II EL LIBRO DE LOS METAMORFOS

1

Dulorn, la ciudad de los gayrogs, era una maravilla arquitectónica, una población de fría brillantez que se extendía trescientos kilómetros a uno y otro lado del corazón de la gran Fractura que llevaba su nombre. Aunque cubría una superficie tan extensa, el crecimiento predominante de la ciudad era vertical: altas y relucientes torres, caprichosas en cuanto a diseño pero enormemente restringidas en cuanto a material, que se alzaban igual que ahusados colmillos sobre el blando terreno de abundante yeso. El único material de construcción autorizado en Dulorn era la roca propia de la región, calcita muy ligera, etérea, de alto índice de refracción, que brillaba como cristal fino, o tal vez como diamante. Los dulorneses habían construido con ese material sus espigadas estructuras, embelleciéndolas después con parapetos y balcones, enormes y floridos contrafuertes, elevadísimos tramos volados, estalagmitas y estalactitas de chispeantes facetas, puentes de filigrana muy por encima de las calles, columnatas, cúpulas, albanegas, pagodas… La compañía de malabaristas de Zalzan Kavol, que avanzaba procedente del oeste, llegó a la ciudad exactamente a mediodía, cuando el sol se hallaba en lo alto y franjas de fuego blanco parecían bailar a lo largo de los bordes de las titánicas torres. Valentine contuvo la respiración de asombro. ¡Qué lugar tan vasto! ¡Qué prodigioso espectáculo de luz y forma!

Catorce millones de personas habitaban en Dulorn, cifra que la convertía en una de las mayores ciudades de Majipur, aunque en modo alguno la mayor. En el continente de Alhanroel, así había oído decir Valentine, una ciudad de ese tamaño no sería nada notable, e incluso en Zimroel, más pastoril, había muchas ciudades que igualaban o superaban a Dulorn. Pero ninguna podrá igualar su belleza, pensó Valentine. Dulorn era fría y ardiente, las dos cosas a la vez. Sus relucientes espiras reclamaban insistentemente la atención del espectador, igual que una música deprimente e irresistible, como penetrantes tonos de un potente órgano desplazándose en las tinieblas del espacio.

—¡Aquí no hay posadas campestres! —gritó jubilosamente Carabella—. ¡Iremos a un hotel, con suaves sábanas y blandas almohadas!

—¿Será tan generoso Zalzan Kavol? —preguntó Valentine.

—¿Generoso? —Carabella se echó a reír—. No tiene alternativa. Dulorn sólo ofrece acomodo elegante. Si dormimos aquí, será en la calle o como duques. No hay intermedios.

—Como duques —dijo Valentine—. Dormir como duques. ¿Por qué no?

Esa misma mañana, antes de salir de la posada, Valentine había hecho jurar a Carabella que no comentaría con nadie los hechos de la última noche, ni con Sleet, ni con los skandars, ni siquiera con un oráculo si tenía la necesidad de visitar a uno. Valentine le había exigido juramento de silencio en nombre de la Dama, el Pontífice y la Corona. Además había instado a Carabella a que continuara comportándose con él como si siempre hubiera sido, y lo sería el resto de su vida, simplemente Valentine el malabarista errante. Al exigirle el juramento, Valentine había hablado con la fuerza y la dignidad dignas de la Corona, por lo que la pobre Carabella, arrodillada y temblorosa, había vuelto a asustarse como si él llevara puesta la corona del estallido estelar. Todo ello había dejado en Valentine una notable sensación de fraude, porque no estaba convencido, ni mucho menos, de que los extraños sueños de la noche anterior tuvieran que interpretarse como hecho cierto. Sin embargo, no había que despreciarlos a la ligera, y en consecuencia había que tomar precauciones, ser sigiloso, astuto. Esas maniobras se le ocurrieron de un modo extraño. También hizo pronunciar juramento a Autifon Deliamber, preguntándose hasta qué punto podía confiar en un vroon que además era brujo, pero la voz de éste reflejó sinceridad cuando prometió hacer honor a la confianza de Valentine.

—¿Y quién más conoce este asunto? —preguntó el vroon.

—Sólo Carabella. Y está atada a la misma promesa.

—¿No le ha dicho nada al yort?

—¿A Vinorkis? Ni una palabra. ¿Por qué lo pregunta?

—Le observa con extremada atención —replicó el vroon—. Hace demasiadas preguntas. No le tengo excesivo afecto.

Valentine hizo un gesto de indiferencia.

—Es normal que los yorts produzcan desagrado. Pero ¿de qué tiene miedo?

—Él protege muy bien su mente. Su efluvio es siniestro. Manténgase a distancia de ese yort, Valentine, o él le causará problemas.

Los malabaristas entraron en la ciudad y avanzaron por amplias y deslumbrantes avenidas camino del hotel, guiados por Deliamber, que parecía tener grabado en su mente un mapa con todos los rincones de Majipur. El vagón se detuvo delante de una torre de espléndida altura y pasmosa fantasía arquitectónica, un lugar de minaretes, arcos rematados por cúpulas y rutilantes ventanales. Tras descender del vehículo, Valentine parpadeó, mudo de asombro.

—Parece que te hayan dado un bastonazo en la cabeza —dijo rudamente Zalzan Kavol—. ¿No conocías Dulorn?

Valentine respondió con un evasivo gesto. Su porosa memoria no le decía nada de Dulorn. Sin embargo, ¿quién podía olvidar la ciudad después de haberla visto?

Era conveniente hacer algún comentario.

—¿Hay algo más glorioso en todo Majipur? —se limitó a preguntar.

—Sí —replicó el gigantesco skandar—. Una olla de sopa caliente. Un vaso de buen vino. Un trozo de carne que cruje sobre una hoguera. Es imposible comer un edificio hermoso. El mismo Monte del Castillo no vale tanto como una mierda seca para alguien que está muriéndose de hambre.

Zalzan Kavol soltó una risotada a manera de aprobación de sus palabras, cogió el equipaje y se dirigió hacia el hotel.

—¡Pero yo sólo me refería a la belleza de las ciudades!—gritó Valentine, absorto.

Thelkar, que en general era el skandar más taciturno, contestó a Valentine.

—Zalzan Kavol admira Dulorn más de lo que tú crees. Pero nunca lo admitirá.

—Sólo admite que admira Piliplok, la ciudad donde nacimos —intervino Gibor Haern—. Piensa que es desleal hablar bien de cualquier otra población.

—¡Chis! —susurró Erfon Kavol—. ¡Ahí viene!

El hermano mayor había reaparecido en la puerta del hotel.

—¿Y bien? —tronó la voz de Zalzan Kavol—. ¿Por qué estáis remoloneando? ¡Ensayo dentro de treinta minutos! —Los amarillos ojos del skandar llamearon como los de una bestia de los bosques. Gruñó, apretó los puños de un modo amenazador, y volvió a marcharse.

Un curioso patrono, pensó Valentine. En algún punto muy profundo de aquel hirsuto pellejo, sospechó, había una persona cortés e incluso —¿quién sabía?— amable. Pero Zalzan Kavol se esforzaba mucho en aparentar su rudeza.

Los malabaristas estaban contratados para actuar en el Circo Perpetuo de Dulorn, un festejo municipal que se desarrollaba durante las veinticuatro horas del día y todos los días del año. Los gayrogs, que dominaban la ciudad y la provincia colindante, no dormían por las noches sino siguiendo un ritmo estacional, dos o tres meses seguidos principalmente en invierno, y cuando estaban despiertos se mostraban insaciables en su demanda de diversión. Según Deliamber, pagaban bien y nunca había suficientes artistas ambulantes en esta parte de Majipur para satisfacer sus necesidades.

Cuando la compañía se reunió para la sesión de prácticas de la tarde, Zalzan Kavol anunció que la actuación del grupo tendría lugar entre las cuatro y las seis de la madrugada.

Valentine no se alegró con esa noticia. Esa noche iba a estar particularmente ansioso de la guía que pudieran ofrecerle los sueños, tras las ponderables revelaciones de la última madrugada. ¿Y qué posibilidad existía de tener un sueño útil si pasaba en el escenario las horas más fértiles de la noche?

—Podemos dormir antes —observó Carabella—. Los sueños llegan a cualquier hora. ¿O es que te han señalado hora para recibir un sueño?

Fue una observación traviesa y chistosa, viniendo de una persona que hacía muy poco había temblado de espanto ante él. Valentine sonrió para demostrar que no se sentía ofendido, pues percibía el acecho de la desconfianza en sí misma de Carabella bajo la apariencia de burla.

—Es posible que no me duerma —dijo Valentine—, sabiendo que debo levantarme tan temprano.

—Di a Deliamber que te toque igual que ayer por la noche —sugirió la mujer.

—Prefiero ser yo el que encuentre el camino del sueño —dijo él.

Y así lo hizo, después de una tensa tarde de práctica y una satisfactoria cena de carne desecada al viento y vino azul en el hotel. Valentine había elegido una habitación individual, y antes de meterse en la cama —sábanas frías y lisas, tal como había dicho Carabella, dignas de un duque— encomendó su espíritu a la Dama de la Isla y le suplicó un envío, cosa que estaba permitida y se hacía con frecuencia, aunque pocas veces era efectiva. Era la ayuda de la Dama la que necesitaba profundamente. Si él era en realidad la caída Corona, la Dama era su madre, tanto carnal como espiritualmente, y podría confirmarle su identidad y guiarle en su búsqueda.

Al empezar a dormirse, Valentine trató de imaginar a la Dama y a la Isla, atravesar los miles de kilómetros que le separaban de ella y crear un puente, una chispa de conciencia sobre esa inmensa brecha, para que ella pudiera ponerse en contacto con él. Encontró trabas en los lugares vacíos de su memoria. Era de suponer que cualquier adulto de Majipur conocía las facciones de la Dama y la geografía de la Isla del mismo modo que conocía el rostro de su madre y las afueras de su ciudad. Pero la mutilada mente de Valentine presentaba numerosas lagunas que debían suplirse mediante imaginación y suerte. ¿Qué aspecto tenía la Dama en los fuegos artificiales de aquella noche, en Pidruid? Un rostro redondeado y sonriente, largo y espeso cabello. Muy bien. ¿Y qué más? Supongamos que tenga el pelo moreno y lustroso, tan moreno como el de sus hijos lord Valentine y el difunto lord Voriax. Los ojos son castaños, cordiales, despiertos. Los labios, carnosos. Las mejillas, con algunos hoyuelos. Una fina trama de arrugas en las comisuras de los ojos. Una mujer imponente, robusta, sí, y se pasea por un jardín de exuberantes arbustos floríferos, tanigales amarillos, camelias, eldirones, zuales púrpuras, todo rebosante de vida tropical. Ella se detiene para coger una flor y ponérsela en el pelo, y sigue paseando, por las blancas baldosas de mármol que se extienden sinuosamente entre los matorrales, hasta que llega a un amplio patio de piedra en la ladera de la colina en que mora. Desde ahí se divisan las diversas terrazas que descienden hacia el mar formando extensas curvas. Y la Dama mira hacia el oeste, hacia el remoto Zimroel, cierra los ojos, piensa en su desterrado hijo que en su peregrinar ha llegado a la ciudad de los gayrogs, cobra fuerzas y transmite dulces mensajes de esperanza y valor a Valentine, exilado en Dulorn…

Valentine se durmió profundamente…

Y la Dama se le presentó tal como había ansiado. No la encontró en la ladera, bajo el jardín, sino en cierta desolada ciudad de un páramo, un lugar en ruinas, lleno de pilares de arenisca y destrozados altares deteriorados por la intemperie. Se encontraban en extremos opuestos de un destartalado foro bajo la espectral luz de la luna. Pero la cara de la Dama estaba velada y no miraba a Valentine. Éste la reconoció por los gruesos rizos del moreno cabello y por la fragancia de la flor de eldirón de cremosos pétalos que llevaba puesta en la oreja. Sabía que estaba en presencia de la Dama de la Isla, pero ansiaba que la sonrisa de la mujer diera calor a su alma en aquel desolado lugar, deseaba el solaz de aquellos dulces ojos, y sólo veía un velo, unos hombros, un fragmento de cabeza.

—¿Madre? —preguntó inciertamente—.¡Madre, soy Valentine! ¿No me conoces? ¡Mírame, madre!

La Dama pasó junto a él como un espectro y desapareció entre las quebradas columnas con grabados de escenas de las hazañas de las grandes coronas, y no volvió.

—¿Madre? —gritó Valentine.

El sueño terminó. Valentine pugnó por hacer volver a la Dama, pero no lo consiguió. Despertó y contempló la oscuridad. Vio de nuevo la velada figura y trató de encontrarle un significado. Ella no le había reconocido. ¿Acaso él había cambiado de un modo tan completo que ni siquiera su madre percibía el hombre oculto en aquel cuerpo? ¿O acaso él no era su hijo, y era imposible que ella le conociera? Valentine carecía de respuestas. Si era cierto que el alma del moreno lord Valentine se hallaba incrustada en el cuerpo del rubio Valentine, la Dama de la Isla no había dado muestras de ello en el sueño, y él seguía tan alejado de la verdad como en el momento de cerrar los ojos.

A qué insensateces me dedico, meditó Valentine. ¡Qué improbables especulaciones, qué locura!

Volvió a dormirse.

Y casi en el mismo instante, así le pareció, una mano tocó su hombro y alguien le zarandeó hasta que, de mala gana, despertó. Era Carabella.

—Las dos de la madrugada —dijo la joven—. Zalzan Kavol quiere que estemos abajo, en el vagón, dentro de media hora. ¿Has soñado?

—De manera no concluyente. ¿Y tú?

—He estado en vela. Era lo más prudente. Hay noches en que una prefiere no soñar. —Mientras Valentine se vestía, Carabella, con suma timidez, preguntó—: ¿Volveré a compartir tu habitación, Valentine?

—¿Te gustaría hacerlo?

—He jurado comportarme contigo igual que antes de… antes de que yo supiera que… ¡Oh, Valentine, me asusté tanto! Pero, sí. Sí, volvamos a ser compañeros, incluso amantes. ¡Mañana por la noche!

—¿Y si soy la Corona?

—Por favor, no me hagas esas preguntas.

—¿Y si lo soy?

—Me ordenaste que te llamara Valentine, que te tuteara y que te considerara como Valentine. Así lo haré, si me lo permites.

—¿Crees que soy la Corona?

—Sí —musitó ella.

—¿Y eso ha dejado de asustarte?

—Un poco. Sólo un poco. Todavía me pareces humano.

—Magnífico.

—He tenido un día para acostumbrarme. Y estoy bajo juramento. Debo pensar que eres Valentine. Lo juré por los Poderes. —Sonrió pícaramente—. Juré ante la Corona que fingiría que no eres la Corona. Debo mantener mi promesa, tratarte con naturalidad, llamarte Valentine, no demostrar miedo, y comportarme como si nada hubiera cambiado. Así pues, ¿puedo compartir tu cama mañana por la noche?

—Sí.

—Te quiero Valentine.

Valentine la abrazó suavemente.

—Te agradezco que hayas superado tu miedo. Te quiero, Carabella.

—Zalzan Kavol se enfadará si llegamos tarde —dijo ella.

2

El Circo Perpetuo se hallaba en una estructura totalmente distinta a las habituales de Dulorn: un tambor gigantesco, achatado y sin adornos, una construcción perfectamente circular que no superaba los treinta metros de altura y que se alzaba solitaria en un inmenso solar del borde oriental de la ciudad. En el interior, un gran espacio central constituía el imponente marco del escenario, rodeado por anillos de asientos, filas y más filas en círculos concéntricos que ascendían hacia el techo.

El lugar tenía capacidad para miles, quizá cientos de miles de espectadores. Valentine se sorprendió al ver que estaba casi lleno, en un momento que para él era el centro de la noche. Ver al público resultaba difícil, porque los focos apuntaban a los ojos de Valentine, pero logró percibir ingentes cantidades de espectadores sentados o arrellanados en sus asientos. Casi todos eran gayrogs, aunque también había algunos yorts, vroones y humanos que habían alargado la noche. En Majipur no había lugares poblados exclusivamente por una raza; antiguos decretos del gobierno, que se remontaban a los primeros tiempos de importante colonización no humana, prohibían tales concentraciones excepto en la reserva de los metamorfos. Pero los gayrogs eran particularmente leales a su raza y tendían a concentrarse en Dulorn y alrededor de la ciudad hasta el máximo legal permitido. Aunque eran seres de sangre caliente y mamíferos, los gayrogs tenían ciertos rasgos de reptil que inspiraban poco cariño al resto de razas: lengua bífida, roja y de rápidos movimientos, piel grisácea y escamosa de gruesa y lustrosa consistencia, fríos ojos verdes que jamás parpadeaban. Su cabello tenía características de medusa, negras y suculentas hebras que se arrollaban y retorcían inestablemente. Y su olor, dulce y acre al mismo tiempo, no resultaba seductor para olfatos que no fueran gayrogs.

Valentine estaba alicaído cuando salió al escenario con la compañía. La hora era totalmente impropia, los ciclos de su organismo estaban en un punto bajo, y aunque había dormido suficientemente, estar despierto no le producía entusiasmo alguno. Una vez más tenía que soportar el peso de un sueño difícil. El rechazo por parte de la Dama, la incapacidad de Valentine para ponerse en contacto con ella… ¿qué significaban? Mientras había sido únicamente Valentine el malabarista, el significado era irrelevante para él: todos los días tenían un curso independiente, y no había preocupación por períodos de tiempo más largos, lo importante era mejorar la habilidad de vista y tacto día tras día. Pero ahora, tras haber sido visitado por ambiguas e inquietantes revelaciones, Valentine no tenía más remedio que considerar deprimentes problemas de largo alcance, problemas de objetivo, de destino, sobre la ruta que debía seguir. No le gustaban esas cosas. Ya saboreaba la profunda sensación de nostalgia por los viejos tiempos de la penúltima semana, cuando había errado por la bulliciosa Pidruid feliz y despreocupadamente.

Las exigencias de su arte no tardaron en arrancarle de la meditación. No había tiempo, bajo el resplandor de los focos, para pensar en otra cosa que no fuera la actuación.

El escenario era colosal, y en él estaban produciéndose varias actuaciones al mismo tiempo. Magos vroones efectuaban un número con luces de colores que flotaban en el aire y fumaradas de color verde y rojo; junto a los magos, un domador estaba consiguiendo que diez gruesas serpientes se mantuvieran erguidas sobre la cola; un asombroso grupo de bailarines, seres de cuerpos grotescamente disminuidos cubiertos con brillantes y plateados trocitos de un material de múltiples facetas, realizaba austeros brincos y movimientos; varios grupos orquestales que ocupaban lugares muy separados interpretaban con instrumentos de viento de madera la música aguda y machacona tan apreciada por los gayrogs; había un acróbata con un solo dedo, un equilibrista, un experto en levitación, un trío de sopladores de vidrio atareado en construirse una jaula, un hombre que comía anguilas, un grupo de enloquecidos payasos y muchos artistas fuera del alcance de la vista de Valentine. Los espectadores, repantigados a sus anchas, en la penumbra, estaban pasando un buen rato observando todas las actuaciones, porque Valentine se dio cuenta de que el gigantesco escenario se movía lentamente, daba vueltas en torno a un eje oculto. El giro se completaba al cabo de una hora, y así todos los grupos de artistas aparecían por turno ante todo el público.

—Todo esto flota en un estanque de mercurio —murmuró Sleet—. Con el valor del metal se podría comprar tres provincias.

Con tanta competencia ante la vista de los espectadores, los malabaristas habían preparado sus mejores números, de modo que el novato Valentine quedó prácticamente excluido: hizo malabares con los bastones, él solo, y de vez en cuando pasó cuchillos y antorchas a sus compañeros. Carabella danzó sobre un globo plateado de medio metro de diámetro que describía irregulares círculos mientras la mujer se movía. Después hizo malabares con cinco esferas que emitían un brillante resplandor verdoso. Sleet actuó con unos zancos y se alzó por encima incluso de los skandars, era una menuda figura que descollaba sobre todos los presentes. Realizó un sobrio ejercicio con tres enormes huevos con motas rojas y negras, huevos de molikahen que había comprado en el mercado por la tarde. De habérsele caído uno a tanta altura la salpicadura habría sido conspicua y la humillación enorme. Pero desde que Valentine lo conocía, Sleet jamás había tenido un fallo, y esa noche no se le cayó ningún huevo. En cuanto a los seis skandars, formaron una rígida estrella con sus cuerpos, dándose la espalda y efectuaron un número con llameantes antorchas. En instantes cuidadosamente coordinados, lanzaban una antorcha por encima de su hombro externo hacia el hermano que ocupaba el punto opuesto de la estrella. Los intercambios se hicieron con asombrosa precisión. Las trayectorias de las antorchas voladoras estaban impecablemente cronometradas para formar espléndidos dibujos, luminosas mallas, y ni un solo pelo del pellejo de los skandars quedó chamuscado pese a que recogían en el aire los tizones lanzados por sus invisibles hermanos con suma naturalidad.

Fueron girando en torno al público, y actuaron en períodos de media hora seguida, con cinco minutos para descansar en la cavidad central situada debajo del escenario, donde se congregaban cientos de ociosos artistas. Valentine ansió poder hacer algo más fascinante que su insignificante y elemental malabarismo, pero Zalzan Kavol se lo prohibió: aún no estaba preparado, dijo el skandar, pese a que actuaba muy bien para ser un novato.

La mañana llegó antes de que la compañía pudiera abandonar el escenario. Los artistas cobraban por horas, y el tiempo de contrato se controlaba mediante silenciosos medidores de respuesta situados debajo de los asientos del público, vigilados por gayrogs de fría mirada que ocupaban una cabina en el foso central. Algunos artistas sólo habían actuado unos minutos cuando el aburrimiento o la indiferencia general provocaba su expulsión, pero Zalzan Kavol y su compañía, contratados por dos horas de trabajo, permanecieron en el escenario durante cuatro. Y habrían llegado a cinco horas si Zalzan Kavol no hubiera sido disuadido por sus hermanos, que se reunieron alrededor de él en una breve e intensa discusión.

—Su codicia —comentó en voz baja Carabella— acabará poniéndole en apuros. ¿Cuánto tiempo cree que puede estar lanzando antorchas antes de que alguien cometa un fallo? Hasta los skandars acaban por cansarse.

—No Zalzan Kavol, por lo que parece —dijo Valentine.

—Tal vez sea una máquina malabarista, cierto, pero sus hermanos son mortales. El ritmo de Rovorn ha empezado a fallar. Me alegra que se hayan atrevido a rebelarse. —Carabella sonrió—. Y yo también estaba muy cansada.

Tanto fue el éxito de los malabaristas que la compañía obtuvo un contrato por otros cuatro días. Zalzan Kavol se entusiasmó —los gayrogs pagaban bien a los artistas— y ofreció a todos una prima de media corona.

Todo va bien, magnífico, pensó Valentine. Pero no sentía deseo de establecerse entre los gayrogs por tiempo indefinido. Después del segundo día, la intranquilidad empezó a irritarle.

—Desea seguir el viaje —dijo Deliamber. Era una afirmación, no una pregunta. Valentine asintió.

—Comienzo a vislumbrar la forma de la ruta que me aguarda.

—¿Hacia la Isla?

—¿Por qué se molesta en hablar con la gente —replicó alegremente Valentine— cuando puede leer el interior de la mente?

—Esta vez no he fisgoneado en su mente. El siguiente paso que debe dar es muy claro.

—Ir a ver a la Dama, sí. ¿Qué otra persona puede explicarme quién soy?

—Todavía tiene dudas —dijo Deliamber.

—No tengo más pruebas que los sueños.

—Que indican poderosas verdades.

—Sí —dijo Valentine—, pero los sueños pueden ser parábolas, metáforas, fantasías. Es absurdo interpretarlos literalmente sin tener confirmación. Y la Dama podrá confirmarlos, así lo espero. ¿A qué distancia está la Isla, mago?

Deliamber cerró unos instantes sus grandes ojos dorados.

—A miles de kilómetros —dijo—. En estos momentos hemos recorrido una quinta parte de Zimroel. Hay que ir hacia el este por Khyntor o Velathys, atravesar el territorio de los metamorfos, y luego ir en bote hasta Piliplok por la vía de Ni-moya, donde los barcos de peregrinos parten hacia la Isla.

—¿Cuánto tiempo se podría tardar?

—¿Llegar a Piliplok? Con el ritmo actual, unos cincuenta años. Ir con estos malabaristas, detenerse aquí y allá una semana seguida…

—¿Y si abandono la compañía y sigo solo?

—Seis meses, tal vez. El trayecto por el río es rápido. La parte por tierra cuesta mucho más. Si dispusiéramos de aeronaves como en otros planetas, se tardaría un día o dos en llegar a Piliplok, pero naturalmente en Majipur nos las arreglamos sin los numerosos aparatos que tiene otra gente.

—¿Seis meses? —Valentine arrugó la frente—. ¿Y cuál sería el costo, si alquilo un vehículo y un guía?

—Quizá veinte reales. Tendrá que actuar mucho tiempo para ganar tanto.

—Una vez en Piliplok —dijo Valentine—, ¿qué hago?

—Reservar pasaje para la Isla. El viaje dura unas semanas. Cuando llegue a la Isla deberá alojarse en la terraza inferior e iniciar el ascenso.

—¿El ascenso?

—Una ruta de oración, purificación e iniciación. Ascenderá de terraza en terraza hasta llegar a la Terraza de la Adoración, que es el umbral del Templo Interior. ¿No sabe nada de esto?

—Mi mente, Deliamber, ha sufrido una ingerencia.

—Naturalmente.

—¿Y una vez en el Templo Interior?

—En ese momento será un iniciado. Prestará sus servicios a la Dama en calidad de acólito, y si pide audiencia, deberá pasar por ritos especiales y aguardar el sueño de comparecencia.

—¿Cuánto tiempo precisa todo este proceso? —dijo nerviosamente Valentine—. Las terrazas, la iniciación, el servicio como acólito, el sueño de comparecencia…

—Es variable. Cinco años, a veces. Diez. Una eternidad, incluso. La Dama no dispone de tiempo para todos los peregrinos.

—¿Y no hay un medio más directo para obtener audiencia?

Deliamber emitió el ronco sonido de tos que era su forma de reírse.

—¿Cuál? ¿Llamar a la puerta del templo, gritar que usted es el hijo de la Dama suplantado por otra persona, exigir entrada?

—¿Por qué no?

—Porque —dijo el vroon— las terrazas externas de la Isla son una especie de filtros para evitar que sucedan tales cosas. No existen canales de fácil comunicación con la Dama, y ello no es por casualidad. Tardará años.

—Tendré que encontrar un medio. —Valentine miró a los ojos al menudo mago—. Yo podría llegar a la mente de la Dama, si estuviera en la Isla. Podría gritar, podría persuadirla de que me ordene comparecer ante ella. Es posible.

—Es posible.

—Podría hacerlo con su ayuda.

—Temía que iba a decir eso —replicó secamente Deliamber.

—Usted tiene cierto talento para hacer envíos. Podríamos llegar, si no a la misma Dama, a las personas más próximas a ella. Paso a paso, acercarnos poco a poco a ella, reducir el interminable proceso de las terrazas…

—Podría hacerse, es posible —dijo Deliamber—. En cualquier caso, ¿piensa que estoy dispuesto a efectuar la peregrinación en su compañía?

Valentine observó en silencio al vroon durante largo rato.

—Estoy convencido de ello —dijo por fin—. Simula desgana, pero ha ideado todos los motivos para impulsarme a ir a la Isla. Con usted a mi lado. ¿Estoy en lo cierto? ¿Eh, Deliamber? Tiene más ganas que yo de verme allí.

—Ah —dijo el mago—. ¡Ya se ha descubierto!

—¿Estoy en lo cierto?

—Si decide ir a la Isla, Valentine, estaré a su lado. Pero, ¿está decidido?

—A veces.

—Las resoluciones intermitentes carecen de potencia —dijo Deliamber.

—Miles de kilómetros. Años de espera. Fatiga e intriga. ¿Por qué quiero hacer esto, Deliamber?

—Porque fue la Corona, y debe serlo de nuevo.

—Lo primero puede ser cierto, aunque albergo muchas dudas. Lo segundo es discutible.

La mirada de Deliamber era de astucia.

—¿Prefiere vivir bajo el dominio de un usurpador?

—¿Qué representa para mí la Corona y su gobierno? Él está a medio mundo de distancia, en el Monte del Castillo, y yo soy un malabarista ambulante. —Valentine extendió los dedos y los contempló como si no los hubiera visto antes—. Podría ahorrarme muchos esfuerzos si permanezco con Zalzan Kavol y permito que el otro, sea quien sea, conserve el trono. ¿Y si es un usurpador sabio y justo? ¿Cuál será el provecho para Majipur si hago todo esto simplemente para volver a ocupar el lugar de este hombre? Oh, Deliamber, ¿parezco un rey cuando digo estas cosas? ¿Dónde está mi codicia de poder? ¿Cómo es posible que yo haya sido gobernante, si es obvio que no me importa lo que sucedió?

—Ya hemos hablado de esto anteriormente. Usted ha sufrido una manipulación, mi señor. Han cambiado su espíritu tanto como su rostro.

—Aunque así sea. Mi naturaleza real, si es que la tuve, ha desaparecido totalmente. Esa codicia de poder…

—Ha usado dos veces esta frase —dijo Deliamber—. La codicia no tiene nada que ver con esto. Un rey genuino no tiene codicia de poder: la responsabilidad codicia a ese hombre. Y lo domina, y lo posee. La nueva Corona ha hecho pocas cosas todavía, aparte de la gran procesión, y la gente ya refunfuña por sus primeros decretos. ¿Y usted pregunta si es un hombre sabio y justo? ¿Cómo puede ser justo un usurpador? Él es un criminal, Valentine, gobierna con el temor de saberse culpable de un crimen, con un temor que corroe sus sueños, y con el paso del tiempo ese temor lo envenenará y se convertirá en un tirano. ¿Lo duda usted? Destituirá a cualquier persona que sea una amenaza para él… incluso matará, si es preciso. El veneno que corre en sus venas penetrará en la vida del mismo planeta, afectará a todos los ciudadanos. Y usted, que está aquí tan tranquilo, mirándose los dedos, ¿no considera tener responsabilidad alguna? ¿Cómo es posible que hable de ahorrarse muchos esfuerzos? Como si poco importara quién es el rey. Importa mucho quién es el rey, mi señor, y usted fue elegido y educado para ello, y no por casualidad. ¿O piensa que cualquiera puede llegar a ser la Corona?

—Sí. Por un golpe de suerte del destino.

Deliamber se rió ásperamente.

—Eso pudo ser cierto hace nueve mil años. Ahora hay una dinastía, mi señor.

—¿Una dinastía adoptiva?

—Precisamente. Desde los tiempos de lord Arioc, y quizás incluso antes, se elige la Corona entre un reducido número de familias, no más de un centenar de clanes, que habitan en el Monte del Castillo y participan activamente en el gobierno. La próxima Corona ya está recibiendo educación, aunque sólo él y algunos consejeros saben quién es, y es probable que ya estén elegidos dos o tres posibles sustitutos. Pero actualmente el linaje está roto, un intruso se ha entrometido. Nada bueno puede acontecer.

—¿Y si el usurpador es simplemente el heredero que aguarda que se ha cansado de esperar?

—No —dijo Deliamber—. Inconcebible. Nadie considerado apto para ser la Corona derrocaría a un príncipe legalmente consagrado. Además, ¿por qué esa mascarada de fingir que es lord Valentine, si es el heredero?

—Admito eso.

—Admita otra cosa: que la persona que está actualmente en lo alto del Monte del Castillo no tiene derecho ni aptitud para estar allí, y que hay que derribar a ese hombre, y que usted es el único que puede hacerlo. Valentine suspiró.

—Pide mucho.

—La historia pide mucho —dijo Deliamber—. La historia exigió, en mil mundos y a lo largo de miles y miles de años, que los seres inteligentes escogieran entre orden y anarquía, entre creación y destrucción, entre razón y sinrazón. Y las fuerzas de orden, creación y razón siempre han estado concentradas en un solo dirigente, un rey, si lo prefiere, o en un presidente, un primer ministro, un generalísimo, use la palabra que quiera, un monarca llamado de un nombre o de otro. Aquí tenemos a la Corona, o para ser más exactos, a la Corona que gobierna a modo de voz del Pontífice que en otro tiempo fue la Corona, y tiene importancia, mi señor, tiene mucha importancia quién debe ocupar y quién no debe ocupar ese puesto.

—Sí —dijo Valentine—. Es posible.

—Usted pasará mucho tiempo vacilando entre sí y es posible —dijo —. Pero finalmente vencerá el sí. Hará la peregrinación a la Isla, y con la bendición de la Dama marchará hacia el Monte del Castillo y ocupará el lugar que le pertenece.

—Las cosas que dice me llenan de terror. Si alguna vez he tenido capacidad para gobernar, si alguna vez recibí educación para ello, todo ha ardido en mi mente.

—El terror irá menguando. Su mente se recuperará con el paso del tiempo.

—El tiempo pasa, y aquí estamos, en Dulorn, para divertir a los gayrogs.

—No por mucho tiempo —dijo Deliamber—. Nos abriremos camino hacia el este, mi señor. Tenga fe en ello.

Había algo contagioso en la confianza de Deliamber. Las dudas e incertidumbres de Valentine desaparecieron… de momento. Pero en cuanto se marchó el mago, Valentine se entregó a la desagradable contemplación de ciertas, y muy duras, realidades. ¿Era tan sencillo alquilar un par de monturas y partir con Deliamber hacia Piliplok mañana mismo? ¿Y Carabella, que de pronto era muy importante para él? ¿Abandonarla en Dulorn? ¿Y Shanamir? El chico sentía apego por Valentine, no por los skandars: era imposible abandonarlo, él no podía hacer tal cosa. Por lo tanto, había que considerar el costo de un recorrido para cuatro personas por el vasto Zimroel. Comida, alojamiento, transporte, la peregrinación a la Isla… ¿Y los gastos en la Isla, mientras él planeaba la forma de tener acceso a la Dama? Autifon Deliamber había indicado que viajar a Piliplok podía costarle veinte reales si iba solo. El costo para cuatro personas, o para cinco si se contaba con Sleet (aunque Valentine desconocía por completo si Sleet querría acompañarle), podía ascender a cien o más reales, tal vez ciento cincuenta para llegar a la terraza inferior de la Isla. Contó el dinero de la bolsa. De lo que llevaba cuando se encontró cerca de Pidruid, le quedaban más de sesenta reales, y un par más que había ganado con la compañía. No bastaba, ni mucho menos. Carabella, él lo sabía, apenas tenía dinero. Shanamir, muy lealmente, había entregado a su familia los ciento sesenta reales producto de la venta de las monturas. Y Deliamber, aunque tuviera algunas monedas, no se atrevería a lanzarse al campo, no siendo tan viejo, teniendo un contrato con una chusma de brutales skandars.

Así pues, ¿qué hacer? Nada que no fuera aguardar, hacer planes, esperar que Zalzan Kavol siguiera, en general, una ruta hacia el este. Y ahorrar dinero y esperar la oportunidad, hasta que llegara el momento apropiado de ir en busca de la Dama.

3

Pocos días después de salir de Dulorn, con las bolsas abultadas gracias al generoso pago de los gayrogs, Valentine llevó aparte a Zalzan Kavol para inquirir la dirección que seguían. Era un templado día de finales de verano, y el lugar donde estaban acampados para comer, en la pendiente oriental de la Fractura, se hallaba envuelto en una niebla púrpura, una gruesa y húmeda nube baja cuyo delicado color de lavándula se debía a pigmentos transportados por el aire. Había depósitos de arena de eskuva al norte de allí y el viento removía sin cesar el material.

Zalzan Kavol estaba incómodo e irritable en aquel clima.

Su grisáceo pelaje, teñido de púrpura por las gotitas de niebla, se presentaba cómicamente apelmazado, y el skandar se rascó para intentar recuperar la acostumbrada suavidad. Tal vez no era el mejor momento para conferenciar, comprendió Valentine, pero ya era demasiado tarde: la carne estaba en el asador.

—¿Quién de nosotros es el líder de la compañía, Valentine? —preguntó sordamente Zalzan Kavol.

—Tú, sin lugar a dudas.

—Entonces, ¿por qué intentas gobernarme?

—¿Yo?

—En Pidruid —dijo el skandar— me pediste que pasara cerca de Falkynkip, en beneficio del honor familiar de tu escudero, ese zagal. Y debo recordarte que me obligaste a contratar a ese chico, aunque ni es malabarista ni lo será jamás. Accedí a esas cosas, no sé por qué. También está aquel asunto, cuando interviniste en la discusión con el vroon…

—Mi intervención fue provechosa —observó Valentine—, como tú mismo admitiste en su momento.

—Cierto. Pero no estoy acostumbrado a intromisiones a secas. ¿Comprendes que yo soy el amo absoluto de esta compañía?

Valentine hizo un ligero encogimiento de hombros.

—Nadie lo pone en duda.

—¿Pero lo comprendes? Mis hermanos, sí. Saben que un cuerpo sólo tiene una cabeza, a menos que se trate del cuerpo de un susúheri, y no estamos hablando de eso. Y aquí, yo soy la cabeza, de mi mente surgen planes y órdenes, y sólo de mi mente. —Zalzan Kavol sonrió fugaz, austeramente—. ¿Es tiranía? No. Simple eficacia. Los malabaristas nunca pueden ser demócratas, Valentine. Una mente idea las normas, una sola, o se produce caos. Bien, ¿qué deseas de mí?

—Sólo saber la ruta que planeas.

—¿Por qué? —contestó Zalzan Kavol con ira apenas contenida—. Estás en la plantilla. Irás donde vayan los demás. Tu curiosidad está fuera de lugar.

—No opino igual. Ciertas rutas son más útiles que otras para mí.

—¿Útiles? ¿Para ti? ¿Tienes algún plan? ¡Me dijiste que no tenías planes!

—Ahora, sí.

—Bien, ¿y qué planes son ésos?

Valentine respiró profundamente.

—En último término hacer la peregrinación a la Isla, y ser devoto de la Dama. Puesto que los barcos de peregrinos salen de Piliplok, y ya que Zimroel entero nos separa de esa ciudad, me sería útil saber si planeas ir en otra dirección, por ejemplo hacia Velathys, o descender hacia Til-o-mon o Narabal, en vez de…

—Estás despedido —dijo glacialmente Zalzan Kavol. Valentine se quedó asombrado.

—¿Qué?

—Decidido. Mi hermano Erfon te dará diez coronas como pago final. Quiero que te vayas dentro de una hora. Valentine notó que sus mejillas ardían.

—¡Esto es totalmente inesperado! Sólo he preguntado…

—Sólo has preguntado. Y en Pidruid sólo preguntaste, y en Falkynkip sólo preguntaste. Perturbas mi tranquilidad, Valentine, y eso anula tu promesa como malabarista. Además, eres desleal.

—¿Desleal? ¿A qué? ¿A quién?

—Tienes un compromiso con nosotros, pero en realidad pretendes usarnos como vehículo para llegar a Piliplok. Tu compromiso no es sincero. Yo llamo a eso traición.

—Cuando acepté el trabajo, no tenía otra cosa en la cabeza aparte de viajar con tu compañía fuerais a donde fuerais. Pero las cosas han cambiado, y ahora tengo motivos para hacer la peregrinación.

—¿Por qué has permitido que cambiaran las cosas? ¿Dónde está tu sentido del deber con tus amos y maestros?

—¿Me comprometí contigo para toda la vida? —preguntó Valentine—. ¿Es traición descubrir que uno tiene una meta más importante que la actuación de mañana?

—Esa diversión de energía —dijo Zalzan Kavol— es lo que me mueve a deshacerme de ti. Quiero que pienses en malabarismo las veinticuatro horas del día, y no en la fecha de partida de los barcos de peregrinos que salen del muelle de Shkunibor.

—No habrá diversión de energía. Cuando actúo, actúo. Y abandonaré la compañía cuando estemos cerca de Piliplok. Pero hasta entonces…

—Ya basta —dijo Zalzan Kavol—. Coge tus cosas. Vete. Vuela a Piliplok y navega hasta la Isla, y que te vaya bien. Ya no te necesito.

El skandar hablaba totalmente en serio. Con un aspecto ceñudo bajo la niebla púrpura, se rascó las partes de su pelaje que estaban empapadas, dio media vuelta y se alejó con pesados movimientos. Valentine se estremeció de tensión y consternación. La idea de tener que irse, de viajar solo hasta Piliplok, le horrorizaba. Y además se consideraba parte de la compañía, más de lo que creía, miembro de un grupo muy unido, y no le iba a ser fácil la separación. Por lo menos no en ese momento, todavía no, ya que podía permanecer con Carabella, Sleet e incluso los skandars, a los que respetaba aunque no le resultaran agradables, y seguir mejorando la habilidad de su tacto y de su vista mientras avanzaba hacia el este, hacia el extraño destino que Deliamber parecía tenerle preparado.

—¡Espera! —gritó Valentine—. ¿Qué me dices de la ley?

Zalzan Kavol le lanzó una feroz mirada por encima del hombro.

—¿Qué ley?

—La que exige que tengas tres malabaristas humanos en plantilla —dijo Valentine.

—Pondré al zagal en tu lugar —replicó el skandar—, y le enseñaré todo lo que sea capaz de aprender. —Y se fue.

Valentine estaba perplejo. Su conversación con Zalzan Kavol había tenido lugar en un bosquecillo abundante en pequeñas plantas de doradas hojas que obviamente eran sicosensitivas: en ese momento Valentine vio que las plantas habían cerrado las intrincadas hojas compuestas en el transcurso de la discusión, y aparecían arrugadas y ennegrecidas en un radio de tres metros. Valentine tocó una hoja. Era quebradiza, no tenía vida, como si hubiera estado sometida a la llama de una antorcha. Valentine se avergonzó de haber tomado parte en la destrucción.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Shanamir, que se presentó de repente y contempló asombrado el agostado follaje—. He oído gritos. El skandar…

—Me ha despedido —dijo Valentine, inexpresivo—, porque he preguntado a dónde íbamos, porque he admitido que pretendía viajar en peregrinación a la Isla y quería saber si su ruta me convendría.

Shanamir se había quedado con la boca abierta.

—¿Vas a hacer la peregrinación? ¡No lo sabía!

—Una decisión reciente.

—¡Qué bien! —gritó el chico—. Iremos juntos, ¿no? Vamos, recogeremos nuestras cosas, robaremos un par de monturas a esos skandars, ¡y nos iremos ahora mismo!

—¿Hablas en serio?

—¡Claro!

—Hay miles de kilómetros hasta Piliplok. Tú y yo, sin guía, y…

—¿Por qué no? —preguntó Shanamir—. Escucha, cabalgaremos hasta Khyntor, de allí iremos en bote hasta Ni-moya, bajaremos por el Zimr hasta la costa y en Piliplok conseguiremos pasaje en el barco de los peregrinos. Y… ¿Qué ocurre, Valentine?

—Mi sitio está con esta gente. Estoy aprendiendo un arte con ellos. Yo… yo…

Valentine se interrumpió, confuso. ¿Qué era él, un aprendiz de malabarista, o la Corona en el exilio? ¿Cuál era su objetivo, viajar laboriosamente con peludos skandars, sí, y también con Carabella y Sleet, o era forzoso que avanzara del modo más rápido posible hacia la Isla y luego, con la ayuda de la Dama, hacia el Monte del Castillo? Estas incertidumbres le confundían.

—¿El costo? —dijo Shanamir—. ¿Es eso lo que te preocupa? En Pidruid tenías cincuenta reales, y más. Algo debe quedarte. Yo tengo algunas coronas. Si necesitamos más, tú trabajarás como malabarista en el barco fluvial, y yo cuidaré monturas, supongo, o…

—¿Adónde planeáis ir? —dijo Carabella, que había salido repentinamente de entre los árboles—. ¿Y qué ha pasado con estos sensitivos? ¿Hay problemas?

Valentine le explicó brevemente la conversación con Zalzan Kavol.

La mujer escuchó en silencio, con la mano en los labios. Cuando Valentine terminó, Carabella salió corriendo, sin decir palabra, en la misma dirección que Zalzan Kavol.

—¿Carabella? —gritó Valentine. Pero ella ya estaba fuera de la vista.

—Vámonos —dijo Shanamir—. Podemos irnos de aquí dentro de media hora, y estar a varios kilómetros de distancia cuando anochezca. Escucha, recoge tus cosas. Cogeré dos monturas y cruzaré el bosque. Bajaré la ladera para ir a la laguna que vimos al venir, y te esperaré junto a la arboleda de coliles. —Shanamir agitó las manos, muy impaciente—. ¡Apresúrate! Debo coger las monturas sin que me vean los skandars, y pueden volver en cualquier momento.

Shanamir desapareció en el bosque. Valentine se quedó inmóvil. ¿Irse ahora mismo, de repente, con tan poco tiempo para prepararse en medio de este cataclismo? ¿Y Carabella? ¿Ni siquiera una despedida? ¿Deliamber? ¿Sleet? Se dirigió hacia el vagón para recoger sus escasas pertenencias, se detuvo, arrancó con torpes gestos las hojas muertas de los infortunados arbustos sensitivos, como si la poda de las partes agostadas bastara para producir de inmediato nuevos brotes. Poco a poco, Valentine fue forzándose a ver el lado bueno de las cosas. Lo sucedido era una bendición disfrazada. Si se quedaba con los malabaristas iba a retrasar varios meses, incluso años, quizá, el enfrentamiento con la realidad que de un modo evidente le aguardaba. Y en cualquier caso, Carabella no iba a formar parte de esa realidad, si es que había algo de verdad en la apariencia de la situación que estaba empezando a mostrarse. Por lo tanto, era su obligación superar su estupor y su desánimo y emprender la marcha, hacia Piliplok y los barcos de peregrinos. Venga, se dijo Valentine, muévete, recoge tus cosas. Shanamir te espera con las monturas junto a la arboleda de coliles. Pero no podía moverse.

Y entonces vio que Carabella se acercaba, dando brincos, radiante.

—Todo está arreglado —dijo ella—. Deliamber está ocupándose de él. Ya sabes, un truco ahora, otro truco después, un ligero toque con la punta de un tentáculo… Magia normal. Ha cambiado de opinión. O nosotros la hemos cambiado en su lugar.

Valentine se sorprendió al notar la intensidad de su sensación de alivio.

—¿Puedo quedarme?

—Siempre que vayas a verle y le pidas perdón.

—¿Perdón por qué?

Carabella sonrió.

—Eso no importa. ¡Él se ofendió, sólo el Divino sabe por qué! Su pelaje estaba húmedo. Su nariz estaba fría. ¿Quién sabe? Él es skandar, Valentine, tiene un extraño criterio sobre lo correcto y lo incorrecto, no se le exige que piense como los humanos. Hiciste que se enfadara y él te despidió. Pídele cortésmente que vuelva a aceptarte, y lo hará. Vamos, ahora. Ve a verle.

—Pero… pero…

—¿Pero qué? ¿Piensas aferrarte a tu orgullo? ¿Quieres que vuelva a aceptarte o no?

—Naturalmente que sí.

—Entonces ve a verle —dijo Carabella.

La joven le cogió por el brazo y tiró de él para acabar con sus vacilaciones. Pero en ese mismo instante debió darse cuenta de que aquel brazo pertenecía a determinada persona, porque contuvo la respiración, soltó a Valentine y se apartó, inquieta, como si estuviera a punto de arrodillarse y hacer el signo del estallido estelar.

—Por favor —dijo en voz baja—. Por favor, ve a verle, Valentine. Antes de que vuelva a cambiar de opinión. Si abandonas la compañía, yo también deberé abandonarla, y no quiero hacerlo. Ve a verle. Por favor.

—Sí —dijo Valentine.

Carabella y Valentine recorrieron el terreno, esponjoso y húmedo a causa de la niebla, en dirección al vagón. Zalzan Kavol estaba sentado en la escalerilla, malhumorado, acurrucado en una capa para protegerse de la húmeda y pegajosa calidez de la neblina púrpura. Valentine se acercó a él y le habló sin rodeos.

—No pretendía enojarte. Te pido perdón. Zalzan Kavol emitió un grave sonido de gruñido, casi más allá del umbral de lo audible.

—Eres un latoso —dijo el skandar—. ¿Por qué tengo que perdonarte? De ahora en adelante no me dirigirás la palabra si yo no he hablado primero. ¿Entendido?

—Entendido, sí.

—No intentarás influir para cambiar la ruta que seguimos.

—Entendido —dijo Valentine.

—Si vuelves a irritarme, quedarás despedido sin compensación monetaria y dispondrás de diez minutos para ponerte fuera de mi vista, estemos donde estemos, aunque estemos acampados en medio de la reserva metamorfa y se acerque la noche. ¿Comprendes?

—Comprendo —dijo Valentine.

Valentine aguardó, preguntándose si iban a pedirle que se arrodillara, que besara los velludos dedos del skandar, que se arrastrara en señal de obediencia. Carabella, que no había intervenido, contenía la respiración, como si esperara que surgiera una explosión del espectáculo de un Poder de Majipur que imploraba perdón a un malabarista ambulante de raza skandar.

Zalzan Kavol miró desdeñosamente a Valentine, como si acabaran de ofrecerle para cenar pescado frío de dudoso origen acompañado por una salsa congelada.

—No estoy obligado a dar a mis empleados una información que no les concierne —dijo en avinagrado tono—. Pero en cualquier caso te haré saber que Piliplok es mi ciudad natal, que vuelvo a ella de vez en cuando y que pretendo llegar allí un día u otro. No sé cuándo, depende de las actuaciones que pueda obtener en el camino. Pero te informo que nuestra ruta avanza en general hacia el este, aunque tal vez nos desviemos algunas veces, pues tenemos que ganarnos el sustento. Espero que esto sea de tu agrado. Cuando lleguemos a Piliplok, podrás abandonarnos si continúas pensando en hacer la peregrinación, pero si convences a otros miembros de la compañía, aparte del zagal, para que te acompañen en ese viaje, te demandaré ante el Tribunal de la Corona y haré que te juzguen, cueste lo que cueste. ¿Entendido?

—Entendido —dijo Valentine, aunque dudaba que fuera a satisfacer de un modo honorable la última exigencia del skandar.

—Por último —dijo Zalzan Kavol—, te pido que recuerdes que se te paga una buena cantidad semanal de coronas, más gastos y primas, por actuar con esta compañía. Si advierto que llenas tu mente con pensamientos sobre la peregrinación, o sobre la Dama y sus siervos, o sobre cualquier otra cosa que no sea lanzar objetos al aire y recogerlos de una forma adecuadamente artística, rescindiré el contrato. En los últimos días ya has demostrado un talante inaceptable, Valentine. Cambia tu conducta. Necesito tres humanos en la compañía, pero no por fuerza los que tengo ahora. ¿Entendido?

—Entendido —dijo Valentine.

—Puedes irte.

Carabella y Valentine se alejaron.

—¿Ha sido eso muy desagradable para ti? —preguntó la joven.

—Debe haber sido terriblemente agradable para Zalzan Kavol.

—¡No es más que un animal peludo!

—No —contestó gravemente Valentine—. Zalzan Kavol es un ser consciente que nos iguala en rango civil, y no debes considerarlo de otra forma. Sólo parece un animal. —Valentine se echó a reír, y Carabella le imitó un instante después, aunque con cierto nerviosismo—. Al tratar a gente que es enormemente sensible en cuestiones de honor y orgullo, creo que es más aconsejable acomodarse a sus exigencias, en especial si se trata de personas con dos metros y medio de estatura que además te pagan un sueldo. En este momento yo necesito a Zalzan Kavol más que él a mí.

—¿Y la peregrinación? —preguntó Carabella—. ¿Realmente piensas hacerla? ¿Cuándo lo decidiste?

—En Dulorn. Después de una conversación con Deliamber. Debo responder interrogantes sobre mí mismo, y si existe una persona capaz de ayudarme a encontrar las respuestas, esa persona es la Dama de la Isla. Por eso iré a verla, o trataré de hacerlo. Pero eso está muy lejos en el futuro, y he jurado a Zalzan Kavol que no pensaría en esas cosas. —Cogió la mano de la joven—. Gracias, Carabella, por arreglar mi problema con Zalzan Kavol. No estaba preparado para que me despidieran de la compañía. Ni para perderte poco después de haberte encontrado.

—¿Por qué piensas que me habrías perdido —preguntó Carabella— si el skandar hubiera insistido en despedirte? Valentine sonrió.

—También te agradezco eso. Y ahora debo ir a la arboleda de coliles y decir a Shanamir que devuelva las monturas que ha cogido.

4

Durante los días siguientes el paisaje fue haciéndose notablemente extraño, y Valentine tuvo más motivos para alegrarse de que él y Shanamir no hubieran seguido solos.

La zona entre Dulorn y la próxima población importante, Mazadone, estaba relativamente poco poblada. Gran parte de la región, según Deliamber, era una reserva forestal de la Corona. El detalle preocupó a Zalzan Kavol, porque los malabaristas no encontraban trabajo en reservas forestales o, daba lo mismo, en pantanosos terrenos de cultivo ocupados principalmente por arrozales y plantaciones de lusavándula. Pero no había más alternativa que seguir la carretera del bosque, puesto que al norte y al sur no había nada más prometedor. Continuaron avanzando, con un clima generalmente húmedo y de frecuentes lloviznas, por una zona de pueblos, granjas y ocasionales y densas arboledas de coliles, cómicos árboles de tronco grueso y poco alto con enormes frutos blancos que brotaban directamente de la corteza. Pero ya más cerca de la Reserva Forestal de Mazadone, los coliles cedieron su lugar a espesuras de helechos cantores, vítreos y con amarillas hojas, que emiten penetrantes y discordes sonidos en cuanto alguien o algo se acercaba, agudísimos y estridentes tañidos, pitidos y alaridos, desagradables chillidos y ruidos de rascar. Ello no habría sido demasiado malo —la nula melodía del canto de los helechos poseía un agrio encanto— de no haberse dado la circunstancia de que los helechales estaban habitados por pequeñas y fastidiosas criaturas mucho más desagradables que las plantas, menudos roedores alados denominados chimos, que salieron volando de su escondite en cuanto la proximidad del vagón desencadenó el canto de los helechos. Los chimos tenían prácticamente el grosor y la longitud de un dedo meñique y estaban cubiertos por un pelaje fino y dorado. Brotaron en tal cantidad que nublaron el cielo y pulularon alrededor del vagón como si estuvieron indignados, dando ocasionales mordiscos con sus diminutos pero eficaces incisivos. Los skandars que ocupaban el asiento del cochero, dotados de un grueso pelaje, se desentendieron de los roedores, limitándose a aporrearlos cuando se apiñaban demasiado cerca, pero las monturas, normalmente impasibles, estaban inquietas y en varias ocasiones se plantaron. Shanamir, con la misión de apaciguar a los animales, sufrió varios mordiscos muy dolorosos. Y cuando entró de nuevo en el vagón, muchos chimos entraron con él. Sleet recibió un terrorífico mordisco en la mejilla, cerca del ojo izquierdo, y Valentine, acosado por decenas de furiosas criaturas, sufrió mordeduras en ambos brazos. Carabella, con metódicos movimientos, mató a los chimos con un estilete que usaba en un ejercicio de malabarismo, espetándolos con terca determinación y gran destreza, pero transcurrió media hora horrible antes de que el último roedor estuviera muerto.

Tras atravesar el territorio de los chimos y los helechos cantores, los viajeros entraron en una región de curioso aspecto, una zona amplia y despejada abundante en praderas en las que se alzaban cientos de negras agujas de granito de aproximadamente un metro de ancho y quizá veinticinco metros de altura, obeliscos naturales producto de un insondable incidente geológico. A Valentine le pareció una región de exquisita belleza. Zalzan Kavol opinó que se trataba simplemente de otro lugar que había que cruzar con rapidez, de camino a las próximas fiestas que precisaran malabaristas. Para Autifon Deliamber, sin embargo, se trataba de algo distinto, de un lugar que daba muestras de posible amenaza. El vroon se inclinó y observó con gran interés los obeliscos a través de las ventanas del vagón.

—Alto —dijo a Zalzan Kavol.

—¿Qué ocurre?

—Quiero comprobar algo. Déjame bajar.

Zalzan Kavol gruñó en señal de impaciencia y tiró de las riendas. Deliamber bajó del vagón. Con los ágiles movimientos deslizantes de sus glutinosos miembros, el mago se acercó a las viejas formaciones rocosas, desapareció entre ellas, se dejó ver de vez en cuando mientras zigzagueaba de pináculo en pináculo.

Cuando regresó, Deliamber tenía un sombrío y receloso aspecto.

—Mirad allí —dijo, señalando—. ¿No veis unas enredaderas, extendidas de una roca a otra, por todas partes? ¿Y unos animalillos que se mueven por las enredaderas?

Valentine apenas distinguió una red de finas y lustrosas líneas rojas extendida sobre los pináculos, diez o quince metros, tal vez más, por encima del suelo. Y… sí, algunas bestias con apariencia de simios se movían como acróbatas de obelisco en obelisco, ágilmente suspendidos de brazos y patas.

—Parecen enredaderas cazapájaros —dijo Zalzan Kavol en voz de asombro.

—Lo son —contestó Deliamber.

—¿Pero por qué esos animales no se quedan pegados? ¿Y qué animales son esos?

—Hermanos del bosque —respondió el vroon—. ¿Los conocías?

—Explícate.

—Causan problemas. Es una tribu salvaje, nativa del centro de Zimroel, que no suele encontrarse tan al oeste. Se sabe que los metamorfos los cazan, para aprovechar la carne como alimento o por deporte, no estoy seguro. Tienen inteligencia, aunque poca, algo superior a la de perros y droles, inferior a la de seres civilizados. Sus dioses son unos árboles, los duikos. Tienen cierta estructura tribal. Conocen el empleo de dardos envenenados, y crean problemas a los viajeros. Su sudor contiene una enzima que los inmuniza contra la pegajosidad de las enredaderas cazapájaros, y que ellos utilizan con muchos fines.

—Si nos molestan —declaró Zalzan Kavol—, los destruiremos. ¡Adelante!

Aquel día, tras cruzar la región de los obeliscos, no hubo más indicios de hermanos del bosque. Pero el día siguiente, Deliamber avistó nuevas hileras de enredaderas cazapájaros en las copas de los árboles, y al cabo de otro día los viajeros, ya introducidos en la reserva forestal, encontraron un grupo de árboles de tamaño auténticamente colosal que, según explicó el mago vroon, eran duikos, sagrados para los hermanos del bosque.

—Esto explica su presencia tan lejos de territorio metamorfo —dijo Deliamber—. Debe tratarse de una partida nómada que se dirige hacia el oeste para rendir homenaje a este bosque.

Los duikos eran imponentes. Había cinco árboles, muy separados en campos que por lo demás estaban desolados. Los troncos, cubiertos de una corteza rojo brillante que crecía en varias capas con profundas fisuras intermedias, tenían un diámetro mayor que el eje longitudinal del vagón de Zalzan Kavol. Y aunque no eran particularmente elevados, treinta metros como mucho, sus poderosas ramas, todas tan gruesas como un árbol ordinario, se extendían tan lejos que legiones enteras podrían haberse refugiado bajo el gigantesco pabellón de un duiko. Las hojas brotaban en tallos tan gruesos como el muslo de un skandar, objetos correosos del tamaño de una casa suspendidos pesadamente, creando una sombra impenetrable. Y de todas las ramas pendían dos o tres frutos amarillos, elefantinos, desiguales e irregulares bolas de tres o cuatro metros de anchura. Una fruta había caído hacía poco, así lo parecía, del árbol más próximo; tal vez en un día de lluvia, cuando el terreno estaba blando, porque su peso había abierto un cráter poco profundo donde yacía la fruta, partida, dejando ver grandes y relucientes semillas negras de muchos ángulos en medio de una pulpa escarlata.

Valentine comprendió por qué esos árboles eran dioses para los hermanos del bosque. Eran monarcas vegetales, arrogantes, autoritarios. Él mismo sintió el deseo de arrodillarse ante los duikos.

—La fruta es gustosa —dijo Deliamber—. Embriagadora, de hecho, para el metabolismo humano y de otras razas.

—¿Para los skandars? —preguntó Zalzan Kavol.

—Para los skandars, sí.

Zalzan Kavol se echó a reír.

—La probaremos. ¡Erfon! ¡Thelkar! ¡Coged trozos de fruta!

—Los talismanes de los hermanos del bosque están enterrados en el suelo delante de los árboles —dijo nerviosamente Deliamber—. Han estado aquí hace poco, y pueden volver. Y si nos encuentran profanando la arboleda, atacarán, y sus dardos matan.

—Sleet, Carabella, montad guardia a la izquierda. Valentine, Shanamir, Vinorkis, aquí. Gritad aunque sólo veáis a uno de esos monos. —Zalzan Kavol señaló a sus hermanos con un ademán—. Coged fruta para todos. Haern, tú y yo defenderemos el vagón desde aquí. Mago, quédate con nosotros.

Zalzan Kavol sacó dos pistolas de energía de un baúl y entregó una a su hermano Haern. Deliamber cloqueó y murmuró en gesto de desaprobación.

—Se mueven como fantasmas, aparecen de repente…

—Ya basta —dijo Zalzan Kavol.

Valentine eligió un puesto de vigilancia a cincuenta metros del vagón, y escudriñó cautelosamente la zona situada más allá de los duikos, el siniestro y misterioso bosque. Esperaba que en cualquier momento volara hacia él un mortífero dardo. Era una sensación desagradable. Erfon Kavol y Thelkar, llevando una gran cesta de mimbre entre los dos, avanzaron hacia la fruta caída, deteniéndose a cada paso para mirar en todas direcciones. Al llegar a la duika, la bordearon con grandes precauciones para alcanzar el lado oculto.

—¿Y si un grupo de hermanos del bosque está sentado ahí detrás ahora mismo celebrando un festín? —preguntó Shanamir—. ¿Y si Thelkar topa con ellos y…?

Una enorme y terrorífica combinación de chillido y rugido, el sonido que puede emitir un enfurecido toro bidlak interrumpido mientras se aparea, surgió de la vecindad de la duika. Erfon Kavol, dominado por el pánico, apareció de nuevo al galope, corriendo hacia el vagón, seguido un momento más tarde por un Thelkar igualmente atemorizado.

—¡Bestias! —gritó una voz feroz—. ¡Cerdos y padres de cerdos! ¡Violar a una mujer mientras goza de su comida! ¿Eso queréis? ¡Yo os enseñaré a violar! ¡Ya os arreglaré yo para que no volváis a violar. ¡No corráis, animales peludos! ¡Quietos, os digo, quietos!

De la parte posterior de la duika salió la mujer más enorme que Valentine había visto, una criatura tan voluminosa que constituía la compañía perfecta para aquellos árboles, totalmente proporcionada en relación a ellos. Tenía dos metros de estatura, quizá más, y su gigantesco cuerpo era una montaña de carne que se alzaba sobre unas piernas tan robustas como pilares. Una ajustada blusa y unos pantalones de cuero gris componían su atuendo, y la blusa estaba abierta casi hasta la cintura, dejando al descubierto unas inmensas bolas oscilantes, unos pechos del tamaño de la cabeza de un hombre. Su cabello era una greña de alborotados rizos anaranjados. Sus llameantes ojos tenían un penetrante color azul claro. Llevaba en las manos una espada vibratoria de imponente longitud; la blandía con tal fuerza que Valentine, a treinta metros de distancia, notó la brisa que levantaba. Sus mejillas y senos estaban manchados con el jugo de la pulpa de la duika.

Con potentes zancadas la mujer avanzó hacia el vagón en medio de un estruendo, clamando que deseaban violarla y exigiendo venganza.

—¿Qué pasa? —preguntó Zalzan Kavol, pasmado como nunca antes le había visto Valentine. Lanzó atroces miradas a sus hermanos—. ¿Qué le habéis hecho?

—Ni la hemos tocado —dijo Erfon Kavol—. Estábamos allí detrás, atentos a los hermanos del bosque, cuando Thelkar la encontró de repente, tropezó y la agarró por el brazo para no caerse…

—Has dicho que ni la habéis tocado —espetó Zalzan Kavol.

—No de esa forma. Sólo ha sido un accidente, un tropezón.

—Haz algo —se apresuró a decir Zalzan Kavol a Deliamber, porque la giganta ya estaba encima de ellos.

El vroon, pálido y melancólico, se colocó delante del vagón y alzó numerosos tentáculos hacia la aparición que se alzaba ante él, casi tan alta como un skandar.

—Paz —dijo serenamente Deliamber a la furiosa giganta—. No queremos causarte mal alguno.

Mientras hablaba, Deliamber gesticuló con la resolución de un maníaco, realizando una especie de pacificador conjuro que se manifestó como un tenue resplandor azulado en el aire, delante del mago. La voluminosa mujer pareció responder al hechizo, ya que avanzó con más lentitud y acabó deteniéndose a poca distancia del vagón.

La mujerona siguió donde estaba, blandiendo siniestramente la espada vibratoria. Poco después se ajustó la blusa y la abrochó correctamente. Dedicó una ceñuda mirada a los skandars y señaló a Erfon y Thelkar.

—¿Qué pensaban hacer conmigo esos dos? —preguntó en voz grave, resonante.

—Sólo querían coger trozos de duika —replicó Deliamber—. ¿No vio que llevaban una cesta?

—No teníamos la menor idea de que usted estaba allí —murmuró Thelkar—. Estábamos dando la vuelta a la fruta para ver si había hermanos del bosque ocultos, eso es todo.

—Y os echasteis encima de mí como lo que sois, como palurdos. Y me habríais violado si no hubiera estado armada, ¿eh?

—Tropecé —insistió Thelkar—. No tenía intención de molestarla. Estaba atento a los hermanos del bosque, y cuando me encontré con una mujer tan gorda…

—¿Qué? ¿Más insultos?

Thelkar respiró profundamente.

—Quiero decir que… que no podía esperar que… que usted…

—No pretendíamos… —dijo Erfon Kavol. Valentine, que había observado la escena con creciente diversión, se acercó.

—Si ellos pretendían violarla —dijo—, ¿lo habrían hecho ante un público tan numeroso? Nosotros somos de su raza. No lo habríamos tolerado. —Señaló a Carabella—. Esa mujer es tan fiera a su manera como usted a la suya, señora mía. Puede estar segura de que si estos skandars hubieran intentado hacerle algún daño, ella sola lo habría evitado. Ha sido un simple malentendido, nada más. Baje la espada y no se sienta en peligro entre nosotros.

La giganta pareció sosegarse con la elegancia y el encanto de las palabras de Valentine. Bajó lentamente la espada vibratoria, dejándola inerte, y la aseguró en su cadera.

—¿Quiénes sois? —preguntó quedamente—. ¿Qué hace por aquí esta procesión?

—Me llamo Valentine, y somos malabaristas ambulantes. Éste es Zalzan Kavol, el director de la compañía.

—Y yo soy Lisamon Hultin —respondió la giganta—, que ofrece sus servicios como guardaespaldas y guerrera, aunque últimamente poco ha habido de eso.

—Y nosotros estamos perdiendo el tiempo —dijo Zalzan Kavol—. Deberíamos estar en marcha, si es que se nos concede el adecuado perdón por haber interrumpido su reposo.

Lisamon Hultin asintió bruscamente.

—Sí, poneos en marcha. Pero ¿sabéis que este territorio es peligroso?

—¿Los hermanos del bosque? —preguntó Valentine.

—Por todas partes. Los bosques están llenos de hermanos.

—¿Y usted no los teme? —observó Deliamber.

—Sé hablar su lenguaje —dijo Lisamon Hultin—. He negociado un tratado personal con ellos. ¿Creéis que me atrevería a comer duika si no fuera así? En otras partes tal vez tenga un poco de grasa, pero no entre las orejas, brujillo. —Miró a Zalzan Kavol—. ¿Adónde vais?

—A Mazadone —replicó el skandar.

—¿Mazadone? ¿Tenéis trabajo allí?

—Esperamos que así sea —dijo Zalzan Kavol.

—Allí no hay nada para vosotros. Acabo de salir de Mazadone. El duque murió hace poco y han decretado tres semanas de luto en toda la provincia. ¿O es que los malabaristas actuáis en funerales?

La cara de Zalzan Kavol se ensombreció.

—¿No hay trabajo en Mazadone? ¿No hay trabajo en toda la provincia? ¡Tenemos gastos que pagar! ¡No hemos ganado nada desde que estuvimos en Dulorn! ¿Qué vamos a hacer?

Lisamon Hultin escupió un trozo de duika.

—No es mi problema. Además, no podéis llegar a Mazadone.

—¿Qué?

—Hermanos del bosque. Han bloqueado la carretera a pocos kilómetros de distancia. Piden tributo a los viajeros, creo, o un absurdo parecido. No os dejarán pasar. Tendréis suerte si no os llenan de dardos.

—¡Nos dejarán pasar! —exclamó Zalzan Kavol. La guerrillera se encogió de hombros.

—Sin mí, no, no os dejarán.

—¿Sin usted?

—Ya te lo he dicho, hablo su lenguaje. Podría comprar vuestro permiso de paso, regateando un poco. ¿Os interesa? Cinco reales serán suficientes.

—¿Para qué quieren dinero los hermanos del bosque? —preguntó el skandar.

—Oh, no es para ellos —dijo frívolamente Lisamon Hultin—. Cinco reales para mí. Yo les ofreceré otras cosas. ¿Hay trato?

—Absurdo. ¡Cinco reales son una fortuna!

—Yo no regateo —dijo ella, muy tranquila—. En mi profesión existe el honor. Buena suerte en la carretera. —Dedicó una frígida mirada a Thelkar y Erfon Kavol—. Si queréis, podéis coger un poco de duika antes de partir. ¡Pero será mejor que no estéis comiéndola cuando os topéis con los hermanos!

La giganta dio media vuelta con voluminosa dignidad y se dirigió hacia la enorme fruta que había junto al árbol. Sacó la espada, cortó tres grandes trozos e hizo un desdeñoso gesto a los skandars, que con cierta intranquilidad los metieron en la cesta de mimbre.

—¡Al vagón, todos! —ordenó Zalzan Kavol—. ¡El camino a Mazadone es largo!

—Hoy no viajaréis mucho —dijo Lisamon Hultin, y estalló en una burlona risa—. No tardaréis en volver aquí… ¡si es que sobrevivís!

5

Los dardos envenenados de los hermanos del bosque preocuparon a Valentine durante los siguientes kilómetros de marcha. Una muerte horrible y brusca no tenía atractivo alguno, y los bosques eran densos y misteriosos, repletos de un tipo fundamental de vegetación: helechos arboriformes con planteadas vainas de esporas, vítreas colas de caballo de tres metros de altura y espesos grupos de hongos arracimados, pálidos y repletos de oscuros cráteres. En un paraje tan extraño podía suceder cualquier cosa, y seguramente sucedería.

Pero el jugo de la duika mitigó fuertemente la tensión. Vinorkis dividió en porciones cúbicas un enorme trozo y las repartió entre los demás. La fruta tenía un sabor profundamente dulce, su pulpa era granular y se deshacía con rapidez en la lengua. Los alcaloides que contenía no tardaban en pasar de la sangre al cerebro, con más celeridad que el vino más fuerte. Valentine notó calor y alegría. Se repantigó en el cuarto de pasajeros, con un brazo sobre los hombros de Carabella y el otro sobre los de Shanamir. Delante, Zalzan Kavol estaba mucho más tranquilo; había acelerado la marcha del vagón, que avanzaba con traviesa velocidad no muy de acuerdo con los austeros y precavidos hábitos del skandar. Sleet, normalmente reservado, cortó más duika y empezó a cantar una bulliciosa canción:

A la ribera de Belka llegó lord Barhold

Con corona, barreño y cadena,

Para atar las manos a Gornup el anciano

Y forzarlo a que se las mordiera…

El vagón se detuvo de repente, tan de repente que Sleet salió despedido y cayó en el regazo de Valentine, un trozo de jugosa duika produjo un chasquido al chocar con la mejilla de aquél. Entre risas y parpadeos, Valentine se limpió la cara. Tras recuperar la visión, vio que todos se hallaban reunidos en la parte delantera del vagón, atisbando entre los skandars que ocupaban el asiento del cochero.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Una enredadera cazapájaros —dijo Vinorkis en voz bastante sombría—. La carretera está obstruida. La giganta dijo la verdad.

Cierto. La pegajosa y resistente enredadera roja estaba extendida entre dos helechos arboríferos, formando una cadena potente y flexible, ancha y gruesa. El bosque que bordeaba la carretera era totalmente impenetrable en ese punto. La enredadera cazapájaros cerraba la carretera. El vagón no podía continuar por ningún sitio.

—¿Es muy difícil cortarla? —preguntó Valentine.

—Podríamos hacerlo en cinco minutos con pistolas de energía —dijo Zalzan Kavol—. Pero mirad allí.

—Hermanos del bosque —dijo en voz baja Carabella.

Estaban por todas partes, pululando en el bosque, colgados de todos los árboles aunque a más de cien metros del vagón. A corta distancia no tenían tanto parecido con los monos, su aspecto era de salvajes de una raza inteligente. Eran pequeñas criaturas desnudas de piel lisa y grisazulada y delgadas extremidades. Sus peladas cabezas eran estrechas y alargadas, con frentes planas e inclinadas, y sus estirados cuellos parecían endebles, frágiles. Tenían el pecho hundido y sus cuerpos eran descarnados y huesudos. Todos, tanto machos como hembras, llevaban cerbatanas de caña atadas a las caderas. Señalaron el vagón, parlotearon entre ellos, emitieron suaves silbidos.

—¿Qué hacemos? —preguntó Zalzan Kavol a Deliamber.

—Recurrir a la guerrillera, diría yo.

—¡Nunca!

—En ese caso —dijo el vroon—, dispongámonos a acampar en el vagón hasta el final de nuestros días, o volvamos a Dulorn para indagar si hay otra ruta.

—Podríamos parlamentar con ellos —dijo el skandar—. Sal, mago. Habla con ellos en el lenguaje de los sueños, en el lenguaje de los monos, en el lenguaje de los vroones, como sea. Diles que nos esperan asuntos urgentes en Mazadone, que debemos actuar en el funeral del duque y que se les castigará severamente si nos retrasan.

—Habla tú con ellos —dijo tranquilamente Deliamber.

—¿Yo?

—Es muy probable que el primero de nosotros que salga del vagón acabe espetado por dardos. Prefiero rehusar el honor. Quizá se sientan intimidados por tu gran corpulencia y te alaben como su rey. O quizá no.

Los ojos de Zalzan Kavol llamearon.

—¿Te niegas?

—Un brujo muerto —dijo Deliamber— no te llevará muy lejos en este planeta. Sé algunas cosas sobre estas criaturas. Son caprichosas y muy peligrosas. Elige otro mensajero, Zalzan Kavol. Nuestro contrato no me exige que arriesgue la vida por ti.

Zalzan Kavol emitió un gruñido de disgusto, pero no insistió.

Inmovilizados, los malabaristas permanecieron a la espera durante tensos minutos. Los hermanos del bosque empezaron a bajar de los árboles, manteniéndose a considerable distancia del vagón. Algunos danzaron e hicieron cabriolas en la carretera, y entonaron un cántico áspero y discordante, amorfo y atonal, como el zumbido de un descomunal insecto.

—Un disparo de pistola de energía los dispersaría —dijo Erfon Kavol—. No nos costará mucho quemar la enredadera cazapájaros. Y luego…

—Y luego nos perseguirán por el bosque y nos acribillarán con dardos en cuanto asomemos la cabeza —dijo Zalzan Kavol—. No. Podemos estar rodeados por miles de hermanos.

Ellos nos ven, nosotros no podemos verlos. No los venceremos por la fuerza.

El voluminoso skandar engulló malhumoradamente los restos de duika. Continuó en silencio unos instantes, con el ceño fruncido, agitando el puño de vez en cuando a las diminutas criaturas que obstruían la carretera.

—Mazadone todavía está a un día de viaje —dijo finalmente con voz sorda y amarga—. Esa mujer dijo que allí no había trabajo disponible, así que debemos ir a Borgax, o incluso a Thagobar, ¿eh, Deliamber? Pasarán varias semanas más antes de que ganemos otra corona. Y aquí estamos, atrapados en el bosque por unos monos con dardos envenenados. ¿Valentine?

—¿Sí? —contestó Valentine, sorprendido.

—Quiero que salgas del vagón por la parte trasera y vuelvas con esa guerrillera. Ofrécele tres reales para que nos saque del apuro.

—¿Hablas en serio? —preguntó Valentine. Carabella se quedó boquiabierta.

—¡No! —dijo la joven—. ¡Iré yo!

—¿Qué pasa aquí? —dijo Zalzan Kavol, irritado.

—Valentine es… es… se pierde con mucha facilidad, se distrae, él… es posible que no sea capaz de encontrar…

—Tonterías —dijo el skandar, agitando las manos en señal de impaciencia—. La carretera es recta. Valentine es fuerte y rápido. Y se trata de una misión arriesgada. Tu talento es demasiado valioso, no podemos arriesgarlo, Carabella. Tendrá que ir Valentine.

—No lo hagas —musitó Shanamir.

Valentine dudaba. No le gustaba mucho la idea de abandonar la relativa seguridad del vagón para ir a pie, solo, por un bosque plagado de mortíferas criaturas. Pero alguien debía hacerlo, y no un skandar, lento y pesado, ni el zancajoso yort. Valentine era el miembro menos imprescindible de la compañía para Zalzan Kavol; quizá fuera cierto. Tal vez él mismo se consideraba poco imprescindible.

—La guerrillera nos dijo que el precio eran cinco reales —recordó Valentine.

—Ofrécele tres.

—¿Y si se niega? Dijo que regatear iba contra su honor.

—Tres —dijo Zalzan Kavol—. Cinco reales es una fortuna inmensa. Tres es un precio absurdo que puede pagarse.

—¿Quieres que corra kilómetros por un bosque peligroso para ofrecer un pago incorrecto a cambio de un servicio que debe hacerse por fuerza?

—¿Estás negándote?

—Estoy recalcando una insensatez —dijo Valentine—. Si debo arriesgar mi vida, debo tener la esperanza de triunfar. Dame cinco reales para la mujer.

—Vuelve con ella —dijo el skandar—, y yo negociaré.

—Ve a buscarla tú mismo —dijo Valentine.

Zalzan Kavol meditó la respuesta. Carabella, tensa y pálida, no dejó de sacudir la cabeza. Sleet advirtió a Valentine, con la mirada, que no cediera. Shanamir, con el rostro enrojecido, tembloroso, parecía estar al borde de un estallido de rabia. Valentine se preguntó si en esta ocasión no había forzado en exceso el volátil temperamento del skandar.

El pelaje de Zalzan Kavol se agitó como si espasmos de cólera estuvieran contrayendo sus potentes músculos. Parecía estar refrenándose mediante un feroz esfuerzo. Sin duda alguna, la última muestra de independencia de Valentine había encolerizado al skandar prácticamente hasta hacerle hervir. Pero en los ojos de Zalzan Kavol apareció un fulgor de cálculo; quizás estaba comparando el impacto de abierto desafío de Valentine con la necesidad que tenía de que éste le prestara ese servicio. Tal vez se estaba preguntando si su tacañería no era absurda en ese momento.

Después de una larga y tensa pausa, Zalzan Kavol respiró con un explosivo silbido y, con aspecto ceñudo, buscó su bolsa. Contó amargamente las cinco relucientes piezas de un real.

—Aquí tienes —gruñó—. Y date prisa.

—Iré tan rápido como pueda.

—Si correr te representa una carga excesiva —dijo Zalzan Kavol—, sal por la parte delantera, pregunta a los hermanos del bosque si puedes desenganchar una montura y cabalga cómodamente hasta encontrar a esa mujer. Pero haz algo deprisa, sea lo que sea.

—Correré —replicó Valentine, y empezó a soltar la ventana trasera del vagón.

En el momento de salir notó picor en los omoplatos, que ya preveían el sordo impacto de un dardo. Pero no hubo impactos, y Valentine no tardó en emprender una ágil carrera por la carretera. El bosque, tan siniestro visto desde el vagón, se hizo mucho menos tenebroso. La vegetación era extraña pero apenas ominosa, pese a la presencia de los arracimados hongos picados de viruela, y los helechos arboríferos eran simplemente elegantes con las vainas de esporas emitiendo destellos bajo el sol de la tarde. Las largas piernas de Valentine siguieron un ritmo constante, y su corazón latió sin lamentarse. La carrera tuvo un efecto relajador, casi hipnótico, fue tan sosegadora como el malabarismo.

Corrió un buen rato, sin prestar atención al tiempo y a la distancia, hasta que le pareció haberse alejado bastante. ¿Cómo era posible que no hubiera reparado en algo tan conspicuo como cinco duikos? ¿Había cometido el descuido de desviarse por una bifurcación de la carretera, se había extraviado? Era improbable. Por ello se limitó a seguir corriendo, hasta que por fin divisó los monstruosos árboles, y la gran fruta caída bajo el más próximo.

La giganta no parecía estar en los alrededores. Valentine gritó su nombre, buscó detrás de la duika, recorrió la arboleda entera. Nada. Consternado, pensó en seguir corriendo, en dirección a Dulorn, para encontrar a Lisamon. Pero al haberse detenido ya notaba los efectos de la carrera: los músculos protestaban en las pantorrillas y en los muslos, y el corazón latía de un modo desagradable. En ese momento no tenía deseo alguno de seguir corriendo.

Pero entonces avistó una montura atada a doscientos metros del grupo de duikos. Era una bestia de tamaño anormal, ancho lomo y gruesas patas, apta para cargar con la mole de Lisamon Hultin. Valentine se acercó al animal, examinó los alrededores y descubrió una senda toscamente abierta que conducía a un riachuelo.

El terreno se interrumpió bruscamente en un irregular risco. Valentine miró desde el borde. El arroyo abandonaba el bosque en aquel punto y el agua caía por el risco a una hondonada rocosa situada diez metros más abajo. Y junto al estanque, tomando el sol después de haberse bañado, estaba Lisamon Hultin, tumbada boca abajo, con la espada vibratoria al lado. Valentine contempló con asombro la amplia y musculosa espalda, los fuertes brazos, las enormes columnas de las piernas, los vastos globos con hoyuelos que eran las nalgas.

La llamó.

Lisamon se volvió al instante, se incorporó, miró alrededor.

—¡Aquí, arriba! —gritó Valentine.

Lisamon miró en esa dirección, y Valentine apartó discretamente la mirada, pero ella se rió de su modestia. La mujer se levantó y cogió la ropa con extremada naturalidad, sin prisas.

—Eres tú —dijo—. El que habla con tanta finura. Valentine. Puedes bajar. No tengo miedo de ti.

—Sé que se enfada si la molestan cuando reposa —dijo mansamente Valentine, mientras bajaba la empinada senda rocosa.

Cuando llegó abajo, Lisamon ya se había puesto los pantalones y estaba haciendo esfuerzos para cerrar la blusa sobre sus soberbios senos.

—Hemos llegado a la barricada —dijo Valentine.

—Claro.

—Necesitamos llegar a Mazadone. El skandar me envía para contratar sus servicios. —Valentine sacó los cinco reales de Zalzan Kavol—. ¿Querrá ayudarnos?

Lisamon observó las relucientes monedas.

—El precio es siete reales y medio.

Valentine frunció los labios.

—Antes nos dijo cinco.

—Eso fue antes.

—El skandar sólo me ha dado cinco reales para pagarle.

Lisamon se encogió de hombros y empezó a desabrocharse la blusa.

—En ese caso, continuaré tomando el sol. Puedes quedarte o marcharte, como quieras, pero no te acerques.

—Cuando el skandar trató de bajar el precio —dijo en voz baja Valentine—, usted se negó a regatear, y explicó que en su profesión existía el honor. Mi noción de honor me exigiría respetar un precio una vez mencionado.

La mujer se llevó las manos a las caderas y se echó a reír, con una risa tan estruendosa que Valentine temió salir volando. Se sentía como un juguete al lado de aquella guerrillera: ella le superaba en peso, más de cuarenta kilos, y en estatura, quizá treinta centímetros.

—¡Qué valiente, o qué estúpido eres! Podría destrozarte de una bofetada, ¡y tú te atreves a sermonearme sobre faltas al honor!

—Creo que no me hará daño.

Ella le observó con renovado interés.

—Es posible que no. Pero estás arriesgándote, chico. Me ofendo muy fácilmente y a veces hago más daño del que pretendo, cuando pierdo el humor.

—No me importa. Debemos llegar a Mazadone, y sólo usted puede convencer a los hermanos del bosque. El skandar pagará cinco reales, ni uno más. —Valentine se arrodilló y alineó las brillantes monedas en la roca que bordeaba el estanque—. No obstante, tengo algunas monedas que me pertenecen. Acabaré la discusión, pondré lo que falta. —Buscó en la bolsa hasta encontrar una pieza de un real, luego otra, y finalmente una tercera de medio real. Levantó la cabeza, esperanzado.

—Cinco serán suficiente —dijo Lisamon Hultin. La mujer cogió las monedas de Zalzan Kavol, despreció las de Valentine, y empezó a subir la senda.

—¿Dónde está tu montura? —preguntó mientras desataba la suya.

—He venido andando.

—¿Andando? ¿Andando? ¿Has corrido tanta distancia? —Miró a Valentine—. ¡Qué empleado tan leal eres! ¿Te paga bien ese skandar, suficiente para que le prestes esos servicios y corras esos riesgos?

—No puedo decir que sí.

—No, supongo que no. Bueno, monta detrás de mí. Esta bestia no va a notar un peso extra tan insignificante.

Lisamon montó, y el animal, aunque enorme comparado con otros de su raza, pareció haber menguado y haberse vuelto frágil en cuanto la mujer estuvo encima. Valentine, tras cierta vacilación, se puso detrás y rodeó con sus brazos la cintura de Lisamon. A pesar de su mole, la guerrillera no tenía rasgos de obesidad: sólidos músculos circundaban sus caderas.

La cabalgadura, andando a paso largo, salió de la arboleda de duikos y llegó a la carretera. El vagón, cuando lo encontraron, seguía perfectamente cerrado, y los hermanos del bosque continuaban danzando y parloteando en los árboles y detrás de la barricada.

Desmontaron. Lisamon se acercó a la parte delantera del vagón, sin dar muestras de miedo, y dijo algo a los hermanos del bosque en voz aguda y chillona. De los árboles brotó una contestación de similar tono. Otro chillido de la mujer, nueva respuesta. A continuación se inició un largo y ardoroso coloquio, con numerosas reconvenciones e interjecciones.

Lisamon se dirigió a Valentine.

—Abrirán la puerta para vosotros —dijo—. A cambio de un pago.

—¿Cuánto?

—Nada de dinero. Servicios.

—¿Qué servicios podemos ofrecer a estos hermanos del bosque?

—Les he dicho que sois malabaristas, y he explicado lo que hacen los malabaristas. Os dejarán continuar si actuáis para ellos. De lo contrario os matarán y harán juguetes con vuestros huesos, aunque no hoy mismo, porque hoy es un día sagrado para los hermanos del bosque y no matan a nadie durante esos días. Mi consejo es que actuéis ante ellos, pero haced lo que queráis. —Y añadió—: El veneno que emplean no actúa de una manera particularmente rápida.

6

Zalzan Kavol se indignó —¿Actuar ante monos? ¿Actuar sin cobrar?— pero Deliamber señaló que los hermanos del bosque ocupaban un lugar ligeramente más elevado que los monos en la escala evolutiva. Sleet observó que aún no habían practicado ese día y que el entrenamiento les iría bien, y Erfon Kavol puso fin a la discusión al argüir que en realidad no iba a ser una actuación gratis, puesto que se haría a cambio de poder pasar por aquella parte del bosque, que los hermanos controlaban efectivamente. Y en cualquier caso no tenían alternativa. Salieron del vagón, con bastones, bolas y hoces pero no con antorchas, pues Deliamber sugirió que podían asustar a los hermanos del bosque y forzarlos a hacer cosas imprevisibles. Empezaron a actuar en la parte más despejada que encontraron.

Los hermanos del bosque observaron embelesados. Cientos y cientos salieron en tropel del bosque y se acomodaron a lo largo de la carretera, con los ojos fijos, mordisqueándose los dedos y las finas colas prensiles, haciendo quedos comentarios entre ellos. Los skandars intercambiaron hoces, cuchillos, bastones y hachetas. Valentine lanzó bastones al aire, Sleet y Carabella actuaron con elegancia y distinción. Pasó una hora y otra, el sol empezó a escabullirse en dirección a Pidruid, y los hermanos del bosque continuaron mirando, los malabaristas siguieron actuando, y nada se hizo para desenredar la planta cazapájaros de los árboles.

—¿Tenemos que actuar para ellos toda la noche? —preguntó Zalzan Kavol.

—¡Chis! —dijo Deliamber—. No ofendas a nadie. Nuestras vidas están en sus manos.

Aprovecharon la oportunidad para ensayar nuevos números. Los skandars perfeccionaron un ejercicio de intercepción, robándose objetos unos a otros de un modo cómico tratándose de seres tan voluminosos y feroces. Valentine actuó con Sleet y Carabella en un intercambio de bastones. Después Sleet y Valentine se lanzaron bastones uno a otro, con gran rapidez, mientras Carabella, primero, y Shanamir, luego, daban osadas volteretas entre los dos hombres. Y así fueron las cosas durante la tercera hora.

—Estos hermanos del bosque ya han recibido de nosotros una diversión equivalente a cinco reales —gruñó Zalzan Kavol—. ¿Cuándo acaba esto?

—Actuáis muy bien —dijo Lisamon Hultin—. Ellos gozan muchísimo con vuestro espectáculo. Yo misma estoy gozando.

—Es muy amable por su parte —contestó hoscamente Zalzan Kavol.

Se acercaba el ocaso. Al parecer la llegada de la oscuridad indicaba cierto cambio de talante para los hermanos del bosque, ya que de improviso perdieron interés en la actuación. Cinco hermanos, con presencia y autoridad, se adelantaron y empezaron a desgarrar la barricada de la enredadera cazapájaros. Sus diminutas y afiladas manos dieron buena cuenta de la planta, que habría enmarañado sin remedio a cualquier otra criatura en la confusión de fibra pegajosa. El camino quedó despejado en cuestión de minutos, y los hermanos del bosque, sin dejar de parlotear, se esfumaron en las tinieblas del bosque.

—¿Tenéis vino? —preguntó Lisamon Hultin mientras los malabaristas recogían el material y se disponían a continuar la marcha—. Tanto espectáculo me ha dado una sed irresistible.

Zalzan Kavol se dispuso a dar una avara contestación en el sentido de que las provisiones estaba acabándose, pero era demasiado tarde: Carabella, tras una hiriente mirada a su jefe, sacó un frasco. La guerrillera quitó el tapón y acabó la bebida de un largo y ávido trago. Se limpió los labios con la manga de la blusa y eructó.

—No está mal —dijo—. ¿Dulornés?

Carabella asintió.

—Esos gayrogs saben beber, ¡por muy serpientes que sean! No encontraréis nada parecido en Mazadone.

—¿Tres semanas de luto, nos dijo? —preguntó Zalzan Kavol.

—Como mínimo. Todos los espectáculos públicos están prohibidos. Franjas amarillas de duelo en todas las puertas.

—¿De qué murió el duque? —inquirió Sleet. La giganta se alzó de hombros.

—Hay quien dice que fue un envío del Rey, que el duque se murió del susto, y otros aseguran que se atragantó con un trozo de carne a medio asar. También dicen que se dio el gusto de excederse con tres concubinas. ¿Tiene alguna importancia? Él ha muerto, eso no hay que discutirlo, y lo demás son bobadas.

—Y ningún trabajo que hacer —dijo tristemente Zalzan Kavol.

—No, ninguno hasta Thagobar y aún más lejos.

—Semanas enteras sin ganancias —murmuró el skandar.

—Debe ser una desgracia para vosotros. Pero conozco un sitio donde podrías encontrar buenos sueldos, después de pasar Thagobar.

—Sí —dijo Zalzan Kavol—. En Khyntor, supongo.

—¿En Khyntor? No, allí es época de escasez, eso me dijeron. Este verano hubo mala cosecha de plumas de clennet, los comerciantes van de mal en peor y creo que hay poco dinero para gastar en diversiones. No, me refiero a Ilirivoyne.

—¿Qué? —dijo Sleet, igual que si acabara de lanzarle un dardo.

Valentine repasó sus conocimientos, pero no aclaró nada.

—¿Dónde está eso? —musitó a Carabella.

—Al sureste de Khyntor.

—Pero el sureste de Khyntor es territorio metamorfo.

—Exacto.

Las serias facciones de Zalzan Kavol adoptaron cierto aire de animación por primera vez desde el incidente de la barricada. Se volvió rápidamente.

—¿Qué tipo de trabajo hay para nosotros en Ilirivoyne?

—Los cambiaspectos celebrarán fiestas el mes que viene —replicó Lisamon Hultin—. Habrá el baile de la cosecha, concursos de muchos tipos, jolgorio… Me dijeron que las compañías de artistas de las provincias imperiales entran en la reserva y ganan sumas enormes en tiempos de fiestas. Los cambiaspectos tienen poco apego al dinero imperial y se lo gastan rápidamente.

—Cierto —dijo Zalzan Kavol. La fría luz de la avaricia resplandecía en su cara—. Oí decir lo mismo, hace mucho tiempo. Pero nunca se me ocurrió comprobarlo.

—¡Lo comprobarás sin mí! —gritó de repente Sleet. El skandar le miró.

—¿Eh?

Sleet reflejaba enorme tensión, como si llevara toda la tarde practicando malabarismo a ciegas. Sus labios estaban apretados y exangües, su mirada era fija y tenía un brillo anormal.

—Si vais a Ilirivoyne —dijo tensamente—, no os acompañaré.

—Debo recordarte tu contrato —dijo Zalzan Kavol.

—Es igual. Mi contrato no me obliga a seguirte a territorio metamorfo. La ley imperial no es válida allí, y nuestro contrato quedará rescindido en el instante en que entremos en la reserva. No me gustan los cambiaspectos y me niego a arriesgar mi vida y mi alma en su provincia.

—Hablaremos de esto más tarde, Sleet.

—Mi respuesta será la misma más tarde.

Zalzan Kavol recorrió el círculo con la mirada.

—Ya basta. Hemos perdido horas aquí. Le agradezco su ayuda —dijo sin cordialidad a Lisamon.

—Os deseo un viaje provechoso —contestó ella, y cabalgó hacia el bosque.

Puesto que habían consumido mucho tiempo ante la barricada, Zalzan Kavol decidió que el vagón avanzaría durante toda la noche, en contra de sus hábitos normales. Valentine, exhausto después de una larga carrera y varias horas de malabarismo, y sintiendo la persistente nebulosidad producto de la duika que había comido, se durmió sentado en la parte posterior del vagón y no se enteró de nada más hasta el amanecer. Lo último que oyó fue una enérgica discusión sobre el tema de aventurarse en territorio metamorfo: Deliamber sugirió que los rumores habían exagerado los peligros de Ilirivoyne, Carabella observó que Zalzan Kavol tendría justificación para pedir daños y perjuicios a Sleet, una suma considerable, si éste incumplía el contrato, y Sleet insistió casi con histérica convicción de que él temía a los metamorfos y nunca estaría a menos de mil kilómetros de ellos. También Shanamir y Vinorkis expresaron temor a los cambiaspectos, a los que consideraban tenebrosos, falsos y peligrosos.

Valentine se despertó con la cabeza cómodamente cobijada en el regazo de Carabella. La brillante luz del sol fluía en el vagón. Estaban acampados en un parque, amplio y placentero, con vastos prados grisazulados y finos árboles de gran altura que formaban ángulos muy definidos. Redondeadas colinas cercaban todo el paisaje.

—¿Dónde estamos? —preguntó Valentine.

—En las afueras de Mazadone. El skandar arreó como un loco a los animales toda la noche. —Carabella le dedicó una hermosa sonrisa—. Y tú has dormido como un hombre que no lo ha hecho en mucho tiempo.

Afuera, Zalzan Kavol y Sleet estaban enzarzados en acaloradas discusiones a pocos metros del vagón. El canoso hombrecillo parecía aún más menudo a causa del enojo. Iba de un lado a otro, se golpeaba la palma con el puño, gritaba, pataleaba. En un momento dado estuvo a punto de atacar físicamente al skandar, que para ser Zalzan Kavol demostraba denotable calma y paciencia. El skandar estaba con todos sus brazos cruzados, imponente y amenazador delante de Sleet, y sólo de vez en cuando respondía, en voz baja y con serenidad, a las explosiones de ira del humano.

Carabella habló con Deliamber.

—Eso ya dura demasiado. Mago, ¿puedes intervenir, antes de que Sleet diga algo realmente desconsiderado?

El vroon tenía un aspecto melancólico.

—Sleet tiene un terror por los metamorfos que va más allá de la razón. Quizá tenga relación con aquel envío del Rey que tuvo hace tiempo, en Narabal, y que volvió blanco su pelo en una sola noche. O quizá no. En cualquier caso, tal vez es más prudente que abandone la compañía, sean cual sean las consecuencias.

—¡Pero le necesitamos!

—¿Y si él piensa que pueden ocurrirle cosas terribles en Ilirivoyne? ¿Podemos pedirle que se exponga a esos temores?

—Quizá yo pueda calmarle —dijo Valentine.

Se levantó para salir, pero en ese momento Sleet, muy serio y muy tenso, irrumpió en el vagón. Sin pronunciar palabra, el fuerte malabarista metió sus escasas posesiones en un morral. Después salió precipitadamente, con toda su furia intacta, pasó junto al inmóvil Zalzan Kavol y se dirigió con paso sorprendentemente rápido hacía las colinas del norte.

Todos le observaron, impotentes. Nadie reaccionó hasta que Sleet estuvo casi fuera de la vista.

—Voy a buscarle —dijo entonces Carabella—. Puedo hacer que cambie de opinión.

La mujer corrió hacia las colinas.

Zalzan Kavol la llamó cuando pasó junto a él, pero Carabella no le hizo caso. El skandar, después de sacudir la cabeza, llamó a los que estaban en el vagón.

—¿Adónde va? —preguntó.

—A buscar a Sleet —dijo Valentine.

—Es inútil. Sleet ha decidido abandonar la compañía. Me preocuparé de que lamente su deserción. Valentine, ahora recaen sobre ti mayores responsabilidades, y aumentaré en cinco coronas semanales tu salario. ¿Te parece aceptable?

Valentine asintió. Pensó en la serena y sobria presencia de Sleet en la compañía, y notó una sensación de pérdida.

—Deliamber —continuó el skandar—. He decidido, como ya puedes imaginar, buscar trabajo para nosotros entre los metamorfos. ¿Conoces las rutas para ir a Ilirivoyne?

—Jamás he estado allí —respondió el vroon—. Pero sé dónde está Ilirivoyne.

—¿Y cuál es el camino más rápido?

—De aquí a Khyntor, creo, y luego hacia al este en barco, aproximadamente seiscientos kilómetros. En Verf hay una carretera que lleva hacia el sur, hacia la reserva. No es una carretera lisa, pero tiene anchura suficiente para el vagón, así lo creo. Lo estudiaré.

—Entonces, ¿cuánto tiempo tardaremos en llegar a Ilirivoyne?

—Tal vez un mes, si no hay retrasos.

—Justo a tiempo para las fiestas metamorfas —dijo Zalzan Kavol—. ¡Perfecto! ¿Qué retrasos prevés?

—Los normales —dijo Deliamber—. Desastres naturales, averías del vagón, problemas locales, ingerencias criminales… En el centro del continente las cosas no son tan tranquilas como en las costas. Viajar en estas regiones implica riesgos.

—¡Naturalmente que sí! —retumbó una voz familiar—. ¡Protección es lo que necesitáis!

La formidable presencia de Lisamon Hultin estaba de pronto entre ellos.

La guerrillera tenía aspecto reposado y sosegado, no parecía que hubiera estado cabalgando toda la noche, y su montura no daba muestras de haber sufrido un largo recorrido.

—¿Cómo ha podido llegar aquí tan pronto? —dijo Zalzan Kavol en tono de asombro.

—Atajos del bosque. Abulto bastante, pero no tanto como ese vagón, y puedo ir por caminos. ¿Vais a Ilirivoyne, no?

—Sí —dijo el skandar.

—Estupendo. Lo sabía. Y os he seguido para ofreceros mis servicios. Yo estoy sin trabajo, vosotros vais a zonas peligrosas… La asociación es lógica. Os llevaré a Ilirivoyne sanos y salvos, ¡garantizado!

—Su jornal es demasiado elevado para nosotros. Lisamon sonrió.

—¿Piensas que siempre cobro cinco reales por un trabajillo como aquel? Os cobré mucho porque me hicisteis enfadar, porque os echasteis encima de mí cuando intentaba disfrutar de una comilona. Os llevaré a Ilirivoyne por otros cinco reales, aunque el viaje dure mucho.

—Tres —dijo firmemente Zalzan Kavol.

—Nunca aprenderás, ¿eh? —La giganta escupió muy cerca de los pies del skandar—. Yo no regateo. Iréis a Ilirivoyne sin mí, y que la buena fortuna os acompañe. Aunque lo dudo. —Guiñó un ojo a Valentine—. ¿Dónde están los otros dos?

—Sleet se niega a ir a Ilirivoyne. Se fue gritando de aquí hace diez minutos.

—No le culpo. ¿Y la mujer?

—Ha ido a buscar a Sleet, para convencerle de que debe volver. Se fue por allí. —Valentine señaló la senda que serpenteaba en las colinas.

—¿Por allí?

—Entre esas dos colinas.

—¿Han ido al bosque de bocas? —Había incredulidad en la voz de Lisamon.

—¿Qué es eso? —preguntó Valentine.

—¿Plantas boca? ¿Aquí? —dijo Deliamber en el mismo instante.

—El parque está dedicado a ellas —afirmó la giganta—. Pero hay letreros de advertencia al pie de las colinas. ¿Subieron por esa senda? ¿A pie? ¡Que el Divino los proteja!

—A él pueden comérselo dos veces, no me importa —dijo Zalzan Kavol, exasperado—. ¡Pero a ella la necesito!

—Igual que yo —dijo Valentine. Se dirigió a la guerrillera—. Si cabalgamos ahora mismo hasta allí, tal vez los encontremos antes de que se adentren en el bosque de bocas.

—Tu jefe opina que no puede pagar mis servicios.

—¿Cinco reales? —dijo Zalzan Kavol—. ¿De aquí a Ilirivoyne?

—Seis —dijo fríamente Lisamon.

—Seis, entonces. ¡Pero vuelve con ellos! ¡Con ella, por lo menos!

—Sí —contestó Lisamon Hultin en tono de disgusto—. Vosotros no tenéis juicio, pero yo no tengo trabajo. Así que somos dignos los unos de los otros. Coge una montura —dijo a Valentine—, y sígueme.

—¿Quieres que él te acompañe? —se lamentó Zalzan Kavol—. ¡Me quedaré sin humanos en mi compañía!

—Volveré con él —dijo la giganta—. Y si hay suerte, con los otros dos. —Montó—. Vamos.

7

La senda de las colinas ascendía con suavidad, y la grisazulada hierba era blanda como terciopelo. Costaba creer que algo amenazador moraba en aquel maravilloso parque. Pero al llegar a un punto donde el camino empezaba a cobrar mayor pendiente, Lisamon Hultin gruñó y señaló una solitaria estaca de madera en el suelo. Al lado, casi oculto entre la hierba, yacía un letrero. Valentine sólo pudo leer las palabras:


PELIGRO
PROHIBIDO EL TRÁFICO A PIE
A PARTIR DE ESTE PUNTO

en grandes letras rojas. Sleet, enfurecido, no lo había visto. Carabella, quizá por precipitación, tampoco debía haber reparado en el letrero, o bien había pasado por alto el aviso.

La senda ascendió con rapidez, y se niveló con idéntica rapidez al otro lado de las colinas, en una zona que ya no era herbosa sino abundante en árboles. Lisamon, que cabalgaba delante de Valentine, hizo que su montura caminara con lentitud al entrar en un húmedo y misterioso bosquecillo donde los árboles, de troncos delgados y muy ramificados, crecían muy separados; en la parte superior de las ramas se extendían como tallos de judía hasta formar una bóveda de apretado entretejido muy en lo alto.

—Mira, allí, las primeras bocas —dijo la giganta—. ¡Qué asquerosas! Si yo mandara en este planeta, las quemaría todas, pero nuestros gobernantes tienden a ser amantes de la naturaleza, así lo parece, y las conservan en parques reales. ¡Reza para que tus amigos sean prudentes y se mantengan alejados de ellas!

En el desnudo suelo del bosque, en claros situados entre los árboles, crecían plantas sin tallo de colosal tamaño. Sus hojas, de diez centímetros de anchura y dos o tres metros de longitud, provistas de afiladas púas en los lados y con apariencia metálica, estaban dispuestas en flácidos rosetones. En el centro había un hueco, una especie de taza muy profunda de treinta centímetros de diámetro, medio llena con un fluido verdoso de malsano aspecto, y del que brotaba una compleja disposición de órganos cortos y gruesos. Valentine creyó ver cosas parecidas a hojas de cuchillo en el interior, pares de muelas que podían cerrarse aviesamente, y otros detalles que aparentaban ser delicadas flores parcialmente sumergidas.

—Son plantas carnívoras —dijo Lisamon—. El suelo del bosque está cubierto de zarcillos cazadores que perciben la presencia de animalillos, los capturan y los llevan hasta la boca. Observa.

La giganta llevó la montura hacia la boca más próxima. Cuando el animal aún estaba a seis metros de la planta, algo similar a un látigo vivo empezó a agitarse en el descompuesto mantillo del bosque. El zarcillo salió del suelo y se enrolló con aterrador sonido de latigazo en la cuartilla de la montura, ligeramente por encima del casco. La cabalgadura, plácida como siempre, olisqueó asombrada mientras el zarcillo aumentaba la presión e intentaba arrastrar al animal hacia la boca abierta en la taza central de la planta.

La guerrillera, tras empuñar la espada vibratoria, se inclinó y rebanó rápidamente el zarcillo que liberado de la tensión salió disparado hacia atrás, casi hasta la misma boca. En ese mismo instante otros zarcillos salieron y fustigaron furiosamente el aire por todos los lados de la planta.

—La planta boca no tiene fuerza para arrastrar hacia su garganta un animal tan grande como una montura. Pero el animal solo no habría podido soltarse. Poco a poco habría ido debilitándose hasta morir, y entonces la planta lo habría arrastrado. Una planta de ese tipo puede vivir un año con tanta carne.

Valentine se estremeció. Carabella, perdida en un bosque con estas criaturas… ¿Su encantadora voz enmudecida para siempre por una horrible planta? Sus ágiles manos, sus chispeantes ojos… No. No. La idea produjo escalofríos a Valentine.

—¿Cómo vamos a encontrarlos? —preguntó—. Es posible que ya sea demasiado tarde.

—¿Cuáles son sus nombres? —inquirió la giganta—. Grita sus nombres. Deben estar cerca.

—¡Carabella! —bramó Valentine con desesperado apremio—. ¡Sleet! ¡Carabella!

Un instante después escuchó un débil grito de respuesta.

Pero Lisamon Hultin lo escuchó antes que él y ya estaba avanzando. Valentine distinguió a Sleet, con una rodilla en el suelo del bosque, hundida en la tierra para evitar ser arrastrado hacia la planta carnívora por el zarcillo que rodeaba su otro tobillo. Carabella estaba agachada detrás de él, abrazada a Sleet, aferrando su pecho en el desesperado intento de impedir que avanzara. Excitados zarcillos pertenecientes a plantas vecinas restallaban y se enroscaban como reflejando frustración, alrededor de la pareja. Sleet empuñaba un cuchillo, con el que serraba inútilmente el potente cable que le sujetaba. Y en el mantillo del bosque había un rastro de resbalones, indicativo de que Sleet ya había sido arrastrado metro y medio hacia la ansiosa boca. Centímetro a centímetro, el malabarista iba perdiendo el combate en el que se jugaba la vida.

—¡Socorro! —gritó Carabella.

De un mandoble, Lisamon partió el zarcillo que aferraba a Sleet. El malabarista reculó bruscamente al quedar libre, retrocedió dando tumbos, y el zarcillo de otra planta estuvo a punto de agarrarle por el cuello. Pero Sleet se revolvió con la gracia natural de un acróbata para eludir al escudriñador filamento, y se levantó rápidamente. La guerrillera le cogió por el pecho y se apresuró a colocarle detrás de ella, en la montura. Valentine se acercó a Carabella, que permanecía asustada y temblorosa en un lugar seguro, entre dos grupos de agitados zarcillos, e hizo lo mismo con la joven.

Carabella se apretó a él con tanta fuerza que Valentine notó dolor en las costillas. Se volvió y la abrazó, la acarició suavemente, pasó los labios por la oreja de la joven. Su alivio fue muy intenso, asombroso; hasta entonces no había comprendido cuánto significaba aquella mujer para él, y durante los últimos minutos no se había preocupado por otra cosa que no fuera salvarla. El terror de Carabella fue desapareciendo poco a poco, aunque Valentine notó que seguía temblando a causa del horror de la escena.

—Unos segundos más y… —musitó Carabella—. Sleet ya no aguantaba más… iba deslizándose hacia esa planta… —Carabella se estremeció—. ¿De dónde ha salido esa mujer?

—Vino por un atajo del bosque. Zalzan Kavol la ha contratado para que nos proteja hasta Ilirivoyne.

—Ya se ha ganado la paga —dijo Carabella.

—Seguidme —ordenó Lisamon.

La giganta avanzó con precauciones para salir del bosque de las plantas boca, pero a pesar de todo su montura sufrió dos agarrones en las patas, y la de Valentine, uno. Lisamon cortó el zarcillo las tres veces, y no tardaron en salir del claro y cabalgar por la senda en dirección al vagón. Hubo vítores de los skandars en cuanto volvieron.

Zalzan Kavol miró fríamente a Sleet.

—Elegiste una ruta imprudente para marcharte —observó.

—No tan imprudente como la que tú has elegido —dijo Sleet—. Te ruego que me excuses. Seguiré a pie hacia Mazadone. Allí buscaré trabajo.

—Espera —dijo Valentine. Sleet le miró inquisitivamente.

—Vamos a hablar. Ven a dar un paseo conmigo.

Valentine pasó la mano sobre los hombros del menudo malabarista y se alejó del vagón, hacia un claro de abundante hierba, antes de que Zalzan Kavol provocara un nuevo estallido de cólera de Sleet.

—¿Qué quieres, Valentine? —Sleet estaba tenso, receloso, en guardia.

—Mi intervención fue decisiva para que Zalzan Kavol contratara a la giganta. De no ser por eso, ahora serías una golosina para la planta boca.

—Te lo agradezco.

—Quiero algo más que agradecimientos —dijo Valentine—. En cierto sentido puede decirse que estarás en deuda conmigo durante toda tu vida.

—Es posible.

—Por eso te pido que, a modo de compensación, te retractes de tu renuncia.

Los ojos de Sleet fulguraron.

—¡No sabes lo que me pides!

—Los metamorfos son criaturas extrañas y hostiles, es cierto. Pero Deliamber opina que no son tan amenazadoras como suele decirse. Quédate con la compañía Sleet.

—¿Piensas que me voy por capricho?

—Nada de eso. Pero es una decisión irracional.

Sleet sacudió la cabeza.

—Tuve un envío del Rey, hace tiempo, en que un metamorfo me imponía un terrible sino. Hay que tomar en serio esos envíos. No tengo deseo alguno de acercarme al lugar donde residen esos seres.

—Los envíos no siempre contienen la verdad literal.

—De acuerdo. Pero es frecuente que así sea. Valentine, el Rey me dijo que yo tendría una esposa a la que amaría más que a mi arte, una esposa que actuaría conmigo igual que Carabella, pero de un modo mucho más estrecho, tan en armonía con mi ritmo que pareceríamos una sola persona.

El sudor brotaba en el cicatrizado rostro de Sleet, que se interrumpió y estuvo a punto de no seguir hablando.

—Soñé, Valentine, que un día venían los cambiaspectos, que secuestraban a esa esposa de que te hablaba y la cambiaban por una criatura de su raza, disfrazada con tanta habilidad que yo no notaba la diferencia. Y esa noche, soñé, actuamos ante la Corona, entonces lord Malibor, que se ahogó poco después. Nuestra actuación fue perfección pura, con una armonía que yo jamás volvería a igualar. La Corona nos obsequió con exquisitas carnes y vinos, nos cedió un dormitorio y yo abracé a mi esposa e hicimos el amor. Y en el momento de penetrar en ella, esa criatura cambió de aspecto y me encontré con un metamorfo en mi cama. Un ser horrible, Valentine, con una piel gris que parecía de goma, ternilla en lugar de dientes y unos ojos iguales que charcos de agua sucia. Y ese ser me besó y se apretó a mi cuerpo.

No he deseado un cuerpo femenino desde aquella noche, por miedo a que un ser parecido se me apareciera en el abrazo. No he contado a nadie este sueño. Y no soporto la idea de ir a Ilirivoyne y verme rodeado de criaturas con caras y cuerpos de cambiaspectos.

La compasión inundó el espíritu de Valentine. Abrazó en silencio al malabarista durante unos instantes, como si sólo con la fuerza de sus brazos pudiera erradicar el recuerdo de la horrible pesadilla que había tullido el alma de Sleet.

—Un sueño como el tuyo es francamente terrible —dijo lentamente tras soltar a Sleet—. Pero nos han enseñado a usar los sueños, no a permitir que nos aplasten.

—Este sueño no es utilizable, amigo mío. Como no sea para tener siempre presente que debo permanecer lejos de los metamorfos.

—Tu criterio es excesivamente directo. ¿Y si se trata de un significado más ambiguo? ¿Pediste una interpretación del sueño, Sleet?

—Me pareció innecesario.

—¡Fuiste tú quien me instó a recurrir a un oráculo, cuando tuve extraños sueños en Pidruid! Recuerdo tus palabras. El Rey nunca envía mensajes sencillos, dijiste.

Sleet sonrió irónicamente.

—Siempre somos mejores doctores con otros que con nosotros mismos, Valentine. En cualquier caso, ya es muy tarde para pedir una interpretación de un sueño que ocurrió hace quince años, y ahora soy prisionero de mi sueño.

—¡Libérate!

—¿Cómo?

—Cuando un niño sueña que cae, y despierta asustado, ¿qué le dice su padre? ¿Que no hay que tomar en serio ese tipo de sueños, porque nadie se lastima soñando? ¿O que el niño debe estar agradecido por haber soñado que caía, porque se trata de un buen sueño, de un sueño que habla de poderío y de fuerza, que el niño no estaba cayendo sino volando hacia un lugar donde habría aprendido algo si no hubiera permitido que la ansiedad y el miedo lo apartaran del mundo de los sueños?

—Que el niño debe estar agradecido por el sueño —dijo Sleet.

—Cierto. Y lo mismo pasa con los demás sueños «malos»: no debemos asustarnos, nos dicen, sino agradecer los conocimientos que nos dan los sueños y actuar en consecuencia.

—Eso se enseña a los niños, sí. Aun así, los adultos no siempre hacen mejor uso de esos sueños que los niños. Recuerdo que tú gritabas y gimoteabas en tus últimos sueños, Valentine.

—Intento aprender de mis sueños, aunque sean muy siniestros.

—¿Qué deseas de mí, Valentine?

—Que vengas con nosotros a Ilirivoyne.

—¿Por qué tiene tanta importancia para ti?

—Perteneces a esta compañía —dijo Valentine—. Estamos completos contigo, y deshechos sin ti.

—Los skandars son malabaristas expertos. Poca importancia tiene la colaboración humana. Carabella y yo estamos en la compañía por idéntico motivo que tú, para satisfacer una ley estúpida. Te ganarás tu sueldo tanto si yo estoy contigo como si no.

—Pero tú me enseñarás el arte.

—Puedes aprender con Carabella. Ella es tan experta como yo, y además es tu amante, te conoce mucho mejor que yo. ¡Y que el Divino no consienta —dijo Sleet con repentino terror— que te la quiten los cambiaspectos en Ilirivoyne!

—Ese no es uno de mis temores —dijo Valentine. Extendió las manos hacia Sleet—. Me gustaría que te quedaras con nosotros.

—¿Por qué?

—Te aprecio.

—Y yo a ti, Valentine. Pero me causará enorme dolor tener que ir al lugar donde Zalzan Kavol quiere que vayamos. ¿Por qué es tan urgente para ti que sobrelleve ese dolor?

—Es posible que ese dolor se cure —dijo Valentine— si vas a Ilirivoyne y descubres que los metamorfos son simples e inofensivos seres primitivos.

—Puedo soportar ese dolor —replicó Sleet—. El precio de la cura me parece excesivo.

—Somos capaces de soportar las heridas más terribles. ¿Pero por qué no intentar curarlas?

—Me ocultas algo, Valentine.

Valentine hizo una pausa y respiró lentamente.

—Sí —dijo.

—Bien, ¿de qué se trata?

—Sleet —contestó Valentine con cierta vacilación—, ¿he aparecido en tus sueños, desde que nos conocimos en Pidruid?

—Sí, has aparecido.

—¿En qué forma?

—¿Qué importancia tiene eso?

—¿Has soñado —dijo, Valentine— que yo puedo ser una persona poco normal en Majipur, alguien con más distinción y poder que el que aparento?

—Tu presencia y tu donaire me lo revelaron en nuestro primer encuentro. Y la fenomenal habilidad con que aprendiste nuestro arte. Y el contenido de los sueños que compartiste conmigo.

—¿Y quién soy yo en tus sueños, Sleet?

—Un personaje poderoso y elegante, caído de su elevada posición mediante una artimaña. Un duque, quizá. Un príncipe del reino.

—¿O alguien más distinguido?

Sleet se humedeció los labios.

—Más distinguido, sí. Es posible. ¿Qué deseas de mí, Valentine?

—Que me acompañes a Ilirivoyne y más lejos.

—¿Estás diciéndome que hay algo de verdad en lo que he soñado?

—Eso aún debo averiguarlo —dijo Valentine—. Pero creo que sí hay algo de verdad. Percibo cada vez con más fuerza que debe de haber algo de verdad en ello. Los envíos así lo indican.

—Mi señor… —musitó Sleet.

—Es posible.

Sleet le miró, perplejo, y se dispuso a arrodillarse. Valentine se apresuró a impedírselo y le mantuvo erguido.

—Nada de eso —dijo—. Los otros podrían verlo. No quiero que nadie tenga la menor sospecha. Además, continúa existiendo un amplio terreno para la duda. No quiero que te arrodilles delante de mí, Sleet, no quiero que hagas el signo del estallido estelar con tus dedos, nada de eso mientras yo siga dudando de la verdad.

—Mi señor…

—Sigo siendo Valentine el malabarista.

—Ahora estoy asustado, mi señor. Hoy estuve muy cerca de una muerte absurda, y esto me asusta más… estar aquí, hablando tranquilamente con usted sobre estos asuntos…

—Llámame Valentine.

—¿Cómo voy hacerlo? —inquirió Sleet.

—Me llamabas Valentine hace cinco minutos.

—Eso era antes.

—Nada ha cambiado, Sleet.

Sleet rechazó la afirmación meneando la cabeza.

—Todo ha cambiado, mi señor.

Valentine suspiró profundamente. Se sentía igual que un impostor, igual que un embaucador, por manipular de esa forma a Sleet, y sin embargo su acción tenía un fin, respondía a una genuina necesidad.

—Si todo ha cambiado, ¿me acompañarás tal como te ordeno? ¿Incluso hasta Ilirivoyne?

—Si es preciso —contestó Sleet, aturdido.

—Ningún daño como el que temes te ocurrirá entre los metamorfos. Saldrás de esa región curado del dolor que te ha torturado. Lo crees, ¿no es cierto, Sleet?

—Me asusta ir allí.

—Quiero que estés a mi lado en el camino que me aguarda —dijo Valentine—. Y sin que yo lo haya elegido, Ilirivoyne forma parte de mi recorrido. Te pido que me acompañes hasta allí.

Sleet inclinó la cabeza.

—Si debo hacerlo, mi señor…

—Y te pido, con el mismo apremio, que me llames Valentine, que delante de los demás no me demuestres más respeto que el que me has demostrado hasta ayer.

—Como tú desees —dijo Sleet.

—Valentine.

—Valentine —dijo de mala gana Sleet—. Como tú desees… Valentine.

—Vamos, pues.

Llevó a Sleet con los demás. Zalzan Kavol, como siempre, iba de un lado a otro, impaciente. Los otros estaban preparando el vagón para la marcha.

—He convencido a Sleet para que siga con nosotros —dijo Valentine al skandar—. Nos acompañará a Ilirivoyne. Zalzan Kavol se quedó atónito.

—¿Cómo has logrado eso?

—Sí —dijo Vinorkis—. ¿Qué es lo que le has dicho? Valentine sonrió cordialmente antes de contestar:

—Creo que sería tedioso explicarlo.

8

El ritmo del viaje se aceleró. El vagón ronroneó a lo largo de la carretera durante todas las horas de luz, y a veces hasta bien entrada la noche. Lisamon Hultin cabalgó junto al vehículo, aunque su montura, pese a ser robusta, necesitaba más descanso que las que tiraban del vagón, y de vez en cuando se rezagaba, alcanzando de nuevo a los malabaristas cuando la oportunidad lo permitía: transportar la inmensa mole de la giganta no era tarea fácil para ningún animal.

Atravesaron una civilizada región de poblaciones y más poblaciones, con la única excepción de modestas fajas de verdor que apenas respetaban la letra de las leyes de densidad. La provincia de Mazadone era un lugar donde las actividades comerciales daban trabajo a muchos millones de personas, ya que Mazadone era el acceso a todos los territorios del noroeste de Zimroel para los productos que venían del este, y el punto de transbordo para el transporte por tierra de las mercancías de Pidruid y Til-o-mon con rumbo al este. Los malabaristas entraron y salieron rápidamente en infinidad de poblaciones muy parecidas y fácilmente olvidables, Cynthion, Apoortel, Doirectine, la misma Mazadone, Borgax y Thagobar, todas ellas apagadas y en reposo a causa del período de luto por el difunto duque. Franjas amarillas pendían en todas partes en señal de duelo. Valentine pensó que resultaba exagerado acallar una provincia entera por el fallecimiento de un duque. ¿Qué hacían estas gentes, se preguntó, cuando moría un Pontífice? ¿Cómo habían respondido al prematuro óbito de lord Voriax, la Corona hasta hacía dos años? Aunque tal vez consideraban más grave la muerte de su duque, pensó Valentine, porque se trataba de un personaje visible, real y presente entre ellos, mientras que para los habitantes de Zimroel, miles de kilómetros lejos del Monte del Castillo y del Laberinto, los Poderes de Majipur debían ser personajes enormemente abstractos, míticos, legendarios, inmateriales. En un planeta tan enorme ninguna autoridad central podía gobernar con verdadera eficacia, sólo podía ejercer un mando simbólico. Valentine sospechaba que buena parte de la estabilidad de Majipur se basaba en un contrato social; los gobernantes locales —duques provinciales y alcaldes municipales— se comprometían a velar por el cumplimiento de los edictos del gobierno imperial, siempre que tuvieran libertad de acción en sus territorios.

¿Cómo es posible, se preguntó Valentine, que se respete ese pacto si la Corona no es el príncipe ungido y consagrado, sino un usurpador que carece de la gracia del Divino, único sustento de las frágiles estructuras sociales?

Valentine meditó cada vez más en esos temas durante las largas, silenciosas y monótonas horas del viaje hacia el este. Esos pensamientos le sorprendieron por su gravedad, ya que se había acostumbrado a la ligereza y sencillez de su mente desde los primeros días en Pidruid, y ahora percibía el progresivo enriquecimiento y la creciente complejidad de sus facultades mentales. Era como si el conjuro que le había afectado estuviera debilitándose y empezara a emerger su auténtico intelecto.

Suponiendo, naturalmente, que hubiera sido víctima de un conjuro mágico tal como exigía la hipótesis que poco a poco iba formulando.

Aún dudaba. Pero sus dudas iban perdiendo fuerza día tras día.

En sueños, Valentine solía verse en puestos de autoridad. Una noche fue él, no Zalzan Kavol, el director del grupo de malabaristas. Otra noche presidió con principescos atavíos una importante reunión de los metamorfos, a los que vio como pavorosos, nebulosos fantasmas que no conservaban la misma forma durante más de un minuto. La noche siguiente se vio en el mercado de Thagobar, administrando justicia en las ruidosas e insignificantes peleas de vendedores de tejidos y de brazaletes.

—¿Lo ves? —dijo Carabella—. Todos estos sueños hablan de poder y majestad.

—¿Poder? ¿Majestad? ¿Sentado en un barril de un mercado, disertando sobre igualdad ante comerciantes de artículos de algodón y lino?

—En los sueños hay muchas cosas que descifrar. Estas visiones son metáforas de elevado poder.

Valentine sonrió. Pero tuvo que admitir la credibilidad de la interpretación.

Una noche, cuando se acercaban a la ciudad de Khyntor, tuvo una visión más explícita de su supuesta vida anterior. Se encontró en una sala adornada con paneles de magníficas y rarísimas maderas, relucientes tiras de semotán, bannikop y regia caoba de las marismas. Y él estaba sentado ante un escritorio de pulidísimas aristas hecho de palisandro, firmando documentos. El sello del estallido estelar estaba en su mano derecha. Obsequiosos secretarios se movían alrededor. Y la enorme ventana que había ante él dejaba ver un despejado abismo de aire, como si estuviera asomado a la titánica ladera del Monte del Castillo. ¿Una fantasía? ¿O un fugitivo fragmento del pasado enterrado que, una vez libre, había ascendido en el sueño para acercarse a la superficie de su mente consciente? Valentine describió el despacho y el escritorio a Carabella y a Deliamber, esperando que ellos pudieran explicarle cuál era el verdadero aspecto de la sala de trabajo de la Corona. Pero sus amigos sabían tanto del tema como de los alimentos que tomaba el Pontífice para desayunar. El vroon le preguntó qué percepción había tenido de sí mismo mientras estaba sentado ante el escritorio de palisandro. ¿Tenía el pelo rubio, como el Valentine que viajaba en el vagón de los malabaristas, u oscuro, como la Corona que había efectuado la gran procesión en Pidruid y provincias occidentales?

—Oscuro —dijo al instante Valentine. Después arrugó la frente—. ¿O no? Yo estaba sentado ante el escritorio, no miré al hombre que estaba allí porque era yo. Y sin embargo… y sin embargo…

—En el mundo de los sueños solemos vernos con nuestros ojos —dijo Carabella.

—Tal vez era rubio, tal vez era oscuro. De un color o del otro… Se me escapó ese detalle. De un color o del otro, ¿eh?

—Sí —dijo Deliamber.

Casi estaban en Khyntor, después de muchas jornadas de constante y fatigoso viaje por tierra. Khyntor, la mayor ciudad del norte de Zimroel, se encontraba en un terreno abrupto e irregular dividido por lagos, tierras altas y sombríos bosques prácticamente intransitables. La ruta elegida por Deliamber llevó el vagón por los barrios del suroeste de la ciudad, denominados genéricamente como Khyntor Ardiente dadas las maravillas geotérmicas del lugar: enormes y sibilantes géiseres, un gran lago, humeante y de color rosa, que burbujeaba y emitía siniestros gorgoteos, y dos o tres kilómetros de grisáceas fumarolas con apariencia gomosa de las que, cada cinco minutos, brotaban nubes de gases verdosos acompañadas por cómicos ruidos de erupto y otros gruñidos subterráneos más extraños. El cielo estaba repleto de abultadas nubes con un color de perla empañada, y aunque el final del verano continuaba imponiéndose en la tierra, había un frío rasgo otoñal en el débil pero cortante viento que soplaba del norte.

El río Zimr, el de mayor longitud de Zimroel, separaba Khyntor Ardiente de la ciudad propiamente dicha. Los viajeros llegaron al río después de que el vagón saliera repentinamente de un viejo barrio de estrechas callejuelas y entrara en una amplia explanada que llevaba al Puente de Khyntor. Valentine enmudeció de asombro.

—¿Qué te ocurre? —preguntó Carabella.

—El río… ¡No esperaba que fuera tan grande!

—¿Conoces pocos ríos?

—No hay ninguno importante entre Pidruid y Khyntor —observó Valentine—. No tengo recuerdos claros antes de Pidruid.

—Si se los compara con el Zimr —dijo Sleet—, en ningún lugar hay ríos importantes. Respeta su asombro, Carabella.

A derecha e izquierda, hasta donde alcanzaba la vista de Valentine, las oscuras aguas del Zimr se extendían hasta el horizonte. El río era tan ancho allí que más parecía una bahía. Valentine apenas logró distinguir las torres de Khyntor, de remate cuadrangular, en la orilla opuesta. Ocho o diez majestuosos puentes se tendían sobre las aguas en esa zona, puentes tan inmensos que Valentine no comprendió cómo había sido posible construirlos. El que estaba delante del vagón, el puente de Khyntor, tenía la anchura de cuatro carreteras juntas y era una estructura de arcos enlazados que subía y bajaba, subía y bajaba, en grandes saltos de orilla a orilla. Río abajo, a poca distancia, había un puente de diseño totalmente distinto, un pavimento de gruesos adoquines que descansaba en pilares asombrosamente encumbrados, y río arriba había otro que parecía hecho de vidrio y que brillaba de un modo deslumbrante.

—Aquel es el Puente de la Corona —dijo Deliamber—, y a la derecha está el Puente del Pontífice. Al que está más lejos se le conoce por Puente de los Sueños. Todos son antiguos y famosos.

—¿Pero por qué tendieron puentes en una parte tan ancha del río? —preguntó Valentine perplejo.

—Este es uno de los puntos más estrechos —dijo Deliamber.

El curso del Zimr, explicó el vroon, tenía once mil kilómetros de longitud, nacía al noroeste de Dulorn en la embocadura de la Fractura de Dulorn y fluía hacia el sureste por todo el norte de Zimroel hasta la ciudad costera de Piliplok en el Mar Interior. El dichoso río, navegable en toda su longitud, era una corriente rápida y fenomenalmente amplia que avanzaba formando grandes y extensas curvas, igual que una amistosa serpiente. Sus orillas estaban ocupadas por cientos de prósperas poblaciones, importantes puertos fluviales de los que Khyntor era el más occidental. Al otro lado de Khyntor, desapareciendo hacia el noreste y apenas visibles bajo el nublado cielo, se hallaban los irregulares picos de los Lindes de Khyntor, nueve montañas enormes en cuyas glaciales laderas vivían tribus de toscos y animosos cazadores. Miembros de esas tribus llegaban a Khyntor durante casi todo el año, para cambiar pieles y carne por productos manufacturados.

Esa noche, en Khyntor, Valentine soñó que entraba en el Laberinto para conferenciar con el Pontífice.

No fue un sueño vago y nebuloso, sino de intensa y triste claridad. Valentine se encontró en una desolada llanura bajo un áspero sol invernal, y vio ante él un templo sin techo de lisos muros blancos, que según le informó Deliamber era la entrada del Laberinto. El vroon y Lisamon Hultin, y también Carabella, le acompañaron en el sueño, a modo de falange protectora. Pero cuando entró en la vacía plataforma de pizarra que había entre los muros blancos, Valentine se encontró solo. Un ser de aspecto siniestro y repugnante se encaró con él. Era una caricatura de extraña configuración, pero no pertenecía a ninguna de las razas establecidas en Majipur hacía mucho tiempo. No era lii, gayrog, vroon, skandar, yort o susúheri, sino una criatura misteriosa e inquietante, musculosa y con gruesas extremidades, de piel rojiza llena de cráteres y una roma cúpula por cabeza en la que llameaban unos ojos amarillos que reflejaban una cólera prácticamente insufrible. Este ser preguntó a Valentine el motivo de su visita al Pontífice, con voz grave y resonante.

—El Puente de Khyntor necesita reparación —replicó Valentine—. Ocuparse de estos problemas es una vieja obligación del Pontífice.

La criatura de ojos amarillos se echó a reír.

—¿Crees que eso será importante para el Pontífice?

—Tengo la responsabilidad de invocar su ayuda.

—Entra, pues.

El guardián de la entrada le hizo un gesto con irónica cortesía y se hizo a un lado. En cuanto pasó Valentine, el ser lanzó un escalofriante gruñido y cerró una puerta detrás del visitante. Retirarse era imposible. Ante él se extendía un estrecho y sinuoso corredor, iluminado por una cruel luz blanca sin origen visible que entorpecía la visión. Valentine descendió por una senda en espiral durante varias horas. Después las paredes del pasillo se agrandaron, y se encontró en otro templo sin techo construido con piedra blanca, o quizás era el mismo que antes, pues el ser de piel roja y hoyosa le impedía nuevamente el paso, gruñendo con aquella insondable cólera.

—Contempla al Pontífice —dijo la criatura.

Valentine miró detrás del extraño, hacia una oscurecida sala, y vio al imperial soberano de Majipur sentado en un trono, ataviado con vestiduras negras y escarlatas y con la tiara real en una mano. El Pontífice de Majipur era un monstruo de numerosos brazos y patas, con cara de hombre y alas de dragón, y estaba chillando y rugiendo en el trono como si fuera un loco. Un terrible silbido surgió de sus labios. El olor del Pontífice era un hedor pavoroso, y las negras y correosas alas fustigaron el aire con feroz intensidad, abofeteando a Valentine con fríos ventarrones.

—Su majestad —dijo Valentine. Hizo una reverencia y repitió—: Su majestad.

—Su señoría —replicó el Pontífice, y se echó a reír.

El Pontífice agarró a Valentine, le arrastró, y Valentine se encontró en el trono mientras el soberano, sin dejar de reír como un demente, huyó por los brillantes pasillos, corrió y aleteó, desvarió y chilló hasta desaparecer de su vista.

Valentine despertó, empapado de sudor, en brazos de Carabella. La joven reflejaba preocupación, casi miedo, como si los terrores del sueño hubieran sido demasiado obvios para ella, y siguió abrazada a Valentine, sin decir nada, hasta que él tuviera oportunidad de comprender que estaba despierto. Le acarició tiernamente las mejillas.

—Has gritado tres veces —le dijo.

—Hay ocasiones —contestó Valentine después de beber un poco de vino de un frasco que había junto a la cama— en que es más fatigoso dormir que permanecer despierto. Mis sueños son igual que un trabajo duro, Carabella.

—Hay muchas cosas en tu alma que quieren expresarse, mi señor.

—Se expresan de una forma muy ardua —dijo Valentine, y volvió a apoyar la cabeza en los senos de la joven—. Si los sueños son fuente de sabiduría, imploro no ganar más sabiduría antes del alba.

9

En Khyntor, Zalzan Kavol reservó pasajes para la compañía en un barco fluvial con destino a Piliplok y Ni-moya. No obstante, sólo sería un corto viaje por el río, hasta la población de Verf, punto de acceso al territorio metamorfo.

Valentine lamentó tener que bajar del barco en Verf, cuando era tan fácil, por diez o quince reales más, navegar hasta Piliplok y embarcarse hacia la Isla del Sueño. Al fin y al cabo era ése, y no la reserva metamorfa, su más urgente e inmediato destino: la Isla de la Dama, donde tal vez encontrara la confirmación de las visiones que le atormentaban. Pero no iba a ser así, aún no.

Era imposible, pensó Valentine, acelerar el destino. Hasta entonces las cosas se habían desarrollado con deliberada velocidad pero con una meta definida, aunque no siempre comprensible. Él había dejado de ser el animoso y sencillo vagabundo de Pidruid y, pese a que no sabía a ciencia cierta en qué se estaba transformando, percibía claramente una transición interna, límites cruzados de un modo irreversible. Se consideraba actor de un drama inmenso y turbador cuyas escenas culminantes todavía estaban muy alejadas en el espacio y en el tiempo.

El barco fluvial era una estructura grotesca y extravagante, aunque no desprovista de cierta belleza. Los buques de navegación oceánica que Valentine había visto en Pidruid tenían un diseño elegante y robusto, puesto que debían efectuar trayectos de miles de kilómetros entre dos puertos. Pero el barco fluvial, una embarcación para cortos recorridos, era rechoncho, ancho de manga; se asemejaba más a una plataforma flotante. Y como si hubieran querido compensar la poca elegancia del diseño, sus constructores la habían llenado de adornos: un gran puente rematado por tres mascarones pintados en brillantes tonos rojos y amarillos, una enorme superficie central que parecía la plaza de un pueblo, con estatuas, glorietas y salas de juego, y en la popa, una elevada superestructura de numerosos pisos que servía de alojamiento a los pasajeros. Las cubiertas inferiores eran compartimentos de carga, camarotes de tercera clase, comedores y dependencias de tripulantes. En la parte baja se encontraba también el cuarto de máquinas, del que brotaban dos gigantescas chimeneas que se curvaban sobre los costados del barco y se alzaban hacia el cielo igual que diabólicos cuernos. Todo el armazón del barco era de madera, pues las disponibilidades de metal de Majipur eran demasiado escasas para tales proyectos a largo plazo; y la piedra era un material indeseable, en general, para usos marítimos. Los carpinteros habían desarrollado su imaginación prácticamente en cada centímetro cuadrado de superficie, decorando ésta con obras de calado, excéntricos frisos, resaltados cabrios y otro centenar de fiorituras similares.

El barco fluvial era un macrocosmo vasto y atestado. Mientras esperaban la partida, Valentine, Deliamber y Carabella pasearon por la cubierta, llena de ciudadanos de todas las razas de Majipur procedentes de numerosas provincias. Valentine vio habitantes de las montañas de Khynton, gayrogs con la elegancia de la amanerada Dulorn, gente de las húmedas tierras del sur con fresca ropa de lino, viajeros con suntuosas vestiduras de color verde y escarlata que, según dijo Carabella, eran típicas de Alhanroel occidental, y muchos otros. Los ubicuos liis vendían sus no menos ubicuas salchichas a la parrilla. Solícitos yorts iban de un lado a otro con arrogantes aires, vestidos con el uniforme de la compañía fluvial, dando información e instrucciones a los pasajeros que lo solicitaban y a muchos que no lo solicitaban. Una familia susúheri vestida con diáfanos atavíos verdes, muy llamativa debido a sus inverosímiles cuerpos con dos cabezas y su conducta reservada y autoritaria, flotaba entre el gentío como si fueran emisarios del mundo de los sueños; y el resto de pasajeros les cedía el paso con instintiva deferencia. Aquella tarde apareció en la cubierta un reducido grupo de metamorfos.

Deliamber fue el primero en verlos. El diminuto vroon cloqueó y tocó la mano de Valentine.

—¿Los ha visto? Esperemos que Sleet no se haya dado cuenta.

—¿Dónde están? —preguntó Valentine.

—Junto a la barandilla. Están solos, parecen intranquilos. Lucen su forma natural.

Valentine los observó. Había cinco, tal vez un varón y una hembra y tres más jóvenes. Eran delgados, angulosos, seres patilargos, los adultos más altos que Valentine, con aspecto frágil, insustancial. Tenían una piel cetrina, con un tinte prácticamente verde. La estructura de sus rostros se aproximaba a la humana, pero los pómulos eran afilados como cuchillas, los labios apenas existían, y la nariz se reducía a una simple protuberancia. Los ojos, que se hundían hacia el centro, eran ahusados y carecían de pupilas. Valentine no logró determinar si los metamorfos se desenvolvían con arrogancia o con timidez: era indudable que se consideraban en territorio hostil a bordo del barco fluvial. Eran nativos de la vieja raza, descendientes de los seres que poseyeron Majipur antes de la llegada de los primeros colonizadores terrestres hacía catorce mil años. Valentine no pudo apartar la vista de los metamorfos.

—¿Cómo consiguen cambiar de forma? —preguntó.

—Sus huesos no tienen la cohesión normal de la mayoría de razas —respondió Deliamber—. Sometidos a presión, se mueven y adoptan nuevas formas. Además poseen células miméticas en la piel, que les permiten alterar el color y la textura, y hacer otras adaptaciones. Un adulto es capaz de transformarse casi de un modo instantáneo.

—¿Y qué utilidad tiene eso?

—¿Quién sabe? Es muy posible que los metamorfos se pregunten qué utilidad tenía crear razas incapaces de cambiar de forma. Esa característica debe tener cierto valor para ellos.

—Muy escaso —dijo ácidamente Carabella—. Tenían esa facultad, y no lograron evitar que les arrebataran su planeta.

—Cambiar de forma no es defensa suficiente —replicó Deliamber— cuando hay gente que viaja de estrella en estrella para despojarte de tu hogar.

Los metamorfos fascinaban a Valentine. Para él se trataba de residuos de la larga historia de Majipur, restos mortales arqueológicos, supervivientes de la época en que no había humanos en el planeta, ni skandars, ni vroones, ni gayrogs, sólo esas frágiles criaturas verdosas diseminadas en un mundo colosal. Estaban antes de la llegada de los colonizadores, de los intrusos que acabaron siendo conquistadores. ¡Cuánto tiempo había transcurrido! Valentine ansiaba que efectuaran una transformación mientras los observaba, que se convirtieran en skandars o liis, por ejemplo, ante sus ojos. Pero los cambiaspectos permanecieron constantes en sus identidades.

Shanamir, muy agitado, apareció de pronto entre el gentío. Cogió por el brazo a Valentine.

—¿Sabéis quién está a bordo? —preguntó excitado—. He oído hablar a los cargadores. Hay toda una familia de cambias…

—No tan alto —dijo Valentine—. Mira allí.

El chico obedeció y se estremeció.

—Son seres pavorosos.

—¿Dónde está Sleet?

—En el puente, con Zalzan Kavol. Tratan de obtener permiso para actuar esta noche. Si él los ve…

—Tendrá que ver metamorfos tarde o temprano —murmuró Valentine. Después preguntó a Deliamber—: ¿Es normal que estén fuera de la reserva?

—Están por todas partes, aunque nunca en gran cantidad, y raramente con su forma real. Puede haber once viviendo en Pidruid, por ejemplo, seis en Falkynkip, nueve en Dulorn…

—¿Disfrazados?

—Sí, de gayrogs, de yorts, de humanos, de lo que les parezca mejor en un lugar determinado.

Los metamorfos se dispusieron a abandonar la cubierta. Caminaron con gran dignidad, pero, a diferencia del grupo de susúheris, sin ningún rasgo autoritario. Más bien dieron la impresión de que deseaban ser invisibles.

—¿Viven en su territorio por gusto o por obligación? —dijo Valentine.

—Mitad y mitad, creo. Cuando lord Stiamot acabó la conquista, les obligó a salir de Alhanroel. Pero Zimroel apenas estaba colonizado en aquella época, sólo en puntos de la costa, y se les concedió buena parte del interior. No obstante sólo eligieron el territorio entre el Zimr y las montañas del sur, donde podían controlar fácilmente las rutas de paso y se retiraron a esa zona. Pero ahora existe la tradición de que los metamorfos sólo habitan en ese territorio, con la excepción de los pocos que viven extraordinariamente en las ciudades del exterior. Pero no tengo la menor idea respecto a si esa tradición tiene fuerza legal. Lo cierto es que prestan poca atención a los decretos que surgen del Laberinto y del Monte del Castillo.

—Si la ley imperial les importa tan poco, ¿no corremos grandes riesgos al ir a Ilirivoyne? Deliamber se echó a reír.

—Los tiempos en que los metamorfos atacaban a extraños por puro gusto de venganza terminaron hace muchos siglos, es un hecho. Son seres desconfiados y hoscos, pero no nos causarán daño alguno, y probablemente saldremos de su país intactos y bien cargados de dinero, eso que tanto ama Zalzan Kavol. Mire, ahí llega él.

El skandar, con Sleet junto a él, se acercó con aire satisfecho.

—Hemos obtenido derecho de actuación —anunció—. ¡Cincuenta coronas por una hora de trabajo, después de cenar! De todas formas sólo haremos ejercicios sencillos. ¿Por qué agotarnos antes de llegar a Ilirivoyne?

—No —dijo Valentine—. Debemos esforzarnos al máximo. —Miró fijamente a Sleet—. A bordo de este barco hay un grupo de metamorfos. Quizás hagan correr la noticia de nuestra habilidad antes de que lleguemos a Ilirivoyne.

—Sabia argumentación —dijo Zalzan Kavol.

Sleet estaba tenso y temeroso. Las ventanas de su nariz temblaban, sus labios estaban apretados, e hizo signos sagrados con la mano izquierda en su costado.

—Ahora empieza el proceso de curación —le dijo Valentine en voz baja—. Actúa para ellos esta noche tal como actuarías en la corte del Pontífice.

—¡Son mis enemigos! —dijo roncamente Sleet.

—Éstos, no. No son los de tu sueño. Aquéllos te causaron todo el daño de que eran capaces, y hace mucho tiempo.

—Me pone enfermo estar en el mismo barco.

—Ahora no hay escapatoria posible —dijo Valentine—. Sólo son cinco. Una dosis limitada… buena práctica para enfrentarse a lo que nos aguarda en Ilirivoyne.

—Ilirivoyne…

—Llegar a Ilirivoyne es ineludible —dijo Valentine—. La promesa que me hiciste, Sleet…

Sleet miró a Valentine en silencio durante unos instantes.

—Sí, mi señor —susurró.

—Vamos, pues. Practica conmigo, ambos lo necesitamos. ¡Y acuérdate de llamarme Valentine!

Buscaron un lugar tranquilo debajo de la cubierta y se ejercitaron con bastones. Al principio hubo una extraña inversión de papeles, porque Valentine practicó intachablemente, mientras que Sleet se mostró torpe como un aprendiz: los bastones cayeron al suelo sin cesar magullándose los dedos en varias ocasiones. Pero al cabo de unos minutos se impuso la experiencia del hombre de más edad. Sleet llenó el aire de bastones, los intercambió con Valentine formando figuras tan complejas que el aprendiz real empezó a reírse y a jadear, y finalmente tuvo que implorar una pausa y pedir a su maestro que continuaran con cascadas más simples.

Esa noche, en la actuación en cubierta —la primera actuación desde el improvisado espectáculo que ofrecieron para divertir a los hermanos del bosque— Zalzan Kavol ordenó la realización de un programa que jamás habían puesto en práctica ante el público. Los malabaristas se dividieron en tres grupos de tres personas: Sleet, Carabella y Valentine en el primero, Zalzan Kavol, Thelkar y Gibor Haern en el segundo, y Heitrag Kavol, Rovorn y Erfon Kavol en el tercero. Efectuaron simultáneos intercambios triples siguiendo el mismo ritmo; un grupo de skandars actuó con cuchillos, el otro con llameantes antorchas, y los humanos con plateados bastones. Fue una de las pruebas más severas a que había estado sometido el talento de Valentine hasta entonces. Un objeto dejado caer por uno de los nueve malabaristas habría anulado el efecto del conjunto. Valentine era el eslabón más débil, y en consecuencia de él dependía el impacto que causara la actuación.

Pero Valentine no tuvo fallos, y el aplauso, cuando los malabaristas terminaron su actuación con una ráfaga de elevados lanzamientos y vistosas recogidas, fue abrumador. Mientras se inclinaba ante el público, Valentine se dio cuenta de que la familia metamorfa estaba sentada a pocas filas de distancia. Miró a Sleet, que no dejaba de hacer reverencias, cada vez más profundas. Finalmente abandonaron el escenario.

—Los vi al principio —dijo Sleet—, y luego me olvidé de ellos. ¡Me olvidé de ellos, Valentine! —Se echó a reír—. No se parecían en nada a la criatura que vi en mi sueño.

10

Esa noche la compañía durmió en una atestada y húmeda bodega en las entrañas del barco fluvial. Valentine tuvo que apretarse entre Shanamir y Lisamon Hultin en un suelo de mal amortiguada dureza. La proximidad de la guerrillera pareció garantizarle que no iba a dormir, porque los ronquidos de la mujer eran un zumbido brutal e insistente, y aún peor que los ronquidos era el temor a que el vasto cuerpo de la giganta girara, cayera sobre él y le aplastara. En varias ocasiones Lisamon se apretó a él y Valentine tuvo problemas para desenredarse. Pero la mujer no tardó en sosegarse, y él notó que el sueño se iba apoderando de su mente.

Soñó que era la Corona, lord Valentine, el hombre de olivácea piel y oscura barba, y que estaba sentado una vez más en el Castillo, empuñando los sellos del poder. Luego, sin saber cómo, se encontró en una ciudad meridional, un lugar húmedo, vaporoso y tropical, con plantas gigantes y llamativas flores rojas, una ciudad que era Til-o-mon, al otro lado de Zimroel. Iba a asistir a una gran fiesta que se celebraba en su honor. En la mesa había otro distinguido invitado, un hombre de sombría mirada y áspera piel que era Dominin Barjazid, segundo hijo del Rey de los Sueños. Dominin Barjazid sirvió vino en honor de la Corona y propuso diversos brindis, deseándole larga vida y prediciéndole un glorioso reinado, un reinado que estuviera a la altura de los de lord Stiamot, lord Prestimion y lord Confalume. Y lord Valentine bebió, y siguió bebiendo, su cara enrojeció y se sintió feliz. Propuso nuevos brindis, por su anfitrión, por el alcalde de Til-o-mon, por el duque de la provincia, por Simonan Barjazid el Rey de los Sueños, y por el Pontífice Tyeveras y por la Dama de la Isla, su amada Madre. El vaso se llenó una y otra vez, con vino ambarino, con vino tinto, con vino azul del sur, hasta que finalmente lord Valentine fue incapaz de seguir bebiendo, se dirigió a su dormitorio y se durmió al instante. Mientras dormía unas figuras se le acercaron, los hombres del séquito de Dominin Barjazid. Le cogieron, le envolvieron en sábanas de seda, le llevaron a cierto lugar, y él fue incapaz de ofrecer resistencia, porque tuvo la impresión de que brazos y piernas se negarían a obedecerle, como si fuera un sueño, una escena de un sueño. Valentine se vio encima de una mesa de una habitación secreta, y su pelo era rubio y su piel blanca, y era Dominin Barjazid quien tenía la cara de la Corona.

—Llevadle a una ciudad muy al norte —dijo el falso lord Valentine—, abandonadle, y que él mismo se abra camino en el mundo.

El sueño habría continuado, pero Valentine notó asfixia mientras dormía, y al despertarse encontró a Lisamon Hultin encima de él, con un musculoso brazo tapándole la cara. Se liberó con cierto esfuerzo, pero luego ya no hubo regreso al sueño.

Por la mañana no habló de su sueño con nadie: estaba llegando el momento, así lo sospechaba Valentine, de ocultar la información nocturna, porque sus amigos estaban empezando a entrometerse en asuntos de estado. Era la segunda vez que soñaba que Dominin Barjazid le suplantaba como corona, y Carabella, semanas atrás, había soñado que desconocidos enemigos le drogaban y le despojaban de su identidad. Aún era posible que estos sueños fueran simples fantasías o parábolas, aunque Valentine ya estaba inclinado a dudarlo. Tenían una consistencia demasiado notable, las estructuras esenciales se repetían con excesiva frecuencia.


¿Y si un Barjazid ostentaba en la actualidad la corona del estallido estelar? ¿Qué, qué?

El Valentine de Pidruid habría reaccionado con indiferencia, habría dicho «No importa, un señor es igual que otro». Pero el Valentine que navegaba de Khyntor a Verf consideraba las cosas de un modo más serio. En su planeta existía un equilibrio de poder, un equilibrio cuidadosamente planeado a lo largo de miles de años, un sistema que había evolucionado desde la época de lord Stiamot, o quizás antes, en sustitución de las olvidadas formas de gobierno vigentes en Majipur en los primeros siglos de colonización. Y en ese sistema, un Pontífice inaccesible gobernaba por mediación de una vigorosa y dinámica Corona que él mismo elegía, mientras un funcionario conocido por Rey de los Sueños tenía como misión ejecutar las órdenes del gobierno y castigar a los infractores de la ley mediante la entrada en la mente de durmientes, y la Dama de la Isla, madre de la Corona aportaba una pincelada de amor y sabiduría. El sistema era sólido, de otro modo no habría perdurado tantos milenios. De esta forma, Majipur era un mundo feliz y próspero, sujeto, eso sí, a las fragilidades de la carne y los antojos de la naturaleza, pero en esencia libre de conflictos y sufrimientos. ¿Qué pasaría, se preguntó Valentine, si un Barjazid del linaje del Rey desalojara a una Corona legalmente nombrada y se interpusiera en ese equilibrio divinamente prescrito? ¿Cuál sería el daño a la comunidad, el desorden en la tranquilidad pública?

¿Y qué podía opinarse de una Corona caída que prefiere aceptar su alterado destino y no hace frente al usurpador? ¿Acaso no era una abdicación? ¿Y cuántas abdicaciones de este tipo se habían producido en la historia de Majipur? ¿No iba a ser él cómplice de Dominin Barjazid en la subversión del orden?

Las últimas dudas de Valentine desaparecieron. A Valentine, el malabarista, le habían parecido cómicos, o extravagantes, los primeros indicios de que él pudiera ser la genuina Corona, lord Valentine. Un absurdo, una locura, una farsa. Todo había cambiado. La estructura de sus sueños soportaba el peso de la credibilidad. Había ocurrido un hecho monstruoso, efectivamente. La importancia global de ese hecho estaba mostrándose con claridad. Y era obligación de Valentine, una obligación que debía aceptar sin más dudas, reparar el daño.

¿Pero cómo? ¿Enfrentándose a la Corona en funciones? ¿Rebelándose vestido con ropa de malabarista para recuperar el Monte del Castillo?

Valentine pasó la mañana en silencio, sin revelar un solo detalle de sus pensamientos. Estuvo largo rato en la barandilla, contemplando la distante orilla. La inmensidad del río superaba su comprensión. La vía fluvial era tan ancha en algunos puntos que resultaba imposible divisar tierra, y en otros lugares lo que parecía ser ribera era en realidad una isla, también enorme, con kilómetros de agua entre ella y la verdadera orilla. La corriente era fuerte, y el gran barco se arrastraba con rapidez hacia el este.

El día era brillante, y el río se rizaba y destellaba bajo el rutilante sol. Por la tarde hubo una llovizna, caída de nubes tan compactas que el sol continuó brillando alrededor de ellas. La intensidad de la lluvia aumentó después y los malabaristas tuvieron que anular la segunda actuación, con gran disgusto de Zalzan Kavol. Todos se agazaparon bajo techo.

Esa noche Valentine se acostó al lado de Carabella, y dejó que los skandars se las arreglaran con los ronquidos de Lisamon Hultin. Esperó casi ansiosamente las revelaciones de nuevos sueños. Pero los que tuvo no le fueron de utilidad: la vulgar e informe mezcolanza de fantasía y caos, calles sin nombre y rostros desconocidos, brillantes luces y chillones colores, absurdas disputas, inconexas conversaciones, imágenes mal enfocadas… Por la mañana el barco fluvial llegó al puerto de Verf en la orilla sur del río.

11

—La provincia de los metamorfos —dijo Autifon Deliamber— se llama Piurifayne, derivada de la palabra que usan los metamorfos para denominar su raza, Piuriyar. Limita al norte con la periferia de Verf, al oeste con la Escarpa de Velathys, al sur con una importante cordillera, las Montañas Gonghar, y al este con el río Steiche, notable afluente del Zimr. He visto con mis propios ojos todas estas zonas limítrofes, aunque jamás he entrado en Piurifayne. Entrar es difícil, ya que la Escarpa de Velathys es un muro de casi dos kilómetros de altura y quinientos metros de longitud. Las Gonghar están azotadas por las tormentas y son montañas desagradables. Y el Steiche es un río turbulento lleno de rápidos y remolinos. La única ruta racional es atravesar Verf y llegar hasta la Puerta de Piurifayne.

Los malabaristas se hallaban a pocos kilómetros de dicha entrada, tras haber abandonado la monótona ciudad mercantil de Verf con la máxima rapidez posible. La lluvia, suave pero insistente, continuó durante toda la mañana. El paisaje era trivial, un lugar de frágil suelo arenoso y densas agrupaciones de árboles enanos de corteza verde claro y hojas estrechas y agitadas. Hubo poca conversación en el vagón. Sleet se entregó a la meditación, Carabella practicó obsesivamente con tres bolas rojas en el espacio central del vehículo, los skandars que no se preocupaban de las monturas se enzarzaron en un complicado juego con astillas de marfil y pequeños fardos de negros pelos de drole, Shanamir dormitó, Vinorkis asentó diversas entradas en un diario que llevaba, Deliamber se entretuvo con sortilegios de poca importancia —encender diminutas velas nigrománticas y otros pasatiempos mágicos— y Lisamon Hultin, que había enganchado su montura junto con las que tiraban del vagón para protegerse de la lluvia, roncó como un dragón marino arrastrado hasta la playa, despertándose de vez en cuando para beber un vaso de vino gris de poca calidad que había comprado en Verf.

Valentine se sentó en un rincón, apoyado en una ventana y pensó en el Monte del Castillo. ¿Qué aspecto tendría una montaña de cincuenta mil metros de altura? ¿Una solitaria columna de piedra que se alzaba como una colosal torre hacia la negra noche del espacio? Si la Escarpa de Velathys, cuya altura no llegaba a los dos mil metros, era un muro inaccesible según Deliamber, ¿cómo sería una barrera treinta veces más alta? ¿Qué sombra proyectaba el Monte del Castillo cuando el sol se encontraba al este? ¿Una franja oscura que se extendía por Alhanroel entero? ¿Y cómo obtendrían calor y aire para respirar las ciudades de la encumbrada ladera? Existían máquinas de los antiguos, así le había explicado a Valentine, que producían calor y luz y distribuían aire puro, máquinas milagrosas de la olvidada era tecnológica, hacía miles de años, cuando las viejas artes procedentes de la Tierra aún gozaban de amplia práctica. Pero entender el funcionamiento de esas máquinas era tan difícil como comprender las fuerzas que accionaban los motores de la memoria de Valentine para indicarle que esa mujer morena era Carabella, o que aquel hombre canoso era Sleet. Valentine pensó también en la parte más elevada del Monte del Castillo, en el edificio de cuarenta mil habitaciones que había en la cima, el castillo que en ese momento pertenecía a lord Valentine, que había sido de lord Voriax hasta hacía poco tiempo y de lord Malibor cuando Valentine era un niño viviendo una infancia que ya no recordaba. ¡El castillo de lord Valentine! ¿Existía realmente un lugar así, o castillo y monte eran una simple fábula, una visión, una fantasía similar a la de los sueños? ¡El castillo de lord Valentine!

Valentine lo imaginó aferrado a la cumbre de la montaña como una capa de pintura, una brillante pincelada de color de pocas moléculas de espesor. Así debía ser el castillo comparado con aquella titánica e increíble montaña, una salpicadura que se extendía regularmente por el flanco de la cima de un modo tentacular. Cientos de habitaciones en un ala, cientos más en otra, un racimo de enormes cámaras que se extendían como seudópodos por ahí, un nido de patios y galerías por allí. Y en el lugar más recóndito, la Corona con toda su grandeza, lord Valentine con su negra barba, aunque la Corona no estaría allí en ese momento, sino continuando la gran procesión por el reino, tal vez en Ni-moya u otra ciudad oriental. ¿Y yo, pensó Valentine, he vivido en ese monte, yo? ¿He habitado en ese castillo? ¿Qué hice yo mientras fui la Corona, qué decretos, qué citas, qué tareas? La imagen de conjunto era inconcebible, y sin embargo, Valentine sentía que la convicción iba dominándole. Había plenitud, densidad y sustancia en los fantasmales fragmentos de memoria que flotaban en su mente. Sabía ya que no había nacido junto al recodo del río en Ni-moya, tal como indicaban los falsos recuerdos implantados en su mente, sino en una de las cincuenta ciudades del Monte, casi al borde del mismo Castillo, y que le habían educado junto con la casta real, como un componente más del cuadro que forjaba príncipes, que su infancia y su adolescencia habían sido cómodas y privilegiadas. Valentine continuaba sin recordar a su padre, que debió ser un distinguido príncipe del reino. Y pocos recuerdos tenía de su madre aparte de que tenía el cabello oscuro y la piel aceitunada, igual que la de él en otro tiempo, y… Un recuerdo surgido de la nada fluyó en su conciencia repentinamente: ella le abrazó un día, hacía mucho tiempo, y lloró un poco antes de explicarle que Voriax había sido elegido para sustituir al ahogado lord Malibor y que por tanto ella iba a convertirse en la Dama de la Isla del Sueño. ¿Sería cierto, o acababa de imaginarlo? En aquel tiempo él debía tener… Valentine meditó, calculó… Él debía tener veintidós años, aproximadamente, cuando Voriax llegó al poder. ¿Le habría abrazado su madre? ¿Había llorado el día de su elección como Dama? ¿O le había alegrado que ella y su hijo mayor hubieran sido nombrados Poderes de Majipur? Lloros y alegría al mismo tiempo, tal vez. Valentine sacudió la cabeza. Esas vibrantes escenas, esos momentos de vigorosa historia… ¿Volvería a conocerlos algún día, o tendría que avanzar penosamente, siempre con la desventaja que le habían impuesto los ladrones de su pasado? Hubo una enorme explosión en lontananza, un estruendo grave y prolongado que hizo temblar la tierra y que atrajo la atención de todos los ocupantes del vagón. El ruido se prolongó varios minutos, menguó hasta convertirse en un suave latido, y desapareció.

—¿Qué ha sido eso? —gritó Sleet mientras buscaba una pistola de energía en el baúl.

—Paz, paz —dijo Deliamber—. Es el sonido de la Fuente de Piurifayne. Estamos acercándonos a la frontera.

—¿La Fuente de Piurifayne? —preguntó Valentine.

—Aguarda y presta atención —le contestó Deliamber.

El vagón se detuvo poco después. Zalzan Kavol volvió la cabeza desde el asiento del cochero y gritó:

—¿Dónde está ese vroon? ¡Mago, hay una barricada ahí delante!

—Estamos en la Puerta de Piurifayne —dijo Deliamber.

Una barricada hecha con troncos amarillos, sólidos y lustrosos, atados con un cordel de brillante color esmeralda, se extendía a lo ancho de la estrecha carretera, y la izquierda había una garita ocupada por dos yorts que lucían el uniforme oficial gris y verde. Los yorts ordenaron que todos bajaran del vagón pese a la lluvia, si bien ellos se encontraban bajo un pabellón protector.

—¿Adónde van? —preguntó el yort más grueso.

—A Ilirivoyne, a actuar en las fiestas de los cambiaspectos. Somos malabaristas —dijo Zalzan Kavol.

—¿Permiso para entrar en la provincia de Piurifayne? —exigió otro yort.

—No es preciso ningún permiso —dijo Deliamber.

—Habla con excesiva confianza, vroon. Por decreto de la Corona, lord Valentine, de hace más de un mes, ningún ciudadano de Majipur puede entrar en territorio metamorfo si no es por causa legítima.

—Nuestra causa es legítima —gruñó Zalzan Kavol.

—Entonces tendrá usted un permiso.

—¡Pero si no sabíamos que fuera necesario! —protestó el skandar.

Los yorts no se inmutaron. Parecían dispuestos a dedicar su atención a otros asuntos.

Zalzan Kavol miró a Vinorkis como si esperara que éste tuviera alguna influencia con sus compatriotas. Pero el yort contestó con un simple gesto de indiferencia. Zalzan Kavol lanzó una feroz mirada a Deliamber.

—Aconséjame en estos problemas, mago, entra dentro de tus responsabilidades.

—Ni siquiera los magos podemos enterarnos de los cambios que se producen en las leyes mientras viajamos por reservas forestales y otros remotos lugares —contestó tranquilamente el vroon.

—Pero ¿qué hacemos ahora? ¿Volver a Verf?

La idea provocó un destello de gozo en los ojos de Sleet. ¡La aventura en territorio metamorfo quedaba pospuesta! Pero Zalzan Kavol echaba humo. La mano de Lisamon Hultin fue bajando hasta la empuñadura de la espada vibratoria. Valentine se puso rígido al verlo.

—Los yorts no siempre son incorruptibles —dijo en voz baja a Zalzan Kavol.

—Buen pensamiento —murmuró el skandar.

Zalzan Kavol sacó su bolsa de monedas. La vista de los yorts se aguzó al instante. Es la táctica correcta, pensó Valentine.

—Es posible que haya encontrado el documento exigido —dijo Zalzan Kavol.

Sacó de la bolsa dos piezas de una corona, con ostentosos gestos, cogió las ásperas e hinchadas manos de los yort con dos de sus manos, y con las otras puso una moneda en cada palma, luciendo su más complaciente sonrisa. Los yorts intercambiaron miradas, y no precisamente de felicidad. Con desdeñosos gestos, dejaron que las monedas cayeran al lodoso suelo.

—¿Una corona? —murmuró Carabella, incrédula—. ¿Esperaba sobornarlos con una corona?

—Sobornar a un guardia del gobierno imperial es un delito grave —declaró siniestramente el yort más voluminoso—. Queda detenido y permanecerá bajo custodia hasta que se le juzgue en Verf. Quédese en el vehículo hasta que llegue la escolta apropiada.

Zalzan Kavol estaba furioso. Dio media vuelta, se dispuso a decir algo a Valentine, se atragantó, hizo enérgicos gestos a Deliamber, gruñó, y finalmente habló en voz baja, en idioma skandar, con tres de sus hermanos. Lisamon Hultin acarició de nuevo el puño de la espada. Valentine se desesperó. Dentro de un momento habría dos yorts muertos, y todos los malabaristas serían criminales fugitivos a punto de entrar en Piurifayne. Ese incidente no iba a acelerar la marcha hacia la Dama de la Isla.

—Haga algo rápido —dijo en voz baja Valentine a Autifon Deliamber.

Pero el mago ya estaba en movimiento. Avanzó unos pasos, cogió el dinero y lo ofreció de nuevo a los yorts.

—Perdonen —dijo—, pero han debido caérseles estas monedas.

Dejó el dinero en las manos de los yorts, y al mismo tiempo hizo que las puntas de sus tentáculos se enroscaran suavemente en las muñecas de los guardianes, sólo un instante. Después los soltó.

—Su visado sólo es válido para tres semanas —dijo el yort más flaco—, y abandonarán Piurifayne por esta puerta. Otros puntos de salida son ilegales para ustedes.

—Sin contar con que son muy peligrosos —agregó el otro.

Hizo un gesto e invisibles figuras deslizaron cinco metros la barricada a lo largo de un carril oculto, de forma que quedara espacio para el vagón.

Mientras entraban en el vehículo, Zalzan Kavol habló irritadamente con Valentine.

—En el futuro, ¡no me ofrezcas consejos legales! Y tú, Deliamber: entérate de las normas que nos incumben. Esto podría habernos causado un gran retraso, y muchas pérdidas.

—Si hubieras intentado sobornarles con reales en lugar de coronas —dijo Carabella fuera del alcance del oído del skandar—, no habríamos pasado este apuro.

—No importa, no importa —dijo Deliamber—. Nos dejan pasar, ¿no es cierto? Sólo ha sido un truquillo, y más barato que un soborno.

—Estas nuevas leyes —empezó a decir Sleet—. ¡Demasiados decretos!

—La nueva Corona —dijo Lisamon— quiere demostrar su poder. Todos son iguales. Decretan esto, decretan lo otro, y el viejo Pontífice no se queja de nada. Esta Corona me hizo perder un empleo con uno de sus decretos, ¿lo sabíais?

—¿Cómo fue? —preguntó Valentine.

—Yo era guardaespaldas de un comerciante de Mazadone, que tenía mucho miedo a sus celosos rivales. Este lord Valentine creó un nuevo impuesto para cualquier persona que tuviera guardaespaldas sin pertenecer a la nobleza, y ese impuesto era mi salario de un año. Y mi jefe, malditas sean sus orejas, ¡me despidió una semana después de enterarse! Dos años con él, y adiós, Lisamon, muchas gracias, llévate una botella de mi mejor coñac como obsequio de despedida. —Lisamon eructó sonoramente—. Un día yo era defensora de su miserable vida, y al siguiente fui un lujo superfluo. ¡Y todo gracias a lord Valentine! ¡Oh, pobre Voriax! ¿No creéis que su hermano mandó que lo asesinaran?

—¡Vigila tu lengua! —espetó Sleet—. Esas cosas no se hacen en Majipur.

Pero Lisamon insistió.

—Un accidente de caza, ¿no? Y el anterior lord Malibor, ahogado mientras pescaba… ¿Por qué nuestras coronas mueren ahora de una forma tan extraña? Nunca habían sucedido estas cosas, ¿no? Vivían para convertirse en pontífices, lo conseguían, y se ocultaban en el Laberinto y tenían una vida casi eterna. Ahora Malibor está alimentando a los dragones marinos y Voriax se metió delante de un dardo perdido en el bosque. —Eructó de nuevo—. Es extraño. Es posible que allí arriba, en el Monte del Castillo, estén cansándose del sabor del poder.

—Ya basta —dijo Sleet, incómodo en aquella conversación.

—En cuanto eligen a la nueva Corona, el resto de príncipes está acabado, claro, no tienen esperanzas de progresar. A menos, a menos, a menos, a menos que la Corona muera. Entonces los príncipes vuelven a entrar en el sorteo. Cuando murió Voriax y ese Valentine llegó al poder, me dije…

—¡Basta! —gritó Sleet.

Se puso muy erguido, con lo que apenas llegaba el pecho de la guerrillera, y sus ojos chispearon como si planeara tajar los muslos de la mujer para equilibrar la situación. Lisamon conservó la calma, pero su mano se deslizó hacia la espada. Valentine se interpuso llanamente entre ambos.

—Ella no pretende ofender a la Corona —dijo tranquilamente—. Le gusta el vino, y la bebida suelta su lengua. —Y dirigiéndose a Lisamon, dijo—: Perdónale, ¿quieres? Mi amigo está muy nervioso en esta parte del mundo, como tú ya sabes.

Otra enorme explosión, cinco veces más potente y cincuenta veces más aterradora que la ocurrida media hora antes, interrumpió la discusión. Las monturas se encabritaron y relincharon, el vagón se tambaleó y Zalzan Kavol lanzó atroces juramentos desde el asiento del cochero.

—La Fuente de Piurifayne —anunció Deliamber—. Uno de los mayores espectáculos de Majipur. Vale la pena mojarse para verlo.

Valentine y Carabella se precipitaron fuera del vagón, y los demás les imitaron. Habían llegado a una zona despejada de la carretera. El bosque de arbolillos de tronco verde se abría para crear una especie de anfiteatro natural, carente por completo de vegetación, que se extendía casi un kilómetro a ambos lados de la ruta. En el extremo opuesto había brotado un geiser, pero un geiser tan parecido a los que Valentine había visto en Khyntor Ardiente como un dragón marino se parece a un pececillo. Era una columna de espumosa agua que parecía más alta que la torre de mayor altura de Dulorn, una flecha blanca que se alzaba ciento cincuenta, doscientos metros, quizá más, brotando estruendosamente del suelo con incalculable fuerza. En el extremo superior, donde la unidad del geiser se rompía y daba paso a franjas, chorros y sogas de agua, resplandecía una luz misteriosa que iluminaba los bordes de la columna y creaba un espectro completo de tonalidades, rosas, perlas, carmesíes, tenues colores de lavándula y ópalo. Un cálido rocío llenaba el aire.

La erupción continuó sin cesar, un increíble volumen de agua lanzada hacia el cielo con increíble fuerza. Valentine notó en su cuerpo el masaje de las fuerzas subterráneas que estaban en acción. Observó el espectáculo, asustado y maravillado, y casi se sobresaltó al ver que se aproximaba el final. La columna menguó, se redujo a cien metros, cincuenta, una patética hebra blanca que se sumergía en el suelo, treinta metros, diez, y finalmente nada, nada, aire desocupado donde había estado la sorprendente columna, gotitas de cálida humedad como único espectro.

—Cada treinta minutos —les informó Autifon Deliamber—, desde que los metamorfos viven en Majipur, así lo aseguran, ese géiser erupciona puntualmente. Es un lugar sagrado para ellos. ¿Lo veis? Hay peregrinos en estos momentos.

Sleet contuvo la respiración y se puso a hacer signos sagrados. Valentine le puso una mano en el hombro para calmarle. Varios metamorfos, cambiaspectos o piurivares, diez o más, se hallaban congregados ante una especie de altar al borde de la carretera, no muy lejos del vagón. Estaban contemplando a los viajeros y, pensó Valentine, no de un modo especialmente amistoso. Varios aborígenes que comandaban el grupo se ocultaron brevemente detrás del resto, y cuando aparecieron otra vez tenían un aspecto extrañamente difuso e indistinto, y eso no fue todo, puesto que habían sufrido transformaciones. A uno le habían brotado grandes balas de cañón a modo de pechos, en una caricatura de Lisamon Hultin, otro tenía cuatro velludos brazos de skandar y un tercero había imitado las canas de Sleet. Emitieron un curioso y agudo sonido que tal vez era la versión metamorfa de la risa, y a continuación todo el grupo se alejó por el bosque.

Valentine no soltó el hombro de Sleet hasta que notó que parte de la tensión iba consumiéndose en el rígido cuerpo del menudo malabarista.

—¡Un buen truco, sí señor! —dijo alegremente—. Si fuéramos capaces de hacer eso… si nos salieran varios brazos en medio de la actuación… ¿Qué opinas, Sleet? ¿Te gustaría?

—Me gustaría estar en Narabal —dijo Sleet—, o en Piliplok, o en cualquier lugar alejado de aquí.

—Y a mí en Falkynkip, dando sobras a mis monturas —dijo Shanamir, que estaba pálido y tembloroso.

—Ellos no pretenden causarnos daño —dijo Valentine—. Va a ser una interesante experiencia, una experiencia que nunca olvidaremos.

Sonrió abiertamente. Pero no hubo sonrisas alrededor de él, ni siquiera la de Carabella, la siempre animada Carabella.

El mismo Zalzan Kavol tenía un extraño aspecto de inquietud, como si estuviera pensando mejor en la sensatez de buscar con afán a su gran amor, los reales, en la provincia metamorfa. Valentine, simplemente a fuerza de optimista energía, no logró alegrar excesivamente a sus compañeros. Miró a Deliamber.

—¿A qué distancia está Ilirivoyne? —le preguntó.

—En algún lugar más adelante —replicó el vroon—. A qué distancia, no tengo la menor idea. La encontraremos cuando la encontremos.

No fue una respuesta muy halagüeña.

12

Aquel país era primitivo, eterno, no corrompido, una avanzada del primer amanecer del civilizado y amansado Majipur. Los cambiaspectos vivían en un territorio de bosques tropicales, donde aguaceros diarios limpiaban el ambiente y hacían que la vegetación se desenfrenara. Las frecuentes tormentas procedían del norte y avanzaban hacia el túnel natural formado por la Escarpa de Velathys y la cordillera Gonghar. Cuando el húmedo aire se alzaba en el ascenso de las estribaciones, se producían suaves lluvias que empapaban un terreno ligeramente esponjoso. Los árboles crecían altos y con delgados troncos, ramificándose a gran altura y formando densas bóvedas. Redes de trepadoras y lianas unían las copas, y cascadas de oscuras hojas, afiladas y con goteantes puntas, relucían como si la lluvia las hubiera pulido. A través de las brechas del bosque, Valentine vio distantes montañas con mantos verdes, envueltas en niebla, con numerosos picos, ominosas, misteriosos bultos de gran tamaño que se agazapaban en el terreno. Había escasa fauna silvestre, o al menos pocos animales que se dejaran ver: alguna serpiente roja y amarilla que se deslizaba entre los matorrales, un infrecuente pájaro verde y escarlata o un dentudo animal de hábitos aéreos, de color pardo y membranosas alas, que revoloteó por encima de los malabaristas. Un asustado bilantún retozó discretamente delante del vagón y se esfumó en el bosque con furiosos movimientos de sus afiladas pezuñas y haciendo señales de pánico con su erguida y copetuda cola. Los hermanos del bosque no debían estar lejos, puesto que se veían varias arboledas de duikos. E indudablemente los arroyos debían estar llenos de peces y reptiles, el suelo del bosque repleto de insectos excavadores y roedores de fantásticos colores y formas y, por lo que sabía Valentine, las innumerables lagunas de siniestro aspecto albergaban al monstruoso amorfibote que, tras estar sumergido durante el día salía por la noche, todo cuello, dientes y ojos como cuentas, en busca de cualquier presa que se pusiera al alcance de su voluminoso cuerpo. Pero ninguno de esos seres se dejó ver mientras el vagón corrió hacia el sur por la abrupta y estrecha carretera de la reserva.

Tampoco los mismos piurivares fueron excesivamente conspicuos. De vez en cuando, una antiquísima senda que se introducía en la jungla, endebles cabañas de mimbre apenas visibles desde la carretera, varios peregrinos que iban a pie hacia el altar de la fuente. Los metamorfos, explicó Deliamber, eran un pueblo que vivía de la caza y de la pesca, recogía frutos silvestres y tenía cierta producción agrícola. Seguramente su civilización estuvo más avanzada en otros tiempos, puesto que se habían descubierto, en especial en Alhanroel, ruinas de importantes ciudades de piedra de miles de años de antigüedad, tal vez correspondientes a una época de Piurivar anterior a la llegada de las naves estelares. No obstante, dijo Deliamber, ciertos historiadores afirmaban que las ruinas pertenecían a viejos asentamientos humanos, fundados y destruidos en el turbulento período prepontifical hacía doce o trece mil años. En cualquier caso, los metamorfos, suponiendo que en otros tiempos hubieran tenido una forma de vida más compleja, preferían ser moradores del bosque en la actualidad. ¿Retroceso? ¿Progreso? Valentine no lo sabía.

A media tarde dejaron de oír el sonido de la Fuente de Piurifayne, y el bosque se hizo más espeso, más impenetrable. En la carretera no había un solo letrero y, de improviso, se bifurcaba en un punto donde no existían indicios de lo que había más allá. Zalzan Kavol pidió consejo a Deliamber con la mirada, y el mago miró a Lisamon.

—Ojalá lo supiera, maldita sea mi estampa —tronó la voz de la giganta—. Elegid un camino al azar. Tenemos el cincuenta por ciento de posibilidades de llegar a Ilirivoyne.

Pero Deliamber tenía una idea mejor, y se arrodilló en el lodo para efectuar un rito mágico de indagación. Sacó de su morral un par de recipientes con incienso mágico. Los protegió de la lluvia con la capa y los encendió para crear una humareda de color castaño claro. Inhaló el humo mientras agitaba los tentáculos formando intrincadas volutas. La guerrillera soltó una risotada.

—Sólo es un fraude. Moverá los brazos un rato y luego intentará adivinar el camino. Cincuenta por ciento de posibilidades de llegar a Ilirivoyne.

—El lado izquierdo de la bifurcación —anunció finalmente Deliamber.

Fue un buen recurso mágico, o una afortunada conjetura, porque poco después fueron aumentando las señales de ocupación metamorfa. No hubo más aislados grupos de solitarias cabañas, sino pequeñas concentraciones de moradas de mimbre, ocho, diez o más, muy juntas y cada cien metros o incluso más cerca. Además creció el número de transeúntes, sobre todo niños aborígenes que llevaban livianas cargas en hondas suspendidas de sus cabezas; muchos se detuvieron al ver el vagón, señalaron y emitieron suaves sonidos en voz baja.

Era indudable que los malabaristas estaban aproximándose a una gran población. El camino estaba atestado de niños y adultos, y las viviendas eran numerosas. Los niños formaban una inquieta cuadrilla. Parecían practicar su inmaduro talento transformativo mientras caminaban, y adoptaban numerosas formas, casi todas grotescas: a uno le habían brotado piernas similares a zancos, otro tenía extremidades tentaculares de vroon que le llegaban casi al suelo y un tercero hinchó su cuerpo hasta formar una masa globular apoyada en diminutos puntales.

—¿Somos nosotros los artistas de circo —preguntó Sleet—, o son ellos? ¡Esta gente me pone enfermo!

—Paz —dijo en voz baja Valentine.

—Creo que aquí tienen diversiones muy tétricas —comentó Carabella en apagada voz—. Mirad.

Un poco más adelante, al borde del camino, había varias jaulas de mimbre. Grupos de cargadores, que al parecer acababan de dejarlas en el suelo, descansaban junto a las jaulas. De los barrotes salían menudas manos de largos dedos, y algunas colas prensiles se enrollaban en gestos de angustia. Cuando el vagón pasó por allí, Valentine vio que las jaulas estaban repletas de hermanos del bosque, tres o cuatro muy apretados en cada jaula, en camino a Ilirivoyne para… ¿qué? ¿Para ser sacrificados y vendidos como carne? ¿Para ser torturados en las fiestas? Valentine se estremeció.

—¡Esperad! —gritó de pronto Shanamir mientras el vagón pasaba junto a la última jaula—. ¿Qué hay aquí?

La última jaula era mayor que las otras, y no contenía hermanos del bosque, sino otro tipo de cautivo, un ser de obvia inteligencia, alto y extraño, de piel color azul oscuro, ojos púrpura ardientes y melancólicos, de extraordinaria intensidad y luminosidad, y un amplio tajo con finos labios que era su boca. Su ropa —de un elegante tejido verde— estaba desgarrada, convertida en harapos y salpicada de oscuras manchas, tal vez de sangre. Aquel ser aferraba los barrotes de su jaula con terrible fuerza, los sacudía, tiraba de ellos. Y pidió ayuda a los malabaristas con una voz ronca, rara, totalmente extraña. El vagón prosiguió su marcha.

—¡Este ser no es de Majipur! —dijo Valentine, estremecido, a Deliamber.

—No —dijo el mago—. Nunca había visto un ser así.

—Yo vi uno hace tiempo —intervino Lisamon—. Un ser de otro mundo, un nativo de una estrella próxima, aunque no recuerdo el nombre.

—¿Pero qué hace aquí un ser de otro planeta? —preguntó Carabella—. Actualmente hay poco tráfico entre las estrellas, y pocas naves llegan a Majipur.

—Pero algunas nos visitan —dijo Deliamber—. Aún no estamos totalmente aislados de las rutas estelares, aunque es indudable que se nos considera como un lugar atrasado en el comercio interplanetario. Y…

—¿Os habéis vuelto locos todos? —exclamó Sleet, exasperado—. ¿Sentados aquí igual que sabios, discutiendo el comercio interplanetario, y en esa jaula hay un ser civilizado que pide socorro, que seguramente será espetado y devorado en las fiestas metamorfas? ¿Y no prestamos atención a sus gritos, seguimos despreocupadamente hacia la capital?

Sleet emitió un atormentado sonido de rabia y se precipitó hacia el asiento del cochero. Valentine, temiendo que hubiera problemas, le siguió. Sleet tiró de la capa de Zalzan Kavol.

—¿Lo has visto? —preguntó—. ¿Lo has visto? ¿Al extraño de la jaula?

—¿Y? —dijo el skandar, sin volverse.

—¿Pasarás por alto esos gritos?

—No es asunto nuestro —replicó tranquilamente Zalzan Kavol—. ¿Debemos liberar a los prisioneros de un pueblo independiente? Tendrán algún motivo para haber detenido a ese ser.

—¿Motivo? ¡Sí, freírlo para cenar! Y nosotros estamos en la siguiente cazuela. Te pido que volvamos y liberemos…

—Imposible.

—¡Al menos preguntemos por qué está enjaulado! ¡Zalzan Kavol, podemos estar cabalgando alegremente hacia la muerte! ¿Tanta prisa tienes en llegar a Ilirivoyne que no vas a pararte a hablar con alguien que tal vez conozca las condiciones de este territorio, y que se encuentra en un grave apuro?

—Lo que dice Sleet es sensato —observó Valentine.

—¡Muy bien! —espetó Zalzan Kavol. Detuvo el vagón—. Sal e investiga, Valentine. Pero no tardes mucho.

—Yo le acompañaré —dijo Sleet.

—Tú quédate aquí. Si él necesita guardaespaldas, que se lleve a la giganta.

Una observación razonable. Valentine hizo un gesto a Lisamon, y ambos bajaron del vagón y retrocedieron hacia las jaulas. En ese mismo instante los hermanos del bosque empezaron a rascar y golpear los barrotes de las jaulas. Los cargadores metamorfos —armados, comprobó Valentine, con dagas de madera o cuerno pulido, muy eficaces en apariencia— se formaron en falange en la carretera, sin darse excesivas prisas, y evitaron que Valentine y Lisamon se acercaran más a la jaula de mayor tamaño. Un metamorfo, sin duda el jefe del grupo, se adelantó y aguardó las preguntas con amenazadora calma.

—¿Sabrán hablar en nuestro idioma? —preguntó en voz baja Valentine a la giganta.

—Seguramente. Inténtalo.

—Somos una compañía de malabaristas ambulantes —dijo Valentine en voz alta y clara—. Hemos venido para actuar en las fiestas que sabemos vais a celebrar en Ilirivoyne. ¿Estamos cerca de la ciudad?

El metamorfo, quince centímetros más alto que Valentine, aunque con una constitución mucho más frágil, parecía divertido.

—Estáis en Ilirivoyne —fue la fría, remota respuesta.

Valentine se humedeció los labios. Aquellos metamorfos despedían un olor suave, definido, acre pero no desagradable. Sus ojos, extrañamente sesgados, tenían una aterradora inexpresividad.

—¿A quién debemos dirigirnos para poder actuar en Ilirivoyne?

—La Danipiur interroga a todos los forasteros que llegan a Ilirivoyne. La encontraréis en la Casa de Servicios.

La frígida y reservada conducta del metamorfo era desconcertante.

—Otra cosa —dijo Valentine al cabo de unos instantes—. Vemos que en esa gran jaula hay un ser de una raza desconocida. ¿Puedo preguntar por qué está ahí?

—Como castigo.

—¿Un criminal?

—Eso dicen —replicó vagamente el metamorfo—. ¿Por qué os preocupa tanto?

—Somos forasteros en vuestra tierra. Si aquí enjauláis a los forasteros, preferiríamos buscar trabajo en otro lugar.

Hubo un momentáneo temblor de emoción —¿diversión, desprecio?— en la boca y en las ventanas nasales del metamorfo.

—¿Por qué tenéis ese temor? ¿Sois criminales?

—Ni mucho menos.

—Entonces no os enjaularemos. Presentad vuestros respetos a la Danipiur y formuladle a ella todas las preguntas que queráis. Debo terminar importantes tareas.

Valentine miró a Lisamon, que se encogió de hombros. El metamorfo se alejó. No había nada que hacer aparte de volver al vagón.

Los cargadores levantaron las jaulas y las ataron a varas que luego cargaron a la espalda. De la jaula de mayor tamaño surgió un rugido de ira y desesperación.

13

Ilirivoyne no era una ciudad, no era un pueblo, sino algo intermedio, una calamitosa concentración de numerosas estructuras, bajas y de aspecto temporal, de mimbre y maderas ligeras, dispuestas en irregulares calles sin pavimento que se extendían a lo largo de considerables distancias en dirección al bosque. El lugar tenía apariencia de provisional, como si Ilirivoyne hubiera tenido otra ubicación hacía pocos años y pudiera estar en una zona completamente distinta dentro de un par de años. Que era época de fiestas en Ilirivoyne se notaba, aparentemente, en los fetiches en forma de vara plantados ante casi todas las viviendas, gruesos y desbastados palos con brillantes cintas y trozos de pieles. Además había muchas calles con entablados erigidos, bien para espectáculos artísticos o bien, pensó Valentine con gran intranquilidad, para ritos tribales muy siniestros.

Encontrar la Casa de los Servicios y a la Danipiur fue sencillo. La calle principal desembocaba en una amplia plaza limitada en tres de sus lados por pequeñas construcciones abombadas provistas de floridos techos entretejidos, y en el cuarto por una estructura de mayor tamaño, el primer edificio de tres pisos que los malabaristas habían visto en Ilirivoyne, con su cuidado jardín de arbustos globulares, blancos y grises y con gruesos tallos, en la entrada. Zalzan Kavol condujo el vagón hasta una zona despejada próxima a la plaza.

—Ven conmigo —dijo el skandar a Deliamber—. Veremos qué podemos conseguir.

Estuvieron en la Casa de los Servicios un buen rato. Cuando salieron iban acompañados por una metamorfa de gran presencia y autoridad, sin duda la Danipiur, y los tres permanecieron en el jardín en complicada conversación. La Danipiur señaló, Zalzan Kavol afirmó y negó alternativamente con movimientos de cabeza, y Autifon Deliamber, empequeñecido entre dos seres de gran estatura, hizo frecuentes y elegantes ademanes de diplomática conciliación. Finalmente Zalzan Kavol y el vroon regresaron al vagón. El skandar parecía más animado.

—Hemos llegado justo a tiempo —anunció—. Las fiestas ya han empezado. Mañana por la noche habrá una de las celebraciones principales.

—¿Nos pagarán? —preguntó Sleet.

—Era lo lógico —dijo Zalzan Kavol—. Pero no nos darán comida, ni alojamiento, porque en Ilirivoyne no hay posadas. Y no debemos entrar en determinadas zonas de la ciudad. Me han ofrecido mejores acogidas en otros sitios. Aunque también algunas menos amistosas de vez en cuando.

Tropeles de niños metamorfos, solemnes y silenciosos, siguieron al vagón cuando el vehículo abandonó la plaza y se dirigió a un lugar situado detrás de la misma para poder aparcar. A últimas horas de la tarde los malabaristas celebraron una sesión de práctica, y aunque Lisamon Hultin hizo formidables esfuerzos para alejar de allí a los niños metamorfos, le fue imposible evitar que los pequeños volvieran y asomaran la cabeza entre árboles y arbustos para contemplar a los artistas. Valentine se puso nervioso al tener que actuar delante de los niños, y no fue el único, ni mucho menos, porque Sleet estuvo tenso y anormalmente torpe, e incluso Zalzan Kavol, maestro de maestros, tiró un bastón al suelo por primera vez en el recuerdo de Valentine. El silencio de los niños era molesto, parecían inexpresivas estatuas, un público distante que extraía energía y no daba nada a cambio. Pero todavía era más molesto el truco de la metamorfosis: los pequeños piurivares cambiaban de aspecto con tanta naturalidad como un niño humano se chupaba el pulgar. El objetivo aparente de los niños era la imitación, ya que las formas que adoptaban eran burdas, semirreconocibles versiones de los malabaristas, tal como habían hecho los metamorfos adultos en la Fuente de Piurifayne. Los niños conservaban una forma brevemente —su talento parecía escaso— pero durante las pausas entre ejercicios Valentine vio que algunos tenían su pelo rubio, las canas de Sleet o el cabello moreno de Carabella; otros se transformaron en seres osunos y con muchos brazos, igual que los skandars, o intentaron imitar caras, rasgos personales, expresiones, y todo ello hecho de un modo deformado y poco halagador.

Los viajeros pasaron la noche apretados a bordo del vagón, muy juntos, y durante toda la noche, así lo pareció, cayó una persistente lluvia. Valentine sólo logró dormir a ratos, simples cabezadas, y durante muchas horas escuchó los poderosos ronquidos de Lisamon o los sonidos aún más grotescos de los skandars. En algún momento de la noche debió dormirse de verdad, ya que tuvo un sueño, nebuloso e incoherente; vio a los metamorfos encabezando una procesión de prisioneros, hermanos del bosque y el extraño de piel azul, por la carretera que llevaba a la fuente de Piurifayne, que entró en erupción y se elevó sobre el mundo como una colosal montaña blanca. Y casi al amanecer durmió profundamente un rato, hasta que Sleet le sacudió el hombro para despertarle poco antes de la salida del sol. Valentine se incorporó y se frotó los ojos.

—¿Qué pasa?

—Vamos afuera. Tengo que hablarte.

—¡Aún es de noche!

—Es igual. ¡Vamos!

Valentine bostezó, se estiró y se levantó ruidosamente. Él y Sleet avanzaron cautelosamente entre los adormecidos cuerpos de Carabella y Shanamir, evitaron tropezar con un skandar, y bajaron la escalerilla del vagón. La lluvia había cesado, pero la mañana era oscura y fría, y una desagradable niebla se alzaba del suelo.

—He tenido un envío —dijo Sleet—. De la Dama, creo.

—¿De qué tipo?

—Sobre ese ser de la piel azul, el de la jaula, del que dijeron que era un criminal a punto de recibir castigo. Me ha hablado en mi sueño y me ha explicado que no es un criminal, sino sólo un viajero que cometió el error de entrar en territorio metamorfo. Lo capturaron porque tienen la costumbre de sacrificar un forastero en la Fuente de Piurifayne en época de fiestas. Y he visto cómo lo hacían. La víctima, atada de pies y manos, ocupa el hoyo de la fuente, y cuando se produce la explosión, sale despedida hacia el cielo.

Valentine notó un escalofrío que no estaba causado por la niebla matutina.

—Yo he soñado algo similar —dijo.

—En mi sueño me he enterado de más cosas —siguió explicando Sleet—. También nosotros estamos en peligro, quizá no en peligro de que nos sacrifiquen, pero igualmente corremos riesgos. Y si liberamos al extraño, él nos ayudará a salvarnos, pero si consentimos que muera, no saldremos con vida de territorio piurivar. Ya sabes que temo a estos cambiaspectos, Valentine, pero este sueño es distinto. Ha tenido la claridad de un envío. No hay que despreciarlo como un temor más del tonto Sleet.

—¿Qué quieres hacer?

—Rescatar al extraño.

—¿Y si es realmente un criminal? —contestó Valentine, intranquilo—. ¿Con qué derecho nos entrometemos en la justicia piurivar?

—Con el derecho del envío —dijo Sleet—. ¿También son criminales esos hermanos del bosque? He visto que ellos también iban a la fuente. Estamos entre salvajes, Valentine.

—No, salvajes, no. Gente extraña, con costumbres distintas a las de Majipur.

—Estoy resuelto a liberar al ser de piel azul. Si no con tu ayuda, yo solo.

—¿Ahora?

—¿Qué mejor momento? —preguntó Sleet—. Aún es de noche. Hay silencio. Abriré la jaula. Él se esconderá en la jungla.

—¿Piensas que la jaula no estará vigilada? No, Sleet. Espera. Esto es absurdo. Expondrás nuestras vidas si actúas ahora. Déjame hacer más averiguaciones sobre este prisionero y por qué está enjaulado. Y qué pretenden hacer con él. Si quieren sacrificarlo, lo harán en algún momento culminante de las fiestas. Hay tiempo.

—El envío acaba de llegarme —dijo Sleet.

—He tenido un sueño parecido al tuyo.

—Pero no ha sido un envío.

—No, no ha sido un envío. Sin embargo, basta para hacerme pensar que hay verdad en tu sueño. Te ayudaré, Sleet. Pero no ahora mismo. No es el momento oportuno.

Sleet estaba inquieto. Mentalmente ya estaba acercándose a las jaulas, y la oposición de Valentine le contrariaba.

—¿Sleet?

—¿Sí?

—Hazme caso. No es el momento oportuno. Hay tiempo.

Valentine miró fijamente al malabarista. Sleet le devolvió la mirada con igual obstinación durante unos instantes. Luego, bruscamente, su firmeza se quebró y bajó los ojos.

—Sí, mi señor —dijo en voz baja.

Durante el día Valentine trató de obtener información sobre el prisionero, pero con escaso éxito. Las jaulas, once con hermanos del bosque y la duodécima con el extraño, se encontraban en la plaza, delante de la Casa de los Servicios. Había cuatro pilas, con la jaula del extraño solitaria en lo alto, muy por encima del suelo. Piurivares armados con dagas las vigilaban.

Valentine se acercó, pero no logró pasar del centro de la plaza.

—Está prohibido que pases de aquí —le dijo un metamorfo.

Los hermanos del bosque hicieron resonar los barrotes. El ser de piel azul prorrumpió en gritos, palabras con un marcado acento que Valentine apenas logró entender. ¿Había dicho, «¡Huye, necio, antes de que te maten!», o era eso producto de la excitada imaginación de Valentine? Los guardianes habían establecido un apretado cordón alrededor de la plaza. Valentine se alejó. Cerca de allí preguntó a algunos niños si podían informarle sobre las jaulas; pero los pequeños le miraron guardando un obstinado silencio, fijaron en él sus inexpresivos ojos, murmurando entre ellos, efectuaron pequeñas metamorfosis para imitar el cabello rubio de Valentine, y luego se dispersaron y corrieron como si él fuera un demonio.

Durante toda la mañana no cesaron de entrar metamorfos en Ilirivoyne, llegando en tropel procedente de los caseríos forestales de las afueras. Se presentaron con adornos de numerosos tipos, guirnaldas, banderas, colgaduras, estacas decoradas con espejos y largas varas con misteriosas leyendas grabadas. Todos parecían saber qué hacer, y todos estaban enormemente atareados. No llovió después del amanecer. Los piurivares habían obtenido un raro día seco para el punto culminante de sus fiestas. ¿Por arte de magia, o era simplemente una coincidencia?, se preguntó Valentine.

A media tarde empezaron los festejos. Reducidas bandas de músicos interpretaron una música vibrante, discordante, de ritmo excéntrico y muy marcado, y multitudes metamorfas participaron en un lento y majestuoso baile de entrelazamiento, moviéndose como si fueran sonámbulos. En algunas calles se celebraron carreras; jueces apostados en puntos del recorrido se enzarzaron en complejas discusiones en cuanto los corredores pasaron a su lado. En puestos que al parecer habían sido levantados durante la noche se podía obtener sopa, guisados, bebidas y carne a la parrilla.

Valentine se sintió como un intruso en aquel lugar. Experimentó el deseo de pedir disculpas a los metamorfos por haberlos visitado en la época más sagrada. No obstante, nadie aparte de los niños pareció prestar atención a los malabaristas, y era evidente que los pequeños piurivares los consideraban como rarezas traídas allí para su diversión. Jóvenes y desconfiados metamorfos estaban al acecho en todas partes, para hacer rápidas y confusas imitaciones de Deliamber, Sleet, Zalzan Kavol y todos los demás, pero sin permitir que los forasteros se acercaran a ellos.

Zalzan Kavol había convocado un ensayo para últimas horas de la tarde, junto al vagón. Valentine fue uno de los primeros en llegar, contento de tener una excusa para alejarse de las atestadas calles. Sólo encontró a Sleet y a dos skandars.

Tuvo la impresión de que Zalzan Kavol le miraba de un modo extraño. Había algo nuevo e inquietante en el tipo de atención del skandar. Al cabo de algunos minutos Valentine empezó a sentirse molesto.

—¿Algo va mal? —preguntó.

—¿Qué puede ir mal?

—Pareces haber perdido la serenidad.

—¿Yo? ¿Yo? No pasa nada. Un sueño, eso es todo. Estaba pensando en un sueño que tuve ayer por la noche.

—¿Soñaste con el prisionero de piel azul?

Zalzan Kavol reflejó desconcierto.

—¿Por qué me lo dices?

—A mí me pasó, y a Sleet.

—Mi sueño no tenía nada que ver con el de la piel azul —replicó el skandar—. Y no quiero discutirlo. Fue una tontería, pura tontería.

Y Zalzan Kavol se fue, cogió dos pares de cuchillos y se puso a hacer malabares con ellos de un modo nervioso, como si estuviera distraído.

Valentine no le dio más importancia. Ni siquiera había imaginado que los skandars soñaran, y mucho menos que tuvieran sueños perturbadores. Pero era lógico, se trataba de ciudadanos de Majipur que compartían todos los atributos del resto de las razas, recibían envíos del Rey y de la Dama, y sufrían aisladas intrusiones de las mentes de seres inferiores y derrames procedentes de las partes más recónditas de su ser. Igual que los humanos o, suponía Valentine, los yorts, vroones y liis. De todos modos, era un hecho curioso. Zalzan Kavol se mostraba mesurado en sus emociones, reacio a permitir que su personalidad real fuera descubierta por otros (sólo reflejaba codicia, impaciencia e irritación), y por eso a Valentine le pareció extraña aquella admisión de algo tan personal como que estaba pensando en un sueño.

Valentine se preguntó si los metamorfos tendrían sueños con significado, envíos y demás.

El ensayo se desarrolló bien. Luego los malabaristas hicieron una cena, ligera y no muy satisfactoria, con frutas y bayas recogidas en el bosque por Lisamon Hultin, acompañadas con el poco vino comprado en Khyntor que les quedaba. Las hogueras ardían ya en numerosas calles de Ilirivoyne, y la discordante música de las diversas bandas creaba extraños, estruendosos sonidos casi armoniosos. Valentine supuso que la actuación tendría lugar en la plaza, pero no fue así. Varios metamorfos, ataviados con vestiduras de aspecto sacerdotal, se presentaron en la oscuridad para acompañar a los malabaristas a una parte totalmente distinta de la ciudad, un claro oval y mucho más espacioso que ya se encontraba cercado por cientos, miles de ansiosos espectadores. Zalzan Kavol y sus hermanos inspeccionaron el terreno con suma atención, en busca de obstáculos ocultos o irregularidades que pudieran entorpecer sus movimientos. Normalmente Sleet participaba en ese reconocimiento, pero el malabarista, notó de pronto Valentine, había desaparecido en el recorrido desde el lugar del ensayo hasta el claro. ¿Se había agotado su paciencia, se había decidido a cometer una imprudencia? Valentine estaba a punto de ir en su busca cuando apareció Sleet, jadeando suavemente como si acabara de hacer un número de malabarismo.

—He ido a la plaza —dijo en voz baja—. Las jaulas siguen apiladas. Pero casi todos los guardianes deben estar bailando. Conseguí intercambiar algunas palabras con el prisionero antes de que me echaran de allí.

—¿Y?

—Dice que lo sacrificarán en la fuente a medianoche, igual que en mi envío. Y que mañana por la noche nos ocurrirá lo mismo.

—¿Qué?

—Lo juro por la Dama —dijo Sleet. Sus ojos parecían taladros—. Llegué a este lugar porque así te lo juré, mi señor. Me aseguraste que no sufriría daño alguno.

—Tus temores me parecieron irracionales.

—¿Y ahora?

—Voy a revisar mi opinión —dijo Valentine—. Pero saldremos de Ilirivoyne con perfecta salud. Te lo prometo. Hablaré con Zalzan Kavol después de la actuación, en cuanto haya tenido oportunidad de consultar con Deliamber.

—Me complacería más estar antes en la carretera.

—Los metamorfos están gozando y bebiendo esta noche. Más tarde habrá menos posibilidades de que noten nuestra marcha —dijo Valentine—, y estarán menos capacitados para perseguirnos, si es que pretenden hacerlo. Además, ¿crees que Zalzan Kavol estaría de acuerdo en cancelar una actuación simplemente porque hay rumores de peligro? Actuaremos, y luego saldremos del aprieto. ¿Qué opinas?

—Estoy contigo, mi señor —replicó Sleet.

14

Fue una actuación espléndida, y nadie estuvo más en forma que Sleet, que efectuó el número de malabarismo a ciegas y lo hizo sin fallos. Los skandars intercambiaron antorchas con vertiginoso desenfreno, Carabella hizo cabriolas sobre la esfera giratoria, y Valentine hizo malabares mientras bailaba, brincaba, se arrodillaba y corría. Los metamorfos se sentaron en círculos concéntricos alrededor de los artistas, sin apenas comentarios, sin aplaudir una sola vez, contemplando el espectáculo en la nebulosa penumbra con insondable fuerza de concentración.

Trabajar ante ese público fue difícil. Peor que un ensayo, pues nadie espera público en un momento así, mientras que en la actuación hubo miles de espectadores que no ofrecieron nada a los artistas. Inmóviles como estatuas, igual como estuvieron los niños anteriormente, un austero público que no demostró aprobación o desaprobación sino algo que debía interpretarse como indiferencia. En esa situación, los malabaristas presentaron ejercicios cada vez más gravosos y maravillosos, pero durante más de una hora no obtuvieron respuesta.

Y luego, de un modo asombroso, los metamorfos iniciaron un número de malabarismo, una imitación espectral e irreal de la actuación de la compañía.

Grupos de dos o tres piurivares salieron de la oscuridad y tomaron posiciones en el centro del escenario a pocos metros de los malabaristas. Durante la actuación sufrieron rápidos cambios de apariencia: seis adoptaron aspecto de velludos y macizos skandars, uno se hizo menudo y ágil, muy parecido a Carabella, otro lució la sólida figura de Sleet, y un piurivar alto y rubio, imitó la imagen de Valentine. Esta asunción de los cuerpos de los malabaristas no tuvo ningún carácter festivo: a Valentine le pareció ominosa, una burla, una clara amenaza. Y cuando observó el lugar ocupado por los miembros de la compañía que no actuaban, vio que Autifon Deliamber hacía gestos de preocupación con sus tentáculos, Vinorkis estaba muy serio y Lisamon oscilaba de un lado a otro, de puntillas, como si se preparara para entrar en combate.

Zalzan Kavol también estaba desconcertado por el curso de los acontecimientos.

—Continuad —dijo roncamente—. Estamos aquí para actuar.

—Mi opinión —dijo Valentine— es que estamos aquí para divertirlos, aunque no por fuerza como artistas.

—Es igual, somos artistas, y actuaremos.

Hizo una señal y acometió la realización, en compañía de sus hermanos, de un deslumbrante intercambio de innumerables objetos, todos ellos afilados y peligrosos. Sleet, tras un instante de duda, cogió un puñado de bastones y los lanzó al aire en cascadas, igual que Carabella. Las manos de Valentine quedaron congeladas: no sintió deseo alguno de actuar.

Los nueve metamorfos que había en el escenario también se pusieron a hacer malabares.

Sólo fue una falsificación, una ilusión de malabarismo, sin verdadero talento o arte. Una burla y nada más. Los piurivares llevaban en las manos frutas negras de áspera piel, trozos de madera y otros objetos vulgares, y se los pasaron de una mano a otra como niños parodiando a un malabarista. Incluso cometieron fallos en los ejercicios más simples y tuvieron que agacharse con rapidez para recuperar el objeto que se les había caído. Esa actuación enardeció al público, al contrario que todo lo que los genuinos malabaristas habían hecho. Los metamorfos emitieron sonidos inarticulados —¿acaso se trataba de su equivalente al aplauso?— y se movieron rítmicamente mientras se daban palmadas en las rodillas. Y Valentine vio que algunos se transformaban de un modo casi caprichoso, adoptando raras formas alternativas, humanas, yorts o susúheris, por puro antojo, o moldeándose a semejanza de los skandars, Carabella o Deliamber. En un momento dado vio que había seis o siete Valentine en las filas más cercanas.

Actuar en ese circo de distracciones era simplemente imposible, pero los malabaristas continuaron de un modo inflexible los ejercicios durante algunos minutos más. La actuación perdió la perfección, cayeron bastones al suelo, los ritmos se alteraron, fallaron los intercambios tantas veces practicados. El canturreo de los metamorfos se hizo más intenso.

—¡Oh, mirad, mirad! —gritó de pronto Carabella.

Señaló a los nueve falsos malabaristas, concretamente al que imitaba a Valentine.

Valentine se quedó sin aliento.

Lo que estaba haciendo aquel metamorfo era contrario a la razón, y conmocionó a Valentine, le dejó rígido, aterrorizado y asombrado. Porque el piurivar estaba oscilando entre dos formas. Una era la imagen de Valentine, un hombre joven, alto y rubio, con anchos hombros y gruesas manos.

Y la otra era la imagen de lord Valentine, la corona.

La metamorfosis era casi instantánea, como el destello de una luz. Valentine veía a su hermano gemelo delante de él, y un instante después lo sustituía la Corona, con su barba negra y sus penetrantes ojos, un personaje autoritario y de gran porte, que desaparecía y volvía a ser el sencillo malabarista. El canturreo de la multitud se hizo más intenso: daban su aprobación al espectáculo. Valentine… lord Valentine… Valentine… lord Valentine…

Mientras observaba, Valentine notó que un hormigueo de glacial frigidez recorría su espalda. Sintió picazón en la cabeza, sus rodillas temblaron. Era imposible confundir la importancia de la grotesca pantomima. ¿No había deseado confirmación de todo lo que había arrasado su mente durante las últimas semanas, desde la llegada a Pidruid? Pues ahí la tenía. Pero ¿en ese lugar? ¿En una población selvática, entre aquellos aborígenes?

Contempló la imitación de su cara.

Contempló el semblante de la Corona.

Los demás malabaristas metamorfos saltaban y hacían cabriolas en una danza de pesadilla, con las piernas alzándose y cayendo con fuerza, los falsos brazos de skandar agitándose y golpeando los costados de los imitadores, los falsos cabellos de Sleet y Carabella revueltos bajo el viento nocturno… La imagen de Valentine permaneció inmóvil mientras cambiaba de cara, y finalmente desapareció. Nueve metamorfos ocupaban el centro del círculo, con las manos extendidas hacia el público, y el resto de piurivares se pusieron de pie y bailaron con idéntica locura.

La actuación había terminado. Sin dejar de bailar, los metamorfos se alejaron en tropel entre las sombras, hacia los puestos y juegos de su fiesta.

Valentine, perplejo, se volvió lentamente y vio los rostros atónitos de sus compañeros. Zalzan Kavol tenía la boca abierta y sus brazos colgaban fláccidamente. Sus hermanos estaban apiñados detrás de él, con los ojos abiertos reflejando espanto y sorpresa. Sleet tenía una aterradora palidez, Carabella todo lo contrario: las mejillas sonrosadas, casi febrilentas. Valentine extendió la mano hacia ellos. Zalzan Kavol se tambaleó, ofuscado, tropezó con sus propios pies. El gigante skandar se detuvo a poca distancia de Valentine. Parpadeó y se humedeció los labios, dando la impresión de que estaba haciendo grandes esfuerzos para hacer sonar su voz.

—Mi señor… —dijo finalmente con una voz ridícula, apenas audible.

Zalzan Kavol primero, y luego sus cinco hermanos, se arrodillaron de un modo vacilante, torpe. Con manos temblorosas, Zalzan Kavol hizo el signo del estallido estelar. Sus hermanos le imitaron. Sleet, Carabella, Vinorkis y Deliamber se arrodillaron igualmente. El zagal, asustado y aturdido, contemplaba boquiabierto a Valentine. La admiración y la sorpresa le paralizaban. Se arrodilló lentamente.

—¿Os habéis vuelto locos? —gritó Lisamon.

—¡Arrodíllate y rinde homenaje! —ordenó ásperamente Sleet—. ¡Lo has visto, mujer! ¡Él es la Corona! ¡Arrodíllate y rinde homenaje!

—¿La Corona? —repitió la guerrillera, confusa.

Valentine extendió los brazos hacia sus compañeros en un doble gesto de consuelo y bendición. Tenían miedo de él y de lo que acababa de suceder. A Valentine le ocurría lo mismo, pero su temor iba esfumándose con rapidez, sustituido por fuerza, convicción, seguridad. El mismo cielo parecía estar gritándole: Tú eres lord Valentine, que fuiste Corona en el Monte del Castillo, y un día recuperarás ese castillo si luchas por él. El poder de su antiguo cargo imperial fluía ya por su cuerpo. Incluso en ese lugar, en una remota región barrida por las lluvias, en una destartalada población aborigen, con el sudor de la actuación todavía en su cuerpo, vestido con burdas ropas, Valentine sintió haber recuperado su personalidad anterior. Y aunque no comprendía qué tipo de metamorfosis se había operado en él para convertirle de ese modo, ya no ponía en duda la realidad de los mensajes que había recibido en sueños. Y no experimentaba culpabilidad, vergüenza o sensación de falsedad por recibir homenaje de sus estupefactos compañeros.

—Arriba —dijo suavemente—. Todos. De pie. Debemos irnos de aquí. Shanamir, dispón las monturas. Zalzan Kavol, prepara el vagón. —Miró a Sleet—. Todos iremos armados. Pistolas de energía para los que sepan usarlas, cuchillos de malabarismo para los demás. Ocúpate de eso.

—Mi señor —dijo lentamente Zalzan Kavol—, todo esto tiene el aroma de un sueño. Pensar que durante todas estas semanas he viajado con… pensar que hablé con tanta rudeza a… que me peleé con…

—Más tarde —dijo Valentine—. Ahora no tenemos tiempo para discutir estas cosas.

Se volvió hacia Lisamon Hultin, al parecer ocupada en una conversación consigo misma: movía los labios, hacía gestos, se daba explicaciones, consideraba los sorprendentes hechos.

—Te contratamos únicamente para que nos llevaras a Ilirivoyne —dijo Valentine con voz enérgica y reposada—. Necesito que colabores con tu fuerza en nuestra fuga. ¿Te quedarás con nosotros hasta Ni-moya y más allá?

—Te han hecho el signo del estallido estelar —dijo ella, confusa—. Todos se han arrodillado. Y los metamorfos… ellos…

—Yo fui hace tiempo lord Valentine en el Monte del Castillo. Acéptalo. Créelo. El reino ha caído en manos peligrosas. Quédate a mi lado, Lisamon, en mi viaje hacia el este para reparar la situación.

La mujer se llevó su enorme y carnosa mano a la boca y observó a Valentine con aire de perplejidad.

Luego se dispuso a arrodillarse para rendir homenaje, pero Valentine indicó que no con la cabeza y la cogió por el codo para impedir que continuara.

—Vamos —dijo—. Eso no tiene importancia ahora. ¡Salgamos de aquí!

Recogieron el material de malabarismo y corrieron a oscuras hacia el vagón, al otro lado de la población. Shanamir y Carabella fueron los primeros en salir, y ya llevaban bastante ventaja al resto. Los skandars avanzaron en una sola y pesada falange, haciendo temblar el suelo bajo sus pies; Valentine nunca los había visto moverse con tanta rapidez. Él corrió detrás de los skandars, en compañía de Sleet. Vinorkis, lento y zancajoso, tuvo que esforzarse para no quedar rezagado. En último lugar iba Lisamon. La guerrillera había cogido a Deliamber y llevaba al diminuto mago bajo su brazo izquierdo; en la mano derecha empuñaba la espada vibratoria.

—¿Vamos a liberar al prisionero? —preguntó Sleet ya cerca del vagón.

—Sí.

Llamó por señas a Lisamon. La mujer dejó a Deliamber en el suelo y siguió a Valentine.

Con Sleet en cabeza, los tres corrieron hacia la plaza. Para alivio de Valentine, el lugar estaba casi vacío, sólo había algunos guardianes piurivares de guardia. Las doce jaulas seguían apiladas al otro lado de la plaza, cuatro en el suelo, hileras de cuatro y de tres encima, y en lo alto la que contenía al extraño ser de piel azul. Lisamon se plantó ante los guardianes antes de que pudieran reaccionar, fue cogiéndolos de dos en dos y los arrojó a buena distancia.

—No mates a nadie —advirtió Valentine.

Sleet, ágil como un mono, trepó por la pila de jaulas. Llegó arriba y se dispuso a cortar los gruesos mimbres que cerraban la puerta de la más grande. Movió enérgicamente el cuchillo, como si fuera una sierra, mientras Valentine mantenía tensos los mimbres. La última fibra quedó partida en cuestión de segundos y Valentine levanto la tapa. El extraño salió, desentumeció sus miembros y observó inquisitivamente a sus liberadores.

—Ven con nosotros —dijo Valentine—. Nuestro vagón está allí, detrás de la plaza. ¿Lo comprendes?

—Comprendo —dijo el extraño.

Su voz era grave, ronca, resonante, y su marcado acento era perceptible sílaba por sílaba. Sin más palabras, el extraño saltó al suelo por delante de las jaulas de hermanos del bosque. Lisamon se había ocupado del último guardián metamorfo y estaba amontonándolos cuidadosamente.

Obedeciendo a un impulso, Valentine cortó las ataduras de la jaula de hermanos del bosque que tenía más cerca. Las laboriosas manos de las criaturas salieron entre los barrotes, abrieron el pasador y quedaron en libertad. Valentine continuó con otra jaula. Sleet ya había descendido.

—Un momento — le llamó Valentine—. La tarea aún no está acabada.

Sleet sacó su cuchillo y puso manos a la obra. Al cabo de poco rato todas las jaulas estuvieron abiertas, y los hermanos del bosque, en gran cantidad, desaparecieron en la noche.

—¿Por qué has hecho eso? —preguntó Sleet mientras corrían hacia el vagón.

—¿Por qué no? —contestó Valentine—. También ellos quieren vivir.

Shanamir y los skandars tenían el vagón a punto, con las monturas enganchadas y los rotores en marcha. Lisamon fue la última en entrar. Cerró la puerta y dio un grito a Zalzan Kavol, que partió al instante.

Y muy a tiempo, porque aparecieron seis metamorfos y se pusieron a correr frenéticamente detrás del vehículo, gritando y gesticulando. Zalzan Kavol hizo que el vagón fuera más deprisa. Los perseguidores fueron rezagándose poco a poco y se perdieron de vista en cuanto el vehículo se adentró en la extremada oscuridad de la jungla.

Sleet miró atrás con gesto de preocupación.

—¿Estarán persiguiéndonos aún?

—No pueden alcanzarnos —dijo Lisamon—. Y sólo viajan a pie. Estamos a salvo.

—¿Estás segura? —preguntó Sleet—. ¿Y si disponen de algún atajo para alcanzarnos?

—Nos preocuparemos de eso cuando debamos hacerlo —dijo Carabella—. Estamos avanzando deprisa. —Se estremeció—. ¡Y que pase mucho tiempo antes de que volvamos a ver Ilirivoyne!

Guardaron silencio. El vagón prosiguió su marcha velozmente.

Valentine estaba sentado a cierta distancia de los demás. Era inevitable, pero el detalle le afligía, porque todavía era más Valentine que lord Valentine, y resultaba raro y desagradable estar por encima de sus amigos. Pero no había remedio. Carabella y Sleet, que habían conocido secretamente su identidad, habían llegado a un acuerdo privado con él, a su manera. Deliamber, que supo la verdad antes que el mismo Valentine, jamás se había sentido enormemente asustado por ella. Pero los demás, aunque hubieran sospechado que Valentine era algo más que un despreocupado vagabundo, estaban pasmados por el franco conocimiento de su categoría social, revelada en la grotesca actuación metamorfa. Le miraban fijamente, estaban mudos, adoptaban posturas tensas, forzadas, como si temieran repantigarse en presencia de la Corona. ¿Cómo había que comportarse en presencia de un Poder de Majipur? No podían seguir sentados y hacerle constantemente el signo del estallido estelar. Valentine consideraba absurdo ese gesto, un cómico alargamiento de los dedos y nada más: la creciente sensación de su importancia aún no contenía excesivo espíritu de engreimiento.

El extraño se presentó como Khun de Kianimot, un planeta de una estrella relativamente próxima a Majipur. Era un ser apagado y caviloso, con una cristalina ira y desesperación en su alma, con un rasgo inherente que se expresaba, pensó Valentine, en la posición de sus labios, en el tono de su voz y en especial en la intensa mirada de sus extraños ojos, inquietos y purpúreos. Naturalmente era posible, admitió Valentine, que él estuviera proyectando sus nociones humanas de expresión sobre aquel ser extraño, y que tal vez Khun fuera, según las normas de Kianimot, una persona de total jovialidad y afabilidad. Pero era muy dudoso.

Khun llegó a Majipur hacía dos años, con una misión que prefirió no explicar. Fue, dijo amargamente, el mayor error de su vida. Entre los festivos habitantes de Majipur había dicho adiós a todo su dinero, había cometido la insensatez de embarcarse con rumbo a Zimroel sin saber que en ese continente no existían espaciopuertos desde donde volver a su mundo natal, y de una forma todavía más alocada se había aventurado en territorio piurivar, creyendo poder rehacerse de sus pérdidas con algún tipo de comercio con los metamorfos. Pero los piurivares le detuvieron y le metieron en una jaula, y le tuvieron prisionero durante varias semanas para entregarlo a la fuente en la noche culminante de las fiestas.

—Que quizá habría sido lo mejor —dijo—. Una rápida explosión de agua y habría acabado esta vida errante. Majipur me aburre. Si mi destino es morir en su planeta, preferiría que fuera pronto.

—Perdónenos por haberle rescatado —dijo abruptamente Carabella.

—No, no. No pretendo ser ingrato. Pero… —Khun se interrumpió—. Este lugar ha sido penoso para mí. Igual que Kianimot. ¿Hay algún lugar en el universo donde vida no signifique sufrimiento?

—¿Tan mal le ha ido? —preguntó Carabella—. A nosotros nos parece tolerable. Incluso lo peor es bastante tolerable, si se tiene en cuenta la alternativa. —Se echó a reír—. ¿Siempre está tan melancólico?

El extraño hizo un gesto de indiferencia.

—Si son felices, les admiro y les envidio. La existencia me resulta dolorosa, y la vida carece de significado para mí. Pero son pensamientos muy tristes para una persona que acaba de ser rescatada, les agradezco su ayuda. ¿Quiénes son, qué imprudencia les trajo a Piurifayne, adonde van ahora?

—Somos malabaristas —dijo Valentine, mientras lanzaba una incisiva ojeada a los demás—. Vinimos a esta provincia porque creímos que habría trabajo para nosotros. Y si logramos salir de aquí, nos dirigiremos a Ni-moya, y de allí río abajo hasta Piliplok.

—¿Y luego?

Valentine gesticuló vagamente.

—Algunos de los presentes participaremos en la peregrinación a la Isla. ¿Sabe de qué se trata? Y los demás… no sé qué harán.

—Yo debo ir a Alhanroel —dijo Khun—. Mi única esperanza es volver a mi hogar, cosa que es imposible desde este continente. Tal vez en Piliplok pueda conseguir pasaje para cruzar el mar. ¿Podría viajar con ustedes?

—Naturalmente.

—No tengo dinero.

—Ya lo suponemos —dijo Valentine—. No tiene importancia.

El vagón avanzó rápidamente durante la noche. Nadie durmió, aparte de ocasionales cabezadas. Cayó una llovizna. En las tinieblas del bosque podían acechar peligros en cualquier lugar, pero no poder ver nada era un paradójico alivio, y el vagón siguió adelante sin problemas.

Al cabo de una hora Valentine levantó los ojos y vio que Virnorkis se hallaba de pie ante él, con la boca abierta como un pez arponeado y temblando a causa de una tensión que debía ser insoportable.

—¿Mi señor? —dijo en voz apenas audible.

Valentine inclinó la cabeza en señal de consentimiento.

—Estás temblando, Vinorkis.

—Mi señor… no sé cómo explicarme… tengo que hacerle una terrible confesión…

Sleet abrió los ojos y miró amenazadoramente al yort. Valentine le indicó que se calmara.

—Mi señor —dijo Vinorkis, y vaciló. Empezó de nuevo—: Mi señor, en Pidruid vino a verme un hombre que me dijo: «En la posada hay un forastero alto y rubio y creemos que ha cometido crímenes monstruosos.» Este hombre me ofreció una bolsa de coronas si yo vigilaba de cerca al forastero rubio, si lo seguía a todas partes y daba información sobre sus actos a los agentes imperiales.

—¿Un espía? —estalló Sleet. Su mano voló hacía la daga que llevaba en la cadera.

—¿Quién era ese hombre que le contrató? —preguntó tranquilamente Valentine.

El yort sacudió la cabeza.

—Alguien al servicio de la Corona, por su forma de vestir. No me dijo su nombre.

—¿Y ha facilitado esa información? dijo Valentine.

—Sí, mi señor —murmuró Vinorkis, la mirada fija en sus pies—. En todas las ciudades. Al cabo del tiempo me costaba creer que usted fuera ese criminal del que me hablaron, porque usted parecía amable, elegante y dulce de alma, pero yo había aceptado dinero, y me daban más después de cada informe…

—Déjame que lo mate ahora mismo —murmuró roncamente Sleet.

—No habrá muertes —dijo Valentine—. Ni ahora ni más tarde.

—¡Este hombre es peligroso, mi señor!

—Ya no lo es.

—Nunca he confiado en él —dijo Sleet—. Ni Carabella, ni Deliamber. Y no solamente porque fuera un yort. Siempre reflejaba astucia, marrullería, falsedad. Tantas preguntas, tanto husmear en busca de información…

—Pido perdón —dijo Vinorkis—. Desconocía a quién estaba traicionando, mi señor.

—¿Vas a creerle? —gritó Sleet.

—Sí —dijo Valentine—. ¿Por qué no? Él no tenía más conocimiento de mi identidad… que yo mismo. Le dijeron que siguiera a un hombre y facilitara informes al gobierno. ¿Es un acto tan diabólico? Estaba sirviendo a la Corona, o así lo creía. No hay que recompensar su lealtad con tu daga, Sleet.

—Mi señor, a veces eres demasiado inocente —dijo Sleet.

—Tal vez sea cierto. Tenemos mucho que ganar si perdonamos a este hombre, y nada en absoluto si lo matamos. —A continuación habló con el yort—. Tiene mi perdón Vinorkis. Lo único que le pido es que sea tan leal a la verdadera Corona como lo fue con la falsa.

—Se lo prometo, mi señor.

—Bien. Ahora duerma un poco, y ahuyente sus temores.

Vinorkis hizo el signo del estallido estelar y se alejó. Se tumbó en el centro del vagón junto a dos skandars.

—Una imprudencia, mi señor —dijo Sleet—. ¿Y si continúa espiándonos?

—¿En esta jungla? ¿A quién dará sus mensajes?

—¿Y cuando salgamos de la jungla?

—Creo que podemos confiar en él —dijo Valentine—. Ya sé que esta confesión puede ser un simple ardid para lograr que echemos a un lado nuestras sospechas. No soy tan ingenuo como crees, Sleet. Te encargo de que lo vigiles atentamente en cuanto estemos de nuevo en la civilización. Sólo por si acaso. Pero creo que averiguarás que su arrepentimiento es sincero. Y voy a utilizarlo de tal modo que será valioso para mí.

—¿Utilizarlo, mi señor?

—Un espía puede llevarnos a otros espías. Y habrá otros espías, Sleet. Tal vez nos convenga que Vinorkis mantenga sus contactos con los agentes imperiales, ¿eh?

Sleet hizo un guiño.

—¡Entiendo tu intención, mi señor!

Valentine sonrió, y ambos hombres guardaron silencio.

Sí, pensó Valentine, el horror y el remordimiento de Vinorkis eran sinceros. Y aclaraban muchas cosas que él deseaba saber. Porque si la Corona había pagado gustosamente grandes sumas de dinero para seguir el rastro de un insignificante vagabundo desde Pidruid hasta Ilirivoyne, ¿hasta qué punto podía ser insignificante ese vagabundo? Valentine notó un extraño hormigueo en la piel. Más que cualquier otro detalle, la confesión de Vinorkis confirmaba todo lo que Valentine había descubierto sobre su identidad. Si la técnica usada para arrojarle de su cuerpo era nueva, relativamente experimental, los conspiradores no tendrían seguridad respecto al carácter permanente del borrado de su memoria, y difícilmente consentirían que la desterrada Corona vagara por el planeta libre y sin vigilancia. Por lo tanto, un espía, y probablemente otros, deberían estar muy cerca del vagabundo. Y tenía que considerar la amenaza de una rápida maniobra preventiva si llegaban noticias al usurpador de que Valentine empezaba a recobrar la memoria. ¿Con qué meticulosidad estarían siguiéndole el rastro las fuerzas imperiales, en qué momento del viaje a Alhanroel decidirían interceptarle?

El vagón prosiguió su avance en la negrura de la noche. Deliamber y Lisamon conferenciaron interminablemente con Zalzan Kavol respecto a la ruta. La otra población importante metamorfa, Avendroyne, se hallaba al sureste de Ilirivoyne, en una hondonada entre dos grandes montañas, y era probable que la carretera que seguían les condujera allí. Cabalgar alegremente hacia otra población metamorfa no era prudente, por supuesto. La noticia de la liberación de los prisioneros y la huida del vagón ya debía haber llegado a Avendroyne. Sin embargo, volver a la Fuente de Piurifayne era todavía más arriesgado.

Valentine, totalmente desvelado, volvió a representar en su mente la pantomima de los metamorfos hasta un centenar de veces. Había sido como un sueño, sí, pero ningún sueño era tan inmediato: él había estado tan cerca de su imitador metamorfo que pudo haberlo tocado con la mano, y había visto, eso era indudable, el cambio del color del cabello, de rubio a moreno, de moreno a rubio. Los metamorfos conocían la verdad con más claridad que él mismo. ¿Eran capaces de leer en el alma, como Deliamber hacía de vez en cuando? ¿Cuál había sido su reacción al saber que estaba entre ellos la destronada Corona? No de admiración y temor, ciertamente: la Corona no era nada para ellos, un mero símbolo de su derrota miles de años atrás. Les habría parecido terriblemente divertido que un sucesor de lord Stiamot hiciera malabares en su fiesta, los entretuviera con necios trucos y danzas, lejos de los esplendores del Monte del Castillo. La Corona en su lodosa población de casas de madera. Qué extraño, pensó Valentine. Casi como un sueño.

15

Poco antes del amanecer se hicieron visibles enormes montañas de redondeada forma, con un amplio desfiladero entre ellas. Avendroyne no podía estar lejos. Zalzan Kavol, con una deferencia que hasta entonces no había demostrado, fue a la parte trasera del vagón para consultar a Valentine sobre la estrategia a seguir. ¿Ocultarse en el bosque todo el día, y aguardar el anochecer para atravesar Avendroyne? ¿O arriesgarse a pasar con luz diurna?

La jefatura era algo nuevo para Valentine. Meditó unos instantes, esforzándose en parecer precavido y pensativo.

—Si continuamos de día —dijo finalmente—, seremos demasiado conspicuos. Por otra parte, si perdemos todo el día ocultos aquí, tendrán más tiempo para disponer planes contra nosotros.

—Esta noche —observó Zalzan Kavol— habrá otro momento culminante en las fiestas de Ilirivoyne, y es posible que aquí también. Podríamos escabullimos mientras están divirtiéndose, pero a la luz del día no tenemos opción.

—Estoy de acuerdo —dijo Lisamon. Valentine miró a los demás.

—¿Carabella?

—Si esperamos, los de Ilirivoyne tendrán tiempo para alcanzarnos. Yo digo que continuemos.

—¿Deliamber?

El vroon juntó delicadamente las puntas de sus tentáculos.

—Adelante. Nos desviamos en Avendroyne, volvemos a Verf. Seguramente en Avendroyne habrá una segunda carretera hacia la fuente.

—Sí —dijo Valentine. Miró a Zalzan Kavol—. Mis pensamientos son similares a los de Carabella y Deliamber. ¿Y los tuyos?

Zalzan Kavol se puso muy serio.

—Los míos dicen que el mago haga volar este vagón, y que nos lleve a Ni-moya esta noche. Si no es así, proseguir sin más espera.

—Así se hará —dijo Valentine, como si hubiera tomado la decisión a solas—. Y cuando estemos cerca de Avendroyne, enviaremos exploradores para encontrar una ruta que se desvíe de la ciudad.

Prosiguieron la marcha, cada vez con más precaución ante la llegada del alba. La lluvia era intermitente, pero ya no caía como una suave salpicadura, sino más bien como un aguacero casi tropical, un violento bombardeo de gotas que hacía resonar con maligna fuerza el techo del vagón. Valentine acogió bien la lluvia: quizá mantendría a los metamorfos en sus casas mientras el vehículo pasaba junto a la población.

Ya había indicios de suburbios, dispersas chozas de mimbre. La carretera se ramificaba sin cesar, y Deliamber ofreció su opinión en los sucesivos puntos de división, hasta que por fin no hubo duda de que estaban cerca de Avendroyne. Lisamon y Sleet se adelantaron para explorar y regresaron al cabo de una hora con buenas noticias: uno de los dos caminos que había delante llevaba al corazón de Avendroyne, donde ya estaban empezados los preparativos de la fiesta, y el otro se curvaba hacia el noreste, desviándose totalmente de la ciudad y adentrándose en una zona aparentemente agrícola en las laderas montañosas más alejadas.

Siguieron la ruta del noreste. Atravesaron sin incidencias la zona de Avendroyne.

A últimas horas de la tarde contemplaron el descenso de la montaña y entraron en una extensa llanura muy arbolada, oscura y lluviosa, que señalaba el límite oriental del territorio metamorfo. Zalzan Kavol condujo el vagón furiosamente, y sólo se detuvo cuando Shanamir insistió en que era imprescindible dar descanso y forraje a las monturas. Podían ser animales prácticamente infatigables, y de origen artificial, pero eran seres vivos, y necesitaban reposar de vez en cuando. El skandar accedió de mala gana; estaba poseído por la desesperada necesidad de dejar atrás Piurifayne.

Hacia el crepúsculo, mientras cruzaban bajo la tormenta un terreno abrupto e irregular, los problemas se presentaron bruscamente.

Valentine iba en el centro del vagón, con Deliamber y Carabella. Casi todos los demás estaban durmiendo, y Heitrag Kavol y Gibor Haern conducían. Oyeron un estrépito, algo que se partía y se destrozaba, y poco después el vagón se detuvo.

—¡La tormenta ha tirado un árbol! —gritó Heitrag Kavol—. ¡La carretera está bloqueada!

Zalzan Kavol renegó en voz baja y dio un estirón a Lisamon Hultin para despertarla. Valentine no vio nada aparte de verdor, la copa completa de un gigante forestal que obstruía la carretera. Despejar el camino podía costar horas o incluso días. Los skandars, tras echarse al hombro varias pistolas de energía, salieron a investigar, seguidos por Valentine. La oscuridad aumentaba con rapidez. El viento era borrascoso, dardos de lluvia se abalanzaban casi horizontalmente hacia los rostros de los malabaristas.

—Manos a la obra —gruñó Zalzan Kavol, agitando la cabeza en señal de disgusto—. ¡Thelkar! ¡Empieza a cortar por aquí! ¡Rovorn! ¡Las ramas grandes de los lados! ¡Erfon!…

—Tal vez fuera más rápido —sugirió Valentine— retroceder y buscar otra ramificación de la carretera.

La idea sorprendió a Zalzan Kavol, como si el skandar hubiera sido incapaz de concebir esa idea ni incluso en un siglo. Meditó un instante.

—Sí —dijo finalmente—. Eso tiene lógica. Si…

Y un segundo árbol, mayor que el primero, cayó al suelo cien metros por detrás del vagón. El vehículo estaba atrapado.

Valentine fue el primero en comprender lo que debía estar ocurriendo.

—¡Al vagón, todos! ¡Es una emboscada! —Se precipitó hacia la abierta puerta.

Demasiado tarde. De las sombras del bosque salió un torrente de metamorfos, quince o veinte, tal vez más, que cortaron el paso a los malabaristas. Zalzan Kavol lanzó un terrible grito de cólera y abrió fuego con su pistola de energía. La llamarada luminosa formó un extraño resplandor de color de lavándula sobre el lateral de la carretera y cayeron dos metamorfos, horriblemente carbonizados. Pero en el mismo instante Heitrag Kavol emitió un sofocado gorjeo y se derrumbó, con una flecha atravesada en su cuello, y Thelkar se desplomó, aferrado a otra que llevaba en el pecho.

La parte trasera del vagón empezó a arder de improviso. Los que estaban dentro salieron desordenadamente, encabezados por Lisamon que llevaba en alto su espada vibratoria. Valentine vio que le atacaba un metamorfo con su mismo rostro. Apartó a la criatura de un patadón, dio la vuelta y hundió el cuchillo, su única arma, en otro piurivar. Causar una herida, qué extraño. Curiosamente fascinado, Valentine vio que un líquido de tinte bronceado empezaba a brotar.

El metamorfo atacó de nuevo. Sus garras se dirigieron hacia los ojos. Valentine esquivó el golpe, se revolvió, arremetió con la daga. La hoja entró profundamente y el metamorfo se echó atrás, con las manos en el pecho. Valentine se estremeció de espanto, pero sólo un instante. Se volvió para hacer frente a otro atacante.

Pelear y matar era una experiencia nueva para él, y le causó aflicción. Pero mostrarse apacible en esos momentos era como desear una rápida muerte. Acometió y apuñaló, acometió y apuñaló.

—¿Cómo te va? —oyó que gritaba Carabella detrás de él.

—Me… defiendo… —gruñó.

Zalzan Kavol, al ver en llamas su magnífico vagón, soltó un alarido, cogió por la cintura a un metamorfo y lo lanzó a la hoguera. Dos más se lanzaron hacia él, pero otro skandar los agarró y los partió como si fueran palos con ambos pares de manos. En medio de la frenética refriega, Valentine vio que Carabella peleaba con un metamorfo y lo derribaba con los potentes músculos que años de malabarismo habían formado en sus brazos. Y allí estaba Sleet, ferozmente vengativo, pateando a otro enemigo con salvaje gozo. Pero el vagón estaba en llamas. El vagón ardía. El bosque estaba repleto de metamorfos, la noche se cerraba velozmente, la lluvia era un torrente, y el vagón ardía.

Al aumentar el calor de las llamas, el centro de la batalla se desplazó al borde de la carretera, junto al bosque, y la pelea se hizo más confusa, porque en la oscuridad era difícil distinguir entre amigos y enemigos. El truco metamorfo del cambio de aspecto suponía otra complicación, aunque en el frenesí de la lucha los piurivares no podían mantener sus imitaciones durante mucho tiempo, y una figura que parecía ser Sleet, Shanamir o Zalzan Kavol adoptaba rápidamente su forma originaria.

Valentine combatió brutalmente. Sus manos estaban resbaladizas a causa del sudor, y de la sangre metamorfa, y su corazón latía fuertemente con el furioso esfuerzo. Jadeante, sin aliento, nunca quieto un instante, avanzó entre la maraña de enemigos con un celo que le sorprendió, sin hacer una sola pausa para descansar. Acometer y apuñalar, acometer y apuñalar…

Los metamorfos sólo iban armados con simplísimas armas, y aunque parecía haber decenas y decenas, su número no tardó en menguar con rapidez. Lisamon causó terrible destrucción con su espada vibratoria, haciéndola oscilar con ambas manos y podando ramas de árboles al mismo tiempo que piernas de metamorfos. Los skandars supervivientes, que lanzaban alocadas descargas de energía por el escenario de la batalla, habían quemado varios árboles y el suelo estaba lleno de metamorfos abatidos. Sleet mutiló y causó estragos como si en un minuto de cólera pudiera vengarse del dolor que suponía le habían causado los metamorfos. También Khun y Vinorkis pelearon con apasionada energía.

La emboscada concluyó tan de improviso como había empezado.

A la luz de las llamas Valentine vio que había metamorfos muertos por todas partes. Dos skandars yacían mezclados con ellos. Lisamon Hultin tenía una herida, sangrante pero poco profunda, en un muslo. Sleet había perdido la mitad de su chaquetón y tenía varios cortes de poca importancia. Shanamir llevaba marcas de uñas en la mejilla. También Valentine notó ligeros arañazos y tajos, y un pesado dolor de fatiga en los brazos. Pero no había sufrido heridas graves. Deliamber… ¿dónde estaba Deliamber? El mago vroon no aparecía por ninguna parte.

—¿Se quedó el vroon en el vagón? —preguntó angustiado Valentine a Carabella.

—Pensé que habíamos salido todos cuando empezó a arder.

Valentine frunció el ceño. En el silencio del bosque los únicos sonidos eran los terribles siseos y crujidos del fuego y el tranquilo y burlón parloteo de la lluvia.

—¿Deliamber? —gritó Valentine—. ¡Deliamber! ¿Dónde está?

—Aquí —respondió una voz aguda desde lo alto. Valentine levantó los ojos y vio al mago aferrado a una sólida rama a cuatro metros de altura.

—Guerrear no es uno de mis talentos —explicó apaciblemente Deliamber, que saltó y cayó en los brazos de Lisamon Hultin.

—¿Qué hacemos ahora? —dijo Carabella.

Valentine se dio cuenta de que la pregunta iba dirigida a él. Él estaba al mando. Zalzan Kavol, arrodillado junto a los cadáveres de sus hermanos, estaba aturdido por esas muertes y por la pérdida de su precioso vagón.

—No tenemos más opción que atravesar el bosque. Si seguimos por la carretera principal nos toparemos con más metamorfos. Shanamir, ¿qué hay de las monturas?

—Muertas —contestó el zagal, sollozante—. Todas. Los metamorfos…

—A pie, entonces. Será un largo y húmedo viaje. Deliamber, ¿a qué distancia cree que estamos del río Steiche?

—A pocos días de marcha, creo. Pero no tenemos la noción exacta de la dirección.

—Sigamos la pendiente del terreno —dijo Sleet—. No habrá ríos cuesta arriba. Si caminamos hacia el este tenemos que encontrarlo.

—A menos que una montaña se interponga en nuestro camino —observó Deliamber.

—Encontraremos el río —dijo firmemente Valentine—. El Steiche desemboca en el Zimr en Ni-moya, ¿no es cierto?

—Sí —dijo Deliamber—, pero sus aguas son turbulentas.

—Tendremos que arriesgarnos. Una balsa, supongo, podrá construirse con rapidez. Vamos. Si permanecemos aquí mucho tiempo nos atacarán otra vez.

No pudieron salvar nada del vagón, ni ropas ni comida ni pertenencias ni material de malabarismo… Todo perdido, todo excepto lo que llevaban encima en el momento de hacer frente a los emboscados. Para Valentine no era una gran pérdida, pero para otros, en particular los skandars la pérdida era abrumadora. El vagón había sido su hogar durante mucho tiempo.

Fue difícil lograr que Zalzan Kavol abandonara el lugar. Estaba paralizado, incapaz de separarse de los cadáveres de sus hermanos y de la ruina de su vagón. Valentine le obligó amablemente a ponerse en pie. Algunos metamorfos, le explicó, podían haber huido en la refriega, y regresar pronto con refuerzos. Era peligroso quedarse allí. Rápidamente cavaron tumbas poco profundas en el blando suelo del bosque y enterraron a Thelkar y Heitrag Kavol. Luego, bajo la constante lluvia y en medio de una oscuridad cada vez mayor, partieron confiando en hacerlo en dirección este.

Caminaron durante más de una hora, hasta que se hizo demasiado oscuro para ver. Después acamparon miserablemente en empapada confusión, apretados unos a otros hasta el amanecer. Se levantaron con la primera luz del día, fríos y entumecidos, y avanzaron por el enmarañado bosque. La lluvia, por fin, había cesado. En esa zona el bosque no se parecía tanto a una jungla, y les creó pocos problemas, aparte de ocasionales riachuelos de rápida corriente que tuvieron que vadear con cuidado. En uno de ellos, Carabella perdió pie y fue recogida por Lisamon; en otro, Shanamir fue arrastrado aguas abajo, y Khun fue el encargado de ponerlo a salvo. Caminaron hasta el mediodía, y descansaron un par de horas. Tras una frugal comida compuesta por bayas y raíces, continuaron andando hasta el anochecer.

Y transcurrieron otros dos días del mismo modo.

Al tercero llegaron a una arboleda de duikos, ocho gruesos y rechonchos gigantes en el bosque, con monstruosos y abultados frutos colgando de ellos.

—¡Comida! —vociferó Zalzan Kavol.

—Comida sagrada para los hermanos del bosque —dijo Lisamon—. ¡Tened cuidado!

El hambriento skandar, pese a todo, ya estaba a punto de hacer caer una enorme fruta con su pistola de energía.

—¡No! —gritó severamente Valentine—. ¡Lo prohíbo!

Zalzan Kavol le miró con aire de incredulidad. Sus hábitos de mando se impusieron durante un instante, y lanzó una mirada feroz a Valentine, como si estuviera dispuesto a golpearle. Pero controló su ánimo.

—Mira —dijo Valentine.

Hermanos del bosque estaban saliendo de detrás de todos los árboles. Iban armados con sus cerbatanas. Al ver que aquellas delgadas criaturas similares a monos les rodeaban, y encontrándose tan fatigado, Valentine casi sintió deseos de morir. Pero sólo un momento. Recobró el brío y dio órdenes a Lisamon.

—Pregúntales si nos pueden ofrecer comida, y guías para llegar al Steiche. Si ponen un precio, actuaremos ante ellos con piedras o trozos de fruta.

La guerrillera, que doblaba la estatura de un hermano del bosque, salió al encuentro de las criaturas y conversó con ellas durante largo rato. Estaba sonriente cuando regresó.

—¡Saben que nosotros liberamos a sus hermanos en Ilirivoyne! —dijo.

—¡Entonces estamos salvados! —gritó Shanamir.

—Las noticias corren con rapidez en este bosque —dijo Valentine.

—Seremos sus invitados —continuó explicando Lisamon—. Nos darán comida. Nos guiarán.

Esa noche los vagabundos cenaron abundante cantidad de duika y otras golosinas del bosque, y hubo risas por primera vez desde la emboscada. Después los hermanos del bosque realizaron una especie de danza en su honor, poco más que monerías, y Sleet, Carabella y Valentine respondieron con una improvisada actuación, usando objetos cogidos en el bosque. Luego Valentine disfrutó de un sueño profundo y satisfactorio. En sus sueños tuvo el don de volar, y se vio remontándose hacia la cima del Monte del Castillo.

Por la mañana, un grupo de bulliciosos hermanos del bosque condujo a los malabaristas al río Steiche, un trayecto de tres horas desde la arboleda de duikos, y les despidieron con chirriantes gritos.

El río tenía una vista desembriagadora. Era amplio, aunque ni mucho menos como el poderoso Zimr, y avanzaba hacia el norte con asombrosa velocidad, con un flujo tan enérgico que había tallado un profundo lecho bordeado en numerosos lugares por altos muros de roca. En diversos puntos se alzaban sobre el agua temibles protuberancias pétreas, y río abajo había blancos remolinos formados por los rápidos.

La construcción de balsas duró día y medio. Los malabaristas talaron los árboles más jóvenes y delgados que crecían a la orilla, los podaron y alisaron con cuchillos y piedras afiladas y los ataron con enredaderas. Los resultados fueron poco elegantes, pero las balsas, aun siendo toscas, parecían bastante aptas para el río. Construyeron tres: una para los cuatro skandars, otra para Khun, Vinorkis, Lisamon y Sleet, y la tercera para Valentine, Carabella, Shanamir y Deliamber.

—Seguramente nos separaremos cuando vayamos río abajo —dijo Sleet—. Deberíamos elegir un lugar de reunión en Ni-moya.

—El Steiche y el Zimr confluyen en un lugar llamado Nissimorn. Allí hay una playa muy extensa. Reunámonos en la playa de Nissimorn.

—En la playa de Nissimorn, sea —dijo Valentine. Soltó la cuerda que ataba su balsa a la orilla, y la embarcación se alejó río abajo.

El primer día de navegación no hubo incidentes. Encontraron rápidos, pero no muy difíciles de cruzar, y los pasaron con ayuda de pértigas. Carabella demostró habilidad para gobernar la balsa, y salvó con resolución los ocasionales tramos rocosos.

Las balsas se separaron al cabo de unas horas; la de Valentine entró en una corriente secundaria y se alejó rápidamente de las otras dos. Aguardaron por la mañana, confiando en que sus compañeros les dieran alcance. Pero no hubo señales de las otras balsas y finalmente Valentine decidió continuar.

Adelante, adelante, adelante, casi siempre arrastrados sin problemas, con esporádicos momentos de ansiedad en las zonas de espumosa agua. Durante la tarde del segundo día el curso se hizo abrupto. El terreno declinó, descendió conforme se aproximaba al Zimr, y las aguas, al seguir la línea de descenso, brincaban violentamente sobre los obstáculos naturales. Valentine empezó a temer la presencia de saltos. No tenían mapas, ninguna noción de posibles peligros: tenían que juzgar los problemas en el momento que surgían. Valentine sólo podía confiar en la suerte para que la veloz corriente les llevara sanos y salvos a Ni-moya.

¿Y luego? En barco hasta Piliplok, en un buque de peregrinos hasta la Isla del Sueño y obtener una entrevista con la Dama, su madre. ¿Y luego? ¿Y luego? ¿Cómo reclamar el trono de la Corona si no se tenía el semblante de lord Valentine, el legítimo gobernante? ¿Con qué derecho, con qué autoridad? Valentine pensó que era una empresa imposible. Viviría mejor si se quedaba en el bosque, como caudillo de su cuadrilla. Ellos, sin ninguna dificultad, le aceptaban como lo que él pensaba ser. Pero en un mundo de millones de extraños, en un vasto imperio de gigantescas ciudades que se extendía más allá del horizonte, ¿cómo, cómo lograría convencer a los incrédulos de que él, Valentine el malabarista, era…?

No. Esos pensamientos eran absurdos. Nunca, jamás desde que se presentó, despojado de memoria y de pasado, en las afueras de Pidruid, había experimentado la necesidad de ejercer su autoridad sobre otras personas; y si había llegado a dirigir aquel grupito, era más por aptitud natural y por la renuncia de Zalzan Kavol que por un franco deseo por su parte. Y sin embargo, estaba al mando, aunque fuera de un modo incierto y discreto. Y así sería cuando siguiera viajando por Majipur. Avanzaría paso a paso, haría lo que le pareciera correcto y justo, y tal vez la Dama le guiaría. Y si el Divino lo deseaba, un día ocuparía de nuevo el Monte del Castillo. ¿Que ello no formaba parte del gran plan? Bien, también aceptaría eso. No había nada que temer. El futuro iría desplegándose con serenidad, siguiendo su rumbo genuino, tal como había ocurrido desde la llegada a Pidruid. Y…

—¡Valentine! —gritó Carabella.

Del río habían brotado gigantescos dientes de roca. Había pedrones por todas partes, monstruosos remolinos y, a poca distancia, un ominoso descenso, un lugar donde el Steiche saltaba al vacío y descendía entre rugidos una serie de escalones que conducían a un valle, muy por debajo. Valentine asió su pértiga, pero ninguna pértiga podía servirle de ayuda. El palo se alojó entre dos rocas y se liberó de las manos de Valentine. Un instante después hubo un horrible sonido de madera machacada: la frágil balsa, golpeada por rocas sumergidas, giró en redondo y se partió. Valentine fue lanzado a la fría corriente y arrastrado como si fuera un corcho. Durante un momento asió la muñeca de Carabella, pero las aguas le arrebataron a la joven. Mientras daba desesperados manotazos para tratar de cogerla, Valentine vio que la veloz corriente le cubría y tiraba de él hacia el fondo.

Con la boca abierta, asfixiado, Valentine logró sacar la cabeza por encima de la superficie. El río le había arrastrado un gran trecho. Los restos de la balsa no aparecían por ninguna parte.

—¿Carabella? —gritó—. ¿Shanamir? ¿Deliamber? ¡Eh! ¡Eh!

Bramó hasta quedarse ronco, pero el estruendo de los rápidos apagaba sus gritos de forma que ni él mismo los oía. Una terrible sensación de dolor y de pérdida entumeció su ánimo. ¿Todos muertos, así pues? ¿Sus amigos, su amada Carabella, el taimado vroon, el listo y presumido Shanamir, todos arrastrados a la muerte en un segundo? No. No. Inconcebible. Era una agonía muy superior a su situación, todavía irreal para él, de Corona expulsada del Castillo. ¿Qué significaba eso? Eran seres de carne y hueso, amados por él, y lo otro era un simple título, poder. No dejaría de gritar sus nombres aunque el río continuara zarandeándole.

—¡Carabella! —llamó—. ¡Shanamir!

Valentine se agarró a unas rocas para intentar frenar su involuntario descenso, pero ya se hallaba en el corazón de los rápidos, abofeteado y apaleado por la corriente y por las piedras del lecho del río. Ofuscado y exhausto, casi paralizado por la pena, Valentine renunció a luchar y dejó que la corriente le arrastrara hacia la gigantesca escalinata del río, como un diminuto juguete que giraba y saltaba. Apretó las rodillas al pecho y se tapó la cabeza con las manos para reducir la superficie que presentaba a las rocas. La potencia del río era espantosa. Aquí termina, pensó Valentine, la gran aventura de un hombre que fue Corona, después malabarista ambulante, y ahora está a punto de ser despedazado por vulgares e indiferentes fuerzas de la naturaleza. Se encomendó a la Dama, que creía era su madre, tragó aire, y sufrió un volteo, luego otro, se hundió, se hundió, se hundió, chocó contra algo con aterradora fuerza y pensó que había llegado el fin. Pero no fue el fin, y Valentine volvió a chocar con algo que le produjo un angustioso dolor en las costillas y le arrebató el aire con el golpe. Debió perder el conocimiento durante un rato, porque ya no sintió más dolores.

Y luego se encontró tendido en una playa salpicada de guijarros, en un remanso del río. Tenía la impresión de que le habían agitado durante horas en un gigantesco cubilete, antes de arrojarle a la ventura como un objeto desechado e inútil. Le dolía el cuerpo en mil puntos. Al respirar notó humedad en sus pulmones. Estaba tiritando y se le había puesto carne de gallina. Estaba solo, bajo un vasto cielo sin nubes, con la civilización a desconocida distancia y con sus amigos quizá abocados a la muerte en los pedrones rodados.

Pero estaba vivo. Eso era seguro. Solo, apaleado, desesperado, afligido, perdido… pero vivo. Así pues, la aventura no había concluido. Poco a poco, con infinito esfuerzo, Valentine se arrastró fuera de la resaca y avanzó dando tumbos hacia la orilla. Se dejó caer con cuidado en una gran roca plana, y con ateridos dedos se desnudó y se tumbó para secarse bajo el cálido y amigable sol.

Contempló el río con la esperanza de ver que Carabella nadaba hacia allí, o que Shanamir llegaba con el mago colgado del hombro. Nadie. Pero eso no significa que hayan muerto, se dijo. La corriente ha podido arrojarlos a orillas más alejadas. Descansaré aquí un rato, decidió Valentine, y luego buscaré a los demás. Después, con ellos o sin ellos, proseguiré la marcha, hacia Ni-moya, hacia Piliplok, hacia la Isla de la Dama, adelante, adelante, adelante, hacia el Monte del Castillo o cualquier cosa que me depare el futuro. Adelante. Adelante. Adelante.

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