MENTE VERSUS CUERPO

Tuve que admitir que Edward conducía bien cuando iba a una velocidad razonable. Como tantas otras cosas, la conducción no parecía requerirle ningún esfuerzo. Aunque apenas miraba a la carretera, los neumáticos nunca se desviaban más de un centímetro del centro de la senda. Conducía con una mano, sosteniendo la mía con la otra. A veces fijaba la vista en el sol poniente, otras en mí, en mi rostro, en mi pelo expuesto al viento que entraba por la ventana abierta, en nuestras manos unidas.

Había cambiado el dial de la radio para sintonizar una emisora de viejos éxitos y cantaba una canción que no había oído en mi vida. Se sabía la letra entera.

– ¿Te gusta la música de los cincuenta?

– En los cincuenta, la música era buena, mucho mejor que la de los sesenta, y los setenta… ¡Buaj! -se estremeció-. Los ochenta fueron soportables.

– ¿Vas a decirme alguna vez cuántos años tienes? -pregunté, indecisa, sin querer arruinar su optimismo.

– ¿Importa mucho?

Para mi gran alivio, su sonrisa se mantuvo clara.

– No, pero me lo sigo preguntando… -hice una mueca-. No hay nada como un misterio sin resolver para mantenerte en vela toda la noche.

– Me pregunto si te perturbaría… -comentó para sí.

Fijó la mirada en el sol, pasaron los minutos y al final dije:

– Ponme a prueba.

Suspiró. Luego me miró a los ojos, olvidándose al parecer, y por completo, del camino durante un buen rato. Fuera lo que fuese lo que viera en ellos, debió de animarle. Clavó la vista en el sol -la luz del astro rey al ponerse arrancaba de su piel un centelleo similar al de los rubíes- y comenzó a hablar.

– Nací en Chicago en 1901 -hizo una pausa y me miró por el rabillo del ojo. Puse mucho cuidado en que mi rostro no mostrara sorpresa alguna, esperando el resto de la historia con paciencia. Esbozó una leve sonrisa y prosiguió-: Carlisle me encontró en un hospital en el verano de 1918. Tenía diecisiete años y me estaba muriendo de gripe española.

Me oyó inhalar bruscamente, aunque apenas era audible para mí misma. Volvió a mirar mis ojos.

– No me acuerdo muy bien. Sucedió hace mucho tiempo y los recuerdos humanos se desvanecen -se sumió en sus propios pensamientos durante un breve lapso de tiempo antes de continuar-. Recuerdo cómo me sentía cuando Carlisle me salvó. No es nada fácil ni algo que se pueda olvidar.

– ¿Y tus padres?

– Ya habían muerto a causa de la gripe. Estaba solo. Me eligió por ese motivo. Con todo el caos de la epidemia, nadie iba a darse cuenta de que yo había desaparecido.

– ¿Cómo…? ¿Cómo te salvó?

Transcurrieron varios segundos antes de que respondiera. Parecía estar eligiendo las palabras con sumo cuidado.

– Fue difícil. No muchos de nosotros tenemos el necesario autocontrol para conseguirlo, pero Carlisle siempre ha sido el más humano y compasivo de todos. Dudo que se pueda hallar uno igual a él en toda la historia -hizo una pausa-. Para mí, sólo fue muy, muy doloroso.

Supe que no iba a revelar más de ese tema por la forma en que fruncía los labios. Reprimí mi curiosidad, aunque estaba lejos de estar satisfecha. Había muchas cosas sobre las que necesitaba pensar respecto a ese tema en particular, cosas que surgían sobre la marcha. Sin duda alguna, su mente rápida ya había previsto todos los aspectos en los que me iba a eludir.

Su voz suave interrumpió el hilo de mis pensamientos:

– Actuó desde la soledad. Ésa es, por lo general, la razón que hay detrás de cada elección. Fui el primer miembro de la familia de Carlisle, aunque poco después encontró a Esme. Se cayó de un risco. La llevaron directamente a la morgue del hospital, aunque, nadie sabe cómo, su corazón seguía latiendo.

– Así pues, tienes que estar a punto de morir para convertirte en…

Nunca pronunciábamos esa palabra, y no lo iba a hacer ahora.

– No, eso es sólo en el caso de Carlisle. El jamás hubiera convertido a alguien que hubiera tenido otra alternativa -siempre que hablaba de su padre lo hacía con un profundo respeto-. Aunque, según él -continuó-, es más fácil si la sangre es débil.

Contempló la carretera, ahora a oscuras, y sentí que estaba a punto de zanjar el tema.

– ¿Y Emmett y Rosalie?

– La siguiente a quien Carlisle trajo a la familia fue Rosalie. Hasta mucho después no comprendí que albergaba la esperanza de que ella fuera para mí lo mismo que Esme para él. Se mostró muy cuidadoso en sus pensamientos sobre mí -puso los ojos en blanco-. Pero ella nunca fue más que una hermana y sólo dos años después encontró a Emmett. Rosalie iba de caza, en aquel tiempo íbamos a los Apalaches, y se topó con un oso que estaba a punto de acabar con él. Lo llevó hasta Carlisle durante ciento cincuenta kilómetros al temer que no fuera capaz de hacerlo por sí sola. Sólo ahora comienzo a intuir qué difícil fue ese viaje para ella.

Me dirigió una mirada elocuente y alzó nuestras manos, todavía entrelazadas, para acariciarme la mejilla con la base de la mano.

– Pero lo consiguió -le animé mientras desviaba la vista de la irresistible belleza de sus ojos.

– Sí -murmuró-. Rosalie vio algo en sus facciones que le dio la suficiente entereza, y llevan juntos desde entonces. A veces, viven separados de nosotros, como una pareja casada: cuanto más joven fingimos ser, más tiempo podemos permanecer en un lugar determinado. Forks parecía perfecto, de ahí que nos inscribiéramos en el instituto -se echó a reír-. Supongo que dentro de unos años vamos a tener que ir a su boda otra vez.

– ¿Y Alice y Jasper?

– Son dos criaturas muy extrañas. Ambos desarrollaron una conciencia, como nosotros la llamamos, sin ninguna guía o influencia externa. Jasper perteneció a otra familia… Una familia bien diferente. Se había deprimido y vagaba por su cuenta. Alice lo encontró. Al igual que yo, está dotada de ciertos dones superiores que están más allá de los propios de nuestra especie.

– ¿De verdad? -le interrumpí fascinada-. Pero tú dijiste que eras el único que podía oír el pensamiento de la gente.

– Eso es verdad. Alice sabe otras cosas, las ve… Ve cosas que podrían suceder, hechos venideros, pero todo es muy subjetivo. El futuro no está grabado en piedra. Las cosas cambian.

La mandíbula de Edward se tensó y me lanzó una mirada, pero la apartó tan deprisa que no quedé muy segura de si no lo habría imaginado.

– ¿Qué tipo de cosas ve?

– Vio a Jasper y supo que la estaba buscando antes de que él la conociera. Vio a Carlisle y a nuestra familia, y ellos acudieron a nuestro encuentro. Es más sensible hacia quienes no son humanos. Por ejemplo, siempre ve cuando se acerca otro clan de nuestra especie y la posible amenaza que pudiera suponer.

– ¿Hay muchos… de los tuyos?

Estaba sorprendida. ¿Cuántos podían estar entre nosotros sin ser detectados?

– No, no demasiados, pero la mayoría no se asienta en ningún lugar. Sólo pueden vivir entre los humanos por mucho tiempo los que, como nosotros, renuncian a dar caza a tu gente -me dirigió una tímida mirada-. Sólo hemos encontrado otra familia como la nuestra en un pueblecito de Alaska. Vivimos juntos durante un tiempo, pero éramos tantos que empezamos a hacernos notar. Los que vivimos de forma diferente tendemos a agruparnos.

– ¿Y el resto?

– Son nómadas en su mayoría. Todos hemos llevado esa vida alguna vez. Se vuelve tediosa, como casi todo, pero de vez en cuando nos cruzamos con los otros, ya que la mayoría preferimos el norte.

– ¿Por qué razón?

En aquel momento ya nos habíamos detenido en frente de mi casa y él había apagado el motor. Todo estaba oscuro y en calma. No había luna. Las luces del porche estaban apagadas, de ahí que supiera que mi padre aún no estaba en casa.

– ¿Has abierto los ojos esta tarde? -bromeó-. ¿Crees que podríamos caminar por las calles sin provocar accidentes de tráfico? Hay una razón por la que escogimos la Península de Olympic: es uno de los lugares menos soleados del mundo. Resultaba agradable poder salir durante el día. Ni te imaginas lo fatigoso que puede ser vivir de noche durante ochenta y tantos años.

– Entonces, ¿de ahí viene la leyenda?

– Probablemente.

– ¿Procedía Alice de otra familia, como Jasper?

– No, y es un misterio, ya que no recuerda nada de su vida humana ni sabe quién la convirtió. Despertó sola. Quienquiera que lo hiciese, se marchó, y ninguno de nosotros comprende por qué o cómo pudo hacerlo. Si Alice no hubiera tenido ese otro sentido, si no hubiera visto a Jasper y Carlisle y no hubiera sabido que un día se convertiría en una de nosotros, probablemente se hubiera vuelto una criatura totalmente salvaje.

Había tanto en qué pensar y quedaba tanto por preguntar… Pero, para gran vergüenza mía, me sonaron las tripas. Estaba tan intrigada que ni siquiera había notado el apetito que tenía. Ahora me daba cuenta de que tenía un hambre feroz.

– Lo siento, te estoy impidiendo cenar.

– Me encuentro bien, de veras.

– Jamás había pasado tanto tiempo en compañía de alguien que se alimentara de comida. Lo olvidé.

– Quiero estar contigo.

Era más fácil decirlo en la oscuridad al saber que la voz delataba mi irremediable atracción por él cada vez que hablaba.

– ¿No puedo entrar?

– ¿Te gustaría?

No me imaginaba a esa criatura divina sentándose en la zarrapastrosa silla de mi padre en la cocina.

– Sí, si no es un problema.

Le oí cerrar la puerta con cuidado y casi al instante ya estaba frente a la mía para abrirla.

– Muy humano -le felicité.

– Esa parte está emergiendo a la superficie, no cabe duda.

Caminó detrás de mí en la noche cerrada con tal sigilo que debía mirarlo a hurtadillas para asegurarme de que continuaba ahí. Desentonaba menos en la oscuridad. Seguía pálido y tan hermoso como un sueño, pero ya no era la fantástica criatura centelleante de nuestra tarde al sol.

Se me adelantó y me abrió la puerta. Me detuve en medio del umbral.

– ¿Estaba abierta?

– No, he usado la llave de debajo del alero.

Entré, encendí las luces del porche y lo miré enarcando las cejas. Estaba segura de no haber usado nunca esa llave delante de él.

– Sentía curiosidad por ti.

– ¿Me has espiado?

Sin saber por qué, no pude infundir a mi voz el adecuado tono de ultraje. Me sentía halagada y él no parecía arrepentido.

– ¿Qué otra cosa iba a hacer de noche?

Lo dejé correr por el momento y pasé del vestíbulo a la cocina. Ahí seguía, a mis espaldas, sin necesitar que lo guiara. Se sentó en la misma silla en la que había intentado imaginármelo. Su belleza iluminó la cocina. Transcurrieron unos instantes antes de que pudiera apartar los ojos de él.

Me concentré en prepararme la cena, tomando del frigorífico la lasaña de la noche anterior, poniendo una parte sobre un plato y calentándola en el microondas. Este empezó a girar, llenando la cocina de olor a tomate y orégano. No aparté los ojos de la comida mientras decía con indiferencia:

– ¿Con cuánta frecuencia?

– ¿Eh?

Parecía haberle cortado algún otro hilo de su pensamiento. Seguí sin girarme.

– ¿Con qué frecuencia has venido aquí?

– Casi todas las noches.

Aturdida, me di la vuelta.

– ¿Por qué?

– Eres interesante cuando duermes -explicó con total naturalidad-. Hablas en sueños.

– ¡No! -exclamé sofocada mientras una oleada de calor recorría todo mi rostro hasta llegar al cabello. Me agarré a la encimera de la cocina para sostenerme. Sabía que hablaba en sueños, por supuesto, mi madre siempre bromeaba al respecto, pero no había creído que fuera algo de lo que tuviera que preocuparme.

Su expresión pasó a ser de disgusto inmediatamente.

– ¿Estás muy enfadada conmigo?

– ¡Eso depende! -me senté, parecía como si me hubiera quedado sin aire.

Esperó y luego me urgió:

– ¿De qué?

– ¡De lo que hayas escuchado! -gemí.

Un momento después, sin hacer ruido, estaba a mi lado para tomarme las manos delicadamente entre las suyas.

– ¡No te disgustes! -suplicó.

Agachó el rostro hasta el nivel de mis ojos y sostuvo mi mirada. Estaba avergonzada, por lo que intenté apartarla.

– Echas de menos a tu madre -susurró-. Te preocupas por ella, y cuando llueve, el sonido hace que te revuelvas inquieta. Solías hablar mucho de Phoenix, pero ahora lo haces con menos frecuencia. En una ocasión dijiste: «Todo es demasiado verde».

Se rió con suavidad, a la espera, y pude ver que era para no ofenderme aún más.

– ¿Alguna otra cosa? -exigí saber.

Supuso lo que yo quería descubrir y admitió:

– Pronunciaste mi nombre.

Frustrada, suspiré.

– ¿Mucho?

– Exactamente, ¿cuántas veces entiendes por «mucho»?

– Oh, no.

Bajé la cabeza, pero él la atrajo contra su pecho con suave naturalidad.

– No te acomplejes -me susurró al oído-. Si pudiera soñar, sería contigo. Y no me avergonzaría de ello.

En ese momento, ambos oímos el sonido de unas llantas sobre los ladrillos del camino de entrada a la casa y vimos las luces-delanteras que nos llegaban desde el vestíbulo a través de las ventanas frontales. Me envaré en sus brazos.

– ¿Debería saber tu padre que estoy aquí? -preguntó.

– Yo… -intenté pensar con rapidez-. No estoy segura…

– En otra ocasión, entonces.

Y me quedé sola.

– ¡Edward! -le llamé, intentando no gritar.

Escuché una risita espectral y luego, nada más.

Mi padre hizo girar la llave de la puerta.

– ¿Bella? -me llamó. Eso me hubiera molestado antes. ¿Quién más podía haber? De repente, Charlie me parecía totalmente fuera de lugar.

– Estoy aquí.

Esperaba que no apreciara la nota histérica de mi voz. Tomé mi cena del microondas y me senté a la mesa mientras él entraba. Después de pasar el día con Edward, sus pasos parecían estrepitosos.

– ¿Me puedes preparar un poco de eso? Estoy hecho polvo.

Charlie se detuvo para quitarse las botas, apoyándose sobre el respaldo de la silla para ayudarse.

Puse mi cena en mi sitio para zampármela en cuanto le hubiera preparado la suya. Me escocía la lengua. Mientras se calentaba la lasaña de Charlie, llené dos vasos de leche y bebí un trago del mío para mitigar la quemazón. Advertí que me temblaba el pulso cuando vi que la leche se agitaba al dejar el vaso. Mi padre se sentó en la silla. El contraste entre él y su antiguo ocupante resultaba cómico.

– Gracias -dijo mientras le servía la comida en la mesa.

– ¿Qué tal te ha ido el día? -pregunté con precipitación. Me moría de ganas de escaparme a mi habitación.

– Bien. Los peces picaron… ¿Qué tal tú? ¿Hiciste todo lo que querías hacer?

– En realidad, no -mordí otro gran pedazo de lasaña-. Se estaba demasiado bien fuera como para quedarse en casa.

– Ha sido un gran día -coincidió.

Eso es quedarse corto, pensé en mi fuero interno.

Di buena cuenta del último trozo de lasaña, alcé el vaso y me bebí de un trago lo que quedaba de leche. Charlie me sorprendió al ser tan observador cuando preguntó:

– ¿Tienes prisa?

– Sí, estoy cansada. Me voy a acostar pronto.

– Pareces nerviosa -comentó.

¡Ay! ¿Por qué? ¿Por qué ha tenido que ser justamente esta noche la que ha elegido para fijarse en mí?

– ¿De verdad? -fue todo lo que conseguí contestar.

Fregué rápidamente los platos en la pila y para que se secaran los puse bocabajo sobre un trapo de cocina.

– Es sábado -musitó.

No le respondí, pero de repente preguntó:

– ¿No tienes planes para esta noche?

– No, papá, sólo quiero dormir un poco.

– Ninguno de los chicos del pueblo es tu tipo, ¿verdad?

Charlie recelaba, pero intentaba actuar con frialdad.

– No. Ningún chico me ha llamado aún la atención.

Me cuidé mucho de enfatizar la palabra chico, sin dejarme llevar por mi deseo de ser sincera con Charlie.

– Pensé que tal vez el tal Mike Newton… Dijiste que era simpático.

– Sólo es un amigo, papá.

– Bueno, de todos modos, eres demasiado buena para todos ellos. Aguarda a que estés en la universidad para empezar a mirar.

El sueño de cada padre es que su hija esté ya fuera de casa antes de que se le disparen las hormonas.

– Me parece una buena idea -admití mientras me dirigía escaleras arriba.

– Buenas noches, cielo -se despidió. Sin duda, iba a estar con el oído atento toda la noche, a la espera de atraparme intentando salir a hurtadillas.

– Te veo mañana, papá.

Te veo esta noche cuando te deslices a medianoche para comprobar si sigo ahí.

Me esforcé en que el ruido de mis pasos pareciera lento y cansado cuando subí las escaleras hacia mi dormitorio. Cerré la puerta con la suficiente fuerza para que mi padre lo oyera y luego me precipité hacia la ventana andando de puntillas. La abrí de un tirón y me asomé, escrutando las oscuras e impenetrables sombras de los árboles.

– ¿Edward? -susurré, sintiéndome completamente idiota.

La tranquila risa de respuesta procedía de detrás de mí.

– ¿Sí?

Me giré bruscamente al tiempo que, como reacción a la sorpresa, me llevaba una mano a la garganta.

Sonriendo de oreja a oreja, yacía tendido en mi cama con las manos detrás de la nuca y los pies colgando por el otro extremo. Era la viva imagen de la despreocupación.

– ¡Oh! -musité insegura, sintiendo que me desplomaba sobre el suelo.

– Lo siento.

Frunció los labios en un intento de ocultar su regocijo.

– Dame un minuto para que me vuelva a latir el corazón.

Se incorporó despacio para no asustarme de nuevo. Luego, ya sentado, se inclinó hacia delante y extendió sus largos brazos para recogerme, sujetándome por los brazos como a un niño pequeño que empieza a andar. Me sentó en la cama junto a él.

– ¿Por qué no te sientas conmigo? -sugirió, poniendo su fría mano sobre la mía-. ¿Cómo va el corazón?

– Dímelo tú… Estoy segura de que lo escuchas mejor que yo.

Noté que su risa sofocada sacudía la cama.

Nos sentamos ahí durante un momento, escuchando ambos los lentos latidos de mi corazón. Se me ocurrió pensar en el hecho de tener a Edward en mi habitación estando mi padre en casa.

– ¿Me concedes un minuto para ser humana?

– Desde luego.

Me indicó con un gesto de la mano que procediera.

– No te muevas -le dije, intentando parecer severa.

– Sí, señorita.

Y me hizo una demostración de cómo convertirse en una estatua sobre el borde de mi cama.

Me incorporé de un salto, recogí mi pijama del suelo y mi neceser de aseo del escritorio. Dejé la luz apagada y me deslicé fuera, cerrando la puerta al salir.

Oí subir por las escaleras el sonido del televisor. Cerré con fuerza la puerta del baño para que Charlie no subiera a molestarme.

Tenía la intención de apresurarme. Me cepillé los dientes casi con violencia en un intento de ser minuciosa y rápida a la hora de eliminar todos los restos de lasaña. Pero no podía urgir al agua caliente de la ducha, que me relajó los músculos de la espalda y me calmó el pulso. El olor familiar de mi champú me hizo sentirme la misma persona de esta mañana. Intenté no pensar en Edward, que me esperaba sentado en mi habitación, porque entonces tendría que empezar otra vez con todo el proceso de relajamiento. Al final, no pude dilatarlo más. Cerré el grifo del agua y me sequé con la toalla apresuradamente, acelerándome otra vez. Me puse el pijama: una camiseta llena de agujeros y un pantalón gris de chándal. Era demasiado tarde para arrepentirse de no haber traído conmigo el pijama de seda Victorias Secret que, dos años atrás, me regaló mi madre para mi cumpleaños, y que aún se encontraría en algún cajón en la casa de Phoenix con la etiqueta del precio puesta.

Volví a frotarme el pelo con la toalla y luego me pasé el cepillo a toda prisa. Arrojé la toalla a la cesta de la ropa sucia y lancé el cepillo y la pasta de dientes al neceser. Bajé escopetada las escaleras para que Charlie pudiera verme en pijama y con el pelo mojado.

– Buenas noches, papá.

– Buenas noches, Bella.

Pareció sorprendido de verme. Tal vez hubiera desechado la idea de asegurarse de que estaba en casa esta noche.

Subí las escaleras de dos en dos, intentando no hacer ruido, entré zumbando en mi habitación, y me aseguré de cerrar bien la puerta detrás de mí.

Edward no se había movido ni un milímetro, parecía la estatua de Adonis encaramada a mi descolorido edredón. Sus labios se curvaron cuando sonreí, y la estatua cobró vida.

Me evaluó con la mirada, tomando nota del pelo húmedo y la zarrapastrosa camiseta. Enarcó una ceja.

– Bonita ropa.

Le dediqué una mueca.

– No, te sienta bien.

– Gracias -susurré.

Regresé a su lado y me senté con las piernas cruzadas. Miré las líneas del suelo de madera.

– ¿A qué venía todo eso?

– Charlie cree que me voy a escapar a hurtadillas.

– Ah -lo consideró-. ¿Por qué? -preguntó como si fuera incapaz de comprender la mente de Charlie con la claridad que yo le suponía.

– Al parecer, me ve un poco acalorada.

Me levantó el mentón para examinar mi rostro.

– De hecho, pareces bastante sofocada.

– Huram… -musité.

Resultaba muy difícil formular una pregunta coherente mientras me acariciaba. Comenzar me llevó un minuto de concentración.

– Parece que te resulta mucho más fácil estar cerca de mí.

– ¿Eso te parece? -murmuró Edward mientras deslizaba la nariz hacia la curva de mi mandíbula. Sentí su mano, más ligera que el ala de una polilla, apartar mi pelo húmedo para que sus labios pudieran tocar la hondonada de debajo de mi oreja.

– Sí. Mucho, mucho más fácil -contesté mientras intentaba espirar.

– Humm.

– Por eso me preguntaba… -comencé de nuevo, pero sus dedos seguían la línea de mi clavícula y me hicieron perder el hilo de lo que estaba diciendo.

– ¿Sí? -musitó.

– ¿Por qué será? -inquirí con voz temblorosa, lo cual me avergonzó-. ¿Qué crees?

Noté el temblor de su respiración sobre mi cuello cuando se rió.

– El triunfo de la mente sobre la materia.

Retrocedí. Se quedó inmóvil cuando me moví, por lo que ya no pude oírle respirar.

Durante un instante nos miramos el uno al otro con prevención; luego, la tensión de su mandíbula se relajó gradualmente y su expresión se llenó de confusión.

– ¿Hice algo mal?

– No, lo opuesto. Me estás volviendo loca -le expliqué.

Lo pensó brevemente y pareció complacido cuando preguntó:

– ¿De veras?

Una sonrisa triunfal iluminó lentamente su rostro.

– ¿Querrías una salva de aplausos? -le pregunté con sarcasmo.

Sonrió de oreja a oreja.

– Sólo estoy gratamente sorprendido -me aclaró-. En los últimos cien años, o casi -comentó con tono bromista- nunca me imaginé algo parecido. No creía encontrar a nadie con quien quisiera estar de forma distinta a la que estoy con mis hermanos y hermanas. Y entonces descubro que estar contigo se me da bien, aunque todo sea nuevo para mí.

– Tú eres bueno en todo -observé.

Se encogió de hombros, dejándolo correr, y los dos nos reímos en voz baja.

– Pero ¿cómo puede ser tan fácil ahora? -le presioné-. Esta tarde…

– No es fácil-suspiró-. Pero esta tarde estaba todavía… indeciso. Lo lamento, es imperdonable que me haya comportado de esa forma.

– No es imperdonable -discrepé.

– Gracias -sonrió-. Ya ves -prosiguió, ahora mirando al suelo-, no estaba convencido de ser lo bastante fuerte… -me tomó una mano y la presionó suavemente contra su rostro-. Estuve susceptible mientras existía la posibilidad de que me viera sobrepasado… -exhaló su aroma sobre mi muñeca-. Hasta que me convencí de que mi mente era lo bastante fuerte, que no existía peligro de ningún tipo de que yo… de que pudiera…

Jamás le había visto trabarse de esa forma con las palabras. Resultaba tan… humano.

– ¿Ahora ya no existe esa posibilidad?

– La mente domina la materia -repitió con una sonrisa que dejó entrever unos dientes que relucían incluso en la oscuridad.

– Vaya, pues sí que era fácil.

Echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada, imperceptible como un suspiro, pero exuberante de todos modos.

– ¡Fácil para ti! -me corrigió al tiempo que me acariciaba la nariz con la yema de los dedos.

En ese momento se puso serio.

– Lo estoy intentando -susurró con voz dolida-. Si resultara… insoportable, estoy bastante seguro de ser capaz de irme.

Torcí el gesto. No me gustaba hablar de despedidas.

– Mañana va a ser más duro -prosiguió-. He tenido tu aroma en la cabeza todo el día y me he insensibilizado de forma increíble. Si me alejo de ti por cualquier lapso de tiempo, tendré que comenzar de nuevo. Aunque no desde cero, creo.

– Entonces, no te vayas -le respondí, incapaz de esconder mí anhelo.

– Eso me satisface -replicó mientras su rostro se relajaba al esbozar una sonrisa amable-. Saca los grilletes… Soy tu prisionero.

Pero mientras hablaba, eran sus manos las que se convertían en esposas alrededor de mis muñecas. Volvió a reír con esa risa suya, sosegada, musical. Le había oído reírse más esta noche que en todo el tiempo que había pasado con él.

– Pareces más optimista que de costumbre -observé-. No te había visto así antes.

– ¿No se supone que debe ser así? El esplendor del primer amor, y todo eso. ¿No es increíble la diferencia existente entre leer sobre una materia o verla en las películas y experimentarla?

– Muy diferente -admití-. Y más fuerte de lo que había imaginado.

– Por ejemplo -comenzó a hablar más deprisa, por lo que tuve que concentrarme para no perderme nada-, la emoción de los celos. He leído sobre los celos un millón de veces, he visto actores representarlos en mil películas y obras teatrales diferentes. Creía haberlos comprendido con bastante claridad, pero me asustaron… -hizo una mueca-. ¿Recuerdas el día en que Mike te pidió que fueras con él al baile?

Asentí, aunque recordaba ese día por un motivo diferente.

– Fue el día en que empezaste a dirigirme la palabra otra vez.

– Me sorprendió la llamarada de resentimiento, casi de furia, que experimenté… Al principio no supe qué era. No poder saber qué pensabas, por qué le rechazabas, me exasperaba más que de costumbre. ¿Lo hacías en beneficio de tu amiga? ¿O había algún otro? En cualquier caso, sabía que no tenía derecho alguno a que me importara, e intenté que fuera así.

«Entonces, todo empezó a estar claro -rió entre dientes y yo torcí el gesto en las sombras-. Esperé, irracionalmente ansioso de oír qué les decías, de vigilar vuestras expresiones. No niego el alivio que sentí al ver el fastidio en tu rostro, pero no podía estar seguro.

»Ésa fue la primera noche que vine aquí. Me debatí toda la noche, mientras vigilaba tu sueño, por el abismo que mediaba entre lo que sabía que era correcto, moral, ético, y lo que realmente quería. Supe que si continuaba ignorándote como hasta ese momento, o si dejaba transcurrir unos pocos años, hasta que te fueras, llegaría un día en que le dirías sí a Mike o a alguien como él. Eso me enfurecía.

»Y en ese momento -susurró-, pronunciaste mi nombre en sueños. Lo dijiste con tal claridad que por un momento creí que te habías despertado, pero te diste la vuelta, inquieta, musitaste mi nombre otra vez y suspiraste. Un sentimiento desconcertante y asombroso recorrió mi cuerpo. Y supe que no te podía ignorar por más tiempo.

Enmudeció durante un momento, probablemente al escuchar el repentinamente irregular latido de mi corazón.

– Pero los celos son algo extraño y mucho más poderoso de lo que hubiera pensado. ¡E irracional! Justo ahora, cuando Charlie te ha preguntado por ese vil de Mike Newton…

Movió la cabeza con enojo.

– Debería haber sabido que estarías escuchando -gemí.

– Por supuesto.

– ¿De veras que eso te hace sentir celoso?

– Soy nuevo en esto. Has resucitado al hombre que hay en mí, y lo siento todo con más fuerza porque es reciente.

– Pero sinceramente -bromeé-, que eso te moleste después de lo que he oído de esa Rosalie… Rosalie, la encarnación de la pura belleza… Eso es lo que Rosalie significa para ti, con o sin Emmett, ¿cómo voy a competir con eso?

– No hay competencia.

Sus dientes centellearon. Arrastró mis manos atrapadas alrededor de su espalda, apretándome contra su pecho. Me mantuve tan quieta como pude, incluso respiré con precaución.

que no hay competencia -murmuré sobre su fría piel-. Ese es el problema.

– Rosalie es hermosa a su manera, por supuesto, pero incluso si no fuera como una hermana para mí, incluso si Emmett no le perteneciera, jamás podría ejercer la décima, no, qué digo, la centésima parte de la atracción que tú tienes sobre mí -estaba serio, meditabundo-. He caminado entre los míos y los hombres durante casi noventa años… Todo ese tiempo me he considerado completo sin comprender que estaba buscando, sin encontrar nada porque tú aún no existías.

– No parece demasiado justo -susurré con el rostro todavía recostado sobre su pecho, escuchando la cadencia de su respiración-. En cambio, yo no he tenido que esperar para nada. ¿Por qué debería dejarte escapar tan fácilmente?

– Tienes razón -admitió divertido-. Debería ponértelo más difícil, sin duda -al liberar una de sus manos, me soltó la muñeca sólo para atraparla cuidadosamente con la otra mano. Me acarició suavemente la melena mojada de la coronilla hasta la cintura-. Sólo te juegas la vida cada segundo que pasas conmigo, lo cual, seguramente, no es mucho. Sólo tienes que regresar a la naturaleza, a la humanidad… ¿Merece la pena?

– Arriesgo muy poco… No me siento privada de nada.

– Aún no.

Al hablar su voz se llenó abruptamente de la antigua tristeza. Intenté echarme hacia atrás para verle la cara, pero su mano me sujetaba las muñecas con una presión de la que no me podía zafar.

– ¿Qué…? -empecé a preguntar cuando su cuerpo se tensó, alerta. Me quedé inmóvil, pero inopinadamente me soltó las manos y desapareció. Estuve a punto de caer de bruces.

– ¡Túmbate! -murmuró. No sabría decir desde qué lugar de la negrura me hablaba.

Me di la vuelta para meterme debajo de la colcha y me acurruqué sobre un costado, de la forma en que solía dormir. Oí el crujido de la puerta cuando Charlie entró para echar un vistazo a hurtadillas y asegurarse de que estaba donde se suponía que debía estar. Respiré acompasadamente, exagerando el movimiento.

Transcurrió un largo minuto. Estuve atenta, sin estar segura de haber escuchado cerrarse la puerta. En ese momento, el frío brazo de Edward me rodeó debajo de las mantas y me besó en la oreja.

– Eres una actriz pésima… Diría que ése no es tu camino.

– ¡Caray!

Mi corazón estaba a punto de salirse del pecho. Tarareó una melodía que no identifiqué. Parecía una nana. Hizo una pausa.

– ¿Debería cantarte para que te durmieras?

– Cierto -me reí-. ¡Cómo me podría dormir estando tú aquí!

– Lo has hecho todo el tiempo -me recordó.

– Pero no sabía que estabas aquí -repliqué con frialdad.

– Bueno, si no quieres dormir… -sugirió, ignorando mi tono. Se me cortó la respiración.

– Si no quiero dormir…, ¿qué?

Rió entre dientes.

– En ese caso, ¿qué quieres hacer?

Al principio no supe qué responder, y finalmente admití:

– No estoy segura.

– Dímelo cuando lo hayas decidido.

Sentí su frío aliento sobre mi cuello y el deslizarse de su nariz a lo largo de mi mandíbula, inhalando.

– Pensé que te habías insensibilizado.

– Que haya renunciado a beber el vino no significa que no pueda apreciar el buqué -susurró-. Hueles a flores, como a lavanda y a fresa -señaló-. Se me hace la boca agua.

– Sí, tengo un mal día siempre que no encuentro a alguien que me diga qué apetitoso es mi aroma.

Rió entre dientes, y luego suspiró.

– He decidido qué quiero hacer -le dije-. Quiero saber más de ti.

– Pregunta lo que quieras.

Cribé todas mis preguntas para elegir la más importante y entonces dije:

– ¿Por qué lo haces? Sigo sin comprender cómo te esfuerzas tanto para resistirte a lo que… eres. Por favor, no me malinterpretes, me alegra que lo hagas. Sólo que no veo la razón por la que te preocupó al principio.

Vaciló antes de responderme:

– Es una buena pregunta, y no eres la primera en hacerla. El resto, la mayoría de nuestra especie, está bastante satisfecho con nuestro sino… Ellos también se preguntan cómo vivimos. Pero, ya ves, sólo porque nos hayan repartido ciertas cartas no significa que no podamos elegir el sobreponernos, dominar las ataduras de un destino que ninguno de nosotros deseaba e intentar retener toda la esencia de humanidad que nos resulte posible.

Yací inmóvil, atrapada por un silencio sobrecogedor.

– ¿Te has dormido? -cuchicheó después de unos minutos.

– No.

– ¿Eso es todo lo que te inspira curiosidad?

– En realidad, no.

– ¿Qué más deseas saber?

– ¿Por qué puedes leer mentes? ¿Por qué sólo tú? ¿Y por qué Alice lee el porvenir? ¿Por qué sucede?

En la penumbra, sentí cómo se encogía de hombros.

– En realidad, lo ignoramos. Carlisle tiene una teoría. Cree que todos traemos algunos de nuestros rasgos humanos más fuertes a la siguiente vida, donde se ven intensificados, como nuestras mentes o nuestros sentidos. Piensa que yo debía de tener ya una enorme sensibilidad para intuir los pensamientos de quienes me rodeaban y que Alice tuvo el don de la precognición, donde quiera que estuviese.

– ¿Qué es lo que se trajo él a la siguiente vida? ¿Y el resto?

– Carlisle trajo su compasión y Esme, la capacidad para amar con pasión. Emmett trajo su fuerza, y Rosalie la… tenacidad, o la obstinación, si así lo prefieres -se rió-. Jasper es muy interesante. Fue bastante carismático en su primera vida, capaz de influir en todos cuantos tenía alrededor para que vieran las cosas a su manera. Ahora es capaz de manipular las emociones de cuantos le rodean para apaciguar una habitación de gente airada, por ejemplo, o a la inversa, exaltar a una multitud aletargada. Es un don muy sutil.

Estuve considerando lo inverosímil de cuanto me describía en un intento de aceptarlo. Aguardó pacientemente mientras yo pensaba.

– ¿Dónde comenzó todo? Quiero decir, Carlisle te cambió a ti, luego alguien antes tuvo que convertirlo a él, y así sucesivamente…

– ¿De dónde procedemos? ¿Evolución? ¿Creación? ¿No podríamos haber evolucionado igual que el resto de las especies, presas y depredadores? O, si no crees que el universo surgió por su cuenta, lo cual me resulta difícil de aceptar, ¿tan difícil es admitir que la misma fuerza que creó al delicado chiribico y al tiburón, a la cría de foca y a la ballena asesina, hizo a nuestras respectivas especies?

– A ver si lo he entendido… Yo soy la cría de foca, ¿verdad?

– Exacto.

Edward se echó a reír. Algo me tocó el pelo… ¿Sus labios?

Quise volverme hacia él para comprobar si de verdad eran sus labios los que rozaban mi pelo, pero tenía que portarme bien. No quería hacérselo más difícil de lo que ya era.

– ¿Estás preparada para dormir o tienes alguna pregunta más? -inquirió, rompiendo el breve silencio.

– Sólo uno o dos millones.

– Tenemos mañana, y pasado, y pasado mañana… -me recordó. Sonreí eufórica ante la perspectiva.

– ¿Estás seguro de que no te vas a desvanecer por la mañana? -quise asegurarme-. Después de todo, eres un mito.

– No te voy a dejar -su voz llevaba la impronta de una promesa.

– Entonces, una más por esta noche…

Pero me puse colorada y me callé. La oscuridad no iba a servir de mucho. Estaba segura de que él había notado el repentino calor debajo de mi piel.

– ¿Cuál?

– No, olvídalo. He cambiado de idea.

– Bella, puedes preguntarme lo quieras.

No le respondí y él gimió.

– Intento pensar que no leerte la mente será menos frustrante cada vez, pero no deja de empeorar y empeorar.

– Me alegra que no puedas leerme la mente, ya es bastante malo que espíes lo que digo en sueños.

– Por favor.

Su voz era extremadamente persuasiva, casi imposible de resistir. Negué con la cabeza.

– Si no me lo dices, voy a asumir que es algo mucho peor que lo que es -me amenazó sombríamente-. Por favor -repitió con voz suplicante.

– Bueno… -empecé, contenta de que no pudiera verme el rostro.

– ¿Sí?

– Dijiste que Rosalie y Emmett van a casarse pronto… ¿Es ese matrimonio igual que para los humanos?

Ahora, al comprenderlo, se rió con ganas.

– ¿Era eso lo que querías preguntar?

Me inquieté, incapaz de responder.

– Sí, supongo que es prácticamente lo mismo. Ya te dije que la mayoría de esos deseos humanos están ahí, sólo que ocultos por instintos más poderosos.

– Ah -fue todo lo que pude decir.

– ¿Había alguna intención detrás de esa curiosidad?

– Bueno, me preguntaba… si algún día tú y yo…

Se puso serio de inmediato. Sentí la repentina inmovilidad de su cuerpo. Yo también me quedé quieta, reaccionando automáticamente.

– No creo que eso… sea… posible para nosotros…

– ¿Porque sería demasiado arduo para ti si yo estuviera demasiado cerca?

– Es un problema, sin duda, pero no me refería a eso. Es sólo que eres demasiado suave, tan frágil. Tengo que controlar mis actos cada instante que estamos juntos para no dañarte. Podría matarte con bastante facilidad, Bella, y simplemente por accidente -su voz se había convertido en un suave murmullo. Movió su palma helada hasta apoyarla sobre mi mejilla-. Si me apresurase, si no prestara la suficiente atención por un segundo, podría extender la mano para acariciar tu cara y aplastarte el cráneo por error. No comprendes lo increíblemente frágil que eres. No puedo perder el control mientras estoy a tu lado.

Aguardó mi respuesta. Su ansiedad fue creciendo cuando no lo hice.

– ¿Estás asustada? -preguntó.

Esperé otro minuto antes de responder para que mis palabras fueran verdad.

– No. Estoy bien.

Pareció pensativo durante un momento.

– Aunque ahora soy yo quien tiene una curiosidad -dijo con voz más suelta-. ¿Nunca has…? -dejó la frase sin concluir de modo insinuante.

– Naturalmente que no -me sonrojé-. Ya te he dicho que nunca antes he sentido esto por nadie, ni siquiera de cerca.

– Lo sé. Es sólo que conozco los pensamientos de otras personas, y sé que el amor y el deseo no siempre recorren el mismo camino.

– Para mí, sí. Al menos ahora que ambos existen para mí -musité.

– Eso está bien. Al menos tenemos una cosa en común -dijo complacido.

– Tus instintos humanos… -comencé. Él esperó-. Bueno, ¿me encuentras atractiva en ese sentido?

Se echó a reír y me despeinó ligeramente la melena casi seca.

– Tal vez no sea humano, pero soy un hombre -me aseguró.

Bostecé involuntariamente.

– He respondido a tus preguntas, ahora deberías dormir -insistió.

– No estoy segura de poder.

– ¿Quieres que me marche?

– ¡No! -dije con voz demasiado fuerte.

Rió, y entonces comenzó a tararear otra vez aquella nana desconocida con su suave voz de arcángel al oído.

Más cansada de lo que creía, y más exhausta de lo que me había sentido nunca después de un largo día de tensión emocional y mental, me abandoné en sus fríos brazos hasta dormirme.

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