9

La luna se elevaba sobre las montañas y aportaba a la nieve un brillo renovado. Muy lejos, al norte, un glaciar reflejaba la luz y un lobo aullaba. Los cromagnon cantaban en sus cuevas. El sonido llegaba apagado al porche.

Deirdre se encontraba de pie en la oscuridad, mirando al exterior. La luz de luna le moteaba el rostro y se reflejaba en sus lágrimas. Se asustó cuando Everard y Van Sarawak se acercaron por detrás.

—¿Habéis vuelto tan pronto? —preguntó—. Me habéis dejado aquí esta misma mañana.

—No hemos necesitado mucho tiempo —dijo Van Sarawak. Había recibido entrenamiento hipnótico en griego ático.

—Espero… —Intentó sonreír—. Espero que hayáis completado vuestra tarea y que podáis descansar.

—Sí—dijo Everard—, hemos terminado.

Permanecieron uno a cada lado un momento, mirando el mundo del invierno.

—¿Es cierto lo que dijisteis, que nunca podré volver a casa? —preguntó Deirdre con suavidad.

—Me temo que así es. Los hechizos… —Everard intercambió una mirada con Van Sarawak.

Tenían permiso oficial para contarle a la muchacha todo lo que deseasen y para llevarla a donde pensasen que podía vivir mejor. Van Sarawak sostenía que ese lugar sería el Venus de su siglo y Everard estaba demasiado cansado para discutírselo. Deirdre respiró profundamente.

—Que así sea —dijo—. No malgastaré la vida lamentándome. Pero que Baal me conceda que a mi gente les vaya bien. —Seguro que así será —dijo Everard.

De pronto no podía hacer más. Sólo quería dormir. Que Van Sarawak dijese lo que tenía que decir, y que recogiese cualquier posible recompensa.

Hizo un gesto a su compañero.

—Voy a entrar —declaró—. Sigue tú, Van.

El venusiano agarró a la muchacha por el brazo. Everard regresó despacio a su habitación.

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