Beleño caminaba con paso cansino por la calzada, siguiendo a Mina, mientras murmuraba cosas para sí y arrastraba las botas por el polvo. Mina iba varios pasos por delante, con la cabeza muy alta y la espalda muy recta. Estaba ignorándolo, fingiendo que no lo conocía. Atta trotaba junto al kender, aunque de vez en cuando se detenía y volvía la vista esperanzada, buscando a Rhys.
—Espero que esté bien —dijo Beleño por centésima vez. Fulminó a Mina con la mirada, dio una patada a una piedra y añadió en voz alta—: Si no fuera por cierta persona, podría volver y comprobarlo por mí mismo, ¡y quizá ayudar a salvarlo después de que cierta persona huyera y lo abandonara!
Mina le lanzó una mirada furiosa volviendo la cabeza y siguió caminando, testaruda.
Por lo menos habían logrado escapar de la batalla de Ringlera de Dioses.
La brutalidad del combate y la visión de tantos muertos y heridos habían superado a Mina.
El ruido la confundía y la matanza la horrorizaba. Beleño y Atta acabaron encontrándola agazapada debajo de un matorral, cerrando los ojos con fuerza y tapándose los oídos para no oír los gritos.
A Beleño le costó convencerla de que fuera con él y a punto estuvo de perderla cuando tropezaron sin querer con un sacerdote de Chemosh, encapuchado y de túnica negra. Beleño recitó su hechizo de agotamiento y cuando vio por última vez al sacerdote, éste estaba tumbado boca arriba en medio de la calle, echando una cabezadita fuera de hora.
Rodearon la parte posterior del Templo de Zeboim a la carrera y se metieron por un callejón, hasta que llegaron a un barrio residencial relativamente tranquilo. Los ciudadanos, al oír el clamor de la batalla y temerosos de que se extendiera hasta su vecindario, habían atrancado todas las puertas y no osaban salir.
Beleño se paró para recuperar el aliento, intentar librarse del flato que tanto le dolía en un costado y tratar de pensar qué podían hacer. Decidió que llevaría a Mina a la posada y la dejaría a cargo de Laura. Después él volvería a buscar a Rhys. Beleño y Atta echaron a andar en dirección a la posada, pero cuál fue su sorpresa al ver que Mina caminaba en dirección contraria.
—¿Adonde vas? —preguntó Beleño, parándose.
Mina se había quedado en el medio de la calle, aferrándose al petate en el que llevaba las reliquias. El saco estaba sucio y cubierto de polvo, porque cuando se le hacía demasiado pesado, Mina lo arrastraba por el suelo. Ella misma tenía la cara mugrienta, cubierta de hollín, el pelo mojado de sudor y las trenzas pelirrojas medio deshechas. El vestido estaba salpicado de manchas de sangre.
—A Morada de los Dioses —replicó Mina.
—De eso nada —la reprendió Beleño—. Vamos a volver a la posada. ¡Tenemos que esperar a Rhys!
—Yo no voy a esperarlo —negó Mina—, Tengo que ir a Morada-de los Dioses... y la pelea va a ponerse peor todavía.
Beleño no era capaz de imaginarse cómo podía ser aún peor, pero no lo dijo.
—Entonces te equivocas de camino —fue lo que dijo, en tono áspero—. Morada de los Dioses está al norte. Estamos en la calzada de Haven. —Señaló hacia otra calle—. Por ahí sí se va al norte.
—No te creo. Estás mintiendo para engañarme.
—No es verdad —repuso Beleño malhumorado.
—Sí lo es.
—¡No es verdad!
—Sí lo es...
—Tú tienes el mapa —le gritó Beleño al final—. ¡Compruébalo tú misma!
Mina lo miró sorprendida.
—Yo no lo tengo.
—Sí que lo tienes. ¿No te acuerdas? Lo extendí sobre una piedra cerca de Flotsam y entonces tú decidiste que iríamos caminando rápido y...
Dejó de hablar. Mina se mordía el labio y dibujaba líneas en la tierra con la punta del zapato.
—¡No lo cogiste! —gruñó Beleño.
—Cállate —le ordenó ella con el entrecejo fruncido.
—¡Dejaste mi mapa allí! ¡Tan lejos! ¡En la otra punta del mundo!
—Yo no lo dejé allí. Fuiste tú. ¡Fue culpa tuya! —estalló la niña.
Aquella acusación lo cogió tan de sorpresa que Beleño sólo lograba resoplar.
—Se suponía que tú tenías que coger el mapa y traerlo con nosotros —continuó Mina—. El mapa era responsabilidad tuya porque era tuyo. Ahora no sé qué camino coger.
Beleño miró a Atta en busca de ayuda, pero la perra se había tumbado en la calle, con la panza pegada al suelo y el hocico entre las patas. Cuando Beleño se tranquilizó lo suficiente como para poder hablar sin ducharse con su propia saliva, explicó sus argumentos:
—Habría cogido el mapa, pero echaste a correr tan rápido que no tuve tiempo.
—No quiero hablar más de eso —repuso Mina con suficiencia—. Has perdido el mapa, así que ¿qué vas a hacer?
—Te voy a decir lo que vamos a hacer. Tú vas a volver a la posada y yo voy a buscar a Rhys. Y después todos vamos a disfrutar de una buena cena. No hay que olvidar que hoy hay pollo y...
Pero Mina no estaba escuchándolo. Se acercó a un grupo de holgazanes que mataban el tiempo a la puerta de una taberna con jarras de cerveza, mientras discutían con voz pastosa si debían ir o no a ver qué era todo aquel alboroto.
—Perdón, señores —dijo Mina—. ¿Qué calzada tengo que tomar para ir al norte?
—Ésa, niña —le respondió un joven con un eructo y un gesto impreciso.
—Te lo dije —intervino Beleño.
Mina cogió el petate, se lo colgó al hombro y echó a caminar.
En ese mismo instante, Beleño se dio cuenta de su error. Lo que tenía que haber dicho era que no sabía cuál era el camino hacia el norte y que tenían que esperar a Rhys. Pero ya era demasiado tarde. La vio alejarse, sola y desamparada, y pensó en dejarla ir, pero sabía que Rhys no querría que la abandonase. Aunque Beleño no estaba muy seguro de que sirviera de nada. De todos modos, Mina nunca lo escuchaba.
Miró a Atta, que estaba sentada, mirándolo a él. La perra no le dio ningún consejo. Dejando escapar un resoplido, Beleño echó a caminar penosamente detrás de Mina y hasta allí habían llegado juntos, dirigiéndose al norte, en busca de Morada de los Dioses, y sin Rhys.
Beleño no había cejado en su empeño de convencer a Mina de que debían volver a la posada, pero ella se mantenía inflexible. La discusión se alargó durante varios kilómetros, cada vez más lejos de Solace, hasta que Beleño acabó dándose por vencido y reservó sus fuerzas para caminar. Por lo menos había una cosa por la que estaba agradecido: como no tenían el mapa, Mina no podía correr al ritmo de los dioses. No le quedaba más remedio que caminar como una persona corriente.
Beleño albergaba la esperanza de que Rhys pudiera encontrarlos, aunque no se le ocurría cómo. Rhys creería que estaban heridos o muertos, o escondidos en algún sitio... Tal vez fuera Rhys quien estuviera herido o muerto...
—No voy a pensar en eso —dijo el kender para sí.
Caminaron mucho, mucho tiempo. Beleño esperaba que Mina se cansara pronto y que quisiera descansar y, cada vez que pasaban junto a una posada, insistía en que deberían parar. Mina siempre se negaba y apretaba el paso, con el petate arrastrando detrás de ella.
Los caminantes que se cruzaban por el camino se detenían para observar a aquel grupo tan extraño. Si alguien intentaba acercarse a Mina, Atta le gruñía y advertía a los desconocidos que guardaran las distancias. Beleño ponía los ojos en blanco y levantaba las manos, para dejar claro que él no podía hacer nada al respecto.
—Si os encontráis con un monje de Majere llamado Rhys Alarife, decidle que nos habéis visto y que vamos hacia el norte —gritaba siempre.
La calzada proseguía y lo mismo hacían ellos. Beleño no tenía la menor idea de la distancia que habrían recorrido, pero ya no se veía Solace. La calzada había dado paso a un camino y después a un sendero y, de repente, el camino hacia el norte desaparecía sin previo aviso. En medio se levantaba una imponente montaña y el camino se dividía en dos, una bifurcación rodeaba la montaña por el este y la otra por el oeste.
—¿Por cuál vamos? —preguntó Mina.
—¿Cómo quieres que lo sepa? —refunfuñó Beleño—. Perdiste el mapa, ¿ya no te acuerdas? De todos modos, este sitio está bien para parar a descansar... ¿Qué estás haciendo?
Mina se tapó los ojos con las manos y empezó a girar sobre sí misma en medio del camino. Cuando ya estaba mareada, se detuvo tambaleante y extendió un brazo, y sus dedos quedaron señalando hacia el este.
—Iremos por ahí —anunció.
Beleño se quedó mirándola, sin poder hablar por el asombro.
—A cambio de un centavo de gnomo, dejaría que te llevase el coco —amenazó a la niña, y después añadió en un murmullo—: Aunque eso no sería muy considerado con el coco.
Echó un vistazo hacia el oeste, por donde el sol desaparecía rápidamente, como si quisiera huir a toda prisa. Las sombras empezaban a deslizarse por el camino.
Beleño empezó a ir de un lado a otro, buscando las piedras más grandes. Cada vez que encontraba una, la levantaba y la llevaba hasta donde estaba Mina, para dejarla caer pesadamente a sus pies.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Mina, cuando el kender volvía ya con la cuarta piedra.
—Marcar el camino —contestó Beleño, mientras arrastraba la piedra número cinco. La dejó en el suelo y después empezó a colocarlas todas. Puso cuatro piedras una encima de la otra y la quinta la dejó a un lado del montón—. De esta forma, Rhys sabrá la dirección que hemos tomado en el cruce y podrá encontrarnos.
Mina observó el montón de piedras y de repente saltó sobre ellas y empezó a tirarla pila cuidadosamente dispuesta por Beleño.
—¿Qué haces? ¡Para! —gritó Beleño.
—¡No va a encontrarme! —le respondió Mina también a gritos—. No va a encontrarme nunca. No quiero que me encuentre.
Cogió una piedra y la lanzó. El proyectil estuvo a punto de darle a Atta, que se apartó de un salto, sorprendida.
Beleño agarró a Mina, tiró de ella y le pegó un azote allí donde la espalda pierde su bello nombre. No pudo dolerle mucho, porque su mano no encontró más que las enaguas. Sin embargo, el azote tuvo el efecto de dejarla paralizada. Se quedó mirándolo boquiabierta y después se echó a llorar.
—¡Eres la niña más caprichosa y egoísta que he conocido en toda mi vida! —le gritó Beleño—. Rhys es un buen hombre. Se preocupa por ti más de lo que te mereces, mientras que tú te has comportado como una mocosa. Y ahora que te has escapado, seguro que está loco de preocupación y...
—Por eso me escapé —dijo Mina entre sollozos, tragando saliva—. Por eso no tiene que encontrarme nunca. Es un buen hombre. ¡Y yo casi hago que lo maten!
Beleño la miró perplejo. No se había escapado para huir de Rhys. ¡Se había escapado para protegerlo! El kender suspiró. Casi le daba pena haberle dado el azote. Casi.
—Vamos, Mina. —Beleño empezó a darle golpecitos en la espalda para que dejara de llorar—. Siento haber perdido los nervios. Entiendo por qué lo hiciste, pero aun así no deberías haberte escapado. Y en cuanto a lo de que casi haces que maten a Rhys, eso es una tontería. Yo casi hago que maten a Rhys un par de veces, y él casi hizo que me mataran a mí otras tantas. Para eso están los amigos.
Mina pareció muy sorprendida al oír aquella explicación. Incluso Beleño tuvo que admitir que no sonaba tan bien dicha en voz alta como cuando la tenía en la cabeza.
—Lo que quiero decir, Mina, es que Rhys se preocupa por ti. No va a dejar de preocuparse sólo porque tú te escapes. Y ahora has añadido más preocupación e incertidumbre a la preocupación original. Y respecto a lo de ponerle en peligro. —Beleño se encogió de hombros—. Desde el principio sabía que iba a estar en peligro, cuando decidió llevarte a Morada de los Dioses. Para él, el peligro no supone ninguna diferencia. Porque le importas.
Mina lo miraba fijamente y Beleño tuvo la impresión de que aquellos ojos ambarinos ribeteados de lágrimas podrían engullirlo entero. La niña extendió una mano tímida.
—¿Contigo es igual? —preguntó más tranquila—. ¿A ti también te importo?
Beleño estaba obligado a decir la verdad.
—Yo no soy tan buena persona como Rhys y tal vez hubo un momento o dos en que no me importabas nada, pero sólo fue un momento... o dos.
Le cogió la mano y la acarició.
—Ahora claro que me importas, Mina. Y siento haberte dado un azote. Así que ayúdame a hacer un montón con estas piedras.
Mina lo ayudó a colocar las piedras y después prosiguieron su camino, hacia el este. El camino discurría por praderas de altas hierbas, junto a una poza y por un par de riachuelos. Para entonces, el sol no era más que un punto rojizo en el cielo. Desde lo alto de un cerro vieron que el camino descendía por un valle y desaparecía en un bosque.
Beleño consideró todas las opciones. Podían acampar allí mismo, junto al camino, en pleno campo. Rhys podría encontrarlos, pero lo mismo podría hacer cualquier otra persona, un ladrón o un bandido. Aunque Mina podía cuidar de sí misma, por ser una diosa, ¿también cuidaría de Beleño y de Atta?. Después de haberla visto en acción en el templo, Beleño no quería arriesgarse.
Si acampaban en el bosque, encontrarían un sinfín de sitios —troncos huecos, matorrales y cosas de ese tipo— donde descansar cerca del camino y, al mismo tiempo, permanecer ocultos. Atta los avisaría si Rhys se acercaba.
Con la decisión ya tomada, Beleño empezó a bajar por el camino que se internaba en el bosque. Mina, que se mostraba de lo más dócil desde la pelea, lo seguía de cerca y Atta trotaba detrás de ellos. El sol se deslizaba hacia donde fuera que pasaba la noche y dejaba el mundo mucho más oscuro de lo que era posible imaginarse. Beleño tenía la esperanza de que una luna o dos les dieran un poco de luz, pero por lo visto las lunas estaban ocupadas con otros asuntos, pues ni siquiera se asomaron y las estrellas quedaron tapadas por las tupidas hojas de los altos árboles.
Beleño había estado en multitud de bosques, pero no recordaba ninguno tan oscuro y lúgubre. Apenas veía nada, pero sí oía muy bien y le llegaban muchos sonidos de criaturas escabullándose, escondiéndose y arrastrándose. La actitud de Atta tampoco resultaba muy tranquilizadora, pues se quedaba mirando muy fijamente entre los árboles y gruñía. En una ocasión, se abalanzó sobre algo y lanzó una dentellada, a lo que ese algo le respondió con otro gruñido y otra dentellada, pero se fue.
Mina cogió al kender de la mano, como si no quisiera perderlo en la oscuridad. Era evidente que estaba asustada, pero no dijo ni una palabra. Parecía como si intentara compensar haberse comportado como una mocosa y Beleño sintió que se enternecía. Estaba empezando a pensar que su idea de acampar en el bosque no había sido una de sus mejores ocurrencias. Había estado atento todo el rato para encontrar un lugar donde pasar la noche, pero no daba con ninguno y el bosque se volvía más tenebroso por momentos. Algo se lanzó sobre ellos desde un árbol y remontó el vuelo sobre sus cabezas, lanzando un graznido chirriante. Mina gritó y se acurrucó en el suelo, Beleño se cayó y se torció un tobillo.
—Tenemos que parar y levantar el campamento —dijo el kender.
—No quiero parar aquí —se quejó Mina, temblando.
—No veo a un palmo de mis narices. Pero estaremos bien...
Atta emitió un ladrido espeluznante, atacó a algo y luchó un rato contra lo que fuera aquello. La cosa lanzó un gañido y cayó. Atta se quedó jadeando mientras Mina hacía pucheros. En el fondo de su ser, Beleño se sentía igual.
—Bueno, podemos ir un poco más lejos —concedió el kender.
Los tres siguieron por el camino. Mina iba pegada a Beleño y éste arrastraba los pies en medio de la oscuridad, con Atta gruñendo a cada paso que daba.
—¡Veo una luz! —exclamó Mina, parándose de golpe.
—No, no ves nada —repuso Beleño enfadado—. Es imposible. ¿Qué iba a hacer una luz en medio de este bosque tenebroso?
—Pero es que veo una luz —insistió Mina.
entonces Beleño también la vio. Era una luz que titilaba entre los árboles. Brillaba desde una ventana, y una ventana significaba una casa, y una casa con una luz en la ventana significaba que había alguien viviendo en el bosque, en una casa, con una luz en la ventana. Es más, estaba oliendo el más embriagador de los olores: el tentador aroma de una hogaza o un pastel recién sacado del horno.
—¡Vamos! —exclamó Mina, entusiasmada.
—Espera un momento —la frenó Beleño—. Cuando era pequeño, mi madre me contó una historia sobre una bruja fea y vieja que atraía a los niños hasta su casa, los metía en el horno y hacía bizcochos de jengibre con ellos.
Mina lanzó un grito ahogado y se aferró a su mano con tanta fuerza que Beleño dejó de sentir los dedos. El kender volvió a olfatear el aire. Fuera lo que fuese lo que estaban cocinando, olía muy pero que muy bien, no como un niño al horno. Y pasar la noche en una cama blanda era mucho mejor que dormir en un tronco hueco, suponiendo que encontraran uno.
—Vamos a ver —dijo Beleño al fin.
—¿A ver a una bruja vieja y fea? —preguntó Mina, temblando y quedándose atrás.
—Estoy casi seguro de que me he equivocado. No era una bruja. Era una dama muy hermosa que hacía bizcochos para los niños, no con niños.
—¿Estás seguro? —Mina no parecía muy convencida.
—Seguro —afirmó Beleño.
No obstante, lo más extraño era que habría jurado que en el mismo momento que había mencionado el bizcocho de jengibre, había empezado a oler a bizcocho de jengibre.
Mina no ofreció más resistencia. Cogidos muy fuerte de la mano, se dirigieron a la casa. Beleño ordenó a Atta que permaneciera junto a él, pues no le quedaba más remedio que admitir para sí que era mucho más probable que encontraran brujas horrendas que hermosas damas viviendo en un bosque oscuro y tenebroso. Atta había dejado de gruñir y Beleño lo interpretó como una buena señal.
A medida que se acercaban a la luz, Beleño se sentía más confiado. Vio que la luz provenía de una pequeña cabaña de dos o tres habitaciones con aspecto acogedor. La vela estaba en la ventana. Su luz se filtraba a través de unas cortinas blancas e iluminaba un caminito de piedras bordeado de flores, cuyos pétalos se mecían somnolientos y despedían un suave perfume que lo envolvía todo.
No percibía más que buenas señales, pero Beleño era un kender precavido y tenía un hechizo preparado, por si acaso.
—Si resulta que se trata de una bruja fea —le susurró a Mina—, yo grito «corre» y tú echas a correr. No te preocupes por mí. Te alcanzaré.
La niña asintió, nerviosa, sin soltarlo. Beleño debía tener las dos manos libres, porque necesitaba una para llamar a la puerta y la otra para conjurar el hechizo, en caso de que quien abriera fuera una bruja.
—Atta, estáte atenta —avisó a la perra.
Beleño se acercó a la puerta y llamó con un golpe enérgico.
—¡Hola! —exclamó—. ¿Hay alguien en casa?
Se abrió la puerta y la luz bañó la entrada. Era una mujer. Beleño no la veía demasiado bien, porque una luz muy intensa lo cegaba. Iba toda vestida de blanco y el kender tuvo la impresión de que era amable, delicada y tierna, pero al mismo tiempo fuerte, poderosa y con dotes de mando. No se explicaba cómo alguien podía ser todas esas cosas a la vez, pero así lo percibía y sintió un poco de miedo.
—Encantado, señora. Mi nombre es Beleño y soy un kender acechador nocturno que sabe unos cuantos hechizos muy potentes. Ellas son Mina y Atta, que es de una raza de perros muy mordedores. Tiene unos colmillos muy afdados.
—Encantada, Mina, Beleño y Atta —contestó la mujer y extendió la mano hacia la perra. Atta la olfateó y, para gran asombro de Beleño se levantó sobre los cuartos traseros y apoyó las patas sobre el pecho de la mujer.
—\Atta\ ¡Eso no se hace! —ordenó Beleño atónito—. Lo siento, señora. Normalmente no se comporta así con la gente.
—No pasa nada —lo tranquilizó la mujer, mientras acariciaba a. Atta en la cabeza con delicadeza y sonreía a Beleño—. Tú y tu amiguita parecéis cansados y hambrientos. ¿No vais a entrar?
Beleño vacilaba y Mina no se movía ni un paso.
—No vas a meternos en el horno, ¿verdad? —preguntó la niña con un hilo de voz.
La mujer se echó a reír. Tenía una risa maravillosa, de esas que hacían que Beleño se sintiera bien de golpe.
—Alguien te ha estado contando cuentos —dijo la mujer, lanzando una mirada divertida al kender. Ofreció la mano a Mina—. Pero por una extraña casualidad, he hecho un bizcocho de jengibre. Si entráis, podemos comerlo juntos.
Beleño pensó que aquélla era una casualidad muy pero que muy extraña, tal vez una casualidad no sólo extraña, sino también siniestra. Sin embargo, Atta ya había aceptado la invitación. La perra entró en la casa alegremente, encontró un buen sitio junto la chimenea y se acomodó. Se acurrucó con la cola alrededor de las patas y el hocico apoyado en la cola. Mina cogió a la mujer de la mano y dejó que la condujese adentro, mientras Beleño se quedaba en la entrada con aquel aroma tentador del bizcocho recién hecho llamando a su estómago.
—Nos podemos quedar un ratito —advirtió el kender, cruzando el umbral de la puerta muy despacio—. Sólo hasta que nuestro amigo, Rhys Alarife, nos encuentre. Es un monje de Majere campeón en dar patadas.
La mujer cortó un trozo de bizcocho, lo colocó en un plato y se lo tendió a Mina, junto con una cucharilla. Después, la mujer puso crema sobre el bizcocho. Cortó otro trozo grande y se lo ofreció al kender.
Beleño ya no se resistió más.
—Está increíblemente bueno, señora —masculló con la boca llena—. Puede que sea el mejor bizcocho de jengibre que haya probado nunca. Podría decirlo con más seguridad si tomara otro trozo.
La mujer le cortó otro.
—Sin duda es el mejor —confirmó Beleño, limpiándose la boca con una servilleta y, sin querer, dejando caer servilleta y cucharilla en su bolsillo.
Mina se había quedado dormida con su bizcocho a medio comer. Descansaba con la cabeza entre los brazos, apoyada sobre la mesa. La mujer la miró y le acarició el pelo rojizo con ternura. Beleño también se sentía somnoliento. Una de las reglas básicas del viajero era no quedarse dormido en una casa desconocida en medio de un bosque oscuro, sin importar lo bueno que estuviera el bizcocho. Pero sus ojos se empeñaban en cerrarse, así que se sujetó los párpados con los dedos y empezó a hablar, con la esperanza de que el sonido de su propia voz mantuviera despierto.
—¿Vive aquí sola, señora?
—Así es —contestó ella. Se acercó a una mecedora que había junto a la chimenea y se sentó.
—¿No da un poco de miedo vivir en medio de un bosque oscuro? ¿Por qué vive aquí?
—Doy cobijo a aquellos que se pierden en la noche —repuso la mujer. Se inclinó hacia Atta, que estaba junto a la mecedora. La perra le lamió la mano y apoyó la cabeza sobre los pies de la desconocida.
—¿Son muchos los que encuentran el camino hasta aquí?
—Muchos lo encuentran, aunque desearía que fueran muchos más los que me encontraran.
La mujer empezó a balancearse en la mecedora, tarareando una canción muy suave.
Beleño se sentía arropado, a salvo y en paz. Ya no lograba sostener la cabeza por más tiempo y la dejó descansar sobre la mesa. Sus párpados parecían resueltos a cerrarse, pasara lo que pasase. Se dio cuenta de que ni siquiera sabía el nombre de la mujer, pero en ese momento no le parecía importante. Al menos, no lo suficiente para salir de aquel cálido sopor y preguntárselo.
Vagamente, se dio cuenta de que la mujer se levantaba y se acercaba a Mina. Vagamente, se dio cuenta de que la mujer cogía en brazos a la niña dormida, la abrazaba y le daba un beso.
Mientras el sueño se apoderaba de él, a Beleño le pareció oír la voz de la mujer.
—Mina... Mi hija... Mi pequeña... —susurraba con ternura.
Rhys seguía la calzada que se dirigía hacia el norte desde Solace, confiando en que estaba siguiendo los pasos de sus amigos. La matrona no era la única que había visto al kender, la niña y la perra. Se había encontrado con otros muchos a lo largo del camino que también los habían visto. Los tres estaban bien y caminaban hacia el norte.
Se alegró al saber que, a pesar de que habían partido varias horas antes de que él hubiera empezado a seguirlos, no le sacaban demasiada ventaja. Había temido que a Mina se le hubiera metido en la cabeza caminar hasta Morada de los Dioses a paso de dios, pero por lo visto ella, el kender y la perra andaban sin prisa. A veces tenía la esperanza de encontrárselos sentados a un lado de la calzada, con los pies doloridos y cansados de tanto discutir.
Pero pasaba el tiempo y no los encontraba. Empezaba a preguntarse si todavía irían delante de él. No tenía ninguna forma de saberlo con seguridad. Desde hacía tiempo, ya no se cruzaba con ningún viajero. Se acercaba la noche y no había rastro de ellos. Ya había previsto que tendría que buscarlos después de que oscureciera, así que le había pedido prestado un farol a Laura. Encendió la vela que tenía dentro y con él iluminó el camino mientras seguía andando. Ya tenía experiencia buscando ovejas perdidas por la noche y sabía que era una tarea tediosa, difícil y, a menudo, infructuosa. Tal vez pasara justo a su lado en la oscuridad y ni siquiera se diera cuenta.
La búsqueda habría resultado mucho más sencilla si tuviera a Atta con él. Sin la perra, se preguntaba si no sería más sensato detenerse y proseguir con la búsqueda a la mañana siguiente. Entonces pensó en los tres, solos y desamparados en el camino, y siguió adelante.
Llegó al punto en el que la calzada se dividía. Bajo la luz del farol se veían perfectamente las piedras apiladas y Rhys suspiró aliviado. Era razonable pensar que las había dejado el kender para indicarle el camino que habían seguido, hipótesis que quedó confirmada cuando Rhys vio las huellas de Atta y las de unas botas pequeñas poco después.
Tomó la bifurcación del este y se internó en un bosque. No tardó en llegar cerca de la casa. Iba caminando despacio, atento al camino, en busca de cualquier señal de sus amigos desaparecidos. Cada cierto tiempo se detenía y, en una de estas ocasiones, descubrió la luz titilante, brillando en la noche como una estrella protectora.
Siguió caminando hasta un lugar en el que los matorrales aplastados y las ramas rotas indicaban que sus amigos habían dejado el camino y se habían internado en el bosque. Se dirigían hacia la luz, que supuso que era una vela en una ventana, como una baliza que guiara a aquellos que vagaban entre las tinieblas.
Recorrió el sendero. Las flores se habían cerrado, dormidas. La cabaña estaba arropada por la quietud. En el camino había oído ruidos de animales moviéndose en la oscuridad, y cantos de aves nocturnas. Allí todo era silencio, dulce y sereno. No se sentía inquieto, no percibía amenazas ni peligros. Cuando se acercó más, vio que la cortina de la ventana estaba corrida hacia un lado. La vela ardía sobre una palmatoria de plata en el alféizar de la ventana. A la luz de las brasas, vio a una mujer sentada en una mecedora, abrazando a una niña dormida.
La mujer se balanceaba lentamente. La cabeza de Mina descansaba sobre su pecho. Mina ya era demasiado mayor para que la acunasen como a un bebé y jamás lo habría permitido si estuviera despierta. Pero dormía profundamente y nunca lo sabría.
El rostro de la mujer expresaba un sufrimiento indecible que a Rhys se le clavó en el corazón. Vio a Beleño dormido con la cabeza apoyada en la mesa ya Atta dormitando junto a la chimenea. De repente, no se atrevía a llamar a la puerta, pues no quería molestar a ninguno de ellos. Como ya sabía que sus amigos estaban a salvo, podía dejarlos allí y volver a buscarlos con la llegada del nuevo día.
Ya volvía sobre sus pasos, cuando Atta, bien porque reconoció sus pisadas o bien identificó su olor, ladró para darle la bienvenida. La perra se puso en pie de un salto, corrió a la puerta y empezó a gemir y a arañarla.
—Entra, hermano —lo llamó la mujer—. Estaba esperándote.
Rhys abrió la puerta, que no tenía cerrojo, y entró en la casa. Acarició a Atta, que no sólo meneaba la cola en señal de alegre saludo, sino que agitaba todo el lomo. Beleño se había sobresaltado con el ladrido de Atta, pero el kender estaba tan exhausto que volvió a dormirse sin llegar a despertarse del todo.
Rhys se detuvo delante de la mujer y le hizo una profunda reverencia, cargada de respeto.
—Entonces es que me conoces —dijo ella, mirándolo con una sonrisa en los labios.
—Así es, Dama Blanca —contestó en voz baja, para no despertar a Mina.
La mujer asintió. Acarició el pelo de Mina y después la besó tiernamente en la frente.
—Así me gustaría consolar a todos los niños que estén perdidos y afligidos esta noche.
La Dama Blanca, como algunos conocían a la diosa Mishakal, se puso de pie y llevó a Mina a la cama. Mishakal la tumbó con delicadeza y la tapó con una colcha. Rhys dio unos golpecitos suaves a Beleño en el hombro.
El kender abrió un ojo y dejó escapar un gran bostezo.
—Vaya, hola, Rhys. Me alegro de que estés vivo. Prueba el bizcocho —le aconsejó Beleño, antes de volver a dormirse.
Mishakal se había quedado contemplando a Mina. Rhys sentía que la emoción se apoderaba de él, tenía el corazón tan henchido que ni siquiera podría hablar, en caso de que lograra encontrar las palabras. Sentía el dolor de la diosa, obligada a entregar al sueño eterno a la hija nacida del júbilo de la creación del mundo, consciente de que esa hija jamás vería la luz que le había dado la vida. Y después había llegado la desgarradora noticia de que cuando su hija había abierto los ojos por primera vez, no había sido luz lo que había visto, sino una despiadada oscuridad.
—No es habitual que un mortal se compadezca de un dios, hermano Rhys. No es habitual que un dios merezca la compasión de un mortal.
—No os compadezco, señora —repuso Rhys—. Siento tristeza por ella y por vos.
—Gracias, hermano, por haberla cuidado. Sé que estás cansado y aquí encontrarás descanso todo el tiempo que quieras. Pero si pudieras olvidar tu cansancio un poco más, hermano, tendríamos que hablar, tú y yo.
Rhys se sentó a la mesa, que todavía estaba cubierta de migas del bizcocho de jengibre.
—Lamento la destrucción que asoló Solace y las vidas que se perdieron, Dama Blanca—dijo Rhys—. Me siento responsable. No debería haber llevado a Mina allí. Sabía que Chemosh estaba buscándola. Tendría que haber imaginado que intentaría llevársela...
—Tú no eres responsable de las acciones de Chemosh, hermano —lo tranquilizó Mishakal—, Fue positivo que tú y Mina estuvierais en Solace cuando Krell os atacó. Si hubieras estado solo, no habrías podido derrotarlo a él ni a sus Guerreros de los Huesos. Tal como ocurrió, mis sacerdotes y los de Majere, los de Kiri-Jolith, los de Gilean y otros más estaban allí para ayudarte.
—Muchos inocentes perdieron la vida en la batalla...
—Y Chemosh tendrá que responder por sus vidas —aseguró Mishakal con dureza—. Rompió el juramento de Gilean al intentar raptar a Mina. Ha provocado la ira de todos los dioses, incluyendo la de sus propios aliados, Sargonnas y Zeboim. Una fuerza de minotauros ya marcha hacia el castillo de Chemosh, cerca de Flotsam, con órdenes de arrasarlo. El Señor de la Muerte ha huido de este mundo y está atrincherado en la Sala de la Muerte. Sus clérigos están siendo perseguidos y destruidos.
—¿Ya a estallar otra guerra? —preguntó Rhys consternado.
—Nadie lo sabe —contestó Mishakal muy seria—. Eso depende de Mina. De las decisiones que tome.
—Perdonadme, Dama Blanca, pero Mina no está preparada para tomar decisiones. Se encuentra muy confundida.
—Yo no estoy tan segura —repuso Mishakal—. Fue Mina quien tomó la decisión de ir a Morada de los Dioses. Ninguno de nosotros se lo sugirió. Su instinto es lo que la atrae hacia allí.
—¿Qué espera encontrar? ¿De verdad va a reunirse con Goldmoon, como ella cree?
—No —contestó Mishakal sonriente—. El espíritu de mi amada servidora, Goldmoon, está muy lejos de aquí, su alma prosigue su viaje. No obstante, Mina sí se dirige a Morada de los Dioses en busca de una madre. Busca a la madre que la creó con alborozo y también busca a la madre oscura, Takhisis, que le dio la vida. Debe decidir a cuál de las dos sigue.
—Y mientras no tome esa decisión, los conflictos religiosos continuarán —concluyó Rhys, afligido.
—Ésa es una triste verdad, hermano. Si Mina tuviera toda una eternidad para decidir, al final encontraría su camino. —Mishakal suspiró—, Pero no tenemos una eternidad. Como tú temes, lo que ha comenzado como un conflicto se convertirá en una guerra total.
—Llevaré a Mina a Morada de los Dioses —prometió Rhys—. La ayudaré a encontrar su camino.
—Tú eres su guía, su guardián y su amigo, hermano. Pero no puedes llevarla a Morada de los Dioses. Únicamente una persona puede hacerlo. Aquel al que el destino de Mina está inextricablemente unido. En caso de que él decida hacerlo. Tiene derecho a negarse.
—No lo entiendo, Dama Blanca.
—Los dioses de la luz hicieron una promesa a la humanidad: los mortales son libres para elegir su propio destino. Todos los mortales.
Rhys percibió el énfasis que daba a la palabra «todos» y lo encontró extraño, como si quisiera incluir a algún mortal que pudiera considerarse excepcional. Preguntándose lo que querría decir, reflexionó sobre sus palabras y de pronto lo comprendió.
—«Todos los mortales» —repitió—. Incluso aquellos que una vez fueron dioses. ¡Os referís a Valthonis!
—Mina se dirige a Morada de los Dioses en busca de su madre, pero también en busca de su padre. Valthonis, quien una vez fue Paladine, no está sujeto al edicto de Gilean. Valthonis es el único que puede ayudarla a encontrar su camino.
—Y Mina ha jurado matar a la única persona que podría salvarla.
—Sargonnas es listo, mucho más listo que Chemosh. Su plan es ofrecerle a Mina que decida: la oscuridad o la luz. Gilean no puede interponerse en esa situación. Y Sargonnas también ofrece una opción a Valthonis. Un amargo dilema para Mina, para Valthonis y para ti, hermano. Con el nuevo día, puedo enviaros a ti y a Mina y a aquellos que decidan acompañaros a encontraros con Valthonis, si todavía estás resuelto a seguir ese camino. Te daré esta noche para que lo pienses, pues podría estar enviándote a tu propia muerte.
—No necesito una noche para pensarlo, Dama Blanca. Estoy decidido —afirmó Rhys—. Haré todo lo que pueda para ayudar tanto a Mina como a Valthonis. No temo por él. No está solo en su camino. Cuenta con los Fieles, sus guardianes voluntarios, que han jurado protegerlo...
—Cierto —lo interrumpió Mishakal con una sonrisa deslumbrante—. Cuidan de él los muchos que lo quieren.
Después suspiró y añadió en voz baja:
—Pero la decisión no es de ellos. La decisión debe ser de Valthonis y de nadie más...
Elspeth, la elfa fronteriza, había estado con Valthonis desde el principio. Era uno de los Fieles, aunque a menudo no repararan en ella. Cuando Valthonis había decidido exiliarse del panteón de los dioses, lo había hecho para mantener el equilibrio, roto tras la desaparición de su homologa oscura, Takhisis. Una vez tomada la decisión de ser mortal, había adoptado la forma de un elfo y se había unido a ese pueblo en su amargo exilio de sus tierras ancestrales. No fue él quien pidió tener fieles. Él quería recorrer su penoso camino en soledad. Aquellos que lo acompañaban lo hacían por decisión propia y la gente los había bautizado como «los Fieles».
Todos los Fieles recordaban perfectamente su primer encuentro con el Dios Caminante. Podían decir incluso qué hora del día era y si brillaba el sol o llovía, pues sus palabras les habían llegado al corazón y habían cambiado sus vidas para siempre. Sin embargo, no recordaban haber visto a Elspeth, aunque tenían la certeza de que ella debía de estar con él en ese momento, sencillamente porque no podían recordar ni una sola vez que no lo estuviera.
Elspeth era una mujer de edad indeterminada y siempre vestía la camisa sencilla y tosca y los pantalones de piel característicos de los elfos fronterizos, aquellos elfos que nunca se habían sentido cómodos en la civilización y que preferían habitar las regiones más solitarias y aisladas de Ansalon. Su melena blanca se apoyaba en los hombros. Sus ojos eran de un azul transparente. Tenía un bello rostro, pero siempre impasible; en raras ocasiones demostraba emoción alguna.
Elspeth seguía aislada incluso en compañía de los Fieles. Éstos entendían por qué, o al menos eso creían, y siempre se mostraban amables con ella.
Elspeth era muda. Le habían cortado la lengua. Nadie sabía con certeza cómo había acabado tan horriblemente mutilada, aunque abundaban los rumores. Algunos decían que la habían asaltado y que su atacante le había cortado la lengua para que no pudiera delatarlo. Otros afirmaban que los gobernantes de Silvanesti eran quienes la habían mutilado. Se sabía que cortaban la lengua de todo aquel que se atreviera a hablar en su contra.
El rumor más atroz, y al que no solía dársele crédito, contaba que Elspeth se había cortado la lengua a sí misma. Nadie sabía por qué habría hecho tal cosa. ¿Qué palabras temía tanto decir que se había mutilado para no pronunciarlas jamás?
Los Fieles siempre eran amables con ella y trataban de incluirla en sus actividades o conversaciones. Pero Elspeth era tan tímida que cada vez que alguien le hablaba, se escabullía.
Valthonis trataba a Elspeth como trataba al resto de los Fieles; con una cortesía gentil y reservada, sin mostrarse distante, pero siempre un poco apartado. Entre el Dios Caminante y los Fieles se levantaba un muro que nadie podía cruzar. Valthonis era mortal. Como había adoptado la forma de un elfo, no envejecía igual que los humanos, pero acusaba su constante caminar. Siempre dormía a la intemperie y rechazaba el abrigo de una casa o un castillo; y nunca abandonaba el camino, ya lo azotara el viento y la lluvia, bajo el sol o la nieve. Su delicada piel estaba curtida y bronceada. Era delgado y enjuto, sus ropas (camisa y pantalón, botas y una capa de lana) estaban gastadas de tanto viajar.
Los Fieles lo observaban con admiración, conscientes en todo momento del sacrificio que había hecho por la humanidad. Para ellos, casi seguía siendo un dios. ¿Qué sería él para sí mismo? Nadie lo sabía. Solía hablar de Paladine y de los dioses de la luz, pero siempre como un mortal habla de los dioses, devoto y reverente. Nunca hablaba como si hubiera sido uno de ellos.
Los Fieles solían especular entre ellos si Valthonis recordaría que había sido el dios más poderoso del universo. A veces interrumpía sus palabras, su mirada se perdía a lo lejos y arrugaba la frente, como si tratara de concentrarse con gran esfuerzo para recordar algo inmensamente importante. Los Fieles creían que en aquellas ocasiones Valthonis debía de vislumbrar lo que una vez había sido, pero cuando trataba de atrapar el recuerdo, éste se escabullía, tan efímero como la bruma del amanecer. Por su propio bien, rogaban que nunca llegara a recordar.
Los Fieles se habían dado cuenta de que, en esos momentos, Elspeth siempre se acercaba un poco más a él. Aquel que entonces diera la casualidad que mirara a la elfa, la vería sentada, inmóvil y tranquila, con la mirada clavada en Valthonis, como si él fuera lo único que veía, lo único que deseaba ver. Después, la expresión de Valthonis se suavizaba, sacudía levemente la cabeza, sonreía y retomaba la conversación.
El número de Fieles cambiaba de un día a otro, pues unos decidían unirse a Valthonis en su eterno caminar mientras otros partían. Valthonis nunca les pedía que se quedasen, ni que marchasen. Tampoco le prestaban juramento, pues él no lo aceptaría. Provenían de todas las razas y formas de vida, ricos y pobres, sabios e ignorantes, de alta y baja alcurnia. Nadie cuestionaba a aquellos que se unían a él, pues Valthonis no lo habría permitido.
Todos los Fieles sin excepción recordaban el día en que el ogro había salido del bosque y se había plantado delante de Valthonis. Más de uno se llevó la mano a la espada, pero una mirada de Valthonis bastó para detenerlos. Siguió hablando con aquellos que lo rodeaban, a quienes les suponía un gran esfuerzo escucharlo, pues no lograban olvidarse del ogro. El ser gigantesco avanzaba pesadamente y les lanzaba miradas torvas, gruñendo a quien se atreviera a acercarse demasiado.
Los que conocían a los ogros aseguraban que se trataba del jefe de una tribu, porque llevaba una pesada cadena de plata al cuelo y el mugriento chaleco de piel estaba adornado con innumerables cabelleras y otros trofeos espeluznantes. Era enorme. Los más altos del grupo no le llegaban más que al pecho y desprendía tal pestilencia que llegaba hasta el cielo. Los acompañó una semana y en todo ese tiempo no le dirigió la palabra a nadie, ni siquiera a Valthonis.
Entonces, una tarde, cuando estaban sentados alrededor del fuego, el ogro se puso de pie y caminó pesadamente hasta Valthonis. Los Fieles se pusieron en guardia al instante, pero Valthonis les ordenó envainar las armas y que volvieran a sentarse. El ogro se quitó la cadena plateada y se la ofreció al Dios Caminante.
Valthonis puso la mano sobre la cadena y pidió a los dioses que la bendijesen. Después, se la devolvió. El ogro gruñó satisfecho. Volvió a colgarse la cadena del cuello y, con otro gruñido, los abandonó y se internó en el bosque, acompañado por el estruendo de sus pisotadas. Todos dejaron escapar un suspiro de alivio. Más adelante empezaron a llegar historias de Blode que contaban que un ogro con una cadena de plata se esforzaba por aliviar las miserias de su pueblo e intentaba detener la violencia y terminar con el derramamiento de sangre. Entonces los Fieles recordaron a su compañero el ogro y quedaron maravillados.
A lo largo del camino también solían unírseles kenders. Saltaban alrededor de Valthonis como si fueran grillos y lo acosaban con multitud de preguntas, como por qué las ranas tenían bultos y las serpientes no y por qué el queso es amarillo si la leche es blanca. Los Fieles hacían muecas, pero Valthonis respondía pacientemente a todas sus preguntas e incluso parecía divertirse cuando algún kender andaba cerca. Los kenders siempre eran una dura prueba para sus seguidores, pero éstos ponían todo su empeño en seguir el ejemplo del Dios Caminante y hacían acopio de paciencia y entereza. Incluso, se resignaban a que les robaran todas sus pertenencias.
Los gnomos se acercaban para discutir a grandes rasgos con el Dios Caminante los diseños de sus últimos inventos. El los estudiaba y, haciendo gala de gran diplomacia, les indicaba los errores del diseño que más probablemente causarían heridos o muertos.
Los elfos siempre acompañaban a Valthonis y muchos permanecían con él largos periodos de tiempo. También se contaban muchos humanos entre los Fieles, aunque tendían a quedarse menos tiempo que los elfos. Tampoco era raro que los paladines de Kiri-Jolith y los caballeros solámnicos acudieran a Valthonis para hablar sobre sus misiones, pedirle su bendición o formar parte de su séquito. Durante un tiempo también viajó con ellos un enano de las colinas. Se trataba de un sacerdote de Reorx que decía que iba en recuerdo de Flint Fireforge.
Valthonis recorría cada camino y calzada, y sólo se detenía para descansar y dormir. Incluso sus frugales comidas las tomaba caminando. Cuando llegaba a una ciudad, recorría las calles y se detenía a hablar con los que se encontraba, pero nunca se quedaba mucho tiempo en el mismo sitio. En muchas ocasiones los clérigos le pedían que diera sermones o conferencias. Valthonis siempre se negaba. Él hablaba mientras caminaba.
Muchos eran los que buscaban su conversación. La mayoría le eran devotos y deseaban escuchar y asimilar todas sus palabras. Pero también había quienes eran escépticos, aquellos que sólo querían discutir, burlarse o reírse de él. En esos momentos más que nunca, los Fieles tenían que practicar el autodominio, pues Valthonis únicamente les permitía intervenir si la persona se ponía violenta, e incluso entonces parecía más preocupado por la seguridad de aquellos que lo rodeaban que por la de sí mismo.
Un día tras otro, los Fieles llegaban y se iban. Pero Elspeth siempre estaba a su lado.
Aquel día, mientras recorrían los sinuosos caminos que cruzaban las montañas Khalkist, en algún lugar cerca del valle maldito de Neraka, los Fieles se sorprendieron al ver que la silenciosa Elspeth abandonaba su habitual lugar, en el extremo del grupo y, deslizándose sigilosamente, se ponía un paso por detrás de Valthonis. Él no se dio cuenta, pues estaba hablando con un seguidor de Chislev sobre cómo podría evitarse los expolios cometidos por el Señor de los Dragones en aquellas tierras.
Los Fieles se percataron del movimiento de Elspeth y les pareció extraño, pero no le dieron más importancia. Más tarde volvieron la vista a aquel momento y, afligidos, desearon haberle prestado más atención.
A Galdar le sobrevenían sentimientos contradictorios cuando pensaba en su misión. Iba a reencontrarse con Mina y no estaba muy seguro de cómo se sentía al respecto. Por una parte se alegraba. No la había visto desde que los habían obligado a separarse en la tumba de Takhisis, cuando ella se había entregado a los brazos del Señor de la Muerte. Él había intentado detenerla, pero el dios le había arrebatado a Mina. A pesar de todo, Sargas habría estado dispuesto a buscarla, pero Galdar le había dado a entender que tenía cosas más importantes que hacer en nombre de su dios y su pueblo que andar corriendo detrás de una jovencita mortal.
Desde entonces, a Galdar le iban llegando noticias sobre Mina, sobre cómo se había convertido en Suma Sacerdotisa de Chemosh, la amante del Señor de los Huesos, y el minotauro siempre fruncía el entrecejo y sacudía su cabeza astada. Que Mina se convirtiera en sacerdotisa era un desperdicio imperdonable. Galdar se quedó tan sorprendido como si le hubieran dicho que Makel el Temor de los Ogros, el famoso héroe de guerra minotauro, se había convertido en druida y andaba por ahí curando animalitos enfermos.
Ésa era la razón por la que Galdar se resistía a reencontrarse con Mina. Si la mujer audaz y valerosa que había montado con él a lomos de un dragón para enfrentarse al aterrador Señor de los Dragones Malys se había convertido en devota del taimado y traicionero Chemosh, y pasaba el día agitando huesos, entonando hechizos y arrastrando la tánica de un lado a otro, Galdar no quería tener nada que ver con ella. No quería verla así. Prefería conservar sus recuerdos de Mina como una guerrera triunfal, no como una traicionera sacerdotisa.
Pero habría otra razón por la que no se sentía a gusto con su misión. Había dioses de por medio y Galdar ya había tenido más que suficiente de divinidades durante la Guerra de las Almas. Al igual que Gerard, aquel antiguo enemigo que se había convertido en amigo, Galdar prefería mantenerse lo más lejos posible de los dioses. Sentía tal reticencia que estuvo a punto de negarse a aceptar la misión, aunque aquello implicase decir «no» a Sargas, algo que ni siquiera los hijos del dios osaban hacer.
Finalmente, ganaron la fe que Galdar tenía en Sargas (así como su miedo) y su anhelo de volver a ver a Mina. Aceptó la misión de mala gana. (Hay que tener en cuenta que Sargas no contó a Galdar la verdad, que la propia Mina era una diosa. El dios astado debió de considerar que aquella era una prueba demasiado dura para su fiel servidor.)
Galdar y la pequeña partida de minotauros a la que estaba al mando pa bastante tiempo reconociendo al enemigo, calculando su número y valorando sus habilidades. Galdar era un líder precavido e inteligente que no caía en el mismo error que muchos de su raza, los cuales daban por hecho que tenían la batalla ganada únicamente porque se enfrentaban a soldados elfos. Galdar había combatido contra los elfos durante la Guerra de las Almas y había aprendido a respetarlos como guerreros, aunque los despreciara en todos los demás aspectos. Convenció a sus tropas de que los elfos eran unos guerreros ágiles y tenaces, que en aquella ocasión lucharían aun con más ferocidad debido a la lealtad y devoción que sentía por el Dios Caminante.
Galdar tendió una emboscada en los bosques de las montañas Khalkist. Eligió aquella región porque había calculado que, una vez que el Dios Caminante se hubiera alejado de la civilización, el número de sus seguidores disminuiría. Cuando Valthonis recorría las principales vías de Solamnia, podían acompañarlo hasta veinte o treinta personas. En esas tierras, lejos de todas las ciudades grandes y cerca de Neraka, una región de Ansalon a la que la mayoría seguía considerando maldita, sólo los más devotos permanecerían a su lado. Galdar contó seis guerreros elfos armados con arco, flechas y espada, un elfo fronterizo desarmado y un druida de Chislev cubierto por una túnica verde musgo que seguramente los atacaría con hechizos sagrados.
Decidió que la hora de la embocada sería el atardecer, cuando las sombras de la noche que se alargaban entre los árboles disputaban su dominio a los últimos rayos de sol. En ese momento del día, la penumbra podía engañar al ojo y hacer blanco en el objetivo era difícil hasta para un arquero elfo.
Galdar y su tropa se escondieron entre los árboles, disponiéndose a esperar hasta que oyeran al grupo avanzando por el camino, que apenas era una senda de cabras. La partida todavía estaba a cierta distancia, así que Galdar tenía el tiempo suficiente para dar a sus minotauros las instrucciones de última hora.
—Tenemos que coger al Dios Caminante vivo —dijo, poniendo mucho énfasis en la última palabra—. Esta orden proviene del mismo Sargas. No lo olvidéis: Sargas es el dios de la venganza. Si desobedecéis, es por vuestra propia cuenta y riesgo. Y yo os confieso que no estoy preparado para que su cólera caiga sobre mí.
Los demás minotauros se mostraron de acuerdo con mucha vehemencia y alguno que otro miró a los cielos con inquietud. Se sabía que el castigo de Sargas a aquellos que desoían su voluntad era inminente y atroz.
—¿Qué hacemos si ese Dios Caminante ofrece resistencia, señor? —preguntó uno de los minotauros—. ¿Los dioses de los escuchimizados intervendrán a su favor? ¿Tenemos que esperar que nos caigan rayos del cielo?
—¿Así que «los dioses de los escuchimizados», Malek? —gruñó Galdar—. Perdiste la punta de un cuerno por culpa de una dama solámnica. ¿También era una escuchimizada o más bien te pateó el culo?
El minotauro parecía molesto. Sus compañeros sonrieron burlonamente y uno le dio un codazo.
—Mientras no hagamos daño al Dios Caminante, los dioses de la luz no intervendrán. Eso me aseguró el sacerdote de Sargas.
—¿Y qué hacemos con ese Dios Caminante cuando lo tengamos, señor? —quiso saber otro—. Eso todavía no nos lo has dicho.
—Porque no quiero atascaros el cerebro con más de un pensamiento a la vez —contestó Galdar—, De lo único que tenéis que preocuparos ahora es de capturar al Dios Caminante. ¡Vivo!
Galdar aguzó el oído. Las voces y las pisadas se acercaban.
—Tomad posiciones —ordenó, y dispersó a sus soldados, que fueron corriendo a las zanjas que había a ambos lados de la senda—. ¡No os mováis ni un milímetro y permaneced a contraviento! Esos condenados elfos tienen buen olfato para los minotauros.
Galdar se agazapó detrás de un roble grande. Su espada seguía envainada. Esperaba no tener que utilizarla y se frotó el muñón del brazo perdido. Aquélla era una herida extraña. El muñón estaba completamente curado, pero a veces, por raro que pareciera, le dolía el brazo que ya no tenía. Aquella tarde sentía una quemazón y unas punzadas más desgarradoras que de costumbre. Echaba la culpa a la humedad, pero no podía evitar preguntarse si no le dolería porque estaba pensando en Mina, recordando la primera vez que se habían visto. Ella había alargado la mano hacia él y su contacto lo había curado. Ella le había devuelto el brazo mutilado.
El brazo que había vuelto a perder, intentando salvarla.
Se preguntó si ella lo recordaría, si alguna vez pensaba en el tiempo que habían pasado uno junto al otro, el tiempo más feliz y glorioso de toda la vida del minotauro.
Lo más probable era que no, después de que se hubiera convertido en toda una señora sacerdotisa.
Galdar se frotó el brazo, maldijo la humedad y escuchó las voces de los elfos que se acercaban.
Agazapados entre las hojas muertas y las sombras, los minotauros se aferraban a sus armas y esperaban.
Dos guerreros elfos iban delante, cuatro detrás y Valthonis y el druida de Chislev caminaban en el centro del grupo, absortos en su conversación.
Elspeth se mantenía muy cerca del Dios Caminante, casi tropezaba con él. Normalmente se quedaba bastante retrasada, unos cuantos pasos por detrás del último guardia. Aquel cambio repentino en su actitud inquietaba al resto del grupo, que ya sentía desasosiego por encontrarse tan cerca del valle maldito de Neraka, donde había reinado la Reina Oscura. Habían preguntado a Valthonis por qué había elegido dirigirse allí, a aquel lugar pavoroso, pero él se limitaba a sonreír y a responderles lo que siempre respondía a sus preguntas:
—No voy a donde quiero ir, sino a donde debo estar.
Como era imposible obtener información del Dios Caminante, uno de los Fieles se encargó de interrogar a Elspeth. En voz baja, le preguntó cuál era el problema, de qué tenía miedo. Parecía que Elspeth era sorda además de muda, pues ni siquiera lo miró. Siguió con los ojos clavados en Valthonis, según contó el elfo más tarde a sus compañeros, con el rostro demacrado y tenso.
Como ya estaban nerviosos e intranquilos por encontrarse en aquel lugar, el inesperado ataque no cogió del todo por sorpresa a los guerreros elfos. Sintieron que algo iba mal cuando pasaron rozando las hojas que colgaban de las ramas de los altos árboles. Quizá fuera el olor; los minotauros desprenden un hedor a bovino que es difícil de disimular. Quizá fuera el chasquido de una ramita debajo de una pesada bota, o el movimiento de un corpachón entre los matorrales. Fuera lo que fuese, los elfos percibieron el peligro y aminoraron el paso.
Los dos guerreros que iban delante desenvainaron las espadas y se retrasaron para situarse a ambos lados de Valthonis. Los elfos que los seguían colocaron las flechas, levantaron los arcos y se volvieron hacia el bosque, estudiando con atención las sombras que habitaban entre los árboles.
—¡Mostraos! —gritó ásperamente uno de los guerreros en común.
Los soldados minotauro obedecieron, salieron trepando de las cunetas y se agolparon en el camino. El acero repiqueteó contra el acero. Las cuerdas de los arcos se tensaron y el druida empezó a entonar una oración a Chis— lev, invocándola para que le concediese su ayuda divina.
La voz de Valthonis se elevó sobre todos esos sonidos y resonó poderosa y enérgica.
—¡Parad! Ahora mismo.
Había tanta autoridad en sus palabras que todos los combatientes le obedecieron, incluso los minotauros, que reaccionaron instintivamente al tono de mando. Un segundo después se dieron cuenta de que había sido su supuesta víctima quien había dado la orden de que se detuvieran y, sintiéndose tontos, volvieron a lanzarse al ataque.
—¡Deteneos, en nombre de Sargas! —en aquella ocasión fue Galdar quien bramó con su vozarrón.
Los soldados minotauros vieron que su líder avanzaba a grandes zancadas y bajaron la espada de mala gana y retrocedieron.
Elfos y minotauros se miraban con expresión hosca. Ninguno atacaba, pero ninguno envainaba la espada. El druida no había dejado de rezar. Valthonis le puso una mano en el hombro y le dijo algo en voz baja. El druida lo miró suplicante, pero Valthonis negó con la cabeza y la oración a Chislev terminó con un suspiro.
Galdar levantó su única mano para demostrar que no llevaba arma alguna y caminó hacia Valthonis. Los Fieles se movieron para interponerse entre el Dios Caminante y el minotauro.
—Dios Caminante —dijo Galdar, alzando la voz sobre las cabezas de los que le cerraban el paso—, me gustaría hablar contigo, en privado.
—Apartaos, amigos míos —dijo Valthonis—, Escucharé lo que tenga que decir.
Uno de los elfos parecía dispuesto a discutir, pero Valthonis no le prestó atención. Volvió a pedir a los Fieles que se apartaran y así lo hicieron, aunque de mala gana y con expresión sombría. Galdar ordenó a sus soldados que se mantuvieran apartados y los minotauros obedecieron, aunque lanzando miradas torvas a los elfos.
Galdar y Valthonis se internaron entre los árboles, donde sus seguidores no pudieran oírlos.
—Tú eres Valthonis, en el pasado el dios Paladine —declaró Galdar.
—Soy Valthonis —repuso el elfo con. suavidad.
—Yo soy Galdar, emisario del gran dios que los minotauros conocen como Sargas, conocido por aquellos de tu raza como Sargonnas. Mi dios me ordena que pronuncie estas palabras: «Has dejado cosas inconclusas en el mundo, Valthonis, y como has decidido alejarte “caminando” de ese reto, ha estallado un conflicto en el cielo y entre los hombres. El gran Sargas quiere que ese conflicto llegue a su fin. Es necesario llegar a una solución rápida y definitiva para ese conflicto. Para ayudar a que eso ocurra, él hará que te reúnas con tu retador.»
—Espero que no creas que soy amigo de las discusiones, emisario, pero me temo que no sé nada sobre ese conflicto o ese reto del que hablas —contestó Valthonis.
Galdar se frotó el muñón con el dorso de la mano. Estaba incómodo, pues él creía en el honor y la honestidad, y en aquel asunto no estaba actuando honrada y honestamente.
—Quizá no sea un reto impuesto por Mina —aclaró Galdar, esperando que su dios lo comprendiera—. Más bien una amenaza. De todos modos —prosiguió antes de que Valthonis pudiera responder—, se interpone entre vosotros dos como humo envenenado que emponzoña el aire.
—Ya lo entiendo —dijo Valthonis—. Hablas de la promesa de Mina de que me mataría.
Galdar lanzó una mirada inquieta hacia los minotauros de su escolta.
—No levantes la voz cuando pronuncies su nombre. Mi pueblo cree que es una bruja. —Se aclaró la garganta y añadió fríamente—: Sargas me ha ordenado que diga que el dios astado quiere que los dos os reunáis para que podáis resolver vuestras diferencias.
Valthonis sonrió irónicamente al oír aquellas palabras y Galdar, avergonzado, se quedó frotándose el muñón. Sargas no tenía ninguna intención de que los dos resolvieran sus diferencias. Galdar no sentía ningún aprecio por los elfos, pero detestaba tener que mentir a aquél. No obstante, tenía unas órdenes que cumplir y, por tanto, repitió lo que le habían dicho que dijera, aunque esforzándose por que quedara claro que el mensaje no era suyo.
—No tenéis que hablar con esa bestia, señor. Podemos y estamos dispuestos a pelear y defenderos... —los interrumpió uno de los Fieles, gritando.
—Jamás se derramará sangre en mi nombre —repuso Valthonis con aspereza. Lanzó una mirada glacial al Fiel—. ¿Has recorrido a mi lado este camino y me has oído hablar de paz y fraternidad y, sin embargo, no has escuchado nada de lo que te decía?
El tono de su voz era duro y sus seguidores parecían avergonzados. No sabían adonde dirigir la vista para que sus ojos no se encontraran con la mirada furiosa de Valthonis, así que observaban fijamente el suelo o torcían la cara. La única que no apartó la mirada fue Elspeth. Sólo ella la sostuvo. Valthonis le sonrió para darle seguridad y después se volvió hacia Galdar.
—Te acompañaré con la condición de que mis compañeros puedan irse sin sufrir ningún daño.
—Esas son mis órdenes —aseguró Galdar. Alzó la voz para que todos pudieran oírlo—. Sargas quiere paz. No desea que se derrame sangre.
Uno de los elfos resopló con desdén al oír esas palabras y uno de los minotauros gruñó. Los dos se lanzaron uno sobre el otro. Galdar se acercó al minotauro de un salto y le propinó un puñetazo en la mandíbula. Elspeth agarró al elfo por el brazo que asía la espada y tiró de él. Sorprendido, el guerrero bajó el arma.
—Si caminas con nosotros, señor —dijo Galdar, sacudiendo los nudillos doloridos—, nosotros seremos tu escolta. Dame ahora tu palabra de que no vas a intentar escapar, y no te encadenaré.
—Tienes mi palabra. No me escaparé. Iré con vosotros por mi propia voluntad.
Valthonis se despidió de los Fieles. Dio la mano a cada uno de ellos y pidió a los dioses que los bendijeran.
—No temáis, señor —dijo uno de los elfos en Silvanesti, hablando en voz baja—, os rescataremos.
—He dado mi palabra. No voy a romperla —repuso Valthonis.
—Pero, señor...
El Dios Caminante sacudió la cabeza y se dio media vuelta. Tropezó con Elspeth, que le cerraba el paso. Parecía que ansiaba hablar con él, pues le temblaba la mandíbula y de su garganta se escapaban unos sonidos graves, propios de un animal.
Valthonis le acarició la mejilla.
—No hace falta que digas nada, pequeña. Lo entiendo.
Elspeth le cogió la mano y se la apretó contra le mejilla.
—Cuidad de ella—ordenó Valthonis a los Fieles.
Retiró la mano con delicadeza y caminó hasta donde esperaban Galdar y los demás minotauros.
—Tienes mi palabra. Y yo tengo la tuya —dijo Valthonis—. Mis amigos se irán sin sufrir ningún daño.
—Que Sargas me deje sin el otro brazo si incumplo mi promesa —repuso Galdar. Se internó en el bosque y Valthonis lo siguió. Los minotauros cerraron el grupo siguiéndolos de cerca.
Los Fieles se quedaron en el camino rodeados por la penumbra creciente, contemplando la partida de su líder. Su vista de elfos les permitía seguir a Valthonis con la mirada durante mucho tiempo y, cuando dejaron de verlo, todavía oían el chasquido de las ramas y las pisadas de los minotauros abriéndose camino por la espesura. Los Fieles se miraron entre sí. Los minotauros habían dejado un rastro que hasta un enano gully ciego podría seguir. No sería muy difícil seguirles los pasos.
Uno echó a andar en su dirección. La silenciosa Elspeth lo detuvo.
«Él dio su palabra —dijo la elfa con signos, llevándose la mano a la boca y después al corazón—. Él tomó su decisión.»
Afligidos, los Fieles volvieron sobre sus pasos y retomaron el camino que ya habían recorrido. Pasó algún tiempo antes de que uno de ellos se diera cuenta de que Elspeth ya no estaba con ellos. Sin olvidar su promesa, empezaron a buscarla y al fin encontraron sus huellas. Había seguido el mismo camino que el Dios Caminante había elegido: la calzada a Neraka. Elspeth se negó a regresar y, sin olvidar nunca su promesa de cuidarla, los Fieles la acompañaron.
Rhys estaba soñando que alguien lo observaba. Cuando se despertó sobresaltado, descubrió que su sueño era verdad. Un rostro se cernía sobre él. Por suerte, era un rostro que Rhys conocía y cerró los ojos aliviado, intentando apaciguar los latidos desbocados de su corazón.
Beleño, con la barbilla apoyada en la mano, estaba sentado junto a Rhys con las piernas cruzadas y escudriñaba a su amigo. El kender lucía una expresión lúgubre.
—¡Ya era hora de que despertaras! —murmuró Beleño.
Rhys suspiró y tardó un momento en abrir los ojos. Hasta que había tenido el sueño, había dormido profunda, suave y tranquilamente. Dejó que la somnolencia fuera abandonándolo de mala gana. Más aún desde que había entrevisto la expresión seria de Beleño, y comprendió que el despertar no iba a ser precisamente agradable.
—Rhys. —Beleño lo meneó con un dedo—. No te atrevas a volver a dormirte. Atta, dale un par de lametazos.
—Ya estoy despierto —anunció Rhys. Se sentó y despeinó el pelo a Atta, pues la perra parecía triste y apretaba la cabeza contra el cuello de su amo para consolarse.
Sin dejar de acariciarla, Rhys se incorporó y miró alrededor.
—¿Dónde estamos? —preguntó, confuso.
—Lo que puedo decirte es donde no estamos —respondió Beleño sombrío—. No estamos en casa de la bella dama que hace el mejor bizcocho de jengibre del mundo. Que es donde estábamos ayer y anteayer, y donde estábamos anoche cuando me fui a la cama, y donde deberíamos estar esta mañana, pero no es así. Estamos aquí. Y a saber lo que significa ese «aquí».
No tengo ningún reparo en confesar —añadió el kender con voz tensa— que preferiría estar en cualquier otro sitio. «Aquí» no es un lugar demasiado agradable.
Rhys apartó a Atta con suavidad y se puso de pie ágilmente. El bosque había desaparecido y con él también la casita en la que, como Beleño bien había dicho, él, el kender, Atta y Mina habían pasado dos días con sus dos noches. Aquéllos habían sido días y noches de una bendita paz y tranquilidad. Habían decidido emprender la última etapa de su camino aquella mañana, pero por lo visto Mishakal se les había adelantado.
Paseó la mirada por un valle yermo y desolado que colgaba entre cordilleras ennegrecidas formadas por varios volcanes en activo. Tentáculos de vapor se alargaban desde las cumbres sombrías y arañaban el cielo, de un azul severo y vacío.
El aire era gélido, el sol, acobardado, se encogía y, sin fuerzas, no emitía calor alguno. Sus sombras se arrastraban lánguidamente por el suelo gris del valle, de piedras impenetrables, y se consumían hasta desaparecer. El aire estaba enrarecido y cargado de azufre. Costaba respirar. A Rhys le daba la impresión de que nunca le llegaba suficiente oxígeno a los pulmones. Más aterrador aún era el silencio, que parecía estar vivo, como alguien que contuviera la respiración. Vigilante, a la espera.
El valle estaba salpicado de extrañas formaciones rocosas. De las rocas salían cristales negros gigantescos, aguzados y recortados. Algunos se elevaban más de medio metro y parecían monolitos repartidos por el valle al azar. No eran formaciones naturales, no parecían nacidos del suelo. Todo lo contrario. Daba la impresión de que una fuerza descomunal los había lanzado desde el cielo, con una furia tal que se habían clavado profundamente en el valle.
—Lo mínimo que podías haber hecho era coger el bizcocho —protestó Beleño—. Ahora ni siquiera tenemos algo para desayunar. Ya sé que dije que iría contigo a buscar al Dios Caminante, pero no sabía que el viaje iba a ser tan repentino.
—Yo tampoco —contestó Rhys. Después añadió con aspereza—: ¿Dónde está Mina?
Beleño señaló por encima del hombro con el pulgar. Mina había esperado con él junto al monje dormido hasta que se había aburrido y se había alejado para explorar. Estaba a cierta distancia de ellos, contemplando su propio reflejo en uno de los monolitos de cristal.
—¿Por qué estás tan tenso? —preguntó Beleño—. ¿Qué pasa?
—Yo sí sé dónde estamos —respondió Rhys, yendo en busca de Mina rápidamente—. Conozco este lugar. Y debemos irnos ahora mismo. \Atta, ven!
—Yo estoy deseando marcharme. Aunque parece que marcharse no va a ser tan fácil como venir —aseguró Beleño a la carrera, para mantener el ritmo de las grandes zancadas de Rhys—. Sobre todo teniendo en cuenta que no sabemos cómo fue eso de «venir». No creo que haya sido cosa de Mina. Estaba dormida en el suelo cuando yo me desperté y cuando ella también se despertó, parecía tan sorprendida y confusa como yo.
A Rhys no le cabía duda de que había sido la Dama Blanca quien los había enviado a aquel lugar funesto, aunque no lograba imaginarse por qué, a no ser porque se decía que estaba cerca de Morada de los Dioses.
—Entonces, Rhys —dijo Beleño. Sus botas resbalaban sobre las piedras y levantaban volutas de polvo que formaban pequeños remolinos sobre el suelo, como serpientes retorciéndose—, ¿dónde estamos? ¿Qué es este lugar?
—El valle de Neraka —anunció Rhys.
El kender dio un grito ahogado y abrió los ojos como platos.
—¿Neraka? ¿El Neraka donde la Reina Oscura construyó su templo oscuro y por donde iba a entrar al mundo? ¡Recuerdo esa historia! Había un chico con una gema verde en el pecho que asesinó a su hermana, pero ella lo perdonó y su espíritu impidió la entrada de la Reina Oscura. Perdió la guerra y el hermano volvió con su hermana y juntos hicieron saltar el templo por los aires y... ¡y eso es todo! —Beleño se detuvo para mirar uno de los monolitos negros con entusiasmo—. ¡Esas piedras feas son trozos del templo de Takhisis!
—¡Mina! —llamó Rhys en voz alta.
Parecía que la niña no lo oyera. Estaba mirando fijamente la piedra, como si estuviera hipnotizada. Rhys aminoró el paso. No quería asustarla o que se sobresaltarla si se acercaba a ella de repente, sin que lo esperara.
Mientras tanto, Beleño seguía dándole vueltas al asunto.
—Neraka también tenía algo que ver con la Guerra de las Almas. La guerra estalló cuando Takhisis se convirtió en el Unico y tenía la intención de dejar todas las almas aquí prisioneras. Pobres almas. Sabes, Rhys, yo hablé con unas cuantas. Me alegré mucho por ellas cuando la guerra terminó y por fin fueron libres para partir, aunque después el cementerio se quedó desoladoramente vacío...
—Mina —repitió Rhys en voz baja.
Hizo un gesto a Beleño para que se quedara atrás y Rhys avanzó lentamente hacia la niña. El kender sujetó a Atta y los dos se quedaron quietos, jadeando en aquel ambiente irrespirable.
—Neraka. Guerra de las Almas. Neraka —murmuraba Beleño—. ¡Sí, ahora lo recuerdo todo! Neraka fue donde empezó la Guerra de las Almas y... ¡oh dios mío! ¡Rhys! —gritó—. ¡Aquí fue a donde vino Mina para empezar la Guerra de las Almas! Takhisis la envió con la tormenta...
Rhys hizo un gesto brusco, cargado de significado. Beleño tragó saliva y se quedó callado.
—Parece que Rhys ya sabía todo eso —dijo el kender, abrazándose al cuello de Atta con fuerza, no fuera a ser que la perra tuviera miedo.
Rhys se quedó detrás de Mina.
—¿Quién es esa mujer? —preguntó Mina, asustada. Señalaba su propio reflejo en el cristal negro.
Rhys contuvo el aliento. No podía articular palabra. La Mina que estaba a su lado era la niña, Mina, con sus largas trenzas pelirrojas, la naricilla cubierta de pecas y los inocentes ojos ambarinos. La Mina que se reflejaba en el cristal negro era la mujer de los ojos ambarinos llenos de almas atrapadas, la mujer guerrera que había nacido en aquel valle, la mujer que había adorado al Unico, al Dios Oscuro, a Takhisis.
Mina se lanzó contra la roca negra, empujada por una furia repentina, y empezó a darle patadas y golpes con los puños.
Rhys la sujetó. La afilada piedra ya le había hecho un corte en la mano y la sangre le bajaba por el brazo. El monje la alejó a rastras del cristal. La niña se zafó de él y se quedó jadeando y mirando hoscamente la piedra, mientras se limpiaba la sangre en el vestido.
—¿Por qué me mira así esa mujer? ¡No me gusta! ¿Qué ha hecho conmigo? —gritaba Mina angustiada.
Rhys trató de calmarla, pero él mismo se sentía desazonado al ver a aquella mujer de expresión dura y ojos ambarinos devolviéndoles la mirada desde el cristal negro.
—¡Vaya! —exclamó Beleño.
El kender se acercó a Rhys, miró fijamente a Mina, después miró fijamente el reflejo del monolito de cristal, se frotó los ojos y se rascó la cabeza.
—¡Vaya! —repitió Beleño.
Meneando la cabeza, perplejo, se volvió hacia Rhys.
—Siento mucho sumar más problemas a los que ya tenemos, sobre todo dado que parecen problemas de los buenos, pero seguramente quieras saber que hay un grupo grande de minotauros en lo alto de la cordillera.
El kender miró de soslayo e hizo visera sobre los ojos con la mano.
—Y ya sé que esto puede sonar muy raro, Rhys, pero creo que hay un elfo con ellos.
A Galdar lo atormentaban los fantasmas. No los fantasmas de los muertos, como durante la Guerra de las Almas, sino sus propios fantasmas, fantasmas de su pasado muerto. Allí, en Neraka, Mina había entrado en ese valle y en su vida, y lo había cambiado para siempre. No había vuelto al valle desde aquella noche, aterradora y maravillosa al mismo tiempo. No había regresado a Neraka hasta aquel momento, y no se alegraba de volver. El tiempo había curado la herida. La cicatriz había cubierto el muñón. Pero sus recuerdos seguían palpitando, doliendo y atormentándolo como el dolor del brazo perdido.
—Los enanos llaman a este lugar Gamashinoch —dijo Galdar—, Significa «canto de muerte». Supongo que ya no lo llamarán así, porque el canto ha desaparecido, gracias a Sargas —añadió.
Estaba hablando a la única persona que lo acompañaba, Valthonis, y Gal— dar no le hablaba porque disfrutara especialmente de la conversación con el elfo. El odio entre las razas de los elfos y los minotauros se remontaba muchos siglos atrás y Galdar no veía ninguna razón por la que no pudiera seguir existiendo unos cuantos siglos más. En cuanto a que aquel elfo fuera el Dios Caminante, Galdar en persona había sido testigo de la transformación, así que sabía que la historia era cierta. Lo que no entendía era a qué se debía tanto alboroto. ¿Así que en el pasado había sido un dios? ¿Y qué? Ahora era un mortal y tenía que cagar entre los árboles igual que todo del mundo.
La principal razón de que Galdar hablara era que podía elegir entre hablar o escuchar el silencio sobrecogedor de aquel valle inhóspito. Aunque la verdad era que Galdar tenía que admitir que el silencio era mejor que el espeluznante canto que habían oído la última vez que habían estado allí. Las almas implorantes de los muertos por fin habían partido.
Galdar y Valthonis entraron solos en el valle, pues el minotauro había ordenado a sus soldados que se quedaran en la cordillera. Los guerreros protestaron ante tal decisión. Incluso se atrevieron a discutírsela, y un minotauro jamás discute con su oficial al mando. Ya que Galdar insistía en penetrar en aquel valle maldito, sus hombres querían acompañarlo.
Los soldados minotauro admiraban a Galdar. Hablaba sin rodeos y con franqueza, cualidades que apreciaban en un oficial. Sufría sus mismas privaciones y no disimulaba el hecho de que aquella misión le gustaba tan poco como a ellos, sobre todo porque implicaba entrar en el valle maldito de Neraka.
Takhisis había sido consorte de Sargas, pero no podía decirse que quedara amor entre ellos. La raza favorita de la diosa, los ogros, había sido enemiga de los minotauros durante mucho tiempo, e incluso en una época los había esclavizado y brutalizado. Sargas había intercedido por ellos, pero la diosa se había reído de él y se había burlado del dios y de su raza de minotauros. Ya estaba muerta y desaparecida para siempre, o eso era lo que decía la gente. Sin embargo, los minotauros no confiaban en Takhisis. Ya la había desterrado una vez Huma Dragonbane y había regresado. Podía volver a alzarse y nadie quería recorrer el valle tenebroso donde una vez había reinado.
—Si no ha vuelto al mediodía, iremos a buscarlo, señor —anunció el segundo al mando, y los demás minotauros gritaron para demostrar que estaban de acuerdo.
—No —ordenó Galdar, mirándolos ferozmente—. Si no he vuelto al atardecer, volved a Jarek. Presentad vuestro informe a los sacerdotes de Sargas.
—¿Y qué les decimos, señor? —quiso saber su segundo.
—Que hice lo que Sargas ordenó —respondió Galdar con orgullo.
Sus soldados lo comprendieron y, aunque no les gustara, no siguieron discutiendo. Abandonaron la cadena de montañas y volvieron a las estribaciones. Se pusieron a jugar para matar el tiempo, pero ninguno se divertía demasiado.
Galdar y el elfo continuaron descendiendo por lo que quedaba de un antiguo camino. El minotauro se preguntó si aquél sería el camino que había recorrido aquella noche, la noche de la tormenta, la noche de Mina. No lo reconocía, pero eso no debía extrañarle. Había intentado olvidar aquella marcha pavorosa con tanto ahínco que estuvo a punto de volverse loco.
—La primera vez que vine aquí fue con una patrulla, la noche de la gran tormenta —explicó Galdar, mientras dejaban el camino y se internaban en el valle—. Entonces no lo sabíamos, pero la tormenta era Takhisis anunciando al mundo que el Unico había regresado y que aquella vez iba en serio. Estábamos a las órdenes del jefe de garra Maggit, un pendenciero y un cobarde, la clase de oficial que siempre huye de una batalla, y que comete alguna tontería peligrosa para intentar demostrar lo valiente que es, y lo único que consigue es que la mitad de sus hombres muera en el proceso.
El jefe de garra Magitt desmontó de su caballo.
—Aquí levantaremos el campamento. Montad mi tienda de mando junto al monolito más alto. Galdar, quedas al cargo de levantar el campamento. Supongo que podrás encargarte de algo tan fácil.
Sus palabras sonaban extrañamente altas, su voz estridente y chillona. Una bocanada de aire, frío y cortante, silbó en el valle y echó arena a los demonios de polvo que giraban sobre aquella tierra inhóspita, antes de alejarse en un susurro.
—Comete un error, señor —dijo Galdar en voz baja, para perturbar el silencio lo menos posible—. No nos quieren aquí.
—¿Quién no nos quiere, Galdar? —El jefe de garra Magitt resopló—. ¿Estas piedras? —Golpeó con la mano abierta un monolito de cristal negro— ¡Ja!¡Menuda vaca supersticiosa y estúpida estás hecho!
—Acampamos —dijo Galdar en voz baja y seria—. En este valle. Entre las ruinas quemadas de su templo.
Se podía ver el reflejo de uno mismo en esas paredes negras y brillantes, un reflejo distorsionado, deformado, pero al mismo tiempo reconocible como el reflejo de uno mismo...
Esos hombres, curtidos mucho tiempo atrás contra cualquier buen sentimiento, miraron las caras negras y relucientes del cristal, y se quedaron espantados al ver los rostros que les devolvían la mirada. Pues en aquellos rostros veían sus bocas abiertas para cantar el espeluznante canto.
Galdar miró los monolitos de cristal negro que salpicaban el valle y no puedo evitar estremecerse.
—Vamos, mírate en uno —le dijo a Valthonis—, No te gustará lo que vas a ver. La piedra deforma tu reflejo, de forma que te ves como una especie de monstruo.
Valthonis se detuvo para contemplar una de las rocas. Galdar también se paró, pensando que sería divertido ver la reacción del elfo. Valthonis miró su reflejo y después miró a Galdar. El minotauro se puso detrás del elfo para ver lo mismo que él veía. El reflejo del elfo relucía sobre la superficie. El reflejo era idéntico a la realidad: un elfo con el rostro curtido y ojos de anciano.
—Vaya —gruñó Galdar—. Quizá la maldición del valle ya no exista. No había estado aquí desde el final de la guerra.
Apartó a Valthonis con un codazo y se plantó frente a la roca con audacia, para mirarse.
El Galdar que se reflejaba en la superficie tenía dos brazos.
—Dame la mano, Galdar —le dijo Mina.
Junto con el sonido de su voz, ronco y suave, Galdar volvió a oír el canto entre las rocas. Sintió que se le erizaba el pelo de la nuca. Un escalofrío le recorrió la espalda y se estremeció. Quería apartarse de ella, pero se encontró a sí mismo levantando la mano izquierda.
—No, Galdar —dijo Mina—, La mano derecha. Dame la mano derecha.
—¡No tengo mano derecha! —gritó Galdar, furioso y angustiado.
Vio cómo se levantaba su brazo, su brazo derecho; vio cómo se alargaba su mano, su mano derecha, con dedos temblorosos.
Mina extendió la mano y tocó la mano espectral del minotauro.
—El brazo de la espada te ha sido devuelto...
Galdar se quedó mirando su propio reflejo. Dobló los dedos de la mano izquierda, la única mano que tenía. Su reflejo flexionó las dos manos. En los ojos empezó a picarle un líquido abrasador y se dio la vuelta rápido y enfadado, dispuesto a empezar a explorar el valle y buscar alguna señal de Mina. Ya que se hallaba allí, estaba impaciente por librarse de aquella misión cuanto antes. Quería pasar el momento incómodo del primer encuentro, soportar el dolor de la decepción, dejarla con el elfo y seguir adelante con su vida.
—Recuerdo cuando perdiste el brazo que Mina te había dado —dijo Valthonis, pronunciando las primeras palabras desde que lo habían tomado cautivo—. Caíste defendiendo a Mina de Takhisis, quien la acusaba de haber conspirado contra ella y quería matarla de pura rabia. Tú protegiste a Mina con tu propio cuerpo y la Reina Oscura te cercenó el brazo. Sargas te ofreció devolvértelo, pero te negaste...
—¿Quién te ha dado permiso para hablar, elfo? —preguntó Galdar malhumorado, sin saber por qué se había permitido la flaqueza de quejarse durante tanto tiempo.
—Nadie —repuso Valthonis con una media sonrisa—. Me quedaré callado, si es lo que quieres.
Galdar no estaba dispuesto a admitirlo, pero el sonido de otra voz resultaba tranquilizador en aquel lugar donde, antes, sólo los muertos hablaban.
—Desperdicia tu último aliento si quieres. Tu palabrería no servirá de nada conmigo.
Galdar se detuvo para estudiar el valle con los ojos entrecerrados. Le parecía haber visto algo que se movía, un grupo de personas allá abajo. Parecía que los pálidos rayos de sol estuvieran burlándose de él y no podía decir con seguridad si realmente había visto seres vivos caminando, si eran fantasmas o sólo las extrañas sombras de aquellos odiosos monolitos.
Llegó a la conclusión de que no eran sombras. Ni fantasmas. Allí abajo había gente y debían de ser aquellos con los que tenía que encontrarse.
Allí estaba el monje de la túnica naranja, del que se decía que era la escolta de Mina. Pero entonces, ¿dónde estaba Mina?
—¡Maldito sea este condenado valle! —exclamó Galdar en un repentino ataque de furia.
Le habían asegurado que Mina estaría con el monje, pero no la veía por ninguna parte. La verdad es que nunca había entendido qué hacía viajando con un monje. Aquello no le gustaba desde el principio y cada vez le gustaba menos.
Galdar cogió un trozo de cuerda que llevaba en el cinturón y ordenó a Valthonis que extendiera las manos.
—Te di mi palabra de que no intentaría escapar —dijo Valthonis con voz tranquila.
Galdar gruñó y ató con fuerza las delgadas muñecas del elfo. Hacer un nudo no era tarea fácil para un minotauro manco. Galdar tuvo que utilizar los dientes para terminar el trabajo.
—Atado o no, no puedo escapar de ella —añadió Valthonis—. Y tampoco tú, Galdar. Siempre has sabido que Mina era una diosa, ¿verdad?
—Cállate —ordenó Galdar con aspereza.
Cogió al elfo del brazo con brusquedad y lo empujó para que caminara.
El siguiente resplandor no fue un rayo, sino un estallido de fuego que iluminó el cielo y la tierra y las montañas con una luz blanca violácea. Recortada sobre aquel resplandor espeluznante, una figura avanzó hacia ellos. Caminaba sosegadamente en medio del caos de la tormenta, como si el viento no la tocara, el relámpago no la sobresaltara, el trueno no la ensordeciera.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Galdar.
—Mi nombre es Mina...
Había entonado su nombre. Todos habían entonado su nombre. Todos los que, como él, la habían seguido a la batalla, a la gloria y la muerte.
—Fuiste tú —se enfurecía Takhisis— Tú te confabulaste con ellos para que fuera mi perdición. Tú querías que cantaran tu nombre, no el mío.
Mina... Mina...
Sin quitar la mano del hombro de Mina, Rhys miró hacia donde señalaba Beleño. Vio la tropa de minotauros, que ya bajaban por la cordillera y se alejaban. Dos figuras entraron en el valle. Una de ellas era un minotauro con el orgulloso emblema de Sargonnas sobre la armadura de piel. La otra era un elfo con las manos atadas.
Ya era demasiado tarde para huir, incluso si tuvieran adonde. El minotauro los había descubierto.
El minotauro iba armado con una espada, que llevaba colgando en la cadera derecha, pues le faltaba el brazo diestro, el brazo de la espada. No había desenvainado, pero su mano izquierda no se alejaba demasiado de la empuñadura. Sus penetrantes ojos miraron con recelo a Rhys, para después abandonarlo y pasearse por el resto del grupo. Frunció más el entrecejo. El minotauro estaba buscando a Mina.
Las ropas del elfo eran sencillas: una capa verde y una túnica, botas gastadas y polvorientas del camino. No iba armado y, aunque era evidente que era prisionero del minotauro, caminaba con la cabeza alta y dando pasos largos y elegantes, seguro de sí mismo, como alguien que está acostumbrado a recorrer un sinfín de caminos.
El Dios Caminante. Rhys reconoció a Valthonis y estaba a punto de gritar en señal de advertencia, pero sus palabras quedaron ahogadas por el rugido de Galdar.
—¡Mina!
Su nombre resonó en todo el valle y rebotó en los Señores de la Muerte, que lo repitieron en un eco sobrecogedor, como si las mismísimas entrañas de la tierra la llamasen.
—¡Galdar! —exclamó Mina, alegre.
Apartó a Rhys a un lado con un golpe tan fuerte como el impacto de un rayo. Rhys se encogió, sorprendido, incapaz de moverse.
—¡Galdar! —volvió a gritar Mina y echó a correr hacia él con los brazos extendidos.
Mina ya no era una niña. Era una joven de diecisiete años. Tenía el pelo rapado, como una oveja recién esquilada. Llevaba el peto de aquellos que se llamaban a sí mismos Caballeros de Neraka, y lo tenía chamuscado, abollado y manchado de sangre, como estaban sus manos y sus brazos, cubiertos de sangre hasta la altura de los codos. Al llegar junto a Galdar, lo rodeó con los brazos y apoyó la cabeza sobre su pecho...
El minotauro la sujetó con su brazo bueno y la apretó con fuerza. Dos surcos en el pelaje a ambos lados del hocico mostraban los sentimientos contenidos del minotauro.
Al ver que los dos estaban ocupados, Beleño se arrastró despacio hasta Rhys y se quedó de rodillas junto a él.
—¿Estás bien? —preguntó el kender en un susurro.
—Sí... En un momento estaré bien. —Rhys puso una mueca. Estaba empezando a recuperar la sensibilidad en las manos y los pies—. ¡No dejes ir a Atta1!
—La tengo, Rhys —lo tranquilizó Beleño. Sujetaba con la mano a la perra por el cuello. Para su sorpresa, Atta no había intentado atacar a la Mina crecida. Quizá la perra estuviese tan confundida como el kender.
Galdar abrazaba a Mina con fuerza y los miraba a todos con aire desafiante, como si los retara a que se la arrebataran.
—¡Mina! —dijo con la voz entrecortada—. He venido a buscarte... Es decir, Sargas me envió...
—¡No te preocupes por eso ahora! —contestó Mina bruscamente. Se apartó de él y lo miró—. No tenemos tiempo, Galdar. Sanction está bajo asedio. Los caballeros solámnicos han rodeado la ciudad. Tengo que ir allí y ponerme al mando. Acabaré con el sitio.
Sus ojos ambarinos centelleaban.
—¿Por qué te quedas ahí parado? ¿Dónde está mi caballo? ¿Y mi arma? ¿Dónde están mis tropas? Tienes que ir a buscarlas, Galdar, tienes que traérmelas. No nos queda mucho tiempo. Perderemos la batalla...
Galdar parpadeó, confuso.
—Eh... ¿No te acuerdas, Mina? Ganaste esa batalla. Acabaste con el asedio de Sanction. El tajo de Beckard...
Ella lo miró ceñuda.
—No sé qué te pasa, Galdar —le dijo con dureza—. Deja de hacerme perder el tiempo con todas esas tonterías y obedéceme.
Apartó a Rhys a un lado con un golpe tan fuerte como el impacto de un rayo. Rhys se encogió, sorprendido, incapaz de moverse.
—¡Galdar! —volvió a gritar Mina y echó a correr hacia él con los brazos extendidos.
Mina ya no era una niña. Era una joven de diecisiete años. Tenía el pelo rapado, como una oveja recién esquilada. Llevaba el peto de aquellos que se llamaban a sí mismos Caballeros de Neraka, y lo tenía chamuscado, abollado y manchado de sangre, como estaban sus manos y sus brazos, cubiertos de sangre hasta la altura de los codos. Al llegar junto a Galdar, lo rodeó con los brazos y apoyó la cabeza sobre su pecho...
El minotauro la sujetó con su brazo bueno y la apretó con fuerza. Dos surcos en el pelaje a ambos lados del hocico mostraban los sentimientos contenidos del minotauro.
Al ver que los dos estaban ocupados, Beleño se arrastró despacio hasta Rhys y se quedó de rodillas junto a él.
—¿Estás bien? —preguntó el kender en un susurro.
—Sí... En un momento estaré bien. —Rhys puso una mueca. Estaba empezando a recuperar la sensibilidad en las manos y los pies— ¡No dejes ir a Atta!
—La tengo, Rhys —lo tranquilizó Beleño. Sujetaba con la mano a la perra por el cuello. Para su sorpresa, Atta no había intentado atacar a la Mina crecida. Quizá la perra estuviese tan confundida como el kender.
Galdar abrazaba a Mina con fuerza y los miraba a todos con aire desafiante, como si los retara a que se la arrebataran.
—¡Mina! —dijo con la voz entrecortada—. He venido a buscarte... Es decir, Sargas me envió...
—¡No te preocupes por eso ahora! —contestó Mina bruscamente. Se apartó de él y lo miró—. No tenemos tiempo, Galdar. Sanction está bajo asedio. Los caballeros solámnicos han rodeado la ciudad. Tengo que ir allí y ponerme al mando. Acabaré con el sitio.
I
Sus ojos ambarinos centelleaban.
—¿Por qué te quedas ahí parado? ¿Dónde está mi caballo? ¿Y mi arma? ¿Dónde están mis tropas? Tienes que ir a buscarlas, Galdar, tienes que traérmelas. No nos queda mucho tiempo. Perderemos la batalla...
Galdar parpadeó, confuso.
—Eh... ¿No te acuerdas, Mina? Ganaste esa batalla. Acabaste con el asedio de Sanction. El tajo de Beckard...
Ella lo miró ceñuda.
—No sé qué te pasa, Galdar —le dijo con dureza—. Deja de hacerme perder el tiempo con todas esas tonterías y obedéceme.
—Mina —Galdar parecía incómodo—, el asedio de Sanction ocurrió hace ya mucho tiempo, durante la Guerra de las Almas. La guerra ha terminado. El Unico perdió. ¿No te acuerdas, Mina? Los demás dioses expulsaron a Takhisis, la hicieron mortal...
—La mataron —terminó Mina en voz baja. Sus ojos ambarinos brillaron bajo las largas pestañas—. Estaban celosos de mi reina, envidiaban su poder. Los mortales de este mundo la veneraban. Entonaban su nombre. Los otros dioses no podían permitirlo y por eso la destruyeron.
Galdar intentó hablar un par de veces, sin conseguirlo.
—Era tu nombre el que entonaban, Mina —dijo al fin con voz estrangulada.
Sus ojos ambarinos se iluminaron con una luz interior.
—Tienes razón —reconoció, sonriendo—. Era mi nombre el que entonaban.
Galdar se humedeció los labios. Miró alrededor, como si buscara ayuda. Al no encontrarla, se aclaró la garganta con un ruido que retumbó en su boca y se lanzó a recitar un discurso muchas veces ensayado. Hablaba rápido, sin hacer inflexiones, ansiando llegar a final.
—Este elfo es Valthonis. Antes era Paladine, el líder del panteón de los dioses, el instigador de la caída de la Reina Takhisis. Mi dios, Sargas, desea que aceptes a Valthonis como su regalo y que te cobres merecida venganza sobre el traidor que acabó con... tu... nuestra reina. A cambio, Sargas espera que lo tengas en estima y que... tú...
Galdar se quedó callado. Miraba fijamente a Mina, apesadumbrado.
—¿Que yo qué, Galdar? —quiso saber Mina—, ¿Sargas espera que lo tenga en estima y que yo qué?
—Que te conviertas en su aliada —dijo al fin Galdar.
—Quieres decir... ¿que me convierta en uno de sus generales? —preguntó Mina, frunciendo el entrecejo—, Pero si no puedo. No soy un minotauro.
Galdar no podía responder a su pregunta. Volvió a mirar en derredor en busca de ayuda y en esta ocasión sí la encontró.
—Sargas quiere que te conviertas en la Reina de la Oscuridad, Mina —respondió Valthonis.
Mina se echó a reír como si acabaran de contarle un buen chiste. Entonces se dio cuenta de que nadie más reía.
—Galdar, ¿por qué pones esa cara tan lúgubre? Es muy gracioso. ¿Yo? ¡La Reina de la Oscuridad!
Galdar se frotó el hocico, parpadeó varias veces rápidamente y se quedó mirando a algún punto perdido, por encima de la cabeza de Mina.
—¡Galdar! —gritó Mina, furiosa de repente—, ¡Es gracioso!
—¿El minotauro dice la verdad, Rhys? —preguntó Beleño en un susurro quedo—. ¿De verdad ese elfo es Paladine? Siempre quise conocer a Paladine. ¿Crees que podrías presen...?
—Ssh, amigo mío —Rhys le hizo callar. Se puso de pie, con movimientos gráciles y silenciosos, intentando no llamar la atención—. Sujeta bien a. Atta.
Beleño agarró con firmeza a la perra. Mirando al Dios Caminante, el kender le susurró a Atta al oído:
—Me lo imaginaba mucho más alto...
Rhys cogió el emmide y el talego. Ató este último en el extremo del cayado y echó a andar silenciosamente sobre el suelo de piedra. Se detuvo a un lado de Valthonis, delante de él.
—Este hombre sabe el camino a Morada de los Dioses, Mina —anunció Rhys.
Los ojos ambarinos de Mina, tan cargados de almas atrapadas que casi parecían negros, se desviaron hacia Rhys. Frunció los labios con desdén.
—¿Y tú quién eres? ¿De dónde vienes?
Rhys sonrió.
—Ésas son las mismas preguntas que me hiciste la primera vez que nos vimos, Mina. El acertijo que te había hecho el dragón. «¿De dónde vienes?» Me dijiste que yo sabía las respuestas. Entonces no las sabía, pero ahora sí. También tú, Mina. Conoces la verdad. Tienes que aceptarla. No puedes seguir escondiéndote. Valthonis es tu padre, Mina. Tú eres su hija. Eres una diosa. Una diosa nacida de la luz.
Mina se quedó lívida. Sus ojos ambarinos se abrieron, enormes.
—Mientes —dijo con voz queda, apenas un susurro.
—Los hombres cantaban tu nombre, Mina. Lo mismo hacían los Predilectos. Si matas a este hombre, si cometes ese crimen atroz, ocuparás tu lugar entre los dioses de las tinieblas —prosiguió Rhys—. La balanza se inclinará. El mundo se deslizará hacia la oscuridad y desaparecerá. Eso es lo que quiere Sargonnas. ¿Es eso lo que quieres tú, Mina? Has recorrido el mundo. Has conocido a sus pueblos. Has sido testigo de la miseria, de la destrucción y las batallas de la guerra. ¿Es eso lo que quieres?
Mina volvió a cambiar de aspecto y se convirtió en la Mina de los Predilectos, la Mina que les había dado el beso mortal. Tenía una larga melena cobriza. Vestía de negro y rojo sangre. Era segura, autoritaria, y miraba a Valthonis fijamente y con expresión ceñuda. Su expresión se endureció, sus labios desaparecían en una fina línea.
—¡Él mató a mi reina! —declaró con frialdad.
Pasó rozando a Galdar, que la miraba con la boca entreabierta y los ojos bordeados de lágrimas, todo el cuerpo tembloroso de miedo. Mina se acercó a Valthonis y se quedó observándolo un buen rato, intentando atraerlo hacia el ámbar, como a un insecto cualquiera.
El elfo soportó tranquilamente el examen.
«¿Su mente mortal conservará algo de la mente del dios? —se preguntó Rhys—, En alguna parte de sí, ¿Valthonis recordará el estallido de júbilo de aquel amanecer que creó a esa hija de la alegría y la luz? ¿Recordará el dolor desgarrador que debió de sentir cuando se dio cuenta de que tenía que sacrificar a la niña para salvar su propia creación?»
Rhys no conocía las respuestas. Lo que sí sabía, lo que podía ver reflejado en el rostro envejecido del elfo, era el sufrimiento de un padre que ve cómo su amada hija sucumbe a oscuras pasiones.
—Déjame ayudarte, Mina. —Valthonis extendió las manos hacia Mina, las manos atadas.
Ella lo miró con desprecio y después le propinó una bofetada con el dorso de la mano que tiró al elfo al suelo.
Mina se erguía sobre él. Alargó una mano.
—Galdar, dame tu espada.
Galdar miró nervioso a Valthonis, en el suelo. La mano del minotauro fue hacia la empuñadura de la espada. No desenvainó el arma.
—Mina, el monje tiene razón —dijo Galdar, angustiado—. Si matas a este hombre, te convertirás en Takhisis. Y tú no eres ella. Tú rezabas por tus hombres, Mina. Malherida y agotada, recorrías el campo de batalla y rezabas por las almas de aquellos que habían dado su vida por tu causa. Te preocupas por las personas. Takhisis no lo hacía. Las utilizaba, ¡como te utilizó a ti!
—¡Dame tu espada! —repitió Mina, airada.
Galdar negó con su cabeza astada.
—Y al final, cuando la habían expulsado del cielo, Takhisis te culpó a ti, Mina. No a sí misma. Nunca a sí misma. Iba a matarte en el campo de batalla, tenía un alma vengativa y rencorosa. Así era Takhisis. Vengativa y rencorosa, cruel, despiadada y egoísta. Lo único que le importaba era su propio engrandecimiento, sus ambiciones. Sus hijos la odiaban y maquinaban contra ella. Su consorte la despreciaba, desconfiaba de ella y se regocijó al verla caer. ¿Es eso lo que quieres, Mina? ¿En eso quieres convertirte?
Mina lo miraba con desdén. Cuando Galdar se detuvo para tomar aire, dijo con menosprecio:
—No necesito sermones. ¡Sólo tienes que darme la maldita espada, vaca manca y estúpida!
Galdar empalideció; su lividez se notaba incluso debajo del pelaje oscuro. Se contorsionó en un espasmo de dolor. Lanzó una mirada sombría al cielo y desenvainó la espada. No se la dio a Mina. Se acercó a Valthonis, inconsciente, y cortó la cuerda que maniataba al elfo.
—Yo no quiero tener nada que ver con un asesinato —dijo Galdar con tranquila dignidad.
Deslizó la espada en su funda, se dio media vuelta y empezó a alejarse caminando.
—¡Galdar! ¡Vuelve! —gritó Mina fuera de sí.
El minotauro siguió caminando.
—¡Galdar! ¡Te lo ordeno! —chilló Mina.
Galdar no volvió la vista. Iba abriéndose camino entre los monolitos negros, vestigios de una oscura ambición.
Mina miraba furiosamente la espalda del minotauro y de repente echó a correr hacia él. Volaba rauda sobre el suelo barrido por el viento. Rhys gritó para advertirlo. Galdar se volvió, en el mismo momento en que Mina le daba alcance. Sin prestarle atención, agarró la empuñadura de la espada y tiró de ella para sacarla de la vaina.
Galdar la sujetó por las muñecas e intentó arrancarle la espada de las manos. Mina quiso zafarse de él presa de una furia enloquecida y lo golpeó con la empuñadura y la parte plana de la hoja.
Galdar intentaba rechazar sus golpes, pero no tenía más que una mano y Mina luchaba con la fuerza y la cólera de un dios.
Rhys corrió a ayudar al minotauro. Tiró el cayado, agarró a Mina e intentó alejarla de Galdar. El corpulento minotauro se desplomó, sangriento y gimiendo. Mina se zafó de Rhys. Lo empujó hasta hacerle perder el equilibrio y volvió a abalanzarse sobre Galdar. Lo pateó y lo golpeó en cada parte de su cuerpo que seguía moviéndose. El minotauro dejó de gemir y se quedó inmóvil.
—Mina... —empezó a decir Rhys.
Mina gruñó y le hundió el puño en el estómago, con tanta fuerza que Rhys se quedó sin aliento. Intentó tomar aire, pero tenía los músculos contraídos y sólo lograba boquear.
Mina le propinó un puñetazo en la mandíbula y le rompió el hueso. Se le llenó la boca de sangre. Mina estaba allí de pie, con la pesada espada del minotauro en la mano, y Rhys no podía hacer nada. Estaba ahogándose en su propia sangre.
Beleño intentó retener a Atta con todas sus fuerzas, pero la visión de Rhys siendo atacado era más de lo que la perra podía soportar. Se agitó para liberarse del kender. Beleño intentó agarrarla de nuevo, pero su mano encontró el vacío y se cayó de bruces. Atta pegó un buen salto y chocó pesadamente contra Mina, que se cayó y soltó la espada.
Entre ladridos, Atta se lanzó sobre la garganta de Mina. Ésta se defendía de la perra y se protegía con los brazos. Se mezclaban sangre y saliva.
Beleño se puso de pie, con paso poco seguro. Rhys estaba escupiendo sangre. El minotauro ya estaba muerto o poco le faltaba. Valthonis seguía inconsciente en el suelo. El kender era el único que estaba de pie y no sabía qué hacer. Estaba demasiado nervioso para poder pensar un hechizo y entonces se dio cuenta de que ningún hechizo, ni siquiera el hechizo más poderoso conjurado por el místico más poderoso, podría detener a un dios.
La fría y pálida luz del sol se reflejó en el acero.
Mina había logrado recuperar la espada. La levantó y atacó a la perra.
Atta cayó al suelo, lanzando un aullido de dolor. Su pelo blanco empezó a teñirse de rojo, pero seguía intentando levantarse y no dejaba de gruñir y lanzar dentelladas. Mina levantó la espada para volver a clavársela, esa vez sería el golpe mortal.
Beleño se aferró al broche del pequeño saltamontes y pegó un salto propio de un gigante. Sobrevoló uno de los monolitos negros y golpeó a Mina. La espada cayó al suelo.
Beleño aterrizó con un fuerte golpe en el suelo. Mina se recuperó y los dos se lanzaron reptando hacia la espada para intentar hacerse con ella el primero. Rhys escupió más saliva y medio se arrastró, medio se lanzó a la reyerta.
Pero ya era demasiado tarde.
Mina agarró al kender por el moño y lo retorció. Rhys oyó un chasquido espeluznante. Beleño se quedó inerte.
Mina soltó el pelo y el kender cayó al suelo como un peso muerto.
Rhys se arrastró junto a su amigo. Beleño lo miraba fijamente, sin verlo. Las lágrimas acudieron a los ojos de Rhys. No buscó a Mina. A él también iba a matarlo y no podía hacer nada por impedirlo. Atta gemía. La espada le había abierto un corte en el lomo que le llegaba hasta el hueso. Acercó al animal malherido, agonizante, hacia sí y después cerró los ojos de Beleño con una mano cubierta de sangre.
Una niña pequeña con trenzas pelirrojas se sentó de cuclillas junto al kender.
—Ya puedes levantarte, Beleño —dijo Mina.
Al ver que no se movía, lo sacudió por el hombro.
—Deja de hacerte el dormido, Beleño —le regañó—. Ya nos tenemos que ir. Tengo que ir a Morada de los Dioses y el mapa lo tienes tú.
Empezó a temblarle la voz.
—¡Despiértate! —exclamó entre hipidos—. Por favor, por favor, despiértate.
El kender no se movió.
Mina emitió un gemido desgarrador y se abrazó al cuerpo.
—¡Lo siento, lo siento, lo siento! —gritaba una y otra vez, en un paroxismo de dolor.
—Mina... —masculló Rhys con la boca llena de sangre y dientes rotos y la mandíbula fuera de su sitio.
Su nombre resonó en las paredes de los Señores de la Muerte.
—Mina, Mina...
Se puso en pie. La niñita miró a Beleño afligida, pero fue la mujer, Mina, quien le cerró con delicadeza los ojos de mirada vacía. La mujer, Mina, se acercó a Galdar. Apoyó una mano sobre el minotauro y le susurró algo. La mujer volvió junto a Atta y la acarició con ternura. Después Mina se arrodilló junto a Rhys. Con una sonrisa triste, le tocó en la frente.
El ámbar, cálido y dorado, se deslizó sobre él.
Mina, la mujer, estaba sentada junto a Valthonis sobre la dura superficie de la piedra, azotada por el viento. Ya no vestía armadura ni los negros ropajes propios de una sacerdotisa de Chemosh. Se cubría con un vestido sencillo, que caía formando pliegues sobre su cuerpo. Su cabello cobrizo estaba recogido en delicados rizos en la nuca. Sentada en silencio, observaba al Dios Caminante, esperando a que recuperara la conciencia.
Por fin Valthonis se incorporó, miró en derredor y su expresión se ensombreció. Se levantó rápidamente y fue a atender a los heridos. Mina lo miraba sin emoción, con el rostro impasible, impenetrable.
—El kender está muerto —declaró—. Lo maté yo. El monje, el minotauro y el perro sobrevivirán, creo.
Valthonis se arrodilló junto al kender y colocó el cuerpo roto con delicadeza en una postura más natural. En voz baja, le dio su bendición.
—Sacúdete el polvo del camino, pequeño amigo. Ahora tus botas se cubren del polvo de las estrellas.
Se quitó la capa verde y cubrió el menudo cadáver con ella, con gestos reverentes. Valthonis se inclinó junto a Atta, que meneaba la cola apenas sin fuerzas y le dio un lametazo en la mano. Apartó el pelo negro cubierto de sangre, pero las heridas no parecían graves. Le acarició la cabeza y después se acercó a su amo.
—Me parece que conozco al monje —dijo Mina—. Lo he visto antes. Estaba intentando recordar dónde y por fin me acuerdo. Fue en un bote... No, no era un bote. Era una taberna que había sido un bote. Él estaba allí, yo entré y él me miró y me conocía... Sabía quién era yo... —Arrugó un poco la frente—. Pero él no...
Valthonis levantó la cabeza y miró en sus ojos ambarinos. Ya no vio el sinfín de almas allí atrapadas. En sus ojos transparentes vio el terrible conocimiento. Y se vio a sí mismo, reflejado en su superficie brillante.
—El monje estaba sentado junto a un hombre... Era un hombre que estaba muerto. No sé su nombre. —Mina quedó callada y después añadió, con la voz temblorosa—: Tantos hombres... y no sé el nombre de ninguno. Pero sé el nombre del monje. Es el hermano Rhys. Y él sabe mi nombre. Él me conoce. Sabe qué y quién soy. E incluso así, caminó a mi lado. Me guió. —Sonrió con tristeza— Me gritó...
Valthonis apoyó la mano en el cuello de Rhys y sintió el latir de la vida. El monje tenía la cara cubierta de sangre, pero no encontró ninguna herida. No dijo nada en respuesta a las palabras de Mina. El instinto le decía que ella no quería que hablara. Lo que quería, lo que necesitaba, era escucharse a sí misma en el silencio sepulcral del valle de Neraka.
—El kender también me conocía. Cuando me vio por primera vez, empezó a sollozar. Lloraba por mí. Lloraba de pena por mí. Me dijo: «Estás tan triste...» Y el minotauro, Galdar, era mi amigo. Un amigo bueno y leal...
Mina apartó la mirada del minotauro y la paseó por el valle, fantasmagórico y yermo.
—Odio este lugar. Sé dónde estoy. Estoy en Neraka y han pasado cosas terribles por mi culpa... Y más cosas terribles pasarán... por mi culpa...
Miró a Valthonis, suplicante.
—Ya sabes lo que quiero decir. Tu nombre significa «el exilio» en elfo. Y eres mi padre. Y ambos, el padre mortal y la hija desdichada, somos exiliados. Con la diferencia de que tú no podrás regresar nunca. —Mina suspiró; fue un suspiro largo y profundo—. Y yo debo regresar.
Valthonis se acercó al minotauro. Puso la mano sobre el cuello ancho como el de un toro.
—Soy una diosa —dijo Mina—. Vivo todos los tiempos al mismo tiempo. —Una arruga perturbó su frente lisa, al añadir—: Aunque hay un tiempo antes del tiempo que no recuerdo y un tiempo que todavía está por venir que no veo...
El viento silbaba entre las rocas, como el aire que se escapa entre unos dientes putrefactos, pero lo único que oía Valthonis eran las palabras de Mina. Era como si el mundo físico hubiera desaparecido bajo sus pies y estuviera suspendido en el éter y sólo existieran su voz y los ojos ambarinos, a los que, mientras él los miraba, acudían las lágrimas.
—He cometido maldades, padre —dijo Mina, con las lágrimas deslizándose por sus mejillas—. O, mejor dicho, cometo maldades, pues vivo en todos los tiempos a la vez. Dicen que soy una diosa nacida de la luz y, sin embargo, atraigo la oscuridad. Miles de inocentes mueren por mi culpa. Asesino a aquellos que confían en mí. Arrebato la vida y devuelvo muerte viviente. Algunos dicen que me engañó Takhisis y que no sé que estoy haciendo el mal.
Mina sonrió entre las lágrimas y aquélla fue una sonrisa extraña y fría.
—Pero sé lo que estoy haciendo. Quiero oírles cantar mi nombre, padre. Quiero que me veneren. ¡Mina! No Takhisis. Ni Chemosh. Mina. Sólo Mina.
No se movió para secarse las lágrimas.
—Quienes fueron mis madres para mí, ambas murieron. Cuando Goldmoon estaba muriéndose, me miró desde el crepúsculo y vio la verdad, la fealdad que hay en mi interior. Y me abandonó.
Mina se levantó y corrió hacia el minotauro. Se agachó junto a él, pero no lo tocó. Se levantó y caminó hasta donde yacía el kender, debajo de la capa verde. Se inclinó y colocó con delicadeza una esquina de la tela que el viento había volado. Una luz trémula brillaba en sus ojos.
—Puedo arreglarlo —dijo. Se incorporó y abrió los brazos, abarcando a los heridos y el muerto, las ruinas del templo y el valle maldito—. ¡Soy una diosa! ¡Puedo hacer que todo esto no haya ocurrido jamás!
—Así es —confirmó Valthonis—. Pero para hacerlo, tendrías que regresar al primer segundo del primer minuto del primer día y empezar de nuevo.
—¡No lo entiendo! —gritó Mina confundida—. Hablas en clave.
—Todos volveríamos atrás si pudiéramos, Mina. Todos borraríamos nuestros errores del pasado. Para los mortales es imposible. Aceptamos la realidad, aprendemos de ella y seguimos adelante. Para un dios es posible. Pero significa hacer desaparecer la creación y volver a empezar.
Mina parecía dispuesta a rebelarse, como si no creyera lo que le decía, y durante un momento eterno Valthonis temió que su sufrimiento fueran tan intenso que quisiera aliviarlo echando al olvido al mundo y a ella misma.
Mina cayó de hinojos y alzó el rostro hacia el cielo.
—¡Dioses! ¡Me empujáis y tiráis de mí en todas direcciones! —gritó—. Todos me queréis para vuestros propios fines. A ninguno le importa qué quiero yo.
—¿Qué quieres tú, Mina? —preguntó Valthonis.
Miró en derredor, como si ella misma se lo preguntara. Su mirada se posó en el kender, su cuerpo descoyuntado e inmóvil tapado por la capa verde. Después su mirada voló hasta Galdar, que seguía inconsciente, el amigo leal. Miró a Rhys, que la había consolado cuando se despertaba llorando en medio de la noche.
—Quiero volver a dormir —susurró.
A Valthonis se le estremeció el corazón. Sus propias lágrimas le nublaron la vista y le estrangulaban la voz.
—Pero no puedo —prosiguió Mina—, Ya lo sé. Lo he intentado. Dicen ni nombre y me despiertan...
De repente lanzó un grito angustiado. Tantas lágrimas acudieron a sus ojos que parecía que el reflejo del Dios Caminante se ahogara en el agua salada.
—¡Haz que paren, padre! —suplicó, balanceándose hacia delante y atrás en una despiadada agonía—. ¡Haz que paren!
Valthonis avanzó por el suelo de piedra del valle de Neraka y se detuvo junto a su hija. Ella estaba arrodillada delante de él y se aferraba a sus botas. El Dios Caminante la cogió e hizo que se levantara.
—Las voces no van a parar. Para ti nunca pararán..., hasta que las respondas.
—Pero ¿qué les digo?
—Eso es lo que debes decidir.
Valthonis le tendió el talego que Rhys había llevado durante tanto tiempo. Mina lo miró, sorprendida. Lo desató y miró dentro. Allí estaban sus dos regalos, el Collar de Sedición y la Pirámide de la Luz.
—¿Los recuerdas? —preguntó Valthonis.
Mina negó con la cabeza.
—Los encontraste en la Sala del Sacrilegio. Ibas a regalárselos a Goldmoon cuando llegaras a Morada de los Dioses.
Mina contempló largamente los dos objetos, uno envuelto en la oscuridad absoluta y el otro poseedor de la luz. Envolvió los dos, con cuidado y reverencia.
—¿Está muy lejos Morada de los Dioses, padre? Estoy tan cansada...
—No muy lejos, hija. Ya no está lejos.
Un dedo peludo levantó un párpado de Rhys y el monje se despertó sobresaltado. Eso asustó a Galdar y estuvo a punto de sacarle el ojo. El minotauro apartó la mano y gruñó satisfecho. Deslizó un brazo descomunal por debajo de los hombros de Rhys, lo incorporó hasta que quedó sentado y le empujó entre los labios un frasquito. Por la garganta le bajó un líquido de sabor repulsivo.
Rhys se atragantó y empezó a escupirlo.
—¡Traga! —ordenó Galdar, dándole una palmada en la espalda que le hizo toser y envió el líquido garganta abajo.
Sintió una arcada y se preguntó si acababa de ser envenenado.
Galdar le sonrió, sacando todos sus dientes a relucir, y gruñó.
—El veneno sabe mucho mejor que este mejunje. Quédate quieto un momento y deja que haga efecto. Dentro de poco te sentirás mejor.
Rhys obedeció. No hizo ninguna pregunta. Todavía no se sentía lo suficientemente fuerte como para escuchar las respuestas. Le dolía la mandíbula y sentía un latido, aunque ya no la tenía rota. Se le clavaba un pinchazo en el estómago y cada vez que respiraba era una tortura. La poción se extendía por todo su cuerpo y el dolor de las heridas empezó a remitir, pero no alivió el dolor de su corazón.
Mientras tanto, Galdar había agarrado a Atta por el hocico y la sujetaba con firmeza, mientras otro minotauro vestido de soldado, con el emblema de Sargas, le extendía con destreza una pasta marrón sobre la herida.
—Te gustaría arrancarme la mano de un mordisco, ¿verdad, chucho? —dijo Galdar y se echó a reír cuando Atta gruñó como respuesta.
Cuando el minotauro hubo terminado con sus cuidados, asintió a su compañero.
Galdar soltó la perra y los dos minotauros se apartaron de un salto. Atta se levantó, un poco insegura. Sin dejar de mirar al minotauro con recelo, se acercó a Rhys para que la acariciara.
Después fue cojeando hasta la capa verde. La olfateó, la tocó con la pata y miró hacia Rhys, agitando la cola, como si dijera: «Esto lo solucionas tú, amo. Estoy segura.»
—Atta, ven aquí —dijo Rhys.
Atta se quedó donde estaba. Volvió a tocar la capa con la pata y gimió.
—Atta, ven aquí —repitió Rhys.
Lentamente, la perra agachó la cabeza y la cola. Atta cojeó tristemente hasta Rhys y se tumbó junto a él. Apoyó la cabeza entre las patas y emitió un profundo suspiro.
Galdar se agachó junto al cuerpo. Todos sus movimientos eran lentos y rígidos. Tenía el pelaje manchado de sangre y cubierto de la misma pasta marrón que el soldado había untado en la herida de Atta. Galdar levantó una esquina de la capa verde y miró a Beleño.
—Sargas ordena que lo honremos. Entre nosotros será conocido como Kedir ut Sarrak.[2]
Rhys sonrió a pesar de las lágrimas. Ojalá el espíritu de Beleño siguiera por ahí para poder oír eso.
Los soldados minotauros recogieron sus cosas y se prepararon para partir. Nadie quería quedarse en aquel lugar más tiempo del necesario.
—¿Puedes viajar, monje? —preguntó Galdar—. Si es así, puedes venir con nosotros. Te ayudaremos a llevar a tu muerto y al chucho, si no nos muerde —añadió con aspereza.
Rhys asintió, agradecido.
Uno de los minotauros levantó el cuerpecito entre sus fuertes brazos. Otro cogió a Atta. La perra ladró y se revolvió, pero en cuanto Rhys se lo ordenó, dejó de resistirse y permitió que el minotauro la llevase, aunque gruñía cada vez que cogía aire.
—Quisiera agradecerte tu ayuda... —empezó a decir Rhys.
—A mí no tienes que agradecerme nada —lo interrumpió Galdar. Hizo un gesto hacia los soldados con su mano buena—. Puedes agradecérselo a estos insurrectos. Desobedecieron mis órdenes y vinieron a buscarme, a pesar de que les había ordenado que se quedaran esperándome.
—Me alegro de que desobedecieran —repuso Rhys.
—Tengo que confesar que yo también. Seguid—dijo Galdar, dirigiéndose a sus hombres—. El monje y yo no podemos caminar tan rápido. No va a pasarnos nada. En este valle ya sólo quedan fantasmas y ésos no pueden hacernos daño.
Los minotauros no parecían tan seguros, pero hicieron lo que Galdar les ordenó, aunque no avanzaron tan rápido como podían. Aminoraron el paso lo justo para seguir oyendo las órdenes de su oficial.
Galdar y Rhys caminaban uno junto al otro, cojeando. Galdar puso una mueca y se llevó la mano al costado. El minotauro tenía un ojo tan hinchado que ni siquiera podía abrirlo y un reguero de sangre en la base de uno de los cuernos.
A Rhys le dolía el estómago y la mandíbula, y el simple hecho de respirar era difícil y doloroso.
—¿Adonde vas a ir ahora? —preguntó Rhys.
—Volveré a Jelek para retomar mis obligaciones como embajador entre vosotros los humanos. Dudo mucho que tú quieras ir allí —añadió con una sonrisa irónica—. Pero mis hombres y yo no os abandonaremos. Esperaremos con vosotros hasta que llegue la ayuda.
—La ayuda puede tardar mucho en llegar —dijo Rhys, suspirando.
—¿Eso crees? —preguntó Galdar, con una sonrisa asomada a los labios—. Deberías tener más fe, monje.
Rhys no tenía la menor idea de lo que quería decir, pero antes de que pudiera preguntarle, la sonrisa de Galdar se esfumó. Volvió la vista hacia el valle de piedra y cristal negro.
—Mina fue con él, ¿verdad? Se fue con el Dios Caminante.
—Eso espero —contestó Rhys—. Por eso rezo.
—Yo no soy muy de rezar. Y si rezara, le rezaría a Sargas, y en este momento no creo que disfrute demasiado del favor del dios astado.
Se quedó en silencio.
—Si rezara, rezaría por que Mina encuentre aquello que busca —añadió después en tono sombrío.
—¿La perdonas por lo que te hizo? —Rhys estaba estupefacto. Los minotauros no eran demasiado dados a perdonar. Su dios era el dios de la venganza.
—Supongo que podría decirse que me he acostumbrado a perdonarla. —Galdar se frotó el muñón del brazo con una mueca. Qué raro era que el dolor del brazo que no tenía fuera más intenso que el de los huesos rotos. Entre avergonzado y desafiante, añadió—: ¿Y tú, monje? ¿Tú la perdonas?
—Una vez recorrí mi camino con el odio y los deseos de venganza oprimiéndome el corazón —contestó Rhys. Su mirada se detuvo en el minotauro que llevaba el pequeño cuerpo en la tela verde que ondeaba en el aire calmo—, Nunca volveré a hacerlo. Perdono a Mina y rezo por lo mismo que tú, por que encuentre lo que busca. Aunque no estoy seguro de si debería rezar por eso.
—¿Por qué no?
—Porque encuentre lo que encuentre, eso inclinará la balanza en un sentido u otro.
—La balanza podría inclinarse a tu favor, monje —sugirió Galdar—. Eso te gustaría, ¿no?
Rhys meneó la cabeza.
—Un hombre que mira demasiado tiempo el sol está tan ciego como aquel que camina en la impenetrable oscuridad.
Los dos se quedaron en silencio, reservando sus últimas fuerzas para subir la pendiente final del valle. Los minotauros que estaban a las órdenes de Galdar los esperaban entre las estribaciones de los Señores de la Muerte. Los soldados estaban muy serios, pues en el mismo sitio esperaban los Fieles. Liderados por la silenciosa Elspeth, habían llegado hasta el valle, aunque demasiado tarde para encontrar a Valthonis.
Galdar miró a los elfos con expresión ceñuda:
—Me disteis vuestra palabra.
—No rompimos nuestra promesa —respondió uno de los elfos—. No intentamos rescatar a Valthonis.
El elfo señaló la capa que cubría el cuerpo del kender.
—¡Eso pertenece a Valthonis! ¿Dónde está? —El elfo miró a Galdar con ferocidad—. ¿Qué le habéis hecho? ¿Lo habéis asesinado vilmente?
—Todo lo contrario. El minotauro salvó la vida a Valthonis —repuso Rhys.
Los elfos fruncían el entrecejo sin acabar de creérselo.
—¿Dudáis de mi palabra? —preguntó Rhys, cansado.
El líder de los Fieles hizo una reverencia.
—No queríamos ofenderte, servidor de Matheri —se disculpó el elfo, utilizando el nombre que los de su raza daban al dios Majere—. Pero tienes que comprender que nos resulte difícil de entender. Un monje de Matheri y un minotauro de Kinthalas salen juntos del Valle del Mal. ¿Qué está pasando? ¿Valthonis está vivo?
—Está vivo y a salvo.
—Entonces, ¿dónde está?
—Ayudando a una niña perdida a encontrar el camino a casa —fue la respuesta de Rhys.
Los elfos se miraron entre sí, confusos, alguno con evidente incredulidad. Entonces la silenciosa Elspeth se adelantó para pararse delante de Galdar. Uno de los elfos quiso detenerla, pero ella lo apartó de un empujón. Alargó la mano hacia el minotauro.
—¿Qué es esto? —preguntó Galdar, malhumorado—. Decidle que se aparte de mí.
Elspeth sonrió para tranquilizarlo. Mientras el minotauro la miraba, tenso y ceñudo, la elfa pasó los dedos por el muñón del brazo con delicadeza.
Galdar parpadeó. La mueca de dolor que le desfiguraba el rostro desapareció. Se llevó la mano al muñón y la miró asombrado. Elspeth pasó junto a él y se arrodilló junto al cuerpo del kender. Dobló la capa alrededor del cuerpo con ternura, como una madre arropa a su pequeño, y después cogió el bulto en brazos. Se quedó de pie, esperando pacientemente el momento de la partida.
Galdar miró a Rhys.
—Ya te dije que la ayuda te encontraría.
Los elfos estaban más confusos que antes, pero obedecieron la orden muda de Elspeth y se dispusieron a partir.
—Espero que nos honres con tu compañía, servidor de Matheri —dijo el líder del grupo a Rhys, quien asintió agradecido.
Galdar alargó la mano izquierda y estrechó la de Rhys en un apretón que casi le rompe todos los huesos.
—Adiós, hermano.
Rhys tomó la mano del minotauro entre sus dos manos.
—Que tu viaje sea rápido y seguro.
—Al menos será rápido —afirmó Galdar sombrío—. Cuanto antes nos alejemos de este lugar maldito, mejor.
Aulló las órdenes pertinentes a sus hombres y éstos obedecieron rápidamente. Los minotauros emprendieron la marcha, tan impacientes por dejar Neraka como su oficial.
Pero Galdar tardó un momento en seguirlos. Se quedó quieto, con la mirada perdida en el oeste, en las entrañas de las montañas.
—Morada de los Dioses —dijo— está en esa dirección.
—Eso he oído —repuso Rhys.
Galdar asintió para sí y siguió con la mirada clavada en aquella dirección, como si quisiera adivinar la figura de Mina. Suspirando, bajó la mirada y meneó la cabeza astada.
—¿Crees que alguna vez descubriremos lo que le pasa, hermano? —preguntó melancólico.
—No lo sé —fue la respuesta de Rhys.
En su corazón, mucho se temía que sí lo descubrirían.
Valthonis y Mina caminaban despacio hacia Morada de los Dioses, tomándose su tiempo, porque los dos sabían que no importaba lo que pasara, ni la decisión que Mina tomara, pues aquél sería su último viaje juntos.
Habían hablado de muchas cosas a lo largo de muchas horas, pero después Mina se había quedado callada. Morada de los Dioses no estaba a más de dieciséis kilómetros de Neraka, pero el camino era duro, escarpado, tortuoso y estrecho. Era un sendero inhóspito salpicado de rocas, que se veía obligado a colgarse de las empinadas paredes del cañón, oprimido por extrañas formaciones rocosas que los obligaban a orientar sus pasos hacia direcciones que no querían seguir.
El cielo estaba oscuro y cubierto, ennegrecido aún más por las columnas humeantes que salían de los Señores de la Muerte. El aire apestaba a azufre y era difícil respirar, pues secaba la boca y producía escozor en la nariz.
Mina no tardó en cansarse. No obstante, no se quejaba, sino que seguía caminando. Valthonis le dijo que podía tomarse el tiempo que necesitara. No había prisa.
—¿Quieres decir que tengo toda la eternidad ante mí? —preguntó Mina con una sonrisa atormentada—. Eso es cierto, padre, pero me siento obligada a continuar. Sé quién soy, pero ahora tengo que descubrir por qué. Ya no puedo sentarme a descansar tranquilamente cuando llega la noche.
Llevaba consigo los dos objetos que había cogido en la Sala del Sacrilegio. Los apretaba con fuerza en la mano y no estaba dispuesta a soltarlos, aunque en ocasiones su carga le hacía aún más difícil cruzar los tramos más empinados del camino. Cuando por fin se rindió y se sentó a descansar, desenvolvió los objetos y los miró. Los estudiaba, levantaba cada uno de ellos y los recorría con los dedos, como un ciego que trata de ver con las manos lo que sus ojos no pueden contarle. No dijo nada de lo que pensaba a Valthonis y él no preguntó.
A medida que se acercaban a Morada de los Dioses, parecía que los Señores de la Muerte fueran liberándolos, permitiendo su marcha. El camino iba haciéndose más fácil y descendía en suave pendiente. Una brisa cálida como el aliento de la primavera alejaba las nubes de azufre y el vapor. Las flores silvestres crecían en los márgenes del sendero, asomaban por debajo de las rocas y florecían en las grietas de la pared de piedra.
—¿Qué pasa? —preguntó Valthonis, deteniéndose, cuando se dio cuenta de que Mina había empezado a cojear.
—Tengo una ampolla—respondió ella.
Se sentó en el suelo y se quitó el zapato. Miró con exasperación la herida en carne viva y sangrante.
—Los dioses juegan a ser mortales —dijo—. Chemosh podía hacerme el amor y obtener placer con aquel acto, o eso se decía a sí mismo. Pero en realidad sólo pueden fingir que sienten. Ningún dios tuvo nunca una ampolla en el talón.
Levantó el zapato manchado de sangre para que lo viera.
—¿Así que por qué yo sí tengo una ampolla? Sé que soy una diosa. Sé que este cuerpo no es real. Podría saltar por el precipicio y estrellarme contra las rocas, pero no me haría ningún daño. —Se mordió el labio—. Todo eso lo sé, pero de todos modos me duele el pie. Por mucho que me gustara decir que no es verdad, ¡sí me duele!
—Takhisis tenía que convencerte de que eras humana, Mina —contestó Valthonis—. Te mintió para convertirte en su esclava. Temía que te convirtieras en su rival, si hubieras sabido la verdad: que eres una diosa. Tenía que hacerte creer que eras humana y para eso tenías que sentir dolor. Tenías que conocer la enfermedad y el sufrimiento. Tenías que sentir el amor, la alegría y la tristeza. Se recreó cruelmente mientras te hacía creer que eras mortal. Creía que eso te haría débil.
—¡Y me hace débil! —exclamó Mina en un arranque de furia, con los ojos brillantes—. Y lo odio. Cuando ocupe mi lugar entre los dioses, no podré mostrar flaqueza. Tengo que aprender a olvidar lo que he sido.
—Yo no estoy tan seguro —la contradijo Valthonis. Se arrodilló delante de ella y la miró fijamente—. Dices que los dioses juegan a ser mortales. Lo que hacen no es «jugar». Cuando adoptan la forma de un mortal, lo que intentan es sentir lo que los mortales sienten. Los dioses intentan comprender a los mortales para ayudarlos y guiarlos o, en algunos casos, para coaccionarlos y atemorizarlos. Pero son dioses, Mina, y por mucho que lo intenten, nunca llegarán a comprenderlo del todo. Sólo tú conoces el sufrimiento de la mortalidad, Mina.
Reflexionó sobre lo que le había dicho.
—Tienes razón —dijo Mina al final, pensativa—. Quizá por eso puedo ejercer tanto poder sobre los mortales.
—¿Es eso lo que quieres? ¡Ejercer poder sobre ellos!
—¡Por supuesto! ¿Acaso no es lo que queremos todos? —Arrugó la frente—. Vi a los dioses en acción aquel día en Solace. Vi la sangre derramada y los cuerpos amontonados delante de los altares. Si los mortales luchan y mueren en nombre de su fe, ¿por qué iban a ir a la muerte cantando mi nombre en vez de otro?
Se calzó, se levantó y empezó a caminar. Parecía determinada a convencerse a sí misma de que no sentía nada e intentaba andar con normalidad, pero no lo lograba. Con una mueca de dolor, se detuvo de nuevo.
—Tú eras un dios —dijo Mina—. ¿Recuerdas algo de lo que eras? ¿Recuerdas el tiempo antes de la creación? ¿Tu mente todavía abarca la vastedad de la eternidad? ¿Ves hasta los límites del cielo?
—No —contestó Valthonis—, Mi mente es la de un mortal. Veo el horizonte y a veces ni siquiera eso, si las nubes me lo impiden. Creo que, de lo contrario, sería demasiado terrible para soportarlo.
—Lo es —murmuró Mina.
Se quitó los dos zapatos y los lanzó por el precipicio. Echó a caminar descalza, pisando con cuidado, y casi al momento se cortó el pie con una piedrecilla afilada. Ahogó un grito y pegó un pequeño salto. Exasperada, apretó los puños con fuerza.
—¡Soy una diosa! —gritó—. ¡No tengo pies!
Se miró los pies desnudos, como si deseara que desaparecieran.
Allí seguían sus dedos, moviéndose y hundiéndose en la tierra.
Mina gimió y se desplomó. Se hizo un ovillo.
—¿Cómo puedo ser una diosa si siempre soy mortal? ¿Cómo voy a caminar entre las estrellas si tengo ampollas en los pies? ¡Padre, no sé cómo ser un dios! Solo sé ser humana...
Valthonis la rodeó con el brazo e hizo que se levantara.
—No tienes que seguir caminando, hija. Ya estamos aquí.
Mina lo miró perpleja.
—¿Dónde?
—En casa.
En el centro de un valle cerrado por paredes suaves y con forma de cuenco, se alzaban diecinueve columnas que, silenciosas, contemplaban una laguna circular de negra obsidiana venida del fuego. Dieciséis columnas estaban juntas, tres columnas se alzaban apartadas. De estas últimas, una era de negro azabache, otro de granito rojo y la tercera de jade blanco. Del resto de las columnas, cinco eran de mármol blanco; cinco, de mármol negro. Seis columnas eran de un mármol de color indeterminado.
Antaño, eran veintiuna columnas las que custodiaban la laguna. Dos se habían venido abajo. Una de ellas, una columna negra, se había hecho añicos. Lo único que quedaba de ella era un montón de cascotes. La otra columna caída estaba intacta, reluciente bajo el sol, pues unas manos amorosas le limpiaban el polvo.
Mina y Valthonis se habían detenido fuera del círculo de columnas pétreas y las miraban. El cielo, libre de nubes, era de un azul tan intenso que dañaba los ojos. El sol se encaramaba a los picos de los Señores de la Muerte y seguía bañándolos con su luz radiante, pero no tardaría en resbalar por las laderas de las montañas y caer en la noche. El ocaso se había apoderado del valle, las sombras de las montañas se extendían mientras el sol seguía asomándose a la laguna de obsidiana.
Mina contemplaba arrobada la laguna negra. Se dirigió hacia ella y ya estaba a punto de pasar rozando la piedra por el pequeño hueco entre dos columnas, cuando se dio cuenta de que Valthonis ya no estaba a su lado. Se volvió y lo vio junto a la estrecha grieta de la pared de piedra por la que habían entrado.
—El sufrimiento nunca parará, ¿verdad? —preguntó Mina.
Su respuesta fue el silencio.
Mina desenvolvió los objetos de Paladine y de Takhisis, y los sostuvo en alto, uno en cada mano. Dejó el talego que había sido del monje a los pies de la columna de mármol blanco con vetas naranjas, después pasó entre los pilares y se detuvo junto a la laguna de negra obsidiana. Alzó sus ojos ambarinos al cielo y vio las constelaciones de los dioses, titilando en lo alto.
Los dioses de la luz, representados por la lira de Branchala, el fénix de Habbakuk, la cabeza de bisonte de Kiri-Jolith, la rosa de Majere, el símbolo del infinito de Mishakal. En el lado opuesto estaban los dioses de la oscuridad: Chemosh con su calavera de cabra, la balanza rota de Hiddukel, la capucha negra de Morgion, el cóndor de Sargonnas y la concha de tortuga de Zeboim. Separando la oscuridad y la luz, pero manteniéndolas unidas, estaban el libro de Gilean, la fragua de Reorx, los planetas siempre ardientes de Shinare, Chislev, Zivilyn, Sirrion. Más cerca de los mortales que las estrellas brillaban las tres lunas: la luna negra de Nuitari, la luna roja de Lunitari y la luna plateada de Solinari.
Mina los miró.
ellos la miraron, todos.
La observaban y aguardaban su decisión.
En el centro de la laguna, Mina levantó los objetos, uno en cada mano.
—Soy tanto oscuridad como luz —gritó a los cielos—. Los dos polos me atraen por igual. Algunas veces podría unirme a unos y en otras ocasiones a los otros. Así, el equilibrio queda restablecido.
Mina levantó el Collar de Sedición de Takhisis, el collar que persuadía a las buenas personas de que cedieran ante sus pasiones más oscuras, y lo lanzó a la laguna de obsidiana. El collar rozó la superficie negra, se fundió en ella y desapareció. Mina sostuvo en su mano la Pirámide de Cristal de Paladine unos momentos más, el cristal que podía llevar la luz a un corazón ignorante. Después, también la lanzó a la laguna. El cristal relució como una estrella en la noche de obsidiana, pero su luz se apagó pronto. El resplandor se desvaneció y el cristal se hizo añicos.
Mina se dio media vuelta y se alejó de la laguna. Se apartó del círculo de los pétreos guardianes. Cruzó el valle yermo, vacío. Sus pies descalzos, atormentados por los cortes y las ampollas, dejaban huellas de sangre tras de sí.
Caminó hasta llegar a un lugar del valle conocido como Morada de los Dioses, donde las sombras competían con el sol y allí se detuvo. Dando la espalda a los dioses, bajó la vista hacia sus pies y, llorando, abandonó el mundo.
En el valle conocido como Morada de los Dioses, una columna de ámbar se alzaba solitaria y apartada, junto a una laguna de aguas tranquilas del color azul de la noche.
Ninguna estrella se reflejaba en la superficie. Ni las lunas ni el sol. Ningún planeta. Ni el valle ni las montañas.
Valthonis miró la laguna y vio su rostro reflejado.
Vio el rostro de todos los seres vivos.
Rhys Alarife estaba sentado debajo de un roble centenario, casi en lo alto de un cerro cuyas laderas estaban tapizadas de tiernos pastos. A lo lejos veía las columnas de humo que salían de las chimeneas de su monasterio, el hogar al que había regresado después de su largo viaje. Varios hermanos estaban en el campo, arando la tierra, despertándola tras el reposo del invierno, preparándola para los nuevos cultivos. Otros monjes se afanaban alrededor del monasterio, barrían y limpiaban, reparaban la mampostería roída y azotada por los despiadados vientos invernales.
Las ovejas estaban dispersas por la ladera, pastando con satisfacción, contentas de volver a saborear la hierba tierna después de haber pasado los meses más fríos alimentándose de heno seco. Con la primavera llegaba la época de esquilar las ovejas y traer a la vida a los nuevos corderos y Rhys estaría muy ocupado. Pero, por el momento, todo era calma.
Atta estaba tumbada junto a él. Tenía una cicatriz en el flanco en la que no le crecía el pelo, estaba completamente curada de sus heridas, así como Rhys también se había recuperado de las suyas. La atención de Atta se repartía entre las ovejas, que eran una preocupación constante, y su nueva camada de cachorros. No tenían más que unos pocos meses, pero los cachorros ya demostraban mucho interés por el pastoreo y Rhys había empezado a enseñarles. El monje y sus cachorros habían trabajado durante toda la mañana y los perritos, agotados, dormían hechos unos ovillos peludos negros y blancos, en los que asomaban los hocicos rosados. Rhys ya había decidido cuál, el más listo y atrevido, iba a regalar a la señora Jenna.
Rhys estaba cómodamente sentado, con el emmide descansando entre los brazos doblados. Se envolvía con una capa gruesa, pues a pesar de que lucía el sol, el viento seguía mordiendo con los gélidos colmillos del invierno. Su mente flotaba tranquilamente entre las nubes altas y esponjosas, pensando despreocupadamente en un tema y saltando al siguiente, dando siempre las gracias a Majere.
Rhys estaba solo en el cerro, pues el rebaño estaba a su cargo y era su responsabilidad, por eso se sobresaltó cuando una voz lo sacó de su ensimismamiento.
—¡Hola, hola, Rhys! ¡Apuesto algo a que te sorprendes de verme!
Rhys no tenía más remedio que admitir que sí se sorprendía. Aunque «sorprenderse» tampoco era la palabra más apropiada, pues quien estaba tranquilamente sentado junto a él era Beleño.
El kender sonreía deslumbrante ante la perplejidad de Rhys.
—¡Soy un espíritu, Rhys! Por eso estoy un poco desdibujado y tembloroso. ¿No es increíble? ¡Se te está apareciendo un fantasma!
De repente, Beleño pareció muy preocupado.
—Espero no haberte asustado.
—No —le aseguró Rhys, aunque tardó un momento en recuperar el habla.
Al oír hablar a su amo, Atta levantó la cabeza y lo miró de reojo, por si la necesitaba.
—¡Hola, Atta! —saludó Beleño—. Tus cachorros están preciosos. Son igualitos a ti.
Atta entrecerró los ojos. Olfateó el aire, volvió a olfatearlo, se quedó un momento pensando y después desechó lo que no entendía, apoyó la cabeza entre las patas y volvió a su vigilancia.
—Me alegro de no haberte asustado —prosiguió Beleño—, Siempre me olvido de que estoy muerto y tengo la costumbre poco afortunada de aparecerme ante la gente de repente. Pobre Gerard. —El espíritu lanzó un suspiro—. Creí que le iba a dar una apología.
—Apoplejía—lo corrigió Rhys sonriendo.
—Eso también —repuso Beleño muy serio—. Se quedó increíblemente blanco y empezó a resollar. Después juró que nunca más en su vida volvería a tomar ni una gota de aguardiente enano. Cuando intenté tranquilizarlo diciéndole que no era una alucinación, que no estaba viendo cosas raras y que de verdad era un espíritu, empezó a resollar todavía más fuerte.
—¿Al final se recuperó? —preguntó Rhys.
—Creo que sí—respondió Beleño con cautela—. Después me riñó mucho. Me dijo que le había quitado diez años de vida y que ya tenía suficientes problemas con los kenders vivos y no estaba dispuesto a que también lo molestara uno muerto, que tenía que volver al Abismo o de donde fuera que hubiera salido. Le expliqué que no estaba en el Abismo. Que había estado dando una vuelta por el mundo y que comprendía perfectamente cómo se sentía y que sólo había parado un momento para darle las gracias por todas las cosas bonitas que había dicho en mi funeral.
»Por cierto, yo también fui. Fue precioso. ¡Vino tanta gente importante! La señora Jenna y el abad de Majere, el Dios Caminante con los elfos y Galdar y una delegación de minotauros. Con lo que mejor me lo pasé fue con la pelea de después en la taberna, aunque supongo que en realidad eso no formaba parte del funeral. Y me gustó que esparcieran mis cenizas debajo de la posada. Así siento que una parte de mí siempre se quedará aquí. A veces me parece que puedo oler las patatas con especias, y eso es muy raro, porque los fantasmas no tienen olfato. ¿Por qué crees que será?
Rhys tuvo que admitir que no lo sabía.
Beleño se encogió de hombros y después frunció el entrecejo.
—¿Por dónde iba?
—Estabas hablando de Gerard...
—Ah, sí. Le dije que había ido a despedirme antes de emprender la siguiente fase de mi viaje, el cual, por cierto, va a ser increíble. Dentro de un momento te cuento por qué. Tiene que ver con mi saltamontes. Pero bueno, Gerard me deseó buena suerte y me acompañó hasta la puerta y la abrió para que pudiera salir. Le expliqué que no hacía falta que la abriera porque puedo atravesar puertas y paredes, incluso el techo. Me contestó que no iba a atravesar ni su puerta si su pared. Estaba muy serio, así que no lo hice. Y me parece que no iba en serio cuando dijo que no iba a volver a probar el aguardiente enano, porque le vi coger la jarra y dar un buen trago en cuanto me fui.
—¿Te despediste de alguien más? —preguntó Rhys, alarmado.
Beleño asintió.
—Fui a ver a Laura. Después de lo que había pasado con Gerard, pensé en aparecerme a Laura poco a poco. Ya sabes, para darle tiempo a que se acostumbrara. —El espíritu suspiró—. Pero dio igual. Lanzó un grito, se echó el delantal sobre la cabeza y rompió una pila entera de platos sucios cuando cayó en la palangana de fregar. Así que me pareció mejor no quedarme. Y ahora estoy aquí contigo. Eres mi última parada, después me iré de verdad.
—Me alegra verte, amigo —dijo Rhys—. Te he echado mucho de menos.
—Ya lo sé. Te sentía echándome de menos. Era una sensación agradable, pero no tienes que estar triste. Eso es lo que he venido a decirte. Siento haber tardado tanto en llegar hasta aquí. El tiempo ya no significa mucho para mí y hay tantos sitios que visitar y tantas cosas que ver. ¡Sabías que hay otro continente entero! Se llama Taladas y es un lugar muy interesante, aunque no es ahí adonde voy a ir en el viaje de mi alma. Ah, eso me recuerda una cosa. Tengo que contarte una cosa de Chemosh.
»Los fantasmas con los que hablé cuando era un acechador nocturno me explicaron que al morir, tu alma se presenta ante el Señor de la Muerte para ser juzgada. Estaba muy impaciente por que llegara esa parte y era todo muy emocionante. Estaba en una cola con un montón de almas más: goblins y draconianos, kenders y humanos, elfos, gnomos, ogros y más cosas. Todas las almas van ante el Señor de la Muerte, que está sentado en un trono enorme, muy impresionante. A veces intenta tentarlos para que se queden con él. Otras veces ya han prometido seguirlo a él o a algún otro dios, como Morgion, que permíteme que te diga que no es nada agradable. Y otras veces los otros dioses van a decirle a Chemosh que aparte sus manazas. Reorx hizo eso por un enano.
»Así que yo estaba esperando al final de la cola, pensando que iba a tardar mucho, mucho tiempo en llegar al final, cuando de repente el Señor de la Muerte se levanta del trono de un salto. ¡Recorrió toda la fila y se quedó parado delante de mí! Me mira con odio y me dice muy enfadado que yo puedo irme. Respondí que no me importaba quedarme porque estaba charlando con unos amigos, y era verdad. Me había encontrado con unos cuantos kenders muertos y estábamos comentando lo interesante que era estar muerto y cada uno describía cómo había muerto y todos estuvieron de acuerdo en que nadie podía superarme, porque a mí me había matado un dios.
»Empecé a explicarle esto mismo a Chemosh, pero él gruñó y me dijo que no le interesaba. Mi alma ya había sido juzgada y era libre para irme. Miré alrededor y allí estaban la Dama Blanca y Majere y Zeboim y los tres dioses de las lunas, y Kiri-Jolith con su armadura reluciente y otros cuantos dioses que no reconocí. ¡Estaba hasta Sargonnas! Me pregunté qué estarían haciendo todos allí, y la Dama Blanca dijo que habían ido a honrarme, aunque Zeboim dijo que, en lo que a ella respectaba, había ido a comprobar que estuviera bien muerto. Todos los dioses me estrecharon la mano, y cuando llegué junto a Majere, acarició el saltamontes que todavía llevaba prendido de la camisa y me dijo que me permitiría saltar hacia delante para ver adonde iba y saltar hacia atrás para despedirme. Y justo estaba diciéndole a Mishakal cuánto me había gustado su bizcocho y ya estaba a punto de irme, cuando no sabes quién vino a verme.
Rhys negó con la cabeza.
—¡Mina! —exclamó Beleño asombrado—. Iba a enfadarme con ella, ya sabes, por matarme, pero se acercó a mí, me abrazó y lloró por mí. Y entonces me cogió de la mano y salió de la Sala del Juicio conmigo. Me mostró el camino hecho del polvo de las estrellas que me llevará más allá del ocaso, cuando esté preparado para partir. Me alegré por ella, porque parecía haber encontrado su camino y porque ya no está loca, pero también me sentí triste, porque ella parecía muy triste.
—Creo que siempre estará triste —dijo Rhys.
Beleño emitió un profundo suspiro.
—Yo también lo creo. Sabes, en mis viajes he visto los pequeños altares que la gente está empezando a construir en su honor y tenía la esperanza de que eso le levantara el ánimo, pero la gente que acude a sus altares siempre tiene una cara tan triste que no creo que eso la ayude mucho.
—Quiere que la gente acuda a ella —repuso Rhys—, Es la diosa de las lágrimas y acoge a todos aquellos que sufren y no son felices, sobre todo a aquellos a los que consume el sentimiento de culpa o el arrepentimiento o que combaten contra oscuras pasiones. Cualquiera que sienta que nadie más puede comprender su dolor puede acudir a ella. Mina lo comprende, pues su propio dolor es eterno.
—Vaya—comentó el espíritu.
Sin embargo, la congoja de Beleño nunca duraba demasiado. Después de ordenar unos cuantos saquitos fantasmagóricos, se levantó ágilmente.
—Bueno, tengo que irme —dijo, y añadió alegremente—: Como dijo Zeboim, ha llegado el momento de que moleste a las pobres y desafortunadas gentes de otro mundo.
Beleño se agachó para acariciar a Atta. Su caricia espectral hizo que la perra se despertara sobresaltada y que se quedara mirando alrededor, confundida. Beleño alargó la mano hacia Rhys. El monje sintió el contacto suave como un susurro, como si una pluma le acariciara la piel.
—Que tengas buen viaje, amigo mío —le deseó Rhys.
—Siempre que haya bollos y pollo, ¡estaré bien! —contestó Beleño, hizo un gesto de despedida con la mano y atravesó el roble (por la sencilla razón de que podía hacerlo). Después, desapareció.
En el monasterio tocó una campana que llamaba a los monjes a la meditación de la tarde. Rhys se levantó y alisó los pliegues de su túnica. En ese momento, sintió que algo caía al suelo. Junto a sus pies vio un saltamontes de oro. Rhys lo recogió, se lo prendió en la túnica y pronunció una oración silenciosa deseando a su amigo un buen viaje por el camino de polvo de estrellas. Después silbó a Atta, que rápidamente se puso de pie y corrió ladera abajo para reunir a las ovejas.
Los cachorros echaron a correr detrás de su madre, ladrando sin parar y corriendo entre las ovejas imitando a su madre. Y aunque Atta los reñía por ponerse en medio, resplandecía de orgullo.
Rhys cogió uno de los cachorros, el más enclenque de la camada, que tenía problemas para seguir al resto. Se colocó el cachorro debajo del brazo y siguió caminando ladera abajo, conduciendo a sus ovejas a la seguridad del redil.