Dragónvolador

I. Iria

Los antepasados de su padre habían sido dueños y señores de un amplio y rico territorio en la amplia y rica Isla de Way. No reclamaron ningún título o privilegio en la corte en la época de los reyes, aunque durante todos los años oscuros que sobrevinieron después de la caída de Maharion gobernaron a su tierra y a su gente con mano firme, reinvirtiendo sus ganancias en las tierras, garantizando alguna clase de justicia, y deshaciéndose de tiranos mezquinos. A medida que el orden y la paz se iban restableciendo en el Archipiélago bajo el dominio de los hombres sabios de Roke, durante un tiempo, la familia y sus granjas y aldeas siguieron prosperando. Aquella prosperidad y la belleza de las praderas y de los altos pastos y de las colinas coronadas por robles convertían aquel territorio en un símbolo, por lo que la gente decía «tan gordo como una vaca de Iria» o «tan afortunado como un iriano». Los señores y muchos habitantes de la zona agregaban aquel nombre al suyo propio, llamándose a sí mismos irianos. A pesar de que los granjeros y los pastores seguían temporada tras temporada, año tras año y generación tras generación, tan firmes y prósperos como los robles, la familia que poseía la tierra cambió y fue decayendo con el tiempo y la suerte.

Una disputa entre hermanos por su herencia los dividió. Un heredero manejó mal lo que había heredado, con codicia, el otro con estupidez. Uno tenía una hija que se casó con un comerciante y trató de gobernar su herencia desde la ciudad, el otro tenía un hijo cuyos hijos tuvieron otra disputa, dividiendo así la tierra ya dividida. Cuando nació la niña llamada Dragónvolador, Iría, aunque era todavía una de las regiones de colinas y campos y praderas más hermosa de toda Terramar, era ya un campo de batalla de desavenencias y litigios. En las tierras de labranza sólo quedaron malas hierbas, las granjas se quedaron sin techo, dejaron de utilizarse los ordeñaderos y los pastores siguieron a sus rebaños por la montaña para encontrar mejores pastos. La antigua casa que había sido el centro del territorio estaba medio en ruinas sobre su colina entre los robles.

Su dueño era uno de los cuatro hombres que se hacían llamar Señores de Iría. Los otros tres lo llamaban el Señor de la Antigua Iría. Pasó su juventud y gastó lo que le quedaba de la herencia en cortes judiciales y en las antesalas de los Señores de Way en Shelieth, intentando probar su derecho a todo el territorio, tal como había sido cien años atrás. Regresó fracasado y amargado, y pasó el resto de su vida bebiendo el fuerte vino tinto de su último viñedo y caminando por los límites de su terreno con una jauría de perros maltratados y mal alimentados, para mantener a los intrusos fuera de sus tierras.

Mientras estaba en Shelieth había contraído matrimonio con una mujer sobre la cual nadie sabía nada en Iría, porque era de alguna otra isla, según se decía, de algún lugar del oeste; y nunca había ido a Iría, porque había muerto dando a luz allí en la ciudad.

Cuando regresó a casa llevaba consigo a una hija de tres años. Se la entregó al ama de llaves y se olvidó de ella. Cuando estaba borracho a veces se acordaba de ella. Si podía encontrarla, la hacía quedarse de pie junto a su silla o sentarse sobre sus rodillas y escuchar todos los males que le habían sucedido a él y a la casa de Iría. Maldecía y lloraba y bebía y la hacía beber a ella también, haciéndole jurar que honraría su herencia y que le sería leal a Iría. Ella tragaba el vino, pero odiaba las maldiciones y las lágrimas, y las babosas caricias que les seguían. Escaparía, tan pronto como pudiera, si podía, y acudiría a los perros y a los caballos y al ganado. A ellos les había jurado que le sería fiel a su madre, a quien nadie conocía ni honraba ni le era fiel, excepto ella.

Cuando tenía trece años, el viejo viñero y el ama de llaves, que eran los únicos que quedaban en la casa, le dijeron al Señor que ya era hora de que le dieran su nombre a su hija. Le preguntaron si debían mandar a buscar al hechicero del Estanque del Oeste, o si la bruja de su aldea serviría. El Señor de Iria comenzó a gritar, furioso: —¿Una bruja de aldea? ¿Una bruja para darle a la hija de Irian su nombre verdadero? ¿O un traidor sirviente hechicero, uno de aquellos arrebatadores de tierras advenedizos que le robaron el Estanque del Oeste a mi abuelo? Si ese turón pone un pie sobre mis tierras, le soltaré los perros para que le saquen el hígado. ¡Id y decidle eso, si queréis! —Etcétera, etcétera.

La vieja Margarita volvió a su cocina y el viejo Conejo regresó a sus vides, y Dragónvolador, con sus trece años, salió corriendo de la casa y bajó así la colina hasta llegar a la aldea, y profirió las maldiciones de su padre a los perros, quienes, locos de excitación por sus gritos, ladraron y aullaron y salieron corriendo detrás de ella.

—¡Vuelve a casa, maldita perra de corazón negro! —gritó ella—. ¡Y tú también, arrastrado traidor! —Y los perros se callaron y regresaron sigilosamente a la casa con la cola entre las patas.

Dragónvolador encontró a la bruja de la aldea sacando gusanos de una herida infectada en la grupa de una oveja. El nombre de pila de la bruja era Rosa, como el de muchas otras mujeres en Way y en otras islas del Archipiélago Hárdico. A la gente que tiene un nombre secreto que contiene su poder como un diamante contiene luz, le gusta tener un nombre público común y corriente, como los nombres de otra gente.

Rosa estaba murmurando maquinalmente un sortilegio que se sabía de memoria, pero eran sus manos y su pequeño y afilado cuchillo los que hacían casi todo el trabajo. La oveja soportaba pacientemente el cuchillo afilado, sus ojos opacos, ambarinos, observando el silencio; sólo pateaba de vez en cuando con su pequeña pata delantera izquierda y suspiraba.

Dragónvolador miraba con atención el trabajo de Rosa. Rosa sacó un gusano, lo dejó caer, le escupió encima y volvió a su tarea. La niña se apoyó contra la oveja, y la oveja se apoyó contra la niña, dando y recibiendo calor. Rosa extrajo, dejó caer y escupió sobre el último gusano, y dijo: —Ahora alcánzame ese cubo —lavó la llaga con agua salada. La oveja suspiró profundamente y de repente salió caminando del patio, camino a casa. Ya había tenido curación—. ¡Machito! —gritó Rosa. Un mugriento niño apareció por debajo de un arbusto, donde había estado durmiendo y persiguiendo a la oveja, de quien estaba nominalmente a cargo a pesar de que ella era más vieja, más grande, estaba mejor alimentada y probablemente fuera más sabia que él.

—Me han dicho que deberías darme un nombre —dijo Dragónvolador—. Mi padre se puso furioso al oírlo, así que no hay nada que hacer.

La bruja no dijo nada. Sabía que la niña tenía razón. Una vez que el Señor de Iria decía que permitiría o no permitiría alguna cosa, nunca cambiaba de opinión, sintiéndose orgulloso de su inflexibilidad, ya que, desde su punto de vista, únicamente los hombres débiles decían una cosa y luego hacían otra.

—¿Por qué no puedo darme a mí misma mi propio nombre? —preguntó Dragónvolador, mientras Rosa lavaba el cuchillo y sus manos con el agua salada.

—No se puede.

—¿Por qué no? ¿Por qué tiene que ser una bruja o un hechicero? ¿Qué es lo que hacéis vosotros?

—Bueno… —empezó Rosa, y tiró el agua salada sobre la tierra desnuda del pequeño patio delantero de su casa, la cual, como la mayoría de las casas de las brujas, estaba situada un poco apartada de la aldea—. Bueno —repitió, enderezándose y mirando vagamente a su alrededor, como buscando una respuesta, o una oveja, o una toalla—. Tienes que saber algo acerca del poder, ¿sabes? —dijo por fin, y miró a Dragónvolador con un ojo. Su otro ojo miraba un poco hacia un lado. A veces Dragónvolador pensaba que el hechizo estaba en el ojo izquierdo de Rosa, a veces le parecía que estaba en el derecho, pero siempre un ojo miraba recto y el otro observaba algo que estaba fuera del alcance de la vista, detrás de la esquina, o en cualquier otro sitio.

—¿Qué poder?

—El único —dijo Rosa. Tan pronto como la oveja hubo desaparecido, entró en su casa. Dragónvolador la siguió, pero solamente hasta la puerta. Nadie entraba a la casa de una bruja sin ser invitado.

—Tú dijiste que yo lo tenía —dijo la niña ante la apestosa penumbra de la única habitación de la choza.

—Dije que había una fuerza en ti, una muy poderosa —dijo la bruja desde la oscuridad—. Y tú también lo sabes. Lo que debes hacer yo no lo sé, ni tú tampoco. Eso es lo que hay que descubrir. Pero no hay un poder que te permita nombrarte a ti misma.

—¿Por qué no? ¿Qué es más uno mismo que el propio nombre verdadero?

Un largo silencio.

La bruja emergió con un huso y una bola de lana grasienta. Se sentó sobre el banco que estaba junto a la puerta y comenzó a girar el huso. Había hilado más de noventa centímetros de hilaza gris amarronada antes de contestar.

—Mi nombre soy yo misma. Cierto. Pero, entonces, ¿qué es un nombre? Es lo que otro me llama. Si no hubiera nadie más, solamente yo, ¿para qué querría un nombre?

—Pero… —dijo Dragónvolador y se detuvo, atrapada por el argumento. Después de un rato dijo—: ¿Entonces un nombre tiene que ser un regalo?

Rosa asintió con la cabeza.

—Dame un nombre, Rosa —dijo la niña.

—Tu papá dice que no.

—Yo digo que sí.

—Aquí él es el que manda.

—Puede hacerme pobre y estúpida y despreciable, ¡pero no puede dejarme sin nombre!

La bruja suspiró, como la oveja, incómoda y pensativa.

—Esta noche —dijo Dragónvolador—. En nuestro manantial, el que está al pie de la Colina de Iria. Lo que no sepa no le hará daño. —Su voz parecía medio engatusadora, medio salvaje.

—Deberías tener tu debido día de nombramiento, tu fiesta y tu baile, como cualquier jovencito —le dijo la bruja—. El nombre debe darse al amanecer. Y después tiene que haber música y festejos todo el día. Una fiesta. No recibirlo escapando a escondidas por la noche sin que nadie lo sepa…

—Lo sabré yo. ¿Cómo sabes qué nombre decir, Rosa? ¿Te lo dice el agua?

La bruja sacudió una vez su cabeza color gris hierro.

—No puedo decírtelo. —Su «no puedo» no significaba «no lo haré». Dragónvolador esperó— Es el poder, como te he dicho antes. Simplemente viene. —Rosa dejó de hilar y levantó la vista para mirar con un ojo una nube que había hacia el oeste; el otro miraba un poco hacia el norte del cielo.— Estáis allí, en el agua, juntas, tú y la niña. Tú le quitas el nombre a la niña. La gente puede seguir utilizando ese nombre como nombre de pila, pero ya no es su nombre, ni siquiera lo fue. Así que ahora ya no es una niña, y ya no tiene nombre. Entonces esperas. Allí, en el agua. Y abres tu mente, como… como si abrieras al viento las puertas de una casa. Y él viene.

Tu lengua lo dice, dice el nombre. Tu aliento lo forma. Se lo das a aquella niña, el aliento, el nombre. No puedes pensar en ello. Dejas que entre en ti. Debe pasar a través de ti y el agua le pertenece. Ése es el poder, así es como funciona. Es así. No es algo que haces. Debes saber cómo saberlo dejar hacer. Ése es todo el poder.

—Los magos pueden hacer más que eso —dijo la niña después de un rato.

—Nadie puede hacer más que eso —dijo Rosa.

Dragónvolador giró la cabeza sobre su cuello, estirándose hasta que la vértebra le crujió, estirando con impaciencia sus largos brazos y piernas.

—¿Lo harás? —preguntó.

Después de un rato, Rosa asintió una vez con la cabeza.

Se encontraron en la oscuridad de la noche, en el sendero que pasa al pie de la Colina de Iria, bastante después del atardecer, bastante antes del amanecer. Rosa creó una esfera de luz tenue para que pudieran encontrar el camino a través del terreno pantanoso alrededor del manantial sin caerse en un pozo ciego entre los juncos. En la fría oscuridad, debajo de unas pocas estrellas y de la curva negra de la colina, se desnudaron y caminaron por las aguas poco profundas, sus pies hundiéndose profundamente en un barro de terciopelo. La bruja tocó la mano de la niña, diciendo: —Niña, tomo tu nombre. No eres una niña. No tienes nombre.

Todo estaba completamente inmóvil.

La bruja dijo ahora en un susurro: —Mujer, sé nombrada. Eres Irían.

Durante un momento más largo se quedaron quietas; luego el viento nocturno sopló atravesando sus hombros desnudos y temblorosos, salieron del agua, se secaron lo mejor que pudieron, lucharon descalzas y miserables, para atravesar los cañaverales de puntas cortantes y raíces enmarañadas, y encontraron el camino de regreso hasta el sendero. Y allí, Dragónvolador habló en un susurro llena de furia y de rabia:

—¡Cómo has podido darme ese nombre! —La bruja no dijo nada.— No está bien. ¡No es mi verdadero nombre! Pensé que mi nombre me haría ser yo. Pero esto sólo empeora las cosas. Te has equivocado. Eres sólo una bruja. Lo has hecho mal. Ése es su nombre. Y puede quedárselo. Está tan orgulloso de él, de sus estúpidos dominios, de su estúpido abuelo. Yo no lo quiero. No lo aceptaré. Ésa no soy yo. Todavía no sé quién soy. ¡Pero no soy Irian! —De repente se quedó callada, después de decir el nombre.

La bruja seguía sin decir una palabra. Caminaron en la oscuridad una junto a la otra. Finalmente, con una voz aplacada, atemorizada, Rosa dijo: —Vino tan…

—Si se lo dices a alguien alguna vez, te mataré —le dijo Dragónvolador.

Al oír eso, la bruja dejó de caminar. Musitó guturalmente, como un gato. —¿Decírselo a alguien?

Dragónvolador también se detuvo. Después de un instante dijo: —Lo siento. Pero siento como… siento como si me hubieras traicionado.

—He dicho tu verdadero nombre. No es lo que yo creía que sería. Y no me siento a gusto con ello. Como si hubiera dejado algo a medio hacer. Pero es tu nombre. Si te traiciona, entonces ésa es su verdad. —Rosa dudó unos instantes y luego dijo ya menos enfadada, más fríamente:— Si quieres el poder para traicionarme a mí, Irian, yo te lo daré. Mi nombre es Etaudis.

El viento había comenzado a soplar otra vez. Las dos estaban temblando, los dientes les castañeteaban. Estaban de pie cara a cara sobre el negro sendero, apenas podían ver dónde estaba la otra. Dragónvolador extendió la mano a tientas y se encontró con la mano de la bruja. Se dieron un ferviente y largo abrazo. Luego siguieron su camino con prisa, la bruja a su choza cerca de la aldea, la heredera de Iria colina arriba a su casa en ruinas, donde todos los perros, quienes la habían dejado ir sin hacer demasiado escándalo, la recibieron con un clamor y un alboroto de ladridos que despertó a todo el que se encontraba durmiendo a media milla a la redonda, excepto al Señor, totalmente borracho junto a su fría chimenea.

II. Marfil

El Señor de Iria del Estanque del Oeste, Abedul, no era el dueño de la casa vieja, pero sí de las tierras centrales y más ricas del viejo dominio. Su padre, más interesado en los vinos y en los huertos que en las disputas con sus parientes, le había dejado a Abedul una creciente pobreza. Abedul contrató a algunos hombres para que se ocuparan de las granjas y de los viñedos y de los toneleros y de los acarreos y de todo eso, mientras él disfrutaba de su riqueza. Se casó con la hija tímida del hermano menor del Señor del Estanque de Way, y se regocijaba hasta el agotamiento pensando en que sus hijas eran de sangre azul.

La moda de aquella época entre la nobleza era tener un mago a su servicio, un verdadero mago con una vara y una capa gris, entrenado en la Isla de los Sabios; así que el Señor de Iría del Estanque del Oeste se consiguió un mago de Roke. Le sorprendió lo fácil que era conseguir uno, si se pagaba el precio.

El muchacho, llamado Marfil, en realidad todavía no tenía su báculo y su manto; explicó que lo harían mago cuando regresara a Roke. Los Maestros lo habían enviado a ver el mundo para adquirir experiencia, puesto que todas las clases de la escuela no pueden darle a un hombre la experiencia que necesita para ser un mago. Abedul se mostró un poco dubitativo ante esto, y Marfil le aseguró que su preparación en Roke lo había equipado con toda la clase de magia que podría necesitarse en Iría del Estanque del Oeste en Way. Para demostrarlo, hizo parecer que una manada de ciervos corría atravesando el comedor, seguida por una bandada de cisnes, la cual levantó vuelo maravillosamente y atravesó la pared sur para aparecer más tarde por la del norte; y, por último, una fuente en un balde de plata surgió de repente en el centro de la mesa, y cuando el señor y su familia intentaron imitar prudentemente a su mago y llenaron sus copas con aquella agua y la probaron, resultó ser un vino dulce y dorado. «Vino de las Andrades», dijo el muchacho con una sonrisa modesta y complaciente. Para entonces, ya se había ganado a la esposa y a las hijas. Y Abedul pensó que el muchacho valía lo que pedía, aunque él prefería en silencio el tinto seco Fanian de sus propios viñedos, que te emborrachaba si tomabas lo suficiente, mientras que esa cosa amarilla era sólo agua de miel.

Si era experiencia lo que el joven hechicero estaba buscando, no obtuvo mucha en el Estanque del Oeste. Siempre que Abedul tenía invitados de Kem-bermouth o de cualquier otro terreno vecino, la manada de ciervos, los cisnes y la fuente de vino dorado hacían su aparición. También hacía unos fuegos de artificio muy bonitos en las noches de primavera. Si los encargados de los huertos y de los viñedos acudían al Señor para preguntarle si su mago podría urdir un sortilegio de crecimiento en los perales aquel año, o tal vez un encantamiento para que alejara la podredumbre de los viñedos de Fanian en la colina del sur, Abedul les decía: —Un mago de Roke no se rebaja a hacer tales cosas. ¡Id a decirle al hechicero de la aldea que se gane el pan!

Y cuando la hija más pequeña llegaba con una tos debilitante, la esposa de Abedul no se atrevía a molestar al joven sabio por ello, sino que enviaba humildemente a alguien hasta la casa de Rosa de la Antigua Iría, para pedirle que entrara por la puerta trasera y tal vez hiciera una cataplasma o cantara un canto para que la niña se curara.

Marfil nunca notó que la niña estaba enferma, ni tampoco los árboles de peras, ni los viñedos. No tenía mucho trato con nadie, tal como debe hacerlo un hombre de arte y erudición. Pasaba sus días cabalgando por los campos en la preciosa yegua negra que le había dado su patrón para su uso exclusivo después de que él dejara bien claro que no había venido desde Roke para caminar con dificultad por el barro y por la tierra de caminos campestres poco frecuentados.

Durante sus cabalgatas, a veces pasaba por una antigua casa que estaba sobre una colina, entre grandes robles. Una vez se salió del sendero de la aldea y comenzó a subir la colina, pero una jauría de perros flacos y de fauces feroces llegó corriendo a toda prisa y bramando hacia donde él se encontraba. La yegua temía a los perros y era propensa a encabritarse y a salir disparada, así que después de aquello mantuvo cierta distancia. Pero tenía buen ojo para la belleza, disfrutaba de ella, y le gustaba mirar la vieja casa soñando en la moteada luz de las tempranas tardes de verano.

Preguntó a Abedul sobre aquel lugar. —Ésa es Iria —le contestó Abedul—, la Antigua Iria, quiero decir. Esa casa me pertenece. Pero después de un siglo de disputas y peleas por ella, mi abuelo dejó el lugar para acabar con la riña. Aunque el Señor que allí se encuentra todavía se estaría peleando conmigo si no estuviera demasiado borracho como para poder hablar. Hace años que no veo a ese viejo. Creo que tenía una hija.

—Su nombre es Dragónvolador, y es quien hace todo el trabajo, y yo la vi una vez el año pasado. Es alta y tan hermosa como un árbol en flor —dijo la hija más pequeña, Rosa, quien se distraía ocupando sus catorce años de vida con agudas observaciones, que era todo lo que podía hacer. Se interrumpió, tosiendo. Su madre le lanzó una angustiada y suplicante mirada al mago. Seguramente había oído aquella tos, esta vez. Él sonrió a la pequeña Rosa, y el corazón de la madre se exaltó. Seguramente no habría sonreído así si la tos de Rosa fuera algo serio, ¿verdad? —Esa gente de la casa vieja no tiene nada que ver con nosotros —dijo Abedul, enfadado. El discreto Marfil no preguntó nada más. Pero quería ver a la muchacha tan hermosa como un árbol en flor. A menudo cabalgaba cerca de la casa vieja. Intentó detenerse en la aldea que estaba al pie de la colina para hacer algunas preguntas, pero no había ningún sitio donde parar y nadie que contestara sus preguntas.


Una bruja de ojos incoloros lo miro solo una vez y se metió dentro de su choza. Si decidía subir a la casa, tendría que enfrentarse con la jauría de sabuesos del infierno, y probablemente con un viejo borracho. Pero valía la pena correr el riesgo, pensó; estaba cansado de la aburrida vida del Estanque del Oeste, y nunca había sido alguien que dudara demasiado antes de arriesgarse. Cabalgó cuesta arriba por la colina hasta que los perros estuvieron bramando a su alrededor en un frenesí, tratando de morder las patas de la yegua. Ésta cayó al suelo y comenzó a golpearlos con sus cascos, y él pudo evitar salir disparado únicamente urdiendo un sortilegio de detención y utilizando toda la fuerza de sus brazos. Los perros saltaban e intentaban morder ahora las piernas de Marfil, y éste estaba ya a punto de dar rienda suelta a la yegua cuando alguien apareció entre los perros gritando palabrotas y golpeándolos con una correa. Cuando logró que la yegua, agotada y muerta de sed, se pusiera de pie, vio a la muchacha tan hermosa como un árbol en flor. Era muy alta, estaba furiosa, de grandes manos y pies y boca y nariz y ojos, y una cabeza de cabellos enmarañados y polvorientos. Les gritaba:

—¡Abajo! ¡Volved a la casa, carroña, malditos hijos de perra! —a los ahora quejosos y acobardados perros. Marfil se cogió la pierna derecha con ambas manos. Los dientes de uno de los perros le habían arrancado un trozo de los pantalones de montar de un mordisco, y por allí le goteaba un hilo de sangre.

—¿Está la yegua herida? —preguntó la mujer—. ¡Oh, esos parásitos traidores! —Acariciaba suavemente la pata delantera derecha de la yegua. Sus manos se mancharon del sudor y la sangre del animal.— Aquí, aquí—dijo—. Buena chica, valiente. —La yegua apoyó la cabeza en el suelo y todo su cuerpo tembló aliviado.— ¿Por qué la has dejado en medio de los perros sin poder moverse? —preguntó la mujer llena de furia. Estaba arrodillada a las patas del caballo, con la cabeza levantada mirando a Marfil. Él la miraba desde el lomo del caballo, y así y todo se sentía bajo; se sentía pequeño. Ella no esperó la respuesta—. Yo la guiaré —dijo, poniéndose de pie, y estiró la mano para alcanzar las riendas. Marfil se dio cuenta de que tenía que bajar del caballo. Lo hizo, mientras le preguntaba:

—¿Está muy mal? —Y miraba la pata de la yegua, donde sólo veía una espuma brillante y llena de sangre.

—Ven, mi amor —dijo la muchacha a la yegua, no a él. La yegua la siguió con confianza. Comenzaron a caminar por el escabroso camino que rodeaba la ladera de la colina hasta llegar a un viejo establo de piedras y ladrillos, sin caballos, habitado únicamente por nidos de golondrina y golondrinas que se abatían sobre el tejado cantando su agudo murmullo.

—Mantenla tranquila —dijo la muchacha, y lo dejó sosteniendo las riendas de la yegua en aquel desértico lugar. Regresó al cabo de un rato arrastrando un pesado cubo, y se puso a lavarle la pata a la yegua con una esponja—. Quítale la silla de montar —le dijo a él, y su tono de voz contenía un silencioso e impaciente «¡estúpido!» al que Marfil obedeció, medio molesto por su tosca grandeza y medio intrigado. Ahora no lo hacía pensar en absoluto en un árbol en flor, pero realmente era hermosa, de una manera grande y feroz. La yegua se entregaba a ella totalmente. Cuando le decía: «¡Mueve la pata!», la yegua movía la pata. La mujer la limpió de pies a cabeza, le puso otra vez la silla de montar, y se aseguró de que se pusiera al sol—. Se pondrá bien —dijo—. Tiene una herida, pero si la lavas con agua salada y tibia cuatro o cinco veces al día, se curará bien. Lo siento. —Esto último lo dijo con sinceridad, aunque bruscamente, como si todavía se estuviese preguntando cómo había podido él dejar que su yegua se quedara allí inmóvil sólo para ser atacada, y lo miró directo a los ojos por primera vez. Tenía los ojos claros, de un marrón anaranjado, como de color topacio oscuro, o ámbar. Eran unos ojos extraños, justo a la altura de los suyos.

—Yo también lo siento —dijo él, tratando de hablar con cuidado, con suavidad.

—Es la yegua de Irian del Estanque del Oeste. ¿Entonces tú eres el mago?

Él inclinó la cabeza. —Marfil, del Gran Puerto de Havnor, para servirle. ¿Puedo…?

Ella lo interrumpió. —Creía que era de Roke.

—Lo soy—dijo él, recobrando la compostura.

Ella lo miró fijamente, con aquellos ojos extraños, tan impenetrables como los de una oveja, pensó él. Entonces ella lo soltó todo: —¿Has vivido allí? ¿Has estudiado allí? ¿Conoces al Archimago?

—Sí —le contestó él con una sonrisa. Luego hizo una mueca de dolor y se agachó para apretarse la espinilla con la mano durante unos instantes.

—¿Tú también estás herido?

—No es nada —contestó él. De hecho, para su sorpresa, la herida había dejado de sangrar.

La mirada de la mujer se posó nuevamente sobre su rostro.

—¿Cómo es… cómo es Roke?

Marfil se acercó, cojeando muy levemente, hasta una vieja montura que estaba por allí cerca y se sentó. Estiró la pierna, apretando la parte lastimada, y levantó la vista para mirar a la mujer. —Me llevaría mucho tiempo contarte cómo es Roke —dijo—. Pero sería un placer para mí…

—El hombre es un mago, o casi —dijo Rosa la bruja—, ¡un mago de Roke! ¡No debes hacerle preguntas! —Estaba más que escandalizada, estaba asustada.

—A él no le importa —le aseguró Dragónvolador—. Sólo que casi nunca contesta realmente a las preguntas.

—¡Por supuesto que no!

—¿Por qué por supuesto que no?

—¡Porque él es un mago! ¡Porque tú eres una mujer, sin arte, sin conocimientos, sin aprendizaje!

—¡Tú podrías haberme enseñado! ¡Nunca quisiste hacerlo!

Rosa despreció todo lo que le había enseñado o lo que podía enseñarle con un gesto de la mano.

—Pues bien, entonces tengo que aprender de él —dijo Dragónvolador.

—Los magos no les enseñan a las mujeres. Estás borracha.

—Tú y Escoba urdís hechizos.

—Escoba es un hechicero de aldea. Este hombre es un hombre sabio. ¡Aprendió las Altas Artes en la Casa Grande de Roke!

—Me ha dicho cómo es —dijo Dragónvolador—. Uno camina por el pueblo cuesta arriba, el Pueblo de Zuil. Hay una puerta que se abre a la calle, pero está cerrada. Parece una puerta común.

La bruja escuchaba, incapaz de resistirse a la fascinación de los secretos revelados y al contagio de aquel deseo apasionado.

—Y un hombre aparece cuando tú tocas la puerta, un hombre de aspecto normal. Y te hace una prueba. Tienes que decirle una determinada palabra, una contraseña, para que te deje entrar. Si no la sabes, nunca podrás entrar. Pero si te deja entrar, entonces desde dentro verás que la puerta es totalmente diferente. Está hecha de cuerno, y tiene un árbol tallado, y el marco está hecho de diente, el diente de un dragón que vivió mucho, mucho antes que Erreth-Akbe, antes que Morred, antes de que hubiera gente en Terramar. Al principio solamente había dragones. Encontraron el diente en el Monte Onn, en Havnor, en el centro del mundo. Y las hojas del árbol están talladas tan finamente que la luz brilla a través de ellas, pero la puerta es tan fuerte que si el Portero la cierra no hay hechizo que pueda abrirla. Y luego el Portero te lleva por un corredor y luego por otro, hasta que estás perdido y desconcertado, y luego de repente sales bajo el cielo. En el Patio de la Fuente, en la parte más profunda de la Casa Grande. Y allí es donde supuestamente estaría el Archimago, si es que está…

—Sigue —murmuró la bruja.

—En realidad eso es todo lo que me ha dicho, hasta ahora —dijo Dragónvolador, volviendo al templado y nublado día de primavera y a la infinita familiaridad del camino de la aldea, el patio delantero de la casa de Rosa, sus propias siete ovejas lecheras pastando en la Colina de Iría, las coronas color bronce de los robles—. Es muy cuidadoso al hablar de los Maestros.

Rosa asintió con la cabeza.

—Pero me ha hablado de algunos de los alumnos.

—Supongo que no habrá ningún problema con eso.

—No lo sé —dijo Dragónvolador—. Que te cuenten cosas de la Casa Grande es maravilloso, pero yo pensaba que la gente allí sería… no lo sé. Por supuesto que la mayoría son tan sólo unos muchachos cuando llegan allí. Pero yo pensé que serían. … —Apartó la mirada y la posó sobre las ovejas que estaban sobre la colina, su rostro reflejaba preocupación.— Algunos de ellos son realmente malos y estúpidos —dijo en voz muy baja—. Se meten en la escuela porque son ricos. Y estudian allí para hacerse más ricos. O para obtener poder.

—Pues, claro que sí —dijo Rosa—, ¡para eso están allí!

—Pero el poder, según tú me contaste, no es lo mismo que hacer que la gente haga lo que tú quieres, o hacer que te pague…

—¿No?

—¡No!

—Si una palabra puede curar, una palabra puede lastimar —dijo la bruja—. Si una mano puede matar, una mano puede curar. Es una pobre carreta que va sólo en una dirección.

—Pero en Roke, aprenden a utilizar bien el poder, no para hacer daño, no para obtener ganancias.

—Yo diría que todo es para obtener ganancias, de alguna manera. La gente tiene que vivir. Pero, yo qué sé. Me gano la vida haciendo lo que sé hacer. Y no interfiero con las altas artes, con las artes peligrosas, como invocar a los muertos —y Rosa hizo el gesto de la mano para ahuyentar al peligro del que acababa de hablar.

—Todo es peligroso —dijo Dragónvolador, con la mirada fija más allá de las ovejas, de la colina, de los árboles, en profundidades inmóviles, un vacío vasto y descolorido, como el cielo claro antes del amanecer.

Rosa la observaba. Sabía que no sabía quién era Irian o lo que podría llegar a ser. Una mujer grande, fuerte, extraña, ignorante, inocente y enfadada, sí. Pero desde que Irian era sólo una niña, Rosa había visto en ella algo más, algo más allá de lo que era ella. Y cuando Irian miraba a través del mundo como lo estaba haciendo ahora, parecía entrar en aquel lugar o en aquel tiempo, o parecía estar más allá de ella misma, mucho más allá del conocimiento de Rosa. Y entonces Rosa le temía, y temía por ella.

—Tú ten cuidado —dijo la bruja, adusta—. Todo es peligroso, bastante peligroso, y más que nada meterse con magos.

A través del amor, del respeto y la confianza, Dragónvolador nunca haría caso omiso de una advertencia de Rosa; pero era incapaz de ver a Marfil como a alguien peligroso. No lo entendía, pero la idea de tenerle miedo, a él personalmente, no era una idea que cupiera en su cabeza. Trataba de ser respetuosa, pero era imposible. Pensaba que era inteligente y bastante apuesto, pero no pensaba mucho en él, excepto por lo que él podía decirle. Él sabía lo que ella quería saber y poco a poco se lo fue diciendo, y luego no había sido realmente lo que ella había querido saber, sino que quería saber más y más. Él era paciente con ella, y ella le estaba agradecida por su paciencia, sabiendo que era mucho más rápido que ella. A veces sonreía ante su ignorancia, pero nunca se burlaba de ella ni la reprobaba. Como a la bruja, le gustaba responder a una pregunta con otra pregunta; pero las respuestas a las preguntas de Rosa eran siempre algo que siempre había sabido, mientras que las respuestas a las preguntas de él eran cosas que nunca se había imaginado y que encontraba sorprendentes, inoportunas, incluso dolorosas, y que cambiaban sus creencias.

Día tras día, mientras hablaban en el viejo establo de Iria, donde habían tomado por costumbre encontrarse, ella le preguntaba y él le contaba más, aunque con desgana, siempre parcialmente; protegía a sus Maestros, pensaba ella, tratando de defender la imagen brillante de Roke, hasta que un día él cedió a su insistencia y por fin habló libremente.

—Hay hombres buenos allí—dijo—. El Archimago era realmente poderoso y sabio. Pero se ha ido. Y los Maestros… Algunos se mantienen al margen, siguiendo conocimientos arcanos, siempre en busca de más formas, siempre más nombres, pero sin utilizar sus conocimientos para nada. Otros esconden su ambición bajo la capa gris de la sabiduría. Roke ya no es el sitio en el cual se encuentra el poder de Terramar. Ahora ese sitio es la Corte de Havnor. Roke vive de su majestuoso pasado, defendido por miles de sortilegios contra el día de hoy. Y dentro de esas paredes de hechizo, ¿qué es lo que hay? Ambiciones que se enfrentan, temor a cualquier cosa nueva, temor a hombres jóvenes que desafían el poder de los viejos. Y en el centro, nada. Un patio vacío. El Archimago nunca regresará.

—¿Cómo lo sabes? —susurró ella.

Parecía preocupado. —El dragón se lo llevó.

—¿Tú lo viste? ¿Tú has visto eso? —Apretó las manos, imaginando aquel vuelo, sin siquiera escuchar su respuesta. Después de un largo rato, regresó a la luz del día y al establo y a sus pensamientos y a sus enigmas.— Pero incluso si él ya no está —dijo—, seguro que algunos de los Maestros son verdaderamente sabios.

Cuando él levantó la mirada y habló lo hizo de muy mala gana, con el atisbo de una sonrisa melancólica. —Todo el misterio y la sabiduría de los Maestros, cuando salen a la luz del día, no son gran cosa, ¿sabes? Trucos del oficio, maravillosas ilusiones. Pero la gente no quiere saber eso. La gente quiere las ilusiones, los misterios. ¿Quién puede culparlos? Hay tan poco en la vida que sea hermoso o encomiable.

Como para ilustrar lo que estaba diciendo, había recogido un trozo de ladrillo de la calzada rota, y lo lanzó por los aires, y mientras él hablaba el ladrillo aleteaba sobre sus cabezas con delicadas alas azules, una mariposa. Estiró uno de sus dedos y la mariposa se posó sobre él. Sacudió aquel dedo y la mariposa cayó al suelo, un trozo de ladrillo.

—En mi vida no hay mucho que sea muy encomiable —dijo ella, con la cabeza gacha, mirando fijamente la calzada—. Todo lo que sé hacer es ocuparme de la granja, tratar de ser convincente y de decir la verdad. Pero si pensara que hasta en Roke todos son trucos y mentiras, odiaría a esos hombres por haberme engañado, por habernos engañado a todos. No puede ser todo mentira. No todo. Es cierto que el Archimago entró en el laberinto entre los Hombres Canos y que regresó con el Anillo de la Paz. Es cierto que entró en la muerte con el joven rey, y que derrotó al mago araña, y que regresó. Sabemos eso por las palabras del propio Rey. Incluso aquí, los arpistas vinieron a cantar esa gesta, y un narrador vino a contarla.

Marfil asintió con la cabeza. —Pero el Archimago perdió todo su poder en la tierra de la muerte. Tal vez en ese entonces se debilitó toda la magia.

—Los sortilegios de Rosa funcionan tan bien como siempre —dijo ella firmemente.

Marfil sonrió. No dijo nada, pero ella vio qué insignificantes eran las actividades de una bruja de aldea para él, quien había visto grandes obras y poderes. Ella suspiró y habló de corazón. —¡Oh, si no fuese mujer!

Él volvió a sonreír. —Eres una hermosa mujer —le dijo, aunque francamente, no halagándola como lo había hecho al principio, antes de que le demostrara cuánto odiaba ella eso—. ¿Por qué querrías ser un hombre?

—¡Para poder ir a Roke! ¡Y ver, y aprender! ¿Por qué, por qué pueden ir allí solamente los hombres?

—Así fue decretado por el primer Archimago, hace siglos —dijo Marfil—. Pero… yo también me lo he preguntado.

—¿En serio?

—A menudo. Al ver sólo muchachos y hombres, día tras día, en la Casa Grande y en todos los recintos de la escuela. Al saber que las mujeres de los pueblos están atadas por hechizos que les prohíben hasta poner sus pies sobre los campos alrededor del Collado de Roke. Una vez cada muchos años, tal vez, se le permite a alguna gran mujer entrar brevemente en los patios externos… ¿Por qué? ¿Acaso todas las mujeres son incapaces de entender? ¿O es que los Maestros les temen, temen ser corrompidos? No es eso, pero temen que admitir a las mujeres pudiera cambiar la norma a la que se aferran, la pureza de esa norma…

—Las mujeres pueden vivir castas tanto como los hombres —dijo Dragónvolador sin rodeos. Sabía que ella era directa y tosca con temas en los que él era delicado y sutil, pero no conocía ninguna otra forma de ser.

—Por supuesto —dijo él; su sonrisa se ampliaba brillantemente—. Pero las brujas no siempre son castas, ¿verdad? … Tal vez eso es lo que temen los Maestros. Tal vez el celibato no sea tan necesario como lo predica la Norma de Roke. Tal vez no sea una forma de mantener puro el poder, sino de mantener el poder sólo para ellos. Dejando fuera a las mujeres, dejando fuera a todos los que no aceptan convertirse en eunucos para obtener ese único poder… ¿Quién sabe? ¡Una maga! ¡Quizás eso lo cambiaría todo, cambiaría todas las reglas!

Ella podía ver cómo la mente de él bailaba frente a la de ella, cogiendo ideas y jugando con ellas, transformándolas como había transformado el ladrillo en mariposa. Ella no podía bailar con él, no podía jugar con él, pero lo miraba maravillada.

—Tú podrías ir a Roke —dijo él, los ojos le brillaban de entusiasmo, de picardía, de audacia. La miraban casi suplicantes, incrédulos, silenciosos; insistió—: Podrías hacerlo. Eres una mujer, pero hay maneras de cambiar tu apariencia. Tienes el corazón, el coraje, la voluntad de un hombre. Tú podrías entrar en la Casa Grande. Lo sé.

—¿Y qué haría allí?

—Lo que hacen todos los alumnos. ¡Vivir solos en una celda de piedras y aprender a ser sabios! Puede que no sea todo lo que tú soñaste, pero eso, también, lo aprenderías.

—No podría. Se darían cuenta. Ni siquiera podría entrar. Me has dicho que está el Portero. No sé la palabra que tengo que decirle.

—La contraseña. Pero yo puedo enseñártela.

—¿Podrías? ¿Está permitido?

—No me importa lo que está permitido —le contestó él, con el ceño fruncido como nunca antes lo había visto—. El propio Archimago dijo: Las reglas están hechas para ser transgredidas. La injusticia hace las reglas, y el coraje las transgrede. ¡Yo tengo el coraje, si tú lo tienes!

Ella lo miró. No podía hablar. Se puso de pie y después de unos instantes salió del establo caminando, se alejó atravesando la colina, subiendo el camino que la rodeaba y llegó hasta la mitad. Uno de los perros, su favorito, un inmenso y horrible sabueso con la cabeza muy pesada, la siguió. Se detuvo en la pendiente que estaba sobre el pantanoso manantial en el cual Rosa le había dado su nombre hacía diez años. Se quedó allí de pie. El perro se sentó a su lado y la miró a la cara. No había pensamientos claros en su mente, pero las palabras se repetían: «Podría ir a Roke y descubrir quién soy».

Miró hacia el oeste por encima de los lechos de juncos y de los sauces y de las colinas lejanas. Todo el cielo occidental estaba vacío, despejado. Se quedó inmóvil y su alma pareció acercarse a aquel cielo e irse, salir de ella.

Se oyó un pequeño ruido, el suave clip-clop de los cascos de la yegua negra, acercándose por el camino. Entonces Dragónvolador volvió a sí misma y llamó a Marfil y bajó corriendo la colina para encontrarse con él.

—Iré —le dijo.

Él no había planeado ni había tenido la intención de semejante aventura, pero al ser tan alocada, cuanto más pensaba en ella, más se entusiasmaba. La idea de pasar el largo y gris invierno en el Estanque del Oeste le hundía el espíritu como una piedra. Allí no había nada que le interesara a no ser por la muchacha Dragónvolador, que había llegado a ocupar todos sus pensamientos. Su fuerza aplastante e inocente lo había derrotado absolutamente hasta ahora, pero él hacía lo que ella quería para conseguir que al final ella hiciera lo que él quería, y valía la pena jugar aquel juego, pensaba él. Si ella se escapaba con él, el juego estaría ganado. En cuanto a la broma que éste representaba, la idea de realmente meterla en la escuela de Roke disfrazada de hombre, había pocas posibilidades de conseguirlo, pero le complacía pensar en él como un gesto de desacato a toda la piedad y la pomposidad de los Maestros y de sus aduladores. Y si de alguna manera lo conseguía, si lograba realmente que una mujer atravesara aquella puerta, aunque fuera por un instante, ¡ésa sería una dulce venganza!

El dinero era un problema. La muchacha pensó, por supuesto, que él, siendo un gran mago, chasquearía los dedos y los haría flotar sobre el mar en un barco mágico volando con un viento mágico. Pero cuando él le dijo que tendrían que comprar un barco, ella simplemente contestó: —Yo tengo el dinero del queso.

Él guardaba como oro en paño aquellos comentarios. A veces ella lo asustaba, y él se lo tomaba a mal. Cuando soñaba con ella, ella nunca se rendía ante él, sino que él se rendía ante una dulzura feroz y destructora, hundiéndose en un abrazo aniquilador; eran sueños en los que ella era algo que iba más allá de toda comprensión y él no era nada. Despertaba de aquellos sueños temblando y avergonzado. A la luz del día, cuando la veía grande, con las manos sucias, hablando como una palurda, como una simplona, él recuperaba su superioridad. Únicamente deseaba que hubiera alguien que oyera lo que ella decía, uno de sus grandes amigos en el Gran Puerto que encontraría todo aquello divertido. «Yo tengo el dinero del queso», se repetía a sí mismo, cabalgando de regreso al Estanque del Oeste, y reía. «Yo sí que lo tengo», decía en voz alta. La yegua negra sacudía las orejas.

Le dijo a Abedul que había recibido un mensaje de su maestro desde Roke, el Maestro Mano, y que debía ir para allí inmediatamente, para qué no podía decirlo, por supuesto, pero no estaría fuera demasiado tiempo; medio mes para llegar hasta allí, otro para regresar; estaría de vuelta bastante antes de los Barbechos, como muy tarde. Tenía que pedirle al Señor Abedul que le diera un adelanto de su salario para pagar el viaje en barco y el alojamiento, puesto que un mago de Roke no debía aprovecharse de la buena voluntad de la gente que se ofrecía a darle todo lo que necesitaba, sino que debía pagar su viaje como cualquier otro hombre. Como Abedul estaba de acuerdo con esto, tuvo que darle a Marfil una cartera para su travesía, la primera vez después de muchos años que tenía dinero de verdad en su bolsillo: diez cuentas de marfil talladas con la nutria de Shelieth en un lado y la Runa de la Paz en el otro, en honor al Rey Lebannen. —Hola, pequeñas tocayas —les dijo cuando se hubo quedado solo con ellas—. Vosotras y el dinero del queso os llevaréis muy bien.

Le contó muy poco a Dragónvolador acerca de sus planes, más que nada porque hacía pocos, confiando en la suerte y en su propio ingenio, el cual raras veces lo decepcionaba si se le presentaba una buena oportunidad para utilizarlo. La muchacha prácticamente no hacía preguntas. —¿Iré como hombre todo el camino? —fue una de ellas.

—Sí —le contestó él—, pero solamente disfrazada. No obraré sobre ti un sortilegio de apariencia hasta que lleguemos a la Isla de Roke.

—Pensé que sería un sortilegio de cambio —dijo ella.

—Eso no sería muy astuto —le contestó él, imitando bastante bien la seca solemnidad del Maestro Transformador—. Si es necesario, lo haré, por supuesto. Pero descubrirás que los magos son bastante parcos con los grandes hechizos. Por una buena razón.

—El equilibrio —dijo ella, aceptando todo lo que él le decía de la manera más simple, como siempre.

—Y tal vez porque tales artes ya no tienen el poder que tuvieron alguna vez —le contestó él. No sabía por qué trataba de debilitar su fe en la magia; tal vez porque cualquier debilitamiento de su fuerza, de su entereza, era para él un triunfo. Había comenzado, simplemente para tratar de meterla en su cama, un juego que le encantaba jugar. El juego se había convertido en una especie de contienda que no había esperado, pero con la cual no podía terminar. Ahora estaba decidido no sólo a ganarle, sino a derrotarla. No podía permitir que ella lo derrotara a él. Debía probarle a ella y probarse a sí mismo que sus sueños no tenían sentido.

Al principio, impaciente por cortejar su aplastante indiferencia física, había urdido un encantamiento, un sortilegio de seducción de hechicero, que despreciaba incluso mientras lo hacía, aunque sabía que era eficaz. Lo obró sobre ella mientras estaba remendando el ronzal de una vaca. El resultado no había sido el profundo deseo que había provocado en las muchachas de Havnor y de Zuil sobre las cuales había realizado el hechizo. Dragónvolador se había vuelto poco a poco más silenciosa y hosca. Había dejado de hacer sus interminables preguntas sobre Roke y no le contestaba cuando él le hablaba. Cuando él se acercó a ella con vacilación, cogiéndole la mano, ella lo apartó con un golpe en la cabeza que lo dejó mareado. El la vio ponerse de pie y salir a zancadas del establo sin decir una palabra, y al horrible sabueso al que ella tanto quería corriendo detrás de ella. El sabueso se dio vuelta y lo miró con una sonrisa.

Ella cogió el camino que iba hasta la casa vieja. Cuando los oídos dejaron de zumbarle, salió detrás de ella con la esperanza de que el sortilegio estuviera funcionando y de que aquélla fuera sólo su manera particularmente grosera de llevarlo por fin hasta su cama. A medida que se iba acercando a la casa, comenzó a oír el crujido de vajillas rotas. El padre, el borracho, salió de la casa tambaleándose y parecía atemorizado y confundido, seguido por la voz estruendosa y áspera de Dragónvolador:

—¡Sal de la casa, borracho y rastrero traidor! ¡Libertino estúpido y desvergonzado!

—Me ha quitado la copa —le dijo el Señor de Iría al extraño, gimiendo como un cachorro, mientras los perros gimoteaban a su alrededor—. La ha roto.

Marfil se fue de allí. No regresó hasta al cabo de dos días. El tercer día pasó cabalgando experimentalmente por la Antigua Iria, y ella fue corriendo hacia él. —Lo siento, Marfil —le dijo, levantando la cabeza para mirarlo con sus ahumados ojos naranja—. No sé qué me pasó el otro día. Estaba enfadada. Pero no contigo. Perdóname.

El la perdonó elegantemente. Y no volvió a obrar sobre ella un encantamiento de amor.

Pronto, pensaba él ahora, no necesitaría uno. Tendría verdadero poder sobre ella. Finalmente había descubierto cómo conseguirlo. Ella misma lo había puesto en sus manos. Su fortaleza y su fuerza de voluntad eran tremendas, pero afortunadamente ella era estúpida, y él no.

Abedul había enviado a un carretero hasta Kem-bermouth con seis barriles llenos de vino Fanian de hacía diez años encargados por el comerciante de vinos de allí. Estaba contento de mandar a su mago como guardaespaldas, ya que el vino era valioso, y a pesar de que el joven rey estaba poniendo las cosas en orden lo más rápido que podía, todavía había pandillas de ladrones en los caminos. Así que Marfil abandonó el Estanque del Oeste en el gran carro tirado por cuatro grandes caballos de carreta, traqueteando lentamente por el sendero, las piernas colgando. Al pie de la Colina del Burro apareció una tosca figura junto al camino y le pidió al carretero que lo llevara. —No te conozco —le dijo el carretero, levantando su látigo para alejar al extraño, pero Marfil se acercó rodeando el carro y dijo: —Deja que el muchacho se suba, buen hombre. No te hará ningún daño mientras yo esté contigo.

—Entonces vigílelo bien, maestro —dijo el carretero.

—Lo haré —le contestó Marfil, y le guiñó el ojo a Dragónvolador. Ella, bien disfrazada, cubierta de polvo y con un viejo blusón, un pantalón de peón y un repugnante sombrero de fieltro, no le devolvió el guiño. Representaba su papel incluso cuando estaban sentados uno junto al otro con las piernas colgando sobre el portón, con seis inmensos medios toneles de vino zarandeándose entre ellos, y el somnoliento carretero y los somnolientos campos y colinas estivales deslizándose lentamente, pasando lentamente. Marfil intentó bromear con ella, pero ella simplemente sacudió la cabeza. Tal vez estaba asustada por aquel descabellado plan, pero ahora ya estaba embarcada en él. Era imposible saber lo que iba a ocurrir. Estaba seria y absolutamente callada. «Podría aburrirme mucho con esta mujer», pensaba Marfil, «si alguna vez llego a tenerla debajo de mí». Aquel pensamiento lo excitaba casi insoportablemente, pero cuando volvía a mirarla, su deseo se desvanecía ante su enorme y real presencia.

No había posadas en aquel camino, el cual atravesaba lo que una vez había sido todo el Dominio de Iria. Cuando el sol se estaba acercando a las llanuras del oeste, se detuvieron en una granja que ofrecía su establo para los caballos, un cobertizo para la carreta, y paja en el entretecho del establo para los carreteros. El entretecho estaba oscuro y mal ventilado, y la paja olía a encierro y a viejo. Marfil no sentía ningún deseo, aunque Dragónvolador estaba acostada a menos de un metro de distancia de donde él estaba. Había representado tan exhaustivamente el papel de un hombre durante todo el día, que casi lo había convencido incluso a él. ¡Después de todo tal vez engañara al viejo! pensó él. Sonrió al pensar aquello y se durmió.

Siguieron traqueteando durante todo el día siguiente a través de una o dos lluvias de tormenta, y al atardecer llegaron a Kembermouth, una amurallada y próspera ciudad portuaria. Dejaron al carretero ocupándose de los negocios de su señor y caminaron un poco para encontrar una posada cerca del muelle. Dragónvolador miró a su alrededor para ver el aspecto de la ciudad en un silencio que podría haber significado pavor y respetoso desaprobación, o simplemente impasibilidad. —Éste es un hermoso pueblecito —dijo Marfil—, pero la única ciudad del mundo es Havnor.

Era inútil tratar de impresionarla; todo lo que dijo fue: —No hay muchos barcos que vayan a comerciar a Roke, ¿verdad? ¿Crees que nos tomará mucho tiempo encontrar a uno que nos lleve?

—No si llevo una vara —le contestó él.

Dejó de mirarlo todo a su alrededor y comenzó a caminar de aquí para allá sumida en sus pensamientos, y así estuvo durante un rato. Cuando se movía era hermosa, audaz y elegante, con la cabeza erguida.

—¿ Lo que quieres decir es que le harían un favor a un mago? Pero tú no eres un mago.

—Ésa es una mera formalidad. Nosotros, los hechiceros de rango superior, podemos llevar una vara cuando estamos ocupándonos de asuntos que incumben a Roke. Y eso es lo que yo estoy haciendo.

—¿Al llevarme a mí hasta, allí?

—Al llevarles a ellos un alumno, sí. ¡Un alumno con grandes dotes!

Ella no hizo más preguntas. Nunca discutía; era una de sus virtudes.

Aquella noche, después de la cena en la posada del muelle, le preguntó con una timidez inusual en la voz: —¿Yo tengo grandes dotes?

—A mi juicio, sí —le contestó él.

Ella reflexionó, las conversaciones con ella eran por lo general algo bastante lento, y dijo: —Rosa siempre dijo que yo tenía poder, pero ella no sabía de qué tipo. Y yo… yo sé que lo tengo, pero no sé lo que es.

—Vas a Roke para descubrirlo —le dijo él, levantando su copa en honor de ella. Después de un instante ella levantó la suya y le sonrió, una sonrisa tan tierna y radiante que él dijo espontáneamente—: ¡Que todo lo que encuentres sea todo lo que buscas!

—Si es así, será gracias a ti —le contestó ella. En aquel momento él la amó por su auténtico corazón, y hubiera apartado para siempre cualquier pensamiento de ella que no fuera como su compañera en una audaz aventura, en una valiente broma.

Tenían que compartir una habitación con otros dos viajeros en la concurrida posada, pero los pensamientos de Marfil eran totalmente castos, aunque se reía un poco de sí mismo por ello.

A la mañana siguiente cogió una ramita del jardín de la cocina de la posada y urdió sobre ella un sortilegio de apariencia para que pareciera una buena vara, herrada con cobre y exactamente de su misma altura. «¿Qué madera es?», preguntó Dragónvolador, fascinada, cuando la vio, y cuando él respondió con una carcajada: «De romero», ella también rió.

Emprendieron su camino por el embarcadero, preguntando por un barco que fuera rumbo al sur y que pudiera llevar a un mago y a su aprendiz hasta la Isla de los Sabios, y no tardaron demasiado en encontrar un cargado barco mercante que iba rumbo a Wathort, y cuyo capitán estaría de acuerdo en llevar al mago de buena voluntad y al aprendiz a mitad de precio. Incluso la mitad del precio representaba la mitad del dinero del queso; pero tendrían el lujo de tener un camarote, puesto que el Nutria de Mar era un barco de doble cubierta y con dos mástiles.

Mientras estaban hablando con el capitán, un carro se detuvo en el muelle y comenzó a descargar seis familiares barriles de media tonelada.

—Eso es nuestro —dijo Marfil, y el capitán del barco contestó:

—Van para Hortburgo. —Y Dragónvolador dijo en voz tenue: —Desde Iria.

Entonces se dio la vuelta para mirar la tierra una vez más. Era la única vez que él la vería mirar hacia atrás.

El hechicero de nubes del barco subió a bordo justo antes de zarpar, no era un mago de Roke, sino un tipo que trabajaba con el clima envuelto en un manto desgastado por el mar. Marfil agitó un poco el báculo al saludarlo. El hechicero lo miró de arriba abajo y le dijo:

—Sólo un hombre trabajará con el clima en este barco. Si no soy yo, me iré.

—Yo soy simplemente un pasajero, Maestro Hombre-Bolsa. Dejo con gusto los vientos en sus manos.

El hechicero miró a Dragónvolador, que estaba rígida como un árbol y no decía nada.

—De acuerdo —contestó, y ésa fue la última palabra que le dijo a Marfil.

Durante la travesía, sin embargo, habló varias veces con Dragónvolador, lo cual puso a Marfil un poco incómodo. Su ignorancia y su confianza podían ponerla en peligro y por consiguiente a él también. ¿Sobre qué hablaban ella y el hombre de la bolsa? Le preguntó más tarde, y ella respondió:

—De qué será de nosotros.

La miró fijamente.

—De todos nosotros. De Way y de Felkway, y de Havnor, y de Wathort, y de Roke. De toda la gente de las islas. Dice que cuando el Rey Lebannen iba a ser coronado, el otoño pasado, mandó a buscar al antiguo Archimago a Gont para que fuera a coronarlo, y él no pudo acudir. Y no había ningún nuevo Archimago. Así que el Rey se puso él mismo la corona. Y algunos dicen que eso no está bien, y que no tiene derecho a ocupar el trono. Pero otros dicen que el propio Rey es el nuevo Archimago. Pero él no es un mago, es simplemente un rey. Así que otros dicen que vendrán otra vez los Años Oscuros, como cuando no había ninguna norma de justicia y la magia era utilizada para fines perversos.

Después de una pausa, Marfil preguntó:

—¿Ese viejo hechicero de nubes dice todo eso?

—Son cosas que se dicen, supongo —dijo Dragónvolador, con su grave simplicidad.

El hechicero de vientos y nubes conocía bien su oficio, al menos. El Nutria de Mar navegó a toda velocidad hacia el sur; se encontraron con turbiones estivales y con mares picados, pero nunca con una tormenta o con un viento molesto. Descargaron y cargaron mercancía en algunos puertos en la costa norte de O, en Ilien, en Leng, en Kamery y en el Puerto de Ó, y luego partieron rumbo al oeste para llevar a los pasajeros hasta Roke. Y encarados rumbo al oeste, Marfil sintió un pequeño hueco en las entrañas, porque sabía muy bien cómo estaba protegida Roke. Sabía que ni él ni el hechicero de nubes podrían hacer nada para desviar el viento de Roke si llegaba a soplar contra ellos. Y, si lo hacía, Dragónvolador preguntaría por qué. ¿Por qué soplaba contra ellos?

Le alegró notar que el hechicero también estaba incómodo, de pie junto al timonel, observando el tope, metiendo vela ante el menor atisbo de vientos procedentes del oeste. Pero el viento se mantuvo firme desde el norte. Un turbión apareció de repente con aquel viento, y Marfil bajó al camarote, pero Dragónvolador se quedó arriba, en la cubierta. Le tenía miedo al agua, le había dicho a él. No sabía nadar; dijo: «Ahogarse debe ser algo horrible. No poder respirar». Se había estremecido de sólo pensarlo. Era el único miedo que había mostrado tener desde que él la conociera. Pero no le gustaba el camarote, tan bajo y tan estrecho, y se había quedado en la cubierta todos los días, y había dormido allí también todas las noches cálidas. Marfil no había tratado de engatusarla para que fuera al camarote. Ahora sabía que intentar engatusarla no serviría de nada. Para poseerla tendría que dominarla; y lo conseguiría, si podían llegar a Roke.

Volvió a subir a cubierta. Se estaba despejando, y mientras el sol se ponía, las nubes se iban disipando hacia el oeste, y dejaban ver un cielo dorado detrás de la alta y oscura curva de una colina.

Marfil observó aquella colina con una especie de nostálgico odio.

—Ése es el Collado de Roke, muchacho —le dijo el hechicero de vientos y nubes a Dragónvolador, quien estaba de pie a su lado junto a la barandilla—. Ahora estamos entrando en la Bahía de Zuil, donde el único viento que hay es el que ellos quieren que haya.

Cuando estuvieron bien adentrados en la bahía y habían soltado el ancla, ya era de noche, y Marfil le dijo al capitán del barco: —Desembarcaré mañana por la mañana.

Abajo, en el pequeño camarote, Dragónvolador estaba sentada esperándolo, más solemne que nunca, pero sus ojos resplandecían por la emoción. —Desembarcaremos mañana por la mañana —repitió, y ella asintió con la cabeza, sumisa.

Y luego preguntó:

—¿Tengo buen aspecto?

Él se sentó sobre su estrecha litera y la miró sentada sobre la estrecha litera de ella; no podían mirarse a la cara directamente, puesto que no había sitio para sus rodillas. En el Puerto de O ella se había comprado una camisa y unos pantalones más decentes, siguiendo sus consejos, para parecer un candidato más probable para la escuela. Su rostro estaba bronceado por el viento y muy limpio. Sus cabellos estaban trenzados y la trenza estaba recogida, como la de Marfil. También se había lavado bien las manos, y ahora yacían flojas sobre sus muslos, manos largas y fuertes, como las de un hombre.

—No pareces un hombre —le contestó él. El rostro de ella se oscureció—. Al menos a mí no me lo pareces. Yo nunca te veré como a un hombre. Pero no te preocupes, ellos sí.

Ella asintió con la cabeza, su rostro reflejaba ansiedad.

—La primera prueba es la gran prueba, Dragónvolador —le dijo. Cada noche, mientras yacía acostado solo en aquel camarote, había estado planeando aquella conversación—. Para entrar en la Casa Grande. Para atravesar esa puerta.

—He estado pensando bastante al respecto —le dijo ella, precipitada y sincera—. ¿No puedo simplemente decirles quién soy? Y si tú estuvieras allí para responder por mí, para decir que aunque sea mujer, tengo un don, y yo prometería tomar el voto y obrar el sortilegio de castidad, y vivir apartada, si eso es lo que quieren…

Él sacudió la cabeza desde la primera hasta la última palabra. —No, no, no, no. Imposible. Inútil. ¡Mortal!

—Incluso si tú…

—Incluso si yo intercediera por ti. No me escucharían. La Norma de Roke prohíbe que se le enseñe a las mujeres cualquiera de las altas artes, cualquier palabra del Lenguaje de la Creación. Siempre ha sido así. No escucharán. ¡Así que hay que demostrárselo! Y nosotros se lo demostraremos, tú y yo. Nosotros les enseñaremos a ellos. Tienes que tener coraje, Dragónvolador. No debes debilitarte, y no debes pensar: «Oh, si les suplico que me dejen entrar, no podrán negarse». Sí que pueden, y lo harán. Y si te revelas, te castigarán. Y a mí también. —Puso un marcado énfasis en las últimas palabras, y para sus adentros murmuró: «Atrás».

Ella lo miró fijamente con sus ojos impenetrables, y finalmente le preguntó: —¿Qué debo nacer?

—¿Confías en mí, Dragónvolador?

—Sí.

—¿Confiarás en mí completamente, totalmente, sabiendo que el riesgo que corro por ti es aun más grande que el que corres tú en esta aventura?

—Sí.

—Entonces debes decirme la palabra que le dirás al Portero.

Ella lo miraba fijamente.

—Pero yo creía que tú me la dirías a mí, la contraseña.

—La contraseña que él te pedirá que le digas es tu verdadero nombre. —Dejó que eso hiciera mella en ella durante un rato, y luego continuó suavemente:— Para urdir el hechizo de apariencia sobre ti, para poder hacerlo tan completo y tan profundo como para que los Maestros de Roke puedan verte como a un hombre y nada más, para poder hacer eso, yo también debo saber tu nombre. —Hizo otra pausa. Mientras hablaba le parecía que todo lo que decía era verdad, y su voz era suave y gentil mientras decía:— Podría haberlo sabido hace mucho tiempo. Pero decidí no utilizar esas artes. Quería que tú confiaras en mí lo suficiente como para decirme tu nombre tú misma.

Ella miraba hacia abajo, se miraba las manos, ahora entrelazadas sobre las rodillas. A la tenue luz rojiza del farol, sus pestañas proyectaban largas y delicadas sombras sobre sus mejillas. Levantó la vista, y lo miró fijamente. —Mi nombre es Irian —dijo.

Él sonrió. Ella no sonrió.

Él no dijo nada. De hecho estaba confundido. Si hubiera sabido que sería tan fácil, habría podido tener su nombre, y con él el poder que le haría hacer todo lo que él quisiera, hacía días, hacía semanas, simplemente, sin estar llevando a cabo aquel alocado plan, sin necesidad de renunciar a su salario y a su precaria respetabilidad, sin necesidad de haber realizado aquella travesía marítima, ¡sin necesidad de tener que llegar hasta Roke para conseguirlo! Porque ahora se daba cuenta de que todo el plan era una locura. No había manera en que él pudiera disfrazarla que engañara al Portero siquiera por un instante. Todas sus ideas sobre humillar a los Maestros como ellos lo habían humillado a él eran pamplinas. Obsesionado con engañar a la muchacha, había caído en su propia trampa, en la que había preparado para ella. Amargamente reconoció que siempre estaba creyéndose sus propias mentiras, atrapado en redes que él mismo había tejido laboriosamente. Después de haber quedado una vez como un tonto en Roke, había regresado para hacerlo otra vez. Una terrible y desoladora furia comenzó a crecer en él. No había nada bueno, no había nada bueno en nada.

—¿Qué sucede? —preguntó ella. La ternura de su voz profunda y ronca lo acobardó, y escondió el rostro entre sus manos, luchando contra las vergonzosas lágrimas.

Ella puso una mano sobre su rodilla. Era la primera vez que lo tocaba. Él lo soportó, el calor y el peso de aquella mano que había perdido tanto tiempo deseando.

Quería lastimarla, sacudirla de su terrible e ignorante bondad, pero lo que dijo cuando por fin habló fue: —Yo sólo quería hacerte el amor.

—¿En serio?

—¿Acaso creíste que era uno de sus eunucos? ¿Que me castraría a mí mismo con sortilegios para ser un santo? ¿Por qué crees que no tengo una vara? ¿Por qué crees que no estoy en la escuela? ¿Te has creído todo lo que te he dicho?

—Sí —le contestó ella—. Lo siento. —La mano de ella aún estaba sobre su rodilla. Le dijo:— Podemos hacer el amor, si quieres.

Él se incorporó, y se quedó inmóvil.

—¿Qué eres? —le preguntó por fin.

—No lo sé. Por eso quería venir a Roke. Para averiguarlo.

Él se alejó, se puso de pie, encorvado; ninguno de los dos podía estirarse del todo en aquel bajo camarote. Cogiéndose y soltándose las manos, se alejó de ella tanto como pudo, dándole la espalda.

—No lo averiguarás. Son todo mentiras, farsas. Unos cuantos viejos jugando con palabras. Yo no quise jugar sus juegos, entonces me fui. ¿Sabes lo que hice? —Se dio vuelta, mostrando los dientes en un rictus de triunfo:— Hice que una muchacha, una muchacha del pueblo, viniera a mi habitación. A mi celda. A mi pequeña, célibe celda de piedra. Tenía una ventana que daba hacia afuera, hacia la calle de atrás. No urdí ningún sortilegio, no se pueden hacer hechizos con toda su magia rondando por allí. Pero ella quiso venir, y vino, y yo dejé una escalera de cuerda fuera de la ventana, y ella subió por allí. ¡Y estábamos en ello justo cuando entraron los viejos! ¡Les di su merecido! ¡Y si hubiera podido hacerte entrar, lo habría hecho otra vez, les habría dado una lección!

—Bueno, lo intentaré —dijo ella. Él la miraba fijamente—. No por la misma razón que tú —continuó—, pero aún quiero hacerlo. Y ya hemos llegado hasta aquí. Y tú sabes mi nombre.

Era cierto. Él sabía su nombre: Irian. Era como un trozo de carbón encendido, un rescoldo ardiendo en su mente. Sus pensamientos no podían retenerlo. Sus conocimientos no podían utilizarlo. Su lengua no podía pronunciarlo.

Ella alzó la cabeza para mirarlo, su marcado y duro rostro se suavizaba a la luz del farol. —Si me has traído hasta aquí solamente para hacerme el amor, Marfil —le dijo ella—, podemos hacerlo. Si es que aún quieres.

Al principio no pudo decir ni una palabra, simplemente sacudió la cabeza. Después de un rato fue capaz de reír.

—Creo que hemos dejado pasar… esa posibilidad.

Ella lo miró sin resentimientos, ni reproches, ni vergüenza.

—Irian —dijo él, y ahora su nombre fluyó con facilidad, dulce y fresco como agua de manantial en su boca seca—. Irian, esto es lo que tienes que hacer para entrar en la Casa Grande…

III. Azver

La dejó en la esquina de la calle, una estrecha y oscura callejuela con un aspecto un tanto taimado, que se inclinaba hacia arriba entre paredes anodinas, hasta llegar a una puerta de madera que se encontraba en una pared aun más alta. Él había obrado sobre ella el sortilegio, y parecía un hombre, mas no se sentía como tal. Ella y Marfil se habían abrazado, porque después de todo habían sido amigos, compañeros, y él había hecho todo aquello por ella. —¡Coraje! —le dijo, y la dejó ir. Ella subió la callejuela y se detuvo ante la puerta. En ese momento miró hacia atrás, pero él ya no estaba.

Llamó a la puerta.

Después de un rato oyó que el pestillo se movía. La puerta se abrió. Un hombre de mediana edad estaba allí de pie. —¿Qué puedo hacer por ti? —le preguntó. No sonreía, pero su voz era agradable.

—Puede dejarme entrar en la Casa Grande, señor.

—¿Sabes por dónde se entra? —Sus ojos almendrados estaban muy atentos, pero sin embargo parecían mirarla desde muy lejos.

—Se entra por aquí, señor.

—¿Sabes qué nombre tienes que decirme para que te deje entrar?

—El mío, señor. Es Irian.

—¿De veras? —le preguntó él.

Eso le dio tiempo. Permanció en silencio. —Es el nombre que me dio Rosa, la bruja de mi aldea en Way, en el manantial que está al pie de la Colina de Iría —dijo por fin, tratado de ser convincente y diciendo la verdad.

El Portero la miró durante lo que pareció un buen rato. —Entonces ése es tu nombre —le dijo—. Pero tal vez no todo tu nombre. Creo que tienes otro.

—No lo sé, señor. —Después de otro largo rato ella dijo:— Tal vez pueda aprenderlo aquí, señor.

El Portero inclinó un poco la cabeza. Una leve sonrisa formó curvas crecientes en sus mejillas. Se hizo a un lado. —Entra, hija —le dijo.

Ella atravesó el umbral de la Casa Grande.

El hechizo de apariencia de Marfil cayó como una telaraña. Ahora era y parecía ella misma.

Siguió al Portero por un pasillo de piedra. Sólo al final de aquel corredor pensó en darse vuelta para ver brillar la luz a través de las mil hojas del árbol que estaba tallado en la alta puerta, rodeada por su marco de hueso blanco.

Un hombre joven envuelto en una capa gris caminaba apresuradamente por el corredor y se detuvo de golpe al acercarse a ellos. Miró fijamente a Irian; luego, con una breve inclinación de cabeza, siguió adelante. Ella se dio vuelta para mirarlo. Él también estaba mirándola.

Un globo de fuego desvaído y verdoso flotaba suavemente bajando el corredor a la altura de los ojos, aparentemente en busca del muchacho. El Portero le hizo señas con la mano, y la bola lo esquivó. Irían viró con brusquedad y se agachó frenéticamente, pero sintió cómo el frío fuego le hacía estremecer los cabellos al pasar sobre ellos. El Portero echó un vistazo a su alrededor, y ahora su sonrisa era más amplia. Aunque no dijo nada, ella sintió que estaba pendiente de ella, preocupado por ella. Se puso de pie y lo siguió.

Él se detuvo frente a una puerta de roble. En lugar de golpearla esbozó un símbolo o una runa sobre ella con la punta de su vara, un báculo claro hecho con una madera un tanto grisásea. La puerta se abrió mientras una resonante voz decía detrás de ella:

—¡Adelante!

—Espera aquí un momento, por favor, Irían —dijo el Portero, y entró en la habitación, dejando la puerta abierta de par en par detrás de él. Ella pudo ver estantes y libros, una mesa cubierta de más libros y tarros de tinta, y escritos, dos o tres niños sentados a la mesa, y al corpulento hombre de cabellos grises con el cual hablaba el Portero. Vio cómo le cambiaba el rostro a aquel hombre, vio sus ojos volviéndose a ella en una breve mirada, vio cómo interrogaba al Portero, en voz baja, intensamente.

Los dos se acercaron a ella.

—El Maestro Transformador de Roke: Irían de Way —dijo el Portero.

El Transformador la miró fija y abiertamente. No era tan alto como ella. Miró fijamente al Portero, y luego a ella otra vez.

—Discúlpame por hablar de ti delante de ti, muchacha —le dijo—, pero debo hacerlo. Maestro Portero, sabes que nunca cuestionaría tu juicio, pero la Norma es clara. Debo preguntarte qué te ha impulsado a quebrantarla y dejarla entrar.

—Ella me lo pidió —dijo el Portero.

—Pero… —El Transformador hizo una pausa—. ¿Cuándo fue la última vez que una mujer pidió entrar en la escuela?

—Ellas saben que la Norma no se lo permite.

—¿Sabías tú eso, Irían? —le preguntó el Portero, y ella le contestó: —Sí, señor.

—¿Y entonces qué te ha traído hasta aquí? —insistió el Transformador, severo, pero sin ocultar su curiosidad.

—El Maestro Marfil me dijo que podría hacerme pasar por hombre. Aunque yo pensé que debía decir quién era. Seré tan célibe como cualquiera, señor.

Dos largas arrugas aparecieron en las mejillas del Portero, rodeando la leve curva de su sonrisa. El rostro del Transformador permanecía severo, pero parpadeó, y después de pensar durante unos segundos, dijo: —Estoy de acuerdo, sí. —Definitivamente el mejor plan era ser honesto.— ¿De qué Maestro has hablado?

—De Marfil —dijo el Portero—. Un muchacho del Gran Puerto de Havnor, a quien dejé entrar hace tres años, y lo dejé salir otra vez el año pasado, como vos recordaréis.

—¡Marfil! ¿Aquel muchacho que estudiaba con el Maestro Mano? ¿Está aquí? —le preguntó el Transformador a Irian, encolerizado. Ella se quedó quieta y no dijo nada.

—No en la escuela —dijo el Portero, sonriendo.

—Te ha engañado, jovencita. Ha querido ponerte en ridículo poniéndonos en ridículo a nosotros.

—Yo lo utilicé para que me ayudara a llegar hasta aquí y para que me dijera qué decirle al Portero —dijo Irian—. No estoy aquí para engañar a nadie, sino para aprender lo que necesito saber.

—Muchas veces me he preguntado por qué dejé entrar a aquel muchacho —dijo el Portero—. Ahora comienzo a entenderlo.

Al decir eso, el Transformador lo miró, y después de reflexionar unos segundos dijo seriamente: —Portero, ¿qué tienes en mente?

—Creo que Irian de Way puede haber acudido a nosotros buscando no solamente lo que necesita saber, sino también lo que nosotros necesitamos saber. —El tono de voz del Portero era igual de sobrio, y su sonrisa había desaparecido.— Creo que éste puede ser un tema de reunión para los Nueve.

El Transformador absorbió aquello con una mirada de verdadero asombro; pero no cuestionó al Portero. Simplemente dijo:

—Pero no para los estudiantes.

El Portero sacudió la cabeza, de acuerdo con él.

—Ella puede alojarse en el pueblo —dijo el Transformador, un poco más aliviado.

—¿Mientras hablamos a sus espaldas?

—¿No querrás hacerla entrar en el Salón del Concilio? —preguntó el Transformador con incredulidad.

—El Archimago llevó allí al muchacho Arren.

—Pero… pero Arren era el Rey Lebannen…

—¿Y quién es Irian?

El Transformador se quedó en silencio, y luego dijo tranquilamente y con respeto: —Amigo mío, ¿qué piensas hacer, o aprender? ¿Qué es ella, que pides esto para ella?

—¿Quiénes somos nosotros —contestó el Portero— para rechazarla sin saber lo que es ?

—Una mujer —dijo el Maestro Invocador.

Irian había esperado algunas horas en la cámara del Portero, una clara habitación de techos bajos, desnuda, con un asiento junto a una ventana con una pequeña hoja de vidrio, que daba a los jardines de la cocina de la Casa Grande. Jardines hermosos y muy bien cuidados, largas hileras y lechos de vegetales, hierbas y verduras, con cañas de bayas y árboles frutales alrededor. Vio a un hombre fornido y de piel oscura y a dos niños salir al jardín y escardar una de las parcelas de verduras. Observar su meticuloso trabajo la tranquilizó un poco. Deseó poder ayudarlos. La espera y la extrañeza eran muy difíciles. Una vez, el Portero entró en la habitación, trayéndole una taza con agua y un plato con carne fría, pan y cebolletas, y ella comió porque él se lo dijo, pero le costaba masticar y tragar. Los jardineros se fueron y ya no había nada que observar a través de la ventana a no ser los repollos creciendo y los gorriones esperando, y de vez en cuando un halcón allá a lo lejos en el cielo, y el viento agitándose suavemente entre las copas de los altos árboles, detrás de los jardines.

El Portero regresó y le dijo: —Ven, Irian, y conoce a los Maestros de Roke. —Su corazón comenzó a galopar como el caballo que tira una carreta. Lo siguió atravesando el laberinto de corredores hasta llegar a un salón de paredes oscuras con una hilera de altas y puntiagudas ventanas. Un grupo de hombres estaba allí de pie. Cada uno de ellos la miró cuando entró en aquel salón.

—Irian de Way, mis señores —dijo el Portero. Todos estaban en silencio. Le hizo señas para que se adentrara más en el salón—. Al Maestro Transformador ya lo has conocido —le dijo. Nombró a todos los demás, pero ella no pudo memorizar todos sus nombres y habilidades, excepto el del Maestro de Hierbas, había creído que era el jardinero, y el del más joven de ellos, un hombre alto de rostro severo pero hermoso que parecía esculpido en una piedra oscura, era el Maestro Invocador. Fue él quien habló cuando el Portero terminó. —Una mujer—dijo.

El Portero inclinó la cabeza, sereno como siempre.

—¿Para esto nos has reunido a los Nueve? ¿Solamente para esto?

—Solamente para esto —contestó el Portero.

—Se han visto dragones volando sobre el Mar Interior. Roke no tiene Archimago, y las islas no tienen un rey que haya sido verdaderamente coronado. Hay cosas más importantes que hacer —dijo el Invocador, y su voz también era como de piedra, fría y pesada—. ¿Cuándo vamos a hacerlas?

Hubo un incómodo silencio, puesto que el Portero no contestó. Finalmente un hombre menudo y de ojos claros que llevaba una túnica roja debajo de su capa gris de mago preguntó: —¿Traéis vos a esta mujer a la Casa como estudiante, Maestro Portero?

—Si así fuera, estaría en manos de todos vosotros aprobarlo o desaprobarlo —contestó él.

—¿Y es así? —preguntó el hombre de la túnica roja, sonriendo un poco.

—Maestro Mano —dijo el Portero—, ella pidió entrar como alumna, y no vi razón alguna para negárselo.

—Todas las razones —dijo el Invocador.

Entonces habló un hombre de voz profunda y clara:

—No es nuestro juicio lo que debe prevalecer, sino la Norma de Roke, la cual juramos seguir.

—Dudo que el Portero osara desafiarla siquiera ligeramente —dijo uno al cual Irian no había notado sino hasta que habló, aunque era un hombre corpulento, de cabellos blancos, huesudo y con cara de peñasco. A diferencia de los otros, la miraba mientras hablaba—. Yo soy Kurremkarmerruk —le dijo—. Como Maestro Nombrador aquí, me invento libremente los nombres, el mío incluido. ¿Quién te ha dado tu nombre, Irian?

—La bruja Rosa de nuestra aldea, señor—le contestó ella, muy erguida, aunque su voz salió aguda y áspera.

—¿Acaso le han dado el nombre equivocado? —le preguntó el Portero al Nombrador.

Kurremkarmerruk sacudió la cabeza. —No. Pero…

El Invocador, quien había estado de pie de espaldas a todos ellos, de cara al hogar sin fuego, se dio vuelta. —Los nombres que las brujas se dan unas a otras no son de nuestra incumbencia aquí —dijo—. Si vos tenéis algún interés en esta mujer, Portero, deberíais dedicaros a él fuera de estas paredes, del otro lado de la puerta que jurasteis vigilar. No hay sitio aquí para ella, y nunca lo habrá. Solamente podría traer confusión, discordia y más debilidad entre nosotros. No hablaré más ni diré nada más en su presencia. La única respuesta ante el error deliberado es el silencio.

—El silencio no es suficiente, mi señor —dijo uno que todavía no había hablado. Para Irian tenía un aspecto muy extraño, su piel era pálida y un poco rojiza, tenía largos cabellos claros y unos ojos estrechos del color del hielo. Sus palabras también eran extrañas, rígidas y algo deformadas—. El silencio es la respuesta a todo, y a nada —añadió.

El Invocador alzó su noble y oscuro rostro y atravesó el salón con la mirada hasta encontrar al hombre pálido, pero no dijo nada. Sin una palabra, ni siquiera un gesto, volvió a darse la vuelta y abandonó el salón. Cuando pasó caminando junto a Irían, ésta se apartó. Fue como si una tumba se hubiera abierto, una tumba invernal, fría, húmeda, oscura. El aliento se le atascó en la garganta. Jadeó un poco para recuperarlo. Cuando se repuso, vio que el Transformador y el hombre pálido la miraban intensamente.

El que tenía la voz corno una campana de sonido grave también la miró, y le habló con una severidad franca y bondadosa. —Tal y como yo lo veo, el hombre que te trajo hasta aquí tenía intenciones de hacer daño, pero tú no. Sin embargo, al estar aquí, Irían, nos haces daño a nosotros y a ti misma. Todo lo que no está en el lugar que le corresponde hace daño. Una nota cantada, sin importar lo bien cantada que esté, destroza la melodía de la cual no forma parte. Las mujeres les enseñan a las mujeres. Las brujas aprenden su arte de otras brujas y de hechiceros, no de magos. Lo que nosotros enseñamos aquí está en un lenguaje que no es para ser utilizado por las lenguas de las mujeres. El corazón joven se rebela ante tales leyes, llamándolas injustas, arbitrarias. Pero son leyes verdaderas, fundadas no en lo que nosotros queremos, sino en lo que es. Los justos y los injustos, los tontos y los sabios, todos deben obedecerlas, o malgastar la vida y sufrir las consecuencias.

El Transformador y un delgado anciano con cara entusiasta que estaba a su lado asintieron con la cabeza mostrando su aprobación. El Maestro Mano dijo:

—Irían, lo siento. Marfil era mi pupilo. Si le enseñé mal, hice peor en echarlo de aquí. Pensé que era insignificante, y por lo tanto inofensivo. Pero él te mintió y te sedujo. No debes sentirte avergonzada. La culpa fue de él y mía.

—No estoy avergonzada —dijo Irian. Los miró a todos. Sintió que debía agradecerles su cortesía pero no le salían las palabras. Los saludó rígidamente con la cabeza, dio media vuelta y salió a zancadas del salón.

El Portero la alcanzó justo cuando llegó a un cruce de corredores y se detuvo sin saber qué camino escoger. —Por aquí —le dijo él, poniéndose a su lado, y después de un rato—: Por aquí. Y así llegaron pronto hasta una puerta. No estaba hecha de cuerno y marfil. Era de roble pero sin tallar, negra y enorme, con un cerrojo de hierro desgastado por el tiempo—. Esta es la puerta del jardín —le dijo el mago, abriendo el cerrojo—. Solían llamarla la Puerta de Medra. Yo vigilo ambas puertas. —La abrió. La claridad del día deslumbró a Irian. Cuando por fin pudo ver claramente, vio un sendero que salía desde la puerta, atravesaba los jardines y los campos detrás de ellos, pasaba por los campos de los altos árboles, y tenía el oleaje del Collado de Roke a la derecha. De pie sobre el sendero, justo del otro lado de la puerta, como si los hubiera estado esperando, estaba el hombre de cabellos claros y ojos estrechos.

—Maestro de Formas —dijo el Portero, para nada sorprendido.

—¿Adonde envías a esta dama? —preguntó el Hacedor de Formas con sus extrañas palabras.

—A ninguna parte —contestó el Portero—. La dejo salir de la misma manera que la he dejado entrar, por su propia voluntad.

—¿Vendrías conmigo? —le preguntó el Maestro de Formas a Irian.

Ella lo miró, y también al Portero, pero no dijo nada.

—Yo no vivo en esta Casa. En ninguna casa —dijo el Maestro de Formas—. Yo vivo allí. En el Bosquecillo. Ah —dijo, dándose la vuelta de repente. El hombre corpulento y de cabellos blancos, Kurremkarmerruk el Nombrador, estaba de pie un poco más abajo, sobre el sendero. No había estado allí hasta que el otro mago dijo: «Ah». Irian miraba a uno y a otro con completo asombro.

—.esta es simplemente una apariencia mía, una representación, un envío —le dijo el anciano—. Yo tampoco vivo aquí. Sino a varias millas de aquí —señaló hacia el norte—. Puedes ir hasta allí cuando termines aquí con el Maestro de Formas. Quisiera aprender más acerca de tu nombre. —Saludó a los otros dos magos con la cabeza, y desapareció. Un abejorro zumbó fuertemente atravesando el aire donde él había estado.

Irian bajó la cabeza y miró el suelo. Después un largo rato dijo, aclarando su garganta, y todavía sin levantar la vista: —¿Es cierto que hago daño por estar aquí?

—No lo sé —dijo el Portero.

—En el Bosquecillo no harás daño —le dijo el Maestro de Formas—. Vamos. Hay una vieja casa, una choza. Vieja, sucia. No te importa, ¿verdad? Quédate un tiempo. Ya verás. —Y emprendió su camino bajando por el sendero, entre los perejiles y los arbustos de habichuelas. Ella miró al Portero; él le sonrió un poco. Siguió al hombre de cabellos claros.

Caminaron aproximadamente media milla. El collado de cima redondeada se elevaba entero con el sol del oeste a su derecha. Detrás de ellos, la escuela se extendía gris y con todos sus tejados sobre la baja colina. El bosquecillo de árboles se levantaba ahora ante ellos. Irian vio robles y sauces, castaños y fresnos, y altos árboles de hojas perennes. Desde la densa oscuridad bañada por los rayos del sol, bajaban las aguas de un arroyo, de verdes riberas, con varios espacios marrones pisoteados por donde las vacas y las ovejas bajaban a beber o a cruzar el arroyo. Habían cruzado una valla del otro lado de la cual había un prado donde cincuenta o sesenta ovejas pastaban la corta y clara hierba, y ahora estaban cerca del arroyo. —Aquélla es la casa—dijo el mago, señalando un tejado bajo y cubierto de musgo, oculto por las sombras vespertinas de los árboles—. Quédate esta noche, ¿de acuerdo?

Le pidió que se quedara, no le ordenó que lo hiciera. Todo lo que ella pudo hacer fue asentir con la cabeza.

—Traeré comida —dijo él, y se marchó, apresurando el paso, con lo cual desapareció en seguida, aunque no tan abruptamente como el Nombrador, en el claroscuro de debajo de los árboles. Irian lo observó hasta que terminó de desaparecer y luego emprendió su camino atravesando los altos hierbajos y las malas hierbas hasta llegar a la pequeña casa.

Parecía ser muy vieja. Había sido reconstruida y vuelta a reconstruir, pero no por mucho tiempo. Ni tampoco había vivido nadie allí durante mucho tiempo, al menos eso parecía por el aspecto sosegado y solitario que tenía. Pero sin embargo tenía un aire agradable, como si los que habían dormido allí lo hubieran hecho llenos de paz. En cuanto a las paredes decrépitas, los ratones, el polvo, las telarañas y los escasos muebles, con todo eso Irian se sentía bastante como en casa. Encontró una escoba medio desplumada y barrió los excrementos de los ratones. Desenrolló su manta sobre la cama de madera. Encontró un cántaro rajado en un armario de puertas torcidas y lo llenó con agua del arroyo, que fluía clara y silenciosamente a diez pasos de la puerta. Hizo estas cosas en una especie de trance, y cuando acabó de hacerlas, se sentó sobre la hierba con la espalda contra la pared de la casa, la cual conservaba el calor del sol, y se quedó dormida.

Cuando despertó, el Maestro de Formas estaba sentado allí cerca, y había una cesta sobre la hierba entre ellos.

—¿Tienes hambre? Come —le dijo él.

—Comeré más tarde, señor. Gracias —le respondió Irian.

—Yo tengo hambre ahora —dijo el mago. Cogió un huevo duro de la cesta, lo cascó, le sacó la cascara y se lo comió.

—A esta casa la llaman la Casa de la Nutria —dijo él—. Es muy vieja. Tan vieja como la Casa Grande. Aquí todo es viejo. Nosotros somos viejos, los Maestros.

—Vos no sois muy viejo —le dijo Irian. Pensaba que tendría entre treinta y cuarenta años, aunque era difícil decirlo; pensaba una y otra vez en que sus cabellos eran blancos, porque no eran negros.

—Pero yo vengo desde muy lejos. La distancia puede ser años. Soy Kargo, de Karego. ¿Has oído hablar de ese sitio?

—¡Los Hombres Canos! —exclamó Irian, mirándolo fija y abiertamente. Todas las gestas de Margarita sobre los Hombres Canos que navegaban más allá del éste para dejar las tierras yermas y atravesar a niños inocentes con sus lanzas, y la historia de cómo Erreth-Akbe perdió el Anillo de la Paz, y los nuevos cantares y el Cuento del Rey sobre la manera en que el Archimago Gavilán se metió entre los Hombres Canos y regresó con aquel anillo…

—¿Canos? —preguntó el Maestro de Formas.

—Helados. Blancos —dijo ella apartando la mirada, avergonzada.

—Ah —después de unos segundos añadió—: El Maestro Invocador no es viejo. —Y ella obtuvo una mirada de soslayo de aquellos estrechos ojos del color del hielo.

Se quedó callada.

—Me pareció que le tenías miedo. —Ella asintió con la cabeza. Puesto que ella no decía nada, y ya había pasado un buen rato, él prosiguió—: En las sombras de estos árboles no hay ningún peligro. Sólo verdad.

—Cuando él pasó a mi lado —dijo ella en voz muy baja—, vi una tumba.

—Ah —dijo el Maestro de Formas. Había hecho un pequeño montoncito con trozos de cáscara de huevo sobre el suelo junto a su rodilla. Acomodó los blancos fragmentos hasta formar una curva, y luego la cerró formando un círculo—. Sí —dijo, estudiando sus cáscaras de huevo; luego, rascando un poco la tierra, las enterró con cuidado y delicadamente. Se sacudió el polvo de las manos. Una vez más su mirada se posó sobre Irian y luego miró hacia otro lado.

—¿Has sido una bruja, Irian?

—No.

—Pero tienes algo de conocimiento.

—No. No tengo nada. Rosa no quiso enseñarme. Dijo que no se atrevía. Porque yo tenía poder pero ella no sabía lo que era.

—Tu Rosa es una sabia flor —dijo el mago, sin sonreír.

—Pero sé que tengo que hacer algo. Que tengo que ser algo. Por eso quería venir aquí. Para descubrirlo. En la Isla de los Sabios.

Se estaba acostumbrando ya a aquella cara extraña, y era capaz de leerla. Pensó que él parecía estar triste. Su forma de hablar era severa, rápida, seca, pacífica.

—Los hombres de la Isla no siempre son sabios, ¿sabes? —dijo él—. Tal vez el Portero. —Ahora la miraba, no de soslayo sino abiertamente, sus ojos atrapando y sosteniendo los de ella.— Pero ahí, en el bosque, debajo de los árboles. Ahí está la verdadera sabiduría. Nunca es vieja. No puedo enseñarte pero puedo llevarte al Bosquecillo. —Después de un minuto se puso de pie.— ¿De acuerdo?

—Sí —contestó ella un poco indecisa.

—¿La casa está bien?

—Sí…

—Mañana —dijo él, y se fue.

Así que durante quince o más de los calurosos días de verano, Irian durmió en la Casa de la Nutria, que era una casa tranquila, y comió lo que el Maestro de Formas le traía en su cesta, huevos, queso, verduras, frutas, carnero ahumado, e iba con él todas las tardes al bosquecillo de altos árboles, donde los senderos nunca parecían estar donde ella creía recordar que estaban, y muchas veces llegaban mucho más allá de lo que parecían ser los confines del bosque. Caminaban en silencio, y raramente hablaban cuando descansaban. El mago era un hombre callado. Aunque había en él un atisbo de ferocidad, nunca se la mostraba a ella, y su presencia era tan natural como la de los árboles y la de los extraños pájaros y la de las criaturas de cuatro patas del Bosquecillo. Tal como él había dicho, no trataba de enseñarle. Cuando ella preguntaba algo acerca del Bosquecillo, él le decía que éste, junto con el Collado de Roke, estaba allí desde que Segoy creara las Islas del mundo, y que toda la magia estaba en las raíces de los árboles, y que éstas estaban enredadas con las raíces de todos los bosques que había o podría llegar a haber.

—Y a veces el Bosquecillo está en este lugar —dijo él—, y a veces en otro. Pero siempre está.

Nunca había visto dónde vivía él. Dormiría donde se le antojara, imaginaba ella, en aquellas cálidas noches de verano. Le preguntó de dónde venía la comida que comían. Lo que la escuela no producía por sí misma, le dijo él, lo proporcionaban los granjeros del lugar, quienes se consideraban bien recompensados por las protecciones que los Maestros colocaban en sus rebaños y en sus campos y en sus huertos. Eso tenía sentido, pensó ella. En Way, la frase «un mago sin su alimento» significaba algo inaudito, sin precedentes. Pero ella no era ningún mago, así que, queriendo ganarse su alimento, hizo todo lo que pudo por reparar la Casa de la Nutria, pidiéndole herramientas prestadas a un granjero y comprando clavos y yeso en el Pueblo de Zuil, puesto que todavía tenía la mitad del dinero del queso.

El Maestro de Formas nunca iba a verla antes del mediodía, por lo que tenía las mañanas libres. Estaba acostumbrada a la soledad, pero aun así echaba de menos a Rosa y a Margarita y a Conejo, y a las gallinas y a las vacas y a las ovejas, y a los ruidosos y estúpidos perros; y también echaba de menos todo el trabajo que hacía en casa tratando de mantener a la Antigua Iría unida y de poner comida sobre la mesa. Así que trabajaba con parsimonia cada mañana hasta que veía al mago salir de entre los árboles, con sus cabellos del color claro, brillando bajo la luz del sol.

Una vez allí en el Bosquecillo, no tenía pensamiento alguno sobre ganar, o merecer, o siquiera aprender. Estar allí era suficiente, lo era todo.

Cuando le preguntó si los alumnos de la Casa Grande iban allí, él le respondió: «A veces». Otra vez dijo: «Mis palabras no son nada. Escucha a las hojas». Eso fue lo único que dijo que podría llamarse enseñanza. Mientras ella caminaba, escuchaba a las hojas cuando el viento las hacía susurrar o cuando bramaba en las copas de los árboles; observaba a las sombras jugar, y pensaba en las raíces de los árboles allí abajo en la oscuridad de la tierra. Se sentía completamente feliz de estar allí. Sin embargo siempre, sin descontento ni urgencia, sentía que estaba esperando algo. Y aquella silenciosa expectativa se hacía más profunda y más clara cuando salía del cobijo del bosque y veía el cielo abierto.

Una vez, cuando ya habían recorrido un buen tramo y los árboles, oscuros árboles de hojas perennes que ella no conocía, se alzaban altos a su alrededor, oyó una llamada —una trompa que alguien hacía sonar, ¿una petición de ayuda?— remota, al mismísimo límite del alcance del oído. Se detuvo, inmóvil, escuchando hacia el oeste. El mago siguió caminando, y se volvió sólo cuando se dio cuenta de que ella se había detenido.

—He oído… —dijo ella, y no pudo decir lo que había oído.

Él escuchó. Siguieron caminaron y por fin atravesaron un silencio ampliado y agudizado por aquella lejana llamada.

Ella nunca había entrado al Bosquecillo sin él, hasta varios días antes, en que él la había dejado sola entre sus árboles. Una calurosa tarde, cuando llegaron a un claro que había entre unos robles, él le dijo: —Regresaré aquí, ¿de acuerdo? —Y se fue caminando con su rápido y silencioso andar, perdiéndose casi inmediatamente en las moteadas y cambiantes profundidades del bosque.

Ella no tenía deseos de explorar sola. La tranquilidad del lugar llamaba a la quietud, a observar, a escuchar; y ella sabía lo complicados que eran los senderos, y que el Bosquecillo era, tal como había dicho el Maestro de Formas, «más grande por dentro que por fuera». Se sentó en una zona en sombras moteada por los rayos del sol, y observó las formas que las hojas proyectaban sobre el suelo. El lugar estaba lleno de bellotas; aunque nunca había visto cerdos salvajes en el bosque, vio allí sus huellas. Por un instante olfateó el rastro de un zorro. Sus pensamientos se movían tan rápida y naturalmente como la brisa en la cálida luz.

Allí, su mente parecía estar a menudo vacía de pensamientos, llena del propio bosque, pero aquel día los recuerdos acudieron a ella, vividos. Pensó en Marfil, pensando que nunca volvería a verlo, preguntándose si habría encontrado un barco que lo llevase de regreso a Havnor. Le había dicho que nunca regresaría al Estanque del Oeste; el único lugar para él era el Gran Puerto, la Ciudad del Rey, y por lo que a él le importaba, la Isla de Way podía hundirse en el mar tan profundamente como Solea. Pero ella pensó con amor en los caminos y en los campos de Way. Pensó en la aldea de la Antigua Iria, en el pantanoso manantial que estaba al pie de la Colina de Iria, en la vieja casa que está sobre ella. Pensó en Margarita cantando gestas en la cocina, en las tardes de invierno, marcando el tiempo con sus zuecos de madera; y en el viejo Conejo en los viñedos con su navaja, mostrándole cómo podar la vid «hasta llegar a la vida que está en el centro»; y en Rosa, en su Etaudis, susurrando encantamientos para aliviar el dolor en el brazo roto de un niño. «He conocido a gente sabia», pensó. Su mente retrocedía ante el recuerdo de su padre, pero el movimiento de las hojas y las sombras lo acercaba. Lo vio borracho, gritando. Sintió sus curiosas y trémulas manos sobre ella. Lo vio llorando, enfermo, avergonzado; y un dolor le recorrió el cuerpo y luego se disolvió, como un dolor que se derrite hasta desaparecer en la larga extensión de los brazos. Él significaba menos para ella que la madre que no había conocido.

Se estiró, sintiendo la comodidad de su cuerpo en el calor, y su mente regresó hasta Marfil. En su vida nunca había habido nadie a quien deseara. La primera vez que vio al joven mago cabalgando tan delgado y arrogante, deseó poder desearlo; pero no fue así y no pudo hacerlo; y entonces había pensado que estaría protegido por hechizos. Rosa le había explicado cómo obraban los sortilegios de los magos, «de manera que la idea nunca cruce por tu cabeza, ni por la de ellos, ¿sabes?, porque les quitaría poder, según dicen». Pero Marfil, pobre Marfil, había estado demasiado desprotegido. Si alguien estaba bajo un hechizo de castidad, debió de haber sido ella misma, porque siendo tan encantador y tan apuesto, nunca había sido capaz de sentir nada por él más que simplemente afecto, y su único deseo había sido aprender lo que él podía enseñarle.

Pensó en ella misma, sentada en el profundo silencio del Bosquecillo. Ningún pájaro cantaba; la brisa se había apaciguado; las hojas pendían inmóviles. «¿Estaré hechizada? ¿Seré una cosa estéril, no un todo, no una mujer?», se preguntaba a sí misma, mirando sus fuertes y desnudos brazos, la suave curva de sus pechos a la sombra, bajo el cuello de la camisa.

Levantó la vista y vio al Hombre Cano saliendo de un oscuro pasillo de inmensos robles y acercándose a ella atravesando el claro.

Se detuvo frente a ella. Ella sintió cómo se ruborizaba, su rostro y su garganta ardían, estaba mareada, los oídos le zumbaban. Buscó palabras, cualquier cosa, algo que decir, para desviar su atención de ella, y no pudo encontrar nada. Él se sentó a su lado. Ella agachó la cabeza, como si estuviera estudiando el esqueleto de una hoja del año anterior que estaba junto a su mano.

«¿Qué es lo que quiero?», se preguntó, y la respuesta no llegó a ella en palabras sino a través de todo su cuerpo y alma: el fuego, un fuego aun más grande que aquél, el vuelo, el vuelo ardiente…

Volvió en sí, al tranquilo aire bajo los árboles. El Hombre Cano estaba sentado a su lado, su rostro inclinado hacia abajo, y ella pensó en qué frágil y ligero parecía, qué callado y apenado. No había nada a lo que temer. No había peligro alguno.

Él levantó la vista para mirarla.

—Irian—dijo—, ¿escuchas las hojas?

La brisa se estaba moviendo otra vez, suavemente; podía oír un leve susurro entre los robles. —Un poco —le contestó.

—¿Oyes las palabras?

—No.

Ella no preguntó nada y él no dijo nada más. Al poco tiempo se puso de pie, y ella lo siguió hasta el camino que siempre los llevaba, tarde o temprano, fuera del bosque, hasta el claro junto al arroyo de Zuil y a la Casa de la Nutria. Al llegar allí, ya estaba avanzada la tarde. Él bajó hasta el arroyo y se arrodilló para beber de sus aguas en donde éste abandonaba el bosque, después de todos los cruces. Ella hizo lo mismo. Luego, sentados sobre las frescas y largas hierbas de la ribera, él comenzó a hablar.

—Mi gente, los Kargos, adoran a dioses. Dioses Gemelos, hermanos. Y el rey también es un dios. Pero antes de los dioses y después, siempre, están los arroyos. Las cuevas, las piedras, las colinas. Los árboles. La tierra. La oscuridad de la tierra.

—Los Antiguos Poderes —dijo Irian.

Él asintió con la cabeza. —Allí, las mujeres conocen los Antiguos Poderes. Aquí también, las brujas. Y el conocimiento es malo, ¿sabes?

Cuando agregaba aquellos pequeños e interrogativos «¿de acuerdo?» o «¿sabes?» al final de lo que había parecido una aseveración, siempre la tomaba por sorpresa. Ella no dijo nada.

—La oscuridad es mala —dijo el Maestro de Formas.

Irian respiró profundamente y lo miró a los ojos mientras seguían allí sentados.

Sólo la luz en la oscuridad—dijo entonces.

—Ah —dijo él. Apartó la mirada para que ella no pudiera ver su expresión.

—Debería irme —dijo ella—. Puedo caminar por el Bosquecillo, pero no vivir allí. No es mi… mi lugar. Y el Maestro Cantor dijo que hacía daño estando aquí.

—Todos hacemos daño por estar —dijo el Maestro de Formas. Hizo lo que solía hacer, un pequeño bosquejo con cualquier cosa que tuviera a mano: sobre el pequeño trozo de arena que había en la orilla del arroyo justo frente a él puso el tallo de una hoja, una brizna de hierba y varios guijarros. Los estudió y los reacomodó—. Ahora debo hablar de daños —dijo él.

Después de una larga pausa, prosiguió: —Tú sabes que un dragón trajo de regreso a nuestro Señor Gavilán, con el joven rey, de las tierras de la muerte. Luego, el dragón llevó a Gavilán hasta su casa, porque sus poderes habían desaparecido, ya no era un mago. Así que, dentro de muy poco tiempo, los Maestros de Roke se reunirán para elegir un nuevo Archimago, aquí, en el Bosquecillo, como siempre. Pero no como siempre.

»Antes de que llegara el dragón, el Invocador también había regresado de la muerte, adonde puede ir, adonde su arte puede llevarlo. Allí había visto a nuestro señor y al joven rey, en aquel campo detrás del muro de piedras. Dijo que no regresarían. Dijo que el Señor Gavilán le había dicho que regresara a nosotros, a la vida, que se llevara esas palabras. Y entonces lloramos por nuestro señor.

»Pero después llegó el dragón, Kalessin, que regresó con él con vida.

»El Invocador estaba entre nosotros cuando estábamos en el Collado de Roke y vimos al Archimago arrodillándose frente al Rey Lebannen. Luego, mientras el dragón se llevaba a nuestro amigo, el Invocador cayó desvanecido.

«Yacía como si estuviera muerto, frío, su corazón no latía, pero sin embargo respiraba. El Maestro de Hierbas utilizó todo su arte, pero no pudo reanimarlo. “Está muerto”, dijo. “La respiración no lo abandonará, pero está muerto.”

«Entonces lloramos por él. Luego, puesto que había consternación entre nosotros, y todas mis formas hablaban de cambio y de peligro, nos reunimos para escoger a un nuevo guardián de Roke, un Archimago que nos guiara. Y en nuestro concilio pusimos al joven rey en el lugar del Invocador. Nos parecía bien que él se sentara entre nosotros. Al principio el único que se opuso fue el Transformador, y luego estuvo de acuerdo.

»Nos reunimos, nos sentamos, pero no nos fue posible escoger. Dijimos esto y aquello, pero no dijimos ningún nombre. Y entonces yo… —hizo una pequeña pausa—. Entonces acudió a mí lo que mi gente llama el eduevanu, es decir la otra respiración. Las palabras acudían a mí y yo las pronunciaba. Dije: ¡Hama Gondun! Y Kurremkarmerruk les dijo lo mismo en idioma hárdico: “Una mujer en Gont”. Pero cuando regresé a mis propias entrañas, no podía decirles lo que eso significaba. Y entonces nos fuimos de allí sin haber escogido a ningún Archimago.

»E1 rey se fue poco tiempo después, y el Maestro de Vientos se fue con él. Antes de que el rey fuera coronado, fueron a Gont y buscaron al señor Gavilán, para descubrir lo que aquello significaba, “una mujer en Gont”, ¿sabes? Pero no lo vieron, sólo vieron a mi compatriota, Tenar-del-Anillo. Dijo que ella no era la mujer que ellos buscaban. Y no encontraron a nadie, no encontraron nada. Así que Lebannen consideró que aquello había sido una profecía que aún tenía que cumplirse. Y en Havnor colocó su corona sobre su propia cabeza.

»El Maestro de Hierbas, y yo mismo, creímos que el Invocador estaba muerto. Creímos que el aliento que conservaba quedaba aún allí por obra de un hechizo de su propio arte que nosotros no comprendíamos, como las serpientes de hechizo saben lo que mantiene latiendo sus corazones mucho después de que han muerto. Por más que parecía terrible enterrar un cuerpo que aún respiraba, sin embargo estaba frío, y su sangre ya no corría por sus venas, y ya no había alma en él. Eso era lo más terrible. Así que nos preparamos para enterrarlo. Y, entonces, mientras yacía junto a su tumba, sus ojos se abrieron. Se movió, y habló. Dijo: “Me he invocado a mí mismo otra vez a la vida, para hacer lo que debe hacerse”.

La voz del Hacedor de Formas se hizo más áspera. De repente apartó el pequeño esbozo de guijarros con la palma de su mano.

—Así que cuando el Maestro de Vientos regresó después de la coronación del rey, éramos nueve otra vez. Pero divididos. Porque el Invocador dijo que debíamos reunimos otra vez y elegir a un Archimago. El rey no había tenido lugar entre nosotros, dijo. Y «una mujer en Gont», quienquiera que pudiera llegar a ser, no tenía lugar entre los hombres de Roke, ¿sabes? El Maestro de Vientos, el Cantor, el Transformador, Mano, le dan la razón. Y puesto que el Rey Lebannen es un hombre que ha regresado de la muerte, para cumplir esa profecía, dicen que el Archimago también será un hombre que haya regresado de la muerte.

—Pero… —dijo Irian, y se detuvo.

Después de un largo rato, el Hacedor de Formas dijo:

—Ese arte, el de invocar, ¿sabes?, es terrible. Siempre es peligroso. Aquí —y levantó la mirada para observar la verde y dorada oscuridad de los árboles—, aquí no hay invocaciones. Nada vuelve de detrás del muro. No hay muro.

Su rostro era el rostro de un guerrero, pero cuando miraba los árboles éste se enternecía, anhelando.

—Así que —dijo—, te utiliza como pretexto para convocarnos a reunión, pero yo no iré a la Casa Grande. Y no seré invocado.

—¿El no quiere venir aquí?

—Creo que no quiere caminar por el Bosquecillo. Ni por el Collado de Roke. En el Collado, lo que es, se muestra.

Ella no supo lo que él quería decir, pero no preguntó, preocupada:

—Dices que me convierte en la razón para que vosotros os reunáis.

—Sí. Para echar a una mujer se necesitan nueve magos. —Pocas veces sonreía, y cuando lo hacía era rápida y ferozmente.— Debemos reunimos para mantener la Norma de Roke. Y entonces elegir un Archimago.

—Si yo me fuera… —Lo vio sacudir la cabeza.— Siempre podría ir con el Nombrador…

—Aquí estás a salvo.

La idea de hacer daño la perturbaba, pero la idea de correr peligro no había cruzado por su mente. Lo encontraba inconcebible.

—No me pasará nada —dijo—. ¿Entonces el Nombrador y tú, y el Portero… ?

—… no Queremos que Thorion sea Archimago. El Maestro de Hierbas tampoco, aunque escarba mucho y habla poco.

Vio que Irian lo miraba fijamente y sorprendida. —Thorion el Invocador no esconde su verdadero nombre —le dijo él—. Ha muerto, ¿sabes?

Ella sabía que el Rey Lebannen utilizaba su verdadero nombre abiertamente. Él también había regresado de la muerte. Pero aun así, que el Invocador lo hiciera continuaba sorprendiéndola e inquietándola más y más cuanto más pensaba en ello.

—¿Y los… los alumnos ?

—También están divididos.

Pensó en la escuela, donde había estado tan brevemente. Desde allí, debajo del alero del Bosquecillo, la veía como paredes de piedra rodeando una clase de seres, y manteniendo fuera a todos los demás, como un corral, una jaula. ¿Cómo podía alguno de ellos mantener el equilibrio en un lugar así?

El Hacedor de Formas empujó cuatro guijarros en una pequeña curva sobre la arena y dijo: —Ojalá Gavilán no se hubiera ido, ojalá pudiera leer lo que escriben las sombras. Pero lo único que puedo oír de las hojas es Cambio, cambio… Todo cambiará excepto ellas. —Volvió a levantar la cabeza para observar los árboles con aquella mirada anhelante. El sol se estaba poniendo. Se levantó, le dio amablemente las buenas noches, y se fue caminando, entrando por debajo de los árboles.

Se sentó un rato junto al arroyo de Zuil. Estaba perturbada por lo que él le había contado y por sus pensamientos y sentimientos en el Bosquecillo, y le perturbaba que cualquier pensamiento o sentimiento la perturbara allí. Fue hasta la casa, se sirvió su cena de carne ahumada y pan y lechuga de verano, y la comió sin saborearla. Vagó otra vez con desasosiego por la ribera del arroyo hasta llegar al agua. Estaba muy quieta y cálida en los últimos minutos del crepúsculo, sólo las estrellas más grandes ardían a través de un pálido cielo cubierto. Se quitó las sandalias y metió los pies en el agua. Estaba fresca, pero aún la atravesaban algunas venas con el calor del sol. Se quitó las ropas, los pantalones y la camisa de hombre que era todo lo que tenía, y se metió desnuda en el agua, sintiendo el empuje y la agitación de la corriente por todo su cuerpo. En Iria nunca había nadado en los arroyos, y siempre había odiado el mar, ondulándose frío y gris, pero estas rápidas aguas le gustaban, esta noche. Se dejaba llevar por la corriente y flotaba, sus manos deslizándose sobre piedras sedosas debajo del agua y sobre sus propios sedosos flancos, sus piernas acariciaban hierbas acuáticas. El agua se llevó todas sus preocupaciones e intranquilidades, y gozó flotando en las caricias del arroyo, mirando fijamente el blanco y suave fuego de las estrellas.

Un escalofrío recorrió todo su cuerpo. El agua se enfrió de golpe. Incorporándose, con las extremidades aún suaves y flojas, miró hacia arriba y vio en la orilla, sobre ella, la figura blanca de un hombre.

Se puso de pie, desnuda, en el agua.

—¡Vete! —gritó—. ¡Vete, traidor, estúpido libertino, o te arrancaré el hígado! —Subió de un salto a la ribera, ayudándose con los resistentes hierbajos, y se irguió rápidamente tambaleándose. No había nadie allí. Estaba de pie, enfurecida, temblando de rabia. Saltó otra vez más abajo, a la orilla, encontró sus ropas, y se las puso, mientras seguía gritando—: ¡Mago cobarde! ¡Traidor hijo de perra!

—¿Irían?

—¡Ha estado aquí! —gritó ella—: ¡Ese asqueroso corazón, ese Thorion! —Se acercó hasta el Maestro de Formas mientras él caminaba bajo la luz de las estrellas junto a la casa.— Me estaba bañando en el arroyo, ¡y él estaba allí parado mirándome!

—Un envío. Era solamente una apariencia de él. No podía lastimarte, Irian.

—Un envío con ojos, ¡una apariencia que ve! Puede que estuviera… —Se detuvo, de repente perdida en el mundo. Se sentía enferma. Temblaba, y tragó la fría saliva que quedaba en su boca.

El Maestro de Formas se acercó a ella y cogió sus manos con las de él. Sus manos estaban cálidas, y ella se sentía tan mortalmente fría que se acercó aun más a él para sentir el calor de su cuerpo. Se quedaron así durante un rato, el rostro de ella alejado del de él pero con las manos unidas y los cuerpos apretados uno contra el otro. Finalmente ella se alejó, enderezándose, echando hacia atrás sus lacios y húmedos cabellos.

—Gracias —le dijo—. Tenía frío.

—Lo sé.

—Yo nunca tengo frío —dijo ella—. Fue por él.

—Te digo, Irian, que no puede venir hasta aquí, que no puede hacerte daño aquí.

—No puede hacerme daño en ningún sitio —le contestó ella, el fuego corriendo nuevamente por sus venas—. Si intenta hacerme daño, lo destruiré.

—Ah —dijo el Hacedor de Formas.

Ella lo miró a la luz de las estrellas, y le dijo:

—Dime tu nombre. No tu verdadero nombre, simplemente un nombre por el que pueda llamarte. Cuando piense en ti.

Él se quedó en silencio durante un minuto y luego le respondió: —En Karego-At, cuando era un bárbaro, era Azver. En hárdico, es un estandarte de guerra.

—Azver —dijo ella—. Gracias.

Acostada pero despierta en la pequeña casa, sintiendo que el aire la sofocaba y el techo se le acercaba cada vez más, de repente se durmió profundamente. Se despertó igual de sobresaltada cuando comenzó a recibir la luz del este. Fue hasta la puerta para ver lo que más le gustaba ver, el cielo antes del amanecer. Mirando hacia abajo, vio a Azver, el Maestro de Formas, envuelto en su capa gris, profundamente dormido en el suelo delante de su puerta. Ella volvió a meterse sin hacer ruido en la casa. Un rato después lo vio volviendo a su bosque, caminando despacio, un poco rígidamente, y rascándose la cabeza mientras se iba, como hace la gente cuando todavía está medio dormida.

Se puso a trabajar descascarando la pared interior de la casa, preparándola para enyesarla. Justo cuando el primer rayo de sol pasó por la ventana, alguien golpeó su puerta abierta. Fuera estaba el hombre que ella había pensado era el jardinero, el Maestro e Hierbas, con aspecto serio e impasible, como un buey marrón, junto al viejo de rostro enjuto y adusto, el Nombrador.

Ella se acercó hasta la puerta y murmuró una especie de saludo. La intimidaban aquellos Maestros de Roke; y su presencia también significaba que la época de paz había terminado, los días caminando por el silencioso bosque estival con el Maestro de Formas. Eso había llegado a su fin la noche anterior. Ella lo sabía, pero no quería saberlo.

—Nos ha enviado el Hacedor de Formas —dijo el Maestro de Hierbas. Parecía incómodo. Al observar una mata de malas hierbas debajo de la ventana, dijo—: Esto es heno blanco. Alguien de Havnor lo ha plantado aquí. No sabía que había alguno en esta isla. —Lo examinó cuidadosamente, y puso algunas vainas de semillas en su pequeña bolsa.

Irian estaba estudiando al Nombrador disimuladamente pero con mucha atención, tratando de ver si podía descubrir si era, según él había dicho, un envío o si estaba allí en carne y hueso. Nada en él parecía ser insustancial, pero ella pensó que no estaba allí, y cuando estuvo bajo la inclinada luz del sol que entraba por la ventana, y no proyectó sombra alguna, lo supo.

—¿Donde vos vivís está muy lejos de aquí, señor? —preguntó ella.

Él asintió con la cabeza. —Me he dejado a mitad del camino —contestó. Miró hacia arriba; el Maestro de Formas venía hacia donde ellos estaban, ahora bien despierto.

Los saludó y les preguntó: —¿Vendrá el Portero?

—Dijo que sería mejor que se quedara vigilando las puertas —contestó el Maestro de Hierbas. Cerró con cuidado su bolsita y miró a los demás, a su alrededor—. Pero no sé si podrá vigilar la colina de la hormiga.

—¿Qué pasa? —preguntó Kurremkarmerruk—. He estado leyendo algunas cosas acerca de dragones. No le he prestado atención a las hormigas. Pero todos los muchachos que tenía estudiando en la Torre se han ido.

—Invocados —dijo el Maestro de Hierbas, secamente.

—¿Y? —preguntó el Nombrador, más secamente aún.

—Puedo decirte solamente lo que me parece a mí —dijo el Maestro de Hierbas, reacio, incómodo.

—Hazlo —dijo el viejo mago.

El Maestro de Hierbas aún dudaba. —Esta dama no pertenece a nuestro concilio —dijo finalmente.

—Pertenece al mío —dijo Azver.

—Ha venido a este lugar, en esta época —dijo el Nombrador—. Y a este lugar, en esta época, nadie viene por casualidad. Lo único que sabe cualquiera de nosotros es lo que nos parece. Hay nombres detrás de nombres, mi Señor Curador.

El mago de ojos oscuros agachó la cabeza ante eso, y dijo: —Muy bien. —Evidentemente con alivio por aceptar el juicio de ellos antes que el suyo propio.— Thorion ha estado mucho con los otros Maestros, y con los muchachos. Reuniones secretas, círculos internos. Rumores, susurros. Los estudiantes más jóvenes están asustados, y varios me han preguntado a mí o al Portero si pueden irse, abandonar Roke. Y los hemos dejado ir. Pero no hay ningún barco en el puerto, y ninguno ha entrado en la Bahía de Zuil después del que os trajo a vos, señorita, y se fue al otro día rumbo a Wathort. El Maestro de Vientos mantiene al viento de Roke contra todo. Si llegara a venir el propio rey, no podría desembarcar en Roke.

—Hasta que cambie el viento, ¿eh? —dijo el Maestro de Formas.

—Thorion dice que Lebannen no es en realidad rey, puesto que ningún Archimago lo coronó.

—¡Tonterías! ¡Eso no es historia! —dijo el viejo Nombrador—. El primer Archimago llegó siglos después del último rey. Roke gobernaba al servicio del rey.

—Ah —dijo el Hacedor de Formas—, al mayordomo le cuesta ceder las llaves cuando el dueño regresa a casa, ¿eh?

—El Anillo de Paz ha cicatrizado —dijo el Maestro de Hierbas, con su paciente y turbulenta voz—; la profecía se ha cumplido, el hijo de Morred ha sido coronado, y aún no tenemos paz. ¿En qué nos hemos equivocado? ¿Por qué no podemos encontrar el equilibrio?

—¿Qué pretende Thorion? —preguntó el Nombrador.

—Traer a Lebannen aquí. —respondió el Maestro de Hierbas—. Los hombres jóvenes hablan de «la verdadera corona». Una segunda coronación, aquí. Por el Archimago Thorion.

—¡Atrás! —dejó escapar Irian impulsivamente, al tiempo que hacía la señal que evita que la palabra se convierta en hecho. Ninguno de los hombres sonrió, y después de unos instantes el Maestro de Hierbas hizo el mismo gesto.

—¿Cómo es que los tiene a todos? —preguntó el Nombrador—. Maestro de Hierbas, tú estabas aquí cuando Gavilán y Thorion fueron desafiados por Irioth. Su don era tan poderoso como el de Thorion, creo. Lo utilizaba para manejar a los hombres, para controlarlos totalmente. ¿Es eso lo que hace Thorion?

—No lo sé —contestó el Maestro de Hierbas—. Lo único que puedo decirte es que cuando estoy con él, cuando estoy en la Casa Grande, siento que nada puede hacerse a no ser lo que ya se ha hecho. Que nada cambiará. Nada crecerá. Que no importa qué curas utilice, la enfermedad terminará en muerte. —Miró a su alrededor, a todos lo demás, todos como un buey herido.— Y creo que es cierto. No hay otra manera de recobrar el equilibrio que no sea quedándose quietos. Hemos ido demasiado lejos. Que el Archimago y Lebannen fueran corpóreamente a la muerte y regresaran no estuvo bien. Quebrantaron una ley que no debe ser quebrantada. Por eso volvió Thorion, para restaurar la ley.

—¿Qué, para enviarlos de nuevo a la muerte? —preguntó el Nombrador, y el Hacedor de Formas: —¿Quién debe decir qué es la ley?

—Hay un muro —dijo el Maestro de Hierbas.

—Ese muro no tiene las raíces tan profundas como mis árboles —dijo el Maestro de Formas.

—Pero tienes razón, Maestro de Hierbas, hemos perdido el equilibrio —dijo Kurremkarmerruk, su voz áspera y severa—. ¿ Cuándo y dónde comenzamos a ir demasiado lejos? ¿De qué nos hemos olvidado, a qué le hemos dado la espalda, qué hemos pasado por alto?

Irian miraba a uno y a otro.

—Cuando el equilibrio está mal, quedarse quieto no es bueno. Debe empeorar aun más —dijo el Maestro de Formas—. Hasta… —Hizo un rápido gesto de cambio total con las manos abiertas, de abajo hacia arriba y de arriba hacia abajo.

—¿Qué puede estar más mal que invocarse a uno mismo para regresar de la muerte? —preguntó el Nombrador.

—Thorion era el mejor de todos nosotros, un corazón valiente, una mente noble. —El maestro de Hierbas había hablado casi con furia.— Gavilán lo amaba. Al igual que todos nosotros.

—La conciencia lo atrapó —dijo el Nombrador— La conciencia le dijo que él era el único que podía arreglar las cosas. Para hacerlo, negó su muerte. Y así niega la vida.

—¿Y quién debe enfrentarse a él? —preguntó el Maestro de Formas—. Yo solamente puedo esconderme en mi bosque.

—Y yo en mi Torre —dijo el Nombrador—. Y tú, Maestro de Hierbas, y el Portero, estáis dentro de la trampa, en la Casa Grande. Las paredes han sido construidas para mantener fuera todos los males. O dentro, según fuera el caso.

—Somos cuatro contra él —dijo el Hacedor de Formas.

—Ellos son cinco contra nosotros —objetó el Maestro de Hierbas.

—¿A esto hemos llegado —dijo el Nombrador—, a reunimos al borde del bosque que Segoy plantó y hablar de cómo destruirnos unos a otros?

—Sí —dijo el Maestro de Formas—. Lo que pasa demasiado tiempo sin cambios termina autodestruyéndose. El bosque es para siempre porque muere y muere y así vive. No dejaré que esa mano muerta me toque. O que toque al rey que nos trajo esperanza. Se ha hecho una promesa, se ha hecho a través de mí. Yo la he pronunciado: «Una mujer en Gont». No dejaré que esas palabras sean olvidadas.

—¿Entonces debemos ir a Gont? —preguntó el Maestro de Hierbas, contagiado por la pasión de Azver—. Gavilán esta allí.

—Tenar-del-Anillo está allí—dijo Azver.

—Tal vez nuestra esperanza esté allí —dijo el Nombrador.

Se quedaron en silencio, inseguros, intentando albergar algo de esperanza.

Irían también se quedó en silencio, pero su esperanza se hundió, y fue reemplazada por una sensación de vergüenza y total insignificancia. Aquellos eran hombres valientes, sabios, buscando salvar lo que amaban, pero no sabían cómo hacerlo. Y ella no compartía su sabiduría, ni tomaba parte alguna en sus decisiones. Se alejó de ellos, y ellos no lo notaron. Siguió caminando, dirigiéndose hacia el arroyo de Zuil, donde salía del bosque sobre una pequeña cascada de cantos rodados. El agua estaba clara bajo los rayos de sol matutinos y producía un sonido alegre. Quería llorar, pero nunca había servido para hacerlo. Se detuvo y observó el agua, y su vergüenza se fue convirtiendo lentamente en rabia.

Regresó donde estaban los tres hombres, y dijo:

—Azver.

Él se dio vuelta para mirarla, sorprendido, y se acercó un poco.

—¿Por qué rompisteis vuestra Norma por mí? ¿Fue eso algo justo para mí, que nunca podré ser lo que vosotros sois?

Azver frunció el ceño.

—El Portero te dejó entrar porque tú se lo pediste —le respondió—. Yo te traje al Bosquecillo porque las hojas de los árboles me dijeron tu nombre antes de que tú llegaras aquí. Irían, decían, Irían. Por qué has venido, no lo sé, pero no ha sido por casualidad. El Invocador también sabe eso.

—Tal vez he venido a destruirlo a él.

Azver la miró y no dijo nada.

—Tal vez he venido a destruir Roke.

Entonces sus pálidos ojos ardieron. —¡Inténtalo!

Un largo temblor recorrió su cuerpo mientras permanecía allí, frente a él. Se sintió más grande que él, más grande que ella misma, enormemente grande. Podía alargar un dedo y destruirlo. Él estaba allí, de pie, en su pequeña, valiente, breve humanidad, su mortalidad, indefenso. Ella respiró muy profundamente. Se alejó de él.

La sensación de tremenda fuerza iba desapareciendo de ella poco a poco. Giró un poco la cabeza y miró hacia abajo, sorprendida de ver su propio brazo moreno, su manga arremangada, la hierba surgiendo fría y verde alrededor de sus sandalias. Volvió a mirar al Maestro de Formas y aún parecía un ser muy frágil. Lo compadecía y lo honraba. Quería advertirle del peligro en que se encontraba. Pero no le salió ni una palabra. Se dio vuelta y regresó a la orilla del arroyo junto a la pequeña cascada. Allí se puso en cuclillas y escondió el rostro entre los brazos, dejándolo a él fuera, dejando al mundo fuera.

Las voces de los magos hablando eran como las voces de las aguas fluyendo. El arroyo decía sus palabras, y ellos decían las de ellos, pero ni unas ni otras eran las palabras correctas.

IV. Irían

Cuando Azver volvió a reunirse con los otros hombres, había algo en su rostro que hizo preguntar al Maestro de Hierbas:

—¿Qué sucede?

—No lo sé —contestó Azver—. Tal vez no deberíamos irnos de Roke.

—Probablemente no podemos —dijo el Maestro de Hierbas—. Si el Maestro de Nubes pone a los vientos en nuestra contra…

—Regresaré donde me encuentro —dijo de repente Kurremkarmerruk—. No me gusta dejarme por ahí tirado como a un zapato viejo. Estaré aquí con vosotros esta tarde. —Y se fue.

—Me gustaría caminar un poco bajo tus árboles, Azver —dijo el Maestro de Hierbas, con un largo suspiro.

—Adelante, Deyala. Yo me quedaré aquí. —El Maestro de Hierbas se fue. Azver se sentó sobre el precario banco que Irían había hecho y colocado contra la pared de la fachada de la casa. La miró a ella, allí arriba junto al arroyo, agachada sin moverse en la ribera. Las ovejas en el campo que estaba entre ellos y la Casa Grande balaban suavemente. El sol de la mañana calentaba cada vez más.

Su padre lo había llamado Estandarte de Guerra. Había venido desde el oeste, dejando atrás todo lo que conocía. Había aprendido su verdadero nombre de los árboles del Bosquecillo Inmanente, y se había convertido en el Maestro de Formas de Roke. Durante todo aquel año, las formas de las sombras y de las ramas y de las raíces, todo el silencioso lenguaje de su bosque, había hablado de destrucción, de transgresión, del cambio de todas las cosas. Ahora lo tenían encima, él lo sabía. Había llegado con ella.

Ella estaba a su cargo, a su cuidado, ello supo desde que la vio. Aunque había venido a destruir a Roke, tal como ella misma había dicho, él debía servirle. Y lo hizo de buena gana. Ella había caminado con él por el bosque, alta, extraña, valiente; había apartado los espinosos brazos de las zarzas con sus grandes y cuidadosas manos. Sus ojos, de color ámbar, como las aguas del Arroyo de Zuil a la sombra, lo habían observado todo; había escuchado; se había quedado quieta. El quería protegerla y sabía que no podía hacerlo. Le había dado un poco de calor cuando tenía frío. No tenía nada más para darle. Adonde tenía que ir ella, allí iría. No comprendía el peligro. No tenía sabiduría alguna más que la inocencia, ni armadura alguna más que su furia. «¿Quién eres, Irian?», le preguntó, mientras la observaba, agachada como un animal encerrado en su silencio.

El Maestro de Hierbas regresó del bosque y se sentó un rato con él, sin hablar. Al mediodía regresó a la Casa Grande, acordando regresar con el Portero por la mañana. Les pedirían a todos los otros Maestros que se reunieran con ellos en el Bosquecillo. —Pero él no vendrá —dijo Deyala, y Azver asintió con la cabeza.

Se quedó todo el día cerca de la Casa de la Nutria, vigilando a Irían, obligándola a comer un poco con él. Ella había vuelto a la casa, pero cuando hubieron terminado de comer, regresó a su sitio en la orilla del arroyo y se sentó allí inmóvil. Y él también sentía cierto letargo en su propio cuerpo y en su propia mente, cierta estupidez, contra la cual luchó pero a la cual no pudo derrocar. Pensó en los ojos del Invocador, y entonces fue él quien sintió frío, en todo su cuerpo, a pesar de que estaba sentado bajo todo el calor de aquel día estival. «Estamos gobernados por los muertos», pensó. Y no podía dejar de pensar en ello.

Se sintió agradecido al ver a Kurremkarmerruk bajando lentamente por la ribera del arroyo de Zuil desde el norte. El viejo caminaba descalzo por las aguas del arroyo, con los zapatos en una mano y el alto báculo en la otra, gruñendo cuando perdía el equilibrio sobre las rocas. Se sentó en la orilla más cercana para secarse los pies y ponerse nuevamente los zapatos. —Cuando regrese a la Torre —dijo—, lo haré cabalgando. Contrataré a un carretero, compraré una mula. Soy viejo, Azver.

—Ven a la casa —le dijo el Maestro de Formas, y le ofreció al Nombrador agua y comida.

—¿Dónde está la muchacha?

—Durmiendo —Azver hizo un gesto con la cabeza señalando el sitio en el que ella se encontraba, encogida sobre la hierba sobre la pequeña cascada.

El calor del día comenzaba a disminuir y las sombras del Bosquecillo se proyectaban sobre la hierba, aunque los rayos del sol todavía bañaban la Casa de la Nutria. Kurremkarmerruk se sentó sobre el banco con la espalda contra la pared de la casa, y Azver se sentó en el umbral de la puerta.

—Hemos llegado al final —dijo el anciano rompiendo el silencio.

Azver asintió con la cabeza, en silencio.

—¿Qué te trajo hasta aquí, Azver? —le preguntó el Nombrador—. He pensado muchas veces en hacerte esta pregunta. Has venido desde muy, muy lejos. Y en las tierras de Kargad no tenéis magos.

—No. Pero tenemos cosas de las que está hecha la magia. Agua, piedras, árboles, palabras…

—Pero no las palabras de la Creación.

—No. Ni dragones.

—¿Nunca?

—Sólo en los viejos cuentos del Lejano Oriente, del desierto de Hur-at-Hur. Antes de que hubiera dioses. Antes de que hubiera hombres. Antes de que los hombres fueran hombres, eran dragones.

—Pues, eso sí que es interesante —dijo el viejo erudito, enderezándose un poco—. Te dije que he estado leyendo algunas cosas sobre dragones. Ya sabes, sobre esos rumores que dicen que volaban sobre el Mar Interior hasta tan al este como Gont. Sin duda ése fue Kalessin llevando a Ged a casa, multiplicado por navegantes, mejorando aun más una buena historia. Pero un muchacho aquí me juró que toda su aldea había visto dragones que volaban, esta primavera, al oeste del Monte Onn. Y entonces me puse a leer esos viejos libros, para saber cuándo dejaron de venir al este de Pendor. Y en un viejo pergamino Pelniano, me encontré con tu historia, o con algo parecido. Dice que los hombres y los dragones eran todos de una misma especie, pero que en algún momento se enfrentaron. Algunos fueron hacia el oeste y otros hacia el este, y se convirtieron en dos especies, y olvidaron que alguna vez habían sido una sola.

—Fuimos al Lejano Oriente —dijo Azver—. Pero ¿sabes tú qué es el líder de un ejército, en mi lengua?

Edran —dijo el Nombrador inmediatamente, y rió—. Dragón… —Después de un rato añadió—: Podría buscar la etimología de una palabra aun estando al borde de la muerte… Pero creo, Azver, que ahí es donde estamos. No lo derrotaremos.

—El nos lleva ventaja —dijo Azver, muy secamente.

—Así es. Pero, aun admitiendo que es muy poco probable, admitiendo que es imposible, si llegáramos a derrotarlo, si regresara a la muerte y nos dejara a nosotros aquí, con vida, ¿qué haríamos? ¿Qué vendría después de eso?

Después de una larga pausa, Azver dijo: —No tengo idea.

—¿Acaso tus hojas y tus sombras no te dicen nada?

—Cambio, cambio —dijo el Maestro de Formas— Transformación.

De repente levantó la vista. Las ovejas, que habían estado agrupadas cerca de la valla, estaban escabullándose, alguien venía por el sendero desde la Casa Grande.

—Un grupo de muchachos —dijo el Maestro de Hierbas, casi sin aliento, mientras se acercaba a ellos—. El ejército de Thorion. Vienen hacia aquí. Para llevarse a la muchacha. Para echarla de aquí. —Se detuvo para tratar de recuperar el aliento.— El Portero estaba hablando con ellos cuando me fui. Creo que…

—Aquí está —dijo Azver, y el Portero estaba allí, su apacible rostro de un amarillo apergaminado estaba tranquilo como siempre.

—Les he dicho —dijo— que si traspasaban la Puerta de Medra hoy nunca más podrían atravesarla para volver a entrar a la casa que conocían. Entonces algunos de ellos estuvieron a punto de echarse atrás. Pero el Maestro de Vientos y Nubes y el Cantor los alentaban a seguir adelante. Pronto estarán aquí.

Podían oír voces de hombres en los campos que estaban al este del Bosquecillo.

Azver fue rápidamente hasta donde Irian estaba acostada, junto al arroyo, y los otros lo siguieron. Ella se enderezó y se puso de pie, parecía embotada y aturdida. Todos estaban alrededor de ella, formando una especie de defensa de protección, cuando el grupo de treinta o más hombres llegaba junto a la pequeña casa y se acercaba a ellos. La mayoría eran de los alumnos más antiguos; había cinco o seis báculos de mago entre la muchedumbre, y el Maestro de Vientos y Nubes los guiaba. Su delgado y entusiasta viejo rostro reflejaba preocupación y cansancio, pero saludó cortésmente a los cuatro magos, a cada uno por su título.

Ellos le devolvieron el saludo, y Azver tomó la palabra:

—Venid al Bosquecillo, Maestro de Vientos y Nubes —dijo—, y allí esperaremos a los que faltan de los Nueve.

—Primero tenemos que resolver el asunto que nos divide —dijo el Maestro de Vientos.

—Ése es un asunto peliagudo —dijo el Nombrador.

—La mujer que está con vosotros desafía la Norma de Roke —dijo el Maestro de Vientos—. Debe irse. Un barco está esperando en el muelle para llevársela, y el viento, puedo deciros, lo llevará directo hasta Way.

—No tengo dudas de eso, señor —dijo Azver—, pero dudo que ella vaya.

—Mi Señor Hacedor de Formas, ¿desafiaríais vos nuestra Norma y nuestra comunidad, que ha permanecido unida durante tanto tiempo, manteniendo el orden contra las fuerzas de la ruina? ¿Seríais vos, de entre todos los hombres, quien rompiera el todo?

—No es cristal, como para poder romperse —dijo Azver—. Es aliento, es fuego. —Le costaba mucho esfuerzo hablar.— No conoce la muerte —dijo, pero habló en su propia lengua, y ellos no le entendieron. Se acercó a Irian. Sintió el calor de su cuerpo. Ella estaba allí de pie, con la mirada fija, envuelta en aquel silencio animal, como si no comprendiera a ninguno de ellos.

—El señor Thorion ha regresado de la muerte para salvarnos a todos —dijo el Maestro de Vientos, feroz y claramente—. Será Archimago. Bajo su gobierno, Roke será como solía ser. El rey recibirá la verdadera corona de su mano, y gobernará siguiendo sus consejos, como gobernó Morred. Ninguna bruja profanará tierras sagradas. Ningún dragón amenazará el Mar Interior. Habrá orden, seguridad y paz.

Ninguno de los cuatro magos que estaban con Irian le respondió. En el silencio, los hombres que estaban con él murmuraron, y una voz entre ellos dijo: —Atrapemos a la bruja.

—No —dijo Azver, pero no pudo decir nada más. Tenía su vara de sauce, pero era sólo madera en sus manos.

De ellos cuatro, solamente el Portero se movió y habló. Dio un paso hacia adelante, mirando a cada uno de los muchachos. Y dijo: —Vosotros confiasteis en mí al darme vuestro nombre. ¿Confiaréis ahora en mí?

—Mi señor —dijo uno de ellos de rostro oscuro y agradable y una vara de mago hecha de roble—, nosotros confiamos en vos, y por eso os pedimos que dejéis ir a la bruja, y la paz regresará.

Irian dio un paso hacia adelante antes de que el Portero pudiera responder.

—No soy una bruja —dijo. Su voz sonaba aguda, metálica, comparada con las profundas voces de los hombres—. No poseo arte alguno. Ni conocimiento. He venido a aprender.

—Aquí no enseñamos a mujeres —dijo el Maestro de Nubes—. Y tú lo sabes.

—Yo no sé nada —dijo Irian. Dio otro paso hacia adelante, enfrentando al mago directamente—. Dime quién soy.

—Descubre dónde está tu lugar, mujer —le respondió el mago con fría pasión.

—Mi lugar —dijo ella, lentamente, arrastrando las palabras—, mi lugar está en la colina, donde las cosas son lo que son. Dile al hombre muerto que lo veré allí.

El Maestro de Vientos y Nubes permaneció en silencio. El grupo de hombres murmuraba, enfadado, y algunos comenzaron a avanzar. Azver se interpuso entre ella y los demás, sus palabras lo habían liberado de la parálisis mental y corporal que lo había atrapado. —Dile a Thorion que lo veremos en el Collado de Roke —añadió—. Cuando llegue, nosotros estaremos allí. Ahora ven conmigo —le dijo a Irian.

El Nombrador, el Portero y el Maestro de Hierbas lo siguieron con ella por el Bosquecillo. Había un sendero para ellos. Pero cuando algunos de los muchachos comenzaron a seguirlos, ya no había sendero alguno.

—Regresad —les dijo el Maestro de Vientos a los muchachos.

Ellos volvieron, inseguros. El sol bajo todavía brillaba sobre los campos y los tejados de la Casa Grande, pero dentro del bosque, todo eran sombras.

—Brujerías —dijeron—, sacrilegio, profanación.

—Es mejor que volvamos —dijo el Maestro de Vientos, el rostro sombrío y compungido, los penetrantes ojos alterados. Emprendió su camino de regreso hacia la escuela, y ellos se dispersaron detrás de él, discutiendo y debatiendo llenos de frustración y de rabia.

Aún no se habían adentrado mucho en el Bosquecillo, y todavía estaban junto al arroyo, cuando Irian se detuvo, se hizo a un lado, y se agachó junto a las enormes y encorvadas raíces de un sauce que se inclinaba sobre el agua. Los cuatro magos miraban desde el sendero.

—Habló con otra inspiración —dijo Azver.

El Nombrador asintió con la cabeza.

—¿Entonces tenemos que seguirla? —preguntó el Maestro de Hierbas.

Esta vez el que asintió con la cabeza fue el Portero. Sonrió un poco y dijo: —Parecería ser que sí.

—Muy bien —dijo el Maestro de Hierbas, con su mirada paciente, perturbada; y se hizo un poco a un lado, y se arrodilló para observar cierta planta o seta pequeña, que crecía en el suelo del bosque.

Él tiempo pasaba como siempre en el Bosquecillo, como si no pasara en absoluto, pero sin embargo no era así, el día transcurría tranquilamente en unos cuantos suspiros, en un temblor de hojas, en un pájaro cantando a lo lejos y en otro contestándole desde aun más lejos. Irian se puso de pie lentamente. No habló, simplemente miraba el sendero y luego comenzó a descender por él. Los cuatro hombres la siguieron.

Salieron al tranquilo y abierto aire de la tarde. El oeste todavía albergaba algo de claridad mientras cruzaban el Arroyo de Zuil y atravesaban los campos hacia el Collado de Roke, el cual se erguía ante ellos formando una alta y oscura curva contra el cielo.

—Están en camino —dijo el Portero. Los hombres estaban ya atravesando los jardines y subiendo el camino desde la Casa Grande, los cinco magos, varios alumnos. Al frente de todos ellos iba Thorion el Invocador, alto, envuelto en su capa gris, llevando su báculo de madera color hueso, alrededor del cual brillaba una esfera de fuego fatuo.

Donde se encontraban los dos caminos y se unían para acabar en las alturas del Collado, Thorion se detuvo y se quedó allí de pie, esperándolos. Irían caminó hacia adelante para ponerse frente a él.

—Irían de Way —dijo el Invocador con su clara y profunda voz—, para que haya paz y orden, y para mantener el equilibrio de las cosas, te invito a que te vayas de esta isla. Nosotros no podemos darte lo que pides, y por eso te pedimos perdón. Pero si buscas quedarte aquí, lo que haces es renunciar al perdón, y debes aprender cuáles son las consecuencias de la transgresión.

Ella se puso de pie, casi tan alta como él, y tan erguida. No dijo nada durante un minuto y luego habló con una voz aguda y áspera. —Subamos a la colina, Thorion —le dijo.

Lo dejó de pie en el cruce de caminos, al nivel del suelo, mientras ella subía un poco el sendero de la colina, unos pocos pasos. Se dio la vuelta y lo miró allí abajo. —¿Qué es lo que te mantiene alejado de la colina? —le preguntó.

El aire alrededor de ellos se estaba oscureciendo. El oeste era sólo una apagada línea roja, el cielo oriental yacía cubierto de nubes sobre el mar.

El Invocador alzó la mirada y observó a Irían. Lentamente levantó los brazos y la vara blanca para invocar un sortilegio, hablando en la lengua que todos los magos de Roke habían aprendido, el lenguaje de su arte, el Lenguaje de la Creación: —¡Irian, por tu nombre te invoco y te ordeno que me obedezcas!

Ella dudó, y por un momento pareció rendirse, acercarse a él, y luego gritó: —¡No soy sólo Irian!

Ante aquello, el Invocador corrió hasta donde ella estaba, estirando los brazos, arremetiendo contra ella como para cogerla y retenerla. Ahora ambos estaban en la colina. Ella se elevó imposiblemente muy por encima de él, un fuego estalló entre ellos, una bengala de llamas rojas en el aire crepuscular, un destello de escamas rojas y doradas, de inmensas alas, luego eso desapareció, y no quedó allí nada más que la mujer sobre el sendero de la colina y el hombre alto inclinado ante ella, cayendo lentamente hasta quedar recostado en la tierra.

De todos ellos fue el Maestro de Hierbas, el Curador, quien primero se movió. Subió por el sendero y se arrodilló junto a Thorion. —Mi señor —dijo—, mi amigo.

Bajo el montón de tela de la capa gris, sus manos encontraron tan sólo un montón de ropas y huesos secos y una vara rota.

—Esto es lo mejor, Thorion —dijo, pero estaba llorando.

El anciano Nombrador se acercó y le dijo a la mujer en la colina: —¿Quién eres?

—No sé cuál es mi otro nombre —le contestó ella. Habló tal como lo había hecho él, de la misma manera en que le había hablado al Invocador, en el Lenguaje de la Creación, la lengua que hablan los dragones.

Dio media vuelta y comenzó a subir la colina.

—Irian —dijo Azver, el Maestro de Formas—, ¿regresarás aquí con nosotros?

Ella se detuvo de golpe y dejó que él se acercara. —Lo haré, si me llamáis —respondió.

Estiró su mano y tocó la de él. Él tomó aire con algo de dificultad.

—¿Adonde irás? —le preguntó.

—Donde se encuentran los que me darán mi nombre. En el fuego, no en el agua. Donde está mi gente.

—Hacia el oeste —dijo él.

Y ella dijo: —Más allá del oeste.

Se dio media vuelta y luego comenzó a subir la colina atravesando la envolvente oscuridad. Cuando estaba ya más lejos de todos ellos, la vieron todos. Los fuertes e inmensos flancos dorados, la cola enroscada y puntiaguda, las garras, el aliento, que era un fuego brillante. En la cresta del collado se detuvo unos instantes, su larga cabeza se volvió para mirar lentamente toda la Isla de Roke, y su mirada se detuvo durante más tiempo en el Bosquecillo, ahora tan sólo una oscura imagen borrosa en la oscuridad. Luego, con un repiqueteo similar al temblor de unas hojas de metal, las amplias y emplumadas alas se abrieron y el dragón se elevó de repente en el aire, rodeó una vez el Collado de Roke y se fue volando.

Un rizo de fuego, una voluta de humo fue bajando hasta desaparecer en el aire oscuro.

Azver, el Maestro de Formas, estaba de pie con su mano izquierda sobre la derecha, la que la caricia de ella había quemado. Bajó la mirada y vio a los hombres, quienes seguían callados al pie de la colina, mirando fijamente la estela que dejara el dragón. —Bueno, amigos míos —les dijo—, ¿y ahora qué?

Sólo el Portero respondió. Dijo: —Creo que deberíamos ir a nuestra casa, y abrir sus puertas.

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