III EL LIBRO DE LA ISLA DEL SUEÑO

1

Durante lo que le parecieron meses o incluso años, Valentine permaneció tumbado, desnudo, en la cálida roca plana de la guijosa playa donde el turbulento Steiche le había depositado. El rugido del río fue un constante zumbido en sus orejas, curiosamente sosegador. La luz del sol le envolvió en un brumoso nimbo dorado, y Valentine pensó que ese contacto curaría sus magulladuras, rozaduras y contusiones, simplemente si permanecía inmóvil bastante tiempo. Sabía vagamente que debía levantarse y buscar refugio, e iniciar la búsqueda de sus compañeros, pero apenas podía hacer acopio de fuerza para volverse de costado.

Esa no era forma de comportarse, él lo sabía, para la Corona de Majipur. Tal complacencia para consigo mismo era aceptable tratándose de mercaderes, taberneros o incluso malabaristas, pero sobre una persona con pretensiones de gobierno recaía una superior disciplina. Por lo tanto levántate, se dijo, tapa tu cuerpo, y comienza a caminar hacia el norte, a lo largo de la orilla, hasta que encuentres personas capaces de ayudarte a recuperar tu descollante posición. Sí. ¡Arriba, Valentine! Pero se quedó donde estaba. Había gastado hasta la última pizca de energía, Corona o no, durante la atropellada zambullida en los rápidos. Tumbado como estaba, Valentine experimentó una intensa sensación de la inmensidad de Majipur, de los miles y miles de kilómetros de circunferencia que se extendían bajo sus extremidades. Un planeta enorme, lo bastante holgado como para alojar a veinte mil millones de personas sin apiñamientos, un planeta de grandiosas ciudades, maravillosos parques y reservas forestales, regiones sagradas y territorios agrícolas. Y Valentine creyó que si se tomaba la molestia de levantarse, se vería obligado a recorrer a pie ese colosal dominio, paso a paso, paso a paso. Era más sencillo no moverse.

Algo hormigueaba en su región lumbar, algo insistente y semejante al caucho. Valentine no se preocupó.

—¿Valentine?

Tampoco se preocupó de ese sonido, durante unos instantes.

El hormigueo se produjo de nuevo. Pero por entonces ya se había filtrado en su cerebro, entumecido por la fatiga, el hecho de que alguien había pronunciado su nombre, y que en consecuencia uno de sus compañeros había sobrevivido a pesar de todo. El gozo inundó su alma. Con la escasa energía que logró reunir, Valentine levantó la cabeza y vio a su lado la menuda figura repleta de tentáculos de Autifon Deliamber. El mago vroon se disponía a estimularle por tercera vez.

—¡Está vivo! —gritó Valentine.

—Es evidente que sí. Igual que usted, más o menos.

—¿Y Carabella? ¿Y Shanamir?

—No los he visto.

—Me lo temía —murmuró débilmente Valentine. Cerró los ojos, bajó la cabeza, y apesadumbrado por la desesperación volvió a tumbarse como un desecho.

—Vamos —dijo Deliamber—. Nos espera un vasto viaje.

—Lo sé. Por eso no quiero levantarme.

—¿Está herido?

—Creo que no. Pero quiero descansar, Deliamber. Deseo descansar cien años.

Los tentáculos del mago sondearon y apretaron el cuerpo de Valentine en muchos puntos.

—Ninguna herida grave —murmuró el vroon—. Una buena parte de su persona se conserva sana.

—Una buena parte de mi persona no lo está —replicó vagamente Valentine—. ¿Y usted?

—Los vroones son buenos nadadores, incluso los viejos como yo. Estoy ileso. Deberíamos continuar, Valentine.

—Más tarde.

—¿Así es como la Corona de Maji…?

—No —dijo Valentine—. Pero la Corona de Majipur no habría tenido que bajar por los rápidos del Steiche en una balsa de troncos atados. La Corona no habría errado días y días por esta jungla, no habría dormido bajo la lluvia, no habría comido simples frutas y bayas. La Corona…

—La Corona no permitiría que sus lugartenientes le vieran en postura indolente y desanimada —dijo mordazmente Deliamber—. Y uno de ellos está acercándose ahora mismo.

Valentine abrió los ojos al instante y se incorporó. Lisamon Hultin avanzaba hacia ellos por la playa. Tenía un aspecto ligeramente desarreglado: la ropa hecha jirones, su gigantesco y corpulento cuerpo salpicado con el color púrpura de las magulladuras. Pero su paso era garboso y su voz, cuando llamó a los dos varones, era tan atronadora como siempre.

—¡Hola! ¿Están intactos?

—Creo que sí —respondió Valentine—. ¿Has visto a los otros?

—A Carabella y al chico, a un kilómetro de aquí.

Valentine sintió que su ánimo se remontaba.

—¿Están bien?

—Ella sí, por lo menos.

—¿Y Shanamir?

—No quiere despertar. Ella me mandó a buscar el mago. Y lo he encontrado antes de lo que pensaba. ¡Puaf, vaya río! ¡Esa balsa se partió tan de repente que casi fue divertido!

Valentine cogió su ropa, notó que aún estaba húmeda y, tras encogerse de hombros, la dejó caer en las rocas.

—Debemos ir con Shanamir ahora mismo. ¿Sabes algo de Khun, Sleet y Vinorkis?

—No los he visto. Me hundí en el río y cuando desperté estaba sola.

—¿Y los skandars?

—No hay rastro de ellos. —Miró a Deliamber—. ¿Dónde crees que estamos, mago?

—Lejos de cualquier parte —replicó el vroon—. A salvo y fuera del territorio metamorfo, en cualquier caso. Vamos, condúceme hasta el chico.

Lisamon puso a Deliamber en su hombro y se alejó rápidamente por la playa, mientras Valentine renqueaba detrás de los dos, con la ropa mojada bajo el brazo. Al cabo de un rato encontraron a Carabella y a Shanamir acampados en una cala de brillante arena blanca rodeada por gruesas cañas de río con tallos de color escarlata. Carabella, con muchos golpes y aspecto de cansancio, vestía únicamente una breve falda de cuero. Pero reflejaba un estado razonablemente bueno. Shanamir yacía inconsciente, respirando con lentitud, con la piel de un extraño tinte oscuro.

—¡Oh, Valentine! —gritó Carabella. Se levantó de un salto y corrió hacia él—. Vi que te arrastraba la corriente… y luego… y luego… ¡Oh, pensé que no volvería a verte nunca!

Valentine la abrazó con fuerza.

—Y yo pensé lo mismo. Pensé que te había perdido para siempre, amor mío.

—¿Estás herido?

—No de un modo permanente —dijo él—. ¿Y tú?

—Fui de un lado a otro durante mucho rato, hasta que olvidé cómo me llamo. Pero luego encontré un sitio tranquilo y nadé hacia la orilla. Shanamir ya estaba allí. Pero no despertaba. Lisamon salió de la maleza y dijo que trataría de localizar a Deliamber, y… ¿Se pondrá bien, mago?

—Dentro de un momento —dijo Deliamber.

El mago dispuso las puntas de sus tentáculos sobre el pecho y la frente del zagal, como si estuviera haciendo una transfusión de energía. Shanamir gimió y se agitó. Sus ojos se abrieron de un modo vacilante, se cerraron, volvieron a abrirse. Empezó a musitar algo con voz ronca, mas Deliamber le ordenó que guardara silencio, que se quedara quieto, para que fuera recuperando las fuerzas.

Era imposible continuar la marcha esa tarde. Valentine y Carabella construyeron un tosco refugio de cañas. Lisamon preparó una pobre cena con frutas y jóvenes brotes de pininna y todos permanecieron sentados junto al río, en silencio, contemplando una espectacular puesta de sol, bandas de color dorado y violeta que vetearon la gran cúpula del cielo, reflejos de luminosos tonos anaranjados y púrpuras en el agua, apagados matices verde claro, rojo satinado y sedoso carmesí, y finalmente los primeros mechones grises y negros, el rápido descenso de la noche.

Por la mañana todos se sintieron capaces de continuar, aunque entumecidos tras una noche al aire libre. Shanamir no mostraba síntomas de enfermedad alguna. Los cuidados de Deliamber y la natural fortaleza del joven le habían devuelto su vitalidad.

Tras arreglar su ropa del mejor modo que pudieron, partieron hacia el norte. Siguieron la playa hasta que terminó y después continuaron por el bosque de deslucidos androdragmos y alabandinos en flor que bordeaba el río. El ambiente era templado y apacible en esa zona, y el sol, que descendía en abigarradas manchas a través de las copas de los árboles, proporcionaba acogedora palidez al fatigado y disperso grupo.

En la tercera hora de marcha Valentine percibió el aroma del fuego a poca distancia, y un olor muy similar a pescado a la parrilla. Apretó el paso mientras se le hacía la boca agua, dispuesto a comprar, implorar, robar si era preciso, un poco de pescado, porque desde el último alimento cocinado habían transcurrido tantos días que Valentine tenía miedo de contarlos. Se deslizó por un áspero talud, sobre blancas piedras que reflejaban el sol, que era tan brillante que apenas pudo ver. Entre el resplandor distinguió tres figuras agachadas al lado de una hoguera, junto a la orilla del río, y al proteger sus ojos de la luz descubrió que había un ser humano de pálida piel con asombrosas greñas canas, un ser zanquilargo de piel azulada y extraño origen, y un yort.

—¡Sleet! —gritó Valentine—. ¡Khun! ¡Vinorkis!

Corrió hacia ellos, resbalando y patinando en las piedras.

Los otros contemplaron tranquilamente el alocado acercamiento de Valentine, y en cuanto estuvo junto a ellos, Sleet, de un modo indiferente, le ofreció una rama en la que estaba espetado un rosado filete de pescado.

—Come algo —dijo afablemente Sleet. Valentine se quedó boquiabierto.

—¿Cómo habéis llegado tan lejos? ¿Cómo habéis encendido esta hoguera? ¿Cómo habéis conseguido pescado? ¿Qué…?

—El pescado se enfriará —dijo Khun—. Primero la comida, luego las preguntas.

Valentine dio un apresurado bocado. Jamás había probado algo tan delicioso, una carne tierna y húmeda espléndidamente tostada, un bocado mucho más fino que todos los que hubieran podido servirle en los festejos del Monte del Castillo. Se volvió y dijo a sus compañeros que bajaran el talud. Pero los otros ya estaban acercándose: Shanamir voceaba y hacía cabriolas mientras corría, Carabella volaba graciosamente sobre las rocas, y Lisamon, con Deliamber al hombro, avanzaba pesadamente.

—¡Hay pescado para todos! —anunció Sleet.

Habían cogido más de diez peces, que daban tristes vueltas en una charca rodeada de piedras cerca de la hoguera. Con hábiles movimientos, Khun los fue sacando, abriendo y destripando. Sleet los sostuvo unos momentos sobre la llama y los entregó a sus compañeros, que los engulleron vorazmente.

Sleet explicó que tras romperse la balsa se encontraron agarrados a un fragmento de tres troncos con el que consiguieron atravesar los rápidos y seguir río abajo. Recordaban vagamente haber visto la playa donde fue arrojado Valentine, pero no le habían visto. Después la corriente les arrastró varios kilómetros antes de que se recuperaran del paso por los rápidos y tuvieran fuerzas para abandonar los troncos y nadar hasta la orilla. Khun pescó peces solamente con las manos: tenía, según Sleet, las manos más rápidas del universo, y podía convertirse en un magnífico malabarista. Khun sonrió, siendo la primera vez que Valentine veía en su rostro algo distinto a una expresión sombría.

—¿Y la hoguera? —preguntó Carabella—. La encendisteis chasqueando los dedos, supongo.

—Lo intentamos —contestó chistosamente Sleet—. Pero era un trabajo agotador. Así que nos acercamos al pueblo de pescadores que está al otro lado de ese recodo y les pedimos que nos prestaran una vela.

—¿Pescadores? —dijo Valentine, sorprendido.

—Un pueblo de líis —dijo Sleet—, es evidente que no saben que su destino racial es vender salchichas en las ciudades occidentales. Nos ofrecieron cobijo ayer por la noche, y están de acuerdo en llevarnos a Ni-moya esta tarde, para que podamos esperar a nuestros amigos en la playa de Nissimorn. —Sonrió—. Supongo que ahora tendremos que alquilar otra barca.

—¿Tan cerca estamos de Ni-moya? —dijo Deliamber.

—Dos horas en barca, hasta el punto donde los ríos se unen, eso me dijeron.

A Valentine le pareció que el mundo era menos inmenso de repente, y que los quehaceres que le aguardaban eran menos abrumadores. Volver a gozar de una auténtica comida, saber que en las cercanías había una población amistosa, y de que pronto dejarían detrás la jungla… qué tremendo regocijo. Sólo una cosa le preocupaba: la suerte corrida por Zalzan Kavol y sus tres hermanos supervivientes.

El pueblo de los líis estaba realmente cerca: quizá quinientas almas, gente de corta estatura, piel oscura y achatada cabeza cuyos tres pares de ojos, brillantes y penetrantes, observaron a los vagabundos con escasa curiosidad. Vivían en modestas chozas techadas con paja junto al río, y cultivaban diversos productos en reducidos jardines como complemento de la pesca aportada por su flota de toscas barcas. Su dialecto era difícil, pero Sleet logró comunicarse con ellos y consiguió no sólo otra barca sino además, por dos coronas, ropa nueva para Carabella y Lisamon.

Partieron a primeras horas de la tarde, con cuatro taciturnos líis como tripulantes, con rumbo a Ni-moya.

El río fluía con su acostumbrada celeridad, pero había pocos rápidos importantes, y las dos barcas avanzaron fácilmente entre una campiña cada vez más poblada y civilizada. Las empinadas riberas de las tierras altas fueron sustituidas por extensas llanuras aluviales de abundante limo negro, y no tardó en aparecer una franja casi continua de pueblos agrícolas.

El río se ensanchó y apaciguó, transformándose en un amplio y uniforme curso de agua con un fulgor azul oscuro. El terreno era llano y despejado, y aunque los asentamientos de ambas orillas eran indudables ciudades con poblaciones de muchos miles de habitantes, parecían meros villorrios, tan empequeñecidas quedaban por los gigantescos alrededores. Delante aguardaba una oscura e inmensa masa de agua que daba la impresión de extenderse por todo el horizonte como si se tratara del mar.

—El río Zimr —anunció el líi que llevaba el timón de la barca de Valentine—. El Steiche acaba aquí. La playa de Nissimorn está a la izquierda.

Valentine contempló una enorme playa en forma de media luna, bordeada por un denso palmeral con árboles particularmente ladeados, con frondas purpúreas que sobresalían como plumas encrespadas. Al aproximarse la barca, Valentine se sorprendió. En la playa había una balsa de troncos toscamente podados, y sentados junto a ella cuatro gigantescas y peludas figuras dotadas de cuatro brazos. Los skandars estaban aguardándoles.

2

Zalzan Kavol no veía nada extraordinario en su viaje. Su balsa había llegado a los rápidos. Él y sus hermanos usaron pértigas para salvarlos y sufrieron varios traqueteos, pero ninguno grave. Luego continuaron río abajo hacia la playa de Nissimorn, donde permanecieron acampados con creciente impaciencia, extrañados por el retraso del resto del grupo. El skandar no había imaginado que las otras balsas pudieran naufragar en la travesía, ni había visto ningún náufrago en las orillas.

—¿Tuvieron problemas? —preguntó con tono de genuina inocencia.

—Secundarios —replicó Valentine—. Pero volvemos a estar juntos, y será agradable dormir de nuevo en alojamientos adecuados.

Continuaron el viaje, y entraron en la gran confluencia del Steiche y el Zimr, una masa de agua tan ancha que a Valentine le fue imposible imaginarla como el simple punto de reunión de dos ríos. Se separaron de los líis en la población de Nissimorn, en la orilla suroeste, y abordaron el transbordador que debía llevarlos a Ni-moya, la mayor ciudad del continente de Zimroel.

Treinta millones de ciudadanos vivían en Ni-moya. Allí el río Zimr describía una gran curva, cambiando bruscamente su curso este para continuar hacia el sureste. En ese recodo se había formado una prodigiosa megalópolis. Se extendía cientos de kilómetros a lo largo de ambas orillas del río y de varios afluentes que nacían al norte. Valentine y sus compañeros vieron en primer lugar los suburbios meridionales, distritos residenciales que daban paso, en el extremo sur, a un territorio agrícola que se alargaba por el valle del Steiche. La principal zona urbana, apenas visible al principio, se hallaba en la orilla norte, filas y más filas de torres blancas con remate plano que descendían hacia el río. Multitud de transbordadores surcaban las aguas para enlazar el millar de pueblos ribereños. La travesía duró varias horas, y el crepúsculo llegó antes de que Ni-moya propiamente dicha fuera claramente visible.

La ciudad parecía mágica. Su iluminación, recién encendida, destellaba atractivamente sobre un fondo de verdes colinas muy arboladas e impecables edificios blancos. Los gigantescos dedos de los muelles se adentraban en el río, y un asombroso bullicio de embarcaciones, grandes y pequeñas, se alineaban en la orilla. Pidruid, tan impresionante para Valentine en los primeros días de vagabundeo, era una ciudad secundaria comparada con Ni-moya.

Sólo los skandars, Khun y Deliamber habían visto Ni-moya con anterioridad. Deliamber habló sobre las maravillas de la ciudad: su Galería Telaraña, un centro comercial de dos kilómetros de longitud que se alzaba sobre el suelo mediante cables casi invisibles; su parque de bestias fabulosas, donde la fauna más extraña de Majipur, criaturas al borde de la extinción por culpa de la expansión de la civilización, vagaba en ambientes similares a su hábitat natural; su Bulevar de Cristal, una rutilante calle de reflectores giratorios que imponía respeto a la vista; su Gran Bazar, cuarenta kilómetros cuadrados de laberínticos pasillos que albergaban incontables millares de tiendas bajo continuos techos de deslumbradora lona centelleante de color amarillo; su Museo Universal, su Salón de la Magia, su Palacio Ducal, cuyas gigantescas proporciones sólo eran superadas, así se afirmaba, por el castillo de lord Valentine, y muchos detalles más que a Valentine le parecieron integrantes de mitos y fantasías, imposibles de encontrar en una ciudad real. Pero el grupo no iba a ver nada de esto. La orquesta municipal de mil instrumentos, los restaurantes flotantes, los pájaros artificiales de enjoyados ojos y tantas otras cosas tendrían que esperar hasta que Valentine, si se presentaba la oportunidad, volviera a Ni-moya vestido como la Corona.

Mientras el transbordador se acercaba al embarcadero, Valentine convocó a todos sus compañeros.

—Ahora debemos determinar nuestros rumbos individuales —dijo—. Tengo la intención de embarcarme aquí hacia Piliplok, y de ahí a la Isla. He apreciado vuestra compañía hasta la fecha, y me gustaría contar con ella por más tiempo, pero no os puedo ofrecer nada aparte de un viaje interminable y la posibilidad de una muerte prematura. Mis esperanzas de triunfo son escasas, y los obstáculos, formidables. ¿Alguno de vosotros quiere continuar conmigo?

—¡Hasta el otro lado del mundo! —gritó Shanamir.

—Y yo —dijo Sleet, respuesta que Vinorkis repitió.

—¿Dudas de mí? —preguntó Carabella. Valentine sonrió. Miró a Deliamber.

—Está en juego la inviolabilidad del reino —dijo el mago—. ¿Cómo voy a negarme a seguir a la genuina Corona, vaya donde vaya?

—Todo esto me desconcierta —dijo Lisamon—. No entiendo nada. La Corona que vaga por ahí fuera del cuerpo que le corresponde… Pero no tengo otro trabajo, Valentine. Iré a donde sea.

—Gracias a todos —dijo Valentine—. Os daré las gracias de nuevo, y más espléndidamente, en el salón de festejos del Monte del Castillo.

—¿Y no necesita skandars, mi señor? —dijo Zalzan Kavol. Valentine no esperaba ese ofrecimiento.

—¿Queréis venir?

—Hemos perdido el vagón. La muerte ha roto nuestro hermanazgo. Carecemos de material de malabarismo. No me atrae la idea de ser peregrino, pero le seguiré hasta la Isla y más lejos si es preciso, y lo mismo harán mis hermanos, si usted nos necesita.

—Os necesito, Zalzan Kavol. ¿Hay trabajo para malabarista en la Corte Real? ¡Será vuestro, lo prometo!

—Gracias, mi señor —dijo gravemente el skandar.

—Hay otro voluntario —dijo Khun.

—¿Tú también? —dijo Valentine, sorprendido.

—Poco me importa quién es rey de este planeta donde estoy perdido —replicó el hosco extranjero—. Pero me importa mucho comportarme de un modo honorable. Habría muerto en Piurifayne de no haber sido por ti. Te debo la vida y te ayudaré tanto como pueda.

Valentine sacudió la cabeza.

—Hicimos por ti lo que un ser civilizado habría hecho por cualquier persona. No existe deuda alguna.

—Yo lo veo de otra forma. Además —dijo Khun—, mi vida hasta ahora ha sido trivial y somera. Abandoné mi planeta natal, Kianimot, sin tener buenos motivos, vine aquí, he vivido alocadamente y casi lo pago con mi vida. ¿Por qué seguir así? Me uniré a tu causa y la haré mía, y quizá llegue a creer en ella, o a pensar que creo en ella. Y si muero para convertirte en rey, estará saldada la deuda entre ambos. Con una muerte bien consumada podré recompensar al universo por una vida pobremente disipada. ¿Puedo ser de alguna utilidad?

—Te acojo con todo mi corazón —dijo Valentine.

El transbordador lanzó un gran trompetazo con su cuerno y se deslizó suavemente hacia el embarcadero.

Pasaron la noche en el hotel ribereño más barato que encontraron, un lugar limpio aunque austero, de pétreas paredes encaladas y bañeras comunales, y se dieron el lujo de una cena modestamente espléndida en una posada cercana. Valentine pidió que se mancomunaran los fondos y nombró tesoreros conjuntos a Shanamir y Zalzan Kavol, puesto que tenían la mejor apreciación sobre el valor y usos del dinero. Valentine conservaba buena parte de los fondos con que llegó a Pidruid, y Zalzan Kavol sacó de una bolsa escondida una sorprendente pila de piezas de diez reales. Entre los dos tenían suficiente para que todos llegaran a la Isla del Sueño.

Por la mañana compraron los pasajes a bordo de un barco fluvial similar al que les había llevado desde Khyntor hasta Verf, e iniciaron el viaje a Piliplok, el gran puerto situado en la desembocadura del Zimr.

Pese a todo lo que habían viajado por la faz de Zimroel, aún les separaban varios miles de kilómetros de la costa oriental. Pero en el amplio seno del Zimr las embarcaciones avanzaban rápida y serenamente. Naturalmente el barco realizó incesantes paradas en los innumerables pueblos y ciudades del río. Larnimisculus, Belka, Clarischanz, Flegit, Hiskuret, Centriun, Obliorn, Vale, Salvamot, Gourkaine, Semirod, Cerinor, Gran Haunfort, Impemond, Orgeliuse Dambemuir y muchas poblaciones más. Un flujo interminable de lugares casi indistinguibles, todos con sus muelles, sus paseos marítimos, sus arboledas de alabandinos y palmeras, sus almacenes y grandes bazares de vistosas fachadas, sus pasajeros aferrados al billete, ansiosos de subir a bordo e impacientes por partir en cuanto ascendían la rampa.

Sleet hizo mazas de malabarismo mondando con un cuchillo varios trozos de madera que pidió a los tripulantes. Carabella encontró bolas en alguna parte. Y en las comidas, los skandars escamotearon silenciosamente muchos platos, de tal modo que la compañía fue acumulando utensilios de trabajo, y a partir del tercer día ganaron algunas coronas con sus actuaciones en la cubierta-plaza. Zalzan Kavol fue recuperando parte de su ruda seguridad en sí mismo al reanudar las actuaciones, aunque continuó mostrándose curiosamente discreto y su alma avanzaba de puntillas en situaciones que en otro tiempo habrían provocado violentas tormentas.

Se encontraban en el territorio natal de los cuatro skandars, que nacieron en Piliplok e iniciaron su carrera efectuando giras por las poblaciones interiores de la inmensa provincia; en sus viajes río arriba habían llegado incluso a Stenwamp y Puerto Saikforge, a mil quinientos kilómetros de la costa. El familiar territorio les iluminó. Onduladas y atezadas colinas, bulliciosos pueblos con casas de madera… Zalzan Kavol comentó extensamente los principios de su carrera, los éxitos y los fracasos —los últimos, muy escasos—, y una disputa sostenida con un administrador que le obligó a buscar fortuna al otro lado del Zimroel. Valentine sospechó que se debió producir violencia, quizá un enredo con la ley, pero no hizo preguntas.

Una noche, después de abundante vino, los skandars se pusieron a cantar, por primera vez desde que Valentine los conocía. Fue una canción skandar, triste y lúgubre, cantada en tono menor mientras los skandars arrastraban los pies y hundían los hombros en una marcha circular:


Negro mi corazón,

Mis temores negros,

Confusos mis ojos,

De lágrimas llenos.


Pesar y muerte,

Pesar y muerte,

Nos siguen siempre.


Lejos de las tierras

De mi primer andar,

Lejos de las colinas

Y ríos del hogar.


Pesar y muerte,

Pesar y muerte,

Nos siguen siempre.

Dolor en las tierras,

Dragones en los mares,

No espero contemplar

Otra vez mis lares.

Pesar y muerte,

Pesar y muerte,

Nos siguen siempre.


La canción era tan monótonamente tétrica, y los enormes skandars tenían un aspecto tan ridículo mientras se tambaleaban y cantaban, que Valentine y Carabella tuvieron que contener la risa al principio. Pero con el segundo estribillo Valentine se sintió conmovido, porque había auténtica emoción en el canto: los skandars habían conocido pesar y muerte, y aunque ahora se encontraban cerca del hogar, habían pasado buena parte de su vida lejos de Piliplok y tal vez, pensó Valentine, resultaba duro y penoso ser skandar en Majipur, ser una criatura peluda que se movía pesadamente en un ambiente cálido entre seres de menor tamaño y menos pelaje.

El verano había terminado, y en Zimroel oriental se llegaba a la estación seca, cuando cálidos vientos soplaban del sur, la vegetación se adormecía hasta las lluvias primaverales y, según explicó Zalzan Kavol, la compostura escaseaba y los crímenes pasionales abundaban. Valentine consideró que la región era menos interesante que las junglas de Zimroel central o la abundancia de flora subtropical del lejano oeste. Pero al cabo de unos días de atenta observación opinó que la zona poseía cierta austera belleza, limitada y estricta, muy distinta a la tumultuosa lozanía del oeste. En cualquier caso, se sintió complacido y aliviado cuando, tras días y más días de estancia en el inmutable y casi interminable río, Zalzan Kavol anunció que las afueras de Piliplok estaban a la vista.

3

Piliplok era casi tan viejo y casi tan grande como su puerto rival en la costa opuesta del continente, Pidruid. Pero el parecido acababa allí. Pidruid fue construida sin proyecto, una fortuita maraña de calles, avenidas y callejuelas que se cruzaban de un modo caprichoso, mientras que Piliplok fue erigida, hacía incalculables miles de años, con rígida precisión, casi maniática.

La ciudad ocupaba un promontorio de gran magnitud en la orilla sur de la desembocadura del Zimr. El río tenía una inconcebible anchura en esa zona, cien o ciento veinte kilómetros en el punto donde desembocaba en el Mar Interior. Al transportar una carga de légamo y detritos acumulada a lo largo de los once mil kilómetros de recorrido desde el remoto noroeste, el río teñía las aguas verdeazuladas del océano con un opaco tinte que, se decía, era visible a cientos de kilómetros de distancia. La punta norte de la desembocadura era un peñasco gredoso de mil quinientos metros de altura y muchos kilómetros de anchura, observable incluso desde Piliplok en un día claro, un resplandeciente muro blanco que reflejaba la luz matutina. Allí no había nada utilizable como puerto, y por eso jamás se había intentado construirlo, y el lugar era una reserva sagrada. Devotos de la Dama moraban en el peñasco en retiro tan total que nadie los había molestado desde hacía cien años.

Pero Piliplok era distinto: once millones de personas ocupaban una ciudad que se extendía a lo largo de los rigurosos radios que brotaban de su magnífico puerto natural. Una serie de curvadas franjas atravesaba el eje de estos radios: en las franjas internas había una zona comercial, luego zonas industriales y de recreo, y en los tramos externos los barrios residenciales, claramente delimitados por niveles de riqueza y, en menor grado, por niveles raciales. En Piliplok existía una gran concentración de skandars (Valentine pensó que una de cada tres personas que había en el barrio marítimo pertenecía a la raza de Zalzan Kavol) y era intimidante ver tantos peludos gigantes de cuatro brazos contoneándose por los alrededores. También vivían allí muchos miembros de la raza susúheri, reservada y aristocrática, seres de dos cabezas dedicados al comercio de artículos de lujo, finos tejidos y joyas, y que eran los artesanos más extraordinarios de todas las provincias. El ambiente era seco y tonificante, y Valentine, tras notar en sus mejillas el invariable viento del sur, empezó a comprender el comentario de Zalzan Kavol sobre la falta de compostura excitada por ese viento.

—¿Nunca se calma el viento? —preguntó.

—El primer día de primavera —dijo Zalzan Kavol.

Valentine confió en encontrarse en otro lugar por entonces. Pero se presentó un problema inmediatamente. Acompañado por Zalzan Kavol y Deliamber, Valentine fue al muelle de Shkunibor, en la parte oriental del puerto de Piliplok, en busca de transporte para la Isla. Durante varios meses se había visto en esa ciudad y en ese muelle, y el embarcadero había aparecido en su mente con una fascinación casi legendaria, un lugar de vastas perspectivas y arrolladora arquitectura. Por ello sufrió una gran desilusión al llegar allí y ver que el punto principal de embarque de los barcos de peregrinos era una estructura destartalada y arruinada, con pintura verde que se desprendía en los laterales y deshilachadas banderas al viento.

Peores cosas esperaban a Valentine. El muelle parecía desierto. Después de merodear un poco, Zalzan Kavol encontró un horario de salidas colocado en un oscuro rincón del despacho de billetes. Los barcos de peregrinos navegaban hacia la Isla el primer día de todos los meses… excepto en otoño, cuando las salidas se espaciaban más debido a los desfavorables vientos reinantes. El último barco de la temporada había partido hacía una semana. El siguiente partiría dentro de tres meses.

—¡Tres meses! —gritó Valentine—. ¿Qué haremos en Piliplok durante tres meses? ¿Actuar en las calles? ¿Pedir limosna? ¿Robar? ¡Vuelve a leer el horario, Zalzan Kavol!

—Dirá lo mismo —afirmó el skandar. Hizo una mueca—. Piliplok me enorgullece más que cualquier otro lugar, pero no me gusta nada cuando hace viento. ¡Qué asquerosa suerte!

—¿No hay ningún barco que se haga a la mar en esta época? —preguntó Valentine.

—Sólo los dragoneros —dijo Zalzan Kavol.

—¿Y qué son?

—Barcos de pesca. Salen en busca de dragones marinos, que en esta época del año se reúnen en manadas para aparearse y son fáciles de capturar. Estos días habrá muchos dragoneros que se harán a la mar. ¿Pero de qué pueden servirnos?

—¿Cuánto se adentran en el mar? —Preguntó.

—Tanto como sea preciso para la pesca. A veces llegan hasta el Archipiélago Rodamaunt, cuando los dragones se congregan hacia el este.

—¿Dónde está eso?

—Es una larga cadena de islas en pleno Mar Interior, aproximadamente a medio camino entre Piliplok y la Isla del Sueño.

—¿Habitadas?

—Bastante.

—Bien. Seguramente existirá comercio entre esas islas. ¿Y si contratáramos a un dragonero para que nos lleve como pasajeros? Llegaríamos al archipiélago y allí encargaríamos a un capitán local que nos transportara hasta la Isla.

—Podría ser —dijo Deliamber.

—¿Existe alguna norma que exija que todos los peregrinos lleguen en los barcos especiales para ellos?

—Ninguna, que yo sepa —dijo el vroon.

—Los dragoneros no querrán aceptar pasajeros —adujo Zalzan Kavol—. Nunca aceptan esa clientela.

—¿No podríamos avivar su interés con algunos reales? El skandar estaba indeciso.

—No tengo la menor idea. Su negocio ya es bastante lucrativo tal como está. Tal vez consideren que llevar pasajeros es un estorbo, o que traen mala suerte. Y tampoco convendrán por la fuerza en transportarnos hasta el archipiélago si las islas están más allá de la ruta de caza de este año. Ni siquiera podemos estar seguros, aunque lleguemos al archipiélago, de que alguien quiera llevarnos más lejos de allí.

—Por otra parte —dijo Valentine—, tal vez las cosas puedan arreglarse fácilmente. Tenemos dinero, y yo preferiría usarlo para convencer a los capitanes antes que gastarlo en tres meses de alojamientos y comidas en Piliplok. ¿Dónde podemos encontrar a los dragoneros?

Un sector entero del puerto, de cinco o seis kilómetros de longitud, estaba reservado para este tipo de embarcaciones, muelles y más muelles con infinidad de barcos de madera que estaban siendo pertrechados para la nueva temporada de caza recién empezada. Los dragoneros eran de un solo tipo, ciertamente ominoso y mórbido, pensó Valentine: grandes artefactos con cascos acampanados y con vados, caprichosos y enormes mástiles rematados por tres puntas, horribles mascarones dentudos en la proa y largos y puntiagudos apéndices en la popa. Casi todos los barcos tenían adornos en los costados, llamativos dibujos de ojos escarlatas y amarillos o hileras de blancos dientes de rapaz aspecto. Y por encima de las cubiertas había pasmosas cúpulas para los arponeros, monstruosos cabrestantes para las redes y plataformas manchadas de sangre donde tenía lugar la carnicería. A Valentine le pareció incongruente usar un barco asesino para llegar a la pacífica y santa Isla del Sueño. Pero no había alternativa.

E incluso esta alternativa no tardó en revelarse incierta. Valentine, el skandar y el vroon fueron de barco en barco, de muelle en muelle; de dique seco en dique seco, y los capitanes de los dragoneros escucharon sin interés las propuestas y ofrecieron secas negativas. Zalzan Kavol llevó el peso de la conversación, puesto que casi todos los capitanes eran de su raza y podían demostrar simpatía por uno de los suyos. Pero no hubo forma de persuadirlos.

—Sería una distracción para los tripulantes —dijo el primero—. Siempre tropezando con los aparejos, mareados, pidiendo servicios especiales…

—No fletan este barco para llevar pasajeros —dijo el segundo—. Las normas son estrictas.

—El archipiélago está al sur de las aguas que preferimos —declaró el tercero.

—Hace tiempo que creo —dijo el cuarto— que un dragonero que zarpa llevando a bordo gente extraña al gremio es un barco que jamás volverá a Piliplok. Prefiero no comprobar esa superstición este año.

—Los peregrinos no me interesan —les explicó el quinto—. Que la Dama os lleve flotando hasta la Isla, si lo desea. No llegaréis allí a bordo de mi barco.

El sexto capitán también se negó, y añadió que ningún capitán querría ayudarlos. El séptimo dijo lo mismo. El octavo, tras haberse enterado de que un grupo de seres de secano deambulaba por los muelles en busca de pasaje, se negó incluso a hablar con ellos.

El noveno capitán, una skandar entrecana con lagunas en la dentadura y descolorido pelaje, demostró más amabilidad que el resto aunque idéntica renuencia a hacer sitio para ellos en su barco. Pero al menos expuso una sugerencia.

—En el muelle Prestimion —dijo— encontrarán al capitán Gorzval del Brangalyn. Gorzval ha hecho varios viajes sin fortuna y se sabe que va mal de fondos. La otra noche lo vi en una taberna. Intentó conseguir un préstamo para reparar su casco. Es posible que unos ingresos inesperados por llevar pasajeros le vengan bien en estos momentos.

—¿Y dónde está el muelle Prestimion? —preguntó Zalzan Kavol.

—El último de esta fila, después de los muelles de Dekkeret y Kinniken, al oeste del dique de reparaciones.

Un amarradero junto al dique de reparaciones era muy apropiado para el Brangalyn, pensó desoladamente Valentine una hora más tarde, al echar la primera mirada al barco del capitán Gorzval. Parecía estar al borde del desguace. Era más pequeño y antiguo que los anteriores, y en cierto momento de su larga historia debió sufrir desperfectos en el casco, porque tras la reparación había quedado con deficientes proporciones, cuadernas mal ajustadas y una curiosa apariencia de estar inclinado hacia estribor. Los ojos y dientes pintados a lo largo de la línea de flotación habían perdido lustre, el mascarón de proa estaba torcido, las espigas de proa estaban partidas a dos o tres metros del armazón, quizá como resultado de un malhumorado aletazo de algún dragón furioso, y los mástiles habían perdido algunas vergas. Unos tripulantes de apariencia perezosa y desanimada estaban atareados, pero no de un modo muy eficaz, en tapar grietas, enrollar cuerdas y remendar velas.

El mismo capitán Gorzval tenía un aspecto tan fatigado y consumido como su barco. Era un skandar no tan alto como Lisamon Hultin —prácticamente un enano entre los seres de su raza—, con ligera bizquera en un ojo y un muñón dónde debía estar su brazo exterior izquierdo. Su pelaje era basto y apelotonado, tenía los hombros hundidos, y todo él era fatiga y derrota. Pero se iluminó al instante al oír la pregunta de Zalzan Kavol respecto a llevar pasajeros al archipiélago Rodamaunt.

—¿Cuántos?

—Doce. Cuatro skandars, un yort, un vroon, cinco humanos y un… y otro más.

—¿Todos peregrinos, dice?

—Todos peregrinos.

Gorzval hizo el símbolo de la Dama de un modo mecánico.

—Ya saben que es irregular que haya pasajeros en un dragonero —dijo—. Pero debo a la Dama recompensa por pasados favores recibidos. Me gustaría hacer una excepción. ¿Pago por adelantado?

—Naturalmente —dijo Zalzan Kavol.

Valentine suspiró de alivio. Se trataba de una embarcación miserable y destrozada, y seguramente Gorzval era un navegante de tercera categoría acosado por la mala suerte o incluso sumamente incompetente. Sin embargo, quería aceptarlos como pasajeros, y ningún otro capitán iba a considerar la idea.

Gorzval expuso su precio y aguardó, con obvia tensión, a que empezara el regateo. Pedía menos de la mitad de lo que sin éxito alguno habían ofrecido a otros capitanes. Zalzan Kavol, llevado por la costumbre y el orgullo, no había duda, intentó rebajar la cantidad en tres reales. Gorzval, claramente consternado, ofreció una reducción de real y medio. El skandar se dispuso a recortar algunas coronas más, pero Valentine, compadecido del desventurado capitán, se apresuró a intervenir.

—De acuerdo. ¿Cuándo partimos?

—Dentro de tres días —dijo Gorzval.

Fueron cuatro, en realidad. Gorzval habló vagamente de la necesidad de obtener más provisiones, cosa que significaba, tal como descubrió Valentine, componer agujeros bastante graves. No había podido afrontar la reparación hasta cerrar el trato con los pasajeros. Según los chismorreos de las tabernas portuarias, informó Lisamon, Gorzval había tratado de vender parte de la pesca para obtener dinero con que pagar a los carpinteros, pero sin encontrar compradores. Poseía, explicó Lisamon, dudosa reputación: su juicio era mediocre, tenía mala suerte y su tripulación cobraba poco y era inepta. En cierta ocasión no consiguió localizar el enjambre de dragones marinos y regresó de vacío a Piliplok. En otro viaje perdió el brazo por culpa de un vivaracho dragoncillo que no estaba tan muerto como él pensaba. Y en el último viaje, el Brangalyn recibió en medio la embestida de una enfurecida bestia y estuvo a punto de irse a pique.

—Sería mejor —sugirió Lisamon— que fuéramos nadando hasta la Isla.

—Es posible que traigamos a nuestro capitán mejor suerte que la que ha tenido —dijo Valentine. Sleet se echó a reír.

—Si el optimismo bastara para llevar al trono a una persona, mi señor, tú estarías en el Monte del Castillo el primer día de invierno.

Valentine también se rió. Pero tras el desastre de Piurifayne, confiaba en no llevar a sus amigos a otra catástrofe a bordo de aquel mal dotado barco. Al fin y al cabo estaban siguiéndole simplemente por fe, por las pruebas aportadas por sueños, magia y una enigmática travesura metamorfa: le aguardaban vergüenza y dolor si, en su prisa por llegar a la Isla, causaba más pesar. Sin embargo Valentine experimentaba fuerte simpatía por el enlodado y manco Gorzval. El capitán podía ser un infortunado marinero… pero tal vez era un adecuado timonel para una Corona tan desatendida por la fortuna que había conseguido perder trono, memoria e identidad… ¡en una sola noche!

En la víspera de la partida del Brangalyn, Vinorkis habló en privado con Valentine.

—Mi señor —dijo con tono de preocupación—, alguien nos vigila.

—¿Cómo lo sabes?

El yort sonrió y arregló sus anaranjados bigotes.

—Cuando se tiene cierta práctica en espionaje, se reconoce las peculiaridades de otros espías. Estos últimos días noté que un grisáceo skandar se paseaba por los muelles y hacía preguntas sobre los marineros de Gorzval. Un carpintero del barco me ha dicho que ese skandar tenía curiosidad por saber qué pasajeros había aceptado el capitán y cuál es nuestro destino.

Valentine frunció el ceño.

—¡Esperaba haberlos despistado en la jungla!

—Debieron descubrirnos otra vez en Ni-moya, mi señor.

—En ese caso haremos que vuelvan a perder nuestro rastro en el archipiélago —dijo Valentine— Y hasta entonces vigila que no haya otros espías siguiéndonos. Gracias, Vinorkis.

—No hay de qué, mi señor. Es mi obligación.

Un fuerte viento del sur soplaba por la mañana cuando partió el barco. Durante el embarque Vinorkis permaneció atento a la posible presencia del inquisitivo skandar en el muelle, pero no lo vio por ninguna parte. Su trabajo está concluido, pensó Valentine, y un nuevo informante proseguirá la vigilancia por orden del usurpador.

Había que ir hacia el este y hacia el sur; los dragoneros estaban acostumbrados a navegar en contra de aquel viento constante y hostil durante toda la travesía hasta la zona de caza. Ello representaba un fatigoso trabajo, pero no había forma de evitarlo, ya que los dragones marinos se ponían al alcance de los cazadores únicamente en esa estación. El Brangalyn disponía de la fuerza motriz secundaria de un motor, pero no en gran medida, puesto que cualquier tipo de combustible era escasísimo en Majipur. Con cierta majestuosa torpeza, el Brangalyn recogió el viento de costado, abandonó el puerto de Piliplok y se adentró en alta mar.

Ese mar, el Mar Interior, era el de menor extensión de Majipur y separaba Zimroel oriental de Alhanroel occidental. No era una menudencia, había ocho mil kilómetros de costa a costa, y sin embargo se trataba de un nuevo charco comparado con el Gran Océano, que ocupaba gran parte del otro hemisferio, un océano más allá de la posibilidad de navegación, incontables millares de kilómetros de mar abierto. El Mar Interior era más humano en cuanto a proporciones, y quedaba interrumpido a medio camino entre los continentes por la Isla del Sueño —tan extensa que en otro planeta de tamaño menos extraordinario merecería consideración de continente— y por otros archipiélagos importantes.

Los dragones marinos pasaban su vida en interminables migraciones entre los dos océanos. Daban vueltas y más vueltas alrededor del globo, tardando años o incluso décadas, por lo poco que podía saberse, para completar la circunnavegación. Aproximadamente una decena de grandes manadas habitaba el océano, viajando sin cesar de oeste a este. Todos los veranos, una manada concluía la travesía del Gran Océano, pasaba al sur de Narabal y recorría la costa meridional de Zimroel en dirección a Piliplok. En ese momento estaba vedada su caza, porque en la manada abundaban las hembras fecundadas durante esa época. En otoño nacían las crías, cuando la manada había llegado a las aguas barridas por el viento situadas entre Piliplok y la Isla del Sueño, y se iniciaba la cacería anual. De Piliplok partían gran número de dragoneras. Las manadas sufrían una merma, tanto de miembros jóvenes como de adultos, y los dragones supervivientes regresaban a los trópicos: pasaban al sur de la Isla del Sueño, doblaban la corcova de la alargada Península Stoienzar en el continente de Alhanroel, y se dirigían hacia el este, hacia el Gran Océano, donde nadaban sin problema hasta que su ciclo los hacía volver a Piliplok. De entre todas las bestias de Majipur, los dragones marinos eran las mayores con una gran diferencia. Recién nacidos eran pequeños, no pasaban de dos metros de largo, pero continuaban creciendo durante toda su vida, y vivían muchos años, aunque nadie sabía cuántos. Gorzval, que permitió que los pasajeros compartieran su mesa y demostró ser un skandar locuaz olvidadas ya sus ansiedades, era aficionado a contar historias sobre la inmensidad de ciertos dragones marinos. Durante el reinado de lord Malibor se capturó uno de sesenta metros de longitud; otro, en la época de Confalume, alcanzó los setenta metros, y en los tiempos en que Prestimion era Pontífice y lord Dekkeret la Corona, un barco cogió un dragón diez metros más largo que el anterior. Pero el campeón, explicó Gorzval, era un animal que tuvo la osadía de presentarse en la entrada del puerto de Piliplok durante el reinado de Thimin y lord Kinniken, y que, según datos de confianza, medía noventa y cinco metros. Ese monstruo, conocido como el dragón de lord Kinniken, escapó ileso porque toda la flota de dragoneros se encontraba en alta mar. Al parecer, diversos cazadores lo habían vuelto a ver en siglos posteriores, y recientemente en el mismo año que lord Voriax fue nombrado Corona, pero nadie había podido clavarle un arpón, y gozaba de funesta reputación entre los pescadores.

—Actualmente debe tener ciento cincuenta metros de largo —dijo Gorzval—, y ruego que otro capitán tenga el honor de encontrarlo si alguna vez vuelve por estas aguas.

Valentine sólo había visto dragones marinos de pequeño tamaño, muertos, destripados, salados y secados, que se vendían en los mercados de todo Zimroel, y de vez en cuando había saboreado su carne, que era de un color oscuro, fuerte de sabor y dura. Así se preparaban los dragones de menos de tres metros. La carne de animales de mayor tamaño, hasta quince metros de largo, se vendía fresca a lo largo de la costa oriental del continente, pero las dificultades de transporte evitaban que el producto llegara a mercados muy alejados del mar. A partir de esa longitud, los dragones eran muy viejos y su carne no era comestible, pero se transformaba en aceite para muchos usos, pues el petróleo y otros hidrocarburos fósiles escaseaban en Majipur. Los huesos de los dragones marinos de todos los tamaños se aprovechaban en arquitectura, ya que eran casi tan fuertes como el acero y se obtenían con mucha más facilidad. Los huevos de dragón tenían valor medicinal, por lo que se recogían, en cantidades de cientos de kilos, en los abdómenes de las hembras fecundadas. Piel de dragón, alas de dragón… todo tenía alguna utilidad y nada se desechaba.

—Esto, por ejemplo, es leche de dragón —dijo Gorzval mientras ofrecía a sus invitados un frasco que contenía un líquido de color azul claro—. En Ni-moya, o en Khyntor, pagan diez coronas por un frasco como éste. Animo, pruébenlo.

Lisamon dio un vacilante sorbo y escupió.

—¿Leche de dragón, o meados de dragón? —preguntó. El capitán sonrió con frialdad.

—En Dulorn —dijo—, lo que acaba de escupir le costaría una corona, por lo menos, y tendría mucha suerte si encontrara un poco de leche de dragón.

Empujó el frasco hacia Sleet, que lo rechazó con un gesto de su cabeza, y luego hacia Valentine. Éste, tras ligera vacilación, se lo llevó a los labios.

—Amargo —dijo—, y rancio, pero no es tan terrible. ¿Cuál es el secreto de su encanto?

El skandar se dio palmadas en los muslos.

—¡Afrodisíaco! —retumbó su voz—. ¡Estimula! ¡Calienta la sangre! ¡Prolonga la vida! —Señaló jovialmente a Zalzan Kavol que, sin haber sido invitado, estaba bebiendo animadamente—. ¿Lo ven? ¡El skandar lo conoce! ¡A un habitante de Piliplok no hay que suplicarle para que lo beba!

—¿Leche de dragón? —dijo Carabella—. ¿Son mamíferos?

—Mamíferos, sí. La hembra incuba los huevos en su cuerpo, y cuando nacen las crías, diez o veinte por camada, hay hileras de mamas por todas partes del vientre. ¿Le parece extraño hablar de leche de dragón?

—Considero que los dragones son reptiles —dijo Carabella—, y los reptiles no dan leche.

—Será mejor que considere a los dragones como dragones. ¿No quiere probar la leche?

—No, gracias —replicó la joven—. No necesito estimularme.

Las comidas en el camarote del capitán eran lo mejor del viaje, decidió Valentine. Gorzval era un ser bonachón y comunicativo, teniendo en cuenta el carácter de los skandars, y le gustaba comer decentemente, con vino, carnes y pescados de varios tipos, entre ellos una buena ración de carne de dragón. Pero el barco era viejo y angosto, estaba mal diseñado y peor conservado, y los tripulantes, una decena de skandars, varios yorts y humanos, se mostraban poco comunicativos y con frecuencia claramente hostiles. Era indudable que los cazadores de dragones constituían un grupo orgulloso e intolerante, aunque se tratara de la tripulación de un barco tan destartalado como el Brangalyn, y tomaban a mal la presencia de extraños mientras practicaban sus misterios. Únicamente Gorzval parecía hospitalario, pues el skandar estaba muy agradecido a sus pasajeros, porque sin el dinero de éstos no habría podido zarpar.

Ya estaban muy alejados del continente, en un dominio carente de rasgos característicos donde el azul claro del océano se unía con el azul claro del cielo y anulaba cualquier sensación de lugar y rumbo. El Brangalyn avanzaba rumbo sursureste, y cuando más se alejaba de Piliplok tanto más cálido se hacia el viento, caluroso y seco como siempre.

—Solemos decir que el viento es un envío para nosotros —dijo Gorzval—, porque viene directamente de Suvrael. Ese pequeño obsequio del Rey de los Sueños es tan delicioso como todos los suyos.

El mar estaba desierto: sin islas, sin troncos flotando, sin indicios de nada, ni siquiera de dragones. Los dragones habían pasado muy lejos de la costa ese año, un hecho bastante frecuente, y estaban asoleándose en las aguas tropicales próximas a los bordes del archipiélago. De vez en cuando pasaba a gran altura una gihorna, en plena migración otoñal desde las islas hasta las Marismas del Zimr, que no estaban cerca del río del mismo nombre, ni mucho menos, sino a ochocientos kilómetros al sur de Piliplok. Las gihornas, criaturas de altas patas, eran tentadores blancos, pero nadie pensó en abatirlas. Otra tradición del mar, por lo que parecía.

Los primeros dragones se dejaron ver dos semanas después de zarpar de Piliplok. Gorzval predijo su llegada un día antes, tras soñar que los animales se hallaban cerca.

—Todos los capitanes soñamos con dragones —explicó—. Nuestras mentes están enlazadas con esos animales: percibimos el acercamiento de sus almas. Hay una capitana, una que ha perdido varios dientes, que se llama Guidrag y ve dragones en sueños una semana antes de que aparezcan, a veces incluso con más anticipación. Se dirige hacia ellos y siempre los encuentra. Yo no soy tan bueno, un día de antelación es lo mejor que logro. Pero de todas formas nadie es tan bueno como Guidrag. Yo hago todo lo que puedo. Habrá dragones a proa dentro de otras diez o doce horas, lo garantizo.

Valentine tenía poca confianza en las garantías del capitán skandar. Pero a media mañana el vigía que estaba en lo alto del mástil empezó a dar voces.

—¡Atentos! ¡Dragones a la vista!

Eran muchos, cuarenta, cincuenta, quizá más, agrupados a poca distancia de la proa del Brangalyn. Se trataba de bestias carentes de gracia, con gruesas panzas, abultadas como el mismo Brangalyn, dotadas de largos cuellos y voluminosos, grandes cabezas triangulares, cortas colas que terminaban en aletas lisas y acampanadas, y prominentes rebordes de salientes óseos que cubrían toda la longitud de los muy abovedados lomos. Las alas eran el rasgo más extraño. En realidad eran aletas, porque resultaba inconcebible que esas enormes criaturas pudieran levantar el vuelo alguna vez, pero eran más parecidas a alas que a aletas. Alas de murciélago, oscuras y correosas, que brotaban de grandes y rechonchas bases situadas en el cuello de los dragones de mar y se extendían hasta el centro del cuerpo. Casi todos los animales mantenían cerradas las alas como si fueran mantos, pero algunos las tenían totalmente desplegadas, abiertas como un abanico cuyas varillas eran largos tendones de frágil aspecto. Y con esas alas cubrían asombrosas zonas del agua que los rodeaba, extendiéndolas igual que lienzos alquitranados.

La mayoría de dragones eran jóvenes, de cinco a quince metros de longitud, pero había muchas crías, aproximadamente de dos metros, que nadaban y chapoteaban libremente o se aferraban a las mamas de sus madres, en general de tamaño moderado. Pero entre el banco flotaban algunos monstruos, medio sumergidos y somnolientos, con las crestas del espinazo alzándose sobre el agua como colinas centrales de una isla flotante. Esos dragones eran inimaginablemente corpulentos. Era difícil juzgar su magnitud total, porque los cuartos traseros solían inclinarse hasta perderse de vista, pero dos o tres dragones parecían al menos tan grandes como el barco.

Gorzval cruzó la cubierta y pasó junto a Valentine.

—¿No tendremos aquí al dragón de lord Kinniken, eh? —preguntó Valentine.

El capitán skandar se rió indulgentemente.

—No, el de Kinniken es tres veces mayor que éstos, como mínimo. ¿Tres veces? ¡Más de tres! Éstos no llegan a cuarenta y cinco metros. Los he visto mucho más largos. Y usted también los verá, amigo mío, dentro de poco.

Valentine trató de imaginar dragones con tamaño tres veces mayor que los que veía. Su mente se rebeló. Era igual que imaginar el Monte del Castillo en conjunto: simplemente imposible.

El barco maniobró para iniciar la matanza. Fue una operación fluidamente coordinada. Se arriaron botes, con un skandar empuñando una lanza, de pie y atado a la proa de cada uno. Las barcas avanzaron silenciosamente en medio de los dragones que mamaban, y los lanceros arrojaron sus armas, distribuyendo la muerte entre las madres para que ninguna se excitara al perder todas sus crías. Los jóvenes dragones arponeados fueron atados por la cola a los botes y éstos volvieron junto al barco, desde donde se bajaron redes para alzar la pesca. Los cazadores no se dedicaron a la caza mayor hasta después de haber capturado varias decenas de jóvenes dragones. Los botes se retiraron y el arponero, un gigante skandar con una cicatriz azul oscuro que cruzaba el pecho en una parte donde el pelaje estaba arrancado desde hacía tiempo, ocupó su puesto en la cúpula. Sin precipitación alguna, el skandar eligió un arma y la ajustó a la catapulta mientras Gorzval situaba el barco adecuadamente cerca de la víctima seleccionada. El arponero apuntó. Los dragones adultos prosiguieron su misión de pastoreo, desatentos. Valentine se dio cuenta de que había contenido la respiración y estaba apretando con fuerza la mano de Carabella. El arpón, un reluciente y sombrío venablo, quedó en libertad.

Se hundió hasta el mango en el hinchado lomo de un dragón de treinta metros, y el mar cobró vida al instante.

El animal herido fustigó la superficie con la cola y desplegó las alas, que golpearon el agua con titánica furia, como si el dragón quisiera remontar el vuelo, y arrastrar al Brangalyn. Con la primera explosión de dolor, los dragones hembras abrieron igualmente las alas para reunir a las crías bajo un escudo protector, y se alejaron con potentes sacudidas de la cola. Mientras tanto, los animales de mayor tamaño de la manada, los monstruos consumados, se limitaron a sumergirse y se deslizaron en las profundidades con apenas un murmullo de energía. Quedó únicamente una docena de dragones adolescentes, sabedores de que algo inquietante estaba ocurriendo pero inseguros respecto a cómo reaccionar; nadaron describiendo amplios círculos en torno al camarada herido, con las alas inciertamente semiabiertas y golpeando con suavidad el agua. El arponero, que continuaba cogiendo armas con absoluta tranquilidad, clavó otro arpón en su presa, y otro más cerca del primero.

—¡Botes! —gritó Gorzval—. ¡Redes!

Se inició una extraña maniobra. Arriaron de nuevo los botes, y los cazadores se pusieron a remar. Avanzaron hacia el círculo de excitados dragones, y lanzaron al agua cierto tipo de granadas que explotaron produciendo apagados sonidos y esparciendo una espesa capa de tintura amarilla brillante. Las explosiones y, tal parecía, la tintura crearon un frenesí de terror en los restantes dragones. Sacudiendo alocadamente alas y colas, nadaron con rapidez hasta perderse de vista. Sólo quedó la víctima, perfectamente viva pero bien agarrada. También nadaba, hacia el norte aunque arrastraba tras ella toda la mole del Brangalyn y el esfuerzo iba debilitándola visiblemente poco a poco. Los tripulantes de los botes usaron más granadas de tintura para obligar al dragón a situarse más cerca del barco. Al mismo tiempo, los encargados de las redes lanzaron un colosal enredo que se abrió y extendió sobre el agua gracias a cierto mecanismo interior y que volvió a cerrarse cuando el dragón se enredó en las mallas.

—¡Cabrestantes! —bramó Gorzval, y la red se elevó del agua.

El dragón quedó suspendido en el aire. Su enorme peso hizo que el gran barco se inclinara de un modo alarmante. En lo alto, el arponero de la cúpula se dispuso a dar el golpe de gracia. Asió la catapulta con los cuatro brazos y disparó. Lanzó un furioso gruñido en ese mismo instante y un segundo después se oyó la respuesta, sorda y agónica, del dragón. El arpón penetró en el cráneo del dragón detrás de sus ojos, verdes y similares a platillos. Las poderosas alas barrieron el aire en un último y terrible espasmo.

El resto fue mera carnicería. Los cabrestantes actuaron, el dragón fue izado hasta el desolladero y se inició la despellejadura del cadáver. Valentine observó un rato, hasta que el sangriento espectáculo perdió interés: el despedazamiento de la grasa, la extracción de los órganos internos apreciados, la separación de las alas, etcétera. Valentine bajó a la bodega en cuanto se aburrió. Cuando regresó varias horas después, el esqueleto del dragón se alzaba sobre la cubierta como un ejemplar de museo, un gran arco blanco rematado por una rara cresta espinosa, y los cazadores estaban desmontando incluso eso.

—Estás muy serio —le dijo Carabella.

—No aprecio este arte —respondió él.

Valentine opinaba que Gorzval podía haber llenado por completo la bodega del barco, que era muy espaciosa, solamente con las ganancias de aquella manada de dragones. Pero había elegido un puñado de jóvenes y un solo adulto, no el de mayor tamaño, ni mucho menos, y había hecho huir al resto. Zalzan Kavol explicó que había cuotas, decretadas por coronas de siglos anteriores, para evitar el exceso de pesca: había que diezmar a las manadas, pero no exterminarlas, y un barco que regresaba demasiado pronto de su viaje tendría que rendir cuentas y someterse a fuertes multas. Además, era esencial subir a bordo a los dragones con suma rapidez, antes de que llegaran depredadores, y procesar prontamente la carne. Una tripulación que cazara con excesiva avidez no podría ocuparse de la pesca de un modo eficaz y provechoso.

La primera matanza de la temporada pareció ablandar a los tripulantes. De vez en cuando saludaban a los pasajeros, incluso sonreían alguna vez, y cumplían sus tareas con sosiego y casi con alegría. Su murrio silencio se desvaneció, se rieron, bromearon, cantaron en cubierta:

Lord Malibor era gallardo y osado,

y amaba el encrespado mar.

Lord Malibor salió de su monte un día,

pues quería ir a cazar.

Lord Malibor dispuso su barco,

un navío de imponente perfil,

con grandes velas de oro batido

y elevados mástiles de marfil.

Valentine y Carabella escucharon a los que cantaban —se trataba de la cuadrilla que embarrilaba la grasa— y fueron a popa para oírlos mejor. Carabella, que no tardó en aprender aquella melodía sencilla y vigorosa, se puso a tocarla con su arpa de bolsillo, añadiendo breves y caprichosas cadencias entre los versos.

Lord Malibor al timón se puso

y al inquieto oleaje se enfrentó,

y en busca del dragón feroz y bravo

con viento abierto navegó.

Lord Malibor pronunció un reto

con voz de sonidos atronadores.

«¡Quiero conocer, quiero combatir»,

gritó, «al dragón rey de los mares!»

«¡Te oigo, mi señor!», bramó el dragón,

y surcando el mar se acercó al bajel

Veinte kilómetros de largo,

cinco de ancho y tres de alto, así era él.

—Mira —dijo Carabella—. Allí está Zalzan Kavol.

Valentine volvió la cabeza. Sí, allí estaba el skandar, escuchando junto a la barandilla, en el extremo opuesto, con todos los brazos cruzados y una expresión ceñuda formándose en su semblante. Al parecer no le gustaba la canción. ¿Qué le ocurría?

Lord Malibor se situó en cubierta,

luchó con denuedo y valentía.

Terribles golpes se intercambiaron

y mucha sangre brotó aquel día.

Pérfido y astuto es un dragón rey,

raramente cae denotado.

Pese a toda su fuerza,

Malibor acabó por la bestia devorado.

¡Que los intrépidos dragoneros

a esta triste historia presten atención!

Aunque tengáis gran suerte y destreza,

podéis ser comida de dragón.

Valentine se rió y aplaudió. Su gesto provocó la inmediata mirada feroz de Zalzan Kavol, que avanzó hacia él, malhumorado e indignado.

—¡Mi señor! —gritó el skandar—. ¿Va a tolerar esa irreverente…?

—No tan alto eso de mi señor —dijo enérgicamente Valentine—. ¿Irreverente, dices? ¿De qué estás hablando?

—¡No respetan una terrible tragedia! ¡No respetan a una Corona caída! ¡No respetan a…!

—¡Zalzan Kavol! —exclamó Valentine—. ¿Eres amante de la responsabilidad?

—Sé lo que está bien y lo que está mal, mi señor. Mofarse de la muerte de lord Malibor es…

—Tranquilízate, amigo mío —dijo amablemente Valentine, y puso la mano en uno de los gigantes brazos del skandar—. En el lugar donde está, lord Malibor se halla muy alejado de cuestiones de respeto o falta de respeto. Y yo he pensado que la canción era deliciosa. Si yo no me ofendo, ¿por qué lo haces tú, Zalzan Kavol?

Pero el skandar continuó gruñendo coléricamente.

—Si me permite decirlo, mi señor, tal vez usted no ha recobrado aún la percepción total de la rectitud de las cosas. Si yo estuviera en su lugar, hablaría con esos marineros ahora mismo y les ordenaría que no volvieran a cantar esas cosas en mi presencia.

—¿En mi presencia? —dijo Valentine, sonriendo generosamente—. ¿Crees que mi presencia vale algo más que un salivazo de dragón para ellos? ¿Quién soy, sino un pasajero apenas tolerado? Si yo dijera tal cosa, me tirarían por la borda al instante, y sería el siguiente en servir de comida a un dragón. ¿Eh? ¡Medítalo, Zalzan Kavol! Y cálmate, amigo. Sólo es una inocente canción de marineros.

—A pesar de todo… —murmuró el skandar, y se alejó rígidamente.

Carabella contuvo la risa.

—Se lo toma muy en serio.

Valentine se puso a tararear, y luego a cantar:

¡Que los intrépidos dragoneros

a esta…

a esta ¿lúgubre historia?…

a esta historia presten atención!

—Sí, así es —dijo—. Amor mío, ¿quieres hacerme un favor? Cuando esos hombres acaben su trabajo, habla con uno… el de la barba roja, por ejemplo, el que tiene voz de bajo, y que te enseñe la canción. Y luego me la enseñas a mí. Y yo la cantaré a Zalzan Kavol para hacerle sonreír, ¿eh? ¿Cómo era? Veamos…

«¡Te oigo, mi señor!»,

bramó el dragón,

y surcando el mar se acercó al bajel.

Veinte kilómetros de largo,

cinco de ancho y tres de alto, así era él…

Una semana o poco menos transcurrió antes de que volvieran a ver dragones, y por entonces no sólo Carabella y Valentine habían aprendido la cantinela, sino también Lisamon Hultin, que se complacía vociferando en cubierta con su estridente voz de barítono. Pero Zalzan Kavol continuó torciendo el gesto y bufando en cuanto la oía.

El segundo banco de dragones fue mucho mayor que el primero, y Gorzval consiguió la captura de más de veinte crías, un ejemplar de tamaño medio y un titán de al menos cuarenta metros de longitud. Con ellos todos los tripulantes estuvieron ocupados durante los próximos días. La cubierta quedó pintada de púrpura con sangre de dragón, y hubo montones de huesos y alas por todo el barco hasta que la tripulación los redujo a un tamaño almacenable. En la mesa del capitán hubo exquisitos bocados, surgidos de las partes internas más misteriosas de los dragones, y Gorzval, cada vez más efusivo, sacó toneles de excelente vino, un detalle insospechado para una persona que había estado al borde de la bancarrota.

—Vino dorado de Piliplok —dijo el capitán mientras servía con generosa mano—. He guardado este vino para una ocasión especial, y no hay duda de que ésta lo es. Nos han traído excelente suerte.

—Sus colegas no se alegrarán al saberlo —dijo Valentine— Habríamos navegado con ellos si hubieran conocido nuestro canto.

—Ellos pierden, nosotros ganamos. ¡Brindo por su peregrinación, amigos míos! —gritó el capitán skandar.

Estaban navegando en aguas cada vez más balsámicas. El viento cálido de Suvrael se aplacaba al llegar al borde de los trópicos, y soplaba una brisa del suroeste, más suave y húmeda, procedente de la distante península Stoienzar en el continente de Alhanroel. El agua tenía una tonalidad verde oscuro, había numerosas aves marinas, las algas crecían tan espesas en algunos lugares que la navegación era difícil, y peces de brillantes colores nadaban velozmente en la misma superficie. Estos peces eran las presas de los dragones, que eran carnívoros y avanzaban con la boca abierta entre enjambres de criaturas marinas inferiores. El Archipiélago Rodamaunt no se hallaba lejos. Gorzval propuso que la pesca acabara allí mismo: el Brangalyn disponía de espacio para varios dragones de gran tamaño, otros dos de tamaño medio y quizá cuarenta crías. Después el capitán dejaría en tierra a sus pasajeros y se dirigiría a Piliplok para vender la pesca.

—¡Dragones a la vista! —gritó el vigía.

Era la mayor manada del viaje, cientos de dragones cuyas puntiagudas gibas se alzaban sobre el agua por todas partes. El Brangalyn maniobró entre dragones durante dos días, matando a discreción. En el horizonte se veían más barcos, si bien muy alejados, pues estrictas normas impedían inmiscuirse en la zona de caza de otras embarcaciones.

Gorzval estaba enardecido con el éxito del viaje. Él mismo formaba parte con frecuencia de las tripulaciones de los botes, cosa que era poco usual, supo Valentine, y una vez incluso subió a la cúpula para empuñar el arpón. El barco navegaba con el casco más sumergido debido a la carga de carne de dragón.

Al tercer día los dragones seguían cerca del Brangalyn, impávidos ante la gran matanza y poco deseosos de dispersarse.

—Otro muy grande —prometió Gorzval— y nos dirigiremos a las islas.

El capitán eligió un ejemplar de veinticinco metros como última víctima.

Valentine estaba aburrido, y más que aburrido, con la carnicería, y cuando el arponero lanzó el tercer venablo hacia la presa, dio media vuelta y se dirigió al otro extremo de la cubierta. Allí encontró a Sleet, y ambos permanecieron junto a la barandilla, mirando al este.

—¿Crees que desde aquí se ve el archipiélago? —preguntó Valentine—. Añoro estar otra vez en la tierra firme, y que acabe el hedor de sangre de dragón en mi olfato.

—Mi vista es buena, mi señor, pero las islas se hallan a dos días de navegación, y creo que hasta mi vista tiene límites. Pero… —Sleet se quedó boquiabierto—. ¡Mi señor…!

—¿Qué ocurre?

—¡Una isla viene flotando hacia nosotros, mi señor!

Valentine intentó verla, con cierta dificultad al principio: era por la mañana y un brillante y flameante fulgor iluminaba la superficie del mar. Pero Sleet cogió la mano de Valentine y apuntó con ella, y Valentine lo vio. Las crestas del espinazo de un dragón hendían el agua. El espinazo avanzaba sin cesar y bajo él había una mole vasta e increíble, apenas visible.

—¡El dragón de lord Kinniken! —gritó Valentine con sofocada voz—. ¡Y viene derecho hacia nosotros!

4

Tal vez era el dragón de lord Kinniken, o con más seguridad otro ni con mucho tan grande, pero en cualquier caso era imponente, mayor que el Brangalyn, y se dirigía hacia el barco firmemente, sin vacilación. Un ángel vengador o una fuerza irreflexiva, era imposible saberlo, pero su mole era indiscutible.

—¿Dónde está Gorzval? —espetó Sleet—. ¿Armas, pistolas…?

Valentine se echó a reír.

—Tan fácil como contener un alud con un arpón, Sleet. ¿Eres buen nadador?

Casi todos los cazadores estaban preocupados con la pesca. Pero algunos ya habían mirado en dirección contraria, y en cubierta había una frenética actividad. El arponero había girado en redondo y su silueta se perfilaba en el cielo, con lanzas en todas las manos. Otros marineros habían trepado a las cúpulas contiguas. Valentine, al buscar con la mirada a Carabella, Deliamber y los demás, vio que Gorzval corría alocadamente hacia el timón; el rostro del skandar estaba lívido y los ojos se le salían de las órbitas, tenía el aspecto de una persona que está en presencia de los ministros de la muerte.

—¡Arriar los botes —chilló alguien.

Los cabrestantes giraron. Muchas figuras corrían atolondradamente de un lado a otro. Una de ellas, un yort con las mejillas ennegrecidas a causa del miedo, agitó un puño ante Valentine y le cogió rudamente por el brazo.

—¡Vosotros tenéis la culpa de esto! —murmuró—. ¡No debimos permitir que subierais a bordo, ninguno de vosotros!

Lisamon se presentó de pronto y apartó al yort como si fuera un objeto inservible. Luego rodeó a Valentine con sus potentes brazos para protegerle de cualquier mal que pudiera llegar.

—El yort tenía razón, ¿sabes? —dijo tranquilamente Valentine—. Formamos un grupo de mal agüero. Primero Zalzan Kavol pierde el vagón, y ahora el pobre Gorzval pierde…

Hubo un espantoso impacto: el dragón que embestía había topado con un costado del Brangalyn.

El barco escoró como empujado por la mano de un gigante, y a continuación se inclinó vertiginosamente hacia el lado contrario. Un pavoroso temblor hizo estremecer el maderamen. Se produjo un impacto secundario —¿las alas que golpeaban el casco, quizá el azote de la cola?— y luego otro, y el Brangalyn fluctuó rápidamente como si fuera un corcho.

—¡Vamos a desfondarnos! —gritó una desesperada voz.

Todo empezó a rodar sobre cubierta: una gigantesca caldera usada para extraer grasa rompió sus amarres y cayó sobre tres infortunados tripulantes, una caja con hachas para partir huesos se rompió y resbaló hacia un costado del barco… Mientras el navío continuaba oscilando y dando guiñadas, Valentine vio fugazmente al gran dragón al otro lado del Brangalyn, donde pendía la última captura, desequilibrando la embarcación. El monstruo dio la vuelta y se preparó para un nuevo ataque. Ya no había duda de que sus embestidas tenían un objetivo concreto.

El dragón arremetió con el hombro. El Brangalyn sufrió una violenta sacudida. Valentine gruñó, pues la protección de Lisamon se convirtió en un abrazo prácticamente aplastante. Valentine no tenía la menor idea del paradero de los otros, no sabía si iban a sobrevivir. El barco estaba perdido, era indudable; ya estaba inclinándose a la banda de un modo terrible a consecuencia del agua que entraba en la bodega. La cola del dragón se alzó casi hasta la cubierta y golpeó de nuevo. Todo se desvaneció en el caos. Valentine notó que volaba. Se remontó garbosamente, cayó dando vueltas, se lanzó hacia el agua con elegancia y destreza.

Cayó en algo parecido a un remolino y la terrible y turbulenta espiral succionó su cuerpo.

Mientras se hundía, Valentine no pudo menos que escuchar el sonido de la balada de lord Malibor. La verdad era que la Corona tomó gusto a la caza de dragones, hacía diez años, y un día partió a bordo de un dragonero que tenía fama de ser el mejor de Piliplok. El barco se perdió con toda su tripulación. Nadie supo lo que había pasado, aunque el gobierno —así constaba en los irregulares recuerdos de Valentine— se refirió a una repentina tormenta. La causa más probable, pensó Valentine, era esa bestia asesina, ese vengador de la especie de los dragones.

Veinte kilómetros de largo,

cinco de ancho y tres de alto, así era él.

Y en esos momentos otra Corona, la segunda después de Malibor, iba a encontrar idéntica muerte. Valentine experimentó una curiosa indiferencia al pensar en ello. Pensó que iba a morir en los rápidos del Steiche, y sobrevivió. Aquí, con cientos de kilómetros entre él y cualquier tipo de seguridad, y muy cerca de los coletazos de un rabioso monstruo, estaba todavía más perdido, pero de nada servía lamentarse. El Divino le había retirado su favor. Lo que apenaba a Valentine era que personas muy queridas iban a morir con él, sólo porque habían sido leales, porque se habían comprometido a seguirle en el viaje a la Isla, porque se habían vinculado a una infortunada Corona y a un no menos infortunado capitán de dragonero y debían compartir el diabólico destino de ambos.

Valentine notó que se hundía más en el corazón del océano y dejó de meditar sobre las mareas de la fortuna. Pugnó por respirar, quiso toser, se atragantó, escupió agua y tragó más. Su corazón latía despiadadamente. Carabella, pensó, y las tinieblas le envolvieron.

Desde que despertó, desde que abandonó su truncado pasado y se encontró cerca de Pidruid, Valentine nunca había dedicado excesiva meditación a una filosofía de la muerte. La vida ya le ofrecía suficientes retos. Recordó vagamente las enseñanzas recibidas en la pubertad: todas las almas vuelven a la Fuente Divina en su último momento, cuando se produce la descarga de energía vital, y recorren el Puente de los Dioses, el puente que es responsabilidad principal del Pontífice. Pero Valentine jamás se había detenido a considerar si había algo de cierto en esa enseñanza, si existía el otro mundo, cómo era el más allá. En ese momento, sin embargo, recuperó el conocimiento en un lugar tan extraño que superaba la imaginación incluso del pensador más fértil.

¿Se encontraba en la otra vida? Era una gigantesca sala, una silenciosa y enorme habitación de gruesas y húmedas paredes rosadas y un techo que en ciertos puntos era elevado y abovedado y se apoyaba en potentes pilares, y en otros lugares descendía hasta casi tocar el suelo. En ese techo había resplandecientes hemisferios que emitían una tenue luz azulada, como si fueran fosforescentes. El ambiente era fétido y vaporoso, y tenía un sabor áspero, amargo, desagradable y sofocante. Valentine estaba tendido de costado en una superficie mojada y resbalosa, rugosa al tacto, muy arrugada, con constantes palpitaciones y temblores. Apoyó en ella la palma de la mano y experimentó una especie de convulsión interna. La textura del suelo era totalmente desconocida para él, y los ligeros aunque perceptibles movimientos interiores le hicieron dudar: ¿había penetrado en el mundo que hay después de la muerte, o se trataba simplemente de una grotesca alucinación?

Valentine se levantó torpemente. Su ropa estaba empapada, había perdido una bota en alguna parte, le quemaban los labios a causa del gusto a sal, sus pulmones parecían estar llenos de agua, y se sentía tembloroso y mareado. Además, era difícil mantenerse en pie en una superficie que vibraba sin cesar. Al mirar alrededor vio bajo la pálida luminosidad algo parecido a vegetación, flexibles plantas en forma de látigo, gruesas, carnosas y sin hojas, que brotaban del suelo. También esas plantas se contorsionaban a causa de una animación interna. Tras pasar entre dos elevados pilares y cruzar una zona donde techo y suelo casi se unían, Valentine distinguió algo similar a un estanque lleno de un fluido verdoso. La penumbra le impidió ver más allá.

Caminó hacia el estanque y percibió un detalle excesivamente raro: centenares de peces multicolores, como los que había visto agitarse en el agua antes de empezar la cacería del último día. Ahora no nadaban. Estaban muertos y en descomposición, con la carne desprendiéndose de las espinas, y bajo ellos había una alfombra de espinas similares, una alfombra de varios metros de espesor.

De pronto oyó detrás de él un sonido que parecía el rugido del viento. Las paredes de la sala estaban en movimiento, retrocedían, y las partes descendentes del techo se retiraron y crearon un vasto espacio abierto. Un torrente de agua se precipitó hacia Valentine y le cubrió hasta las caderas. Apenas tuvo tiempo para llegar a uno de los pilares y rodearlo con los brazos. La invasión de agua le anegó con tremenda fuerza. Resistió. Media Mar Interior, así lo parecía, pasó junto a él, y por un momento creyó que iba a soltarse, pero el flujo se calmó y el agua desapareció a través de unas grietas que se materializaron bruscamente en el suelo… dejando como secuela multitud de impotentes peces. El suelo se agitó violentamente. Los carnosos látigos barrieron hasta el estanque verdoso a los desesperados peces que se retorcían en el suelo, y los animales cesaron de moverse nada más entrar allí.

Valentine comprendió repentinamente.

No estoy muerto, lo sé, pensó, ni me hallo en un lugar de la otra vida. Estoy dentro de la panza del dragón.

Se echó a reír.

Valentine echó atrás la cabeza y risotadas de gigante brotaron de su boca. ¿Qué otra respuesta era más apropiada? ¿Llorar? ¿Maldecir? La enorme bestia le había engullido apresuradamente, había succionado a la Corona de Majipur con el mismo descuido que si se tratara de un pececillo. Pero él abultaba demasiado para que el animal le impulsara hacia el estanque digestivo, y por eso estaba allí, acampado en el suelo del estómago del dragón, en la catedral de un conducto alimenticio. ¿Y ahora qué? ¿Presidir un tribunal para peces? ¿Administrar justicia para ellos conforme iban entrando? ¿Fijar su residencia allí y pasar el resto de sus días comiendo pescado crudo robado de las presas del monstruo?

Era una gran comedia, pensó Valentine.

Pero también una triste tragedia, porque Sleet, Carabella, Shanamir y el resto, arrastrados hacia la muerte en el naufragio del Brangalyn, habían sido víctimas de sus simpatías y de la espantosa mala suerte de Valentine. Por ellos sólo podía sentir angustia. La melodiosa voz de Carabella acallada para siempre, el milagroso talento manual y visual de Sleet perdido para siempre, los rudos skandars no volverían a llenar el aire de rotatorias multitudes de cuchillos, hoces y antorchas, Shanamir muerto cuando apenas había comenzado a vivir…

Valentine no pudo soportar estos pensamientos.

En cuanto a él, empero, su absurdo apuro sólo le causaba cómica diversión. Volvió a reírse para alejar su mente del pesar, el dolor y la pérdida, y extendió los brazos hacia las distantes paredes de la extraña habitación.

—¡Éste es el castillo de lord Valentine! —gritó—. ¡La sala del trono! ¡Os invito a todos a cenar conmigo en la gran sala de festines!

De la lóbrega lejanía surgió una voz atronadora:

—¡Por mis tripas, acepto esa invitación! Valentine se quedó desmedidamente atónito.

—¿Lisamon?

—No, somos el Pontífice Tyeveras y su tío bizco! ¿Eres tú, Valentine?

—¡Sí! ¿Dónde estás?

—¡En las entrañas de este apestoso dragón! ¿Dónde estás tú?

—¡No muy lejos de ti! ¡Pero no te veo!

—¡Canta! —gritó ella—. ¡Quédate donde estás y canta, y no dejes de cantar! ¡Intentaré encontrarte!

Valentine se puso a cantar, con toda la fuerza que pudo reunir:

Lord Malibor era gallardo y osado,

y amaba el encrespado mar…

Otra vez se escuchó el rugido. El gaznate de la enorme criatura se abrió de nuevo para admitir una cascada de agua salada y una horda de peces. Valentine se aferró de nuevo a un pilar mientras el flujo le golpeaba.

—¡Oh, por los pies del Divino! —gritó Lisamon—. ¡Agárrate, Valentine, agárrate!

Valentine se agarró hasta que se agotó la fuerza de la inundación, y se desplomó junto al pilar, empapado, jadeante. La giganta le llamó desde algún lejano lugar, y él contestó. La voz de Lisamon sonaba cada vez más cerca. La mujer le instó a seguir cantando, y así lo hizo Valentine:

Lord Malibor al timón se puso

y al inquieto oleaje se enfrentó,

y en busca del dragón feroz y bravo…

Valentine escuchó que la misma Lisamon canturreaba fragmentos de la balada de vez en cuando, con adornos amistosamente obscenos, mientras avanzaba entre los embrollos del interior del dragón. Y luego levantó la cabeza y vio la enorme forma de la mujer, imponente ante él, iluminada por la escasa claridad. Valentine sonrió. Ella sonrió también, y se echó a reír, y Valentine la imitó. Ambos se apretaron en un húmedo y resbaloso abrazo.

Pero la visión de un superviviente hizo que Valentine volviera a pensar en los que seguramente no se habían salvado, y se hundió una vez más en el pesar y la vergüenza. Se volvió, se mordió el labio.

—¿Mi señor? —dijo Lisamon, desconcertada.

—Sólo quedamos nosotros dos, Lisamon.

—¡Sí, y hay que estar agradecido!

—Pero los otros… vivirían ahora, si no hubieran cometido la estupidez de acompañarme en una correría por todo el mundo…

Lisamon le cogió por el brazo.

—Mi señor, ¿crees que llorando por ellos vas a devolverles la vida, suponiendo que estén muertos?

—Lo sé, pero…

—Estamos a salvo. Que hayamos perdido a nuestros amigos, mi señor, es motivo de pena, cierto, pero no para que te sientas culpable. Te acompañaron por propia voluntad, ¿eh, mi señor? Y si ha llegado su hora… bueno, es porque ha llegado su hora. ¿Cómo podía ser de otra forma? ¿Quieres olvidar tu pena, mi señor, y alegrarte de que estemos a salvo?

Valentine se encogió de hombros.

—A salvo, sí. Y es cierto, el pesar no devuelve la vida a nadie. ¿Pero hasta qué punto estamos a salvo? ¿Cuánto tiempo podemos sobrevivir aquí dentro, Lisamon?

—El suficiente para que yo abra un boquete y nos vayamos. Lisamon desenvainó la espada vibratoria.

—¿Piensas abrir una brecha hasta el exterior? —dijo Valentine, perplejo.

—¿Por qué no? Me he abierto paso en sitios peores.

—En cuanto ese objeto toque la carne, el dragón se zambullirá hasta el fondo del mar. Aquí estamos más seguros que si intentamos ascender a nado los ocho kilómetros que hay hasta la superficie.

—Se decía de ti que eras optimista hasta en los peores momentos —afirmó la guerrillera—. ¿Qué se ha hecho de ese optimismo? El dragón vive en la superficie. A lo mejor da unos cuantos coletazos, pero no se sumergirá. ¿Y si salimos a ocho kilómetros de profundidad? Al menos será una muerte rápida. ¿Piensas respirar eternamente esta asquerosa porquería? ¿Podrás ir muy lejos dentro de un pez gigante?

Cautelosamente, Lisamon tocó la pared lateral con la punta de la espada vibratoria. La gruesa y húmeda carne tembló un poco pero no se convulsionó.

—¿Lo ves? Aquí no tiene nervios —dijo Lisamon.

Hundió un poco más el arma y la hizo girar en sus manos para excavar una cavidad. Hubo estremecimientos y crispaduras. La giganta siguió ahondando.

—¿Crees que el dragón engulló a otros? —preguntó Lisamon.

—La única voz que oí fue la tuya.

—Y yo sólo la tuya. ¡Puaf, vaya monstruo! Intenté agarrarte cuando caímos por la borda, pero con el último golpe te soltaste. De todas formas hemos llegado al mismo lugar.

La guerrillera ya había abierto un boquete de treinta centímetros de profundidad y el doble de anchura en el estómago del dragón. El animal apenas daba muestras de notar la operación quirúrgica. Somos gusanos que roemos las entrañas del dragón, pensó Valentine.

—Mientras sigo cortando —dijo Lisamon—, ve a ver si encuentras a alguien más. Pero no te alejes demasiado, ¿eh?

—Tendré cuidado.

Valentine eligió una ruta a lo largo de la pared del estómago. Caminó a tientas en la semipenumbra, se detuvo dos veces para agarrarse al producirse nuevas inundaciones, y no dejó de lanzar gritos con la esperanza de que alguien le contestara. No hubo respuesta. La excavación de Lisamon ya era enorme. Valentine la vio dentro de la carne del dragón, todavía dando tajos. Trozos de carne partida estaban amontonados por todas partes y una sangre espesa y purpúrea manchaba todo el cuerpo de la giganta. Lisamon cantaba alegremente mientras cortaba.

Lord Malibor se situó en cubierta,

luchó con denuedo y valentía.

Terribles golpes se intercambiaron

y mucha sangre brotó aquel día.

—¿A qué distancia crees que estará el exterior? —preguntó Valentine.

—A un kilómetro, más o menos.

—¿En serio?

Lisamon se echó a reír.

—Supongo que a tres o cuatro metros. Oye, limpia el boquete detrás de mí. Esta carne está amontonándose tan deprisa que no puedo quitármela de encima.

Sintiéndose como un carnicero, y disfrutando muy poco con esa sensación, Valentine cogió los trozos de carne partida y los arrastró fuera de la cavidad. Después los lanzó tan lejos de allí como pudo. Se estremeció de horror al ver que los carnosos látigos del suelo del estómago recogían la carne y la empujaban descuidadamente hacia la charca digestiva. Cualquier proteína era bien recibida allí, o al menos así lo parecía.

Se introdujeron cada vez más en la pared abdominal del dragón. Valentine intentó calcular el grueso probable del muro, considerando que la longitud de la criatura no era inferior a cien metros. Pero la operación aritmética se embrolló. Estaban trabajando en un lugar angosto y en un ambiente hediondo y caluroso. La sangre, la carne viva, el sudor, la estrechez de la cavidad… Era difícil imaginar un lugar más repelente.

Valentine miró atrás.

—¡El agujero está cerrándose!

—Una bestia que vive eternamente debe tener algún truco para curar sus heridas —murmuró la giganta.

Lisamon arremetía, excavaba, cortaba. Muy inquieto, Valentine vio que brotaba carne nueva por arte de magia y que la herida se cerraba con fenomenal rapidez. ¿Y si quedaban encerrados en esa cápsula? ¿Y si se asfixiaban entre la carne que se unía? Lisamon fingía no estar preocupada, pero Valentine notó que la mujer actuaba con más denuedo, con más precipitación, que gruñía y gemía, con sus colosales piernas muy separadas y los hombros echados hacia adelante. La entrada del bosque estaba cerrada con rosada carne nueva, y en ese momento estaban cerrándose los lados de la brecha. Lisamon acuchillaba y tajaba con furiosa intensidad, y Valentine prosiguió su más modesta tarea de apartar los restos. Pero la giganta se encontraba claramente agotada, su fuerza había menguado y el agujero se cerraba casi con la misma celeridad con que la mujer cortaba.

—No sé si… podré… continuar… —murmuró Lisamon.

—¡Pues dame la espada! La guerrillera se rió.

—¡Quieto! ¡Tú no puedes hacerlo!

Con frenética rabia, la giganta reanudó la lucha, sin dejar de maldecir la carne de dragón que brotaba alrededor. Ya era imposible saber dónde se encontraban, estaban ahondando en un dominio carente de guías. Los gruñidos de Lisamon se hicieron más agudos y breves.

—Quizá deberíamos intentar volver a la zona del estómago —sugirió Valentine—. Antes de que quedemos atrapados y…

—¡No! —bramó Lisamon—. ¡Creo que estamos llegando! Esta parte no es tan carnosa… es más dura, más muscular… puede ser la envoltura que hay… debajo del pellejo…

De repente el agua del mar se vertió hacia ellos.

—¡Hemos llegado! —gritó Lisamon.

La mujer se volvió, cogió a Valentine como si fuera un muñeco y le empujó hacia adelante, de cabeza hacia la abertura del costado del monstruo. Los brazos de Lisamon estaban cerrados con brutal fuerza alrededor de las caderas de Valentine. La giganta embistió violentamente y Valentine apenas tuvo tiempo de llenar de aire sus pulmones antes de salir proyectado entre las resbaladizas paredes hacia el frío abrazo verdoso del océano. Lisamon salió detrás de él, todavía aferrándole con fuerza, primero por el tobillo y luego por la muñeca. Ambos se lanzaron hacia arriba como una exhalación, hacia la superficie, subiendo igual que corchos.

Ascendieron durante un tiempo que les pareció de horas. Valentine notó dolor en la frente. Sus costillas no tardarían en reventar. Su pecho ardía. Subimos desde el mismo fondo del mar, pensó sombríamente, y nos ahogaremos antes de llegar a la superficie, o nuestra sangre hervirá como les ocurre a los buzos que se zambullen a gran profundidad en busca de las piedras oculares de Til-omon, o nos aplastará la presión, o…

Salió despedido a un aire claro y puro, casi todo su cuerpo se alzó sobre el agua, y cayó produciendo un chapoteo. Quedó flotando fláccidamente, una brizna de paja en las aguas, débil, tembloroso, esforzándose en recobrar el aliento. Lisamon flotaba a su lado. El cálido y hermoso sol destellaba maravillosamente sobre sus cabezas.

Estaba vivo, ileso, libre del dragón.

Y flotaba en alguna parte del pecho del Mar Interior, a cientos de kilómetros de ninguna parte.

5

En cuanto pasaron los primeros momentos de agotamiento, Valentine levantó la cabeza y miró alrededor. El dragón aún era visible, giba y cresta sobre la superficie, a unos cientos de metros de distancia. Pero se comportaba tranquilamente y parecía nadar con lentitud en dirección opuesta. Del Brangalyn no había rastro, sólo maderos esparcidos en una gran extensión de océano. Y tampoco se veía a otros supervivientes.

Nadaron hacia el madero más próximo, un fragmento del casco de buen tamaño, y se colgaron de él. Ninguno de los dos habló durante largo rato.

—¿Nadamos hacia el archipiélago? —dijo finalmente Valentine—. ¿O vamos directamente a la Isla del Sueño?

—Nadar es trabajo duro, mi señor. Podríamos navegar a lomo del dragón.

—¿Y cómo lo guiaríamos?

—Con un tirón de las alas —sugirió Lisamon.

—Tengo mis dudas al respecto. Guardaron silencio otra vez.

—En la panza del dragón teníamos al menos pesca fresca suministrada cada pocos minutos —dijo Valentine.

—Y la posada era grande —añadió Lisamon—. Pero muy mal ventilada. Creo que prefiero estar aquí.

—¿Cuánto tiempo podemos estar flotando de esta forma?

Lisamon le miro de un modo muy extraño.

—¿Dudas de que nos rescaten, mi señor?

—Lógicamente es dudoso, sí.

—En un sueño de la Dama se me profetizó —dijo la giganta— que mi muerte ocurriría en lugar seco cuando yo fuera muy vieja. Todavía soy joven y este lugar es el menos seco de todo Majipur, aparte del centro del Gran Océano. Por lo tanto no hay nada que temer. No pereceré aquí, y tú tampoco.

—Tranquilizadora revelación —dijo Valentine—. ¿Pero qué vamos a hacer?

—¿Puedes hacer envíos, mi señor?

—Yo fui Corona, no Rey de los Sueños.

—¡Pero si cualquier mente puede ponerse en contacto con otra, con intenciones honestas! ¿Crees que sólo el Rey y la Dama tienen ese talento? Ese mago de poca monta, Deliamber, hablaba con las mentes por la noche, yo lo sé, y Gorzval dijo que había hablado con dragones en sueños, y tú…

—Apenas soy yo mismo, Lisamon. La parte de mente que me han dejado no hará envíos.

—Inténtalo. Alcanza más allá del océano. Dirígete a la Dama, tu madre, mi señor, o a la gente de la Isla, o a los habitantes del archipiélago. Tienes capacidad para hacerlo. Yo sólo soy una estúpida experta en espadas, pero tú, mi señor, posees una mente considerada digna del Castillo, y ahora, en un momento de apuro… —La giganta parecía transfigurada por la pasión—. ¡Hazlo, lord Valentine! ¡Pide ayuda, y la ayuda llegará!

Valentine respondió con escepticismo. Poco sabía sobre la red de comunicaciones mediante sueños que aparentemente enlazaba el planeta. Al parecer, las mentes se comunicaban con frecuencia, y naturalmente existían los Poderes de la Isla y de Suvrael, que enviaban mensajes mediante un dispositivo de amplificación mecánica. Pese a ello, él estaba flotando en el océano junto a un trozo de madera, con el cuerpo y la ropa manchados con la carne y la sangre de la gigantesca bestia que le había tragado, con el ánimo tan disipado por la interminable adversidad que incluso su legendaria y risueña fe en la suerte y en los milagros estaba en fuga… ¿Cómo esperaba pedir ayuda con tal abismo de por medio?

Valentine cerró los ojos. Intentó concentrar las energías de su mente en un solo punto, muy dentro de su cráneo. Imaginó que en ese punto había una rutilante chispa de luz, un fulgor oculto que él podía aprovechar y emitir de forma dirigida. Pero era inútil: descubrió que estaba preguntándose qué tipo de criatura dentuda vendría enseguida a mordisquear sus pies. Se distrajo 7con el temor a que su mensaje, si era capaz de enviarlo, sólo llegara a la nebulosa mente del dragón cercano, el que había destruido el Brangalyn y a casi todos los tripulantes, que tal vez quisiera volver y acabar el trabajo. Sin embargo, Valentine siguió intentándolo. A pesar de todas sus dudas, Lisamon Hultin se merecía que él lo intentara. Valentine se mantuvo inmóvil, sin apenas respirar, y se esforzó en hacer algo, lo que fuese, para poder transmitir el mensaje.

Hizo diversas tentativas durante la tarde y primeras horas de la noche. La oscuridad llegó rápidamente, y el agua adquirió una extraña luminiscencia, una espectral luz verdosa que no dejaba de fluctuar. Los dos náufragos no se atrevieron a dormir al mismo tiempo, por temor a resbalar del madero y perderse. Lo hicieron por turnos, y cuando llegó el de Valentine, éste se esforzó en permanecer en vela, pensando más de una vez que iba a perder el conocimiento. Había criaturas que nadaban en las tinieblas cerca de ellos, criaturas que dejaban rastros de frío fuego en el luminoso y tranquilo oleaje.

De vez en cuando Valentine volvió a ensayar el envío de mensajes. Aunque no vio ninguna utilidad en hacerlo.

Estamos perdidos, pensó.

Casi al amanecer se entregó al sueño, y en un desconcertante sueño vio que unas anguilas bailaban sobre el agua. Vagamente, mientras dormía, se esforzó en llegar con el pensamiento hasta remotas mentes, y luego cayó en un sueño demasiado profundo para seguir intentándolo.

Y despertó al notar que la mano de Lisamon Hultin tocaba su hombro.

—¿Mi señor?

Abrió los ojos y miró a la mujer, asombrado.

—Mi señor, no hace falta que sigas haciendo envíos. ¡Estamos salvados!

—¿Qué?

—¿Una barca, mi señor! ¿La ves? ¿Hacia el este?

Levantó su fatigada cabeza y siguió la indicación de Lisamon. Una barca, sí, pequeña, avanzando hacia ellos. Remos que destellaban bajo el sol. Una alucinación, pensó Valentine. Una ilusión. Un espejismo.

Pero la barca fue haciéndose cada vez mayor en el horizonte, y luego estuvo junto a Valentine. Unas manos le buscaron a tientas, le alzaron, le echaron encima de alguien. Otra persona le puso un frasco en los labios, una bebida fría, vino, agua, era imposible saberlo, y le despojaron de su ropa, empapada y manchada, y le envolvieron en algo limpio y seco. Extraños, dos varones y una hembra, con grandes melenas de leonado cabello y vestimentas de raro tipo. Oyó que Lisamon hablaba con ellos, pero las palabras eran confusas e indistintas, y no se esforzó en descifrar su significado. ¿Había invocado él a esos rescatadores con su emisión mental? ¿Ángeles, eran ángeles? ¿Espíritus? Valentine se tranquilizó, apenas inquieto por el tema, totalmente consumido. Pensó vagamente en llamar a su lado a Lisamon y decirle que no mencionara su auténtica identidad, pero le faltaban fuerzas incluso para eso, y confió en que ella tendría suficiente juicio para no encadenar absurdos y decir cosas como que «Él es la Corona de Majipur aunque esté desfigurado, sí, y el dragón nos tragó pero salimos por una brecha que…» Sí. Ciertamente eso tendría apariencia de verdad irrebatible para esa gente. Valentine sonrió débilmente y se dejó dominar por un sopor sin sueños.

Al despertar se encontró en una agradable habitación iluminada por el sol que daba a una extensa playa dorada, y Carabella estaba observándole con expresión de grave inquietud.

—¿Mi señor? —dijo en voz baja la joven—. ¿Me oyes?

—¿Estoy soñando?

—Estamos en la isla de Mardigile, en el archipiélago —le explicó ella—. Te cogieron ayer. Estabas perdido en el océano, con la giganta. Estos isleños son pescadores. Han estado navegando en busca de supervivientes desde que el barco se hundió.

—¿Quién más vive? —preguntó rápidamente Valentine.

—Deliamber y Zalzan Kavol están aquí conmigo. La gente de Mardigile dice que Khun, Shanamir, Vinorkis y algunos skandars, que no sé si son los nuestros, fueron recogidos por barcas de otra isla. Varios marineros del dragonero huyeron con los botes del Brangalyn y también han llegado a las islas.

—¿Y Sleet? ¿Qué ha sido de Sleet?

Carabella reflejó temor durante un relampagueante momento.

—No tengo noticias de Sleet —dijo—. Pero el rescate continúa. Tal vez esté a salvo en una isla. Hay muchas islas en estas inmediaciones. El Divino nos ha protegido hasta ahora, no estamos desamparados. —Carabella se rió suavemente—. Lisamon Hultin ha explicado una maravillosa historia. Dice que el dragón os tragó a los dos, y que abristeis una salida con la espada vibratoria. Los isleños están encantados con el relato. Creen que es la fábula más espléndida desde la leyenda de lord Stiamot y…

—Sucedió así —dijo Valentine.

—¿Mi señor?

—El dragón. Nos tragó. Ella ha dicho la verdad.

Carabella contuvo la risa.

—Cuando me enteré en sueños de tu auténtica personalidad, lo creí. Pero si me hablas de…

—Dentro del dragón —dijo seriamente Valentine— había grandes pilares que sostenían la bóveda del estómago. En un extremo había una abertura por donde se precipitaba el agua del mar de vez en cuando, y con el agua entraban peces. Unos latiguillos arrastraban los peces hacia un estanque verdoso, para digerirlos, y la giganta y yo habríamos terminado igual si hubiéramos tenido menos suerte. ¿Os ha explicado eso? ¿Y crees que hemos pasado el tiempo inventando una fábula para diversión de todos vosotros?

—Ella ha explicado la misma historia —dijo Carabella, con los ojos muy abiertos—. Pero pensábamos que…

—Es cierto, Carabella.

—¡Entonces es un milagro del Divino, y tú serás famoso en las épocas venideras!

—Ya voy a ser famoso —replicó ácidamente Valentine— como la Corona que perdió su trono, y que se hizo malabarista por falta de ocupación real. Con eso obtendré un lugar en las baladas junto al Pontífice Arioc, que se convirtió en Dama de la Isla. En cuanto al dragón, sólo sirve para embellecer la leyenda que estoy creando de mi persona. —La expresión de Valentine cambió bruscamente—. Espero que no habrás dicho nada de mí a esa gente.

—Ni una palabra, mi señor.

—Excelente. Así debe ser. De todas formas, ya tienen suficientes cosas raras que creer respecto a nosotros.

Un isleño, delgado, moreno y con la gran melena rubia que parecía ser el estilo universal de la región, trajo a Valentine una bandeja con comida: sopa poco espesa, un tierno filete de pescado frito, trozos triangulares de una fruta de color índigo oscuro salpicados de diminutas semillas escarlata. Valentine descubrió que tenía un hambre voraz.

Poco después dio un paseo con Carabella por la playa donde estaba situada la casita.

—Una vez más, pensé que te había perdido para siempre —dijo en voz baja Valentine—. Creí que jamás volvería a oír tu voz.

—¿Tan importante soy para ti, mi señor?

—Más que cualquier cosa que pueda decirte.

Carabella sonrió tristemente.

—Qué palabras tan bonitas, ¿eh Valentine? Por eso te llamo Valentine, pero tú eres lord Valentine. ¿Cuántas mujeres hermosas te aguardan, lord Valentine, en el Monte del Castillo?

El mismo Valentine había pensado en lo mismo de vez en cuando. ¿Tendría algún amor en el castillo? ¿Muchos? ¿Estaría prometido? Buena parte de su pasado continuaba velada en el misterio. ¿Y qué pasaría si llegaba al castillo y encontraba una mujer que le había esperado para…?

—No —dijo Valentine—. Eres mía, Carabella, y yo soy tuyo, y si hubo algo en el pasado, suponiendo que lo hubiera, continuará en el pasado. Estos días tengo un rostro distinto. Tengo un alma distinta.

Carabella se sentía escéptica, pero no puso reparos a las palabras de Valentine, y éste la besó y alejó sus preocupaciones.

—Canta para mí —dijo Valentine—. Lo que cantaste cuando estuvimos en el parque de Pidruid, la noche de la fiesta. Era algo así como Todas las gemas del mar profundo son poco comparadas con mi amor. ¿Eh?

—Sé otra muy parecida —dijo Carabella, y cogió la diminuta arpa que llevaba colgada de la cadera:

Mi amor de peregrino se ha vestido

muy lejos, allende el mar.

Mi amor a la Isla del Sueño

se ha ido, al otro lado del mar.

Mi amor es dulce y hermosa alborada

muy lejos, allende el mar.

Mi amor perdí por una isla elevada

al otro lado del mar.

Afable Dama de la Isla distante,

muy lejos, allende el mar,

mándame la sonrisa de mi amante

al otro lado del mar.

—Esta canción es distinta —dijo Valentine—. Más triste. Cántame la otra, amor mío.

—En otra ocasión.

—Por favor. Es un momento de dicha, volvemos a estar juntos, Carabella. Por favor.

La mujer sonrió, suspiró y volvió a coger el arpa:

Mi amor es hermosa primavera,

mi amor es dulce fruta robada,

es como una noche placentera…

Sí, pensó Valentine. Sí, esa canción era mejor. Su mano se apoyó tiernamente en la nuca de la joven y le acarició el cuello mientras continuaban el paseo por la playa. Era un lugar asombrosamente hermoso, cálido y tranquilo. Pájaros de cincuenta colores se posaban en los arbolillos de tortuosas ramas, y un mar cristalino, sin resaca, transparente, lamía la fina arena. El ambiente era apacible y benigno, fragante, con perfumes de flores desconocidas. De la lejanía llegaba el sonido de risas y de una música festiva, viva, tintineante. Qué tentador era, pensó Valentine, renunciar a todas las fantasías del Monte del Castillo y establecerse para siempre en Mardigile, salir de pesca en una barca al amanecer y pasar el resto del día retozando bajo el cálido sol.

Pero no habría tal renuncia. Por la tarde, Zalzan Kavol y Autifon Deliamber, ambos con saludable aspecto y muy reposados después de la dura prueba en el mar, se presentaron para hablar con Valentine y no tardaron en referirse a formas y medios de continuar el viaje.

Zalzan Kavol, parsimonioso como siempre, tenía encima la bolsa de dinero cuando el Brangalyn zozobró, y al menos la mitad del capital se había salvado, suponiendo que Shanamir hubiera perdido el resto. El skandar sacó las relucientes monedas.

—Con esto —dijo— podemos pagar a los pescadores para que nos lleven a la Isla. He conversado con nuestros anfitriones. Este archipiélago tiene una extensión de mil quinientos kilómetros y cuenta con tres mil islas. Más de ochocientas están habitadas. No hay nadie que quiera hacer el viaje entero hasta la Isla, pero por unas cuantas coronas podemos conseguir que un trimarán nos lleve hasta Rodamaunt Graun, cerca del punto central de la cadena, y allí es muy probable que encontremos transporte para el resto del viaje.

—¿Cuándo podremos partir? —preguntó Valentine.

—En cuanto estemos todos reunidos otra vez —dijo Deliamber—. Me han dicho que varios de los nuestros vienen hacia aquí procedentes de la cercana isla de Burbont.

—¿Quiénes?

—Khun, Vinorkis y Shanamir —respondió Zalzan Kavol—, y mis hermanos Erfon y Rovorn. Les acompaña el capitán Gorzval. Gibor Haern se perdió en el mar… Vi cómo perecía, golpeado por un madero y ahogado… Y no hay noticias de Sleet.

Valentine tocó el peludo brazo del skandar.

—Lamento tu última pérdida.

Zalzan Kavol tenía bien dominados sus sentimientos.

—Es mejor alegrarse de que algunos sigamos con vida, mi señor —dijo sosegadamente.

A primeras horas de la tarde una barca procedente de Burbont desembarcó al resto de supervivientes. Hubo innumerables abrazos. Después Valentine se volvió hacia Gorzval, que permanecía apartado del grupo, aturdido y azorado mientras se rascaba el muñón del brazo perdido. El capitán del Brangalyn parecía estar conmocionado. Valentine se dispuso a abrazar al desventurado skandar, pero en ese mismo instante Gorzval se arrodilló en la arena, apoyó la frente en el suelo y permaneció en esa postura, tembloroso, con los brazos extendidos y haciendo el signo del estallido estelar.

—Mi señor —musitó roncamente—. Mi señor…

Valentine, disgustado, miró a su alrededor.

—¿Quién se ha ido de la lengua?

Un momento de silencio. Después, Shanamir, un poco asustado, dijo:

—Yo, mi señor. No pretendía causar daño. El skandar estaba tan apenado por la pérdida del barco… pensé consolarlo diciéndole quién había sido su pasajero, diciéndole que de ese modo él formaba parte de la historia de Majipur. Fue antes de que supiéramos que usted se había salvado del naufragio. —Los labios del zagal temblaban—. ¡Mi señor, no pretendía causar daño!

Valentine asintió.

—Y no has causado ningún daño. Te perdono. ¿Gorzval?

El agazapado capitán permanecía postrado a los pies de Valentine.

—Míreme, Gorzval. No puedo hablar con usted de esta forma.

—¿Mi señor?

—Levántese.

—Mi señor…

—Por favor Gorzval. ¡Levántese!

El skandar, sorprendido, miró tímidamente a Valentine.

—¿Por favor? ¿Ha dicho, por favor?

Valentine se echó a reír.

—Creo que he olvidado los hábitos del poder. Muy bien. ¡Arriba! ¡Se lo ordeno!

Gorzval se levantó temblorosamente. Su aspecto era miserable: un insignificante skandar de tres brazos, con el pelaje desgreñado y lleno de arena, con los ojos inyectados de sangre, alicaído…

—Le traje mala suerte —dijo Valentine—, y usted ya había tenido suficiente infortunio. Acepte mis excusas. Y si la fortuna empieza a sonreírme de un modo más benévolo, repararé el daño que ha sufrido, algún día. Se lo prometo. ¿Qué piensa hacer ahora? ¿Reunir su tripulación y regresar a Piliplok?

Gorzval sacudió la cabeza patéticamente.

—Jamás podría volver allí. No tengo barco, no tengo buena fama, no tengo dinero. Lo he perdido todo y nunca lo recuperaré. Mi gente quedó desligada del contrato cuando el Brangalyn se hundió. Ahora estoy solo. Arruinado.

—En ese caso, venga con nosotros a la Isla de la Dama, Gorzval.

—¿Mi señor?

—No puede quedarse aquí. Creo que estos isleños prefieren no aceptar colonos, y de todas formas el clima no es apropiado para un skandar. Y un cazador de dragones no puede convertirse en pescador, creo, sin conocer el dolor cuando lanza las redes. Venga con nosotros. Si no vamos más allá de la Isla, tal vez encuentre paz al servicio de la Dama. Y si continuamos el viaje, logrará honores en el ascenso del Monte del Castillo. ¿Qué dice, Gorzval?

—Me asusta estar cerca de usted, mi señor.

—¿Tan terrible soy? ¿Tengo boca de dragón? ¿Acaso estas personas están pálidas a causa del miedo? —Valentine dio una palmada en el hombro al skandar. Luego se dirigió a Zalzan Kavol—. Nadie puede reemplazar a los hermanos que has perdido. Pero al menos te ofrezco otro compañero de tu raza. Y ahora hagamos los preparativos para la partida, ¿de acuerdo? La Isla aún está a muchos días de viaje.

Antes de transcurrir una hora, Zalzan Kavol consiguió una embarcación para salir hacia el este por la mañana. Esa noche, los hospitalarios isleños les ofrecieron un espléndido festín: excelente vino verde, frutas blandas y dulces y exquisita carne fresca de dragón. El último detalle produjo náuseas a Valentine, y estuvo a punto de rechazar la carne, pero vio que Lisamon la devoraba como si fuera el postrero alimento que iba a comer en mucho tiempo. A modo de ejercicio de autodisciplina, Valentine decidió obligarse a probar un bocado, y el sabor le pareció tan irresistible que en ese mismo momento renunció a cualquier molestia que los dragones de mar pudieran provocar en su mente. La puesta de sol se produjo mientras cenaban, a una hora temprana para una zona tropical. Fue un crepúsculo extraordinario que veteó el cielo con ricos y palpitantes tonos ámbares, violetas, magentas y dorados. Indudablemente las islas estaban benditas, pensó Valentine, eran lugares enormemente dichosos incluso en un mundo donde muchas regiones eran felices y donde muchas vidas eran satisfactorias. La población era homogénea en general: donosos seres patilargos de sangre humana con abundante pelo rubio y una piel tersa del color de la miel.

Pero había un pequeño número de vroones e incluso de gayrogs, y Deliamber afirmaba que en otras islas de la cadena, lo había de diferentes razas. Según el mago, que se había mezclado con los isleños desde su rescate, las islas apenas tenían relaciones con los territorios continentales, y seguían su camino en un mundo independiente, desconocedoras de asuntos de gran importancia en las grandes urbes. Cuando Valentine preguntó a uno de sus anfitriones si lord Valentine la Corona había pasado por allí en su reciente viaje a Zimroel, la mujer le miró, confusa, y preguntó con suma ingenuidad:

—¿No es lord Voriax la Corona?

—Murió hace dos años, tal vez más —afirmó otro isleño, y su afirmación fue una novedad para casi todos los que ocupaban la mesa.

Por la noche Valentine compartió la casita con Carabella. Permanecieron largo rato en el barandal, con los ojos fijos en el brillante rastro blanco dejado por la luna en el mar en dirección a la remota Piliplok. Valentine imaginó los dragones marinos que dormitaban en aquel mar, el monstruo en cuya panza había hecho residencia temporal como si se tratara de un sueño, y recordó con gran pesar, a los dos camaradas perdidos, Gibor Haern y Sleet; el primero había ido a parar a las profundidades del mar, y el segundo podía haber corrido idéntica suerte.

Qué gran viaje, pensó Valentine, y rememoró Pidruid, Dulorn, Mazadone, Ilirivoyne, Ni-moya, la fuga a través de los bosques, la turbulencia del Steiche, la frialdad de los capitanes de buques dragoneros en Piliplok, el aspecto del dragón al abatirse sobre el sentenciado navío del pobre Gorzval… Qué gran viaje, cuántos miles de kilómetros, y cuántos miles más había que recorrer aún antes de encontrar una respuesta a las preguntas que inundaban su alma.

Carabella se arrimó a Valentine, en silencio. La postura de la joven hacia él no cesaba de evolucionar, y se había convertido en una mezcla de respeto y amor, deferencia e irreverencia, porque ella le aceptaba y respetaba como Corona genuina, y sin embargo recordaba la inocencia, la ignorancia, la ingenuidad de Valentine, cualidades que éste no había perdido a pesar de todo. Y era evidente que ella temía perderle en cuanto recuperara su personalidad. En cuanto al enfrentamiento diario con el mundo, Carabella era mucho más competente que él, mucho más experimentada, y ese detalle influía en el punto de vista de la joven, que consideraba a Valentine como una persona terrible e infantil al mismo tiempo. Valentine lo comprendía, y por eso no ponía reparos. Aunque diversos fragmentos de su anterior identidad y educación principesca retornaban a él casi a diario, y a pesar de que cada día se acostumbraba más a su posición de mando, buena parte de su antigua personalidad continuaba siendo inaccesible y seguía comportándose, muchísimas veces, como Valentine el vagabundo de vida fácil, Valentine el inocente, Valentine el malabarista. Ese sombrío personaje, el lord Valentine que había sido en otros tiempos, el lord Valentine que volvería a ser algún día, era un sustrato oculto en su espíritu, raramente efectivo, pero cuya existencia no podía olvidarse nunca. Valentine opinaba que Carabella estaba saliendo lo mejor posible de una difícil situación.

—¿En qué piensas, Valentine? —dijo ella.

—En Sleet. Echo de menos a ese rudo hombrecillo.

—Sleet aparecerá. Lo encontraremos más adelante, en la cuarta isla.

—Así lo espero. —Valentine pasó el brazo alrededor de los hombros de Carabella—. También pienso en todo lo que ha sucedido, y en todo lo que sucederá. Tengo la impresión de estar moviéndome en un mundo de sueños, Carabella.

—¿Y quién puede afirmar qué parte es sueño y qué parte no lo es? Actuamos siguiendo las instrucciones del Divino, y no formulamos preguntas, porque no hay respuestas. ¿Me entiendes? Naturalmente hay preguntas y hay respuestas. Puedo decirte qué día es hoy, qué hemos cenado, o cómo se llama esta isla, si tú me lo preguntas. Pero no hay preguntas, no hay respuestas.

—Yo también opino así —dijo Valentine.

6

Zalzan Kavol había conseguido una de las mayores barcas pesqueras de la isla, un maravilloso trimarán azul turquesa llamado Orgullo de Mardigile. Era una espléndida embarcación de quince metros que se erguía noblemente sobre sus tres alisados cascos. Sus velas, inmaculadas y brillantes bajo el sol matutino, tenían ribetes de llamativo color bermejo que daban a la barca un aire festivo y jubiloso. El capitán era un hombre de edad avanzada, uno de los más prósperos pescadores de la isla. Se llamaba Grigitor, era alto y robusto, el cabello le llegaba a la cintura y tenía la piel tan vigorosa que parecía aceitada. Grigitor, en compañía de otros isleños, había rescatado a Deliamber y Zalzan Kavol en cuanto llegó al lugar la alarma de un naufragio. Tenía cinco tripulantes, sus hijos y sus hijas, todos bien parecidos y fornidos, el vivo retrato del pescador.

El viaje tuvo una primera etapa en Burbont, a menos de media hora de navegación, para seguir después por un canal de aguas verdes y poco profundas que unían a las dos islas más externas con el resto del archipiélago. En esa zona el fondo del mar estaba formado por blanca arena, el sol penetraba fácilmente hasta allí, creando fulgurantes destellos que permitía ver a los moradores submarinos: sapos de mar, cangrejos crispantes, bogavantes patigruesos, multitudes de peces de llamativos colores y siniestras, furtivas anguilas de arena. Los viajeros vieron incluso un pequeño dragón marino, demasiado cerca de tierra firme para acabar bien y claramente aturdido; una hija de Grigitor insistió en cazarlo, pero su padre rechazó la idea, y explicó que su responsabilidad era llevar rápidamente a los pasajeros a Rodamaunt Graun.

Navegaron toda la mañana, pasaron junto a otras tres islas —Richelure, Grialon y Voniaire, dijo el capitán— y al mediodía echaron el ancla para comer. Dos hijos de Grigitor se lanzaron al agua para pescar. Nadaron como espléndidos animales, desnudos en el brillante mar, y no tardaron en alancear varios crustáceos y peces sin apenas fallar un golpe. El mismo Grigitor preparó la comida, cuencos de pescado blanco crudo marinados con salsa picante y acompañados por un reanimador, punzante vino verde. Deliamber se retiró un rato después de comer, y se colgó en la punta de uno de los otros cascos para mirar fijamente hacia el norte. Valentine reparó en el detalle al cabo de unos minutos, y se dispuso a acercarse al vroon, pero Carabella le cogió por la muñeca.

—Está en trance —dijo ella—. No le molestes.

Retrasaron unos minutos la partida después de comer, hasta que el menudo vroon abandonó su posición y volvió con los demás. El mago tenía aire de satisfacción.

—He proyectado mi mente —anunció Deliamber— y tengo buenas noticias. ¡Sleet vive!

—¡Buenas noticias, ciertamente! —gritó Valentine—. ¿Dónde está?

—En una isla de ese grupo —dijo Deliamber, mientras señalaba vagamente con un racimo de tentáculos—. Le acompañan varios marineros de Gorzval que escaparon del desastre en barca.

—Dígame qué isla, y pondremos rumbo hacia ella —dijo Grigitor.

—Tiene forma de círculo, con una abertura en un lado, y una extensión de agua en el centro. La gente tiene piel oscura y lleva el pelo en largos rizos, con joyas en los lóbulos de las orejas.

—Kangrisorn —dijo instantáneamente una hija de Grigitor.

El capitán asintió.

—Kangrisorn, sí —dijo—. ¡Levad el ancla!

Kangrisorn se hallaba a una hora de navegación a barlovento, ligeramente desviada del derrotero trazado por Grigitor. Formaba parte de un conjunto de seis arenosos atolones, meros bancos de arena que rodeaban pequeñas lagunas. Debía ser anormal que gente de Mardigile visitara los atolones, porque mucho antes de que el trimarán entrara en el puerto, los niños de Kangrisorn salieron en tropel en botes para ver a los forasteros. Eran tan negros como dorados los mardigileños, e igualmente bien parecidos a su solemne manera, con brillantes dientes blancos y un cabello tan negro que casi parecía lúgubre. Entre risas y agitar de brazos, los niños guiaron el trimarán hacia la entrada de la laguna. Y allí estaba Sleet, cierto, con la piel quemada por el sol y un poco andrajoso pero esencialmente intacto. Estaba haciendo malabares con cinco o seis esferas de blanqueado coral ante un público formado por algunos isleños y cinco miembros de la tripulación de Gorzval, cuatro humanos y un yort.

Gorzval mostró aprensión a tener que reunirse con sus antiguos empleados. Había empezado a recobrar el humor durante el viaje matutino, pero mientras el trimarán entraba en la laguna fue retrayéndose y poniéndose tenso. Carabella fue la primera en saltar: chapoteó en las poco profundas aguas y abrazó a Sleet. Valentine fue el segundo. Gorzval se escondió en la parte trasera, con la mirada baja.

—¿Cómo nos habéis localizado? —preguntó Sleet. Valentine señaló a Deliamber.

—Magia. ¿Cómo, si no? ¿Estás bien?

—Pensé que el mareo me mataría antes de llegar aquí, pero he tenido uno o dos días para recuperarme. —Se estremeció, y añadió—: ¿Y tú? Vi que te hundías, y creía que todo había terminado.

—Así lo pareció. Una extraña historia, que te explicaré en otra ocasión. Volvemos a estar juntos, ¿eh, Sleet? Todos menos Gibor Haern —agregó tristemente—, que pereció en el naufragio. Pero hemos aceptado a Gorzval como compañero. ¡Venga aquí, Gorzval! ¿No le complace ver otra vez a sus hombres?

Gorzval murmuró confusas palabras y dirigió su vista entre Valentine y los otros, sin mirar a los ojos de nadie. Valentine comprendió la situación y se acercó a los tripulantes para pedirles que no sintieran rencor hacia el ex-capitán por un desastre que escapaba completamente al control de un mortal. Se sorprendió al ver que los cinco marineros se postraban a sus pies.

—Creí que habías muerto, mi señor —dijo Sleet, avergonzado—. No pude resistir el deseo de narrarles mi historia.

—Veo —dijo Valentine— que la noticia va a propagarse con más rapidez de la que yo deseo, aunque todos me jurasteis solemnemente que guardaríais silencio. Bien, es un acto perdonable, Sleet. —Luego se dirigió a los otros—. Arriba. Arriba. Que os arrastréis por el suelo no es provechoso para ninguno de nosotros.

Se levantaron. Les era imposible ocultar su desprecio hacia Gorzval. Pero ese desprecio quedaba oscurecido por la sorpresa que sentían al estar en presencia de la Corona. De los cinco, Valentine se enteró rápidamente, dos —el yort y un humano— preferían quedarse en Kangrisorn con la esperanza de encontrar, algún día, un medio para regresar a Piliplok y reanudar su trabajo. Los tres restantes suplicaron a Valentine que les dejara acompañarle en su peregrinación.

Los nuevos miembros del grupo, que crecía con rapidez, eran dos mujeres —Pandelon y Cordeine, una carpintero y una zurcidora de velas— y un hombre, Thesme, uno de los encargados de las cabrias. Valentine les dio la bienvenida, y aceptó sus promesas de fidelidad, una ceremonia que le produjo un vago malestar. Sin embargo estaba acostumbrándose a vestir los atavíos del poder.

Grigitor y sus hijos no prestaron atención alguna a los pasajeros que se habían arrodillado y que habían besado la mano de Valentine. Perfectamente: hasta después de conversar con la Dama, Valentine no quería que se extendiera por el mundo la noticia de que había recuperado el conocimiento de sí mismo. Aún dudaba de su estrategia y estaba inseguro de su poder. Además, si anunciaba su existencia, atraería la atención de la actual Corona, que seguramente no se quedaría con las manos quietas si descubría que un pretendiente al trono viajaba hacia el Monte del Castillo.

El trimarán reanudó el viaje. Fue de isla en isla, siempre dentro de los límites de los canales costeros, raramente aventurándose en aguas más profundas y azules. Navegaron junto a Lormanar y Climidole, Secundail, Playa Blayhar, Garhuver, y Reductor Wiswis. Luego vieron Quile y Fruil, Amanecer, Baluarte Nissem y Thiaquil, Roacen y Piplinat, y la gran cantera de arena en forma de media luna conocida por Damozal. Hicieron un alto en la isla de Sungyve para coger agua dulce, en la de Musorn para obtener fruta y frondosas legumbres, y en la de Cadibyre para comprar barriles del joven vino rosado del lugar. Y tras muchos días de viaje por estos lugares que gozaban de la bendición del sol, entraron en el espacioso puerto de Rodamaunt Graun.

Se trataba de una lozana isla de origen montañoso rodeada por negras playas volcánicas y dotada de un espléndido rompeolas natural que se extendía por la costa sur. Rodamaunt Graun era la isla dominante del archipiélago, la mayor, con mucho, de la cadena, y tenía una población, así lo afirmó Grigitor, de cinco millones y medio de habitantes. Ciudades gemelas se extendían como alas a ambos lados del puerto, pero también las laderas del importante pico central de la isla estaban bien pobladas, con moradas de roten y madera de eskupiko que se alzaba en perfectas hileras hasta el punto céntrico. Después de la ultima hilera de casas, las laderas estaban cubiertas por una espesa jungla, y en el punto más alto surgía un fino penacho de humo blanco, porque Rodamaunt Graun era un volcán activo. La última erupción, explicó Grigitor, se había producido hacía menos de cincuenta años. Pero ese dato era de difícil credibilidad cuando se observaba las impecables viviendas y la tupida vegetación que crecía más arriba.

El Orgullo de Mardigile debía volver al hogar, pero Grigitor consiguió para los viajeros un trimarán aún más noble, la Reina de Rodamaunt, que les conduciría hasta la Isla del Sueño. El patrón era una tal Namurinta, una mujer de regio porte con su cabello largo y arreglado tan blanco como el de Sleet y un rostro juvenil, sin arrugas. Sus modales resultaron fastidiosos e inquisitivos: estudió atentamente el grupo de pasajeros, como si se esforzara en aclarar qué influencia había reunido aquella mezcolanza en una peregrinación fuera de la temporada.

—Si no les aceptan en la Isla —fue empero lo único que dijo—, volveré a traerles a Rodamaunt Graun, pero en ese caso habrá un coste adicional por su manutención.

—¿Es normal que la Isla rechace peregrinos? —preguntó Valentine.

—No cuando llegan en la época adecuada. Pero los barcos de peregrinos, como supongo que deben saber, no zarpan en otoño. Quizá no haya servicios preparados para recibirles.

—Hemos llegado hasta aquí únicamente con dificultades de poca importancia —dijo desenvueltamente Valentine. Vio que Carabella reía disimuladamente y que Sleet tosía de un modo teatral—. Confío en no encontrar obstáculos mayores a los que ya hemos conocido.

—Admiro su determinación —dijo Namurinta, e indicó a los tripulantes que se dispusieran para partir.

La mitad oriental del archipiélago parecía encontrarse hacia el norte, y las islas eran en general muy distintas a Mardigile y otras de su vecindad; en esencia eran cimas de una cordillera sumergida, no llanas plataformas apoyadas en coral. Tras estudiar los mapas de Namurinta, Valentine llegó a la conclusión de que esa parte del archipiélago había sido en otros tiempos la larga cola de una península que arrancaba de la punta suroeste de la Isla del Sueño, pero que en tiempos antiguos fue engullida por una subida de nivel del Mar Interior. Sólo los picos más altos permanecieron sobre el agua. Y entre la isla más oriental del archipiélago y la costa de la Isla había quedado un mar de cientos de kilómetros, un recorrido formidable para un trimarán, aunque estuviera tan bien preparado corno el de Namurinta.

Pero el viaje no tuvo incidentes. Atracaron en cuatro puertos —Hellirache, Sempifiore, Dimmid y Guadeloom— para proveerse de agua y vituallas, navegaron serenamente junto a Rodamaunt Ounze, la última isla del archipiélago, y entraron en el Canal de Ungehoyer, que separaba el archipiélago de la Isla del Sueño. El canal era una ruta marítima amplia pero poco profunda, ricamente dotada de vida y muy visitada por los pescadores de las islas, que sólo respetaban el último centenar de kilómetros, parte del sagrado perímetro de la Isla. En esas aguas había monstruos de inofensivas especies, grandes criaturas en forma de globo denominadas volivantes que se sujetaban a las rocas de las profundidades y medraban mediante la filtración de plancton a través de sus branquias. Esas criaturas excretaban un constante flujo de materia nutritiva que constituía el sustento de la enorme población de formas vitales que las rodeaba. Valentine vio muchos volivantes durante los primeros días: hinchados sacos globulares de un tinte carmesí oscuro, de quince a veinte metros de anchura en su parte superior, claramente visibles debajo de la calmada superficie. Tenían oscuras marcas semicirculares en la piel, que Valentine supuso eran ojos, hocicos y bocas, de tal forma que vio rostros que miraban hacia arriba con grave expresión, y pensó que los volivantes eran seres profundamente melancólicos, filósofos dotados de autoridad y paciencia que reflexionaban eternamente sobre el flujo y reflujo de las mareas.

—Me entristecen —comentó a Carabella—. Siempre en suspenso, atados por la cola a ocultas rocas, balanceándose con las corrientes marinas… ¡Qué pensativos están!

—¡Pensativos! ¡Son primitivas bolsas de gas, menos inteligentes que una esponja!

—Examínalos atentamente, Carabella. Quieren volar, quieren ascender… Observan el cielo, el mundo aéreo, y ansían conocerlo, pero lo único que les está permitido es seguir suspendidos bajo las olas, y hartarse de organismos invisibles. Delante mismo de sus ojos hay otro mundo, y entrar en ese mundo significaría la muerte. ¿No te conmueve ese detalle?

—Que tontería —dijo Carabella.

Durante el segundo día en el canal, la Reina de Rodamaunt se encontró con cinco barcas pesqueras que habían desarraigado un volivante y, tras subirlo a la superficie, lo habían sesgado; las barcas estaban reunidas alrededor del enorme pellejo, y los marineros lo cortaban en trozos más pequeños que amontonaban en las embarcaciones como si de pieles se tratara. Valentine se quedó pasmado. Cuando vuelva a ser la Corona, pensó, prohibiré que se mate a estas criaturas. E inmediatamente se asombró de su pensamiento, y se preguntó si era su intención promulgar leyes basándose únicamente en simpatías personales, sin analizar los hechos. Interrogó a Namurinta sobre la utilidad de los pellejos.

—Medicinal —replicó la capitana—. Alivio para los muy viejos, cuando su sangre fluye lentamente. Un volivante proporciona suficiente droga para todas las islas durante un año o más. Lo que acaba de ver es un raro acontecimiento.

Cuando vuelva a ser la Corona, decidió Valentine, reservaré mi opinión hasta que esté en plena posesión de la verdad, si es que tal cosa es posible.

No obstante, la supuesta solemne profundidad de los volivantes le siguió obsesionando, le causó extrañas emociones, y Valentine se sintió aliviado al abandonar la zona y entrar en las frías y azuladas aguas que rodeaban la Isla del Sueño.

7

La Isla estaba claramente a la vista hacia el este, y hora tras hora iba aumentando de tamaño de un modo perceptible.

Valentine sólo la había visto en sueños y fantasías sin otra base que su imaginación y los residuos de realidades recordadas que seguían incrustados en su mente. Y él no estaba preparado, en absoluto, para la realidad del lugar.

La Isla era inmensa. Ese detalle no debía ser sorprendente en un planeta de por sí gigantesco, y donde tantas cosas guardaban proporción con las dimensiones planetarias. Pero Valentine se había engañado al pensar que una isla tenía por fuerza dimensiones convenientes y accesibles. Esperaba ver un lugar dos, tres veces mayor que Rodamaunt Graun, y ello era absurdo: la Isla del Sueño, en realidad, cubría todo el horizonte y parecía tan grande como la costa de Zimroel cuando el Brangalyn completó los dos primeros días de navegación tras zarpar de Poliplok. Era una isla, pero por la misma razón también eran islas Zimroel, Alhanroel y Suvrael. Y el único motivo que impedía denominarla continente, como los otros lugares, era que su tamaño no pasaba de ser simplemente grandioso, mientras que los continentes propiamente dichos eran colosales.

Y la Isla era deslumbrante. Igual que el promontorio en la desembocadura del Zimr en Piliplok, se encontraba abastionada por riscos de pura creta blanca que destellaban brillantemente bajo el sol de la tarde. El acantilado formaba un muro de gran altura que quizá se extendía cientos de kilómetros a lo largo de la cara occidental de la Isla. En lo alto de ese muro se alzaba una corona de bosque verde oscuro. Y había un segundo muro de creta, o así lo parecía, tierra adentro, a superior altura, también rematado por vegetación. Y luego una tercera pared más alejada del mar, de tal modo que el aspecto de la Isla era el de una serie de hileras de brillantez que se elevaban hasta llegar a una desconocida fortaleza central posiblemente inaccesible. Valentine había oído hablar de las terrazas de la Isla, que suponía eran construcciones artificiales de gran antigüedad, señales simbólicas del ascenso hacia la iniciación. Pero la Isla en sí parecía un lugar lleno de terrazas, todas naturales, que realzaban su misterio. Poca sorpresa causaba saber que el lugar se había convertido en la morada de lo sagrado en Majipur.

—Esa mella en el acantilado es Taleis —dijo Namurinta mientras señalaba un punto de la costa—. Ahí atracan los barcos de peregrinos. Taleis es uno de los puertos de la Isla. El otro es Numinor, en la costa que mira a Alhanroel. Pero ya deben saber todo esto, puesto que son peregrinos.

—Hemos tenido poco tiempo para estudiar —dijo Valentine—. Esta peregrinación se organizó de repente.

—¿Piensa pasar aquí el resto de su vida, al servicio de la Dama? —preguntó Namurinta.

—Al servicio de la Dama, sí —contestó Valentine—. Pero creo que no aquí. La Isla sólo es un alto en el camino para algunos de nosotros, un alto antes de un viaje mucho más largo.

Namurinta se quedó perpleja, pero no hizo más preguntas.

El viento del sureste soplaba con fuerza, y arrastró hacia Taleis a la Reina de Rodamaunt, sin dificultades y rápidamente. La gran pared de creta no tardó en copar el panorama, y su abertura no era una simple mella, sino un puerto de impresionante tamaño, una inmensa estría en la blancura. Con las velas desplegadas, el trimarán entró en el puerto. Valentine, en proa, con el pelo tremolando a causa de la brisa, se quedó anonadado al ver las dimensiones del lugar, ya que en la V de pronunciado ángulo que era Taleis el acantilado descendía casi verticalmente hacia el agua desde una altura de casi dos kilómetros, y en la base había una llana franja de tierra bordeada por una extensa playa blanca. A un lado había desembarcaderos, muelles y malecones, todo ello empequeñecido por la magnitud del gigantesco anfiteatro. Era difícil imaginar la forma de llegar al interior de la isla a través de un puerto situado al pie de los riscos: el lugar era una fortaleza natural.

Y estaba silencioso. No había embarcaciones en el puerto y una misteriosa, reverberante quietud dominaba todo. En contraste con ese silencio, el sonido del viento o el ocasional chillido de una gaviota cobraba amplificada significación.

—¿Hay alguien aquí? —preguntó Sleet—. ¿Quién va a recibirnos?

Carabella cerró los ojos.

—Como tengamos que dar la vuelta hasta el lado de Numinor… o peor aún, como tengamos que volver al archipiélago…

—No —dijo Deliamber—. Nos recibirán. No temáis nada.

El trimarán se deslizó hacia la orilla y se detuvo ante un muelle vacío. La grandeza de los alrededores era abrumadora en ese punto, en el ángulo de la V que formaba el puerto, ya que el acantilado era tan alto que parecía estar a punto de desplomarse. Un tripulante aseguró la embarcación y los pasajeros desembarcaron.

La confianza de Deliamber carecía aparentemente de fundamento. Allí no había nadie. Todo estaba en silencio, de un modo tan chillón que Valentine sintió el impulso de taparse los oídos con las manos para dejar de escucharlo. Aguardaron. Intercambiaron miradas de incertidumbre.

—Vamos a explorar —dijo finalmente Valentine—. Lisamon, Khun, Zalzan Kavol: examinad los edificios de la izquierda. Sleet, Deliamber, Vinorkis, Shanamir: por allí. Vosotros, Pandelon, Thesme, Rovorn: id a ese recodo de la playa y mirad qué hay al otro lado. Gorzval, Erfon…

Valentine, acompañado por Carabella y Cordeine, la zurcidora de velas, continuó en línea recta hasta llegar al pie del titánico acantilado de creta. De ese punto partía algo parecido a un sendero que ascendía con increíble inclinación, casi vertical, hacia las alturas del risco, donde desaparecía entre dos blancas cúspides. Trepar por allí exigía tener la habilidad de un hermano del bosque y la osadía de un equilibrista, decidió Valentine. Sin embargo, no se veía en la playa ningún otro punto de salida. Registró la cabaña de madera que había en la base del sendero y sólo encontró varios trineos con mecanismos de flotación, usados seguramente para recorrer la senda. Valentine sacó un trineo, lo puso sobre la placa de arranque que había a ras del suelo, y se subió encima. Pero no vio forma alguna de ponerlo en funcionamiento.

Desconcertado, Valentine regresó al muelle. Casi todos los demás habían vuelto ya.

—El lugar está desierto —dijo Sleet. Valentine miró a Namurinta.

—¿Cuánto tiempo tardaría en llevarnos al lado de Alhanroel?

—¿A Numinor? Semanas. Pero no iré allí.

—Tenemos dinero —dijo Zalzan Kavol. La capitana no se inmutó.

—Mi oficio es la pesca. La temporada de pesca del pez espinoso está a punto de empezar. Si les llevo a Numinor, perderé esa oportunidad, y además media temporada de pesca del gisún. No pueden pagarme esa pérdida.

El skandar sacó una pieza de cinco reales, creyendo que el brillo de la moneda bastaba para hacer cambiar de opinión a la capitana. Pero ésta rechazó la oferta.

—Por la mitad de lo que me pagaron para llegar aquí, les llevaré otra vez a Rodamaunt Graun, pero eso es lo mejor que puedo ofrecerles. Los barcos de peregrinos volverán a navegar dentro de pocos meses, este puerto cobrará vida, y entonces, si lo desean, volveremos aquí por la mitad de precio. Decidan lo que decidan, estoy a su servicio. Pero saldré de aquí antes del anochecer, y no rumbo a Numinor.

Valentine consideró la situación. El problema actual era peor que verse en la panza de un dragón marino, porque en aquella ocasión se libró pronto del animal, mientras que ese obstáculo inesperado amenazaba con retrasar sus planes hasta el invierno, o quizá hasta más tarde. Y todo ello mientras Dominin Barjazid gobernaba en el Monte del Castillo, mientras se promulgaban nuevas leyes, mientras se alteraba la historia y el usurpador consolidaba su posición. Pero ¿qué hacer? Valentine miró a Deliamber, pero el mago, pese a su aspecto tranquilo e imperturbable, no ofreció sugerencias. No podían trepar aquel muro. No podían volar para pasarlo. No podían saltar, no podían llegar de un potente brinco a las inaccesibles e infinitamente apetecibles arboledas que cubrían la parte superior. ¿Volver a Rodamaunt Graun, por lo tanto?

—¿Podría quedarse un día aquí? —preguntó Valentine—. A cambio de un nuevo pago, claro está. Es posible que por la mañana encontremos a alguien que…

—Estoy lejos de Rodamaunt Graun —replicó Namurinta—. Anhelo volver a ver sus costas. Esperar aquí una hora más, sólo eso, no servirá de nada para ustedes y todavía menos para mí. El momento no es adecuado. La gente de la Dama no espera que llegue nadie a Taleis, y no vendrán aquí.

Shanamir dio un suave tirón a la manga de Valentine.

—Usted es la Corona de Majipur —musitó el muchacho—. ¡Ordene a esa hembra que espere! ¡Dése a conocer y oblíguela a arrodillarse!

—Creo que ese truco no daría resultado —dijo en voz baja Valentine, sonriente—. Olvidé mi corona en otro lugar.

—¡Entonces ordene a Deliamber que la embruje para que consienta!

Era una posibilidad, pero no del agrado de Valentine: Namurinta les había aceptado de buena fe, y tenía derecho a marcharse. Y probablemente tenía razón al decir que una espera de uno o dos días era absurda. Obligarla a ceder mediante los poderes de Deliamber era desagradable. Por otra parte…

—¡Lord Valentine! —gritó una voz femenina, muy distante—. ¡Aquí! ¡Venga!

Valentine miró hacia el extremo del puerto. Era Pandelon, la carpintero de Gorzval, que había ido con Thesme y Rovorn a inspeccionar el otro lado del recodo. La mujer estaba agitando los brazos, llamando por señas. Valentine corrió hacia ella, y los demás le siguieron al cabo de unos instantes.

Una vez allí, Pandelon siguió andando por el agua, poco profunda en esa zona, y rodeó un saliente rocoso que ocultaba una playa mucho menos extensa. Valentine vio una solitaria estructura de un solo piso, construida con arenisca, que lucía el emblema de la Dama, el triángulo inscrito en otro triángulo, y que posiblemente fuera un lugar sagrado. Delante había un jardín de arbustos en flor dispuestos en figuras simétricas de floraciones rojas, azules, anaranjadas y amarillas. Dos jardineros, un hombre y una mujer, cuidaban del lugar. Ambos levantaron la cabeza sin ningún interés al ver que Valentine se acercaba. Con torpes gestos, Valentine hizo el signo de la Dama, y los jardineros devolvieron el saludo demostrando más experiencia.

—Somos peregrinos —dijo Valentine—, y necesitamos saber cuál es el acceso a las terrazas.

—Han venido a destiempo —dijo la mujer. Tenía una cara abultada y pálida, con algunas descoloridas pecas. No había ningún rasgo amistoso en su voz.

—Debido a nuestra impaciencia por ponernos al servicio de la Dama.

La mujer se alzó de hombros y continuó escardando el jardín. El hombre, una persona musculosa, de corta estatura y cabello escaso y canoso, dijo:

—Debieron dirigirse a Numinor en esta época del año.

—Venimos de Zimroel.

Esas palabras produjeron un breve parpadeo de atención.

—¿Con los vientos de los dragones? Han debido tener un viaje difícil.

—Hubo algunos momentos problemáticos —dijo Valentine—, pero eso es cosa del pasado. Sólo sentimos alegría por haber conseguido llegar a la Isla.

—La Dama les confortará —dijo el hombre con gran indiferencia, y se puso a trabajar con unas cizallas.

Hubo unos momentos de silencio que no tardaron en ser insoportables.

—¿Y respecto al acceso a las terrazas? —dijo Valentine.

—No sabrán utilizarlo —dijo la pecosa mujer.

—¿Pero no piensan ayudarnos? Silencio de nuevo.

—Sólo sería un momento —dijo Valentine—, y luego no les molestaríamos más. Indíquennos el camino.

—Tenemos obligaciones aquí —dijo el hombre casi calvo.

Valentine se humedeció los labios. La conversación no servía para nada. Y por lo que él sabía, Namurinta había zarpado de la otra playa hacía cinco minutos y se dirigía a Rodamaunt Graun, dejando a los pasajeros abandonados a su suerte. Miró a Deliamber. Tal vez fuera apropiado recurrir a cierto apremio mágico. Deliamber se desentendió de la alusión. Valentine se acercó al mago.

—Tóquelos con sus tentáculos —murmuró— e inspíreles cooperación.

—Creo que mi magia tiene poco valor en esta sagrada Isla —dijo Deliamber—. Ensaye su propia magia.

—¡Yo no sé magia!

—Inténtelo —dijo el vroon.

Valentine se encaró otra vez con los jardineros. Soy la Corona de Majipur, se dijo, y soy el hijo de la Dama a quien estos dos veneran y sirven. Era imposible comentar eso con los jardineros, aunque él podía transmitirlo, quizá, mediante mera fuerza de ánimo. Se puso muy erguido y avanzó hacia el centro de su ser, como habría hecho si hubiera estado preparándose para actuar ante el público más crítico posible. Sonrió con tanta cordialidad que su sonrisa habría bastado para abrir yemas en las ramas de los florecientes arbustos. Al cabo de un instante, los jardineros apartaron la vista de su trabajo, vieron la sonrisa, y su respuesta fue inconfundible: una reacción de sorpresa, de asombro y de… sumisión. Valentine los inundó con radiante amor.

—Hemos recorrido miles de kilómetros —dijo afablemente— para entregarnos a la paz de la Dama, y les suplicamos, en nombre del Divino al que todos servimos, que nos ayuden a encontrar el camino. Porque ello es muy necesario para nosotros y estamos fatigados de tanto errar.

Los jardineros parpadearon, como si el sol acabara de salir tras una negra nube.

—Tenemos obligaciones —dijo débilmente la mujer.

—No podemos ascender hasta que el jardín haya recibido nuestros cuidados —dijo el hombre, casi en un murmullo.

—El jardín medra —dijo Valentine—, y seguirá medrando sin su ayuda durante algunas horas. Ayúdennos, antes de que llegue el anochecer. Sólo les pedimos que nos indiquen el camino, y les prometo que la Dama les premiará por hacerlo.

Los jardineros estaban confusos. Intercambiaron miradas, y después miraron al cielo, como si quisieran comprobar lo tarde que era. Con el ceño fruncido, ambos se levantaron, limpiaron de arena sus rodillas y, lo mismo que sonámbulos, avanzaron hacia la orilla del mar. Se metieron entre el suave oleaje, rodearon la roca para pasar a la playa más extensa y se dirigieron a la base del risco, donde aquel sendero vertical iniciaba su ascenso hacia el cielo.

Namurinta seguía allí, pero casi dispuesta para partir. Valentine habló con ella.

—Agradecemos profundamente su ayuda —dijo.

—¿Se quedan aquí?

—Hemos encontrado un camino que va a las terrazas.

La capitana sonrió, sinceramente contenta.

—No estaba ansiosa por abandonarles, pero Rodamaunt Graun me llama. Les deseo lo mejor en su peregrinación.

—Y yo le deseo un feliz regreso al hogar.

Valentine dio media vuelta.

—Una cosa más —dijo la capitana.

—¿Sí?

—Cuando esa mujer gritó desde la roca —dijo Namurinta—, a usted le llamó lord Valentine. ¿Con qué fin?

—Una broma —dijo Valentine—. Sólo una broma.

—Lord Valentine es el nombre de la nueva Corona, eso me dijeron, el hombre que gobierna desde hace uno o dos años.

—Cierto —dijo Valentine—. Pero es un hombre moreno. Sólo fue una broma, un juego de nombres, porque yo también me llamo Valentine. Feliz viaje, Namurinta.

—Provechosa peregrinación, Valentine.

Valentine se acercó al acantilado. Los jardineros habían sacado varios trineos de la cabaña, y los habían puesto en orden de partida sobre la placa de arranque. En silencio, por señas, Valentine indicó a los viajeros que tomaran asiento. Valentine ocupó el primer trineo, con Carabella, Deliamber, Shanamir y Khun. La jardinera entró en la cabaña, donde al parecer se encontraban los controles de los dispositivos de flotación, porque un instante después el trineo se alzó sobre la placa e inició el vertiginoso y terrorífico ascenso del imponente risco blanco.

8

—Acabáis de llegar —dijo el acólito Talinot Esulde— a la Terraza de Evaluación. Aquí se os pondrá en la balanza. Cuando llegue la hora de avanzar, vuestro camino os llevará a la Terraza de Iniciación, y luego a la Terraza de los Espejos, donde contemplaréis vuestra propia imagen. Si lo que veis es satisfactorio para vosotros y para vuestros guías, ascenderéis al Segundo Risco, donde os aguardará otro grupo de terrazas. Y así iréis avanzando hasta llegar a la Terraza de Adoración. Allí, si gozáis del favor de la Dama, obtendréis invitación para entrar en el Templo Interior. Pero yo no esperaría que eso suceda con rapidez. En realidad no esperaría que suceda nunca. Los que esperan llegar hasta la Dama son los que menos posibilidades tienen de verla.

El ánimo de Valentine se ensombreció al escuchar las últimas palabras, puesto que no sólo esperaba ver a la Dama, sino que además era absolutamente vital que la viera. Y sin embargo, comprendía el significado de las palabras del acólito. En ese lugar sagrado nadie hacía pedidos a la fábrica de la existencia. Si se esperaba lograr paz, había que rendirse, había que renunciar a demandas, necesidades y deseos, había que entregarse. No era un lugar para la Corona. La esencia de ser la Corona consistía en ejercer el poder, con sabiduría si se era capaz de hacerlo así, pero en cualquier caso de un modo firme; la esencia de un peregrino era la rendición. Valentine podía extraviarse fácilmente en esa contradicción. No obstante, no tenía más remedio que ver a la Dama.

Valentine había llegado, por fin, a la periferia del dominio de la Dama. En la parte superior del risco, él y sus amigos fueron recibidos por impasibles acólitos, plenamente conscientes de que extemporáneos peregrinos llegaban flotando hacia ellos. Y en ese momento, respetuosos y ligeramente ridículos con la blanda y descolorida vestimenta de los peregrinos, se hallaban reunidos en una alargada construcción de lisa piedra rosada próxima a la cresta del risco. Losas de la misma piedra rosada formaban un gran paseo semicircular que se extendía, al parecer a gran distancia, a lo largo del borde del bosque que remataba el risco: la Terraza de Evaluación. Después de la terraza había más árboles. Las otras terrazas se encontraban a mayor distancia. Y hacia el interior, invisible desde el lugar en que se hallaban los peregrinos, se alzaba el segundo risco de creta dominando el llano que formaba el risco externo. Un tercer risco, por lo que sabía Valentine, se alzaba sobre el segundo a cientos de kilómetros isla adentro, y allí estaba el recinto sagrado, el Templo Interior habitado por la Dama. Pese a la enorme distancia recorrida hasta entonces, a Valentine le parecía imposible que alguna vez pudiera completar el recorrido de esos últimos cientos de kilómetros.

La noche caía con rapidez. Valentine miró por la ventana circular que había al lado de él y vio el cielo, cada vez más negro, y el extenso y oscuro fondo del mar, iluminado únicamente por la luz púrpura del sol que se esfumaba, que huía hacia Piliplok. A lo lejos había una mota, un rasguño en la lisa superficie del agua que Valentine supuso que era, y confió en no equivocarse, el trimarán Reina de Rodamaunt rumbo al hogar. Allí estaban también los volivantes, durmiendo en su eterno sueño, los dragones marinos que avanzaban hacia aguas más extensas, y más allá Zimroel, sus atestadas ciudades, sus reservas forestales, sus parques naturales, sus fiestas, sus millones de almas. Valentine tenía muchas cosas que recordar; pero debía concentrarse en el presente. Miró fijamente a Talinot Esulde, el primer guía que tenían en la Isla, una persona alta y delgada, piel de lechoso color y rasurado cuero cabelludo, que tanto podía ser varón como hembra. Valentine supuso que debía ser varón —la estatura y el ancho de la espalda así lo indicaban, aunque no de un modo concluyente— pero la delicadeza de los huesos faciales de Talinot Esulde, sobre todo la frágil curva de los suaves rebordes de sus extraños ojos azules, demostraba lo contrario.

Talinot Esulde estaba explicando cosas: la diaria rutina de la oración, el trabajo y la meditación, el servicio de interpretación de sueños, la disposición de las habitaciones, las restricciones dietéticas, que prohibían el vino y ciertas especias, y muchos detalles más. Valentine se esforzó en memorizarlo, pero había tantas reglas, exigencias, obligaciones y hábitos que se enmarañaron en su mente, y al cabo de un rato desistió del esfuerzo, confiando en que la práctica diaria fuera inculcándole las normas.

Al anochecer, Talinot Esulde les hizo salir de la sala de adoctrinamiento. Pasaron junto al rutilante estanque de roca, alimentado por un manantial, donde se habían bañado antes de recibir la ropa de peregrino y donde se bañarían dos veces diarias hasta que abandonaron esa terraza, y entraron en el comedor, más alejado del borde del risco. Les sirvieron una sencilla cena compuesta por sopa y pescado, las dos cosas insípidas y poco atractivas pese a que los recién llegados estaban furiosamente hambrientos. Los sirvientes eran igualmente novicios, vestidos con ropa de color verde claro. El comedor, muy grande, sólo se encontraba parcialmente ocupado, ya que la hora de cenar casi había pasado, señaló Talinot Esulde. Valentine observó a sus camaradas. Había todo tipo de razas; la mitad de los presentes eran humanos, pero también había muchos vroones y gayrogs, varios skandars, algunos líis, no muchos yorts y, muy apartados, un reducido grupo de raza susúheri. La red de la Dama capturaba miembros de todas las razas de Majipur, al parecer. De todas, excepto de una.

—¿Y los metamorfos, nunca vienen a ver a la Dama? —preguntó Valentine.

Talinot Esulde sonrió como un ángel.

—Si un piurivar llegara aquí, lo aceptaríamos. Pero no participan en nuestros ritos. Viven aislados como si estuvieran solos en Majipur.

—Es posible que algunos hayan llegado aquí disfrazados —sugirió Sleet.

—Lo habríamos sabido —dijo tranquilamente Talinot Esulde.

Después de la cena marcharon a sus habitaciones, salitas individuales apenas mayores que un armario, en una casa de campo con aspecto de colmena. Un lecho, un lavabo, un sitio para poner la ropa, y nada más. Lisamon Hultin lanzó una ceñuda mirada a su habitación.

—Nada de vino —dijo—, he entregado mi espada, y ahora… ¿tengo que dormir en esta caja? Creo que seré un fracaso como peregrino, Valentine.

—Calma, y haz un esfuerzo. Recorreremos la Isla con la máxima rapidez posible.

Valentine entró en su habitación, que se hallaba entre la de Carabella y la de la guerrillera. Inmediatamente se oscureció la esfera luminosa. Valentine se tumbó en el lecho, y en ese mismo instante le dominó la somnolencia, pese a que aún era pronto. Mientras abandonaba el estado consciente, una nueva luz brilló tenuemente en su cabeza, y vio a la Dama, la inconfundible, indiscutible Dama de la Isla.

Valentine la había visto en sueños muchas veces desde que llegó a Pidruid. Afable mirada, pelo oscuro, una flor en la oreja, piel de tinte oliváceo… Pero la imagen del momento era más nítida, la visión más detallada, y Valentine reparó en las suaves arrugas que había en las comisuras de los ojos, las diminutas joyas de color verde que había en los lóbulos de las orejas y la fina banda plateada que rodeaba la frente. En su sueño, Valentine extendió las manos hacia la Dama.

—Madre, estoy aquí —dijo—. Pídeme que vaya a tu lado, madre.

Ella sonrió, pero no respondió.

Estaban en un jardín, con alabandinos en flor por todas partes. La Dama podaba las plantas con un pequeño instrumento dorado, cortaba capullos para que las restantes flores crecieran más. Valentine iba junto a ella, aguardaba a que ella se volviera para verle, pero la poda continuó.

—Hay que dedicar constante atención al trabajo si se desea hacerlo bien —dijo finalmente la Dama, sin mirar a Valentine.

—¡Madre, soy Valentine, tu hijo!

—¿Has visto? Todas las ramas tienen cinco capullos. Si no los toco, todos se abrirán, pero arranco uno aquí, otro allí… y las flores son gloriosas.

Y mientras hablaba, los capullos se desplegaban, y las alabandinas llenaban el aire de una fragancia tan penetrante que produjo sorpresa a Valentine. Los grandes pétalos amarillos se extendieron como platos y dejaron ver los negros estambres y pistilos que contenían. La Dama los tocó suavemente, haciendo flotar una nube de purpúreo polen.

—Tú eres quien eres —dijo la Dama—, y siempre lo serás.

El sueño cambió en ese momento. No quedó nada que recordara a la Dama, sólo un emparrado de espinosos arbustos que agitaba sus rígidos brazos ante Valentine, aves de colosal tamaño, molikahenes, que se contoneaban en los alrededores, y otras imágenes, confusas e inestables, que carecían de cualquier significado coherente.

Nada más despertar, Valentine tuvo que presentarse ante su intérprete de sueños, que no era Talinot Esulde sino otro acólito con categoría de guía, una persona llamada Stauminaup, también con la cabeza rapada y de sexo ambiguo, aunque probablemente era una mujer. Esos acólitos poseían un nivel medio de iniciación, por lo que Valentine sabía. Regresaban del Segundo Risco para atender las necesidades de los novicios.

La interpretación de sueños en la Isla no guardaba parecido alguno con la experiencia que Valentine tuvo en compañía de Tisana. Sin drogas, sin cuerpos tumbados y juntos, Valentine se presentó al oráculo y describió su sueño. Stauminaup escuchó sin inmutarse. Valentine sospechó que el oráculo había tenido acceso a su sueño mientras él lo experimentaba, y que sólo deseaba comparar el relato del novicio con sus percepciones personales, para comprobar la posible existencia de contradicciones y abismos. Por lo tanto, Valentine explicó el sueño tal como lo recordaba: dijo «¡Madre, soy Valentine, tu hijo!», tal como lo había dicho mientras dormía, y observó a Stauminaup para ver si reaccionaba de algún modo. Pero fue igual que observar la faz de creta del risco.

—¿Y de qué color eran las flores de los alabandinos? —dijo el oráculo en cuanto Valentine terminó.

—¡Pues amarillas, con el centro negro!

—Una flor encantadora. En Zimroel las alabandinas son de color escarlata, y amarilla en el centro. ¿Te gustan más los colores de tu sueño?

—No tengo preferencia —dijo Valentine. Stauminaup sonrió.

—Las alabandinas de Alhanroel son amarillas, con centros negros. Puedes irte.

La interpretación de sueños fue muy parecida casi todos los días: un críptico comentario, o bien un comentario no tan críptico pero que se prestaba a diversas interpretaciones, aunque ni una sola vez hubo tales interpretaciones. Stauminaup era un depósito de sueños, los absorbía sin dar consejo. Valentine fue acostumbrándose a este proceder.

También fue acostumbrándose a la diaria rutina laboral. Por la mañana trabajaba dos horas en el jardín, podaba, quitaba malas hierbas y removía la tierra, y por la tarde se convertía en albañil novato que aprendía el arte de resanar las losas de la terraza. Había largas sesiones de meditación para las que Valentine no recibía guía alguna; le enviaban a su habitación para que mirara fijamente las paredes. Apenas veía a sus compañeros de viaje, sólo cuando se bañaban, a media mañana y poco antes de cenar, en el espumoso estanque. Y además, pocas cosas tenían que decirse. Era fácil adaptarse al ritmo del lugar y dejar a un lado las prisas. El ambiente tropical, el perfume de millones de flores, el tono amable de todo lo que ocurría allí, adormecía y sosegaba igual que un baño de agua templada.

Pero Alhanroel se hallaba a miles de kilómetros al este, y Valentine no avanzaba un solo centímetro hacia su objetivo mientras permanecía en la Terraza de Evaluación. Ya había transcurrido una semana. Durante sus sesiones de meditación, Valentine forjaba fantasías: reunía a los suyos y se escabullían por la noche, pasaban ilícitamente de terraza en terraza, escalaban el Segundo Risco, el Tercer Risco, y finalmente se presentaban a la Dama en el umbral del templo. Pero Valentine sospechaba que de ese modo no llegaría muy lejos, pues en aquel lugar los sueños eran libros abiertos.

Y Valentine iba impacientándose. Sabía que la impaciencia no le serviría para avanzar, y se dijo que debía calmarse, entregarse por completo a sus tareas, limpiar su mente de apremios, urgencias y obligaciones, allanar el camino que le conduciría al sueño de citación con que la Dama le atraería al templo. Tampoco esto tuvo efecto. Arrancó cizaña, cultivó el cálido y rico suelo, llevó cubos de mortero y lechada a los puntos más distantes de la terraza, se sentó con las piernas cruzadas en las horas de meditación, con la mente totalmente hueca, y noche tras noche se acostaba suplicando que la Dama se le apareciera y le dijera, «Es el momento de que vengas a verme», pero nada de eso sucedía.

—¿Cuánto va a durar esto? —preguntó un día a Deliamber en el estanque—. ¡Ya son cinco semanas! O quizá seis, he perdido la cuenta. ¿Tendré que estar aquí un año? ¿Dos? ¿Cinco?

—Hay peregrinos que llevan aquí ese tiempo —dijo el vroon—. Hablé con una peregrina, una yort que formó parte de patrullas durante el gobierno de lord Voriax. Lleva cuatro años aquí y se ha resignado a quedarse para siempre en la terraza exterior.

—Ella no tiene necesidad de ir a otro sitio. Esta posada es muy agradable, Deliamber. Pero yo…

—…tengo compromisos urgentes en el este —dijo Deliamber—. Y por lo tanto está condenado a quedarse aquí. Hay una paradoja en su dilema, Valentine. Se esfuerza en renunciar a cualquier finalidad, pero su misma renuncia tiene una finalidad. ¿Lo comprende? Seguramente su oráculo debe saberlo.

—Naturalmente que lo comprendo. ¿Pero qué hago? ¿Cómo fingir que no me preocupa quedarme aquí para siempre?

—Fingir es imposible. En el momento en que sinceramente no le preocupe tal cosa, avanzará. Pero no hasta entonces. Valentine sacudió la cabeza.

—Eso es igual que decirme que mi salvación depende de que no piense nunca en gihornas. Cuanto más me esforzara en no imaginarlas, más bandadas de gihornas volarían en mi mente. ¿Qué voy a hacer, Deliamber?

Pero Deliamber no tenía más sugerencias. Al día siguiente, Valentine supo que Shanamir y Vinorkis estaban autorizados para avanzar hasta la Terraza de Iniciación.

Pasaron otros dos días antes de que Valentine volviera a ver a Deliamber. El mago observó que Valentine no tenía buen aspecto.

—¿Qué aspecto quiere que tenga? —replicó él, sin poder dominar su impaciencia—. ¿Sabe cuánta cizaña he arrancado, cuántas losas he reparado, mientras un Barjazid está en Alhanroel ocupando el Monte del Castillo y…?

—Calma —dijo en voz baja Deliamber—. Esa no es su forma de ser.

—¿Calma? ¿Calma? ¿Cuánto tiempo podré estar calmado?

—Quizá su paciencia está a prueba. En cuyo caso, mi señor, no está pasando la prueba.

Valentine meditó durante unos instantes.

—Admito su lógica —dijo después—. Pero quizá sea mi ingenuidad lo que está a prueba. Deliamber, introduzca un sueño de citación en mi cabeza para esta noche.

—Mi magia, ya lo sabe, parece tener poco valor en esta Isla.

—Hágalo. Inténtelo. Invente un mensaje de la Dama y póngalo en mi mente. Veremos qué pasa.

Deliamber, tras hacer un gesto de resignación, apoyó los tentáculos en las manos de Valentine para el instante de transferencia de pensamiento. Valentine notó el tenue y distante hormigueo del contacto.

—Su magia todavía obra efecto —dijo.

Y esa noche tuvo un sueño en que flotaba como un volivante en el estanque, unido a las rocas por cierta membrana que había brotado de sus pies. Cuando intentó soltarse, apareció el rostro de la Dama, sonriente, en el cielo nocturno.

—Ven, Valentine, ven a verme —musitó la Dama.

La membrana se disolvió, y Valentine alzó el vuelo y se remontó en la brisa, arrastrado por el viento hacia el Templo Interior.

Valentine explicó el sueño a Stauminaup en la sesión de interpretación. El oráculo escuchó como si Valentine estuviera narrándole un sueño en que arrancaba malas hierbas del jardín. La noche siguiente Valentine fingió haber tenido idéntico sueño, y de nuevo Stauminaup no hizo comentarios. Valentine presentó el mismo sueño en la próxima sesión, y pidió una interpretación.

—La interpretación de tu sueño —dijo Stauminaup— es que ningún ave vuela con alas de otra ave.

Las mejillas de Valentine enrojecieron. Salió silenciosamente de la habitación del oráculo.

Cinco días después, Talinot Esulde le comunicó que estaba autorizado para acceder a la Terraza de Iniciación.

—Pero… ¿por qué? —preguntó a Deliamber.

—¿Por qué? es una pregunta inútil en asuntos de progreso espiritual —replicó el vroon—. Es obvio que algo ha cambiado en usted.

—¡Pero si no he tenido ningún legítimo sueño de citación!

—Quizá se equivoque —dijo el mago.

Un acólito le condujo, a pie, por las sendas del bosque que llevaban a la otra terraza. La ruta era un laberinto que zigzagueaba de un modo asombroso, y varias veces tuvieron que girar en la dirección que precisamente parecía incorrecta. Valentine estaba completamente perdido cuando, varias horas más tarde, salieron a una zona despejada de inmenso tamaño. Pirámides de piedra color azul oscuro de tres metros de altura se elevaban a intervalos regulares sobre las losas rosas de la terraza.

La vida en la nueva terraza era prácticamente igual: humildes tareas, meditación, explicación diaria de los sueños, ascéticas, austeras habitaciones, monótonas comidas… Pero allí se iniciaba la instrucción sagrada, una hora todas las tardes dedicada a explicar los principios de la gracia de la Dama mediante elípticas parábolas y tortuosos diálogos.

Al principio, Valentine prestó incansable atención a las explicaciones. Era un tema vago y abstracto para él, y resultaba difícil concentrarse en temas tan sombríos cuando él estaba poseído por una franca pasión política: llegar al Monte del Castillo y resolver la disputa sobre el gobierno de Majipur. Pero al tercer día se asombró al comprobar que las explicaciones del acólito sobre el papel desempeñado por la Dama eran enteramente políticas. La Dama era una fuerza moderadora, comprendió Valentine, una argamasa de amor y fe que sostenía los cimientos del poder en el planeta. Actuara como actuara con su magia del envío de sueños —y era imposible creer en el mito popular de que ella estaba en contacto con las mentes de millones de personas todas las noches—, una cosa estaba clara: su sosegado espíritu calmaba y tranquilizaba el planeta. El aparato del Rey de los Sueños, por lo que sabía Valentine, enviaba sueños directos y específicos que flagelaban a los culpables y censuraban a los dudosos, y los envíos del Rey podían ser violentos. Pero igual que el calor del océano modera el clima de los continentes, la Dama suavizaba las ásperas fuerzas que dominaban Majipur, y la teología surgida en torno a la persona de la Dama como divina madre encarnada sólo era, así lo comprendía ahora Valentine, una metáfora de la división del poder ideada por los primeros gobernantes de Majipur.

Por eso Valentine prestó sumo interés a las explicaciones. Durante algún tiempo olvidó su ansiedad por llegar a terrazas más elevadas, para aprender más en la que estaba.

Valentine se hallaba completamente solo en esa terraza. Una novedad. Shanamir y Vinorkis no aparecían por ninguna parte —¿acaso habían pasado ya a la Terraza de los Espejos?— y los demás, lógicamente, habían quedado atrás. Lo que más echaba de menos Valentine era la rutilante energía de Carabella y la irónica sabiduría de Deliamber, pero también el resto de sus compañeros habían entrado a formar parte de su alma en el largo y difícil recorrido de Zimroel, y no tenerlos junto a él era desagradable. Sus tiempos de malabarista parecían haber pasado hacía muchos años, estar irremediablemente perdidos. De vez en cuando, en momentos de ocio, Valentine cogió frutas de los árboles y efectuó con ellas los ya familiares números, para diversión de novicios y acólitos. Uno de ellos, un hombre fornido de negra barba llamado Farssal, se obstinó en observar atentamente a Valentine en cuanto éste hacía malabares con las frutas.

—¿Dónde aprendiste ese arte? —preguntó Farssal.

—En Pidruid —dijo Valentine—. Formaba parte de una compañía de malabaristas.

—Debía ser una magnífica vida.

—Lo era —dijo Valentine, recordando la excitación de hallarse ante el atezado lord Valentine en el circo de Pidruid, y el momento en que salió al vasto escenario del Circo Perpetuo de Dulorn, y tantas inolvidables escenas de su pasado.

—¿Ese talento se aprende, o es natural? —dijo Farssal.

—Cualquier persona puede aprender, cualquiera que tenga buena vista y poder de concentración. Yo aprendí en pocas semanas, el año pasado, en Pidruid.

—¡No! ¡Si parece que lo hayas hecho toda la vida!

—No hasta el año pasado.

—¿Qué te indujo a ser malabarista? Valentine sonrió.

—Necesitaba ganarme el sustento, y en Pidruid había malabaristas ambulantes que habían llegado para las fiestas de la Corona. Y necesitaban un hombre más. Me enseñaron rápidamente, y yo podría enseñarte a ti.

—¿Crees que podrías hacerlo?

—Atento —dijo Valentine, y lanzó una fruta, un duro bishawar verde, al hombre de la barba negra—. Cámbiala de mano durante un rato, para perder tensión en los dedos. Hay que dominar algunas posiciones básicas, y ciertos hábitos de percepción, cosa que precisa práctica, y después…

—¿A qué te dedicabas antes de ser malabarista? —preguntó Farssal mientras devolvía la fruta.

—Iba de un lado a otro —dijo Valentine—. Atento. Pon las manos así…

Valentine adiestró a Farssal durante media hora, intentando enseñarle tal como Sleet y Carabella hicieron con él en la posada de Pidruid. Fue una grata diversión en aquella plácida y monótona vida. Farssal tenía buena vista y rápidas manos, y aprendía prontamente, aunque no tanto como Valentine en sus inicios. Al cabo de unos días dominaba las reglas elementales y era capaz de hacer malabares con algunas limitaciones, pero no con elegancia. Era un hombre abierto y locuaz, que mantenía constante el torrente de conversación mientras se pasaba los bishawares de una mano a otra. Había nacido en Ni-moya, afirmó. Durante muchos años fue comerciante en Piliplok, y en época reciente había sufrido una crisis espiritual que le sumió en la confusión y le impulsó a realizar la peregrinación a la Isla. Farssal habló de su matrimonio, de sus hijos, indignos de confianza, de las inmensas fortunas que había perdido y había ganado en la mesa de juego. Y también quiso saber todos los detalles posibles sobre Valentine, su familia, ambiciones, los motivos que le habían llevado a la Isla… Valentine respondió con la máxima verosimilitud de que era capaz, y se libró de las preguntas embarazosas con disertaciones rápidamente ingeniadas sobre el arte del malabarismo.

Al terminar la segunda semana —trabajo duro, estudio, meditación, períodos de ocio pasados practicando con Farssal, un ciclo estable y estático— Valentine sintió que volvía a dominarle el desasosiego, el ansia de seguir adelante.

No tenía la menor idea del número de terrazas existentes. ¿Nueve? ¿Noventa? Pero si pasaba tanto tiempo en una sola, tardaría años en ver a la Dama. Era preciso encontrar la forma de abreviar el proceso de ascenso.

El truco de fingir sueños de citación no dio resultado. Sacó a relucir su sueño de que flotaba en el estanque ante Silimein, su oráculo en la Terraza de Iniciación, pero la intérprete no quedó más impresionada que anteriormente Stauminaup. Durante los períodos de meditación y cuando dormía por la noche, Valentine intentó llegar a la mente de la Dama e implorar una cita. Tampoco esto dio resultados.

Preguntó a sus compañeros de mesa en el comedor cuánto tiempo llevaban en la Terraza de Iniciación.

—Dos años —dijo uno.

—Ocho meses —dijo otro.

A nadie parecía preocuparle el paso del tiempo.

—¿Y tú? —preguntó a Farssal.

Farssal explicó que había llegado pocos días antes que Valentine. Pero no estaba impaciente por seguir avanzando.

—No hay prisa, ¿verdad? Servimos a la Dama en cualquier lugar que estemos, ¿no te parece? Una terraza es tan buena como cualquier otra.

Valentine asintió. Apenas se atrevía a poner reparos.

Después, durante la tercera semana, pensó ver a Vinorkis al otro lado del campo de estachas donde estaba trabajando. Pero tuvo dudas —¿había observado un destello anaranjado en los bigotes del yort?— y tampoco pudo gritar a causa de la excesiva distancia. Al día siguiente, sin embargo, mientras practicaba tranquilamente con Farssal cerca del estanque, vio que Vinorkis, indudablemente Vinorkis, le observaba al otro lado de la plaza. Valentine se excusó y corrió hacia allí. Después de tantas semanas separado de sus compañeros, resultaba agradable incluso ver al yort.

—Así que eras tú el que estaba en los campos de estachas —dijo Valentine. Vinorkis asintió.

—Los últimos días le he visto varias veces, mi señor. Pero la terraza es tan grande… No pude acercarme. ¿Cuándo ha llegado?

—Una semana más tarde que tú. ¿Hay alguien más de los nuestros?

—No, que yo sepa —replicó el yort—. Shanamir estuvo aquí, pero siguió avanzando. Veo que no ha perdido su talento de malabarista, mi señor. ¿Quién es su compañero?

—Un hombre de Piliplok. Rápido con las manos.

—¿Y también con la lengua? Valentine frunció el ceño.

—¿A qué te refieres?

—¿Ha explicado a ese hombre muchos detalles de su pasado, o de su futuro, mi señor?

—Naturalmente que no. —Valentine fijó la mirada en el yort—. ¡No, Vinorkis! ¡Es imposible que haya espías de la Corona en la Isla de la Dama!

—¿Por qué? ¿Tan difícil es infiltrarse en este lugar?

—Pero por qué sospechas…

—Ayer por la noche, después de verle a usted en los campos, vine aquí para tratar de encontrarle. Entre otras personas, hablé con su nuevo amigo, mi señor. Le pregunté si conocía a un tal Valentine, y él empezó a interrogarme a mí. Que si yo era amigo suyo, que si le había conocido en Pidruid, que por qué había venido a la Isla, y cosas por el estilo. Mi señor, me inquieta que un extraño haga tantas preguntas. En especial en este lugar, donde nos enseñan a permanecer alejados de los demás.

—Tal vez seas demasiado desconfiado, Vinorkis.

—Es posible. Pero de todas formas, tome precauciones, mi señor.

—Así lo haré —dijo Valentine—. Él no sabrá de mí más cosas que las que ya sabe. Simples detalles sobre malabarismo.

—Es posible que él ya sepa demasiado sobre usted —dijo el yort en tono de desaliento—. Pero le vigilaremos, incluso mientras él le vigila a usted.

La idea de estar sometido a vigilancia en la misma Isla causó consternación a Valentine. ¿No existía refugio alguno? Valentine ansió tener junto a él a Sleet, o a Deliamber. El espía de hoy podía convertirse fácilmente en asesino el día de mañana, cuando Valentine se aproximara demasiado a la Dama y representara un gran peligro para el usurpador.

Pero Valentine no parecía estar acercándose a la Dama. Pasó otra semana del mismo modo que la anterior. Después, cuando ya empezaba a creer que consumiría el resto de sus días en la Terraza de Iniciación, y cuando estaba llegando a un punto en que le importaba muy poco que ello fuera así, le llamaron mientras estaba en los campos de estachas y le ordenaron que se preparara para ir a la Terraza de los Espejos.

9

La tercera terraza era un lugar de ofuscadora belleza, dotado de un resplandor que recordaba a Dulorn. La terraza se hallaba cobijada en la base del Segundo Risco, un formidable muro vertical de creta blanca que se erigía como insalvable barrera para seguir avanzando hacia el interior. Y cuando el sol se situó al oeste, la faz del risco era tal maravilla de brillo reflejado que confundía la vista y arrancaba gemidos de espanto al alma.

Además, allí estaban los espejos: grandes losas de piedra finamente pulida dispuestas de canto en el suelo por todos los lugares de la terraza, de tal modo que los novicios, miraran donde miraran, siempre encontraban su propia imagen, reluciente sobre un fondo de luz interna. Al principio, Valentine se examinó críticamente, buscó los cambios que su viaje pudiera haberle producido, cierto amortiguamiento del cálido resplandor que fluía de él desde los días de Pidruid, o quizá señales de fatiga o tensión. Pero no vio nada de eso, sólo la familiar imagen del hombre rubio que sonreía. Se saludó, se guiñó un ojo, se hizo señas… Y después, al cabo de una semana, dejó de reparar en su reflejo. Si le hubieran ordenado no prestar atención a los espejos, seguramente habría vivido con la tensión del que se siente culpable, habría dirigido involuntarias miradas, habría tenido que apartar la vista bruscamente… Pero nadie le explicó la finalidad de los espejos, y con el tiempo fue olvidándose de ellos. Ésa era, comprendió más tarde Valentine, la llave para seguir avanzando en la Isla: evolución del espíritu desde dentro, creciente capacidad para discernir y descartar lo irrelevante.

Valentine se encontraba completamente solo en esa terraza. Sin Shanamir, sin Vinorkis, sin Farssal. Valentine estuvo muy atento a la presencia del hombre de la barba negra: si en realidad era un espía, encontraría algún medio para seguir a Valentine de terraza en terraza. Pero Farssal no apareció.

Valentine permaneció once días en la Terraza de los Espejos y después, en compañía de otros cinco novicios, ascendió con un trineo flotante hasta el borde del Segundo Risco y la Terraza de Consagración.

Desde allí había una magnífica vista de las tres primeras terrazas, muy por debajo, extendidas junto al distante mar. Valentine apenas divisó la Terraza de Evaluación —sólo una fina línea rosa en el verde oscuro del bosque—, pero la gran Terraza de Iniciación aparecía de un modo imponente en el centro del llano inferior, y la Terraza de los Espejos, la más próxima, resplandecía como un millón de hogueras bajo el sol del mediodía.

Para Valentine cada vez era menos importante la celeridad de su paso. El tiempo iba perdiendo significado. Valentine se había adaptado al ritmo del lugar. Trabajaba en los campos, asistía a largas sesiones de instrucción espiritual y pasaba buena parte de su tiempo en el interior del oscuro edificio con techo de piedra que era el santuario de la Dama, para pedir, de un modo que en realidad no era pedir, que se le otorgara iluminación. De vez en cuando recordaba su anterior propósito de llegar rápidamente al corazón de la Isla para ver a la mujer que habitaba allí. Pero ahora no había prisa. Valentine se había transformado en un auténtico peregrino.

Después de la Terraza de Consagración se extendía la Terraza de las Flores, luego la Terraza de Devoción y a continuación la Terraza de Capitulación. Todas se hallaban en el llano del Segundo Risco, igual que la Terraza de Ascenso, que era la etapa final antes de subir a la meseta donde vivía la Dama. Cada una de estas terrazas, supo con el tiempo Valentine, rodeaba completamente la isla, de modo que podía haber un millón de devotos, incluso más, en todas ellas, y un peregrino sólo veía un minúsculo fragmento del conjunto mientras continuaba su avance hacia el centro. ¡Cuánto esfuerzo consumido para construir el lugar! ¡Cuántas vidas dedicadas por entero al servicio de la Dama! Y los peregrinos se movían en una esfera de silencio: sin trabar amistades, sin intercambiar confidencias, sin abrazar a sus amantes… Farssal había constituido una misteriosa excepción a esa costumbre. Parecía que aquel lugar existía fuera del tiempo y aparte de los ordinarios rituales de la vida.

En esa zona media de la Isla se hacía menos hincapié en la enseñanza y más en el trabajo. Cuando él llegara al Tercer Risco, lo sabía perfectamente, encontraría a las personas que ejecutaban las tareas de la Dama en todo el mundo. Porque no era la misma Dama, así lo había sabido Valentine, la encargada de irradiar la mayor parte de envíos, sino que la misión dependía de los acólitos avanzados del Tercer Risco, cuyas mentes y espíritus actuaban como amplificadores de la benevolencia de la Dama. No todo el mundo llegaba al Tercer Risco. Por lo que Valentine pudo saber, los acólitos de más edad llevaban décadas en el Segundo Risco, realizando tareas administrativas, sin esperanzas ni deseos de ascender a las responsabilidades más onerosas de la zona interior.

En la tercera semana en la Terraza de Devoción, Valentine obtuvo lo que a él le pareció un inconfundible sueño de citación.

Se vio cruzando la reseca llanura purpúrea que había ensombrecido su sueño en Pidruid. El sol estaba bajo en el horizonte y el cielo era cruel y sombrío. Ante Valentine había dos cadenas montañosas que se alzaban como gigantescos e hinchados puños. En el irregular valle salpicado de rocas que había entre las cordilleras se veía el último destello rojizo de sol, una peculiar luz oleosa, ominosa, más semejante a una mancha que a refulgencia. Un frío y seco viento soplaba en el valle de extraña iluminación, y con el viento llegaban suspiros y canciones, tiernas y melancólicas melodías que cabalgaban en la brisa. Valentine caminó muchas horas pero sin avanzar: las montañas no se acercaban, la arena del desierto se extendía hasta el infinito mientras él proseguía la dura caminata, y el último fragmento de luz no se iba. Su fuerza menguó. Amenazadores espejismos empezaron a danzar ante él. Vio a Simonan Barjazid, el Rey de los Sueños, y a sus tres hijos. Vio al lívido y senil Pontífice que rugía en su trono subterráneo. Vio monstruosos amorfibotes que se arrastraban indolentemente en las dunas, y trompas de enormes dhumkares que brotaban como barreras de arena, escudriñando el aire en busca de presa. Había seres que silbaban, zumbaban o susurraban, insectos que pululaban en repulsivas nubéculas, y empezó a caer una lluvia de seca arena, no muy fuerte, que tapó los ojos y la nariz de Valentine. Él se sentía fatigado y estaba a punto de rendirse y detenerse, de tumbarse en la arena para que las movedizas dunas le cubrieran. Pero había algo que le atraía, una reluciente figura que iba de un lado a otro del valle, una mujer sonriente, la Dama, su madre; y mientras ella fuera visible, Valentine no cejaría en su avance. Notaba el calor de la presencia de la Dama, la atracción de su amor.

—Ven —murmuró ella—. ¡Ven conmigo, Valentine!

Los brazos de la Dama se extendieron hacia él en el terrible desierto de monstruosidades. Los hombros de Valentine estaban caídos. Sus rodillas cada vez tenían menos fuerza. No podía continuar, pero sabía que tenía que hacerlo.

—Dama —musitó—. Estoy agotado, debo descansar, debo dormir.

El resplandor que había entre las montañas se hizo más cálido y brillante tras esas palabras.

—¡Valentine! —gritó ella—. ¡Valentine, hijo mío! Valentine apenas podía mantener abiertos los ojos. Era tan tentador tumbarse en la suave arena.

—Eres mi hijo —dijo la voz de la Dama tras recorrer la increíble distancia—, y yo te necesito.

Y mientras ella pronunciaba esas palabras, Valentine comprobó que tenía nueva fuerza, y caminó con más rapidez. Luego inició una suave carrera sobre el duro y encostrado suelo del desierto, con el ánimo levantado, con zancadas cada vez más largas. Las distancias menguaron rápidamente, y Valentine vio con claridad a la Dama, que le aguardaba en una terraza de piedra de tinte violeta, sonriente, con los brazos extendidos hacia él, pronunciando su nombre con una voz que resonaba igual que las campanas de Ni-moya.

Valentine despertó mientras el sonido de aquella voz seguía repicando en su mente.

Estaba amaneciendo. Una prodigiosa energía inundó el espíritu de Valentine. Se levantó y se dirigió al gran recipiente de amatista que era la piscina de la Terraza de Devoción, y se zambulló resueltamente en las heladas aguas del manantial. Después corrió hacia la habitación de Menesipta, su intérprete de sueños en aquel lugar, una mujer robusta, espigada, con centelleantes ojos negros y un semblante severo y reservado. Y narró su sueño en un largo torrente de palabras.

Menesipta guardó silencio.

La frialdad de su respuesta apagó la vivacidad de Valentine. Éste recordó que, estando en la Terraza de Evaluación, había explicado a Stauminaup el fraudulento sueño de citación del volivante, y que la oráculo restó importancia al sueño. Pero su último sueño no era un fraude. No contaba con Deliamber para obrar brujerías en su mente.

—¿Puedo pedir una evaluación? —dijo finalmente Valentine.

—El sueño contiene alusiones familiares —replicó tranquilamente Menesipta.

—¿Eso es todo lo que interpretas? Menesipta parecía estar divirtiéndose.

—¿Qué otra cosa quieres que diga?

Valentine apretó los puños en gesto de frustración.

—Si alguien recurriera a mí para interpretar un sueño como éste, yo diría que es un sueño de citación.

—Muy bien.

—¿Estás de acuerdo? ¿Dirías tú que es un sueño de citación?

—Si ello te complace…

—No se trata de complacerme —dijo Valentine, irritado—.O ha sido un sueño de citación, o no lo ha sido. ¿Qué opinas?

Tras una evasiva sonrisa, la intérprete de sueños dijo:

—Yo opino que tu sueño es un sueño de citación.

—¿Y ahora qué?

—¿Ahora? Ahora tienes que cumplir con tus obligaciones matutinas.

—Se precisa un sueño de citación, si no estoy equivocado —dijo Valentine, muy tenso—, para ir a ver a la Dama.

—Cierto.

—¿No debo ir ahora al Templo Interior? Menesipta sacudió la cabeza.

—Nadie va del Segundo Risco al Templo Interior. Sólo cuando se llega a la Terraza de la Adoración basta un sueño de citación para entrar en el Templo. Tu sueño es interesante e importante, pero no cambia nada. Cumple tus obligaciones, Valentine.

El enojo hizo que su cuerpo vibrara al salir de la habitación. Sabía que estaba comportándose como un necio, que un mero sueño no bastaba para salvar los últimos obstáculos que le separaban de la Dama, y sin embargo había confiado tanto en ese sueño… Esperaba que Menesipta aplaudiera, diera gritos de alegría y le mandara inmediatamente al Templo Interior, pero nada de eso había ocurrido, y la desilusión resultaba dolorosa y exasperante.

Hubo más desdicha. Cuando Valentine volvía de los campos de cultivo dos horas más tarde, un acólito le hizo detenerse.

—Se te ordena ir inmediatamente al puerto de Taleis —dijo bruscamente el acólito—, donde nuevos peregrinos aguardan tu guía.

Valentine se quedó atónito. Lo último que deseaba en esos momentos era volver al punto de partida.

Debía partir sin más demora, a pie y solo; debía caminar de terraza en terraza y llegar a la Terraza de Evaluación en el mínimo tiempo posible. En el almacén de la terraza le proveyeron con suficiente comida para llegar a la Terraza de las Flores. También le entregaron un dispositivo de orientación, un amuleto que debía llevar en el brazo, que localizaba enterradas señales y emitía un suave zumbido.

Al mediodía, Valentine abandonó la Terraza de Devoción. Pero eligió la senda que llevaba hacia la Terraza de Capitulación, no la que conducía hacia la costa.

Tomó la decisión repentinamente y con indiscutible fuerza. No podía permitir que le alejaran de la Dama. Salir furtivamente para emprender una caminata no autorizada, estando en una isla altamente disciplinada, era correr riesgos, pero Valentine no tenía más opción.

Caminó por el borde de la terraza y buscó la senda herbosa que atravesaba el campo de esparcimiento en dirección a la carretera principal. Allí debía girar a la izquierda para dirigirse a las terrazas exteriores. Pero Valentine, creyendo ser extraordinariamente conspicuo, giró a la derecha y apretó el paso hacia el interior. Pronto se encontró más allá de la parte arreglada de la terraza, y la ruta se hizo más estrecha: la ancha carretera pavimentada fue sustituida por una senda de tierra, con árboles muy cerca a ambos lados.

Al cabo de media hora llegó a una bifurcación. Al adentrarse al azar en la senda izquierda, cesó el suave zumbido del amuleto orientador, pero volvió a escucharlo en cuanto retrocedió y siguió por el camino de la derecha. Un objeto útil, pensó Valentine.

Caminó sin descanso hasta el anochecer. Entonces se detuvo en una grata arboleda junto a un dócil arroyuelo, y cenó frugalmente: queso y carne troceada. Durmió de un modo irregular, tumbado en el frío y húmedo suelo entre dos delgados árboles.

El primer fulgor rosado del alba le despertó. Se desperezó, abrió los ojos. Un rápido chapuzón en el arroyo, sí, luego un ligero desayuno, y después…

Valentine oyó ruido en el bosque… Ramas partidas, algo que avanzaba entre los arbustos. Se escondió silenciosamente detrás del grueso tronco de un árbol, junto a la orilla del riachuelo, y atisbo recelosamente. Y vio que un corpulento hombre de negra barba salía de la maleza, se detenía junto al lugar donde él había pasado la noche, y miraba alrededor.

Farssal.

Estaba vestido con el manto de los peregrinos. Pero llevaba una daga atada al brazo izquierdo.

Diez metros separaban a los dos hombres. Valentine frunció el ceño, consideró las posibilidades, calculó tácticas. ¿Cómo era posible que Farssal hubiera encontrado una daga en la pacífica isla? ¿Por qué seguía su rastro por el bosque, si no para acuchillarle?

La violencia era extraña para Valentine. Pero sorprender a Farssal era la única respuesta lógica. Osciló un momento sobre las puntas de sus pies, se concentró como si estuviera a punto de iniciar un número de malabarismo, y salió bruscamente de su escondite.

Farssal dio media vuelta y logró sacar la daga de la funda en el mismo momento en que Valentine le embestía. Con un repentino y desesperado movimiento de la palma de su mano, Valentine golpeó y entumeció la parte interior del brazo de su rival, y la daga cayó al suelo. Pero un instante después los musculosos brazos de Farssal envolvieron a Valentine en una aplastante presa.

Quedaron abrazados, cara a cara. Farssal no era tan alto como Valentine, pero era más corpulento de pecho, tenía los hombros más anchos, era un hombre con cuerpo de toro. Se esforzó en tirar al suelo a Valentine, y éste pugnó por soltarse. Ninguno de los dos pudo derribar al otro, pese a que las venas de ambos sobresalían en los brazos, y sus caras enrojecieron y se hincharon a causa de la tensión.

—Esto es una locura —murmuró Valentine—. Suelta, apártate. No pretendo hacerte ningún daño.

Farssal se limitó a endurecer el apretón.

—¿Quién te envía? —preguntó Valentine—. ¿Qué quieres hacer conmigo?

Silencio. Los poderosos brazos, fuertes como los de un skandar, continuaron presionando de un modo inexorable. Valentine no podía respirar. El dolor le ofuscaba. Trató de hacer fuerza con los codos y liberarse del abrazo. Nada. El rostro de Farssal era horrible y estaba deformado por el esfuerzo. Sus ojos reflejaban fiereza, sus labios estaban muy apretados. Y el asesino, lenta pero perceptiblemente, iba empujando a Valentine hacia el suelo.

Resistir el terrible abrazo era imposible. Valentine desistió de repente, y se quedó flácido como un montón de trapos. Farssal, sorprendido, inclinó hacia un lado el cuerpo de Valentine, y éste dejó que sus rodillas se doblaran y no ofreció resistencia cuando el otro hombre le soltó. Pero cayó con suavidad, de espaldas y con las piernas encogidas. Y cuando Farssal se abalanzó furiosamente hacia él, Valentine estiró sus pies con la máxima fuerza de que era capaz en dirección al estómago de su rival. Farssal quedó sin aliento, gruñó y retrocedió, tambaleante, atontado. Valentine se puso en pie de un brinco, agarró a Farssal con sus brazos, enormemente desarrollados tras varios meses de malabarismo, y le derribó violentamente. Después mantuvo inmovilizado a su enemigo, con las rodillas apoyadas en los extendidos brazos y las manos asiendo los hombros.

Qué extraño es esto, pensó Valentine. Luchar mano a mano con otro ser, como si fuéramos niños revoltosos. La escena tenía rasgos de sueño.

Farssal le dirigió una mirada de cólera, pataleó ferozmente, intentó en vano deshacerse de Valentine.

—Ahora hablarás —dijo Valentine—. Explícame qué significa esto. ¿Has venido aquí para matarme?

—No diré nada.

—¿Y eras tú el que hablaba tanto cuando practicábamos malabarismo?

—Eso era antes.

—¿Qué voy a hacer contigo? —preguntó Valentine—. Si te suelto, volverás a atacarme. Pero si te mantengo así tampoco yo podré moverme.

—No podrás mantenerme así por mucho tiempo.

Farssal hizo un nuevo esfuerzo para levantarse. Su fuerza era enorme. Pero la presa de Valentine era firme. La cara del asesino adquirió un tono escarlata, gruesos cordones sobresalieron de su cuello, y sus ojos llamearon de furia y frustración. Después permaneció quieto durante un largo instante. Luego hizo acopio de toda su fuerza se puso en tensión y lanzó el pecho hacia arriba. Valentine no pudo resistir el espantoso empuje. Hubo un frenético momento en que ninguno de los hombres dominaba la situación, Valentine inclinado hacia un lado, Farssal retorciendo y flexionando el cuerpo para rodar en el suelo. Valentine agarró los fuertes hombros del asesino y trató una vez más de inmovilizarlo. Farssal se soltó y sus dedos buscaron los ojos de Valentine. Éste agachó la cabeza por debajo de las garras y, sin detenerse a meditarlo, asió la espesa barba negra de su rival, tiró de ella hacia un lado, y golpeó la cabeza de Farssal con una roca que salía del húmedo terreno a pocos centímetros de distancia.

Farssal emitió un grave gruñido y dejó de moverse.

Valentine se levantó de un salto, cogió la daga y contempló al otro hombre. Estaba temblando, no de miedo sino por haberse librado de la tensión, como una cuerda de arco después del disparo de la flecha. Le dolían las costillas a causa del espantoso abrazo, y los músculos de sus brazos y de su espalda se crispaban y palpitaban con cincuenta ritmos distintos.

—¿Farssal? —dijo Valentine, tocando al otro hombre con el pie.

No hubo respuesta. ¿Muerto? No. El gran tonel que era aquel pecho subía y bajaba lentamente, y Valentine oía el sonido de una respiración difícil, irregular.

Valentine sopesó el cuchillo. ¿Y ahora qué? Sleet le habría dicho, «termina con ese hombre antes de que se levante». Imposible. Matar estaba prohibido, excepto en un caso de defensa propia. Era imposible matar a un hombre inconsciente, aunque fuera un asesino en potencia. Matar a otro ser inteligente, significaba sufrir sueños de castigo, la venganza del asesinado, durante toda la vida. Pero Valentine no podía marcharse, no podía permitir que Farssal se recobrara y continuara acosándole. En esos momentos habría sido útil disponer de una enredadera cazapájaros. Valentine vio que otro tipo de enredadera, una liana de sólida apariencia con tallos verdes y amarillos tan gruesos como sus dedos, estaba enmarañada en lo alto de un árbol. Tras violentos tirones consiguió arrancar cinco enormes hebras. Con ellas envolvió fuertemente a Farssal, que se agitó y gimió pero no recuperó el conocimiento. Al cabo de diez minutos, Valentine tuvo a su rival bien atado, vendado de pies a cabeza igual que una momia. Comprobó las ligaduras y vio que resistían sus tirones.

Valentine recogió sus escasas pertenencias y se apresuró a marcharse.

El salvaje encuentro en el bosque le afectó mucho. No simplemente por la pelea, pese a que había sido barbárica y continuaría turbándole durante mucho tiempo, sino por el pensamiento de que su enemigo principal, el usurpador, ya no se contentaba con espiarle, sino que enviaba asesinos en su busca. Y si ello es así, pensó Valentine, ¿cómo voy a seguir dudando de la certeza de las visiones que me indican que soy lord Valentine?

Valentine apenas entendía el concepto de asesinato deliberado. Era imposible arrebatar la vida a otros seres. En el mundo que él conocía, ésa era una norma básica. Ni siquiera el usurpador, en el momento de destronarle, había osado asesinarle, por temor a tétricos sueños futuros. Pero ya era obvio que su enemigo aceptaba ese terrible riesgo. A menos que, pensó Valentine, Farssal decidiera él mismo el asesinato, un horrible medio de obtener el favor de su jefe, al descubrir que el hombre a seguir se escabullía hacia la zona interior de la Isla.

Lóbrega tarea. Valentine se estremeció. En más de una ocasión, mientras seguía las sendas del bosque, miró nerviosamente atrás, casi esperando ver que el hombre de la barba negra seguía de nuevo sus pasos.

Pero no hubo perseguidores. A media tarde, Valentine distinguió a lo lejos la Terraza de Capitulación, y al otro lado la lisa faz blanca del Tercer Risco.

Era poco probable que alguien advirtiera la presencia de un peregrino no autorizado que actuaba silenciosamente entre tantos millones de novicios. Valentine entró en la Terraza de Capitulación con una expresión que él confió fuera de inocencia, como si tuviera derecho a encontrarse allí. Se trataba de un lugar exuberante, espacioso, con una hilera de soberbias construcciones de piedra azul en el extremo oriental y una arboleda de bassas con frutas maduras en la parte más próxima. Valentine metió media docena de bassas, tiernas y suculentas, en su morral y continuó andando hasta llegar al estanque de la terraza, donde se libró de la mugre de su primer día de caminata. Cada vez más intrépido, buscó el comedor y se sirvió sopa y carne guisada. Y con tanta naturalidad como a su llegada, Valentine se escabulló por el extremo opuesto de la terraza cuando estaba empezando a caer la noche.

De nuevo durmió en un improvisado lecho forestal, dormitando y despertándose a menudo al recordar a Farssal, y en cuanto hubo luz suficiente se levantó y continuó la marcha. El turbador muro blanco del Tercer Risco se alzaba sobre el bosque ante Valentine.

Caminó durante todo el día, y durante todo el día siguiente, y sin embargo creyó que no se acercaba al risco. Viajando a pie por esos bosques, no recorría, supuso Valentine, más de quince o veinte kilómetros diarios, y el Tercer Risco podía encontrarse a ochenta o cien. ¿Y qué distancia habría del borde del risco al Templo Interior? El viaje podía durar semanas. Valentine siguió caminando. Su zancada se hizo más flexible; la vida en el bosque le sentaba bien.

Con el cuarto día Valentine llegó a la Terraza de Ascenso. Se detuvo brevemente para refrescarse, pasó la noche en una apacible arboleda, y por la mañana continuó avanzando hasta llegar a la base del Tercer Risco.

Desconocía por completo el mecanismo que transportaba los trineos flotantes hasta la parte superior de las paredes del risco. Desde el lugar donde se encontraba veía la cabaña de la estación de vehículos flotadores, algunas casitas, varios acólitos que trabajaban en un campo, y trineos amontonados al pie del risco. Valentine consideró la posibilidad de aguardar hasta la noche para intentar utilizar los trineos, pero la rechazó: era demasiado arriesgado ascender sin ayuda aquella vertiginosa altura, usando un material que él no entendía. Obligar a los acólitos a ayudarle todavía era menos de su agrado.

Quedaba una alternativa. Valentine limpió su ropa, manchada a causa del viaje, adoptó un aire de suprema autoridad, y avanzó majestuosamente hacia la estación de trineos flotadores.

Los acólitos —allí había tres— le miraron fríamente.

—¿Están los flotadores listos para funcionar? —dijo.

—¿Tienes algo que hacer en el Tercer Risco?

—Sí. —Valentine les dedicó su más deslumbradora sonrisa, y además les permitió ver un rasgo interno de seguridad, fuerza, total confianza en sí mismo. Con voz muy clara, agregó—: soy Valentine de Alhanroel, citado especialmente por la Dama. Me aguardan arriba para escoltarme hasta el Templo Interior.

—¿Por qué no nos han informado de eso? Valentine se encogió de hombros.

—¿Cómo voy a saberlo? Un error de alguien, es obvio. ¿Debo esperar aquí hasta que os lleguen los documentos? ¿Debe esperar la Dama? ¡Vamos, haced funcionar vuestros flotadores!

—Valentine de Alhanroel… citado especialmente por la Dama… —Los acólitos hicieron gestos de extrañeza, sacudieron la cabeza, intercambiaron inquietas miradas—. Todo esto es muy irregular. ¿Quién dices que aguarda arriba para escoltarte?

Valentine respiró profundamente.

—¡La Gran Oráculo Tisana de Falkynkip fue citada para escoltarme! —anunció en voz resonante—. ¡También ella tendrá que esperar mientras vosotros perdéis el tiempo tartamudeando! ¿Vais a responder ante ella por los motivos de este retraso? ¡Ya sabéis el genio que tiene la Gran Oráculo!

—Cierto, cierto —convinieron nerviosamente los acólitos, e inclinaron la cabeza en señal de aprobación como si en realidad existiera ese personaje y como si su ira fuera algo francamente temible.

Valentine comprendió que había vencido. Movilizó a los acólitos con vivos e impacientes gestos, y poco después subió al trineo y flotó serenamente hacia el risco más elevado y más sagrado de los tres que tenía la Isla del Sueño.

10

El ambiente en lo alto del Tercer Risco era muy claro, puro y frío, puesto que ese llano de la Isla se hallaba a miles de metros sobre el nivel del mar, y en el nido de águilas que era la morada de la Dama el medio ambiente era muy distinto al de los dos escalones inferiores. Los árboles eran elevados y delgados, con hojas similares a agujas y ramas abiertas y simétricas. Los arbustos y plantas que rodeaban los árboles poseían una dureza subtropical, gruesas y lustrosas hojas y tallos sólidos, correosos. Al volver la vista atrás, Valentine no logró distinguir el océano, sólo la irregular extensión arbolada del Segundo Risco y un vislumbre del Primer Risco, muy distante.

Una senda de bloques de piedra elegantemente unidos partían del borde del Tercer Risco en dirección al bosque. Sin vacilación alguna, Valentine siguió la senda. No tenía la menor idea sobre la topografía de ese llano, sólo sabía que contenía numerosas terrazas y que la última era la Terraza de Adoración, donde los acólitos aguardaban la llamada de la Dama. No esperaba llegar al umbral del Templo Interior sin que alguien le interceptara, pero llegaría tan lejos como le fuera posible, y cuando le detuvieran por transgresor, se identificaría y pediría que le llevaran a presencia de la Dama. El resto quedaría sujeto a la merced, a la gracia de la Dama.

Valentine fue detenido antes de llegar a la terraza más externa del Tercer Risco.

Cinco acólitos vestidos con los atuendos de la jerarquía interna, mantos dorados con bordes rojos, salieron del bosque y se colocaron fríamente en el camino de Valentine. Eran tres hombres y dos mujeres, todos de considerable edad, y no demostraron miedo al intruso.

Una mujer, canosa, con finos labios y ojos de un negro intenso, fue la primera en hablar.

—Soy Lorivade de la Terraza de las Sombras, y te pido, en nombre de la Dama, que expliques cómo has llegado hasta aquí.

—Soy Valentine de Alhanroel —replicó Valentine sin titubear—. Mi carne es carne de la Dama y quiero que me conduzcáis ante ella.

La descarada afirmación no ocasionó sonrisas entre los jerarcas.

—¿Afirmas tener parentesco con la Dama?

—Soy su hijo.

—El nombre de su hijo es Valentine, y él es la Corona en el Monte del Castillo. ¿Qué locura es ésta?

—Llevad a la Dama la noticia de que su hijo Valentine viene a verla tras cruzar el Mar Interior y atravesar Zimroel entero, y que él es un hombre rubio. No pido más que eso.

—Llevas la ropa del Segundo Risco —dijo el hombre que había al lado de Lorivade—. No te está permitido efectuar este ascenso.

—Lo comprendo. —Valentine suspiró—. Mi ascenso no está autorizado, es ilegal y presuntuoso. Pero afirmo tener poderosas razones de estado. Si mi mensaje tarda en llegar a la Dama, vosotros responderéis de ello.

—Aquí no estamos habituados a las amenazas —declaró Lorivade.

—No estoy amenazándoos. Sólo me refiero a consecuencias inevitables.

—Es un lunático —dijo la mujer que estaba a la derecha de Lorivade—. Tendremos que recluirlo y tratarlo.

—Y censurar a los encargados de ahí abajo —dijo otro hombre.

—Y averiguar de qué terraza procede este hombre, y por qué se le permitió salir de ella —dijo el tercero.

—Lo único que pido es que llevéis mi mensaje a la Dama —dijo tranquilamente Valentine.

Le rodearon y, avanzando en formación, le obligaron a seguir la senda del bosque hasta un lugar donde había tres flotadores custodiados por varios acólitos más jóvenes. Era indudable que habían previsto graves problemas. Lorivade llamó por señas a un acólito e impartió breves órdenes. Después, los cinco jerarcas subieron a un flotador y se alejaron.

Los acólitos se aproximaron a Valentine. Le agarraron sin miramientos y le empujaron hacia un flotador. Valentine sonrió y les indicó que no pensaba ofrecer resistencia, pero los acólitos continuaron asiéndole y le obligaron a sentarse. El vehículo se elevó a máxima altura y, tras darse la señal, las monturas enganchadas al flotador trotaron hacia la terraza más cercana.

En la Terraza de las Sombras había edificios anchos y de poca altura y grandes plazas con pétreo suelo, y las sombras que daban nombre al lugar eran tan oscuras como la más negra de las tintas, misteriosas, exhaustivas rebalsas de la noche que se extendían formando figuras extrañamente significativas sobre las abstractas estatuas de piedra. Pero Valentine hizo un breve recorrido de la terraza. Sus aprehensores se detuvieron frente a un austero edificio que carecía de ventanas. Una puerta de ingenioso diseño giró sobre sus silenciosos goznes tras un suavísimo toque. Valentine fue conducido al interior.

La puerta se cerró y no dejó rastro alguno en la pared. Estaba prisionero.

La habitación era cuadrada, baja de techos, y triste. Un solitario flotador luminoso arrojaba una suave luz verdosa. Había un limpiador, un lavabo, una cómoda, un colchón. Aparte de eso, nada.

¿Enviarían su mensaje a la Dama?

¿O iban a dejarle aquí, devorado por el polvo mientras investigaban las irregularidades de su advenimiento al Tercer Risco, mientras hacían averiguaciones entre la burocracia de la isla durante semanas enteras?

Transcurrió una hora, dos, tres. Que envíen a alguien a interrogarme, suplicó Valentine, un inquisidor, alguien, pero no este silencio, este aburrimiento, esta soledad. Valentine contó pasos. La habitación no era exactamente cuadrada: un par de paredes eran un paso y medio más largas que las otras dos. Buscó el perfil de la puerta y no lo encontró. El ajuste era inconsútil, una maravilla de diseño que poco ánimo dio a Valentine. Inventó diálogos y los embelleció en silencio: Valentine y Deliamber, Valentine y la Dama, Valentine y Carabella, Valentine y lord Valentine. Pero esa diversión no tardó en hacerse sosa.

Escuchó un tenue zumbido y se volvió. Vio una rendija abierta en la pared y una bandeja que se deslizaba en su celda. Le ofrecían pez frito, un racimo de uva color marfil y una jarra que contenía un jugo rojo y fresco.

—Os doy cordiales gracias por esta comida —dijo en voz alta.

Sus dedos tantearon la pared, en busca del lugar por donde había entrado la bandeja: ni rastro.

Comió. Inventó más diálogos, conversó mentalmente con Sleet, con la anciana intérprete de sueños Tisana, con Zalzan Kavol, con el capitán Gorzval. Se interesó por la infancia de sus compañeros, por sus esperanzas y sueños, por sus opiniones políticas, por sus gustos en cuanto a la comida, bebida y vestimenta. Nuevamente el juego se hizo aburrido al cabo de un rato, y Valentine se tumbó para dormir.

También el sueño fue breve, una somera cabezada, interrumpida seis veces por incoloros y deprimentes momentos de vela. Sus sueños fueron irregulares. En ellos flotó la Dama, Farssal, el Rey de los Sueños, el cacique metamorfo y la jerarca Lorivade, pero estos personajes sólo le ofrecieron embrolladas y lóbregas palabras. Cuando finalmente despertó, una bandeja con el desayuno había aparecido en la habitación.

Transcurrió un largo día.

Valentine jamás había conocido un día tan interminable. No tenía nada que hacer, nada, nada en absoluto, una eterna extensión de grisácea nada. Estuvo a punto de hacer malabares con los platos, pero eran objetos livianos y frágiles, habría sido como hacer malabares con plumas de ave. Intentó practicar con las botas, mas sólo tenía dos y hacer malabares con dos objetos era un deporte de necios. En vez de eso, Valentine hizo malabares con recuerdos, revivió todo lo sucedido desde Pidruid, pero la perspectiva de estar haciendo eso durante infinidad de horas le produjo consternación. Meditó hasta que notó un apagado zumbido de fatiga entre las orejas. Se acuclilló en el centro de la habitación para intentar prever el momento en que llegaría la próxima comida, pero la tensión que liberó con ese ejercicio sólo le redituó débil diversión.

Durante la segunda noche, Valentine hizo la prueba de comunicarse con la Dama. Se preparó para dormir, pero al notar que su mente iba separándose de la conciencia trató de dormir en un lugar intermedio entre el estado de vela y el estado de sueño, algo así como un estado de trance. Fue una espinosa tarea, porque si se concentraba con excesiva determinación se inclinaba del lado del estado de vela, y si se relajaba demasiado se dormía. Hizo equilibrios en ese punto, el punto de flotación, durante largo rato, ansiando haber aprovechado una oportunidad para pedir a Deliamber que le instruyera en esas artes en alguna etapa tranquila del viaje por Zimroel.

Finalmente proyectó su espíritu.

¿Madre?

Imaginó que su alma se desplazaba sobre la Terraza de las Sombras y flotaba hacia el interior, pasaba terraza tras terraza hasta llegar al corazón del Tercer Risco, el Templo Interior, y a la sala donde reposaba la Dama de la Isla.

Madre, soy Valentine. Soy tu hijo Valentine. ¡Tengo tantas cosas que contarte, madre, y tantas preguntas que hacerte! Pero tienes que ayudarme a llegar hasta ti.

Valentine estaba inmóvil, totalmente en calma. Un puro resplandor blanco parecía brillar en su mente.

Madre, estoy en el Tercer Risco, en una celda de la Terraza de las Sombras. Vengo de muy lejos, madre. Pero ahora estoy varado. ¡Que alguien venga a buscarme, madre!

Madre…

Dama…

Madre…

Se durmió.

El resplandor continuaba brillando. Valentine percibió el primer hormigueo musical del estado de sueño, la obertura, las sensaciones iniciales de contacto. Aparecieron visiones. Ya no estaba prisionero. Se hallaba bajo el blanco fulgor de las estrellas en una gran plataforma circular de piedra finamente pulida, similar a un altar. Una mujer de lustroso cabello negro, vestida con una túnica blanca, se acercó a él, se arrodilló y le tocó suavemente. Tú eres mi hijo Valentine, dijo con tierna voz. Reconozco ante todo Majipur que eres mi hijo, y te ordeno que vengas a mi lado.

Eso fue todo. Al despertar, Valentine no pudo recordar más detalles del sueño.

Esa mañana no hubo bandeja de desayuno para él. ¿Ya era de día, o acaso él se había despertado en plena noche? Pasaron las horas. No apareció ninguna bandeja. ¿Se habían olvidado de él? ¿Planeaban matarle de hambre? Sintió una punzada de terror: ¿era eso mejor que el aburrimiento? Valentine decidió que prefería el aburrimiento al terror, aunque no mucho más. Gritó, a pesar de que sabía que era inútil. El lugar estaba cerrado como una tumba. Igual que una tumba. Contempló melancólicamente la acumulación de anteriores bandejas, amontonadas en la pared opuesta. Recordó maravillas y gozos gastronómicos, las salchichas de los líis, el pescado que Khun y Sleet prepararon en la ribera del Steiche, el aroma de las druikas, el fuerte dejo del vino flamígero en Pidruid. Su apetito era cada vez más intenso. Y estaba asustado. No aburrido, sino asustado. Los acólitos debían haber celebrado una reunión y quizá le habían sentenciado a muerte por abrumadora insensatez.

Minutos. Horas. Ya había transcurrido medio día.

Qué insensatez pensar que podía llegar en sueños a la mente de la Dama. Qué insensatez pensar que podía flotar sin esfuerzo hasta llegar al Templo Interior para obtener la ayuda de la Dama. Qué insensatez pensar que podía recuperar el Monte del Castillo, o que alguna vez había sido suyo. Se había lanzado a recorrer medio mundo sin más motivo que la insensatez y ahora, pensó amargamente, obtendría el premio a su presunción y a su locura.

Finalmente escuchó el familiar zumbido. Pero no era la rendija de la puerta lo que estaba abriéndose: era la misma puerta.

Dos canosos jerarcas entraron en la celda. Dedicaron a Valentine una mirada de frío y agrio deslumbramiento.

—¿Habéis venido a traerme el desayuno? —preguntó Valentine.

—Hemos venido —dijo el acólito de más estatura— a llevarte al Templo Interior.

11

Valentine insistió en que antes le dieran de comer. Una medida sensata, porque el viaje fue largo, el resto del día en un veloz vagón flotante arrastrado por monturas. Los jerarcas se sentaron a ambos lados de Valentine y guardaron un gélido silencio. Todas las preguntas que Valentine formuló —el nombre de una terraza que estaban atravesando, por ejemplo— fueron contestadas con el menor número de palabras posible.

Aparte de eso, sus acompañantes no le ofrecieron conversación.

El Tercer Risco tenía numerosas terrazas —Valentine perdió la cuenta después de la séptima— y estaban mucho más juntas que las de los otros riscos, sólo separadas por simbólicas franjas de árboles. La zona central de la Isla aparentaba ser un lugar bullicioso y populoso.

A la hora del crepúsculo llegaron a la Terraza de Adoración, un dominio de serenos jardines e irregulares formaciones de bajos edificios de piedra blanqueada. Como todas las demás, la terraza tenía un perfil circular, pero era mucho más pequeña al hallarse en la parte más interna de la isla, un mero arete que probablemente podía recorrerse, en toda su circunferencia, en un par de horas, mientras que costaba meses completar el recorrido de una terraza del Primer Risco. Vetustos y retorcidos árboles con ovaladas hojas que crecían muy juntas se alzaban a intervalos regulares a lo largo del borde de la terraza. Emparrados de enredaderas con abundantes flores se enroscaban entre los edificios. Por todas partes había atrios, decorados con esbeltos pilares de pulida piedra negra y adornados con arbustos en flor. De dos en dos o de tres en tres, los siervos de la Dama se movían silenciosamente por los pacíficos alrededores. Valentine fue conducido a una sala mucho más amena que la anterior provista de una amplia bañera empotrada en el suelo, una incitante cama, ventanas que daban a un jardín y cestas de fruta en la mesa. Los jerarcas le dejaron allí. Se bañó, mordisqueó fruta, aguardó el próximo evento… que tardó algún tiempo en producirse, una hora o más: un golpe en la puerta, una suave voz que le preguntó si quería cenar. Y en la habitación entró un carrito con la carga más sustanciosa que Valentine había visto desde su llegada a la Isla: diversas carnes asadas a la parrilla, calabazas azules artísticamente rellenas de pescado desmenuzado y una jarra con un líquido frío que incluso podía ser vino. Valentine comió vorazmente. Después permaneció largo tiempo junto a la ventana, examinando la oscuridad. No vio nada, no oyó nada. Probó la puerta: cerrada. De modo que seguía siendo un prisionero, aunque en un ambiente mucho más placentero que antes.

Durmió sin tener sueños. Le despertó un torrente de dorada luz solar que se derramó en su habitación como si fuera una cascada. Se bañó. El discreto sirviente se presentó al otro lado de la puerta, con un desayuno compuesto por salchichas y una fruta asada de color rosa. Poco después de que terminara de desayunar, llegaron los dos sombríos jerarcas.

—La Dama te ha citado para esta mañana —le dijeron.

Recorrieron un jardín de maravillosa belleza y cruzaron un cenceño puente de pura roca blanca que formaba un suave arco sobre un estanque lleno de dorados peces que nadaban describiendo centelleantes figuras. Al otro lado había un prado asombrosamente arreglado en cuyo centro se erigía una enorme construcción de una sola planta. Largas y estrechas alas irradiaban formando rayos de estrella del círculo central.

Sólo puede ser el Templo Interior, pensó Valentine.

Se estremeció. Durante más meses de los que era capaz de recordar, había viajado hacia ese mismo lugar, hacia el umbral de la morada de la misteriosa mujer en cuyo dominio se encontraba, la mujer que él imaginaba como su madre. Por fin había llegado. ¿Y si todo se revelaba ahora como una insensatez, una fantasía o un terrible error? ¿Y si él no era un hombre especial, sino simplemente un holgazán de pelo rubio que habitaba en Zimroel, privado de su memoria a causa de cierta estupidez y al que frívolas compañías habían hartado de absurdas ambiciones? El pensamiento era insufrible. Si la Dama le repudiaba, si no le conocía…

Valentine entró en el templo.

Con los jerarcas aún a su lado, Valentine caminó sin cesar por un vestíbulo increíblemente alargado vigilado cada cinco metros por un ceñudo y rígido soldado, y entró en una habitación interior de forma octogonal con paredes de finísima piedra blanca y un estanque, también octogonal, en el centro. La luz matutina penetraba por un abierto tragaluz de ocho lados. En los ocho rincones de la sala había una severa figura vestida con hábitos jerárquicos. Valentine, ligeramente aturdido, miró a los ocho jerarcas y no vio bienvenida en sus caras, sólo desaprobación en forma de labios fruncidos.

Escuchó una solitaria nota musical que cobró suave fuerza y desapareció, y en cuanto cesó, la Dama de la Isla se hallaba en la sala.

Ella era muy parecida a la figura que Valentine había visto con tanta frecuencia en sueños: una mujer de edad madura y estatura normal, piel oscura, lustroso cabello negro, ojos tiernos y cordiales, carnosos labios que siempre revoloteaban al borde de una sonrisa, una cinta de plata en la frente y, sí, una flor en la oreja, con numerosos pétalos verdes de llamativo grosor. Sin embargo, la Dama parecía estar dotada de un aura, un nimbo, un fulgor de fuerza, autoridad y majestad, tal como correspondía a un Poder de Majipur. Y Valentine no estaba preparado para ese detalle. Sólo esperaba encontrar una mujer maternal, y había olvidado que ella era además una reina, una sacerdotisa, casi una diosa. Valentine permaneció atónito ante ella, y durante largos instantes la Dama le examinó desde el otro lado del estanque, con la mirada fija, suave pero penetrante, en el rostro varonil. A continuación, la Dama hizo un brusco gesto con la mano, un inconfundible gesto de despedida. No dirigido a Valentine, sino a los jerarcas, cuya calma glacial quedó alterada. Intercambiaron miradas, obviamente confusos. La Dama repitió el gesto, un simple, insignificante giro de muñeca, y algo imperioso destelló en sus ojos, una mirada de fuerza casi terrorífica. Tres o cuatro jerarcas salieron de la sala. Los demás demoraron la marcha, como si no creyeran que la Dama se propusiera quedar a solas con el prisionero. Durante unos segundos pareció que iba a ser preciso un tercer movimiento de la mano de la Dama, ya que uno de los jerarcas más anciano e imponente extendió un tembloroso brazo hacia ella en un gesto de clara protesta. Pero una mirada de la Dama bastó para que el brazo levantado volviera a su posición normal. Lentamente, el último jerarca abandonó la sala. Valentine contuvo el impulso de arrodillarse.

—No tengo la menor idea del saludo que debo hacer —dijo Valentine en voz apenas audible—. Ni sé, Dama, cómo debo dirigirme a usted sin ofenderla.

—Será suficiente, Valentine —dijo ella tranquilamente—, con que me llames madre.

Las sosegadas palabras anonadaron a Valentine. Dio vacilantes pasos hacia la Dama, se detuvo, la miró fijamente.

—¿Es cierto? —preguntó en un susurro.

—No hay duda posible.

Valentine notó que sus mejillas ardían. Estaba impotente, paralizado por la gracia de la Dama. Ésta le indicó que se aproximara con un imperceptible movimiento de las puntas de sus dedos, y Valentine tembló como si estuviera atrapado en una tempestad.

—Acércate —dijo la Dama— ¿Tienes miedo? ¡Acércate, Valentine!

Valentine atravesó la sala, bordeó el estanque, se acercó a su madre. La Dama puso sus manos en las de Valentine, y éste experimentó un instantáneo impacto de energía, un tangible, palpable latido, una sensación similar a la que experimentaba cuando Deliamber tocaba a alguien para ejercer su magia, pero muchísimo más potente, muchísimo más terrible. Valentine quiso apartar las manos al notar la primera palpitación de fuerza, pero la Dama le asió y no pudo soltarse. Los ojos de su madre, fijos en los suyos, parecían estar viendo a través de él, penetrando en todos sus misterios.

—Sí —dijo finalmente la Dama— ¡Por el Divino, sí, Valentine! ¡Tu cuerpo es extraño, pero tu alma es de mi hechura! ¡Oh, Valentine, Valentine! ¿Qué te han hecho? ¿Qué han hecho a Majipur?

Ella tiró de sus manos, le atrajo hacia sí y Valentine se encontró en los brazos de la mujer. La Dama se irguió al máximo para abrazarle, y él sintió el temblor de aquel cuerpo, no el de una diosa, sino simplemente el de una mujer, una madre que estrechaba en sus brazos a su afligido hijo. La paz que experimentó Valentine con ese abrazo era desconocida para él desde que despertó en Pidruid, y se aferró a su madre, suplicando que ella no le soltara nunca.

Después la Dama se apartó y le observó, sonriente.

—Al menos te dieron un cuerpo apuesto. Ni una sombra del que tenías antes, pero de grata apariencia, e igualmente fuerte y sano. Pudo ser mucho peor. Pudieron darte un cuerpo débil, enfermizo y deforme, pero supongo que no tuvieron valor, sabiendo que algún día se les pagaría diez veces más por todos sus crímenes.

—¿De quién hablas, madre?

La Dama se sorprendió por la pregunta.

—¿Quién? ¡Barjazid y su progenie!

—No sé nada, madre —dijo Valentine— excepto lo que he visto en sueños, e incluso eso estaba envuelto en niebla y enturbiado.

—¿Y qué es lo que sabes?

—Que me arrebataron mi cuerpo, que cierta hechicería del Rey de los Sueños me dejó en las afueras de Pidruid tal como me ves ahora, que otra persona, quizá Dominin Barjazid gobierna en el Monte del Castillo. Pero sé todo esto de un modo totalmente incierto.

—Todo es verdad —replicó la Dama.

—¿Cuándo sucedió?

—A principios del verano —dijo ella— Cuando efectuabas la gran procesión en Zimroel. No sé cómo lo hicieron. Pero una noche, cuando dormía, sentí un tirón, un desgarrón, igual como si alguien hubiera arrancado el corazón del planeta. Desperté con la certeza de que algo diabólico y monstruoso había ocurrido, mandé mi alma hacia ti y no pude encontrarte. Sólo quedaba silencio donde tú habías estado, sólo un vacío. Sin embargo esa sensación era distinta al silencio que me conmovió cuando asesinaron a Voriax, porque todavía percibía tu presencia, pero fuera de mi alcance, como si estuvieras detrás de una gruesa hoja de vidrio. Inmediatamente solicité noticias de la Corona. Está en Til-omon, me dijeron los míos.¿ Y está bien?, pregunté yo. Sí, contestaron, él está bien, hoy navega hacia Pidruid. Pero no pude ponerme en contacto contigo, Valentine. Proyecté mi alma tal como lo había hecho durante muchos años, a todas partes del mundo, y tú estabas en alguna parte y en ninguna parte, las dos cosas al mismo tiempo. Sentí temor y confusión, Valentine, pero lo único que podía hacer era buscar y aguardar. Llegó la noticia de que Lord Valentine había desembarcado en Pidruid , que se había hospedado en el gran palacio del alcalde. Tuve una visión de él y su rostro era el de mi hijo. Pero su mente era distinta y estaba cerrada para mí. Ensayé un envío, pero fue inútil. Y finalmente empecé a comprender la verdad.

—¿Averiguaste dónde estaba yo?

—No al principio. Hicieron un cambio tan perfecto que tu mente estaba totalmente transformada. Noche tras noche proyecté mi alma hacia Zimroel para buscarte. Desatendí todos los asuntos de la Isla, pero esta sustitución de la Corona no era un problema insignificante. Creí percibir vislumbres, un fragmento de tu auténtica personalidad, un vestigio…y al cabo de un tiempo logré determinar que estabas vivo, que te encontrabas al noroeste de Zimroel, aunque todavía era imposible llegar hasta ti. Tuve que aguardar a que tú despertaras más a tu identidad, a que el embrujo se debilitara y recuperaras al menos una parte de tu mente verdadera.

—Mi mente aún está lejos de la completud, madre.

—Lo sé. Pero eso tiene remedio, según creo.

—¿Cuándo lograste localizarme?

La Dama hizo una pausa para meditar.

—Fue cerca de la ciudad de los gayrogs, creo, en Dulorn, y la primera vez te vi a través de las mentes de otras personas que estaban soñando la verdad de tu identidad. Llegué a sus mentes, refiné y clarifique lo que había en ellas, y vi que tu alma había dejado impreso su sello y que esas personas conocían tu desgracia mejor que tú mismo. Te aceché de este modo, y al fin logré entrar en tu mente. A partir de ese momento mejoraste tus conocimientos sobre tu antigua identidad, puesto que yo recorrí miles de kilómetros para curarte y atraerte hacia mí. Pero no fue fácil. El mundo de los sueños, Valentine, es un lugar difícil y variable, incluso para mí e intentar dominarlo es igual que escribir un libro en la arena junto a un océano: el oleaje vuelve y borra casi todo, lo escribes otra vez y así sucesivamente. Pero finalmente estás aquí.

—¿Supiste que yo llegaba a la Isla?

—Lo supe, sí. Percibí tu cercanía.

—¡Y me has dejado a la deriva durante meses, de terraza en terraza!

La Dama se echó a reír.

—Hay millones de peregrinos en las terrazas exteriores. Percibirte era una cosa, y localizarte otra mucho más difícil. Además, no estabas preparado para venir a verme, ni yo para recibirte. Tenía que examinarte, Valentine. Tenía que observarte desde lejos, estudiar qué parte de tu alma había sobrevivido, si aún quedaba en ti algo de la Corona que fuiste. Debía conocer estos detalles antes de verte.

—¿Y qué parte de lord Valentine subsiste en mí?

—Una buena parte. Mucho mayor de lo que sospechan tus enemigos. Su intriga fue imperfecta: creyeron que te habían eliminado, pero sólo te atontaron y trastornaron.

—¿No habría sido más sensato por su parte matarme directamente, en lugar de poner mi alma en otro cuerpo?

—Más sensato, sí —replicó la Dama—. Pero no se atrevieron. Tu espíritu está ungido, Valentine. Estos Barjazid son bestias supersticiosas, dispuestas a destronar a la Corona, así lo parece, pero no a destruirla por completo, por temor a la venganza de tu espíritu. Y su cobarde vacilación causará la ruina de la intriga.

—¿Crees que alguna vez recuperaré mi posición? —preguntó Valentine en voz baja.

—¿Lo dudas?

—Barjazid luce el rostro de lord Valentine. El pueblo le acepta como Corona. Detenta el poder del Monte del Castillo. Yo apenas tengo una decena de seguidores y soy desconocido. Si me proclamo Corona genuina, ¿quién me creerá? ¿Y cuánto tiempo tardará Dominin Barjazid en darme el trato que debió darme en Til-omon?

—Tienes el apoyo de la Dama, tu madre.

—¿Tienes un ejército, madre? La Dama sonrió dulcemente.

—No tengo ejército, no. Pero soy un Poder de Majipur, cosa nada despreciable. Tengo la fuerza de la rectitud y del amor, Valentine. Y también tengo esto. —Tocó el aro de plata que llevaba en la frente.

—¿Te sirve para hacer envíos? —preguntó Valentine.

—Sí. Me sirve para llegar a las mentes de Majipur entero. Carezco de la facultad de control y dirección que poseen los Barjazid, la facultad que les otorgan sus aparatos. Pero puedo comunicar, puedo guiar, puedo influenciar. Tendrás un aro igual antes de salir de la Isla.

—¿Debo recorrer silenciosamente Alhanroel, transmitiendo mensajes de amor a los ciudadanos, hasta que Dominin Barjazid descienda del Monte y me devuelva el trono?

Los ojos de la Dama llamearon con el tipo de cólera que Valentine vio en ellos cuando su madre despidió a los jerarcas de la sala.

—¿Qué forma de hablar es ésa? —espetó la Dama.

—Madre…

—¡Oh, te han cambiado! El Valentine que yo alumbré y eduqué no aceptaba la idea de la derrota.

—Ni yo, madre. Pero todo parece tan inmenso, y yo estoy tan cansado… Y declarar la guerra a ciudadanos de Majipur, aunque sea a un usurpador… Madre, no hay guerras en Majipur desde tiempos remotos. ¿Soy yo el hombre que debe interrumpir la paz?

Los ojos de la Dama eran despiadados.

—La paz ya está interrumpida, Valentine. A ti te corresponde restaurar el orden en el reino. Una falsa Corona ha reinado desde hace casi un año. Leyes crueles y absurdas se proclaman a diario. Los inocentes reciben castigo, los culpables florecen. Se están destruyendo equilibrios forjados hace miles de años. Cuando nuestra gente llegó aquí procedente de la Vieja Tierra, hace catorce mil años, se cometieron numerosos errores, se sufrió mucho antes de encontrar nuestra forma de gobierno. Pero desde la época del primer Pontífice hemos vivido sin trastornos de importancia, y desde la época de lord Stiamot existe paz en este planeta. Ahora se ha producido la ruptura de esa paz, y a ti te corresponde poner en orden las cosas.

—¿Y si acepto lo que ha hecho Dominin Barjazid? ¿Y si me niego a envolver a Majipur en la guerra civil? ¿Serían tan funestas las consecuencias?

—Ya conoces las respuestas a esas preguntas.

—Quiero oírlas de tu boca, porque mi resolución vacila.

—Me avergüenza oírte pronunciar esas palabras.

—Madre, me han sucedido extrañas cosas en este viaje, cosas que me han arrebatado buena parte de mi fuerza. ¿No me está permitido tener un momento de fatiga?

—Eres un rey, Valentine.

—Tal vez lo fui, y tal vez vuelva a serlo. Pero me despojaron de mi realeza en Til-omon. Ahora soy un hombre ordinario. Y ni siquiera los reyes son inmunes al cansancio y al desaliento, madre.

—Barjazid no gobierna todavía como un tirano absoluto —dijo la Dama en tono más suave que hasta entonces—, porque ello podría hacer que el pueblo se volviera contra él, y él aún está inseguro en el poder… mientras tú vivas. Pero él gobierna para sí mismo y para su familia, no para Majipur. Carece del sentido de la justicia, y sólo hace lo que le parece provechoso y conveniente. Conforme crezca su confianza, aumentarán también sus crímenes, hasta que Majipur gima bajo el látigo de un monstruo.

Valentine asintió.

—Cuando no estoy tan fatigado, lo comprendo, sí.

—Piensa también en lo que sucederá cuando muera el Pontífice Tyeveras, cosa que debe ocurrir tarde o temprano, y más bien temprano que tarde.

—Barjazid irá al Laberinto, y se convertirá en un ermitaño sin poder. ¿A eso te refieres?

—El Pontífice no es un hombre sin poder, y no por fuerza ha de ser un ermitaño. Durante tu vida sólo has conocido a Tyeveras, que ha ido envejeciendo y se ha hecho inevitablemente más extraño. Pero un Pontífice en pleno vigor es una entidad muy distinta. ¿Y si Barjazid se convierte en Pontífice dentro de cinco años? ¿Crees que se contentará con vegetar en esa madriguera tal como ahora hace Tyeveras? Gobernará con toda su fuerza, Valentine. —La Dama le miró fijamente—. ¿Y quién crees que será entonces la nueva Corona?

Valentine sacudió la cabeza.

—El Rey de los Sueños tiene tres hijos —dijo la Dama—. Minax es el mayor, y uno de estos días ocupará el trono de Suvrael. Dominin es la Corona y será Pontífice, si tú decides consentirlo. ¿A quién elegirá como nueva Corona si no a su hermano menor, Cristoph?

—¡Pero va contra la naturaleza que un Pontífice entregue el Monte del Castillo a su hermano!

—También va contra la naturaleza que un hijo del Rey de los Sueños destrone a la legítima Corona —dijo la Dama. Sus ojos despedían llamas otra vez—. Considera otro detalle: cuando hay cambio de Corona, también hay cambio de Dama de la Isla. Yo voy a terminar mis días en el palacio de damas retiradas de la Terraza de las Sombras, ¿y quién llega al Templo Interior? ¡La madre de los Barjazid! ¿No lo comprendes, Valentine? ¡Todo estará en su poder, dominarán Majipur entero!

—No debe ser así —dijo Valentine.

—No será así.

—¿Qué debo hacer?

—Embarcarás en el puerto de Numinor rumbo a Alhanroel, con tus compañeros y otras personas que yo elegiré. Desembarcarás en la península Stoienzar, e irás al Laberinto para recibir la bendición de Tyeveras.

—Pero si Tyeveras es un loco…

—No está enteramente loco. Vive en un sueño perpetuo, en un sueño muy extraño, pero últimamente he sondeado su espíritu, y el viejo Tyeveras todavía existe en algún punto escondido. Es Pontífice desde hace cuarenta años, Valentine, y antes fue Corona durante mucho tiempo, y sabe de qué modo se planeó que fuera gobernado nuestro mundo. Si puedes verlo, si puedes demostrarle que eres el genuino lord Valentine, te ayudará. Después marcharás hacia el Monte del Castillo. ¿Te acobarda esa tarea?

—Lo único que me acobarda es aportar caos a Majipur.

—El caos ya está a la mano. Lo que tú aportas es orden y justicia. —La Dama se acercó a Valentine, de tal modo que todo el aterrador poder de su personalidad quedó expuesto ante los ojos de su hijo. Le tocó la mano y le dijo en tono grave y vehemente—: Di a luz dos niños, y bastaba con verlos cuando estaban en la cuna para saber que ambos iban a ser reyes. El primero fue Voriax. ¿Te acuerdas de él? No, supongo que aún no. Era un hombre magnífico, espléndido, un héroe, un semidiós, e incluso en su infancia se hablaba de él en el Monte del Castillo. Ése es, decían, ése será Corona cuando lord Malibor se convierta en Pontífice.

«Voriax era una maravilla, pero había un segundo hijo, Valentine, tan fuerte y espléndido como Voriax, no tan dado al deporte y las proezas, pero con un alma más cordial. Y era más juicioso, comprendía sin que se lo explicaran qué cosas estaban bien y qué otras estaban mal. Carecía de crueldad en su espíritu, tenía un temperamento equilibrado, tranquilo y alegre, de forma que todos le querían y le respetaban. De Valentine se decía que iba a ser mejor rey incluso que el mismo Voriax, pero naturalmente Voriax era el mayor y por tanto sería el elegido, quedando destinado Valentine a ser tan sólo un destacado ministro. Y Malibor no llegó a ser Pontífice, murió antes de que llegara su hora mientras cazaba dragones. Los emisarios de Tyeveras fueron a ver a Voriax y le dijeron: Tú eres la Corona de Majipur. El primero en arrodillarse ante él y hacer el signo del estallido estelar fue su hermano Valentine. Y de este modo lord Voriax gobernó desde el Monte del Castillo, y lo hizo bien. Visitó la Isla del Sueño como yo estaba segura que haría, y durante ocho años todo transcurrió plácidamente en Majipur.

«Después ocurrió algo que nadie podía prever, que lord Voriax muriera extemporáneamente igual que lord Malibor: mientras cazaba en el bosque fue abatido por una flecha perdida.

« Pero aún quedaba Valentine, y aunque era muy raro que el hermano de una Corona fuera el sucesor, hubo poco debate, pues todo el mundo reconoció sus magníficas aptitudes. Lord Valentine llegó al Castillo, y yo, madre de dos reyes, continué en el Templo Interior, satisfecha de cuanto mis hijos habían dado a Majipur y segura de que el reino de lord Valentine sería una de las glorias de Majipur.

»¿Crees que voy a permitir que los Barjazid se sienten por mucho tiempo en el trono donde mis hijos estuvieron sentados? ¿Crees que puedo soportar la visión del rostro de lord Valentine que enmascara la mezquina alma del Barjazid? ¡Oh, Valentine, Valentine! Sólo eres la mitad de lo que fuiste, menos de la mitad, pero serás tú mismo otra vez, el Monte del Castillo será tuyo y los destinos de Majipur no variarán hacia algo diabólico. Y no me hables más de que te acobarda la posibilidad de aportar caos al mundo. El caos pende sobre nosotros. Tú eres el libertador. ¿Comprendes?

—Comprendo, madre.

—Entonces, ven conmigo, yo restauraré tu integridad.

12

La Dama le condujo fuera de la sala octogonal, recorrieron un radio del Templo Interior, pasaron junto a rígidos guardianes y un grupo de ceñudos y asombrados jerarcas, y entraron en una brillante salita adornada con llamativas flores de muchas tonalidades. Allí había un escritorio construido con una sola lámina de reluciente darbelón, un canapé y otros muebles de menor tamaño. Era el gabinete de la Dama, al parecer. La mujer indicó a Valentine que tomara asiento y sacó del escritorio dos ornamentados frascos.

—Bebe este vino de un solo trago —le dijo mientras le daba el primer frasco.

—¿Vino, madre? ¿En la Isla?

—Tú y yo no somos peregrinos aquí. Bebe.

Valentine descorchó el frasco y se lo llevó a los labios. El gusto le fue familiar, extraño, picante y dulce, pero tardó unos segundos en identificarlo: el vino que usaban los oráculos, el vino que contenía la droga capaz de abrir una mente a otra mente. La Dama bebió el contenido del segundo frasco.

—¿Vamos a realizar una interpretación? —dijo Valentine.

—No. Esto debe hacerse mientras se está despierto. He meditado mucho en el procedimiento. —La Dama sacó del escritorio un reluciente aro de plata, idéntico al que llevaba ella, y lo entregó a Valentine—. Que quede apoyado en tu frente. Desde este momento hasta que asciendas al Monte del Castillo, llévalo siempre, porque será el centro de tu poder.

Valentine deslizó el aro en su cabeza con sumo cuidado. El artificio se adaptó ceñidamente a sus sienes y le produjo una extraña sensación de proximidad, no enteramente de su agrado, aunque la banda de metal era tan fina que le sorprendió notarla. La Dama se acercó a él y le arregló la espesa melena por encima del aro.

—Pelo rubio —dijo ella en voz baja—. ¡Nunca imaginé que tendría un hijo rubio! ¿Qué sientes con el aro puesto?

—Su presión.

—¿Nada más?

—Nada más, madre.

—La presión no tardará en dejar de preocuparte, en cuanto te acostumbres a ella. ¿Aún no notas la droga?

—Una ligera neblina en mi mente, sólo eso. Creo que me dormiría si pudiera.

—Dormir pronto será la última cosa que te apetecerá —dijo la Dama. Extendió ambas manos hacia él—. ¿Eres buen malabarista, hijo mío? —preguntó inesperadamente.

Valentine sonrió.

—Eso opinan de mí.

—Muy bien. Mañana me harás una demostración de tu talento. Será divertido. Pero ahora dame tus manos. Las dos. Así.

La Dama mantuvo un instante sus manos, de fina osamenta, sobre las de su hijo. Después entrelazó sus dedos con los de Valentine con un gesto rápido y decidido.

Fue igual que si acabara de mover un interruptor o cerrar un circuito. Valentine se tambaleó a causa de la conmoción. Vaciló, estuvo a punto de caer, y notó que la Dama le agarraba fuertemente mientras él iba dando tumbos por la habitación.

En su mente tenía la sensación de que estaban clavándole un clavo en la base del cráneo. El universo giró alrededor suyo. Le era imposible dominar o estabilizar sus ojos, y sólo veía imágenes confusas y fragmentadas: la cara de su madre, la reluciente superficie del escritorio, los destellantes tintes de las flores, todo vibrando, latiendo y dando vueltas.

Su corazón latía con fuerza. Tenía la garganta seca. Sus pulmones parecían estar vacíos. La sensación fue más terrible que verse atraído hacia el vértice del dragón marino y desaparecer en las profundas aguas. Las piernas le traicionaron por completo y, totalmente incapaz de continuar de pie, se desplomó, se arrodilló, consciente sin saber cómo de que la Dama se arrodillaba ante él, con la carga muy cerca de la suya, con los dedos todavía entrelazados con los suyos, sin que se hubiera roto el terrible, el agotador contacto de sus almas.

Los recuerdos empezaron a inundarle.

Vio el gigantesco esplendor que era el Monte del Castillo y la impensable enormidad que era el mismo Castillo de la Corona extendido en la increíble cima. Su mente erró a la velocidad del rayo por suntuosas salas de doradas paredes y elevados y arqueados techos, salones para banquetes y reuniones, pasillos amplios como plazas. Brillantes luces centelleaban y chispeaban deslumbrándole. Percibió una presencia masculina junto a él, un hombre alto, vigoroso, confiado y fuerte que le tenía cogida una mano. Y una mujer igualmente fuerte y segura de sí misma le cogía la otra mano. Y supo que se trataba de su padre y de su madre, y vio a un niño, justo delante de él, que era su hermano Voriax.

—¿Qué habitación es ésta, padre?

—El salón del trono de Confalume, así es como la llaman.

—¿Y ese hombre de la melena pelirroja, el que está sentado en ese sillón tan grande?

—Es la Corona, lord Malibor.

—¿Qué quiere decir eso?

—¡Qué tonto es Valentine! ¡No sabe qué quiere decir Corona!

—Silencio, Voriax. La Corona es el rey, Valentine, uno de los dos reyes, el más joven. El otro es el Pontífice, que antes también fue Corona.

—¿Quién es él?

—Ese alto y delgado, el de la barba muy negra.

—¿Se llama Pontífice?

—Se llama Tyeveras. Pontífice es el título que recibe por ser nuestro rey. Vive cerca de la Península Stoienzar, pero hoy está aquí porque lord Malibor, la Corona, va a contraer matrimonio.

—¿Y los hijos de lord Malibor también serán Coronas, madre?

—No, Valentine.

—¿Quién será la próxima Corona?

—Nadie lo sabe aún, hijo.

—¿Seré yo? ¿Voriax?

—Podría ser, si crecéis listos y fuertes.

—¡Oh, yo lo seré, padre, yo lo seré, yo lo seré!

El salón se disolvió. Valentine se vio en otra sala, de similar magnificencia pero mucho menos espaciosa. Él había crecido, ya no era un niño, sino un hombre joven, y allí estaba Voriax con la corona del estallido estelar en su cabeza, ligeramente aturdido por ese detalle.

—¡Voriax! ¡Lord Voriax!

Valentine cayó de rodillas y alzó las manos, con los dedos muy abiertos. Voriax sonrió y le hizo una señal.

—Levántate, hermano, levántate. No es adecuado que te arrastres así delante de mí.

—Serás la Corona más espléndida de toda la historia de Majipur, lord Voriax.

—Llámame hermano, Valentine. Soy la Corona, pero sigo siendo tu hermano.

—Te deseo larga vida, hermano. ¡Viva la Corona! Y otros estaban gritando lo mismo alrededor.

—¡Viva la Corona! ¡Viva la Corona!

Pero algo había cambiado, pese a que la sala era la misma, porque lord Voriax no estaba allí. Era Valentine el que llevaba puesta la extraña corona, y los demás le vitoreaban, se arrodillaban ante él y agitaban los dedos en el aire mientras gritaban su nombre. Valentine los observó, asombrado.

—¡Viva lord Valentine!

—Gracias, amigos míos. Me esforzaré en ser digno de la memoria de mi hermano.

—¡Viva lord Valentine!

—Viva lord Valentine —dijo la Dama en voz baja.

Valentine parpadeó y se quedó con la boca abierta. Durante unos segundos estuvo completamente desorientado, preguntándose por qué se hallaba arrodillado, en qué habitación estaba, y quién era la mujer que tenía la cara tan cerca de la suya. Después las sombras se aclararon en su mente.

Valentine se levantó.

Se sentía enteramente transformado. Por su mente corrían turbulentos recuerdos: los años en el Monte del Castillo, los estudios, aquella aburrida historia, la lista de Coronas, la relación de Pontífices, los libros de enseñanza constitucional, el estudio económico de las provincias de Majipur, las largas sesiones con sus tutores, con su padre, que no cesaba de sondearle, con su madre… Y también otros momentos de menos aplicación: los juegos, los viajes por el río, los torneos, sus amigos, Elidath, Stasilaine y Tunigorn, el abundante vino, las cacerías, los buenos tiempos en compañía de Voriax, cuando ambos eran el centro de todas las miradas, los príncipes entre los príncipes. Y el terrible momento de la muerte de lord Malibor en alta mar, la mirada de espanto y gozo de Voriax al ser nombrado Corona, y el día en que, ocho años más tarde, llegó la delegación de ilustres príncipes para ofrecer a Valentine la corona de su hermano…

Valentine rememoró.

Valentine rememoró todo, hasta llegar a una noche en Til-omon, momento en que cesaron los recuerdos. Y después de eso sólo vio el sol de Pidruid, unas piedras que rodaban a su lado, el zagal, Shanamir, en lo alto del crestón con sus monturas. Examinó en su mente y le pareció que proyectaba una sombra doble, una brillante y otra oscura. Repasó la insustancial neblina de falsos recuerdos que le habían dado en Til-omon, atravesó un infranqueable abismo de tinieblas para llegar al momento en que fue Corona. Ahora su mente estaba tan completa como podía estar.

—Viva lord Valentine —repitió la Dama.

—Sí —dijo él, maravillado—. Sí, fui lord Valentine, y volveré a serlo. Madre, necesito barcos. Barjazid ya ha estado demasiado tiempo en el trono.

—Los barcos te aguardan en Numinor, junto con personas que me son leales y que pasarán a tu servicio.

—Perfecto. Aquí hay gente que debemos reunir. No sé en qué terraza están, pero habrá que encontrarlos urgentemente. Un menudo vroon, algunos skandars, un yort, un ser de piel azul que es de otro planeta y varios humanos. Te diré sus nombres.

—Los encontraremos —dijo la Dama.

—Y te doy las gracias, madre —dijo Valentine—, por devolverme a mi ser.

—¿Gracias? ¿Por qué gracias? Yo te di ser originalmente. No hicieron falta gracias para eso. Ahora has vuelto a nacer, Valentine, y si es preciso te daré a luz por tercera vez. Pero esperemos que no sea preciso. Tu fortuna prosigue su camino ascendente. —Los ojos de la Dama brillaban de alborozo—. ¿Te veré hacer juegos malabares esta noche, Valentine? ¿Cuántas bolas puedes mantener en el aire al mismo tiempo?

—Doce —dijo Valentine.

—Y los blaves saben bailar. ¡Di la verdad!

—Menos de doce —admitió él—. Pero más de dos. Actuaré después de cenar. Y… ¿madre?

—¿Sí?

—Cuando recupere el Monte del Castillo, celebraré una gran fiesta. Tú asistirás y me verás actuar otra vez, en los escalones del trono de Confalume. Te lo prometo, madre. En los escalones del trono.

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