Ya era pleno día y, como se sintiera hambriento, Ramarren se dirigió a la puerta oculta y pidió en voz alta, en Galaktika, alimentos. No hubo respuesta pero, inmediatamente, un hombre instrumento le trajo y le sirvió comida; y cuando estaba finalizando de comer se escuchó un apagado llamado del otro lado de la puerta.
—Adelante —dijo Ramarren en Kelshak, y entró Har Orry seguido de tres altos Shing, Abundibot y otros dos a quienes Ramarren nunca había visto. Sin embargo, tenía presentes en su mente los nombres: Ken Kenyek y Kradgy. Se los presentaron; se intercambiaron ceremoniosas fórmulas. Ramarren descubrió que podía manejarse con soltura; la necesidad de mantener a Falk completamente oculto y suprimido era, en efecto, conveniente y le impedía comportarse espontáneamente. Advirtió que el mentalista Ken Kenyek intentaba probarlo mentalmente, con habilidad y fuerza considerables, pero eso no lo preocupó. Si sus barreras se habían mantenido levantadas bajo la parahipnosis, no fallarían ahora.
Ninguno de los Shing se comunicó telepáticamente con él. Permanecieron alrededor, en su extraña y estirada manera, como si temieran el contacto y susurraron todo lo que dijeron. Ramarren se las compuso para formular algunas de las preguntas que podían esperarse de Ramarren concernientes a la Tierra, a la humanidad, a los Shing, y escuchó gravemente las respuestas. En una oportunidad intentó entrar en fase con el joven Orry pero falló. El muchacho no tenía verdadera guardia, pero quizás hubiera sido sometido a cierto tratamiento mental neutralizador de la poca destreza en captar la fase que, siendo un niño aprendiera, y, además, se encontraba bajo la influencia de la droga a la que se había habituado.
Cuando Ramarren le emitió la leve y familiar señal de su relación en prechnoye, Orry comenzó a aspirar un tubo de pariitha. En el vívido y enajenante mundo de semialucinación que le procuraba, sus percepciones estaban embotadas y nada advertía.
—No has visto nada de la Tierra excepto este cuarto —dijo el vestido de mujer, Kradgy, en un áspero susurro. Ramarren era cauteloso con todos, pero Kradgy le inspiraba un temor o aversión instintivo; había una sombra de pesadilla en su enorme cuerpo bajo las flotantes vestiduras, en el largo y purpúreo pelo, en el áspero y preciso susurro.
—Quisiera ver algo más.
—Te mostraremos todo lo que desees ver. La Tierra está abierta para su honorable visitante.
—No recuerdo haber visto a la Tierra desde la Alterra, cuando entramos en órbita —dijo Ramarren en Galaktika, pero con duro acento Wereliano—. Ni recuerdo el ataque a la nave. ¿Pueden decirme a qué se debe eso?
La pregunta podía ser arriesgada, pero él tenía genuina curiosidad por conocer la respuesta, era el único blanco que persistía en su doble memoria.
—Tú te encontrabas en la condición que nosotros llamamos acronía —replicó Ken Kenyek—. Saliste de la velocidad luz justo al llegar a la Barrera, puesto que tu nave no tenía retemporalizador. En ese momento y durante algunos minutos u horas después, estuviste inconsciente o demente.
—No habíamos tenido ese problema en nuestras cortas travesías a velocidad luz.
—Cuanto más largo el vuelo, más fuerte la Barrera.
—Fue una empresa valiente —dijo Abundibot en su crujiente susurro y con su habitual floripondio—, ¡un viaje de ciento veinticinco años luz en una nave apenas probada!
Ramarren aceptó el cumplido sin corregir el número.
—Vengan, Señores, mostrémosle a nuestro huésped la Ciudad de la Tierra… —simultáneamente con las palabras de Abundibot, Ramarren captó una comunicación telepática entre Kradgy y Ken Kenyek, pero no el sentido de la misma; estaba demasiado concentrado en mantener su propia guardia para poder escuchar telepáticamente o recibir una significativa impresión empática.
—La nave en la cual vuelvas a Werel —dijo Ken Kenyek— estará, por supuesto, pertrechada con un retemporalizador y no padecerás perturbaciones al ingresar nuevamente en el espacio planetario.
Ramarren se había levantado, más bien desmañadamente… Falk estaba acostumbrado a las sillas pero no Ramarren, pues se había sentido incómodo encaramado en medio del aire, pero ahora permaneció inmóvil y despues de un momento, preguntó:
—¿La nave en la cual retornemos?…
Orry miró hacia arriba con brumosa esperanza. Kradgy bostezó, mostrando fuertes y amarillos dientes. Abundibot dijo:
—Cuando hayas visto todo lo que deseas ver sobre la Tierra y hayas aprendido todo lo que desees aprender, tenemos una nave de velocidad luz dispuesta para ti, para tu viaje de regreso a Werel… tú, Lord Agard y Har Orry. Nosotros viajamos muy poco. Ya no hay guerras; no necesitamos comerciar con otros mundos; y no deseamos llevar a la bancarrota a la pobre Tierra nuevamente, por causa del inmenso costo de las naves de velocidad luz, meramente con el propósito de satisfacer nuestra curiosidad. Nosotros, los Hombres de la Tierra, somos ya una vieja raza; nos quedamos en casa, cuidamos el jardín y no nos entremetemos ni exploramos el exterior. Pero tu Viaje debe de completarse, tu misión debe de cumplirse. La Nueva Alterra te espera en nuestro espaciopuerto, y Werel aguarda tu regreso. Es una verdadera lástima que tu civilización no haya descubierto, otra vez, el principio ansible, de modo que pudiéramos establecer contacto con ellos. En la actualidad, supongo, deben de tener el trasmisor instantáneo; pero no podemos enviarles señales porque no conocemos las coordenadas.
—Es cierto —dijo Ramarren cortésmente.
Hubo una ligera y tensa pausa.
—Me parece que no comprendo —dijo.
—El ansible…
—Entiendo qué hacía el transmisor ansible, aunque no cómo lo hacía. Como tú dices, señor, cuando partí de Werel no habíamos redescubierto los principios de las transmisión instantánea. Pero no entiendo qué te impedía la tentativa de hacer señales a Werel.
Terreno peligroso. Estaba alerta ahora, controlándose, como un jugador del juego y no como una pieza que ha de ser movida: y sentía la eléctrica tensión detrás de los tres rígidos rostros.
—Prech Ramarren —dijo Abundibot—, como Har Orry era demasiado joven para haber aprendido las exactas distancias implicadas nunca tuvimos el honor de conocer con exactitud dónde estaba situado Werel, aunque, por supuesto, tenemos una idea general. Como ha aprendido muy poco el Galaktika, Har Orry no ha sido capaz de decirnos el nombre Galaktika del sol de Werel, que sería muy significativo para nosotros, que compartimos el lenguaje tuyo como herencia común de los días de la Liga. Por lo tanto, nos hemos visto obligados a esperar tu ayuda, antes de poder establecer contacto ansible con Werel o de preparar las coordenadas en la nave que está preparada para ti.
—¿No conoces el nombre de la estrella en cuyo derredor gira Werel?
—Ese es, desgraciadamente, el caso. Si tú nos lo dijeras…
—No puedo decirlo.
Los Shing no podían sorprenderse; estaban demasiado absortos en ellos mismos, eran demasiado egocéntricos. Abundibot y Ken Kenyek nada registraron. Kradgy dijo en su extraño, monótono y preciso susurro:
—¿Quieres decir que tampoco tú lo sabes?
—No puedo decir el Verdadero Nombre del Sol —dijo serenamente Ramarren.
Esta vez captó el relámpago de comunicación telepática de Ken Kenyek a Abundibot:
—Te lo dije.
—Pido perdón, prech Ramarren, por mi ignorancia que me indujo a preguntar sobre un tema prohibido. ¿Me perdonarás? No conocemos vuestras costumbres, y aunque la ignorancia es una pobre excusa, es todo lo que puedo ofrecerte —Abundibot seguía crujiendo cuando, de pronto, Orry lo interrumpió, con sobresalto:
—¿Prech Ramarren, tú… tú serás capaz de proyectar las coordenadas de la nave? ¿Recuerdas tus conocimientos de… de Piloto?
Ramarren se volvió hacia él y le preguntó con tranquilidad:
—¿Quieres volver a casa, vesprechna?
—¡Sí!
—Dentro de veinte o treinta días, si están de acuerdo estos Amos que nos ofrecen un regalo tan grande, retornaremos en su nave a Werel. Lo siento —prosiguió, volviéndose a los Shing— porque mi mente y mi boca están cerradas para vuestra pregunta. Mi silencio es una mezquina ofrenda a cambio de vuestra generosa franqueza —si hubieran utilizado la comunicación telepática, pensaba, el intercambio hubiera sido mucho menos cortés; porque él, a diferencia de los Shing, no era capaz de mentir mentalmente, y por lo tanto, probablemente no hubiera dicho una sola palabra de las últimas.
—¡No importa, Amo Agard! ¡Es tu retorno a salvo, no nuestras preguntas, lo que cuenta! En la medida en que puedas programar a la nave, y todos nuestros registros y computadoras de ruta están a tu disposición cuando las necesites, entonces la pregunta estará contestada —y, en verdad que así era, porque si pretendían saber dónde se encontraba Werel, sólo tenían que examinar el rumbo que él programara en su nave. Después de eso, si aun desconfiaban de él, podrían nuevamente destruir su memoria y explicarle a Orry que la restauración de su memoria finalmente le había producido el derrumbe. Enviarían, entonces, a Orry para entregar el mensaje en Werel. Todavía desconfiaban de él, por cierto, porque sabían que él podía detectar su mentira mental. Si existía alguna salida para la trampa, todavía no la había descubierto.
Juntos atravesaron los brumosos halls, bajaron por las rampas y ascensores y salieron del palacio a la luz del día. El elemento Falk de la doble mente estaba casi totalmente, reprimido en esos momentos; y Ramarren se movía, pensaba y hablaba tan libremente como Ramarren. Percibía el alerta constante y agudo de las mentes Shing, especialmente la de Ken Kenyek, a la espera de la menor falla o del ligero resbalón. La presión lo mantenía doblemente en guardia. De modo que fue en su calidad de Ramarren, el extranjero, que miró hacia el cielo de la avanzada mañana y vio el amarillo Sol de la Tierra.
Se detuvo, presa de una súbita alegría. Porque era algo, no importaba lo que había sucedido antes ni lo que podría suceder después, era algo, en verdad, haber visto la luz, en una sola vida, de dos soles. El oro rojo del sol de Werel, el oro blanco del sol de la Tierra: podía ahora ponerlos uno junto al otro como dos joyas y comparar su belleza para dignificar, aun, las alabanzas.
El muchacho estaba a su lado; y Ramarren murmuró en voz alta el saludo que los chicos Kelshak aprendían a decir al ver el sol del amanecer o después de las largas tormentas de invierno:
—Bienvenida, estrella de la vida, centro del año… —Orry captó a medias y habló juntamente con él; era la primera armonía que se producía entre ellos, y Ramarren se alegró, porque necesitaría a Orry antes de que el juego estuviera hecho.
En un deslizador recorrieron la Ciudad, Ramarren preguntó lo conveniente y los Shing respondieron, también, lo conveniente. Abundibot describió profusamente cómo la totalidad de Es Toch, torres, puentes, calles y palacios, había sido construida durante la noche, hacia mil años, y cómo, de siglo en siglo, cuando a los Amos de la Tierra les placía, con sus asombrosas máquinas e instrumentos, trasladaban la ciudad entera a un nuevo sitio que sentara a su capricho. Era un lindo cuento; y Orry estaba demasiado aletargado con drogas y la persuasión como para no creer, mientras que si Ramarren creía o no, tenía poca importancia. Abundibot evidentemente decía mentiras por el mero placer de decirlas. Quizás fuera el único placer que conocía. Siguieron también refinadas descripciones del gobierno de la Tierra, de cómo la mayoría de los Shing pasaban sus vidas entre hombres comunes, disfrazados como simples «nativos», pero trabajando para el plan maestro que emanaba de Es Toch, de cómo, despreocupada y feliz, la mayor parte de la humanidad sabía que los Shing conservarían la paz y soportarían las responsabilidades, de cómo las artes y la ciencia eran alentados y las rebeliones y los elementos destructores reprimidos. Un planeta de gente humilde, en sus humildes casitas y pacíficas tribus y ciudadelas; sin guerrear ni matar ni amontonarse; los antiguos logros y ambiciones olvidados; casi una raza de niños, protegidos por la firme y cariñosa guía y la fuerza tecnológica invulnerable de la casta de los Shing… La historia seguía y seguía, siempre con las mismas variaciones, reconfortante y tranquilizadora. No era extraño que el desvalido Orry la creyera; Ramarren hubiera creído buena parte de ella si no hubiera tenido los recuerdos de Falk de la Selva y de las Llanuras que demostraban su total falsedad. Falk no había vivido en la Tierra entre niños, sino entre hombres, embrutecidos, sufrientes y conmovidos.
Ese día pasearon a Ramarren por sobre toda Es Toch, que le parecía a él, que había vivido entre las viejas calles de Wegest y en las grandes Casas de Invierno de Kaspool, una ciudad ficticia, insulsa y artificial, sólo impresionante por su fantástica ubicación natural. Luego comenzaron a llevarlos, a él y a Orry, a través del mundo entero, en coche aéreo y coche planetario, en excursiones que duraban todo el día bajo la guía de Abundibot o de Ken Kenyek, viajes a cada uno de los continentes de la Tierra y, aun, a la desolada y tan largo tiempo ha abandonada Luna. Los días transcurrían; seguían jugando el juego en beneficio de Orry, cortejando a Ramarren hasta conseguir de él lo que pretendían saber. Aunque éste se encontraba directa o electrónicamente vigilado en todo momento, visual y telepáticamente, no era coaccionado de ningún modo; evidentemente sentían que nada tenían que temer de él por ahora.
Quizás lo dejaran volver a casa con Orry, entonces. Quizás lo consideraran lo suficientemente inofensivo, en su ignorancia, como para que se le permitiera abandonar la Tierra con su reajustada mente intacta.
Pero sólo podría comprar su huida de la Tierra con la información que pretendían, la ubicación de Werel. Hasta entonces nada más había dicho él y nada más le preguntaron ellos.
¿Era tan importante, después de todo, que los Shing conocieran el emplazamiento de Werel?
Sí. Aunque probablemente no planeaban ningún ataque inmediato contra este potencial enemigo, podrían muy bien proyectar el envío de un robot monitor después de la Nueva Alterra, con un transmisor ansible a bordo para procurarse un informe instantáneo sobre un vuelo interestelar hacia Werel. El ansible les permitiría obtener una ventaja de ciento cuarenta años sobre los Werelianos; podrían detener una expedición a la Tierra antes de que esta partiese. La única ventaja que Werel poseía tácticamente sobre los Shing, era el hecho de que los Shing no conocían su ubicación y tendrían que perder varios siglos antes de determinarla. Ramarren podía comprar su probabilidad de huir al precio de cierto peligro para el mundo del cual era responsable.
De modo que apeló al tiempo, intentando inventar una salida a este dilema, mientras volaba con Orry y uno u otro de los Shing de aquí a allá, por sobre la Tierra, que se extendía por debajo de ellos como un gran y hermoso jardín reducido a malezas y espesura. Se afanó con toda su trabajada inteligencia en la búsqueda de algún camino que le permitiera cambiar esta situación y convertirse en controlador en lugar de controlado: porque de tal modo su mentalidad Kelshak le presentaba el caso. Bien vista, cualquier situación, aun una caótica o una celada, se aclararía y conduciría a su adecuada salida: porque, a la larga no existe desarmonía, sólo malentendido, ni la oportunidad o su falta, sino ojo ignorante. Así pensaba Ramarren, y la segunda alma interior, Falk, no se oponía a esta opinión, pero no perdía tiempo en examinarla. Pues Falk había visto las piedras opacas y las brillantes deslizarse a lo largo de los hilos del bastidor, y había vivido con los hombres en su derrocado imperio, reinos en exilio en su propio dominio de la Tierra, y le parecía que nadie era dueño de su destino ni capaz de controlar el juego, sino que, meramente, debía esperar a que la brillante joya de la suerte se deslizara por el hilo del tiempo. La armonía existe, pero no existe la comprensión de la armonía; el Camino no puede ser caminado. Entonces, mientras Ramarren se torturaba pensando, Falk, tranquilo, esperaba. Y cuando llegó el momento, aprovechó la oportunidad.
O más bien, tal como sucedieron las cosas, fue él el apresado en la trama.
El momento no tuvo nada de particular. Se encontraban con Ken Kenyek en un coche aéreo autopiloteado, una de las hermosas e inteligentes máquinas que permitían a los Shing controlar y custodiar el mundo con tanta efectividad. Regresaban a Es Toch de un largo vuelo por sobre las islas del Océano Occidental, en una de las cuales habían hecho un alto de varias horas, en un campamento humano. Los nativos de la cadena de islas que habían visitado eran hermosos, felices gentes absortas en la navegación, la natación y el sexo, suspendidos en el azulino mar amniótico: perfectos especímenes de la felicidad humana y ejemplo de atraso para los Werelianos. Nada allí suscitaba preocupación ni temor.
Orry dormitaba con un tubo de pariitha entre sus dedos. Ken Kenyek había conectado la nave en automático y con Ramarren —a dos o tres pies de él, como siempre, pues los Shing nunca se acercaban físicamente a nadie— miraba a través del vidrio del coche aéreo el círculo de quinientas millas de límpido día y mar azul que los rodeaba. Ramarren estaba cansado y se relajó ligeramente en este agradable momento de suspensión, en lo alto de una burbuja de cristal; en el centro de la gran esfera de azul y de oro.
—Es un hermoso mundo —dijo el Shing.
—Lo es.
—La joya de todos los mundos… ¿Es Werel tan hermoso?
—No. Es más áspero.
—Sí, la gran longitud del año debe de ser la causa ¿Cuánto dura?… ¿sesenta años terrestres?
—Sí.
—Tú naciste en el otoño, dijiste. Eso significa que no habías visto a tu mundo en verano cuando partiste.
—Una vez, en un vuelo al hemisferio austral. Pero sus veranos son más frescos, y sus inviernos más cálidos que en Kelshy. No he visto el Gran Verano del norte.
—Todavía estás a tiempo. Si regresas en unos pocos meses, ¿qué estación será la de Werel?
Ramarren calculó durante unos segundos y replicó:
—Final de verano; alrededor de la vigésima fase lunar de verano, quizás.
—Yo pensaba que ya sería el otoño… ¿cuánto dura el viaje?
—Ciento cuarenta y dos años terrestres —dijo Ramarren, y apenas lo dijo una breve ráfaga de pánico atravesó su mente y se desvaneció. Sentía la presencia de la mente del Shing en la suya; mientras conversaban, Ken Kenyek había llegado a él, mentalmente, y, al encontrar sus defensas bajas, había conseguido controlar, en fase total, el terreno. Estaba bien. Demostraba esto la increíble paciencia y habilidad telepática de los Shing. Se había sentido atemorizado, pero, una vez sucedido, estaba perfectamente bien.
Ken Kenyek le hablaba ahora telepáticamente, ya no en el crujiente susurro oral de los Shing sino en claro y cómodo discurso verbal:
—Bueno, está bien, muy bien, perfecto. ¿No es agradable haber sincronizado, por fin?
—Muy agradable —convino Ramarren.
—Por cierto que sí. Ahora podemos permanecer sincronizados y terminar con todos los problemas. Bueno, ciento cuarenta y dos años luz de distancia… eso significa que tu sol debe de encontrarse en la constelación del Dragón. ¿Cómo se llama en Galaktika? No, está bien, no puedes decirlo ni siquiera telepáticamente aquí. Eltanin, ¿es ése el nombre de tu sol? —Ramarren no profirió respuesta alguna—. Eltanin el ojo del Dragón, sí, muy lindo. Los otros que hemos considerado posibles se encuentran ligeramente más cerca. Esto ahorra mucho tiempo. Tenemos casi…
El rápido, claro y burlón discurso verbal se detuvo abruptamente y Ken Kenyek dio un convulsivo salto; en el mismo momento Ramarren hizo otro tanto. El Shing se volvió precipitadamente hacia los controles del coche aéreo, luego se alejó. Se dobló de una extraña manera, demasiado, como una marioneta mal dirigida, luego, súbitamente, se deslizó hacía el piso del coche y allí quedó con su blanco y fino rostro hacia arriba, rígido.
Orry, arrancado de su adormecimiento, miraba.
—¿Qué pasa?
No obtuvo respuesta. Ramarren permanecía de pie tan rígidamente como el Shing yacía y sus ojos estaban trabados con los del Shing en una doble mirada ciega. Cuando finalmente se movió, habló en una lengua que Orry no conocía. Luego, trabajosamente, habló en Galaktika.
—Coloca la nave en suspenso —dijo.
El muchacho tenía la boca abierta.
—¿Qué le pasa al Amo Ken, prech Ramarren?
—¡Pronto, coloca la nave en suspenso!
Hablaba Galaktika, ahora, no con el acento wereliano sino en la forma degradada de los nativos de la Tierra. Pero, aunque la lengua era mala, la urgencia y la autoridad fueron poderosas. Orry le obedeció. La pequeña burbuja de cristal se detuvo, en suspenso, en el centro de la bóveda oceánica, al este del Sol.
—Prechea, está…
—¡Silencio!
Silencio. Ken Kenyek estaba quieto. Muy gradualmente la evidente tensión de Ramarren se relajó.
Lo que había sucedido en el nivel mental, entre él y Ken Kenyek, era un problema de acechanza y contraacechanza. En términos físicos, el Shing había asaltado a Ramarren, en la creencia de que capturaba a un hombre, y, en cambio, había sido sorprendido por un segundo hombre, la mente al acecho de Falk. Sólo por un segundo había tenido Falk la posibilidad de tomar el control y únicamente en virtud de la sorpresa, pero eso había constituido tiempo sobrado para liberar a Ramarren de la fase de control Shing. Al instante de haberse liberado, mientras la mente de Ken Kenyek se encontraba todavía en fase con la suya y vulnerable, Ramarren se había apoderado del control. Hubo de apelar a toda su habilidad y fuerza para mantener la mente de Ken Kenyek en fase con la suya, impotente y condescendiente, como lo había estado la suya hacía unos momentos. Pero su ventaja contaba: tenía una mente doble y, mientras Ramarren mantenía al Shing bajo su control, Falk se encontraba en libertad de pensamiento y acción.
Esa era la oportunidad, el momento; no habría otro igual.
Falk preguntó en voz alta:
—¿Dónde hay una nave de velocidad luz preparada para el vuelo?
Era extraño escuchar al Shing contestando en su voz susurrante y saber, por una vez, con absoluta certeza, que no mentía:
—En el desierto, al noroeste de Es Toch.
—¿Está custodiada?
—Sí.
—¿Por guardias vivos?
—No.
—Nos guiarás hasta allá.
—Los guiaré hasta allá.
—Conduce la nave adonde él te ordene, Orry.
—No comprendo, prech Ramarren; acaso nosotros…
—Vamos a abandonar la Tierra. Ahora mismo. Toma los controles.
—Toma los controles —repitió suavemente Ken Kenyek.
Orry obedeció, siguiendo las instrucciones del Shing en lo referente al rumbo. A toda velocidad la nave abandonó el este, aunque todavía parecía en suspenso en el centro mismo de la esfera oceánica, hacia la puesta del Sol. Luego aparecieron las Islas Occidentales, y la nave parecía flotar hacia ellas por encima de la destellante y ondulada curva del mar; luego, detrás de ellas, aparecieron los escarpados picos blancos de la costa y fueron alcanzados y dejados atrás por el coche aéreo. Ahora se encontraban sobre el pardo desierto interrumpido por áridas y acanaladas estribaciones que arrojaban largas sombras hacia el este. De acuerdo con las susurradas instrucciones de Ken Kenyek, Orry aminoró la velocidad, describió un círculo, aprestó los controles para el aterrizaje y dejó que el coche descendiera. Las elevadas montañas sin vida se elevaban cerca de ellos, como murallas, a medida que el coche aéreo bajaba sobre una pálida y umbría llanura.
No se veía espaciopuerto ni campo aéreo, ni caminos, ni edificaciones, pero algunas largas sombras se estremecían como un espejismo sobre la arena y las artemisias, al pie de las obscuras laderas de las montañas. Falk las contempló y no pudo enfocarlas con sus ojos y fue Orry quien dijo, sin aliento:
—Naves estelares.
Eran las naves interestelares de los Shing, su flota o parte de ella, camufladas con redes que rechazaban la luz. Las que Falk viera primero eran las más pequeñas; había otras que había confundido con el pie de las montañas…
El coche aéreo había descendido sin que lo sintieran junto a una pequeña, derruida choza sin techo, sus maderas descoloridas y rajadas por el viento del desierto.
—¿Qué es esa choza?
—La entrada a habitaciones subterráneas se encuentra en uno de sus lados.
—¿Hay computadoras del terreno allí?
—Sí.
—¿Alguna de las naves pequeñas está preparada para partir?
—Todas están listas para salir. Son casi todas naves de defensa controladas por robots.
—¿Hay alguna con control a piloto?
—Sí. La destinada a Har Orry.
Ramarren mantuvo un estrecho cerco telepático sobre la mente del Shing mientas Falk le ordenaba llevarlos adonde la nave y mostrarles los computadores de a bordo. Ken Kenyek obedeció inmediatamente. Falk-Ramarren no había esperado tan completa sumisión: había límites para el control mental así como para la sugestión hipnótica normal. La preservación del yo resistía, con frecuencia, el control más poderoso, y algunas veces quebraba toda sincronización cuando se la infringía. Pero la traición que se veía obligado a realizar, aparentemente no suscitaba resistencia instintiva en Ken Kenyek; los llevó hacia la nave estelar y contestó obedientemente a todas las preguntas de Falk-Ramarren, luego los condujo de regreso a la decrépita cabaña y, con una orden, con señales físicas y mentales, abrió una puerta trampa, entre la arena, cerca de la entrada. Penetraron en un túnel que allí se abría. En cada una de las puertas subterráneas y defensas y protecciones, Ken Kenyek profería la señal indicada o la respuesta necesaria y, de tal modo, los llevó por fin a las habitaciones a prueba de ataque, a prueba de cataclismo, a prueba de ladrones, muy lejos bajo Tierra, donde se encontraban las guías de control automático y los computadores de rumbo.
Ya había transcurrido alrededor de una hora desde el momento crucial en el coche aéreo. Ken Kenyek, que asentía, sumiso, le recordaba a Falk, por momentos, la pobre Estrel; permanecía completamente inofensivo, durante tanto tiempo como Ramarren mantuviera un control total sobre su cerebro. En el mismo instante en que el control se relajara, Ken Kenyek podría enviar una señal a Es Toch si tenía el poder de hacerlo, o dar alguna alarma, y los demás Shing y sus hombres instrumentos estarían allí en un par de minutos. Pero Ramarren debía relajar ese control: porque necesitaba su mente para pensar. Falk no sabía cómo programar una computadora para el viaje a velocidad luz hacia Werel, el satélite del sol Eltanin. Sólo Ramarren podía hacerlo.
Falk tenía sus propios recursos, sin embargo.
—Dame tu revolver.
Ken Kenyek le entregó, inmediatamente, una pequeña arma que ocultaba debajo de sus sofisticadas vestiduras. Ante esto, Orry se quedó horrorizado. Falk no intentó apaciguar el trauma del muchacho; por el contrario, lo subrayó.
—¿Reverencia por la Vida? —preguntó fríamente, examinando el arma.
En realidad, como había esperado, no se trataba de un revólver o de un láser sino de un detonador sin capacidad mortífera. Apuntó sobre Ken Kenyek, lastimoso en su último abandono de toda resistencia, e hizo fuego. Ante esto, Orry gritó y se precipitó hacia adelante; Falk entonces lo encañonó. Luego se alejó de las dos figuras desparramadas y paralizadas, con las manos temblorosas y dejó que Ramarren comandara como más le gustase. Había hecho su parte, por el momento.
Ramarren no tenía tiempo que perder en constricción o ansiedad. Se dirigió directamente a los computadores y se puso a trabajar. Ya sabía por sus observaciones de los controles de a bordo, que las matemáticas utilizadas en algunas de las operaciones de las naves no eran las matemáticas usuales de base Cetiana que los terráqueos todavía usaban y de la cuales las matemáticas de Werel, vía Colonia, también derivaban. Algunos de los procedimientos que los Shing utilizaban y estructuraban en sus computadores eran totalmente extraños a los procedimientos matemáticos cetianos y a su lógica; y ninguna otra cosa podría haber persuadido tan firmemente a Ramarren de que los Shing eran extranjeros en la Tierra, extranjeros en todos los mundos de la Liga, conquistadores provenientes de algún otro mundo distante. Nunca había estado del todo seguro de que las antiguas historias y leyendas de la Tierra, en ese sentido, fueran correctas, pero ahora estaba convencido. Era, después de todo y esencialmente, un matemático.
Tanto lo era que algunos de dichos procedimientos podrían haberle impedido establecer las coordenadas de Werel en los computadores de los Shing. Pero, realizó los cálculos en cinco horas. Durante todo este tiempo tuvo que tener, literalmente, media mente concentrada en Ken Kenyek y en Orry. Era más fácil mantener a Orry inconsciente que explicarle u ordenarle algo; era absolutamente vital que Ken Kenyek permaneciera completamente inconsciente. Afortunadamente, el detonador era un invento pequeño y efectivo, y una vez que descubrió su adecuado manejo, Falk sólo tuvo que usarlo una vez más. Después quedó libre de coexistir, como estaba, mientras Ramarren se esforzaba en sus cálculos.
Falk nada miraba en especial mientras Ramarren trabajaba, pero estaba atento al menor ruido, y siempre consciente de las dos figuras inmóviles, insensibilizadas, que yacían despatarradas junto a él. Y pensó; pensó en Estrel y se preguntó dónde se encontraría en ese momento y qué era ella ahora. ¿La habían reacondicionado, le habrían destruido la mente o matado? No, ellos no mataban. Temían matar y temían morir, y llamaban a su miedo Reverencia por la Vida. Los Shing, el Enemigo, los Mentirosos… ¿Sería cierto que mentían? Quizás no fuera justamente eso lo que hacían; quizás la esencia de su mentira era una profunda e irremediable falta de comprensión. No podían establecer contacto con los hombres. La habían utilizado y sacaron provecho de ella, transformándola en una arma poderosa, la mentira mental; ¿pero había valido la pena, después de todo? Doce siglos de mentira, desde el primer momento de su llegada, como exilados o piratas o constructores de imperios venidos desde alguna lejana estrella, decididos a regir estas razas cuyas mentes no tenían sentido para ellos y cuya carne, para ellos, se revelaba estéril para siempre. Solitarios, aislados, sordomudos regentes de sordomudos en un mundo de engaños.
Oh, desolación…
Ramarren había terminado. Después de sus cinco horas de trabajo y de ocho segundos de trabajo para el computador, el pequeño instrumento de iridium estaba en su mano, listo para programar dentro del control de rumbo de la nave.
Se volvió y miró, como a través de una bruma, a Orry y a Ken Kenyek. ¿Qué hacer con ellos? Tenía que llevarlos con él, evidentemente.
Borra los informes de los computadores, dijo una voz dentro de su mente, una voz familiar, la suya, la de Falk. Ramarren estaba mareado de fatiga, pero gradualmente advirtió lo acertado de este pedido y obedeció. Luego no pudo pensar qué hacer a continuación. Y entonces, finalmente, por primera vez, cedió, no hizo esfuerzos por dominarse, dejó que su yo se fundiera en su… yo.
Falk-Ramarren puso, inmediatamente, manos a la obra. Arrastró trabajosamente a Ken Kenyek hasta arriba y a través de la arena iluminada por las estrellas, hasta la nave que trepidaba, a medias visible, opalescente en la noche del desierto; cargó el inerte cuerpo sobre un asiento, le aplicó una dosis extra de detonador y luego volvió en busca de Orry.
Orry comenzó a revivir durante el camino y se las arregló para trepar, aunque estaba débil, a la nave por sus propios medios.
—Prech Ramarren —dijo, sin ceremonias, aferrándose al brazo de Falk-Ramarren—, ¿adonde vamos?
—A Werel.
—¿Viene él también… Ken Kenyek?
—Sí. El podrá contarle a Werel su historia sobre la Tierra y tú podrás contar la tuya y yo la mía… Siempre hay más de un camino hacia la verdad. Ponte el cinturón de seguridad. Eso es.
Falk-Ramarren colocó la pequeña banda de metal adentro del control de rumbo. Fue aceptada, y dispuso la nave para que comenzara a funcionar en tres minutos. Con una última mirada al desierto y a las estrellas, cerró las portezuelas y se apresuró, tembloroso de fatiga y tensión, a colocarse el cinturón de seguridad, instalándose junto a Orry y al Shing.
El ascenso era por fuerza de fusión: el timón de velocidad luz sólo comenzaría a operar en el borde más exterior del espacio terrestre. Despegaron muy suavemente y salieron de la atmósfera en pocos segundos. Las pantallas visuales se abrieron automáticamente y Falk-Ramarren vio a la Tierra cayendo en el vacío, en una curva azul obscuro, con brillantes bordes. Luego la nave emergió a la interminable luz del Sol.
¿Se iba de casa o iba a casa?
Sobre la pantalla, el amanecer que se abría sobre el Océano Oriental brilló con un dorado intenso, durante un momento, contra el polvo de las estrellas, como una piedra preciosa en un gran bastidor. Luego bastidor y diseño explotaron, la barrera estaba superada y la pequeña nave se liberó de la temporalidad y los condujo a través de las sombras.