CAPÍTULO 17


El tiempo parecía no existir en el reino de los muertos. Puede que llevaran una hora navegando, o un día o un año, sin que nada indicara el transcurrir del viaje a excepción del tranquilo ritmo de la espadilla y el suave golpear de agua bajo la quilla del bote. La oscuridad las envolvía , como un manto de terciopelo negro, desdibujando las imágenes y amortiguando los sonidos. Un diminuto fuego de san Telmo, no más brillante que el apagado destello azul verdoso de una luciérnaga, ardía en la proa pero apenas si iluminaba; en una ocasión en que Índigo alzó una mano para mirársela, ésta apareció gris e insustancial, como la mano de un fantasma.

Ninguna de las dos había hablado desde el inicio del viaje. El bote navegó por el lago hasta que el leve destello de la piedra advirtió a Índigo que se acercaban a la otra orilla, y frente a ellas, apenas visible, apareció la boca de un túnel, abierta como las fauces de una bestia ciega. Al deslizarse bajo la arcada, el timbre del sonido del golpe del remo contra el agua varió de forma sutil y adquirió una resonancia hueca, y ahora, aunque percibía su presencia, Índigo apenas podía vislumbrar las interminables paredes que se deslizaban ante ellas en la oscuridad.

Se sentía excitada, nerviosa, y curiosamente reacia a volver la cabeza y mirar a la demacrada figura situada en la popa a su espalda. Experimentaba un temor irracional de que, si osaba mirar atrás, no vería el cadavérico rostro con su capucha de negros cabellos, sino otra cosa. Algo que, aunque no podía predecir su naturaleza, sería mucho, mucho peor.

Se quitó la idea de la cabeza con esfuerzo, pero la hormigueante inquietud permaneció, ya que le fue imposible deshacerse del miedo que acechaba en el interior de su mente. ¿Adónde conduciría este sorprendente viaje, y qué encontraría al llegar a su fin? Durante cincuenta años se había aferrado a la creencia de que Fenran estaba vivo y, tanto en sus sueños como en los extraños y efímeros momentos de realidad, había visto a su amor y hablaba con él a través del horrible abismo que los separaba. Fenran no pertenecía a este reino donde la muerte gobernaba suprema y la vida era un intruso, y, sin embargo, con sus enigmáticas palabras y por medio de una taimada manipulación mental, la Dama Ancestral había sembrado sin duda en su cerebro, el temor de que, a lo mejor, la muerte sí se lo había llevado y ahora residía aquí con la Señora de los Muertos, su siervo y prisionero para toda la eternidad.

Índigo todavía creía —y quería seguir creyendo— que era una mentira. Los demonios a los que se había enfrentado durante todos estos años de vagabundeo habían sido maestros en el arte de crear ilusiones, y esta criatura, este ser enigmático, diosa o monstruo o algo situado entre ambas categorías, era sin duda uno de tales manipuladores. Pero algo que la criatura le había dicho, una frase al azar, la obsesionaba: «Aunque lo que puedes encontrar si escoges viajar en mi compañía quizá te pondrá a prueba más allá de los límites de tu resistencia». Lo que significaban estas palabras, lo que insinuaban, Índigo no lo sabía; pero su recuerdo era como una lanza de hielo clavada en su corazón.

El bote siguió adelante, envuelto en la silenciosa oscuridad, e Índigo continuó debatiéndose entre sus revueltos y contradictorios pensamientos. Le era imposible escoger entre las atracciones gemelas de la esperanza y el temor, pues, se girara en la dirección que se girara, siempre aparecía el espectro de la duda para empañar su elección, duda que quedaba personificada en la criatura en cuyas manos se había puesto.

Volvió a pensar en Shalune e Inuss, y en el terrible destino al que las había condenado la Dama Ancestral. Expulsadas del otro mundo para convertirse en hushu. Se estremeció cuando, de forma espontánea, su imaginación evocó una imagen de sus cuerpos flotando por el oscuro lago en una obscena parodia de paz celestial. Puede que en estos mismos instantes se encontraran flotando por este río, muy cerca... ¿o habrían regresado ya al mundo mortal, y en este mismo instante sus ojos sin vida empezaban a abrirse a una nueva y terrible existencia como zombis insaciables?

«No quito la vida», había dicho la Dama Ancestral. «Me limité a reclamar lo que ya habían perdido.» ¿En qué forma habían perdido sus vidas? ¿Qué ley inmutable decretaba que debían aceptar —e incluso buscar— la muerte, y una vida futura mucho peor que la muerte, como castigo por lo que habían intentado hacer? Una fe ciega, y una aceptación ciega. «¿Cuál será la diferencia entre ser incapaz de morir y tener prohibido morir?» ¿Podría ser eso lo que la Dama Ancestral había querido decir? ¿Habían muerto las dos compañeras de Índigo porque no podían, o no querían, ver más allá de la rígida estructura mental de su culto, y era ésa la diferencia: la voluntad eclipsada por la obligación?

O por el terror...

De improviso, olvidada la anterior reluctancia, la cabeza de Índigo se volvió hacia atrás.

—¡Las engañaste! —siseó acusadora—. ¡Hiciste que creyeran que no tenían otro remedio que morir!

La Dama Ancestral seguía de pie e impasible en la popa del bote. No se había metamorfoseado en algo monstruoso y grotesco; sólo su piel parecía despedir un leve resplandor nacarado, una luminiscencia a la que el fuego de san Telmo otorgaba un tinte aterrador.

—¿A tus desdichadas amigas? —repuso con calma—. No. No tenía ningún interés en engañarlas. El engaño..., si es que hubo engaño, fue producto de algo menos evidente.

—¿Qué quieres decir?

—Nada que sea importante. No ha sido más que un comentario. —Sus cabellos se agitaron a pesar de no soplar brisa alguna, y la aureola plateada de sus ojos centelleó brevemente—. Deberías pensar en las pruebas que te aguardan, no en las de ellas.

Mientras hablaba, Índigo sintió cómo una mano se cerraba en torno a su brazo.

Lanzó un grito ahogado y se volvió al frente. No había nada. Sin embargo, todavía podía sentir la presión, y, a pesar de la tenue luz que lo iluminaba todo, la apenas perceptible marca de los dedos se destacaba con toda claridad sobre la piel.

Entonces, despacio, como una estrella siniestra haciendo su aparición a medida que el sol se ponía, un rostro se materializó en el aire, flotando sin cuerpo frente a la proa del bote a la distancia justa para que no se lo pudiera alcanzar con la mano. El rostro de una muchacha, joven pero enflaquecido por los estragos del sufrimiento y la enfermedad. La piel era tan pálida como la de la Dama Ancestral, y se había ido apergaminando sobre los huesos a medida que la carne que los cubría se resecaba. Los ojos, unos diminutos puntitos de luz en un mar de blanco inyectado en sangre, miraban a Índigo y, a través de ella, a un mundo indecible de pesadilla, y lo que en una ocasión había sido una nube de suaves y hermosos cabellos se desprendía ahora de su cuero cabelludo como lluvia torrencial.

Índigo quiso desviar la mirada, pero no pudo. La visión la tenía hipnotizada, y del pozo más profundo de su mente, de un lugar que durante más de cuarenta años había intentado mantener cerrado a cal y canto a la mente consciente, surgieron los recuerdos como un torrente asqueroso y contaminado.

Los labios de color ocre del fantasma se entreabrieron, mostrando una lengua ennegrecida, y una voz surgida de más allá de la tumba dijo:

—Tomad mi broche, saia Índigo. Sé que lo mantendréis a salvo. Tomad mi broche, y enviadme a los brazos de Ranaya.

Una joven viuda, desconsolada, enferma desahuciada, ¡ cuya única esperanza era ahora la fría sombra de la muerte... ¿pero cómo se llamaba? Resonando en su cerebro, Índigo escuchó el sonido de la saeta al encajar en la ballesta, casi percibió los duros contornos del arma como una presencia física en sus manos. Madre bienhechora, ¿cómo se llamaba aquella pobre criatura?

Aspiró con fuerza, luchando por llenar de aire los pulmones.

—¡Haz que se vaya! ¡Échalo! ¡No es real! —Es real —repuso la Dama Ancestral con indiferencia— Pero no es más que una de mis múltiples sirvientes. —Y el destrozado rostro flotó hacia la popa para luego perderse de vista en la oscuridad mientras el bote seguía adelante.

Índigo temblaba convulsivamente sin poder impedirlo. Todo aquel horror, dolor y locura experimentados hacía tanto tiempo... los había olvidado, curado la herida, para que ahora se la volvieran a abrir y la hicieran sangrar de nuevo.

De repente el eco de unas carcajadas revoloteó por el túnel, pasó junto al bote y se perdió en la distancia. Las voces de gentes que celebraban el inicio de la temporada de caza... e Índigo escuchó, mezclándose con ellas, los sones etéreos y distantes de un arpa. La música y las risas pasaron por su lado tan deprisa que no tuvo tiempo de reaccionar, ni de pronunciar los nombres que afluyeron a sus labios, nombres pertenecientes a una época y un lugar más felices. Se encontraba en tensión, levantada a medias del estrecho banco del bote y realizando un esfuerzo por captar los últimos débiles ecos, cuando, desde algún lugar frente a ella, otra voz, una voz nueva, pronuncio su nombre, —Índigo...

La muchacha volvió a dejarse caer en el banco, las piernas sin fuerza. Conocía esa voz. —Índigo...

Clavó los ojos en la oscuridad, pero nada se movía allí. No obstante, la voz le resultaba terriblemente familiar.

—Índigo. —Y luego, en una lengua que no era ni la suya ni la de la Isla Tenebrosa, continuó—: ¿No me recuerdas, Índigo?

Llena de angustia, se volvió hacia la Dama Ancestral, que seguía serena e imperturbable en la popa.

—¿Quién es? En nombre de la Madre, dime, ¿quién es?

—Mira y observa. —Los negros labios sonrieron, pero sin sentimiento.

Índigo se volvió. Delante del bote había aparecido una fría luz blanca que caía oblicuamente sobre el agua corra un rayo de luna filtrándose por una ventana. Se desparramaba sobre las rocas circundantes, y la muchacha lanzó una exclamación ahogada, sintiendo un helado escalofrío por todo el cuerpo al ver que la pared del túnel, al igual que las paredes de la terrible catacumba que había recorrido en compañía de Shalune e Inuss, estaba llena de huesos de cientos, miles, un millón de cadáveres. Pero ni las espantosas cuencas vacías de sus calaveras, ni sus manos crispadas, ni sus esqueletos retorcidos y entremezclados fueron suficientes para impedir que su estupefacta mira da se clavara en lo que se encontraba en el centro del resplandor.

La luz brotaba de un nicho en la pared. El nicho tenía forma de arco, y era lo bastante grande para acomodar, si no a un hombre, al menos a una criatura. A medida que el bote se acercaba de forma inexorable, Índigo vio que realmente había una criatura allí: una niña de unos diez u once años, de cabellos dorados y piel de color miel, que sonreía y extendía unos brazos regordetes y suaves.

—Querida Índigo. —Oh, pero ahora sí que reconocía esta dulce vocecita; jamás la olvidaría—. ¿No recuerdas A tu beba mí?

Jessamin. La hija del Takhan, el ser más amado de la gran ciudad de Simhara, la novia-niña de Augon Hunnamek...

—¡No! —Índigo volvió la cabeza a un lado violenta mente—. ¡No, no pienso mirar... eso!

Detrás de la figura de Jessamin otra voz empezó a chillar, y una figura sinuosa se retorció bajo la nacarada luz, como algo apenas entrevisto a través del agua. Sin dejar de sonreír, sin dejar de extender los brazos, la pequeña y encantadora figura quedó atrás, y, mientras los chillidos se apagaban, la Dama Ancestral dijo: —¿De qué tienes miedo, Índigo? ¿Miedo? No, no era miedo; era repugnancia, repugnancia al ver a todos estos viejos recuerdos olvidados convertidos en una parodia de vida. Pero al parecer aún no se habían acabado los recuerdos, pues una nueva luz aparecía al frente, una nueva ventana en la negra pared. Este resplandor era más tenue y cálido, como el brillo de una lámpara cubierta y ardiendo a media luz, y las silenciosas e inmóviles calaveras que se amontonaban alrededor de la arcada resultaban una ilusión apenas entrevista. Pero el nicho mostraba una escena que estuvo a punto de arrancar un grito de dolor de la garganta de Índigo. Cuatro personas —dos hombres, una mujer y un muchacho— rodeaban un lecho en actitud afligida, mientras en la cama yacía otro hombre inmóvil y con el rostro blanco como el papel. Estaba muerto; Índigo sabía que estaba muerto, había visto este cadáver... pero también conocía a los otros. Muertos; todos muertos. ¿Cómo podían haber vuelto a la vida, para llorar a su pariente? ¿Cómo?

Uno de los que velaban al cadáver, un hombre de más edad que sus acompañantes, levantó la cabeza. Como si hubiera escuchado el suave chapoteo del bote al pasar, volvió la cabeza y clavó la mirada en Índigo. Su rostro entristecido no mostró la menor señal de reconocimiento, pero entonces la muchacha colocada a su lado también levantó la cabeza, también la vio. Cuando sus ojos y los de Índigo se encontraron, la joven le dedicó una leve sonrisa triunfante de complicidad llena de dulce odio. Entonces, súbitamente, sus ojos se tornaron de un brillante tono azul zafiro... y, resonando por el túnel, estremeciendo a Índigo hasta la médula, el rugido desafiante de un tigre de las nieves se dejó escuchar débilmente en la lóbrega atmósfera para apagarse casi al instante. El bote siguió deslizándose hacia adelante. En esta ocasión, Índigo no ocultó el rostro sino que siguió contemplando la escena que dejaba atrás hasta perderla totalmente de vista. Sólo entonces miró a la oscura figura de la Dama Ancestral.

—¿Por qué me muestras estas cosas? —inquirió con voz ronca.

Los blancos brazos continuaron con sus suaves movimientos, el remo se agitó en el agua. Por fin la figura se dignó responder.

—No te muestro nada. Ves tan sólo lo que cualquiera puede ver en mi reino... o en su propia mente.

—¡Pero esto no es verdad! Esa..., esa parodia —hizo un gesto en dirección a la ahora invisible escena— es una mentira. ¡No sucedió, no de esta forma!

La Dama Ancestral no se molestó en replicar a sus palabras, y, rezumando cólera, Índigo le dio la espalda una vez más y atisbo en las tinieblas, pero era incapaz de poder ver más allá del tenue resplandor del fuego de san Telmo. Durante un tiempo nada más sucedió y el silencio se volvió opresivo; sentía el túnel cerrándose sobre ella, encerrándola, opresor y asfixiante. En su interior, una vocecita preguntaba sin cesar: «¿Qué va a ser lo siguiente?», y, aunque intentaba acallarla, sabiendo que era insidiosa y peligrosa, ésta persistía. ¿Qué va a ser lo siguiente? ¿Qué fantasma saldría ahora de la oscuridad para perseguirla? ¿Cual?

Entonces, de improviso, estuvo a punto de verse arrancada de su asiento cuando algo enorme e invisible atravesó el túnel como una exhalación, la golpeó y se alejó por la popa como un torbellino. Al pasar, la muchacha escuchó un grito de dolor, una voz de hombre, y, mezclada con ella, el último estertor de un mujer.

Conocía esas voces...

—¡No! Padre, madre...

Algo rió en la oscuridad delante de ella, y un humo acre se introdujo en su garganta y pulmones. Un incendio... La sombra de un gran edificio en llamas se reflejó en las paredes, y detrás de la sombra pudo ver las llamas que se elevaban igual que serpientes por encima de las torres que se derrumbaban, y escuchó el rugido del fuego y el crujido de la piedra y la madera desplomándose sobre aquel infierno. Luego, la ilusión desapareció, aunque sus ojos siguieron contemplándola unos segundos, y, en su lugar, otra refulgente ventana se abrió en el muro y vio una triste procesión, tres féretros envueltos en ropajes de color Índigo y rematados por coronas de hojas; no el exuberante y descarado verdor de la Isla Tenebrosa, sino la salvia y la alheña, el carmesí y el añejo dorado que cubrían los árboles en el otoño meridional. Delante de los féretros avanzaba un anciano de ojos ciegos, con un arpa entre los brazos; tocaba y cantaba, pero Índigo no escuchaba otro sonido que el lúgubre gemido de un viento polar. Las mudas imágenes en movimiento quedaron atrás. Y entonces una nueva voz surgió de la oscuridad, y, al escucharla, los últimos vestigios de color desaparecieron del rostro de Índigo. Sus manos se aferraron a la borda con tanta fuerza que una astilla de madera se desprendió y se le clavó en la palma. Sin darse cuenta de lo sucedido, sin sentir el dolor mientras la sangre corría por entre sus dedos, sus músculos se agarrotaron y un grito brotó incontrolable de su garganta.

—¡No! ¡No, por favor! ¡No me la muestres, no me dejes verla! ¡No quiero verla!

—¡Anghara! ¡Mi muñequita, mi amorcito, mi princesita! —La voz, tan familiar, tan querida, temblaba de dolor y confusión mientras pronunciaba el antiguo nombre de Índigo, su auténtico nombre, aquel que había abandonado hacía ya tanto tiempo—. ¿Dónde estás, Anghara? ¡No te encuentro!

—Te busca, Índigo —dijo la Dama Ancestral con voz distante—. ¿Tienes demasiado miedo para contestarle?

—¿Dónde está mi amorcito? —gimió la voz, entrecortada por la emoción—. Ven a mí, querida; ven a mí, ¡te lo suplico! Oh, Madre todopoderosa; tráela de vuelta. Devuélvesela a Imyssa que tanto la quiere, y no volveré a dejar que se vaya. —¡Imyssa! Índigo no pudo soportarlo más; se vio arrollada por lealtades y anhelos que había aprendido a acallar durante medio siglo, y gritó el nombre de su antigua niñera a la oscuridad. Mientras el túnel le devolvía la llamada violentamente en forma de una atronadora andanada de ecos, una reluciente aureola se formó sobre el agua, y una figura se materializó en el anillo de luz.

Imyssa, su niñera, protectora y mentora, extendió los marchitos brazos, y los ojillos, brillantes y tan oscuros como un petirrojo, brillaron como estrellas.

—¡Mi muñequita! ¡Mi dulce princesa, mi niña, mi pequeñina! ¿Oh, dónde estás?

Índigo se puso en pie, sin importarle el repentino y violento balanceo de la embarcación.

—Estoy aquí, Imyssa. Estoy aquí. ¡Estoy viva!

Los viejos ojos se movieron de un lado a otro, trasladando la mirada de aquí para allá.

—Sólo te pido que me la dejes ver una vez antes de queme reúna con la Madre. ¡Sólo dime que ella no murió! Sólo dime que...

¡Imyssa!

Una horrorizada sensación de náuseas se apoderó de Índigo cuando ésta comprendió que la niñera no podía ni oírla ni verla, y se volvió enfurecida hacia la Dama Ancestral.

—En nombre de la Madre, ¿es que no tienes compasión? ¿Por qué la atormentas... y me atormentas a mí?

La negra figura sacudió la cabeza con aire solemne.

—Los mortales crean sus propios tormentos, Índigo; no soy yo quien se los inflijo.

La Dama Ancestral contempló la brillante aureola. El bote se encontraba muy próximo ahora, y su expresión adoptó un leve matiz de reflexivo interés, sin perder su aire de indiferencia.

—Se volvió loca antes de venir a mí. El dolor y el remordimiento son fuerzas muy poderosas, y jamás dejó de creer que podría haberte salvado. Al final, eso provocó la definitiva pérdida de su cordura.

El fantasma de Imyssa sollozaba en estos momentos, retorciendo las manos, y, a medida que el anillo de luz quedaba más cerca, Índigo pudo apreciar con un sobresalto la forma tan terrible en que había cambiado su vieja niñera antes de que la muerte la reclamara. La edad había pasado factura, sí; pero la profundidad de las arrugas de su rostro, y la negrura de los círculos bajo los ojos, delataban estragos mucho peores que los debidos al paso de los años, Índigo se desesperó; si tan sólo pudiera comunicarse con Imyssa, si pudiera hacerle ver, hacerle comprender...

—¡Imyssa! —Se encontraba todavía de pie en la proa, y se estiró al frente y hacia arriba en dirección al fantasma, intentando alcanzar las manos que se abrían y cerraban, retorciéndose dentro de la brillante aureola—. Imyssa, escúchame. Mírame. ¡Estoy viva!

La embarcación penetró en el óvalo de luz. El resplandor se desparramó por el rostro y manos de Índigo, hasta alcanzar la impasible figura de la Dama Ancestral, Índigo sintió un ligerísimo cosquilleo cuando por un momento casi — aunque no del todo— consiguió tocar los nudosos dedos de la niñera, y el fantasma de Imyssa flotó a través de ella, la dejó atrás y, sin dejar de sollozar, desapareció.

La muchacha empezó a temblar. Brazos y piernas se agitaban como víctima de una perlesía; todo su cuerpo se estremecía con un deseo de llorar o gritar o encolerizarse... No sabía cuál de estas cosas, pero tampoco importaba, ya que no podía expresar sus sentimientos; carecía del poder para liberarlos. Volvió a dejarse caer sobre el banco, intentando recuperar el control de sí misma. Pero también eso era imposible, pues su cerebro estaba en tensión como un gato en una trampa, aguardando que la siguiente visión emergiera de la oscuridad que tenía delante, y temiendo lo que pudiera ver.

El bote siguió adelante, y se produjo un silencio roto tan sólo por el ininterrumpido ritmo de su avance. Los sentidos de Índigo se encontraban ahora sujetos al máximo de tensión, y ésta fue empeorando hasta casi no poder soportar la ansiedad por lo que pudiera aparecer. Por fin no pudo aguantar más. Volvió la cabeza, la mirada llena de rabia y de dolor, y contempló a la Dama Ancestral.

—¿Ha sido eso todo tu desafío, señora? —inquirió furiosa—. ¿Debo entender que ya no puedes realizar nada más terrible?

—No. —La tranquila expresión de la figura no se alteró lo más mínimo—. No he hecho nada. Sencillamente has visto un poco de tu propio pasado, Índigo, y eso acabó ya, de modo que carece de importancia. El demonio se encuentra delante de ti... si puedes encontrarlo. ¿Sigues dispuesta a continuar con tu búsqueda por esta ruta?

Los estremecimientos y temblores de Índigo empezaban a disminuir; sin nuevas apariciones para atormentarla, comenzaba a recuperar el dominio de sí misma.

—Sí —contesto, apretando los dientes con fuerza.

Se escuchó un crujido, como el de seda vieja agitándose, y el ritmo de la espadilla se alteró ligeramente.

—Muy bien —dijo la Dama Ancestral sin la menor emoción en la voz—. En ese caso lo que debe hacerse se hará. Y, cuando haya finalizado y hayas admitido la derrota, confío en que recuerdes que las consecuencias las elegiste tú misma.

El remo se hundió más profundamente de improviso. El bote viró con violencia, cambiando de dirección, e Índigo se vio lanzada con fuerza a un lado. Se incorporó con cierta dificultad, con un juramento en los labios, y se quedó como paralizada al ver que una forma más oscura que el agua surgía de las tinieblas que tenía enfrente. Era una lengua de tierra, aunque no podía decir si se trataba de una isla pequeña o una península de una masa de tierra mayor. Un resplandor translúcido mostraba el lugar donde la corriente chocaba contra una pequeña playa de esquisto, y el río del otro mundo se dividía en dos canales estrechos al pasar junto a la llana masa de tierra.

La embarcación se encaminó hacia la playa y encalló en ella, Índigo miró más allá de la débil luz de la proa. El terreno que se extendía ante ella apenas si se alzaba unos centímetros por encima del agua. Estaba pelado, yermo, sin que se apreciara ni tan siquiera una brizna de hierba; no se movía nada allí, e Índigo se volvió para mirar de nuevo a la negra figura.

—¿Quieres que baje?

Una tenue sombra cruzó el cadavérico rostro de la Dama Ancestral al inclinar ésta la cabeza.

—Sí. Ya no podemos seguir viajando juntas por el agua.

Índigo se levantó y saltó por encima de la borda. El esquisto era frío y cortante al contacto con sus pies; avanzó unos cinco pasos playa arriba antes de que el rumor del agua al removerse la hiciera darse la vuelta.

La Dama Ancestral había utilizado el largo remo para desencallar la embarcación, que ahora se alejaba lentamente de la playa. La mujer seguía de pie en la popa, la cabeza vuelta hacia ella.

—Ha llegado el momento de que te deje —anunció—. A partir de ahora deberás enfrentarte a tus pruebas sola.

Índigo miró por encima del hombro la negra extensión de terreno que tenía a su espalda.

—¿Cuánto tiempo he de permanecer aquí?

—Oh, tu viaje ha terminado. —Los negros labios se curvaron en una leve sonrisa burlona—. Lo que viene ahora, vendrá a ti sin que tengas que buscarlo. Y, cuando venga y le hayas dado un nombre, entonces me llamarás y yo responderé.

La alta figura se inclinó hacia la proa y arrancó el fuego de san Telmo del lugar al que estaba sujeto.

—Mi regalo de despedida —dijo, al tiempo que arrojaba la luz en dirección a Índigo, la cual fue a caer sobre el esquisto a sus pies—. Cuídala bien, porque no durará mucho. Adiós, oráculo mío..., por el momento. Espero que estés lista para lo que te espera ahora.

Mientras Índigo se agachaba para recoger la luz, el bote empezó a alejarse. El remo se hundió rítmicamente y su paso por el agua resonó con un ruido hueco y monótono. Luego las tinieblas lo envolvieron, e Índigo se quedó sola.

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