tras divorciarse y casarse de nuevo, acabó consagrando su vida a este negocio. Dorothy nunca superó los traumáticos años de la caza de brujas. A tal punto se había acostumbrado a ser el centro de atención, que su exilio forzado de la sociedad le supuso un duro golpe. Stina y yo la veíamos a menudo, pero éramos los únicos amigos que le quedaban. A todos los que seguían trabajando en el cine y la televisión les aterrorizaba relacionarse con quienes figuraban en la lista negra y no se habían marchado a Europa en busca de sistemas de gobierno más tolerantes.

Cuando al fin se suprimió la lista negra, Dorothy estaba alcoholizada y era una sombra de la que había sido. Después de abandonar Estados Unidos perdí el contacto con ella. Siempre que pensaba en mi antigua amiga la imaginaba en un hogar de ancianos, perfectamente maquillada, bebiendo y escribiendo todo el día, y maldiciendo a McCarthy y Rusty Wilson por lo que le habían hecho. Poco después de que El show de Buddy Rickles desapareciera de la programación, Rusty se retiró de la NBC con una buena gratificación y cayó en el olvido.

Stina y yo vivimos en California unos años más, incluso después de que yo dejara la televisión. Viajábamos mucho, pero allí teníamos nuestra casa y éramos felices. Todo cambió al estallar la guerra de Vietnam. Stina volvió a obsesionarse con sus tres hermanos muertos y una vez más se convirtió en una ferviente pacifista. Viajó por todo el país haciendo campaña contra la guerra y finalmente perdió la vida en una manifestación en Berkeley, cuando saltó temerariamente delante de un vehículo del ejército para detenerlo. Su muerte puso fin a dos décadas de dicha. Apesadumbrado, hice las maletas y abandoné California.

Esta vez decidí volver a Inglaterra y disfrutar de una vida ociosa. En los años setenta y ochenta viví en la costa del sur, cerca de Dover, y pasé muchos días felices recorriendo sus calles y reviviendo mi juventud, aunque la ciudad había cambiado mucho en los últimos doscientos años. Por curioso que parezca, me sentía en casa. Fue entonces cuando me enteré de que mi sobrino Tommy, apenas un adolescente, había alcanzado la fama como actor de telenovelas. A principios de los noventa empecé a necesitar un cambio, como suele ocurrirme cada dos o tres décadas, y en 1992 me mudé a Londres sin saber lo que me depararía el futuro. Por el momento alquilaría un pequeño apartamento en un sótano de Piccadilly, pues no quería atarme demasiado a la ciudad, y luego ya vería. Y, sin darme cuenta, un buen día me encontré de nuevo metido en el mundo de la televisión y decidí fundar un canal vía satélite.

Y ésta ha sido mi vida durante los últimos siete años.


Загрузка...