IV EL LIBRO DEL LABERINTO

1

Los barcos partieron del puerto de Numinor. Eran siete navíos de anchas velas y altas y espléndidas proas, al mando del yort Asenhart, almirante supremo de la Dama, que llevaban como pasajeros a lord Valentine, la Corona, el primer ministro Autifon Deliamber el vroon, los edecanes Carabella de Til-omon y Sleet de Narabal, la asistenta militar Lisamon Hultin, los ministros especiales Zalzan Kavol el skandar y Shanamir de Falkynkip, y otros. El destino de la flota era Stoien, en el extremo de la península Stoienzar, al otro lado del Mar Interior. Los barcos llevaban ya varias semanas de navegación, corriendo viento en popa a favor de los céfiros que soplaban en esas aguas al finalizar la primavera. Pero aún no había señales de tierra firme, ni las habría durante muchos días.

El largo viaje fue confortador para Valentine. No temía las tareas que le aguardaban, pero tampoco estaba impaciente por iniciarlas. Necesitaba tiempo para poner en orden la mente que acababa de recuperar, para descubrir quién había sido y adónde había esperado llegar. ¿Qué mejor sitio que el gran regazo del océano, donde nada cambiaba día tras día excepto la forma de las nubes, y donde el tiempo parecía no pasar? De ese modo, Valentine permanecía varias horas seguidas en la barandilla de su buque insignia, la Lady Thiin, lejos de sus amigos, platicando con él mismo.

Le gustaba la persona que él había sido: más fuerte y con un carácter más enérgico que Valentine el malabarista, pero sin la fealdad de alma que a veces se encuentra en personas poderosas. Valentine pensó que su anterior personalidad era razonable, juiciosa, calmada y moderada, un hombre de serio proceder aunque no desprovisto de rasgos juguetones, un hombre que entendía la naturaleza de la responsabilidad y la obligación. Tenía buena educación, tal como podía suponerse de una persona cuya vida había estado totalmente dedicada a recibir instrucción para desempeñar un alto cargo, con amplios conocimientos en historia, leyes, gobierno y economía y no tan amplios en literatura y filosofía, y sólo nociones superficiales, por lo que deducía Valentine, en matemáticas y ciencias naturales, disciplinas muy eclipsadas en Majipur.

El obsequio de su personalidad anterior fue como el hallazgo de un tesoro. Valentine aún no estaba completamente unido a su otra personalidad, y solía pensar en «él» y «yo», o en «nosotros», en vez de considerarse como una sola entidad; pero esta escisión iba siendo menos obvia con el paso de los días. Era tal el daño sufrido por la mente de la Corona en el destronamiento de Til-omon que una resquebrajadura señalaba la discontinuidad entre lord Valentine la Corona y Valentine el malabarista, y quizás siempre habría una cicatriz a lo largo de esa fisura, pese a la mediación de la Dama. Pero Valentine podía cruzar a voluntad la zona de discontinuidad, podía desplazarse a cualquier punto de su anterior línea temporal, llegar a la infancia, a la juventud o al breve período de gobierno; y en cualquier punto de esa línea había más riqueza de conocimientos, experiencia y madurez que la que había esperado obtener en sus días de simple vagabundo. Poco importaba que en esos momentos tuviera que consultar sus recuerdos como se consulta una enciclopedia o se entra en una biblioteca; él estaba convencido de que a su debido tiempo se produciría una fusión más completa de sus dos personalidades.

En la novena semana de viaje, una fina línea verde de tierra apareció en el horizonte.

—Stoienzar —dijo el almirante Asenhart—. ¿Ve aquel punto, a un lado, la zona más oscura? El puerto de Stoien.

Valentine examinó la costa del cercano continente mediante su doble visión. Como Valentine apenas sabía nada de Alhanroel, sólo que se trataba del mayor continente de Majipur y el primero que fue colonizado por los humanos, un lugar de enorme población y tremendas maravillas naturales, y sede del gobierno planetario, hogar de la Corona y del Pontífice. Pero en la memoria de lord Valentine había muchos datos más. Para él Alhanroel significaba Monte del Castillo, casi un mundo por sí mismo, en cuyas vastas laderas una persona podía pasar la vida recorriendo las Cincuenta Ciudades y no agotar sus maravillas. Alhanroel era el Castillo de lord Malibor que coronaba el Monte; así lo había llamado Valentine durante toda su adolescencia, y el hábito había perdurado hasta su propia toma de posesión. Valentine vio el Castillo en el centro de su mente, abarcando la cima del Monte como una criatura cuyas numerosas extremidades se extendían sobre riscos, picos y prados alpinos y descendían hacia los grandes valles y pliegues terminales. Una estructura con tantos miles de salas que era imposible contarlas, un edificio que parecía tener vida propia, que añadía anexos y dependencias en su lejano perímetro mediante el simple ejercicio de su autoridad. Y Alhanroel era así mismo el lugar de la gran corcova de tierra amontonada sobre el Laberinto del Pontífice, y del mismo Laberinto, el duplicado inverso de la Isla de la Dama: mientras que la Dama habitaba en el Templo Interior, en una altura soleada y ventosa rodeada por anillos de terrazas, el Pontífice se amadrigaba como un topo en las profundidades del terreno, en el punto más bajo de su reino, rodeado por las espirales del Laberinto. Valentine sólo había estado allí una vez, cumpliendo una misión encomendada por lord Voriax hacía muchos años, pero el recuerdo de las tortuosas cavernas aún brillaba vagamente en su interior. Alhanroel, además, era el continente de los Seis Ríos que se vertían por las laderas del Monte del Castillo, las plantas animadas de la Península Stoienzar que Valentine pronto vería de nuevo, las viviendas arbóreas de Treymone y las ruinas de la llanura de Velalisier, que según se afirmaba eran más antiguas que la llegada de la humanidad a Majipur. Mientras miraba la tenue línea, que iba aumentando de tamaño pero apenas era perceptible todavía, Valentine imaginó que la vastedad de Alhanroel se desplegaba ante él igual que un titánico pergamino, y la tranquilidad que había gobernado su estructura mental durante el viaje se fundió al instante. Sentía ansias de estar en la costa, para comenzar la marcha hacia el Laberinto.

—¿Cuándo llegaremos a tierra? —preguntó a Asenhart.

—Mañana por la tarde, mi señor.

—En ese caso, esta noche tendremos fiesta y juegos. Se servirá el mejor vino, para todos por igual. Y después habrá una actuación en cubierta, una pequeña diversión.

Asenhart le miró gravemente. El almirante era un aristócrata entre los yorts, más delgado que la mayoría de sus hermanos de raza, aunque con la piel áspera y guijosa que constituía un rasgo característico, y poseía una curiosa sobriedad de carácter que a Valentine le resultaba ligeramente desconcertante. La Dama tenía en gran estima al almirante.

—¿Una actuación, mi señor?

—Malabarismo —dijo Valentine—. Mis amigos sienten la nostálgica necesidad de volver a practicar su arte, y ahora es el mejor momento para celebrar la feliz conclusión de nuestro largo viaje.

—Naturalmente —dijo Asenhart mientras hacía una formal inclinación de cabeza. Pero era obvio que el almirante desaprobaba esas ocurrencias a bordo de la capitana.

Zalzan Kavol lo había sugerido. El skandar se encontraba claramente intranquilo a bordo del barco. A menudo se le veía moviendo los cuatro brazos rítmicamente como si estuviera actuando, aunque no había objetos en sus manos. Más que ningún otro, Zalzan Kavol había tenido que adaptarse a las circunstancias en el laborioso viaje por la faz de Majipur. Hacía un año, Zalzan Kavol había sido príncipe en su profesión, maestro de maestros en el arte del malabarismo, y había ido de ciudad en ciudad, esplendorosamente, en su maravilloso vagón. Ahora no le quedaba nada de eso. El vagón estaba convertido en cenizas en algún lugar de los bosques de Piurifayne, dos de sus cinco hermanos habían muerto en el mismo sitio, y un tercero en el fondo del mar. Zalzan Kavol ya no gruñía órdenes a sus empleados y no les exigía que obedecieran al instante. Y en lugar de actuar noche tras noche ante espectadores sobrecogidos de admiración que llenaban de coronas su bolsa, erraba de lugar en lugar siguiendo a Valentine, como un mero accesorio. Energías e impulsos no utilizados iban acumulándose en el organismo del skandar. Su rostro y su conducta lo reflejaban, porque en los viejos tiempos sus modales habían sido groseros y él se desahogaba libremente, pero ahora parecía reprimido, casi dócil, y Valentine sabía que ello era un síntoma de grave inquietud interna. Los agentes de la Dama habían encontrado a Zalzan Kavol en la misma Terraza de Evaluación, en el borde externo de la Isla, cumpliendo sus triviales tareas de peregrino como un sonámbulo, arrastrando los pies, como si se hubiera resignado a pasar el resto de su vida arrancando malas hierbas y resanando muros.

—¿Podrás hacer el número con antorchas y cuchillos? —le preguntó Valentine.

Zalzan Kavol se iluminó al instante.

—Desde luego. ¿Y ve esos palos? —el skandar señaló varias mazas de madera, de más de un metro de longitud, amontonadas cerca del mástil—. Ayer por la noche Erfon y yo practicamos con esos palos, cuando todo el mundo dormía. Si el almirante no pone reparos, los usaremos esta noche.

—¿Esos palos? ¿Cómo vas a actuar con una cosa tan larga?

—Obtenga el permiso del almirante, mi señor, y esta noche se lo demostraré.

La compañía ensayó toda la tarde en un compartimiento vacío de la bodega. Era la primera vez que lo hacían desde la estancia en Ilirivoyne, y les parecía que había pasado media vida. Pero con la improvisada variedad de objetos que los skandars habían reunido rápidamente, no tardaron en adaptarse al ritmo del ejercicio.

Valentine, atento a sus compañeros, sintió un cálido ardor al verlos: Sleet y Carabella se pasaban furiosamente las mazas, Zalzan Kavol, Rovorn y Erfon ideaban nuevas y complejas formas de intercambio en sustitución de las que se desbarataron con la muerte de sus tres hermanos. Durante unos instantes Valentine revivió los inocentes viejos tiempos en Falkynkip y Dulorn, cuando nada tenía importancia excepto obtener un contrato en una fiesta o en un circo, y cuando el único desafío que proponía la vida era mantener coordinadas manos y vista. Era imposible volver a esos días. Arrastrados ya a la extrema intriga, a lo que hacían y deshacían los Poderes, ninguno volvería a ser como antes. Eran cinco personas que habían comido en la mesa de la Dama, y que habían compartido el alojamiento de la Corona, que navegaban hacia una cita con el Pontífice: ya formaban parte de la historia, aunque la campaña de Valentine terminara en nada. Y sin embargo, allí estaban los cinco, practicando de nuevo como si el malabarismo fuera lo único importante en la vida.

Costó muchos días reunir a los suyos en el Templo Interior. Valentine había imaginado que la Dama o sus jerarcas sólo tenían que cerrar los ojos para llegar a cualquier mente de Majipur. Pero no era tan sencillo; la comunicación era imprecisa y limitada. En primer lugar localizaron a los skandars, en la terraza más externa. Shanamir había llegado al Segundo Risco y con su juvenil sencillez avanzaba rápidamente. Sleet, que ni era joven ni sencillo, había zigzagueado hasta llegar igualmente al Segundo Risco, del mismo modo que Vinorkis. Carabella apareció inmediatamente detrás de los dos últimos, en la Terraza de los Espejos, pero al principio la buscaron por error en otro lugar. Encontrar a Khun y a Lisamon no fue excesivamente difícil, puesto que ambos tenían una presencia muy distinta al resto de peregrinos. En cambio, los tres ex tripulantes de Gorzval, Pandelon, Cordeine y Thesme, se esfumaron entre la población de la isla igual que si fueran invisibles, y Valentine ya había decidido abandonarlos allí cuando se presentaron en el último momento. La localización más ardua fue la de Autifon Deliamber. En la Isla había muchos vroones, algunos tan diminutos como el mago y todos los esfuerzos por encontrar su rastro condujeron a confusiones de identidad. Con los barcos preparados para zarpar, Deliamber continuaba sin aparecer, pero en la víspera de la partida, mientras Valentine se debatía desesperadamente entre la necesidad de proseguir y la renuencia a separarse de su consejero más valioso, el vroon se presentó en Numinor sin ofrecer explicación alguna de dónde había estado o cómo había cruzado la Isla sin que nadie le viera. Y por fin estuvieron reunidos, todos los supervivientes del largo viaje que se había iniciado en Pidruid.

En el Monte del Castillo, Valentine lo sabía, lord Valentine había contado con su corrillo de allegados, cuyas caras y nombres acababan de ser devueltas a su conocimiento: príncipes, cortesanos y funcionarios próximos a él desde la infancia, Elidath, Stasilaine, Tunigorn, los camaradas más queridos que había tenido. Y no obstante, aunque seguía sintiendo lealtad hacia esas personas, estaban terriblemente lejos de su alma, mientras que la fortuita variedad de compañeros adquiridos durante la época errante estaba más cerca de él. Valentine se preguntó qué pasaría cuando regresara al Monte del Castillo y tuviera que reconciliar ambos grupos.

En un aspecto, al menos, estaba tranquilo después de recuperar sus recuerdos. Ninguna esposa le aguardaba en el Castillo, ninguna prometida formal, ni siquiera una amante que pudiera disputar el lugar de Carabella a su lado. Como príncipe y como joven Corona había llevado una vida despreocupada y sin compromisos amorosos, gracias al Divino. Sería difícil imponer a la corte la idea de que la amada de la Corona era una plebeya, una mujer de las ciudades de las tierras bajas, una malabarista ambulante. Pero habría sido completamente imposible si él ya hubiera entregado su corazón y se viera en la necesidad de anunciar que lo había entregado otra vez.

—¡Valentine! —gritó Carabella.

La voz interrumpió el ensueño de Valentine. Miró a su compañera, que se rió y le lanzó una maza. Valentine la cogió tal como le habían enseñado hacía mucho tiempo, entre el pulgar y los otros dedos, con la maza formando un ángulo. Un instante después recibió otra maza de Sleet, y luego una tercera de Carabella. Se echó a reír y lanzó los objetos por encima de su cabeza, siguiendo el viejo y familiar ejercicio: lanzar, lanzar, recoger… Carabella aplaudió y le lanzó otra maza. Qué agradable era volver a practicar. Lord Valentine —soberbio atleta, rápido con la vista y experto en muchos juegos, si bien ligeramente entorpecido por la ligera cojera producto de una antigua lesión mientras montaba a caballo— no había conocido el malabarismo, que era el arte del hombre más sencillo, Valentine. A bordo del barco, con el aura de autoridad que había descendido sobre él cuando su madre le curó su mente, Valentine había notado que sus compañeros se mantenían a prudente distancia de él, aunque se esforzaran en considerarle como el viejo Valentine de los días de Zimroel. Por eso experimentó especial placer al ver que Carabella, de un modo tan irreverente, le lanzaba una maza.

Y también experimentó placer al lanzar y recoger las mazas, incluso cuando se le cayó una y, al agacharse para recogerla, otra golpeó su cabeza, provocando un bufido de desprecio de Zalzan Kavol.

—¡Haga eso esta noche —gritó el skandar— y se quedará una semana sin vino como castigo!

—No tengas miedo —replicó Valentine—. Ahora tiro las mazas para practicar la recogida. Esta noche no verás tales fallos.

Y no hubo fallos. Toda la tripulación del barco se congregó durante la puesta del sol en cubierta para presenciar el espectáculo. A un lado, Asenhart y sus oficiales ocuparon una plataforma para poder ver mejor. Pero cuando el almirante hizo una seña a Valentine, ofreciéndole la silla de honor, éste rechazó la invitación con una sonrisa. Asenhart se quedó sorprendido por el detalle, pero su expresión apenas fue forzada en comparación con la que adoptó pocos segundos después, cuando Shanamir, Vinorkis y Lisamon empezaron a tocar tambores y flautas, los malabaristas salieron por un escotillón alegremente, iniciaron la ejecución de sus prodigios, y entre ellos apareció lord Valentine, la Corona, lanzando mazas, platos y frutas con suma naturalidad, como cualquier vulgar artista.

2

Si el almirante Asenhart hubiera hecho valer su criterio, Stoien habría vivido una gran celebración para dar realce a la llegada de Valentine, un acto tan espléndido, por lo menos, como las fiestas celebradas en Pidruid con motivo de la visita de la falsa Corona. Pero Valentine, en cuanto se enteró del plan de Asenhart, puso fin al proyecto. Aún no estaba preparado para reclamar el trono, acusar públicamente al hombre que se hacía llamar lord Valentine o exigir que los ciudadanos en general le rindieran homenaje.

—Mientras no cuente con el apoyo del Pontífice —dijo Valentine a Asenhart, en tono severo—, actuaré en silencio y tomaré fuerzas sin atraer la atención. No habrá festejos en mi honor en Stoien.

De ese modo la Lady Thiin efectuó una recalada relativamente discreta en el gran puerto de la punta suroeste de Alhanroel. Aunque la flota estaba compuesta por siete barcos —y a pesar de que los barcos de la Dama, si bien eran conocidos en el puerto de Stoien, no solían presentarse en tal número—, los navíos atracaron tranquilamente, sin enarbolar llamativas banderas. Las autoridades portuarias formularon pocas preguntas: era evidente que esos barcos cumplían misiones encomendadas por la Dama de la Isla, y los asuntos de ésta no eran incumbencia de los inspectores de aduanas.

Para dar más fuerza a esta impresión, Asenhart envió agentes de compra al barrio marítimo el primer día, para que adquirieran diversas cantidades de goma, lona para velas, especias, herramientas y cosas por el estilo. Mientras tanto, Valentine y sus compañeros se alojaron discretamente en un modesto hotel comercial.

Stoien era una ciudad predominantemente marítima: artículos de exportación e importación, almacenamiento de mercancías, construcción naval, todas las ocupaciones y empresas propias de una importante localidad costera y de un soberbio puerto. La ciudad, catorce millones de almas, se extendía centenares de kilómetros a lo largo del borde del gran promontorio que separaba el Golfo de Stoien de la masa principal del Mar Interior. No era el puerto continental más próximo a la Isla —el más cercano era Alaisor, miles de kilómetros al norte en la costa de Alhanroel— pero dada la estación, con corrientes y vientos predominantes favorables, resultaba más rápido efectuar el largo viaje hasta Stoien que afrontar la travesía más corta pero muy dura para ir a Alaisor.

Después de recalar allí para hacer nuevas provisiones, los barcos navegarían por el plácido Golfo, bordeando en tropical reposo la costa norte de la inmensa Península Stoinzar, pasando por Kircidane y llegando finalmente a Treymone, la ciudad costera más cercana al Laberinto. Desde allí habría un viaje por tierra, relativamente corto, hasta llegar a la morada del Pontífice.

Valentine pensó que Stoien era una ciudad sorprendentemente bella. Toda la península era llana, apenas diez metros sobre el nivel del mar en su punto más elevado, pero los habitantes de Stoien habían ideado una asombrosa disposición de plataformas de ladrillo revestidas con piedra blanca para crear la ilusión de colinas. No había dos plataformas de igual altura, algunas no pasaban de cuatro metros, otras descollaban cientos de metros en el aire. Barrios enteros se alzaban en gigantescos pedestales de varios metros de altura y casi cuatro kilómetros cuadrados de superficie. Ciertos edificios notables poseían plataformas independientes y se elevaban de un modo ampuloso sobre los alrededores. Las alternancias de plataformas elevadas y bajas creaban vistas de sorprendente perfil que obligaban a mover los ojos de un lado a otro.

Lo que podía haber sido un efecto de mero capricho, que en pocos momentos habría parecido estridente, arbitrario o fatigoso para la vista, quedaba suavizado y ablandado por plantas tropicales sin antecedentes en la experiencia de Valentine. En la base de todas las plataformas había densos cuadros de árboles de ancha copa, con las ramas entrelazadas hasta formar mantos impermeables. Frondosas enredaderas caían en cascada sobre los muros. Las amplias rampas que subían desde la calle hasta las plataformas de más altura estaban bordeadas por grandes jardineras de cemento que albergaban grupos de arbustos; las hojas, estrechas y ahusadas, tenían marcas de asombrosas salpicaduras de color, rojo oscuro, cobalto, bermellón, escarlata, índigo, topacio, zafiro ámbar y verde jade mezclados en irregulares figuras. Y en las grandes plazas públicas de la ciudad podía verse el espectáculo más fascinante: los jardines de las famosas plantas animales que crecían en estado silvestre a varios cientos de kilómetros al sur de Stoien, en la tórrida costa que tenía el frente hacia el distante continente desértico de Suvrael. Esas plantas —y eran plantas, porque producían su alimento mediante fotosíntesis y vivían enraizadas en un solo lugar— poseían un carnoso aspecto, con brazos que se movían, enrollaban y asían, ojos que miraban, cuerpos tubulares que se ondulaban y oscilaban. A pesar de que absorbían suficiente alimento del sol y el agua, eran muy voraces y podían digerir cualquier criatura de pequeño tamaño que cometiera la imprudencia de ponerse a su alcance. Conjuntos de estas plantas elegantemente dispuestos, rodeados por muretes de piedra que constituían un aviso además de un adorno, estaban plantados por toda Stoien. Algunas plantas eran tan altas como arbolillos, otras eran globulares y tenían poca altura, y también las había tupidas y angulosas. Todas se movían constantemente, puesto que reaccionaban a brisas, olores, gritos repentinos, las voces de sus cuidadores, y otros estímulos. A Valentine le parecieron siniestras pero fascinantes. Se preguntó si no habría que llevar una colección al Monte del Castillo.

—¿Por qué no? —dijo Carabella—. En Pidruid las mantienen vivas como espectáculo secundario. Debe haber un medio de conservarlas sanas en el Castillo de lord Valentine.

—Contrataremos un equipo de cuidadores en Stoien. Averiguaremos qué comen esas plantas y ordenaremos que lo transporten regularmente hasta el Monte.

Sleet se estremeció.

—Estas criaturas me producen una sensación tétrica, mi señor. ¿Tan encantadoras te parecen?

—No exactamente encantadoras —dijo Valentine—. Interesantes.

—Supongo que opinarías lo mismo de las plantas boca, ¿eh?

—¡Las bocas, sí! —exclamó Valentine—. ¡También llevaremos algunas al Castillo!

Sleet gruñó.

Valentine apenas le prestó atención. Su semblante resplandecía de repentino entusiasmo. Cogió de la mano a Sleet y a Carabella.

—Todas las Coronas han añadido un detalle al Castillo: un observatorio, una biblioteca, un parapeto, una almena de prismas y escudos, una armería, un salón de banquetes, una sala de trofeos. Reinado tras reinado, el Castillo ha crecido, ha cambiado, se ha hecho más rico y más complejo. En mi escaso tiempo como Corona no tuve oportunidad ni siquiera de pensar en cuál iba a ser mi contribución. Pero escuchad esto. ¿Qué Corona ha visto Majipur como yo? ¿Quién ha viajado tanto, de un modo tan turbulento? Para conmemorar mis aventuras, coleccionaré las rarezas que he visto; las plantas boca, estas plantas animadas, los árboles globo, un par de duikos de buen tamaño, una arboleda de palmeras flamígeras, sensitivos, aquellos helechos relucientes, todas las maravillas de nuestro viaje. Ahora no existe nada parecido en el Castillo, sólo los invernaderos protegidos con cristal que construyó lord Confalume. ¡Yo haré algo grandioso! ¡El jardín de lord Valentine! ¿Qué os parece?

—Será una maravilla, mi señor —dijo Carabella.

—Yo no osaré pasear entre las bocas del jardín de lord Valentine —dijo ácidamente Sleet—, ni por tres ducados y las rentas de Ni-moya y Piliplok.

—Te excusamos de recorrer el jardín —dijo Valentine entre risas.

Pero no habría paseos por aquel jardín, ni por otro, hasta que Valentine habitara de nuevo en el Castillo de lord Valentine. Durante una interminable semana, Valentine vagó por Stoien, a la espera de que Asenhart completara el aprovisionamiento. Tres barcos volverían a la Isla para transportar las mercancías compradas; los cuatro restantes continuarían siendo la subrepticia escolta de Valentine. La Dama había puesto a su servicio más de cien robustos miembros de su escolta personal, al mando de la formidable jerarca Lorivade. No eran guerreros exactamente, porque en la Isla del Sueño se desconocía la violencia desde la última invasión de los metamorfos miles de años antes, pero se trataba de hombres y mujeres competentes e intrépidos, leales a la Dama y dispuestos a entregar sus vidas, si era preciso, para restablecer la armonía del reino. Constituían el núcleo de un ejército privado, la primera fuerza militar de ese estilo, por lo que Valentine sabía, organizada en Majipur desde tiempos remotos.

Al fin la flota estuvo preparada para partir. Los barcos con rumbo a la Isla zarparon en primer lugar, a primeras horas de la mañana de un cálido Día Segundo, en dirección nornoroeste. El resto aguardó hasta la tarde del Día Marino, y entonces navegaron con el mismo rumbo, pero después del anochecer viraron hacia el este para adentrarse en el Golfo de Stoien.

La Península Stoienzar, alargada y estrecha, sobresalía como colosal pulgar de la masa central de Alhanroel. En su lado meridional, u oceánico, la región era intolerablemente calurosa. Buena parte de la considerable población de la península se apiñaba a lo largo de la costa del golfo, que tenía una ciudad importante cada cien o doscientos kilómetros, además de una línea prácticamente continua de pueblos pesqueros, zonas agrícolas y lugares de recreo intermedios. Transcurrían los primeros días de verano, y una notable neblina causada por el calor notaba sobre las aguas, tibias y prácticamente inmóviles, del golfo. La flota se detuvo un día en Kircidane para efectuar un nuevo aprovisionamiento. Después los barcos empezaron el viaje a Treymone.

Valentine pasó buena parte de las pacíficas horas de navegación solo en su camarote, practicando el uso del aro que la Dama le había entregado. Al cabo de una semana dominó el arte de entrar en un suave, adormecido trance. Aprendió a deslizar su mente de un modo instantáneo más allá del umbral del sueño, y a salir de éste con idéntica facilidad, mientras permanecía atento a los acontecimientos que se producían. En estado de trance era capaz, si bien irregularmente y sin excesiva fuerza, de ponerse en contacto con otras mentes o errar por el barco y localizar el aura de un alma dormida, puesto que los durmientes eran mucho más vulnerables a estas incursiones que las personas en vela. Podía alcanzar suavemente la mente de Carabella, o la de Sleet, o la de Shanamir, y transmitir su imagen, o algún cordial mensaje de buena voluntad. Llegar a una mente poco conocida —la del carpintero, Pandelon, o la de la jerarca Lorivade, por ejemplo— le era todavía muy difícil, imposible si se exceptuaban brevísimos y fragmentarios momentos, y Valentine no tuvo éxito alguno cuando quiso entrar en mentes de origen no humano, aunque fueran tan conocidas como las de Zalzan Kavol, Khun o Deliamber. Pero aún estaba aprendiendo. Notaba que su habilidad iba creciendo día tras día, como cuando emprendió la práctica del malabarismo. Y el nuevo arte era malabarismo hasta cierto punto, puesto que Valentine, cuando quería usar el aro, debía ocupar una posición en el mismo centro de su alma, donde no le distrajeran los pensamientos irrelevantes, y coordinar todos los aspectos de su ser en el mero impulso de establecer contacto. Cuando se avistó Treymone desde la Lady Thiin, Valentine había avanzado hasta el punto de poder introducir el albor de un sueño, con hechos, incidentes e imágenes, en la mente de la persona elegida. A Shanamir le envió un sueño de Falkynkip, monturas que pacían en un prado y una gran gihorna que daba vueltas en lo alto y descendía con un alocado batimiento de sus potentes alas. La mañana siguiente, durante el desayuno, el zagal describió el sueño con sumo detalle, con la única excepción de que el ave era una milufta, un ave que se alimentaba de carroña, de brillante y anaranjado pico y espantosas garras azules.

—¿Qué significa eso, que yo sueñe con miluftas que bajan en picado? —preguntó Shanamir.

—¿No es posible que te acuerdes mal del sueño —dijo Valentine— y que hayas visto otra ave, tal vez una gihorna, un animal de buen agüero?

Pero Shanamir, con su característica sinceridad e inocencia, se limitó a sacudir la cabeza.

—Si no puedo distinguir una gihorna de una milufta, mi señor —dijo—, ni siquiera en sueños, tendré que regresar a Falkynkip para limpiar establos.

Valentine desvió la mirada para ocultar su sonrisa y decidió practicar con más inteligencia su técnica de envío de imágenes.

A Carabella le envió el sueño de que actuaba con copas de cristal llenas de vino dorado, y la joven lo narró con exactitud, incluso se refirió a la forma cónica de las copas. A Sleet le envió un sueño donde se veía el jardín de lord Valentine, un país de las maravillas de relucientes arbustos blancos con plumosas hojas, solemnes y espinosos apéndices esféricos sobre largos tallos, y pequeñas plantas de tres tallos con ojos que hacían juguetones guiños en las puntas; todo ello imaginario y sin que apareciera una sola planta boca. Sleet describió el imaginario jardín con gran deleite, y dijo que si la Corona hacia un jardín igual en el Monte del Castillo, él no tendría inconveniente en pasear por allí.

Los sueños también llegaron a Valentine. Casi todas las noches la Dama, su madre, tocaba su alma desde muy lejos. La serena presencia de la mujer cruzó el dormido espíritu de Valentine igual que un fresco rayo de luz lunar, calmándole y dándole confianza. Soñó así mismo en los viejos tiempos en el Monte del Castillo, recuerdos de los primeros años de su infancia, torneos, carreras y juegos, sus amigos Tunigorn, Elidath y Stasilaine a su lado, su hermano Voriax enseñándole a usar la espada y el arco, lord Malibor viajando de ciudad en ciudad en el Monte como un gran y resplandeciente semidiós, y muchas escenas similares.

No todos los sueños fueron agradables. La noche antes de que la Lady Thiin llegara a tierra firme, Valentine se vio bajando a tierra, desembarcando en una desierta playa barrida por el viento, con bajos y retorcidos matorrales que tenían un aspecto apagado y fatigado con la luz de últimas horas de la tarde. Después caminó tierra adentro, hacia el Monte del Castillo que se alzaba en la lejanía, un ápice irregular de puntiagudo remate. Pero un muro obstruía su camino, un muro más elevado que los albos riscos de la Isla del Sueño. Y ese muro era de hierro, con más metal del que existía en Majipur entero, una terrible faja de hierro que parecía cubrir el mundo de polo a polo, y Valentine estaba a un lado y el Castillo al otro. Al aproximarse, percibió en el muro un zumbido, como si estuviera cargado de electricidad. Lo observó atentamente y vio su reflejo en el reluciente metal, y el rostro que le miraba en la terrorífica banda de hierro era el rostro del hijo del Rey de los Sueños.

3

Treymone era la ciudad de las célebres viviendas arbóreas, famosas en todo Majipur. Durante su segundo día en la costa, Valentine fue a visitarlas, en el barrio costero situado al sur de la desembocadura del río Trey.

Las viviendas arbóreas no existían en otro lugar, sólo en la llanura aluvial del Trey. Poseían troncos cortos y robustos parecidos a los de los duikos, aunque mucho menos gruesos, y su corteza era de un agradable color verde claro, con notable lustre. De estos troncos similares a toneles brotaban lozanas ramas aplanadas que se curvaban hacia arriba y hacia afuera como dedos de dos manos apretadas una contra la otra. Ramitas cubiertas de enredaderas erraban de rama en rama, adheridas en numerosos puntos, creando un abrigado recinto en forma de taza.

La población arbórea de Treymone moldeaba las viviendas a su capricho. Estiraban las flexibles ramas hasta formar habitaciones y pasillos, y las mantenían atadas hasta que la natural adherencia de las cortezas convertía la unión en permanente. Los árboles producían hojas tiernas y dulces para preparar ensaladas, fragantes flores de cremoso color cuyo polen constituía un moderado estimulante, azuladas y acídulas frutas que tenían numerosos usos, y una dulce savia de color claro, fácilmente obtenible, que era un sucedáneo de vino. Los árboles vivían mil años, incluso más, y las familias los mantenían en celosa vigilancia. Diez mil árboles llenaban la llanura, todos ellos maduros y habitados. Valentine distinguió delgados árboles jóvenes al borde del barrio.

—Esos arbolillos —le explicaron— están recién plantados, para reemplazar a los que han muerto en años recientes.

—¿Adónde va una familia cuando su árbol muere?

—A la ciudad —dijo el guía—, a lo que denominamos casas de duelo, hasta que crece el nuevo árbol. Pueden pasar veinte años. Es algo que nos aterroriza, pero sólo sucede una vez cada diez generaciones.

—¿Y no hay forma de plantar árboles en otras partes?

—Ni un centímetro más allá de donde usted los ve. Sólo medran en nuestro clima, y sólo alcanzan la madurez en el terreno que está usted pisando. En cualquier otro lugar vivirían un par de años y serían arbolillos enanos.

—De todas formas —dijo rápidamente Valentine a Carabella—, podemos hacer el experimento. Me pregunto si podrán prescindir de una parte de su preciosa tierra para enviarla al jardín de lord Valentine.

Carabella sonrió.

—Incluso una casita arbórea… un lugar donde podrías refugiarte cuando las preocupaciones del gobierno sean demasiado opresivas. Te ocultarías en las hojas, respirarías el perfume de las flores, cogerías fruta… ¡Oh, si pudiera tener algo así!

—Algún día lo tendré —dijo Valentine—. Y tú te sentarás a mi lado.

Carabella le dirigió una mirada de asombro.

—¿Yo, mi señor?

—¿Quién, si no tú? ¿Dominin Barjazid? —tocó suavemente la mano de Carabella—. ¿Crees que nuestro viaje terminará en cuanto lleguemos al Monte del Castillo?

—No debemos hablar de esas cosas ahora —le dijo severamente Carabella. Elevó la voz para dirigirse al guía—. Y estos árboles jóvenes… ¿Cómo los cuidan? ¿Los riegan a menudo?

De Treymone al Laberinto había varias semanas de viaje en coches flotantes, puesto que el punto de destino se hallaba en el centro de la parte sur de Alhanroel. El paisaje era esencialmente una tierra baja, con rico suelo en el valle del río y un terreno de fina arena grisácea después, y las poblaciones fueron escaseando conforme Valentine y sus acompañantes se adentraban en el territorio. De vez en cuando llovía, pero la lluvia se hundía inmediatamente en el poroso terreno. El tiempo era caluroso y en ocasiones el calor era un peso opresivo. Los días fueron pasando en insípida y monótona sucesión. Valentine pensó que ese tipo de viaje carecía por completo de la magia y el misterio —ahora realzados por la nostalgia— de los meses que había tardado en atravesar Zimroel en el elegante vagón de Zalzan Kavol. Entonces, todos los días eran una aventura en lo desconocido, con nuevos retos en cada recodo, y siempre con la excitación de actuar, de hacer un alto en extrañas ciudades para ofrecer espectáculos. ¿Y ahora? Ayudantes de campo y asistentes lo hacían todo por él. Valentine volvía a ser un príncipe —si bien un príncipe de poderío francamente modesto, con poco más de cien siervos— y no estaba seguro de que le interesara serlo.

Al acabar la segunda semana, el paisaje varió bruscamente, se hizo abrupto e irregular, con negras colinas de cima plana que se erguían sobre una meseta reseca con abundantes rebordes. La única vegetación que crecía en aquel lugar eran débiles y raquíticos arbustos, plantas oscuras y retorcidas provistas de diminutas hojas céreas y, en las laderas más elevadas, espinosos brotes con forma de candelabro, cactos lunares espectralmente pálidos y dos veces más altos que un hombre. Menudos animales patilargos de pelaje rojizo y abultadas colas amarillas se escabullían dando nerviosos saltos y desaparecían en sus madrigueras en cuanto un vehículo flotante se acercaba demasiado.

—Aquí empieza el Desierto del Laberinto —dijo Deliamber—. Pronto veremos las ciudades de piedra de los antiguos.

Valentine había llegado al Laberinto por el otro lado, por el noroeste, cuando estuvo allí en su vida anterior. También allí había desierto y la gran ciudad en ruinas de Velalisier, visitada por los fantasmas. Pero entonces Valentine había descendido el Monte del Castillo en barco fluvial, evitando las infortunadas tierras muertas que rodeaban el Laberinto, y por ello le resultaba nueva la zona desolada y repulsiva en que se hallaba en aquellos momentos. Al principio, en especial durante la puesta del sol, le pareció cautivadoramente extraño que el vasto cielo despejado quedara veteado con grotescas franjas de color violeta y que el reseco suelo adoptara una pavorosa apariencia metálica. Pero al cabo de unos días la aridez y la severidad dejaron de causarle placer, y se convirtieron en rasgos inquietantes, perturbadores, amenazadores. Cierta característica del desierto, tal vez el riguroso ambiente, estaba afectando de un modo desfavorable la sensibilidad de Valentine. Jamás había hecho la experiencia del desierto, porque no había ninguno en Zimroel y ninguno, excepto aquella aislada región de sequedad, en el abundantemente regado Alhanroel. Las condiciones desérticas eran algo que Valentine relacionaba con Suvrael, continente que había visitado muchas veces en sueños, todos fastidiosos. Y le era imposible esquivar la noción, irracional y extravagante, de que estaba acudiendo a una cita con el Rey de los Sueños.

—Ahí están las ruinas —dijo Deliamber al cabo de un rato.

Al principio fue difícil diferenciarlas de las rocas del desierto. Valentine sólo vio derrumbados y oscuros monolitos, diseminados como por obra de la desdeñosa mano de un gigante, en grupitos separados uno o dos kilómetros. Pero poco a poco fue discerniendo la forma: esto era un trozo de muro, eso eran los cimientos de un palacio ciclópeo, aquello podía ser un altar… Todo tenía titánicas proporciones, si bien los grupos individuales de ruinas, semicubiertos por la arena que arrastraba el viento, eran aislados puestos de avanzada que no producían impresión alguna.

Valentine ordenó que la caravana se detuviera ante una zona salpicada de ruinas especialmente extensa y se aproximó al lugar acompañado por un grupo de inspección. Tocó las rocas con recelosos gestos, temeroso de estar cometiendo algún tipo de sacrilegio. La piedra era fría, lisa al tacto, y tenía débiles incrustaciones de correosos brotes de liquen amarillo.

—¿Y esto fue construido por los metamorfos? —preguntó Valentine.

Deliamber hizo un gesto de indiferencia.

—Eso creemos, pero nadie lo sabe.

—He oído decir —observó el almirante Asenhart— que los primeros colonos humanos construyeron estas ciudades poco después del Aterrizaje, y que fueron destruidas en las guerras civiles antes de que el Pontífice Dvorn constituyera gobierno.

—Como es de suponer, sobreviven pocos documentos de aquella época —dijo Deliamber.

Asenhart miró de reojo al vroon.

—¿Debo entender que usted tiene una opinión contraria?

—¿Yo? ¿Yo? No tengo opinión alguna sobre hechos ocurridos hace catorce mil años. No soy tan viejo como sospecha, almirante.

—Me parece improbable que los primeros colonos construyeran algo a tanta distancia del mar —intervino la jerarca Lorivade con voz grave y seca—. O que se tomaran la molestia de arrastrar esos inmensos bloques de piedra.

—¿Entonces cree que estas ciudades eran metamorfas? —dijo Valentine.

—Los metamorfos son salvajes que viven en la jungla y bailan para hacer que llueva —dijo Asenhart.

—Me parece del todo posible —dijo Lorivade con quisquillosa precisión, al parecer fastidiada por la interrupción del almirante. Y dirigiéndose a Asenhart, agregó—: No son salvajes, almirante, sino refugiados. Es lógicamente posible que cayeran de un estado superior.

—Que los empujaran, más bien —dijo Carabella.

—El gobierno debe organizar estudios de estas ruinas, si es que no lo ha hecho ya —dijo Valentine—. Debemos conocer mejor las civilizaciones anteriores a la humana en Majipur. Y si se trata de ruinas metamorfas, consideraremos la posibilidad de conceder a los piurivares una especie de custodia. Tenemos…

—Las ruinas no necesitan más custodios que los que ya tienen —dijo de pronto una nueva voz.

Valentine se volvió, sorprendido. Un extravagante personaje había salido de detrás de un monolito, un hombre enjuto, casi descarnado, de sesenta o setenta años, con unos ojos feroces y llameantes hundidos en huesudas cuencas y una boca fina y amplia, prácticamente sin dientes, que en ese momento se curvaba en una burlona mueca. Iba armado de una larga espada y vestía un extraño atuendo hecho enteramente con la piel rojiza de los animales del desierto. En la cabeza llevaba un gorro, la gruesa cola amarilla de otro animal, que se quitó y agitó en pomposo gesto mientras hacía una profunda reverencia. Cuando se irguió, su mano descansaba en el pomo de la espada.

—¿Y estamos en presencia de uno de esos custodios? —dijo cortésmente Valentine.

—De más de uno —replicó el otro hombre.

Y de las piedras surgieron ocho o diez seres fantásticos similares al primero, igualmente flacos y huesudos, y todos ataviados con zarrapastrosos jubones y polainas y absurdos gorros de piel. Todos llevaba espadas, y todos parecían preparados para usarlas. Un segundo grupo apareció detrás del primero, materializándose como si hubiera salido de la nada, y luego un tercero. Una tropa bastante numerosa, treinta o cuarenta hombres en total.

En el grupo de Valentine había once personas, casi todas desarmadas. Los demás se hallaban en los coches flotantes, a doscientos metros de distancia en la carretera. Mientras Valentine y sus compañeros debatían sutiles cuestiones de historia antigua, habían permitido que los rodearan.

—¿Con qué derecho invaden este territorio? —dijo el líder.

Valentine escuchó el ligero carraspeo surgido de la garganta de Lisamon Hultin. Vio también la repentina rigidez de la postura de Asenhart. Pero les hizo una seña para que mantuvieran la calma.

—¿Puedo saber con quién hablo? —dijo.

—Soy el duque Nascimonte del Desfiladero de Vornek, señor de los Límites Orientales. A mi alrededor puede ver a los principales nobles de mi ducado, que me sirven lealmente en todos los aspectos.

Valentine no recordaba que existiera una provincia denominada Límites Orientales, o un duque con ese nombre. Seguramente había olvidado parte de sus conocimientos geográficos cuando su mente sufrió la intrusión. Pero era imposible, sospechó Valentine, que el olvido llegara a tal punto. Sin embargo prefirió no discutir el tema con el duque Nascimonte.

—No pretendíamos invasión alguna, excelencia —dijo solemnemente Valentine—, al atravesar su territorio. Somos viajeros que nos dirigimos al Laberinto para entrevistarnos con el Pontífice, y nos pareció que ésta era la ruta más directa entre Treymone y nuestro destino.

—Así es. Pero habrían hecho mejor eligiendo una ruta menos directa para visitar al Pontífice.

Lisamon intervino de un modo imprevisto.

—¡No cause problemas! —rugió—. ¿Sabe quién es este hombre?

Disgustado, Valentine chasqueó los dedos para hacer callar a la giganta.

—No tengo la menor idea —dijo dulcemente el duque—. Pero aunque fuera el mismísimo lord Valentine, no le sería fácil pasar por aquí. En realidad, a lord Valentine le sería más difícil que a cualquier otra persona.

—¿Debo entender que tiene alguna queja contra lord Valentine? —preguntó Valentine.

El bandido prorrumpió en roncas carcajadas.

—La Corona es mi enemigo más odiado.

—En ese caso, su mano debe estar alzada contra la civilización entera, porque todo el mundo debe lealtad a la Corona y está obligado a enfrentarse a los enemigos de ésta en pro del orden. ¿Es posible que usted sea duque y no acepte la autoridad de la Corona?

—No de esta Corona —replicó Nascimonte. Recorrió serenamente el espacio que le separaba de Valentine, con la mano aún apoyada en la espada, y le examinó con sumo interés—. Viste ropa elegante. Huele a comodidades ciudadanas. Debe ser rico, debe vivir en un gran palacio en las alturas del Monte, y seguramente tiene criados que atienden todas sus necesidades. ¿Qué opinaría usted si un día le despojaran de todo eso, eh? ¿Qué opinaría si un capricho de otra persona le arrojara a la pobreza?

—He tenido esa experiencia —dijo tranquilamente Valentine.

—¿Sí, en serio? ¿Usted, que viaja en esa cabalgata de coches flotantes, rodeado de su séquito? Bien, ¿quién es usted?

—Lord Valentine, la Corona —respondió Valentine sin vacilación.

Los flameantes ojos de Nascimonte se inflamaron de rabia. Durante un instante pareció que iba a desenfundar la espada. Después, como si viera en la respuesta un chiste muy de acuerdo con su feroz humor, se tranquilizó.

—Sí —dijo—, usted es la Corona del mismo modo que yo soy duque. Bien, lord Valentine, su generosidad compensará mis pérdidas anteriores. La tasa por cruzar hoy la zona de ruinas es de mil reales.

—No tenemos esa suma —dijo Valentine, sin inmutarse.

—En ese caso tendrá que acampar aquí hasta que sus lacayos la consigan. —Hizo un gesto a sus hombres—. Prendedlos y atadlos. Dejad uno libre… ése, el vroon, para que haga de mensajero. —A continuación habló con Deliamber—. Vroon, comunica a los que esperan en los flotadores que retenemos aquí a esta gente hasta que se nos pague mil reales, que deberán entregarse antes de un mes. Y si vuelves con soldados en lugar de dinero… bien, ten presente que nosotros conocemos estas colinas y los agentes de la ley no. Nunca volveréis a ver con vida a ninguno de los vuestros.

—Aguarde —dijo Valentine, mientras los hombres de Nascimonte avanzaban—. Explíqueme qué queja tiene contra la Corona.

Nascimonte le miró ceñudamente.

—Él llegó a esta parte el año pasado, al volver de Zimroel donde había efectuado la gran procesión. Yo vivía entonces en las colinas al pie del Monte Ebersinul, en el lado del Lago Marfil. Allí cultivaba ricca, zuyol y milaile, y mis plantaciones eran las mejores de la provincia, porque mi familia las cultiva desde hace dieciséis generaciones. Me ordenaron alojar a la Corona y su séquito, puesto que yo era el más capacitado para satisfacer sus necesidades de hospitalidad. Él se presentó en el momento culminante de la cosecha de zuyol acompañado por centenares de gorristas y lacayos, una miríada de cortesanos, monturas suficientes para acabar con los pastos de medio continente. Entre un Día Estelar y el siguiente dejaron secas mis bodegas, celebraron fiestas en los campos y destrozaron los cultivos, prendieron fuego a la mansión en un juego de borrachos, rompieron la represa y anegaron los campos, me arruinaron totalmente por simple diversión, y luego se marcharon, sin saber siquiera lo que me habían hecho, sin preocuparse por saberlo. Los prestamistas se han quedado con todo, y yo vivo en las rocas del Desfiladero Vornek por cortesía de lord Valentine y sus amigos. ¿Dónde está la justicia?

»Le costará mil reales salir de estas viejas ruinas, forastero, y aunque yo no tengo malicia alguna, le cortaré el cuello con la misma frialdad con que los hombres de lord Valentine abrieron mi represa, y con la misma indiferencia, si el dinero no llega.

Nascimonte se volvió hacia sus hombres.

—¡Atadlos!

Valentine llenó sus pulmones de aire, cerró los ojos y, tal como le había enseñado la Dama, cayó un estado de desvelado sueño, en el estado de trance que daba vida a su aro. Proyectó su mente hacia la oscura y amargada alma del señor de los Límites Orientales, y la inundó de amor.

El empeño requirió toda la fuerza que tenía. Valentine se tambaleó y aseguró sus piernas, y se apoyó en Carabella, con la mano puesta en el hombro de la joven, para extraer de ella más energía y vitalidad y bombearla hacia Nascimonte. En ese momento comprendió el precio que pagaba Sleet cuando hacia malabares a ciegas, porque el esfuerzo estaba agotando toda su substancia vital. Sin embargo mantuvo el vertido de espíritu durante largos, larguísimos instantes.

Nascimonte había quedado inmóvil, con la cabeza vuelta hacia Valentine y con el cuerpo torcido, con los ojos fijos en los de Valentine. Éste mantuvo de un modo inexorable su dominio del alma del duque y la inundó de compasión hasta que el férreo resentimiento de Nascimonte se ablandó, se soltó y cayó de él igual que un caparazón. En ese instante Valentine hizo fluir hacia el otro hombre, repentinamente vulnerable, una visión de todo lo ocurrido desde su destronamiento en Til-omon hacia tanto tiempo, todo incluido en un simple, deslumbrante punto de iluminación.

Valentine interrumpió el contacto y, dando tumbos, se dejó caer en los brazos de Carabella, que le sostuvo resueltamente.

Nascimonte miraba a Valentine como alguien que acaba de ser tocado por el Divino.

Después cayó de rodillas e hizo el signo del estallido estelar.

—Mi señor —dijo roncamente, con una voz que salía de las profundidades de su garganta, un sonido apenas audible—. Mi señor… perdóname… perdóname…

4

El hecho de que hubiera bandidos sueltos en aquel desierto sorprendió y consternó a Valentine, por cuanto existía escasa tradición de tal anarquía en el planeta de buenas costumbres que era Majipur. También le consternó el hecho de que los bandidos fueran prósperos campesinos empobrecidos a causa de la insensibilidad de la actual Corona. En Majipur no era normal que la clase dominante explotara su posición de un modo tan despreocupado. Dominin Barjazid, si pensaba que podía comportarse así y conservar un trono largo tiempo, no era simplemente un villano sino también un necio.

—¿Piensa destronar al usurpador? —preguntó Nascimonte.

—En su momento —replicó Valentine—. Pero hay que hacer muchas cosas antes de que llegue ese día.

—Estoy a sus órdenes, si es que puedo ser útil.

—¿Hay más bandidos entre esta zona y la entrada del Laberinto?

Nascimonte asintió.

—Muchos. Recurrir al salvajismo es la costumbre de esta provincia.

—¿Y usted tiene influencia sobre ellos, o su título de duque es simple ironía?

—Me obedecen.

—Excelente —dijo Valentine—. En ese caso le pido que nos guíe en estas tierras para llegar al Laberinto, y que evite que sus amigos merodeadores retrasen nuestro viaje.

—Lo haré, mi señor.

—Pero ni una palabra a nadie de lo que acabo de mostrarle. Considéreme simplemente como un delegado de la Dama, que lleva una embajada al Pontífice.

Un tenue fulgor de recelo flameó momentáneamente en los ojos de Nascimonte.

—¿No debo anunciarle como la genuina Corona? —dijo nerviosamente—. ¿Por qué? Valentine sonrió.

—Mi ejército entero es el que ve usted en los coches flotantes. No pienso declarar la guerra al usurpador hasta que mis fuerzas sean más numerosas. De ahí el secreto. Y de ahí mi visita al Laberinto. Cuando antes obtenga el apoyo del Pontífice, antes se iniciará la auténtica campaña. ¿Cuánto tardará en estar listo para partir?

—Una hora, mi señor.

Nascimonte y varios de sus hombres acompañaron a Valentine en el flotador que abría la marcha. El paisaje fue haciéndose más árido hasta transformarse en un erial socarrado y prácticamente sin vida, donde remolinos de polvo se levantaban con el áspero y ardiente viento. De vez en cuando se divisaban hombres con toscas vestimentas que viajaban en bandas de tres o cuatro miembros, lejos de la carretera, y que se detenían a observar la caravana. Pero no hubo incidentes. El tercer día Nascimonte propuso seguir un atajo que permitiría ganar varios días en el viaje hacia el Laberinto. Valentine accedió sin dudarlo, y la caravana se lanzó hacia el noreste por el enorme lecho seco de un lago. Después recorrieron un tortuoso terreno de escarpados barrancos y montañas erosionadas con la cima plana, pasaron una cordillera de romas montañas de roca roja y arenosa, y finalmente salieron a una vasta y ventosa meseta que parecía totalmente falta de rasgos salientes, una mera extensión de arenisca y guijarros que cubría todo el horizonte. Valentine vio que Sleet y Zalzan Kavol intercambiaban miradas de preocupación mientras los flotadores se adentraban en el desolado e inútil lugar, y supuso que debían estar murmurando en secreto sobre traición y engaño, pero su fe en Nascimonte no se alteró. Había llegado con su mente a la del cabecilla de los bandidos, mediante el aro de la Dama, y lo que había percibido allí no era precisamente el alma de un traidor. Otro día, y otro, y otro, en la ruta que atravesaba el centro de ninguna parte. Carabella torció el gesto, la jerarca Lorivade adoptó una expresión más seria que de costumbre, y finalmente Lisamon habló en privado con Valentine.

—¿Y si este Nascimonte es un mercenario de la falsa Corona —le dijo en voz tan baja que casi no parecía estar hablando— al que pagan para que te pierdas en una región donde nadie podrá encontrarte?

—Entonces estaremos perdidos y nuestros huesos reposarán aquí para siempre —dijo Valentine—. Pero no concedo peso a esos rumores.

De todas formas, cierto nerviosismo iba creciendo en su interior. Valentine seguía confiando en la buena fe de Nascimonte. Era improbable que un agente de Dominin Barjazid eligiera un método tan aburrido y lento para deshacerse de él, cuando una simple estocada en las ruinas metamorfas habría bastado. Pero Valentine no estaba totalmente seguro de que Nascimonte supiera adonde iba. Allí no había agua, e incluso las monturas, capaces de transformar en combustible cualquier tipo de materia orgánica, estaban —según el informe de Shanamir— adelgazando y perdiendo fuerza en los músculos con las dispersas y magras hierbas que constituían su único alimento. Si algo iba mal en aquel lugar, no había posibilidad de rescate. Pero la piedra de toque de Valentine era Autifon Deliamber: el mago tenía una sana y experta habilidad, un notable instinto de conservación, y Deliamber no reflejaba preocupación, estaba totalmente tranquilo mientras pasaban los monótonos días. Y finalmente Nascimonte detuvo la caravana en un lugar donde dos hileras de empinadas y peladas colinas confluían para formar un cañón estrecho y de altas paredes.

—¿Cree que nos hemos perdido, mi señor? —dijo el duque—. Venga, le enseñaré algo.

Valentine y algunos más siguieron al bandido hasta la entrada del cañón, una distancia de cincuenta pasos. Nascimonte extendió los brazos hacia el inmenso valle que empezaba en el punto donde se abría el cañón.

—Miren —dijo.

El valle era más bien un desierto, una gigantesca extensión en forma de abanico de arena sin brillo, tostada, que se extendía y se prolongaba hacia el norte y hacia el sur, ciento cincuenta kilómetros como mínimo. Y Valentine vio, precisamente en el centro del valle, un círculo más oscuro, de colosal tamaño, que se alzaba ligeramente sobre el liso suelo. Recordó haberlo visto antes, desde el otro lado: era el gigantesco montículo de parda tierra que cubría el Laberinto del Pontífice.

—Estaremos en la Boca de las Hojas pasado mañana —dijo Nascimonte.

En total había siete bocas, recordaba Valentine, dispuestas en distancias equidistantes alrededor de la enorme estructura. Como emisario de Voriax, Valentine había entrado por la Boca de las Aguas, en el lado opuesto, donde el río Glayge completaba su descenso tras haber bajado por el Monte del Castillo y cruzado las fértiles provincias del noroeste. Ésa era la ruta más discreta para llegar al Laberinto, usada por altos funcionarios cuando debían entrevistarse con los ministros del Pontífice; en los demás lugares el Laberinto estaba rodeado por paisajes mucho menos agradables, y el menos agradable era el desierto que estaba recorriendo Valentine. Pero era un consuelo saber que, pese a tener que avanzar por un territorio muerto, abandonarían el Laberinto por lado más halagüeño.

La superficie ocupada por el Laberinto era descomunal, y puesto que tenía muchos niveles, que descendían en espiral, dando vueltas y más vueltas hacia las entrañas del planeta, su población real era incalculable. El mismo Pontífice sólo ocupaba el sector más interno, al que prácticamente nadie tenía acceso. En la zona que rodeaba ese sector se hallaba el dominio de los ministros gubernamentales, una multitud de almas misteriosas y dedicadas que pasaban toda su vida trabajando bajo tierra, cumpliendo tareas que desafiaban la comprensión de Valentine: cuidando de archivos, promulgación de leyes tributarias, elaboración de censos, etcétera. Y en torno a la zona gubernamental se había formado, con el paso de miles de años, el protector pellejo externo del Laberinto, una maraña de pasillos circulares habitados por millones de sombríos personajes, burócratas, comerciantes, pordioseros, dependientes, rateros y quién sabía cuántos más; un mundo en sí mismo donde jamás se sentía la suave calidez del sol, donde no podían penetrar los fríos y limpios haces de luz lunar, donde la belleza, las maravillas y la alegría de Majipur habían sido cambiadas por los insípidos placeres de una vida subterránea.

Los coches flotantes siguieron la línea del montículo externo durante una hora, y finalmente llegaron a la Boca de las Hojas.

No era más que una abertura con techo de vigas que daba acceso a un túnel que desaparecía en la tierra. Una hilera de viejas y oxidadas espadas se hallaba dispuesta sobre cemento en la entrada, formando una barrera más simbólica que eficaz, ya que las hojas estaban muy separadas. ¿Cuánto tiempo es preciso que pase, se preguntó Valentine, para que una espada se oxide en este seco clima desértico?

Los guardianes del Laberinto se encontraban al otro lado de la entrada.

Había siete —dos yorts, un gayrog, un skandar, un líi y dos humanos— y todos iban enmascarados según la universal costumbre de los funcionarios del Pontífice. También la máscara era esencialmente simbólica, una mera franja de cierto material amarillo y lustroso, colocado en ángulo entre los ojos y el puente de la nariz de los humanos y lugares equivalentes del resto. Pero creaba en los guardianes un efecto de gran desafección, que era lo que se pretendía.

Los guardianes observaron en silencio, impasibles, a Valentine y sus acompañantes.

—Exigirán un precio de entrada —dijo Deliamber en voz baja—. Todo eso es tradicional. Acérquese a ellos y anuncie su misión.

—Soy Valentine —dijo Valentine a los guardianes—, hermano del difunto Voriax, hijo de la Dama de la Isla, y he venido para pedir audiencia al Pontífice.

Ni siquiera una presentación tan extravagante y provocativa produjo demasiada reacción a los enmascarados.

—El Pontífice no admite a nadie en su presencia —se limitó a contestar el gayrog.

—En ese caso pediré audiencia a sus ministros, que podrán transmitir mi mensaje al Pontífice.

—Tampoco ellos le recibirán —replicó un yort.

—En ese caso formularé una solicitud a los ayudantes de los ministros. O a los ayudantes de los ayudantes de los ministros, si es preciso. Lo único que os pido es que concedáis permiso de entrada a mí y a mis compañeros.

Los guardianes conferenciaron solemnemente, en tonos graves y monótonos. Era evidente que se trataba de un rito de carácter meramente mecánico, puesto que ninguno parecía prestar atención a lo que decían los demás. En cuanto cesaron los murmullos, el portavoz gayrog dio media vuelta para encararse con Valentine.

—¿Cuál es su ofrenda? —dijo.

—¿Ofrenda?

—El precio de entrada.

—Estipúlalo y lo pagaré.

Valentine hizo una seña a Shanamir, que llevaba una bolsa con monedas. Pero los guardianes se disgustaron, movieron la cabeza, y varios de ellos se alejaron cuando Shanamir sacó varias piezas de medio real.

—Nada de dinero —dijo desdeñosamente el gayrog—. Una ofrenda.

Valentine estaba desconcertado. Confuso, miró a Deliamber, que movió sus tentáculos, los agitó de arriba abajo en un rítmico gesto de lanzamiento. Valentine frunció el ceño. Por fin lo comprendió. ¡Juegos malabares!

—Sleet… Zalzan Kavol…

Sacaron mazas y pelotas de un coche. Sleet, Carabella y Zalzan Kavol se situaron entre los guardianes y, a una señal del skandar, empezaron a actuar. Inmóviles como estatuas, los siete enmascarados observaron. El trámite era tan ridículo que a Valentine le fue difícil mantener la seriedad de su expresión, y varias veces tuvo que contener la risa. Pero los tres malabaristas realizaron su número de forma austera y con suma dignidad, como si se tratara de un crucial rito religioso. Efectuaron tres tipos de intercambio, se detuvieron de común acuerdo e hicieron una rígida inclinación de cabeza a los guardianes. El gayrog asintió casi imperceptiblemente: el único agradecimiento por la actuación.

—Pueden entrar —dijo.

5

Condujeron los flotadores entre las hojas y entraron en un pequeño vestíbulo, sombrío y con olor a moho, que daba a una ancha calzada descendente. A poca distancia cruzaron un curvado túnel, el primer anillo del Laberinto.

El túnel tenía el techo muy elevado y estaba brillantemente iluminado, y bien podía haber sido una calle comercial de alguna laboriosa ciudad, con puestos, tiendas, peatones y vehículos de todos los tamaños que avanzaban flotando. Pero un instante de atenta inspección aclaraba que no era una arteria de Pidruid, ni de Piliplok, ni de Ni-moya. Las personas que iban por las calles eran espectralmente pálidas, tenían un fantasmal aspecto indicativo de vidas enteras pasadas lejos de los rayos del sol. Las vestimentas eran de un curioso estilo arcaico, y tenían apagados, oscuros colores. Había muchos individuos enmascarados, siervos de la burocracia pontificia, nada extraordinarios en el contexto del Laberinto y que se movían entre la multitud sin atraer la mínima atención por sus máscaras. Y todo el mundo, pensó Valentine, enmascarado o no, tiene una expresión tensa y contraída, una extraña apariencia de obsesión en los ojos y en la boca. Afuera, en el mundo del aire puro, bajo el cálido y alegre sol, la gente de Majipur sonreía libre y naturalmente, no sólo con los labios sino también con los ojos, con las mejillas, con todo su rostro, con toda su alma. Abajo, en la catacumba, las almas eran de un tipo distinto. Valentine se volvió hacia Deliamber.

—¿Sabe orientarse en este lugar?

—Rotundamente no. Pero los guías se acercarán de un modo muy fácil.

—¿Cómo?

—Detenga los coches, salga, mire alrededor, ponga cara de aturdimiento —dijo el vroon—. Tendrá guías en abundancia en cuestión de un minuto.

Costó menos que eso. Valentine, Sleet y Carabella salieron del coche, y en ese mismo momento un muchacho que no tendría más de diez años y que estaba corriendo por la calle en compañía de otros niños de menor edad, se volvió.

—¿Quieren que les enseñe el Laberinto? —dijo—. ¡Una corona, todo el día!

—¿Tienes algún hermano mayor? —preguntó Sleet.

El muchacho le lanzó una furibunda mirada.

—¿Cree que soy demasiado joven? ¡Pues sigan solos! ¡Oriéntense ustedes solos! ¡Se perderán antes de cinco minutos!

Valentine se echó a reír.

—¿Cómo te llamas?

—Hissune.

—¿Cuántos niveles hay que bajar, Hissune, antes de llegar al sector gubernamental?

—¿Quieren ir allí?

—¿Por qué no?

—Allí están todos locos —dijo el muchacho, haciendo una mueca—. Trabajo, trabajo, todo el día revolviendo papeles, refunfuñando y murmurando, trabajo duro y esperar que te asciendan a un nivel todavía más bajo. Les hablas y ni siquiera te contestan. Cabezas aturdidas de tanto trabajar. Está bajo siete niveles. Primero la Mansión de las Columnas, después el Corredor de los Vientos, el Paraje de las Máscaras, la Mansión de las Pirámides, la Mansión de los Globos, la Arena, y por fin se llega a la Casa de los Archivos. Les llevaré allí. Pero no por una corona.

—¿Cuánto?

—Medio real.

Valentine lanzó un silbido.

—¿Qué harías con tanto dinero?

—Compraría un manto para mi madre, y encendería cinco velas a la Dama, y conseguiría la medicina que necesita mi hermano. —El chico hizo un guiño—. Y a lo mejor un par de regalos para mí.

En el transcurso de esta conversación se había congregado una gran multitud, un mínimo de quince o veinte chiquillos que no superaban la edad de Hissune, algunos más jóvenes y varios adultos, todos apiñados en un apretado semicírculo y observando tensamente para comprobar si Hissune obtenía el empleo. Nadie pronunció una palabra, pero Valentine, por el rabillo del ojo, vio que los presentes se esforzaban en atraer su atención, poniéndose de puntillas o tratando de adoptar un aire experto y responsable. Si él rechazaba la oferta del chico, tendría cincuenta más un instante después, un alocado clamor de voces y una selva de manos agitadas. Pero Hissune parecía conocer su oficio, y su forma de ser, contundente y descaradamente cínica, poseía encanto.

—De acuerdo —dijo Valentine—. Condúcenos a la Casa de los Archivos.

—¿Todos estos coches son suyos?

—Ése, ése, aquél… sí, todos.

Hissune dio un silbido.

—¿Es usted importante? ¿De dónde viene?

—Del Monte del Castillo.

—Supongo que usted es importante —admitió el muchacho—. Pero si viene del Monte del Castillo, ¿qué hace en el lado de las Hojas del Laberinto?

El chico era listo.

—Hemos estado de viaje —dijo Valentine—. Acabamos de llegar de la Isla.

—Ah. —Los ojos de Hissune se abrieron más durante un instante, la primera ruptura de sus modales callejeros, de su desenvuelta indiferencia. No había duda de que la Isla era un lugar prácticamente mítico para él, tan remoto como las estrellas más lejanas, y pese a no quererlo reflejaba un reverente temor por encontrarse en presencia de una persona que había estado realmente allí. El muchacho se humedeció los labios—. ¿Y cómo debo llamarle? —preguntó después de unos instantes.

—Valentine.

—Valentine —repitió el chico—. Valentine del Monte del Castillo. Un nombre muy bonito. —Subió al primer coche flotante. Mientras Valentine se acomodaba a su lado, Hissune dijo—: ¿De verdad? ¿Valentine?

—De verdad.

—Un nombre muy bonito —dijo de nuevo—. Págueme medio real, Valentine, y le enseñaré el Laberinto.

Medio real, Valentine lo sabía, era un precio excesivo, la paga de varios días de un artesano experto, y sin embargo no puso reparo: no parecía apropiado que un hombre de su posición regateara con un niño. Hissune, quizá, había hecho el mismo cálculo. En cualquier caso el precio vino a ser una inversión de mérito, porque el chico demostró ser un experto en las vueltas y recodos del Laberinto, y los condujo con sorprendente rapidez hacia las espirales más bajas y profundas del lugar. Descendieron, descendieron y dieron vueltas, doblaron inesperadas curvas y atajaron por estrechas callejuelas apenas transitables, bajaron por ocultas rampas que parecían atravesar improbables abismos de espacio.

El Laberinto fue haciéndose más oscuro e intrincado conforme descendían. Sólo el nivel más externo se hallaba bien iluminado. Los círculos internos eran sombríos y siniestros, con lóbregos corredores que salían de los principales en inverosímiles direcciones, y vislumbres de extrañas estatuas y adornos arquitectónicos vagamente visibles en los tenebrosos, depresivos rincones. El lugar turbó a Valentine. Exudaba moho e historia, poseía la frígida humedad de las cosas inimaginablemente antiguas, carecía de sol, aire y alegría, era una gigantesca caverna de melancólicas, desconsoladas tinieblas en las que se movían ceñudas figuras de severas miradas cumpliendo diligencias tan misteriosas como sus sombrías identidades.

Hacia abajo, hacia abajo, hacia abajo…

El chico mantuvo un constante flujo de charla. Era un niño con extraordinaria locuacidad, vivaz y gracioso, quizá un producto impropio del mórbido lugar. Se refirió a turistas de Ni-moya que se perdieron entre el Corredor de los Vientos y el Paraje de las Máscaras durante un mes; vivieron con las migajas proporcionadas por moradores de inferior categoría social, pero su desmesurado orgullo les impidió admitir que eran incapaces de encontrar la salida. Hissune habló del arquitecto de la Mansión de los Globos, que alineó los esferoides en ese complejo lugar con respecto a cierto sistema numerológico de monumental complicación; después descubrió que los obreros, tras perder el libro de claves de los planes, habían trasladado las esferas de acuerdo con un improvisado sistema que inventaron; el arquitecto se arruinó al reconstruir el conjunto del modo correcto corriendo él con todos los gastos, y finalmente averiguó que sus cálculos eran erróneos y que la configuración era imposible.

—Lo enterraron en el mismo sitio donde cayó —dijo Hissune.

Y el chico narró la historia del Pontífice Arioc, el hombre que con ocasión de quedar vacante el cargo de Dama, se proclamó hembra, se nombró ocupante de la Isla y abdicó de su trono. Descalzo y ataviado con holgados vestidos, dijo Hissune, Arioc abandonó públicamente las entrañas del Laberinto, seguido por un grupo de desesperados ministros que trataban de disuadirle de emprender ese rumbo.

—En este lugar —explicó Hissune—, Arioc convocó a la gente y anunció que era la nueva Dama, y pidió una carroza para ir a Stoien. Y los ministros no pudieron hacer nada. ¡Nada! Me gustaría haber visto sus caras.

Descendieron…

La caravana descendió durante todo el día. Atravesaron la Mansión de las Columnas, donde millares de enormes pilares de color gris brotaban como titánicas setas; ociosos estanques de agua negra y grasienta cubrían el suelo de piedra hasta una profundidad de poco más de un metro. Cruzaron el Corredor de los Vientos, un terrorífico lugar donde frías ráfagas de aire surgían inexplicablemente de rejillas de piedra de elegante talla. Vieron el Paraje de las Máscaras, un tortuoso corredor en el que gigantescas caras sin cuerpo, con ciegas, vacías rendijas como ojos, aparecían montadas en plintos de mármol. Contemplaron la Mansión de las Pirámides, un bosque de figuras poliédricas, rígidas y blancas, dispuestas tan juntas que era imposible avanzar entre ellas, un puntiagudo laberinto de monolitos, algunos perfectamente tetraédricos pero la mayoría extrañamente alargados, larguiruchos, ominosos. En el nivel inferior erraron por la célebre Mansión de los Globos, una estructura más compleja todavía de dos kilómetros y medio de longitud, donde objetos esféricos, algunos no mayores que un puño y otros tan grandes como dragones marinos de enorme tamaño, colgaban espectralmente e invisiblemente suspendidos, iluminados desde abajo. Hissune mostró interés en indicar dónde estaba la tumba del arquitecto: un sepulcro sin lápida, una losa de negra piedra bajo el globo de mayor tamaño.

Descendieron, descendieron…

Valentine no vio nada de esto en su anterior visita. Desde la Boca de las Aguas se descendía con rapidez, a través de pasadizos usados únicamente por la Corona y el Pontífice, hacia el cubil imperial situado en el corazón del Laberinto.

Algún día, pensó Valentine, si vuelvo a ser Corona, deberé suceder a Tyeveras como Pontífice. Y cuando ese día llegue haré saber al pueblo que no deseo vivir en el Laberinto, sino construir un palacio en otro sitio más alegre.

Valentine sonrió. Se preguntó cuántas Coronas antes que él, al ver la espantosa enormidad del Laberinto, habían hecho el mismo voto. Y sin embargo, todos ellos, tarde o temprano, se retiraron del mundo y fijaron residencia allí abajo. Era muy fácil, cuando se tenía juventud y plena vitalidad, tomar tales resoluciones, sacar el pontificado de Alhanroel y llevarlo a cierto punto conveniente del continente más joven, tal vez a Ni-moya, o a Dulorn, y vivir en medio de bellezas y placeres. Valentine tuvo dificultades para imaginar que se emparedaba de un modo voluntario en el fantástico y repelente Laberinto. Pero a pesar de todo, a pesar de todo, todos los monarcas lo hicieron: Dekkeret, Confalume, Prestimion, Stiamot, Kinniken y otros de épocas pasadas. Todos abandonaron el Monte del Castillo y se trasladaron al oscuro agujero cuando llegó el momento. Tal vez no fuera tan malo como parecía. Quizá cuando se es Corona durante mucho tiempo uno se alegra de retirarse de las alturas del Monte del Castillo. Meditaré más estos asuntos, se dijo Valentine, cuando sea el momento oportuno.

La caravana de coches flotantes dobló una cerrada curva y entró en un nuevo nivel.

—La Arena —anunció con énfasis Hissune.

Valentine contempló una inmensa cámara vacía, tan enorme en longitud y anchura que fue incapaz de ver los muros, sólo el parpadeo de distantes luces en los ensombrecidos rincones. No había apoyos visibles para el lecho. Era sorprendente pensar en el descomunal peso de los niveles superiores, los millones de personas, las interminables y tortuosas calles y callejuelas, los edificios, estatuas y vehículos, todo ello comprimiendo el techo de la Arena, y que esa vasta nada resistiera la colosal presión.

—Escuchen —dijo Hisssune.

Salió del coche, se llevó las manos a la boca y soltó un penetrante grito. Hubo ecos, claros sonidos de puñaladas que rebotaban en una u otra pared, los primeros amplificados, los demás degradados hasta quedar reducidos a los gorjeos y chirridos de los droles. El muchacho lanzó otro grito, y otro después de aquél, y de ese modo los sonidos se estrellaron y reverberaron alrededor de la caravana durante más de un minuto. Luego, tras una sonrisa de superioridad, Hissune regresó al coche.

—¿Qué utilidad tiene este lugar? —inquirió Valentine.

—Ninguna.

—¿Ninguna? ¿No sirve para nada?

—Sólo es un espacio vacío. El Pontífice Dizimaule quiso que hubiera aquí un gran espacio vacío. Aquí nunca sucede nada. Nadie obtiene permiso para construir en este lugar, y no quiero decir que haya alguien que lo solicite. La Arena reposa, sólo eso. Produce buenos ecos, ¿no les parece? Ése es el único uso que tiene. Salga, Valentine, haga un eco.

Valentine sonrió y sacudió la cabeza.

—En otra ocasión —dijo.

La travesía de la Arena pareció precisar el día entero. Avanzaron sin descanso, sin poder ver un muro o una columna. Era igual que atravesar una llanura despejada, excepto por el techo, vagamente visible a gran altura. Valentine tampoco logró discernir el instante en que empezaron a salir de la Arena. Al cabo de un rato se dio cuenta de que el suelo del lugar se había convertido en una rampa, y de que había efectuado una transición casi imperceptible a un nivel inferior que devolvió los vehículos a la acostumbrada y claustrofóbica estrechez de las espirales del Laberinto. Mientras seguían descendiendo, el nuevo corredor semicircular fue haciéndose más brillante, hasta que no tardó en estar casi tan bien iluminado como el nivel próximo a la entrada donde se hallaban las tiendas y los mercados. Más adelante, elevándose a extraordinaria altura ante los viajeros, había una pantalla de extraño diseño en la que se veían diversas inscripciones en relucientes y luminosos colores.

—Estamos llegando a la Casa de los Archivos —dijo Hissune—. No puedo acompañarles más lejos.

De hecho la calle terminaba en una plaza pentagonal situada frente a la gran pantalla que, vio entonces Valentine, era una especie de crónica de Majipur. En el lado izquierdo estaban los nombres de las Coronas, una lista tan larga que Valentine apenas pudo leer la parte superior. En el lado derecho se hallaba la correspondiente relación de pontífices. Junto a todos los nombres se leía la época de reinado.

Los ojos de Valentine recorrieron las listas. Cientos y cientos de nombres, algunos muy conocidos, los resonantes nombres de la historia del planeta, Stiamot, Thimin, Confalume, Dekkeret, Prestimion, y otros que eran simples disposiciones de letras, nombres que Valentine había visto cuando, siendo niño, pasaba tardes lluviosas leyendo las listas de los Poderes de Majipur, pero cuyo significado consistía en que formaban parte de la relación: Prakipin, Hunzimar, Meyk, Struin, Scaul y Spurifon. Estos últimos eran hombres que habían detentado el poder en el Monte del Castillo y luego en el Laberinto hacía mil, tres mil, cinco mil años, hombres que habían sido el centro de todas las conversaciones, el objeto de todos los homenajes, que habían danzado en el escenario imperial y ejecutado su espectáculo antes de esfumarse en la historia. Lord Spurifon, pensó Valentine. Lord Scaul. ¿Quiénes fueron esos hombres? ¿De qué color fue su cabello, qué diversiones prefirieron, qué leyes promulgaron, con cuánta calma y valentía se enfrentaron a la muerte? ¿Qué impacto causaron en las vidas de los millones de almas de Majipur, o no causaron ninguno? Algunos, vio Valentine, habían gobernado pocos años como Coronas, conducidos rápidamente al Laberinto a causa del fallecimiento de un Pontífice. Y otros habían ocupado la cumbre del Monte del Castillo durante una generación. Lord Meyk, Corona durante treinta años y Pontífice durante… Valentine escrutó la aturdidora relación: Pontífice durante veinte años más. Cincuenta años de poder supremo, ¿y quién sabía algo de lord Meyk y Meyk el Pontífice en los tiempos modernos?

Valentine observó la parte inferior de las listas, el punto donde se desvanecían en un vacío. Lord Tyeveras… lord Malibor… lord Voriax… lord Valentine…

Ahí terminaba la lista del lado izquierdo, naturalmente. Lord Valentine, reinado de tres años e inconcluso…

Lord Valentine, al menos, sería recordado. A él no le estaba reservado el olvido como a los Spurifon y Scaul, porque en Majipur la gente narraría la historia, en las generaciones futuras, del joven moreno que fue arrojado mediante traición al cuerpo de un hombre rubio, y que perdió su trono por culpa del hijo del Rey de los Sueños. Pero ¿qué dirían de él ¿Que fue un cándido necio, un personaje tan cómico como Arioc que se proclamó Dama de la Isla? ¿Que fue un hombre apocado incapaz de protegerse del mal? ¿Que sufrió una asombrosa caída, y que recuperó valientemente su trono? ¿Cómo narrarían la historia de lord Valentine dentro de mil años? Valentine imploró una cosa, mientras se hallaba ante la gran lista de la Casa de Archivos: que no se dijera de lord Valentine que había recuperado el trono con magnífico heroísmo para después gobernar con debilidad y sin tino durante cincuenta años. Mejor ceder el Castillo al Barjazid que ser famoso por eso.

Hissune estaba tirándole de la mano.

—¿Valentine?

Bajó la mirada, sorprendido.

—Le dejo aquí —dijo el chico—. La gente del Pontífice no tardará en presentarse.

—Gracias, Hissune, por todo lo que has hecho. ¿Pero cómo vas a volver por tus propios medios? Hissune le hizo un guiño.

—No será a pie, se lo prometo. —Levantó los ojos solemnemente y, tras una pausa, dijo—: ¿Valentine?

—¿Sí?

—¿No debería ser moreno y tener barba?

Valentine se rió.

—¿Piensas que soy la Corona?

—¡Oh, sé que lo es! Está escrito en su cara. Pero… pero su cara está cambiada.

—No es una mala cara —dijo despreocupadamente Valentine—. Un poco más benévola que la vieja, y quizá más atractiva. Creo que me quedaré con ella. Supongo que su primer poseedor ya no la necesita.

El muchacho tenía los ojos muy abiertos.

—¿Está disfrazado, entonces?

—Digamos que sí.

—Así lo creía. —Hissune puso su manita en la mano de Valentine—. Bueno, buena suerte, Valentine. Si alguna vez vuelve al Laberinto, pregunte por mí y seré su guía otra vez. Y la próxima vez lo haré gratis. Recuerde mi nombre: Hissune.

—Adiós, Hissune.

El chico hizo otro guiño, y se fue.

Valentine miró de nuevo la gran pantalla de la historia.

Lord Tyeveras… lord Malibor… lord Voriax… lord Valentine…

Y quizá algún día lord Hissune, pensó. ¿Por qué no? El muchacho parecía tan calificado, al menos, como muchos que habían gobernado, y probablemente habría tenido la suficiente sensatez para no beber vino drogado de Dominin Barjazid.

Debo recordarle, se dijo Valentine, debo recordarle.

6

De una puerta situada al otro lado de la plaza de la Casa de los Archivos surgieron tres personas, una yort y dos humanos, con las máscaras de los funcionarios del Laberinto. Avanzaron pausadamente hacia el lugar donde estaban Valentine, Deliamber, Sleet y otros.

La yort hizo una minuciosa inspección de Valentine y no reflejó temor o admiración.

—¿Tiene algo que hacer aquí? —preguntó.

—Solicitar una audiencia al Pontífice.

—Una audiencia del Pontífice —repitió la yort, asombrada, como si Valentine hubiera dicho «Solicito un par de alas» o «Solicito permiso para beber el océano hasta dejarlo seco»—.

¡Una audiencia del Pontífice! —Se echó a reír—. El Pontífice no concede audiencias.

—¿Son ustedes ministros importantes?

La risa fue más sonora.

—Esto es la Casa de los Archivos, no la Mansión de los Tronos. Aquí no hay ministros de estado.

Los tres funcionarios dieron media vuelta y se alejaron hacia la puerta.

—¡Esperen! —gritó Valentine.

Se deslizó en el estado de sueño y envió una perentoria visión hacia ellos. La visión no tenía un contenido específico, sólo una sensación, amplia y general, de que la estabilidad de las cosas se hallaba en peligro, que la burocracia misma estaba sumamente amenazada, y que sólo ellos podían contener las fuerzas del caos. Los funcionarios siguieron andando, y redobló la intensidad de su envío, hasta que empezó a sudar y temblar a causa del esfuerzo. Los tres se detuvieron. La yort se volvió.

—¿Qué pretende? —preguntó ella.

—Que nos permitan ver a los ministros del Pontífice. Hubo una susurrante conferencia.

—¿Qué hacemos? —preguntó Valentine a Deliamber—. ¿Un número de juegos malabares?

—Intente tener paciencia —murmuró el vroon.

A Valentine le resultó difícil, pero se calló y, al cabo de unos instantes, los funcionarios se acercaron para decir que podía entrar él y cinco de sus acompañantes. Los demás debían buscar alojamiento en un nivel superior. Valentine frunció el entrecejo. Pero era inútil discutir con los enmascarados. Eligió a Deliamber, Carabella, Sleet, Asenhart y Zalzan Kavol para que continuaran a su lado.

—¿Cómo van a encontrar alojamiento los demás? —preguntó.

La yort contestó con indiferencia que el problema no era de su incumbencia.

De entre las sombras, a la izquierda de Valentine, surgió una voz clara y fuerte.

—¿Alguien necesita un guía para ir a los niveles superiores? Valentine contuvo la risa.

—¿Hissune? ¿Aún estás aquí?

—Pensé que podían necesitarme.

—Te necesitamos. Busca un lugar decente para que los míos se alojen, en el anillo exterior, cerca de la Boca de las Aguas, donde puedan esperarme hasta que termine mis asuntos aquí abajo.

Hissune asintió.

—Sólo pido tres coronas.

—¿Qué? ¡Pero si igualmente tienes que subir! Y hace cinco minutos has dicho que la próxima vez que fueras mi guía, no cobrarías nada.

—Eso será la próxima vez —replicó gravemente Hissune—. Ahora sigue siendo la misma vez. ¿Quiere privar de sustento a un pobre niño?

Valentine suspiró.

—Dale tres coronas —dijo a Zalzan Kavol.

El muchacho subió al primer coche. Al poco rato la caravana dio la vuelta y partió. Valentine y sus cinco acompañantes cruzaron la entrada de la Casa de los Archivos.

Los pasillos iban en todas direcciones. En cubículos pobremente iluminados, los oficinistas se inclinaban sobre montones de documentos. El ambiente, aunque olía a moho, era muy seco; la sensación general que producía el lugar era mucho más repelente que en los anteriores niveles. Se trataba, comprendió Valentine, del núcleo administrativo de Majipur, el lugar donde se ejecutaba el trabajo real de gobernar a veinte mil millones de almas. Le sobrecogió el conocimiento de que aquellos escurridizos gnomos, aquellos seres amadrigados en la tierra, detentaban el poder real del mundo.

Valentine había tendido a pensar que era la Corona el auténtico rey, y que el Pontífice era un mero testaferro. La Corona era el personaje al que todos veían dirigir activamente las fuerzas del orden siempre que el caos constituía una amenaza, mientras que el Pontífice permanecía oculto entre paredes y sólo abandonaba el Laberinto por gravísimas razones de estado.

Pero Valentine ya no estaba tan seguro de su idea.

El Pontífice podía ser simplemente un viejo loco, pero sus subordinados, cientos de miles de vulgares burócratas con extrañas máscaras, quizá ejercían en conjunto más autoridad sobre Majipur que la ostentosa Corona y sus principescos ayudantes. Allí abajo se determinaban las nóminas tributarias, se ajustaban las balanzas de comercio entre provincias, se coordinaba el mantenimiento de carreteras, parques, centros educativos y demás funciones bajo control provincial. Valentine no estaba convencido, ni mucho menos, de que fuera posible un verdadero gobierno central en un mundo tan grande como Majipur, pero como mínimo existían las formas básicas de dicho gobierno central, los principios estructurales. Y mientras recorría la maraña interna del Laberinto, Valentine vio que gobernar en Majipur no consistía en hacer grandes procesiones y enviar sueños. La poderosa burocracia que se ocultaba allí efectuaba buena parte de la tarea.

Y él estaba atrapado en las redes de esa burocracia. Varios niveles por debajo de la Casa de los Archivos había alojamiento para delegados provinciales que visitaban el Laberinto por asuntos de gobierno. Allí Valentine recibió una serie de modestas habitaciones, y allí permaneció, sin que nadie le hiciera caso, los días siguientes. No parecía existir medio alguno para pasar de ese punto. Como Corona habría tenido derecho a ver inmediatamente al Pontífice; pero no era la Corona, no en el sentido eficaz, y afirmar que lo era imposibilitaría cualquier avance casi con toda certeza.

Valentine recordó, después de mucho hurgar en su memoria, los nombres de los principales ministros del Pontífice. Si las cosas no habían cambiado en los últimos tiempos, Tyeveras disponía de cinco plenipotenciarios allegados a él: Hornkast, primer portavoz; Dilifon, secretario personal; Shinaam, de raza gayrog, ministro de asuntos exteriores; Sepulthrove, ministro de asuntos científicos y médico personal; y Narrameer, la oráculo del Pontífice, de la que se rumoreaba que era la más poderosa de los cinco, la consejera que había elegido a Voriax y luego a Valentine como Coronas.

Pero llegar a cualquiera de los cinco era tan difícil como ver al Pontífice. Igual que Tyeveras, todos estaban enterrados en las profundidades, eran seres remotos e inaccesibles. La habilidad de Valentine con el aro que le entregó su madre no llegaba al punto de establecer contacto con la mente de un desconocido, a desconocida distancia.

No tardó en enterarse de que dos funcionarios menores, pero de cierta importancia pese a todo, eran los guardianes de los niveles centrales del Laberinto. Se trataba de los mayordomos imperiales: Dondak-Sajamir, de raza susúheri, y Gitamorn Suul, de raza humana.

—Pero —dijo Sleet, que había estado hablando con los responsables del hostal— los dos mayordomos se enemistaron hace un año o más. Cooperan entre ellos lo menos posible. Y tú precisas la aprobación de ambos para ver a los ministros principales.

Carabella dio un bufido de indignación.

—¡Vamos a pasar el resto de nuestra vida pudriéndonos bajo tierra! Valentine, ¿qué nos importa el Laberinto? ¿Por qué no nos marchamos de aquí y vamos directamente al Monte del Castillo?

—Lo mismo pienso yo —dijo Sleet. Valentine sacudió la cabeza.

—El apoyo del Pontífice es esencial. Eso me dijo la Dama, y estoy de acuerdo.

—¿Esencial para qué? —inquirió Sleet—. El Pontífice duerme muy bajo tierra. No sabe nada de nada. ¿Acaso tiene un ejército que pueda prestarte? ¿Existe el Pontífice?

—El Pontífice tiene un ejército de insignificantes oficinistas y funcionarios —observó mansamente Deliamber—. Comprobaremos que son extremadamente útiles. Ellos, no los soldados, controlan el equilibrio de poder en nuestro mundo.

Sleet no estaba convencido.

—Yo digo, que icen la bandera del estallido estelar, que suenen las trompetas, que redoblen los tambores, y que recorramos Alhanroel para anunciar a Valentine como la Corona y para que todo el mundo conozca la jugarreta de Dominin Barjazid. En todas las ciudades que visitemos, Valentine se entrevistará con las personalidades clave y obtendrá su apoyo gracias a su cordialidad y sinceridad, y quizá con una ayudita del aro de la Dama. Cuando llegues al Monte del Castillo, diez millones de personas marcharán detrás de ti, ¡y el Barjazid se rendirá sin una sola batalla!

—Bonita visión —dijo Valentine—. Pero sigo opinando que los medios del Pontífice deben actuar en nuestro provecho antes de intentar un reto abierto. Haré visitas a los dos mayordomos.

Por la tarde, Valentine fue conducido a la oficina de Dondak-Sajamir: un despacho sorprendentemente desolado y pequeño, en las profundidades de una maraña de diminutos cubículos para oficinistas. Durante más de una hora Valentine tuvo que esperar en un angosto y desolado vestíbulo, antes de que le admitieran ver al mayordomo.

Valentine no estaba completamente seguro sobre cómo conducirse ante un susúheri. ¿Una cabeza era Dondak y la otra Sajamir? ¿Había que dirigir la palabra a ambas a la vez, o sólo a la cabeza que hablaba contigo? ¿Era correcto desviar la atención de una a otra cabeza mientras se hablaba?

Dondak-Sajamir contempló a Valentine como si estuviera en un lugar muy elevado. Hubo un tenso silencio en el despacho mientras los cuatro ojos, verdes y fríos, del mayordomo inspeccionaban sin pasión alguna al visitante. El susúheri era una criatura cenceña, alargada, calva y lisa de piel, con una forma tubular, carente de hombros, y un cuello que parecía una varilla y se alzaba igual que un pedestal hasta una altura de veinte o veinticinco centímetros y se bifurcaba para servir de apoyo a sus dos cabezas, estrechas y ahuesadas. Dondak-Sajamir lucía tal aire de superioridad que se podía pensar fácilmente que el cargo de mayordomo del Pontífice era mucho más importante que el mismo cargo de Pontífice. Pero parte de esa frígida altanería, Valentine lo sabía, era simplemente una función de la raza del mayordomo: un susúheri tenía esa apariencia, imperiosa y despreciativa por naturaleza.

—¿Para qué ha venido aquí? —dijo finalmente la cabeza izquierda de Dondak-Sajamir.

—Para solicitar audiencia a los principales ministros del Pontífice.

—Eso explica su carta. ¿Pero qué asunto ha de tratar con ellos?

—Un asunto de extremada urgencia, un asunto de estado.

—¿Sí?

—Como es lógico, usted no esperará que yo lo discuta con una persona que no tiene el más alto grado de autoridad.

Dondak-Sajamir consideró interminablemente esa observación. Cuando habló de nuevo, lo hizo con la cabeza de la derecha. La segunda voz era mucho más grave que la primera.

—Si hago perder el tiempo a los ministros principales, lo pasaré mal.

—Si pone obstáculos para que los vea, también lo pasará mal, a la larga.

—¿Una amenaza?

—De ningún modo. Sólo puedo decirle que las consecuencias de que ellos no reciban la información de que soy portador serán muy graves para todos… y es indudable que los ministros se angustiarán al saber que usted evitó que la información llegara a ellos.

—No depende sólo de mí —dijo el susúheri—. Hay un segundo mayordomo, una mujer, y debemos actuar conjuntamente en la aprobación de solicitudes de este tipo. Usted no ha hablado todavía con mi colega.

—No.

—Ella está loca. Desde hace muchos meses se niega a colaborar conmigo, de un modo deliberado y malévolo. —Dondak-Sajamir hablaba ahora con las dos cabezas al mismo tiempo, en tonos que no diferían una octava. El efecto era raramente desconcertante—. Aunque yo diera mi aprobación ella se negaría. Jamás verá a los ministros principales.

—¡Pero esto es imposible! ¿No podemos pasar por encima de ella?

—Sería ilegal.

—Pero si ella bloquea todos los procedimientos legales… El susúheri no se inmutó.

—La responsabilidad es de ella.

—No —dijo Valentine—. ¡Ambos la compartirán! No me diga que no puedo avanzar simplemente porque ella va a negarse a cooperar, ¡cuando la supervivencia del mismo gobierno está en juego!

—¿Opina usted así? —preguntó Dondak-Sajamir.

La pregunta dejó confuso a Valentine. ¿Qué estaba poniendo en tela de juicio el susúheri, la idea de una amenaza al reino, o simplemente la noción de que él compartiera la responsabilidad de haber puesto pegas a Valentine?

—¿Qué me sugiere que haga? —dijo Valentine, al cabo de un instante.

—Regrese a su hogar —dijo el mayordomo—. Lleve una vida provechosa y feliz y deje los problemas de gobierno en manos de las personas cuyo destino es luchar con ellos.

7

Valentine no obtuvo más satisfacción de Gitamorn Suul. El otro mayordomo era menos arrogante que el susúheri, pero apenas más cooperativo.

Era una mujer con diez o doce años más que Valentine, alta y morena de aspecto profesional, competente. No parecía estar loca. En su escritorio, en una oficina notablemente más alegre y atractiva, aunque no de mayores dimensiones que la de Dondak-Sajamir, había una carpeta que contenía la solicitud de Valentine. Gitamorn Suul la tocó varias veces con los dedos.

—No puede verlos, ¿sabe? —dijo.

—¿Puedo saber por qué no?

—Porque nadie los ve.

—¿Nadie?

—Nadie que venga del exterior. Esto ya no se hace.

—¿Debido a las fricciones entre usted y Dondak-Sajamir? Los labios de Gitamorn Suul se torcieron de irritación.

—¡Ese idiota! Pero, no, aunque él cumpliera correctamente sus obligaciones, seguiría siendo imposible que usted hablara con los ministros. No quieren que se les moleste. Tienen graves responsabilidades. El Pontífice está viejo, ya sabe. Dedica poco tiempo a los asuntos de gobierno, y en consecuencia ha aumentado la carga de quienes le rodean. ¿Lo comprende?

—Debo ver a los ministros —dijo Valentine.

—No puedo hacer nada. Ni por la razón más urgente puedo molestarlos.

—Suponga —dijo lentamente Valentine— que la Corona ha sido destronada, y que un falso gobernante detenta el poder en el Castillo.

La mayordomo levantó la máscara y miró a Valentine, asombrada.

—¿Eso es lo que quiere decirles? Muy bien. Solicitud denegada. —Mientras se levantaba, la mujer le hizo vivos gestos para que se fuera—. Ya tenemos bastantes locos en el Laberinto para que vengan otros de…

—Aguarde —dijo Valentine.

Se dejó poseer por el estado de trance, y requirió el poder del aro. Desesperadamente, proyectó su alma hacia la de Gitamorn Suul, la alcanzó, la envolvió. Revelar tantos detalles a funcionarios menores no formaba parte de su plan, pero no había más alternativa que ganar la confianza de aquella mujer. Valentine mantuvo el contacto hasta que notó mareo y debilidad. Luego se separó y se apresuró a volver al estado completamente consciente. Ella estaba mirándole, confusa. Sus mejillas se habían encendido, sus ojos reflejaban frenesí, su respiración era fatigosa a causa de la agitación. Pasaron unos instantes antes de que lograra hablar.

—¿Qué tipo de truco es éste?

—No es un truco. Soy el hijo de la Dama, y ella misma me enseñó el arte de los envíos.

—Lord Valentine es un hombre moreno.

—Así era. Pero dejó de serlo.

—¿Me pide que crea…?

—Por favor —dijo Valentine. Puso en esas palabras toda la fuerza de su espíritu—. Por favor. Créame. Todo depende de que yo explique los hechos al Pontífice.

Pero el recelo de la mujer era profundo. Gitamorn Suul no se arrodilló, no rindió homenaje, no hizo el signo del estallido estelar, sólo reflejaba una repentina confusión, como si estuviera inclinada a creer en la certeza de la grotesca historia pero deseara que Valentine hubiera recurrido a otro funcionario.

—El susúheri vetará cualquier cosa que yo proponga.

—¿Aunque le muestre lo que acabo de mostrarle a usted?

—Su obstinación es legendaria. No aprobaría una recomendación firmada por mí aunque fuera para salvar la vida del Pontífice.

—¡Pero esto es una locura!

—Ciertamente. ¿Ha hablado con él?

—Sí —dijo Valentine—. Se mostró poco amistoso e inflado de orgullo. Pero no loco.

—Trátele un poco más —aconsejó Gitamorn Suul— antes de formarse un juicio definitivo.

—¿Y si falsificáramos su aprobación, de forma que yo pudiera introducirme sin su conocimiento? La mujer se sobresaltó.

—¿Quiere que cometa un delito?

Valentine se esforzó en mantener calmado su ánimo.

—Ya se ha cometido un delito, y no insignificante —dijo en voz grave y firme—. Yo soy la Corona de Majipur, depuesto mediante traición. Su ayuda es vital para mi restauración.¿No anula eso las normas? —Valentine se inclinó hacia la mujer—. El tiempo pasa. El Monte del Castillo aloja a un usurpador. Yo estoy yendo de un lado a otro, entre subordinados del Pontífice, cuando debería estar al mando de un ejército de liberación al otro lado de Alhanroel. Déme su aprobación, déjeme proseguir, y habrá una recompensa para usted cuando todo vuelva a ser como antes en Majipur.

Los ojos de la mujer se habían enfriado, eran repentinamente cortantes.

—Su relato exige mucho de mi capacidad para creer. ¿Y si es falso? ¿Cómo sé que usted no está al servicio de Dondak-Sajamir?

Valentine gruñó.

—Le suplico…

—No. Es muy probable. Esto puede ser una trampa. Usted, su fantástica historia, una especie de hipnosis… todo ideado para destruirme, para que nadie estorbe al susúheri, para conferirle el supremo poder que desea desde hace tanto tiempo…

—Le juro por la Dama mi madre que no le he mentido.

—Un verdadero criminal juraría por la madre de cualquiera. ¿Pero qué se ha creído?

Valentine vaciló y después extendió resueltamente las manos y cogió las de Gitamorn Suul. Miró fijamente los ojos de la mujer. Estaba a punto de hacer algo desagradable, pero también era desagradable todo lo que los insignificantes burócratas habían hecho con él. Era el momento de mostrar cierta desfachatez, o de lo contrario permanecería enredado ahí abajo siempre.

—Aunque yo estuviera al servicio de Dondak-Sajamir —dijo, con la cara muy cerca de la mayordomo— Jamás podría traicionar a una mujer tan hermosa como usted.

Ella reaccionó desdeñosamente. Pero el color llameaba de nuevo en sus mejillas.

—Confíe en mí —siguió diciendo Valentine—. Créame. Soy lord Valentine, y usted será una de las heroínas de mi regreso.

Sé qué es lo que más desea en el mundo, y será suyo cuando yo recupere el Castillo.

—¿Lo sabe?.

—Sí —musitó Valentine, mientras acariciaba con suavidad las manos que ahora descansaban, flácidas, en las suyas—. Tener total autoridad sobre el Laberinto interno, ¿no es eso? Ser la única mayordomo.

Ella asintió como si soñara.

—Lo conseguirá —dijo Valentine—. Sea mi aliada, y Dondak-Sajamir perderá su puesto, por convertirse en obstáculo para mí.¿Lo hará? ¿Me ayudará a llegar a los ministros principales, Gitamorn Suul?

—Será… difícil…

—¡Pero puede hacerse! ¡Todo puede hacerse! Y cuando yo sea la Corona de nuevo, ¡el susúheri perderá su puesto! Se lo prometo.

—¡Júrelo!

—Lo juro —dijo apasionadamente Valentine sintiéndose vil y depravado—. Lo juro por el nombre de mi madre. Lo juro por todo lo que es sagrado. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —dijo ella con un ligero temblor en la voz—.¿Pero cómo lo haremos? Usted necesita ambas firmas en el pase, y si él ve la mía, se negará a poner la suya.

—Redacte un pase y fírmelo. Yo veré otra vez al susúheri y lo convenceré de que lo refrende.

—Jamás lo hará.

—Yo me encargaré de persuadirlo. A veces soy persuasivo. En cuando tenga su firma, podré entrar en el Laberinto interno y lograr lo que debo lograr. Cuando salga, tendré toda la autoridad de la Corona…y haré que destituyan a Dondak-Sajamir, se lo prometo.

—¿Pero cómo piensa obtener su firma? ¡Hace meses que se niega a refrendar un solo documento!

—Déjelo de mi cuenta —dijo Valentine.

Gitamorn Suul sacó de su escritorio un cubo de color verde oscuro de cierto material brillante y liso y lo colocó unos instantes en una máquina que emitía un incandescente fulgor amarillo. Cuando lo extrajo la superficie del cubo estaba imbuida de una nueva brillantez.

—Tenga. Éste es su pase. Pero le advierto que carece de valor sin el refrendo de mi colega.

—Yo lo conseguiré —dijo Valentine.

Volvió a visitar a Dondak-Sajamir. El susúheri se mostró reacio a recibirle, pero Valentine perseveró.

—Ahora comprendo su aversión a Gitamorn Suul —dijo. El mayordomo sonrió fríamente.

—¿No le parece odiosa? Supongo que ella rechazó su solicitud.

—Oh, no —dijo Valentine. Sacó el cubo de su manto y lo puso delante del mayordomo—. La aceptó gustosamente, tras saber que usted se había negado y que el permiso carecería de valor. Fue otro tipo de rechazo el que me hirió profundamente.

—¿Y qué rechazo fue ése?

—Esto puede parecerle absurdo —dijo serenamente Valentine—, o incluso repulsivo, pero la belleza de su colega me sedujo de un modo increíble. Para unos ojos humanos, debo explicárselo, esa mujer tiene una extraordinaria presencia física, un porte airoso, una luminosa fuerza erótica, esa… Bien, no importa. Me confié a ella de una forma vergonzosamente ingenua. Quedé al descubierto, vulnerable. Y ella se burló cruelmente de mí. Me despreció de un modo que fue como si una hoja se retorciera en mis órganos vitales. ¿Puede usted comprender que ella fuera tan despiadada, tan despreciativa, con un extraño que sólo experimentaba por ella los sentimientos más cordiales y profundamente apasionados posibles?

—Su belleza escapa a mi comprensión —dijo Dondak-Sajamir—. Pero conozco perfectamente su frialdad y su arrogancia.

—Ahora comparto su enemistad hacia ella —dijo Valentine—. Si desea contar con mis servicios, se los ofrezco, para que podamos actuar juntos y destruir a esa mujer.

—Sí —dijo Dondak-Sajamir, muy pensativo—. Sería el momento perfecto de provocar la caída de mi colega. Pero ¿cómo?

Valentine tocó el cubo que descansaba en el escritorio del mayordomo.

—Añada su refrendo a este pase. De ese modo yo tendré libertad para entrar en el Laberinto interno. Mientras estoy allí, usted iniciará una investigación oficial sobre las circunstancias que permitieron mi entrada, y afirmará que usted no concedió permiso. Cuando yo vuelva tras haber expuesto mi problema al Pontífice, llámeme a declarar. Diré que usted denegó la solicitud pero que recibí el pase, ya totalmente refrendado, de Gitamorn Suul, sin sospechar que fuera una falsificación de cierta persona que pretendía causarle problemas. Su acusación de falsificación, junto con mi declaración de que usted se negó a aprobar mi solicitud, será la ruina para Gitamorn Suul. ¿Qué le parece?

—Magnífico plan —replicó Dondak-Sajamir—. ¡Yo no podría haberlo ideado mejor!

El susúheri introdujo el cubo en una máquina, y un fulgor de color rosa brillante quedó superpuesto al resplandor amarillo de Gitamorn Suul. El pase ya era válido. Tanta intriga, pensó Valentine, representaba para la mente una tensión casi tan fuerte como la que producían las intrincaciones del mismo Laberinto. Pero ya estaba hecho, y con éxito. Ahora que los dos burócratas intrigaran y conspiraran uno contra el otro tanto como quisieran, mientras él avanzaba sin obstáculos hacia los ministros del Pontífice. Seguramente los dos mayordomos sufrirían una desilusión al comprobar cómo Valentine cumplía sus promesas, puesto que su intención era, siempre que fuera posible, barrer del poder a los dos emperrados rivales. Pero Valentine no se exigía pura y total santidad en sus tratos con personas cuya principal tarea en el gobierno parecía consistir en estorbar y poner trabas.

Recogió el cubo que le entregó Dondak-Sajamir e inclinó la cabeza en señal de gratitud.

—Le deseo todo el poder y el prestigio que usted se merece —dijo hipócritamente Valentine, y se fue.

8

Los guardianes del sector más interno del Laberinto se asombraron al comprobar que una persona procedente del exterior había obtenido permiso para entrar en su dominio. Pero aunque sometieron el cubo-pase a un examen completo, admitieron a contrapelo que era legal y dejaron continuar a Valentine y sus acompañantes.

Un estrecho coche de romo hocico les condujo en silencio y con gran rapidez por los pasillos del universo interior. Los enmascarados oficiales que les acompañaban no parecían estar conduciendo el vehículo, y no habría sido tarea fácil, porque en esos niveles el Laberinto se bifurcaba sin cesar, se curvaba una y otra vez. Cualquier intruso llegaría a una desesperada situación de perplejidad entre el millar de curvas, enredos, sinuosidades y marañas. El coche, no obstante, flotaba sobre una oculta pista-guía que controlaba la marcha a lo largo de una ruta rápida aunque no especialmente recta que se hundía cada vez más en las espirales de recluidos callejones.

Punto de control tras punto de control, Valentine fue interrogado por incrédulos funcionarios casi incapaces de captar la noción de que un forastero hubiera recibido audiencia de los ministros del Pontífice. Las embestidas de los guardianes fueron fatigosas pero inútiles. Valentine agitaba el cubo-pase ante ellos como si fuera una varita mágica.

—Mi misión es de máxima urgencia —repetía constantemente—, y sólo hablaré ante los miembros supremos de la corte pontificia.

Armado con toda la dignidad y presencia de que disponía, Valentine dejó de lado las sucesivas objeciones y evasivas.

—No les irán bien las cosas —advirtió— si continúan retrasándome.

Y por fin —le pareció que habían transcurrido cien años desde que el ejercicio de malabarismo le abrió la puerta del Laberinto de la Boca de las Hojas— Valentine se encontró ante Shinaam, Dilifon y Narrameer, tres de los cinco grandes ministros del Pontífice.

Le recibieron en una cámara sombría y húmeda, construida con enormes bloques de piedra negra, con elevado techo y arcos ojivales como adornos. Era un lugar sofocante, opresivo, más apropiado como mazmorra que como sala de reuniones. Al entrar, Valentine notó que el peso total del Laberinto, nivel tras nivel, caía encima de él: la Arena, la Casa de los Archivos, la Mansión de los Globos, el Corredor de los Vientos, los oscuros pasillos, los angostos cubículos, la multitud de laboriosos oficinistas… En algún lugar, muy por encima, el sol brillaba, el aire era puro y vigorizador, la brisa soplaba del sur, arrastrando el perfume de los alabandinos, eldirones y tanigales. Y él se hallaba ahí, sujeto por un gigantesco montículo de tierra y kilómetros de tortuosos pasadizos, en un reino de eterna noche. Su viaje descendente hacia las entrañas del Laberinto le había dejado en un estado febril y ojeroso, como si no hubiera dormido desde hacía semanas.

Tocó a Deliamber con la mano y el vroon le transmitió una hormigueante pizca de energía para apuntalar su menguante fuerza. Valentine miró a Carabella, que sonrió y le tiró un beso. Miró a Sleet, que inclinó la cabeza e hizo una mueca. Miró a Zalzan Kavol, y el fiero y parduzco skandar hizo un rápido gesto de malabarismo con sus cuatro manos para animarle. Sus compañeros, sus amigos, sus baluartes durante la prolongada y extraña congoja.

Valentine miró a los ministros.

Sin máscaras, estaba sentados codo a codo en sillones tan majestuosos que podían haber sido tronos. Shinaam se hallaba en el centro, el ministro de asuntos exteriores, de raza gayrog, con apariencia de reptil, frígidos ojos sin párpados, bífida lengua roja que no cesaba de revolotear y un pelo burdo y serpentino que se agitaba con lentos culebreos. A su derecha estaba Dilifon, secretario personal de Tyeveras, una figura frágil y espectral, con el cabello tan canoso como Sleet, piel reseca y arrugada, y ojos que destellaban como chorros de fuego en su rostro de anciano. Y al otro lado del gayrog se encontraba Narrameer, la oráculo imperial, una mujer esbelta y elegante que seguramente debía tener muchos años, porque su relación con Tyeveras se remontaba a la remota época en que éste fue Corona. Sin embargo aparentaba apenas haber llegado a la edad madura. Tenía una piel lisa y sin arrugas y su abundante cabello castaño rojizo brillaba. Sólo la remota y enigmática expresión de sus ojos permitió a Valentine detectar un indicio de la sabiduría, la experiencia, el poder acumulado durante muchas décadas, que poseía la mujer. La magia de alguien en acción, decidió Valentine.

—Hemos leído su petición —dijo Shinaam. Su voz era grave y quebradiza, con un ligerísimo vestigio de silbido—. El relato que presenta fuerza nuestra credulidad.

—¿Han hablado con la Dama mi madre?

—Hemos hablado con la Dama, sí —replicó fríamente el gayrog—. Ella le acepta como su hijo.

—Nos insta a colaborar con usted —dijo Dilifon con voz cascada y chirriante.

—Se nos ha aparecido en envíos —dijo Narrameer, dulce, musicalmente—, y lo ha recomendado. Nos pide que le ofrezcamos tanta ayuda como usted precise.

—¿Y bien? —inquirió Valentine.

—Existe la posibilidad de que la Dama esté siendo engañada —dijo Shinaam.

—¿Creen que soy un impostor?

—Usted nos pide que creamos —dijo el gayrog— que la Corona de Majipur fue sorprendida por el hijo menor del Rey de los Sueños y desalojada de su cuerpo. Que la Corona fue desposeída de su memoria y que el fragmento restante de lord Valentine fue colocado en otro cuerpo completamente distinto que, de un modo conveniente, estaba disponible. Y que el usurpador logró entrar en la vacía cáscara de la Corona e imponer su consciencia. Nos es arduo creer en tales cosas.

—El arte de trasladar el cuerpo de una mente a otra, existe —dijo Valentine—. Hay precedentes.

—No hay ningún precedente —dijo Dilifon— de que se desplace a una Corona de ese modo.

—Sin embargo, ha sucedido —replicó Valentine—. Soy lord Valentine, he recobrado la memoria por gentileza de la Dama, y pido el apoyo del Pontífice para recuperar las responsabilidades que él me encomendó a la muerte de mi hermano.

—Sí —dijo Shinaam—. Si usted es la persona que afirma ser, lo correcto es que vuelva al Monte del Castillo. ¿Pero cómo podemos saberlo? Se trata de un asunto grave. Presagia una guerra civil. ¿Debemos aconsejar al Pontífice que hunda al mundo en la agonía por la simple afirmación de un joven extraño…?

—Ya he convencido a mi madre de mi autenticidad —observó Valentine—. Mi mente se abrió ante la Dama en la Isla, y ella me vio tal como soy. —Tocó el aro de plata que llevaba en la frente—. ¿Cómo creen que obtuve este artilugio? Es un obsequio de la Dama, me lo entregó personalmente cuando ambos estábamos en el Templo Interior.

—Que la Dama le acepta y le apoya es indudable.

—¿Ponen en duda su criterio?

—Necesitamos pruebas más recias de sus afirmaciones —dijo Narrameer.

—En ese caso, permítanme transmitir un envío ahora mismo, para poder convencerles de que digo la verdad.

—Como guste —dijo Dilifon.

Valentine cerró los ojos y se dejó dominar por el estado de trance.

De su interior, con pasión y convicción, brotó el radiante flujo de su ser, que se desbordó igual que cuando Valentine se vio forzado a ganar la confianza de Nascimonte en el desolado desierto salpicado de ruinas, cerca de Treymone, o cuando influyó en las mentes de los tres funcionarios ante la puerta de la Casa de los Archivos, o cuando reveló su identidad a la mayordomo Gitamorn Suul. Con variables grados de éxito, Valentine había logrado lo que deseaba en todos esos casos.

Pero en aquellos momentos se sentía incapaz de superar el impenetrable escepticismo de los ministros del Pontífice.

La mente del gayrog era completamente opaca, un muro tan liso e inaccesible como los imponentes riscos blancos de la Isla del Sueño. Valentine sólo percibió nebulosísimos aleteos de una conciencia detrás del escudo mental de Shinaam, y no pudo introducirse, pese a que derramó contra aquel muro todo lo que estaba a su disposición. La mente del arrugado y anciano Dilifon era algo igualmente remoto, no porque estuviera acorazada sino porque parecía porosa, abierta, un panal que no ofrecía resistencia: Valentine la atravesó, aire atravesando aire, y no encontró nada tangible. Únicamente con la mente de la oráculo Narrameer percibió contacto Valentine, pero también de un modo insatisfactorio. La mujer parecía estar bebiendo en el alma de Valentine, absorbiendo todo lo que éste daba y desaguándolo en una insondable caverna de su ser, de forma que Valentine enviaba, enviaba y enviaba y jamás encontraba el centro del espíritu de Narrameer.

Sin embargo, Valentine se negó a rendirse. Lanzó con furiosa intensidad la totalidad de su alma, afirmó que era lord Valentine del Monte del Castillo e instó a los ministros a demostrar que él era otra persona. Buscó recuerdos en las entrañas de su memoria: su madre, su regio hermano, su educación principesca, su destronamiento en Til-omon, sus viajes a Zimroel, todo lo acontecido al hombre que había batallado para llegar a las profundidades del Laberinto y obtener la ayuda de los ministros. Ofreció su ser total, precipitada, ferozmente, hasta que fue incapaz de transmitir más, hasta que la cabeza le dio vueltas y quedó entorpecido por el agotamiento, colgado entre Sleet y Carabella como una vestidura fláccida e inútil desechada por su poseedor.

Valentine salió del estado de trance con el temor de haber fracasado.

Temblaba y se sentía débil. El sudor bañaba su cuerpo. Su visión era confusa y tenía un salvaje dolor en las sienes.

Pugnó por recobrar las fuerzas, cerró los ojos, se llenó de aire los pulmones. Luego alzó la vista hacia el trío de ministros.

Los tres semblantes estaban acerbos y sombríos. Sus ojos reflejaban frialdad e indiferencia. Sus expresiones eran reservadas, desdeñosas, incluso hostiles. Valentine experimentó un repentino terror. ¿Era posible que los tres ministros estuvieran aliados con el mismo Dominin Barjazid ¿Estaba él implorando ante sus enemigos?

Pero eso era impensable e imposible, un espectro de su agotada mente, se dijo desesperadamente Valentine. No debía creer que el complot contra él había llegado hasta el Laberinto.

—¿Y bien? —dijo con voz ronca y desgarrada—. ¿Qué opinan ahora?

—No he experimentado nada —dijo Shinaam.

—No estoy convencido —dijo Dilifon—. Cualquier mago puede hacer envíos de este tipo. Su sinceridad y su pasión pueden ser falsas.

—Estoy de acuerdo —dijo Narrameer—. En los envíos llegan tanto mentiras como verdades.

—¡No! —gritó Valentine—. Me han tenido completamente expuesto ante ustedes. Es imposible que no hayan visto…

—No tan expuesto —dijo Narrameer.

—¿Qué quiere decir?

—Sométase a una interpretación, conmigo. Aquí, ahora, en esta cámara, ante estas personas. Que nuestras mentes sean una sola. Y después evaluaré la credibilidad de su relato. ¿Acepta? ¿Quiere beber la droga en mi compañía?

Alarmado, Valentine miró a sus compañeros… y vio alarma reflejada en sus caras, en todas menos en la de Deliamber, cuya expresión era tan imperturbable y neutral como si se hallara en otro sitio. ¿Arriesgarse a una interpretación? ¿Se atrevía a hacerlo? La droga lo dejaría en estado inconsciente, sumamente translúcido, enteramente vulnerable. Si los tres ministros estaban aliados con el Barjazid y pretendían dejarle indefenso, no había mejor forma de conseguirlo. Y Valentine no se hallaba ante una ordinaria intérprete de sueños de una población, sino ante la oráculo del Pontífice, una mujer que al menos tenía cien años, taimada y poderosa, con reputación de ser la auténtica dueña del Laberinto, la mujer que dominaba al resto, incluido el mismo Tyeveras. Deliamber, de un modo deliberado, no estaba ofreciéndole pista alguna. La decisión correspondía por completo a Valentine.

—Sí —dijo, con los ojos fijos en los de Narrameer—. Si ninguna otra cosa sirve, me someteré a una interpretación. Aquí. Ahora mismo.

9

Los ministros parecían tener previsto el acto. A una señal suya, varios sirvientes trajeron los accesorios precisos: una gruesa alfombra de ricos y relucientes colores, dorado oscuro con bordes escarlatas y verdes, una vasija de piedra pulida, blanca, alta y estrecha, y dos delicadas tazas de porcelana. Narrameer bajó de su encumbrado sillón y sirvió el vino de los sueños con sus propias manos. Después ofreció a Valentine la primera taza.

Valentine sostuvo la taza un momento sin beber. En Til-omon había bebido el vino que le dio Dominin Barjazid, y todo cambió para él con una simple poción. ¿Iba a beber ahora sin temer las consecuencias? ¿Quién sabía si no le habían preparado un nuevo encantamiento? ¿Dónde despertaría, con qué otro disfraz?

Narrameer le observaba en silencio. Los ojos de la oráculo eran inescrutables, misteriosos, penetrantes. Sonreía, lucía una sonrisa totalmente ambigua, de ánimo o de triunfo sin que Valentine lograra determinarlo. Valentine alzó la taza en un breve saludo y se la llevó a los labios.

El efecto del vino fue instantáneo, insospechadamente potente. Valentine se tambaleó, sintió mareo. Nieblas y telarañas asaltaron su mente. ¿Era un líquido más fuerte que el que le dio Tisana en Falkynkip hacía tanto tiempo, un brebaje diabólico especial de Narrameer? ¿O todo se debía a que él era más susceptible en aquel momento, debilitado y agotado como estaba por el uso del aro? Con unos ojos cada vez más reacios a concentrarse, Valentine vio que Narrameer apuraba su taza, la lanzaba hacia un sirviente y se despojaba rápidamente de su manto. El desnudo cuerpo de la oráculo era flexible, terso, juvenil: vientre liso, esbeltos muslos, senos erguidos. Un truco mágico, pensó Valentine. Un truco mágico, sí. La piel de Narrameer era una intensa sombra morena.

Él estaba demasiado drogado para desnudarse por sí solo. Manos amigas desabrocharon las hebillas y broches de su vestimenta. Notó aire frío que le rodeaba y supo que estaba desnudo.

Narrameer le hizo una seña para que se tumbara en la alfombra.

Valentine se acercó a ella con temblorosas piernas, y la oráculo le obligó a acostarse. Cerró los ojos, imaginando que estaba con Carabella, pero Narrameer no se parecía en nada a Carabella. Su abrazo era seco, frío, y su carne dura y carente de flexibilidad. No poseía entusiasmo, no vibraba. Su juventud era sólo una ingeniosa proyección. Yacer en sus brazos era igual que yacer en un lecho de piedra fría.

Un exhaustivo estanque de oscuridad se alzó alrededor de Valentine. Era un fluido espeso, cálido y grasiento, que subía sin cesar, y Valentine se deslizó suavemente en ese líquido, notó que se deslizaba de un modo muy agradable hasta cubrir sus piernas, su cintura, su pecho.

Todo era muy similar al momento en que el enorme dragón marino destrozó el barco de Gorzval y Valentine se encontró bajo la succión del remolino. No resistirse era muy fácil, mucho más fácil que luchar. Rendir su voluntad, relajarse, aceptar cualquier cosa que ocurriera, dejarse arrastrar… era tan tentador, tan atrayente… Valentine estaba cansado. Había luchado durante mucho tiempo. Ahora podía descansar y permitir que la marea negra lo cubriera. Que otros lucharan resueltamente por obtener honor, poder y aclamación. Que otros…

No.

Eso era lo que querían ellos: atraparle en su debilidad. Era demasiado confiado, demasiado inocente. Una vez cenó en compañía de un enemigo, sin saberlo, y fue su ruina; volverían a arruinarle si renunciaba al esfuerzo. No era momento para deslizarse en cálidos estanques de negrura.

Empezó a nadar. El avance fue difícil al principio, porque el estanque era hondo, y el negro fluido, viscoso y espeso, tiraba de sus brazos. Pero después de unas cuantas brazadas Valentine descubrió un medio de que su cuerpo fuera más sutil, una cuchilla que producía profundos tajos. Avanzó con más rapidez, brazos y piernas impulsándole con perfecta coordinación. El estanque que antes le tentó con el olvido le ofreció ahora su apoyo. Vigoroso, firme, el líquido le empujó hacia arriba mientras él seguía nadando hacia la distante orilla. El sol, brillante, inmenso, una gran esfera amarilla y púrpura, emitía deslumbrantes rayos, un rastro de fuego sobre el mar.

—Valentine.

La voz era grave, vibrante, un sonido parecido al del trueno. Valentine no la reconoció.

—Valentine, ¿por qué nadas con tanto vigor?

—Para llegar a la orilla.

—¿Pero por qué haces eso?

Valentine respondió con indiferencia y siguió nadando. Vio una isla, una amplia playa blanca, una jungla de árboles altos y delgados que crecían muy juntos, con una maraña de enredaderas que confundían sus copas hasta formar una densa bóveda. Pero a pesar de que nadó, nadó y nadó, Valentine no logró acercarse a la orilla.

—¿Lo ves? —dijo la potente voz—. ¡Es absurdo que te esfuerces!

—¿Quién es usted? —preguntó Valentine.

—Soy lord Spurifon —fue la majestuosa y resonante réplica.

—¿Quién?

—Lord Spurifon, la Corona, sucesor de lord Scaul que ahora es Pontífice. Y te repito que desistas de esta locura ¿Adonde esperas llegar?

—Al Monte del Castillo —respondió Valentine, y nadó con más fuerza.

—¡Pero si yo soy la Corona!

—Nunca… oí… hablar… de usted…

Lord Spurifon prorrumpió en agudos chillidos. La lisa y grasienta superficie del mar se rizó y luego se llenó de pliegues, como si un millón de agujas estuvieran pinchándola desde abajo. Valentine se obligó a continuar. Dejó de esforzarse en ser sutil y pugnó por transformarse en un objeto romo y obstinado, un tronco con piernas que se batía en la turbulencia.

La orilla ya estaba a su alcance. Bajó los pies y notó arena debajo, cálida, serpenteante, movediza arena que se alejaba de él en delgados chorros en cuanto la tocaba. Caminar fue una dura tarea, pero no tan dura como para impedir que Valentine llegara a la playa. Se arrastró en la arena y se arrodilló un momento. Cuando levantó la cabeza, un hombre pálido y delgado, con preocupados ojos azules, estaba examinándole.

—Soy lord Hunzimar —dijo suavemente—. Corona de Coronas, nunca caeré en el olvido. Y éstos son mis inmortales compañeros. —Hizo un gesto, y la playa se llenó de hombres muy parecidos a él, insignificantes, apocados, triviales—. Éste es lord Struin —anunció lord Hunzimar—, y aquí están lord Prankipin, lord Meyk, lord Scaul y lord Spurifon. Coronas de grandeza y poderío. ¡Póstrate ante nosotros!

Valentine se rió.

—¡Todos estáis completamente olvidados!

—¡No! ¡No!

—¡Qué chillidos! —Señaló el último de la fila—. ¡Tú, Spurifon! Nadie te recuerda.

—Lord Spurifon, por favor.

—Y tú, lord Scaul. Tres mil años han evaporado totalmente tu fama.

—En eso te equivocas. Mi nombre está escrito en el registro de los Poderes.

—Es cierto —replicó Valentine, indiferente—. Pero ¿qué importancia tiene ese detalle? Lord Prankipin, lord Meyk, lord Hunzimar, lord Struin… Simples nombres, en la actualidad. Simples nombres.

—Simples nombres —repitieron las apariciones, en voz aguda que era más bien un tenue lamento.

Y empezaron a menguar y encogerse, hasta alcanzar la altura de un drole en la playa, seres menudos y huidizos que echaron a correr lastimosamente mientras pronunciaban sus nombres con estridentes chillidos. Después desaparecieron, y en su lugar quedaron pequeñas esferas blancas, no mayores que bolas de malabarismo, que eran, como vio Valentine cuando se agachó para examinarlas, cráneos. Los cogió, los lanzó despreocupadamente al aire, los recogió en su descenso y volvió a lanzarlos, formando con ellos una reluciente cascada. Las mandíbulas se abrían y cerraban y castañeaban en los ascensos y descensos. Valentine sonrió. ¿Con cuántos cráneos podía hacer malabares al mismo tiempo? Spurifon, Struin, Hunzimar, Meyk, Prankipin, Scaul… Sólo seis. Habían existido centenares de coronas, una cada diez, veinte o treinta años durante los últimos cien siglos. Haría malabares con todos. Cogió otros que surgieron en el aire, cráneos mayores, los de Confalume, Prestimion, Stiamot, Dekkeret, Pinitor, diez, cien… Llenó el aire con ellos, lanzó y recogió, lanzó y recogió. ¡Desde los días de la primera colonia no se había visto tal despliegue de talento malabarista en Majipur! Pero ya no estaba lanzando cráneos, pues éstos se habían convertido en fulgurantes diademas multifacéticas. En realidad eran orbes, mil orbes imperiales que emitían centelleos en todas direcciones. Valentine efectuó una actuación perfecta, conociendo los orbes por el Poder que representaban. Ahora lord Confalume, ahora lord Spurifon, ahora lord Dekkeret, ahora lord Scaul… Los mantuvo todos en lo alto, los extendió en el aire para que formaran una gran pirámide invertida de luz. La totalidad de personajes reales de Majipur danzó ante él y todos ellos convergieron hacia el hombre rubio y sonriente que tenía los pies firmemente apoyados en la cálida arena de la dorada playa. Valentine sostenía a todas las Coronas. La historia del mundo estaba en sus manos, y él la mantenía en vuelo.

Las fulgurantes diademas formaron un gran estallido estelar de refulgencia.

Sin fallar un solo lanzamiento, Valentine empezó a caminar tierra adentro, por las dunas que iban ascendiendo suavemente hacia la densa pared de la jungla. Los árboles se separaron a su paso, se inclinaron a izquierda y derecha para abrirle una senda, un sendero de pavimento color escarlata que conducía al desconocido interior de la isla. Valentine miró al frente y vio colinas ante él, bajas y grisáceas colinas que iban ascendiendo lentamente hasta convertirse en empinados flancos de granito. Más lejos había irregulares picos, una formidable cordillera de puntiagudas cimas que se extendía de un modo interminable hasta el centro de un continente. Y en el pico más alto, en una cumbre tan imponente que el aire que la rodeaba rielaba, emitía un pálido fulgor sólo visible en sueños, se extendían los apuntalados muros del Castillo. Valentine avanzó hacia la fortaleza, sin interrumpir su ejercicio de malabarismo. Varias personas se cruzaron con él en el camino, yendo en dirección opuesta, y agitaron las manos, le sonrieron, le saludaron. Lord Voriax, su madre, la Dama, y la alta y solemne figura del Pontífice Tyeveras. Todos le saludaron cordialmente, y Valentine les correspondió sin dejar caer una sola diadema, sin romper el suave y sereno flujo de su actuación. Ya había llegado a la senda de las estribaciones de la montaña, y ascendió sin esfuerzo. Una multitud se formó a su lado: Carabella y Sleet muy cerca de él, Zalzan Kavol y la compañía de malabaristas skandars, Lisamon Hultin, la giganta, Khun de Kianimot, Shanamir, Vinorkis, Gorzval, Lorivade Asenhart, cientos de personas, yorts, gayrogs, líis y vroones, comerciantes, campesinos, pescadores, acróbatas, músicos, el duque Nascimonte, el cabecilla de bandidos, Tisana, la intérprete de sueños, Gitamorn Suul y Dondak-Sajamir cogidos del brazo, una horda de bailarines metamorfos, una falange de capitanes de dragoneros que blandía alegremente sus arpones, una juguetona y escurridiza tropa de hermanos del bosque que con enorme rapidez saltaban de árbol en árbol a lo largo de la senda. Todos cantaban, reían y hacían cabriolas, todos seguían a Valentine en su marcha hacia el Castillo, el Castillo de lord Malibor, el Castillo de lord Spurifon, el Castillo de lord Confalume, el Castillo de lord Stiamot, el Castillo de lord Valentine… …el Castillo de lord Valentine…

Ya casi había llegado. Aunque la carretera de la montaña subía casi verticalmente, aunque una niebla espesa como lana pendía a baja altura sobre la ruta, Valentine continuó andando, cada vez más deprisa. Dio brincos, corrió, hizo gloriosos malabares con cientos y cientos de brillantes juguetes. A poca distancia había tres grandes pilares de fuego que, cuando Valentine estuvo más cerca, se transformaron en rostros: Shinaam, Dilifon, Narrameer, los tres juntos en el camino de Valentine.

—¿Adónde va? —dijeron los tres con una sola voz.

—Al Castillo.

—¿A qué Castillo?

—Al Castillo de lord Valentine.

—¿Y quién es usted?

—Pregúnteselo a ellos —dijo Valentine, y señaló a las personas que danzaban detrás de él—. ¡Que ellos les digan mi nombre!

—¡Lord Valentine! —gritó Shanamir, el primero en aclamarle.

—¡Él es lord Valentine! —gritaron Sleet, Carabella y Zalzan Kavol.

—¡Lord Valentine la Corona! —gritaron los metamorfos, los capitanes de dragoneros y los hermanos del bosque.

—¿Es cierto? —preguntaron los ministros del Pontífice.

—Soy lord Valentine —dijo apaciblemente Valentine.

Lanzó las mil diademas, muy altas. Ascendieron hasta perderse de vista en la oscuridad que mora entre los mundos. De esa oscuridad cayeron en silencio, flotando, rutilantes, chispeantes como copos de nieve de las montañas de norte. Y cuando los copos tocaron las figuras de Shinaam, Dilifon y Narrameer, los tres ministros se esfumaron, dejando sólo un fulgor plateado, y las puertas del Castillo estaban abiertas de par en par.

10

Valentine despertó.

Notó el tejido de la alfombra en su piel desnuda, y vio los puntiagudos arcos del sombrío techo de piedra. Durante unos instantes el mundo del sueño permaneció tan vívido en su mente que quiso regresar, reacio a quedarse en un lugar de húmedo ambiente y oscuros rincones. Después se incorporó y miró alrededor mientras se sacudía la neblina de su mente.

Vio que sus compañeros, Sleet, Carabella, Deliamber, Zalzan Kavol y Asenhart, se hallaban extrañamente apiñados en la pared opuesta, tensos, recelosos.

Miró en dirección contraria, esperando ver a los ministros del Pontífice otra vez en sus tronos. Y allí estaban, sí, pero alguien había traído otros dos magníficos sillones, y en ese momento cinco personas sentadas le contemplaban. Narrameer, ya vestida, ocupaba el sillón de la izquierda. Junto a ella se encontraba Dilifon. En el centro del grupo estaba un hombre de redondeado semblante con una gran nariz chata y ojos oscuros y solemnes, al que Valentine reconoció, después de pensar un instante, como Hornkast, sumo portavoz del pontificado. Junto a él aparecía Shinaam, y en el sillón de la derecha había una persona que Valentine no conocía, un hombre de enjutas facciones, finos labios, piel grisácea, muy extraño. Los cinco le contemplaban gravemente, de un modo distante, preocupado, como si fueran jueces de un tribunal secreto, reunidos para emitir un veredicto que debían haber pronunciado hacía mucho tiempo.

Valentine se levantó. No intentó recuperar sus ropas. Estar desnudo ante aquel tribunal le parecía curiosamente apropiado.

—¿Está despejada su mente? —preguntó Narrameer.

—Creo que sí.

—Ha dormido más de una hora después del fin de nuestro sueño. Hemos tenido que esperar. —La oráculo señaló al hombre de piel grisácea situado al otro extremo del grupo y dijo—: Le presento a Sepulthrove, médico del Pontífice.

—Así lo sospechaba —dijo Valentine.

—Y este hombre… —Señaló al que estaba en el centro—. Creo que ya lo conoce. Valentine asintió.

—Hornkast, sí. Ya nos conocíamos. —Y en ese momento comprendió el sentido de las palabras elegidas por Narrameer. Sonrió abiertamente y dijo—: Fuimos presentados hace tiempo, pero entonces yo ocupaba otro cuerpo. ¿Aceptan mi reivindicación?

—Aceptamos su reivindicación, lord Valentine —dijo Hornkast en voz rica y melodiosa—. Una gran rareza se ha perpetrado en este mundo, pero la repararemos. Bien, vístase. Es poco correcto que se presente ante el Pontífice de esta forma.

Hornkast encabezó la comitiva que se dirigió al imperial salón del trono. Narrameer y Dilifon iban detrás de él, con Valentine entre ambos. Sepulthrove y Shinaam iban en último lugar. Los acompañantes de Valentine no estaban autorizados para ver al Pontífice.

El pasadizo era un angosto túnel con alto techo abovedado construido con un material vítreo de reluciente color verde, en cuyas entrañas chispeaban y flotaban extraños reflejos, esquivos y deformes. El túnel avanzaba en círculos, describía una espiral con una ligera inclinación descendente. De cincuenta en cincuenta metros había una puerta de bronce que cerraba totalmente el túnel. En todas esas puertas, Hornkast apoyaba los dedos en ocultos paneles y el portón se deslizaba hacia un lado para que la comitiva pudiera pasar al siguiente fragmento del pasillo. Finalmente llegaron a una puerta más adornada que las otras, con el rico ornato del símbolo del Laberinto en engaste dorado, y el monograma imperial de Tyeveras superpuesto. Valentine supo que se hallaba en el mismo corazón del Laberinto, en el punto más profundo y central. Y cuando la última puerta se abrió con el toque de Hornkast, quedó a la vista una inmensa y brillante cámara de forma esférica, una sala que era un gran globo con vítreas paredes, en la que el Pontífice de Majipur ocupaba esplendorosamente el trono.

Valentine había visto al Pontífice Tyeveras en cinco ocasiones. La primera cuando era un niño y el Pontífice visitó el Monte del Castillo para asistir al matrimonio de lord Malibor. La segunda, diez años más tarde, en la coronación de lord Voriax. La tercera un año después con motivo del matrimonio de Voriax, la cuarta cuando Valentine visitó el Laberinto como emisario de su hermano, y la última hacía tres años —aunque ahora parecieran más de treinta— cuando Tyeveras asistió a la coronación de Valentine. El Pontífice ya era viejo en el primero de esos acontecimientos, un hombre enormemente alto, demacrado, de aspecto repulsivo, con enjutas, huesudas facciones, una barba color negro de medianoche y ojos hundidos y tristes. Y al hacerse más viejo todavía, esos rasgos fueron acentuándose hasta darle una apariencia cadavérica, hasta convertirse en un tallo seco e invernizo, rígido, lento de movimientos, y sin embargo alerta, consciente, vigoroso a su manera, todavía proyectando un aura de inmenso poder y majestad. Pero ahora…

Pero ahora…

El trono que ocupaba Tyeveras era el mismo que ocupó en la anterior visita de Valentine al Laberinto, un espléndido sillón dorado de alto respaldo ante tres amplios escalones de poca altura. Pero ahora el trono se hallaba envuelto por una esfera de cristal ligeramente teñida de azul. En esa esfera se extendía una vasta e intrincada red de conductos que formaban un complejo y casi insondable capullo de gusano. Las gomas transparentes donde burbujeaban fluidos de diversos colores, los instrumentos de medición con sus cuadrantes, las placas montadas en las mejillas y la frente del Pontífice, los cables, las conexiones y las grapas tenían un aspecto sobrenatural y aterrador, porque indicaban claramente que la vida del Pontífice no residía en el Pontífice sino en la maquinaría que le rodeaba.

—¿Cuánto tiempo lleva de esta forma? —murmuró Valentine.

—El dispositivo se colocó hace veinte años —dijo el médico Sepulthrove con manifiesto orgullo—. Pero sólo en los dos últimos hemos tenido que mantenerle ahí de un modo constante.

—¿Está consciente?

—¡Oh, sí, sí, definitivamente consciente! —replicó Sepulthrove—. Acérquese. Contémplele.

Muy nervioso, Valentine avanzó hasta llegar al pie del trono, y observó al fantasmal anciano que había en el interior de la burbuja de vidrio. Sí, vio que la luz aún brillaba en los ojos de Tyeveras, vio que los descarnados labios todavía se apretaban con apariencia de resolución. La piel del Pontífice era un pergamino sobre el cráneo, y la larga barba, aunque conservaba un color extrañamente negro, era rala, un vestigio. Valentine miró a Hornkast.

—¿Reconoce a las personas? ¿Habla?

—Por supuesto. Concédale unos segundos.

La mirada de Valentine se encontró con la de Tyeveras. Se produjo un terrible silencio. El anciano frunció el ceño, se agitó vagamente, y su lengua aleteó un instante entre sus labios.

Del Pontífice surgió un sonido tembloroso, ininteligible, un plañidero gemido, suave y extraño.

—El Pontífice saluda a su amado hijo lord Valentine la Corona —dijo Hornkast.

Valentine contuvo un estremecimiento.

—Dígale a su majestad… dígale… dígale que su hijo lord Valentine, la Corona, acude a él con amor y respeto, como es su costumbre.

Ésa era la regla convencional: no se hablaba directamente al Pontífice, había que expresarse igual que si el sumo portavoz fuera a repetir las palabras, aunque en realidad no era así.

El Pontífice habló de nuevo, tan confusamente como antes.

—El Pontífice expresa su preocupación por el trastorno que se ha producido en el reino —dijo Hornkast—. Pregunta qué planes tiene lord Valentine, la Corona, para volver al correcto estado de cosas.

—Dígale al Pontífice —dijo Valentine— que planeo marchar hacia el Monte del Castillo. Dirigiré una llamada a todos los ciudadanos de Majipur para que me ofrezcan su fidelidad. Pido de él una declaración que marque a Barjazid como usurpador y denuncie a todos los que le apoyan.

Del Pontífice surgieron sonidos más animados, bruscos y agudos, con extraña, apremiante energía detrás de ellos.

—El Pontífice desea que se le den seguridades de que usted evitará entrar en batalla y destruir vidas, siempre que ello sea posible —dijo Hornkast.

—Dígale que yo preferiría recuperar el Monte del Castillo sin que se perdiera una sola vida en ambos bandos. Pero que no tengo la menor idea sobre si tal cosa será posible.

Raros sonidos de gorgoteo. Hornkast estaba desconcertado. Permaneció con la cabeza erguida, escuchando atentamente.

—¿Qué está diciendo? —musitó Valentine. El sumo portavoz sacudió la cabeza.

—No todo lo que dice su majestad puede interpretarse. A veces se mueve en dominios demasiado remotos para nuestra experiencia.

Valentine asintió. Contempló, con pena e incluso con amor, al grotesco anciano, enjaulado en la esfera que sustentaba su vida, capaz de comunicarse sólo con irreales gemidos. Con más de un siglo de edad, monarca supremo del mundo década tras década, para acabar babeando y barbullando como un niño… Y no obstante, en ese cerebro decadente y reblandecido latía aún la mente del Tyeveras de los buenos tiempos, atrapada en la descomposición de la carne. Contemplarle era comprender la final carencia de significado del poder supremo: una Corona vivía en el mundo de las obligaciones y la responsabilidad moral, sólo para acceder al pontificado y terminar esfumándose en el Laberinto y en una alocada senilidad. Valentine se preguntó con cuánta frecuencia se habría convertido un Pontífice en cautivo de su portavoz, su doctor y su oráculo, hasta llegar un momento en que tuvo que ser desembarazado del mundo para que la gran rotación de Poderes contara con un hombre más vital en el trono. Valentine entendió en ese momento por qué el sistema separaba al hacedor y al gobernante, por qué el Pontífice terminaba ocultándose del mundo en el Laberinto. También a él le llegaría su hora, ahí abajo: pero si el Divino lo consentía, no sería pronto.

—Dígale al Pontífice que lord Valentine, la Corona, el hijo que le adora, hará todo lo posible para reparar la fractura que existe en la estructura de la sociedad. Dígale al Pontífice que lord Valentine cuenta con el apoyo de su majestad, sin el cual no puede haber restauración rápida.

Hubo silencio en el trono, y luego un largo y penoso flujo de incomprensibilidad, una mezcolanza de gorgojeos y sonidos de flauta que erró de un lado a otro de la escala musical como las misteriosas melodías del modo gayrog. Hornkast parecía esforzarse en captar alguna sílaba con sentido. El Pontífice cesó de hablar, y el sumo portavoz, confuso, se pellizcó su papada y se mordió el labio.

—¿Qué ha sido todo eso? —preguntó Valentine.

—El Pontífice piensa que usted es lord Malibor —dijo Hornkast, en afligido tono—. Le advierte del riesgo de navegar para cazar dragones.

—Prudente consejo —dijo Valentine—. Pero llega tarde.

—Dice que la Corona es demasiado preciosa para poner en juego su vida en tales diversiones.

—Dígale que estoy de acuerdo, que si recupero el Monte del Castillo me mantendré pegado a mis tareas y evitaré tales diversiones.

El médico, Sepulthrove, se adelantó.

—Estamos fatigándole —dijo en voz baja—. Me temo que esta audiencia debe terminar.

—Un momento más —dijo Valentine. Sepulthrove frunció el ceño. Pero Valentine, sonriente, se acercó de nuevo al pie del trono, se arrodilló, y extendió las manos hacia la anciana criatura que ocupaba el interior de la burbuja de cristal. Tras deslizarse en el estado de trance, Valentine proyectó su espíritu hacia Tyeveras, transmitiendo impulsos de reverencia y afecto. ¿Alguien habría mostrado afecto al formidable Tyeveras antes que él? Probablemente no. Pero aquel hombre había sido durante décadas el corazón y el alma de Majipur, y en esos momentos, perdido en un eterno sueño de gobernación, consciente sólo de un modo intermitente de las responsabilidades que en otro tiempo fueron suyas, merecía todo el amor que su hijo adoptivo, y algún día sucesor, pudiera donarle. Valentine transmitió tanto afecto como le permitió la potencia del aro.

Y Tyeveras pareció hacerse más fuerte. Sus ojos se iluminaron, sus mejillas adquirieron un tinte rosado. ¿Había una sonrisa en los resecos labios? ¿Se estaba levantando la mano izquierda del Pontífice, aunque de un modo muy lento, en un gesto de bendición? Sí. Sí. Sí. Era indudable que el Pontífice percibía el flujo de cordialidad que surgía de Valentine, y lo acogía con satisfacción, y estaba respondiendo.

Tyeveras habló unos instantes, y casi con coherencia.

—Dice que le concede pleno apoyo, lord Valentine —dijo Hornkast.

Vive mucho tiempo, anciano, pensó Valentine, y se levantó e hizo una reverencia. Seguramente preferirías dormir para siempre, pero yo debo desearte una vida más larga que la que ya has disfrutado, porque tengo cosas que hacer en el Monte del Castillo.

Se volvió.

—Podemos irnos —dijo a los cinco ministros—. Tengo lo que necesitaba.

Salieron solemnemente del salón del trono. Tras cerrarse la puerta, Valentine miró a Sepulthrove.

—¿Cuánto tiempo puede sobrevivir estando así? —le preguntó.

—Casi indefinidamente. El dispositivo sustenta su vida perfectamente. Podríamos mantenerle así, con algunos arreglos ocasionales, durante otros cien años.

—No será preciso. Pero es posible que deba estar con nosotros otros quince o veinte años. ¿Podrá conseguirlo?

—Cuente con ello —dijo Sepulthrove.

—Excelente. Excelente.

Valentine contempló el reluciente y tortuoso pasadizo que ascendía ante él. Ya había estado mucho tiempo en el Laberinto. Había llegado el momento de volver al mundo del sol, el viento y los seres vivos, y ajustar las cuentas a Dominin Barjazid.

—Quiero regresar con los míos —dijo a Hornkast—. Prepárenos transporte para salir al mundo externo. Y antes de mi marcha quiero un estudio detallado sobre las fuerzas militares y personal auxiliar que podrán poner a mi disposición.

—Desde luego, mi señor —dijo el sumo portavoz.

Mi señor. Era la primera indicación de acatamiento que había recibido de los ministros del Pontífice. La batalla principal aún debía producirse, pero Valentine, al oír esas simples palabras, se sintió como si ya hubiera recuperado el Monte del Castillo.

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