Mayor William Theodore Moresby 4 de julio de 1999

Oráculo sobre Duina.

Alguien me grita desde Seír:

«Centinela, ¿qué hay de la noche?,

centinela, qué hay de la noche?».

Dice el centinela:

«Se hizo de mañana y también de noche.

Si queréis preguntar,

volveos, venid».

Libro de Isaías

12

Moresby era metódico.

La luz roja dejó de parpadear. Alzó la mano para liberar la escotilla y la abrió. La luz verde se apagó. Moresby sujetó las dos barras de apoyo y se izó hasta una posición sentada, con la cabeza y los hombros surgiendo por la abertura. Estaba solo en la habitación iluminada, como era de esperar. El aire era frío y olía a ozono. Moresby se contorsionó fuera de la abertura y dejó colgar las piernas por el lado; la banqueta no estaba cuando se deslizó por el casco del aparato hasta el suelo. Se puso de puntillas para cerrar la escotilla, luego se dirigió rápidamente al armario en busca de sus ropas. Otros dos trajes, pertenecientes a Saltus y Chaney, colgaban también allí, envueltos en sacos de papel, esperando ser reclamados. Observó que el armario estaba cubierto por una fina capa de polvo. Cuando estuvo completamente vestido, alisó unas arrugas imaginarias en el uniforme de las Fuerzas Aéreas que había elegido llevar.

Moresby comprobó su reloj: las 10.05. Luego buscó el calendario y el reloj eléctricos en la pared para verificar la fecha y la hora: 4 jul 99. El reloj marcaba las 4.10, una desviación de seis horas de su tiempo previsto de llegada. La temperatura era de 21 °C.

Moresby decidió que el reloj funcionaba mal; se guiaría por el suyo. Su última acción antes de abandonar la habitación fue dirigir un impecable saludo militar a las dos lentes gemelas de las cámaras monitoras. Pensó que aquello sería apreciado por quienes estuvieran al otro lado de la pared.

Moresby avanzó a largas zancadas por el corredor absolutamente silencioso en dirección al refugio; sus pisadas levantaron una fina nubécula de polvo. Abrió la puerta del refugio y las luces del techo se encendieron en una automática respuesta. Miró a su alrededor, inspeccionándolo todo. No había ninguna evidencia de que alguien hubiera usado el refugio en los últimos años; los diversos artículos estaban tan ordenadamente colocados como los había hallado durante su última inspección. Moresby encendió una linterna de gasolina para comprobar si funcionaba tras tan largo tiempo; observó con satisfacción su llama regular, y la apagó. Uno podía confiar en los suministros, después de todo. Como si la idea se le hubiera ocurrido de repente, abrió un contenedor de agua para comprobar su calidad; sabía más bien insípida. Pero era algo de esperar si el agua no había sido reemplazada ese año. Consideró aquello como una negligencia.

Tres cajas de cartón amarillas descansaban sobre el banco de trabajo, cajas que antes no habían estado allí.

Abrió la primera caja y encontró un chaleco antibalas hecho de una fibra de nailon que le era desconocida. La presencia de los chalecos en el banco era significativa. Se quitó su chaqueta militar sólo el tiempo de colocarse el chaleco, y luego se puso nuevamente al trabajo.

Moresby eligió una grabadora, insertó un cartucho, comprobó el aparato y grabó concisamente sus primeras observaciones: la banqueta no estaba, el subterráneo había acumulado polvo, el agua no había sido renovada, el reloj marcaba a su llegada seis horas y cinco minutos de error. No ofreció opiniones personales de ninguna observación. Dejó la grabadora a un lado en el banco. Su siguiente acción fue seleccionar una radio, conectar los bornes de la antena exterior a los terminales del aparato y enchufarla a una toma de corriente de la pared. Trasladó la grabadora a una distancia conveniente para que pudiera grabar el sonido de la radio y la conectó. Luego se dedicó a la radio y buscó una frecuencia militar.

Surgió una voz:

—… moviéndose por el ángulo noroeste en dirección al sur…, moviéndose hacia ustedes. Fuerza estimada, de doce a quince hombres. Vigílenlos, cabo, llevan morteros. Cambio.

Otra voz:

—Enterado. Hemos encontrado un agujero en la verja al noroeste…, algún bastardo intentó hacer pasar un camión por ahí. Aún está ardiendo; quizá eso los detenga. Cambio.

La primera voz:

—Debe usted contenerlos, cabo. No puedo enviarle ningún hombre…, tenemos situación doble rojo aquí. Cambio y corto.

La frecuencia quedó en silencio, y con ello desapareció el ruido de fondo de disparos.

Moresby no era hombre que se dejara dominar por el pánico o actuara precipitadamente. Sin sentirse demasiado sorprendido, empezó a equiparse metódicamente para su misión. Una pistola automática reglamentaria, junto con su cinturón y munición extra, ocupó un sitio en su cintura; seleccionó un rifle de tiro rápido, tras examinar su marca y su contrapeso, luego vació varias cajas de cartuchos en los bolsillos de su chaqueta. Cualquier insignia que lo identificase como un oficial fue retirada de su uniforme, pero poco podía hacer con el propio uniforme.

El almacén no ofrecía ni cascos de batalla ni gorros de revestimiento para los mismos. Moresby se echó al hombro una cantimplora de la insípida agua y se colgó un paquete de raciones en bandolera. Decidió dejar la grabadora debido a su bulto extra, pero tomó la radio mientras estudiaba un mapa de Illinois. Una súbita intuición le dijo que la escaramuza debía de producirse en algún lugar cerca de Chicago; las Fuerzas Aéreas estaban preocupadas desde hacía tiempo con la defensa de esa ciudad debido a que constituía un nudo ferroviario y de tráfico por carretera importante, y siempre había el problema amenazador de buques extranjeros cruzando los Grandes Lagos para colapsar los puertos de Chicago. La vigilancia de tales barcos siempre había sido inadecuada.

Iba a desconectar la antena cuando el canal cobró vida:

Voz: —¡Águila Uno! Los bandidos nos han atacado…, nos han atacado por la parte noroeste. Cuento doce de ellos, diseminados por la ladera más abajo de la verja del recinto. Tienen dos…, ¡maldita sea!, dos morteros, y los están apuntando hacia aquí. Cambio.

La dura y casi estridente voz estaba puntuada por el sordo retumbar del fuego de mortero.

Voz: —¿Han atravesado la verja? Cambio.

Voz: —Negativo…, negativo. Ese camión incendiado se lo impide. Creo que intentarán algún otro camino…, abrir otro agujero en la verja si pueden. Cambio.

Voz: —Conténgalos, cabo. Son una diversión; tenemos el grueso del ataque aquí. Cambio.

Voz: —Maldita sea, teniente…

Silencio.

Moresby tomó de nuevo los cables de la antena para soltar la radio, pero una idea lo detuvo. Cambió a otra frecuencia militar, una de las seis del aparato, y pulsó el botón de emisión.

—Moresby, Inteligencia de las Fuerzas Aéreas, llamando a Chicago o al área de Chicago. Adelante, Chicago.

La frecuencia permaneció en silencio. Repitió el mensaje, aguardó impacientemente a que el segundero de su reloj diera una vuelta completa, y entonces efectuó un tercer intento. No hubo respuesta. Seleccionó otra frecuencia militar.

—Moresby, Inteligencia de las Fuerzas Aéreas, llamando a Chicago o al área de Chicago. Respondan, por favor.

La radio chasqueó con estática o el sonido de disparos de armas ligeras. Una apagada voz, amortiguada por la distancia o a causa de una débil fuente de energía:

—Aquí Nash. Aquí Nash, al oeste de Chicago. Sea prudente. Adelante, Moresby. Cambio.

Aumentó el volumen.

—Aquí el mayor William Moresby, de la Inteligencia de las Fuerzas Aéreas, en misión especial. Estoy intentando alcanzar Joliet o Chicago. Por favor, infórmeme de la situación. Cambio.

Voz: —Sargento Nash, señor, del Quinto Ejército, Compañía del Estado Mayor. Chicago negativo, repito, negativo. Evítelo, evítelo. No podrá llegar hasta allí, señor… El lago está caliente. Cambio.

Moresby: —¿Caliente? Por favor, informe. Cambio.

Voz: —Déme su número de serie, señor.

Moresby se lo dio, luego repitió la pregunta.

Voz: —Sí, señor. Los ramjets lanzaron un Harry sobre la ciudad. Estamos casi seguros de que lo hicieron, pero el maldito misil se quedó corto y cayó en el lago a la altura de Glencoe. No se puede ir a Chicago, señor. La ciudad ha sido incendiada, y el agua del lago lo ha rociado todo kilómetros y más kilómetros a lo largo de toda la orilla. Está caliente, señor. Estamos recogiendo a los heridos civiles que salen de la ciudad, pero no es mucho lo que podemos hacer por ellos. Cambio.

Moresby: —¿Han podido sacar a sus tropas? Cambio.

Voz: —Sí, señor. Las tropas han retrocedido y han establecido un nuevo perímetro. No puedo decir dónde. Cambio.

Una oleada de estática restalló en el pequeño altavoz.

Moresby deseaba desesperadamente obtener más información, pero se daba cuenta de que hacer preguntas directas implicaría revelar su ignorancia. La petición de su número de serie le había advertido de que la distante voz desconfiaba, y si hubiera respondido vacilando el contacto se habría interrumpido. Aquello sugería que aquellas longitudes de onda estaban abiertas al enemigo.

Moresby: —¿Está usted seguro de que esos demonios lanzaron un Harry? Cambio.

Voz: —Sí, señor, razonablemente seguro. La patrulla fronteriza descubrió una estación repetidora en Nuevo León, al oeste de Laredo. Creen haber descubierto otra en la Baja California, una gran estación capaz de lanzar una señal al otro lado del océano. La Marina ha localizado un complejo de lanzamiento en Tienpei. Cambio.

Moresby sintió un estallido de cólera.

Moresby: —¡Malditos sean! Podemos esperar más de ellas si la Marina no las silencia rápidamente. ¿Sabe usted cuál es la situación en Joliet? Cambio.

Voz: —Negativo, señor. No hemos tenido informes recientes del sur. ¿Cuál es la situación de usted? Sea cauteloso en su respuesta, señor. Cambio.

Moresby captó la advertencia.

Moresby: —Aproximadamente a doce kilómetros de Joliet. Estoy bien protegido por el momento. He oído fuego de mortero pero no he sido capaz de localizarlo. Creo que voy a probar la ciudad, sargento. Cambio.

Voz: —Señor, hemos fijado sus datos y creemos saber cuál es su localización. Está muy bien protegido ahí. Tiene usted una señal muy fuerte. Cambio.

Moresby: —Aquí tengo electricidad, pero tendré que utilizar baterías cuando abandone el refugio. Cambio.

Voz: —Correcto, señor. Si Joliet está cerrado para usted, el oficial de servicio le sugiere que dé un rodeo hacia el noroeste y venga hasta aquí. El cuartel general del Quinto Ejército ha sido restablecido al oeste de la Estación de Entrenamiento Naval, pero cruzará usted nuestras líneas mucho antes de ese punto. Busque a los centinelas. Vaya con cuidado, señor. Esté alerta con los ramjets que hay entre su posición y nosotros. Están fuertemente armados. Cambio.

Moresby: —Gracias, sargento. Determinaré mi objetivo según vea las oportunidades. Cambio y corto.

Moresby apagó la radio y desconectó la antena. Hecho esto, apagó la grabadora y la dejó sobre el banco para recogerla a su regreso.

Estudió una vez más el mapa, trazando los dos caminos que lo conducirían hasta la carretera general y la carretera alternativa hasta Joliet. El enemigo podía conocer muy bien esas carreteras, tanto como la vía férrea, y si sus acciones llegaban hasta tan al sur debían de tener patrullas por ahí. No sería seguro utilizar un automóvil; los blancos grandes móviles son una tentación.

Un último examen de la habitación no le mostró ninguna otra cosa que creyera que podía necesitar. Moresby tomó un largo sorbo de agua del almacén y abandonó el refugio. El corredor estaba polvoriento y silencioso, aunque brillante bajo las luces y las cámaras monitoras. Observó las puertas cerradas a lo largo de su camino, preguntándose quién habría tras ellas… observando. Obedeciendo órdenes, ni siquiera tocó una manija para ver si estaban cerradas con llave. El corredor terminaba en un tramo de escaleras que conducía hacia arriba hasta la salida de operaciones. El aviso pintado sobre la puerta indicando que el llevar armas más allá de ella estaba prohibido había sido borrado: un largo trazo de pintura negra había tachado desde la primera palabra hasta la última, anulando la advertencia. De todos modos, la hubiera ignorado igualmente.

Moresby comprobó de nuevo la hora de su reloj y metió las llaves primero en una cerradura y luego en la otra. Un timbre sonó a sus espaldas cuando abrió la puerta y salió al aire libre.

El horizonte al nordeste empezaba a palidecer con la llegada del alba. Eran las cinco menos diez de la mañana. El aparcamiento estaba vacío.

Supo que había cometido un error.

Los dos primeros sonidos que oyó fueron el ruido sordo de los morteros al noroeste y el rápido staccato de armas ligeras muy cerca…, hacia la puerta occidental. Moresby cerró de golpe la puerta tras él, se aseguró de que había quedado cerrada y se tiró al suelo, todo ello en un rápido y fluido movimiento. La proximidad de la batalla representaba un shock. Colocó el rifle delante de su rostro y se arrastró hacia la esquina del edificio, buscando cualquier objeto que se moviera.

No vio nada en movimiento en el espacio entre el edificio del laboratorio y la más cercana estructura al otro lado de la calle. El fuego sonó más fuerte cuando alcanzó la esquina y la rodeó.

Un fuerte viento soplaba sobre el techo del laboratorio, arrastrando escombros a lo largo de la calle e inclinando las copas de los árboles plantados en sus bordes. El viento parecía venir de todas direcciones, desde todos lados, gimiendo con una creciente intensidad cuando soplaba hacia el nordeste. Moresby miró en aquella dirección con un asombro cada vez mayor, y supo que había cometido otro error al pensar en un próximo amanecer. Aquello no era el sol. El resplandor anaranjodorrojizo más allá del horizonte era fuego, y el intenso viento le decía que Chicago sufría una enorme tormenta ígnea. Cuando se volviera peor, cuando el acero se fundiera y el vidrio se licuara, un hombre sería incapaz de permanecer de pie contra los enormes vientos que soplaban hacia allá para alimentar el fuego.

Moresby observó la calle por segunda vez, observó el aparcamiento, luego saltó bruscamente en pie y corrió cruzando la calle hacia la seguridad del edificio más cercano. Ningún disparo puntuó su carrera. Se apretó contra la pared maestra, se volvió brevemente para escrutar el camino que había recorrido, y dio la vuelta a la esquina. Los arbustos le ofrecían una protección parcial. Cuando se detuvo para recuperar el aliento y reconocer el terreno abierto que se extendía ante él, descubrió que había perdido la radio militar.

El constante rugir de los morteros le preocupaba.

Era fácil suponer que el cabo de guardia encargado de defender la parte noroeste estaba siendo abrumado por el número, y probablemente inmovilizado. La primera voz en la radio había dicho que él estaba metido en una lucha infernal —«doble rojo» era una nueva terminología si bien fácilmente reconocible— cerca de la verja de entrada o en algún lugar del perímetro oriental, y no podía destacar ningún hombre para la defensa del ángulo noroeste. Una decisión equivocada. Moresby pensó que aquel oficial era culpable de un serio error de apreciación. Podía oír el fuego de rifles ligeros en la verja de entrada —puntuado a intervalos por disparos de escopetas, lo cual sugería que había civiles implicados en la escaramuza—, pero aquellos morteros estaban machacando el ángulo más alejado de la estación, y eso marcaba una diferencia mortal.

Moresby abandonó los arbustos protectores a la carrera. No se divisaba ninguna otra actividad en torno al laboratorio, nada que traicionara movimiento de invasores o defensores.

Avanzó hacia el norte y hacia el oeste, tomando ventaja de todo aquello que le ofreciera cobijo, pero echando a correr ocasionalmente a pecho descubierto por la calle para ganar tiempo, alerta siempre a cualquier otro movimiento humano. Moresby era dolorosamente consciente de su falta de información: no sabía la identidad de los bandidos, de los ramjets, no sabía distinguir a amigos de enemigos excepto por el uniforme que sin duda llevaban. Sabía que era mejor no confiar en un hombre sin uniforme dentro del recinto: los disparos de escopeta eran de armas civiles. Supuso que todo aquel maldito lío era una insurrección civil.

El mortero resonó de nuevo, seguido por un segundo disparo. Si dicho esquema se repetía, eso quería decir que los dos morteros estaban lado a lado, trabajando al unísono. Moresby empezó a correr contenidamente para mantener el aliento. Le preocupaba el ataque chino, aquel Harry lanzado sobre Chicago. ¿Quién era capaz de lanzar misiles como aquél sobre una ciudad norteamericana? ¿Quién era capaz de aliarse con los chinos?

En un tiempo sorprendentemente corto pasó una serie de viejos barracones a un lado de la calle. Reconoció uno de ellos como el edificio en el que había vivido durante unas pocas semanas… hacía unos veinte años. Ahora parecía estar en un estado lamentable. Siguió corriendo a su paso corto, sin detenerse, siguiendo la calzada que a veces utilizaba cuando regresaba de la cantina. El cálido viento soplaba en la misma dirección que él, rebasándolo y medio empujándolo en su camino. Aquel fuego sobre el horizonte estaba alimentándose con el viento y con los escombros que éste arrastraba.

Con un repentino impulso —y porque estaba en su dirección—, Moresby giró bruscamente para acortar camino cruzando un patio hasta la calle E; la piscina estaba cerca de allí. Miró hacia el cielo y lo descubrió apreciablemente más claro; el auténtico amanecer estaba llegando, anunciando la promesa de un caliente día de julio.

Moresby alcanzó la verja que rodeaba el patio y la piscina y dejó de correr, porque su aliento volvía a ser entrecortado. Cautelosamente, el rifle preparado, cruzó la entrada para inspeccionar el interior. El área de esparcimiento estaba desierta. Moresby caminó hasta el embaldosado borde de la piscina y miró dentro: la piscina estaba vacía de agua, el fondo seco y lleno de escombros… Aquel verano no había sido utilizada. Expulsó el aire, decepcionado. La última vez que había visto la piscina —hacía sólo unos pocos días, después de todo, pese a esos veinte años— Katrina estaba jugueteando en el agua azulverdosa llevando aquel ridículo traje de baño minúsculo, mientras Art la perseguía como un sátiro hambriento, deseando echar mano a su cuerpo. Y Chaney permanecía sentado al sol, rumiando torvamente sobre la mujer… Al civil le faltaba iniciativa; nunca lucharía por aquello que deseaba.

Los morteros retumbaron de nuevo con el familiar esquema uno-dos. Moresby se sobresaltó y giró en redondo.

Fuera de la verja del patio vio el automóvil aparcado junto a la acera, a corta distancia calle arriba, y maldijo su propia planificación miope. El ángulo noroeste estaba a casi un par de kilómetros de distancia, demasiado para recorrerla a pie.

Moresby se inmovilizó desalentado cuando vio el tablero de mandos.

Era un coche pequeño —pintado del familiar color verde oliva pardusco—, más parecido al escarabajo alemán que a los estandarizados compactos norteamericanos, pero su tablero de mandos estaba prácticamente desprovisto tanto de adornos como de instrumentos de control. No había llave de contacto, sólo un interruptor señalando las habituales posiciones de marcha y paro; el vehículo tenía un cambio de marchas automático ofreciendo únicamente tres posiciones: estacionamiento, adelante, atrás. Un interruptor de palanca para los faros y otro para los limpiaparabrisas completaban todos los instrumentos.

Moresby se sentó al volante y puso el interruptor en la posición de marcha. Una única luz idiota parpadeó brevemente y se apagó. No ocurrió nada más. Empujó con fuerza la palanca selectora en la posición estacionamiento, accionó varias veces más el interruptor, pero no obtuvo más resultados que la repetición del parpadeo de la luz idiota. Maldiciendo al reluctante coche, volvió a accionar la palanca —empujándola hacia la posición adelante—, y el coche se lanzó hacia adelante con una sacudida, apartándose de la acera. Moresby luchó con el volante y apretó fuertemente el freno, pero no antes de que el vehículo rebotara contra la acera del otro lado y él recibiera una dura sacudida en la espina dorsal. Consiguió detenerse derrapando en medio de la calle, al tiempo que se golpeaba el pecho contra el volante. No había habido ningún sonido audible de motor o maquinaria en movimiento.

Se quedó mirando el tablero de instrumentos con creciente sorpresa, y comprendió que se trataba de un vehículo eléctrico. Soltando con cautela el freno, consiguió que el coche avanzara sin sacudidas hasta alcanzar una velocidad razonable. Esta vez no parecía moverse tan velozmente como antes, y pisó con suavidad el acelerador. El coche respondió, silenciosamente y al parecer sin ningún esfuerzo.

Moresby lo condujo hacia la verja del ángulo noroeste. Tras él, el disparo de escopetas junto a la puerta de entrada parecía haber disminuido.

El camión aún seguía ardiendo. Una columna de aceitoso humo negro trepaba al cielo de primeras horas de la mañana.

El mayor Moresby abandonó el coche y se echó al suelo cuando estuvo a unos cincuenta metros del perímetro. Había un segundo agujero en la verja, conseguido a base de disparos de mortero, y en un primer y rápido examen de la zona vio los cuerpos de dos agresores tendidos junto a la abertura. Llevaban ropas civiles —sucias camisas y téjanos—, y la única señal de identificación visible en sus cadáveres era un brazalete amarillo hecho jirones. Moresby avanzó a rastras hacia la verja, en busca de más información.

El mortero estaba tan cerca que pudo oír el jadeo del disparo antes de la explosión. Moresby enterró el rostro en el polvo y aguardó. El proyectil cayó en algún lugar a sus espaldas, en la ladera, lanzando rocas y polvo al cielo; los escombros cayeron sobre su nuca y su desprotegida cabeza. Mantuvo su posición, inmovilizado en el suelo y aguardando estólidamente a que disparara el segundo mortero.

No disparó.

Tras un largo momento alzó la cabeza para mirar ladera abajo más allá de la rota verja. La ladera ofrecía poco refugio, y el enemigo había pagado un alto precio por aquella desventaja: siete cuerpos estaban tendidos en el terreno entre la verja y un grupo de tocones a unos doscientos metros. Todos aquellos cuerpos iban vestidos igual: trajes de calle y una banda amarilla en el brazo izquierdo.

Ramjets.

Moresby apartó su mirada para estudiar el terreno.

El suelo descendía en una suave pendiente desde su posición y más allá de la verja protectora, hasta nivelarse a unos doscientos metros en una zona cultivable. El terreno plano del fondo parecía haber sido labrado en primavera, pero en él no crecía ninguna planta. Una valla publicitaria se erguía aún en la base de la ladera, mirando hacia la línea férrea de la Chicago and Mobile Southern Railroad, a otros quinientos metros más allá de la zona labrada. Treinta metros al norte de la valla publicitaria y cinco metros más arriba en la ladera había un montón de siete u ocho tocones que habían sido desenraizados y yacían de lado fuera del camino; el campesino había limpiado su campo, pero aún no había quemado los molestos tocones. Las huellas de los neumáticos de un camión de los invasores se veían claramente marcadas en el campo.

Moresby estudió la valla publicitaria y luego los tocones. Si él estuviera dirigiendo el asalto habría situado un mortero tras cada uno de ellos; eran la única cobertura disponible.

Moviéndose con cautela, alzó el rifle y disparó dos veces rápidamente contra la valla publicitaria, cerca de su fondo. Siguieron otros dos disparos, esta vez apuntando a las altas hierbas y maleza que había inmediatamente debajo de la valla. Oyó un grito, un aullido de repentino dolor, y vio a un hombre saltar de entre la maleza y correr hacia los tocones. El bandido cojeaba al correr, sujetándose dolorosamente el muslo.

Era un blanco fácil. Moresby aguardó, siguiendo su carrera.

Cuando el hombre estaba a medio camino entre la valla publicitaria y los cercanos tocones, disparó una sola vez…, alto, apuntando al pecho. El cuerpo saltó hacia delante lanzado por su propio impulso y se estrelló contra el suelo a poca distancia de los tocones.

El jadeo del mortero fue un grotesco eco.

Moresby aguardó un segundo —no más— y hundió su rostro en el suelo. Había habido un furtivo movimiento tras los tocones. El proyectil estalló a sus espaldas, arrojándole metal en vez de polvo, y giró sobre su vientre para ver desintegrarse el coche eléctrico. Un blanco directo. Los fragmentos llovieron sobre él, y se protegió la cabeza y el cuello con las manos. Sintió como aguijonazos en los dedos.

La lluvia cesó. Moresby se sentó y lanzó una furiosa ráfaga hacia los tocones, esperando transmitirle el temor de Dios al hombre del mortero. Volvió a tenderse rápidamente para aguardar el jadeo del segundo mortero. No llegó. Todo estaba en calma, excepto el sonido del viento y el lejano crepitar de disparos esporádicos en la verja principal. Moresby sintió una repentina exaltación: el mortero de apoyo había quedado fuera de combate. Uno menos. Sentándose deliberadamente, apuntando deliberadamente, vació el rifle contra los amenazadores tocones. No hubo fuego de respuesta, pese al blanco que ofrecía. No había habido más que un mortero contra quien luchar…, un mortero manejado por un civil. Un pobre y asqueroso civil.

Moresby descubrió que manaba sangre de sus dedos, y sintió la ardiente exaltación de la batalla. Lanzó un grito para testimoniar su jubiloso descubrimiento. Se dejó caer nuevamente al suelo para recargar su arma y gritó otra vez, aullando una burla al enemigo.

Exploró la zona tras la verja en busca de los defensores, el grupo del cabo al que había captado por la radio. Deberían haberle apoyado cuando abrió fuego ladera abajo. Su inquisitiva mirada descubrió a tres hombres en ese lado de la verja, cerca del camión incendiado, pero ellos no hubieran podido apoyarle. Los zapatos vacíos y el gorro de revestimiento del casco de un cuarto hombre yacían en el torturado suelo diez metros más allá. Captó un destello de movimiento en el agujero de un proyectil —quizá no fuera más que el parpadear de unos ojos o el estremecimiento de unos labios resecos—, y descubrió al único superviviente. Un rostro exangüe lo miró desde el borde del agujero.

Moresby se arrastró por la expuesta ladera y se dejó caer en el hoyo junto al soldado.

El hombre llevaba los galones de cabo en su único brazo, y aferraba una correa a la que en un tiempo había estado unida una radio; de ambas cosas no quedaba ya casi nada. No se movió cuando Moresby aterrizó junto a él y se acurrucó en el ensangrentado agujero. El cabo seguía mirando desesperanzadamente hacia el lugar donde había estado Moresby, hacia la hirviente columna de aceitoso humo que brotaba del camión, hacia el sol a punto de amanecer, hacia el cielo. No volvió la cabeza. Moresby echó a un lado su inútil paquete de raciones y acercó la cantimplora a la boca del cabo. Un poco de agua se deslizó por entre sus labios, pero la mayor parte resbaló por el mentón y se habría perdido si Moresby no la hubiera recogido en su mano y hubiera frotado con ella los labios del hombre. Intentó hacerle tragar un poco más.

El cabo movió la cabeza en una débil negativa y Moresby se detuvo, dándose cuenta de que el agua lo ahogaba; en vez de ello, echó un poco más en la palma de su mano y mojó con ella el rostro del cabo, cerrando al mismo tiempo sus ojos muy abiertos con un húmedo y acariciante movimiento de sus dedos. El brillante y doloroso cielo se cerró.

El viento rugía ladera abajo y a través del campo roturado de abajo, barriéndolo todo en dirección al lago.

Moresby alzó los ojos para estudiar la ladera y el campo. Un pie imprudentemente expuesto y un tobillo eran visibles tras uno de los tocones. Calmadamente —sin el apresuramiento que podía hacer fallar su puntería— alzó su rifle y clavó una única bala en aquel tobillo. Oyó un aullante grito de dolor, y una maldición dirigida a él. El blanco desapareció de su vista. La mirada de Moresby regresó a los zapatos vacíos y al gorro de revestimiento del casco más allá del agujero del proyectil. Decidió moverse… Sabía que tenía que moverse para impedir que el mortero lo alcanzara.

Disparó de nuevo hacia los tocones a fin de mantener al hombre del mortero oculto, luego echó a correr hacia el agujero en la verja donde estaban los cuerpos de los dos agresores. Se dejó caer de bruces al suelo, disparó otra ráfaga y luego saltó de cuatro patas contra el cuerpo más cercano, acurrucándose tras él para que lo protegiera del hombre del mortero. El viento rugía a su alrededor.

Moresby tiró de la camisa del bandido, arrancándole el brazalete y acercándolo a sus ojos para examinarlo más atentamente.

No era más que una banda de tela de algodón amarilla cortada directamente de la pieza, con una tosca cruz negra pintada con tinta china. No había ninguna palabra, ni eslogan, ni otra identificación que pudiera establecer su filiación. Una cruz negra sobre un campo amarillo. Moresby rebuscó en su memoria, intentando encajar ese símbolo en algún trasfondo civil familiar. Tenía que encajar en algún sitio. Su ordenada mente tomó y dio vueltas al término desconocido: ramjet.

Nada. Ni el símbolo ni el nombre eran conocidos antes de su partida, antes de 1978.

Hizo rodar el cuerpo ya rígido para volverlo de espaldas y poder ver mejor su rostro, y sintió un desagradable shock. El negro y ensangrentado rostro estaba aún crispado por la agonía de la muerte. Dos o más impactos le habían desgarrado el abdomen, mientras que otro había rasgado su garganta y le había rociado el rostro con su propia sangre; no había muerto instantáneamente. Había muerto gritando su dolor al hombre que estaba junto a él, intentando vanamente cruzar la verja y encargarse de los defensores situados arriba en la ladera.

El mayor Moresby estaba acostumbrado a ver la muerte en el campo de batalla; la forma en que había muerto aquel hombre no lo alteró en lo más mínimo…, pero el detenido escrutinio de su enemigo lo alteró como nada lo había alterado antes. Repentinamente comprendió la tosca cruz negra pintada sobre el fondo amarillo, aunque nunca la hubiera visto antes. Aquello era una rebelión civil, una insurrección organizada.

Los ramjets eran guerrilleros negros.

El mortero jadeó allá abajo en la ladera, y el mayor Moresby se acurrucó tras el cadáver. Aguardó impacientemente a que el proyectil cayera en algún lugar tras él, sobre él, para luego por el amor de Dios hacer callar de una buena vez aquel mortero.

Pasaban veinte minutos de las seis de la mañana del 4 de julio de 1999. El sol naciente convertía el horizonte en un inmenso incendio.

El ramjet a cargo del mortero dominó el dolor de su tobillo destrozado y se asomó prudentemente por encima de un tocón para constatar que había sido el vencedor.

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