Wilson Tucker El año del sol tranquilo

Indian Rocks Beach, Florida 7 de junio de 1978

El tipo de profeta que esa gente desea es un charlatán y un mentiroso, profetizando un futuro de vino y licores.

Libro de Miqueas

1

La chica de largas piernas era a la vez alfa y omega: ambas encarnadas en el mismo compacto envoltorio. La operación empezó cuando se detuvo ante él en una playa de Florida, quebrando su euforia; terminó cuando descubrió su inicial en una lápida, cerca de una cisterna nabatea. El lapso entre esos dos puntos fue enorme.

Brian Chaney fue consciente tan sólo de un tercer símbolo cuando la descubrió: llevaba una blusa veraniega larga hasta las caderas sobre unos pantalones cortos en delta. Esto —y una ambigua expresión de reprobación— era evidente.

Chaney pensó que iba a terminar pronto con ella.

Cuando se dio cuenta de que la chica se dirigía hacia él, avanzaba hacia él, se sintió desalentado y deseó haber tenido tiempo de echar a correr. Cuando vio el objeto que llevaba consigo —y su sobrecubierta de color rojo brillante no admitía ninguna duda— se sintió tentado de levantarse de un salto de la tumbona y echar a correr de todos modos. Era otra torturadora. Las furias lo habían estado persiguiendo desde que abandonara Tel Aviv —desde que el libro fuera publicado—, acosándolo y gritando hereje con roncas voces de indignación. ¡A la horca con el traidor!, gritaban. ¡A la hoguera con el infiel!

Observó cómo se aproximaba, poniéndose a la defensiva.

Había estado relajándose al sol, medio adormilado y medio observando un jeep del servicio de correos que hacía el reparto a lo largo de la carretera que bordeaba la playa, cuando ella apareció en su línea de visión. La playa había estado vacía excepto él mismo, el jeep y las hambrientas gaviotas; los turistas de tierra adentro con sus ruidosos transistores no llegarían hasta dentro de algunas semanas. La chica caminaba decididamente por el borde de la carretera hasta que estuvo casi a su altura, y entonces giró con rapidez y cruzó una pequeña franja de maleza hasta la arena. Se detuvo tan sólo para quitarse los zapatos, y luego avanzó por la playa en dirección a él.

Cuando estuvo más cerca, Chaney retiró su anterior suposición: era una mujer de largas piernas y aire reprobador…, no una chica. Calculó su edad en unos veinticinco años, pues aparentaba unos veinte; no era ni muy alta ni muy robusta…, unos cincuenta kilos a lo sumo. Una especialista en fastidiar.

Deliberadamente, Chaney se volvió en su tumbona para observar las furiosas olas, esperando que la mujer diera media vuelta. Llevaba el libro de tapas rojas sujeto con fuerza en su mano como si fuera un bolso, e intentaba inútilmente ocultar su desaprobación. Era probable que se tratara de una periodista de una de esas malditas emisiones de televisión.

Le gustaba el mar. La marea estaba subiendo y había habido una tormenta en mar abierto la noche antes; ahora las espumeantes crestas de las olas se rompían mugiendo sobre la playa apenas a una docena de pasos, salpicando su rostro. Le gustaba eso; le gustaba sentir el picotear de la espuma sobre su piel. Le gustaba estar al aire libre bajo un cálido sol, tras demasiados meses encadenado a un escritorio y a una mesa de trabajo. Israel tenía un clima encantador, pero eso no servía de nada a un hombre que trabajaba encerrado. Si al menos aquellos intrusos lo dejaran solo, si pudiera conseguir otra semana o dos en la playa, sería capaz de dar por terminadas sus vacaciones y volver al trabajo en el depósito de cerebros…, ese antro polvoriento y mohoso con su correspondiente ración de polvorientos y mohosos sabios haciendo bromas acerca de insolaciones y bronceadores.

La mujer de largas piernas se detuvo a su lado.

—¿El señor Brian Chaney?

—No —dijo él—. Ahora largúese.

—Señor Chaney, mi nombre es Kathryn van Hise. Disculpe la intrusión. Pertenezco a la Oficina de Pesos y Medidas.

Chaney parpadeó sorprendido ante la novedad, y apartó su mirada de la cresta de las olas. Se quedó contemplando sus pantalones cortos en delta, la provocativa blusa transparente que se agitaba con la brisa marina, y finalmente alzó la vista hacia su rostro recortado contra el cálido cielo de Florida. Su proximidad revelaba más cosas. Era baja de estatura y de aspecto ligero, dando la impresión de ser a la vez rápida y despierta. Su piel estaba muy bronceada, demostrando que había sabido utilizar sabiamente el primer sol del verano, y realzaba de un modo encantador sus ojos y su pelo. Sus ojos poseían un atractivo tono marrón, al igual que el pelo. Su rostro evidenciaba apenas un toque de maquillaje. No había ningún anillo en sus dedos.

Brian dijo con escepticismo:

—Ésa es una nueva manera de abordarlo a uno.

—¿Perdón?

—Normalmente, son ustedes del Daily News de Chicago, o del Post de Denver, o del Bulletin de Bloomington. En algunas ocasiones pertenecen a alguna emisión cultural de la televisión. Desean alguna declaración, o una refutación, o unas disculpas. Me gusta su imaginación, pero no va a sacarme nada.

—No pertenezco a la prensa, señor Chaney. Soy supervisora de investigación en la Oficina de Pesos y Medidas, y estoy aquí para una finalidad muy definida. Una finalidad seria.

—Ninguna declaración, ninguna refutación, y nada de disculpas. ¿Qué finalidad?

—Ofrecerle un puesto en un nuevo programa.

—Ya tengo un trabajo. Cada día hay nuevos programas. A veces los nuevos programas desbordan nuestros oídos.

—La Oficina es absolutamente seria, señor Chaney.

—La Oficina de Pesos y Medidas —rumió—. La Oficina de Pesos y Medidas del gobierno, por supuesto… La de Washington, llena de burócratas de densos cerebros hablando extraños dialectos. Algo peor que la muerte. Trabajé para ellos una vez, y no deseo hacerlo de nuevo, nunca más.

Pero la blusa agitada por el viento era un imán para su mirada.

—Realizó usted un estudio para la Oficina hace tres años —dijo ella—, antes de dejarlo para ponerse a escribir.

—¿Tiene la Oficina alguna queja acerca de mi libro? ¿Pesa poco? ¿Le faltan páginas? ¿Demasiada grasa en el texto? ¿He defraudado a los consumidores? ¿Van a demandarme? Sería el colmo.

—Por favor, sea serio, señor Chaney.

—No…, no hoy, ni mañana, ni esta semana, y quizá tampoco la siguiente. He estado trabajando duro pero ahora estoy de vacaciones. Me las he merecido. Vayase, por favor.

La mujer se mantuvo obstinadamente en su sitio.

Tras un rato, la atención de Chaney volvió a apartarse del prolongado estudio del batir de las crestas espumosas de las olas y se fijó otra vez en los desnudos pies firmemente clavados en la arena cerca de él. Un fragante perfume brotaba de algún lugar debajo de la blusa. Buscó la fuente exacta, el lugar donde era como un beso sobre la piel. Era difícil ignorar a su visitante cuando estaba tan cerca. Sus piernas y sus pantalones cortos en delta merecían otra inspección. Sabía sacarle un buen partido a su piel y a su provocativo atuendo.

Chaney miró de reojo el rostro recortado contra el cielo. Sus marrones ojos eran directos, penetrantes, atractivos.

—Atuendos como el suyo están prohibidos en Israel…, ¿lo sabía? La mayor parte de las mujeres llevan uniforme, y el alto mando se preocupa por la moralidad masculina. No se ven pantalones cortos en delta. —Chaney rubricó su pesar con un gesto—. ¿Habla usted en serio?

—Sí, señor.

—¿La Oficina desea un traductor bíblico?

—No, señor. La Oficina desea un demógrafo, alguien que tenga experiencia tanto en trabajo de laboratorio como sobre el terreno. —Hizo una pausa—. Y algunos otros prerrequisitos, por supuesto.

—¡Un demógrafo!

—Sí, señor. Usted.

—¡Pero el mundo está lleno de demógrafos!

—No tantos, señor Chaney. Y usted fue el seleccionado.

—¿Por qué? ¿Por qué yo? ¿Qué otros prerrequisitos?

—Posee usted unos antecedentes de estabilidad, de constancia y de resolución; ha demostrado su habilidad en resistir las tensiones. Está bien equilibrado mentalmente, y su resistencia física está fuera de toda duda. Además de sus investigaciones bíblicas, se ha especializado usted en estudios sociopolíticos y ha conseguido una reputación como estadístico extrapolativo. Usted es la definición del término, un futurólogo. Recuerde que fue usted quien firmó aquel largo estudio para la Oficina. Posee usted un certificado de seguridad. Por lo tanto, fue elegido.

Chaney se volvió con sorpresa y se la quedó mirando.

—¿Sabe la Oficina que también persigo a las mujeres? ¿De todos los colores?

—Sí, señor. Ese hecho está anotado en su expediente, pero no fue considerado como una nota desfavorable.

—Por favor, dele a nuestra bienamada Oficina mis más expresivas gracias. Aprecio sinceramente su paternal indulgencia.

—No es necesario que sea sarcástico, señor Chaney. Según las computadoras posee usted un perfil bien equilibrado. El señor Seabrooke lo ha descrito como un futurólogo ideal.

—Sigo sintiéndome tan agradecido… ¿Quién es Seabrooke?

—Gilbert Seabrooke es nuestro Director de Operaciones. Él personalmente lo seleccionó a usted de entre un reducido número de candidatos.

—No soy ningún candidato; no me he presentado voluntario a nada.

—Se trata de un proyecto ultrasecreto de cierta importancia, señor. Los candidatos no fueron consultados por anticipado.

—De lo cual todos debemos alegrarnos. —Chaney señaló al libro que ella llevaba en la mano—. ¿No estará usted interesada en mi hobby? ¿En ése? ¿No esperará la Oficina que yo reniegue de mi traducción del papiro del Apocalipsis?

La tenue expresión de desaprobación cruzó de nuevo por el rostro de la mujer, pero fue echada a un lado.

—No, señor. La Oficina se siente disgustada por su trabajo, por la notoriedad resultante de él, y el señor Seabrooke desearía que usted no lo hubiera publicado…, pero cree que el público lo habrá olvidado cuando usted aparezca de nuevo a la luz pública.

Enfáticamente:

—No pienso meterme bajo tierra bajo ningún concepto.

—¿Señor?

—Dígale al señor Seabrooke que no estoy interesado. Me las arreglo muy bien sin él y su Oficina. Tengo un trabajo.

—Sí, señor. Con el nuevo proyecto.

—No, señor, con la Corporación Indiana. La llaman la Indic para abreviar, y es un depósito de cerebros. Yo soy un genio… ¿Sabe eso su computadora, señorita Van Hise? La Indic tiene alrededor de un centenar de genios cautivos como yo sentados por ahí resolviendo problemas para los ignorantes. Es una forma de vivir.

—Estoy familiarizada con la Corporación Indiana.

—Tiene que estarlo. Nosotros fuimos quienes hicimos ese trabajo para ustedes hace tres años y los asustamos mortalmente con él… y luego les presentamos una factura que desniveló su presupuesto. Hemos hecho trabajos para el estado, para Agricultura, para el Pentágono. Odio trabajar para el Pentágono. Esa gente son unos rutinarios del infierno. Deseo que salten de una vez de lomos del dragón chino y encuentren algún otro enemigo al que estudiar y engañar. —Se echó hacia atrás en su hamaca y volvió a fijar su atención en las olas—. Tengo un trabajo que me está esperando; y me gusta. Voy a volver a él cuando empiece a sentirme cansado de estar aquí sentado sin hacer nada…, cansado de holgazanear. Busque a otro demógrafo.

—No, señor. La Indic lo ha asignado a usted a la Oficina.

Chaney saltó de su hamaca como un cohete. Dominó con su estatura a la mujer.

—¡No pueden haber hecho eso!

—Lo han hecho, señor Chaney.

— No pueden hacerlo sin mi consentimiento.

— Lo siento, pero lo han hecho. Insistentemente:

— No pueden. Tengo un contrato.

— La Oficina ha comprado su contrato, señor.

Chaney se sintió abrumado. Se quedó mirando a la mujer con la boca abierta.

Ella sacó de entre las páginas del libro una carta doblada y se la tendió para que la leyera. La carta estaba redactada en el envarado lenguaje administrativo, estaba firmada, y llevaba el gran sello de la Corporación Indiana. Transfería hasta su vencimiento el contrato de trabajo de Brian Chaney de la corporación privada a la agencia pública, y luego disponía generosamente el reparto a partes iguales entre ella y Chaney de la cantidad pagada por la transferencia. Le deseaba buena suerte. Mencionaba educadamente su libro. Era muy definitiva.

La mujer no comprendió el significado de la palabra aramea, una sola, que resonó en un grito por toda aquella gran playa de Florida.

Las olas se estrellaban contra sus rodillas, salpicando su pecho y su rostro. Brian Chaney se volvió y miró hacia atrás a la mujer que aguardaba en la playa.

—Sólo hay dos autobuses al día — dijo — . Va a perder el último si no se apresura.

— Aún no he terminado con mis instrucciones, señor Chaney.

— Me gustaría darle yo a usted algunas instrucciones.

Kathryn van Hise se mantuvo en su sitio, sin responder. Las gaviotas llegaron planeando, sólo para alzar de nuevo el vuelo. Chaney gritó su frustración:

— ¿Por qué?

— El proyecto especial necesita sus talentos especiales. —¿Por qué?

— Para topografiar y cartografiar el futuro; usted es un futurólogo.

— No soy un topógrafo…, no soy un cartógrafo.

— Es una forma de hablar, señor.

— No tengo que respetar ese contrato. Puedo romperlo, puedo cambiarme de chaqueta e ir a trabajar para los chinos. ¿Qué haría entonces el Pentágono, señorita Van Hise?

— Su perfil en la computadora indicó que usted lo respetaría, señor. Indicó también su actual irritación. El Pentágono no sabe nada de este proyecto.

— ¡Irritación! Yo también puedo darle a esa computadora instrucciones explícitas, pero serían tan difíciles de obedecer como las de usted.

¿Por qué no vuelve a casa? Dígales que me he negado. Que me he rebelado.

—Cuando haya terminado, señor.

—¡Entonces termine de una vez, maldita sea, y largúese!

—Sí, señor. —Se acercó a él para evitar alzar la voz y permitir que las gaviotas sobrevolaran información de alto secreto—. La primera fase de la operación empezó poco después de que la Indic nos sometiera su informe hace tres años, y prosiguió durante todo el tiempo que usted estuvo estudiando en Israel. Como autor de ese informe, usted fue considerado como una de las personas más adecuadas para participar en la siguiente fase, la ejecución práctica. Experiencia. La Oficina está preparada en la actualidad para pasar a la práctica, y ha reclutado a un selecto equipo para llevar a cabo las operaciones sobre el terreno. Usted será un miembro de ese equipo, y luego participará en el informe final. El señor Seabrooke espera someterlo a la Casa Blanca; cuenta con el apoyo entusiasta de usted.

—Estupendo ese Seabrooke; me recluta a la fuerza, y luego espera mi apoyo entusiasta. ¿Qué ejecución práctica?

—Un perfil del futuro.

—Ya hemos hecho eso. Lea el informe de la Indic.

—Un perfil real del futuro.

Brian Chaney se la quedó mirando durante un largo momento, sin disimular su regocijo, y luego se volvió de nuevo hacia el mar. Una vela roja y blanca estaba atravesando el golfo a media distancia, y sintió que sus maniobras lo fascinaban.

—Supongo que algún genio loco debe de haber inventado realmente en algún lugar un generador de taquiones, ¿eh? —dijo—. Un generador y un deflector y un dispositivo óptico que funcione. ¿El genio puede ver a través de un pequeño telescopio y observar el futuro?

—Los ingenieros de la Westinghouse han construido un VDT, señor. —La mujer habló suavemente—. Actualmente se halla en período de pruebas.

—Nunca he oído hablar de ello. —Chaney protegió sus ojos del sol para ver mejor la brillante vela—. V será por vehículo, supongo. Bien…, es mejor que un pequeño telescopio. ¿Qué significa DT?

—Desplazamiento Temporal. Un término técnico.

Había una peculiar nota de satisfacción en su voz.

Brian Chaney dejó caer su mano y se volvió en redondo en el agua para mirar a la mujer. Parecía como si le hubieran dado un puñetazo.

—¿Vehículo de Desplazamiento Temporal?

—Sí, señor.

La satisfacción se convirtió en triunfo.

—¡No puede funcionar!

—El vehículo se halla en período de pruebas.

—No lo creo.

—Puede verlo por sí mismo, señor.

__¿Está allí? ¿Lo tienen instalado en su laboratorio?

—Sí, señor.

—¿Funcionando?

—Sí, señor.

—Que me condene. ¿Qué piensan hacer con él?

—Poner en práctica nuestro nuevo programa, señor Chaney. El informe de la Indic se ha convertido en una parte integrante del programa en el sentido de que ofrece algunas líneas maestras de actuación para trazar un perfil del futuro. Actualmente estamos preparados para iniciar la segunda fase, las exploraciones sobre el terreno. ¿Ve usted las posibilidades, señor?

—¿Pretenden meterse en esa cosa, ese vehículo, e ir a algún sitio? ¿Ir al futuro?

—No, señor. Usted lo hará; el equipo lo hará.

Chaney se estremeció.

—¡No sea idiota! El equipo hará lo que quiera, pero yo no voy a ir a ningún lado. No me he presentado voluntario para su programa; nunca he sido un candidato por iniciativa propia; me opongo al peonaje por razones humanitarias.

Abandonó las olas y caminó de regreso a la tumbona de la playa, sin preocuparse de si la mujer lo seguía. Las gaviotas chillaron su irritación ante su paso. Chaney se dejó caer en la tumbona murmurando otra imprecación acerca de los burócratas cabezotas, una grosera declaración expresada en términos hebraicos que la mujer no llegó a comprender. Se refería a las relaciones de los jefes de ella con los asnos y los filisteos.

VDT. Un furioso estimulante para la imaginación.

Las gaviotas, la marea, la espuma salada, el sol en su ocaso fueron todos ignorados mientras su desbordada imaginación jugueteaba con la información que acababa de darle la mujer. Vio las posibilidades —algunas de ellas— y empezó a apreciar el interés que su informe de la Indic debía de haber despertado entre aquella gente poseedora del vehículo. Un hombre podía mirar hacia el futuro…, no, saltar al futuro y comprobar sus teorías, sus proyecciones de los acontecimientos por venir. Un hombre podía ver por sí mismo la validez de una advertencia, el resultado final de una prefiguración, el resultado a largo plazo de una tendencia. ¿La gente se casaría y votaría a los dieciséis años? ¿Serían abolidos los gobiernos de las ciudades y los condados, traspasándose su autoridad a distritos locales estatales? ¿Se desmoronaría el complejo del litoral oriental y fracasaría en su misión de alimentar la vida?

VDT. Un vehículo para determinar respuestas.

Chaney dijo en voz alta:

—No estoy interesado. Busque a otro demógrafo, señorita Van Hise. Me niego a ser atrapado en una emboscada y ser vendido al otro lado del río.

Un hombre podría inspeccionar —inspeccionar personalmente— los Grandes Lagos para determinar si habían sido salvados, o si el programa de Reconstrucción de los Lagos había llegado demasiado tarde. Podría estudiar las cifras de los censos de un centenar de años en el futuro y luego compararlas con las actuales tablas y proyecciones para descubrir la exactitud de tales proyecciones. Podría descubrir si el recientemente inaugurado programa de matrimonio a prueba sería un éxito o un fracaso… y aprender de primera mano qué efectos tendría sobre el índice de natalidad, si tenía alguno. Podría ser interesante conocer la validez de anteriores predicciones relativas a los desplazamientos de la población y la esperada concentración de masas humanas a lo largo de las grandes vías de agua centrales. Un hombre podría…

Chaney dijo en voz alta:

—Transmita mis saludos al equipo, señorita Van Hise. Y dígales que vigilen a la policía de tráfico. Leeré sus aventuras en los periódicos.

Kathryn Van Hise se había ido.

Vio sus huellas en la arena; alzó la vista y la vio poniéndose sus zapatos cerca de los matorrales que bordeaban la playa. Sus pantalones cortos en delta se tensaron cuando se inclinó. El jeep de correos era de nuevo visible en la distancia, avanzando ahora hacia él, repartiendo las cartas al otro lado de la carretera de la playa. La entrevista había quedado completada en menos de una hora.

Chaney sintió el peso del libro en sus rodillas. No se había dado cuenta de que la mujer lo había dejado allí.

El título de la roja sobrecubierta le resultaba tan familiar como el dorso de su mano. Desde las cuevas de Qumran: pasado, presente y futuro. La línea de más abajo omitía la palabra por y decía simplemente: Dr. Brian Chaney. La llamativa cubierta era una abominación creada por el departamento de ventas sobre el inerte cuerpo de un director de colección conservador; había sido diseñada para llamar la atención de los marginales lunáticos. La detestaba. Pese a sus cuidadosas explicaciones, pese a su erudita traducción de un papiro sospechoso, el libro había alzado una tormenta dos veces mayor de lo que esperaba y despertado las iras de los ciudadanos bienpensantes de todo el mundo. ¡Que cuelguen al blasfemo!

Una pequeña tarjeta asomaba por entre las páginas centrales.

Chaney abrió el volumen con curiosidad y descubrió una tarjeta de visita con el nombre de la mujer impreso en una cara y la dirección de un laboratorio del gobierno en Illinois escrita en la otra. Supuso que los diez billetes de cincuenta dólares doblados entre las páginas representaban los gastos del viaje. O un desvergonzado soborno añadido a la blusa, los pantalones cortos y el perfume que emanaba de su pecho.

—¡No pienso ir! —gritó hacia la mujer—. La computadora mintió…, soy un charlatán. ¡La Oficina puede irse a los mismísimos infiernos!

Ella no se volvió, ni siquiera giró la cabeza.

—Esa mujer está demasiado segura de sí misma, maldita sea.

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