CAPÍTULO 22


—¡Uluye!

El sonido de su propio nombre devolvió a la Suma Sacerdotisa a la realidad, provocándole un traspié que le hizo soltar el cuchillo. Mientras su cerebro salía violentamente de su embotamiento para regresar al mundo real, vio a Índigo, con Grimya a su lado, que se acercaba corriendo.

—¡No! —chilló Uluye, alzando ambas manos, con las palmas hacia afuera, para rechazar a la muchacha—. ¡Retrocede! ¡No te atrevas a acercarte a mí! ¡Esto es cosa tuya, tuya! ¡Me has emponzoñado, has infectado mi cerebro y me has convertido en un recipiente indigno, y ahora la señora me niega su energía y su poder!

—¡Uluye, para! —Índigo llegó junto a ella, la agarró por los antebrazos y la zarandeó con tal fuerza que los dientes de la sacerdotisa castañetearon—. ¡Escúchame! Eso no tiene nada que ver con la Dama Ancestral. Es tu propia voluntad, Uluye, la tuya, la que te niega las fuerzas para matar a Yima.

Uluye la miraba como enloquecida, e Índigo comprendió que sus palabras no le hacían efecto. Era como arrojar piedras contra un muro; sencillamente no conseguía romper la barrera y llegar hasta la mujer.

¡Oh, pero la Dama Ancestral se reía ahora! Índigo sentía el jubilo de la diosa como un gusano que la corroía interiormente, y de repente perdió el control sobre sí misma. Apartó a Uluye de un empujón, se dio la vuelta y regresó corriendo a la plaza. La corona del oráculo yacía en el suelo, sola y abandonada, en el lugar donde la arena aparecía revuelta a causa de su anterior lucha. Aunque odiaba aquel objeto por lo que representaba, Índigo lo recogió y regresó a grandes zancadas hasta la orilla. Haciendo caso omiso de Uluye, que permanecía muy erguida pero indefensa, se introdujo en los bajíos del lago y levantó la corona.

—¡Ten, bruja cobarde! —aulló, la voz quebrándosele de rabia y repugnancia— . ¡Aquí tienes el precioso símbolo de tu tiranía y cobardía! ¡Te lo devuelvo, monstruo, engendro de serpiente, asesina!. Tienes tanto miedo, ¿no es así?, que ni tan siquiera tienes el valor de mostrar el rostro. En lugar de ello, te ocultas detrás de tus marionetas humanas como un niño enclenque detrás de las faldas de su madre... Aquí tienes esto. Juega con ella, ¡y así te pierdas en el olvido!

Arrojó la corona al lago con todas sus fuerzas. Ésta golpeó el agua con un chapoteo sordo y se hundió. Al cabo de unos segundos, una procesión de pequeñas y perezosas olas lamieron la orilla a los pies de Índigo. La muchacha las contempló con fijeza, respirando entrecortadamente mientras el arrebato de cólera remitía poco a poco hasta convertirse en un sentimiento frío y duro. Por fin se giró y vadeó fuera del agua.

Uluye no se había movido. Su cuerpo estaba tieso como el tronco de un roble; tan sólo la mandíbula le colgaba fláccida a causa de la conmoción recibida, y tenía los ojos en blanco. Incapaz de aceptar lo que Índigo acababa de hacer, no conseguía creer lo que había visto y oído. Desde la plaza que las separaba de ellas como un abismo, las mujeres contemplaban la escena en silencio, tan aturdidas como su líder y víctimas de la misma incapacidad de reaccionar, Índigo no les prestó atención y se dirigió al lugar donde había caído su cuchillo. Lo recogió y regresó junto a las estructuras de madera.

Yima la contemplaba con atemorizada sorpresa, pero no dijo nada ni realizó el menor movimiento. Era el retrato de la total indefensión, y la simpatía que Índigo sentía por ella se vio impregnada de improviso por un leve matiz de disgusto. Yima era tan pasiva, tan débil... ¿Creía realmente que merecía la muerte?

Se deshizo de la idea y fue a colocarse junto a la estructura. La hoja del cuchillo cortó las cuerdas que sujetaban las muñecas, tobillos y cintura de Yima. En una ocasión, debido a que las manos le temblaban de rabia, Índigo hirió levemente a la muchacha, pero Yima se limitó a seguir mirándola, con el cuerpo fláccido e inerte, y, cuando las ataduras cayeron al suelo, Índigo tuvo que zarandearla y gritar su nombre antes de que, llena de miedo, la cautiva se decidiera por fin a arrastrarse hacia la libertad.

Mientras Yima se acurrucaba sobre la arena, frotándose los brazos para activar la circulación de la sangre, Índigo se detuvo unos instantes para escudriñar su cerebro en busca de alguna reacción por parte de la Dama Ancestral. No encontró nada. La presencia se había marchado. Se dirigió hasta Tiam.

Tiam, al menos, no tuvo la menor duda sobre su salvación. En cuanto se vio libre, se apartó rápidamente de la estructura, corrió junto a Yima y la ayudó a ponerse en pie. Abrazándola protector, se volvió hacia Índigo.

—Mi señora oráculo, ¿cómo podemos agradeceros nuestra liberación? —Su voz estaba jadeante por la emoción—. Vuestro nombre vivirá en nuestros corazones durante....

Índigo interrumpió el torrente de palabras.

—No hay tiempo para eso, Tiam, y tampoco lo quiero. Esto no ha terminado aún ni mucho menos. Llévate a Yima, tan lejos como sea posible, ahora. —Y, al ver que él vacilaba, insistió—: Hazlo, Tiam. ¡Por la Madre Tierra, marchaos mientras todavía existe algún destello de esperanza para vosotros!

Sus palabras, o la urgencia de su voz, le hicieron llegar el mensaje, y, con un rápido gesto de asentimiento, Tiam empezó a llevarse a Yima de allí. Las sacerdotisas se quedaron mirándolos mientras atravesaban la plaza, pero ninguna hizo el menor movimiento para detenerlos, y durante unos instantes Índigo casi creyó que la disparatada estratagema funcionaría y conseguirían irse del lugar y desaparecer en el bosque sin que se alzara una mano contra ellos. Pero no había contado con Uluye. Las mujeres, que en realidad habían sido adiestradas para seguir las pautas marcadas por ella, podían estar demasiado aturdidas para reaccionar, pero de improviso la voz de la Suma Sacerdotisa quebró el silencio.

—Estúpidas inconscientes, ¿qué creéis que hacéis? ¡Detenedlos!

El grito rompió la parálisis de las mujeres, y súbitamente estalló un farfulleo de voces al salir las sacerdotisas de su ensimismamiento y comenzar a moverse. Tiam las vio y echó a correr, arrastrando a Yima con él. Uluye salió en su persecución cruzando la arena, y otras mujeres se apresuraron para interceptarlos.

Entonces, del otro extremo de la plaza, surgió un grito agudo de incontrolado terror.

Presa y perseguidores se detuvieron en seco, confundidos, y las cabezas se volvieron a uno y otro lado en busca del punto del que había brotado el horrible grito. Se escuchó un nuevo alarido, y un tercero, y el aullido de miedo de un hombre adulto... y de repente se produjo todo un mare mágnum cuando una sección de la muchedumbre divisó las borrosas figuras que salían del bosque.

Seis de ellos..., ocho..., diez..., una docena..., arrastrando los pies, meneando la cabeza estúpidamente y con los brazos extendidos al frente, los hushu rodearon a la multitud, Índigo vio cómo Uluye lanzaba una mirada horrorizada por encima de su hombro y supo, aun antes de volver ella misma la cabeza, que más de aquellos horrores se acercaban por detrás. Avanzaban despacio formando una línea, y la muchacha sintió una terrible sensación de náusea en el estómago al darse cuenta de que los monstruos avanzaban en formación como si una siniestra inteligencia se hubiera apoderado de sus cerebros muertos y los coordinara para que se convirtieran en una única y espantosa entidad, con un propósito común.

A su alrededor, la escena empezaba a convertirse en un caos a medida que más espectadores advertían lo que sucedía. El aire se estremecía con sus gritos y alaridos, y grupos aterrorizados de personas corrían en todas direcciones; incluso aquellas que no conocían aún el motivo del terror luchaban violentamente con sus vecinos para abrirse paso y huir, Índigo vio a una mujer y a dos criaturas caer pisoteadas cuando la masa de gente más cercana a la plaza, y por lo tanto al peligro, intentó abrirse paso para llegar al extremo de la multitud y huir. Un hombre, enloquecido de terror, arrancó una antorcha de la elevada asta que la sujetaba y se dedicó a blandir la llameante tea ante el rostro de todo aquel que se interponía en su camino.

A pesar de todo, los hushu seguían llegando; pero, mientras los primeros y más afortunados espectadores conseguían liberarse del apiñamiento de gente y huir al interior del bosque, Índigo comprendió de improviso que los monstruos no estaban interesados en ellos. Lo cierto es que ahora veía perfectamente cómo la bamboleante masa de gente se dispersaba poco a poco a medida que más y más personas escapaban de la plaza. Los hushu no les prestaban la menor atención; pudo ver incluso cómo uno de los horrores caía al suelo cuando un grupo aterrorizado chocó contra él en su huida hacia los árboles, y sin embargo ninguno de sus compañeros hizo la menor intención de detenerse, a pesar de tener muy cerca a las figuras que corrían. Y de pronto Índigo entendió el motivo...

Como si una mano gigantesca acabara de abofetearla, su cerebro recibió una violenta sacudida que le hizo ver el terrible motivo. Junto a ella, Grimya, contagiada por el horror de las masas, ladraba y gruñía enfurecida, el pelaje del lomo erizado y los ojos llameantes; Índigo giró en redondo y, agachándose junto a ella, la sujetó por el hocico y le gritó a la cara:

¡Grimya! ¡Grimya, escúchame! Esto es cosa de la Dama Ancestral... ¡Hemos de encontrar a Uluye!

La plaza parecía ahora una escena sacada de una pesadilla. Los últimos restos de luz en el cielo habían desaparecido, y la única iluminación la proporcionaban las frías estrellas y las pocas antorchas que no se habían utilizado como armas ni habían sido derribadas de sus soportes y apagadas a pisotones, con lo que era casi imposible distinguir a hombres de mujeres, ni a seres humanos de muertos vivientes, en medio de la caótica penumbra. De todos modos, los gritos de los aldeanos iban disminuyendo a medida que más de ellos conseguían escapar. Sólo quedaban algunos rezagados ahora... y otros treinta o cuarenta que yacían boca abajo sobre la arena o entre la maleza, en el linde del bosque.

Las sacerdotisas se apiñaban por todas panes, algunas gimiendo y llorando, otras realizando al menos algún intento de recuperar la serenidad y ayudar a sus compañeras, y por fin Índigo descubrió la elevada figura de Uluye cerca del lago. Intentaba reunir a sus mujeres junto a ella, y su voz, ronca y áspera, se dejaba oír por encima del estrépito.

—¡Uluye!

Índigo empezó a abrirse paso por entre la gente para llegar hasta ella, y, al acercarse, vio con sobresalto que los primeros hushu se encontraban a pocos metros de distancia. Con la ayuda de Grimya, que se dedicó a mordisquear tobillos y faldas ondulantes para abrirle paso, no tardó en llegar junto a la Suma Sacerdotisa, a la que agarró por un brazo.

Uluye giró rápidamente. Por un momento pareció no reconocer a la muchacha; luego, como si su llegada hubiera actuado como catalizador, la mujer se soltó con un violento gesto y se cubrió el rostro con las manos.

—¿Qué he hecho? —gimió—. Señora, perdonadme. ¿Qué desgracia he hecho caer sobre nosotras?

—¡No has hecho nada! —gritó Índigo—. Esto no es culpa tuya, Uluye. Es culpa de la Dama Ancestral; es su forma de intentar atemorizarnos para que perdamos la moral.

Uluye sacudió la cabeza, balanceando violentamente las aceitadas guedejas de sus cabellos. —¡Estamos perdidas! —chilló— Nos matarán a todas. ¡Esta es la sentencia que la Dama Ancestral ha dictado contra mí!

—¡No! No es de ti de quien quiere vengarse, es de mí. ¡Uluye, escucha, escucha! Tiene que existir una forma de destruir a los hushu. ¿Cómo se puede hacer? ¡Dímelo!

—«Madre Tierra», pensó, «no puedo alcanzarla, no reacciona».

Entonces, en medio de aquella frenética desesperación, Índigo volvió a ver mentalmente los ojos ribeteados de plata, y escuchó en su cerebro los ecos de una carcajada triunfal...

—¡Oh, maldito demonio!

Aulló las palabras con todas las fuerzas de sus pulmones y vio que Uluye daba un respingo. Pero la mujer no importaba ahora. Esto, se dijo Índigo, esto era algo entre ella y la Dama Ancestral. ¡Y no se dejaría vencer!

Se abrió paso por entre el círculo de aterradas mujeres que rodeaban a la Suma Sacerdotisa. Cuando consiguió salir, vio frente a ella, a menos de cinco metros de distancia, el cuadro maldito en el que los cuerpos de Shalune e Inuss aguardaban todavía su espantoso destino final. Aun en medio del pánico, nadie se había atrevido a tocar las cuatro teas que ardían allí, y, más allá de su humeante resplandor, Índigo vio las siniestras figuras de los hushu, que seguían acercándose, avanzando con un aire de terrible e insensata determinación. Las dos hileras iban aproximándose a la plaza, cercándola como una red que rodeara un banco de peces.

Los últimos aldeanos ya habían escapado y desaparecido, pero las sacerdotisas estaban atrapadas, y su terror aumentaba mientras se arremolinaban y apiñaban entre sí formando un grupo compacto sobre la arena. Pero Índigo sabía que los hushu tenían el mismo interés en ellas que el que habían demostrado por los desaparecidos espectadores. Era ella su objetivo, el blanco en el que estaban fijos los ojos de este ejército de muertos vivientes. Y sabía que ésta era la prueba definitiva.

«¡Grimya!», se comunicó con urgencia. «¡La lanza que Uluye utilizó cuando intentó matarme... Encuéntrala y tráemela, rápido!»

Mientras la loba se alejaba corriendo, el cerebro de Índigo empezó a trabajar a toda velocidad; sentía una enorme oleada de energía alzándose en su interior, y se aferró a ella con todas sus fuerzas. «Poder... Sí, señora, tengo poder, y es mayor que el tuyo, ¡porque el demonio llamado miedo ya no tiene ninguna potestad sobre mí!»

Echó a correr al frente, llegó hasta el cuadrado y soltó la antorcha más cercana de su soporte. Los primeros hushu no se encontraban ni a cinco pasos de ella en estos momentos, tan cerca que podía distinguir todos los detalles de aquellos rostros destrozados y cuerpos podridos. Vacilaron al verla antorcha en mano, pero luego siguieron avanzando.

Los ojos de Índigo se volvieron negros, y a su alrededor brotó una aureola plateada. «Plata por Némesis..., mi siniestra gemela, pero ahora ya no soy su esclava. ¡No te temo ni a ti ni a tus legiones, Señora de los Muertos!»

El poder se animó en su interior, y la antorcha que sostenía estalló en una violenta columna de fuego plateado. De las gargantas de los hushu brotaron

débiles sonidos sibilantes de alarma o rabia, e Índigo giró en redondo.

Uluye se erguía solitaria frente a la llorosa y orante masa de sus mujeres, con su figura recortada por la luz de la tea sostenida por la muchacha.

—¡Uluye! —La voz de Índigo se abrió paso por entre los murmullos— ¡Ayúdame! ¡Ayúdame a matar a los hushu!

La sacerdotisa no conseguía apartar la mirada de las llameantes estrellas en que se habían convertido los ojos de Índigo.

—¡No puedo! —gritó con voz ronca—. ¡No se los puede matar, es imposible!

—¡Pueden morir! —replicó Índigo, sacudiendo la cabeza—. ¡Sólo crees que es imposible, porque siempre has tenido demasiado miedo para intentarlo!

Grimya regresó corriendo junto a ella, arrastrando la lanza; con un rápido movimiento, Índigo se inclinó para recoger el arma.

—¡Ayúdame, Uluye! —insistió—. ¡Utiliza la energía y el poder que tu diosa te dio, y acaba con la esclavitud de tu gente y con la miserable existencia de los hushu!.

Volvió a girar, alzando la antorcha en una mano y la lanza en otra. A dos pasos de distancia, unos ojos muertos la contemplaron con un resplandor hueco cuando la plateada luz cayó sobre el cuerpo del zombi que se acercaba. Los hushu alzaron los brazos temblorosamente como si quisieran abrazarla, y sus mandíbulas medio podridas se entreabrieron en una espantosa parodia de una sonrisa de bienvenida, Índigo apuntó y arrojó la lanza directamente a la deforme cabeza, y el arma se hundió en el quebradizo cráneo y lo atravesó de parte a parte.

El hushu aulló. Fue un sonido horripilante, pero a la vez patético, como el chillido de un animalillo. Por un instante pareció como si un destello de inteligencia humana regresara a los blanquecinos ojos del hushu en el momento en que el deformado cerebro se partía dentro del cráneo, la sede y origen de su vida en la muerte, y en aquella mirada había comprensión, gratitud y alegría. Luego, muy despacio, casi con suavidad, el cuerpo del zombi se dobló sobre sí mismo y se desplomó al suelo, donde quedó totalmente inmóvil.

Índigo liberó la lanza con un fuerte tirón y se volvió otra vez en dirección a Uluye y sus mujeres.

—¿Lo veis ahora? —les gritó—. ¡Pueden morir! Ayúdame, Uluye. Reúne a tus mujeres, coged vuestras lanzas y machetes y liberaos del miedo a los hushu. En nombre de vuestra propia diosa, ¡dadles la paz!

Uluye se quedó mirándola, paralizada. Los rezos y súplicas de las sacerdotisas se habían transformado en anonadado silencio, pero, mientras Índigo y su líder seguían contemplándose fijamente, unos murmullos, unos susurros ahogados, empezaron a surgir poco a poco de sus apiñadas filas.

—Ella lo mató..., mató al hushu. Poder..., poder..., un avatar, un auténtico avatar. Puede matarlos...

Índigo era perfectamente consciente de que, a su espalda, los hushu se habían detenido. La Dama Ancestral aguardaba; aguardaba para ver qué harían sus servidoras, cómo reaccionarían; si encontrarían en su interior el valor necesario para hacer lo que Índigo las instaba a hacer, Índigo seguía sosteniendo la mirada de Uluye, sin atreverse ahora a hacer nada; era la Suma Sacerdotisa quien debía efectuar el primer movimiento.

Por fin, temblando, Uluye se movió. Alargó una mano a su espalda y extendió los dedos en una señal a sus seguidoras. Una de las mujeres se adelantó corriendo, con una lanza. Uluye la tomó y, sin apartar la mirada de Índigo, como si estuviera hipnotizada, empezó a andar hacia el frente. La muchacha se hizo a un lado cuando se acercó, y Uluye se detuvo ante otro de los ahora inmóviles hushu. Cerró la boca con fuerza y lanzó el arma... y de nuevo se produjo el sibilante grito y el momento de liberación, antes de que el zombi se derrumbara como un pelele sobre el suelo.

Temblando, Uluye se volvió hacia Índigo. Su rostro mostraba una expresión de asombro, y sus ojos brillaban con la luz de la revelación.

—Te has encarnado entre nosotras... —musitó; luego, antes de que la muchacha pudiera reaccionar, se volvió a las sacerdotisas allí reunidas y levantó la ensangrentada lanza por encima de su cabeza.

»¡La Dama Ancestral está con nosotras! —aulló—. ¡Nos ha mostrado la verdad y el camino; nos bendice a todas! ¡Señora..., oh, señora, vos sois nuestra adorada diosa! —Y doblando una rodilla en tierra, extendió los brazos y realizó el gesto ritual de más profunda veneración del culto: el homenaje de una sacerdotisa a su diosa.

Índigo se sintió estupefacta. Y, en el mismo instante en que las palmas de la Suma Sacerdotisa tocaban el suelo, una voz titánica resonó ensordecedora por toda la plaza.

—¡NO! ¡YO SOY VUESTRA DIOSA! ¡TRAIDORAS Y BLASFEMAS, YO SOY VUESTRA DIOSA!

La superficie del lago se había vuelto de color plata, y, alzándose de ella como humo de un fuego forestal, una neblina negra hervía y borboteaba. Unas formas se retorcían en su interior, innominables, espantosas, y en su corazón, por encima del centro del lago, se agitaba una gigantesca columna negra como la letal cabeza de un tornado.

Las sacerdotisas empezaron a chillar acurrucándose sobre el suelo, y Uluye miró a Índigo confundida y aterrada. La transformación y el despliegue de poder la había convencido de que Índigo era, la Dama Ancestral, o, al menos, su avatar, y que la diosa había estado hablando y actuando a través de ella. Ahora, no obstante, comprendió su error y, temblando, se apartó de la muchacha; mientras lo hacía la titánica voz volvió a hablar, sacudiendo el aire.

—¿ES ÉSTA LA FORMA EN QUE DEMOSTRÁIS VUESTRO AMOR POR

MÍ? ¿OSÁIS DARME LA ESPALDA Y DAR VUESTRA LEALTAD A OTRA? ¡AH, MI VENGANZA SOBRE VOSOTRAS SERÁ TERRIBLE..., TERRIBLE Y ETERNA!

Uluye se cubrió el rostro con los brazos como para rechazar una lluvia de golpes y empezó a chillar. Mientras se derrumbaba sobre el suelo y sus mujeres caían de rodillas, gimoteando, Índigo se dio la vuelta y corrió a la orilla del lago. Su voz resultaba insignificante después de la abrumadora ira de la Dama Ancestral pero aulló con todas sus fuerzas, gesticulando con violencia en dirección a la oscilante columna.

—¡No! ¡Estúpida, ciega y atemorizada estúpida! ¡Ellas no me adoran a mí; te adoran a ti! ¡No te han dado la espalda...! ¡Creían que yo era tú!

—¡MIENTES, ORÁCULO! —La respuesta la ensordeció—. ¡BUSCABAS OCUPAR MI LUGAR Y ARREBATÁRMELAS!

—¡No he hecho tal cosa!

Índigo dirigió una rápida mirada por encima del hombro y vio que Uluye se ponía en pie. La Suma Sacerdotisa empezó a avanzar a trompicones hacia las otras mujeres, e Índigo comprendió lo que pensaba hacer. Era una locura, una insensatez... y era una prueba devastadora de que Uluye realmente amaba a su diosa y seguiría amándola, sin importar qué horrores la Dama Ancestral pudiera infligirles a todas ellas.

Índigo se volvió de nuevo hacia el lago, y gritó:

—¿No las ves? ¿No ves lo que hace tu Suma Sacerdotisa, no lo comprendes ¡No quieren darte la espalda! ¡Escúchalas!

Temblorosa, luchando por encontrar un tono apropiado, Uluye había empezado a cantar. Se trataba de una canción que Índigo había llegado a conocer bien durante su estancia en la ciudadela: un himno de alabanza a su señora, una promesa de obediencia y una declaración de amor. Una a una, las mujeres se le fueron uniendo a medida que su ejemplo les daba confianza —o a medida que la desesperación las arrastraba—, y el himno se elevó trémulamente en el aire.

—¿No las oyes? —exclamó Índigo.

—LAS OIGO, PERO ES TARDE. MI CÓLERA DEBE SER APLACADA, Y MIS SIRVIENTES, PAGARLO. ¡DEBERÁN HACER PENITENCIA POR SU DESAFÍO, Y TEMERME!

—¡Pero no te han hecho ningún mal! —le respondió la muchacha a gritos—. ¿Qué crimen han cometido? ¿Qué pecado?

—MI SUMA SACERDOTISA HA FALTADO A SU DEBER. SU HIJA SE NEGÓ A ENTRAR A MI SERVICIO, Y SIN EMBARGO ULUYE NO LE IMPUSO EL CASTIGO QUE DECRETÉ. EL FRACASO DE UNA ES EL FRACASO DE TODAS.

De improviso, la luz plateada de la superficie del lago resplandeció deslumbradora, y la voz de la Dama Ancestral adoptó un nuevo tono, doblemente siniestro.

Uluye, haz callar a tus mujeres y mírame.

El cántico se hundió en el caos antes de caer en un silencio espantoso. Arrastrando los pies, con paso inseguro, con la misma falta de voluntad propia de un hushu, Uluye dio tres pasos al frente; entonces le fallaron las fuerzas, y cayó de rodillas en la arena.

—HAS HECHO MAL, ULUYE —salmodió la voz con crueldad— TE DI A CONOCER MI VOLUNTAD, PERO NO ME OBEDECISTE. AHORA HAY QUE PAGAR EL PRECIO. ¿CARGARÁS TÚ CON LA PENITENCIA, O TENDRÉ QUE ENVIAR HUSHU A DESGARRAR LOS CUERPOS DE TUS MUJERES, Y PESADILLAS PARA ATORMENTAR SUS MENTES? MI JUSTICIA SE REALIZARÁ, Y NO PODÉIS ESCAPAR A ELLA. ESCOGE, ULUYE. EN TU INTERIOR SABES PERFECTAMENTE CUÁL HA DE SER EL PAGO. ESCOGE.

Durante unos segundos Uluye permaneció totalmente inmóvil. Luego, vacilante pero resuelta, se incorporó muy despacio.

—Mi dulce señora... —su voz era apenas un susurro, pero se escuchó con espeluznante claridad en el repentino silencio que se había apoderado del lugar— , aquí me tenéis ante vos. Soy vuestra sierva, pero he faltado a vuestro servicio. La falta es mía, y mío ha de ser el justo y legítimo castigo. No soy digna de pedir vuestra clemencia; no merezco esperar vuestro perdón. Sólo rezo para que mi penitencia nos sirva a todas, y que mis hermanas puedan vivir en la esperanza de que mi destino les sirva para volver a obtener vuestro amor, que es la fuente de nuestra existencia.

Y, en la mente de Índigo, Grimya exclamó silenciosa y apremiante: «¡Índigo! ¡Tiene un cuchillo!».

Con una violenta sacudida mental, Índigo regresó a la realidad como movida por un resorte, y comprendió con horror que ella misma se había visto momentáneamente atrapada en la red de la Dama Ancestral, hipnotizada por la voz sobrenatural, prendida en el enfrentamiento entre la diosa y su Suma Sacerdotisa. Sólo ahora se daba cuenta de las intenciones de Uluye... y, al mismo tiempo, comprendió que ninguna palabra suya haría cambiar de opinión a la Dama Ancestral ahora. Había perdido. El miedo, el demonio del miedo, había vencido.

«¡No! —pensó—. ¡No! ¡No puede ser! No puedo fracasar. Existe otra forma, un poder mayor...»

Una voz hueca había empezado a reír dentro de su cerebro. En su visión mental, unos ojos como carbones envueltos en una llama plateada ardían con hielo y fuego. Y un centenar, un millar, diez millares de voces le gritaban:

«nosotros somos ella... ella es nosotros... ayúdala... ayúdanos, Índigo... Índigo...».

Índigo, Índigo, Anghara, Némesis, lobo, emisario, avalar, diosa. De improviso le parecía estar en cinco lugares a la vez: era Índigo, contemplando horrorizada cómo Uluye levantaba el cuchillo sujetándolo con ambas manos; era Grimya, paralizada e impotente; era Uluye, observando atemorizada la hoja que sostenía sobre su propia cabeza, pero a la vez demasiado consumida por su deseo de contentar a su diosa para detener su mano; y, también, se encontraba de regreso en el mundo subterráneo, con los muertos clamando a su alrededor; y era la Dama Ancestral en persona, una arremolinada columna de humo, una voz surgida de un lago de plata, una diminuta criatura arrugada acurrucada en la oscuridad y demasiado asustada para mostrarse por miedo a perder su dominio sobre sus seguidores humanos. Era todas estas cosas, y más. Y el miedo que aprisionaba a cada una de ellas era un gusano que se retorcía bajo sus pies.

Examinó con atención las profundidades de su corazón, de su alma, y comprendió. La lección aprendida en el mundo de los muertos había sido mayor de lo que imaginaba la Dama Ancestral; mayor incluso de lo que ella misma había imaginado hasta ahora. No necesitaba ningún avatar que le mostrase el camino, o que mediara entre su propia alma y el auténtico poder que existía detrás de la vida y la muerte, el poder que era el amor que las envolvía a ambas. Ella era, un avatar. Era la hija de la Madre Tierra, y, si el ser de la Dama Ancestral poseía la chispa de la divinidad, también la poseía su propio ser. Era hermana de la Dama Ancestral, como lo era de miles de millares de otras como ella. Pero, en tanto la Señora de los Muertos temía por su puesto en el esquema de cosas, la entidad llamada Índigo lo había aceptado y abrazado. Ésa era la diferencia entre ambas. Y, de las dos, ella era la más fuerte ahora.

Índigo fue hacia la enojada, burlona y aterrada imagen de su mente, y se hizo con ella. Abrió los ojos de golpe, y eran ojos como tizones, circundados de llamas plateadas, que relumbraban con hielo y fuego. Dirigió la mirada al otro lado de la plaza al lugar en el que se encontraba Uluye sola.

La hoja del cuchillo pendía sobre el corazón de la Suma Sacerdotisa. Uluye contempló el mundo por lo que creía que era la última vez en su vida; luego cerró los ojos y sus palabras resonaron en la ciudadela y el bosque mientras gritaba con orgullo y fuerza:

—¡Por mi señora, no me importa morir!

Y, del lugar en el que había estado Índigo, surgió una nueva voz:

—DÉJALO.

Era tan suave, pero aun así tan poderosa, como un mar en calma, y llenó la plaza, llenó las mentes de todos los que la oyeron, como luz líquida. Sobre el lago, la negra columna se estremeció como golpeada por una galerna. Sobre la plaza, una multitud de ojos oscuros y asustados se volvieron...

La figura de pie en la arena no era Índigo... o, si lo era, entonces Índigo ya no era totalmente humana, sino mucho, mucho más poderosa. Una aureola dorada brillaba a su alrededor, como si el sol acabara de alzarse de la oscuridad a su espalda. Una capa hecha de cielo y tierra y agua y fuego le caía de los hombros, y sus cabellos eran una reluciente cascada de todos aquellos colores y más, derramándose, entremezclándose, vivos. Tan sólo el rostro no había cambiado. Y los ojos...

Los ojos eran los negros ojos de la Dama Ancestral, y los lechosos ojos dorados del emisario que la había empujado a su misión, y los ojos plateados de Némesis, y los ojos ambarinos de un lobo, y los ojos azul-violeta de una mujer que había conocido el amor y visto la muerte, y que, después de medio siglo de vagabundeo, todavía se esforzaba por comprender. A Uluye le resbaló el cuchillo de los dedos, mientras que las sacerdotisas, como una sola, caían de rodillas.

Y de la nebulosa torre de oscuridad que flotaba sobre el corazón del lago brotó un fino y atemorizado lamento, como el llanto de un niño al despertar en la noche y encontrarse solo.

El ser que era Índigo se giró. Detrás de él, en el cuadrado ceremonial, tres antorchas seguían ardiendo de forma irregular, aunque su luz resultaba ahora un pálido reflejo de la luz que llameaba a su alrededor. Más allá de las antorchas, los hushu aguardaban, Índigo percibió sus destrozadas mentes, su dolor, su desdicha, la esperanza que seguía flotando tal como el humo permanece cuando todo lo demás se ha consumido; y los compadeció.

—MARCHAOS —dijo, alzando las manos—. AHORA PODÉIS DESCANSAR EN PAZ.

En su cerebro sonó una vocecita suplicante, desesperada: «No, no, no, son míos, no puedes...».

«¿PARA QUÉ NECESITAS A UNOS ESCLAVOS TAN DIGNOS DE LÁSTIMA? DEJA QUE SE REÚNAN CONTIGO Y DALES LA BIENVENIDA», transmitió mentalmente.

Se escuchó un suspiro, tan suave como una brisa de verano a través de la extensa tundra meridional. Uno a uno, a medida que el poder y la libertad fluían hacia ellos desde Índigo y desde la siniestra diosa cuya voluntad aprisionaba la muchacha dentro de la suya, los hushu fueron cayendo al suelo, Índigo percibió el instante agridulce en que su hambre y su sed se veían finalmente aplacadas y sus mentes destrozadas abandonaban la envoltura mortal, y sonrió por ellos y quiso incluso reír por ellos al sentir cómo se fusionaban con algo que quizá podía denominarse «eternidad». Luego, mientras la aureola que la envolvía resplandecía con más fuerza, se volvió hacia Uluye y sus mujeres.

La Suma Sacerdotisa lloraba. No acababa de comprenderlo; Índigo se dio cuenta de ello nada más empezar a dirigirse hacia la sollozante figura de Uluye. Lo que la mujer veía ante ella era aquello que había deseado, que había ansiado ver: el eje de toda su vida, la piedra de toque de su existencia, Índigo se acercó más, y Uluye, tal y como habían hecho sus mujeres antes, cayó de rodillas en la

arena.

—Dulce señora... —la voz se le quebró por la emoción—, habéis mostrado compasión con los condenados. ¿No os mostraréis misericordiosa con nosotras, que os amamos más que a la vida? Os pertenecemos, señora, y no queremos otra cosa más que serviros.

En la mente de Índigo resonó un grito angustioso: ¡Me abandonan! ¡Estoy perdida, estoy perdida!».

«NO.» Índigo giró en dirección al lago y vio que la enorme columna negra se disolvía. La superficie del agua hervía, el cristal plateado se rompía, y sintió una oleada de dolor y miedo cuando, al igual que su Suma Sacerdotisa, la Dama Ancestral empezó a llorar.

«NO, SEÑORA.» Y de repente las aguas volvieron a quedar inmóviles. «NO QUIERO ARREBATARTE TU LUGAR. LO ÚNICO QUE DESEO ES DESTRUIR AL DEMONIO QUE TE HA HECHO SU PRISIONERA.»

El lago empezó a relucir; Índigo sintió cómo un tremendo escalofrío la recorría de la cabeza a los pies, y una voz lastimera resonó en su cabeza: «Si eso fuera cierto...».

«ES CIERTO», contestó ella. «ELLAS TE AMAN. MIRA EN EL CORAZÓN DE ULUYE Y ACEPTA LO QUE ENCUENTRES ALLÍ. NO TEMAS QUE ELLA Y SUS MUJERES TE VAYAN A ABANDONAR Y OLVIDAR. SON TUYAS. ¿NO MERECEN ACASO TENER TAMBIÉN TU AMOR?»

Una brisa helada recorrió el lago provocando diminutas olas en su superficie. «.Las amo. Sí, las amo. ¿Pero, cómo puede una madre retener a sus hijos?»

El ser que era Índigo, humano, animal y diosa, sonrió con inefable tristeza. «OH, SEÑORA, UNA MADRE NO NECESITA RETENER A SUS HIJOS, YA QUE ELLOS SIEMPRE REGRESARÁN. TÚ ERES LA GUARDIANA DE SUS ALMAS, Y TU PUESTO ES UN PUESTO DE HONOR ENTRE LOS A VAHARES DE AQUELLA QUE ES LA MADRE DE TODOS NOSOTROS. ROMPE LOS GRILLETES CREADOS POR TU MIEDO; ARRÓJALOS LEJOS DE TI, Y VEN A REUNIRTE CON QUIENES TE AMAN. ¡MUÉSTRALES LO QUE ERES EN REALIDAD!»

Entonces lo sintió, sintió el poder, el amor, la camaradería, la unidad, y su voz, fusionándose con un millar de voces, resonó en la noche.

—¡EN NOMBRE DE LA MADRE TIERRA, TE RUEGO, DAMA ANCESTRAL, QUE TE MUESTRES A TUS CRIATURAS!

La columna de oscuridad, el tornado en el centro del lago, osciló... y se desvaneció. Por un instante el espejo plateado de la superficie permaneció totalmente inmóvil; luego un lento desfile de olas empezó a fluir hacia la orilla desde el centro, chapoteando en la orilla del lago con un suave sonido apenas audible, una tras otra. Y, en su punto de origen, algo se alzó de debajo de las aguas.

El negro bote se acercó despacio a la orilla, empujado por el remo que empuñaba la figura situada en la popa, embozada en neblina y oscuridad. Uluye, arrodillada en la orilla, contempló en jadeante silencio cómo se acercaba. Las lágrimas le humedecían todavía las mejillas, pero sus ojos eran como los ojos de una criatura, asombrados y extasiados, y sus manos se cerraban y abrían espasmódicamente, como si ansiase extender las manos hacia la visión que se aproximaba, pero no se atreviese.

La embarcación llegó a tierra, y la Dama Ancestral desarmó el remo, pero no se movió...

—SEÑORA... —la voz que en una ocasión había sido la de Índigo le habló con dulzura—, ¿NO QUIERES REUNIRTE CON NOSOTRAS?

La Dama Ancestral mantenía la cabeza inclinada sobre el pecho, y su respuesta llegó a la mente de Índigo triste y débil por debajo de la mortaja de negros cabellos.

«¿Para mostrarme como realmente soy? ¡Ah, hermana, eres cruel!»

Índigo no respondió enseguida, pero su resplandeciente figura avanzó hasta la orilla del lago y se detuvo frente a la proa del bote. La oscura figura siguió sin moverse, y por fin, en silencio, Índigo volvió a hablar.

«SEÑORA, MÍRAME.»

La Dama Ancestral alzó la cabeza despacio. Por entre la cascada de negros cabellos, el rostro de una anciana menuda de ojos nublados contempló a Índigo con expresión de intensa tristeza. La hundida boca tembló, y la mujer dijo:

«Esto es lo que soy. Esto es lo que me ha hecho el miedo. Tú me mostraste la verdad, hermana, pero, al hacerlo, me has hecho indigna del amor de mi gente.»

Índigo sintió una cálida oleada de simpatía, y con ella una repentina y profunda sensación de camaradería. En el centro de la gran mente con la que la suya se había fusionado, el poder se movió como una potente marea, y extendió una mano reluciente.

«NO», repuso con suavidad. «ERES DIGNA. VEN, Y TOMA LO QUE TE PERTENECE POR DERECHO.»

La Dama Ancestral dio un paso hacia ella y, vacilante, extendió la mano. En el instante previo al encuentro de sus dedos, la figura vio otro rostro reflejado en el rostro de Índigo, otros ojos que eran negros y plateados y dorados y marrones y azules y verdes, cambiando y cambiando, pero siempre llenos de luz. Entonces se estableció el contacto....

Índigo sintió la sacudida, fuego y hielo juntos, un escalofrío parecido a un terremoto que se inició en las profundidades de su ser y fluyó a través de ella y fuera de ella a la oscura figura del bote. Por un demoledor instante, ambas se convirtieron en una sola entidad, y de repente Índigo supo lo que significaba ser la señora del mundo subterráneo, la Señora de los Muertos, guardiana de almas; y mil millares de voces resonaron en su cabeza: «nosotros somos ella, ella es

nosotros, somos una sola cosa, libre, libre, libre...».

Entregó parte de sí misma, parte del poder que anidaba en su interior, y la luz brotó de la figura de la Dama Ancestral: una brillante aureola plateada que iluminó la plaza, iluminó la noche, con el resplandor de una luna llena alzándose en el firmamento. La Señora de los Muertos levantó la cabeza, y los negros labios rieron jubilosos, y el blanco y hermoso rostro era el rostro eterno de una diosa; y los ojos, como estrellas negras, pero llenos de vida, volvieron la mirada hacia sus adoradoras, y exclamó, abriendo los brazos de par en par como para abrazarlas a todas:

—¡MIS HIJAS!

Índigo vio cómo Uluye y sus mujeres se incorporaban, pero, en el mismo instante en que éstas se ponían en pie, en el mismo instante en que corrían hacia su señora, una gigantesca oscuridad pareció caer sobre ella. El mundo giró convertido en un torbellino; visión y sonido se desvanecieron, crecieron, volvieron a desvanecerse, mientras los sentidos de la muchacha se tambaleaban.

Y el poder empezó a abandonarla, manando de ella, retirándose.

,Oyó la voz mental de Grimya en su cabeza —«¡Índigo! ¡Índigo!»— y percibió la presencia de la loba corriendo hacia ella. Las piernas se negaron a sostenerla; giró en redondo, sin sentir nada, impotente, consciente de que las últimas fuerzas la abandonaban.

Y, justo antes de caer sin sentido en el suelo, escuchó la voz temblorosa de Yima, como el grito de un ave en la oscuridad que estallaba sobre ella:

—¿Madre? ¡Oh, madre!

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