I EL LIBRO DEL REY DE LOS SUEÑOS

1

Y entonces, después de caminar el día entero entre una dorada neblina de pegajosa calidez que se condensó en su cuerpo igual que húmedos copos de nieve, Valentine llegó a un gran crestón de blanca piedra desde la que se divisaba la ciudad de Pidruid. Era la capital de la provincia, irregularmente extendida, espléndida, la mayor ciudad con que se había topado desde… ¿desde…? En cualquier caso, era la mayor ciudad después de mucho vagar.

Valentine hizo un alto. Buscó un asiento en el borde blando y desmoronadizo del albo crestón, hundió las botas en las grietas de la gastada roca, y se sentó para contemplar Pidruid, parpadeando como si acabara de despertar. Era verano y el sol aún pendía muy alto hacia el suroeste, más allá de Pidruid, sobre el Gran Océano, la luz del crepúsculo tardaría horas en mostrarse. Descansaré aquí un rato, pensó Valentine, y después bajaré hasta Pidruid y buscaré alojamiento para pasar la noche.

Mientras descansaba, Valentine escuchó el ruido de unos guijarros que rodaron junto a él. Habían caído de un punto más elevado del crestón. Sin prisa alguna, observó el camino que había seguido para llegar allí. Vio a un zagal, un muchacho de cabello pajizo y cara pecosa que conducía una fila de quince o veinte cabalgaduras a lo largo de la ruta de la colina. Eran bestias rollizas, de pelaje liso y brillante, de color púrpura, notablemente bien cuidadas. La montura del pastorcillo tenía un aspecto más viejo y menos rechoncho; parecía una criatura experta y endurecida.

—¡Hola! —gritó el muchacho a Valentine—. ¿Adónde va?

—A Pidruid, ¿y tú?

—Igual. Llevo estos animales al mercado. Y es un trabajo que da mucha sed. ¿No tiene vino?

—Un poco… —dijo Valentine. Dio una palmada al frasco que llevaba en la cadera, en el lugar donde un hombre más violento habría llevado un arma—. Vino tinto del centro, muy bueno. Me disgustará ver que se acaba.

—Déme un trago y le dejaré cabalgar conmigo hasta la ciudad.

—De acuerdo —dijo Valentine.

Se levantó mientras el zagal desmontaba y bajaba a gatas la pendiente del crestón. Valentine le ofreció el frasco. El chico no tenía más de catorce o quince años, supuso Valentine… y era bajito para su edad, pero musculoso y de corpulento pecho. Apenas llegaba al codo de Valentine que no era excesivamente alto, tan sólo un hombre fuerte, de estatura algo superior a la media, provisto de amplios hombros y unas manos grandes y poderosas.

El muchacho agotó el vino del frasco, aspiró como un entendido, manifestó su aprobación, dio un buen trago, suspiró…

—¡He estado tragando polvo desde que salí de Falkynkip! Y este calor tan pegajoso… ¡te asfixia! Otra hora sin beber y habría muerto. —Devolvió el frasco a Valentine—. ¿Vive en la ciudad?

—No.

—¿Viene a la fiesta, entonces?

—¿La fiesta?

—¿No se ha enterado?

Valentine negó con la cabeza. Sentía la presión de los brillantes ojos burlones del muchacho, y estaba confuso.

—He estado viajando. No he seguido las noticias. ¿Hay fiestas en Pidruid?

—Esta semana —dijo el zagal— empiezan el Día Estelar, el gran desfile, el circo, el festejo real… Mire hacia allí. ¿No lo ve, aún no? Está entrando en la ciudad.

El muchacho señaló. Valentine miró atentamente en la dirección que indicaba el extendido brazo del zagal. Entrecerró los ojos, fijos en el extremo meridional de Pidruid, pero lo único que vio fue un revoltijo de tejados verdes y una maraña de viejas calles que no ofrecían un aspecto regular. Sacudió de nuevo la cabeza.

—Allí —dijo el pastor, impaciente—. Junto al puerto. ¿No lo ve? ¿No ve los barcos? ¿Cinco barcos enormes, con el estandarte de él ondeando en los cordajes…? Y allí está el desfile, atravesando la Puerta del Dragón… Se acaba de iniciar la marcha por la Carretera Negra. Creo que aquella es la carroza de él… ahora pasa junto al Arco de los Sueños. ¿No la ve? ¿Tiene algún defecto en la vista?

—No conozco la ciudad —dijo suavemente Valentine—. Pero… sí, veo el puerto, los cinco barcos…

—Muy bien. Ahora siga un poco hacia el interior de la isla… ¿Ve la gran puerta de piedra? ¿Y la amplia carretera que la atraviesa? Y ese arco conmemorativo, junto a este lado de…?

—Ahora lo veo, sí…

—¿Y la bandera de él, en lo alto de la carroza?

—¿La bandera de quién? Si te aburro, perdóname, pero…

—¿De quién? ¿De quién? ¡La bandera de lord Valentine! ¡La carroza de lord Valentine! ¡La guardia personal de lord Valentine que marcha por las calles de Pidruid! ¿No sabe que ha llegado la Corona?

—No lo sabía.

—¡Y la fiesta! ¿Por qué cree que hay una fiesta en esta época del verano, si no para dar la bienvenida a la Corona?

Valentine sonrió.

—He estado viajando y no he seguido las noticias. ¿Te apetece otro trago de vino?

—No queda mucho —dijo el chico.

—Adelante. Termínalo. Compraré más en Pidruid.

Le entregó el frasco y volvió a mirar la ciudad. Sus ojos recorrieron la ladera y los boscosos suburbios hasta llegar a la densa y atestada ciudad, siguieron desplazándose hacia la orilla del mar y distinguieron los enormes barcos, las banderas, los guerreros que avanzaban, la carroza de la Corona. Debía ser un gran día en la historia de Pidruid, porque la Corona gobernaba desde el remoto Monte del Castillo, al otro lado del mundo, tan distante que el monarca y el Monte eran casi legendarios, porque las distancias eran terribles en el mundo de Majipur. Los reyes de Majipur raramente se acercaban al continente occidental. Pero Valentine, extrañamente, no se impresionó al saber que su resplandeciente tocayo se encontraba allí. Yo estoy aquí y la Corona está aquí, pensó, y él dormirá esta noche en un espléndido palacio de los señores de Pidruid, y yo dormiré en un montón de heno. Y se celebrará una gran fiesta, pero ¿qué significa para mí? Casi sintió deseos de disculparse, por mostrarse tan sosegado cuando el chico reflejaba tanta excitación. Era una descortesía.

—Perdóname —dijo—. Sé muy poco sobre lo que ha sucedido en el mundo en los últimos meses. ¿Por qué está aquí la Corona?

—El príncipe está haciendo la gran procesión por todas las partes del reino, para celebrar su llegada al poder —dijo el muchacho—. Es la nueva Corona, sabe? Lord Valentine, sólo lleva dos años en el poder. Es el hermano de lord Voriax, que murió. ¿Lo sabía? ¿Sabía que lord Voriax murió, que lord Valentine es nuestra Corona?

—Lo había oído decir —contestó vagamente Valentine.

—Bueno, ahí está él, en Pidruid. Recorriendo el reino por primera vez desde que llegó al Castillo. Ha estado todo este mes en el sur, en la costa de las provincias de la selva. Ayer navegó hacia el norte, hasta Pidruid, y esta noche entra en la ciudad. Dentro de pocos días celebrarán la fiesta. Habrá comida y bebida para todo el mundo, juegos, baile, y también un gran mercado donde obtendré una fortuna por estos animales. Después el príncipe recorrerá todo el continente de Zimroel, de ciudad en ciudad, un trayecto de tantos miles de kilómetros que me duele la cabeza sólo de pensarlo. Y desde la costa este volverá a Alhanroel y al Monte del Castillo, y ningún habitante de Zimroel lo verá otra vez hasta dentro de veinte años, o más. ¡Ser la Corona debe ser magnífico! —El muchacho se echó a reír—. Un vino estupendo. Me llamo Shanamir ¿y usted?

—Valentine.

—¿Valentine? ¿Valentine? ¡Un nombre de buen agüero!

—Bastante vulgar, me temo.

—Ponga lord delante… ¡y sería la Corona!

—No es tan fácil como eso. Además, ¿para qué quiero ser la Corona?

—El poder —dijo Shanamir, con los ojos muy abiertos—. Ricas vestiduras, comida, vino, joyas, palacios, mujeres…

—Responsabilidad —dijo sombríamente Valentine—. Preocupaciones. ¿Crees que un gobernante no hace otra cosa aparte de beber buen vino y marchar en grandes desfiles? ¿Crees que está allí sólo para disfrutar?

El muchacho meditó.

—Quizá no.

—Rige los destinos de millones y millones de personas, en territorios tan inmensos que no podemos imaginarlos. Todo recae en sus hombros. Poner en práctica los decretos del Pontífice, mantener el orden, defender la justicia en todas las tierras… Sólo pensarlo me cansa, chico. La Corona impide que el mundo se hunda en el caos. No lo envidio. Puede quedarse con la tarea.

Shanamir tardó unos instantes en responder.

—No es tan tonto como yo pensaba, Valentine.

—Así pues, ¿pensabas que yo era tonto?

—Bueno, simple. De mente sencilla. Un adulto, que parece saber muy poco de ciertos asuntos, y yo, con la mitad de edad, debo explicárselo. Pero es posible que le haya juzgado mal. ¿Vamos a Pidruid?

2

Valentine tuvo oportunidad de escoger entre las monturas que el zagal conducía al mercado. Pero todas le parecieron iguales, y después de fingir que las examinaba, eligió una al azar y montó apoyándose ligeramente con las manos en la silla natural de la cabalgadura. La montura era cómoda, y así debía serlo, pues aquellos animales habían sido criados para ello durante miles de años. Eran animales artificiales, criaturas surgidas de la brujería en los viejos tiempos, fuertes, incansables, pacientes, capaces de convertir en alimento cualquier tipo de basura. El arte de crearlos estaba olvidado desde hacía tiempo, pues ahora se reproducían ellos mismos, igual que animales naturales. Viajar por Majipur habría sido lentísimo sin ellos.

El camino de Pidruid siguió la elevada cresta durante casi dos kilómetros, y después, de repente, se convirtió en bruscos zigzags que descendían hacia la llanura costera. Valentine dejó hablar al muchacho, casi sin interrumpirle, mientras descendían. Shanamir, según explicó, procedía de una zona situada a dos días y medio de viaje tierra adentro, hacia el nordeste. Él, sus hermanos y su padre criaban monturas para venderlas en el mercado de Pidruid, y ello les servía para ganarse bien la vida. El muchacho tenía trece años, y era muy pagado de sí mismo. Jamás había salido de la provincia cuya capital era Pidruid, pero proyectaba hacerlo algún día. Quería viajar por todo Majipur, ir en peregrinación a la Isla del Sueño y arrodillarse ante la Dama, atravesar el Mar Interior hasta Alhanroel y ascender hasta el Monte del Castillo, incluso ir al sur, quizá, más allá de los vaporosos trópicos, al abrasado y árido dominio del Rey de los Sueños. Porque ¿de qué servía vivir y tener salud en un mundo tan lleno de maravillas como Majipur si no la recorrías de punta a punta?

—¿Y usted, Valentine? —preguntó de repente el zagal—. ¿Quién es, de dónde viene, adónde va?

La pregunta sorprendió a Valentine, arrullado como estaba por el infantil parloteo del zagal y por el ritmo suave y uniforme de su montura que descendía pesadamente por la amplia y tortuosa ruta. La ráfaga de punzantes preguntas era completamente inesperada.

—Vengo de las provincias orientales —se limitó a responder—. No tengo otro plan aparte de ir a Pidruid. Permaneceré allí hasta que tenga un motivo para irme.

—¿Por qué ha venido?

—¿Por qué no?

—Ah —dijo Shanamir—. Muy bien. Sé lo que es una evasiva solapada en cuanto la oigo. Usted es el benjamín de un duque de Ni-moya o Piliplok. Envió un sueño malicioso a cierta persona y le sorprendieron. Su padre le dio una bolsa de dinero y le pidió que desapareciera en la zona opuesta del continente. ¿No es así?

—Precisamente —dijo Valentine, con un guiño.

—Va cargado de reales y coronas. Piensa establecerse como un príncipe en Pidruid, y beber y bailar hasta gastar la última moneda. Después alquilará una embarcación de alta mar y ¡ partirá hacia Alhanroel, y me llevará como su escudero. ¿No es así?

—Lo has expuesto con gran exactitud, amigo mío. Excepto la cuestión del dinero. Olvidé satisfacer esa parte de tu fantasía.

—Pero tiene dinero, un poco al menos —dijo Shanamir, no tan jovialmente—. No será un pordiosero, ¿verdad? En Pidruid tratan con mucha dureza a los pordioseros. Allí no toleran ningún tipo de vagancia.

—Tengo algunas monedas —dijo Valentine—. Suficientes para llegar al fin de la fiesta y algo más lejos. Luego ya veremos.

—Cuando se embarque, lléveme con usted, Valentine.

—Si me embarco, así lo haré —prometió Valentine.

Se encontraban en el centro de la ladera. La ciudad de Pidruid se extendía en una gran cuenca a lo largo de la costa, bordeada por grisáceas colinas hacia tierra adentro y en buena parte por la ribera; sólo una abertura en la sierra exterior permitía que el océano penetrara hacia la población, formando una verdeazulada bahía que constituía el magnífico puerto de Pidruid. A últimas horas de la tarde, al aproximarse al nivel del mar, Valentine notó que las brisas marinas fluían hacia él, frías, fragantes, amansando el calor. Albos bancos de niebla avanzaban ya hacia la costa procedente del oeste, y el aire tenía el penetrante olor a sal dejado por el agua que sólo horas antes había abrazado a peces y dragones de mar. Valentine experimentó un respetuoso temor al ver el tamaño de la ciudad que yacía ante él. No recordaba haber visto nunca una población tan grande. Aunque, al fin y al cabo, había tantas cosas que no recordaba…

Se encontraba en el borde del continente. Zimroel entero se hallaba a su espalda, y por lo que Valentine sabía, lo había recorrido de un lado a otro; de hecho desde uno de los puertos orientales, Ni-moya o Piliplok. Pero él todavía se tenía por un hombre joven y dudaba que fuera posible efectuar ese trayecto a pie sin envejecer en el camino. Y no recordaba haber utilizado ninguna cabalgadura hasta aquella misma tarde. Por otro lado, él parecía tener nociones de equitación; había montado hábilmente en la amplia silla del animal, y ello indicaba que por lo menos parte del trayecto anterior lo había realizado a caballo. No tenía importancia. Estaba en Pidruid, y no se sentía intranquilo. Había llegado allí de algún modo, y allí se quedaría, hasta que existiera un motivo para ir a otro sitio. Carecía del ansia viajera de Shanamir. El mundo era tan colosal que era imposible imaginarlo. Tres enormes continentes, dos grandes mares, un lugar que sólo en sueños podía imaginarse, e incluso en ese caso era difícil arrancarle excesivas verdades en el momento de despertar. Se decía que ese lord Valentine, la Corona, habitaba en un castillo de ocho mil años de antigüedad, con cinco habitaciones por año de existencia, y que el castillo se asentaba en una montaña tan alta que perforaba el cielo, en un pico de cincuenta kilómetros de altitud, y que en las laderas había cincuenta ciudades tan grandes como Pidruid. Una cosa así tampoco era fácil de imaginar. El mundo era excesivamente grande, demasiado viejo, enormemente poblado para la mente de un solo hombre. Viviré en esta ciudad, en Pidruid, pensó Valentine, hallaré un medio para pagar comida y alojamiento, y seré feliz.

—Es de suponer que no tiene cama reservada en ninguna posada —dijo Shanamir.

—Naturalmente que no.

—Es lógico que así sea. Y ni que decir tiene que todas las posadas de la ciudad estarán llenas. Es época de fiesta y la Corona ya ha llegado. Bien, ¿dónde dormirá, Valentine?

—En cualquier parte. Bajo un árbol. En un montón de trapos. En el parque público. Eso que hay allí, a la derecha, parece un parque… esa zona verde con árboles altos.

—¿Recuerda lo que le he dicho sobre los vagabundos en Pidruid? Le encontrarán y le encerrarán durante un mes y cuando le suelten le harán recoger estiércol hasta que pueda pagar la multa, cosa que con el jornal de un barrendero le costará el resto de su vida.

—Al menos recoger estiércol es un trabajo fijo —dijo Valentine.

Shanamir no rió la broma.

—Hay una posada para vendedores de monturas. Me conocen allí… es decir, conocen a mi padre. Me las arreglaré para meterle allí. Pero ¿qué habría hecho sin mí?

—Convertirme en recogedor de estiércol, supongo.

—Parece que no le importaría mucho. —El zagal tocó la oreja de su montura para que el animal se detuviera, y examinó atentamente a Valentine—. ¿Hay algo que le importe, Valentine? No le comprendo. ¿Es un necio, o simplemente el hombre más despreocupado de Majipur?

—Ojalá lo supiera —dijo Valentine.

Al pie de la colina el camino desembocaba en una gran carretera que descendía en dirección norte-sur y se curvaba hacia el oeste, hacia Pidruid. La nueva ruta, amplia y extendida a lo largo del valle, estaba delimitada por señales blancas en las que estaba grabado el doble emblema del Pontífice y de la Corona, el laberinto y el estallido estelar. El pavimento era de un material de color grisazulado y de suave elasticidad, una plataforma flexible e impecable que probablemente era de gran antigüedad, como tantas otras construcciones de Majipur. Las monturas prosiguieron incansablemente su pausada marcha. Al ser seres sintéticos, apenas sentían la fatiga y podían trotar desde Pidruid hasta Piliplok sin descansar y sin emitir una sola queja. Shanamir miraba atrás de vez en cuando, en busca de animales sueltos, ya que las cabalgaduras no estaban atadas; pero todas, invariablemente, permanecían en su lugar, una detrás de otra; el grueso hocico de una pegado a la burda y correosa cola de la precedente, a lo largo del lateral de la carretera.

El sol tenía el tenue tinte bronceado del crepúsculo, y la ciudad ya estaba muy cerca de los viajeros. En esa parte de la carretera había una vista sorprendente: ambos bordes estaban ocupados por majestuosos árboles veinte veces más altos que un hombre, con delgados y ahusados troncos de corteza azul oscuro y extraordinarias copas de relucientes hojas verdinegras tan afiladas como dagas. De esas copas surgían asombrosos racimos de flores, rojas con motas amarillas, que destellaban igual que faros ante los ojos de Valentine.

—¿Qué tipo de árbol es éste? —preguntó.

—Son palmeras flamígeras —dijo Shanamir—. Pidruid es famosa por estos árboles. Sólo crecen cerca de la costa y florecen únicamente durante una semana al año. En invierno producen bayas amargas con las que se hace un licor muy fuerte. Mañana podrá beberlo.

—Veo que la Corona ha elegido un buen momento para presentarse.

—Supongo que no habrá sido por casualidad.

La doble columna de brillantes árboles se prolongaba más y más. Los viajeros la siguieron hasta llegar a unos campos rasos cedidos a las primeras casas campestres. Después se introdujeron en zonas suburbanas repletas de viviendas más modestas, atravesaron, encontraron el viejo muro de la misma Pidruid, al que las palmeras flamígeras doblaban en altura, horadado por un puntiagudo arco provisto de almenas de aspecto arcaico.

—La Puerta de Falkynkip —anunció Shanamir—. El acceso oriental de Pidruid. Ahora vamos a entrar en la capital. Aquí hay once millones de almas, Valentine, y pueden encontrarse todas las razas de Majipur, no solamente la humana. Todas están mezcladas en Pidruid. La raza skandar, los yorts, los liis… todas. Incluso se rumorea que hay un reducido grupo de cambiaspectos.

—¿ Cambiaspectos ?

—La vieja raza. Los primeros nativos.

—Nosotros los llamamos de otro modo —dijo vagamente Valentine—. ¿Metamorfos?

—Es lo mismo. Sí, he oído decir que en el este los llaman así. Tiene usted un acento extraño, ¿lo sabe?

—No más extraño que el tuyo, amigo mío.

Shanamir se echó a reír.

—Su acento me resulta extraño. Y yo no tengo ningún tipo de acento. Hablo normalmente. Usted forma las palabras con sonidos curiosos.«Nosotros los llamamos metamorfos» —parodió Shanamir—. Eso es lo que yo oigo. ¿No es la forma de hablar de los nimoyanos?

Valentine replicó únicamente con un encogimiento de hombros.

—Me asustan esos cambiaspectos —dijo Shanamir—. Metamorfos. Este planeta sería más feliz sin ellos. Andan a escondidas por todas partes, imitan a otros, hacen maldades… Ojalá se quedaran en su territorio.

—Es lo que suelen hacer, ¿no?

—Suelen. Pero se rumorea que hay unos cuantos viviendo en todas las ciudades, tramando quién sabe qué tipo de problema para los demás. —Shanamir se inclinó hacia Valentine, le cogió el brazo y examinó solemnemente su rostro—. Uno puede encontrarse un metamorfo en cualquier parte. Sentado en una colina, contemplando Pidruid en una tarde calurosa, por ejemplo.

—¿Piensas que yo soy un metamorfo disfrazado? El muchacho rió temblorosamente.

—¡Demuestre que no lo es!

Valentine intentó buscar una forma de demostrar su autenticidad, pero no la encontró, e hizo una terrorífica mueca: estiro las mejillas como si fueran de goma, torció los labios en direcciones opuestas y puso en blanco los ojos.

—Mi auténtico rostro —dijo—. Me has descubierto.

Ambos se echaron a reír, y atravesaron la Puerta de Falkynkip para entrar en la ciudad de Pidruid.

Al otro lado todo parecía mucho más viejo. Las casas estaban construidas con un curioso estilo anguloso, las gibosas paredes proyectaban sus jorobas hacia afuera y hacia los tejados, y las mismas tejas estaban rotas y agrietadas, entremezcladas con abundantes masas de maleza y bulbosas hojas que habían encontrado apoyo en hendiduras y cavidades terrosas. Una espesa capa de niebla se cernía sobre la ciudad, y bajo ella había frío y oscuridad, y las luces brillaban en casi todas las ventanas. La carretera fue dividiéndose varias veces, hasta que Shanamir se encontró guiando a los animales por una calle mucho más estrecha, si bien bastante recta, con calles secundarias que se desplegaban en todas direcciones. Las calles estaban llenas de gente. El gentío hizo que Valentine se sintiera extrañamente inquieto. No recordaba haberse visto rodeado de pronto por tanta gente, gente que casi tocaba sus codos y rozaba su montura, gente que se empujaba y corría de un lado a otro, un forcejeante tumulto de cargadores, mercaderes, marineros, vendedores; gente de las montañas que, como el propio Shanamir, traían al mercado sus animales o sus productos, turistas con exquisitos ropajes de reluciente brocados, niños y niñas estorbando por todas partes. ¡Tiempo de fiesta en Pidruid! Llamativas banderas de color escarlata aparecían colgadas a lo largo de la calle, atadas a los pisos superiores de los edificios, varias en cada uno de los bloques, adornadas con el distintivo del estallido estelar, aclamando en letras verde brillante a lord Valentine, la Corona, dándole la bienvenida a la metrópoli más occidental.

—¿Esta lejos tu posada? —pregunto Valentine.

—En el centro de la ciudad. ¿Tiene hambre?

—Un poco. Más que un poco.

Shanamir hizo una señal a sus bestias, que marcharon obedientemente hacia un callejón sin salida pavimentado con guijarros. El zagal dejó allí los animales. Después, tras desmontar, indicó un mugriento puestecillo al otro lado de la calle. Salchichas espetadas pendían sobre la llama del carbón de leña. El vendedor era un lii, regordete y con una cabeza que recordaba la de un martillo, de piel grisácea y llena de hoyos, y tres ojos que relucían como brasas en un cráter. El zagal se expresó por gestos, y el lii les entregó dos pinchos de salchichas y llenó dos jarras con una cerveza de pálido color ambarino. Valentine sacó una moneda y la puso en el mostrador. Era una moneda gruesa, magnífica, brillante y centelleante, de borde pulido, y el lii la contempló como si Valentine le hubiera ofrecido un escorpión. Shanamir se apresuró a recoger la pieza y sacó otra, una moneda de cobre, más o menos cuadrada, con un agujero triangular abierto en el centro. Después devolvió la primera moneda a Valentine. Volvieron al callejón con la cena.

—¿Cuál ha sido mi fallo? —preguntó Valentine.

—Con esa moneda podría comprar al lii, todas las salchichas… ¡y un mes de cerveza! ¿Dónde la consiguió?

—Pues de mi bolsa.

—¿Hay más como esa ahí?

—Tal vez— dijo Valentine. Examinó la moneda, que en una cara lucía la imagen de un viejo, macilento y arrugado, y en la otra el rostro de un vigoroso joven. El valor era de cincuenta reales—. ¿Es demasiado valiosa? ¿No podré usarla en alguna parte? En realidad, ¿qué podría comprar con esta moneda?

—Cinco de mis monturas —dijo Shanamir—. Un año de alojamiento principesco. Transporte para ir y volver a Alhanroel. Cualquiera de estas cosas. Quizás incluso más. Para casi todos nosotros representa el salario de muchos meses. ¿No tiene idea del valor de las cosas?

Valentine estaba desconcertado.

—Parece que así es.

—Estas salchichas cuestan diez pesos. Cien pesos son una corona, diez coronas son un real, y esta moneda vale cincuenta reales. ¿Lo comprende ahora? Yo la cambiaré en el mercado. Mientras tanto guárdela bien. Estamos en una ciudad honrada y segura, más o menos, pero con una bolsa llena de estas monedas… está tentando la suerte. ¿Por qué no me ha dicho que lleva encima una fortuna? —Shanamir hizo un exagerado gesto—. Porque no lo sabía, supongo. Qué extraña inocencia tiene, Valentine. Me hace sentir hombre, y sólo soy un niño. Usted se parece mucho a un niño. ¿Sabe algo? ¿Sabe al menos cuántos años tiene? Termine la cerveza y continuaremos.

Valentine asintió. Cien pesos son una corona, diez coronas son un real, pensó, y se preguntó qué habría dicho si Shanamir hubiera insistido en conocer su edad. ¿Veintiocho años? ¿Treinta y dos? No tenía la menor idea. ¿Y si le hacían seriamente la misma pregunta? Treinta y dos años, decidió. Parecía bien. Sí, tengo treinta y dos años, y diez coronas son un real, y la pieza reluciente que muestra al viejo y al joven vale cincuenta reales.

3

El camino hacia la posada de Shanamir avanzaba en línea a través del corazón de Pidruid, entre barrios que incluso siendo de noche estaban atestados y agitados. Valentine preguntó si ello se debía a la visita de la Corona, pero Shanamir contestó que no, que la ciudad siempre se encontraba igual, ya que era el mayor puerto de la costa oeste de Zimroel. Desde Pidruid partían barcos hacia todos los puertos importantes de Majipur: de un lado a otro de la activa costa de Zimroel, pero también para cruzar el Mar Interior en el formidable viaje hasta Alhanroel, un trayecto que exigía buena parte de un año, e incluso existía cierto comercio con el continente escasamente poblado, Suvrael, el cubil agostado por el sol del Rey de los Sueños. Al pensar en la totalidad de Majipur, Valentine sintió la presión del peso del mundo, de su mera masa, y no obstante sabía que tal idea era absurda. Porque ¿acaso Majipur no era un lugar ligero y etéreo, un planeta que era una gigantesca burbuja, inmensa pero sin excesiva materia, de tal modo que una persona se sentía siempre boyante, siempre a flote? ¿Por qué esa pesada sensación de algo que oprimía su espalda? ¿Por qué esos momentos de infundado desánimo? Valentine decidió recuperar prontamente una disposición más sosegada. Pronto se acostaría y la mañana iba a ser un día de renovadas maravillas.

—Vamos a cruzar la Plaza Dorada —dijo Shanamir—, y al otro lado encontraremos la Calle del Mar, que lleva a los muelles. Nuestra posada está a diez minutos de ahí. La plaza le asombrará.

Y así fue realmente, al menos por lo que Valentine pudo ver: un vasto espacio rectangular, de amplitud suficiente para permitir el adiestramiento de dos ejércitos, delimitado por inmensos edificios de tejado cuadrangular en cuyas lisas y anchas fachadas se habían incrustado adornos hechos con láminas doradas, de forma tal que las grandes torres reflejaban la luz de las antorchas nocturnas y eran más brillantes que las palmeras flamígeras. Pero esa noche era imposible cruzar la plaza. A cien pasos de la entrada oriental, ésta se encontraba acordonada con un grueso trenzado de felpa roja, y detrás del cordón había soldados con el uniforme de la escolta de la Corona, hombres acicalados e impasibles, con los brazos cruzados sobre sus chaquetones verde y oro. Shanamir saltó de su montura, avanzó y habló rápidamente con un vendedor. Su expresión era de enfado cuando regresó.

—Toda la plaza está bloqueada. ¡Que el Rey de los Sueños les mande un sueño lleno de picores esta noche!

—¿Qué ocurre?

—La Corona se ha alojado en el palacio del alcalde, el edificio más alto, ese que tiene mellados torbellinos de oro en los muros, allí enfrente… Y nadie puede acercarse al palacio esta noche. Ni siquiera podemos ir por el borde interior de la plaza, porque se ha congregado una multitud que espera poder avistar a lord Valentine. Tendremos que desviarnos, ir por el camino más largo… una hora o más. Bueno, creo que dormir no es tan importante. ¡Mire, ahí está!

Shanamir señaló un balcón en lo alto de la fachada del palacio. Varias figuras habían salido al exterior. Vistas desde tan lejos, no eran mayores que ratones, aunque ratones rebosantes de dignidad y grandeza, vestidos con suntuosos ropajes. Al menos Valentine logró captar ese detalle. Eran cinco, y el personaje central debía ser la Corona. Shanamir estiró el cuello y se puso de puntillas para ver mejor. Valentine vio únicamente a un hombre de pelo oscuro, posiblemente con barba, vestido con una gruesa capa de piel de estitmoy que cubría un jubón verde o azul claro. La Corona se hallaba en la parte anterior del balcón, con los brazos extendidos hacia la multitud, que hacía el símbolo del estallido estelar con los dedos estirados y gritaba su nombre sin cesar:

—¡Valentine! ¡Valentine! ¡Lord Valentine!

Shanamir, junto a Valentine, también estaba gritando.

—¡Valentine! ¡Lord Valentine!

Valentine experimentó un violento sentimiento de aversión.

—¡Escúchalos! —murmuró—. Gritan como si ese hombre fuera el Mismo Divino que ha bajado para cenar en Pidruid. Sólo es un hombre, ¿no? Cuando sus tripas están llenas tiene que vaciarlas, ¿no es cierto?

Shanamir parpadeó de asombro.

—¡Él es la Corona!

—Él no significa nada para mí, aunque yo sea menos que nada para él.

—Él gobierna. Él administra justicia. Él evita el caos. Usted mismo lo dijo. ¿Es que esas cosas no merecen su respeto?

—Mi respeto, sí. Pero no mi adoración.

—Adorar a un príncipe no es una novedad. Mi padre me ha explicado cosas de los viejos tiempos. Había reyes en la Vieja Tierra, y estoy seguro de que la gente los adoraba, en escenas mucho más bárbaras que la que vemos esta noche, Valentine.

—Y algunos reyes eran ahogados por sus esclavos, otros envenenados por sus primeros ministros, asfixiados por sus esposas o derribados por el pueblo al que fingían servir, y hasta el último de ellos está enterrado y olvidado. —Valentine notó el repentino y sorprendente acaloramiento del enojo. Escupió de disgusto—. Y muchos territorios de la Vieja Tierra siguen existiendo sin ningún rey. ¿Qué falta nos hacen en Majipur? Estos monarcas derrochadores, ese misterioso viejo Pontífice que se esconde en el Laberinto, y ese emisor de malos sueños que habita Suvrael… No, Shanamir. Tal vez yo sea demasiado simple para comprenderlo, pero esto me parece absurdo. ¡Qué locura! ¡Qué gritos de gozo! Nadie grita de gozo, apuesto a que no, cuando el alcalde de Pidruid recorre las calles.

—Necesitamos reyes —insistió Shanamir—. Este mundo es demasiado grande, los alcaldes no bastan para gobernarlo. Necesitamos símbolos notables y potentes, monarcas que sean prácticamente dioses, para que las cosas sigan en orden. Mire. Mire. —El muchacho señaló el balcón—. Ahí arriba, esa figura menuda con la capa blanca: la Corona de Majipur. ¿No siente un temblor que recorre su espalda cuando le digo esto?

—Nada.

—¿No siente un escalofrío al saber que en este mundo hay veinte mil millones de personas y que sólo una es la Corona, y que esta noche puede contemplar al príncipe con sus propios ojos, algo que jamás podrá volver a hacer? ¿No siente admiración?

—No.

—Usted es muy extraño, Valentine. Jamás había conocido otro hombre igual. ¿Cómo es posible que una persona permanezca impasible ante la visión de la Corona?

—Yo estoy impasible —dijo Valentine, indiferente, un poco aturdido por su comportamiento—. Vamos, salgamos de aquí. Este gentío me cansa. Busquemos la posada.

El trayecto para salvar la plaza fue muy largo, puesto que todas las calles iban a parar a ella pero pocas se extendían paralelamente. Valentine y Shanamir tuvieron que describir círculos cada vez más anchos para intentar avanzar hacia el oeste, con la hilera de monturas siguiendo plácidamente la dirección que tomaba el zagal. Pero por fin salieron de un barrio de hoteles y elegantes tiendas y llegaron a otro de almacenes y heniles. Se aproximaron a la orilla del mar y finalmente encontraron una posada muy castigada por la intemperie, con torcidos maderos negros y deshilachado techo de paja, con establos en la parte trasera. Shanamir recogió sus animales y cruzó un patio para entrar en la morada del posadero, mientras Valentine quedaba solo en las sombras. Tuvo que aguardar largo tiempo. Le pareció poder oír, incluso allí, los confusos y apagados gritos: ¡Valentine! ¡Valentine! ¡Lord Valentine!… Que las multitudes gritaran su nombre no significaba nada para él, ya que se trataba del nombre de otra persona.

Shanamir volvió por fin, tras una corta y silenciosa carrera por el patio.

—Todo arreglado. Déme dinero.

—¿La moneda de cincuenta?

—Menos. Mucho menos. Media corona bastará.

Valentine metió la mano en la bolsa, eligió algunas bajo la tenue luz de los faroles y entregó a Shanamir varias piezas muy gastadas.

—¿Para el alojamiento? —preguntó.

—Para sobornar al portero —replicó Shanamir—. Por la noche es difícil entrar en un lugar para dormir. Meter una persona significa menos espacio para todas las demás, y si alguien cuenta cabezas y se queja, el portero tendrá que respaldarnos. Sígame y no abra la boca.

Entraron. El lugar olía a sal y moho. En el interior, un grueso yort de rostro grisáceo estaba sentado igual que un enorme sapo ante una mesa en la que estaba formando una figura con las cartas de una baraja. La criatura de áspera piel apenas levantó los ojos. Shanamir dejó las monedas ante el yort y éste hizo un gesto con una oscilación casi imperceptible de su cabeza. Los viajeros avanzaron hacia una habitación larga y estrecha, sin ventanas, iluminada por tres globos incandescentes que emitían una luz rojiza y nebulosa. Una hilera de colchones llegaba de un lado a otro de la habitación, y casi todos estaban ocupados.

—Aquí —dijo Shanamir, tocando un colchón con la punta de su bota.

El zagal se despojó de las prendas exteriores y se tumbó, dejando sitio para Valentine.

—Buenos sueños —dijo.

—Buenos sueños —contestó Valentine.

Valentine se quitó las botas, se desnudó de cintura para arriba y se echó junto al muchacho. Gritos distantes resonaban en sus oídos, o quizás en su mente. Le asombró comprobar cuán cansado estaba. Esta noche tendría sueños, sí, y él los observaría atentamente para poder extraer su significado, pero antes habría un profundo sueño, el sueño de una persona extremadamente agotada. ¿Y por la mañana? Un nuevo día. Podía acontecer cualquier cosa. Cualquier cosa.

4

Hubo un sueño, naturalmente, cuando la noche ya estaba muy avanzada. Valentine se colocó a cierta distancia del sueño y observó su desarrollo, tal como le habían enseñado en la infancia. Los sueños tenían gran importancia, eran mensajes de los Poderes que gobernaban el mundo y servían de guía en la vida. Hacerles caso omiso era correr un riesgo, puesto que se trataba de manifestaciones de la más recóndita verdad. Valentine se vio atravesando una vasta llanura de color púrpura bajo un ominoso cielo de idéntico color y un abultado sol ámbar. Estaba solo, con el rostro contraído y los ojos tensos y muy abiertos. Mientras avanzaba, se abrían en la tierra horribles fisuras, grietas que parecían bocas con brillantes tonos anaranjados en su interior. De los boquetes surgieron seres, igual que juguetes infantiles saliendo inesperadamente de una caja, y esos seres se rieron chillonamente de Valentine y volvieron con rapidez a las fisuras cuando éstas se cerraron.

Eso fue todo. Y además, ni siquiera era un sueño completo, porque carecía de argumento, de cualquier tipo de conflicto con un desenlace. Sólo fue una imagen, una extravagante escena, el fragmento de un cuadro que aún no le había sido mostrado. Valentine ni siquiera podía asegurar si el sueño lo había enviado la Dama, la bendita Dama de la Isla del Sueño, o el malévolo Rey de los Sueños. Permaneció medio despierto durante un rato, meditando, y finalmente decidió no dedicar más atención al sueño. Sentía la curiosa sensación de ir a la deriva, de estar separado de su personalidad interna: como si él ni siquiera hubiera existido anteayer. E incluso la sabiduría de los sueños le rehuía.

Volvió a dormirse. Sólo hubo una interrupción, un suave golpeteo de la lluvia que cayó breve aunque ruidosamente, y no tuvo nuevos sueños. La luz del amanecer le despertó: una cálida luz verde y oro que entró por la parte opuesta de la estrecha y alargada habitación. La puerta estaba abierta. Shanamir no se encontraba allí. Valentine estaba solo aparte de un par de individuos que roncaban en las profundidades de la sala.

Valentine se levantó, se estiró, flexionó brazos y piernas, se vistió. Se lavó en una palangana que había junto a la pared, y salió al patio con una sensación de agilidad, de energía, dispuesto para cualquier cosa que el día le ofreciera. El aire matutino rebosaba de humedad, pero era cálido y nítido, y la niebla de la noche anterior se había extinguido por completo. Del claro cielo llegaba el palpitante calor del sol de verano. En el patio crecían tres enormes cepas, una por pared, con rugosos troncos más anchos que la cintura de un hombre, y hojas lustrosas en forma de pala con un marcado tinte de bronce, el color rojo brillante de los nuevos brotes. Las plantas estaban en flor, y sus vistosas flores amarillas parecían trompetillas, aunque también tenían fruto maduro, gruesas bayas blanco-azuladas con destellantes gotas de rocío. Valentine cogió una baya sin preocuparse por su descaro y se la llevó a la boca: dulce, y agria al mismo tiempo, con el mismo efecto embriagador que una uva muy grande. Comió otra, se dispuso a coger una tercera… y cambió de idea.

Tras dar la vuelta al patio, examinó los establos y vio las monturas de Shanamir, que mascaban silenciosamente trocitos de paja, pero no al zagal. Tal vez estaba fuera cerrando algún trato. Siguió adelante, dobló una esquina, y le llegó olor a pescado asado a la parrilla. Sintió una punzada de repentina hambre. Empujó una destartalada puerta y se encontró en una cocina donde un hombre menudo, con aspecto de fatiga, preparaba el desayuno para varios huéspedes de distintas razas. El cocinero miró sin interés a Valentine.

—¿Llego demasiado tarde para comer algo? —preguntó suavemente Valentine.

—Siéntese. Pescado y cerveza, treinta pesos.

Valentine buscó una pieza de media corona y la dejó en la cocina. El cocinero le devolvió varias monedas de cobre y puso otro filete de pescado en la parrilla. Valentine se sentó con la espalda apoyada en la pared. Varios comensales se levantaron para marcharse, y uno de ellos, una flexible joven de cabello oscuro y muy corto, se detuvo junto a Valentine.

—La cerveza está en ese jarro —dijo—. Sírvete tú mismo.

—Gracias —contestó Valentine, pero ella ya había cruzado la puerta.

Se sirvió una jarra… era un líquido espeso, de gusto muy fuerte. No tardaron en darle su pescado, dulce y muy tostado. Lo comió velozmente.

—¿Otro? —dijo al cocinero, que le dedicó una agria mirada pero le atendió.

Mientras desayunaba, Valentine notó que otro huésped le observaba interesadamente. Era un yort, gordo, de cara hinchada, con una piel cenicienta y de apariencia guijosa y unos ojos grandes y saltones. La extraña vigilancia hizo que Valentine se sintiera inquieto. Al cabo de unos instantes miró directamente al yort, que parpadeó y desvió rápidamente la mirada.

Momentos después el yort volvió a mirar a Valentine.

—Recién llegado, ¿no? —dijo.

—Ayer por la noche.

—¿Se quedará mucho tiempo?

—Mientras duren las fiestas, como mínimo —dijo Valentine.

No había duda, el yort tenía cierto rasgo que disgustaba a Valentine de un modo instintivo. Quizá fuera simplemente su aspecto, pues Valentine opinaba que los yorts carecían de atractivo, eran criaturas toscas y gruesas. Aunque él sabía que era una opinión muy injusta. Los yorts no eran responsables de su aspecto, y los humanos debían parecerles igualmente desagradables, huesudos y pálidos seres de pellejos repugnantemente lisos.

Quizá le molestaba la intrusión en su intimidad, las miradas, las preguntas. O tal vez que el yort fuera adornado con carnosos pintarrajos de pigmento anaranjado. Fuera lo que fuera, Valentine se sentía incómodo y fastidiado.

Pero tales prejuicios le causaron un sentimiento de culpabilidad, y además no tenía deseo alguno de mostrarse insociable. A modo de reparación ofreció una tibia sonrisa al yort.

—Me llamo Valentine. Soy de Ni-moya.

—Un largo trayecto hasta aquí —dijo el yort, mientras masticaba ruidosamente.

—¿Vive cerca de aquí?

—Un poco al sur de Pidruid. Me llamo Vinorkis. Vendo pieles de haigus. —El yort partió minuciosamente su pescado. Al cabo de unos segundos volvió a concentrar su atención en Valentine. Sus grandes ojos de pez permanecieron fijos en él—. ¿Viaja en compañía de ese chico?

—No. Lo conocí cuando venía hacia Pidruid.

—Ya. ¿Volverá a Ni-moya después de la fiesta?

El flujo de preguntas era cada vez más fastidioso. Pero Valentine, incluso a pesar de la descortesía del yort, seguía sin atreverse a responder con grosería.

—Aún no lo sé —dijo.

—Es decir, está pensando en quedarse aquí.

Valentine se alzó de hombros.

—En realidad no he hecho plan alguno.

—Hum —replicó el yort—. Bonita forma de vivir.

Era imposible saber, dada la sorda inflexión nasal del yort, si su comentario era una alabanza o una irónica condena. Pero Valentine no se preocupó. Ya había satisfecho bastante sus responsabilidades sociales, decidió, y guardó silencio. El yort tampoco parecía tener más cosas que decir. Terminó su desayuno, echó atrás la silla, que produjo un chirrido, y se dirigió hacia la puerta con el característico desgarbo de su raza.

—Debo ir al mercado —dijo—. Ya nos veremos.

Poco después Valentine salió al patio, donde estaba desarrollándose un curioso juego. Ocho figuras se hallaban cerca de la pared opuesta y no dejaban de lanzarse dagas unas a otras. Había seis skandars —seres corpulentos y peludos, rudos de aspecto, provistos de cuatro brazos y ásperos pellejos grisáceos— y dos humanos. Valentine ya conocía a estos últimos, los había visto mientras desayunaban en la cocina: la esbelta mujer morena y un hombre delgado, de ojos penetrantes, con una piel pavorosamente blanca y largo cabello cano. Las dagas volaban con sorprendente velocidad, centelleantes bajo el sol matutino, y todos los rostros reflejaban severa concentración. Ni un solo cuchillo caía al suelo, nadie parecía coger alguno por la hoja, y a Valentine le fue imposible contar el número de dagas que pasaban de un lado a otro. Daba la impresión de que todos los participantes estaban lanzando y recogiendo sin cesar con ambas manos. Malabaristas, pensó Valentine, que practican su profesión, que se ejercitan para actuar en las fiestas. Los skandars, con sus cuatro brazos y su robusta constitución, ejecutaban prodigios de coordinación, aunque el hombre y la mujer no se quedaban atrás en la realización de ejercicios y actuaban con la misma destreza que los demás. Valentine permaneció a prudente distancia y observó fascinado el vuelo de las dagas.

En un momento dado un skandar gruño «¡Hop!» y el ejercicio varió: los seis extraterrestres empezaron a lanzar cuchillos únicamente entre ellos, redoblando la intensidad de los lanzamientos, y los dos humanos se apartaron un poco. La joven sonrió a Valentine.

—¡Hola! ¡Ven con nosotros!

—¿Qué?

—¡Juega con nosotros! —Los ojos de la mujer chispeaban maliciosamente.

—Un juego muy peligroso, diría yo.

—No hay un buen juego que no sea peligroso. ¡Cógelo —Sin previo aviso, lanzó un cuchillo hacia Valentine—¿Cómo te llamas, amigo?

—Valentine —dijo él como si jadeara, y asió desesperadamente el cuchillo por el mango cuando el arma pasaba como una flecha junto a su oreja.

—Muy bien cogido —dijo el hombre canoso—. ¡Intente coger éste!

Valentine se rió y cogió la daga, con menos torpeza, y se quedó inmóvil con un cuchillo en cada mano. Los extraterrestres, totalmente ajenos al aparte, continuaron lanzándose metódicamente cascadas de relucientes armas.

—¡Devuelve los cuchillos! —gritó la mujer.

Valentine frunció el ceño. Lanzó el primer cuchillo con excesivo cuidado, con un absurdo temor a alcanzar a la chica, y la daga describió un flácido arco cayendo a los pies de la joven.

—Puedes hacerlo mejor —dijo ella en tono despectivo.

—Perdona —contestó Valentine.

Lanzó con más vigor la segunda daga. La mujer la recogió tranquilamente, además cogió otra que le pasó el hombre canoso y lanzó ambas, una después de otra, a Valentine. No había tiempo para pensar. Un chasquido, otro chasquido… y Valentine recogió ambos cuchillos. Brotó sudor de su frente, pero ya iba acostumbrándose al ritmo del ejercicio.

—¡Ahí va! —gritó.

Lanzó una daga a la mujer, cogió otra tirada por el hombre de las canas y echó al aire una tercera. Vio que las armas volvían hacia él y deseó que fueran juguetes de hoja roma, pero sabía que no lo eran y dejó de inquietarse. Lo necesario era convertirse en una especie de autómata, mantener el cuerpo centrado y atento, mirar siempre la daga que llegaba y dejar que la que partía volara como quisiera. Actuó de un modo rítmico —recoger, lanzar, recoger, lanzar— siempre con una daga viniendo hacia él y otra alejándose de él. Valentine se dio cuenta de que un malabarista auténtico usaba ambas manos al mismo tiempo, pero él no era un experto y no podía hacer más para coordinar recogidas y lanzamientos. Sin embargo estaba haciéndolo bien. Se preguntó cuánto tiempo pasaría hasta que llegara el inevitable error y resultara herido. Los malabaristas se rieron al acelerar el ritmo del ejercicio. Valentine los imitó, con naturalidad, y continuó lanzando y recogiendo dagas durante dos o tres minutos, hasta que notó que sus reflejos se apagaban por culpa de la tensión. Era el momento de parar. Fue cogiendo y dejando caer al suelo, deliberadamente, los puñales, hasta que los tres estuvieron a sus pies, y entonces se agachó. Sin dejar de reír, jadeante, se dio palmadas en los muslos.

Los dos malabaristas humanos aplaudieron. Los skandars no habían detenido su formidable torbellino de dagas, pero en ese instante uno de ellos grito «¡Hop!» y el sexteto de extra-terrestres recogió los cuchillos y terminó la actuación sin más palabras. Después desaparecieron en dirección a los dormitorios.

La joven se acercó a Valentine dando brincos.

—Soy Carabella —dijo. No era más alta que Shanamir, y su adolescencia debió terminar hacía pocos años. En su menudo y musculoso cuerpo bullía una incontenible vitalidad. Vestía un jubón verde claro de apretada textura y en el cuello llevaba una triple sarta de pulidas conchas de quanna. Sus ojos eran tan oscuros como su cabello. Su sonrisa era cálida y seductora—. ¿Dónde has hecho malabarismo, amigo?

—Nunca había hecho juegos malabares —dijo Valentine. Se pasó la mano por su sudorosa frente—. Un deporte difícil. Me parece imposible no haberme cortado.

—¿Nunca? —exclamó el hombre canoso—. ¿Nunca había hecho juegos malabares? ¿Y esto ha sido una exhibición de talento natural, sólo eso?

—Supongo que hay que llamarlo así —contestó Valentine, indiferente.

—¿Podemos creerlo? —preguntó el hombre canoso.

—Creo que sí —dijo Carabella—. Lo ha hecho bien, Sleet, pero sin método. ¿Te has fijado en sus manos? Iban en busca de las dagas, por aquí, por allá, un poco nerviosas, algo ansiosas, sin esperar a que los puños llegaran al lugar correcto. ¿Y has visto los lanzamientos precipitados y alocados? Nadie que haya ejercitado el arte podría fingir esa torpeza con tanta naturalidad, y no había motivo para fingir. Este Valentine tiene buen ojo, Sleet, pero está diciendo la verdad. Nunca había hecho lanzamientos.

—Su ojo es más que bueno —murmuró Sleet—. Envidio enormemente su rapidez. Tiene un don natural.

—¿De dónde eres? —preguntó Carabella.

—Del este —fue la evasiva respuesta de Valentine.

—Así lo pensaba. Hablas de un modo bastante raro. ¿Eres de Velathys? ¿De Khyntor, quizá?

—De por allí, sí.

La falta de claridad de Valentine no pasó desapercibida a Carabella, ni a Sleet. Ambos intercambiaron rápidas miradas. Valentine se preguntó si serían padre e hija. Seguramente no. Sleet, por lo que veía Valentine, era mucho menos viejo de lo que le había parecido al principio. De edad madura, sí, pero apenas viejo, la blanqueada apariencia de su piel y de su cabello exageraban su edad. Era un hombre de cuerpo sólido, muy erguido, de finos labios y barba cana, corta y puntiaguda. Una cicatriz, pálida ahora pero indudablemente muy nítida en otro tiempo, se extendía en una mejilla de la oreja al mentón.

—Nosotros somos del sur —dijo Carabella—. Yo de Til-o-mon, y Sleet de Narabal.

—¿Han venido para actuar en la fiesta de la Corona?

—Así es. Recién contratados por la compañía Zalzan Kavol, el skandar, para ayudarle a cumplir con el último decreto de la Corona relativo a contratación de humanos. ¿Y tú? ¿Qué te ha traído a Pidruid?

—Las fiestas —dijo Valentine.

—¿Por negocios?

—Simplemente para presenciar los juegos y desfiles. Sleet se echó a reír como si supiera la verdad.

—No hace falta que seas tan evasivo con nosotros, amigo. No es una desgracia vender monturas en el mercado. Ayer por la noche te vimos cuando llegabas con el chico.

—No —dijo Valentine—. A ese zagal lo conocí ayer mismo, cuando estaba cerca de la ciudad. Los animales son suyos. Yo solamente lo he acompañado a la posada, porque soy forastero. No tengo negocios.

Un skandar se asomó a una puerta. Era un gigante, vez y media más alto que Valentine, una criatura formidable y voluminosa de aspecto feroz, gruesas fauces y sesgados ojos amarillos. Sus cuatro brazos pendían hasta por debajo de las rodillas y terminaban en manos que parecían cestas enormes.

—¡Adentro! —espetó.

Sleet se despidió y se fue corriendo. Carabella se retrasó un instante y sonrió a Valentine.

—Eres muy peculiar —dijo—. No dices mentiras, pero nada de lo que dices parece verdad. Creo que hasta tú mismo sabes muy poco de tu alma. Pero me gustas. Desprendes un resplandor, ¿lo sabes, Valentine? Un resplandor de inocencia, de sencillez, de calidez, o… de algo distinto. No lo sé. —Casi con timidez, Carabella llevó dos dedos al brazo de Valentine—. Me gustas. Quizás volvamos a hacer juegos malabares.

Y se fue, correteando detrás de Sleet.

5

Estaba solo, y no había rastro alguno de Shanamir, y aunque de pronto comprobó que sentía el fuerte deseo de pasar el día con los malabaristas, con Carabella, era imposible hacer tal cosa. Y la mañana aún era joven. No tenía planes, y eso le preocupaba, aunque no en exceso. Todo Pidruid estaba a su disposición para que lo explorara.

Salió, recorrió tortuosas calles llenas de follaje. Exuberantes enredaderas y árboles de exudante ramaje brotaban por todas partes, medrando con aquel aire húmedo, cálido y salado. De la distancia llegaba música de banda, una melodía jadeante, vibrante, festiva por no decir estridente, quizás el ensayo para un gran desfile. Un riachuelo de espumosa agua corría velozmente a lo largo del margen, y los animales silvestres de Pidruid retozaban en él, mintunnos, perros sarnosos y menudos droles con el hocico lleno de púas. Actividad, actividad, actividad, en una bulliciosa ciudad donde todas las criaturas, incluso los animales perdidos, tenían algo que hacer y lo hacían rápidamente. Todas las criaturas menos Valentine, que vagaba sin rumbo, sin seguir una ruta determinada. De vez en cuando se detenía para asomarse a una oscura tienda adornada con rollos de tela y muestras de tejidos, contemplar un mohoso establecimiento de especias o admirar los selectos y elegantes jardines con flores de ricos matices intercalados entre dos edificios altos y estrechos. Ocasionalmente la gente le lanzaba miradas como maravillada de que pudiera permitirse el gusto del pasear. Se detuvo en una calle para observar a unos niños que jugaban. Parecían estar representando una pantomima. Un niño de corta edad, con un brazo de tela dorada atado en su frente a manera de corona, hacía amenazadores gestos en el centro de un círculo, y los otros jovencitos danzaban a su alrededor y fingían estar aterrorizados mientras cantaban:

El viejo Rey de los Sueños

en su trono se sienta.

No duerme ni un momento,

nada lo aquieta.

El viejo Rey de los Sueños

por la noche vendrá.

Si no has sido bueno,

te hará temblar.

El viejo Rey de los Sueños

tiene un corazón de piedra.

No duerme ni un momento,

nada lo aquieta.

Pero en cuanto se dieron cuenta de que Valentine los observaba, los niños se volvieron y le hicieron grotescos gestos. Le señalaron, hicieron muecas, torcieron los brazos. Valentine se rió y prosiguió su camino.

A media mañana llegó a la zona portuaria. Largos y angulados muelles se abrían paso en el mar, y todos eran lugares de alocada actividad. Estibadores de cuatro o cinco razas descargaban barcos que lucían emblemas de veinte puertos de los tres continentes. Usaban vehículos flotadores para bajar al muelle los fardos de mercancías y trasladarlos a los depósitos, pero al llevar el enorme peso de los bultos de un lado a otro se producían fuertes griteríos y coléricas maniobras. Mientras contemplaba la escena desde la sombra del desembarcadero, Valentine notó un rudo porrazo entre sus hombros, se volvió y vio la hinchada cara de un enojado yort que señalaba y agitaba los brazos.

—Allí —dijo el yort—. ¡Necesitamos otros seis para trabajar en el barco de Suvrael!

—Pero si yo no…

—¡Rápido! ¡Apresúrate!

Muy bien. Valentine no estaba dispuesto a discutir. Entró en el muelle y se unió a un grupo de estibadores que vociferaban y bramaban mientras conducían un cargamento de ganado. Valentine vociferó y bramó con los otros hombres, hasta que los animales, blaves primales que chillaban irritadamente, emprendieron la marcha hacia el corral temporal o matadero correspondiente. Después Valentine se escabulló silenciosamente y caminó por el puerto hasta encontrar un muelle inactivo.

Permaneció allí durante algunos minutos de paz. Contempló el mar más allá del puerto, el océano de color verde y bronce lleno de cabrillas, y forzó su vista como si de ese modo pudiera seguir la curvatura del globo y ver Alhanroel y el Monte del Castillo que se alzaba hasta el cielo. Pero naturalmente era imposible ver Alhanroel desde allí, con miles y miles de kilómetros de océanos por medio, al otro lado de un océano tan extenso que ciertos planetas habrían cabido entre las costas de ambos continentes. Valentine bajó la vista hacia sus pies, y dejó que su imaginación se hundiera en las profundidades de Majipur. ¿Qué parte del planeta encontraría si seguía una línea recta a partir de allí? La mitad oriental de Alhanroel, supuso Valentine. La geografía era un tema vago y enigmático para él. Había olvidado gran parte de lo que aprendió en sus años escolares, y tenía que hacer grandes esfuerzos para recordar cualquier cosa. En ese momento podía estar en línea con el cubil del Pontífice, el terrible Laberinto del anciano y solitario sumo monarca. O quizá, con más seguridad, en línea con la Isla del Sueño, la bendita isla donde habitaba la dulce Dama, con frondosos claros donde sus sacerdotes y sacerdotisas cantaban sin cesar y enviaban benévolos mensajes a los durmientes del mundo. A Valentine le costaba creer que existieran tales lugares o personajes en el mundo, que hubiera Poderes, un Pontífice, una Dama de la Isla, un Rey de los Sueños, incluso que existiera una Corona, por más que hubiera visto al príncipe con sus propios ojos la noche anterior. Esos potentados parecían irreales. Lo real era el puerto de Pidruid, la posada donde había dormido, el pez de la parrilla, los malabaristas, Shanamir y sus animales. Todo lo demás era simple fantasía y espejismo.

El día iba haciéndose caluroso y húmedo, aunque una agradable brisa soplaba hacia la costa. Valentine volvía a tener hambre. En un puesto situado al borde del muelle compró, por dos monedas de cobre, una comida formada por azuladas tiras de pescado crudo escabechado en salsa picante y servido en astillas de madera. Acompañó la comida con una jarra de vino de palmera flamígera, un sorprendente líquido dorado de sabor más picante incluso que la salsa. Después pensó en regresar a la posada. Pero se dio cuenta de que ni sabía el nombre ni la calle en que estaba. Sólo sabía que la posada estaba tierra adentro, a poca distancia del barrio marítimo. Poca cosa perdía si no la encontraba, ya que no tenía más pertenencias que las que llevaba encima. Pero las únicas personas que conocía en Pidruid eran Shanamir y los malabaristas, y no deseaba decirles adiós tan pronto.

Valentine inició el regreso y no tardó en perderse en el laberinto de indistintas callejuelas y pasajes que rodeaba la Calle del Mar. En tres ocasiones halló posadas que parecían ser la buscada, pero todas, tras un atento examen, demostraban no serlo. Pasó una hora, quizá más, y llegó la tarde. Valentine comprendió que sería imposible encontrar la posada, y ello le causó una aguda tristeza, porque recordaba a Carabella, el contacto de los dedos femeninos en su brazo, la rapidez de aquellas manos al coger los puñales, y el brillo de sus ojos oscuros. Pero lo perdido, pensó Valentine, perdido está, y es inútil llorar por ello. Buscaría otra posada y tendría nuevos amigos antes de que oscureciera.

Y en ese instante dobló una esquina y descubrió lo que con toda seguridad debía ser el mercado de Pidruid.

Era un vasto espacio cercado casi tan inmenso como la Plaza Dorada, pero no tenía imponentes palacios y hoteles con brillantes fachadas, sólo una interminable e irregular extensión de tinglados con techo de tejas, abiertos corrales de ganado y atestados puestos. En el mercado estaban todas las fragancias y hedores del mundo, y la mitad de la producción del universo se exponía a la venta. Valentine se sumergió en el lugar, encantado, fascinado. Trozos de carne pendían de grandes ganchos en una barraca. Rebosantes barriles de especias ocupaban otra. En un corral había aturdidas aves hilanderas de ridículas patas brillantes, más altas que un skandar, que se picoteaban y pateaban unas a otras mientras los comerciantes de huevos y lana regateaban animadamente. En otro corral había cubas con relucientes serpientes que se arrollaban y retorcían igual que enfurecidas llamas. Muy cerca había un lugar donde vendían pequeños dragones de mar que yacían amontonados, destripados y sin médula, en malolientes pilas. Aquí varios amanuenses que escribían cartas para los iletrados, allí una cambista que regateaba diestramente los valores de las monedas de diversos mundos, y más allá una sucesión de quioscos de salchichas, cincuenta en total y todos idénticos, con seres de raza lii atendiendo codo a codo sus humeantes fuegos y dando vueltas a los cargados pinchos.

Y adivinos, magos y malabaristas, aunque no los que Valentine conocía. En un espacio despejado yacía acuclillado un narrador que, a cambio de unas monedas de cobre, relataba cierta intrincada aventura, simplemente incomprensible, de lord Stiamot, la renombrada Corona de hacía ochocientos años, cuyas hazañas eran actualmente sujeto de mitificación. Valentine prestó atención durante cinco minutos pero no logró entender la narración, que mantenía extasiados a quince o veinte cargadores desocupados. Siguió andando. Pasó junto a un puesto donde un vrun de ojos dorados con una plateada flauta tocaba malogradas melodías para encantar a cierta criatura tricéfala de una cesta de mimbre. Pasó también junto a un sonriente muchacho que aparentaba diez años y que le desafió a un juego en el que intervenían conchas y abalorios, junto a un pasillo de vendedores que ofrecían banderas con el estallido estelar de la Corona, junto a un fakir que flotaba en el aire sobre una tina de aceite hirviendo de maligno aspecto, junto a una avenida de oradores de sueños y un pasaje atestado de traficantes de drogas, junto a la barraca de los intérpretes de sueños y el comercio de los vendedores de joyas, y finalmente, tras doblar una esquina donde estaban a la venta todo tipo de prendas vulgares, Valentine llegó al corral de las monturas. Las bestias, lozanas y purpúreas, se alineaban pegadas unas a otras por centenares, incluso quizá por millares, y permanecían impasibles mientras contemplaban sin interés lo que parecía ser una subasta que tenía lugar ante sus hocicos. A Valentine le resultó tan difícil seguir la subasta como la historia de lord Stiamot del narrador. Compradores y vendedores se hallaban frente a frente en dos largas filas y se tocaban las muñecas unos a otros, como si quisieran tajarlas, completando estos movimientos con muecas, choques de los respectivos puños, y bruscos codazos. No se pronunciaba una sola palabra, y sin embargo era obvio que se comunicaba mucha información, ya que los escribientes apostados a lo largo de la hilera no cesaban de garabatear documentos de venta validados mediante la impresión del pulgar con tinta verde, y frenéticos empleados pegaban etiquetas con el grabado del sello del Pontífice, el Laberinto, en las ancas de una bestia tras otra. Tras avanzar a lo largo de la línea de subasta, Valentine descubrió por fin a Shanamir. El zagal estaba gesticulando, dando codazos y puñetazos con consumada ferocidad. Al cabo de unos instantes terminó el regateo, y el muchacho salió de la hilera dando brincos y con un grito de alegría. Cogió por el brazo a Valentine y le hizo dar vueltas, tal era su júbilo.

—¡Todas vendidas! ¡Todas vendidas! ¡Y a un precio increíble! —Mostró un fajo de vales que le había entregado un escribiente—. ¡Acompáñeme la tesorería y no quedará nada por hacer aparte de divertirnos! ¿Ha dormido mucho?

—Hasta bastante tarde, supongo. La posada estaba casi vacía.

—No tuve valor para despertarle. Estaba roncando igual que un blave. ¿Qué ha hecho?

—Explorar el puerto, principalmente. He encontrado el mercado por casualidad, mientras intentaba volver a la posada. Te he localizado por casualidad.

—Diez minutos más y no me habría encontrado nunca —dijo Shanamir—. Aquí. Es aquí. —Cogió a Valentine por la muñeca y le introdujo en una larga galería brillantemente iluminada. Detrás de mimbres, los empleados cambiaban vales por monedas—. Déme la moneda de cincuenta —murmuró Shanamir—. Aquí puedo cambiarla.

Valentine sacó la gruesa y reluciente moneda y aguardó mientras el zagal hacía cola. Shanamir volvió al cabo de unos minutos.

—Éstas son suyas —dijo, y echó en la abierta bolsa de Valentine una lluvia de dinero, algunas piezas de cinco reales y un cascabeleo de coronas—. Y éstas son mías.

Shanamir sonrió traviesamente y mostró tres grandes monedas de cincuenta reales del mismo tipo que la que acababa de cambiar para Valentine. Las metió en el monedero que llevaba debajo del chaquetón.

—Un viaje provechoso, sí señor. Cuando hay fiestas, todo el mundo participa en el frenesí de gastar rápidamente el dinero. Vamos. Volvamos a la posada, y celebremos el negocio con una botella de vino de palmera flamígera, ¿eh? ¡Pago yo!

Resultó que la posada no estaba a más de un cuarto de hora del mercado, en una calle que repentinamente pareció conocida. Valentine sospechó que debía haber llegado a cincuenta o cien metros del lugar en su infructuosa búsqueda. Pero no importaba: ya estaba en la posada, y con Shanamir. El muchacho, aliviado por haberse librado de los animales y excitado por el precio que le habían pagado, no cesó de parlotear sobre lo que iba a hacer en Pidruid antes de regresar a su hogar del campo: bailes, juegos, bebida, espectáculos…

Mientras estaban sentados en la taberna de la posada, dando buena cuenta del vino de Shanamir, aparecieron Sleet y Carabella.

—¿Podemos sentarnos con vosotros? —preguntó Sleet.

—Son malabaristas —explicó Valentine a Shanamir—, miembros de una compañía skandar que actuará en el desfile. Los he conocido esta mañana.

Valentine efectuó las correspondientes presentaciones. Se sentaron y Shanamir les ofreció vino.

—¿Has estado en el mercado? —dijo Sleet.

—He estado y he terminado —dijo Shanamir—. Un buen precio.

—¿Y ahora? —preguntó Carabella.

—Estaré unos días en las fiestas —dijo el muchacho—. Y volveré a casa, a Falkynkip, supongo. La idea pareció abatirle.

—¿Y tú? —dijo Carabella, mirando a Valentine—. ¿Has hecho algún plan?

—Gozar de la fiesta.

—¿Y luego?

—Cualquier cosa que parezca apropiada.

Habían terminado el vino. Sleet hizo un brusco gesto y apareció una segunda botella, que fue generosamente repartida. Valentine notó que la lengua le picaba a causa del calor del alcohol, y que su cabeza estaba aligerándose.

—Entonces —dijo Carabella—, ¿te gustaría ser malabarista y entrar en nuestra compañía?

La pregunta sorprendió a Valentine.

—¡No tengo talento!

—Tienes talento de sobra —dijo Sleet—. Lo que te falta es entrenamiento. Nosotros, Carabella y yo, podemos ocuparnos de eso. Aprenderás rápidamente el oficio. Lo juro.

—Viajaría con vosotros, llevaría la vida de un actor errante e iría de ciudad en ciudad, ¿no es así?

—Exacto.

Valentine miró a Shanamir. Los ojos del zagal brillaban ante la perspectiva. Valentine casi sintió la presión de la envidia, de la excitación del muchacho.

—¿Pero a qué viene esto? —preguntó Valentine—. ¿Por qué invitáis a un extraño, a un novato, a un ignorante como yo a que sea uno de vosotros?

Carabella hizo un gesto a Sleet, que se apresuró a levantarse de la mesa.

—Zalzan Kavol lo explicará —dijo Carabella—. Es por necesidad, no por capricho. Estamos escasos de personal, Valentine, y te necesitamos. —Y agregó—: Además, ¿tienes otra cosa que hacer? Estás desorientado en esta ciudad. Te ofrecemos compañía, así como un medio de vida.

Un instante después Sleet volvió con el gigantón skandar. Zalzan Kavol era una figura pavorosa, enorme, imponente. Se sentó a la mesa con ciertas dificultades, y la silla crujió de un modo alarmante bajo su mole. Los skandars procedían de cierto mundo helado y barrido por el viento, muy distante, y aunque hacía miles de años que se habían establecido en Majipur, dedicados a duras profesiones que exigían mucha fuerza o anormal rapidez visual, siempre parecían estar enojados y a disgusto en el cálido clima del planeta. Tal vez es solamente uno de sus rasgos faciales naturales, pensó Valentine, pero Zalzan Kavol y otros de su raza constituyen una tribu increíblemente sombría.

El skandar se sirvió una viscosa bebida con sus dos brazos interiores y extendió el par exterior sobre la mesa como si estuviera tomando posesión de ella.

—Esta mañana he visto como lanzabas los cuchillos con Sleet y Carabella —dijo con una voz áspera y retumbante—. Podrías servir.

—¿Para qué?

—Necesito otro malabarista humano, y deprisa. ¿Sabes cuál es el último decreto de la nueva Corona en cuanto a artistas públicos?

Valentine sonrió y se encogió de hombros.

—Es una tontería, una estupidez —dijo Zalzan Kavol—, pero el rey es joven y creo que le gusta meterse en líos. Ha ordenado por decreto que en todas las compañías artísticas compuestas por más de tres individuos debe haber una tercera parte de ciudadanos de Majipur de raza humana. El decreto es efectivo a partir de este mes.

—Un decreto como éste —dijo Carabella— no sirve más que para enfrentar una raza contra otra, en un mundo donde tantas razas han vivido en paz durante miles de años.

Zalzan Kavol presentaba un aspecto amenazador.

—No obstante, el decreto existe. Cierto chacal del Castillo debe haber explicado a este lord Valentine que las otras razas son cada vez más numerosas, que los humanos de Majipur pasan hambre mientras nosotros trabajamos. Una tontería, y peligrosa. Ordinariamente nadie prestaría atención a un decreto así, pero estamos en la fiesta de la Corona, y si queremos obtener permiso para actuar debemos respetar las leyes, aunque sean necias. Mis hermanos y yo llevamos años ganándonos la subsistencia como malabaristas y con eso no hemos hecho daño alguno a los humanos, pero ahora debemos obedecer. Encontré a Sleet y Carabella en Pidruid, y estoy enseñándoles los ejercicios. Hoy es Día Segundo. De aquí a cuatro días actuaremos en el desfile de la Corona, y necesito otro humano. ¿Quieres ser nuestro aprendiz, Valentine?

—¿Cómo voy a aprender malabarismo en cuatro días?

—Serás simplemente un aprendiz —dijo el skandar—. Idearemos algún número de malabarismo para que lo hagas en el gran desfile, algo que no sea una deshonra ni para ti ni para nosotros. La ley, tal como yo la interpreto, no exige que todos los miembros de la compañía tengan idénticas responsabilidades o igual destreza. Pero tres han de ser humanos.

—¿Y después de las fiestas?

—Irás con nosotros de ciudad en ciudad.

—No sabes nada de mí, ¿y me invitas a que comparta vuestra vida?

—No sé nada de ti y no quiero saber nada de ti. Necesito un malabarista de tu raza. Te pagaré pensión y comida en cualquier lugar que estemos, y además diez coronas semanales. ¿Sí?

Los ojos de Carabella tenían un curioso fulgor, como si estuviera diciendo, Pide el doble y lo obtendrás, Valentine. Pero el dinero carecía de importancia. Tendría suficiente para comer, y un lugar para dormir, y estaría con Carabella y Sleet, dos de los tres seres humanos que conocía en Pidruid y, comprendió con cierta confusión, en todo el mundo. Porque en su mente había un vacío en el lugar que debía ocupar el pasado. Tenía confusas nociones de padres, primos y hermanas, de una infancia pasada en cierta zona de Zimroel oriental, de haber estudiado y viajado, pero ninguna le parecía real, ninguna poseía densidad, textura o substancia. Y también había un vacío en lugar de futuro. Esos malabaristas le prometían llenarlo. Sin embargo…

—Con una condición —dijo Valentine. Zalzan Kavol no ocultó su disgusto.

—¿Qué condición?

Valentine señaló con la cabeza a Shanamir.

—Creo que este chico está harto de criar monturas en Falkynkip, y quizá desea viajar más. Te pido que le ofrezcas también trabajo en tu compañía…

—¡Valentine! —gritó el zagal.

—…como criado, para atender animales, hasta como malabarista si tiene talento —prosiguió Valentine—, y que lo aceptes junto conmigo en caso de que desee acompañarnos. ¿Lo harás?

Zalzan Kavol guardó silencio unos instantes, como si calculara, y de alguna parte de su peluda figura fue brotando un gruñido apenas audible. Finalmente contestó:

—¿Te interesa venir con nosotros, chico?

—¿Me interesa? Me interesa.

—Temía algo así —dijo el skandar, malhumorado—. De acuerdo. Os contrato a los dos por trece coronas semanales, comida y cama. ¿Trato hecho?

—Trato hecho— dijo Valentine.

—¡Trato hecho! —gritó Shanamir.

Zalzan Kavol apuró el poco vino que quedaba.

—Sleet, Carabella, salid al patio con este novato y empezad a convertirlo en un malabarista. Tú acompáñame, chico. Quiero que eches un vistazo a nuestras monturas.

6

Salieron al patio. Carabella corrió hacia los dormitorios para recoger equipo. Viéndola correr, Valentine se deleitó con los graciosos movimientos de la mujer, mientras imaginaba la acción de los elásticos músculos bajo las prendas de vestir. Sleet arrancó bayas blancoazuladas de una de las capas del patio y se las metió en la boca.

—¿Qué son? —preguntó Valentine. Sleet le lanzó una baya.

—Zokas. En Narabal, donde yo nací, un zoko brota por la mañana y es tan alto como una casa a media tarde. El suelo rebosa de vida en Narabal, naturalmente, y siempre llueve al alba. ¿Otra?

—Sí, gracias.

Sleet arrancó otra zoka con un rápido y diestro movimiento de muñeca. El más sutil de los gestos, pero efectivo. Sleet era un hombre frugal, ligero como un pájaro, sin un gramo de grasa, de gestos precisos y voz seca y controlada.

—Mastica las semillas —aconsejó a Valentine—. Estimulan la virilidad. —Emitió una risita.

Regresó Carabella con muchas bolas de goma multicolor con las que hizo malabares animadamente mientras cruzaba el patio. Al llegar cerca de los dos hombres, lanzó una pelota Valentine y tres a Sleet, sin dejar de andar. Ella conservó otras tres bolas.

—¿No hay cuchillos? —preguntó Valentine.

—Los cuchillos son objetos vistosos. Hoy vamos a ocuparnos de los fundamentos —dijo Sleet— Hoy vamos a ocuparnos de la filosofía del arte. Los cuchillos serían una distracción.

—¿Filosofía?

—¿Crees que el malabarismo es un simple truco? —preguntó el hombrecillo, como si estuviera herido—. ¿Un pasatiempo para mirones? ¿Un medio para ganar un par de coronas en un carnaval provincial? Malabarismo es todas estas cosas, sí, pero en primer lugar es una forma de vida, amigo, un credo, una especie de culto.

—Y un tipo de poesía —dijo Carabella. Sleet asintió.

—Exacto, también es eso. Y una matemática. Enseña tranquilidad, control, equilibrio, sentido de la colocación de las cosas y de la estructura fundamental del movimiento. El malabarismo tiene algo de música. Por encima de todo está la disciplina. ¿Te parezco pretencioso?

—Sleet pretende parecer pretencioso —dijo Carabella. Había malicia en sus ojos—. Pero todo lo que dice es cierto. ¿Estás preparado para empezar?

Valentine contestó afirmativamente.

—Tranquilízate —dijo Sleet—. Limpia tu mente de innecesarios pensamientos y cálculos. Viaja hasta el centro de tu ser y mantente ahí.

Valentine dejó que sus pies descansaran en el suelo, aspiró profundamente tres veces, relajó sus hombros para no percibir los brazos que colgaban, y aguardó.

—Creo —dijo Carabella— que este hombre casi siempre vive en el centro de su ser. O que no tiene centro y por eso nunca puede estar lejos de él.

—¿Estás listo? —preguntó Sleet.

—Listo.

—Vamos a enseñarte conceptos básicos, detalle por detalle. Malabarismo es una sucesión de movimientos ligeros, discretos, hechos con rapidez, que da la apariencia de constante flujo y simultaneidad. La simultaneidad es una ilusión, amigo, cuando haces malabares y cuando no los haces. Todos los hechos suceden uno detrás de otro. —Sleet sonrió fríamente—. Cierra los ojos, Valentine. Orientarse en el espacio y en el tiempo es esencial. Piensa en dónde estás, y en cuál es tu posición respecto del mundo.

Valentine imaginó Majipur, una extraordinaria esfera suspendida en el universo, la mitad, o quizá más, rodeada por el Gran Océano. Se vio arraigado al borde de Zimroel con el mar detrás y un continente desplegado ante él. Vio el Mar Interior interrumpido por la Isla del Sueño, y Alhanroel más allá, ascendiendo desde su lado inferior hasta la abultada mole del Monte del Castillo. Y sobre la cabeza, el sol amarillo teñido de verde y bronce lanzaba abrasadores rayos hacia el polvoriento Suvrael y los trópicos, y daba calor a todas las cosas. Vio las lunas, en algún lugar al otro lado del mundo, y más lejos las estrellas y otros planetas, los planetas de donde llegaron los skandars, los yorts, los liis y los demás, incluso el planeta del que había emigrado su raza, la vieja Tierra, hacía catorce mil años, un diminuto mundo azulado, absurdamente minúsculo si se comparaba con Majipur, muy distante, casi olvidado en cierto rincón del Universo. Valentine viajó por las estrellas para volver a este mundo, a este continente, a esta ciudad, a esta posada, a este patio, al trocito de suelo húmedo y blando en que estaban hundidas sus botas, y comunicó a Sleet que estaba preparado.

Sleet y Carabella tenían los brazos en reposo, rectos, con los codos a la altura de los costados. De repente levantaron los brazos hasta dejarlos en posición horizontal, con las manos ahuecadas y extendidas. Llevaban una pelota en la mano derecha. Valentine los imitó.

—Imagina que en tus manos descansa una bandeja de piedras preciosas. Si mueves los hombros o los codos, o si subes o bajas las manos, las gemas caerán. ¿Entiendes? El secreto del malabarismo consiste en mover el cuerpo tan poco como sea posible. Las cosas se mueven, tú las controlas, tú permaneces inmóvil.

La pelota que sostenía Sleet viajó repentinamente de su mano derecha a la izquierda, pese a que no había habido un solo amago de movimiento en su cuerpo. La pelota de Carabella hizo lo mismo. Valentine se dispuso a imitarlos, lanzó la bola de una mano a otra, consciente de esfuerzo y movimiento.

—Usas demasiado la muñeca y el codo —dijo Carabella—. Deja que tu palma se abra de repente. Que los dedos se extiendan. Estás soltando a un pájaro atrapado… ¡así! La mano se abre, el pájaro levanta el vuelo.

—¿Sin mover la muñeca? —preguntó Valentine.

—Muy poco, y procura que no se vea. El impulso procede de la palma de tu mano. Así.

Valentine lo intentó. Un ligerísimo movimiento del antebrazo, un rapidísimo impulso con la muñeca. La propulsión surgía del centro de la mano y del centro de su ser. La pelota voló hasta la ahuecada mano izquierda de Valentine.

—Bien —dijo Sleet—. Otra vez.

Otra vez. Otra vez. Durante quince minutos los malabaristas pasaron sus respectivas bolas de una mano a otra. Sleet y Carabella ordenaron a Valentine que lanzara la pelota para que formara un arco bien definido e invariable delante de su cara, sin apartarla del plano que contenía al arco. Y no le consintieron que levantara o moviera los brazos para coger la bola; las manos aguardaban, la bola viajaba. Al cabo de un rato hizo el ejercicio de un modo mecánico. Shanamir salió de los establos y contempló, divertido, los obstinados lanzamientos. Después se marchó. Valentine no se detuvo, su acción, el rígido lanzamiento de una sola pelota, poco parecido tenía con el malabarismo, pero era el problema del momento y Valentine se entregó por completo al ejercicio.

Finalmente observó que Sleet y Carabella habían dejado de practicar, que él era el único que lo hacía, igual que una máquina.

—Atención —dijo Sleet, y le lanzó una zoka recién cogida de la cepa.

Valentine atrapó la fruta sin dejar de lanzar la bola y la retuvo en la mano, creyendo que iban a pedirle que hiciera malabares con ella. Pero no, Sleet indicó por gestos que podía comer la zoka. Era su recompensa, su incentivo.

Carabella colocó la pelota en la mano izquierda de Valentine, y otra más junto a la que llevaba en la mano derecha.

—Tus manos son grandes —dijo ella—. Esto te será fácil. Obsérvame, y después haz lo que yo hago.

Carabella lanzó una bola de una mano a otra, varias veces, cogiéndola con la cesta de cuatro puntas que formaba con tres dedos y la pelota que tenía en el centro de ambas manos. Valentine la imitó. Coger la bola con la mano llena era más difícil que con la mano vacía, pero no mucho más, y pronto logró hacerlo de un modo impecable.

—Ahora —dijo Sleet— llegamos al principio del arte. Hacemos un intercambio… así.

Una bola describió un arco de la mano derecha a la mano izquierda de Sleet, pasando a la altura de su cara. Mientras la pelota estaba en el aire, Sleet hizo sitio para ella en su mano izquierda desprendiéndose de la bola que aguardaba en esta mano. La lanzó hacia arriba y hacia la derecha, por debajo de la bola que llegaba, y la recogió con la mano diestra. La maniobra parecía muy sencilla, un rápido lanzamiento recíproco, pero cuando Valentine lo intentó… las bolas chocaron y botaron repetidas veces en el suelo. Carabella, sonriente, se las devolvió. Valentine hizo un nuevo intento con idéntico resultado, y la joven le enseñó a lanzar la primera pelota de forma que descendiera sobre la parte más alejada de su mano izquierda, mientras la otra pelota recorría su trayectoria después de lanzarla hacia la derecha. Valentine precisó varios intentos para comprenderlo, e incluso después falló algunas veces en el momento de coger la bola, pues sus ojos miraban en varias direcciones casi al mismo tiempo. Mientras tanto, Sleet, igual que una máquina, iba completando los intercambios, uno detrás de otro. Carabella ejercitó a Valentine en el doble lanzamiento durante un tiempo que pareció ser de varias horas, y quizá lo fue. Valentine, se aburrió al principio, en cuanto logró dominar el ejercicio, y después pasó del aburrimiento a un estado de extremada armonía, al darse cuenta de que podía estar así durante un mes sin cansarse o dejar caer una bola.

Y de pronto vio que Sleet estaba haciendo malabares con tres bolas a la vez.

—Adelante —instó Carabella—. Solamente parece imposible.

Valentine efectuó el cambio de ejercicio con una facilidad que le sorprendió, y que también sorprendió a Sleet y Carabella, puesto que la mujer aplaudió y el hombre, sin romper el ritmo, emitió un gruñido de aprobación. Valentine lanzó la tercera bola de un modo intuitivo, mientras la segunda avanzaba hacia su mano derecha. Cogió la segunda, volvió a lanzarla, y prosiguió mecánicamente: lanzamiento, lanzamiento, lanzamiento y recogida, lanzamiento y recogida, lanzamiento… siempre con una bola describiendo un arco ascendente, otra bajando hacia la mano que aguardaba y otra esperando ser lanzada. Siguió así hasta completar tres, cuatro, cinco intercambios, y entonces comprendió la dificultad de lo que estaba haciendo y perdió el ritmo. Las tres pelotas rodaron por el patio después del choque.

—Tienes talento —murmuró Sleet—. Un talento definido.

Valentine estaba turbado por el choque de las bolas, pero el hecho de que se le hubieran caído no parecía tener tanta importancia, ni mucho menos, como haber logrado hacer malabares con las tres al primer intento. Recogió las pelotas y empezó otra vez, con Sleet delante y continuando la serie de lanzamientos que no había interrumpido un solo instante. Imitando la postura y el ritmo de Sleet, Valentine inició el ejercicio. En el primer intento cayeron dos bolas. Enrojeció y murmuró disculpas, volvió a empezar, y esta vez no paró. Cinco, seis, siete… diez intercambios, y perdió la cuenta, porque ya no se trataba de intercambios sino de un proceso inconsútil, infinito e interminable. Su conciencia parecía estar dividida: una parte efectuaba recogidas y lanzamientos precisos y exactos, la otra vigilaba las bolas que flotaban y descendían y efectuaba rápidos cálculos de velocidad, ángulo y ritmo. La parte analítica de su mente enviaba datos instantánea y constantemente a la parte de su mente que dirigía los lanzamientos y recogidas. El tiempo parecía estar dividido en infinidad de roces y sin embargo, de un modo paradójico, Valentine no tenía sensación de secuencia: las tres bolas estaban fijas en sus lugares, una siempre en el aire, dos en las manos. El hecho de que constantemente hubiera una bola distinta en una de esas posiciones carecía de trascendencia. Cada bola era la totalidad. El tiempo se había detenido. Él no se movía, no lanzaba, no recogía: sólo observaba el flujo, y el flujo se había inmovilizado más allá del tiempo y del espacio. Valentine comprendió el misterio del arte. Había entrado en el infinito. Al escindir su conciencia, la había unificado. Había viajado hasta la naturaleza interna del movimiento, había aprendido que el movimiento era ilusión y que sucesión es un error de percepción. Sus manos actuaban en el presente, sus ojos escudriñaron el futuro, y a pesar de ello sólo existía ese instante de ahora.

Y mientras su alma emprendía viaje hacia las cumbres del regocijo, Valentine percibió, con una insignificante fluctuación de su conciencia, por lo demás trascendida, que ya no estaba enraizado en el patio, sino que había empezado a caminar, mágicamente atraído por las orbitantes bolas, que flotaban y se alejaban imperceptiblemente de él. Las bolas retrocedían siguiendo el ritmo de los lanzamientos… y Valentine volvió a percibir la escena como una sucesión, no como un infinito continuo inconsútil… y tuvo que moverse cada vez más deprisa para avanzar al mismo ritmo que las bolas, hasta que casi tuvo que echar a correr. Avanzó con paso vacilante, describiendo eses en el patio mientras Sleet y Carabella se esforzaban en evitarlo, y finalmente las bolas quedaron fuera de su alcance, incluso más allá de su desesperada embestida final. Las pelotas rebotaron en el suelo y se alejaron en tres direcciones distintas.

Valentine cayó de rodillas, jadeante. Oyó la risa de sus instructores y los imitó.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó por fin—. Todo me salía bien… y entonces… y entonces…

—Pequeños errores que se acumulaban —le explicó Carabella—. Te dejas llevar por la maravilla del espectáculo. Lanzas una bola ligeramente alejada del plano correcto y estiras el brazo para cogerla. El estirón te obliga a hacer el próximo lanzamiento nuevamente fuera del plano correcto. Y así sucesivamente hasta que todo se aleja de ti y lo persigues. Al final, la persecución es imposible. Es algo que sucede a todo el mundo cuando empieza. No le des importancia.

—Coge las pelotas —dijo Sleet—. Dentro de cuatro días harás malabares ante la Corona.

7

Valentine practicó durante varias horas. No consiguió pasar de la cascada de tres bolas, pero repitió el ejercicio hasta penetrar en el infinito más de diez veces. Pasó tan a menudo del aburrimiento al éxtasis y del éxtasis al aburrimiento que el mismo hastío se convirtió en embeleso. Su ropa acabó empapada de sudor, pegada a su cuerpo igual que una toalla mojada y caliente. Incluso siguió lanzando las bolas cuando se inició uno de los breves y suaves chubascos de Pidruid. La lluvia cesó y dio paso a un sobrenatural brillo crepuscular, el sol de primeras horas de la tarde cubierto por la neblina. Valentine siguió practicando. Una fuerza loca le dominaba. Apenas reparó en las figuras que recorrían el patio. Sleet, Carabella, los diversos skandars, Shanamir, extraños… todos iban y venían, pero Valentine no les prestó atención. Él era un vaso vacío en donde habían vertido ese arte, ese misterio, y no se atrevía a pararse por temor a perder el arte y quedar de nuevo seco y vacuo. Entonces alguien se acercó y de pronto Valentine se encontró con las manos vacías. Se dio cuenta de que Sleet había interceptado las pelotas, una por una, mientras describían un arco a la altura de su nariz. Durante unos instantes las manos de Valentine continuaron moviéndose con persistente ritmo. Sus ojos enfocaban únicamente el plano en que había estado lanzando las bolas.

—Bebe esto —dijo amablemente Carabella, y le puso un vaso en los labios.

Vino de palmera flamígera. Valentine lo bebió como si fuera agua. Carabella le ofreció otro vaso.

—Tienes un talento milagroso —le dijo—. No simplemente coordinación, sino también concentración. Nos has asustado un poco, Valentine, cuando vimos que no podías pararte.

—Yo opino que está empapado de sudor y necesita ropa limpia —retumbó la voz del skandar. Entregó varias monedas a Sleet—. Ve al bazar, compra algo que le vaya bien antes de que cierren las tiendas. Carabella, acompáñalo al limpiador. Cenaremos dentro de media hora.

—Ven conmigo —dijo Carabella.

La joven guió a Valentine, todavía atontado, hasta el fondo del patio. Pasaron junto a los dormitorios y siguieron andando. Habían armado un tosco limpiador al aire libre en la pared del edificio.

—¡Ese animal! —dijo Carabella, enfadada—. Podría haberte dicho una palabra de elogio. Pero supongo que no está acostumbrado a elogiar. Ha quedado impresionado, eso sí.

—¿Zalzan Kavol?

—Impresionado… sí, asombrado. ¿Pero cómo iba a elogiar a un humano? ¡Sólo tiene dos brazos! Bueno, no está acostumbrado a elogiar. Vamos. Quítate eso.

Carabella se desnudó rápidamente, y Valentine hizo lo mismo, echando al suelo su empapada ropa. Vio la desnudez de la mujer bajo la brillante luz de la luna y se deleitó. El cuerpo de Carabella era cenceño y flexible, casi juvenil de no haber sido por los menudos y redondeados pechos y el brusco ensanchamiento de las caderas bajo la estrecha cintura. Sus músculos aparecían inmediatamente bajo la piel y estaban bien desarrollados. Llevaba tatuada una flor verde y roja en la cresta de una lisa nalga.

Se metieron bajo el limpiador y permanecieron bastante juntos mientras las vibraciones les liberaban de sudor y mugre. Luego, todavía desnudos, volvieron a los dormitorios, donde Carabella sacó unos pantalones limpios de tejido grisáceo y blando para ella misma, y también un chaquetón. Por entonces Sleet había regresado del bazar con ropa nueva para Valentine: un jubón verde oscuro con borde escarlata, ajustados pantalones rojos y una liviana capa de color azul casi negro. Era una ropa mucho más elegante que la que se había quitado. En cuanto se la puso, Valentine se sintió como una persona ascendida de categoría, y caminó con consciente arrogancia cuando acompañó a la cocina a Sleet y Carabella.

Había estofado para cenar (una carne anónima como base, y Valentine no se atrevió a preguntar), con copiosas dosis de vino de palmera flamígera como acompañamiento. Los seis skandars ocuparon un extremo de la mesa, los cuatro humanos el otro, y hubo poca conversación. Tras acabar la carne, Zalzan Kavol y sus hermanos se levantaron sin decir nada y salieron de la cocina.

—¿Les hemos ofendido? —preguntó Valentine.

—Es su educación normal —dijo Carabella.

El yort que había conversado con Valentine durante el desayuno, Vinorkis, cruzó la habitación y se detuvo junto a Valentine. Vinorkis le contempló con la típica mirada de sus ojos de pez; evidentemente, era un hábito. Valentine sonrió tímidamente.

—Esta tarde le he visto hacer malabarismo en el patio —dijo Vinorkis—. Lo hace muy bien.

—Gracias.

—¿Un pasatiempo?

—En realidad, no lo había hecho nunca. Pero tal parece que los skandars me han contratado para su compañía. El yort estaba impresionado.

—¿En serio? ¿E irá de gira con ellos?

—Así parece.

—¿Adónde?

—No tengo la menor idea —dijo Valentine—. Es posible que ni siquiera esté aún decidido. Vayan donde vayan, será un buen sitio para mí.

—Ah, flotar por ahí libremente, qué vida —dijo Vinorkis—. También yo pretendo probarla. Sus skandars podrían contratarme.

—¿Sabe malabarismo?

—Sé llevar las cuentas. Hago malabares con cifras. —Vinorkis se rió vehementemente y dio una cordial palma en la espalda de Valentine—. ¡Hago malabares con cifras! ¿Le ha gustado eso? ¡Bien, buenas noches!

—¿Quién era ese? —preguntó Carabella en cuanto se fue el yort.

—Lo conocí esta mañana en el desayuno. Un comerciante local, creo.

—No me gusta. —Carabella hizo una mueca—. Pero es muy fácil sentir disgusto por los yorts. ¡Son seres horribles!—Se levantó graciosamente, y se estiró—. ¿Nos vamos?

Valentine volvió a dormir profundamente esa noche. Habría sido lógico que soñara en malabarismo, tras los acontecimientos de la tarde, pero en vez de eso se encontró una vez más en la llanura purpúrea. Una inquietante señal, porque los habitantes de Majipur sabían desde la niñez que los sueños de apariencia repetitiva tienen un significado adicional, probablemente siniestro. La Dama raramente enviaba sueños repetitivos, pero el Rey era aficionado a esa práctica. El sueño fue de nuevo un fragmento. Rostros burlones revoloteaban en el cielo. Remolinos de purpúrea arena se agitaban a lo largo del camino, como si bajo ellos estuvieran moviéndose criaturas de laboriosas garras y nerviosos palpos. Brotaban púas del suelo. Los árboles tenían ojos. Todo reflejaba amenaza, fealdad, malos presagios. Pero el sueño carecía de personajes e incidentes. Sólo comunicaba siniestros augurios.

El mundo de los sueños dio paso al mundo del alba. En esta ocasión Valentine fue el primero en despertar, cuando las primeras franjas de luz entraron en la habitación. A su lado, Shanamir dormitaba arrobadamente. Sleet yacía retorcido como una serpiente al otro lado del pasillo, y cerca de él estaba Carabella, tranquila, sonriente mientras soñaba. Era obvio que los skandars dormían en otra parte; los únicos extraterrestres de la habitación eran un par de pesados yorts y un trío de raza vroon enmarañado en una malla de extremidades que no admitía comprensión. Valentine cogió tres bolas del baúl de Carabella y salió al patio en el neblinoso amanecer para perfeccionar su floreciente habilidad.

Sleet, que salió una hora más tarde, encontró a Valentine en pleno ejercicio y aplaudió.

—Tienes pasión, amigo mío. Practicas como un malabarista poseso. Pero no te canses tan pronto. Hoy tenemos cosas complicadas que enseñarte.

La lección de la mañana estaba relacionada con variaciones de la posición básica. Valentine ya había aprendido el truco de lanzar tres bolas de forma que una estuviera siempre en el aire. Y había dominado el ejercicio, era indudable, logrando en una tarde un control tal de la técnica que la misma Carabella, de acuerdo con sus explicaciones, había tardado muchos días en obtener. El siguiente paso fue obligar a Valentine a moverse, a caminar, a correr y doblar esquinas, incluso a brincar, siempre con la cascada de tres bolas en acción. Valentine hizo el ejercicio mientras subía y bajaba un tramo de escaleras, acuclillado, apoyado en una sola pierna igual que las solemnes aves gihorna de los pantanos de Zimr. Hizo malabares arrodillado. En ese momento ya estaba absolutamente seguro de la armonía de vista y manos, y de que el resto de su cuerpo hiciera lo que hiciera, no tenía influencia en el ejercicio.

Por la tarde Sleet le instruyó en nuevas complejidades: lanzar la bola desde detrás de la espalda a media bolea, lanzarla por debajo de una pierna, hacer malabares con los brazos cruzados. Carabella le enseñó a tirar una pelota contra la pared y reincorporarla limpiamente al flujo de las que ya tenía en las manos, y a tirar una bola de una mano a otra golpeándola con el dorso de la mano en lugar de lanzarla y recogerla. Valentine aprendió rápidamente estos ejercicios. Carabella y Sleet dejaron de alabarle por la celeridad de su maestría (colmarle de elogios constantemente era un gesto paternal) pero Valentine observó pese a todo las rápidas miradas de asombro que cruzaban con frecuencia sus amigos, y eso le satisfacía.

Los skandars practicaron en otra parte del patio. Ensayaron la actuación que debían ofrecer en el desfile, un milagroso ejercicio en el que intervenían cuchillos, hoces y llameantes antorchas. Valentine les dedicó fugaces miradas y se maravilló de los logros de aquellos seres de cuatro brazos. Pero fundamentalmente se concentró en su práctica.

Así pasó el Día Marino. El Día Cuarto Carabella y Sleet empezaron a enseñarle a hacer malabares con mazas en lugar de bolas. Era un reto, pues si bien los principios eran los mismos en esencia, las mazas tenían mayor tamaño y resultaban más incómodas, y Valentine tenía que lanzarlas a mayor altura si quería tener tiempo para efectuar las recogidas. Comenzó con una maza, lanzándola de una mano a otra. Así se sostiene, le dijo Carabella, así se lanza, así se coge. Valentine hizo lo que ella le decía, y aunque de vez en cuando se torció el pulgar, no tardó en aprender.

—Y ahora —le dijo Carabella— pon dos bolas en tu mano izquierda y la maza en la derecha.

Y Valentine lanzó al aire los tres objetos, confundido al principio por las diferencias de peso y rotación, pero pronto se acostumbró. Después empezó con dos mazas en la mano derecha y una pelota en la izquierda, y a últimas horas de la tarde del Día Cuarto practicó con tres mazas, con las muñecas doloridas y los ojos tensos a causa del esfuerzo. Pero prosiguió de todos modos, mal dispuesto a detenerse, casi incapaz de parar.

—¿Cuándo me enseñaréis a lanzar las mazas con otro malabarista?— preguntó esa tarde. Carabella sonrió.

—Otro día. Después del desfile, cuando viajemos hacia el este y recorramos los pueblos.

—Podría hacerlo ahora —dijo Valentine.

—No a tiempo para el desfile. Has hecho prodigios, pero hay un límite para lo que puedes aprender en tres días. Si tuviéramos que hacer malabares con un novato nos veríamos obligados a bajar a su nivel, y la Corona no gozaría mucho de esa forma.

Valentine admitió la justicia de esas palabras. Sin embargo, ansiaba que llegara el momento de poder tomar parte en la actuación combinada de los malabaristas, y pasar mazas, cuchillos o antorchas siendo miembro de una sola entidad de muchas almas coordinadas perfectamente.

Llovió durante la noche del Día Cuarto, con anormal violencia en el verano de la subtropical Pidruid, en una estación en que rápidos chubascos eran la norma. Y por la mañana del Día Quinto el patio estaba mojado como una esponja y muy resbaladizo. Pero el cielo se hallaba despejado y el sol era brillante y fuerte.

Shanamir, que había vagado por la ciudad durante los días del aprendizaje de Valentine, dijo que los preparativos del gran desfile estaban muy adelantados.

—Hay cintas, gallardetes y banderas por todas partes —explicó, a prudente distancia de Valentine mientras éste efectuaba un calentamiento matutino con tres mazas—. Y la bandera del estallido estelar… han cubierto la ruta con esa bandera, desde la Puerta de Falkynkip hasta la puerta del Dragón, y desde el Dragón hasta la misma orilla del mar. Eso me han dicho, kilómetros y kilómetros de adornos, hasta tejido de oro, y pintura verde en la calzada. Dicen que el costo se eleva a miles de reales.

—¿Quién paga? —preguntó Valentine.

—Hombre, pues el pueblo de Pidruid —dijo Shanamir, sorprendido—. ¿Quién iba a ser? ¿Los de Ni-moya? ¿Los de Velathys?

—Yo opino que la misma Corona debería pagar su fiesta.

—¿Y de dónde saldría ese dinero? ¡Sólo de los impuestos del mundo entero! ¿Por qué las ciudades de Alhanroel deben pagar las fiestas de Zimroel? Además, es un honor recibir a la Corona. Pidruid paga gustosamente. Dime una cosa: ¿cómo te las arreglas para lanzar una maza y coger otra al mismo tiempo y con la misma mano, Valentine?

—El lanzamiento ocurre antes, amigo mío. Sólo un poco antes. Observa con atención.

—Estoy observando, pero no lo comprendo.

—Cuando tengamos tiempo, después del desfile, te explicaré la mecánica.

—¿Adónde iremos después?

—No lo sé. Hacia el este, me dijo Carabella. Iremos a cualquier parte donde haya una feria, un carnaval o una fiesta. A cualquier sitio en que contraten malabaristas.

—¿También yo seré malabarista, Valentine?

—Si lo deseas. Creía que deseabas embarcarte.

—Sólo quiero viajar —dijo Shanamir—. No ha de ser por mar. Lo importante es no tener que volver a Falkynkip. Dieciocho horas diarias en los establos, limpiando a las monturas… ¡Oh, no, eso no es para mí, ya no! ¿Sabes una cosa? La noche que salí de casa soñé que había aprendido a volar. Fue un sueño de la Dama, Valentine. Lo supe inmediatamente, y el vuelo significaba que yo iría donde ansiara ir. Cuando dijiste a Zalzan Kavol que debía contratarme para poder contar con tus servicios, me eché a temblar. Pensé que yo iba a… a… me sentí completamente… —Se controló—. Valentine, quiero ser un malabarista tan bueno como tú.

—No soy muy bueno. Simplemente un aprendiz. —Pero Valentine, cada vez más intrépido, hizo un alarde con las tres mazas, las lanzó de forma que describieran arcos menos pronunciados, con más rapidez.

—Es increíble que empezaras a aprender el Día Segundo.

—Sleet y Carabella son buenos maestros.

—De todas maneras, nunca he visto una persona que aprenda algo con tanta rapidez —dijo Shanamir—. Debes tener una mente extraordinaria. Apuesto a que eras una persona importante antes de convertirte en vagabundo, sí. Pareces tan alegre, tan… sencillo, y por otra parte… y por otra parte…

—Profundidades ocultas —dijo afablemente Valentine, mientras intentaba arrojar la maza desde detrás… El objeto le produjo un doloroso golpe en el codo izquierdo. Las tres mazas cayeron al húmedo suelo y levantaron salpicaduras. Valentine se sobresaltó y se frotó el codo—. Un malabarista experto. ¿Has visto? ¡Aprender a golpearte el codo de esta forma suele costar semanas de entrenamiento!

—Lo has hecho para cambiar de tema —dijo Shanamir, y no precisamente en tono de broma.

8

La mañana del Día Estelar, el día del desfile, el día de la Corona, el primer día de la gran fiesta de Pidruid, Valentine yacía encogido mientras dormía y tenía un reposado sueño, lujuriantes colinas y límpidos estanques salpicados de anémonas azules y amarillas. En ese momento unos dedos punzaron sus costillas y le despertaron. Se incorporó, parpadeando y murmurando. Oscuridad: faltaba mucho para el alba. Carabella estaba agachada junto a él: Valentine percibió la felina gracia de la mujer, oyó su suave risa, captó la cremosa fragancia de su piel.

—¿Por qué tan temprano? —preguntó.

—Para tener un buen sitio cuando la Corona pase. ¡Apresúrate! Todos se han levantado ya.

Se levantó, tambaleándose. Tenía las muñecas un poco doloridas a causa de los ejercicios con las mazas, y extendió los brazos. Agitó las manos, las dejó caer fláccidamente. Carabella sonrió, le cogió las manos y le miró.

—Hoy harás unos malabares magníficos —dijo en voz baja.

—Así lo espero.

—Es indudable, Valentine. Haces extremadamente bien cualquier cosa que te propones realizar. Tú perteneces a ese tipo de personas.

—¿Sabes qué clase de persona soy?

—Naturalmente que lo sé. Mejor que tú, sospecho. Valentine, ¿sabes qué diferencia hay entre dormir y estar despierto? Valentine frunció el ceño.

—No te comprendo.

—A veces creo que para ti es lo mismo, que estás viviendo un sueño o soñando una vida. En realidad yo no pensaba así. Era Sleet. Le fascinas y difícilmente hay algo que fascine a Sleet. Ha estado en todas partes, ha visto muchas cosas, sabe todo lo que hay que saber, y sin embargo habla constantemente de ti, intenta comprenderte, analizar el interior de tu mente.

—No pensaba que yo fuera tan interesante. Creo más bien que soy aburrido.

—Otras personas no opinan así. —Los ojos de Carabella chispeaban—. Vamos. Vístete, desayuna, prepárate para el desfile. Por la mañana veremos pasar la Corona, por la tarde actuaremos, y por la noche… por la noche…

—¿Sí? ¿Por la noche?

—¡Por la noche tendremos fiesta! —gritó Carabella. Se alejó brincando y cruzó la puerta.

Entre la nieve matutina, la compañía de malabaristas se dirigió al lugar que Zalzan Kavol había conseguido en la ruta del gran desfile. El recorrido de la Corona se iniciaba en la Plaza Dorada, donde se alojaba el príncipe. Desde ahí seguiría hacia el este por una tortuosa avenida que conducía a una de las puertas secundarias de la ciudad y a la gran carretera que utilizaron Valentine y Shanamir para entrar en Pidruid. La ruta estaba bordeada por columnas gemelas de palmeras flamígeras en flor. A continuación volvería a entrar en la ciudad por la Puerta de Falkynkip para seguir por la calle del Mar, Arco de los Sueños, Puerta del Dragón y a la zona marítima, hasta llegar a la orilla de la bahía; allí, en el principal estadio de Pidruid, se había erigido una tribuna para el príncipe. Así pues el desfile tenía una doble naturaleza: en primer lugar la Corona pasaba ante el pueblo, y después el pueblo pasaba ante la Corona. Se trataba de un acontecimiento que duraría todo el día y toda la noche, y seguramente se prolongaría hasta el amanecer del Día Solar.

Dado que estaban incluidos en el espectáculo real, era preciso que los malabaristas se situaran cerca de la zona marítima; de lo contrario no podrían cruzar la congestionada ciudad a tiempo para llegar al estadio y actuar. Zalzan Kavol había conseguido un buen sitio cerca del Arco de los Sueños, pero ello significaba que iban a pasar casi todo el día aguardando la llegada del desfile. Era irremediable. Marcharon a pie, atravesaron diagonalmente la zona a través de calles poco transitadas de ordinario y finalmente salieron al extremo inferior de la Calle del Mar. Tal como había dicho Shanamir, la ciudad aparecía profundamente engalanada, atestada de ornamentos, pancartas y banderas que colgaban de todas las casas, de todos los globos de la iluminación urbana. La misma calzada estaba recién pintada con los colores de la Corona, verde reluciente bordeado por franjas doradas.

A pesar de la temprana hora el recorrido ya estaba lleno de espectadores, y no había espacios vacíos, pero no tardó en abrirse un hueco en cuanto aparecieron los malabaristas skandars y Zalzan Kavol mostró su fajo de pases. Los habitantes de Majipur tendían, en general, a ser corteses, a adaptarse de un modo elegante. Además, pocos se habrían atrevido a discutir su prioridad frente a seis ariscos skandars.

Y luego la espera. La mañana era cálida y el calor aumentaba con rapidez. Valentine no tenía otra cosa que hacer aparte de aguardar, con la mirada fija en la vacía carretera, la negra piedra pulida del ornamentado Arco de los Sueños, con Carabella apretada a su costado izquierdo y Shanamir pegado al otro lado. El tiempo transcurrió con infinita lentitud esa mañana. Los pozos de conversación no tardaron en secarse. Hubo un momento de diversión cuando Valentine captó una sorprendente frase entre el murmullo de las filas a su espalda:

—… no comprendo todo este jaleo. No confío un pelo en él.

Valentine agudizó el oído. Dos espectadores —gayrogs, a juzgar por el movedizo tono de sus voces— estaban conversando sobre la Corona, y no de un modo muy halagador.

—…no para de emitir decretos, eso opino. Que si regular esto, que si regular lo otro… siempre metiendo los dedos en todas partes. ¡Es innecesario!

—Quiere demostrar que trabaja —dijo benignamente el otro.

—¡Es innecesario! ¡Es innecesario! Las cosas iban bastante bien con lord Voriax, y con lord Malibor antes que él, sin tantos remilgos, sin tantas leyes. Indicios de inseguridad, esa es mi opinión.

—¡Calla! No es forma de hablar, precisamente hoy.

—Si te interesa mi opinión, el muchacho aún no está seguro de que es la Corona, así que quiere asegurarse de que todos le hacemos caso. Esa es mi opinión.

—No he pedido tu opinión —fue la preocupada respuesta.

—Y otra cosa. Esos agentes imperiales por todas partes, de repente. ¿Qué está haciendo él? ¿Fundar un cuerpo de policía mundial? ¿Son espías de la Corona, lo son? ¿Para qué? ¿Qué pretenden?

—Si la Corona pretende algo, tú serás el primer detenido. ¿Quieres callar?

—No hago daño a nadie —dijo el primer gayrog—. Fíjate, llevo la bandera del estallido estelar como cualquier otra persona. ¿Soy o no soy leal? Pero no me gusta cómo van las cosas. Un ciudadano tiene derecho a preocuparse por el estado del reino, ¿no es cierto? Si las cosas no van a nuestro gusto, debemos hablar claro. Esa es nuestra tradición, ¿no? Si ahora permitimos pequeños abusos, ¡quién sabe las cosas que hará él dentro de cinco años!

Interesante, pensó Valentine. Pese a la frenética alegría y agitación, la nueva Corona no era amada y admirada universalmente. ¿Cuántos espectadores, se pregunto Valentine, estarán demostrando entusiasmo simplemente por miedo o intereses personales?

El gayrog guardó silencio. Valentine escuchó otras conversaciones, pero no oyó nada de interés. El tiempo siguió pasando lentamente. Dedicó su atención al Arco, y lo examinó hasta haber memorizado todos los rasgos, las talladas imágenes de los antiguos Poderes de Majipur, héroes del lóbrego pasado, generales de las primeras Guerras Metamorfas, coronas que precedieron incluso al legendario lord Stiamot, pontífices antiquísimos, damas que ofrecían benignas bendiciones. El Arco, según explicó Shanamir, era el objeto más antiguo que sobrevivía en Pidruid. Y también el más sagrado. Tenía nueve mil años de antigüedad, y estaba esculpido en bloques de mármol negro de Velathys que eran inmunes a los estragos del clima. Pasar bajo el Arco significaba asegurarse la protección de la Dama y un mes de provechosos sueños.

Los rumores del avance de la Corona a través de Pidruid animaron la mañana. La Corona, según se decía, había salido de la Plaza Dorada; había entrado por la Puerta de Falkynkip; se había detenido para donar dobles puñados de piezas de cinco coronas en los barrios de la ciudad habitados principalmente por vroons y yorts; había hecho un alto para consolar a un sollozante bebé; se había demorado unos instantes para rezar ante el sepulcro de su difunto hermano lord Voriax; había opinado que el calor era excesivo y había descansado varias horas al mediodía; había hecho esto, había hecho lo otro. La Corona, la Corona, ¡la Corona! Toda la atención del día se concentraba en la Corona. Valentine meditó en aquel tipo de vida, constantes recorridos de las ciudades, exhibirse en población tras población en un eterno desfile, sonrisas, saludos, echar monedas, tomar parte en un espectáculo llamativo e interminable, mostrar en un individuo la personificación del poder del gobierno, aceptar homenajes, la ruidosa excitación pública, y pese a todo arreglárselas para tomar las riendas del gobierno. ¿Había riendas que tomar? El sistema era tan antiguo que seguramente debía gobernarse por sí solo. Había un Pontífice, viejo y tradicionalmente retirado, oculto en un misterioso Laberinto en alguna parte de Alhanroel central, un hombre que emitía los decretos que gobernaban el mundo, y su heredero e hijo adoptado, la Corona, reinaba en calidad de segundo mandatario y primer ministro desde la cumbre del Monte del Castillo… excepto cuando estaba comprometido en viajes ceremoniales como el actual. ¿Qué falta hacía cualquiera de estos hombres si no era como símbolo de majestad? Majipur era un mundo pacífico, risueño y festivo, así pensaba Valentine, aunque sin duda poseía una cara oculta en alguna parte. Si no era así, ¿por qué un Rey de los Sueños había desafiado la autoridad de la bendita Dama? Estos gobernantes, esta pompa constitucional, este gasto, este tumulto… no, pensó Valentine, no tenía significado, era una reliquia de cierta época distante en que quizá todo eso fue necesario. ¿Qué cosas tenían significado en la actualidad? Vivir día a día, respirar aire puro, comer y beber, dormir profundamente. El resto era necedad.

—¡Llega la Corona! —gritó alguien.

Eso mismo se había escuchado diez veces en la última hora, y ningún monarca había aparecido. Pero en ese momento, poco después del mediodía, pareció que la Corona se acercaba realmente.

El sonido de los vítores precedía a la Corona; un rugido lejano, como el romper del mar, que se extendía igual que una onda de propagación a lo largo de la línea de marcha. Conforme aumentaba el griterío aparecieron en la carretera heraldos montados en vivaces cabalgaduras, yendo prácticamente al galope, dando ocasionales trompetazos con labios que debían estar doloridos y fatigados después de tanto tiempo. Y a continuación, sobre un vehículo flotador de animado avance, varios cientos de miembros de la guardia personal con el uniforme verde y oro del estallido estelar, un grupo meticulosamente seleccionado, hombres y mujeres, humanos y de otras razas, la crema y nata de Majipur, en posición de firme a bordo del vehículo, con aspecto que a Valentine le pareció muy digno y ligeramente absurdo.

Y la carroza de la Corona ya estaba a la vista.

También estaba montada sobre un flotador que se levantaba varios centímetros sobre el pavimento y avanzaba velozmente de un modo espectral. Profusamente adornada con destellantes tejidos y gruesos retales cosidos, de color blanco y probablemente procedentes de la piel de extrañas bestias, la carroza tenía la apropiada apariencia de majestad y suntuosidad. En ella iban varias autoridades de los ayuntamientos de Pidruid y la provincia, todas ataviadas con ropa de ceremonia, alcaldes, duques y demás. Y entre éstos, en una alzada plataforma de cierta madera lustrosa y escarlata con los brazos benevolentemente extendidos hacia los espectadores de ambos lados de la calle lord Valentine, la Corona, el segundo Poder más deslumbrante de Majipur y tal vez la más auténtica personificación de autoridad que podía hallarse en ese planeta, dado que su imperial padre adoptivo el Pontífice, se mantenía apartado y jamás sería visto por ordinarios mortales.

—¡Valentine! —El griterío aumentó—. ¡Valentine! ¡Lord Valentine!

Valentine examinó a su homónimo real con el mismo interés que había dedicado a las inscripciones del antiguo Arco de los Sueños. La Corona era un personaje importante, un hombre de altura más que superior a la media, de vigoroso aspecto con fuertes hombros y largos y robustos brazos. Su piel tenía una rica tonalidad olivácea, su cabello era negro y estaba cortado para llegar justo por debajo de las orejas, su oscura barba era un corto y rígido fleco en el mentón.

Mientras el tumulto de vítores descendía sobre él, lord Valentine se volvía graciosamente a uno y otro lado para responder a las masas, con el cuerpo inclinado ligeramente, ofreciendo al aire sus manos extendidas. La carroza flotante pasó con rapidez junto al lugar donde estaban Valentine y los malabaristas, y en ese intervalo de proximidad la Corona se volvió hacia el grupo, de tal modo que durante un electrizante momento los ojos de Valentine y lord Valentine estuvieron fijos los unos en los otros. Entre ambos pareció establecerse un contacto, una chispa saltó la distancia. La sonrisa de la Corona era brillante, sus relucientes ojos oscuros reflejaban un asombroso fulgor, la misma vestidura ceremonial parecía tener vida, poder y finalidad, y Valentine quedó paralizado, atrapado por la magia del poderío imperial. Comprendió fugazmente el respetuoso temor de Shanamir, la admiración de los espectadores al contar con la presencia de su príncipe entre ellos. Lord Valentine sólo era un hombre, cierto, necesitaba vaciar su vejiga y llenar sus tripas, dormía por la noche y se despertaba y bostezaba por la mañana como los ordinarios mortales, manchó los pañales cuando era niño y babearía y dormitaría cuando fuera viejo, y pese a ello, se movía en círculos sagrados, habitaba en el Monte del Castillo, era el hijo viviente de la Dama de la Isla del Sueño y había sido adoptado como hijo por el Pontífice Tyeveras, igual que su hermano el difunto Voriax, antes que él. La mayor parte de su vida había transcurrido cerca de las fuentes del poder, habían puesto a su cargo el gobierno del colosal planeta y las pululantes multitudes. Una existencia así cambia al individuo, lo diferencia, le confiere aura y extrañeza, pensó Valentine. Y mientras la carroza de la Corona flotaba a su lado, Valentine percibió esa aura y se sintió humillado.

La carroza pasó inmediatamente y ese instante acabó. Lord Valentine se retiraba en lontananza, todavía sonriente, todavía con los brazos extendidos, todavía inclinando la cabeza gentilmente, todavía dedicando fugaces y fulgurantes miradas a este o aquel ciudadano, pero Valentine ya no se sentía en presencia de la gracia y el poderío. No, se sentía vagamente mancillado y embaucado, y no sabía por qué.

—Vamos, rápido —gruñó Zalzan Kavol—. Debemos llegar al estadio.

Eso fue sencillo. Todos los habitantes de Pidruid, excepto los postrados en cama y los encarcelados, permanecían estacionados a lo largo del recorrido del desfile. Las calles secundarias se encontraban desiertas. Un cuarto de hora más tarde los malabaristas llegaron a la zona marítima y al cabo de diez minutos más estuvieron en las proximidades del inmenso estadio situado junto a la bahía. Ya había empezado a congregarse el gentío. Miles de personas atestaban los muelles al otro lado el estadio para vislumbrar por segunda vez a la Corona en cuanto llegara.

Los skandars formaron una cuña y cruzaron brutalmente por entre la multitud, mientras Valentine, Sleet, Carabella y Shanamir seguían la estela que dejaban. Se dieron instrucciones a los actores para que se presentaran en la zona de formación en la parte trasera del estadio, un gran espacio al aire libre que miraba al mar. Una especie de locura prevalecía ya en el lugar, con cientos de ataviados artistas dándose empujones en busca de una posición ideal. Había gigantescos gladiadores de Kwill que hacían parecer frágiles a los mismos skandars, grupos de acróbatas que se encaramaban impacientemente a los hombros de sus compañeros, un cuerpo de baile con todos sus componentes en cueros, tres orquestas con extraños instrumentos extraterrestres que se afinaban en medio de una grotesca discordancia. Varios domadores tiraban de correas que controlaban bestias de improbable tamaño y ferocidad llevadas mediante flotadores. Había monstruosidades de todos los tipos: un hombre que pesaba cuatrocientos kilos, una mujer de tres metros de altura y tan esbelta como una caña de bambú negro, un vroon con dos cabezas, seres de raza lii que eran trillizos y estaban unidos por la cintura por una cuerda de espantosa carne grisazulada, una criatura cuya cara semejaba un hacha y con la parte inferior del cuerpo en forma de rueda… y tantas rarezas más que Valentine sintió mareo a causa de las visiones, de los sonidos y olores de aquella congregación de lo fascinante.

Frenéticos empleados que lucían fajas municipales estaban intentando disponer a los actores en ordenada sucesión. En realidad ya existía cierto orden de marcha. Zalzan Kavol vociferó una identificación ante un empleado y recibió a cambio un número que indicaba el lugar de su compañía en la cola. Pero a partir de ahí debían encargarse de localizar a sus vecinos en la marcha, y tal cosa no era tan fácil, porque todos los que se hallaban en la zona se movían constantemente y localizar números era igual que intentar pegar etiquetas de identificación a las olas del mar.

Finalmente los malabaristas encontraron su lugar, muy atrás entre el gentío, apretados entre un grupo de acróbatas y otro de orquestas. Después cesó el movimiento, y una vez más permanecieron quietos durante varias horas. Ofrecieron refrescos a los artistas durante la espera: los servidores iban entre la gente con tapas de carne y vasos semiesféricos de vino verde o dorado, y no pedían pago alguno a cambio. Pero el ambiente era caluroso y estaba muy cargado, y el tufo de tantos cuerpos apiñados de razas y metabolismos tan diversos hizo que Valentine sintiera mareo. Dentro de una hora, pensó, estaré actuando ante la Corona. ¡Qué cosa tan rara! Notaba a Carabella apretada a su lado, desenvuelta, animada, siempre sonriente, incansablemente enérgica.

—Que el Divino nos ahorre la ocasión de tener que hacer esto otra vez —musitó la joven.

Finalmente hubo cierta sensación de movimiento muy lejos, cerca de la entrada al estadio, como si acabaran de abrir una llave de paso y los remolinos arrastraran a los primeros artistas fuera de la zona de formación. Valentine se mantuvo alerta pero no logró formarse una idea clara de lo que ocurría. Pasó casi una hora antes de que hubiera movimiento perceptible en el extremo de la asamblea que ocupaban los malabaristas. Entonces la cola empezó a avanzar de un modo constante.

Llegaban sonidos desde dentro del estadio: música, chillidos animales, risas, aplausos. La orquesta que precedía al grupo de Zalzan Kavol estaba preparada para entrar: veinte músicos, de tres razas no humanas, con extravagantes instrumentos desconocidos para Valentine. Había torbellinos de relucientes tubos de bronce, extraños tambores asimétricos, flautines de cinco tubos y otros objetos similares, todos curiosamente exquisitos, aunque el sonido que produjeron al iniciarse la marcha no fue exquisito en modo alguno. El último músico desapareció al otro lado de las enormes puertas dobles del estadio y un oficioso mayordomo hizo jactanciosos gestos para impedir el acceso a los malabaristas.

—Zalzan Kavol y su compañía —anunció el mayordomo.

—Aquí estamos —dijo Zalzan Kavol.

—Esperarán la señal. Después entrarán y seguirán a esos músicos. Desfilarán por el estadio de izquierda a derecha. No empiecen la actuación hasta pasar junto a la gran bandera verde que lleva el emblema de la Corona. Cuando lleguen al pabellón de la Corona, deténganse y hagan una reverencia, y estén quietos sesenta segundos, mientras hacen su actuación, antes de seguir andando. Cuando lleguen a la otra puerta, salgan del ruedo inmediatamente. Recibirán su gratificación al salir. ¿Está todo claro?

—Completamente —dijo Zalzan Kavol.

El skandar se dirigió a su compañía. Hasta ese momento no había demostrado más que brusquedad y rudeza, pero de pronto exhibió otro semblante. Extendió tres brazos hacia sus hermanos y les dio la mano, y algo parecido a una amorosa sonrisa apareció en su áspero rostro. Después el skandar abrazó a Sleet, luego a Carabella, y finalmente a Valentine.

—Has aprendido rápidamente y das muestras de maestría —dijo Zalzan Kavol, con la máxima dulzura de que era capaz un skandar—. Sólo fuiste una conveniencia para nosotros, pero ahora me complace que estés con nosotros.

—Gracias —dijo solemnemente Valentine.

—¡Malabaristas! —ladró el mayordomo.

—No todos los días podemos actuar ante un Poder de Majipur —dijo Zalzan Kavol—. Que esta sea nuestra mejor actuación.

Hizo un gesto y la compañía cruzó las recias puertas.

Sleet y Carabella iban primeros, haciendo malabares con cinco cuchillos que intercambiaban siguiendo ritmos staccato constantemente variables. A continuación, a cierta distancia, Valentine marchaba solo, lanzando las tres mazas con gran intensidad para ocultar la sencillez del ejercicio. Y detrás de él, los seis hermanos skandars, haciendo el máximo uso de sus veinticuatro brazos para llenar el aire de una disparatada miscelánea de objetos volantes. Shanamir, a modo de acompañante, cerraba la marcha sin actuar, en un papel de mero signo de puntuación humano.

Carabella estaba exuberante, irreprimible. Efectuaba elevados brincos, hacía chocar los talones, aplaudía, y pese a todo no perdía el ritmo. A su lado, Sleet, rápido como un latigazo, firme, dinámico, se convertía en un auténtico pozo de energía al recoger del aire los cuchillos y devolverlos a su compañera. El grave y conciso Sleet se permitió incluso una voltereta rauda e increíble mientras el apacible aire de Majipur, sometido a una ligera gravedad, mantenía en alto los cuchillos durante la precisa fracción de segundo.

Marcharon alrededor del estadio, al ritmo de los estridentes chirridos, trompetazos y ruidos sordos de la orquesta que les precedía. El inmenso gentío, hastiado ya de tantas novedades, apenas reaccionó, pero no importaba: los malabaristas eran leales a su arte, no a los sudorosos rostros apenas visibles en los distantes asientos.

El día anterior Valentine había ideado, y practicado en secreto, una fantasiosa fioritura para su ejercicio. Los demás no sabían nada al respecto, porque tales actos eran arriesgados para un novato, y una actuación ante la Corona no era el momento apropiado para esforzarse al máximo.

Así pues cogió dos mazas con la mano derecha y las lanzó, muy altas, casi al mismo tiempo que escuchó el ¡Eh! de sorpresa del enojado Zalzan Kavol. Pero no había tiempo para pensar en eso, porque las dos mazas descendían y Valentine lanzó la tercera de forma que pasara entre las anteriores y diera dos vueltas completas en su ascenso. Atrapó diestramente las mazas que caían, una en cada mano, volvió a lanzar la que tenía en la mano derecha, recogió la que había efectuado la doble vuelta y prosiguió, sereno y muy aliviado, su familiar cascada de mazas, sin mirar a izquierda o derecha, siempre detrás de Carabella y Sleet en torno al perímetro del gigantesco ruedo.

Orquestas, acróbatas, bailarines, domadores, malabaristas, delante y detrás de él, miles de inexpresivos rostros en los asientos, galerías adornadas con cintas para los nobles… Valentine no vio nada de esto, excepto del modo más subliminal posible. Lanzamiento, lanzamiento, lanzamiento y recogida, lanzamiento y recogida, sin cesar, hasta que por el rabillo del ojo vio las brillantes colgaduras verde y oro a ambos lados del pabellón real. Valentine giró la cabeza para ver a la Corona. Fue un instante difícil, ya que tuvo que dividir su atención: con las mazas en movimiento, buscó al mismo lord Valentine, y lo encontró, en el centro del inclinado pabellón. Valentine rogó una nueva sacudida de energía intercambiada, otro rápido momento de contacto con los abrasadores ojos de la Corona. Actuó de un modo mecánico, con precisión, cada maza subiendo la distancia correcta y descendiendo para caer entre el pulgar y los otros dedos, y mientras tanto escudriñó el rostro del príncipe. Pero estaba distraído, no veía al malabarista, contemplaba aburrido la otra parte del ruedo, otra actuación, quizás un animal de llamativas garras y colmillos, tal vez las desnudas nalgas de las bailarinas, quizá nada en concreto. Valentine prosiguió tenazmente, mientras contaba uno por uno los sesenta segundos de su homenaje, y casi al final del minuto le pareció que la Corona miraba hacia él durante una fracción de un instante, pero no más que eso.

Entonces Valentine siguió la marcha. Carabella y Sleet ya estaban cerca de la salida. Valentine dio media vuelta y sonrió animosamente a los skandars, que avanzaban bajo un danzarín dosel de hachas, feroces antorchas, hoces, martillos y frutas, sin dejar de añadir objetos a la infinidad de cosas que lanzaban al aire. Valentine hizo su ejercicio ante ellos durante un instante antes de continuar su solitario giro a lo largo del ruedo.

Adelante, y afuera, por la otra puerta. Y cogió las mazas y las mantuvo en la mano mientras pasaba al mundo exterior. De nuevo, tras alejarse de la presencia de la Corona, Valentine experimentó frustración, fatiga, vacuidad, como si lord Valentine no irradiara energía sino que se limitara a extraerla de otras personas, creando la ilusión de un efluvio brillante y cegador que luego quedaba convertido únicamente en sensación de haber perdido algo. Además, la actuación había terminado. El instante de gloria de Valentine había pasado, y nadie parecía haberse dado cuenta.

Excepto Zalzan Kavol, cuyo semblante reflejaba severidad e irritación.

—¿Quién te ha enseñado ese lanzamiento de las dos mazas? —preguntó, nada más atravesar la puerta.

—Nadie —dijo Valentine—. Yo mismo lo inventé.

—¿Y si se te hubieran caído las mazas?

—¿Se me han caído?

—No era momento para ejercicios caprichosos —murmuró el skandar. Después se ablandó un poco—. Pero admito que te has portado bien.

Un segundo mayordomo le entregó una bolsa de monedas, y Zalzan Kavol las echó en sus manos externas para contarlas. Volvió a guardarlas casi todas, aunque lanzó una a cada uno de sus hermanos, otra a Sleet y a Carabella, y finalmente, después de meditar, otras monedas de menos valor a Valentine y Shanamir.

Valentine se dio cuenta de que él y Shanamir habían recibido una pieza de media corona, y los demás de una corona. No importaba, el dinero carecía de importancia mientras algunas coronas siguieran resonando en su bolsa. La gratificación, aunque pequeña, era inesperada. Esa misma noche la dilapidaría alegremente en fuerte vino y picante pescado.

La prolongada tarde llegada a su fin. La niebla que ascendía sobre el mar daba a Pidruid una temprana oscuridad. En el estadio seguían sonando los ruidos del circo. El pobre príncipe, pensó Valentine, estará sentado allí hasta bien entrada la noche.

Carabella tiró de su muñeca.

—Vamos —musitó con voz apremiante—. ¡Hemos hecho el trabajo! ¡Ahora empieza la fiesta!

9

Carabella echó a correr entre la muchedumbre, y Valentine, tras un momento de confusión, la siguió. Las tres mazas, atadas a su cintura, golpeaban sus muslos y entorpecían su avance. Valentine pensó que la había perdido de vista, pero no, allí estaba ella, caminando a grandes zancadas, brincando, volviéndose y sonriéndole descaradamente, haciéndole señas. Valentine la alcanzó en las amplias escaleras que bajaban hacia la bahía. Varias barcazas aparecían amarradas en el muelle más próximo, con piras de finos troncos apiladas en las cubiertas. Aunque apenas había oscurecido, algunas hogueras estaban encendidas y ardían con una fría llama verdosa que despedía escaso humo.

La ciudad entera se había transformado, durante el día, en un lugar de recreo. Los puestos de feria habían brotado como setas después de una lluvia de verano. Juerguistas con extraños disfraces recorrían los muelles con desafiantes conductas. Por todas partes había música, risas, febril excitación. Al aumentar la oscuridad se encendieron nuevas hogueras y la bahía se convirtió en un mar de luces de colores. Hacia el este estalló algo que parecía un espectáculo pirotécnico, un cohete de penetrante brillantez que se remontó hasta elevada altura y explotó, despidiendo deslumbrantes fajas de luz hacia las cúspides de los edificios más altos de Pidruid.

El frenesí se había apoderado de Carabella, y el frenesí penetraba lentamente en el mismo Valentine. Cogidos de la mano corrieron atolondradamente por la ciudad, de tenderete en tenderete, desparramando monedas como si fueran guijarros mientras se divertían. Muchos puestos de feria ofrecían juegos de habilidad, tirar muñecas con pelotas o volcar construcciones cuidadosamente equilibradas. Carabella, con su destreza y sus manos de malabarista, ganó casi siempre, y Valentine, aunque menos experto, también se llevó bastantes premios. En algunos tenderetes la recompensa era un vaso de vino o un bocado de carne; en otros, absurdos animales disecados o banderas con el emblema de la Corona, y los jóvenes abandonaron estos premios. Pero comieron la carne, bebieron el vino, y con el transcurso de la noche aumentó su acaloramiento y su locura.

—¡Ven aquí! —gritó Carabella, y se unieron a un grupo de cruns, gayrogs y borrachos yorts que bailaban.

Era una danza circular, con abundantes cabriolas, que no parecía tener reglas. Dieron brincos con los extraterrestres durante largo tiempo. Un yort de correosas facciones abrazó a Carabella, y ésta devolvió el abrazo, con tanta fuerza que sus menudos y fuertes dedos se hundieron profundamente en el abultado pellejo. Y cuando una hembra gayrog, con abundantes y serpenteados rizos e innumerables pechos cimbreantes, se apretó contra Valentine, éste aceptó el beso y lo devolvió con más entusiasmo del que se creía capaz de mostrar.

Y después continuó la fiesta. Entraron en un teatro al aire libre donde larguiruchos títeres representaban un drama con espasmódicos, estilizados movimientos, y en un ruedo donde por sólo unos pesos vieron nadar a varios dragones de mar en amenazadores círculos, dando vueltas y más vueltas en un reluciente tanque. Y después visitaron un jardín de plantas vivas procedentes de la costa sur de Alhanroel, fibrosos seres tentaculares y altas, temblorosas, columnas de caucho con sorprendentes ojos cerca de sus apéndices.

—Les toca comer dentro de media hora —anunció el encargado, pero Carabella no quiso quedarse, y con Valentine a rastras se zambulló en la creciente oscuridad.

Más fuegos artificiales, en esta ocasión infinitamente más efectivos al contar con el telón de fondo de la noche. Un triple estallido estelar dio paso a una imagen de lord Valentine que ocupó medio cielo, y después hubo un deslumbrante reflejo verde, rojo y azul que tomó la forma del Laberinto y precedió al tenebroso rostro del viejo Pontífice Tyeveras. Y al cabo de un momento, en cuanto los colores se aclararon, una nueva explosión extendió un telón de fuego por el cielo; la ígnea capa se fundió para formar las amadas facciones de la gran madre real, la Dama de la Isla del Sueño, que sonrió a Pidruid con todo su amor. La visión conmovió tanto a Valentine que estuvo a punto de caer de rodillas y echarse a llorar, una respuesta misteriosa y sorprendente. Pero no había espacio entre la multitud para hacer tal cosa. Permaneció tembloroso unos instantes. La Dama se sumió en la oscuridad. Valentine deslizó su mano en la de Carabella y la apretó con fuerza.

—Necesito más vino —musitó Valentine.

—Espera. Queda otro.

Cierto. Otro cohete, otro estallido de color, en esta ocasión rasgado y de tosca apariencia. De los amarillos y rojos brotó otro rostro, de mandíbula prominente y ojos sombríos, el rostro del cuarto Poder de Majipur, el personaje más oscuro y ambiguo de la jerarquía, el Rey de los Sueños, Simonan Barjazid. El silencio se apoderó de la multitud, pues el Rey de los Sueños no era amigo de nadie, pese a que todo el mundo reconocía su autoridad, por miedo de que causara mala suerte y horribles penalidades.

Fueron a beber vino. La mano de Valentine temblaba cuando éste apuró rápidamente dos vasos, mientras Carabella le miraba con cierta preocupación. Los dedos de la mujer juguetearon con los recios huesos de la muñeca de Valentine, pero no hubo preguntas. El vaso de Carabella quedó prácticamente lleno de vino.

La siguiente puerta que se abrió ante ellos en la fiesta fue la de un museo de cera, con forma de Laberinto en miniatura, de modo que una vez dentro era imposible volver atrás. Entregaron varias piezas de tres pesos al portero y entraron. De las sombras surgieron héroes del reino, ingeniosas imitaciones que se movían e incluso hablaban en dialectos arcaicos. Un alto guerrero se presentó como lord Stiamot, conquistador de los metamorfos, y también estaba allí la legendaria lady Thiin, madre del anterior, la Dama guerrera que dirigió personalmente la defensa de la Isla del Sueño cuando ésta fue cercada por aborígenes. Se acercó otro personaje que afirmó ser Dvorn, el primer Pontífice, una personalidad casi tan alejada en el tiempo en la época de Stiamot como éste mismo en el presente. Cerca de Dvorn se hallaba Dinitak Barjazid, el primer Rey de los Sueños, un personaje mucho menos antiguo. Carabella y Valentine se adentraron en el laberinto y encontraron una hueste de Poderes ya fallecidos, una colección hábilmente seleccionada de Pontífices, Damas y Coronas, los grandes gobernantes Confalume, Prestimion y Dekkeret, el Pontífice Arioc, hombre de extraña fama… Y en último lugar, presidiendo el conjunto en la salida, la imagen de un hombre de rubicundas mejillas con ajustadas vestiduras negras, quizá de cuarenta años de edad, cabello y ojos oscuros, sonriente. Un personaje que no necesitaba presentación, porque se trataba de Voriax, la difunta Corona, hermano de lord Valentine, muerto hacía dos años en los inicios de su dominio, fallecido en un absurdo accidente de caza tras estar en el poder únicamente ocho años. La imagen, inclinada y con las manos extendidas, exclamó:

—Llorad por mí, hermanos y hermanas, porque fui suprema figura y perecí antes de que llegara mi momento, y mi caída fue tanto mayor por cuanto caí desde tan descollante altura. Yo fui lord Voriax, meditad largamente mi sino.

Carabella se estremeció.

—Un lugar tétrico, y un final tétrico. ¡Salgamos de aquí!

Una vez más Carabella condujo alocadamente a Valentine a través de la bulliciosa fiesta. Vieron casas de juego, galerías y pabellones brillantemente iluminados, mesas con gente que cenaba, casas de placer, sin detenerse una sola vez, volando de un lugar a otro igual que pájaros, hasta que por fin doblaron una esquina y se encontraron a oscuras, completamente aparte del desenfreno. Por detrás llegaban los estridentes sonidos del alborozo que decaía, y el menguante fulgor de la chillona iluminación; delante aguardaba la fragancia de abundantes flores, el silencio de los árboles. Estaban en una zona de jardines, en un parque.

—Vamos —murmuró Carabella, y cogió de la mano a Valentine.

Entraron en un claro iluminado por la luna donde las ramas altas de los árboles se entrelazaban y formaban una morada campestre de apretada trama. El brazo de Valentine se deslizó suavemente alrededor del sólido y estrecho talle de Carabella. La blanda calidez del día yacía atrapada bajo esos árboles entretejidos, y del húmedo suelo ascendía el cremoso, dulce aroma de enormes flores pulposas, más anchas que la cabeza de un skandar. La fiesta y su caótica excitación parecían estar a miles de kilómetros de distancia.

—Pasaremos la noche aquí —anunció Carabella.

Valentine extendió su manto en un gesto de exagerada caballerosidad y Carabella le atrajo hacia el suelo y se abrazó suave y rápidamente a él. Estaban recluidos entre dos densos arbustos de hojas color verde oscuro grandes como estacas. Un arroyo corría cerca del lugar y sólo finísimos destellos de luz penetraban por la parte superior del ramaje.

Carabella llevaba atada a la cadera una minúscula arpa de bolsillo de compleja manufactura. La mujer cogió el instrumento, tocó un breve y melodioso preludio y empezó a cantar con voz pura, serena:

Mi amor es hermosa primavera,

mi amor es dulce fruta robada,

es como una noche placentera,

es cristalino, es la alborada.

Las inmensas riquezas del mundo,

el Monte del Castillo y su esplendor,

todas las gemas del mar profundo,

es cristalino, es la alborada.

—Es muy bonito —murmuró Valentine—. Y tu voz… tu voz es tan maravillosa…

—¿Sabes cantar? —preguntó Carabella.

—Pues… sí, creo que sí. Carabella le entregó el arpa.

—Ahora canta para mí. Una de tus favoritas. Dio vueltas al instrumento en su mano, confuso, y tardó unos instantes en responder.

—No conozco ninguna canción.

—¿Ninguna canción? ¿Ninguna canción? ¡Vamos, debes saber alguna!

—Todas han desaparecido de mi mente, o así me lo parece. Carabella sonrió y volvió a coger el arpa.

—En ese caso, te enseñaré algunas —dijo—. Pero creo que no lo haré ahora.

—No. Ahora no.

Valentine acercó su boca a los labios de Carabella, que cuchicheó y se rió tímidamente, y se abrazaron con más fuerza. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, Valentine vio con más claridad a su compañera, la cara menuda y fina, el fulgor de los tímidos ojos, el revuelto y lustroso cabello negro. Las ventanas de la nariz de Carabella temblaban de nerviosismo. Valentine olvidó momentáneamente lo que iba a ocurrir, temiendo sin saber el motivo que estuviera a punto de cerrarse algún trato, pero enseguida apartó esos temores. Era la noche de la fiesta, él deseaba a Carabella, y ella a él. Las manos de Valentine se deslizaron por la espalda de la joven, siguieron descendiendo, notaron la caja torácica inmediatamente debajo de la piel. Valentine recordó el aspecto de Carabella cuando ambos se metieron desnudos en el limpiador: músculo y hueso, hueso y músculo, poca carne, excepto en muslos y nalgas. Un sólido manojo de energía. Carabella volvió a estar desnuda al cabo de un momento, igual que él. Se dio cuenta de que la mujer temblaba, aunque no de frío, no por culpa de la noche, húmeda y refrescante en esa secreta morada campestre. Una fuerza extraña, casi aterradora, parecía haberse apoderado de Carabella. Valentine acarició los brazos, las mejillas, los musculosos hombros, las pequeñas esferas que eran los senos y el tieso remate de éstos. Su mano llegó a la suave piel de la parte interna de los muslos, y Carabella gimió bruscamente y le atrajo hacia ella.

Sus cuerpos se movieron con suaves ritmos, como si fueran amantes desde hacía meses y se conocieran perfectamente. Las esbeltas y fuertes piernas de Carabella aferraron la cintura de Valentine y ambos rodaron y rodaron, hasta que casi llegaron al borde del arroyo y percibieron las salpicaduras en sus sudorosos cuerpos. Se detuvieron allí, rieron, y rodaron en dirección contraria. Esta vez acabaron en uno de los arbustos verdes oscuro. Carabella quedó en el suelo, abrazada a Valentine, soportando sin dificultad la acometida de la mole varonil.

—¡Ahora! —gritó la mujer.

Valentine escuchó un susurro, un gemido, notó unos dedos que se hundían en su carne y el furioso espasmo que atirantaba los músculos de Carabella, y en ese mismo instante se entregó por completo a las fuerzas que arrasaban su cuerpo.

Después, con la respiración entrecortada, medio aturdido por el abrazo de su compañera, oyó el estruendoso latido de su corazón.

—Dormiremos aquí —musitó Carabella—. Nadie nos molestará esta noche.

Carabella le acarició la frente, apartó de sus ojos los suaves cabellos rubios, los alisó, le besó mansamente la punta de la nariz. Carabella se comportaba ahora con naturalidad, de un modo juguetón, consumida en la hoguera de la pasión. Pero Valentine se sentía perturbado, asombrado, confuso. También él había tenido un éxtasis brusco, repentino, sí. Pero en ese momento de éxtasis se había encontrado junto a unas puertas de luz deslumbrante, atisbando un misterioso dominio sin color, sin forma, sin sustancia. Y se había tambaleado de un modo precario antes de retroceder al mundo de la realidad.

Era incapaz de hablar. Nada que dijera sería apropiado. Era imprevisible tanta desorientación como resultado del acto sexual. Carabella percibía su intranquilidad, era obvio, ya que no hizo comentarios. La mujer siguió abrazándole, le meció, apoyó la cabeza de Valentine en su pecho, cantó en voz baja.

Valentine fue durmiéndose poco a poco en la calidez de la noche.

Y llegaron las imágenes de los sueños, ásperas y terroríficas.

Volvían a llevarle a la ya conocida desolación de la llanura purpúrea. Las mismas caras de burla le miraban socarronamente desde el purpúreo cielo, pero esta vez no estaba solo. Frente a él había aparecido una figura de sombrío semblante y profunda, opresiva presencia física. Valentine sobrentendió que se trataba de su hermano aunque no podía ver con claridad las facciones del otro hombre dado el feroz y crepitante resplandor del sol ambarino. Y el sueño se desarrollaba con tétrica música de fondo, los tonos bajos y plañideros de una música mental que denotaba sueño peligroso, sueño amenazador, sueño mortal.

Los dos hombres estaban enzarzados en un amargo duelo, y sólo uno de ellos acabaría con vida.

—¡Hermano!— gritó Valentine, sobrecogido de espanto y horror—. ¡No!

Se agitó, se revolvió, nadó hasta la superficie del sueño y se mantuvo a flote un instante. Pero la práctica de los sueños estaba muy arraigada en él. No se huía de los sueños, no se rechazaban los sueños aunque resultaran enormemente consternadores. El individuo se introducía plenamente en ellos y aceptaba su guía. En los sueños, el individuo trababa combate con lo inimaginable, y eludirlos significaba que era inevitable luchar, y ser derrotado, cuando se estaba despierto.

Valentine volvió a zambullirse de un modo deliberado en la frontera que separaba el estado de vigilia del de sueño, y de nuevo percibió la maligna presencia de su enemigo, su hermano, que fue asomando poco a poco.

Estaban armados con espadas, pero la lid era desigual, porque el arma de Valentine era un endeble espadín, mientras que su hermano llevaba un gran sable. Valentine puso en juego destreza y agilidad para intentar que su espada superara la guardia de su hermano. Imposible. Su rival contuvo las acometidas con lentos y potentes golpes, siempre desviando el frágil espadín de Valentine, obligándole a un inexorable retroceso por el abrupto terreno.

Los buitres daban vueltas en el cielo, acompañados por un sibilante canto fúnebre. Pronto iba a derramarse sangre, y una vida volvería a la Fuente.

Valentine retrocedió paso a paso. Sabía que había un barranco detrás de él y que la retirada acabaría siendo imposible. Le dolía el brazo, sus ojos vibraban de fatiga, en su boca había sabor a tierra, sus últimas energías iban consumiéndose… Atrás… atrás…

—¡Hermano! —gritó angustiado—. En nombre del Divino…

Su ruego provocó broncas carcajadas y una mordaz obscenidad. El sable descendió con denodado ímpetu. Valentine paró el golpe con su espada, hubo un choque de metal con metal y Valentine sintió un terrible temblor que dejó entumecido su cuerpo. El espadín había quedado reducido a un fragmento. En ese mismo instante tropezó con un trozo de madera resecada por la acción corrosiva de la arena y cayó pesadamente al suelo, sobre una maraña de espinosos y punzantes tallos. El hombrón del sable se erguía ante él, tapaba el sol, llenaba el cielo. El canto fúnebre cobró una sanguinaria intensidad de timbre, se convirtió en un alarido, y los buitres revolotearon presos de excitación e iniciaron un rápido descenso.

El dormido Valentine gimió y se estremeció. Se revolvió otra vez, se apretó a Carabella, robó calor de la mujer mientras el horrible frío del mortífero sueño le envolvía. Sería tan fácil despertar, escapar del horror, de la violencia de aquellas imágenes, nadar hasta un lugar seguro en la costa de la consciencia. Pero no. Con brutal disciplina, Valentine se lanzó de nuevo a la pesadilla. El gigantón estaba riendo. El sable se alzó. El mundo tembló y se desintegró bajo el cuerpo caído de Valentine, que encomendó su alma a la Dama y aguardó el descenso del arma.

El golpe del sable fue torpe, débil, y la espada de su hermano se enterró en la arena produciendo un ridículo ruido sordo. La trama y el desarrollo del sueño se alteraron. Valentine dejó de oír los plañideros tonos del canto fúnebre y comprobó que todo había cambiado. Corrientes de inesperada energía fluyeron hacia él. Se levantó. Su hermano tiró del sable, maldijo, se esforzó en sacar el arma del suelo, y Valentine la partió en dos con una desdeñosa patada.

Desarmado, atacó al otro hombre.

Ahora era Valentine el que llevaba la iniciativa en el duelo, y su encogido hermano el que retrocedía ante la lluvia de golpes. Su rival cayó de rodillas con los puñetazos, gruñó como un oso herido, movió de un lado a otro su ensangrentada cabeza, recibió la paliza sin defenderse.

—Hermano… hermano… —murmuró mientras Valentine lo derribaba con nuevos golpes.

Su hermano quedó inmóvil en la arena, a los pies del vencedor.

Que amanezca, rogó Valentine, y se eximió del dolor de dormir.

Todavía era de noche. Valentine parpadeó, se llevó los brazos a los costados, se estremeció. Alocadas imágenes de violencia, fragmentadas pero potentes, flotaban en su atormentada mente.

Carabella le miró con aire pensativo.

—¿Estás bien? —preguntó.

—He soñado.

—Has gritado tres veces. He pensado que ibas a despertar. ¿Un sueño violento?

—Sí.

—¿Y ahora?

—Estoy confuso. Preocupado.

—Cuéntame tu sueño.

Era un ruego íntimo. Pero, ¿acaso no eran amantes? ¿No habían descendido juntos al mundo de los sueños, no habían sido compañeros en la aventura nocturna?

—He soñado que luchaba con mi hermano —dijo roncamente Valentine—. Que nos batíamos con espadas en un caluroso desierto, que él estaba a punto de matarme, que en el último momento yo me levantaba del suelo, me reponía y… y… y mataba a mi hermano a puñetazos.

Los ojos de Carabella chispearon como los de un animal en la oscuridad. Estaba observando a Valentine igual que un receloso drole con sus ojillos en forma de cuenta.

—¿Siempre tienes sueños tan violentos? —preguntó Carabella al cabo de unos instantes.

—Creo que no. Pero…

—¿Sí?

—No es sólo la violencia, Carabella. ¡No tengo hermanos varones!

Carabella se echó a reír.

—¿Esperas que los sueños se correspondan exactamente con la realidad? Valentine, Valentine, ¿dónde te enseñaron? Los sueños contienen una verdad más profunda que la realidad que conocemos. El hermano de tu sueño podría ser una persona o podría no ser nadie: Zalzan Kavol, Sleet, tu padre, lord Valentine, el Pontífice Tyeveras, Shanamir, incluso yo misma. Ya sabes que los sueños transforman todas las cosas, a menos que se trate de un envío concreto.

—Lo sé, sí. ¿Pero qué significa eso, Carabella? Batirse con un hermano… estar a punto de que te mate… matarlo finalmente…

—¿Quieres que yo te aclare los sueños? —dijo Carabella, sorprendida.

—Para mí ese sueño no significa nada aparte de miedo y misterio.

—Estabas muy asustado, es cierto. Estabas empapado en sudor y no cesabas de gritar. Pero los sueños penosos son los más reveladores, Valentine. Interprétalo tú mismo.

—Mi hermano… no tengo ningún hermano varón…

—Te lo repito, eso no importa.

—¿He peleado contra mí mismo, entonces? No lo entiendo. No tengo enemigos, Carabella.

—Tu padre —sugirió ella.

Valentine consideró la posibilidad. ¿Su padre? Buscó una cara que se ajustara al nebuloso personaje del sable, pero sólo encontró oscuridad.

—No recuerdo a mi padre —dijo Valentine.

—¿Murió cuando eras un niño?

—Creo que sí. —Valentine sacudió la cabeza, pues notaba que estaba empezando a latirle—. No lo recuerdo. Veo un hombre alto… una barba oscura, unos ojos oscuros…

—¿Cómo se llamaba? ¿Cuándo murió?

Valentine sacudió de nuevo la cabeza. Carabella se apretó a él y le cogió las manos.

—Valentine —le dijo suavemente—, ¿dónde naciste?

—En el este.

—Sí, ya me lo habías dicho. ¿Dónde? ¿En qué ciudad?

—¿Ni-moya? —contestó vagamente.

—¿Es una pregunta o una afirmación?

—En Ni-moya —repitió Valentine—. Una casa muy grande, un jardín, cerca del recodo del río. Sí. Me veo allí. Nadando en el río. Cazando en el bosque del duque. ¿Lo estoy soñando?

—¿Qué opinas?

—Es igual que… algo que leí. Un cuento que me contaron.

—¿Cómo se llama tu madre?

Valentine quiso replicar, pero abrió la boca y no brotó ningún nombre.

—¿También ella murió joven?

—Galiara —dijo Valentine, sin convicción—. Así se llamaba. Galiara.

—Un nombre muy bonito. Dime cómo era.

—Ella… tenía… —Valentine vaciló—. Cabello rubio, como el mío. Piel suave, tersa. Sus ojos… su voz era como la de… ¡Qué difícil es esto, Carabella!

—Estás temblando.

—Sí.

—Ven. Ven aquí. —Carabella se apretó de nuevo a él. Era una mujer mucho más menuda que él, y sin embargo parecía mucho más fuerte. Valentine halló alivio en la proximidad de su amante. Carabella agregó en voz baja—: No recuerdas nada. ¿Es eso, Valentine?

—Sí. No recuerdo nada.

—No recuerdas cuándo o dónde naciste, cómo eran tus padres, ni siquiera dónde estuviste el último Día Estelar, ¿no es así? Tus sueños no pueden guiarte porque no tienes nada con que compararlos. —Las manos de Carabella vagaron por la cabeza de Valentine. Los dedos palparon el cuero cabelludo con movimientos delicados pero firmes.

—¿Qué haces? —preguntó Valentine.

—Comprobando si tienes una herida. Ya sabes, un golpe en la cabeza puede hacerte perder la memoria.

—¿Hay algo?

—No. No, nada. Ninguna marca. Ningún chichón. Pero eso no significa nada. Pudo suceder hace algunos meses. Volveré a mirar en cuanto salga el sol.

—Me gusta notar que tus manos me tocan, Carabella.

—Me gusta tocarte —dijo ella.

Valentine se quedó inmóvil, apretado a Carabella. Las palabras que acababan de intercambiar le preocupaban intensamente. Otras personas, comprendía Valentine, tenían numerosos recuerdos de su infancia y de su adolescencia, sabían el nombre de sus padres y estaban seguros del lugar donde habían nacido. Y él no tenía nada aparte de una capa de nebulosas nociones, esa niebla de tenues recuerdos que cubría un pozo de vaguedad. Cierto, y él sabía que la vaguedad estaba allí, pero hasta ahora había preferido no escudriñarla. Carabella le había obligado a hacerlo. ¿Por qué soy distinto a los demás?, se preguntó. ¿Por qué mis recuerdos carecen de sustancia? ¿Recibí un golpe en la cabeza, como sugiere Carabella? ¿O es simplemente que tengo la cabeza obtusa, que carezco de la facultad de retener las huellas de la experiencia, de los años de vagabundeo por la faz de Majipur, siempre borrando el día de ayer cuando amanece el nuevo día?

Ninguno de los dos volvió a dormir esa noche. Casi al alba, de un modo repentino, hicieron el amor otra vez, en silencio, de una forma deliberadamente mecánica y muy diferente al juguetón acto sexual anterior. Después se levantaron, todavía en silencio, se bañaron en el frígido arroyuelo, se vistieron y caminaron por la ciudad para regresar a la posada.

Algunos juerguistas, con los ojos hinchados, continuaban tambaleándose por las calles mientras el brillante ojo del sol se alzaba sobre Pidruid.

10

Incitado por Carabella, Valentine se confió a Sleet y habló al malabarista de su sueño y de la conversación posterior. El canoso hombrecillo le escuchó atentamente, sin interrumpirle una sola vez, con su aspecto cada vez más solemne.

—Deberías pedir consejo a un oráculo —dijo Sleet en cuanto Valentine terminó—. Es un envío demasiado violento, no puedes desentenderte.

—Así pues, ¿opinas que es un envío?

—Sí, posiblemente —dijo Sleet.

—¿Del Rey?

Sleet extendió las manos y contempló sus uñas.

—Tal vez. Tendrás que aguardar y prestar mucha atención. El Rey nunca envía mensajes sencillos.

—También podría ser de la Dama —sugirió Carabella—. La violencia del sueño no debe engañarnos. La Dama envía sueños violentos cuando existe un motivo.

—Y otros sueños —dijo Sleet, sonriente— no proceden ni de la Dama ni del Rey, sino de las profundidades de nuestras mentes brumosas. ¿Quién puede asegurarlo sin ayuda? Valentine, ve a ver a un oráculo.

—Entonces, ¿un oráculo me ayudaría a encontrar mis recuerdos?

—Un oráculo o un mago, sí. Si los sueños no son una guía para recuperar tu pasado, nada servirá.

—Además —dijo Carabella—, un sueño tan violento requiere examen. Hay que considerar tu responsabilidad. Si un sueño exige determinada acción, y tú decides no ejecutar esa acción… —Carabella hizo un gesto de indiferencia—. Tu alma responderá por eso, y rápidamente. Busca un oráculo, Valentine.

—Yo confiaba —dijo Valentine a Sleet— en que tú tendrías algunos conocimientos sobre este tema.

—Soy un malabarista. Busca un oráculo.

—¿Puedes recomendarme a un oráculo de Pidruid?

—Pronto nos iremos de Pidruid. Aguarda a que estemos a varios días de viaje de la ciudad. Entonces podrás ofrecer sueños más ricos al oráculo.

—Me extraña que se trate de un envío —dijo Valentine—. Y que sea del Rey. ¿Por qué el Rey de los Sueños ha de interesarse por un vagabundo como yo? Me cuesta creerlo. Con veinte mil millones de almas en Majipur, ¿cómo es posible que el Rey tenga tiempo para ocuparse de alguien que no es un personaje importante?

—En Suvrael —dijo Sleet—, en el palacio del Rey de los Sueños, hay enormes máquinas que vigilan el mundo entero, y que envían mensajes a las mentes de millones de personas, todas las noches. ¿Quién sabe cómo seleccionan a esos millones? Cuando somos niños nos explican una cosa, y yo sé que es cierta: antes de abandonar este mundo notaremos, por lo menos una vez, el contacto del Rey de los Sueños con nuestro espíritu. Todos sin excepción. A mí me pasó.

—¿A ti?

—Más de una vez. —Sleet acarició sus canas, lacias y desgreñadas—. ¿Crees que yo nací con este pelo? Una noche estaba en una hamaca, en la jungla próxima a Narabal. Entonces no era malabarista. El Rey se me apareció mientras yo dormía y dejó órdenes en mi alma, y cuando desperté tenía el pelo así. Tenía veintitrés años.

—¿Órdenes? —dijo abruptamente Valentine—. ¿Qué órdenes?

—Órdenes que vuelven blanco el pelo negro de un hombre entre el anochecer y el amanecer —dijo Sleet. Era evidente que no deseaba dar más explicaciones. Se levantó y observó el cielo matutino como si comprobara la altura del sol—. Creo que ya hemos hablado bastante por ahora, amigo mío. En la fiesta aún hay coronas que ganar. ¿Quieres aprender nuevos ejercicios antes de que Zalzan Kavol nos haga trabajar?

Valentine asintió. Sleet fue a buscar pelotas y mazas. Los tres salieron al patio.

—Observa —dijo Sleet, y se colocó detrás de Carabella. La mujer tenía dos pelotas en la mano derecha, Sleet una en la mano izquierda, y ambos juntaron los brazos—. Esto es malabarismo compartido. Sencillo incluso para novatos, aunque parece muy fascinante.

Carabella lanzó su bola, Sleet lanzó y recogió. Inmediatamente se enfrascaron en un ritmo de intercambio, se pasaron las bolas sin cesar, sin esfuerzo, transformándose en una entidad de cuatro piernas, dos mentes y dos brazos que hacían malabares. Un ejercicio de agotadora apariencia, pensó Valentine.

—¡Échanos las mazas! —gritó Sleet.

Valentine entregó las mazas una a una en rápidos lanzamientos hacia la mano derecha de Carabella, que fue introduciéndolas en la sucesión, una, dos y tres, hasta que bolas y mazas volaron de ella a Sleet, de Sleet a ella, en una vertiginosa cascada. Gracias a sus ensayos privados, Valentine conocía la dificultad de manejar tantos objetos. Esperaba dominar cinco pelotas en cuestión de algunas semanas; y practicar con cuatro mazas al mismo tiempo, igual que el malabarismo a medias que estaba presenciando, constituía una hazaña que le sorprendía y le admiraba. Y que además le provocaba ciertos celos, una sensación extraña para él. Allí estaba Sleet con el cuerpo apretado al de Carabella, formando un solo organismo con ella, cuando hacía unas horas tan sólo Valentine había copulado con Carabella junto al riachuelo del parque de Pidruid.

—Inténtalo tú —dijo Sleet.

Sleet se apartó y Carabella se puso delante de Valentine, con los brazos juntos. Practicaron únicamente con las tres pelotas. Al principio Valentine tuvo problemas para juzgar la altura y la fuerza de sus lanzamientos. Varias veces lanzó la bola fuera del alcance de Carabella, pero al cabo de diez minutos empezó a dominar el ejercicio, y quince minutos más tarde Valentine y Carabella lograron tal compenetración que parecía que llevaban años haciendo ese número. Sleet animó a Valentine con un vivaz aplauso.

Se presentó un skandar, no Zalzan Kavol, sino su hermano Erfon, agrio y frío incluso teniendo en cuenta el carácter de su raza.

—¿Estáis listos? —espetó.

La compañía actuó esa tarde en el parque particular de un poderoso comerciante de Pidruid que ofrecía una fiesta en honor de un duque de la provincia. Carabella y Valentine realizaron el ejercicio de malabarismo compartido que acababan de practicar, los skandars hicieron un número llamativo con platos, copas de cristal y sartenes, y como clímax se anunció que Sleet iba a hacer malabares con los ojos vendados.

—¿Es posible? —preguntó Valentine, admirado.

—¡Observa! —dijo Carabella.

Valentine observó, y pocas personas más le imitaron, ya que la fiesta se celebraba el Día Solar, veinticuatro horas después de la gran locura del Día Estelar, y los nobles de poca monta que habían organizado el espectáculo estaban cansados, hartos, medio dormidos, aburridos de las habilidades de los músicos, acróbatas y malabaristas que habían contratado. Sleet avanzó varios pasos con tres mazas en las manos, se detuvo con gesto resuelto y confiado, se quedó inmóvil un momento con la cabeza erguida, como si escuchara el viento que sopla entre los mundos, y a continuación, conteniendo bruscamente la respiración, empezó el ejercicio.

—Veinte años de práctica, damas y caballeros de Pidruid —retumbó la voz de Zalzan Kavol—. ¡Para hacer esto es preciso tener un finísimo sentido del oído! ¡El malabarista capta el susurro de las mazas al rozar el aire mientras vuelan de una mano a otra!

A Valentine le pareció imposible que el oído del malabarista, por muy fino que fuera, pudiera captar algo entre los murmullos de la conversación, el ruido de los platos y los jactanciosos anuncios de Zalzan Kavol, pero Sleet no cometió un solo error. Era obvio que el ejercicio resultaba difícil incluso para él. Normalmente Sleet tenía la perfección de una máquina, era incansable como un telar; pero en este ejercicio sus manos efectuaban bruscos saltos y acometidas, recogían apresuradamente una maza que giraba casi fuera de su alcance, se estiraban con desesperada rapidez hacia otra maza que caía excesivamente lejos… A pesar de todo, la actuación era milagrosa. Sleet parecía tener en la mente un mapa con la posición de las móviles mazas: ponía la mano donde esperaba que iba a caer la maza, y la maza caía allí, o muy cerca. Realizó diez, quince, veinte intercambios, y después recogió las tres mazas en el pecho, se arrancó la venda de los ojos e hizo una profunda reverencia. Hubo un segundo de aplausos. Sleet permaneció rígido. Carabella se acercó y le abrazó. Valentine le dio vigorosas palmadas en la espalda, y la compañía salió del escenario. Ya en el vestuario, Sleet temblaba a causa de la tensión y gotitas de sudor relucían en su frente. Bebió vino de palmera flamígera, sin freno, como si fuera agua.

—¿Prestaron atención? —preguntó a Carabella—. ¿Se dieron cuenta de mi presencia, por lo menos?

—Algunos sí —dijo dulcemente Carabella. Sleet escupió.

—¡Cerdos! ¡Blaves! Les falta habilidad para caminar de un lado a otro de la sala, y se quedan sentados, descansando mientras un artista… mientras un artista…

Valentine aún no había visto a Sleet de mal temple. El ejercicio a ciegas, decidió, no era bueno para los nervios. Agarró a Sleet por los hombros y acercó la cara a la del malabarista.

—Lo que importa —dijo seriamente— es la demostración de habilidad, no el comportamiento del público. Estuviste perfecto.

—No tanto —contestó tristemente Sleet—. El ritmo…

—Perfecto —insistió Valentine—. Has demostrado total dominio del ejercicio. Una actuación magnífica. ¿Qué importa lo que digan o hagan unos comerciantes borrachos? Aprendiste el arte en provecho de sus almas, o en provecho de tu alma?

Sleet logró esbozar una sonrisa.

—Hacer malabares a ciegas es algo que llega al alma.

—No me gusta verte tan apenado, amigo mío.

—Cosas que pasan. Ahora me siento un poco mejor.

—Tú mismo te has causado esa pena —dijo Valentine—. Dejarte llevar por el enfado no ha sido sensato. Lo repito: estuviste perfecto, y lo demás carece de importancia. —Se volvió para hablar con Shanamir—. Ve a la cocina y consigue carne y un poco de pan, Sleet ha trabajado duro. Necesita más alimento, y el vino no basta.

Sleet reflejaba simple cansancio, no tensión y enojo como antes. Extendió el brazo.

—Tu alma es cordial y amable, Valentine. Tu espíritu es bondadoso y risueño.

—He hecho mía tu pena.

—Guardaré mejor mi furia —dijo Sleet—. Y tienes razón, Valentine. Practicamos el malabarismo para nosotros mismos. Ellos son un factor incidental. No debería haberlo olvidado.

Durante su estancia en Pidruid, Valentine vio otras dos veces el número del malabarismo a ciegas. Dos veces más vio a Sleet abandonando airosamente el escenario, rígido y agotado. Valentine comprendió que la atención de los espectadores no era proporcionada con la fatiga de Sleet. El ejercicio era endemoniadamente difícil, eso era todo, y el hombrecillo pagaba un elevado precio por su destreza. Cuando vio sufrir a Sleet, Valentine hizo todo lo que pudo para consolarlo y animarlo. Servir así al otro hombre constituyó un gran placer para Valentine.

Otras dos veces, también, Valentine tuvo horribles sueños. Una noche se le presentó el Pontífice y requirió su presencia en el Laberinto. Valentine obedeció, recorrió los numerosos pasadizos e incomprensibles avenidas, con la imagen del viejo Tyeveras flotando ante él igual que un fuego fatuo, guiándole hacia el núcleo. Finalmente llegó a cierto reino interior del Laberinto y el Pontífice se esfumó de repente. Valentine se encontró solo en un vacío de fría luz verde, sin punto de apoyo, cayendo inevitablemente hacia el centro de Majipur. Y otra noche se le apareció la Corona en una carroza que cruzaba Pidruid. El príncipe le hizo señas y le invitó a participar en un juego de fichas. Tiraron los dardos, movieron las fichas, jugándose un paquetito de blanqueados nudillos. Cuando Valentine preguntó a quién pertenecían los nudillos, lord Valentine se echó a reír, se estiró el rígido fleco negro que era su barba, fijó sus deslumbrantes y duros ojos en él y le dijo, «Mira tus manos». Valentine obedeció, y sus manos no tenían dedos, eran meras bolas rosadas que brotaban de sus muñecas.

Una vez más, Valentine compartió estos sueños con Carabella y Sleet. Pero sus amigos no le ofrecieron interpretación alguna: se limitaron a reiterar su consejo de que Valentine debía recurrir a cierta sacerdotisa del mundo de los sueños en cuanto salieran de Pidruid.

La marcha era inminente. Las fiestas tocaban a su fin y los barcos de la Corona ya no estaban en el puerto. Las carreteras estaban atestadas por el flujo de gente de la provincia que abandonaban la capital para volver al hogar. Zalzan Kavol dio órdenes a los miembros de su compañía para que aquella misma mañana terminaran todo lo que quedaba por hacer en Pidruid, ya que el Día Marino por la tarde se pondrían en camino. El anuncio dejó a Shanamir extrañamente silencioso, y abatido. Valentine reparó en el malhumor del zagal.

—Creía que estarías ansioso por partir. ¿Te apena dejar una ciudad tan excitante?

Shanamir sacudió la cabeza.

—Me iría ahora mismo.

—Entonces, ¿qué ocurre?

—Ayer por la noche soñé con mi padre y con mis hermanos. Valentine sonrió.

—¿Ya tienes nostalgia, y aún no has salido de la provincia?

—No es nostalgia —dijo tristemente Shanamir—. Ellos estaban atados y tendidos en medio de la carretera. Yo conducía una manada. Me pidieron ayuda a gritos y yo seguí adelante, y pasé sobre sus indefensos cuerpos. No hace falta recurrir a un oráculo para interpretar este sueño.

—¿Te sientes culpable por abandonar las obligaciones que tienes en tu casa?

—¿Culpable? Sí. ¡El dinero!. —dijo Shanamir. Hablaba con irritación, como un hombre que intenta explicar algo a un niño de torpe comprensión. Dio una palmada en su cintura—. El dinero, Valentine. Llevo aquí los ciento sesenta reales de la venta de los animales, ¿lo has olvidado? ¡Una fortuna! ¡Suficiente para que mi familia viva este año y parte del siguiente! Mi padre está pendiente de que yo vuelva sano y salvo a Falkynkip con el dinero.

—¿Y planeabas no entregarle ese dinero?

—Zalzan Kavol me contrató. ¿Y si su ruta no pasa por allí? Si llevo el dinero a casa, es posible que nunca os vuelva a encontrar en Zimroel. Si me voy con los malabaristas, robaré el dinero de mi padre, el dinero que está esperando, el dinero que le hace falta. ¿Comprendes?

—Eso tiene fácil solución —dijo Valentine—. ¿A qué distancia de aquí está Falkynkip?

—A dos días yendo deprisa, o tres yendo normal.

—Bastante cerca. La ruta de Zalzan Kavol, no me cabe duda, aún no está determinada. Hablaré con él ahora mismo. Cualquier población será buena para él. Le persuadiré para que siga el camino de Falkynkip. Cuando estemos cerca de la finca de tu padre, te escabullirás por la noche, entregarás el dinero a uno de tus hermanos y volverás con nosotros antes del amanecer. Así no habrá responsabilidad que te ate y podrás seguir tu camino.

Shanamir abrió mucho los ojos.

—¿Crees que podrás obtener un favor de ese skandar? ¿Cómo?

—Lo intentaré.

—Se enfadará y te tirará al suelo de un golpe si le pides algo. Él no quiere intromisiones en sus planes, de la misma manera que tú no permitirías que un rebaño de blaves tuviera voz y voto a la hora de decidir cómo has de llevar tus asuntos.

—Hablaré con él —dijo Valentine—, y ya veremos. Tengo motivos para pensar que Zalzan Kavol no es tan duro por dentro como le gusta hacernos creer. ¿Dónde está?

—Revisando su vagón, preparándolo para el viaje. ¿Sabes dónde está?

—Cerca de la zona marítima —dijo Valentine—. Sí, lo sé.

Los malabaristas viajaban entre ciudades en un magnífico vagón que estaba aparcado en un solar a varias manzanas de la posada, puesto que era muy ancho para recorrer las callejuelas. Era un vehículo imponente y costoso, noble y majestuoso, construido con exquisita maestría por artesanos de una provincia interior. La estructura principal del vagón estaba formada por largas varas de madera ligera y flexible, hábilmente unidas con una cola incolora y fragante hasta formar amplias tiras que se ataban con elásticos juncos procedentes de las marismas meridionales. Sobre este elegante armazón había cubiertas de piel de estaca, muy tensas y sujetas mediante gruesas fibras amarillas extraídas de los cartilaginosos cuerpos de los mismos seres estaca.

Al acercarse, Valentine encontró a Erfon Kavol y otro skandar, Gibor Haern, ambos engrasando con diligencia las guarniciones del vagón. Del interior surgían graves, estruendosos gritos de furia, tan fuertes y violentos que el vagón parecía oscilar de un lado a otro.

—¿Dónde está vuestro hermano? —preguntó Valentine.

Gibor Haern señaló el vagón con un desabrido gesto.

—No sería sensato entrometerse ahora.

—Tengo que hablarle de un asunto.

Él está hablando de un asunto —dijo Erfon Kavol— con un ladrón, con ese brujo de poca monta al que pagamos para que nos guíe por las provincias, y que pretende despedirse de nuestro servicio justo cuando estamos a punto de partir. Entra, si quieres, pero lo lamentarás.

Los gritos de enojo se hicieron más clamorosos. De pronto se abrió la puerta del vagón y apareció un diminuto personaje, un acartonado vroon, viejo, no más grande que un juguete, una muñeca, una insignificante criatura ligera como una pluma. Tenía unas extremidades tentaculares de aspecto glutinoso, la piel era de un pálido tinte verdoso, y los enormes ojos dorados brillaban de miedo en aquel momento. Una mancha que tal vez fuera de sangre amarilla cubría la delgada mejilla del vroon muy cerca del pico que tenía como boca.

Zalzan Kavol salió un instante más tarde, una figura terrorífica en el umbral, con el pelo erizado de rabia mientras sus inmensas manos similares a cestas batían el aire en gestos de impotencia.

—¡Cogedlo! —gritó a sus hermanos—. ¡Que no se escape!

Erfon Kavol y Gibor Haern se levantaron pesadamente y formaron un tosco muro para impedir la huida del vroon. El menudo ser, atrapado, dominado por el pánico, se detuvo, dio media vuelta y se lanzó hacia las rodillas de Valentine.

—¡Señor! —murmuró el vroon, fuertemente agarrado a Valentine—. ¡Protegedme! ¡Ese skandar está loco y me matará de rabia!

—Que no se mueva, Valentine —dijo Zalzan Kavol. El skandar se acercó. Valentine ocultó detrás de él al acobardado vroon frente a Zalzan Kavol.

—Domina tu malhumor, por favor. Si matas a este vroon jamás saldremos de Pidruid.

—No pretendo matar —retumbó la voz de Zalzan Kavol—. No tengo ningún deseo de pasarme la vida recibiendo envíos repulsivos.

—Él no pretende matar —dijo trémulamente el vroon—, sólo quiere arrojarme contra una pared con toda su fuerza.

—¿Por qué esta riña? —dijo Valentine—. Tal vez yo pueda hacer de mediador.

Zalzan Kavol le miró amenazadoramente.

—Esta disputa no te incumbe. Apártate, Valentine.

—Mejor que no lo haga, hasta que se calme tu furia.

Los ojos de Zalzan Kavol llamearon. Avanzó hasta quedar a menos de un metro de Valentine, y éste percibió el olor, agudizado por la cólera, del revuelto pelo del skandar. Zalzan Kavol seguía ardiendo de ira. Es posible, pensó Valentine, que nos arroje a los dos contra la pared. Erfon Kavol y Gibor Haern observaban sin intervenir: quizás era la primera vez que veían a alguien retando a su hermano. Hubo silencio durante interminables instantes. Las manos de Zalzan Kavol se retorcieron de un modo convulsivo, pero él se quedó donde estaba.

—Este vroon es el mago Autifon Deliamber —dijo por fin—, al que contraté para que me guiara por las rutas del interior y para que me protegiera de las supercherías de los cambiaspectos. Toda esta semana ha gozado de la fiesta en Pidruid a costa de mí. Ahora es el momento de partir y me dice que busque otro guía, que él ha perdido interés en viajar de pueblo en pueblo. ¿Opinas que así se respetan los contratos, mago?

—Soy viejo y estoy cansado —contestó el vroon—, y mi magia decae, y a veces creo que empiezo a olvidar la ruta. Pero si lo deseas, a pesar de todo, te acompañaré como estaba previsto, Zalzan Kavol.

El skandar estaba asombrado.

—¿Qué?

—He cambiado de opinión —dijo tranquilamente Autifon Deliamber mientras deshacía su temerosa presa de las piernas de Valentine y se ponía a la vista de todos. El vroon enrolló y abrió sus numerosos miembros, elásticos y sin huesos, como si los descargara de una terrible tensión, y miró resueltamente al enorme skandar—. Respetaré mi contrato —prometió.

—Durante hora y media has jurado que te quedarías en Pidruid —dijo Zalzan Kavol, perplejo—. Te has desentendido de mis ruegos e incluso de mis amenazas, me has puesto tan furioso que estaba dispuesto a convertirte en gelatina, con penoso daño tanto para mí como para ti, pues los hechiceros muertos son de poca utilidad y el Rey de los Sueños me habría torturado horriblemente por un acto así. Y tú has seguido con tu testarudez, te has negado a cumplir el contrato y me has dicho que buscara un guía en otro lugar. ¿Y ahora, de repente, te retractas de todo eso?

—Así es.

—¿Tendrías la amabilidad de explicarme por qué?

—Ninguna razón concreta —dijo el vroon—, como no sea que este joven me place, que admiro su valentía, su amabilidad y la cordialidad de su alma, y porque si él va contigo yo seguiré contigo, por él y por nada más. ¿Satisface eso tu curiosidad, Zalzan Kavol?

El skandar refunfuñó, balbuceó en el colmo de la exasperación e hizo feroces gestos con las manos externas, como si intentara soltarlas de una maraña de enredaderas cazapájaros. Por un momento pareció que iba a estallar en otro arrebato de irrefrenable ira, que sólo estaba dominándose gracias a un supremo esfuerzo.

—Fuera de mi vista, mago —dijo por fin—, antes de que te lance contra una pared de todas formas. Y que el Divino guarde tu vida si esta tarde no estás aquí para partir con nosotros.

—La segunda hora después del mediodía —dijo Autifon Deliamber en cortés tono—. Seré puntual, Zalzan Kavol. —Y dirigiéndose a Valentine, añadió—: Le doy las gracias por protegerme. Estoy en deuda con usted, y le pagaré antes de lo que piensa.

El vroon se alejó rápidamente.

—Ponerte entre los dos ha sido una tontería, Valentine —dijo Zalzan Kavol al cabo de unos instantes—. Pude haber sido violento.

—Lo sé.

—¿Y si yo os hubiera herido a los dos?

—Creí que contendrías tu ira. Así ha sido, ¿no?

Zalzan Kavol ofreció a Valentine el sombrío gesto equivalente en un skandar a una sonrisa.

—Contuve mi ira, cierto, pero sólo porque me asombró tu insolencia, sólo porque me detuvo la sorpresa. Un momento más… o si Deliamber hubiera insistido en contrariarme…

—Pero él se avino a respetar el contrato —observó Valentine.

—Sí, es cierto. Y supongo que yo también estoy en deuda contigo. Buscar otro guía habría significado un retraso de varios días. Te lo agradezco, Valentine —dijo Zalzan Kavol con torpe gracia.

—¿Realmente existe una deuda entre ambos? El recelo hizo que el skandar se pusiera repentinamente tenso.

—¿Qué pretendes?

—Necesito que me concedas un favor insignificante. Puesto que te he hecho un servicio, ¿no puedo pedir algo a cambio?

—Sigue. —La voz de Zalzan Kavol reflejó frialdad. Valentine respiró profundamente.

—El chico, Shanamir, es de Falkynkip. Tiene un recado urgente que hacer allí antes de emprender el viaje. Un asunto de honor familiar.

—En ese caso, que vaya a Falkynkip y que nos busque después.

—Teme no poder encontrarnos si se separa de nosotros.

—¿Qué estás pidiéndome, Valentine?

—Que dispongas nuestra ruta de manera que pasemos a pocas horas de camino del hogar del chico.

Zalzan Kavol miró maliciosamente a Valentine.

—Mi guía me dice que el contrato no tiene valor —se lamentó—. Un malabarista novato me impide tomar medidas, y por último se me pide que planee el recorrido en provecho del honor familiar de un mozo de cuadra. Un día cada vez más agotador, Valentine.

—Si no tienes compromisos urgentes en otro lugar —dijo Valentine con optimismo—, Falkynkip sólo está a dos o tres días de camino hacia el nordeste. Y el chico…

—¡Ya basta! —gritó Zalzan Kavol—. Iremos por la ruta de Falkynkip. Y después se acabaron los favores. Y ahora, vete. ¡Erfon! ¡Haern! ¿Está listo el vagón para partir?

11

El vagón de la compañía de Zalzan Kavol era tan espléndido por dentro como por fuera. El suelo estaba formado por oscuros y relucientes tablones de madera de flor nocturna, pulidos hasta lograr un brillante acabado y clavados con gran habilidad. En la parte trasera, la destinada a los pasajeros, graciosas ristras de semillas y espigas secas pendían del arqueado techo, y las paredes estaban cubiertas de pieles con dibujos en forma de remolino, intrincadas tallas incrustadas y banderas de finísimo tejido. Allí había sitio para cinco o seis personas del tamaño de un skandar, si bien no con excesiva holgura. El centro del vagón se reservaba para guardar pertenencias, baúles, fardos y material de malabarismo, todos los accesorios de la compañía, y en la parte delantera, sobre un saliente, sobre una plataforma al aire libre, estaba el asiento del conductor, suficiente para dos skandars o tres humanos.

Pese a su enormidad y majestuosidad, pese a que era un vehículo digno de un duque o incluso de la Corona, el vagón era completamente grácil, tan ligero que flotaba sobre una columna vertical de aire caliente generada por los rotores magnéticos que giraban en la panza. Los rotores seguirían girando mientras Majipur girara sobre su eje, y cuando los rotores funcionaban, el vagón se levantaba aproximadamente medio metro por encima del suelo, de modo que un tronco de monturas adecuadamente enjaezadas no tenían dificultades para arrastrarlo.

A últimas horas de mañana terminaron de cargar el vagón y fueron a comer a la posada. Valentine se sorprendió al ver que el yort de las patillas pintarrajeadas de color naranja, Vinorkis, llegaba y tomaba asiento junto a Zalzan Kavol. El skandar golpeó la mesa para pedir atención.

—¡Os presento a nuestro nuevo representante! —bramó Zalzan Kavol—. ¡Se llama Vinorkis y me ayudará a obtener contratos, velar por nuestras propiedades y resolver todos los quehaceres que ahora me agobian!

—¡Oh, no! —murmuró Carabella en voz baja—. ¿Ha contratado a un yort? ¿A ese tan extraño que ha estado mirándonos desde hace una semana?

Vinorkis les ofreció una desagradable sonrisa yort, que dejó al descubierto las triples fajas de elástico cartílago que le servían para masticar, y observó a todos con ojos saltones.

—¡Así que iba en serio lo de unirse a nosotros! —dijo Valentine—. Pensé que era una broma, por lo que dijo de hacer malabares con cifras.

—Todo el mundo sabe que los yorts jamás bromean —dijo gravemente Vinorkis, y prorrumpió en sonoras carcajadas.

—¿Y qué pasará con su negocio de pieles de haigus?

—Vendí todas las existencias en el mercado —replicó el yort—. Y pensé en ustedes, gente que no sabe dónde estará mañana, y que no se preocupan por ello. Eso me causó admiración. Me causó envidia. Me pregunté, ¿vas a seguir vendiendo pieles de haigus toda tu vida, Vinorkis, o prefieres intentar otra cosa? ¿Una vida viajera, quizá? Por eso ofrecí mis servicios a Zalzan Kavol cuando me enteré por casualidad de que necesitaba un ayudante. ¡Y aquí estoy!

—Y aquí está —dijo agriamente Carabella—. ¡Bienvenido!

Después de una abundante comida, se prepararon para partir. Shanamir sacó del establo el cuarteto de monturas de Zalzan Kavol, condujo los animales hasta el vagón y les habló en tonos suaves y tranquilizadores mientras los skandars los enganchaban. Zalzan Kavol cogió las riendas. Su hermano Heitrag se sentó a su lado, con Autifon Deliamber apretado junto a los anteriores. Shanamir, montado en una cabalgadura, se quedó fuera. Valentine trepó al confortable y elegante cuarto de pasajeros en compañía de Carabella, Vinorkis, Sleet y los otros cuatro skandars. Tuvieron que cambiar la posición de brazos y piernas para que todos cupieran cómodamente.

—¡Arre! —gritó bruscamente Zalzan Kavol, y empezó la marcha.

Salieron por la Puerta de Falkynkip y se dirigieron hacia el este por la gran carretera utilizada por Valentine para entrar en Pidruid el Día Lunar de hacía tan sólo una semana.

El calor veraniego resultaba agobiante en la llanura costera, y el ambiente era brumoso y húmedo. Las espectaculares flores de las palmeras flamígeras habían empezado a marchitarse y decaer, y la carretera estaba llena de pétalos caídos, como una nevada escarlata. El vagón disponía de varias ventanas, delgadas y duras hojas de piel de la mejor calidad, cuidadosamente encajadas, perfectamente transparentes. En medio de un extraño, solemne silencio, Valentine vio que menguaba y desaparecía la gran ciudad de once millones de almas, Pidruid, en la que él había actuado ante la Corona, en la que había saboreado raros vinos y picantes comidas, en la que había gozado una noche de fiesta en los brazos de la morena Carabella.

La carretera se extendía ante él y ¿quién sabía los viajes que le aguardaban, las aventuras que correría?

Valentine no tenía plan alguno, estaba abierto a todos los planes. Experimentaba el ardiente deseo de volver a hacer juegos malabares, de aprender nuevos ejercicios, de completar el aprendizaje y participar en complicados números junto a Sleet y Carabella, e incluso actuar con los mismos skandars. Sleet le había hecho una advertencia: sólo un maestro del malabarismo podía arriesgarse a actuar con skandars, puesto que el doble par de brazos de éstos les proporcionaba una ventaja que ningún humano podía esperar igualar. Pero Valentine había visto a Sleet y a Carabella en un ejercicio conjunto con los skandars, y quizá con el tiempo lograría hacer lo mismo. ¡Elevada ambición!, pensó Valentine. ¡Llegar a ser un maestro digno de hacer malabares junto con Zalzan Kavol y sus hermanos era el colmo!

—De repente tienes un aspecto muy feliz, Valentine —dijo Carabella.

—¿Es cierto?

—Igual que el sol. Radiante. Brota luz de tu cara.

—El pelo rubio —dijo afablemente Valentine—. El pelo rubio crea esa impresión.

—No, no. Una sonrisa repentina que… Valentine apretó la mano de Carabella.

—Estaba pensando en lo que nos espera. Una vida libre y saludable. Errar en zigzag por Zimroel, hacer un alto para actuar, aprender nuevos ejercicios. ¡Quiero ser el mejor malabarista humano de Majipur!

—Tienes buenas posibilidades —dijo Sleet—. Tu destreza natural es enorme. Sólo necesitas aprender.

—Para eso cuento contigo y con Carabella.

—Y mientras tú pensabas en malabarismo, Valentine —dijo en voz baja Carabella—, yo estaba pensando en ti.

—Y yo en ti —susurró Valentine, azorado—. Pero tenía vergüenza de decirlo en voz alta.

El vagón ya había llegado al tortuoso camino del crestón que ascendía hacia la gran meseta interior. El vehículo avanzó con lentitud. En algunos puntos las curvas de la ruta eran tan cerradas que el vagón apenas lograba efectuar los virajes, pero Zalzan Kavol era tan hábil conduciendo como haciendo juegos malabares, y el vehículo pasó sin problemas las arduas sinuosidades. No tardaron en alcanzar el punto superior de la cresta. La distante Pidruid parecía un mapa de sí misma, una vista sin relieve, escorzada, abrazada a la costa. El ambiente que encontró allí arriba el vagón no era más seco pero apenas más fresco, y a últimas horas de la tarde se inflamó de un modo atroz, produciendo un desecante calor del que nadie se liberó antes del ocaso.

Esa noche se detuvieron en un polvoriento pueblo de la meseta atravesado por el camino de Falkynkip. Valentine tuvo un nuevo sueño perturbador mientras reposaba en un irritante colchón relleno de paja: una vez más se encontró entre los Poderes de Majipur. En una vasta sala cuyo suelo de piedra producía constantes ecos, el Pontífice ocupaba su trono en un extremo y la Corona se hallaba en otro, y en el techo había un terrorífico ojo luminoso, un sol de pequeño tamaño, que despedía una cruel luz blanca. Valentine llevaba cierto mensaje de la Dama de la Isla, pero no sabía si debía darlo al Pontífice o a la Corona, y ambos poderes retrocedían hasta el infinito en cuanto Valentine intentaba acercarse a uno de ellos. Durante toda la noche recorrió de un lado a otro el frío y resbaladizo suelo, con las manos extendidas en señal de súplica bien hacia un Poder, bien hacia el otro, y ni una sola vez logró aproximarse un poco.

Valentine soñó de nuevo con el Pontífice y la Corona durante la noche siguiente, en un pueblo de las afueras de Falkynkip. Fue un sueño borroso, y Valentine sólo conservó el recuerdo, en forma de impresiones, de temibles personajes reales, enormes y pomposas asambleas y frustradas comunicaciones. Despertó con una sensación de profunda y penosa tristeza. Era indudable que estaba recibiendo sueños de gran importancia, pero él estaba incapacitado para interpretarlos.

—Los Poderes te obsesionan y no te dejarán descansar —le dijo Carabella por la mañana—. Pareces atado a ellos por irrompibles cuerdas. No es natural que sueñes con tanta frecuencia en seres tan poderosos. Creo que no hay duda, son envíos.

Valentine asintió.

—Con el calor del día me parece notar las frías manos del Rey de los Sueños que aprietan mis sienes. Y cuando cierro los ojos, los dedos del Rey penetran en mi alma.

El sobresalto brilló fugazmente en los ojos de Carabella.

—¿Estás seguro de que son envíos del Rey?

—No, seguro no. Pero creo que…

—Tal vez la Dama…

—La Dama envía sueños dulces, más suaves. Así lo creo —dijo Valentine—. Mucho me temo que estos envíos son del Rey. ¿Pero qué quiere él de mí? ¿Qué crimen he cometido?

Carabella arrugó la frente.

—En Falkynkip, Valentine, consulta a un oráculo, tal como prometiste.

—Lo haré, sí.

Autifon Deliamber intervino de un modo inesperado.

—¿Me permite una recomendación? —dijo. Valentine no había visto acercarse al diminuto y enjuto vroon. Bajó los ojos, sorprendido.

—Perdóneme —dijo espontáneamente el vroon—. Le he oído por casualidad. Le preocupan esos… ¿envíos, opina usted?

—No pueden ser otra cosa.

—¿Está seguro?

—No estoy seguro de nada. Ni siquiera de mi nombre, o del suyo, o del día de la semana.

—Los envíos raramente son ambiguos. Cuando habla el Rey, o la Dama, lo sabemos con certeza —dijo Deliamber. Valentine sacudió la cabeza.

—Mi mente está nublada estos días. Nada me parece seguro. Pero estos sueños me angustian, y necesito respuestas, aunque apenas sé cómo formular las preguntas.

El vroon extendió un miembro y cogió la mano de Valentine con uno de sus tentáculos, delicado y complejamente ramificado.

—Confíe en mí. Su mente puede estar nublada, pero no la mía, y veo claramente. Me llamo Deliamber, usted es Valentine, hoy es Día Quinto de la novena semana de verano, y en Falkynkip vive una intérprete de sueños, Tisana, que es mi amiga y aliada, y que le ayudará a encontrar la senda correcta. Vaya a verla y dígale que yo le mando saludos y cariño. Ha llegado la hora de que empiece a recobrarse del daño que le atormenta, Valentine.

—¿Daño? ¿Daño? ¿Qué daño es ése?

—Vaya a ver a Tisana —insistió Deliamber.

Valentine buscó a Zalzan Kavol, que estaba hablando con un habitante del pueblo. El skandar acabó por fin, y atendió a Valentine.

—Te pido que me dejes pasar la noche del Día Estelar lejos de la compañía, en Falkynkip.

—¿También es un asunto de honor familiar? —preguntó irónicamente Zalzan Kavol.

—Es un asunto de índole privada. ¿Podré hacerlo?

El skandar encogió sus cuatro hombros en un complejo gesto.

—Hay algo extraño en ti, algo que me molesta. Pero haz lo que deseas. De todas formas actuaremos en Falkynkip mañana, en la feria del mercado. Duerme donde te plazca, pero deberás estar listo para partir a primeras horas de la mañana del Día Solar. ¿De acuerdo?

12

Falkynkip no era nada comparada con la inmensa extensión de Pidruid, pero igualmente distaba mucho de ser insignificante. Era cabeza de partido, la metrópoli de una región ganadera de gran amplitud. Aproximadamente setecientos cincuenta mil habitantes vivían en Falkynkip y sus alrededores, y cinco veces más en la zona rural fronteriza. Pero el ritmo de la ciudad era distinto al de Pidruid, observó Valentine. Ello podía estar relacionado con la situación de Falkynkip en una meseta seca y calurosa, no junto a la templada y húmeda costa. Pero la gente se movía de un modo pausado, imperturbable, sin prisas.

El zagal, Shanamir, brilló por su ausencia el Día Estelar. La noche anterior se fue a escondidas hacia la granja de su padre, varias horas de camino al norte de la ciudad, donde —según explicó a Valentine la mañana siguiente— dejó el dinero que había ganado en Pidruid y una nota explicando que se iba en busca de aventuras y sabiduría. Después regresó con el mismo sigilo. Pero Shanamir no esperaba que su padre se tomara a la ligera la pérdida de un trabajador tan diestro y útil, y temiendo que le buscaran los agentes municipales, propuso ocultarse en el vagón durante el resto de su estancia en Falkynkip. Valentine explicó la situación a Zalzan Kavol, que manifestó su aprobación con la acre benevolencia que le caracterizaba.

Esa tarde, en la feria, los malabaristas protagonizaron una airosa marcha encabezada por Carabella y Sleet, él tocando un tambor y ella agitando una pandereta y cantando una rítmica copla:

Vale la pena gastar un real,

Nobles amigos, vengan a observar

Milagros, prodigios en el aire,

¡Vean nuestros juegos malabares!

Vale la pena que anden un poco,

Nobles amigos, aquí habrá gozo.

Tazas y platos, bolas y sillas…

¡Contemplen la aérea maravilla!

Vale la pena perder unas horas,

Aquí haremos rodar su congoja.

Una moneda bien invertida,

¡Y tendrán sorpresas y alegría!

Pero hacer prodigios en el aire y causar admiración era una pretensión muy alejada del humor que Valentine tenía aquel día, y actuó mal. Se sentía tenso e intranquilo tras muchas noches de agitado sueño, y estaba inflamado por ambiciones que no correspondían a su actual pericia, detalle que le llevó a sobrepasarse. Las mazas cayeron al suelo dos veces, pero Sleet le había enseñado maneras de fingir que el error formaba parte del número, y el gentío se mostró indulgente. Mostrarse indulgente con uno mismo era mucho más arduo. Valentine se alejó tristemente hacia un puesto de vino mientras los skandars ocupaban el centro del escenario.

Observó la actuación desde lejos. Las seis enormes e hirsutas criaturas agitaron sus veinticuatro brazos con gestos precisos y perfectos. Cada skandar hizo malabares con siete cuchillos sin dejar de lanzar unos y recibir otros, y el efecto fue espectacular, la tensión extrema, durante el silencioso intercambio de afiladas armas. Los plácidos vecinos de Falkynkip quedaron fascinados.

La visión de los skandars hizo que Valentine lamentara sobremanera su defectuosa actuación. Al salir de Pidruid había ansiado volver a actuar ante el público, sus manos se habían retorcido deseosas de mazas y bolas, y acababa de tener una oportunidad y se había comportado torpemente. Daba igual. Habría otras plazas del mercado, otras ferias. La compañía recorrería Zimroel entero, año tras año, y él deslumbraría a los espectadores, la gente aclamaría a Valentine el malabarista, le pedirían que repitiera sus números, hasta que el mismísimo Zalzan Kavol estuviera desesperadamente celoso. Sería rey de los malabaristas, sí, un monarca, la Corona de los artistas. ¿Por qué no? Tenía talento. Valentine sonrió. Su malhumor estaba abandonándole. ¿Gracias al vino, o porque estaba reafirmándose su buen carácter natural? Al fin y al cabo, sólo hacía una semana que practicaba el arte, ¡y qué logros había alcanzado! ¿Quién sabía los prodigios de vista y tacto que realizaría con un par de años de práctica?

Autifon Deliamber se hallaba junto a él.

—Tisana estará en la Calle de los Aguadores —dijo el menudo brujo—. Está esperándole.

—Así, pues, ¿le ha hablado de mí?

—No —dijo Deliamber.

—Pero ella me espera. ¡Ja! ¿Magia?

—Algo así —dijo el vroon al tiempo que contorcía las extremidades en un típico gesto vroon que equivalía a un encogimiento de hombros—. Vaya a verla inmediatamente.

Valentine asintió. Contempló el escenario: los skandars habían terminado y Sleet y Carabella estaban haciendo malabares con una sola mano. Qué elegancia de movimientos, pensó Valentine. Qué calma, qué confianza demuestran, qué gestos tan precisos… Y qué guapa es ella. Valentine y Carabella no habían hecho el amor otra vez desde la noche de la fiesta, pese a que de vez en cuando habían dormido uno al lado del otro. Había pasado una semana, y Valentine se había sentido lejos, separado de ella, aunque Carabella no le había ofrecido otra cosa más que calor y apoyo. Los sueños eran el problema. Los sueños dejaban vacío a Valentine, le distraían. Por lo tanto, iría a ver a Tisana para obtener una interpretación, y luego, tal vez mañana, abrazaría de nuevo a Carabella…

—Calle de los Aguadores —dijo a Deliamber—. Muy bien. ¿Hay algún letrero que indique su morada?

—Pregunte —dijo Deliamber.

Cuando Valentine se disponía a marcharse, Vinorkis salió de la parte trasera del vagón.

—Piensa pasar la noche en la ciudad, ¿no es cierto? —dijo el yort.

—Un recado —contestó Valentine.

—¿Desea compañía? —El yort emitió una de sus típicas carcajadas, áspera y sonora—. Podríamos ir juntos a varias tabernas, ¿no le parece? No me importaría alejarme del malabarismo durante algunas horas.

—Se trata de algo que debo hacer solo —dijo Valentine, intranquilo.

Vinorkis le miró unos instantes.

—No es usted muy amigable, ¿eh?

—Por favor. Es tal como le digo: debo ir solo. No voy a ir de taberna en taberna esta noche, créame.

El yort se encogió de hombros.

—De acuerdo. Como quiera, poco me importa. Sólo deseaba colaborar en su diversión… enseñarle la ciudad, llevarle a mis tabernas favoritas…

—En otra ocasión —dijo rápidamente Valentine.

Se adentró en Falkynkip. No fue difícil encontrar la Calle de los Aguadores. Falkynkip era una población ordenada, no un laberinto medieval como Pidruid, y en todos los cruces importantes había mapas urbanos claros y comprensibles. Pero localizar la casa de Tisana, la intérprete de sueños, fue una tarea más lenta, porque la calle era larga y las personas consultadas por Valentine se limitaron a señalar por encima del hombro, hacia el norte. Valentine avanzó resueltamente y al anochecer llegó a una casita toscamente entejada de un barrio residencial muy distante de la plaza del mercado. En la puerta, deteriorada por la intemperie, había dos símbolos de los Poderes y el triángulo inscrito en otro triángulo que era el emblema de la Dama de la Isla del Sueño.

Tisana era una lozana mujer de edad más que madura, robusta y de anormal estatura, de cara ancha y llamativa y una mirada fría y penetrante. Su cabello, abundante y suelto, de color oscuro jaspeado con franjas blancas, colgaba por debajo de sus hombros. Sus brazos, que brotaban desnudos de la bata de algodón gris que vestía, eran firmes y potentes, pese a las movedizas carnosidades que pendían de ellos. Tisana aparentaba ser una persona de gran fuerza y sabiduría.

La intérprete de sueños saludó a Valentine, llamándole por su nombre, y le deseó que se sintiera a gusto en su casa.

—Traigo para usted, como ya debe saber, los saludos y el cariño de Autifon Deliamber —dijo Valentine.

Tisana asintió gravemente.

—Él ya me había avisado, sí. ¡Ese truhán! Pero su cariño es digno de aceptación, pese a todas sus tretas. Transmítele mis saludos y mi cariño.

Tisana recorrió la oscura habitación para echar las cortinas y encender tres gruesas velas rojas y un poco de incienso. El mobiliario era escaso, sólo una alfombra aterciopelada de tonalidades grises y negras, con abundante pelusa, una venerable mesa de madera en la que estaban las velas y un alto armario ropero de estilo antiguo.

—Hace cuarenta años que conocí a Deliamber, ¿no te asombra? —dijo Tisana, mientras hacía los preparativos—. Nos conocimos en los primeros días del reinado de Tyeveras, en Piliplok, en la fiesta para recibir a la nueva Corona, lord Malibor, que se ahogó en una cacería de dragones de mar. Ese vroon diminuto ya era falso por entonces. Estábamos en la calle, vitoreando a lord Malibor, y Deliamber dijo, «Ese morirá antes que el Pontífice». Como alguien que anuncia lluvia cuando sopla viento del sur. Fue terrible, y así lo observé. Deliamber no se inmutó. Un asunto extraño, porque la Corona murió y el Pontífice sigue viviendo. ¿Qué edad piensas que tiene Tyeveras? ¿Cien años? ¿Ciento veinte?

—No tengo la menor idea —dijo Valentine.

—Es viejo, muy viejo. Ya era Corona mucho antes de entrar en el Laberinto. Y ha conocido a tres Coronas, ¿lo imaginas? Hasta es posible que viva más que lord Valentine. —Sus ojos se fijaron en los de Valentine—. Supongo que Deliamber también lo sabrá. ¿Quieres que bebamos un poco de vino?

—Sí —dijo Valentine, incómodo por culpa del carácter abierto y directo de la intérprete de sueños, y porque ella parecía conocerle muy bien mientras que él apenas se conocía.

Tisana sacó una garrafa de piedra tallada y sirvió dos generosos vasos. No era el picante vino de palmera flamígera de Pidruid, sino un líquido más oscuro, con más cuerpo, dulce y con un regusto a menta, jengibre y otras cosas más misteriosas. Valentine dio un rápido sorbo, y después otro, y en ese momento Tisana, sin darle más importancia, dijo:

—Contiene la droga, ya sabes.

—¿La droga?

—Para la interpretación.

—Ah. Sí, claro.

Su ignorancia le avergonzaba. Valentine enarcó las cejas y contempló el vaso. El vino era de color rojo oscuro casi púrpura, y en la superficie se veía la distorsionada cara de Valentine iluminada por la luz de las velas. ¿Cómo será el procedimiento?, se preguntó. ¿Debo empezar a narrar mis recientes sueños? Aguarda y ya se verá, aguarda y ya se verá. Apuró el vaso con rápidos y nerviosos sorbos e inmediatamente la anciana le sirvió otro y acabó de llenar el suyo, que apenas había probado.

—¿Ha pasado mucho tiempo desde tu última visita a un oráculo?

—Bastante, me temo.

—Es evidente. Ahora deberás pagarme, ya sabes. Seguramente el precio te parecerá más caro que el que recuerdas. Valentine buscó su bolsa.

—Ha pasado tanto tiempo.

—…que no te acuerdas. Ahora son diez coronas. Hay nuevos impuestos, y otras pejigueras. En tiempo de lord Voriax el precio era cinco coronas, y cuando empecé a interpretar sueños, durante el gobierno de lord Malibor, dos coronas o dos y media. ¿Es una carga para ti?

Era el pago semanal que Valentine recibía de Zalzan Kavol, alojamiento y comida aparte. Pero había llegado a Pidruid con mucho dinero en la bolsa, sin saber cuánto ni de dónde había salido, quizá sesenta reales, y aún le quedaba bastante. Entregó un real a la oráculo y la anciana dejó caer la moneda despreocupadamente en un cuenco de porcelana verde que había en la mesa. Valentine bostezó. Tisana le observó atentamente. Él volvió a beber, ella también, y los vasos estuvieron llenos enseguida. La mente de Valentine empezó a nublarse. Aunque acababa de anochecer, no tardaría en dormirse.

—Vamos a la alfombra de los sueños —dijo Tisana, y apagó dos de las tres velas.

Tisana se quitó la bata y quedó desnuda ante Valentine.

Fue un acto inesperado. ¿Acaso la interpretación de los sueños precisaba cierto tipo de contacto sexual? ¿Con una anciana? Aunque ella ya no aparentaba ser una vieja. Su cuerpo parecía veinte años más joven que su rostro; no era el cuerpo de una mujer joven, ni mucho menos, pero conservaba firmeza de carnes, rollizo aunque sin arrugas, con gruesos senos y fuertes y lisos muslos. Es posible que las intérpretes de sueños sean prostitutas sagradas, pensó Valentine. Tisana le indicó por señas que debía desnudarse, y Valentine obedeció. Se echaron juntos en la gruesa alfombra de lana, en la penumbra, y ella le abrazó. Pero no hubo rasgo erótico alguno en el abrazo, que fue quizás un gesto maternal, envolvente. Valentine se tranquilizó. Tenía la cabeza apoyada en el blando y cálido pecho de Tisana y le era difícil seguir despierto. El aroma de la mujer penetró con fuerza en la nariz de Valentine, un olor definido y agradable parecido al de los árboles aguja, nudosos y siempre jóvenes, que crecían en las altas cumbres del norte justo por debajo del límite de las nieves perpetuas, una fragancia precisa, nítida, pura.

—En el reino de los sueños sólo se habla un idioma, el de la verdad —musitó Tisana—. No tengas miedo, embarcamos juntos.

Valentine cerró los ojos.

Altas cumbres, sí, justo por debajo del límite de las nieves perpetuas. En los despeñaderos soplaba un viento fresco, pero Valentine no tenía frío, aunque sus pies descalzos pisaban un suelo reseco y pedregoso. Ante él había un sendero, un camino que descendía de un modo escarpado, cubierto por amplias losas grises que conducían a un valle cubierto de niebla. Valentine inició el descenso sin vacilación. Sabía que esas imágenes todavía no eran las de su sueño, que sólo se trataba del preludio, que sólo había iniciado el viaje nocturno y que aún se encontraba en el umbral del sueño. Pero al bajar encontró otras figuras que efectuaban el ascenso, otras figuras que le eran familiares por haberlas visto en noches recientes. Allí estaba el Pontífice Tyeveras, de apergaminada piel y arrugado rostro, subiendo penosamente, con débiles y temblorosos movimientos; lord Valentine, la Corona, que trepaba con resueltas y confiadas zancadas; el difunto lord Voriax, que flotaba serenamente justo sobre los escalones; el gran príncipe guerrero, lord Stiamot, surgido de una época de ocho mil años de antigüedad, que blandía un poderoso bastón en cuya punta remolineaban furiosas tormentas, y… ¿no era aquél el Pontífice Arioc, que seis mil años antes había abandonado el Laberinto para proclamarse mujer y convertirse en la Dama de la Isla del Sueño? ¿Y no eran aquéllos el gran gobernante lord Confalume y el igualmente grande lord Prestimion que le había sucedido, protagonistas de los dos gobiernos que permitieron a Majipur llegar a la cima del poderío y de la riqueza? Y a continuación subían Zalzan Kavol con el mago Deliamber en su espalda; Carabella, desnuda y morena, corriendo con inagotable vigor; Vinorkis, jadeante y saliéndosele los ojos; Sleet, haciendo malabares con bolas de fuego mientras ascendía; Shanamir y un lii que vendía humeantes salchichas; la gentil Dama de la Isla con sus dulces ojos; otra vez el anciano Pontífice; la Corona; un grupo de músicos y veinte yorts que llevaban al Rey de los Sueños, el terrible Simonan Barjazid, en una litera dorada… La niebla se había hecho más espesa, el ambiente más húmedo, y Valentine notó que respiraba a ráfagas, cortas y penosas, como si en vez de bajar de las alturas hubiera estado ascendiendo constantemente, avanzando con feroz esfuerzo sobre la línea de árboles aguja, hacia el escudo de granito de las elevadas montañas, descalzo sobre abrasadoras sogas de nieve, envuelto en grisáceos mantos de nubes que le impedían ver Majipur.

En el cielo se escuchó una música noble, austera: pavorosos coros de instrumentos de viento metálicos interpretaban solemnes y tétricas melodías dignas de la ceremonia de toma de posesión de la Corona. Y en realidad, alguien estaba vistiendo a Valentine: varios sumisos siervos le pusieron la capa ceremonial y la corona del estallido estelar, pero él hizo un gesto con la cabeza y la entregó a su hermano, el amenazador hombre del sable, y cogió la elegante vestidura, la desgarró y distribuyó los trozos entre los pobres. Estos usaron las tiras para vendarse los pies, y por todas las provincias de Majipur corrió la voz de que él había abdicado, renunciando al poder, y de nuevo se encontró en los escalones, bajando por la senda de la montaña en busca del nebuloso valle que se hallaba en el inalcanzable más allá.

«¿Pero por qué desciendes?», le preguntó Carabella, cerrándole el paso. Y Valentine no tenía respuesta a esa pregunta, de forma que cuando el menudo Deliamber señaló hacia arriba, él se encogió de hombros e inició pacientemente un nuevo ascenso. Vio campos de brillante color rojo con flores azuladas, y un lugar cubierto de hierba dorada con soberbios cedros de color verde. Valentine se dio cuenta de que no estaba en la vulgar montaña que había subido, bajado y subido de nuevo, sino en el mismo Monte del Castillo, que se proyectaba cincuenta kilómetros hacia el cielo. Comprendió que su meta era la turbadora estructura siempre en crecimiento que ocupaba la cima, el lugar donde moraba la Corona, la fortaleza denominada Castillo de Lord Valentine pero que no hacía mucho fue el Castillo de Lord Voriax, y años antes de Lord Malibor, y que en definitiva había ostentado los nombres de todos los poderosos príncipes que habían gobernado desde el Monte del Castillo. Todos los predecesores de lord Valentine dejaron su huella en el constante crecimiento del castillo y le dieron su nombre mientras vivieron en él, y la tradición se remontaba a lord Stiamot, el conquistador de los metamorfos, que fue el primero en habitar en el Monte del Castillo y el hombre que colocó el modesto letrero de «prohibida la entrada» del que había brotado el resto de la construcción. Reconquistaré el castillo, se dijo Valentine, y fijaré mi residencia en él.

Pero… ¿qué ocurría? ¡Miles de trabajadores estaban desmantelando el enorme edificio! La obra de demolición se hallaba muy avanzada, había alcanzado las alas externas. Los botareles y arcos construidos por lord Voriax, la soberbia sala de trofeos de lord Malibor, la gran biblioteca inaugurada por Tyeveras en sus tiempos de Corona y muchos otros salones eran ahora simples ladrillos pulcramente apilados en las laderas del monte. Y los obreros seguían progresando, hacia partes más antiguas, hacia la casa jardín de lord Confalume, la armería de lord Dekkeret y el archivo subterráneo de lord Prestimion, deshaciendo estos lugares ladrillo a ladrillo como langostas que arrasan los campos en el tiempo de la siega. «¡Esperad!», gritó Valentine. «¡Esto es innecesario! ¡He vuelto, llevaré de nuevo la capa y la corona!» Pero la obra destructora prosiguió, y el castillo parecía arena sometida al oleaje. Una tenue voz dijo: «Es tarde, es tarde, es demasiado tarde.» La atalaya de lord Arioc desapareció, igual que el observatorio de lord Kinniken con todos los aparatos para observar estrellas, igual que los parapetos de lord Thimin. El mismo Monte del Castillo empezó a temblar y oscilar, puesto que la destrucción de la fortaleza había roto su equilibrio. Los obreros corrían frenéticamente con ladrillos en las manos, en busca de lugares planos donde amontonarlos. Se había hecho la noche, una noche terrible y eterna, y ominosas estrellas que contenían el frío del espacio en lo alto del Monte del Castillo empezaron a fallar, el aire caliente fluyó hacia la luna y hubo sollozos en las profundidades del planeta. Valentine se encontró entre las escenas de destrucción y creciente caos, con los dedos estirados hacia las tinieblas.

Lo siguiente que vio Valentine fue que la luz matutina caía sobre sus ojos, y parpadeó y se incorporó, confuso, sin saber en qué posada estaba o qué había hecho la noche anterior, ya que se encontraba desnudo en una densa alfombra de lana, en una cálida y extraña habitación, y una anciana hacía algo, preparar té, tal vez…

Sí. Era Tisana, la intérprete de sueños, y Valentine estaba en Falkynkip, en la Calle de los Aguadores…

Su desnudez le inquietó. Se levantó y se vistió rápidamente.

—Bebe esto —dijo Tisana—. Prepararé el desayuno, puesto que por fin has despertado.

Valentine observó dubitativamente la taza que Tisana le dio.

—Té —dijo ella—. Simplemente té. El momento de soñar pasó hace mucho rato.

Valentine sorbió la bebida mientras Tisana se afanaba en la reducida cocina. Tenía el ánimo entumecido, como si estuviera embriagado de insensibilidad y hubiera llegado el momento de pagar la cuenta. Y sabía que había tenido extraños sueños, toda la noche repleta de sueños, pero no obstante su alma no experimentaba el malestar que le había sobrecogido al despertar en recientes mañanas. Sólo había ese entumecimiento, una calma curiosa, concentrada, casi un vacío. ¿Por qué motivo había visitado a una intérprete de sueños? Valentine comprendía tan pocas cosas… Era como un niño perdido en el vasto y complejo mundo.

Desayunaron en silencio. Tisana observó atentamente a Valentine al otro lado de la mesa. La noche anterior la anciana había hablado mucho antes de que la droga surtiera efecto, pero ahora se mostraba alicaída, pensativa, casi alejada, como si necesitara estar en otro sitio mientras se preparaba para interpretar el sueño de Valentine.

Finalmente Tisana recogió los platos.

—¿Cómo te sientes? —dijo.

—Tranquilo por dentro.

—Bien. Bien. Eso es importante. Estar confuso en el momento de despedirse de una intérprete de sueños es malgastar el dinero. Pero yo no tenía dudas. Tu espíritu es fuerte.

—¿Sí?

—Más fuerte de lo que tú crees. Reveses que aplastarían a una persona normal son incapaces de inmutarte. Eres indiferente al desastre y silbas ante el peligro.

— Habla usted de un modo muy general —dijo Valentine.

—Soy un oráculo, y los oráculos jamás son demasiado específicos —replicó cordialmente Tisana.

—Mis sueños… ¿son envíos? ¿Puede aclararme esto, al menos?

Tisana permaneció pensativa unos instantes.

—No estoy segura.

—¡Pero si ha compartido los sueños! ¿No puede saber inmediatamente si un sueño procede de la Dama o del Rey?

—Calma, calma, no es tan sencillo —dijo ella, mientras agitaba la mano ante Valentine—. Tus sueños no son envíos de la Dama, eso es lo que sé.

—En ese caso, ya que son envíos, deben ser del Rey.

—Aquí está la duda. En ciertos aspectos tiene el efluvio del Rey, sí, pero no parecen envíos. Sé que te resulta difícil desentrañar este misterio, tan difícil como a mí. Creo que el Rey de los Sueños observa tus actos y está preocupado por ti, pero no creo que haya entrado en tu sueño. Esto me confunde.

—¿Alguna vez le había sucedido algo parecido? La intérprete de sueños sacudió la cabeza.

—No.

—¿Ésta es pues la interpretación que obtengo? ¿Sólo nuevos misterios y preguntas sin respuesta?

—Aún no te he ofrecido la interpretación —respondió Tisana.

—Disculpe mi impaciencia.

—No tengo nada que disculpar. Ven, dame las manos, y haré la interpretación.

Tisana le cogió las manos encima de la mesa, las apretó, y estuvo mucho rato sin pronunciar palabra.

—Has caído de un lugar muy alto —dijo por fin—, y ahora debes emprender el ascenso, el regreso.

Valentine sonrió.

—¿Un lugar muy alto?

—El más alto posible.

—El lugar más alto de Majipur —dijo despreocupadamente Valentine— es la cima del Monte del Castillo. ¿Es ahí a donde quiere que suba?

—Ahí, sí.

—Me impone un ascenso muy pronunciado. Podría agotar toda mi vida para llegar y subir al monte.

—Sin embargo, lord Valentine, ese ascenso te aguarda, y no soy yo quien te lo impide.

Valentine se quedó perplejo al escuchar que la anciana le daba el tratamiento real, y después prorrumpió en carcajadas ante la estupidez y la insipidez de aquel chiste.

—¡Lord Valentine! ¿Lord Valentine? No, me hace un honor excesivo, señora Tisana. Nada de lord Valentine. Sólo Valentine, Valentine el malabarista, eso es todo, el más novato de la compañía de Zalzan Kavol el skandar.

Tisana no dejó de mirarle.

—Te ruego que me perdones —dijo suavemente—. No quería ofenderte.

—¿Ofenderme por eso? Pero no me dé títulos reales, por favor. Una vida de malabarista es bastante real para mí, aunque a veces mis sueños sean de altos vuelos.

Los ojos de la anciana no se apartaban de Valentine.

—¿Quieres más té? —preguntó.

—Prometí al skandar que estaría listo para partir a primeras horas de la mañana, y por consiguiente debo irme pronto. ¿Qué otros detalles de interés tiene la interpretación?

—La interpretación ha terminado —dijo Tisana.

Valentine no esperaba esa respuesta. Aguardaba interpretación, análisis, explicaciones, consejos… Y lo único que había obtenido de Tisana…

—He caído y debo trepar para volver. ¿Eso es todo lo que va a decirme a cambio de un real?

—Todos los precios aumentan estos días —dijo Tisana sin demostrar rencor—. ¿Te sientes embaucado?

—No. La visita ha sido valiosa, a su manera.

—Cortés respuesta, aunque falsa. Sin embargo, aquí has recibido algo valioso. El tiempo disipará tus dudas. —Tisana se levantó, y Valentine hizo lo mismo. La mujer reflejaba confianza y vigor—. Te deseo buen viaje —le dijo— y un feliz ascenso.

13

Autifon Deliamber fue el primero en saludar a Valentine cuando éste volvió de su visita a Tisana. En el silencio del alba, el diminuto vroon estaba haciendo extraños juegos malabares cerca del vagón, con fragmentos de una sustancia cristalina que brillaba como el hielo. Pero se trataba de un malabarismo mágico, porque Deliamber fingía lanzar y recoger cuando en realidad estaba moviendo los fragmentos únicamente con fuerza mental. El vroon se hallaba debajo de la brillante cascada y las destellantes astillas describían un círculo en el aire, igual que una corona luminosa, y permanecían en lo alto pese a que Deliamber no las tocaba.

Al ver que se acercaba Valentine, el vroon torció las puntas de sus tentáculos y los cristalinos fragmentos se unieron instantáneamente formando un apretado montón que Deliamber asió con gesto resuelto. El vroon mostró los fragmentos a Valentine.

—Son trozos de un templo de Dulorn, la ciudad de los gayrogs, a pocos días de viaje al este de aquí. Un lugar de mágica belleza. ¿Ha estado allí?

Los enigmas de la última noche seguían abrumando a Valentine, y a una hora tan temprana no tenía ganas de aguantar el extravagante humor del vroon.

—No lo recuerdo —contestó indiferente.

—Si hubiera estado, lo recordaría. Una ciudad de luz, una ciudad de poesía petrificada. —El pico del mago castañeó: una especie de sonrisa entre los vroones—. O tal vez no lo recordaría. Supongo que no, ha olvidado tantas cosas… Pero volverá a estar allí.

—¿Volveré? Nunca he estado allí.

—Si estuvo una vez, volverá a estar cuando lleguemos allí. En caso contrario, no. Sea como sea, Dulorn es nuestra próxima parada, así lo dice nuestro amado skandar. —Los maliciosos ojos de Deliamber sondearon los de Valentine—. Veo que ha aprendido mucho en casa de Tisana.

—Déjeme en paz, Deliamber.

—Ella es una maravilla, ¿no? Valentine intentó alejarse.

—No he aprendido nada —dijo, muy tenso—. He perdido una noche.

—¡Oh, no, no, no! Nunca se pierde el tiempo. Déme su mano, Valentine. —El seco y elástico tentáculo del vroon se deslizó en torno a los maldispuestos dedos de Valentine. Deliamber dijo solemnemente—: Sé una cosa y la sé muy bien: nunca se pierde el tiempo. Vayamos adonde vayamos, hagamos lo que hagamos, todo es un aspecto de educación. Incluso cuando no aprendemos inmediatamente la lección.

—Tisana me dijo más o menos lo mismo antes de irme —murmuró hoscamente Valentine—. Creo que ustedes dos están conspirando. ¿Qué he aprendido? Soñé otra vez con coronas y pontífices. Subí y bajé por senderos. La oráculo hizo un chiste necio y soso con mi nombre. Me deshice de un real que mejor habría gastado en vino y juerga. No, no he logrado nada.

Valentine trató de soltar su mano de la presa de Deliamber, pero el vroon la apretaba con inesperada fuerza. Valentine experimentó una extraña sensación. Era un acorde de tétrica música que giraba en su mente, y bajo la superficie de su conciencia había una imagen que destellaba y centelleaba, igual que un dragón de mar que se agita y explora las profundidades. Pero Valentine no lograba ver con claridad esa imagen: la esencia del significado le esquivaba. Y así estaba bien, porque él temía qué se agitaba ahí. Una oscura e incomprensible angustia inundó su mente. Hubo un instante en que creyó que el dragón de las profundidades de su ser ascendía, nadaba hacia arriba entre la lobreguez de su nublada memoria, hacia los niveles de la conciencia. Se asustó. Cierto conocimiento, terrible y amenazador, se escondía en su interior, y ese conocimiento pretendía salir a la superficie. Valentine se resistió. Luchó. Vio que el diminuto Deliamber le contemplaba con una terrible intensidad, como si intentara prestarle la fuerza que precisaba para aceptar ese oscuro conocimiento, pero Valentine no quería préstamos. Soltó sus manos con repentina violencia y se tambaleó como un borracho junto al vagón de los skandar. Su corazón latía con fuerza, sus sienes vibraban, se sentía débil y mareado. Dio varios pasos vacilantes y se volvió.

—¿Qué me ha hecho? —preguntó, muy enojado.

—Solamente le he tocado la mano con la mía.

—¡Y me ha hecho mucho daño!

—Es posible que le haya facilitado el acceso a su propio daño —dijo suavemente Deliamber—. Nada más que eso. El daño está dentro de usted. No lo ha notado. Pero ese daño pugna por despertar en su interior, Valentine. No hay forma de evitarlo.

—Quiero evitarlo.

—No tiene alternativa, debe prestar atención a esas voces internas. La lucha ya ha empezado.

Valentine sacudió su dolorida cabeza.

—No quiero dolores, no quiero luchas. La última semana he sido un hombre feliz.

—¿Es feliz cuando sueña?

—Esos sueños me abandonarán pronto. Deben ser envíos para otra persona.

—¿Lo cree, Valentine?

Valentine guardó silencio unos instantes.

—Lo único que deseo es que se me permita ser lo que yo quiero ser.

—¿Y qué quiere ser?

—Un malabarista errante. Un hombre libre. ¿Por qué me atormenta de este modo, Deliamber?

—Gustosamente le convertiría en malabarista —dijo en voz baja el vroon—. No le deseo ningún mal. Pero a menudo lo que uno desea tiene escasa relación con lo que está determinado para uno en el gran papiro.

—Seré un maestro del malabarismo —dijo Valentine—, ni más ni menos que eso.

—Le deseo lo mejor —dijo cortésmente Deliamber, y se alejó.

Valentine dejó escapar la respiración, lentamente. Todo su cuerpo estaba tenso, rígido. Se agachó, bajó la cabeza, distendió los brazos, luego las piernas, para intentar liberarse de los extraños nudos que habían empezado a invadirle. Poco a poco fue relajándose, pero le quedó un residuo de intranquilidad; la tensión no le abandonaba. El tormento de los sueños, los dragones que se revolvían en su mente, esos presagios, esos augurios…

Carabella salió del vagón y se detuvo junto a Valentine, que estaba estirándose y retorciéndose.

—Déjame ayudarte —dijo ella.

Carabella se agachó a su lado y le empujó hasta que logró que se tumbara en el suelo. Sus vigorosos dedos se hundieron en los rígidos músculos del cuello y de la espalda de Valentine. Estos servicios hicieron que él se sintiera menos tenso, aunque su ánimo permaneció confuso y preocupado.

—¿No te ha sido útil la interpretación? —preguntó dulcemente la mujer.

—No.

—¿No vas a contarme nada?

—Mejor que no —dijo Valentine.

—Como prefieras. —Pero ella aguardaba, ansiosa, con los ojos alerta, reflejando calor y compasión.

—Apenas entiendo las cosas que me explicó esa mujer —dijo Valentine—. Y no puedo aceptar lo poco que comprendo. Pero no deseo hablar de este asunto.

—Hagas lo que hagas, Valentine, aquí estoy. Cuando sientas la necesidad de hablar con alguien…

—No en este momento. Tal vez nunca.

Valentine notaba que Carabella pretendía llegar a él, que estaba deseosa de curar el dolor de su alma del mismo modo que había tratado de aliviar las tensiones de su cuerpo. Notaba el amor que fluía de ella hacia él. Valentine vaciló. Libró una batalla en su interior.

—Las cosas que me dijo la oráculo… —titubeó.

—Sí.

No. Hablar de estas cosas era hacerlas reales, y no tenían realidad alguna, eran absurdos, fantasías, estúpidos vapores.

—… no tienen sentido —dijo Valentine—. Lo que me dijo no es digno de discusión.

Los ojos de Carabella reflejaron reproche. Valentine desvió la mirada.

—¿No puedes aceptarlo? —preguntó bruscamente—. Ella es una vieja loca, y me dijo muchas cosas absurdas. Y no quiero discutirlo, ni contigo ni con nadie. Fue la interpretación de mis sueños, no tengo obligación de compartirla. Yo… —Vio asombro en el semblante de Carabella. Un instante más y él estaría revelando todo. Con un tono de voz completamente distinto, Valentine ordenó—: Ve a buscar las bolas, Carabella.

—¿Ahora?

—Ahora mismo.

—Pero…

—Quiero que me enseñes el intercambio entre malabares, ese ejercicio de pasar las pelotas. Por favor.

—¡Tenemos que irnos dentro de media hora!

—Por favor —dijo Valentine, en tono de apremio.

Carabella subió corriendo las escaleras del vagón, y unos momentos después salió con las bolas. Ambos se alejaron un poco, hasta un lugar despejado con suficiente espacio para actuar, y Carabella le lanzó tres bolas. La mujer estaba muy seria.

—¿Qué ocurre? —preguntó Valentine.

—No es buena idea aprender nuevas técnicas cuando la mente está preocupada.

—El ejercicio puede calmarme —respondió él—. Intentémoslo.

—Como quieras.

Carabella empezó a practicar con las tres bolas que se había quedado, a manera de calentamiento. Valentine la imitó, pero sus manos estaban frías, sus dedos no respondían, y tuvo dificultades para realizar un ejercicio tan sencillo. Las bolas cayeron al suelo varias veces. Carabella no hizo comentarios, siguió haciendo malabares mientras Valentine fallaba cascada tras cascada. Valentine empezó a ponerse nervioso. Ella no repitió que no era el momento adecuado para tales cosas, pero su silencio, su mirada, incluso su actitud, eran más significativas que las palabras. Valentine se esforzó desesperadamente en encontrar el ritmo. Has caído de un lugar muy alto, oyó decir a la oráculo, y ahora debes emprender el ascenso, el regreso. Se mordió el labio. ¿Cómo iba a concentrarse con esas intromisiones? Tacto y vista, pensó, tacto y vista, olvida todo lo demás. Tacto y vista. Sin embargo, lord Valentine, ese ascenso te aguarda, y no soy yo quien te lo impone. No. No. No. No. Le temblaban las manos. Sus dedos eran varillas de hielo. Hizo un movimiento en falso y las bolas se dispersaron.

—Por favor, Valentine —dijo suavemente Carabella.

—Ve a buscar los bastones.

—Todavía será peor. ¿Quieres romperte un dedo?

—Los bastones —dijo Valentine.

Carabella se encogió de hombros, recogió las pelotas y entró en el vagón. En ese momento salió Sleet, que bostezó y saludó a Valentine con un gesto informal. La mañana estaba empezando. Apareció un skandar y se metió debajo del vagón para efectuar cierto ajuste. Carabella salió con seis bastones en las manos. Detrás de ella estaba Shanamir, que ofreció un rápido saludo a Valentine y fue a dar de comer a las monturas. Valentine cogió los bastones. Sabedor de que los fríos ojos de Sleet estaban puestos en él, Valentine adoptó la posición correcta, lanzó al aire un bastón y falló la recogida. Nadie habló. Valentine volvió a intentarlo. Logró introducir los tres objetos en la secuencia, pero no más de medio minuto. Otro bastón cayó pesadamente sobre su pie. Valentine vio que Autifon Deliamber observaba la escena a cierta distancia. Cogió otra vez los bastones. Carabella, delante de él, practicaba pacientemente, desentendiéndose de Valentine de un modo deliberado. Valentine lanzó los bastones, inició el ejercicio, cayó uno, empezó de nuevo, cayeron dos, continuó, hizo una defectuosa recogida y se torció el pulgar izquierdo.

Se esforzó en simular que todo iba bien. Cogió los bastones una vez más, pero en esta ocasión Sleet se acercó y le agarró suavemente ambas muñecas.

—Ahora no —dijo—. Dame los bastones.

—Quiero practicar.

—El malabarismo no es un método curativo. Estás trastornado por algo, y eso destroza tu ritmo. Si continúas así podrías perjudicar tu ritmo de tal modo que te costaría semanas reponerte.

Valentine intentó soltarse, pero Sleet le agarró con sorprendente fuerza. Carabella, impasible, siguió practicando a poca distancia. Valentine cedió al cabo de unos instantes. Se encogió de hombros, entregó los bastones a Sleet, éste los recogió y los llevó al vagón. Zalzan Kavol salió poco después. El skandar rascó su pelaje con complicados gestos, utilizando varias manos, como si buscara pulgas.

—¡Todo el mundo adentro! —vociferó—. ¡Nos vamos!

14

La carretera de Dulorn, la ciudad de los gayrogs, condujo a los malabaristas hacia el este, a través de una exuberante y plácida región agrícola, verde y fértil bajo la mirada del sol estival. Igual que gran parte de Majipur, se trataba de un territorio densamente poblado, pero una inteligente planificación había creado amplias zonas agrícolas que lindaban con laboriosos pueblos de alargada forma, y la jornada de viaje fue transcurriendo monótonamente: una hora de granjas, una hora de pueblos, una hora de granjas, una hora de pueblos… Allí, en la Fractura de Dulorn, la vasta tierra baja que se extendía al este de Falkynkip, el clima era particularmente apropiado para el cultivo, ya que la Fractura estaba expuesta en su extremo septentrional a los temporales polares, que bañaban sin cesar el templado polo norte de Majipur, mientras que el calor subtropical quedaba moderado por suaves precipitaciones siempre predecibles. La temporada de cultivo duraba todo el año. Los malabaristas llegaron a Dulorn durante la época de cosecha de la estacha, un tubérculo dulce y de color amarillo que servía para hacer pan, y de siembra de frutos tales como nikas y gleinds.

La belleza del paisaje iluminó el sombrío panorama de Valentine. Tras sucesivas fases, sin más esfuerzo, dejó de pensar en cosas que no admitían raciocinio, y se dejó dominar por el deleite de la interminable procesión de maravillas que era su planeta, Majipur. Los negros y finos troncos de los nikos, árboles plantados en rígidas y complejas figuras geométricas, danzaban en el horizonte. Grupos de granjeros yorts y humanos con atavíos campesinos avanzaban como ejércitos invasores a través de los campos de estacha mientras recogían los gruesos tubérculos. El vagón se deslizó serenamente en una región de lagos y arroyos, y más tarde llegó a otra zona en que curiosos bloques de granito blanco sobresalían igual que dientes de las lisas y herbosas llanuras.

Al mediodía los malabaristas se adentraron en un lugar cuya belleza era particularmente extraña, una de las numerosas reservas forestales. En la entrada, un letrero que irradiaba verde luminosidad anunciaba:


RESERVA DE ÁRBOLES GLOBO

En este lugar se encuentra una notable zona virgen de árboles globo de Dulorn. Estos árboles producen gases más ligeros que el aire que mantienen hinchadas las ramas superiores. Al aproximarse a la madurez, los troncos y las raíces se atrofian, y los árboles alcanzan un estado epifito, dependiendo casi totalmente de la atmósfera para nutrirse. Ciertos ejemplares extremadamente viejos rompen su contacto con el suelo y el aire los arrastra hasta que encuentran una nueva colonia a gran distancia. Hay árboles globo en Zimroel y Alhanroel, aunque en épocas recientes escasean. Esta arboleda fue reservada para el pueblo de Majipur por decreto oficial del 12° Pont. Confalume y de la Cor. lord Prestimion.


Durante algunos minutos los malabaristas siguieron el sendero del bosque en silencio, sin ver nada anormal. Después Carabella, que iba delante, cruzó una espesura de densos arbustos negroazulados y lanzó un grito de sorpresa.

Valentine corrió junto a ella. La mujer estaba asombrada en medio de las maravillas.

Había árboles globo por todas partes, en todas la fases de crecimiento. Los jóvenes, no más altos que Deliamber o Carabella, eran curiosos arbustos de aspecto poco airoso provistos de ramas gruesas y abultadas que brotaban de corpulentos troncos formando caprichosos ángulos. Pero en árboles de cuatro o cinco metros de altura, los troncos eran más delgados y las ramas habían empezado a inflarse, de tal modo que los hinchados vástagos parecían sobrecargados y precarios. Los troncos de árboles aún más viejos se habían resecado hasta quedar reducidos a escamosas cuerdas que ataban al suelo las abultadas copas. Los «globos» flotaban en lo alto y se agitaban incluso con la brisa más suave, sin hojas, túrgidos. El color plateado de las ramas jóvenes se convertía, en la madurez, en un destello translúcido, de forma que los árboles parecían maquetas de vidrio de ellos mismos, relucientes bajo los haces de luz solar entre los que danzaban y oscilaban. Incluso Zalzan Kavol quedó sorprendido por la singularidad y la belleza de los árboles. El skandar se acercó a uno de los ejemplares más altos, cuya destellante copa flotaba muy por encima de su cabeza, y con sumo cuidado, casi de un modo reverente, rodeó con los dedos el rígido y fino tallo. Valentine pensó que Zalzan Kavol pretendía partir el tronco y dejar que el árbol globo se alejara en el aire igual que una fulgurante cometa, pero no fue así: el skandar se limitó a comprobar la delgadez del tallo, y al cabo de un momento retrocedió sin dejar de murmurar.

Estuvieron mucho rato errando entre los árboles globo, examinando los jóvenes, observando las etapas de crecimiento, el gradual estrechamiento de los troncos y la creciente hinchazón de las ramas. Los árboles carecían de hojas y no se veía flor alguna. Resultaba difícil creer que eran creaciones vegetales, dada su vítrea apariencia. Era un lugar mágico. A Valentine le pareció misterioso su sombrío estado de ánimo anterior. En un planeta donde abundaba ese tipo de belleza, ¿cómo era posible que una persona sintiera la necesidad de cavilar o de irritarse?

—¡Atento! —gritó Carabella—. ¡Cógelas!

La joven había calibrado el cambio de talante de Valentine y había ido al vagón a recoger las bolas de malabarismo. Lanzó tres pelotas, y Valentine no tuvo dificultad para iniciar la cascada básica, igual que Carabella, en un claro rodeado por deslumbrantes árboles globos.

Carabella se había situado delante de Valentine, a un par de metros de distancia. Ambos practicaron independientemente durante tres o cuatro minutos, hasta que lograron simetría en sus gestos y siguieron idénticos ritmos. Siguieron ejercitándose, como si delante hubiera un espejo y no otra persona, mientras Valentine sentía que una profunda calma se asentaba en su ser y aumentaba con cada ciclo de lanzamientos: estaba equilibrado, centrado, a punto. Los árboles globo, que se agitaban suavemente bajo el viento, le bañaban con fulgores de luz reflejada. El mundo estaba silencioso y sereno.

—Cuando te avise —dijo tranquilamente Carabella—, lanza la bola de tu mano derecha hacia mi mano izquierda, exactamente a la altura que la lanzarías si tuvieras que recogerla tú mismo. Uno… dos… tres… cuatro… cinco… ¡ahora!

Al oír el ahora, Valentine lanzó una pelota en un arco firme y recto, y Carabella le pasó otra. Aunque a duras penas, Valentine consiguió recogerla e introducirla en la secuencia. Continuó el ejercicio, contando para saber cuándo debía pasar otra bola. Un, dos, un, dos, pasar…

Al principio fue difícil, el ejercicio más difícil que había practicado Valentine hasta entonces. Pero podía hacerlo, estaba haciéndolo sin equivocarse, y después de los primeros pases logró superar la torpeza inicial y realizó los intercambios con Carabella como si tuviera meses de práctica. Sabía que se trataba de una hazaña extraordinaria, que nadie podía dominar ejercicios tan complejos al primer intento. Pero igual que anteriormente, Valentine avanzó con rapidez hacia el núcleo de la experiencia, se situó en una región donde no existía nada aparte del tacto, la vista y las bolas en movimiento, y los fallos no sólo fueron imposibles sino además inconcebibles.

—¡Atento! —gritó Sleet—. ¡Ahora atento a mí!

También él estaba practicando. Valentine sufrió un momentáneo desconcierto ante la multiplicación de la tarea, pero se obligó a continuar de un modo automático: lanzar cuando parecía apropiado hacerlo, recoger lo que llegara hasta él y mantener en movimiento entre sus manos las bolas restantes. Cuando Sleet y Carabella iniciaron el intercambio de bolas, Valentine logró mantener el ritmo, recogiendo pelotas tiradas por Sleet en lugar de Carabella.

—Un… dos… un… dos… —dijo Sleet mientras se situaba entre Valentine y Carabella para convertirse en director del ejercicio.

Sleet fue lanzando pelotas, primero a Valentine, luego a Carabella, siguiendo un ritmo que permaneció extremadamente constante durante largo rato. Después lo aceleró de un modo cómico hasta un punto que superaba las posibilidades de Valentine. De pronto el aire se llenó de bolas, o así lo parecía. Valentine quiso cogerlas todas, las perdió, y se dejó caer, sonriente en el cálido y flexible césped.

—De manera que tu talento tiene límites, ¿eh? —dijo jovialmente Sleet—. ¡Excelente! ¡Excelente! ¡Empezaba a creer que no eres mortal!

Valentine contuvo la risa.

—Muy mortal, me temo.

—¡A comer! —gritó Deliamber.

El mago estaba delante de un puchero de guisado colgado de un trípode sobre un globo incandescente. Los skandars, que habían estado practicando por su cuenta en otra parte de la arboleda, aparecieron de improviso como si alguien los hubiera invocado, y se sirvieron con torpe ansiedad. También Vinorkis se dio prisa para llenar su plato. Valentine y Carabella fueron los últimos, aunque poco les importó. Aquél iba empapado en el agradable sudor de un esfuerzo hecho a gusto, su sangre bullía, sentía hormigueo en la piel, y su larga noche de inquietantes sueños parecía muy distante, algo que había olvidado en Falkynkip.

El vagón avanzó hacia el este durante toda la tarde. El paisaje fue tomando un cariz definitivamente gayrog, habitado casi de un modo exclusivo por esa raza de lustrosa piel, con apariencia de reptil. Al anochecer la compañía se encontraba todavía a medio día de viaje de la capital de la provincia, Dulorn, donde Zalzan Kavol había obtenido cierto contrato teatral. Deliamber anunció que había una posada campestre a poca distancia, y siguieron avanzando hasta encontrarla.

—Comparte mi cama —dijo Carabella a Valentine.

En el pasillo que conducía a su habitación encontraron a Deliamber, que se detuvo un momento y les tocó las manos con las puntas de sus tentáculos.

—Que sueñen bien —murmuró.

—Que sueñe bien —repitió automáticamente Carabella.

Pero Valentine no ofreció la habitual respuesta, porque el contacto con la carne del mago vroon había hecho que el dragón se agitara de nuevo en su alma. Perdió el sosiego y la alegría, volvió a sentirse igual que antes del milagro de la arboleda de globos. Era como si Deliamber se hubiera declarado enemigo de la tranquilidad de Valentine, pues suscitaba en él temores y recelos contra los que carecía de defensa.

—Ven —murmuró bruscamente Valentine dirigiéndose a Carabella.

—Mucha prisa tienes, ¿eh? —Carabella se echó a reír con un tono agudo y tintineante, pero la risa desapareció al instante, en cuanto la joven vio la expresión de Valentine—. Valentine, ¿qué pasa? ¿Qué te preocupa?

—Nada.

—¿Nada?

—¿No puedo tener mal humor de vez en cuando, como cualquier otro ser humano?

—Cuando tu cara cambia de esa forma, es como una sombra que pasa por delante del sol. Y tan de repente…

—Deliamber tiene algo que me molesta, que me alarma —dijo Valentine—. Cuando me ha tocado…

—Deliamber es inofensivo. Malicioso, como todos los magos, en particular los vroones, y en especial los menudos. Todos los seres pequeños tienen una oscura malicia. Pero no tienes nada que temer de Deliamber.

—¿En serio? —Valentine cerró la puerta, y encontró a Carabella en sus brazos.

—En serio —dijo ella—. No tienes nada que temer de nadie, Valentine. Todos los que te conocen te quieren. En este mundo no hay nadie que quiera herirte.

—Es muy bonito creerlo.

Carabella le arrastró a la cama. Se abrazaron, los labios de Valentine besaron con suavidad los de la joven, después con más fuerza, y los dos cuerpos no tardaron en entrelazarse. Valentine no había copulado con ella desde hacía más de una semana, y había esperado ese momento con intensa ansia y deleite. Pero el incidente del pasillo le había despojado de deseo, le había dejado entumecido y aislado, y eso le producía desconcierto y depresión. Carabella debía percibir su frialdad, pero era obvio que prefería desconocerla, porque su menudo y vigoroso cuerpo buscó el de Valentine con fervor y pasión. Valentine se esforzó en responder, y no tuvo que esforzarse mucho tiempo, porque casi igualó el entusiasmo de Carabella. No obstante, siguió estando alejado de sus propias sensaciones, como mero espectador del acto amoroso. Terminaron pronto, y la luz se apagó, aunque el claro de luna que entraba por la ventana iluminaba sus caras con una luz fría e irregular.

—Que sueñes bien —murmuró Carabella.

—Que sueñes bien —replicó él.

Carabella se durmió casi al instante. Valentine siguió abrazado a ella, con el cálido y esbelto cuerpo apretado al suyo, no sintiendo ganas de dormir. Al cabo de un rato se apartó y adoptó su posición favorita para dormir: boca arriba, con los brazos cruzados sobre el pecho. Pero no consiguió nada, sólo dormitar de un modo caprichoso y sin soñar. Se entretuvo contando blaves, imaginando que hacía excelentes ejercicios de malabarismo en compañía de Sleet y Carabella, intentando relajar todo su cuerpo, músculo por músculo… Nada dio resultado. Totalmente desvelado, se puso de costado, apoyado en un brazo, y contempló a Carabella, encantadora a la luz de la luna.

Ella, estaba soñando. Un músculo fluctuaba en su mejilla. Los ojos se movían bajo los párpados. Los pechos subían y bajaban con irregular ritmo. La joven se llevó los nudillos a los labios, murmuró algo con una voz confusa e incomprensible, apretó las rodillas contra su pecho. El delgado cuerpo desnudo era tan bello que Valentine sintió el deseo de tocarlo, de acariciar los fríos muslos, de besar con suavidad los pequeños y rígidos pezones… Pero no, interrumpir los sueños de una persona era una descortesía, un imperdonable quebrantamiento de las reglas de urbanidad. Se contentó con contemplar a Carabella, amarla de lejos, saborear el reanimado deseo que experimentaba…

Carabella prorrumpió en gritos de terror.

Abrió los ojos, pero sin mirar… Era la señal de un envío. Un temblor recorrió su cuerpo como un escarceo del agua. Carabella se estremeció y se volvió hacia Valentine, todavía dormida, todavía en sueños, y él la abrazó mientras sollozaba y gemía, le ofreció la ayuda y el consuelo que se ofrece a los que sueñan, la protegió de las tinieblas del espíritu con la fuerza de sus brazos. Finalmente la furia del sueño siguió su curso y Carabella se tranquilizó, quedó relajada y empapada de sudor, apoyada en el pecho de Valentine.

La joven permaneció inmóvil unos instantes, hasta que Valentine pensó que dormía pacíficamente. No. Ella estaba despierta, aunque quieta, como si contemplara su sueño, enfrentada a él en un desesperado intento por arrastrarlo hasta los dominios del estado de vigilia. De repente se incorporó, abrió la boca y la cubrió con sus manos. Tenía los ojos muy abiertos, vidriosos.

—¡Señor! —musitó.

Carabella se apartó de Valentine, se arrastró por la cama como un extraño cangrejo, tapándose los senos con un brazo y usando el otro como escudo para protegerse la cara. Sus labios temblaban. Valentine quiso cogerla, pero ella se escabulló, horrorizada, y cayó en el duro suelo de madera, donde quedó agazapada, acurrucada de pavor, con el cuerpo doblado como si quisiera ocultar su desnudez.

—¿Carabella? —dijo Valentine, atónito. La joven le miró.

—Señor… señor… por favor… déjeme en paz, señor…

Volvió a bajar la cabeza e hizo el signo del estallido estelar con los dedos de ambas manos, el gesto de obediencia que sólo se hacía en presencia de la Corona.

15

Pensando que tal vez era él, y no ella, el que estaba soñando, y que quizás el sueño continuaba, Valentine se levantó, buscó una túnica para Carabella y se vistió. Pero la joven seguía agachada, alejada de él, aturdida y destrozada. Intentó consolarla, mas ella reculó, se acurrucó aún más.

—¿Qué pasa? —preguntó Valentine—. ¿Qué ha sucedido, Carabella?

—He soñado… he soñado que… —Titubeó—. Ha sido tan real, tan terrible…

—Explícamelo. Interpretaré tu sueño, si es posible.

—Ese sueño no necesita interpretación. Habla por sí mismo. —Carabella le hizo otra vez el signo del estallido estelar. Y en voz baja con frialdad, sin modulación, añadió—: He soñado que usted es la auténtica Corona, el auténtico lord Valentine, que le han despojado de su poder y de todos sus recuerdos, y que le han puesto en otro cuerpo. Y que le abandonaron a su suerte cerca de Pidruid, para vagar y llevar una solitaria vida mientras otra persona ocupaba su lugar.

Valentine creyó estar al borde de un gran abismo, con la tierra desmoronándose bajo sus pies.

—¿Ha sido un envío? —preguntó.

—Ha sido un envío. No sé de quién, si de la Dama o del Rey, pero no ha sido un sueño normal, es algo externo que han colocado en mi mente. Le vi a usted, señor…

—Deja de llamarme así.

—…en lo alto del Monte del Castillo, y su cara era la del otro lord Valentine, el hombre de cabello moreno ante el que actuamos. Usted bajaba del monte para efectuar la gran procesión por todos los continentes, y mientras se hallaba en el sur, en mi ciudad, Til-o-mon, le suministraban una droga aprovechando que dormía y le echaba fuera de su cuerpo para trasladarle al que tiene ahora, sin que nadie pudiera sospechar que le habían arrebatado sus poderes reales mediante artes mágicas. Y yo le he tocado, señor, y he compartido su lecho, me he comportado de un modo familiar de mil maneras. ¿Cómo puedo obtener el perdón, señor?

—¿Carabella?

La mujer se encogió y se estremeció.

—Mírame, Carabella. Mírame.

Ella dijo que no con la cabeza. Valentine se arrodilló y tocó la barbilla de la joven, que tembló como si acabara de marcarla con ácido. Sus músculos estaban rígidos. Valentine volvió a tocarla.

—Levanta la cabeza —dijo dulcemente—. Mírame.

Carabella obedeció, lenta, tímidamente, como una persona que quiere mirar el sol y teme la brillantez del astro.

—Soy Valentine el malabarista y nada más que eso —dijo él.

—No, señor.

—La Corona es un hombre de pelo oscuro, y mi cabello es rubio.

—Se lo suplico, señor, déjeme en paz. Me asusta.

—¿Te asusta un malabarista errante?

—No me asusta su actual personalidad. Usted es un amigo al que he llegado a amar. Lo que me asusta, señor, es la persona que fue usted. Estuvo junto al Pontífice y probó el vino real. Se paseó por las salas más nobles del Monte del Castillo. En sus manos estuvo el poder supremo del mundo. Ha sido un sueño realista, señor, un sueño enormemente claro, nunca había visto nada igual. Un envío, de eso no hay duda, es incuestionable. Y usted es la auténtica Corona. He tocado su cuerpo, usted ha tocado el mío, y es un sacrilegio que una mujer vulgar como yo trate tan íntimamente a la Corona. Y moriré por ello.

Valentine sonrió.

—Si alguna vez he sido la Corona, amor mío, fue en otro cuerpo, y el que tú abrazabas esta noche no tiene nada de sagrado. Pero jamás he sido la Corona.

La mirada de Carabella se fijó firmemente en él. Su voz temblaba menos cuando respondió.

—No recuerda un solo detalle de su vida antes de llegar a Pidruid. No fue capaz de decirme el nombre de su padre. Me habló de su infancia en Ni-moya y ni usted mismo creía en esas palabras. Inventó un nombre para su madre. ¿No es cierto?

Valentine asintió.

—Y Shanamir afirma que usted llevaba mucho dinero en la bolsa, pero que no tenía la menor idea de su valor, y que intentó pagar a un vendedor de salchichas con una pieza de cincuenta reales. ¿Cierto?

Valentine asintió por segunda vez.

—Como si hubiera pasado toda la vida en la corte, sin necesidad de manejar dinero. ¡Hay tantas cosas que desconoce, Valentine! Hay que enseñarle… como si fuera un niño.

—Algo raro pasó con mi memoria, sí. Pero eso no me convierte en la Corona.

—Usted practica el malabarismo con tanta naturalidad, como si le bastara desear un talento determinado para obtenerlo. Su comportamiento, su habilidad para contenerse, el resplandor que emana, esa sensación de que nació para gobernar…

—¿Hablas en serio?

—De pocas cosas más hemos hablado desde que le conocimos. Comentamos que usted era un príncipe caído en desgracia, quizás un duque exiliado. Pero mi sueño… no deja lugar para dudas, señor…

Carabella había palidecido a causa de la tensión. Había superado su espanto unos instantes, pero sólo unos instantes, y empezó a temblar otra vez. Y ese espanto debía ser contagioso, porque el mismo Valentine sintió miedo, frío en la piel. ¿Había algo de verdad en todo aquello? ¿Acaso era él un príncipe ungido que había dado la mano a Tyeveras en el corazón del Laberinto y en la cumbre del Monte del Castillo?

Valentine escuchó la voz de la oráculo Tisana. Has caído de un lugar muy alto, y ahora debes iniciar el ascenso, el regreso. Eso había dicho la anciana. Imposible. Impensable. Sin embargo, lord Valentine, ese ascenso te aguarda, y no soy yo quien te lo impone. Irreal. Imposible. Y no obstante, los sueños que había tenido, aquel hermano que estaba a punto de matarle pero que acababa muerto, las coronas y pontífices que se agitaban en las salas de su alma, y todo lo demás… ¿podía ser cierto? Imposible. Imposible.

—No debes tenerme miedo, Carabella —dijo. La mujer se estremeció. Valentine intentó tocarla, y ella le rehuyó.

—¡No! —chilló—. ¡No me toque! ¡Señor…!

—Aunque yo hubiera sido la Corona en otros tiempos —dijo tiernamente Valentine—, y eso es algo absurdo y extraño para mí, aunque lo hubiera sido, Carabella, he dejado de serlo. No ocupo un cuerpo ungido, y lo que ha sucedido entre nosotros no es un sacrilegio. Ahora soy Valentine el malabarista, fuera quien fuera en una vida anterior.

—No lo comprende, señor.

—Comprendo que la Corona es un hombre como cualquier otro, con la diferencia de que tiene más responsabilidades. Pero no hay nada de mágico en un hombre así, y no hay que temer nada de él como no sea su poder. No tengo poder, y dudo que nunca lo haya tenido.

—No —dijo Carabella—. La Corona ha recibido la gracia más elevada posible, y esa gracia jamás le abandona.

—Cualquiera puede ser Corona, siempre que posea adecuada instrucción y mentalidad. Nadie nace para ser la Corona. Gente de todas las regiones de Majipur, de todas las capas sociales, llegó a ocupar ese puesto.

—Señor, usted no lo entiende. Haber sido la Corona significa haber recibido la gracia. Usted ha gobernado, ha estado en el Monte del Castillo, ha sido adoptado y ha pasado a formar parte del linaje de lord Stiamot, lord Dekkeret y lord Prestimion. Es hermano de lord Voriax, es el hijo de la Dama de la Isla. ¿Cómo puedo pensar que usted es un hombre vulgar? ¿Cómo no voy a tener miedo de usted?

Valentine contempló perplejo a Carabella.

Recordó lo que había pasado por su mente cuando estaba en la calle para ver a lord Valentine en el desfile. Entonces creyó estar en presencia de la gracia y del poder, y comprendió que ser la Corona significaba convertirse en un ser aparte, un personaje dotado de efluvio y extrañeza, un hombre que gobierna a veinte mil millones, que lleva en sí mismo las energías de miles de años de famosos príncipes, que está destinado a ir un día al Laberinto y ostentar la autoridad de Pontífice. Pese a que todo ello era incomprensible, la idea iba ahondando en Valentine, le paralizaba y abrumaba. Pero era una idea absurda. ¿Tener miedo de él mismo? ¿Derrumbarse de espanto a causa de su imaginaria majestad? Él era Valentine el malabarista, ¡y nada más!

Carabella estaba sollozando. Poco le faltaba para ponerse histérica. El vroon, sin duda, dispondría de alguna poción narcótica para tranquilizar a Carabella.

—Espera aquí —dijo Valentine—. Volveré dentro de un momento. Pediré a Deliamber que te dé alguna cosa para calmarte.

Salió corriendo de la habitación y recorrió el pasillo sin saber qué habitación ocupaba el mago. Todas las puertas estaban cerradas. Pensó en llamar al azar, con la esperanza de no molestar a Zalzan Kavol, pero en ese momento oyó una voz que surgía de la oscuridad, de un punto situado debajo de su codo.

—¿Tiene problemas para dormir? —dijo la voz.

—¿Deliamber?

—Soy yo. Estoy junto a usted.

Valentine atisbo, forzó la vista, y logró distinguir al vroon, sentado con los tentáculos cruzados en el pasillo, en una postura que parecía de meditación. Deliamber se levantó.

—Pensé que usted no tardaría en venir en mi busca —dijo el vroon.

—Carabella ha tenido un envío. Necesita una droga para calmar su espíritu. ¿Tiene algo que sirva?

—Ninguna droga, eso no. Aunque un toque… es posible. Vamos.

El menudo vroon se deslizó por el pasillo y entró en la habitación que compartían Valentine y Carabella. Ella no se había movido, seguía encogida lastimosamente junto a la cama, envuelta de cualquier manera en la túnica. Deliamber se aproximó a ella inmediatamente; sus glutinosos zarcillos taparon delicadamente los hombros de la mujer, y Carabella relajó sus tensos músculos y se desplomó como si sus huesos hubieran desaparecido. El sonido de su penosa respiración se oyó con claridad en la habitación. Al cabo de unos instantes la joven levantó la cabeza, ya más calmada, aunque todavía con la sorpresa fija en sus ojos. Señaló a Valentine.

—He soñado que él… —empezó a decir—. Que él había sido… —Vaciló.

—Lo sé —dijo Deliamber.

—No es cierto —replicó Valentine con voz apagada—. Sólo soy un malabarista.

—Sólo es un malabarista… ahora —dijo tranquilamente Deliamber.

—¿También usted cree este absurdo?

—Fue obvio desde el primer momento. Cuando usted se interpuso entre el skandar y yo. Es el acto de un rey, me dije, y después examiné su alma…

—¿Qué?

—Un truco profesional. Examiné su alma, y vi el daño que le habían causado…

—¡Pero eso es imposible! —protestó Valentine—. Arrancar de un cuerpo la mente, ponerla en otro cuerpo, poner otra mente en su cuerpo auténtico…

—¿Imposible? No —dijo Deliamber—. No opino igual. Han llegado rumores de Suvrael afirmando que en la corte del Rey de los Sueños se están efectuando estudios sobre este arte. Rumores de extraños experimentos no han dejado de correr en los últimos años.

Valentine contempló sus dedos con sombría mirada.

—Eso es imposible.

—Así pensaba yo cuando me enteré. Pero luego medité. Existen hechicerías casi increíbles, y yo conozco el secreto pese a que sólo soy un mago menor. Las semillas de un arte de ese tipo existen desde hace tiempo. Es posible que algún brujo de Suvrael haya acabado por encontrar la forma de hacer germinar esas semillas. Valentine, si yo estuviera en su lugar, no rechazaría la posibilidad.

—¿Un intercambio de cuerpos? —dijo Valentine, asombrado—. ¿Éste no es mi auténtico cuerpo? ¿De quién es, entonces?

—¿Quién sabe? Podría ser de un infortunado hombre muerto en un accidente, tal vez ahogado, o asfixiado con un trozo de carne, o víctima de un hongo venenoso que comió imprudentemente. En definitiva, un hombre muerto de tal forma que su cuerpo quedó razonablemente entero, y que en la hora de la muerte fue llevado a un lugar secreto donde fue utilizado como vacío armazón para trasplantar el alma de la Corona. Y otro hombre, dispuesto a renunciar para siempre a su cuerpo, tomó rápida posesión del abandonado cráneo de la Corona, posiblemente conservando buena parte de los recuerdos y de la mente del príncipe junto a su propia mente y a sus propios recuerdos. De ese modo puede hacerse pasar por gobernante como si fuera el genuino príncipe…

—Nada de esto puede aceptarse como remotamente real —dijo obstinadamente Valentine.

—Sin embargo —replicó Deliamber—, cuando yo examiné su alma vi que todo era tal como acabo de describir. Y experimenté un temor más que ligero, porque en mi profesión no es normal topar con la Corona, o encontrar de improviso tal evidencia de alta traición. Tardé unos instantes en recuperarme. Luego me pregunté si no sería más sensato olvidar lo que había visto, y lo medité con suma seriedad. Pero después supe que no podía hacer tal cosa, que si me desentendía de lo que sabía me vería azotado por sueños monstruosos hasta el fin de mis días. Me dije: en el mundo hay muchas cosas que deben arreglarse y tú, si el Divino lo quiere, tomarás parte en los arreglos. Y ahora han empezado los arreglos.

—Todo esto es falso —dijo Valentine.

—Sea razonable, admita que hay algo de verdad —le apremió Deliamber—. Suponga que ciertas personas le atacaron por sorpresa en Til-o-mon, le expulsaron de su cuerpo y pusieron en el trono a un usurpador. Suponga que esa sea la verdad. ¿Qué haría entonces?

—Nada en absoluto.

—¿Nada?

—Nada —dijo firmemente Valentine—. Que sea Corona quien desee serlo. Creo que el poder es una enfermedad y que gobernar es una insensatez para locos. ¿Que yo habité en otros tiempos en el Monte del Castillo? Sea, pero ahora no estoy allí, y nada me impulsa a volver. Soy un buen malabarista, y estoy progresando como tal, y soy un hombre feliz. ¿Es feliz la Corona? ¿El Pontífice? Si me han apartado del poder, me alegro. No pienso reasumir la responsabilidad.

—Fue destinado a cargar con ella.

—¿Destinado? ¿Destinado? —Valentine se echó a reír—. También podría decirse que estaba destinado a ser la Corona durante algún tiempo, antes de que alguien más capaz me sustituyera. Hay que estar loco para ser gobernante, Deliamber, y yo estoy cuerdo. El gobierno es una carga, una molestia. No pienso aceptarla.

—Lo hará —dijo Deliamber—. Ha sufrido una manipulación, y ahora no es usted mismo. Pero el hombre que llega a ser la Corona, lo será siempre. Sanará y volverá a ser usted mismo, lord Valentine.

—¡No use ese título!

—Volverá a ser suyo —dijo Deliamber.

Valentine, muy enojado, rechazó la sugerencia. Miró a Carabella: la mujer estaba dormida en el suelo, con la cabeza apoyada en la cama. Valentine la cogió en brazos con gran cuidado y la puso bajo el cubrecama.

—Es muy tarde —dijo a Deliamber—, y ha habido excesivas emociones esta noche. Me duele la cabeza por culpa de tanta charla. Hágame lo mismo que ha hecho con ella, mago, concédame un rato de sueño, y no siga hablándome de responsabilidades que jamás fueron mías y que jamás lo serán. Mañana debemos actuar, y quiero estar descansado.

—Muy bien. Échese en la cama.

Valentine se puso al lado de Carabella. El vroon le tocó suavemente, luego con más fuerza, y Valentine notó que su mente se nublaba. El sueño se apoderó de él sin ninguna dificultad, como la densa niebla blanca que surge arrastrándose del océano durante el crepúsculo. Perfecto. Perfecto. Valentine renunció de buena gana al estado consciente.

Y durante la noche soñó. En el sueño hubo un violento resplandor con el inconfundible aspecto de un envío, porque fue un sueño cuya viveza superó todo lo imaginable.

Valentine se vio atravesando la áspera y terrible llanura purpúrea que había visitado tan a menudo en sueños recientes. Esta vez supo sin duda la situación de la llanura. No pertenecía al reino de la fantasía, sino al remoto continente de Suvrael, expuesto al despiadado fulgor del sol desnudo. Y las fisuras del terreno eran cicatrices dejadas por el verano en los lugares donde se había evaporado la escasa humedad existente. Plantas retorcidas y deformes con hojas abultadas y descoloridas yacían flácidas en el suelo, en contraste con el superior crecimiento de otras cosas que tenían espinas y extrañas articulaciones. Valentine avanzó con rapidez, sometido al calor, a las crueles dentelladas del viento y a una sequedad que desgarraba la piel. Iba a llegar con retraso al palacio del Rey de los Sueños, que le había contratado para actuar.

El palacio apareció ante él, amenazador, siniestro, amparado en negras sombras. Era un edificio lleno de finísimas torrecillas y puntiagudos pórticos, tan repulsivo y erizado como las plantas del desierto. Se asemejaba más a una cárcel que a un palacio, al menos por su aspecto externo, aunque en el interior todo era distinto, frío y elegante, con fuentes en los patios, suaves tapicerías de felpa y un ambiente con olor a flores. Los criados saludaron a Valentine, le hicieron señas para que se acercara y le condujeron a través de diversas salas interiores. Le despojaron de sus ropas, incrustadas de arena, le bañaron, le secaron con toallas blandas como plumas, le dieron ropa limpia, una indumentaria elegante y engalanada, le ofrecieron helados, vino fresco de plateado tinte, bocados de exquisitas y raras carnes, y finalmente le acompañaron a la sala del trono, una gran habitación de elevada bóveda ocupada con gran pompa por el Rey de los Sueños.

Desde enorme distancia, Valentine vio al Rey sentado en el trono: Simonan Barjazid, el maligno y veleidoso Poder que desde un territorio desértico y barrido por el viento enviaba mensajes de terrible significado a todo Majipur. Era un hombre obeso, imberbe, de carnosas mejillas y ojos hundidos circundados por oscuros círculos. En su cabeza, sobre un pelo corto y cerdoso, lucía la diadema dorada de su dignidad, el aparato amplificador del pensamiento que ideara un Barjazid hacía mil años. A la izquierda de Simonan estaba sentado su hijo Cristoph, rollizo como su padre, y a la derecha su hijo Minax, el heredero, un hombre de amenazador aspecto, piel oscura, enjuto y con rostro anguloso, como si hubiera estado expuesto a la acción desgastadora de los vientos del desierto.

El Rey de los Sueños, con un indiferente gesto de su mano, ordenó a Valentine que empezará a actuar.

Era un ejercicio con cuchillos, diez, quince cuchillos, delgados y relucientes estiletes capaces de atravesar un brazo si caían incorrectamente. Pero Valentine los manejó con naturalidad, con la habilidad que sólo Sleet, y tal vez Zalzan Kavol, poseían. Una virtuosa exhibición de talento. Valentine permaneció inmóvil, haciendo únicamente casi imperceptibles movimientos de manos y muñecas. Los cuchillos ascendieron, centellearon intensamente, se deslizaron por el aire y volvieron a caer hacia los dedos que aguardaban. Y siguieron subiendo y bajando, hasta que el arco que describían sufrió una alteración de forma, dejó de ser una simple cascada y se convirtió en el emblema de la Corona, el estallido estelar, con los estiletes apuntando hacia afuera mientras volaban por el aire. De repente, cuando Valentine se acercaba al clímax de su actuación, los cuchillos quedaron paralizados en el aire, suspendidos sobre los dedos del malabarista y se negaron a descender.

Detrás del trono apareció un hombre ceñudo de penetrante mirada que era Dominin Barjazid, el tercer hijo del Rey de los Sueños. Dominin se acercó a Valentine a grandes zancadas y con un desdeñoso gesto recogió el estallido estelar de cuchillos y metió éstos en el cinto de su vestidura.

El Rey de los Sueños sonrió burlonamente.

—Eres un excelente malabarista, lord Valentine. Por lo menos has encontrado una ocupación digna.

—Soy la Corona de Majipur —replicó Valentine.

—Eras. Eras. Eras. Ahora eres un vagabundo, y no sirves para otra cosa.

—Un haragán —dijo Minax Barjazid.

—Muy digno de un cobarde —dijo Cristoph Barjazid—. Un perezoso.

—Un hombre que rehuye el deber —afirmó Dominin Barjazid.

—Has perdido el derecho a tu dignidad —dijo el Rey de los Sueños—. Has dejado vacante tu cargo. Vete. Vete y actúa, Valentine el malabarista. Vete, perezoso. Vete, vagabundo.

—Soy la Corona de Majipur —repitió con firmeza Valentine.

—Ya no —dijo el Rey de los Sueños.

El Rey se llevó las manos a la frente y tocó la diadema. Valentine se estremeció y se tambaleó como si el suelo se hubiera abierto a sus pies. Perdió el equilibrio, cayó, y al mirar otra vez hacia arriba vio que Dominin Barjazid iba vestido con la casaca verde y la capa de armiño de la Corona. El aspecto de Dominin había sufrido una alteración, pues su rostro era el de lord Valentine y lo mismo sucedía con su cuerpo y con los cinco cuchillos arrebatados a Valentine había formado la diadema del estallido estelar de la Corona. Su padre, Simonan Barjazid, le coronó.

—¿Has visto? —gritó el Rey de los Sueños—. ¡El Poder pasa a quien lo merece! ¡Vete, malabarista! ¡Vete!

Valentine huyó al desierto púrpura, vio que los furiosos remolinos de una tormenta de arena corrían hacia él procedentes del sur e intentó escapar, pero la tormenta avanzaba desde todas direcciones.

—¡Soy lord Valentine, la Corona! —bramó, pero su voz se perdió en el viento y notó arena en los dientes—. ¡Usurpar el poder es traición! —gritó, y su grito se perdió en la lejanía.

Quiso contemplar el palacio del Rey de los Sueños, pero ya era imposible verlo, y se sintió abrumado por una intensa y estremecedora sensación de eterna pérdida.

Valentine despertó.

Carabella yacía tranquilamente a su lado. La primera pálida luz del alba entraba en la habitación. Pese a que había sido un sueño monstruoso, un envío extremadamente ominoso, Valentine se sentía muy tranquilo. Durante varios días había tratado de negar la verdad, pero ya era imposible rechazarla, aunque pareciera grotesca, aunque pareciera fantástica. El había sido la Corona de Majipur en otro cuerpo, durante cierto tiempo, y alguien se las había arreglado para despojarle de su cuerpo y de su identidad. ¿Podía ser cierto? Quitar importancia o no prestar atención a un sueño tan apremiante era casi imposible. Valentine examinó los lugares más profundos de su mente para intentar descubrir recuerdos de poder, ceremonias en el Monte, vislumbres de pompa real, el sabor de la responsabilidad. Nada. Nada en absoluto. Él era malabarista, nada más que eso, y no recordaba un solo retazo de su vida antes de llegar a Pidruid. Era igual que si hubiera nacido en aquella ladera, momentos antes de que el zagal, Shanamir, le encontrara. Nació allí con dinero en la bolsa, un frasco de buen vino tinto en la cintura y una pizca de falsos recuerdos en su mente.

¿Y si era cierto? ¿Y si él era la Corona?

En ese caso debía actuar en beneficio de la comunidad de Majipur, debía derrocar al tirano y reclamar la posición que le correspondía. Tal sería su obligación. Pero la idea era absurda. Y esa idea creó sequedad en la garganta de Valentine, y un martilleo en su pecho, una sensación próxima al pánico. ¿Derrocar a ese hombre tan poderoso, al hombre que había recorrido Pidruid con gran pompa? ¿Cómo iba a hacerlo? ¿Cómo iba a acercarse a la Corona, cómo iba a despojar a la Corona de una posición tan elevada? Que eso se hubiera hecho una vez, quizá, pero no significaba que pudiera hacerse de nuevo, y menos por un malabarista errante, un hombre joven de buen carácter que no tenía ninguna necesidad apremiante de emprender lo imposible. Además, Valentine creía tener escasa capacidad para gobernar. Si realmente había sido la Corona, habría pasado por muchos años de educación en el Monte del Castillo, por un prolongado aprendizaje en la esencia y en el uso del poder. Pero de todo ello no había ni rastro en su mente. ¿Cómo iba a pretender ser monarca, sin tener ningún talento de monarca?

Y no obstante… y no obstante…

Valentine miró a Carabella. Ella estaba despierta, tenía los ojos abiertos y estaba observándole en silencio. Su rostro seguía reflejando reverente temor, pero el temor había desaparecido.

—¿Qué piensa hacer, señor? —dijo Carabella.

—Llámame Valentine, y tutéame. Ahora y siempre.

—Si usted me lo ordena…

—Te lo ordeno —dijo Valentine.

—Dígame… dime, Valentine: ¿qué piensas hacer?

—Viajar con los skandars —replicó él—. Seguir haciendo juegos malabares. Dominar el arte. Vigilar atentamente mis sueños. Esperar mi oportunidad, intentar comprender. ¿Qué otra cosa puedo hacer, Carabella?

Valentine tocó suavemente la mano de la joven, que momentáneamente rehuyó el contacto, pero acabó poniendo su otra mano sobre la del hombre. Valentine sonrió.

—¿Qué otra cosa puedo hacer, Carabella?

Загрузка...