10

Sigo con Dominique

Dominique y yo discutimos sobre si debíamos continuar hasta Londres con el caballo y el carro de Furlong, pero al final fue Tomas quien inclinó el peso de la balanza. Para mi consternación, Dominique quería ir en el carro. Los sucesos de las últimas veinticuatro horas la habían agotado, y la perspectiva de andar otros tres días para llegar a la capital se le hacía insoportable; ese medio de transporte le parecía como caído del cielo. Por mi parte, sostenía que el carro llamaría la atención; si buscaban al joven granjero y reconocían su vehículo, estaríamos metidos en un buen lío. Aunque lógicamente no pensábamos tomar el mismo camino que él habría seguido, siempre cabía la posibilidad de que nos cruzáramos con algún familiar o un conocido. No valía la pena arriesgarse. Al final, como Tomas no dejó de repetir que no quería caminar un paso más, Dominique se alió conmigo -creo que para fastidiarlo- y enviamos el caballo de vuelta por el camino de Bramling. Sin carrero.

Aunque la noche anterior no habíamos pegado ojo, decidimos alejarnos de ese lugar espantoso lo máximo posible y cuanto antes. Habíamos ocultado el cadáver de Furlong en un bosquecillo cerca del establo. Me habría gustado enterrarlo, pero no teníamos nada con que cavar. Dominique propuso esconderlo entre la maleza y quitarle el dinero para simular que había sufrido un asalto por el camino. Afirmó que de ese modo no nos descubrirían y podríamos continuar con el plan inicial de instalarnos en Londres y emprender una nueva vida como si nada hubiera ocurrido. Aunque yo había tenido razones para matar a Furlong -que habría violado a Dominique de no ser por mi intervención-, no me hacía ilusiones de que las autoridades fueran a comprenderlas. Éramos muy jóvenes y la policía nos aterraba; si nos llevaban a juicio, nos separarían. Ya estaba hecho, no podíamos cambiar lo sucedido, de modo que sería mejor pasar página y simular que jamás habíamos visto a ese hombre.

Le quitamos el vómito de la cara y lo volvimos para tenderlo boca abajo; a continuación extrajimos de su bolsillo un pequeño monedero con dinero suficiente para mantenernos un par de días. Dominique dejó caer dos guineas a unos metros del cadáver, como si los ladrones y asesinos, nerviosos, hubieran extraviado parte de su botín. Le rasgamos un poco la ropa y le desgarramos la chaqueta por detrás. Antes de dejarlo, Dominique sugirió el último toque.

– No lo dirás en serio, ¿verdad? -murmuré, azorado por su propuesta.

– No tenemos otro remedio, Matthieu. Piénsalo. Es inverosímil que el ladrón sólo lo apuñalara por la espalda antes de robarle; debemos simular un forcejeo y mucha violencia. Furlong era un hombre fuerte; ha de parecer que intentó defenderse.

De repente alzó el pie derecho y le propinó una patada en las costillas con todas sus fuerzas; esa muestra de violencia me impresionó. El cadáver crujió, y Dominique volvió a la carga, pateándole el rostro.

– ¿Dónde está el cuchillo? -preguntó mirándome, y por un instante pensé que iba a vomitar de nuevo, aunque tenía el estómago vacío y albergaba pocas esperanzas de llenarlo pronto.

– ¿El cuchillo? ¿Para qué lo quieres? Ya está muerto.

Al reparar en el destello de la hoja bajo mi chaqueta, alargó la mano y me lo quitó. Retrocedí mientras Dominique hundía el cuchillo en el cadáver varias veces; después levantó un poco la cabeza del suelo y le rebanó el cuello de oreja a oreja. Al rasgarse, la carne emitió un sonido siniestro y liberó el aire contenido con un silbido antinatural.

– Ya está. -Dio un paso atrás y se pasó la mano por la barbilla con brusquedad-. Mucho mejor así. Ahora larguémonos de aquí. ¡Eh!, que no es para tanto -añadió al advertir mi palidez-. Tenemos que sobrevivir, ¿no? ¿Acaso quieres acabar en la horca? Él se lo buscó, Matthieu. No es culpa nuestra, sino suya.

Asentí en silencio y me encaminé al establo, donde habíamos dejado a Tommy mientras nos ocupábamos del cadáver. Cuando lo sacábamos, Tommy se había despertado un instante, pero estaba tan agotado que Dominique consiguió que conciliara el sueño de nuevo acariciándole la frente con suavidad. Cuando entré en el establo seguía durmiendo plácidamente. Me acosté a su lado, reconfortado por el calor de su cuerpo contra el mío. Me sentía exhausto y tiritaba, y todo cuanto deseaba era dormir. Oí entrar a Dominique y cerrar la puerta a sus espaldas. Removió un poco las brasas, que apenas desprendían calor; era demasiado tarde para avivar el fuego. Cerré los ojos y fingí dormir; hasta ronqué un poco para resultar más convincente. No quería hablar ni discutir sobre lo ocurrido. A decir verdad, sólo quería llorar; aún creía que había actuado correctamente, pero la idea de haber matado a un hombre me atormentaba.

Dominique pasó por mi lado y cogió a Tomas en brazos con suavidad; a continuación lo acostó en el extremo opuesto del establo y le puso un montón de paja bajo la cabeza a modo de almohada. Tomas murmuró algo ininteligible y siguió durmiendo; Dominique volvió sobre sus pasos y se tumbó junto a mí, ocupando el lugar todavía caliente que acababa de dejar Tomas. Su aliento me rozaba la cara y al rato noté que me acariciaba la mejilla con la mano izquierda; mi excitación iba en aumento, cosa extraña, pues por una vez no se me había pasado por la cabeza hacer el amor con Dominique. Avergonzado, oí crujir la tela de mis pantalones mientras ella seguía acariciándome; intenté mantener los ojos cerrados, temiendo que se detuviera al advertir que no sólo estaba despierto sino que, además, disfrutaba. Luché contra el deseo apremiante de mi cuerpo, pero al final sucumbí; abrí los ojos y dejé que me estrechara entre sus brazos. Ella tomó la iniciativa: me desabrochó el pantalón y me guió hasta su interior. Me quedé paralizado unos instantes y a continuación me abandoné a ese movimiento rítmico que ella me había enseñado durante mi primera noche en Inglaterra y que luego, en el año siguiente, había repetido en innumerables ocasiones con prostitutas y chicas de la calle en Dover. Justo antes del clímax sentí un deseo irrefrenable de besarla, pero apartó la cara; no permitió que nuestros labios se unieran ni una sola vez. De pronto, todo acabó, y me dejé caer de espaldas sobre la paja, cubriéndome el rostro con un brazo mientras me preguntaba cuánto tiempo pasaría antes de que volviéramos a hacer el amor (¿quince minutos?, ¿un año?). Se inclinó sobre mi cuerpo y me besó en la entrepierna, antes de secarme con un poco de paja y de abrocharme los pantalones. Entonces dio media vuelta y se durmió sin pronunciar palabra.


A la mañana siguiente, mientras caminábamos, saqué a colación lo sucedido; Tomas iba unos metros por detrás y murmuraba para sí. Estaba creciendo y ya no se lo veía tan delgado; por un momento me sentí henchido de un orgullo que tenía mucho de paternal y, al mismo tiempo, me preocupó saber que un día dejaría de estar bajo mi tutela. Hacía calor y tenía ganas de quitarme la camisa, pero me daba vergüenza quedarme medio desnudo a la luz del sol; temía no parecer el Adonis que imaginaba que por la noche era para Dominique. De modo que me quedé como estaba y enseguida empecé a notar la camisa empapada de sudor. De vez en cuando la observaba con el rabillo del ojo, pero ella mantenía la vista al frente y en ningún momento me miró.

– Furlong no llegó a hacerte daño, ¿verdad? -pregunté con voz suave y paciente mientras me aproximaba a ella.

– No -musitó tras un silencio-. No tuvo tiempo. Sólo me hizo daño cuando se abalanzó sobre mí y me agarró de las muñecas y el cuello. Tengo algunas magulladuras, nada grave. Era más pesado de lo que parecía.

– Ah, bueno, y ¿qué…? -titubeé, confuso-. ¿Qué haremos al respecto? Quiero decir más tarde, cuando lleguemos a Londres.

– ¿Qué haremos respecto a qué?

– Respecto a nosotros.

– ¿Nosotros? -preguntó con expresión inocente, encogiéndose de hombros.

La miré con ceño; quería que fuera ella quien hablase.

– Nada -dijo al fin-. No descubrirán que fuiste tú quien lo mató, es imposible. Tardarán días en encontrar el cadáver, e incluso entonces, ¿quién va a…?

– ¡No! -grité, frustrado-. Me refiero a ti y a mí.

– Ah, a ti y a mí. Quieres decir… -Su voz se fue apagando mientras reflexionaba, y por un instante pareció que había olvidado lo sucedido la noche anterior.

«No puede ser -pensé-. No me lo hagas otra vez, por favor.»-Creo que cuanto más fieles seamos a nuestra historia, mejor nos irá -añadió-. Me refiero a esa de que somos hermanos. Así nos costará menos encontrar un lugar para los tres. ¿No crees?

– Pero no somos hermanos -señalé-. Los hermanos no…

– Pero es como si lo fuéramos.

– ¡Qué va! -exclamé en el colmo de la desesperación-. Si somos como hermanos, ¿a qué vino lo de anoche? ¿Y lo que ocurrió en Dover?

– Pero ¡si de eso hace más de un año!

– No importa, Dominique. Los hermanos no se comportan de esa manera.

– Ay, Matthieu -dijo, y suspiró negando con la cabeza, como si discutiéramos ese asunto por enésima vez, aunque en realidad era la primera-. Tú y yo no debemos estar juntos. Tienes que entenderlo.

– ¿Por qué? Somos felices, nos necesitamos. Y, además, te quiero.

– No seas ridículo -bufó-. Sólo soy la única chica por la que has sentido algo más que deseo sexual. Lo llamas amor, pero no lo es. Es apego, familiaridad.

– ¿Cómo lo sabes? Para mí lo que hicimos anoche significó mucho más que…

– Matthieu, no quiero hablar de eso, ¿de acuerdo? Pasó lo que pasó, pero te aseguro que no volverá a ocurrir. Debes aceptar que no te vea de ese modo. No es lo que quiero de ti. Tal vez tú sí, y lo lamento, pero no se repetirá. Jamás, te lo aseguro.

Me adelanté unos pasos y permanecí callado, intentando herirla con mi silencio. Estaba harto de vivir pendiente de ella, de pensar que mi felicidad dependía de que siguiéramos juntos. Durante unos instantes la odié con todas mis fuerzas y maldije el día fatídico en que la había conocido; si Tomas y yo no nos hubiéramos cambiado de sitio en el barco de Calais a Dover, si no hubiésemos entablado conversación con ella, no habría vivido esclavizado por mis emociones durante más de un año. Si no podía quererme, prefería que no existiese, y me indignaba que continuara viviendo como si tal cosa. Sin embargo, era incapaz de imaginar un futuro sin su compañía. Apenas tenía recuerdos de mi vida antes de conocerla.

– Hay cosas de mí que ignoras -dijo al cabo de un rato, tras darme alcance y cogerme del brazo; sentí la caricia de su cálido aliento en el hombro-. No olvides que antes de conocernos viví diecinueve años en París; tú llevabas allí casi el mismo tiempo. Seguro que también tuviste muchas experiencias que no me has contado.

– Te lo he contado todo -protesté.

Dominique se echó a reír.

– Mientes -aseguró-. Apenas sé nada de tus padres. Me dijiste cómo murieron, nada más. Pero nunca me has hablado de lo que sentías por ellos, de qué significó para ti ser huérfano, tener que ocuparte de Tomas. Te amoldas a todos mis planes, pero jamás revelas lo que esperas de la vida. Todo te lo guardas dentro; en eso eres igual que yo. Nunca me cuentas nada de ti, y en eso también nos parecemos. Lo que sientes por mí es sólo atracción física, y no puedo corresponderte. El hecho es que yo también tuve una vida antes de conocerte. Dijiste que tenías razones para dejar París; pues yo también, y no puedes pretender que me enamore de ti cuando ni siquiera sabes qué motivos tenía.

– ¡Pues explícamelos! Cuéntame por qué te marchaste, dime de qué huyes y quizá te revele algunos de mis secretos.

– En París no tenía nada, ni familia ni porvenir, por eso me fui. Quería empezar de nuevo. Matthieu, créeme, te quiero a mi manera, como una hermana, y ese sentimiento no cambiará. Al menos en un futuro próximo.

Me aparté de ella y, tras dirigirle una mirada de desdén, retrocedí para comprobar cómo estaba Tomas. En ese momento me parecía que no tenía más familia que él; era mi único amigo.


Al aludir a mi vida en París, Dominique tenía razón en un punto: yo nunca había dado detalles sobre mi pasado. En buena medida se debía a un esfuerzo deliberado por mi parte: en cuanto Tomas y yo subimos al barco de Calais corrí un tupido velo sobre mi existencia anterior; siempre que pensaba en mi relación con Dominique era mirando al futuro, a la vida que algún día compartiríamos. Por eso, pese a nuestra intimidad, ninguno de los dos había revelado gran cosa de su pasado, y ya era hora de que empezásemos a hacerlo.

De mi padre, Jean, sólo conservaba vagos recuerdos, al fin y al cabo le habían cortado la garganta cuando yo tenía cuatro años. Lo imaginaba como un hombre alto y de barba canosa, pero, cuando mencioné ese dato a mi madre, negó con la cabeza y afirmó que, por lo que ella recordaba, mi padre no tenía un pelo en la cara; quizá lo confundiera con otra persona, alguien que hubiese pasado por casa y cuya imagen se me hubiera quedado grabada. Me sentí defraudado y triste: tenía pocos recuerdos, y encima eran falsos. Aun así sé que se trataba de un hombre respetado y querido, pues durante mis primeros quince años en París conocí a mucha gente que lo había tratado y lamentaba su pérdida.

Mi madre, Marie, conoció a su segundo marido en el mismo teatro donde el primero había trabajado durante años. Iba allí todos los meses para visitar al dramaturgo que había empleado a mi padre como copista y que tras su muerte había concedido a mi madre una generosa pensión. Se presentaba en su despacho del teatro con el pretexto de tomar el té con él y juntos pasaban cerca de una hora conversando amigablemente. Al despedirse, el hombre deslizaba en el bolsillo de mi madre un saquito con el dinero que sufragaría nuestra existencia durante los próximos treinta días; no sé cómo habríamos sobrevivido sin esa suma, pues aun así pasábamos muchas estrecheces. Fue en una de esas ocasiones, mientras dejábamos el teatro, cuando mi madre tuvo la desgracia de cruzarse con Philippe DuMarqué. Acababa de salir a la calle y se disponía a regresar a casa cuando un niño pasó corriendo por su lado y le arrebató el bolso. La pobre soltó un grito, perdió el equilibrio y cayó al suelo mientras el ladronzuelo se escabullía por una calleja con todo lo que mi madre tenía, aparte de la pensión mensual. Philippe logró detener al niño -un carterista como en el que me convertiría yo mismo unos años después, en Dover- y más tarde corrió el rumor de que como castigo le había roto el brazo; una pena demasiado severa para un delito tan insignificante, la verdad. Philippe le devolvió el bolso a mi madre, que estaba muy afectada por el incidente, y se ofreció a acompañarla a casa. Ignoro qué sucedió después; sólo sé que desde ese día Philippe se convirtió en un visitante asiduo a nuestra casa y que se presentaba a cualquier hora, tanto durante el día como durante la noche.

Al principio tenía muy buenos modales y se mostraba encantador; jugaba conmigo a la pelota o me enseñaba algún truco de cartas. Era un hábil mimo y parodiaba tan bien a nuestros vecinos que lograba que llorara de risa. En esas ocasiones nuestra relación era muy cordial, pero Philippe podía cambiar de humor en cuestión de segundos. Las mañanas en que lo encontraba sentado a la mesa de la cocina con una resaca de caballo, procuraba mantenerme fuera de su vista. Apuesto, con veinte años cumplidos, su rostro parecía cincelado en granito; tenía los pómulos pronunciados y las cejas más perfectas que he visto en mi vida en un hombre: dos hermosos arcos negro azabache sobre unos maravillosos ojos azul zafiro. La melena le llegaba hasta los hombros y a menudo se la recogía en una coleta, según la moda de la época. Su belleza ha ido pasando de generación en generación, sus genes han reproducido ese aspecto extraordinario en todos los descendientes. A pesar de las variaciones y alteraciones introducidas por el lado femenino, todos, incluido el Tommy actual, han heredado la apostura de Philippe, así como la habilidad de mirarme de un modo que me produce escalofríos y me trae desagradables recuerdos de un par de siglos atrás. De todos los DuMarqué, Philippe, el progenitor, es el que recuerdo con menos simpatía, el único de cuya muerte me alegré.

No asistí a la boda de mi madre con DuMarqué. De hecho, ni siquiera supe que se habían casado hasta que vi que mi nuevo padrastro se instalaba en nuestra casa con sus pertenencias y se quedaba a dormir todas las noches. Mi madre me pidió que lo tratara con respeto, como si fuera mi padre biológico, y que no lo molestase con chiquilladas, pues estaba sometido a mucha presión en su trabajo. No sé si era un gran actor -nunca lo vi participar en ninguna representación importante-, pero dudo que tuviera el menor talento, pues siempre le daban papeles insignificantes y a veces incluso hacía de suplente. Saltaba a la vista que se sentía muy frustrado, y pronto se volvió un ser malhumorado e irascible. El ambiente de tensión que creaba a su alrededor me aterrorizaba. Para mi gran alivio, a menudo se marchaba durante días.

Poco después de la boda nació Tomas; felizmente, Philippe aparecía muy poco por casa, y cuando se presentaba sólo quería comer o dormir. Mi hermano era muy llorón. Estábamos desesperados, porque cuando tenía hambre berreaba sin parar y luego se negaba a comer lo que le preparábamos. Su padre no le hacía ningún caso, tampoco a mí. Cada vez estaba más obsesionado por triunfar en el escenario y cada vez más lejos de lograrlo: al parecer, los papeles que codiciaba siempre iban a parar a actores que despreciaba. Un día anunció su decisión de convertirse en autor.

– ¿En autor? -repitió mi madre, mirándolo fijamente; dudo que lo recordara con un libro entre las manos, por lo que no podía creer que fuese capaz de escribir una sola línea-. ¿Qué clase de autor?

– Podría escribir una obra de teatro -repuso él, entusiasmado-. Piénsalo. ¿En cuántas obras he actuado desde que era niño? Sé todo lo que hay que saber sobre cómo se preparan, lo que funciona y lo que no funciona en el teatro, cómo conseguir que un diálogo suene bien y no quede forzado. ¿Tienes idea del dinero que ganan los dramaturgos? Marie, los teatros se llenan todas las noches.

Aunque no quedó muy convencida, mi madre hizo lo posible por animarlo. A partir de entonces, DuMarqué se sentaba todas las noches a nuestra mesa con una pluma de ganso en la mano y garabateaba cuartillas durante horas; de vez en cuando miraba al techo en busca de inspiración y acto seguido reanudaba su febril labor. Yo lo observaba embobado, en espera del momento en que le venía una idea a la cabeza y se apresuraba a trasladarla al papel. Por fin, un mes más tarde, anunció que había acabado. Escribió pomposamente «Fin» al pie de la página, lo subrayó y estampó su firma con una rúbrica; a continuación se puso de pie sonriendo, cogió a mi madre en volandas y empezó a dar vueltas por la cocina hasta que ella gritó que si no la dejaba en el suelo vomitaría. Philippe nos pidió que tomáramos asiento pues quería leernos su obra, y así lo hizo. Permanecimos unas dos horas sentados en silencio mientras él iba de un lado a otro leyendo con diferentes voces y añadiendo las acotaciones sobre la marcha. No paraba de gesticular y su rostro expresaba sucesivamente orgullo, ira o hilaridad, según la escena. Actuaba como si le fuera la vida en todas y cada una de las palabras escritas en aquellas cuartillas.

Soy incapaz de recordar el título de su obra, aunque no he olvidado la trama. Un rico aristócrata afincado en París a mediados del siglo XVII; su mujer enloquece y se suicida; el noble vuelve a casarse pero descubre que su nueva esposa lo engaña con un terrateniente, de modo que la tortura hasta que también se vuelve loca y se suicida; entonces él se da cuenta de lo perdidamente enamorado que estaba de ella, enloquece y se suicida a su vez. Fin de la historia. Todo el rato era lo mismo: gente que enloquecía y se suicidaba. Al final, con el escenario cubierto de cadáveres, aparecía por la izquierda un personaje que no había salido antes y recitaba un soneto que resumía el desenlace. Aunque el texto era espantoso, aplaudimos por educación, y mi madre enumeró todas las cosas que compraría cuando fuéramos ricos, aunque tanto ella como yo sabíamos que las posibilidades de enriquecernos con la obra maestra de Philippe eran más bien escasas.

Al día siguiente, mi padrastro llevó las cuartillas al teatro y se las enseñó al empresario. Éste leyó con detenimiento y al acabar aconsejó al actor que siguiera con las suplencias y dejase la escritura a los profesionales. Philippe salió del despacho dando un portazo, no sin antes derribar al empresario de un puñetazo que le rompió la nariz. Durante la semana siguiente se paseó con la obra bajo el brazo por varios teatros. Al final hubo de aceptar que nadie estaba dispuesto a representar su obra ni, dada su reacción después de cada rechazo, a proporcionarle trabajo nunca más. En poco menos de una semana, había perdido no sólo toda ambición de convertirse en escritor sino también cualquier posibilidad de pisar un escenario de nuevo. No creo que haya habido otro dramaturgo al que no permitieran volver a actuar por ser tan malo.

Tras esa decepción se dio a la bebida y apenas salía de casa. Mi madre seguía lavando ropa y recibiendo la pensión, pero su marido se bebía casi todo el dinero que entraba en casa. A medida que pasaban los meses se volvió más y más violento, hasta que una tarde le propinó a mi madre tal paliza que ella se desplomó en el suelo y no volvió a levantarse. Cuando se hizo evidente que estaba muerta, Philippe se preparó un poco de pan con queso y se sentó a la mesa de la cocina, como si hubiera olvidado que el cadáver de su mujer yacía a unos pasos de él. Corrí en busca de ayuda. Sollozaba y estaba tan histérico que durante un rato no conseguí que nadie me entendiera. Al final logré arrastrar a un gendarme a casa. En contra de lo que me esperaba, DuMarqué no había huido, sino que seguía sentado exactamente en la misma posición en que lo había dejado, con la mirada fija en la mesa, como muerto de aburrimiento. El gendarme dio la voz de alarma y detuvieron a Philippe. Tras el juicio, en que apenas mostró remordimientos, fue ajusticiado. Acto seguido, Tomas y yo nos marchamos a Inglaterra.

Aparte de ésa había otras historias de la misma época que nunca había referido a mi amiga. Todas eran igual de deprimentes, y recordarlas me entristecía. No quería que Dominique pensara que le ocultaba mi pasado por algún motivo inconfesable; en realidad, jamás hablaba de mi infancia si podía evitarlo. No obstante, ese día, mientras caminábamos, le conté aquella historia, que escuchó en silencio. En cuanto terminé, no hizo ningún comentario ni me explicó nada de su vida. Al final no pude evitar preguntarle si había vivido algo parecido. Fue como si oyera llover. Señaló una posada que se recortaba en el horizonte, a media hora de donde nos encontrábamos, y sugirió que nos detuviéramos allí a pernoctar y cenar algo barato. Anduvimos callados el resto del camino mientras mi mente iba del recuerdo de mis padres a los secretos que Dominique guardaba en su corazón.


El día anterior apenas habíamos probado bocado, de modo que decidimos permitirnos una comida decente que nos animara y nos diera fuerzas para las próximas veinticuatro horas. La posada se erigía discretamente en un recodo del camino y no era del todo desagradable. Enseguida nos llegó el bullicio de la música y las risas de la gente que comía y bebía. Tuvimos suerte de encontrar sitio en una mesa junto al fuego. Me senté frente a Dominique y al lado de Tomas, delante del cual se hallaba un hombre de mediana edad acompañado de su mujer. Ambos iban bien vestidos y en sus platos se amontonaba tanta comida que parecían torres a punto de derrumbarse sobre el mantel. Hacían ruido al masticar, y cuando nos sentamos a la mesa sólo se detuvieron un instante para dirigirnos una mirada suspicaz. Comimos en silencio, contentos de llenar el estómago al fin. Me sentía orgulloso de Tomas, pues, aunque había protestado mucho por la larga caminata, nunca se quejaba de hambre.

– Quizá no deberíamos ir tan lejos -comentó Dominique al fin, rompiendo el largo silencio-. Hay otros lugares aparte de Londres. Podríamos quedarnos en un pueblo pequeño o…

– Depende de lo que andemos buscando -la interrumpí-. Nos convendría encontrar trabajo en una gran casa, como criados o algo parecido.

– Con Tomas será imposible. Nadie nos contratará si nos ven llegar con un niño de seis años.

Tomas la miró con recelo, como si temiera que estuviese pensando en el modo de librarse de él.

– Sólo digo -añadió Dominique- que sería más fácil encontrar trabajo en un pueblo o una ciudad grande.

– Yo de vosotros no pondría los pies en Londres -intervino sin que viniese a cuento el hombre sentado frente a Tomas-. Londres es un lugar muy duro para vivir. Durísimo, os lo aseguro.

Le dirigimos una mirada de incomprensión.

– Podemos continuar por el mismo camino -proseguí al cabo de un momento, pero bajando la voz para mantener la privacidad-, y si llegamos a un lugar que nos guste, nos quedamos. No tenemos por qué decidirlo ahora.

El hombre eructó ruidosamente y acto seguido soltó una sonora ventosidad. El suspiro que dejó escapar a continuación testificó el gran placer que le habían proporcionado ambas acciones.

– Amberton -lo amonestó su mujer, dándole unos golpecitos en la mano como de pasada, un gesto que tenía más de instintivo que de ofendido-, ¿qué modales son ésos?

– Es algo natural, hijo -dijo Amberton volviéndose hacia mí-. Espero que no te moleste un poco de ruido intestinal.

Lo miré, dudando si la pregunta era retórica. Era un hombre de unos cuarenta y cinco años, bastante obeso; llevaba el pelo cortado al rape y una barba de cuatro días que centelleaba entre sus feas facciones como si de mugre se tratara. Al abrir la boca mostraba sus amarillentos dientes sin recato alguno. Mientras me miraba, se limpió la nariz con el dorso de la mano y a continuación se quedó observándolo. Acto seguido me sonrió y me tendió la misma mano para que se la estrechara.

– Joseph Amberton -se presentó en tono jovial, y al sonreír ofreció una amplia visión de sus sucios dientes en una boca repugnante-, para servirte. Dime, hijo, no has contestado a mi pregunta: ¿verdad que no te importa oír un poco de ruido intestinal?

– No, señor, en absoluto -respondí, temeroso de las represalias si no le gustaba mi respuesta; la mera idea de que esa mole de grasa se arrojase sobre mí me hacía temblar. Era una especie de híbrido entre hombre y ballena; desollado daría un buen aceite-. Me parece perfecto.

– En cuanto a ti, señorita -añadió dirigiéndose a Dominique-, no te conviene ir a Londres, hazme caso. En esa ciudad ocurren cosas terribles. ¡Si lo sabré yo!

– Debo darle la razón a mi Joseph. -La mujer nos miró. Era igual de corpulenta que su marido, pero tenía las mejillas sonrosadas y una sonrisa agradable-. Pasamos muchos años en Londres. Allí fuimos novios, allí nos casamos, allí vivimos y trabajamos durante bastante tiempo, y fue allí donde sufrió el accidente, ¿sabéis? Por eso nos marchamos.

– ¡Ya lo creo! -exclamó Amberton antes de hincarle el diente a una costilla de cordero-. Ésa fue la gota que colmó el vaso, vaya si lo fue. Gracias a Dios, mi mujer estuvo a mi lado a pesar de los pesares y no se largó con otro, algo que podría haber hecho perfectamente, pues, como podéis ver, sigue siendo una mujer muy atractiva.

Me dije que, fuera cual fuese la lesión que había sufrido su marido, era improbable que aquella mujer encontrase a un hombre de un volumen parecido capaz de complacerla o satisfacerla. Aun así sonreí en señal de aquiescencia y me encogí de hombros mirando de reojo a Dominique.

– Podríamos…

– ¿Conocéis Cageley? -me interrumpió la señora Amberton, y al ver que yo negaba con la cabeza, añadió-: Nosotros vivimos allí. Es un pueblo con bastante actividad y hay trabajo de sobra. Si queréis podemos llevaros; esta misma tarde partimos para allí. Será un placer, ¿a que sí, Joseph? Nos encanta la compañía.

– ¿A qué distancia está? -preguntó Dominique, que después de nuestra experiencia del día anterior recelaba de cualquier ofrecimiento generoso.

En cuanto a mí, lo último que quería era mancharme las manos de sangre otra vez. La señora Amberton respondió que en su carro tardaríamos una hora y que llegaríamos al atardecer. Finalmente aceptamos acompañarlos, aunque un poco nerviosos.

– Al menos avanzaremos unos kilómetros -me susurró Dominique al oído-. Y si no nos gusta, nos marchamos y ya está.

Asentí con la cabeza. Una vez más, acataba órdenes.

Mientras avanzábamos por el camino lleno de baches, oscureció. En contra de la costumbre de la época, la señora Amberton conducía el carro e insistió en que Dominique se sentara delante con ella, mientras que su marido, Tomas y yo nos acomodamos detrás. Como siempre, mi hermano se valió de las prerrogativas de su corta edad para quedarse dormido de inmediato. Por mi parte, permanecí despierto y dando conversación al flatulento señor Amberton, que cada dos por tres se echaba al coleto un trago de whisky con visible fruición y luego soltaba toses, carraspeos y escupitajos.

– ¿A qué se dedica usted? -pregunté para que la conversación no languideciera.

– Soy maestro de escuela. Doy clase a cuarenta mocosos del pueblo. Mi mujer es cocinera.

– ¿Y tienen hijos?

– Oh, no. -Amberton se echó a reír, como si la sola idea fuera un disparate-. Es por culpa del accidente que sufrí en Londres. El caso es que no se me empina, ¿entiendes? -susurró con una sonrisa. Me quedé pasmado ante su falta de pudor-. Trabajaba en la construcción de unas casas en la ciudad y se me cayó encima una viga enorme. Al parecer me dejó fuera de servicio de forma permanente. Quizá vuelva a ser el que era algún día, pero después de tanto tiempo lo dudo. No me importa mucho, la verdad. A la señora Amberton no parece molestarla. Hay otras maneras de satisfacer a una mujer, ¿sabes? Algún día lo aprenderás, chico.

– Ajá -murmuré, y cerré los ojos; no quería conocer ningún detalle más sobre la vida privada de los Amberton.

– A menos que tú y… -Señaló con la cabeza a Dominique, puso los ojos en blanco con lascivia, sacó la lengua y la agitó de forma repulsiva-. Vosotros dos…

– Es mi hermana -lo interrumpí.

– Ah. Te pido disculpas, hijo. -Soltó otra carcajada-. Siempre digo que no hay que meterse con la madre, la hermana ni el caballo de un hombre.

Asentí en silencio y poco después me quedé dormido. Me desperté cuando entrábamos en Cageley.


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