En realidad, cuando me senté en mi habitación e intenté concentrarme en la lectura del tercer acto de Macbeth, estaba atenta a ver si oía el motor de mi coche. Pensaba que podría escuchar el rugido del motor por encima del tamborileo de la lluvia, pero, cuando aparté la cortina para mirar de nuevo, apareció allí de repente.
No esperaba el viernes con especial interés, sólo consistía en reasumir mi vida sin expectativas. Hubo unos pocos comentarios, por supuesto. Jessica parecía tener un interés especial por comentar el tema, pero, por fortuna, Mike había mantenido el pico cerrado y nadie parecía saber nada de la participación de Edward. No obstante, Jessica me formuló un montón de preguntas acerca de mi almuerzo y en clase de Trigonometría me dijo:
– ¿Qué quería ayer Edward Cullen?
– No lo sé -respondí con sinceridad-. En realidad, no fue al grano.
– Parecías como enfadada -comentó a ver si me sonsacaba algo.
– ¿Sí? – mantuve el rostro inexpresivo.
– Ya sabes, nunca antes le había visto sentarse con nadie que no fuera su familia. Era extraño.
– Extraño en verdad -coincidí.
Parecía asombrada. Se alisó sus rizos oscuros con impaciencia. Supuse que esperaba escuchar cualquier cosa que le pareciera una buena historia que contar.
Lo peor del viernes fue que, a pesar de saber que él no iba a estar presente, aún albergaba esperanzas. Cuando entré en la cafetería en compañía de Jessica y Mike, no pude evitar mirar la mesa en la que Rosalie, Alice y Jasper se sentaban a hablar con las cabezas juntas. No pude contener la melancolía que me abrumó al comprender que no sabía cuánto tiempo tendría que esperar antes de volverlo a ver.
En mi mesa de siempre no hacían más que hablar de los planes para el día siguiente. Mike volvía a estar animado, depositaba mucha fe en el hombre del tiempo, que vaticinaba sol para el sábado. Tenía que verlo para creerlo, pero hoy hacía más calor, casi doce grados. Puede que la excursión no fuera del todo espantosa.
Intercepté unas cuantas miradas poco amistosas por parte de Lauren durante el almuerzo, hecho que no comprendí hasta que salimos juntas del comedor. Estaba justo detrás de ella, a un solo pie de su pelo rubio, lacio y brillante, y no se dio cuenta, desde luego, cuando oí que le murmuraba a Mike:
– No sé por qué Bella -sonrió con desprecio al pronunciar mi nombre- no se sienta con los Cullen de ahora en adelante.
Hasta ese momento no me había percatado de la voz tan nasal y estridente que tenía, y me sorprendió la malicia que destilaba. En realidad, no la conocía muy bien; sin duda, no lo suficiente para que me detestara…, o eso había pensado.
– Es mi amiga, se sienta con nosotros -le replicó en susurros Mike, con mucha lealtad, pero también de forma un poquito posesiva. Me detuve para permitir que Jessica y Angela me adelantaran. No quería oír nada más.
Durante la cena de aquella noche, Charlie parecía entusiasmado por mi viaje a La Push del día siguiente. Sospecho que se sentía culpable por dejarme sola en casa los fines de semana, pero había pasado demasiados años forjando unos hábitos para romperlos ahora. Conocía los nombres de todos los chicos que iban, por supuesto, y los de sus padres y, probablemente, también los de sus tatarabuelos. Parecía aprobar la excursión. Me pregunté si aprobaría mi plan de ir en coche a Seattle con Edward Cullen. Tampoco se lo iba a decir.
– Papá -pregunté como por casualidad-, ¿conoces un lugar llamado Goat Rocks, o algo parecido? Creo que está al sur del monte Rainier.
– Sí… ¿Por qué?
Me encogí de hombros.
– Algunos chicos comentaron la posibilidad de acampar allí.
– No es buen lugar para acampar -parecía sorprendido-. Hay demasiados osos. La mayoría de la gente acude allí durante la temporada de caza.
– Oh -murmuré-, tal vez haya entendido mal el nombre.
Pretendía dormir hasta tarde, pero un insólito brillo me despertó. Abrí los ojos y vi entrar a chorros por la ventana una límpida luz amarilla. No me lo podía creer. Me apresuré a ir a la ventana para comprobarlo, y efectivamente, allí estaba el sol. Ocupaba un lugar equivocado en el cielo, demasiado bajo, y no parecía tan cercano como de costumbre, pero era el sol, sin duda. Las nubes se congregaban en el horizonte, pero en el medio del cielo se veía una gran área azul. Me demoré en la ventana todo lo que pude, temerosa de que el azul del cielo volviera a desaparecer en cuanto me fuera.
La tienda de artículos deportivos olímpicos de Newton se situaba al extremo norte del pueblo. La había visto con anterioridad, pero nunca me había detenido allí al no necesitar ningún artículo para estar al aire libre durante mucho tiempo. En el aparcamiento reconocí el Suburban de Mike y el Sentra de Tyler. Vi al grupo alrededor de la parte delantera del Suburban mientras aparcaba junto a ambos vehículos. Eric estaba allí en compañía de otros dos chicos con los que compartía clases; estaba casi segura de que se llamaban Ben y Conner. Jess también estaba, flanqueada por Angela y Lauren. Las acompañaban otras tres chicas, incluyendo una a la que recordaba haberle caído encima durante la clase de gimnasia del viernes. Esta me dirigió una mirada asesina cuando bajé del coche, y le susurró algo a Lauren, que se sacudió la dorada melena y me miró con desdén.
De modo que aquél iba a ser uno de esos días.
Al menos Mike se alegraba de verme.
– ¡Has venido! -gritó encantado-. ¿No te dije que hoy iba a ser un día soleado?
– Y yo te dije que iba a venir -le recordé.
– Sólo nos queda esperar a Lee y a Samantha, a menos que tú hayas invitado a alguien -agregó.
– No -mentí con desenvoltura mientras esperaba que no me descubriera y deseando al mismo tiempo que ocurriese un milagro y apareciera Edward.
Mike pareció satisfecho.
– ¿Montarás en mi coche? Es eso o la minifurgoneta de la madre de Lee.
– Claro.
Sonrió gozoso. ¡Qué fácil era hacer feliz a Mike!
– Podrás sentarte junto a la ventanilla -me prometió. Oculté mi mortificación. No resultaba tan sencillo hacer felices a Mike y a Jessica al mismo tiempo. Ya la veía mirándonos ceñuda.
No obstante, el número jugaba a mi favor. Lee trajo a otras dos personas más y de repente se necesitaron todos los asientos. Me las arreglé para situar a Jessica en el asiento delantero del Suburban, entre Mike y yo. Mike podía haberse comportado con más elegancia, pero al menos Jess parecía aplacada.
Entre La Push y Forks había menos de veinticinco kilómetros de densos y vistosos bosques verdes que bordeaban la carretera. Debajo de los mismos serpenteaba el caudaloso río Quillayute. Me alegré de tener el asiento de la ventanilla. Giré la manivela para bajar el cristal -el Suburban resultaba un poco claustrofóbico con nueve personas dentro- e intenté absorber tanta luz solar como me fue posible.
Había visto las playas que rodeaban La Push muchas veces durante mis vacaciones en Forks con Charlie, por lo que ya me había familiarizado con la playa en forma de media luna de más de kilómetro y medio de First Beach. Seguía siendo impresionante. El agua de un color gris oscuro, incluso cuando la bañaba la luz del sol, aparecería coronada de espuma blanca mientras se mecía pesadamente hacia la rocosa orilla gris. Las paredes de los escarpados acantilados de las islas se alzaban sobre las aguas del malecón metálico. Estos alcanzaban alturas desiguales y estaban coronados por austeros abetos que se elevaban hacia el cielo. La playa sólo tenía una estrecha franja de auténtica arena al borde del agua, detrás de la cual se acumulaban miles y miles de rocas grandes y lisas que, a lo lejos, parecían de un gris uniforme, pero de cerca tenían todos los matices posibles de una piedra: terracota, verdemar, lavanda, celeste grisáceo, dorado mate. La marca que dejaba la marea en la playa estaba sembrada de árboles de color ahuesado -a causa de la salinidad marina- arrojados a la costa por las olas.
Una fuerte brisa soplaba desde el mar, frío y salado. Los pelícanos flotaban sobre las ondulaciones de la marea mientras las gaviotas y un águila solitaria las sobrevolaban en círculos. Las nubes seguían trazando un círculo en el firmamento, amenazando con invadirlo de un momento a otro, pero, por ahora, el sol seguía brillando espléndido con su halo luminoso en el azul del cielo.
Elegimos un camino para bajar a la playa. Mike nos condujo hacia un círculo de lefios arrojados a la playa por la marea. Era obvio que los habían utilizado antes para acampadas como la nuestra. En el lugar ya se veía el redondel de una fogata cubierto con cenizas negras. Eric y el chico que, según creía, se llamaba Ben recogieron ramas rotas de los montones más secos que se apilaban al borde del bosque, y pronto tuvimos una fogata con forma de tipi encima de los viejos rescoldos.
– ¿Has visto alguna vez una fogata de madera varada en la playa? -me preguntó Mike.
Me sentaba en un banco de color blanquecino. En el otro extremo se congregaban las demás chicas, que chismorreaban animadamente. Mike se arrodilló junto a la hoguera y encendió una rama pequeña con un mechero.
– No -reconocí mientras él lanzaba con precaución la rama en llamas contra el tipi.
– Entonces, te va a gustar… Observa los colores.
Prendió otra ramita y la depositó junto a la primera. Las llamas comenzaron a lamer con rapidez la lefia seca.
– ¡Es azul! -exclamé sorprendida.
– Es a causa de la sal. ¿Precioso, verdad?
Encendió otra más y la colocó allí donde el fuego no había prendido y luego vino a sentarse a mi lado. Por fortuna, Jessica estaba junto a él, al otro lado. Se volvió hacia Mike y reclamó su atención. Contemplé las fascinantes llamas verdes y azules que chisporroteaban hacia el cielo.
Después de media hora de cháchara, algunos chicos quisieron dar una caminata hasta las marismas cercanas. Era un dilema. Por una parte, me encantan las pozas que se forman durante la bajamar. Me han fascinado desde niña; era una de las pocas cosas que me hacían ilusión cuando debía venir a Forks, pero, por otra, también me caía dentro un montón de veces. No es un buen trago cuando se tiene siete años y estás con tu padre. Eso me recordó la petición de Edward, de que no me cayera al mar.
Lauren fue quien decidió por mí. No quería caminar, ya que calzaba unos zapatos nada adecuados para hacerlo. La mayoría de las otras chicas, incluidas Jessica y Angela, decidieron quedarse también en la playa. Esperé a que Tyler y Eric se hubieran comprometido a acompañarlas antes de levantarme con sigilo para unirme al grupo de caminantes. Mike me dedicó una enorme sonrisa cuando vio que también iba.
La caminata no fue demasiado larga, aunque me fastidiaba perder de vista el cielo al entrar en el bosque. La luz verde de éste difícilmente podía encajar con las risas juveniles, era demasiado oscuro y aterrador para estar en armonía con las pequeñas bromas que se gastaban a mí alrededor. Debía vigilar cada paso que daba con sumo cuidado para evitar las raíces del suelo y las ramas que había sobre mi cabeza, por lo que no tardé en rezagarme. Al final me adentré en los confines esmeraldas de la foresta y encontré de nuevo la rocosa orilla. Había bajado la marea y un río fluía a nuestro lado de camino hacia el mar. A lo largo de sus orillas sembradas de guijarros había pozas poco profundas que jamás se secaban del todo. Eran un hervidero de vida.
Tuve buen cuidado de no inclinarme demasiado sobre aquellas lagunas naturales. Los otros fueron más intrépidos, brincaron sobre las rocas y se encaramaron a los bordes de forma precaria. Localicé una piedra de apariencia bastante estable en los aledaños de una de las lagunas más grandes y me senté con cautela, fascinada por el acuario natural que había a mis pies. Ramilletes de brillantes anémonas se ondulaban sin cesar al compás de la corriente invisible. Conchas en espiral rodaban sobre los repliegues en cuyo interior se ocultaban los cangrejos. Una estrella de mar inmóvil se aferraba a las rocas, mientras una rezagada anguila pequeña de estrías blancas zigzagueaba entre los relucientes juncos verdes a la espera de la pleamar. Me quedé completamente absorta, a excepción de una pequeña parte de mi mente, que se preguntaba qué estaría haciendo ahora Edward e intentaba imaginar lo que diría de estar aquí conmigo.
Finalmente, los muchachos sintieron apetito y me levanté con rigidez para seguirlos de vuelta a la playa. En esta ocasión intenté seguirles el ritmo a través del bosque, por lo que me caí unas cuantas veces, cómo no. Me hice algunos rasguños poco profundos en las palmas de las manos, y las rodillas de mis vaqueros se riñeron de verdín, pero podía haber sido peor.
Cuando regresamos a First Beach, el grupo que habíamos dejado se había multiplicado. Al acercarnos pude ver el lacio y reluciente pelo negro y la piel cobriza de los recién llegados, unos adolescentes de la reserva que habían acudido para hacer un poco de vida social.
La comida ya había empezado a repartirse, y los chicos se apresuraron para pedir que la compartieran mientras Eric nos presentaba al entrar en el círculo de la fogata. Angela y yo fuimos las últimas en llegar y me di cuenta de que el más joven de los recién llegados, sentado sobre las piedras cerca del fuego, alzó la vista para mirarme con interés cuando Eric pronunció nuestros nombres. Me senté junto a Angela, y Mike nos trajo unos sandwiches y una selección de refrescos para que eligiéramos mientras el chico que tenía aspecto de ser el mayor de los visitantes pronunciaba los nombres de los otros siete jóvenes que lo acompañaban. Todo lo que pude comprender es que una de las chicas también se llamaba Jessica y que el muchacho cuya atención había despertado respondía al nombre de Jacob.
Resultaba relajante sentarse con Angela, era una de esas personas sosegadas que no sentían la necesidad de llenar todos los silencios con cotorreos. Me dejó cavilar tranquilamente sin molestarme mientras comíamos. Pensaba de qué forma tan deshilvanada transcurría el tiempo en Forks; a veces pasaba como en una nebulosa, con unas imágenes únicas que sobresalían con mayor claridad que el resto, mientras que en otras ocasiones cada segundo era relevante y se grababa en mi mente. Sabía con exactitud qué causaba la diferencia y eso me perturbaba.
Las nubes comenzaron a avanzar durante el almuerzo. Se deslizaban por el cielo azul y ocultaban de forma fugaz y momentánea el sol, proyectando sombras alargadas sobre la playa y oscureciendo las olas. Los chicos comenzaron a alejarse en duetos y tríos cuando terminaron de comer. Algunos descendieron hasta el borde del mar para jugar a la cabrilla lanzando piedras sobre la superficie agitada del mismo. Otros se congregaron para efectuar una segunda expedición a las pozas. Mike, con Jessica convertida en su sombra, encabezó otra a la tienda de la aldea. Algunos de los nativos los acompañaron y otros se fueron a pasear. Para cuando se hubieron dispersado todos, me había quedado sentada sola sobre un leño, con Lauren y Tyler muy ocupados con un reproductor de CD que alguien había tenido la ocurrencia de traer, y tres adolescentes de la reserva situados alrededor del fuego, incluyendo al jovencito llamado Jacob y al más adulto, el que había actuado de portavoz.
A los pocos minutos, Angela se fue con los paseantes y Jacob acudió andando despacio para sentarse en el sitio libre que aquélla había dejado a mi lado. A juzgar por su aspecto debería tener catorce, tal vez quince años. Llevaba el brillante pelo largo recogido con una goma elástica en la nuca. Tenía una preciosa piel sedosa de color rojizo y ojos oscuros sobre los pómulos pronunciados. Aún quedaba un ápice de la redondez de la infancia alrededor de su mentón. En suma, tenía un rostro muy bonito. Sin embargo, sus primeras palabras estropearon aquella impresión positiva.
– Tú eres Isabella Swan, ¿verdad?
Aquello era como empezar otra vez el primer día del instituto.
– Bella -dije con un suspiro.
– Me llamo Jacob Black -me tendió la mano con gesto amistoso-. Tú compraste el coche de mi papá.
– Oh-dije aliviada mientras le estrechaba la suave mano-. Eres el hijo de Billy. Probablemente debería acordarme de ti.
– No, soy el benjamín… Deberías acordarte de mis hermanas mayores.
– Rachel y Rebecca -recordé de pronto.
Charlie y Billy nos habían abandonado juntas muchas veces para mantenernos ocupadas mientras pescaban. Todas éramos demasiado tímidas para hacer muchos progresos como amigas. Por supuesto, había montado las suficientes rabietas para terminar con las excursiones de pesca cuando tuve once años.
– ¿Han venido? -inquirí mientras examinaba a las chicas que estaban al borde del mar preguntándome si sería capaz; de reconocerlas ahora.
– No -Jacob negó con la cabeza-. Rachel tiene una beca del Estado de Washington y Rebecca se casó con un surfista samoano. Ahora vive en Hawai.
– ¿Está casada? Vaya -estaba atónita. Las gemelas apenas tenían un año más que yo.
– ¿Qué tal te funciona el monovolumen? -preguntó.
– Me encanta, y va muy bien.
– Sí, pero es muy lento -se rió-. Respiré aliviado cuando Charlie lo compró. Papá no me hubiera dejado ponerme a trabajar en la construcción de otro coche mientras tuviéramos uno en perfectas condiciones.
– No es tan lento -objeté.
– ¿Has intentado pasar de sesenta?
– No.
– Bien. No lo hagas.
Esbozó una amplia sonrisa y no pude evitar devolvérsela.
– Eso lo mejora en caso de accidente -alegué en defensa de mi automóvil.
– Dudo que un tanque pudiera con ese viejo dinosaurio -admitió entre risas.
– Así que fabricas coches… -comenté, impresionada.
– Cuando dispongo de tiempo libre y de piezas. ¿No sabrás por un casual dónde puedo adquirir un cilindro maestro para un Volkswagen Rabbit del ochenta y seis? -añadió jocosamente. Tenía una voz amable y ronca.
– Lo siento -me eché a reír-. No he visto ninguno últimamente, pero estaré ojo avizor para avisarte.
Como si yo supiera qué era eso. Era muy fácil conversar con él. Exhibió una sonrisa radiante y me contempló en señal de apreciación, de una forma que había aprendido a reconocer. No fui la única que se dio cuenta.
– ¿Conoces a Bella, Jacob? -preguntó Lauren desde el otro lado del fuego con un tono que yo imaginé como insolente.
– En cierto modo, hemos sabido el uno del otro desde que nací -contestó entre risas, y volvió a sonreírme.
– ¡Qué bien!
No parecía que fuera eso lo que pensara, y entrecerró sus pálidos ojos de besugo.
– Bella -me llamó de nuevo mientras estudiaba con atención mi rostro-, le estaba diciendo a Tyler que es una pena que ninguno de los Cullen haya venido hoy. ¿Nadie se ha acordado de invitarlos?
Su expresión preocupada no era demasiado convincente.
– ¿Te refieres a la familia del doctor Carlisle Cullen? -preguntó el mayor de los chicos de la reserva antes de que yo pudiera responder, para gran irritación de Lauren. En realidad, tenía más de hombre que de niño y su voz era muy grave.
– Sí, ¿los conoces? -preguntó con gesto condescendiente, volviéndose en parte hacia él.
– Los Cullen no vienen aquí -respondió en un tono que daba el tema por zanjado e ignorando la pregunta de Lauren.
Tyler le preguntó a Lauren qué le parecía el CD que sostenía en un intento de recuperar su atención. Ella se distrajo.
Contemplé al desconcertante joven de voz profunda, pero él miraba a lo lejos, hacia el bosque umbrío que teníamos detrás de nosotros. Había dicho que los Cullen no venían aquí, pero el tono empleado dejaba entrever algo más, que no se les permitía, que lo tenían prohibido. Su actitud me causó una extraña impresión que intenté ignorar sin éxito. Jacob interrumpió el hilo de mis cavilaciones.
– ¿Aún te sigue volviendo loca Forks?
– Bueno, yo diría que eso es un eufemismo -hice una mueca y él sonrió con comprensión.
Le seguía dando vueltas al breve comentario sobre los Cullen y de repente tuve una inspiración. Era un plan estúpido, pero no se me ocurría nada mejor. Albergaba la esperanza de que el joven Jacob aún fuera inexperto con las chicas, por lo que no vería lo penoso de mis intentos de flirteo.
– ¿Quieres bajar a dar un paseo por la playa conmigo? -le pregunté mientras intentaba imitar la forma en que Edward me miraba a través de los párpados. No iba a causar el mismo efecto, estaba segura, pero Jacob se incorporó de un salto con bastante predisposición.
Las nubes terminaron por cerrar filas en el cielo, oscureciendo las aguas del océano y haciendo descender la temperatura, mientras nos dirigíamos hacia el norte entre rocas de múltiples tonalidades, en dirección al espigón de madera. Metí las manos en los bolsillos de mi chaquetón.
– De modo que tienes… ¿dieciséis años? -le pregunté al tiempo que intentaba no parecer una idiota cuando parpadeé como había visto hacer a las chicas en la televisión.
– Acabo de cumplir quince -confesó adulado.
– ¿De verdad? -mi rostro se llenó de una falsa expresión de sorpresa-. Hubiera jurado que eras mayor.
– Soy alto para mi edad -explicó.
– ¿Subes mucho a Forks? -pregunté con malicia, simulando esperar un sí por respuesta. Me vi como una tonta y temí que, disgustado, se diera la vuelta tras acusarme de ser una farsante, pero aún parecía adulado.
– No demasiado -admitió con gesto de disgusto-, pero podré ir las veces que quiera en cuanto haya terminado el coche… y tenga el carné -añadió.
– ¿Quién era ese otro chico con el que hablaba Lauren? Parecía un poco viejo para andar con nosotros -me incluí a propósito entre los más jóvenes en un intento de dejarle claro que le prefería a él.
– Es Sam y tiene diecinueve años -me informó Jacob.
– ¿Qué era lo que decía sobre la familia del doctor? -pregunté con toda inocencia.
– ¿Los Cullen? Se supone que no se acercan a la reserva.
Desvió la mirada hacia la Isla de James mientras confirmaba lo que creía haber oído de labios de Sam.
– ¿Por qué no?
Me devolvió la mirada y se mordió el labio.
– Vaya. Se supone que no debo decir nada.
– Oh, no se lo voy a contar a nadie. Sólo siento curiosidad.
Probé a esbozar una sonrisa tentadora al tiempo que me preguntaba si no me estaba pasando un poco, aunque él me devolvió la sonrisa y pareció tentado. Luego enarcó una ceja y su voz fue más ronca cuando me preguntó con tono agorero:
¿-Te gustan las historias de miedo?
– Me encantan -repliqué con entusiasmo, esforzándome para engatusarlo.
Jacob paseó hasta un árbol cercano varado en la playa cuyas raíces sobresalían como las patas de una gran araña blancuzca. Se apoyó levemente sobre una de las raíces retorcidas mientras me sentaba a sus pies, apoyándome sobre el tronco. Contempló las rocas. Una sonrisa pendía de las comisuras de sus labios carnosos y supe que iba a intentar hacerlo lo mejor que pudiera. Me esforcé para que se notara en mis ojos el vivo interés que yo sentía.
¿-Conoces alguna de nuestras leyendas ancestrales? -comenzó-. Me refiero a nuestro origen, el de los quileutes.
– En realidad, no -admití.
– Bueno, existen muchas leyendas. Se afirma que algunas se remontan al Diluvio. Supuestamente, los antiguos quileutes amarraron sus canoas a lo alto de los árboles más grandes de las montañas para sobrevivir, igual que Noé y el arca -me sonrió para demostrarme el poco crédito que daba a esas historias-. Otra leyenda afirma que descendemos de los lobos, y que éstos siguen siendo nuestros hermanos. La ley de la tribu prohíbe matarlos.
»Y luego están las historias sobre los fríos.
– ¿Los fríos? -pregunté sin esconder mi curiosidad.
– Sí. Las historias de los fríos son tan antiguas como las de los lobos, y algunas son mucho más recientes. De acuerdo con la leyenda, mi propio tatarabuelo conoció a algunos de ellos. Fue él quien selló el trato que los mantiene alejados de nuestras tierras.
Entornó los ojos.
– ¿Tu tatarabuelo? -le animé.
– Era el jefe de la tribu, como mi padre. Ya sabes, los fríos son los enemigos naturales de los lobos, bueno, no de los lobos en realidad, sino de los lobos que se convierten en hombres, como nuestros ancestros. Tú los llamarías licántropos.
– ¿Tienen enemigos los hombres lobo?
– Sólo uno.
Lo miré con avidez, confiando en hacer pasar mi impaciencia por admiración. Jacob prosiguió:
– Ya sabes, los fríos han sido tradicionalmente enemigos nuestros, pero el grupo que llegó a nuestro territorio en la época de mi tatarabuelo era diferente. No cazaban como lo hacían los demás y no debían de ser un peligro para la tribu, por lo que mi antepasado llegó a un acuerdo con ellos. No los delataríamos a los rostros pálidos si prometían mantenerse lejos de nuestras tierras.
Me guiñó un ojo.
– Si no eran peligrosos, ¿por qué…? -intenté comprender al tiempo que me esforzaba por ocultarle lo seriamente que me estaba tomando esta historia de fantasmas.
– Siempre existe un riesgo para los humanos que están cerca de los fríos, incluso si son civilizados como ocurría con este clan -instiló un evidente tono de amenaza en su voz de forma deliberada-. Nunca se sabe cuándo van a tener demasiada sed como para soportarla.
– ¿A qué te refieres con eso de «civilizados»?
– Sostienen que no cazan hombres. Supuestamente son capaces de sustituir a los animales como presas en lugar de hombres.
Intenté conferir a mi voz un tono lo más casual posible.
– ¿Y cómo encajan los Cullen en todo esto? ¿Se parecen a los fríos que conoció tu tatarabuelo?
– No -hizo una pausa dramática-. Son los mismos.
Debió de creer que la expresión de mi rostro estaba provocada por el pánico causado por su historia. Sonrió complacido y continuó:
– Ahora son más, otro macho y una hembra nueva, pero el resto son los mismos. La tribu ya conocía a su líder, Carlisle, en tiempos de mi antepasado. Iba y venía por estas tierras incluso antes de que llegara tu gente.
Reprimió una sonrisa.
– ¿Y qué son? ¿Qué son los fríos?
Sonrió sombríamente.
– Bebedores de sangre -replicó con voz estremecedora-. Tu gente los llama vampiros.
Permanecí contemplando el mar encrespado, no muy segura de lo que reflejaba mi rostro.
– Se te ha puesto la carne de gallina -rió encantado.
– Eres un estupendo narrador de historias -le felicité sin apartar la vista del oleaje.
– El tema es un poco fantasioso, ¿no? Me pregunto por qué papá no quiere que hablemos con nadie del asunto.
Aún no lograba controlar la expresión del rostro lo suficiente como para mirarle.
– No te preocupes. No te voy a delatar.
– Supongo que acabo de violar el tratado -se rió.
– Me llevaré el secreto a la tumba -le prometí, y entonces me estremecí.
– En serio, no le digas nada a Charlie. Se puso hecho una furia con mi padre cuando descubrió que algunos de nosotros no íbamos al hospital desde que el doctor Cullen comenzó a trabajar allí.
– No lo haré, por supuesto que no.
– ¿Qué? ¿Crees que somos un puñado de nativos supersticiosos? -preguntó con voz juguetona, pero con un deje de precaución. Yo aún no había apartado los ojos del mar, por lo que me giré y le sonreí con la mayor normalidad posible.
– No. Creo que eres muy bueno contando historias de miedo. Aún tengo los pelos de punta.
– Genial.
Sonrió. Entonces el entrechocar de los guijarros nos alertó de que alguien se acercaba. Giramos las cabezas al mismo tiempo para ver a Mike y a Jessica caminando en nuestra dirección a unos cuarenta y cinco metros.
– Ah, estás ahí, Bella -gritó Mike aliviado mientras movía el brazo por encima de su cabeza.
– ¿Es ése tu novio? -preguntó Jacob, alertado por los celos de la voz de Mike. Me sorprendió que resultase tan obvio.
– No, definitivamente no -susurré.
Le estaba tremendamente agradecida a Jacob y deseosa de hacerle lo más feliz posible. Le guiñé el ojo, girándome de espaldas con cuidado antes de hacerlo. El sonrió, alborozado por mi torpe flirteo.
– Cuando tenga el carné… -comenzó.
– Tienes que venir a verme a Forks. Podríamos salir alguna vez -me sentí culpable al decir esto, sabiendo que lo había utilizado, pero Jacob me gustaba de verdad. Era alguien de quien podía ser amiga con facilidad.
Mike llegó a nuestra altura, con Jessica aún a pocos pasos detrás. Vi cómo evaluaba a Jacob con la mirada y pareció satisfecho ante su evidente juventud.
– ¿Dónde has estado? -me preguntó pese a tener la respuesta delante de él.
– Jacob me acaba de contar algunas historias locales -le dije voluntariamente-. Ha sido muy interesante.
Sonreí a Jacob con afecto y él me devolvió la sonrisa.
– Bueno -Mike hizo una pausa, reevaluando la situación al comprobar nuestra complicidad-. Estamos recogiendo. Parece que pronto va a empezar a llover.
Todos alzamos la mirada al cielo encapotado. Sin duda, estaba a punto de llover.
– De acuerdo -me levanté de un salto-, voy.
– Ha sido un placer volver a verte -dijo Jacob, mofándose un poco de Mike.
– La verdad es que sí. La próxima vez que Charlie baje a ver a Billy, yo también vendré -prometí.
Su sonrisa se ensanchó.
– Eso sería estupendo.
– Y gracias -añadí de corazón.
Me calé la capucha en cuanto empezamos a andar con paso firme entre las rocas hacia el aparcamiento. Habían comenzado a caer unas cuantas gotas, formando marcas oscuras sobre las rocas en las que impactaban. Cuando llegamos al coche de Mike, los otros ya regresaban de vuelta, cargando con todo. Me deslicé al asiento trasero junto a Angela y Tyler, anunciando que ya había gozado de mi turno junto a la ventanilla. Angela se limitó a mirar por la ventana a la creciente tormenta y Lauren se removió en el asiento del centro para copar la atención de Tyler, por lo que sólo pude reclinar la cabeza sobre el asiento, cerrar los ojos e intentar no pensar con todas mis fuerzas.