Estación Investigadora Nacional de Elwood Joliet, Illinois 12 de junio de 1978

Quizá sólo el grosor de un cabello separe lo falso de lo cieno;

sí, y un simple Alif sea la clave que lleve

(si sabes descubrirla) a la casa del tesoro,

y acaso también al propio Maestro.

Omar Khayyam

2

Dos pasos por delante de él, el policía militar que lo había escoltado desde la verja de entrada abrió la puerta y dijo:

—En esta sala recibirá sus instrucciones, señor.

Brian Chaney le dio las gracias y cruzó la puerta.

Descubrió a la joven observándolo críticamente, evaluándolo, esperándolo. Dos hombres estaban jugando a las cartas en un lado. Una enorme mesa de acero —modelo gubernamental— estaba situada en el centro de la habitación, bajo brillantes luces. Tres abultados sobres de papel marrón se hallaban apilados sobre la mesa cerca de la mujer, mientras que los hombres y su juego para matar el tiempo ocupaban el extremo más alejado de ella. Kathryn van Hise había estado mirando hacia la puerta cuando ésta se abrió, anticipando su llegada, pero hasta ahora ninguno de los jugadores alzó los ojos de su juego para observar al recién llegado.

Hizo una inclinación de cabeza hacia los hombres y dijo:

—Me llamó Chaney. He sido…

El doloroso sonido lo interrumpió, cortando sus palabras.

El sonido era algo así como una gruesa banda de caucho restallando contra sus tímpanos, como un martillo o un mazo golpeando contra un bloque de aire comprimido. Hizo un ruido de impacto, seguido por un reluctante suspiro, como si el martillo estuviera rebotando al ralentí en un fluido oleoso. El sonido dolía. Las luces disminuyeron de intensidad.

Las tres personas que ocupaban la habitación estaban mirando hacia algo detrás de él, encima de él.

Chaney se dio la vuelta pero no descubrió nada más que un reloj de pared encima de la puerta. Estaban observando el recorrido de la manecilla roja. Se volvió de nuevo hacia el trío con una pregunta en sus labios, pero la mujer hizo un pequeño movimiento de que mantuviera silencio. Ella y sus compañeros masculinos siguieron observando el reloj, con una fija intensidad.

El recién llegado aguardó.

No vio nada en la habitación que pudiera causar el sonido, nada que pudiera explicar aquel concentrado interés; sólo había allí los muebles habituales de una habitación acondicionada por el gobierno y las cuatro personas que ahora la ocupaban. Las paredes estaban desnudas de mapas, y eso era algo inusual; había tres teléfonos de distintos colores en un estante cerca de la puerta, y eso también era algo inusual; pero aparte eso no era más que una sala de conferencias sin ventanas y bien custodiada situada en un recinto militar igualmente bien custodiado a cuarenta y cinco minutos de Chicago por tren blindado.

Había cruzado la habitual verja custodiada de una instalación de acceso restringido que abarcaba unos ocho kilómetros cuadrados, había sido examinado e identificado con la habitual meticulosidad del personal militar, y había sido escoltado hasta la habitación sin ninguna explicación y sin el menor retraso. Las macizas puertas exteriores de una estructura de cemento que parecía a prueba de terremotos lo habían sorprendido e impresionado. Había varios edificios muy separados los unos de los otros en el recinto —pero ninguno tan imponente como ése—, los cuales lo llevaron a creer que antiguamente había sido una fábrica de municiones. Ahora, la presencia de un cierto número de personas de ambos sexos yendo de un lado para otro sugería unas instalaciones menos peligrosas. Ningún indicio o señal externa indicaba su actividad actual, y Chaney se preguntó si el conocimiento de la existencia del vehículo era compartido por el personal de la estación.

Guardó silencio, estudiando de nuevo a la mujer. Estaba sentada, y mentalmente especuló con la longitud de la falda que llevaba ese día, comparada con los pantalones cortos en delta de la playa.

El más joven de los dos hombres señaló repentinamente al reloj.

—¡Agárrese el sombrero, amigo!

Chaney miró al reloj, luego al que había hablado. Calculó que el hombre tendría unos treinta años, apenas unos años más joven que él, pero la misma figura larguirucha. Su pelo era color arena, su aspecto, musculoso, y algo en su forma de mirar sugería a un hombre de mar; su piel estaba profundamente bronceada, en oposición al reciente bronceado de la mujer, y ahora su boca abierta revelaba una funda de plata en uno de sus dientes delanteros. Como sus compañeros, iba vestido con un simple traje de verano, con su camisa deportiva medio desabrochada sobre su pecho. Su dedo, que señalaba al reloj, cayó, como si fuera una señal.

El reluctante suspiro del martillo o el mazo hundiéndose blandamente en un fluido llenó la habitación, y Chaney deseó taparse los oídos. De nuevo el invisible martillo golpeó contra aire comprimido, la banda de caucho azotó sus tímpanos, y hubo un pop final y anticlimático.

—Ya está —dijo el hombre más joven—. Los mismos sesenta y uno de siempre. —Miró a Chaney, y añadió lo que parecía ser una explicación—: Sesenta y un segundos, amigo.

—¿Eseso bueno?

—Es lo mejor que hayamos conseguido nunca.

—Excelente. ¿Qué es lo que ocurre?

—Pruebas. Pruebas, pruebas, pruebas, una y otra y otra vez. Incluso los monos empiezan a sentirse cansados de eso.

Lanzó una rápida mirada a Kathryn van Hise, como preguntando: «¿Lo sabe?».

El otro jugador de cartas estudiaba a Chaney con una cierta reserva, como si deseara catalogarlo convenientemente. Era un hombre más viejo.

—Se llama Chaney—repitió hoscamente—. Y ha sido… ¿qué?

—Reclutado —respondió Chaney, y vio al hombre sobresaltarse.

—¿Señor Chaney? —dijo la joven rápidamente.

Se volvió, y vio que ella se había levantado.

—¿Señorita Van Hise?

—Lo esperábamos antes, señor Chaney.

—Esperaban demasiado. He tenido que aguardar unos días para conseguir una reserva de coche-cama, y me entretuve en Chicago visitando a unos viejos amigos. No me sentía ansioso de abandonar la playa, señorita Van Hise.

—¿Coche-cama? —preguntó el hombre más viejo—. ¿En tren? ¿Por qué no ha venido usted en avión?

Chaney pareció embarazado.

—Le tengo miedo a los aviones.

El hombre del pelo color arena estalló en una estruendosa carcajada y apuntó un dedo explicativo hacia su hosco compañero.

—Fuerzas Aéreas —le dijo a Chaney—. Nació en el aire, y lleva el volar pegado al fondillo de sus pantalones. —Dio una palmada en la mesa y las cartas saltaron, pero nadie compartió su ruidoso humor—. ¡No ha empezado usted lo que se dice precisamente bien, amigo!

—Para mi vergüenza, ¿debo sostener una vela? —preguntó Chaney.

—Por favor, señor Chaney —dijo de nuevo la mujer.

Él le dedicó su atención, y ella le presentó a los jugadores de cartas.

El mayor William Theodore Moresby era el desaprobador miembro de las Fuerzas Aéreas; rozaba los cuarenta y cinco años, y sus cabellos en retroceso acentuaban aún más sus grandes y penetrantes ojos grisverdosos. La arista de su nariz era afilada y huesuda, y en alguna ocasión había resultado rota. Había la sospecha de una papada, y otra sospecha de una prominente barriga bajo la camisa de verano que llevaba por encima de sus pantalones. El mayor Moresby no tenía sentido del humor, y cuando estrechó su mano con la del nuevo recluta que había llegado con retraso lo hizo con el aire de un hombre que estrecha la mano a un desertor que acaba de regresar del Canadá.

El hombre más joven de aspecto musculoso y muy bronceado y la llamativa prótesis dental era el capitán de corbeta Arthur Saltus. Felicitó a Chaney por haber tenido el buen sentido de mostrarse reluctante a abandonar el mar, y dijo que estaba en la Marina desde los quince años. Había mentido acerca de su edad, y mostrado unos papeles falsos para apoyar su mentira. Incluso en aquella habitación sin ventanas sus ojos parecían protegerse contra la brillante luz del sol reflejada en el agua. Era simpático.

—¿Un civil? —preguntó gravemente el mayor Moresby.

—Alguien ha de quedarse en casa y pagar los impuestos —respondió Chaney en el mismo tono.

La joven intervino rápida y diplomáticamente:

—Es la política oficial, mayor. Nuestras directrices fueron establecer un equipo equilibrado. —Miró a Chaney como pidiéndole disculpas—. Algunos miembros del Senado se mostraron disconformes con la anterior política de la NASA de seleccionar únicamente personal militar para las misiones orbitales, de modo que nosotros decidimos reclutar una tripulación más equilibrada para…, para evitar cualquier posible encuesta futura. La Oficina tiene muy en cuenta las opiniones del Congreso.

Saltus:

—Traducción: debemos hacer que los fondos sigan llegando.

Moresby:

—¡Maldita sea! ¿También aquí está metida la política?

—Sí, señor, me temo que sí. El subcomité del Senado que supervisa nuestro proyecto ha apostado a un agente aquí para mantener el contacto. Es lamentable, señor, pero algunos de sus miembros pretenden ver un paralelismo con el viejo proyecto Manhattan, de modo que insisten en mantener una relación constante.

—Quiere decir vigilancia —gruñó Moresby.

—Oh, consuélese, William. —Arthur Saltus había tomado las cartas esparcidas sobre la mesa y las estaba barajando ruidosamente—. Ese civil no va a molestarnos; lo superamos dos a uno, y mire el grado que no tiene. Es la cola del equipo, el último hombre en el escalafón, y lo pondremos a redactar los informes. —Se volvió hacia el civil—. ¿Qué es usted, Chaney? ¿Astrónomo? ¿Cartógrafo? ¿Algo?

—Algo —respondió Chaney tranquilamente—. Investigador, traductor, estadístico, un poco de eso y de aquello.

Kathryn van Hise dijo:

—El señor Chaney es el autor del informe de la Indic.

—Ah —asintió Saltus—. Ese Chaney.

—El señor Chaney es el autor de un libro sobre los papiros de Qumran.

¿Ese Chaney? —reaccionó el mayor Moresby.

—El señor Chaney va a salir de aquí tremendamente ofendido y hará volar el edificio —dijo Brian Chaney—. Se niega a ser un bicho en la platina de un microscopio.

Arthur Saltus lo miró con ojos muy abiertos.

—¡He oído hablar de usted, amigo! William tiene su libro. Desean colgarlo a usted de los pulgares.

—Es algo que ocurre de tanto en tanto —dijo Chaney amablemente—. San Jerónimo trastornó a toda la Iglesia con su radical traducción en el siglo quinto, e intentaron tirar de algo más que de sus pulgares antes de que alguien interviniera para apaciguar los ánimos. Efectuó una nueva traducción latina del Antiguo Testamento, pero sus críticos no la celebraron precisamente. No importa…, su obra les sobrevivió. Los nombres de sus críticos han sido olvidados.

—Mejor para él. ¿Fue un éxito?

—Lo fue. Es probable que haya oído hablar usted alguna vez de la Vulgata.

Saltus pareció reconocer vagamente el nombre, pero el mayor "estaba enrojecido y furioso.

—¡Chaney! ¿No estará comparando esa sarta de estupideces suya con la Vulgata?

—No, señor —dijo suavemente Chaney, para aplacar al hombre. Ahora sabía cuál era la religión del mayor, y sabía que el hombre había leído su libro superficialmente—. Estoy indicando que tras quince siglos lo radical es aceptado como norma. Mi traducción del Apocalipsis sólo parece radical ahora. Puede que a la larga tenga la misma suerte que san Jerónimo, pero no espero ser canonizado.

Kathryn van Hise dijo insistentemente:

—Caballeros.

Tres cabezas se volvieron para mirarla.

—Por favor, caballeros, siéntense. Deberíamos empezar a ponernos a trabajar.

—¿Ahora? —preguntó Saltus—. ¿Hoy?

—Hemos perdido ya demasiado tiempo. Siéntense.

Cuando se hubieron sentado, el incorregible Arthur Saltus se volvió en su asiento:

—Es una auténtica tirana, amigo. Una ordenancista, una déspota…, pero perfecta para su labor. Una civil realmente adecuada, no una chica del gobierno vulgar. La llamamos Katrina… Es holandesa, ya sabe.

—Completamente de acuerdo —dijo Chaney. Recordó la blusa transparente y los pantalones cortos en delta, e hizo un gesto hacia ella que podía ser tomado por el inicio de una inclinación de cabeza—. Atesoro en mi vida una belleza al día.

La joven enrojeció.

—¡Vayamos al asunto! —declaró Saltus—. Estoy empezando a hacerme una idea respecto a usted, investigador civil. Creo haber reconocido la primera que nos lanzó, eso de la vela.

—Es bueno conocer a Bartlett.

—Mire: acerca de su libro, acerca de esos papiros que tradujo usted…, ¿cómo consiguió que dejaran de ser secretos?

—Nunca fueron secretos.

Saltus evidenció su incredulidad.

—¡Oh, tienen que haberlo sido! El gobierno de allá no podía desear que fueran divulgados.

—En absoluto. No había ningún secreto en ellos; los documentos estaban ahí para quien quisiera leerlos. El gobierno israelí mantiene un derecho de propiedad sobre ellos, por supuesto, y en la actualidad los papiros han sido trasladados a otro lugar más seguro mientras dure la guerra, pero eso es todo. —Miró abiertamente al mayor. El hombre estaba escuchando en un hosco silencio—. Sería una tragedia si fueran destruidos por los bombardeos.

—Apostaría a que usted sabe dónde están.

—Sí, pero ése es el único secreto relativo a ellos. Cuando la guerra haya terminado serán exhibidos de nuevo y puestos a disposición de quien los solicite.

—Bueno…, ¿cree que los árabes van a ganarle a Israel?

—No, no ahora. Hace unos veinte años quizá hubieran podido, pero no ahora. He visto sus fábricas de municiones.

Saltus se inclinó hacia delante.

—¿Tienen la bomba H?

—Sí.

Saltus silbó. Moresby murmuró:

—Apocalipsis.

—¡Caballeros! ¿Puedo conseguir que me presten su atención ahora?

Kathryn van Hise estaba sentada envaradamente en su silla, las manos apoyadas sobre los sobres marrones. Sus dedos estaban entrelazados y sus pulgares alzados hacia el cielo como un capitel.

Saltus se echó a reír.

—Siempre la ha tenido, Katrina.

Su fruncimiento de ceño en respuesta fue algo rápido y fugaz.

—Soy su oficial de coordinación. Mi tarea es prepararlos para una misión que no tiene precedentes en la historia, pero que está muy cerca de su culminación. Sería deseable que a partir de ahora el proyecto se desarrollara a un ritmo razonable. Debo insistir en que empecemos inmediatamente los preparativos.

—¿Estamos trabajando para la NASA? —preguntó Chaney.

—No, señor. Han sido ustedes empleados directamente por la Oficina de Pesos y Medidas, y no serán identificados por ninguna otra agencia o departamento. La naturaleza del trabajo no va a ser hecha pública, por supuesto. La Casa Blanca insiste en ello.

Chaney sintió un cierto alivio cuando la mujer respondió a su siguiente pregunta, pero fue de corta duración.

—Supongo que no van a ponernos en órbita. Que no tendremos que efectuar nuestro trabajo en la Luna o en algún otro lugar así.

—No, señor.

—Es un alivio. ¿No voy a tener que volar?

La mujer dijo cautelosamente:

—No puedo garantizarle nada sobre este punto, señor. Si fracasamos en alcanzar nuestro objetivo primario, puede que los objetivos secundarios impliquen algún vuelo.

—Eso es malo. ¿Hay alternativas?

—Sí, señor. Se han planeado dos alternativas, si por cualquier razón no podemos conseguir el primer objetivo.

El mayor Moresby dejó escapar una risita ante la frustración de Chaney.

—¿Deberemos simplemente sentarnos aquí y aguardar a que ocurra algo…, aguardar a que ese vehículo funcione? —preguntó Chaney.

—No, señor. Lo ayudaré a que se prepare, en la seguridad de que algo ocurrirá. Las pruebas han sido ya casi completadas, y esperamos las conclusiones en cualquier momento. Cuando estén completadas, todos ustedes deberán familiarizarse con la operativa del vehículo; y cuando eso esté realizado, entonces se efectuará un ensayo sobre el terreno. Si este ensayo tiene éxito, seguiremos inmediatamente con la investigación en sí. Nos sentimos muy optimistas respecto a que cada fase de la operación quedará concluida en buen orden y en el menor tiempo posible. —Hizo una pausa para dar mayor énfasis a su siguiente afirmación—. El primer objetivo será una amplia investigación política y demográfica del próximo futuro; deseamos conocer la estabilidad política de ese futuro y el bienestar de la población en general. Puede que seamos capaces de contribuir a ambas cosas si poseemos un conocimiento anticipado de sus problemas. Con esa finalidad, estudiarán y cartografiarán la zona central de los Estados Unidos a finales de siglo, es decir en las proximidades del año dos mil.

—¡Diablos! —exclamó Saltus.

Chaney sintió de nuevo la impresión inicial que había conocido en la playa; aquél no iba a ser un estudio académico.

—¿Vamos a ir hasta allí arriba? ¿Tan lejos?

—Creí haber dejado esto muy claro, señor Chaney.

—No tan claro —dijo él, con cierto embarazo y confusión—. En la playa soplaba viento…, mi mente estaba en otras cosas. —Unas rápidas miradas a Saltus y al mayor le ofrecieron poco consuelo: uno de ellos le estaba sonriendo y el otro se mostraba despectivo—. Supuse que mi papel iba a ser pasivo: trazar las líneas de actuación, preparar las investigaciones y cosas así. Había supuesto que estaban utilizando instrumentos para las pruebas reales…

Pero se dio cuenta de lo poco convincente que resultaba.

—No, señor. Cada uno de ustedes irá al futuro para llevar a cabo la investigación. Emplearán algunos instrumentos sobre la marcha, pero el elemento humano es necesario.

Moresby pareció creer necesario aguijonearlo.

—Después de todo, aplicaremos la antigüedad. Actuaremos según el orden correcto. Primero yo, luego Art, y luego usted.

—Esperamos iniciar la investigación dentro de tres semanas, una vez completadas todas las pruebas previstas. —La voz de la mujer pareció contener un rastro de burla a sus expensas—. Puede que sea antes si su programa de entrenamiento puede ser completado antes. Hay previsto un examen físico para última hora de esta tarde, señor Chaney; los otros ya han pasado el suyo. Los exámenes proseguirán a razón de dos por semana hasta que el vehículo sea lanzado realmente.

—¿Por qué?

—Para su protección y la nuestra, señor. Si existe algún defecto serio debemos conocerlo ahora.

—Tengo el valor de una gallina —dijo él débilmente.

—Pero tengo entendido que aguantó el fuego en Israel.

—Eso fue diferente. No podía detener el bombardeo, y el trabajo debía ser realizado.

—Podía haber abandonado usted el país.

—No, no podía hacerlo…, no hasta terminar el trabajo, no hasta que la traducción estuviera completa y el libro a punto.

Kathryn van Hise juntó tabaleando sus dedos y sólo lo miró a él. Pensó que aquélla era una respuesta suficiente.

Chaney recordó algo que ella había dicho en la playa, algo que había citado o deducido de su expediente. O quizá era aquel maldito perfil de la computadora, campanilleando sobre su supuesta resolución y estabilidad. Tuvo una brusca sospecha.

—¿Ha leído usted mi expediente? ¿Todo él?

—Sí, señor.

—Uf. ¿Contiene información…, esto, algún chisme sobre un incidente en el otro lado del Nuevo Puente Allenby?

—Creo que el gobierno jordano contribuyó con una cierta cantidad de información sobre el incidente, señor. Fue obtenida por mediación de la legación suiza en Ammán, por supuesto. Tengo entendido que lo apalearon a usted a conciencia.

Saltus, ansiosamente:

—Eh…, ¿de qué se trata?

—No crea todo lo que lee —dijo Chaney—. Estuve terriblemente cerca de ser fusilado por espía en Jordania, pero esa mujer musulmana no llevaba velo. Tenga en cuenta eso…, no llevaba velo. Se supone que eso lo cambia absolutamente todo.

Saltus:

—¿Pero qué tiene que ver la mujer con un espía?

—Creyeron que yo era un espía sionista —explicó Chaney—. La mujer sin velo era tan sólo un agradable interludio… Bueno, se suponía que era tan sólo un agradable interludio. Pero las cosas no resultaron así.

—¿Y lo atraparon? ¿Y estuvieron a punto de fusilarlo?

—Y me golpearon hasta dejarme molido. Los árabes no respetan las mismas reglas que nosotros. Utilizan garrotes y dagas.

Saltus:

—Pero ¿qué le ocurrió a la mujer?

—Nada. No hubo tiempo. Desapareció.

—Demasiado malo—exclamó Saltus.

—¿Puedo continuar, por favor? —pidió Kathryn van Hise.

Chaney creyó ver un ligero asomo de color en las mejillas de la mujer.

—Vamos a ir de todos modos… —dijo en un tono definitivo.

—Sí, señor.

Deseó estar de vuelta en la playa.

—¿Es seguro?

Arthur Saltus interrumpió de nuevo antes de que la mujer pudiera responder.

—Los monos no se han quejado… No veo por qué debería hacerlo usted.

—¿Monos?

—Los que utilizamos para las pruebas, civil. Los pobres bichos han estado yendo en esa maldita máquina durante semanas, cabeza arriba, cabeza abajo, de lado, de espaldas. Pero no han presentado ninguna queja…, al menos por escrito.

—Pero, ¿y suponiendo que lo hagan?

—Oh, en ese caso —dijo Saltus con frivolidad— le cederíamos nuestros derechos de prioridad. Usted podría ir a donde fuera a investigar sus quejas y descubrir cuál es el problema. Los contribuyentes también se merecen algunos privilegios.

—Por favor —atajó con impaciencia Kathryn van Hise.

—De acuerdo, Katrina —dijo Saltus alegremente—. Pero creo que debería decirle a este civil lo que le espera.

Moresby captó el significado de aquellas palabras y se echó a reír.

—¿Qué me espera? —preguntó Chaney, desconfiado.

—Va a ir usted desnudo. —Saltus se alzó la camisa para palmear su pecho—. Todos nosotros vamos a ir desnudos.

Chaney se lo quedó mirando, buscando dónde estaba el chiste, y demasiado tarde comprendió que no era ningún chiste. Se volvió hacia la mujer y observó que su rostro volvía a estar enrojecido.

—Es un asunto de peso, señor Chaney —dijo ella—. La máquina debe propulsarse a sí misma y a usted hacia el futuro, lo cual es una operación que requiere una tremenda cantidad de energía eléctrica. Los ingenieros nos han advertido que el peso total es un asunto crítico, que nada excepto el pasajero debe ser enviado o devuelto. Insisten en un peso mínimo.

—¿Desnudo? ¿Todo el viaje desnudo?

Saltus:

—Desnudo como un gusano, civil. Así ahorramos cuatro, seis, ocho kilos de exceso de peso. Ellos lo exigen. No querrá contrariar a esos ingenieros, ¿verdad? No cuando tiene que poner su vida en sus manos. Son tipos muy sensibles, ya sabe…, tenemos que mantenerlos contentos.

Chaney luchó por conservar su sentido del humor.

—¿Qué ocurrirá cuando lleguemos al futuro, cuando alcancemos el año dos mil?

De nuevo la mujer intentó replicar, pero de nuevo Saltus la interrumpió:

—Oh, Katrina ha pensado en todo. Su viejo informe de la Indic decía que la gente del futuro llevará menos ropas que nosotros, así que Katrina nos proporcionará los papeles adecuados. Iremos allí como nudistas federados.

3

—Desearía saber qué está ocurriendo aquí —dijo Brian Chaney.

Su voz tenía un tono de queja.

—Llevo una hora intentando decírselo, señor Chaney.

—Inténtelo otra vez —suplicó él.

Kathryn van Hise lo estudió.

—Le dije en la playa que los ingenieros de la Westinghouse habían construido un VDT. El vehículo fue construido aquí, en este edificio, bajo un contrato de investigación con la Oficina de Pesos y Medidas. El trabajo fue realizado en el más absoluto secreto, por supuesto, con un grupo del Congreso, un subcomité, proveyendo directamente los fondos necesarios y manteniendo una estricta supervisión del proyecto. Operamos con el conocimiento absoluto de, y la responsabilidad de, la Casa Blanca. El Presidente efectuará la elección final de los objetivos.

—¿Él? En todo caso será un comité quien decidirá por él.

La expresión de la mujer fue de profunda desaprobación, y Chaney comprendió que había tocado un punto sensible. Imaginó que la lealtad de ella hacia aquel hombre estaba motivada tanto por una elección política como por su actual ocupación.

—El Presidente ha sido mantenido informado en todo momento de nuestros progresos cotidianos, señor Chaney. Como lo fue su predecesor. —La mujer parecía beligerante—. Su predecesor creó este proyecto mediante una Orden Ejecutiva hace tres años, y hoy seguimos operando únicamente porque tenemos el consentimiento y la aprobación del nuevo Presidente. Estoy segura de que es usted consciente de los hechos políticos de la vida.

—Oh, soy consciente —dijo Chaney, pesaroso—. El informe de la Indic falló en no anticipar un Presidente débil. Fue escrito y presentado durante la administración de uno fuerte, y estaba basado en la suposición de que aquel hombre continuaría en su cargo durante dos mandatos completos. Nuestro error fue no anticipar su muerte. A este nuevo hombre hay que sacarle el dinero centavo a centavo… cada día. Carece de iniciativa, carece de empuje.

Una mirada a un lado le dijo a Chaney que el mayor estaba de acuerdo con él en un punto. Moresby asentía con aire ausente, manifestando su conformidad.

Kathryn van Hise carraspeó.

—Prosigamos. Hay un laboratorio experimental en otra parte de este edificio, debajo de nosotros, y las pruebas del vehículo han sido llevadas a cabo allí durante un cierto tiempo. Cuando las pruebas alcanzaron un nivel que indicaba un éxito final, fue reclutado el equipo de investigación sobre el terreno. El mayor Moresby, el comandante Saltus y usted son las tres primeras elecciones en sus campos respectivos, y los únicos contactados hasta ahora. Por el momento no hay ningún equipo de reserva.

—Eso no es característico de ellos —dijo Chaney—. Los militares siempre lo adquieren todo de dos en dos, por si acaso.

—Ésta no es una operación militar, y sus superiores no han sido informados de por qué el mayor Moresby y el comandante Saltus han sido transferidos a un equipo de reserva, y quizá los estamentos militares serán informados de nuestras operaciones. —Cruzó las manos, recuperando su compostura—. Los ingenieros les explicarán el vehículo y su funcionamiento; yo no estoy lo suficientemente informada como para ofrecerles una explicación lúcida. Sólo comprendo que cuando el vehículo es operado se crea un intenso vado, y el sonido que oyó hace un momento era el resultado de una implosión de aire en ese vacío.

—¿Están efectuando pruebas de sesenta y un segundos?

—No, señor. Las pruebas pueden ser de cualquier duración; hasta ahora la más larga se ha demostrado que ha sido a doce meses en el pasado, y la más corta a sólo un día. Esos sesenta y un segundos representan un margen de seguridad necesario para el pasajero; el pasajero no regresa al momento exacto de su partida, sino exactamente sesenta y un segundos después de su partida, independientemente del tiempo que haya pasado sobre el terreno.

Pero parecía preocupada por algo que no había dicho.

Brian Chaney estaba seguro de que había algo más.

—En la actualidad —dijo ella—, el laboratorio está empleando monos y ratones como pasajeros de prueba. Cuando esa fase haya sido completada, cada uno de ustedes realizará una prueba para familiarizarse con el vehículo. Irán de uno en uno, por supuesto, debido a lo pequeño del mismo. Los ingenieros les explicarán los problemas de masa y volumen al ser propulsados por medio de un vacío.

—Entiendo eso —dijo Chaney—. No me gustaría en absoluto regresar de una exploración y aterrizar sobre mi propia cabeza. Pero ¿por qué sesenta y un segundos?

—Esa cifra es debida en cierto modo al azar. Los ingenieros pretendían un mínimo de seguridad de sesenta segundos, pero cuando el vehículo regresó en dos pruebas sucesivas a los sesenta y un segundos adoptaron esa cifra, por decirlo así.

—¿ Todas las pruebas han tenido éxito?

Ella vaciló, luego dijo:

—Sí, señor.

—¿No han perdido a ningún mono? ¿Ni uno solo?

—No, señor.

Pero sus sospechas no quedaron apaciguadas.

—¿Qué ocurriría si las pruebas no tuvieran éxito? ¿Si una de ellas fracasara, en el estadio actual del proyecto?

—En ese caso, el proyecto sería cancelado y ustedes tres serían devueltos a sus anteriores ocupaciones. Usted sería libre de volver a la Indiana, si lo quisiera.

—¡Me despedirían! —declaró Arthur Saltus—. Me enviarían de vuelta a esa vieja draga en el mar de la China: aceite y salmuera.

—De vuelta a la playa de Florida —dijo Chaney—. Y hermosas doncellas deliciosamente desvestidas.

—Civil, es usted un sinvergüenza. Usted le arrancó el velo a aquella mujer.

—Pero las doncellas hacen eso innecesario.

—Caballeros, por favor.

Saltus no podía detenerse.

—Y piense en nuestra pobre Katrina…, de vuelta a un trabajo burocrático. El Congreso cortaría inmediatamente nuestros fondos. Ya sabe como son.

—Tacaños, excepto para sus ríos y sus puertos favoritos. De modo que supongo que deberemos seguir adelante en bien de ella, desnudos y estremecidos, hasta los albores del año dos mil. —Chaney estaba pensativo—. ¿Qué pensará de nosotros la próxima generación?

—¡Por favor!

Chaney cruzó los brazos y la miró.

—Sigo pensando que alguien ha cometido un error, señorita Van Hise. No poseo talento militar y ni siquiera soy capaz de distinguir una nuez del cerrojo de un fusil; no puedo llegar a imaginar por qué me necesitan a mí para una investigación sobre el terreno, pese a todo lo que me ha dicho, pero encontrará en mí a un recluta bien dispuesto si me promete usted que no habrá más sustos. ¿Tiene aún algo en la manga?

Los marrones ojos de la mujer se clavaron en los de él, mostrando una ligera chispa de irritación. Chaney sonrió, esperando borrarla. Bruscamente ella apartó la mirada, y deslizó los tres abultados sobres por encima de la mesa hacia los tres hombres.

—¿Ahora? —preguntó Saltus.

—Pueden abrirlos ahora. Es nuestra primera área de investigación, con todos los datos necesarios para penetrar en ella.

Brian Chaney abrió su sobre y sacó un grueso fajo de hojas fotocopiadas y varios mapas doblados. Su mirada volvió a clavarse en el sobre. En él estaba escrito un nombre en código, bajo el inevitable sello de Alto secreto. Lo leyó una segunda vez y luego alzó la vista.

—¿Proyecto Donaghadee?

—Sí, señor. El señor Donaghadee es el Director de la Oficina de Pesos y Medidas.

—Por supuesto. El monumento es el hombre.

Chaney abrió el primer mapa del montón y lo giró hasta que el norte estuvo en la parte de arriba, para leer el nombre de la primera ciudad que cayó bajo sus ojos: Joliet. Era un mapa de la sección central norte de los Estados Unidos, con Chicago situado exactamente en el centro, y mostrando grandes porciones de los estados que rodean el área metropolitana: Illinois, Indiana, Michigan, Wisconsin, y el extremo este de lowa. La Estación de Elwood estaba señalada con un punto rojo justo al sur de Joliet. Observó que el mapa había sido preparado por cartógrafos del ejército y llevaba también el sello de Alto secreto. Excepto por el punto rojo, era idéntico a los mapas que dan en las gasolineras.

El segundo mapa era más grande, abarcaba tan sólo Illinois, y aquí la ampliación revelaba que la Estación de Elwood estaba a unos doce kilómetros al sur de Joliet, junto a una vieja carretera señalada como Alternativa 66. El tercer mapa también era grande: un plano detallado del condado de Will, con Joliet localizado casi en su centro. En este mapa, la Estación de Elwood era una gran mancha roja de casi ocho kilómetros cuadrados, con varias casas individualizadas y edificios identificados por un número clave. La estación tenía dos carreteras de servicio privadas que la enlazaban con la carretera general. La línea férrea de la Chicago & Mobile Southern Railroad pasaba muy cerca del recinto militar, y una derivación se desviaba de la línea principal y penetraba en él.

El mayor alzó la vista tras estudiar los mapas.

—Katrina, ¿las pruebas sobre el terreno se harán aquí, en la estación?

—Sólo en parte, señor. Si encuentran ustedes la estación normal cuando salgan, se dirigirán a Joliet en un transporte que hallarán preparado. Piensen siempre en su seguridad.

Moresby parecía decepcionado.

—Joliet.

—Esa ciudad será el límite de las pruebas, señor. No podemos subestimar los riesgos. De todos modos, la investigación propiamente dicha se realizará en Chicago y sus suburbios si los primeros ensayos resultan satisfactorios. Por favor, estudien cuidadosamente los mapas y memoricen al menos dos rutas de escape; pueden verse obligados a andar si algún vehículo se estropea.

Saltus:

—¿Andar? ¿Con coches por todas partes?

La mujer frunció el ceño.

—No intenten robar un automóvil. Podría ser difícil, quizá imposible, sacarlos de la cárcel. Ni siquiera lo intentaríamos, comandante.

—Desnudo y abandonado en una celda en Joliet —murmuró Chaney—. Creo que hay allí una penitenciaría del estado.

La mujer lo miró con el ceño fruncido.

—Creo que esta pequeña broma ha ido ya demasiado lejos, señor Chaney. Una vez allí se les proporcionarán ropas, por supuesto; se les proporcionarán ropas para las pruebas y luego para la investigación propiamente dicha, pero cada vez deberán desnudarse de nuevo antes de regresar al vehículo. Hallarán una provisión adecuada de ropas, herramientas e instrumentos aguardándoles en cada punto de llegada. Y el laboratorio se hallará constantemente en servicio, por supuesto; siempre habrá ingenieros aguardando su llegada y ayudándolos en los tránsitos.

—Eso ya está mejor —admitió Chaney—. Pero ¿cómo se las arreglarán para lo de las ropas y los ingenieros…, cómo conseguirán que estén allí aguardándonos?

—Todo está ya arreglado, señor. Hay un refugio antiatómico y un depósito de almacenaje debajo de nosotros, adyacente al laboratorio. Está provisto de todo lo que puedan necesitar ustedes en cualquier estación del año, así como armas y provisiones. Nuestro programa requiere que el laboratorio y el vehículo sean constantemente mantenidos en servicio durante un período indefinido de tiempo; un centenar de años o más, si es necesario. Todas las fechas de llegada en el futuro serán conocidas por esos futuros ingenieros, por supuesto. Se han tomado todas las medidas necesarias. —A menos que se declaren en huelga. —¿.Señor?

—Su planificación a largo plazo está sujeta a las mismas incertidumbres que mis proyecciones. Un azar, un acontecimiento inesperado puede echarlo todo a rodar. El informe de la Indic falló en no prever una Administración débil reemplazando a una Administración fuerte, y si pusiera hoy ese informe ante mí me negaría a firmarlo; los factores variables hacen dudar de la validez del conjunto. Lo único que podemos hacer es esperar que los ingenieros sigan dedicados a su trabajo mañana, y sigamos utilizando la misma hora oficial.

—Señor Chaney, la planificación a largo plazo de la Oficina es más cuidadosa que todo eso. Está sólidamente fundamentada, y ha sido diseñada para durar. Le recuerdo que el área primaria de investigación se halla tan sólo a veintidós años de distancia.

—Tengo la sensación de que saldré de ella mil años más viejo. —Estoy segura de que lo hará bien, señor. Nuestro equipo es notable por su eficiencia individual.

—Lo cual es una forma excelente de ponerme en mi lugar, señorita Van

Hise.

—¿Qué hay acerca de esos almacenamientos? —interrumpió Moresby.

—Sí, señor. El refugio está equipado con todo lo necesario: cámaras filmadoras, grabadoras de cinta, radios, armas y detectores de armas, radar manual, y cosas así. Habrá dinero, y joyas, y un completo botiquín médico. Materiales tales como película, cintas, municiones y ropas serán reemplazados periódicamente a fin de garantizar provisiones frescas o modernas.

—¡Que me condene! —exclamó el mayor Moresby, y permaneció por un momento en admirado silencio—. Tiene sentido, después de todo. Tomaremos lo que necesitamos del almacén para cubrir nuestra zona de exploración, y devolveremos lo que nos sobre antes de volver.

—Sí, señor. Nada de las provisiones deberá volver con ustedes, excepto las cintas y las películas impresionadas en el transcurso de la exploración. Los ingenieros les darán instrucciones acerca de cómo compensar ese pequeño peso extra. No traigan de vuelta las grabadoras y filmadoras, y se les prohibe terminantemente llevar consigo ningún recuerdo personal como monedas o valores. Pero pueden fotografiar el dinero o los valores si lo desean.

—Esos ingenieros tienen una respuesta para todo —observó Chaney—. Deben de trabajar las veinticuatro horas del día.

—Nuestro proyecto ha estado trabajando las veinticuatro horas del día durante los últimos tres años, señor.

—¿Quién paga la cuenta de la electricidad?

—Tenemos una central nuclear de energía para cubrir nuestras necesidades.

Chaney se sintió repentinamente interesado.

—¿Su propio reactor? ¿Cuánta energía genera?

—Lo ignoro, señor.

—Yo lo sé —dijo Saltus—. La Commonwealth-Edison tiene uno nuevo cerca de Chicago, que proporciona ochocientos mil kilovatios. Es grande… Lo he visto, y he visto el nuestro. Se parecen a bombillas eléctricas de acero vueltas boca abajo.

Chaney seguía sintiendo curiosidad.

—¿Necesita el VDT tanta energía?

—No sabría decirlo, señor. —La mujer cambió de tema, llamando su atención hacia el fajo de hojas fotocopiadas que habían sacado de los sobres—. Aún tenemos tiempo esta tarde de empezar con estos informes.

La primera hoja llevaba el estilizado sello de la Corporación Indiana, y Chaney reconoció rápidamente su propio trabajo. Lanzó a la mujer una divertida mirada, pero ella desvió sus ojos; otra mirada en torno a la mesa le reveló a sus compañeros contemplando el grueso informe con anticipado hastío.

La siguiente página sumergía inmediatamente al lector en la materia ofreciéndole largas columnas de estadísticas llenas de notas a pie de página; las primeras columnas estaban sólidamente ancladas en las cifras de los censos de 1970, mientras las columnas de las siguientes páginas eran sus proyecciones hasta 2050. Chaney recordó el intenso pero emocionante trabajo que había representado todo aquello para él… y volvió a verse a sí mismo inclinado sobre su mesa de trabajo intentando alcanzar hasta la fecha más lejana.

Nacimientos: legítimos e ilegítimos, anticipados anualmente por razas y zonas geográficas (descendiendo intensamente a lo largo de la costa atlántica más abajo de Boston y en los estados del sur excepto Florida; las cifras no incluían el número impredecible de nacimientos producidos por medios artificiales en los hospitales-laboratorio; las cifras no incluían el número impredecible de nacimientos anormales en Nevada y Utah debidos a la acumulación de precipitaciones radiactivas).

Muertes: con cifras separadas para asesinatos y suicidios conocidos, proyectadas anualmente por grupos de edad (suicidios incrementándose a un ritmo predecible por debajo de los 30 años; las mujeres sobreviviendo a los hombres en 12,3 años en el año 2000; las expectativas de vida anticipadas incrementadas 1,9 años en el año 2050; las cifras no incluían la mortalidad infantil en la zona de precipitaciones radiactivas de Nevada-Utah; las cifras no incluían la mortalidad infantil en los nacimientos artificiales en los hospitales-laboratorio).

Matrimonios y matrimonios a prueba: con subsecuentes divorcios y anulaciones previstos sobre una base anual tras 1980, primer año de entrada en vigor del decreto de matrimonio a prueba (los matrimonios a prueba no influyendo apreciablemente en el índice de natalidad excepto en Alabama y Mississippi, pero tendiendo a incrementar el índice de asesinatos y suicidios, y contribuyendo al lento declive de los matrimonios a largo plazo). Nota a pie de página: recomendado un matrimonio a prueba renovable al término de su plazo, por ejemplo garantizando un segundo período de prueba a petición de las dos partes.

Incidencia de la criminalidad: proyecciones detalladas en veinte categorías, separadas por estados que aplican o no aplican la pena de muerte (asesinatos y robos incrementándose enormemente, pero las violaciones descendiendo en un porcentaje significativo debido a los matrimonios a prueba y al descenso de la edad legal para contraer matrimonio).

Electorado probable y su perfil: surgimiento gradual de un sistema tripartito duradero a partir de 1980 (con el electorado dividido desigualmente entre tres partidos mayores y uno menor; los votantes negros concentrados en uno de los partidos mayores y el menor; decantación pronunciada hacia la derecha conservadora en los dos mayores partidos blancos durante la siguiente década, con probablemente Administraciones conservadoras hasta el año 2000, más o menos cuatro años).

Población total en el cambio de siglo: basado en lo anterior, unos trescientos cuarenta millones de habitantes en los cuarenta y ocho estados contiguos y unos diez millones adicionales en los tres estados restantes (los estados alineados en las llanuras del norte con un descenso anual previsto y consistente, pero con Alaska subiendo significativamente; la isla de Manhattan alcanzando su punto de saturación dentro de dos años, California en 1990, Florida en 2010). Nota a pie de página: recomendado que la emigración a la isla de Manhattan, California y Florida sea prohibida por ley, y que sean ofrecidas compensaciones monetarias a aquellos que se trasladen de forma permanente a los estados centrales de baja densidad de población.

Brian Chaney se sintió ligeramente intranquilo acerca de algunas de sus conclusiones.

Cabía esperar que los matrimonios a prueba se incrementaran en un índice fantástico una vez se afirmara su popularidad, pero con el término de la prueba limitado a un año esperaba que los índices de asesinatos y suicidios ascendieran también; los asesinatos serían seguramente crímenes pasionales cometidos por las mujeres debido a la posibilidad de perder a sus maridos a corto plazo en busca de otras esposas a corto plazo, mientras que los suicidios podían predecirse por la misma razón. El término recomendado de dos años renovables podía tender a refrenar la posibilidad de esos actos violentos.

Cabía esperar una cierta cantidad de alocada inconsecuencia en algunos de esos matrimonios a prueba, pero él apostaría a que no contribuirían casi en absoluto en la variación del índice de natalidad. Como tampoco creía que otra pildora —la nueva pildora— afectara a sus proyecciones. Chaney tenía una opinión más bien negativa de la recientemente introducida pildora KH-3, y se negaba a creer que poseyera ningún poder restaurador; se aferraba a la creencia de que la expectativa normal de vida del hombre era de setenta y cinco años, y que el incremento previsto de 1,9 años en 2050 podía ser atribuido a la erradicación de enfermedades…, no a pildoras y remedios milagrosos supuestamente poseedores del poder de restaurar el vigor mental y físico de los viejos. Los pacientes podían vivir seis meses más que sus expectativas normales debido a que se veían vigorizados por la euforia, pero seis meses no iban a afectar a toda una masa de estadísticas.

Los grandes movimientos de población habían sido previstos con anterioridad y se habían cumplido, centrándose la euforia del cambio a lo largo de las vías de agua naturales. Las mayores densidades de población —en 2050— se hallarían a lo largo de cinco áreas claramente definidas: la costa atlántica, la costa pacífica, la costa del golfo desde Tampa hasta Brownsville, las orillas del sur de todos los Grandes Lagos, y toda la longitud de los ríos Ohio y Missisippi. Pero sentía serias inquietudes acerca de aquellos cinturones de los Lagos. Los niveles del agua en los Lagos habían estado subiendo ininterrumpidamente desde principios del siglo xx, y las perspectivas de inundación y de erosión —combinadas con el incremento de la población— podían crear problemas de proporciones catastróficas en dichas áreas.

El mayor Moresby rompió el silencio.

—Supongo que en definitiva se espera que confirmemos todo esto.

—Sí, señor. Se desean cuidadosas observaciones en cada una de las tres fechas previstas, pero la mayor cantidad de trabajo recaerá sobre el señor Chaney. Sus proyecciones necesitarán ser verificadas o modificadas.

Chaney, con sorpresa:

—¿Tres? ¿No vamos a ir juntos? ¿No vamos a ir los tres a la misma época?

—No, señor, eso sería antieconómico. El esquema prevé tres exploraciones individuales de tres fechas cuidadosamente separadas entre sí, un año como mínimo a fin de obtener una mejor visión de conjunto. Cada uno de ustedes viajará separadamente a su fecha predeterminada.

—La gente de allí se va a reír de nuestras ropas.

—La gente de allí estará demasiado preocupada para darse cuenta de su presencia, a menos que ustedes hagan todo lo posible por llamar su atención.

—¿Oh? ¿Qué puede preocuparles?

—Supongo que estarán preocupados a causa de sí mismos y de sus problemas. No ha pasado usted mucho tiempo últimamente en las ciudades norteamericanas, ¿verdad, señor Chaney? ¿No observó que los trenes con los que entró y salió de Chicago eran trenes blindados?

—Sí. Lo observé. Los periódicos israelíes publicaban también algunas noticias norteamericanas. Leí acerca del toque de queda. ¿La gente del futuro no se sorprenderá ante nuestras cámaras y grabadoras?

—Sinceramente, esperamos que no. Todo nuestro proyecto se verá comprometido si las actuales exigencias de intimidad son proyectadas tal como se plantean ahora hasta finales de siglo, si su presión actual se intensifica.

—Yo estoy en el otro lado —dijo Chaney—; me gusta la intimidad.

—Y por supuesto —prosiguió la mujer—, no sabemos qué status tendrán sus instrumentos en esa fecha futura, no sabemos si las cámaras y grabadoras estarán permitidas en público, ni lo que podemos esperar de la eficiencia de la policía. Puede que se vean ustedes obstaculizados. —Miró a Saltus—. El comandante les enseñará cómo actuar subrepticiamente.

—¿Yo? —dijo Saltus.

—Sí, señor. Debe idear usted una técnica para llevar a cabo esa parte de la misión sin ser descubiertos. Las cámaras son muy pequeñas, pero necesitan ustedes una forma de poder esconderlas y accionarlas adecuadamente.

—Katrina, ¿de veras cree usted que será ilegal tomar una foto de una Chica guapa en la esquina de una calle?

—No sabemos nada del futuro, comandante; la investigación nos informará de lo que es y no es legal. Pero sea cual sea la técnica, deben fotografiar ustedes un cierto número de objetos y personas durante un cierto período de tiempo sin que los otros se den cuenta de lo que están haciendo.

—¿Durante cuánto tiempo?

—Tanto como sea posible; durante todo el tiempo que permanezcan allí y mientras dure su provisión de cintas. Lo más importante es la profundidad, comandante. Una investigación en profundidad, para determinar la exactitud de las proyecciones de la Indic. Idealmente, podrán permanecer ustedes sobre el terreno durante varios días y exponer todos los rollos de película y grabar todas las cintas que lleven consigo; deberán registrar cualquier objeto de importancia que vean, y luego los que consideren de menor interés también si el tiempo se lo permite. Deberán poder penetrar en el terreno con seguridad, realizar todos sus objetivos, y regresar sin apresurarse en el momento en que lo deseen. —La sombra de una sonrisa cruzó su rostro—. Pero siendo realistas, el ideal es algo difícilmente alcanzable. De modo que van a ir allí, van a registrar todo lo que sean capaces, y regresarán cuando vean que es necesario. Esperamos el máximo, pero deberemos contentarnos con el mínimo.

Chaney se volvió en su silla.

—Hace usted que todo esto suene como peligroso.

—Puede ser peligroso, señor Chaney. Lo que van a hacer ustedes no ha sido hecho nunca antes. No podemos ofrecerles ninguna línea de conducta acerca de su proceder, ninguna técnica de campo, ninguna medida de seguridad. Los equiparemos tan bien como podamos, los instruiremos lo mejor que podamos según nuestros conocimientos actuales y los enviaremos por sus propios medios.

—¿Deberemos informar de todo lo que hallemos allí?

—Sí, señor.

—Lo único que espero es que Seabrooke haya anticipado la reacción del público. Veo que se dirige al abismo sin llevar consigo ninguna cuerda.

—¿Perdón?

—Sospecho que va a buscarse problemas. Una gran parte del público no se mostrará satisfecha precisamente cuando esa historia del VDT sea divulgada…, cuando sepan lo que les espera dentro de veinte años. Lo que hay en ese informe de la Indic es para asustar a todo el mundo.

Kathryn van Hise meneó la cabeza.

—El público no será informado, señor Chaney. Este proyecto y nuestros programas futuros son y seguirán siendo secretos; las cintas y películas tendrán una circulación restringida, y no se dará publicidad a las misiones. Por favor, recuerden que todos ustedes están bajo seguridad y en misión secreta, y las penalidades que puede comportar el no cumplimiento de la reserva. Guarden silencio. El presidente Meeks ha decidido que el conocimiento de esta operación no es de interés público.

—Secreto, encerrado en sí mismo y solitario como una ostra —dijo Chaney.

Saltus abrió la boca para echarse a reír cuando los ingenieros empujaron su equipo al vacío. Las luces se debilitaron.

La gruesa banda de caucho restalló dolorosamente contra sus tímpanos; o quizá fue un mazo, o un martillo, hundido por una presión implacable en un bloque de aire comprimido. Todo el conjunto emitió un ruido de impacto, luego suspiró como si rebotara al ralentí a través de un espeso líquido. El sonido dolía. Tres rostros se volvieron a la vez para observar el reloj.

Chaney se contentó con observar sus rostros antes que al reloj. Imaginó a otro mono tripulando el vehículo hacia algún lado, algún cuándo. Quizá el animal llevara una etiqueta: Restringido, y tuviera órdenes de no hablar. El Presidente había dictaminado que su viaje no era de interés público.

4

Brian Chaney despertó con el sentimiento culpable de que de nuevo era tarde. El mayor nunca se lo perdonaría.

Se sentó al borde de la cama y escuchó atentamente en busca de ruidos de voces en el edificio, pero no se oía nada. La estación parecía sorprendentemente tranquila. Su habitación era pequeña, un sencillo cubículo con escasos muebles, en una doble hilera de habitaciones idénticas habilitadas en un antiguo barracón del ejército. Los tabiques eran delgados, y al parecer habían sido construidos apresuradamente y a poco coste; el techo estaba a menos de noventa centímetros sobre su cabeza…, y era un hombre alto. A cada extremo del único corredor había grandes salas comunes que contenían las duchas y los lavabos. El lugar tenía un sello indiscutiblemente militar, como si las tropas se hubieran marchado el día antes de llegar él.

Quizá eso era precisamente lo que había ocurrido; quizá las tropas estaban ocupando ahora esos trenes blindados que unían Chicago con Saint Louis. Sin blindaje y custodia armada, un tren de pasajeros difícilmente podía atravesar el barrio sur de Chicago sin ver todos los cristales de las ventanillas destrozados a pedradas y balazos.

Chaney abrió la puerta y miró al corredor. Estaba vacío, pero sonidos reconocibles surgiendo de las dos habitaciones opuestas a la suya lo aliviaron un tanto. En una de las habitaciones alguien estaba abriendo y cerrando los cajones de una cómoda en frustrada búsqueda de algo; en la otra habitación su ocupante estaba roncando. Chaney tomó una toalla y sus útiles de afeitar y se dirigió a las duchas. Los ronquidos eran audibles a todo lo largo del corredor.

El agua fría era fría, pero la caliente era tan sólo unos pocos grados más caliente…, apenas lo suficiente como para notar la diferencia. Chaney salió de la ducha, se ató una toalla a la cintura y empezó a aplicarse crema de afeitar.

—¡Alto! —Arthur Saltus estaba en la puerta, apuntándole con un dedo acusador—. Suelte esa navaja, civil.

Sorprendido, Chaney dejó caer la navaja en el lavabo lleno de agua apenas tibia.

—Buenos días, comandante. —Recuperándose, recogió la navaja para empezar a afeitarse—. ¿Por qué?

—Han llegado órdenes secretas en mitad de la noche —declaró Saltus—. Toda la gente del futuro lleva largas barbas, como el viejo Abraham Lincoln. Debemos estar en consonancia.

—Nudistas con pobladas barbas —comentó Chaney—. Debe de ser un buen espectáculo.

Siguió afeitándose.

—Bien, ayer estuvo usted un poco duro, civil. —Saltus metió una mano exploradora bajo la ducha y abrió el grifo del agua. Había anticipado el resultado—. Esto no ha cambiado desde mi primer campo de entrenamiento —le dijo a Chaney—. A cada barracón se le asignan cincuenta litros de agua caliente. El primero que llega la utiliza toda.

—Supuse que esto era un barracón militar.

—¿Este edificio? Sí, debió de serlo en un momento u otro, pero la estación no fue siempre un puesto militar. Me di cuenta de ello apenas entrar. Katrina dijo que había sido construida como fábrica de pertrechos militares en 1941…, ya sabe, durante esa guerra. —Se metió bajo la ducha—. Hace de eso… ¿cuánto? ¿Treinta y siete años? El tiempo vuela, y los ratones han hecho su trabajo.

—Ese otro edificio es nuevo.

—El edificio del laboratorio es completamente nuevo. Katrina dijo que fue edificado para albergar esa ruidosa máquina…, edificado para que durara siempre. Cemento reforzado hasta los cimientos; un subsuelo, y otro subsuelo, y otras cosas más. El vehículo está en algún lugar allí abajo, llevando monos arriba y abajo.

—Me gustaría ver ese maldito aparato.

—Usted y yo juntos, civil. Usted y yo y el mayor. —Su mano surgió de la ducha y su voz descendió hasta un susurro—. Pero tengo mis ideas al respecto.

—¿Sí? ¿Cuáles?

—¿Me promete que no se lo dirá a Katrina? ¿Que no le dirá al hombre de la Casa Blanca que he roto las consignas de seguridad?

—Cruzo los dedos sobre mi pecho, escupo a la luna y todo lo demás.

—De acuerdo: todo esto es un complot, un truco para ir por delante de todos los demás. Katrina nos está engañando. No vamos a ir hasta los albores del próximo siglo…, ¡vamos a ir hacia atrás, a retroceder en la historia!

—¿Hacia atrás? ¿Por qué?

—Vamos a retroceder dos mil años, civil. Para agarrar esos viejos papiros suyos, piratearlos, como si fueran información clasificada o algo así. Vamos a deslizamos allí en alguna noche oscura, encontrar todo un fajo de ellos en alguna cueva o algún otro sitio parecido, y copiarlos. Fotografiarlos. Para eso utilizaremos las cámaras. Y mientras tanto usted utilizará una grabadora, registrando la localización y cosas así. Quizá pueda desenrollar un papiro o dos y leer los títulos, para saber así si hemos puesto la mano encima de algo importante.

—Pero normalmente no tienen títulos.

Saltus se interrumpió, sorprendido.

—¿Por qué no?

—En aquella época los títulos no se consideraban importantes.

—Bueno…, no importa; nos las arreglaremos de todos modos, simplemente copiaremos todo lo que podamos encontrar y luego ya escogeremos. Y cuando hayamos terminado lo volveremos a dejar todo de la misma forma en que lo encontramos y escaparemos.

Saltus hizo restallar sus dedos para indicar un trabajo bien hecho y volvió bajo la ducha.

—¿Eso es todo?

—Es suficiente para nosotros… ¡Le habremos ganado al resto del mundo! Y mucho tiempo después…, ya sabe, un año cualquiera…, algún pastor encontrará la cueva y descubrirá su contenido de la forma habitual. ¡Pero sólo nosotros sabremos la verdad!

Chaney se enjuagó y secó el rostro.

—¿Y cómo lograremos llegar a Palestina hace dos mil años? ¿Cruzaremos el Atlántico en canoa?

—No, no, no vamos a ir primero hacia atrás, civil…, no aquí, no en Illinois. ¡Si lo hiciéramos tendríamos que abrirnos camino luchando contra los indios! Mire: la Oficina de Pesos y Medidas embarcará el vehículo desde aquí dentro de un par de semanas, una vez hayamos efectuado nuestras pruebas sobre el terreno. Lo colocarán en una caja marcada como Maquinaria agrícola o algo así, y lo haremos entrar de contrabando como hace todo el mundo. ¿Cómo cree que se las arreglaron los egipcios para hacer entrar esa pequeña bomba en Israel? ¿Enviándola como paquete postal?

—Fantástico —dijo Chaney.

Un rostro surgió de la ducha.

—¿Está mostrándose usted desagradable, civil?

—Estoy mostrándome escéptico, marino.

—¡Aguafiestas!

—¿Por qué deberíamos desear copiar los papiros?

—Para ser los primeros.

—Pero ¿por qué?

Saltus salió enteramente de la ducha.

—Bueno…, para ser los primeros, eso es todo. Nos gusta ser los primeros en todo. ¿Dónde está su patriotismo, civil?

—Lo llevo en el bolsillo. ¿Cómo vamos a copiar los papiros en la oscuridad, en una cueva?

—¡Ése es mi departamento! Equipo de infrarrojos, por supuesto. No se preocupe por los aspectos técnicos, señor. Soy un cámara experimentado, ¿sabe?

—No lo sabía.

—Bueno, pues fui un cámara, un cámara profesional, cuando era soldado raso. ¿Recuerda usted los vuelos Gemini, hará unos trece o catorce años?

—Los recuerdo.

—Yo estaba allí en el muelle, señor. Como aprendiz de cámara, destinado al Wasp cuando se iniciaron los vuelos; manejé las cámaras de cubierta en algunos de los primeros vuelos en mil novecientos sesenta y cuatro, pero cuando el último de ellos se estrelló en el mar en el sesenta y seis, yo conducía uno de los helicópteros que fueron a su rescate. —Hizo un gesto despectivo con la mano—. Ahora, ¿querrá creerme?, estoy conduciendo un escritorio. Oficial de estado mayor. —Su rostro reflejó su insatisfacción—. Preferiría seguir estando detrás de la cámara; los soldados rasos son los que se lo pasan mejor con su trabajo.

—Acabo de aprender algo nuevo —dijo Chaney.

—¿Qué es?

—El porqué usted y yo estamos aquí. Yo trazaré el mapa y la estructura del futuro; usted lo filmará. ¿Cuál es la especialidad del mayor?

—Inteligencia aérea. Creí que lo sabía.

—No lo sabía. ¿Espionaje?

—No, no…, es otro hombre de escritorio, y lo odia tanto como yo. El viejo Williams es un cerebro: interrogatorios e interpretación. Da instrucciones a los pilotos antes de sus vuelos, les dice dónde deben ir a buscar sus blancos, qué se oculta en ellos y la forma en que están defendidos, y luego cuando regresan los atosiga horriblemente para saber qué han visto, dónde lo han visto, cómo han ocurrido las cosas, cómo olían y qué disparaba contra ellos.

—Inteligencia aérea —rumió Chaney—.¿Una mente fotográfica?

—Puede apostar por ello hasta su último dólar, civil. ¿Recuerda esos mapas que nos dio Katrina ayer?

—Noes probable que los olvide. Alto secreto.

—Aplique esto literalmente para el mayor: los ha memorizado, señor, de tal modo que si usted le muestra hoy otro mapa con una pequeña ciudad de Illinois desplazada cinco milímetros de su situación de ayer, el viejo William pondrá su largo dedo sobre ella y dirá: «Esta ciudad se ha movido de sitio». Es bueno. —Saltus sonrió alegremente—. El enemigo no podrá ocultarle nunca ni un depósito de agua ni un silo de misiles ni un bunker de municiones…, no a él.

Chaney asintió, admirado.

—¿Se da cuenta de la clase de equipo que está reuniendo Katrina? ¿Qué tipo de hombres ha reclutado ese misterioso Seabrooke? Me gustaría saber lo que esperan realmente que descubramos allí.

Arthur Saltus abandonó su habitación y cruzó el corredor para detenerse ante la puerta de Chaney, vestido para un día de verano.

—Eh…, ¿qué le parece nuestra Katrina?

—Consideremos la belleza como una finalidad suficiente en sí misma —dijo Chaney.

—Amigo, ¿se ha tragado usted todo un ejemplar de Bartlett?

Chaney sonrió.

—Me gusta rebuscar entre las viejas culturas, entre los viejos tiempos. Bartlett y Haakon son mis favoritos; cada uno a su manera ofrecen una fuente inagotable, un tesoro.

—¿Haakon? ¿Quién es Haakon?

—Un vikingo moderno; nació demasiado tarde. Haakon escribió Pax Abrahamitica, una historia de las tribus del desierto. Diría que es más un tesoro que una historia: mapas, fotografías y textos dicen todo lo que cualquiera puede desear saber de las tribus de hace cinco a siete mil años.

—¿Fotografías de hace cinco mil años?

—No; fotografías de los vestigios de la vida tribal de hace cinco mil años: diques bizantinos, cisternas nabateas, cursos de agua del viejo Negev que aún llevan agua, que sirven aún a las gentes que viven allí hoy en día. Los nabateos construyeron cosas para durar. Sus cisternas siguen siendo estancas; aún son utilizadas por los beduinos. Hay algunas buenas fotografías de ellas.

—Me gustaría ver eso. ¿Podría prestarme el libro?

Chaney asintió.

—Lo tengo aquí conmigo. —Miró hacia la puerta cerrada y escuchó los ronquidos—. ¿Lo despertamos?

—¡No! No si debemos convivir en la misma habitación con él todo el día. Actúa como un oso cuando es sacado de su cueva antes de que esté preparado para ello. Y nunca desayuna. Dice que con el estómago vacío se piensa y se lucha mejor.

—La compañía es espartana —dijo Chaney—; recibe todas sus heridas por delante.

—¡Oh, deje ya eso! Vamos a desayunar.

Abandonaron el barracón reconvertido y avanzaron por el estrecho sendero de cemento que conducía hacia el norte hasta la cantina. Un jeep y un coche de estado mayor pasaron por la calle, mientras a media distancia un racimo de coches civiles estaban aparcados en torno a un amplio edificio que albergaba la cantina. Eran los únicos que caminaban.

—Hace un tiempo ideal para nadar—dijo Chaney—. ¿Hay alguna piscina por aquí?

—Tiene que haberla… Katrina no ha conseguido ese hermoso bronceado bajo una lámpara solar. Creo que está por ese lado…, por la calle E, cerca del Club de Oficiales. ¿Desea ir esta tarde?

—Si ella nos lo permite… Puede que tengamos que estudiar.

—¡Empiezo a estar harto de eso! No me preocupa cuántos millones de votantes con el estómago de plástico estarán afiliados al Partido A y vivirán en Chicago dentro de veinte años. Amigo, Acornó puede pasarse usted años enteros jugando con números?

—Me siento fascinado por ellos… Los números y la gente. El aliviar un estómago de plástico puede hacer que un ciudadano se convierta de un activista A en un B, más conservador; su voto puede alterar los resultados de unas elecciones, y una administración conservadora, local, estatal o nacional puede esquivar o no hacer nada frente a un problema que necesitaba una solución ayer. El problema de los Grandes Lagos es un problema precisamente debido a eso.

—Perdón. ¿Qué problema?

—Debe de haber estado usted lejos. Los Lagos han alcanzado su nivel más alto en la historia: están inundando quince mil kilómetros de orilla. La media de precipitaciones anuales en la cuenca de los Lagos ha estado aumentando firmemente durante los últimos ochenta años, y el aumento de las aguas está causando daños. Esas casas de verano han estado sumergiéndose en los Lagos durante años, y las aguas han erosionado los riscos; dentro de muy poco tiempo otras cosas además de las casas de verano se irán hundiendo en ellos. Las playas han desaparecido, los muelles privados se están esfumando, las tierras bajas se convierten en pantanos. Algo triste, comandante.

—Cuando vayamos a Chicago durante la investigación quizá tengamos que comprobar si la avenida Michigan se halla bajo el agua.

—No es ningún chiste. Puede que lo esté.

—¡Oh, fatalidad, fatalidad, fatalidad! —declaró Saltus—. Sus libros y tablas están gritando siempre «fatalidad».

—Sólo he publicado un libro. Y no hablaba de fatalidad.

—Yo no lo he leído, no leo mucho, pero William dijo que eran tonterías, y cuando lo dijo arrugó la nariz. Y Katrina dijo que los periódicos lo atacaron ferozmente.

—Han estado hablando de mí. ¡Comadrees ociosos!

—Eh…, tardó usted dos o tres días más de la cuenta en llegar, ¿recuerda? Teníamos que hablar de algo, así que hablamos de usted, principalmente debido a nuestra curiosidad hacia el único civil en un equipo militar. Katrina lo sabía todo sobre usted; imagino que se había leído su expediente por delante y por detrás. Dijo que tenía usted problemas…, problemas con su compañía, con los críticos, con los intelectuales, con la Iglesia y…, vaya, con todo el mundo. —Saltus lanzó a su compañero de caminata una mirada de reojo—. El viejo William dijo que pretendía usted destruir los fundamentos de la cristiandad. Tiene que haber hecho usted algo, amigo. ¿Ha minado realmente esos fundamentos?

Chaney respondió con una única palabra.

Saltus se sintió interesado.

—No conozco esa palabra.

—Es aramea. Usted la conoce en inglés.

—Dígala de nuevo, lentamente, y explíqueme qué significa.

Chaney la repitió, y Saltus le dio vueltas en su lengua, paladeando su sonido y la fresca traducción de un viejo verbo transitivo.

—Oiga…, ¡me gusta!

Apretó el paso, repitiendo la palabra apenas en un murmullo.

Tras una pausa:

—¿Qué hay de esos fundamentos?

—Traduje dos papiros al inglés y conseguí que fueran publicados —dijo Chaney resignadamente—. Hubiera podido emplear mejor mi tiempo, o gastar mis vacaciones cavando en ciudades enterradas. Un hombre de cada diez lee el libro lenta y cuidadosamente y comprende lo que he hecho; los otros nueve empiezan a parlotear antes de haber terminado la primera mitad.

Su compañero le respondió con una rápida sonrisa.

—William parloteó, y Katrina pareció escandalizada, pero apostaría a que Gilbert Seabrooke lo leyó lentamente. Katrina dijo que la Oficina se sentía molesta a causa de usted, pero que Seabrooke lo había defendido. Pero yo, que no lo he leído y probablemente no voy a leerlo nunca, ¿dónde me sitúo?

—Un neutral honesto, sujeto a intimidación.

—De acuerdo, amigo: intimide a este honesto neutral.

Chaney miró hacia la cantina, midiendo la distancia que les quedaba por recorrer. Procuró ser corto; el tema era doloroso porque una editorial universitaria había publicado el libro y un público incomprensivo se había ensañado con él.

—No quiero que empiece a berrear contra mí, comandante, así que primero necesita comprender una palabra: midrash.

Midrash… ¿Esotra palabra aramea?

—No, es hebrea, y significa «ficción religiosa». Compárela con el paralelo moderno que desee: ficción histórica, melodramas televisivos, historias de detectives, fantasía… A los antiguos hebreos les gustaba su midrash. Era su forma favorita de fantasía; les gustaba utilizar acontecimientos bíblicos y personajes en sus ficciones… Llámelo bibloficción si lo desea. Los eruditos son conscientes de ello desde hace mucho tiempo; conocen un midrash apenas verlo, pero el público en general apenas parece saber que existe. El público tiende a creer que todo lo escrito hace dos mil años era sagrado, la obra de uno u otro santo.

—Supongo que nadie se lo ha dicho —murmuró Saltus—. De acuerdo, siga con eso.

—Gracias. El público debería ser así de generoso.

—¿No les ha hablado usted del midrash?

—Por supuesto. Empleé doce páginas de la introducción en explicar el término y su contexto general; señalé que era algo muy común, que los antiguos hebreos utilizaban frecuentemente la ficción religiosa o heroica como un medio de difundir su mensaje. Los tiempos eran duros, sus tierras estaban casi siempre bajo la bota de algún opresor, y deseaban desesperadamente la libertad…, deseaban el mesías que les había sido prometido durante los últimos cientos de años.

—Ah…, ¡ése fue su error, civil! ¿Quién desea pasar doce páginas royendo un hueso cuando lo que quieren es la médula? —Miró a Chaney y vio su expresión apenada—. Disculpe, amigo. No suelo leer mucho…, y supongo que ellos tampoco.

—Mis dos papiros eran ambos midrash, y ambos utilizaban variaciones del mismo tema: un personaje heroico acudía a liberar al país del opresor, a liberar al pueblo de sus enfermedades y su hambre, a mostrarles la puerta hacia una vida completamente nueva y a unos tiempos felices para toda la eternidad. El primer papiro era el más largo de los dos, con mayores detalles y más explícitas promesas; predecía guerras y pestilencias, señales en los cielos, invasores de tierras lejanas, muchas muertes, y finalmente la llegada del mesías que traería consigo la paz eterna al mundo. Mi opinión fue la de que se trataba de una gran obra.

Saltus parecía asombrado.

—Bien…, ¿cuál es el problema?

¿No ha leído usted la Biblia?

—No.

—¿Ni el Apocalipsis?

—No suelo leer mucho, civil.

—El primer papiro era una copia original del Apocalipsis. Original en el sentido de que había sido escrito al menos cien años antes que el libro incluido en la Biblia. Y era presentado como ficción. Por eso el mayor Moresby está irritado conmigo. Moresby, y la gente como él, no desean que el libro sea un centenar de años más antiguo de lo que quieren creer; no desean que sea revelado como ficción. No pueden aceptar la idea de que la historia fue escrita en primer lugar por algún sacerdote o escriba de Qumran, y circuló por el país para entretener o inspirar a la población. El mayor Moresby no desea que el libro sea midrash.

Saltus silbó.

—¡Imagino que no! Él se toma todo eso muy en serio, amigo. Él cree en las profecías.

—Yo no. Yo soy escéptico, pero estoy dispuesto a aceptar que otros crean en ellas si así lo desean. No dije nada en el libro que pudiera minar sus creencias; ofrecí mis propias opiniones. Pero mostré que el primer papiro del Apocalipsis fue escrito en la escuela de Qumran, y que quedó enterrado en una cueva un centenar de años o más antes de que el libro que conocemos fuese escrito, o copiado, e incluido en la Biblia. Ofrecí pruebas indiscutibles de que el libro en la Biblia Cristiana era no sólo una copia posterior, sino que había sido alterado a partir del original. Las dos versiones no encajan; se aprecian las costuras. Quienquiera que fuese el que escribió la segunda versión, eliminó varios pasajes de la primera e insertó nuevos capítulos más en consonancia con su época. En pocas palabras, la modernizó y la hizo más aceptable para sus sacerdotes, para su rey, para su pueblo. Su único fallo fue que era un pobre adaptador, o un mal costurero, y sus costuras son visibles. Hizo un pobre trabajo de reescritura.

—Y el viejo William empezó a echar humo —dijo Saltus—. Lo culpa a usted de todo.

—Casi todo el mundo lo ha hecho. Un crítico de un periódico de Saint Louis puso en duda mi patriotismo; otro en Minneapolis sugirió que yo era el Anticristo y un instrumento de los comunistas. Un periódico en Roma me atravesó con el peor estoque de todos: imprimió la frase Traduttore Traditore encabezando la crítica…, el traductor es un traidor. —Pese a sus esfuerzos, no pudo evitar que asomara un rastro de amargura—. En mis próximas vacaciones voy a dedicarme a algo más seguro. Me dedicaré a excavar en una ciudad de diez mil años de antigüedad en el Negev, o iré a redescubrir la Atlántida.

Caminaron en silencio durante un espacio de tiempo. Un coche pasó por su lado a toda velocidad, en dirección a la repleta cantina.

Chaney preguntó:

—¿Puedo hacerle una pregunta personal, comandante?

—Adelante, amigo, dispare.

—¿Cómo ha conseguido su grado tan joven?

Saltus se echó a reír.

—¿No ha estado usted nunca en el ejército?

—No.

—Échele la culpa a nuestra maldita guerra. Los ingeniosos la llaman nuestra Guerra de los Treinta Años. Los ascensos son rápidos en tiempo de guerra porque hombres y barcos se pierden a un ritmo acelerado, y llegan más rápido a los hombres en primera línea que a los hombres en la playa. Yo siempre he estado en primera línea. Cuando la guerra del Vietnam superó los primeros cinco años, empecé a subir; cuando pasó los diez años sin ablandarse, ascendí más aprisa. Y cuando rebasó los quince años, tras esa falsa paz, esa tregua, fui hacia arriba como un cohete. —Miró a Chaney con una expresión grave—. Perdimos un montón de hombres y un montón de barcos en esas aguas cuando los chinos empezaron a dispararnos.

Chaney asintió.

—He oído los rumores, las historias. Los periódicos israelíes se llenaban con los problemas israelíes, pero de tanto en tanto había un poco de espacio para las noticias del exterior.

—Algún día oirá la verdad; será un shock para usted. Washington no ha publicado las cifras, pero cuando lo haga será como una patada en la barriga. Un montón de cosas quedan sin revelar en las guerras no declaradas. Algunas de esas cosas se abren camino hasta la superficie tras un cierto tiempo, pero otras nunca llegan a surgir. —Otra mirada de soslayo, midiendo a Chaney—. ¿Recuerda usted cuando los chinos lanzaron aquel misil contra la ciudad portuaria que ocupábamos? ¿Aquel puerto por debajo de Saigón?

—Nadie puede olvidar aquello.

—Bien, amigo, les respondimos adecuadamente, y los chinos perdieron dos centros ferroviarios aquella misma mañana, Keiyang y Yungning. Dos agujeros en el suelo, y bastantes kilómetros cuadrados de cultivos radiactivos. Su misil contenía una bomba tipo A de poco rendimiento, era todo lo que podían conseguir por aquel entonces, pero nosotros les golpeamos con dos Harry. Por favor, guarde eso bajo su sombrero hasta que lo lea en los periódicos…, si es que lo lee alguna vez.

Chaney digirió la información con una cierta alarma.

—¿Qué es lo que hicieron ellos para responder a eso?

—Nada… todavía. Pero lo harán, amigo, ¡lo harán! Tan pronto como piensen que estamos dormidos, nos tirarán algo encima. Y duro.

Chaney tuvo que asentir.

—Supongo que se ha visto usted más de una vez en una situación comprometida allá en el mar de la China.

—Más de una vez —dijo Saltus—. La última vez torpedearon dos buenos barcos junto a mí, y los submarinos chinos fueron los responsables en las dos ocasiones. Esos bastardos saben realmente disparar, señor. Son buenos.

—¿Un capitán de corbeta es equivalente a qué?

—A un mayor, aunque tenga el título de comandante. El viejo William y yo somos iguales bajo nuestra piel. Pero no se sienta impresionado por ello. De no ser por esta guerra, yo seguiría siendo un simple teniente recién nombrado.

El deseo de seguir la conversación fue languideciendo, y caminaron en un silencio pensativo hasta la cantina. Chaney recordó con desagrado su contribución a un informe para el Pentágono relativo a la potencia ofensiva de los chinos en el futuro. Saltus parecía confirmar parte de lo que señalaba el informe.

Chaney pasó delante en la cola del autoservicio, pero se detuvo un momento al final, con la bandeja en equilibrio para evitar que se derramara el café. Observó la gran sala.

—Eh…, ¡ahí está Katrina!

—¿Dónde?

—Ahí delante, junto a aquella ventana del fondo.

—No creo conveniente quedarnos aquí esperando su invitación.

—Siga adelante entonces. ¡Yo lo sigo!

Chaney descubrió que había derramado su café cuando llegó a la mesa. Había intentado avanzar demasiado rápidamente, pero pese a todo había perdido.

Arthur Saltus había llegado primero. Se sentó rápidamente en la silla más cercana a la joven, y transfirió los platos de su desayuno de la bandeja a la mesa. Saltus clavó sus codos en la mesa, miró de cerca a Katrina, luego se volvió a medias hacia Chaney.

—¿No está encantadora esta mañana? ¿Qué diría su amigo Bartlett de ello?

Chaney notó la imperceptible arruga de desaprobación que se formaba sobre los ojos de la mujer.

—El fruncir de su ceño sustituye en ella a las sonrisas de las demás doncellas.

—¡Bravo! ¡Bravo! —Saltus palmeó su aprobación, y sostuvo descaradamente las miradas de los ocupantes de las demás mesas que se habían vuelto para observarlo—. Bastante entremetidos, esos patanes —dijo con voz lo suficientemente alta.

Kathryn van Hise luchó por mantener su compostura.

—Buenos días, caballeros. ¿Dónde está el mayor?

—Roncando —respondió Arthur Saltus—. Nos deslizamos fuera sin hacer ruido para tener la oportunidad de desayunar a solas con usted.

—Y esas otras doscientas personas. —Chaney agitó una mano hacia la multitud que llenaba el salón—. Nada más romántico.

—Esas personas no son románticas —desaprobó Saltus—. Les falta el color y el encanto del Viejo Mundo. —Miró lúgubremente la sala—. Oiga, amigo, podríamos practicar con ellos. Echémosles una ojeada, descubramos cuántos de ellos son republicanos que comen huevos fritos. —Hizo restallar sus dedos—.Mejor aún… ¡Descubramos cuántos estómagos republicanos han sido arruinados comiendo esos huevos fritos del ejército!

Katrina emitió un rápido sonido de advertencia.

—Vaya con cuidado con su conversación en lugares públicos. Algunos temas quedan restringidos a nuestra sala de conferencias.

—¡Rápido! —dijo Chaney—. Pasemos al arameo. Esos patanes no van a comprenderlo.

Saltus empezó a reír, pero se interrumpió bruscamente.

—Sólo conozco una palabra —dijo.

Pareció turbado.

—Entonces no la repita —advirtió Chaney—. Puede que Katrina haya estudiado arameo… Lo lee todo.

—Oiga, eso no es justo.

—Yo no hago cosas justas, devuelvo ojo por ojo, comandante. La noche pasada me deslicé en la sala de conferencias mientras todos ustedes estaban durmiendo. —Se volvió hacia la joven—. Conozco su secreto. Sé uno de los objetivos alternativos.

—¿De veras, señor Chaney?

—Sí, señorita Van Hise. Registré la sala de conferencias de arriba abajo…, un registro concienzudo, de hecho. Descubrí un mapa secreto oculto bajo uno de los teléfonos, el teléfono rojo. El objetivo alternativo es el monasterio de Qumran. Vamos a ir hacia atrás a destruir esos embarazosos papiros…, sacarlos de sus vasijas y quemarlos. Simplemente.

Se echó hacia atrás en su asiento, sin ocultar su regocijo.

La mujer se lo quedó mirando durante un rato, y Chaney sintió una repentina e intuitiva inquietud. Se agitó.

Cuando ella rompió el silencio, su voz era tan baja que no podía llegar a las mesas adyacentes.

—Casi ha acertado, señor Chaney. Una de nuestras alternativas es un sondeo a Palestina, y usted fue seleccionado también para el equipo debido a su conocimiento de aquella zona en general.

Chaney se sintió instantáneamente cauteloso.

—No quiero tener nada que ver con esos papiros. No los tocaré siquiera.

—No va a ser necesario. No son un objetivo alternativo.

—¿Cuál es entonces?

—No conozco la fecha correcta, señor. Las investigaciones no han tenido éxito en determinar el momento y el lugar precisos, pero el señor Seabrooke cree que será una alternativa provechosa. Se halla bajo intenso estudio. —Vaciló y bajó la mirada hacia la mesa—. La localización general en Palestina es o era un lugar conocido como la colina del Calvario.

Chaney saltó en su asiento.

En el largo silencio que siguió, Arthur Saltus intentó comprender.

—Chaney, ¿qué…? —Miró a la mujer, luego de vuelta al hombre—. Eh…, ¡cuéntenme algo de eso!

Chaney dijo suavemente:

—Seabrooke ha escogido una alternativa muy candente. Si no podemos ir hacia adelante para nuestra investigación, nuestro equipo irá hacia atrás para filmar la Crucifixión.

5

Brian Chaney fue el último de los cuatro participantes en llegar a la sala de conferencias. Caminando.

Kathryn van Hise les ofreció llevarles en su vehículo cuando abandonaron la cantina, y Arthur Saltus aceptó rápidamente, saltando al asiento delantero del sedán color verde oliva para estar al lado de ella. Chaney prefirió hacer un poco de ejercicio. Katrina se volvió en su asiento para mirarlo mientras el coche abandonaba el aparcamiento, pero él fue incapaz de leer la expresión de la mujer: podía haber sido decepción… y podía haber sido también exasperación.

Sospechó que Katrina estaba perdiendo su antipatía hacia él, y aquello era agradable.

El sol ardía ya en el brumoso cielo de junio, y a Chaney le hubiera gustado ir en busca de la piscina, pero decidió no hacerlo para no llegar con retraso una segunda vez. Como sustituto satisfactorio se contentó con observar a las pocas mujeres con las que se cruzaba; aprobó las muy breves faldas que eran la moda en aquellos momentos, y pensó que si le dieran otra oportunidad incluiría una previsión al respecto en sus tablas…; pero seguramente la aburrida y vieja Oficina rechazaría el tema como frivolo. Las faldas habían ido acortándose progresivamente durante varios años, y ahora eran muy a menudo iguales a los pantalones cortos en delta: una delicia embriagadora para los errantes ojos masculinos. Pero con predecible conservadurismo militar, las faldas del Cuerpo Militar Femenino no eran tan sucintas como las de las mujeres civiles.

Afortunadamente, Katrina era una civil.

La maciza puerta de entrada del edificio de cemento se abrió fácilmente a su empuje, girando sobre sus goznes de rodamientos. Chaney entró en la sala de conferencias y se detuvo en seco al ver al mayor. Una furtiva señal de Saltus le indicó que guardara silencio.

El mayor Moresby estaba vuelto de cara a la pared, dando la espalda a la habitación y a Chaney. Permanecía de pie en el extremo más alejado de la larga mesa, entre el extremo de ésta y la desnuda pared, con los puños cerrados a su espalda. La parte de atrás de su cuello estaba enrojecida. Kathryn van Hise estaba recogiendo apresuradamente los papeles que habían caído al suelo desde la mesa… o que alguien había tirado.

Chaney cerró suavemente la puerta tras él y avanzó hacia la mesa, inspeccionando el montón de papeles ante su propia silla. Su reacción fue de intenso desánimo. Los papeles eran fotocopias de su segundo papiro, el menor de los dos papiros de Qumran que había traducido y publicado. Había nueve hojas de papel reproduciendo fielmente la cuadrada escritura hebrea del documento Eschatos, desde su primera línea hasta la última. Si no lo hubiera conocido mejor, Chaney habría pensado que el mayor se había irritado ante su temeridad de haberle puesto un descriptivo título griego a una fantasía hebrea.

—¡Katrina! ¿Qué vamos a hacer con esto?

Ella terminó su tarea de recoger las hojas caídas y las colocó cuidadosamente encima de la mesa, ante la silla del mayor.

—Forman parte del estudio de hoy, señor.

—¡No!

—Sí, señor.

La mujer se deslizó a su propia silla y aguardó a que Chaney y el mayor se sentaran.

Los hombres lo hicieron, tras un momento. El mayor miró a Chaney.

—¿Ésa es otra de las estúpidas ideas de Seabrooke? —dijo éste.

—Es algo pertinente con nuestro estudio, señor Chaney.

—No es pertinente, señorita Van Hise. Esto no tiene absolutamente nada que ver con el informe Indic, con las tablas estadísticas, con la investigación del futuro…, ¡nada!

—El señor Seabrooke piensa de otro modo.

Irritadamente:

—Gilbert Seabrooke tiene agujeros en la cabeza; esta Oficina tiene agujeros en sus recipientes de medir. Por favor, dígale esto: debería saber mejor que… —Chaney se interrumpió de pronto y miró fijamente a la joven—. ¿Acaso hay otra razón por la cual he sido elegido para el equipo de investigación?

—Sí, señor. Usted es la única autoridad.

Chaney repitió la palabra aramea, y Saltus se echó a reír a su pesar.

—Señor —dijo la mujer—, el señor Seabrooke cree que esto puede tener cierta relación con la investigación del futuro y que debemos familiarizarnos con ello. Debemos familiarizarnos con todas las facetas del futuro que llamen nuestra atención.

—¡Pero esto no tiene nada que ver con un futuro Chicago!

—Puede tenerlo, señor.

—¡O puede que no! Esto es una fantasía, un cuento de hadas. Fue escrito por un soñador y contado a sus estudiantes… o a los campesinos. —Chaney se echó hacia atrás en su asiento, conteniendo su cólera—. Katrina, esto es una pérdida de tiempo.

—¿Más midrash, señor? —interrumpió Saltus.

Midrash —admitió Chaney. Miró al mayor—. No tiene ninguna conexión bíblica, mayor. Ninguna en absoluto. Es una pieza menor de profecía tratada como una fantasía; es la historia de un hombre que vivió dos veces, o de unos gemelos, el texto no es claro al respecto, que barrían dragones del cielo. Si los hermanos Grimm lo hubieran descubierto antes que yo, lo habrían publicado.

—Tenemos que estudiarlo —dijo Katrina testarudamente.

Chaney se mostró tan testarudo como ella.

—El fin del siglo está a tan sólo veintidós años de distancia, pero este documento está dirigido a un lejano futuro, al fin del mundo. Describe el fin, los últimos días. Yo lo llamé Eschatos, que significa «el fin de las cosas». ¿Cree realmente Seabrooke que el fin del mundo está tan sólo a veintidós años de distancia?

—No, señor. Estoy segura de que no cree eso, pero nos ha dado instrucciones de que lo estudiemos atentamente como preparación para el sondeo. Puede existir una tenue conexión.

—¿Qué tenue conexión? ¿Dónde?

—Esas referencias a la cegadora luz amarilla llenando el cielo, por ejemplo. Puede ser una alusión a la guerra en el sudeste de Asia. Y hay otras referencias a un clima cada vez más frío, y una serie de plagas. Los dragones pueden tener una connotación militar. El señor Seabrooke mencionó específicamente lo que usted señala acerca del Armagedón en relación con la guerra árabe-israelí. Hay un cierto número de detalles, señor.

Chaney se permitió un audible gruñido.

—Cogido en su propia trampa, amigo —dijo Saltus—. Lo siento por usted.

Chaney comprendía lo que el comandante quería decir. Los críticos y los Moresby de todo el mundo no deseaban creer en su traducción inglesa del papiro del Apocalipsis, pero parecía ser auténtica. Ahora, Seabrooke parecía que deseaba creer en el Eschatos, o al menos estaba dispuesto a creer en él.

Impacientemente:

—La cegadora luz amarilla en el cielo no tiene nada que ver con la guerra de Asia. En la ficción hebrea era una romántica promesa de salud, riqueza, paz y prosperidad para todos. La luz amarilla es un sol benigno, derramando bienestar sobre la tierra. El antiguo profeta estaba diciendo simplemente que al final la tierra pertenecería al hombre, a todos los hombres, y se establecería una paz eterna. Utopía. Nada más que eso.

»Esa utopía tenía que llegar después del final de las cosas, después de los últimos días, cuando todo un nuevo mundo bajo un sol dorado fuera ofrecido a los pueblos de Israel. Es una profecía tan vieja como los tiempos. No tiene nada que ver con nuestra guerra en Asia, ni con el color de la piel de ningún soldado. —Chaney señaló hacia la puerta—. ¿Qué frío hace ahí afuera ahora? Éste es un clima ideal para bañarse. ¿Y dónde están las plagas? ¿Ha visto usted alguna vez un dragón?

Saltus:

—¿Y dónde está Armagedón?

—Su auténtico nombre es Har-Magedon. Es una montaña de Israel, comandante, la montaña de Megiddó surgiendo en la llanura de Esdrelón. Y las profecías llegan un poco tarde… Todas las profecías. Son innumerables las batallas decisivas que se han producido ya allí y luego se han desvanecido en la historia. Fue un lugar favorito para los antiguos fabuladores; su historia era tan sangrienta que estaba firmemente fijada en la mente de los nativos, era un buen lugar para situar otra historia.

—Señor, sabe usted muy bien cómo agitar las aguas frías.

—Comandante, creo que soy realista; creo en los hechos, no en las fantasías. Creo en las estadísticas y en las continuidades firmemente enraizadas, no en las profecías y los sueños. —Chaney clavó un dedo sobre el documento fotocopiado—. El hombre que escribió esto era un soñador, y en cierto modo un plagiario. Algunos pasajes están tomados de Daniel, y algo de Miqueas.

—¿Cree que se trata de un fraude?

—No, definitivamente no. Empecé asegurándome de ello desde el principio. El papiro fue descubierto de la forma habitual: por estudiantes universitarios buscando viejas vasijas, en la cueva Q doce. Estaba envuelto en el habitual lino podrido del tipo tejido en Qumran, y ese lino fue sometido a las pruebas del carbono catorce para determinar su antigüedad… Las pruebas fueron efectuadas en el Instituto Libby en Chicago. Repetidas pruebas establecieron una edad de mil novecientos años, más o menos setenta, para el lino.

»Pero nosotros no aceptamos eso como prueba de que el papiro dentro del Uno sea de la misma época. Hay otros métodos para fechar un manuscrito. —Se inclinó sobre las copias y apuntó con un dedo a la primera línea—. Este texto está escrito con letras cuadradas y no contiene vocales, absolutamente ninguna. Se leen de derecha a izquierda y de arriba hacia abajo cruzando el rollo. Las letras cuadradas empezaron a usarse aproximadamente tres siglos antes de Cristo; antes de eso se utilizaba una escritura más fluida, pero después la escritura cuadrada se hizo común.

Chaney captó un movimiento con el rabillo del ojo. El mayor Moresby se inclinó hacia delante, para observar más de cerca las copias.

—El lenguaje hebreo utilizado en aquella época tenía tan sólo veintidós letras, y todas ellas eran consonantes. Las vocales no habían sido inventadas, y no lo serían hasta dentro de otros seis o setecientos años. Este texto contiene las veintidós consonantes estándar, pero en ningún lado del papiro, ni encima ni debajo de las líneas, o dentro de las palabras, o en los márgenes, hay el menor signo que indique dónde una consonante se convierte en vocal. Eso era significativo. •—Miró a Moresby y descubrió que había captado toda la atención del hombre—. Pero había otros indicios sobre los que trabajar. Ese escriba estaba familiarizado con los escritos de Daniel y de Miqueas. El texto no es puro hebreo; en él se han deslizado algunos toques árameos…, una palabra o una frase que posee más fuerza que su equivalente hebreo. La antigua palabra griega eschatos no aparece, pero debería. Me sorprendió descubrir su ausencia, porque el escriba conocía el drama o melodrama griego. —Chaney hizo un gesto—. La fecha más antigua es unos cien años antes de Cristo. No fue escrito antes de eso.

»Fijar una fecha límite posterior no es mucho más difícil, porque el escriba traiciona los límites de su conocimiento. No podía estar vivo y escribiendo en el año setenta de nuestra era. El texto contiene tres referencias directas a un Templo, un gran Templo blanco que parece ser el centro de toda la actividad importante. Había muchos templos en Palestina y en los alrededores, pero tan sólo un Templo: el lugar más santo de todos los lugares santos, el Templo de Jerusalén. En esta historia el Templo aún está en pie, todavía existe, y es el centro de toda actividad. Pero en la historia real ese Templo tuvo un final. Los ejércitos romanos invadieron Judea y lo destruyeron completamente el año setenta de nuestra era. En la represión de una revuelta hebrea, fue derruido piedra tras piedra, y el Templo ya no volvió a existir.

—Había sido predicho —murmuró el mayor Moresby.

Chaney lo ignoró.

—Así que la fecha de composición está delimitada por ambos lados: no antes del año cien antes de Cristo, y no después del año setenta después de Cristo. Lo cual coincide satisfactoriamente con las pruebas del radiocarbono. Estoy convencido de que el papiro es auténtico, pero el relato que cuenta no. La historia es pura ficción, hecha a base de símbolos y mitos conocidos por los antiguos hebreos.

Arthur Saltus echó una ojeada a las copias y luego a la mujer.

—¿Tenemos que leer todo esto, Katrina?

—Sí, señor. El señor Seabrooke lo ha exigido así.

—Una pérdida de tiempo, comandante —dijo Chaney.

Saltus le dirigió una amplia sonrisa.

—El Gran Jefe Blanco ha hablado, amigo. No deseo volver a esa draga en el mar de la China.

—La Indic no me aceptaría de vuelta; me vendieron al Gran Jefe Blanco.

Brian Chaney apartó los papeles fotocopiados a un lado y tomó el grueso informe de la Indic. Abrió una página al azar y empezó a leer cifras correspondientes a unas elecciones en Alemania occidental hada tres años.

Recordó aquellas elecciones: la gente de su sección las había seguido con interés, y había intentado apostar sobre sus resultados, sin encontrar a nadie que aceptara las apuestas. Poco antes de que el informe fuera cerrado y sometido a la Oficina, el Partido Nacional Democrático había logrado un 4,3 % de los votos populares; sólo siete décimas de un uno por ciento por debajo del mínimo necesario para conseguir la entrada en el Bundestag. El partido había sido acusado de neonazismo, y Chaney se preguntó si habría conseguido superar la imagen de Hitler y ganar el necesario cinco por ciento restante en los últimos años. En tiempo de paz, los periódicos israelíes habrían hablado de ello; lo hubiera sabido. Quizá habían publicado posteriormente noticias de las siguientes elecciones, pese a la carestía de papel y sus problemas internos. Quizá simplemente él las había pasado por alto. Se había pasado mucho tiempo con la nariz enterrada en traducciones. Del mismo modo que las narices de Saltus y de Moresby estaban enterradas en Eschatos ahora…

Chaney se había preguntado a menudo acerca del anónimo escriba que había urdido aquella historia. Su largo trabajo sobre el papiro le había transmitido la sensación de conocer casi al hombre, o al menos de poder leer su mente. A veces pensaba que había sido un novicio practicando su arte, en período de prueba y no encajado todavía en el molde, o quizá un sacerdote expulsado que había perdido su oficio debido a su disconformidad. El hombre no había vacilado en ningún momento en utilizar el arameo local cuando éste resultaba más colorista que su hebreo nativo, y había contado su historia con placer y con libertad poética.

Eschatos:

El cielo era azul, nuevo, y limpio de dragones (serpientes aladas) cuando el hombre que era dos hombres (¿gemelos?) vivía encima (¿debajo?) de la tierra. El hombre que era dos hombres estaba en paz con el sol y sus hijos se multiplicaban (las tribus o familias en torno suyo crecían en tamaño con el paso del tiempo). Era conocido y bien recibido en el Templo blanco, y quizá lo habitara. Su trabajo lo llevaba frecuentemente al distante Har-Magedon, donde era igualmente bien conocido por aquellos que vivían en la montaña y aquellos que cultivaban la llanura debajo; se mezclaba con esos pueblos y los instruía (aconsejaba, guiaba) en sus vidas cotidianas; era un hombre sabio. Ocupaba una habitación de huéspedes (o casa) con (¿al lado de?) una familia montañesa, y necesitaba tan sólo tocar la cuerda de la tienda (hacer una señal) para conseguir comida y agua; le era proporcionada sin tener que pagar nada. (¿Una forma de pago por sus servicios?)

El hombre que era dos hombres trabajaba en la montaña.

Su tarea (realizada a intervalos desconocidos) era pesada, y consistía en permanecer de pie en la cima de la montaña y barrer los cielos manteniéndolos limpios de inmundicias (impurezas, restos quedados tras la Creación) que tendían a acumularse allí. Los habitantes de la montaña eran requeridos a ayudarlo en su trabajo, para lo cual lo proveían con diez cor de agua (algo más de dos mil litros) extraídos de un pozo (o cisterna) inagotable cerca de la base de la montaña; y cada vez el trabajo quedaba terminado en la oscuridad y luz de un solo día (de un atardecer al siguiente). Su tarea le había sido impuesta por el profeta egipcio nómada (¿Moisés?) hacía más de cinco veces el Año del Jubileo (hacía más de doscientos cincuenta años); y era un signo y una promesa que el profeta daba a sus hijos, las tribus; durante tanto tiempo como los cielos estuvieran limpios el sol permanecería tranquilo, los dragones no planearían, y el amargo frío que inmoviliza a los hombres viejos sería mantenido en su lugar correspondiente en la distancia.

El nuevo profeta que vino después del egipcio (¿Aarón?) aprobó el pacto, y éste continuó; tras él, Eliseo aprobó el pacto, y éste continuó; tras él, Sofonías aprobó el pacto, y éste continuó, y tras él, Miqueas aprobó el pacto (error cronológico) y éste continuó. Continúa ahora. Los cielos son barridos y los pueblos prosperan.

El hombre que era dos hombres era una figura sorprendente. Era un hijo (descendiente directo) de David.

Su cabeza era del más fino oro y sus ojos eran brillantes (falta una palabra; probablemente gemas), su pecho y brazos eran de pura plata, su cuerpo era de bronce, sus piernas eran de hierro, y sus pies eran de hierro mezclado con arcilla (toda la descripción tomada de Daniel). El hombre que era dos hombres no envejecía, su edad no cambiaba nunca, pero un día, mientras estaba trabajando en su encomendada tarea, fue golpeado por una señal. Una piedra se desprendió de la montaña y rodó sobre él, aplastando su pie y desmenuzando la arcilla y convirtiéndola en polvo, el cual voló lejos con el viento, y él cayó al suelo gravemente herido. (De nuevo, todo el incidente tomado de Daniel.) El trabajo se detuvo. La gente de la montaña lo trasladó hasta la gente de las llanuras, y la gente de las llanuras lo trasladó hasta el Templo blanco, donde los sacerdotes y los médicos lo depositaron en su mal (¿lo enterraron?).

Pasó el primer Año del Jubileo, y el segundo (un siglo), pero no volvió a aparecer en su lugar en la montaña. Su habitación (casa) no fue preparada para él, porque los nuevos hijos lo habían olvidado; la gente no iba a extraer agua y el pozo (cisterna) iba bajando de caudal; los cielos no eran limpiados. Las impurezas se acumulaban sobre Har-Magedon. El primer dragón fue visto allí, y luego otro, y se multiplicaron en la inmundicia hasta que los cielos se oscurecieron con sus alas y se volvieron pesados con su retumbar. Un frío estremecedor se extendió por todo el lugar, y hubo hielo en los arroyos. Las tribus eran flacas (estaban despobladas) y tenían hambre; lucharon una contra otra por la comida, y ocurrió que el tocar la cuerda de la tienda dejó de ser honrado en la región, y parientes y viajeros a la vez eran rechazados y arrojados al desierto a merced de los chacales. Los mensajeros (?) se detuvieron y ya no hubo más tráfico entre tribus y las ciudades de las tribus, y los caminos se vieron cubiertos con hierbas y malezas.

Los ancianos perdieron la fe de sus padres y edificaron un muro en torno a la tribu, y luego otro y otro, hasta que los muros fueron un centenar y un centenar en número y cada casa quedó aislada de su vecina, y las familias se apartaron las unas de las otras. Los ancianos hicieron construir grandes muros y se acabó el comercio; las ciudades se volvieron pobres y se hicieron la guerra unas a otras, y el sol no estaba tranquilo.

Una plaga descendió de la inmundicia que coronaba el Har-Magedon, los excrementos de los dragones que cubrían la región como una bruma fétida antes del alba. La plaga era una enfermedad horrible de los ojos, de la nariz, de la garganta, de la cabeza, del corazón y del alma de un hombre, y su piel se desprendía; la plaga hacía que los hombres se parecieran a las cuatro bestias, y eran repugnantes en su miseria, y sus hermanos huían aterrados ante ellos.

Y con eso la voz de Miqueas gritó muy alto, diciendo que aquél era el fin de los días; y la voz de Elíseo gritó muy alto, diciendo que aquél era el fin de los días; y el espíritu y el fantasma de Ezequiel gritó muy alto, y fue visto dentro de las puertas de la ciudad, pronunciando lamentaciones y llorando, porque aquél era el fin de los días.

Y así fue.

(La siguiente línea del texto consistía en una única palabra aramea, que indica oscuridad, o tiempo, o generación. Podría ser traducida como Interregno.)

El hombre que era dos hombres se alzó de su lecho (¿tumba?) en el submundo y se encolerizó ante lo que descubrió en la región. Rompió la tierra del Templo (¿salió de su tumba, que estaba debajo? ¿O dentro?) y acudió furioso para arrojar a los dragones de la montaña. Alzó su varita y golpeó los muros, ordenando a las familias que salieran libres y vivieran; le dio comida y consuelo al viajero y lo aconsejó, y guió su mano hacia la cuerda de la tienda; pidió a su pariente que entrara en su (¿habitación?, ¿casa?) y descansara; trabajó sin descanso para poner fin a la terrible miseria que afligía a la región.

Cuando el sol estuvo tranquilo de nuevo, el hombre que era dos hombres trabajó para volver a llenar el pozo (cisterna) y barrió los cielos limpiándolos de inmundicias. Los dragones huyeron de sus fétidos nidos, y la plaga huyó con ellos a otra parte del mundo. El hombre volvió su vista al Templo y había allí una gran y cegadora luz amarilla que llenaba los cielos desde un borde del mundo hasta el otro borde; y aquélla era una señal y la promesa, hecha por los santos profetas al trabajador, de que el mundo había sido hecho de nuevo y estaba en paz consigo mismo. Las flores brotaron y las viñas dieron fruto. El sol estaba tranquilo.

El hombre que era dos hombres descansó en su lugar en la tierra (¿tumba?) y se sintió satisfecho.

Brian Chaney se arrancó de su ensoñación para mirar a sus compañeros en torno a la mesa.

Arthur Saltus estaba leyendo las páginas fotocopiadas de una forma inconexa, su interés vagamente prendido por la narrativa. El mayor Moresby garabateaba en un bloc de notas —su único apoyo a una memoria retentiva—, y había vuelto al principio de la traducción para leerla una segunda vez. Chaney sospechó que empezaba a sentirse interesado. Kathryn van Hise estaba al otro lado de la mesa frente a él, sentada, inmóvil, con los dedos entrelazados sobre la mesa. La joven lo había estado observando con disimulo mientras él dejaba vagar sus pensamientos, pero había desviado la mirada cuando él la miró directamente.

Chaney se preguntó qué pensaba realmente ella de todo aquello. Aparte las opiniones de su superior, aparte la posición adoptada oficialmente por la Oficina, ¿qué pensaba realmente ella? Durante el desayuno había mostrado un cierto embarazo —que podía haber sido alarma— ante la perspectiva de filmar el objetivo alterno, fumar la Crucifixión, pero excepto eso no había descubierto ningún indicio de sus creencias o actitudes personales con respecto a la investigación del futuro. Había revelado orgullo y triunfo ante los éxitos de los ingenieros, y era fanáticamente leal a su patrón… Pero ¿qué pensaba realmente? ¿Tenía alguna reserva mental?

No llegaba a comprender en absoluto el interés de Seabrooke en aquel segundo papiro.

Cualquier erudito lo reconocía como midrash; no había habido controversia alguna sobre ese segundo papiro, y si hubiera sido publicado solo no hubiera obtenido la menor celebridad. Pensó en Gilbert Seabrooke como en una especie de lunático por introducirlo en la sala de conferencias. No había nada allí que pudiera alimentar la investigación. No había nada en el Eschatos relativo al futuro sondeo de los albores del próximo siglo; la historia estaba firmemente enraizada en el siglo i a. C. y ni siquiera rozaba nada más allá del año 70 d. C. Realmente no escrutaba nada más allá de su propio siglo. No proclamaba ni pretendía ser una genuina profecía, como lo hacía por ejemplo el Libro de Daniel, cuyo escriba pretendía estar vivo quinientos años antes de su propio nacimiento, aunque se traicionaba a sí mismo con sus evidentes lagunas históricas. Gilbert Seabrooke leía líneas imaginarias entre las líneas, aferrándose a rayos de luz amarilla y a los excrementos de dragón.

Uno de los tres teléfonos sonó.

Kathryn van Hise saltó de su silla para responder, y los tres hombres se volvieron para observarla.

La conversación fue corta. La mujer escuchó atentamente, dijo «Sí, señor» tres o cuatro veces y aseguró al que llamaba que los estudios se estaban realizando a un ritmo satisfactorio. Dijo «Sí, señor» una última vez y colgó el aparato. Moresby, expectante, se había alzado a medias en la silla.

—¡Vamos, adelante, Katrina! —la apremió Saltus.

—Los ingenieros han concluido sus pruebas, y el vehículo se halla en este momento en estado operativo. Los ensayos sobre el terreno empezarán muy pronto, caballeros. El señor Seabrooke ha sugerido que nos tomemos el resto del día libre para celebrarlo. Se reunirá con nosotros en la piscina esta tarde.

Arthur Saltus lanzó un aullido de alegría, y en un momento estaba en la puerta.

Brian Chaney arrojó su copia del papiro Eschatos a la papelera y se preparó para seguirlo.

Miró a la mujer y dijo:

—El último es un egipcio errante.

6

Brian Chaney emergió tras una zambullida poco profunda y se acercó al borde de la piscina; se sujetó por un instante al embaldosado reborde e intentó limpiarse los ojos del agua clorada. El sol era caliente, y el aire más cálido que el agua. Dos de sus compañeros jugueteaban en el agua tras él mientras un tercero —el mayor— permanecía sentado en la sombra y miraba solemnemente un tablero de ajedrez, aguardando a que alguien acudiera y lo desafiara a una partida. Las piezas estaban colocadas en su sitio. El área de esparcimiento estaba ocupada por algunas otras personas además de ellos, pero nadie parecía interesado en el ajedrez.

Chaney miró por encima de su hombro a la pareja que jugueteaba en el agua, y sintió una ligera punzada de celos. Salió de la piscina y tomó una toalla.

Gilbert Seabrooke dijo:

—Buenas tardes, Chaney.

El Director de Operaciones estaba sentado bajo un parasol de colores chillones, sorbiendo una bebida y observando a los bañistas. Era su primera aparición.

Chaney se colocó la toalla sobre los hombros y avanzó por el caliente enlosado.

—Buenas tardes. Usted es el teléfono rojo.

Se estrecharon la mano.

Seabrooke sonrió brevemente.

—No; ésa es nuestra línea con la Casa Blanca. Por favor, no se le ocurra tomarlo y llamar al Presidente. —Un gesto vago de su mano insinuó una invitación hacia la otra silla debajo del parasol—. ¿Algún refresco?

—Todavía no, gracias. —Estudió al hombre con abierta curiosidad—. ¿Alguien ha ido contando historias?

Su mirada se posó brevemente en la mujer en el agua.

La suave respuesta de Seabrooke intentó arrojar a un lado la punzante observación.

—Recibo informes diarios, por supuesto; intento estar al tanto de cualquier actividad de esta estación. Y empiezo a sentirme cansado de la gente que interpreta mal mis motivos y acciones. —De nuevo la más pequeña de las sonrisitas—. He hecho de ello una práctica que me permite explorar todos los caminos posibles para alcanzar cualquier objetivo que esté a la vista. Por favor, no se sienta abrumado por mi interés en sus actividades marginales.

—No tienen relación con esta actividad.

—Quizá no y quizá sí. Pero me niego a ignorarlas, porque soy un hombre metódico.

—Y persistente —dijo Chaney.

Gilbert Seabrooke era alto, delgado, distinguido, y se parecía a ese tipo tan conocido del Departamento de Estado… o quizá de la Corte Suprema. Mantenía cuidadosamente cultivada su imagen de hombre de estado. Su pelo era gris plateado con la raya exactamente en medio, con los extremos cepillados hacia atrás en un ángulo conservador; sus ojos parecían grises, aunque tras una inspección más detenida se comprobaba que eran de un helado azul verdoso; los labios eran firmes, no acostumbrados a reír, mientras que la mandíbula era fuerte y acusada, sin el menor asomo de papada bajo ella. Mantenía su cuerpo rígidamente erecto como un militar, y su pipa surgía enhiesta entre sus labios como desafiando al mundo. Era el Establishment.

Chaney conocía vagamente su historia política.

Seabrooke había sido gobernador de uno de los Dakota —su memoria se negaba a revelarle cuál—, y fue derrotado por la mínima en su intento de un tercer mandato. El hombre se trasladó a Washington inmediatamente después de su derrota y obtuvo un puesto en Agricultura; su partido cuidaba a sus seguidores. Años más tarde se trasladó a otro puesto en Comercio, y tras varios años fue a parar a un alto cargo en la Oficina de Pesas y Medidas. Hoy estaba sentado junto a la piscina, dirigiéndolo todo en la estación.

—¿Cómo va la batalla? —preguntó Chaney.

—¿.Qué batalla?

—La que libra con el subcomité del Senado. Sospecho que están contando los dólares y los minutos.

Los finos labios se estremecieron, permitiendo casi una sonrisa.

—La vigilancia constante da como resultado unas finanzas sanas, Chaney. Pero estoy teniendo algunas pequeñas dificultades con esa gente. La ciencia tiende a asustar a aquellos que no se exponen con frecuencia a ella, mientras que los que practican la ciencia son a menudo la gente menos comprendida del mundo. El proyecto podría ser muy distinto si hubiera entrado en juego una dosis mayor de imaginación. Si nuestros investigadores estuvieran directamente conectados con las hostilidades en Asia, si participaran en la obtención de resultados militares prácticos, podríamos nadar en dinero. —Hizo un gesto de descontento—. Pero debemos luchar por cada dólar. Los militares y sus guerras exigen prioridad.

—Pero hay una conexión —dijo Chaney.

—He dicho que podría ser muy distinto si hubiera entrado en juego una dosis mayor de imaginación —le recordó Seabrooke secamente—. En este momento hay una lamentable falta de imaginación; a menudo la mentes militares no reconocen un uso práctico hasta que se les mete dicho uso debajo de la nariz. Usted puede ver una aplicación y yo creer que veo una, pero nadie del Pentágono ni del Congreso la reconocerá como tal durante otra docena de años. Debemos extraerles el dinero centavo a centavo, y confiar en la buena voluntad del Presidente para seguir existiendo.

—La mecedora de Ben Franklin tardó mucho tiempo en imponerse —dijo Chaney.

Pero él veía una aplicación militar, y esperaba que los militares jamás la descubrieran.

Seabrooke observó a la mujer en el agua, siguiendo su esbelta forma mientras se alejaba de Arthur Saltus.

—Tengo entendido que tuvo usted algunas dificultades para decidirse.

Chaney sabía lo que quena decir.

—No soy un hombre excesivamente valeroso, señor Seabrooke. Poseo mi ración de coraje y osadía cuando estoy en un entorno familiar, pero no soy un hombre auténticamente valiente. Dudo que pueda hacer lo que cualquiera de esos otros dos hombres hacen cada día, cumpliendo con su deber. —Un breve ramalazo de miedo al futuro se retorció como un gusano en su mente—. No soy del tipo héroe… Creo que la discreción es la mejor parte del valor; prefiero correr cuando aún puedo hacerlo.

—Pero usted no corrió cuando estaba bajo el fuego en Israel.

—No lo hice, pero durante todo el tiempo estuve asustado como una rata.

Seabrooke cambió de tema.

—¿Cree usted que Israel será derrotado? ¿Cree que aquello va a terminar en un Apocalipsis?

Llanamente:

—No.

—¿No considera usted significativo… ?

—No. Esa región ha sido un campo de batalla durante algo así como cinco mil años…, desde que los primeros ejércitos egipcios que se dirigían hacia el norte se encontraron con los primeros ejércitos súmenos que iban hacia el sur. Los agoreros iban con ellos, pero no caiga en esa trampa.

—Pero esos antiguos profetas bíblicos son más bien siniestros, francamente inquietantes.

—Esos antiguos profetas vivían en tiempos difíciles y en países difíciles; casi siempre vivían bajo la bota de un invasor. Debían lealtad a un gobierno y a una religión que estaban en conflicto con todas las naciones que los rodeaban; invitaban al castigo si reclamaban independencia. —Repitió la advertencia—: No caiga en esa trampa. No intente tomar a esos profetas fuera de su época para introducirlos en el siglo veinte. Son obsoletos.

—Supongo que tiene usted razón.

—Puedo predecir la caída de los Estados Unidos, de cualquier gobierno del continente norteamericano. ¿Va a darme usted una medalla por eso?

Seabrooke estaba sorprendido.

—¿Qué quiere decir?

—Quiero decir que todo esto será polvo dentro de diez mil años. Nómbreme cualquier gobierno, cualquier nación que haya permanecido desde el nacimiento de la civilización…, digamos desde hace cinco o seis mil años.

Lentamente:

—Sí. Entiendo su punto de vista.

—Nada permanece. Los Estados Unidos tampoco permanecerán. Si somos afortunados podremos durar al menos tanto como Jericó.

—Conozco el nombre, por supuesto.

Chaney lo dudó.

—Jericó es la más antigua ciudad del mundo, una ciudad la mitad de vieja que el tiempo. Fue construida en el período natufiano, pero fue arrasada o quemada y luego reconstruida tantas veces que sólo un arqueólogo puede decir el número. Sin embargo la ciudad está aún ahí, y ha permanecido constantemente habitada durante al menos seis mil años. Los Estados Unidos deberían tener tanta suerte como ella. Deberíamos durar.

—¡Espero fervientemente que así sea! —declaró Seabrooke.

—Entonces deje a un lado esa estupidez del Eschatos y preocúpese acerca de algo valioso —lo animó Chaney—. Preocúpese acerca de nuestro violento desplazamiento hacia la extrema derecha; acerca de esa caza al hippie; acerca de un Presidente que no puede controlar ni a su propio partido, y mucho menos al país.

Seabrooke no hizo ningún comentario.

Brian Chaney había girado en su silla y estaba observando de nuevo a Kathryn van Hise jugueteando en el agua. Su bronceada piel, sólo parcialmente cubierta por un monokini, era el blanco de varios ojos. Aquellas copas de plástico transparente que algunas mujeres llevaban ahora en vez de sujetador eran tan sólo una de las muchas pequeñas sorpresas que había descubierto a su regreso a los Estados Unidos. La moda israelí era mucho más conservadora, y medio había olvidado las tendencias norteamericanas tras tres años de ausencia. Chaney contempló el mojado cuerpo de la mujer y sintió algo más que una punzada de celos; no estaba completamente seguro de que aquellas copas fueran decentes. La decantación general hacia la derecha ultraconservadora iba a provocar tarde o temprano una reacción en lo relativo a la moda femenina, y entonces suponía que las piernas iban a verse cubiertas hasta los tobillos y las blusas y las copas transparentes se convertirían en piezas de museo.

Seguramente habría también otras reacciones en los próximos años que iban a desmentir algunas de sus previsiones; el fallo de no anticipar una Administración débil estaba ya empezando a hacer cuestionables algunas de las partes del informe de la Indic. Su recomendación de un matrimonio a prueba renovable a su término sería probablemente ignorada. El propio programa podía ser revocado antes incluso de ponerse en práctica si los aullidos asustaban al Congreso. La vociferante minoría podía convertirse fácilmente en mayoría.

Para romper una incómoda pausa de pesado silencio, preguntó casualmente:

—¿El VDT es operativo?

—Oh, sí. Ha sido operativo desde primera hora de esta mañana. Los años de planificación, construcción y pruebas ya han pasado. Estamos preparados para seguir adelante.

—¿Qué es lo que les ha tomado tanto tiempo?

Seabrooke se volvió pesadamente para mirarlo. Sus ojos azulverdosos eran duros.

—Chaney, nueve hombres han muerto ya a causa de este vehículo. ¿Le hubiera gustado ser el décimo?

Un shock.

—No.

—No. Ni a usted ni a nadie. Los ingenieros han tenido que efectuar prueba tras prueba para conseguir eliminar hasta la última duda. Si hubiera quedado alguna duda, el proyecto habría sido cancelado y el vehículo desmantelado. Habríamos quemado los planos, los estudios, las notas, todo. Habríamos borrado completamente hasta la última huella del vehículo. Ya conoce usted la regla: dos objetos no pueden ocupar el mismo espacio al mismo tiempo.

—Eso es elemental.

Un breve asentimiento.

—Es tan elemental que nuestros ingenieros lo olvidaron, y nueve hombres murieron cuando el vehículo regresó a su punto de origen en el preciso segundo de su partida e intentó ocupar el mismo espacio. —Su voz descendió de tono—. Chaney, la más terrible visión con que me he enfrentado en mi vida fue el choque de un avión contra una colina en Dakota. Yo participaba en una partida de caza a un kilómetro o así del lugar del siniestro. No había posibilidad de ningún superviviente… Ninguna. —Vaciló—. La explosión en nuestro laboratorio fue la segunda peor visión de mi vida. Yo no estaba allí, estaba en otro edificio, pero cuando llegué al laboratorio descubrí una terrible repetición de aquella catástrofe en la colina. Ningún hombre, ninguna pieza de equipo habían quedado intactos. La habitación estaba destrozada. Perdimos al ingeniero que viajaba en el vehículo y a otros ocho que estaban trabajando en el laboratorio. El vehículo regresó en el momento exacto, el exacto milisegundo de su partida, y se destruyó a sí mismo. Fue un desastre increíble, una negligencia increíble, pero ocurrió. Una vez.

Tras un momento, Seabrooke recuperó el hilo de su relato.

—Aprendimos una amarga lección. Reconstruimos el laboratorio con paredes más gruesas y reforzadas, y reconstruimos el vehículo; programamos una nueva línea de investigaciones acentuando el factor seguridad. Ese factor se estableció por sí mismo en exactamente sesenta y un segundos, y nos sentimos satisfechos.

—Los he oído contar una y otra vez —dijo Chaney—. Voy a perder un minuto en cada viaje.

—Un pasajero que embarque para algún punto distante, usted por ejemplo, partirá a las doce en punto, digamos, y regresará no antes de las doce y sesenta y un segundos. El tiempo que transcurra sobre el terreno no afectará al regreso; si se pasara usted allí diez años regresaría sesenta y un segundos después de haber partido. Si no estuviéramos completamente seguros de eso cerraríamos la tienda y admitiríamos el fracaso.

—Gracias —dijo Chaney gravemente—. Me gusta mi piel. ¿Cómo protege usted a esos hombres ahora?

—Mediante paredes reforzadas y observación a distancia. Los ingenieros trabajan en una habitación adyacente, pero un metro y medio de acero y cemento los separan de usted. Operan y observan el VDT por circuito cerrado de televisión; de hecho, observan no sólo la sala de operaciones en sí sino también el corredor que conduce a ella y el almacén y el refugio antiatómico; todo lo que hay a ese nivel bajo el suelo.

Con curiosidad:

—¿Cómo saben realmente que el vehículo está en movimiento? ¿Acaso desplaza algo?

—No se mueve, no viaja en el sentido de pasar a través del espacio. El vehículo permanecerá siempre en su posición original, a menos que decidamos moverlo a otro lugar. Pero funciona, y en su funcionamiento desplaza estratos temporales con tanta seguridad como esa gente en la piscina está desplazando el agua cuando se zambulle en ella./

—¿Cómo pueden probar eso?

—Fue montada una cámara en la parte delantera del vehículo, mirando a través de una abertura a la sala de operaciones. Un reloj y un calendario automáticos fueron colgados en una pared frente a la línea de visión de esa cámara. La cámara no sólo fotografió horas y fechas pasadas, sino que tomó imágenes de la pared antes de que el reloj fuera colocado allí. Sabemos que el VDT se remontó al menos doce meses en el pasado.

—¿Algún efecto en los monos?

—Ninguno. Están completamente sanos.

—¿Qué han hecho ustedes para prevenir otro accidente, un tipo distinto de accidente?

Secamente:

—Expliqúese.

—¿Qué ocurrirá —dijo Chaney cuidadosamente— si esa máquina sondea hacia atrás en el pasado hasta antes de que el subsuelo donde está emplazada fuera construidlo? ¿Qué ocurrirá si se entierra en un lecho de arcilla?

—Eso es algo que simplemente no hemos permitido que pase —fue la rápida respuesta—. El límite inferior de desplazamiento es el treinta de diciembre de mil novecientos cuarenta y uno. Un sondeo más allá de esa fecha está prohibido. —El director vació su vaso y lo dejó a un lado—. Chaney, este emplazamiento ha sido cuidadosamente investigado para determinar un límite inferior; cada fase de esta operación ha sido investigada de modo que nada sea dejado al azar. El primer edificio de este emplazamiento fue una burda estructura parecida a una cabana. Ardió completamente en febrero de mil ochocientos sesenta y siete.

—¿Tan lejos han ido?

—Estábamos preparados para ir más lejos si era necesario; tuvimos acceso a archivos que databan de la guerra contra los Halcones Negros en mil ochocientos treinta y uno. Una granja con un sótano fue construida en este lugar durante el verano de mil novecientos uno, y permaneció en pie hasta su demolición en mil novecientos cuarenta y uno, cuando el gobierno adquirió estas tierras para un depósito de artillería. Desde entonces ha sido propiedad del gobierno, y este emplazamiento ha permanecido vacío hasta que se construyó el laboratorio. Los ingenieros fueron muy cuidadosos en localizar ese sótano. Hoy el VDT flota en un tanque sellado de poliagua a noventa centímetros por encima del suelo del sótano original, en un espacio que no puede haber estado ocupado por otra cosa. Incluso hemos localizado la situación anterior de la caldera y del depósito de carbón.

—Y así el límite es mil novecientos cuarenta y uno. ¿Por qué no mil novecientos uno?

—El límite inferior es el treinta de diciembre de mil novecientos cuarenta y uno, mucho después de la fecha de demolición. El factor seguridad ante todo.

—Me gustaría ver ese tanque de poliagua.

—Lo verá. Es necesario que se familiaricen ustedes completamente con todos los aspectos de la operación. ¿Ha acudido al médico para su reconocimiento físico?

—Sí.

—¿Ha recibido entrenamiento con armas?

—No. ¿Será eso necesario?

—El factor seguridad, Chaney. Es prudente anticipar. El entrenamiento puede resultar inútil, pero siempre es juicioso prepararse para todas las eventualidades.

—Eso suena pesimista. ¿Inútil en qué sentido?

—Disculpe; ha estado usted fuera del país. Probablemente todas las armas van a ser prohibidas a los civiles en un próximo futuro. El Presidente Meeks aboga por eso, ya sabe.

—Eso complacerá al mayor —dijo Chaney, ausente—. No cree que los civiles tengan el suficiente buen sentido como para apuntar un arma en la dirección correcta.

Estaba mirando al otro lado de la piscina. Katrina había abandonado el agua y se hallaba sentada en el borde embaldosado, liberando su pelo del confinamiento de un gorro de plástico. Arthur Saltus estaba tan cerca de ella como se lo permitían los bañadores mojados de ambos, pero ninguna de las personas que estaban alrededor de la piscina lo miraban. Tampoco las otras dos mujeres que había en el agua atraían ni la mitad de atención que ella…, aunque ninguna exhibía tanto como Katrina. Las normas militares se extendían hasta las piscinas, le gustara al Cuerpo Militar Femenino o no.

Chaney siguió mirando a la mujer —y a Saltus a su lado—, pero una parte de su mente estaba centrada en Gilbert Seabrooke, en las fríamente realistas afirmaciones de Seabrooke. Pensó en la máquina, en el VDT. Intentó pensar en el VDT. Cualquier esfuerzo de visualizarlo suponía un fracaso, así como cualquier intento de comprender su método operativo. Le faltaba una base de ingeniería que lo abarcara. Funcionaba; admitía eso. Sus propios oídos se lo decían cada vez que iniciaban una prueba.

Desarrollando una potencia enorme y pilotado por control remoto, el vehículo desplazaba… ¿qué? Estratos temporales. Capas de tiempo. La máquina no se movía a través del espacio, no abandonaba el tanque subterráneo, pero sí horadaba y sondeaba el tiempo —o lo hacía la cámara montada en su parte delantera— mientras fotografiaba un reloj y un calendario. Muy pronto transportaría a unos seres humanos hacia el futuro, y se esperaba que esos seres humanos hicieran algo más que limitarse a mirar a un reloj a través de una abertura. (Pero había matado también a nueve hombres cuando el aparato regresó sobre sí mismo.) Pese a su esfuerzo por controlarse, tenía la carne de gallina. La fría impresión aún no lo había abandonado.

Chaney dijo secamente:

—Ha elegido usted una curiosa tripulación.

—¿Por qué lo cree así?

—No hay ningún ingeniero en el lote, ningún científico bien preparado. Moresby y yo nos queremos como una cobra y una mangosta. Creo que yo soy la mangosta. ¿Desea intentarlo de nuevo?

—Sé lo que estoy haciendo, Chaney. Los ingenieros y los físicos vendrán luego, cuando los sondeos exijan ingenieros y físicos. ¿Cuándo fue a la Luna el primer geólogo? ¿El primer selenógrafo? Esta investigación exige hombres de su clase, y de la de Moresby, y de la de Saltus. Usted y Moresby fueron elegidos debido a que cada uno de ustedes es insuperable en su campo, y debido a que son oponentes naturales. Me gusta pensar que ustedes dos están delicadamente equilibrados, con Saltus constituyendo el peso neutral. Y se lo digo de nuevo, sé lo que estoy haciendo.

—Moresby piensa que soy una especie de chiflado.

—Sí. ¿Y qué piensa usted de él?

Con una risa repentina:

—Él es una especie de chiflado.

Seabrooke se permitió una helada sonrisa.

—Discúlpeme, pero en cierto modo hay algo de verdad en cada una de las dos suposiciones. El mayor también tiene un hobby que le resulta embarazoso.

Chaney gruñó fuertemente.

—¡Esos malditos profetas! —Miró a su alrededor, buscando al mayor—. ¿Por qué no colecciona soldaditos de plomo, o es el mejor jugador de ajedrez de todo el mundo?

—¿Por qué no escribe usted libros de cocina?

Chaney bajó la vista hasta su pecho.

—¿Ha visto lo limpiamente que ha entrado la hoja entre las costillas? ¿Observa lo enhiesto que surge el mango? Ha sido un trabajo de especialista.

—A usted le gusta leer el pasado —dijo Seabrooke—, mientras que el mayor prefiere leer el futuro. Admitiré que la de usted es la vocación más valiosa.

—Otro futurólogo. Colecciona usted futurólogos.

—Él siente una fe fuera de lo normal en la predicción. Empieza con algo tan simple como leer cada día su horóscopo en los periódicos y actuar de acuerdo con él. Tras su llegada aquí admitió ante Kathryn que la misión no lo había sorprendido, porque un cierto horóscopo le había advertido que se preparara para un cambio momentáneo en sus asuntos cotidianos.

—Eso es tan viejo como el tiempo —dijo Chaney—; los antiguos egipcios, los sumerios, los acadios, todos estaban locos con la astrología. Es la religión más duradera.

—Supongo que estará usted familiarizado con los libritos conocidos como almanaques agrícolas.

Un asentimiento.

—Los conozco.

—Moresby los compra regularmente, no sólo para saber cómo pueden afectarle sus menores profecías, sino también para anticipar el tiempo con un año de adelanto. Admitiré que he observado eso último, y que el mayor posee un notable record en coordinar las operaciones militares con las condiciones climatológicas, cuando se halla estacionado en los Estados Unidos, por supuesto. Uno podría suponer que la meteorología trabaja para él. Y en algunos de sus anteriores destinos militares es bien conocido por haber plantado un jardín siguiendo estrictamente las instrucciones dadas en esos almanaques, fases de la Luna y todo lo demás.

Chaney escéptico:

—¿Crecieron las espinacas?

Los firmes labios se curvaron y juguetearon con una sonrisa, luego se controlaron.

—Finalmente, está su biblioteca. Moresby posee una pequeña colección de libros, quizá cuarenta o cincuenta en total, que lleva consigo de destino en destino. Libros de gente como Nostradamus, Shipton, Blavatsky, Forman, y esa mujer, Cromwell, en Washington. Tiene un ejemplar dedicado de alguien llamado Guinness; conoció al autor en una conferencia o algo así. Investigué eso desde el punto de vista de seguridad, pero ese Guinness demostró ser inofensivo. Recientemente ha añadido el volumen de usted a la colección.

—Malgastó su dinero —dijo Chaney.

—¿Cree que yo también malgasté el mío?

—Si buscaba usted visiones proféticas sí. Si estaba interesado en una curiosidad bíblica no. El futuro tal vez nos reserve grandes debates acerca de esos papiros del Apocalipsis; una docena o así de agoreros se han sentido tremendamente turbados.

Seabrooke lo miró fijamente.

—Pero ¿comprende cómo estoy utilizando a Moresby?

—Sí. Exactamente del mismo modo que me está utilizando a mí.

—Así es. Me gusta pensar que he reunido el mejor equipo posible para la empresa más importante del siglo veinte. No hay pautas reales y sólidas para conducirnos al futuro, sólo estudios especulativos y literatura seudoespeculativa. Estamos utilizando ambas cosas, y haciendo uso de hombres dignos de confianza que se hallan activamente implicados en ellas. Uno de ustedes, o los dos, tendrá los pies sólidamente plantados en el suelo cuando salga a veintidós años de aquí. ¿Qué más podemos hacer, Chaney?

—Ha cogido usted al lobo por las orejas. Tendría que mirar a su alrededor en busca de una forma de poder soltarlo, una vía de escape.

Un momento de pensativo silencio.

—Un lobo por las orejas. Sí, eso es lo que he hecho. Pero, Chaney, no siento deseos de soltarlo; me siento fascinado por esa cosa. No la soltaré. Este paso es comparable al primer cohete lanzado al espacio, el primer vuelo orbital, el primer hombre en la Luna. ¡No puedo soltarlo aunque lo deseara!

Chaney se sintió impresionado por la vehemencia, el apasionado entusiasmo.

—Entonces ¿por qué no va usted mismo al futuro?

—Lo intenté —dijo Seabrooke suavemente—. Me presenté voluntario, pero fui echado a un lado. —Su voz traicionaba su dolor—. Fui eliminado en el primer examen físico debido a un murmullo en el corazón. Esto es comparable al vuelo espacial, Chaney. Los viejos, los tarados, los débiles nunca conocerán el VDT. Hemos sido excluidos.

La mirada del hombre vagó hasta posarse en Katrina, y Chaney se unió a su observación. Su reducido traje de baño empezaba a secarse bajo el sol de junio, desmoldeando algunos de los más interesantes pliegues y contornos que hasta entonces había realzado. Junto a ella, piel contra piel, Arthur Saltus monopolizaba su atención.

Chaney sintió que había sido excluido.

Tras un rato hizo una pregunta que había estado rondando en el fondo desuniente.

—Katrina dijo que tenía usted un par de alternativas en la cabeza, si este sondeo del futuro no funcionaba. ¿Qué alternativas?

Y aguardó a ver si la mujer había informado al Director de su conversación en la mesa del desayuno.

—¿Puedo hacerle una confidencia, Chaney?

—Por supuesto.

—Conozco al Presidente bastante mejor que usted.

—Lo admito.

—Sé lo que no aceptará nunca.

Chaney tuvo una premonición.

—¿No aceptará sus alternativas? ¿Ninguna de ellas?

—¿Aceptarlas? Se sentirá ultrajado por ellas. Las ondas de choque se sentirán desde Washington hasta aquí. —Seabrooke golpeó la mesa, y su vaso vacío botó—. Yo deseaba visitar el futuro, ver el futuro, oler el futuro, pero fui rechazado el primer día por los médicos; mi barco se había hundido antes de que yo subiera a bordo, y eso me dolió más de lo que puedo expresar. El único otro camino que me quedaba, Chaney, era ver ese futuro a través de los ojos de ustedes…, sus cámaras, sus cintas, sus observaciones y reacciones. Puedo vivir en él a través de usted y de Moresby y de Saltus, ¡y estoy dispuesto a hacerlo! Es lo único que me queda.

»Para ello he preparado dos alternativas que someteré al Presidente. Me he asegurado de que cada uno de los sonidos alternativos sea inaceptable para él, de modo que me diga que prosiga con el plan original. ¡Deseo el futuro!

—Pero ¿por qué se sentirá ultrajado? —preguntó Chaney.

—El Presidente es un hombre religioso; practica su fe. Nunca permitirá un sondeo a la escena de la Crucifixión con película y cintas.

—No, no lo hará. —Chaney consideró las posibilidades—. Pero debido a las consecuencias políticas, no a las religiosas. Le tiene miedo a la gente, y les tiene miedo a los políticos.

—Si eso es cierto, la segunda alternativa lo estremecerá más aún.

Cautelosamente:

—¿Dónde… o qué?

—La segunda alternativa es Dallas en noviembre de mil novecientos sesenta y tres. Propongo fumar el asesinato de Kennedy de una forma jamás hecha antes. Propongo situar una cámara en el sexto piso del almacén de libros, dominando el trayecto; una segunda cámara en el bosquecillo encima de la loma, para dejar resuelta una controversia; una tercera cámara, usted, en la acera junto al coche de Kennedy, en el punto exacto desde donde pueda filmar los disparos tanto si son efectuados desde la ventana como desde los árboles. Así conseguiremos un registro exacto del crimen, Chaney.

7

El VDT fue una amarga decepción.

Brian Chaney conoció el desánimo, la desilusión. Quizá había esperado demasiado, quizá había confiado en una rutilante máquina brillando con cromados, esmaltes y vidrio, recién salida de la línea de montaje; o quizá había esperado un monstruo mecánico de película, un prominente leviatán del que brotasen cables como retorcidos tentáculos y cuyo enorme peso amenazase con hundir el suelo. Quizá se había dejado arrastrar por su imaginación.

El vehículo no era ninguna de esas cosas. Era como una especie de lata rechoncha y fea con el número 2 pintado en blanco a un lado. Carecía en absoluto de romanticismo. Era estrictamente funcional.

El VDT parecía simplemente un bidón de aceite de mayor tamaño que lo normal, construido a mano con retales de aluminio y trozos de plástico viejo recuperados de un chatarrero para esa única operación. Chaney pensó en un Ford modelo T que había visto en un museo, y en un destartalado biplano que había visto en otro, dos reliquias que no parecían capaces de moverse ni un centímetro. El VDT era un artilugio de plástico y aluminio que descansaba en un tanque de cemento lleno de poliagua, ocupando todo el aparato un pequeño espacio en una habitación subterránea casi completamente vacía. La máquina no parecía capaz de moverse ni un minuto.

El tambor tenía unos dos metros de largo y su diámetro era apenas el suficiente para albergar a un hombre gordo echado; el hombre en su interior debía viajar a través del tiempo tendido de espaldas; permanecía recostado sobre una especie de litera de mallas sujetando dos barras de apoyo cerca de sus hombros con las manos, mientras sus pies descansaban sobre otra barra de apoyo en el fondo del tambor. Una pequeña compuerta en el extremo superior permitía entrar y salir. La parte superior del tambor mostraba como una incisión —parecía haber sido hecha posteriormente—, y en la abertura había sido montada una burbuja de plástico que permitía observar el reloj y el calendario. Una cámara y un cubo metálico sellado ocupaban parte de la burbuja. Varios cables eléctricos, todos ellos más gruesos que un dedo pulgar hinchado, salían del fondo del vehículo y serpenteaban por el suelo del subterráneo para desaparecer en la pared que separaba la sala de operaciones del laboratorio. Junto al tanque de poliagua había una pequeña escalerilla.

Todo el conjunto parecía haber sido construido por un aficionado al bricolaje provisto de muy pocas herramientas.

—¿Y eso funciona? —preguntó Chaney.

—A la perfección —respondió Seabrooke.

Chaney pasó por encima de los cables y le dio la vuelta al vehículo, siguiendo la invitación de uno de los ingenieros. El reloj y el calendario estaban firmemente fijados a una pared cercana, cada uno de ellos protegido por una burbuja de plástico transparente. Sobre ellos —como perchados buitres preparados para el planeo— había dos pequeñas cámaras de televisión apuntando al fondo de la habitación subterránea. Un armario metálico, situado cerca de la puerta y bien anclado a la pared, estaba destinado a contener sus ropas. La instalación eléctrica de iluminación, empotrada en el alto techo, bañaba la habitación con una fría y brillante luz. La habitación en sí parecía fría y extrañamente seca para ser subterránea; se apreciaba un intenso olor que podía ser ozono, junto con un desagradable sabor a polvo.

Chaney apoyó su mano plana contra el casco de aluminio y lo notó frío. Sintió contra su pahua una débil descarga de electricidad estática.

Preguntó:

—¿Cómo lo controlan los monos?

—No lo hacen, por supuesto —respondió el ingeniero con irritación. (Quizá carecía de sentido del humor.)—. Este vehículo está diseñado para operar de dos formas distintas, señor Chaney. Todas las pruebas fueron controladas desde el laboratorio, como serán controlados ustedes en su viaje de ida. Nosotros los lanzaremos.

Chaney buscó un doble significado en aquellas últimas palabras.

—Cuando el vehículo está programado para control remoto, puede ser literalmente pateado hacia su objetivo, o de vuelta del mismo, accionando la barra donde se apoyan los pies. Nosotros los lanzamos hacia su objetivo, pero serán ustedes quienes ordenen el regreso una vez completada la misión. Nosotros accionaremos el retorno solamente en caso de emergencia.

—Supongo que allí nos estarán esperando.

—Allí los estarán esperando. Una vez alcanzado el objetivo, el vehículo se inmovilizará en un punto y permanecerá allí hasta ser desbloqueado, por ustedes o por nosotros. El vehículo no puede moverse a menos que sea propulsado por una corriente eléctrica, y esta corriente debe ser constante. Los generadores de taquiones proporcionan este empuje contra una pantalla deflectora que proporciona el impulso. El VDT opera en un vacío creado artificialmente que precede al vehículo en un milisegundo, creando en realidad su propio sendero temporal. ¿Soy lo suficientemente claro?

—No —dijo Chaney.

El ingeniero pareció apenado.

—Quizá debiera leer usted algún buen libro sobre los sistemas deflectores a taquiones.

—Quizá. ¿Dónde puedo conseguir uno?

—No puede. Aún no han sido escritos.

—Pero todo eso suena como el movimiento perpetuo.

—No lo es, créame. Ese bebé come energía.

—Supongo que necesitan ustedes ese reactor nuclear.

—Todo absolutamente; suministra energía sólo a este laboratorio.

Chaney mostró su sorpresa.

—¿No proporciona energía a la estación de afuera? ¿Cuánta se necesita para patear a esa cosa hacia el futuro?

—El vehículo requiere quinientos mil kilovatios por lanzamiento.

Chaney y Arthur Saltus silbaron al unísono. Chaney dijo:

—¿Está protegida esa central de energía? ¿Qué hay de los cables? ¿Y los transformadores? Los sistemas eléctricos son vulnerables a casi todo: tormentas de aguanieve, conductores borrachos derribando postes, interrupciones del suministro…, una cosa tras otra.

—Nuestro reactor está rodeado de cemento, señor Chaney. Las conducciones son subterráneas. El equipo está diseñado para proporcionar como mínimo veinte años de servicio ininterrumpido. —Hizo un gesto con la mano indicando un mayor juicio, un mayor conocimiento—. No necesitan preocuparse; nuestra planificación para el futuro es completa. Tendremos energía disponible para los próximos quinientos años, si es necesario. Habrá energía disponible para todos los lanzamientos y regresos.

Brian Chaney se mostraba escéptico.

—¿Durarán los cables y transformadores quinientos años?

De nuevo el breve reflejo de irritación.

—No esperamos tanto. Todo el equipo será reemplazado cada veinte o veinticinco años, según una planificación prevista. Ésta es una operación completamente planificada.

Chaney pateó el tanque de cemento y se hizo daño en el dedo gordo del pie.

—Quizá el tanque tenga alguna fuga.

—La poliagua no admite fugas. Tiene la consistencia de la grasa fluida, y se halla en suspensión en tubos capilares. Este tanque contiene el noventa y nueve por ciento de las existencias mundiales. —Siguió el ejemplo de Chaney y pateó el tanque—. Ninguna posibilidad de fuga.

—¿Contra qué empuja el VDT? ¿Contra esta poliagua?

El ingeniero lo miró como si fuera idiota.

—Flota en la poliagua, señor Chaney. Ya le he dicho que el empuje se produce contra una pantalla: una pantalla de molibdeno proporciona el impulso para desplazar los estratos temporales.

—¡ Ah! —dijo Chaney—. Ahora comprendo.

—Yo no —dijo Arthur Saltus lúgubremente. Permanecía de pie junto al extremo superior del vehículo, con la nariz apretada contra la burbuja transparente—. ¿Qué guía a esta cosa? No veo ningún volante ni palanca.

El ingeniero dio la impresión de querer abandonar la habitación, de querer transferir el turno de instrucciones a algún subordinado.

—El vehículo es gobernado mediante un giroscopio a protones de mercurio, señor Saltus. —Señaló más allá de la nariz del comandante a un cubo metálico dentro de la burbuja, situado al lado de la cámara—. Ese instrumento. Tomamos esa técnica de la marina, de su programa de pilotaje interplanetario para naves de largo alcance.

Arthur Saltus pareció impresionado.

—Eso está muy bien, ¿eh?

—Mejor que bien. Los giroscopios que utilizan protones de mercurio no se ven afectados por el movimiento, choques, vibraciones o sacudidas. Esa unidad los llevará a ustedes a donde sea y los devolverá al punto de origen sesenta y un segundos exactos después de su partida. Confíen en ello.

—¿Cómo? —dijo Saltus.

Y el mayor Moresby lo secundó:

—Explíquelo, por favor. Estoy interesado en ello.

El ingeniero miró a Moresby como si fuera el único no ingeniero parcialmente inteligente en la habitación.

—Células sensitivas en la unidad nos transmitirán una señal continua señalando su sendero temporal, señor Moresby. Indicarán cualquier desviación de la trayectoria prevista; si el vehículo oscila lo sabremos inmediatamente. Nuestra computadora lo interpretará y lo corregirá de inmediato. La computadora enviará hacia adelante la señal correctiva adecuada al sistema deflector de taquiones y devolverá el vehículo a su correcto sendero temporal, todo ello en menos de un segundo. Ustedes, por supuesto, no serán conscientes ni de la desviación ni de la corrección.

Saltus:

—¿Garantizan ustedes que llegaremos a nuestro destino previsto?

—Con cuatro minutos de margen de error por año recorrido, señor Saltus. Este sistema no permite un error superior a más menos cuatro minutos por año. A eso lo llamamos dar en el blanco. Los soviéticos no podrían hacer nada mejor.

Chaney se sobresaltó.

—¿Ellos también tienen uno?

—No —intervino Gilbert Seabrooke—. Era una forma de hablar. Todos nos sentimos orgullosos de nuestro trabajo.

El escalafón era algo fundamental. El mayor Moresby hizo la primera prueba, y luego el comandante Saltus.

Cuando llegó su turno, Chaney se desvistió y colocó sus ropas en el armario. La presencia del ingeniero no le importaba, pero los inquisitivos ojos de las dos cámaras de televisión sí. No podía saber quién estaba al otro lado de la pared, observándolo. Llevando tan sólo un sucinto traje de baño —una concesión de último momento al pudor— y de pie sobre sus pies desnudos en el piso de cemento, Chaney reprimió el impulso de reforzar su dolido ego frunciendo la nariz a las inquisitivas cámaras. Probablemente Gilbert Seabrooke no lo hubiera aprobado.

Siguiendo las instrucciones, se metió en el VDT.

Chaney se contorsionó por la abertura, se tendió sobre la elástica litera y no tardó en dar con la cabeza contra la cámara montada en la burbuja. Le dolió.

—¡Maldita sea!

El ingeniero dijo en tono reprobador.

—Por favor, sea más cuidadoso con la cámara, señor Chaney.

—Podrían haberla colocado fuera de aquí.

Una vez tendido en la endeble litera, descubrió que cuando sus pies se apoyaban en la barra accionadora no tenía espacio suficiente para girar la cabeza sin golpear o la cámara o el giroscopio, ni tampoco podía apoyar los codos. Hizo una mueca al ingeniero para protestar, pero el rostro del hombre había desaparecido de la abertura mientras la escotilla se cerraba con un chasquido. Chaney tuvo un momento de pánico pero consiguió eliminarlo; aquel tambor no era peor que una angosta tumba, y era mejor en un pequeño detalle: la burbuja transparente dejaba pasar la luz difundida desde el techo. Siguiendo aún las detalladas instrucciones, alzó las manos para asegurar la escotilla, y fue recompensado inmediatamente con una parpadeante luz verde sobre su cabeza. Pensó que aquello al menos era agradable.

Chaney contempló la luz durante un tiempo, pero no ocurrió nada.

Gritó:

—¡Adelante, muévanlo!

El sonido de su voz en aquel recinto cerrado lo sobresaltó.

Volviéndose a expensas de tensar peligrosamente los músculos de su cuello y darse otro golpe contra la cámara, miró a través de la burbuja sin ver a nadie en la habitación. Se suponía que tenía que estar vacía durante la partida. Supuso que sus compañeros estarían en el laboratorio al otro lado de la pared, observándolo a través de los monitores como él los había observado a ellos. Los sonidos habían sido aturdidores allí, causando un agudo dolor en sus tímpanos.

La mirada de Chaney volvió a la luz verde contra el casco encima de su cabeza, y descubrió que una luz roja brillaba ahora a su lado, parpadeando de la misma forma monótona que su hermana. Se quedó mirando las dos luces, preguntándose qué se suponía que debía hacer a continuación. Las instrucciones no habían ido más allá de ese punto.

Era consciente de que sus rodillas estaban ligeramente dobladas y de que le dolían las piernas; el interior de aquel trasto no había sido diseñado para un hombre que medía un metro noventa y tenía que compartir el espacio con una cámara y un giroscopio. Chaney bajó las rodillas y extendió las piernas todo lo que pudo sobre la litera, pero había olvidado la barra hasta que sus pies desnudos la empujaron. La luz roja se apagó.

Tras un momento alguien tamborileó en la burbuja de plástico, y Chaney se retorció para ver a Arthur Saltus haciéndole gestos de que saliera. Abrió la escotilla y se sentó. Cuando estuvo en una posición confortable, descubrió que podía apoyar su barbilla en el borde de la escotilla y mirar a su alrededor en la habitación.

Saltus permanecía de pie allí, sonriéndole.

—Y bien, amigo, ¿qué piensa usted de eso?

—Hay más espacio en un ataúd sirio —respondió Chaney—. Tengo moraduras por todas partes.

—Claro, claro, civil, se está apretado y todo lo demás, pero ¿qué piensa de ello?

—¿Que qué pienso de qué?

—Bueno, del… —Saltus se detuvo y abrió incrédulo la boca—. Civil, no irá a decirme que se ha quedado ahí como un idiota y no ha mirado ese reloj.

—Estaba mirando las luces; era como en Navidad. —Amigo, ellos han estado verificando su prueba. Usted vio las nuestras, ¿no? ¿Comprobó el tiempo?

—Sí, lo hice.

—Bien, ¡ha saltado usted al futuro! ¡Una hora!

—Y un infierno.

—Ningún infierno, civil. ¿Qué demonios pensó que estaba haciendo ahí dentro, echar una cabezada? Se suponía que tenía que observar el reloj. Saltó usted una hora, y entonces se pateó usted mismo de vuelta. Ese ingeniero pretencioso estaba como loco; se suponía que usted tenía que esperar a que fuera él quien lo trajera de vuelta.

—Pero yo no oí nada, no sentí nada.

—Uno no oye nada ahí dentro; sólo fuera, los que lo están mirando. ¡Nosotros ya lo creo que lo oímos! Puf, puf, el martillo neumático. Y se suponía que el tipo le había dicho que ahí dentro no hay ninguna sensación de movimiento: uno simplemente entra, y luego sale. Un salto de una hora… —Saltus hizo una mueca—. Civil, a veces me decepciona.

—A veces yo mismo me decepciono —dijo Chaney—. Me he perdido la hora más excitante de mi vida. Imagino que era excitante. Estaba mirando las luces y esperando a que ocurriera algo.

—Ocurrió. —Saltus se apartó del vehículo—. Salga de ahí y vístase. Tenemos que asistir a una conferencia del viejo charlatán en el laboratorio, y después inspeccionar el almacén. El refugio antiatómico, la comida, el agua y todo lo demás; puede que tengamos que sobrevivir con lo que haya allí cuando vayamos a los albores del año dos mil. ¿Qué ocurrirá si todo está racionado y nosotros no tenemos cartillas de racionamiento?

—Siempre podemos llamar a Katrina y pedirle unas cuantas.

—Katrina será una mujer vieja entonces. ¿Ha pensado usted en eso? Tendrá cuarenta y cinco o cincuenta anos quizá, no sé cuántos tiene ahora. Una mujer vieja… ¡Maldita sea!

Chaney sonrió ante aquel concepto de la vejez.

—No va a tener usted tiempo para citas. Vamos a tener que cazar republicanos.

No, supongo que no, y tampoco la oportunidad. Se supone que no debemos buscar a nadie cuando estemos allí; se supone que no debemos buscarla a ella, ni a Seabrooke, ni a nosotros mismos. Temen que nos encontremos con nosotros mismos. —Hizo un gesto de fastidio—. Póngase los pantalones. Maldita conferencia… Odio las conferencias. Siempre acabo durmiéndome en ellas.

Fue un equipo de ingenieros quien dio la conferencia. El mayor Moresby escuchó atentamente. Chaney escuchó a medias, con su atención desviándose hacia Kathryn van Hise, que estaba sentada en una esquina de la sala. Arthur Saltus se durmió.

Chaney hubiera preferido que la información que se le daba estuviera impresa en los habituales papeles fotocopiados y pasados en torno a la mesa para su estudio. Ese método de divulgación era el más efectivo para él; la información se le quedaba más cuando podía leerla en una página impresa y retroceder a la frase o al párrafo anterior para comprender un punto determinado. Era más difícil retroceder en una conferencia hablada sin hacer preguntas, que interrumpían al conferenciante y su cadena de pensamiento y rompían la monotonía que mantenía a Saltus dormido. Lo ideal hubiera sido poner por escrito la conferencia en arameo o hebreo y dársela a traducir; eso habría asegurado su concentración en el texto y la comprensión del mensaje.

Clavó un ojo y un oído en el conferenciante.

Fechas objetivo. Una vez seleccionada una fecha objetivo y reunidos los datos necesarios, las computadoras determinaban la cantidad exacta de energía requerida para alcanzar esa fecha, y luego se alimentaba con esa cantidad el generador de taquiones en un inmenso flujo. La descarga resultante contra el deflector proporcionaba el impulso necesario desplazando los estratos temporales delante del vehículo a lo largo del sendero temporal designado; los estratos desplazados creaban un vacío dentro del cual el vehículo era aspirado hacia su fecha objetivo, siempre bajo el control del giroscopio de protones de mercurio. (Chaney pensó: movimiento perpetuo.)

El ingeniero di jo:

—Para el año dos mil se encontrarán ustedes como máximo a ochenta y ocho minutos de distancia en cualquiera de los dos sentidos de la hora exacta fijada como fecha objetivo. Es decir, cuatro minutos por año; hay que tener en cuenta eso. Pero hay otro elemento significativo de tiempo que hay que tener bien en cuenta, que no pueden olvidar bajo ningún concepto. Cincuenta horas. Pueden ustedes pasar hasta cincuenta horas sobre el terreno en cualquier fecha, pero no deben superar ese límite. Es un límite arbitrario, pero lo hemos fijado sobre la base de que la seguridad del hombre desplazado es lo más importante hasta un cierto momento. Hasta un cierto momento. —Miró al dormido Saltus—. Tras ese momento, la recuperación del vehículo pasará a ocupar la prioridad.

—Entiendo —dijo Chaney—. Nosotros somos sacrificables, el aparato no.

—No puedo estar de acuerdo con eso, señor Chaney. Prefiero decir que al expirar las cincuenta horas el vehículo será recuperado para permitir a un segundo hombre efectuar el mismo recorrido, si se cree aconsejable, e intentar recuperar al primero.

—Si puede ser hallado —añadió Chaney.

Secamente:

—Ustedes no deberán permanecer en el objetivo más allá del límite arbitrario de cincuenta horas. Tenemos tan sólo un vehículo: no deseamos perderlo.

—Es suficiente —le aseguró Moresby—. Podemos hacer nuestro trabajo en la mitad de tiempo, después de todo.

Una vez cumplida su misión, cada uno de ellos volvería al laboratorio sesenta y un segundos después de la partida original, ya permanecieran en su objetivo una hora o cincuenta. El tiempo transcurrido allí no afectaría a su regreso. Aunque naturalmente ellos sí se verían afectados por el tiempo transcurrido en su objetivo; esas pocas horas de envejecimiento natural no serían recuperadas o neutralizadas a su vuelta, por supuesto.

Las necesidades básicas y unos pocos de los lujos de la vida estaban almacenados en el refugio: aumentos, medicinas, ropas de abrigo, armas, dinero, fumadoras y grabadoras, radios de onda corta, instrumentos. Si el almacenamiento de baterías capaces de durar diez o veinte años era posible en un próximo futuro, también serían incluidas. Las radios estarían equipadas para emitir y recibir en las bandas militar y civil; podrían ser accionadas por medio de tomas eléctricas disponibles en el refugio o mediante baterías cuando fueran usadas con una unidad conversora. El refugio estaría provisto de tomas de antena que permitirían a las radios ser conectadas con una antena exterior, pero una vez estuvieran fuera en el objetivo unas minianteñas incorporadas a los instrumentos les ofrecerían un alcance de aproximadamente ochenta kilómetros. El refugio estaba equipado con lámparas y hornillos de gasolina; un depósito de combustible había sido instalado en una de las paredes exteriores.

Tras salir del vehículo, cada hombre debería cerrar la compuerta de éste y anotar cuidadosamente la hora y la fecha. Tendría que comprobar su reloj con relación al reloj de la pared para asegurarse y determinar la variación en más o en menos. Antes de abandonar la zona del subterráneo para entrar en su fecha objetivo debería equiparse tomando lo necesario del almacén, y anotar cualquier señal de uso reciente del mismo. Estaba prohibido abrir cualquier otra puerta o entrar en cualquier otra habitación del edificio; en particular, estaba prohibido entrar en el laboratorio, donde los ingenieros estarían preparando su regreso, y estaba prohibido entrar en la sala de conferencias, donde alguien podía estar aguardando la llegada y la partida.

Tendría que seguir el corredor del subterráneo hasta la parte de atrás del edificio, subir un tramo de escalera y abrir la puerta de salida. Recibiría instrucciones de dónde localizar las dos llaves necesarias para abrir las dos cerraduras gemelas de la puerta. Sólo ellos tres podrían utilizar esa puerta.

Chaney preguntó:

—¿Por qué?

—Ha sido designada como puerta de operaciones. El resto del personal no está autorizado a usarla; sólo los expedicionarios.

Al otro lado de la puerta habría un aparcamiento. Encontrarían allí automóviles dispuestos en cualquier momento para su exclusivo uso; estarían preparados y con el depósito lleno en cualquier fecha objetivo. Se les aconsejaba fueran con cuidado de no conducir un coche de un nuevo modelo hasta tanto no se hubieran familiarizado concienzudamente con los controles y se sintieran seguros de poder manejarlo. A cada hombre se le proporcionarían los documentos necesarios, convenientemente fechados, para cruzar la verja de entrada, y llevaría una razonable suma de dinero, suficiente para hacer frente a los gastos previstos.

Saltus se había despertado. Le dio un codazo a Chaney.

—Puede usted volar a Florida en cincuenta horas, tomar un baño y estar de vuelta a tiempo. Es su oportunidad, civil.

—También puedo ir andando hasta Chicago en cincuenta horas —respondió Chaney.

Su misión sería observar, filmar, grabar, verificar; reunir todos los datos que fueran posibles en cada fecha seleccionada. Deberían también hacer todas las observaciones (y dejar un informe de ellas en el refugio) que pudieran beneficiar al hombre que viajara después a aquel objetivo. Deberían llevar de vuelta consigo todas las películas y cintas que hubieran grabado, pero los instrumentos deberían ser dejados en el refugio para que el siguiente expedicionario los usara. Un número determinado de pequeños discos metálicos de treinta y tres gramos de peso cada uno serían colocados en el vehículo antes de su partida; el número correspondiente de esos discos debería ser retirado antes del regreso para compensar el peso de las cintas y películas que trajeran de vuelta.

¿Había alguna pregunta?

Arthur Saltus miró al ingeniero con o jos soñolientos. El mayor Moresby dijo:

—Ninguna por el momento, gracias.

Chaney meneó la cabeza.

Kathryn van Hise llamó su atención.

—Señor Chaney, tiene usted otra cita con el médico dentro de media hora. Cuando haya terminado allí, diríjase por favor al campo de tiro; necesita iniciar sus prácticas con armas de fuego.

—No voy a ir por Chicago disparando a diestro y siniestro; ya tienen bastante de eso.

—Se trata de su propia protección, señor.

Chaney abrió la boca para seguir protestando, pero fue interrumpido. El sonido era algo así como una gruesa banda de caucho restallando contra sus tímpanos, como un martillo o un mazo golpeando contra un bloque de aire comprimido. Hizo un ruido de impacto, seguido por un reluctante suspiro, como si el martillo estuviera rebotando al ralentí en un fluido oleoso. El sonido producía dolor.

Miró a los ingenieros con una muda pregunta en los labios, y descubrió a los dos hombres mirándose con absoluta sorpresa. Salieron al mismo tiempo de la habitación, precipitadamente.

—¿Qué demonios ocurre ahora? —dijo Saltus.

—Alguien ha decidido dar un paseíto —respondió Chaney—. Será mejor que cuenten los monos; puede que falte alguno.

—No había prevista ninguna prueba —dijo Katrina.

—¿Puede esa máquina ponerse en marcha por sí misma?

—No, señor. Debe ser activada por control humano.

Chaney tuvo una sospecha y miró su reloj. La sospecha se convirtió en certeza, y a su pesar, fracasó en reprimir una risita.

—Ese era yo, terminando mi prueba. Pateé esa barra por accidente hace exactamente una hora.

—Mi prueba no hizo un ruido como ése —objetó Saltus—. La de William tampoco.

Chaney le mostró el reloj.

—Usted dijo que yo fui una hora hacia delante. Eso es ahora. ¿ Patearon ustedes mismos su vuelta?

—No…, aguardamos a que los ingenieros nos hicieron regresar.

—Pues yo pateé la barra. Me propulsé a mí mismo desde aquí, desde hace un minuto. —Miró a la puerta por la que los dos hombres habían salido corriendo—. Si esa computadora ha registrado una pérdida de energía, he sido yo. Espero que no me lo descuenten de mi paga.

Se hallaban al arre libre, bajo el cálido sol de una tarde de verano. El cielo de Illinois era oscuro y nuboso allá a lo lejos, por el oeste, presagiando una tormenta nocturna.

Arthur Saltus miró hacia las nubes tormentosas y dijo:

—Me pregunto si esos ingenieros no estarán divagando. ¿Cree realmente que saben de lo que están hablando? ¿Impulsos de energía y senderos temporales y un agua que no fluye?

Chaney se alzó de hombros.

—Quizá sólo el grosor de un cabello separe lo falso de lo cierto… Ellos tienen la ventaja.

Saltus lo miró intensamente.

—Está citando de nuevo a alguien, y me temo que ahora ha cambiado la cita.

—Una o dos palabras —admitió Chaney—. ¿Recuerda usted el resto? ¿Los otros tres versos del poema?

—No.

Chaney repitió el poema, y Saltus dijo:

—Sí.

—Bien, comandante. Esa máquina de ahí abajo es nuestro Alif; el VDT es un Alif. Con él podemos buscar la cueva del tesoro.

—Quizá.

—Sin quizá: podemos. Podemos buscar todas las cuevas del tesoro de la historia. Los arqueólogos y los historiadores se volverán locos de felicidad. —Siguió la mirada del hombre hacia el este, donde creía haber oído un lejano trueno—. Si no fuera un proyecto político no sería malgastado en Chicago. El Smithsonian Institute encontraría otro uso muy distinto para el vehículo.

—Ah…, veo cuál es su idea, civil. A usted no le gusta ir hacia adelante, sino hacia atrás. Conducir hasta el año Cero, o algo así, y observar a esos antiguos escribas garabateando sus papiros. Es usted de ideas fijas.

—No es cierto —negó Chaney—. Y no ha habido ningún año Cero. Pero tiene razón en una cosa: yo no iría hacia adelante. No con todas las cuevas del tesoro de la historia aguardando ser abiertas, exploradas, catalogadas. Yo no iría hacia adelante.

—¿Entonces dónde, amigo? ¿A qué punto del pasado?

Chaney dijo soñadoramente:

—Eridu, Larsa, Nippur, Kish, Kufah, Nínive, Uruk…

—Pero eso sólo son… viejas ciudades, creo.

—Viejas ciudades, antiguas aglomeraciones, muertas y perdidas hace mucho tiempo…, como lo será Chicago cuando llegue su turno. Ésas son las cuevas del tesoro, comandante. Desearía erguirme en los muros de la ciudad de Ur, y contemplar la crecida del Eufrates; desearía conocer cómo esa historia entró en el Génesis. Desearía situarme en las llanuras frente a Uruk y ver a Gilgamesh reedificar las murallas de la ciudad; desearía ver esa legendaria lucha con Enkidu.

»Pero más aún, desearía llegar a los bosques de Kadesh y ver a Muwatallis rechazar la marea egipcia. Creo que a ustedes dos también les gustaría ver eso. Muwatallis se veía superado en hombres y armas, le faltaba de todo menos valor e inteligencia; sorprendió al ejército de Ramsés dividido en cuatro secciones, y la derrota que les infligió cambió el curso de la historia occidental. Ocurrió hace tres mil años, pero si los hititas hubieran perdido…, si Ramsés hubiera vencido a Muwatallis…, hoy seríamos probablemente ciudadanos egipcios.

Saltus:

—No sé hablar su idioma.

—Lo hablaría, o algún dialecto local, si Ramsés hubiera vencido. —Hizo un gesto—. Pero eso es lo que yo haría si tuviera el Alif y la libertad de elegir.

Arthur Saltus se perdió en sus pensamientos, mirando hacia las lejanas nubes al este. Los truenos podían oírse claramente ahora.

Tras un tiempo, dijo:

—No puedo pensar en nada realmente valioso para mí, amigo. Nada que desee ver especialmente. Así que lo mejor es ir a Chicago.

—Me descubro admirado ante un hombre satisfecho —citó Chaney—. El polvo de la historia no es más grande que este hecho.

8

Brian Chaney estaba chapoteando en la piscina a la mañana siguiente antes de que la mayoría del personal de la estación hubiera terminado su desayuno. Nadaba solo, gozando del lujo de la soledad tras su acostumbrado paseo desde los barracones. El temprano sol de la mañana brillaba cegadoramente en el agua, en contraste con la noche anterior: la estación había sido sacudida por una violenta tormenta de truenos durante toda la noche, y los escombros arrastrados por el viento llenaban aún las calles.

Chaney se volvió boca arriba y se llenó los pulmones de aire, flotando indolentemente en la superficie de la piscina. Se sentía satisfecho. Cerró los ojos para protegerlos del resplandor.

Casi podía imaginarse de vuelta a la playa de Florida…, de vuelta al día en que descansaba al borde del agua, contemplando las gaviotas y la distante vela y sin hacer nada más cansado que especular sobre el miedo interior de los críticos y lectores que lo habían condenado y habían condenado su traducción del papiro del Apocalipsis. Sí, y de vuelta al día anterior a su encuentro con Katrina. No había sentido ningún vado personal entonces, pero ahora sabía que cuando se separaran —cuando su misión hubiera terminado— sentiría uno. Echaría de menos a aquella mujer. Separarse de Katrina le dolería, y cuando volviera a la playa sería agudamente consciente del nuevo vacío.

Había sido innecesariamente brusco con ella cuando se le acercó la primera vez, y ahora lo lamentaba; había creído que ella era tan sólo una nueva periodista que acudía a importunarlo. No actuaba en términos civilizados con la gente de la prensa. Tampoco era propenso a admitir los celos —una emoción infantil—, pero Arthur Saltus había despertado en él una respuesta sospechosamente cercana a los celos. Saltus simplemente había actuado a pecho descubierto y había tomado posesión de la mujer.

Pero ésa no era la única herida.

El dedo con el que había apretado el gatillo estaba rígido e hinchado, y el hombro le dolía terriblemente; le habían asegurado que era un rifle ligero, pero tras una hora de disparar con él Chaney no lo creía en absoluto.

Incluso en su sueño la imponente figura del mayor lo abrumaba, aguijoneándolo: «Apriételo, apriete fuerte, no dé tirones, suavemente, ¡bien sujeto!». Chaney lo apretaba fuertemente, y cuatro o cinco veces de cada diez conseguía acertar en el blanco. Él pensaba que era un buen promedio, pero sus compañeros no. Moresby estaba tan disgustado que arrancó el rifle de manos de Chaney y colocó cinco balas en el centro del blanco en el espacio de un parpadeo.

La pistola era peor. El modelo automático reglamentario del ejército parecía infinitamente más ligero comparado con el rifle, pero debido a que no podía utilizar su mano izquierda para alzar y estabilizar el cañón fallaba el blanco ocho de cada diez veces. Los dos tiros buenos se clavaban simplemente en el borde del blanco.

Moresby murmuró:

—¡Denle a ese civil un fusil de caza!

Y se alejó a grandes zancadas.

Arthur Saltus le enseñó las técnicas de filmación.

Chaney estaba familiarizado con las habituales cámaras manuales y con el equipo que se usaba en los laboratorios para copiar documentos, pero Saltus lo introdujo en un nuevo mundo. La cámara holográfica era algo nuevo. Saltus dijo que la película había quedado relegada a las cámaras baratas; los instrumentos holográficos utilizaban una delgada cinta de nailon grabado que podía soportarlo casi todo y reproducir pese a ello una imagen reconocible. Para demostrarlo tomaba un negativo de nailon y lo frotaba con papel de lija, y luego sacaba una buena foto. La iluminación ya no era problema; la cámara holográfica podía producir una foto satisfactoria tomada en mitad de un aguacero.

Chaney experimentó con una cámara atada a su pecho, con el objetivo asomando por un ojal de su chaqueta allí donde debería haber habido un botón; otra cámara estaba fijada en su hombro izquierdo, con el objetivo disimulado en lo que daba la impresión de ser un escudo en su solapa; un cable de control remoto recorría el interior de la manga de su chaqueta, y el disparador quedaba oculto en la palma de la mano. Una abultada hebilla de cinturón ocultaba una cámara. Un sombrero hongo ocultaba una cámara. Un periódico doblado era en realidad una fumadora camuflada, y un maletín de negocios otra. Los micrófonos de las grabadoras —ocultas en el interior de la chaqueta o en sus bolsillos— eran botones o emblemas o alfileres de corbata o ballenas del cuello de las camisas.

Normalmente conseguía sacar fotos decentes; era difícil que salieran deficientes con los instrumentos holográficos, pero Saltus se mostraba a menudo poco satisfecho, señalando que esto o aquello o aquello otro podría haber quedado con una imagen más clara o mejor encuadrado. Katrina fue fotografiada cientos de veces durante las prácticas. Ella parecía soportarlo todo con paciencia.

Chaney dejó escapar una bocanada de aire y empezó a hundirse. Se volvió sobre el estómago y nadó bajo el agua hasta el borde de la piscina. Aferrándose a las baldosas del borde, se izó fuera del agua y se encontró con sorpresa ante el sonriente rostro de Arthur Saltus.

—Buenos días, civil. ¿Qué hay de nuevo en el antiguo Egipto?

Chaney miró más allá del otro hombre.

—¿Dónde está… ? —se interrumpió.

No la he visto —respondió Saltus—. No estaba en la cantina… Pensé que estaba con usted.

Chaney se secó el rostro con una toalla.

—No. He tenido la piscina para mí solo.

—Ah…, quizá el viejo William nos haya ganado la mano esta vez; quizá esté jugando al ajedrez con ella en algún oscuro rincón. —Saltus sonrió ante aquella idea—. ¿Adivina lo que ha pasado, amigo?

—¿Qué ha sido ahora?

—Anoche leí su libro.

—¿Debo echar a correr para protegerme, o cuadrarme para recibir la medalla?

—No, no, no ése. No estoy interesado en esos viejos papiros. Me refiero al otro libro que me dejó, aquel acerca de las tribus del desierto…, el viejo Abraham y todo eso. ¡Ese maldito fotógrafo tomó algunas fotos excelentes! —Se sentó junto a Chaney—. ¿Recuerda aquella del pozo nabateo, o la cisterna, o lo que fuera, a los pies de la fortaleza?

—La recuerdo. Un buen trabajo. La cisterna sirvió a la fortaleza durante más de un asedio.

—Seguro que sí. El tipo tomó la foto con luz natural. Sin flash, sin reflectores solares, sólo luz natural; uno puede ver el detalle de las piedras y el nivel del agua. Y la había hecho sobre film, además, no utilizó nailon.

—¿Puede usted determinar eso mediante un simple examen?

—¡Por supuesto que puedo! Escuche, amigo, eso es buena fotografía. Ese hombre es bueno.

—Gracias. Se lo diré la próxima vez que lo vea.

—Quizá lea su libro algún día. Sólo para descubrir por qué todos lo atacan.

—No lleva fotos.

—Oh, puedo leer todas las palabras fáciles. —Estiró las piernas y miró al interior del parasol de colores chillones. Una araña estaba empezando a tejer una tela entre las varillas metálicas—. Este lugar está muerto esta mañana.

—¿Qué hacemos hoy? ¿Otra interesante partida con el mayor, o una nueva sesión de tiro con rifle?

Saltus se echó a reír.

—¿Le duele el hombro? No se preocupe, se le pasará. Escuche, si consigo encontrar a Ka trina, la tiraré a la piscina y luego saltaré al agua con ella… ¡A eso se le llama acción!

Chaney pensó que era más juicioso no responder. Su mirada se posó en el agua de la piscina, que reflejaba el sol y se hallaba ahora vacía de nadadores, recuperando lentamente su placidez. Recordó la forma en que Saltus había jugado allí con Katrina, pero el recuerdo no era agradable. No se había unido al juego porque se sentía cohibido por primera vez en su vida, porque su físico estaba en desventaja ante el musculoso cuerpo del comandante, porque la mujer prefería al parecer la compañía del otro hombre más joven que la suya. Era doloroso admitirlo.

Chaney captó un rápido movimiento en la verja.

—El mayor nos ha encontrado.

El mayor Moresby se apresuraba hacia el área de esparcimiento, dirigiéndose a grandes zancadas hacia la piscina, buscándolos. A medio camino en el patio los vio tras el parasol y se volvió bruscamente hacia ellos. Respiraba pesadamente y su rostro estaba enrojecido por la excitación.

—¡Arriba, en pie! —le ladró al comandante. Y a Chaney—: Vístase. Es urgente. Nos esperan en la sala de conferencias ahora. Tengo un coche esperando.

—Diga…, ¿qué ocurre?

Saltus se levantó de un salto de su silla.

—Nos vamos. Alguien ha tomado la gran decisión. ¡Maldita sea, Chaney, muévase!

—¿Las pruebas sobre el terreno? —preguntó Saltus—. ¿Las pruebas sobre el terreno? ¿Esta mañana? ¿Ahora?

—Esta mañana, ahora —asintió Moresby—. Gilbert Seabrooke trajo la decisión; me sacaron de la cama. ¡Vamos a ir, al fin! —Se volvió hacia Chaney—. ¿Quiere levantar el culo de esa maldita silla, civil? ¡Vamos, muévase! Estoy esperando, todo el mundo está esperando, el vehículo está conectado y esperando.

Chaney saltó de su silla, el corazón empujando contra su caja torácica.

Moresby:

—Katrina dice que utilicemos el coche. No va a malgastar usted tiempo yendo a pie, y además es una orden.

Los reflejos de Chaney eran más lentos, pero ya estaba corriendo hacia los vestuarios para cambiarse. Corrieron con él.

—No estoy andando.

—¿Adónde vamos? —preguntó Saltus, sin aliento—. Quiero decir, ¿a cuándo? ¿A cuándo en Joliet? ¿Lo sabe?

—Katrina me lo dijo. No le va a gustar, Art.

Arthur Saltus se detuvo bruscamente en la puerta, y Chaney chocó contra él.

—¿Por qué no va a gustarme?

—Porque es una cosa política, una cosa estúpidamente política, después de todo. Katrina dijo que la decisión llegó a primera hora de esta mañana directamente de la Casa Blanca, de él. Hubiéramos debido esperar algo así.

—¿Por qué no va a gustarme? —repitió despacio Saltus.

Moresby dijo desdeñosamente:

—Vamos a dos años de aquí, a una fecha muy concreta: el seis de noviembre de mil novecientos ochenta, un jueves. El Presidente desea saber si será reelegido.

Arthur Saltus se lo quedó mirando con la boca abierta por el asombro. Tras un momento de incredulidad, se volvió hacia Chaney.

—¿Cuál es esa palabra, amigo? ¿Esa palabra aramea?

Brian Chaney se la dijo.

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