Capítulo 4

—El anciano Kessnokaty dice que nevará —le susurró la voz de su amiga—. Deberíamos estar preparados por si se presentara la oportunidad de escapar.

Falk no respondió pero se sentó y escuchó con oído atento los ruidos del campamento: voces en una lengua extraña, amortizadas por la distancia; el seco sonido de alguien que raspaba un cuero; el débil vagido de un niño; el crepitar del fuego.

—¡Horressins! —lo llamó alguien desde afuera, y él se levantó con presteza, luego permaneció inmóvil.

En un instante la mano de su amiga se posó sobre su brazo y lo guió hacia donde lo convocaban, junto al fuego comunal, en el centro del círculo de tiendas, donde celebraban una cacería exitosa con el asado de un toro entero. Le pusieron entre las manos un trozo de carne. Se sentó en el suelo y comenzó a comer. El jugo y la grasa derretida corrieron por sus mandíbulas pero no se limpió. Hacerlo significaba situarse por debajo de la dignidad de un cazador de la Sociedad Mzurra de la Nación Basnasska. Si bien era un extranjero, un cautivo y un ciego, era un Cazador, y estaba aprendiendo a comportarse como tal.

Cuanto más defensiva es una sociedad, tanto más conformista. La gente entre la cual se encontraba recorría un angosto, tortuoso y asfixiante camino, a través de las amplias y libres planicies. Mientras conviviera con ellos debía seguir todos los recovecos de su camino con precisión. La dieta de Basnasska consistía en carne fresca a medio asar, cebollas crudas y sangre. Salvajes pastores del salvaje ganado, como los lobos, seleccionaban la pieza más imperfecta, la más lerda e inservible de los vastos rebaños; una vida que era una larga comilona de carne, una vida sin paz. Cazaban con lasers de mano y se prevenían de la entrada de extraños en su territorio con pájaros-bombas, como el que destrozara el deslizador de Falk, pequeños misiles impactantes programados para detectar y bombardear todo aquello que contuviera un elemento susceptible de fusión. No fabricaban ni reparaban estas armas por sí mismos, y sólo las manejaban después de purificaciones y sortilegios; Falk todavía no había descubierto dónde las obtenían, aunque se mencionara ocasionalmente una peregrinación anual que podía tener conexión con el aprovisionamiento de armas. No tenían agricultura ni animales domésticos; eran analfabetos y no conocían, excepto quizás a través de ciertos mitos y leyendas, la historia de la humanidad. Le informaron a Falk que era imposible su viaje por la Selva, porque en ésta habitaban exclusivamente gigantescas serpientes blancas. Practicaban una religión monoteísta cuyos rituales implicaban mutilación, castración y sacrificios humanos.

Fue una de las difundidas supersticiones de su complejo credo la que los indujo a dejar con vida a Falk y hacer de él un miembro de su tribu. Normalmente, puesto que él portaba un láser y esto significaba que se encontraba por encima del status de esclavo, le tendrían que haber extirpado el estómago y el hígado para examinarlo con miras a los augurios, y luego abandonarlo en manos de las mujeres para que lo descuartizaran como más les gustase. Sin embargo, una o dos semanas antes de su captura, había muerto un anciano de la sociedad Mzurra. Como no disponían de un niño todavía sin nombre, en la tribu, para recibir su nombre, le fue dado al cautivo, quien, ciego, desfigurado y sólo consciente a intervalos era, sin embargo, mejor que nadie; durante todo el tiempo en que el Anciano Horressins conservara su nombre, su fantasma demonio, como todos los fantasmas, no regresaría para perturbar la tranquilidad de la vida de la tribu. De modo que se le quitó el nombre al fantasma y se le otorgó a Falk, conjuntamente con todas las iniciaciones de un Cazador, ceremonia que incluía flagelaciones, eméticos, danzas, el recital de sueños, el tatuaje, libre asociación antifonal, banquetes, abuso sexual de una mujer por todos los hombres a su turno, y finalmente sortilegios nocturnos en honor del Dios para preservar al nuevo Horressins de todo daño. Después de esto, lo abandonaron sobre una piel de caballo en una tienda de cuero de vaca, delirante y sin atención, para que muriera o se recuperara, mientras el fantasma del anciano Horressins, sin nombre e impotente, se marchaba gimiendo con el viento a través de la llanura.

La mujer que, cuando recuperó por primera vez la conciencia se había ocupado de vendar sus ojos y de curar sus heridas, también se acercaba, siempre que podía, para cuidarlo. Sólo la había visto cuando, durante breves instantes, en la semiprivacidad de su tienda, pudo levantar el vendaje que su aguda inteligencia le había procurado cuando lo trajeron. Si los Basnasska hubieran visto, abiertos, sus ojos, le habrían cortado la lengua de modo que no pudiera decir su propio nombre y, luego, lo habrían quemado vivo. Ella le había contado todo esto y otras cosas que él necesitaba saber sobre la Nación Basnasska; pero muy poco sobre sí misma. En apariencia, no hacía mucho más que él que se encontraba en, la tribu; él entendió que se había perdido en la pradera y se había unido a la tribu antes de morir de hambre. Ellos aceptaron de buen grado, otra mujer «esclava para el uso de los hombre», y, además, ella había demostrado sus habilidades como curadora, por eso la dejaron vivir. Tenía el pelo rojizo, su voz era muy suave, su nombre: Estrel. Más allá de esto, nada sabía de ella; y ella nada le había preguntado sobre sí mismo, ni siquiera su nombre.

Se había salvado milagrosamente, en medio de todo. El paristolis, Noble Materia de la antigua ciencia Cetiana no explotaba ni se incendiaba, por eso el deslizador no había volado junto con él, si bien los controles quedaron destruidos. El ardiente misil había herido el lado izquierdo de su cabeza y la parte superior del tronco con metralla pulverizada, pero Estrel se encontraba allí con su habilidad y algunos materiales de medicina. No había infección; se recuperó rápidamente y a los pocos días de su bautismo como Horressins, planeaba escapar con ella.

Pero los días corrían y no se presentaban oportunidades. Una sociedad defensiva; gente cautelosa, cuidadosa, todas sus acciones rígidamente estipuladas por el rito, la costumbre y el tabú. Aunque cada Cazador tenía su tienda, las mujeres eran propiedad común y todos los quehaceres de los hombres se hacían en conjunto; eran menos una comunidad que un club o rebaño, miembros interdependientes de una misma entidad. En este esfuerzo para lograr seguridad; la independencia y la privacidad eran, por supuesto, sospechosos; Falk y Estrel acechaban toda probabilidad de hablar durante breves instantes. Ella no conocía el dialecto de la Selva, pero utilizaban el Galaktika, que los Basnasska sólo chapurreaban.

—El momento para intentarlo —dijo ella una vez— podría ser durante una tormenta de nieve, porque la cellisca nos ocultaría a nosotros y a nuestras huellas. ¿Pero, hasta dónde podríamos llegar a pie en medio de la nevada? Tú tienes una brújula; pero el frío…

La ropa de invierno de Falk había sido confiscada, junto con todo lo demás que poseía, aun con el anillo de oro que siempre usara. Le habían dejado un fusil: eso formaba parte de su calidad de Cazador y no se le podía quitar. Pero las ropas que durante tanto tiempo lo cubrieran tapaban, ahora, las costillas salientes y las flacas canillas del Anciano Cazador Kessnokaty, y sólo conservaba la brújula porque Estrel la había encontrado y ocultado antes de que revisaran su bolso. Ambos estaban lo suficientemente bien vestidos, con camisas de piel de toro de los Basnasska y calzas y botas de cuero colorado de vaca; pero nada constituía un adecuado abrigo contra las tormentas de las praderas, con sus fuertes y helados vientos, sino paredes, techo y un fuego.

—Si pudiéramos llegar hasta el territorio Samsit, unas pocas millas hacia el oeste desde aquí, podríamos cobijarnos en un Antiguo Lugar que conozco y ocultarnos allí hasta que ellos desistieran de la búsqueda. Pensé en hacerlo antes de que tú llegaras. Pero no tenía brújula y temía perderme en la tormenta. Con una brújula y un fusil, podríamos… No podríamos.

—Es nuestra mejor oportunidad —dijo Falk— la aprovecharemos.

Ya no era tan ingenuo, tan confiado ni tan fácilmente manejable como había sido antes de su captura. Era un poco más resistente y resuelto. Aunque había sufrido en sus manos, no sentía especial rencor contra los Basnasska; le habían marcado de una vez para siempre ambos brazos con los azules tatuajes de su grey, como a un bárbaro, pero también como a un hombre. Eso estaba bien. Pero ellos tenían sus asuntos y él los suyos. Su individualidad se había comenzado a perfilar en la Casa de la Selva cuando lo incitó a liberarse, a seguir su viaje, lo que Zove llamaba su obra de hombre. Esta gente no iba a ninguna parte, ni venía de ninguna parte, porque habían sido desarraigados de su pasado humano. No era tan solo la extrema precariedad de su existencia entre los Basnasska que lo impacientaba; era también un sentimiento de sofocación, de estar oprimido e inmovilizado, y ello era más duro de soportar que el vendaje que le impedía ver.

Esa tarde Estrel se detuvo junto a su tienda para decirle que había comenzado a nevar y estaban preparando su plan en un susurro cuando una voz habló desde la entrada de la tienda. Estrel tradujo serenamente:

—Él dice: Cazador Ciego, ¿quieres a la Mujer Roja esta noche? —no agregó más explicaciones.

Falk conocía las reglas de la etiqueta de compartir las mujeres; su mente estaba concentrada en el asunto de su conversación y replicó con la más útil de su breve lista de palabras Basnasska:

—¡Mieg! —no.

La voz del hombre habló ahora en tono más imperativo.

—Si sigue nevando, mañana por la noche, quizás —murmuró Estrel en Galaktika.

Todavía ensimismado Falk no respondió. Luego advirtió que ella se había levantado y se había ido, y que se encontraba solo en la tienda. Y después advirtió que ella era la Mujer Roja, y que el otro hombre la había llamado para copular con ella.

Simplemente podría haber dicho «Sí», en lugar de «No»; cuando pensó en su sabiduría y en su afecto hacia él, en la dulzura de su tacto y de su voz y el absoluto silencio con que ocultó su orgullo o vergüenza, entonces se arrepintió de haberla perdido, y se sintió humillado como su compañero y como hombre.

—Nos vamos esta noche —le dijo él al día siguiente bajo la nieve que caía, junto al Alojamiento de las Mujeres—. Ven a mi tienda. Deja que buena parte de noche pase antes.

—Kokteky me pidió que fuera a su tienda esta noche.

—¿Puedes escabullirte?

—Quizás.

—¿Cuál es la tienda de Kokteky?

—Detrás del Local de la Sociedad Mzurra, hacia la izquierda. Tiene un remiendo sobre la entrada.

—Si tú no vienes yo iré a buscarte.

—Quizás hubiera sido menos peligroso otra noche…

—Y menos nieve. El invierno se va; quizás ésta sea la última gran tormenta. Partiremos esta noche.

—Iré a tu tienda —dijo ella con tranquila sumisión, sin discutir.

Él había dejado una hendidura en su vendaje a través del cual podía ver vagamente alrededor, y trató de verla ahora; pero en la penumbra ella era sólo una sombra gris entre las sombras.

Tarde, por la noche, ella llegó, silenciosa como la nieve que el viento soplaba contra la tienda. Los dos habían preparado sus pertrechos. Ninguno hablaba. Falk se ciñó la chaqueta de cuero de buey, levantó y ató su capucha y se inclinó para abrir la entrada de la tienda. Se apartó porque un hombre penetró, empujándola desde afuera y, encorvado, amplió la hendidura del vendaje para ver con mayor claridad: era Kokteky, corpulento Cazador de cabeza afeitada, celoso de su status y de su virilidad.

—¡Horressins! La Mujer Roja… —comenzó, luego la vio entre las sombras a través de las chispas del fuego. Al mismo tiempo advirtió como estaban vestidos, ella y Falk, y comprendió sus intenciones. Se echó hacia atrás para cerrar la entrada o para escapar del ataque de Falk y abrió la boca para gritar. Sin pensar, rápido en reflejos y seguro, Falk disparó su láser a quemarropa y el breve relámpago de luz mortal detuvo el grito en la boca del Basnasska, y quemó boca, cerebro y vida en un segundo, en perfecto silencio.

Falk se acercó a las brasas, tomó la mano de la mujer y la condujo por encima del cuerpo del hombre que había matado en la oscuridad.

El viento cernía y desmenuzaba la nieve y les helaba el aliento. Estrel respiraba entrecortadamente. Sosteniéndola con su mano izquierda por la muñeca mientras con la derecha empuñaba su láser, Falk se dirigió hacia el oeste entre las diseminadas tiendas que apenas eran visibles como franjas o hilos de color naranja obscuro. En menos de dos minutos se habían alejado y nada quedaba en el mundo sino la noche y la nieve.

Los láser manuales de la Selva Oriental tenían diversos usos y funciones: la empuñadura servía como encendedor y el caño se convertía en una no demasiado eficiente linterna. Falk iluminó con un destello su brújula para orientarse y siguieron adelante, guiados por la mortal luz.

Sobre la extensa pendiente donde se encontraba el campamento de invierno Basnasska el viento había adelgazado la capa de nieve, pero cuando prosiguieron, incapaces de determinar por sí su camino, la brújula señaló el oeste como un guía en medio de la confusión de la tormenta de nieve que mezclaba tierra y aire en un remolino; de este modo llegaron a tierras más bajas. Había allí corrientes de cuatro o cinco pies de profundidad que Estrel vadeó boqueando como un nadador agotado en alta mar. Falk quitó el cordel de cuero crudo de su capucha, se lo ató alrededor del brazo y le dio a ella el otro extremo para que se sostuviera y luego marchó adelante, abriéndole camino. Una vez, ella cayó y el tirón casi lo derrumbó; se volvió y tuvo que buscarla con la luz hasta que la divisó agachada sobre sus huellas, casi a sus pies. Se arrodilló y, en la pálida y nevada esfera de luz, vio su rostro claramente por primera vez. Ella murmuraba:

—Esto es más de lo que yo suponía…

—Toma aliento por un rato. Estamos fuera del viento en este hueco.

Se agacharon juntos en una pequeña burbuja de luz a cuyo alrededor cientos de miles de vientos lanzaban con furia la nieve, en la oscuridad, por sobre la llanura.

Ella susurró algo que él primero no entendió:

—¿Por qué mataste al hombre?

Relajado, los sentidos embotados, juntando fuerzas para el próximo tramo de su larga y lenta fuga, Falk no respondió. Finalmente, con una especie de mueca murmuró:

—¿Qué otra cosa…?

—No sé. Tuviste que hacerlo.

Su rostro estaba blanco y tenso; él no prestó atención a lo que ella le decía. Estaba demasiado helada para permanecer allí, y se puso de pie y la ayudó a levantarse.

—Ven. No debe de faltar mucho para llegar al río.

Pero faltaba mucho. Ella había llegado a su tienda después de algunas horas de oscuridad, según su evaluación —existe una palabra para «horas» en la lengua de la selva, aunque su significado es ambiguo y cualitativo, pues un pueblo sin negocios ni comunicaciones a través del tiempo y del espacio no utiliza fragmentos de tiempo— y la noche invernal duraría mucho todavía. Siguieron y la noche también siguió.

Cuando el primer gris albor comenzó a abrirse paso a través del negro remolino de nieve de la tormenta llegaron a una pendiente de helados pastos enmarañados y de arbustos. Un poderoso toro que rezongaba se levantó justo adelante de Falk, emergiendo de entre la nieve. En algún otro lugar cercano a ellos escucharon el bufido de otra vaca o toro y luego, en pocos minutos, las enormes criaturas los rodearon, morros blancos y salvajes ojos líquidos que reflejaban la luz, y la nieve onduló con montecillos de flancos y peludos hombros. Luego de atravesar el rebaño llegaron a la ribera de un pequeño río que separaba Basnasska del territorio Samsit. Era de aguas rápidas, poco profundas, descongeladas.

Tuvieron que vadear la corriente que serpenteaba a sus pies entre las piedras y que les llegaba hasta las rodillas, y que subía helada hasta sus cinturas mientras ellos se debatían a través del quemante frío. Las piernas de Estrel cedieron antes de que terminaran de cruzar el río, Falk la levantó en andas y la condujo hacia afuera del agua; entonces se dirigió a las heladas cañas de la ribera occidental y luego, nuevamente, se agachó junto a ella que yacía exhausta y pálida entre los arbustos cubiertos de nieve que colgaban desde la barranca. Apagó su fusil linterna. Muy débil, pero muy extensa, la tormentosa alborada ganaba terreno a la noche.

—Tenemos que seguir, tenemos que conseguir un buen fuego.

Ella no respondió.

Él la sostuvo entre sus brazos. Sus botas y calzas y chaquetas, desde los hombros para abajo, ya se habían congelado. El rostro de la mujer, volcado sobre su brazo era de una palidez mortal.

Él la llamó por su nombre, intentando despertarla.

—Estrel, Estrel, vamos. No podemos quedarnos aquí. Tenemos que andar un poco más. No será ya tan difícil. Vamos, despierta, pequeña, pequeño halcón, despierta… —desde su gran agotamiento le hablaba como acostumbrara hablarle a Parth, al amanecer, hacía mucho tiempo.

Ella finalmente lo obedeció, se puso dificultosamente en pie, con su ayuda y aferró la cuerda entre sus helados guantes y luego siguió, paso a paso, detrás de él, a través de la ribera, por riscos bajos, entre la infatigable y constante nevada.

Se plegaron al curso del río, en dirección sur, tal como ella le había dicho que deberían hacer cuando planearan su fuga. Él no tenía verdadera esperanza de encontrar algo en esta blancura tan sin rasgos como la tormenta nocturna. Pero, a poco, llegaron a un cauce tributario del río que habían cruzado y por él tomaron, caminando dificultosamente por lo abrupto del terreno. Siguieron luchando. A Falk le parecía que sólo le quedaba el recurso de echarse a dormir, pero no consentía porque había alguien que contaba con él, alguien que estaba muy lejos, hacía mucho tiempo, alguien que lo había enviado a hacer un viaje; no podía echarse porque era responsable ante alguien…

Hubo un graznido susurrante en su oído, la voz de Estrel. Adelante de ellos un grupo de altos troncos de álamos descollaban como hambrientos espectros entre la nieve, y Estrel tironeaba de su brazo. Comenzaron a recorrer a tropezones de arriba a abajo el lado norte del cauce lleno de nieve, hasta más allá de los álamos, en busca de algo.

—Una piedra —no dejaba de repetir ella— una piedra. —Y, aunque él no sabía por qué necesitaban una piedra, buscó y escarbó entre la nieve junto a ella.

Se encontraban ambos agachados sobre las manos y las rodillas cuando, finalmente, ella descubrió la señal en la tierra que buscaba, un bloque de piedra cubierto de nieve y de unos dos pies de altura.

Con sus guantes congelados limpió ella el lado oriental del bloque. Sin curiosidad, indiferente por la fatiga, Falk la ayudó. Escarbando lograron descubrir un rectángulo de metal, nivelado a la altura del suelo. Estrel intentó abrirlo. Un picaporte oculto chirrió, pero los bordes del rectángulo estaban cerrados con el hielo. Falk gastó sus últimas energías en levantar la tapa hasta que, por fin recuperó sus facultades y fundió el sello del helado metal con el rayo de calor del mango de su láser. Luego, levantaron la puerta y vieron, hacia abajo, el empinado declive de una escalera, misteriosamente geométrica en medio del abandonado lugar, que conducía a una puerta cerrada.

—Está bien —murmuró su compañera y bajó por las escaleras, de espaldas, como si se tratara de una escala, porque no podía sostenerse con firmeza sobre sus piernas, abrió la puerta y se volvió hacia Falk— ¡Ven! —dijo.

Él bajó, cerrando la puerta trampa como ella le ordenara. Abruptamente la oscuridad se cerraba y agachado en los escalones, Falk, con rapidez, presionó el botón de su arma y encendió su luz. Debajo de él, el blanco rostro de Estrel brilló. Siguió bajando y la escoltó, a través de la puerta, hacia un lugar muy obscuro y muy grande, tan grande que su luz sólo insinuaba el techo y las paredes más cercanas. Estaba silencioso y el aire muerto fluía junto a ellos en una débil corriente uniforme.

—Debe de haber leña por aquí —dijo la suave y débilmente tensa voz de Estrel, en algún lugar a su izquierda—. Aquí está. Necesitamos encender un fuego; ayúdame con esto…

Leña seca se encontraba almacenada en altas pilas, en un rincón cerca de la entrada. Mientras él preparó una fogata, dentro de un círculo de ennegrecidas piedras en el centro de la caverna, Estrel se arrastró hacia un rincón más lejano y volvió con dos pesadas frazadas. Se desnudaron y friccionaron, luego se acurrucaron en las frazadas, dentro de sus rollos de dormir Basnasska, muy próximos al fuego. Ardía como en una chimenea, una corriente alta operaba como tiraje y, al mismo tiempo, arrastraba el humo. No era posible calentar la enorme habitación o caverna, pero la luz del fuego y su tibieza los relajaron y alegraron. Estrel tenía carne seca en su bolso y la mascaron mientras permanecían sentados, aunque sus labios estaban lastimados por el frío y se sentían demasiado cansados para tener hambre. Gradualmente el calor del fuego comenzó a insinuarse dentro de sus huesos.

—¿Quién más ha utilizado este lugar?

—Todo el que lo conozca, supongo.

—Debe de haber habido una gran casa aquí, alguna vez, si éste era el sótano —dijo Falk, mirando hacia las sombras que se estremecían y espesaban en una negrura impenetrable a cierta distancia del fuego, y pensó en los grandes sótanos de la casa del Terror.

—Dicen que hubo una verdadera ciudad aquí. Es muy extenso, dicen. Yo no lo conozco.

—¿Cómo sabías que existía… eres una mujer Samsit?

—No.

No preguntó más pues recordó el código; pero ella dijo con su modo sumiso:

—Soy una Merodeadora. Conocemos muchos lugares como éste, escondites… supongo que has escuchado hablar de los Merodeadores.

—Un poco —dijo Falk, estirándose y mirando a su compañera a través del fuego.

El moreno pelo enrulado alrededor de su rostro, acurrucada en la informe bolsa y un amuleto de jade en su garganta, que reflejaba la luz de las llamas.

—Poco saben de nosotros en la selva.

—Ningún Merodeador llega tan lejos hacia el este como para alcanzar mi Casa. Lo que decían de ellos parece cuadrarles mejor a los Basnasska… salvajes, cazadores, nómadas —él hablaba adormecido, su cabeza sobre el brazo.

—Algunos Merodeadores podrían ser llamados salvajes. Otros no. Los Cazadores de Ganado son todos salvajes y no conocen nada más allá de sus territorios, los Basnasska y los Samsit y los Arksa. Nosotros vamos más lejos. Marchamos hacia el este, rumbo a la Selva, y hacia el sur, hacia la desembocadura del Río Inland, y hacia el oeste, allende las Grandes Montañas Occidentales, hasta llegar al mar. Yo misma he visto ponerse el Sol en el mar, detrás de la cadena de islas azules que yace alejada de la costa, más allá de los hundidos valles de California, sumergida por un terremoto… —Su suave voz se había deslizado a la cadencia de algún canto o plañido arcaico.

—Sigue —murmuró Falk, pero ella calló y, a poco, él se quedó profundamente dormido.

Durante unos momentos ella observó su rostro dormido. Finalmente amontonó las brasas, susurró unas pocas palabras, como si orara, al amuleto que pendía de su cuello y se enroscó para dormir, del otro lado del fuego.

Cuando él despertó ella estaba armando un soporte con ladrillos, encima del fuego, para sostener la marmita llena de nieve.

—Parece que ya es el crepúsculo afuera —dijo—, pero podría ser la mañana, o. el mediodía también. La tormenta no ha amainado. No podrán seguirnos. Y si lo hicieran, no encontrarían este lugar… Esta marmita estaba en el escondite junto a las frazadas. Y hay una bolsa de arvejas secas. Estaremos bastante bien aquí —la aguda y delicada cara se volvió hacia él con una débil sonrisa—. Sin embargo, es muy obscuro este lugar. No me gustan las paredes anchas ni la oscuridad.

—Es mejor que andar con los ojos vendados. Aunque tú me salvaste la vida con ese vendaje. El ciego Horressins era más que el muerto Falk —vaciló y luego le preguntó—: ¿Qué te indujo a salvarme?

Ella se encogió de hombros, aun con la débil y reticente sonrisa:

—Éramos compañeros de prisión… Dicen siempre que los Merodeadores son astutos para los ardides y los disfraces. ¿No escuchaste que me llamaban la Mujer Zorro? Déjame que mire esas heridas. Traje mi bolsito de instrumentos.

—¿Son todos los Merodeadores buenos curadores, también?

—Tenemos ciertas habilidades.

—Y tú conoces la Antigua Lengua; no has olvidado la ancestral manera de ser del hombre, como los Basnasska.

—Sí, todos conocemos el Galaktika. Mira, el borde de tu oreja se heló, ayer. Porque le sacaste el cordel a la capucha para sostenerme.

—No puedo verlo —dijo amigablemente Falk, sometiéndose a la sabiduría de ella—. En general, no necesito hacerlo.

Mientras le curaba el corte abierto en su sien izquierda lo miró una o dos veces y, por fin, aventuró:

—Hay muchos Forasteros con ojos como los tuyos, ¿no es cierto?

—Ninguno.

Evidentemente el código prevalecía. Ella nada preguntó y él que había resuelto no confiar en nadie nada le reveló. Pero su propia curiosidad lo acuciaba y dijo:

—¿No te asustan entonces estos ojos de gato?

—No —dijo ella en su tranquilo modo—. Sólo me asustaste una vez. Cuando disparaste… con tanta rapidez…

—Hubiera dado la alarma a todo el campamento si no lo hacía.

—Ya sé, ya sé. Pero nosotros no portamos armas. Tú disparaste tan rápido, que me asusté… es como algo terrible que vi una vez, cuando era chica. Un hombre que mató a otro con un rifle, más veloz que el pensamiento. Era uno de los Razes.

—¿Razes?

—Oh, uno se encuentra con ellos, a veces, en las Montañas.

—Sé muy poco sobre las Montañas.

Ella explicó, aunque sin demasiado entusiasmo.

—Conocerás la Ley de los Amos. Ellos no matan… tú lo sabes. Cuando hay un asesino en su ciudad, no pueden matarlo para detenerlo, entonces lo convierten en Raze. Es algo que le hacen a la mente. Este hombre del que te hablo era mayor que tú, pero su mente era como la de un niño. Hasta que un fusil cayó entre sus manos y sus manos supieron como utilizarlo y… mató a un hombre de muy cerca, como tú…

Falk permanecía silencioso. Miró, a través del fuego, a su láser, apoyado en su bolso, el maravilloso pequeño instrumento que había encendido sus fuegos, procurado su comida y alumbrado su oscuridad durante todo su largo camino. ¿No habían sabido sus manos como usarlo… o sí? Metoch le había enseñado a disparar. Había aprendido de Metoch, y se había vuelto diestro con la práctica de la caza. Estaba seguro de ello. Él no podía ser un simple monstruo o criminal a quien la arrogante caridad de los Amos de Es Toch le otorgaba una segunda oportunidad… Aunque, ¿no era esto más verosímil que sus propios y ambiguos sueños y nociones sobre su origen?

—¿Cómo le hacen eso a la mente de un hombre?

—No sé.

—Podrían hacérselo —dijo secamente—, no sólo a los criminales sino a los… los rebeldes.

—¿Qué son los rebeldes?

Ella hablaba el Galaktika con mucha más fluidez que él, pero nunca había escuchado esa palabra.

Había terminado de curar la herida y guardó sus pocos medicamentos en su bolsito. Él se volvió hacia ella tan abruptamente que lo miró asombrada y se echó ligeramente hacia atrás.

—¿Has visto alguna vez ojos como los míos, Estrel?

—No.

—¿Conoces… la Ciudad?

—¿Es Toch? Sí he estado allí.

—¿Entonces has visto a los Shing?

—Tú no eres un Shing.

—No. Me dirijo a su encuentro —habló con orgullo—. Pero tengo miedo —se detuvo.

Estrel cerró el saquito con los remedios y lo guardó en su bolso.

—Es Toch es extraña para los hombres de las Casas Solitarias y de las tierras lejanas —dijo, finalmente, con su suave y cautelosa voz—. Pero yo he andado por sus calles sin peligro; mucha gente vive allí, sin temor a los Amos. No tienes que temer. Los Amos son muy poderosos, pero mucho se dice de Es Toch que no es verdadero…

Sus ojos se encontraron con los de él. Con súbita decisión, concentrándose en la habilidad paraverbal que pudiera tener, Falk le habló telepáticamente por primera vez:

—¡Entonces cuéntame la verdad de Es Toch!

Ella sacudió la cabeza y respondió en voz alta:

—He salvado tu vida y tú la mía, y somos compañeros, y quizás camaradas Merodeadores por algún tiempo. Pero no hablaré telepáticamente contigo ni con nadie que encuentre por casualidad; ni ahora ni nunca.

—¿Crees que soy un Shing, a pesar de todo? —le preguntó él irónicamente, algo humillado pues sabía que ella tenía razón.

—¿Quién puede estar seguro? —dijo ella, y añadió con su débil sonrisa—. Aunque me parece raro que tú puedas serlo… Mira, la nieve se ha fundido en la marmita. Iré a buscar más. Tarda tanto en convertirse en agua y ambos estamos muy sedientos. ¿Tú… tú te llamas Falk?

Él asintió y la observó.

—No desconfíes de mí, Falk, —dijo ella—. Déjame que te demuestre quien soy. La comunicación telepática no prueba nada; y la confianza es algo que tiene que crecer, por las acciones, a través de los días.

—Busca el agua —dijo Falk— y espero que sea cierto.

Más tarde, en la larga noche y silencio de la caverna, él despertó y la vio sentada junto a las brasas, su morena cabeza apoyada en las rodillas. El la llamó por su nombre.

—Tengo frío —dijo ella—. No se caldea el ambiente…

—Ven conmigo —dijo él, adormecido, con una sonrisa.

Ella no respondió pero se acercó a él a través de la rojiza penumbra, desnuda, excepto por el pálido ópalo entre sus pechos. Era grácil y temblaba de frío. En su mente, que, en cierto sentido era la de un hombre muy joven, él había resuelto no tocar a la que tanto padeciera entre los salvajes; pero ella le susurró:

—Dame calor, dame placer —y él se encendió como el fuego en el viento, toda determinación descartada por su presencia y su entera complicidad.

Y ella pasó toda la noche entre sus brazos, junto a las cenizas del fuego.

Durante tres días y tres noches, mientras la tormenta arreciaba y se agotaba, finalmente, Falk y Estrel se quedaron en la caverna durmiendo y haciendo el amor. Ella era siempre la misma, sumisa y aquiescente. Falk, que sólo tenía el recuerdo del hermoso y feliz amor que había compartido con Parth, se asombraba de la avidez y violencia del deseo que Estrel suscitaba en él. Con frecuencia, el pensamiento de Parth lo asaltaba, acompañado por una vivida imagen, el recuerdo de manantial de agua clara y rápida que fluía entre las rocas, en un lugar umbrío de la selva, cerca del Claro. Pero no había recuerdo que aplacara esta sed, y nuevamente buscaba alivio en la insondable sumisión de Estrel y encontraba por fin, el agotamiento. Una vez todo eso se convirtió en una incomprensible cólera. Él la acusó:

—Tú sólo me aceptas porque crees que debes de hacerlo, que, si no, yo te violaría.

—¿Y no lo harías?

—¡No! —dijo él con convicción—, no quiero que me sirvas, que me obedezcas…, ¿acaso no es la calidez, la calidez humana, lo que ambos buscamos?

—Sí —susurró ella.

No volvería a ella durante un tiempo; decidió que no la tocaría más. Se marchó solo con su luz para explorar el extraño lugar donde se encontraban. Después de algunos centenares de pasos, la caverna se angostaba y se convertía en un túnel ancho y elevado por sobre el nivel. Negro y silencioso, lo condujo en línea recta durante largo tiempo, luego dobló sin estrecharse ni ramificarse y siguió dando vueltas en la oscuridad. Sus pasos producían un sordo eco. Nada fue captado ni desvelado por su luz. Caminó hasta sentirse fatigado y hambriento, luego regresó. Era siempre lo mismo, no conducía a ningún lado. Regresó a Estrel, hacia la interminable promesa y la insaciabilidad de su abrazo.

La tormenta había pasado. Una lluvia nocturna había despejado la Tierra y los últimos huecos con nieve se licuaban y reflejaban la luz. Falk se detuvo en lo alto de la escalera, la luz del Sol en su pelo, el viento fresco en su rostro y en sus pulmones. Se sentía como un topo que emergía de su hibernación, como una rata que salía de su cueva.

—Vamos —le dijo a Estrel, y volvió hacia la caverna sólo para ayudarla a empacar rápidamente y marcharse.

Él le había preguntado si sabía donde se encontraba su gente, y ella había respondido:

—Probablemente mucho más adelante, en el oeste, en estos momentos.

—¿Sabían ellos que cruzarías el territorio Basnasska sola?

—¿Sola? Salvo en cuentos de hadas del Tiempo de las Ciudades las mujeres no andan solas. Un hombre me acompañaba. Los Basnasska lo mataron —su delicado rostro se había endurecido y estaba inexpresivo.

Falk comenzó a explicarse a sí mismo, entonces, su extraña pasividad, la necesidad de respuesta que siempre le había parecido una especie de traición a sus fuertes sentimientos. ¿Quién era el compañero que los Basnasska le habían matado? No era asunto que le incumbiese a Falk, hasta que ella decidiera contárselo. Pero su ira desapareció y desde ese momento trató a Estrel con confianza y ternura.

—¿Puedo ayudarte a buscar a tu gente?

Ella dijo suavemente.

—Tú eres un hombre bondadoso, Falk. Pero ellos deben estar muy lejos, no puedo buscar a través de todas las Llanuras Occidentales.

La perdida y paciente nota de su voz lo conmovió.

—Ven hacia el oeste conmigo, entonces, hasta que sepas algo de ellos. Sabes cuál es mi camino.

Todavía le resultaba difícil decir el nombre «Es Toch», que, en la lengua de la Selva era una obscenidad abominable. Todavía no se había acostumbrado al modo es que Estrel hablaba de la ciudad de los Shing como de un simple lugar entre otros.

Ella vaciló, pero cuando él la presionó, consintió en ir con él. Eso lo alegró por el deseo que ella le inspiraba y por la piedad que experimentaba por ella, y, también por la soledad que había padecido y no quería sufrir nuevamente. Partieron juntos a través del frío brillo del Sol y del viento. El corazón de Falk se animaba por encontrarse afuera, por la libertad, por el viaje que proseguía. Hoy no le preocupaba el final del viaje. El día era luminoso, las grandes nubes se abrían, el camino mismo era su propio fin. Reanudaba su viaje y la bella, dócil e infatigable mujer caminaba a su lado.

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