Para mi hija Lizz
Querría darle mi más profundo agradecimiento a Steve Coon (alias Frostdawn en los tablones de anuncios de Dragonlance), quien creó los dos objetos sagrados de Takhisis y Paladine que aparecen en este libro: el Collar de Sedición y la Pirámide de la Luz.
Mi naturaleza es envejecer. Es imposible escapar de la vejez.
Mi naturaleza es enfermar. Es imposible escapar de la enfermedad.
La naturaleza de todo aquello que me es querido y todos aquellos a los que amo es cambiar. Es imposible evitar la distancia que me separará de ellos.
Mis actos son mis únicas pertenencias verdaderas. No puedo escapar de las consecuencias de mis actos. Mis actos son la tierra sobre la que me levanto.
¿Qué me ha pasado?
¿Dónde estoy?
¿Quiénes son todos esos seres, extraños y hermosos, grotescos y majestuosos, que me rodean? ¿Por qué me señalan? ¿Por qué profieren ese clamor atronador que hace temblar los cielos?
¿Por qué están tan furiosos?
¿Furiosos conmigo?
¡Lo único que he hecho ha sido entregar un regalo a mi amado! Chemosh quería la Torre de la Alta Hechicería que descansaba en el fondo del mar y yo se la entregué. Y ahora me mira con asombro y sorpresa... y odio.
Todos me miran.
Me miran a mí.
No soy nadie. Soy Mina. Chemosh me amó en el pasado. Ahora me odia y no sé por qué. No hice más que lo que él me pidió. No soy más que aquello en lo que él me convirtió, aunque esos seres dicen que soy... otra cosa...
Oigo sus voces, pero no entiendo sus palabras.
«Ella es una diosa que no sabe que lo es. Es una diosa a la que han engañado para que crea que es humana.»
Estoy tendida sobre la fría piedra de las almenas del castillo y los veo mirándome y gritando. El clamor me hiere los oídos. Me ciega la luz de su divinidad. Doy la espalda a sus ojos inquisidores y a sus voces ensordecedoras, y miro hacia el otro lado de los muros, hacia el mar que se extiende allá abajo.
El mar, siempre en movimiento, siempre cambiante, siempre vivo...
Las olas se precipitan y besan la orilla. Se retiran y vuelven apresuradas, una y otra vez, infinitamente. Una cadencia apaciguadora, hacia delante y hacia atrás, hacia delante y hacia atrás...
Un balanceo que me arrastra..., me arrastra a un sueño eterno.
Nunca debí despertar.
Quiero ir a casa. Estoy perdida, cansada y asustada, y quiero irme a casa. Estas voces... Los graznidos amenazantes de las aves marinas.
El mar protector se cierra sobre mí.
Y desaparezco.
Una tormenta embravecía el Mar Sangriento. Una tormenta extraña, nacida en el cielo, que se agitaba sobre un castillo que se erguía en lo alto de una montaña. Las nubes se arremolinaban alrededor de las murallas del alcázar. Rugían los truenos y estallaban los relámpagos. Su destello cegaba a lo mortales que lo presenciaban —un monje, un kender y una perra—, mientras luchaban por avanzar entre las dunas de arena que se extendían en la lejana costa. Los tres se alzaban contra los látigos de viento que les arrojaban arena a los ojos. El agua del mar los empapaba cada vez que una ola se precipitaba sobre la orilla. Cuando lograban llegar a la costa, las olas se aferraban a la arena con dedos agarrotados, en un último esfuerzo por resistir, pero la fuerza del mundo las arrastraba de nuevo al mar.
Cada vez que un rayo cruzaba el cielo, el monje percibía una torre en la lejanía del mar. El día anterior, esa torre no estaba allí. Había aparecido durante la noche, arrebatada a las profundidades del mar por alguna fuerza catastrófica. Desde entonces, se alzaba sobre el agua, con sus muros chorreantes, con un halo de desconcierto, como si se preguntara, igual que hacían hombres y dioses, cómo había terminado allí.
Rhys, el monje, se encogía con la túnica pegada a la piel. Su cuerpo fibroso y delgado debía luchar por cada paso que daba contra los empellones del viento. Conseguía avanzar, pero a duras penas. Beleño, el kender, estaba teniendo más dificultades, pues era más pequeño y ligero que su compañero humano. El viento ya lo había derribado dos veces y si entonces se tenía sobre sus pies, era sólo gracias a que se aferraba al brazo de Rhys. Atta, la perra, estaba más cerca del suelo y, por tanto, las dunas la protegían un poco, pero tampoco lo estaba teniendo fácil. Cuando la siguiente ráfaga de viento arrancó a Beleño del brazo de Rhys y lanzó ¿Atta contra un montón de tablas arrastradas por el mar, Rhys decidió que sería mejor que volvieran a la gruta que acababan de dejar.
La angosta cueva era sombría y el mar llegaba hasta ella, pero por lo menos allí estaban protegidos del viento y de los certeros relámpagos.
Beleño se sentó en una piedra húmeda junto a su amigo y dejó escapar un suspiro de alivio. Se escurrió el agua del moño y trató de hacer lo mismo con la camisa, que estaba bastante gastada. Los rigores del viaje habían comido tanto el color del tejido que era imposible adivinar cuál había sido alguna vez. Atta no se tumbó, sino que daba vueltas nerviosamente. El cuerpo cubierto de pelo negro y blanco se estremecía cada vez que un trueno hacía temblar el suelo.
—Rhys —dijo Beleño, mientras se secaba el agua salada de los ojos—, ¿ese castillo que se veía en lo alto de la montaña era el de Chemosh?
Rhys asintió.
Un rayo laceró el cielo no muy lejos de allí y el trueno bajó rodando por la ladera. Atta se estremeció y ladró hacia el ruido sordo. Beleño se acurrucó más cerca de Rhys.
—Oigo voces en la tormenta —dijo el kender— pero no puedo entender lo que dicen ni distinguir quién habla. ¿Y tú?
Rhys negó con la cabeza. Acarició a Atta, para intentar calmarla.
—Rhys —dijo de nuevo Beleño, un momento después—, me parece que deben de ser los dioses. Al fin y al cabo, Chemosh es un dios y a lo mejor está montando una fiesta para sus amigos, los dioses. Aunque también tengo que decir que no tiene pinta de ser de los que les gusta ir a bailar, por eso de que es el dios de la muerte y tal. Pero quién sabe, igual tiene una faceta divertida.
Rhys contemplaba la luz cegadora que centelleaba fuera de la gruta y escuchaba las voces, pensado en aquel viejo dicho: «Cuando los dioses braman, los hombres tiemblan.»
—Están pasando tantas cosas, tantas cosas raras —enfatizó Beleño—, que estoy un poco confuso. Me gustaría que habláramos un poco, sólo para cerciorarme de que tú crees que ha pasado lo mismo que yo creo que ha pasado. Y, para serte sincero, hablando parece que el aullido del viento y los relámpagos no son tan malos. No te importa que hable, ¿verdad?
A Rhys no le importaba.
—Supongo que puedo empezar por cuando estábamos encadenados en la cueva —comenzó Beleño—. No, espera. Tendría que decir cómo acabamos ahí encadenados en la cueva, o sea, que debería empezar por el minotauro. Pero el minotauro no apareció hasta que tú no luchaste con tu hermano muerto, el Predilecto, y el pequeño lo mató...
—Empieza por el minotauro —sugirió Rhys—. A no ser que quieras retroceder en el tiempo hasta el día en que nos conocimos en el cementerio.
Beleño se lo pensó un momento.
—No, no creo que tenga voz suficiente para retroceder tanto. Empezaré por el minotauro. Íbamos bajando la calle y tú estabas muy, muy enfadado con Majere y decías que ibas a dejar de servirlo a él o a cualquier otro dios, cuando, de repente, todos esos minotauros salieron de la nada y nos cogieron prisioneros.
»Le lancé un hechizo a uno —añadió Beleño con orgullo—. Hice que se cayera y boqueara por toda la calle como un pez fuera del agua. El capitán de los minotauros dijo que era un “kender con cuernos”. ¿Te acuerdas, Rhys?
—Sí, y tenía razón. Fuiste muy valiente —repuso Rhys.
—Entonces el minotauro me cogió y me metió en un saco y nos llevó a los dos a bordo de su barco. Pero no era un barco normal. Era un barco que pertenecía a la diosa del mar y navegaba por el aire, no por el agua. Ya te dije entonces que no puede darse la espalda a un dios...
—Y no te equivocabas —dijo Rhys.
Había cumplido los treinta años y, durante lo que parecía toda su vida, había sido un monje devoto de Majere. A pesar de que no hacía mucho había perdido la fe en el dios, éste se había negado a perder la fe en él. Esa certeza lo llenaba de humildad, júbilo y agradecimiento. Había andado a ciegas y había tropezado mil veces en la oscuridad, había tomado muchos caminos equivocados que iban a morir a callejones sin salida; pero había encontrado la forma de regresar a su dios y Majere lo había acogido en el seno de su amor.
—El barco del minotauro nos trajo aquí, a la otra punta del continente, donde Chemosh construyó su castillo. Y cuando el minotauro nos encadenó en la cueva... Ves, ya he llegado a esa parte.
Rhys volvió a asentir y siguió acariciando a Atta, que parecía mucho más tranquila mientras escuchaba hablar al kender.
—Entonces recibimos un montón de visitas, muchas más de las que podrían esperarse para alguien que está encadenado en una cueva. Primero vino Mina. —Beleño se estremeció—. Eso sí que fue una visita desagradable. Se acercó a ti y te pidió que le dijeras quién era. Afirmaba que la primera vez que te vio, tú la habías reconocido...
«Pero no fue así», pensó Rhys, confuso. Todavía no había logrado entender esa parte de la historia.
—... y como no pudiste decirle quién era, Mina se enfadó. Pensaba que estabas mintiendo y dijo que si no se lo decías, iba a volver a la cueva y nos mataría a Atta y a mí. Moriríamos en medio de grandes tormentos —concluyó Beleño.
»Después de que se fuera Mina, apareció Zeboim. ¿Ves lo que quiero decir, Rhys? Cuando estábamos en Solace nunca tuvimos tanta compañía como allí, encadenados en la cueva. Zeboim te dijo que le dijeras a ella quién era Mina, porque todos los dioses estaban muy nerviosos con el asunto y tú respondiste que no podías. Ella se enfureció y repuso que contemplaría encantada cómo Mina nos mataba a mí y a Atta, y cómo moríamos en medio de grandes tormentos. —Beleño se detuvo para tomar aire y escupir un poco de agua del mar—. Y después nos mandaste a mí y a. Atta a buscar ayuda entre los monjes de Majere de Flotsam, pero no conseguimos llegar tan lejos. Sólo pudimos llegar a la calzada de arriba y eso ya fue complicadísimo, por culpa de las dunas, y tuve unas palabras con tu dios. Fui muy duro con él, te lo aseguro. Le dije a Majere que ibas a morir porque le estabas siendo leal y que, para variar, podía ser él quien te mostrara lealtad a ti. Le pedí que nos ayudara a Atta y a mí a salvarte. Y entonces nos vieron dos de los Predilectos y decidieron que querían matarme.
Beleño suspiró.
—Esa noche a todo el mundo le entraban ganas de matarme. Da igual. El asunto es que Atta y yo echamos a correr, pero los dos tenemos las piernas cortas y los Predilectos tenían las piernas largas. Y aunque Atta tiene dos piernas más que yo, los dos estábamos perdiendo terreno cuando me di de bruces con Majere. Pumba. De frente contra él. Cuando vio que estábamos en un apuro, mandó unos saltamontes a por los Predilectos y les hizo huir. Le recordé eso de que estabas sacrificando tu vida por él y contestó que no podía ayudarnos, porque había un resplandor ámbar muy raro en el cielo y tenía que irse y hacer cosas de dioses en otro sitio...
—No creo que ésas fueran las palabras exactas de Majere. —Rhys se alegró de que la oscuridad ocultara su sonrisa.
—Bueno, tal vez no —admitió Beleño—, Pero eso era lo que quería decir. Después me dio su bendición. A mí. A un kender. A un kender que además le había hablando con tanta dureza. Así que Atta y yo volvimos corriendo a la cueva donde tú seguías encadenado, y allí nos encontramos a Chemosh. Quería que le dijeras quién era Mina y dijo que sería él mismo quien te matara, y seguramente habría cumplido su amenaza, de no ser por Atta, que le mordió en el tobillo. Y entonces el mundo tembló y nos tiró a todos al suelo, incluso al dios.
Beleño enarcó una ceja y miró a Rhys.
—¿Por ahora está todo bien? Porque aquí es donde las cosas empiezan a volverse raras. Mejor dicho, más raras todavía. Chemosh no podía estar más furioso. Empezó a chillar a los otros dioses porque quería saber qué estaba pasando. Resulta que el temblor se debía a que alguien estaba arrancando esa torre del fondo del Mar Sangriento. Eso provocó unas olas enormes que empezaron a acercarse a la orilla y esas olas inundaron la cueva. Tú estabas inconsciente y encadenado a la pared, mientras el nivel del agua no dejaba de subir. Dependía de Atta y de mí que te salvaras.
Beleño se detuvo para coger aire.
—Y me salvasteis —dijo Rhys y abrazó al kender.
—Logré abrir la cerradura de las esposas —repuso Beleño—, ¡La primera y única vez que he logrado forzar una cerradura! Mi padre se habría sentido orgulloso. Sabes, fue Majere quien me ayudó a abrir la cerradura.
A Beleño le vino una idea a la cabeza.
—Dime, ¿tú crees que Majere volvería a ayudarme si quisiera forzar otra cerradura? Porque en Solace hay un panadero que hace unos pasteles de carne impresionantes, pero cierra la tienda justo después de cenar. A veces a mí me entra el hambre en plena noche y no querría tener que despertarlo...
—No —dijo Rhys.
—¿No qué? —preguntó Beleño.
—Que no creo que Majere te ayudara a forzar la cerradura de la puerta trasera de esa panadería.
—¿Aunque sea para no despertar al panadero en plena noche?
—No —repuso Rhys con convicción.
—Vaya. —Beleño suspiró otra vez, más profundamente que todas las veces anteriores—. Supongo que tienes razón. Aunque me apuesto algo a que si Majere probara esos pasteles alguna vez, reconsideraría su postura. ¿Por dónde iba?
—Acababas de abrir la cerradura de las esposas —contestó Rhys.
—¡Ah, sí! El agua estaba subiendo y tenía miedo de que te ahogaras. Intenté arrastrarte fuera de la cueva, pero pesabas demasiado, no te ofendas.
—No me ofendo —respondió Rhys.
—Y entonces seis monjes de Majere entraron corriendo en la cueva, te levantaron y te sacaron afuera. Y supongo que también te curaron el golpe de la cabeza, porque aquí estás, y aquí estoy yo y aquí está Atta, y estamos todos bien. Así que —concluyó Beleño su relato— tu hermano el Predilecto ya está en paz. La historia ha terminado y podemos volver a casa, a tu monasterio. Atta puede cuidar el ganado, yo visitaré a mis amigos del cementerio y viviremos felices. Fin de la historia.
Rhys se dio cuenta de que así era. Esa era la historia, el último capítulo ya estaba escrito.
La noche era oscura, la tormenta arreciaba con furia y estaban pasando cosas muy extrañas; pero la tormenta y la noche pronto terminarían, pues las tormentas y las noches siempre terminan. Esa era la promesa de los dioses. Cuando amaneciera, Rhys, Beleño y Atta emprenderían el camino de regreso a casa, de regreso a su monasterio. El viaje sería largo, pues el monasterio estaba al norte de la ciudad de Staughton, que se encontraba en la costa occidental. Ellos estaban en la costa oriental del vasto continente de Ansalon y tendrían que viajar a pie. La distancia no lo preocupaba. Cada paso estaría consagrado al dios. Pensó en los trabajos que desempeñaría para ganarse el pan, en las personas que conocería, en las buenas acciones que intentaría hacer a lo largo del camino y el viaje no le pareció largo en absoluto.
—¿Has oído eso? —preguntó Beleño de repente—. Era como un grito.
Rhys no había oído nada aparte del clamor de los truenos, el aullido del viento y el romper de las olas. Pero el kender tenía los sentidos muy despiertos y Rhys había aprendido a confiar en ellos. Se sintió todavía más convencido al ver que Atta también había oído algo. Había levantado la cabeza y tenía las orejas tiesas. La perra miraba fijamente hacia fuera, donde arreciaba la tormenta.
—Espera aquí —dijo Rhys.
Salió de la gruta y el viento lo golpeó con tanta fuerza que el mero hecho de estar de pie era un triunfo.
El viento le apartó los largos cabellos oscuros del rostro y le pegó la túnica naranja al delgado cuerpo. El agua salada hacía que le escocieran los ojos y los granos de arena se le clavaban en la piel. Se protegió los ojos con la mano y escudriñó alrededor. Los relámpagos encendían el cielo de forma casi constante. Vio las olas oscuras con la cresta blanca de espuma, las algas que rodaban por la playa vacía empujadas por el viento, pero nada más. Estaba a punto de volver al resguardo de la gruta, cuando oyó el grito. Esta vez venía de detrás de él.
Una ráfaga de viento envolvió a Beleño y el kender retrocedió varios pasos tambaleándose, antes de caer al suelo.
—¡Te dije que esperaras dentro! —gritó Rhys.
—¡Pensaba que se lo decías a Atta! —respondió Beleño a gritos. El kender se volvió hacia la perra, que tenía las orejas pegadas a la cabeza por la fuerza del viento. Agitó el dedo ante ella—. ¡Atta, quédate dentro!
Rhys estaba sujetando a Beleño, quien trataba de levantarse a pesar del viento sin demasiado éxito, cuando volvió a oír el grito.
—¡Ahí está otra vez! —exclamó Beleño.
—Sí, pero ¿dónde? —contestó Rhys.
Miró a Atta. La perra estaba en posición de alerta, con las orejas hacia delante y la cola inmóvil. Tenía la vista clavada en el mar.
Volvió a oírse el grito, agudo y nítido, cortando el aullido del viento. Entrecerrando los ojos para protegerse de la arena y el agua, Rhys volvió a escudriñar la noche.
—¡Bendito sea Majere! —exclamó con voz entrecortada—. ¡Espera aquí! —ordenó a Beleño, que no tenía muchas otras alternativas, pues cada vez que se levantaba, el viento volvía a tumbarlo.
Bajo el resplandor del último relámpago, Rhys había visto a una pequeña, una niña a juzgar por las dos largas trenzas que el viento hacía danzar delante de su cara, con el agua de aquel mar revuelto por el viento a la altura de la cintura. La perdió un momento en la negrura y rogó que otro relámpago le iluminara. Un manto de luz blanca rosácea encendió el cielo y allí estaba la niña, agitando los brazos y pidiendo ayuda a gritos. Intentaba alcanzar la orilla con todas sus fuerzas, luchando contra la despiadada corriente que trataba de arrastrarla mar adentro.
Rhys se enfrentó al temporal, secándose el agua salada que le entraba en los ojos, con la mirada fija en la pequeña. La niña no se rendía en su afán por llegar a la playa. Casi lo había conseguido, cuando una enorme ola ribeteada de blanco rompió sobre ella y la pequeña desapareció. Rhys escudriñó la espuma, sin dejar de rezar por que la niña volviera a aparecer, pero no veía nada.
Intentó avanzar más rápido, pero el viento soplaba desde el mar y lo obligaba a retroceder un paso por cada dos que avanzaba. Se forzó a seguir, buscando a la pequeña con la mirada mientras iba acercándose al agua con ímprobos esfuerzos. No veía nada y ya empezaba a temer que el mar se hubiera cobrado su víctima, cuando de repente divisó el cuerpo de la pequeña, oscuro bajo la luz de la luna, tirado en la orilla. Estaba tumbada boca abajo, donde el agua cubría poco, con las trenzas flotando alrededor.
El viento dejó de soplar de forma tan repentina que Rhys, que estaba dedicando todas sus fuerzas para combatirlo, perdió el equilibrio y cayó de bruces sobre la arena húmeda. Miró en derredor con asombro. El último rayo parpadeó y desapareció. Los truenos habían enmudecido. Las nubes de tormenta se habían desvanecido, como si un gigante se las hubiera tragado al respirar. La trémula luz rojiza del amanecer asomaba por el horizonte. En el cielo oscuro que todo lo cubría, seguían haciendo guardia las dos lunas, Lunitari y Solinari.
No le gustaba esa repentina calma. Era como estar en el ojo del huracán. Aunque la tormenta se había aplacado y ya podía verse el cielo azul sobre su cabeza, se sentía como si los dioses estuviesen esperando el azote final de la tormenta, que caería sobre él con toda su fuerza.
Rhys se levantó de su última caída y echó a correr por la orilla húmeda hacia la niña, que yacía inmóvil donde las olas rompían.
Le dio la vuelta y vio que tenía los ojos cerrados. No respiraba. El monje recordó nítidamente aquella vez que estuvo a punto de ahogarse después de saltar desde los acantilados del alcázar de las Tormentas. Zeboim lo había salvado en aquella ocasión y utilizó su misma técnica para tratar de salvar a la niña. Movió aquellos brazos tan pequeños arriba y abajo, mientras rezaba a Majere. La niña tosió y cogió aire en un jadeo. Expulsó el agua del mar y se sentó, sin dejar de toser.
Rhys le dio golpecitos en la espalda. La boca de la pequeña volvió a llenarse de agua salada. Por fin recuperó el aliento.
—Gracias, señor—logró decir con voz entrecortada, justo antes de desmayarse.
—¡Rhys! —gritó Beleño, mientras corría por la arena, precedido por Atta—. ¿La has salvado? ¿Está muerta? Espero que no. No te parece curiosa la forma en que amainó la tormenta...
Beleño llegó junto a Rhys a la carrera, en el preciso momento en que el sol clareaba el horizonte y un rayo iluminaba el rostro de la niña. El kender ahogó un grito y se detuvo de golpe. Se quedó allí de pie, mirándola fijamente.
—Rhys, ¿tú sabes quién...? —empezó a decir.
—¡No hay tiempo para chácharas, Beleño! —lo interrumpió Rhys.
La pequeña tenía los labios azules. Su respiración era entrecortada. No llevaba más que una camisola lisa de algodón, sin zapatos ni calcetas. Rhys tenía que encontrar la forma de hacerla entrar en calor o moriría de frío. Se levantó con el cuerpo inerte de la pequeña entre los brazos.
—Voy a llevarla a la cueva. Hay que encender un fuego para calentarla. A lo mejor encuentras algo de madera seca detrás de las dunas...
—Pero, Rhys, escúchame...
—Te escucharé dentro de un minuto —contestó Rhys, haciendo un esfuerzo por mostrarse paciente—. En este momento, lo que tienes que hacer es encontrar madera seca. Tengo que calentarla...
—Pero Rhys, ¡mírala! —exclamó Beleño, mientras intentaba caminar a su mismo paso—, ¿No la reconoces? ¡Es ella! ¡Es Mina!
—No seas ridículo...
—Claro que no soy ridículo —repuso Beleño con gran seriedad—. Créeme, ojalá lo fuera. Ya sé que esto debe de sonar a cosa de locos, porque la última vez que vimos a Mina ya era mayor y ahora es pequeña. Pero estoy seguro de que es ella. Lo sé porque cuando miro a esta niña, me siento igual que la primera vez que vi a Mina. Lo que siento es tristeza.
—Beleño —insistió Rhys suavemente—, la leña.
—Si no me crees —añadió Beleño—, mira a Atta. Ella también la reconoce.
Rhys tenía que admitir que Atta estaba comportándose de una forma muy extraña. En condiciones normales, la perra se habría acercado a él dando brincos, impaciente por ayudar, lista para lamer las frías mejillas de la pequeña o empujar con el morro la mano inmóvil, remedios conocidos y reverenciados por todos los perros. Sin embargo, Atta se mantenía a cierta distancia. Se erguía con las patas muy tiesas, el pelo del lomo erizado y los colmillos asomando. Los ojos de color castaño de la perra no se despegaban de la pequeña y no eran precisamente amistosos. Gruñó, un sonido profundo que apenas salía de su garganta.
—¡Atta! ¡Ya está bien! —le riñó Rhys.
Atta dejó de gruñir, pero no abandonó su postura defensiva. Lanzó una mirada dolida y exasperada a Rhys; dolida porque no confiaba en ella y exasperada porque, por lo visto, no lograba meterle un poco de sentido común en la cabezota.
Rhys bajó la vista hacia la niña que tenía en brazos y le dedicó una mirada larga y atenta. Tendría unos seis años. Era una niña guapa de largas trenzas pelirrojas que le caían por encima del brazo. Tenía el rostro pálido y una nube de pecas le salpicaba la nariz. Hasta ahí, no tenía razones para creer a la perra y al kender. Y entonces la pequeña se estiró y dejó escapar un gemido entre sus brazos. Abrió un poco los ojos, que hasta entonces tenía cerrados, y pudo adivinar el resplandor ámbar detrás de los párpados semicerrados.
La duda se apoderó de Rhys y por un momento se sobresaltó.
—Ya te lo había dicho —dijo Beleño—. ¿A que sí, Atta?
La perra gruñó otra vez.
—Si quieres un consejo, vuelve a tirarla al mar —añadió Beleño—. Hace sólo una noche, iba a torturarte porque no sabías decirle quién era, y a Atta y a mí nos prometió morir en medio de grandes tormentos. ¿Es que no te acuerdas?
Rhys se repuso de su primera impresión.
—No voy a tirarla al mar. Hay un montón de gente pelirroja.
Siguió caminando hacia la cueva.
Beleño suspiró.
—Ya sabía que no nos escucharías. Voy a buscar leña. Vamos, Atta.
El kender echó a andar, sin demasiado entusiasmo. Atta lanzó una mirada preocupada a Rhys y luego siguió trotando al kender.
Rhys llevó a la niña al interior de la gruta, de la que no podía decirse que fuera muy acogedora ni que estuviera demasiado seca. El suelo cubierto de rocas seguía húmedo y había charcos por doquier, pero por lo menos estaban protegidos del viento. Con una buena hoguera pronto calentarían la cueva helada.
La niña volvió a revolverse y a gemir. Rhys le frotó las manos frías y peinó los mechones mojados de color rojizo.
—Pequeña —susurró con dulzura—, no tengas miedo. Estás a salvo.
La niña abrió los ojos, unos ojos ambarinos, de ámbar translúcido, ojos de miel, dorados y puros. Eran los mismos ojos de Mina, pero en ellos no había almas atrapadas, tal como había visto en los de Mina.
—Tengo frío —se quejó la pequeña, temblando.
—Mi amigo ha ido a buscar leña para encender una hoguera. En un momento entrarás en calor.
La niña se quedó mirándolo, observando su túnica naranja.
—Eres monje. —Frunció el entrecejo, como si estuviera intentando recordar algo—. Los monjes van por ahí ayudando a la gente, ¿verdad? ¿Vas a ayudarme?
—Claro, pequeña —contestó Rhys—. ¿Qué quieres que haga?
El rostro de la niña se crispó. No estaba despierta del todo y temblaba tanto que le castañeteaban los dientes. Le apretó la mano con más fuerza.
—Me he perdido —dijo. Empezó a temblarle el labio inferior y los ojos se le llenaron de lágrimas—. Me escapé de casa y ahora no sé volver.
Rhys se sintió aliviado. Beleño se equivocaba. Seguro que la niña era hija de algún pescador. La tormenta la habría sorprendido y la habría lanzado al mar. No podía haber caminado mucho, así que su pueblo no debía de estar muy lejos. Se compadeció de sus padres. Debían de estar desesperados.
—Cuando ya hayas entrado en calor, te llevaré a tu casa, pequeña —prometió Rhys—. ¿Dónde vives?
La niña se acurrucó, temblorosa. Se le cerraron los ojos y bostezó.
—Seguramente nunca hayas oído hablar de ese sitio —respondió con voz somnolienta—. Es un lugar que se llama...
Rhys tuvo que inclinarse para oír su susurro adormilado.
—Morada de los Dioses.
Los dioses habían presenciado, debatiéndose entre el asombro y la preocupación, cómo Mina, una mortal, descendía hasta el fondo del Mar Sangriento, cogía la recientemente restaurada Torre de la Alta Hechicería y la arrancaba del lecho marino, entre las olas, para presentársela como regalo a su amante, Chemosh.
Era evidente que Mina no era una mortal. Ninguno de los hechiceros más poderosos de todos los tiempos habría conseguido tamaña proeza, ni tampoco los clérigos con más poder. Sólo un dios era capaz de algo así y desde entonces los dioses estaban inmersos en la confusión y la consternación, tratando de aclarar qué estaba pasando.
—¿Quién es este nuevo dios? —clamaba el resto de dioses—. ¿De dónde viene?
Su temor era que se tratara de algún dios de otro mundo, un intruso que hubiera cruzado los cielos hasta llegar a su mundo.
Sus temores podían ser olvidados. Era uno de ellos.
Majere tenía todas las respuestas.
—¿Desde cuándo lo sabes? —preguntó Gilean al dios monje.
Gilean era el líder de los dioses grises, los dioses de la neutralidad, quienes mediaban entre la luz y la oscuridad. En ese momento los dioses de la neutralidad eran los más poderosos, pues su número se había impuesto tras el exilio voluntario de Paladine, líder de los dioses de la luz, y el destierro de la Reina Takhisis, líder de los dioses de la oscuridad. Gilean tenía el aspecto de un hombre de mediana edad, sabio y erudito, de aguda inteligencia y mirada fría e inmisericorde.
—Desde hace muchos, muchos eones, dios del libro —contestó Majere.
Majere, dios de la sabiduría, vestía una túnica naranja y no llevaba armas. Normalmente tenía un semblante afable y sereno, pero en ese momento reflejaba dolor y arrepentimiento.
—¿Por qué mantuviste un secreto así? —inquirió Gilean.
—No debía ser yo quien lo revelara —repuso Majere—. Di mi juramento solemne.
—¿A quién?
—A quien ya no está entre nosotros.
Los dioses se quedaron en silencio.
—Supongo que te refieres a Paladine —aventuró Gilean—, Pero son dos los dioses que ya no están entre nosotros. ¿Todo esto tiene algo que ver con ella?
—¿Con Takhisis? —preguntó Majere bruscamente. Su tono se endureció—, Sí, ella fue la responsable.
Chemosh tomó la palabra.
—Las últimas palabras de Takhisis, antes de que el Dios Supremo viniera a llevársela, fueron: «¡Estáis cometiendo un error! Lo que he hecho no puede deshacerse. La maldición está entre vosotros. Destruidme a mí y os destruiréis a vosotros mismos.»
—¿Por qué no nos lo dijiste? —preguntó Gilean, lanzando una mirada fulminante al Señor de la Muerte.
Chemosh era un dios bello y vanidoso, con una espesa melena negra y ojos oscuros, tan fríos y vacíos como las tumbas de los desventurados muertos sobre los que reinaba.
—La Reina Oscura siempre estaba lanzando amenazas. —Chemosh se encogió de hombros—. ¿Por qué esa vez iba a ser diferente?
Gilean no tenía la respuesta. Se quedó en silencio y el resto de los dioses también estaban callados, esperando.
—La culpa es mía —dijo Majere al fin—. Hice lo que era mejor. O eso creía.
Mina yacía tan inmóvil y helada en las almenas... Chemosh quería ir junto a ella, consolarla, pero no se atrevía. No con todos esos dioses observándolo.
—¿Está muerta? —preguntó, dirigiéndose a Majere.
—No está muerta, porque no puede morir. —Majere los miró a todos, uno a uno—. Hemos estado ciegos, pero ahora ya veis la verdad.
—La vemos, pero no la comprendemos.
—Sí la comprendéis —repuso Majere. Entrecruzó los dedos y su mirada se perdió en el firmamento—. No queréis entenderla.
No veía las estrellas. Veía la primera luz de las estrellas.
—Todo empezó al principio de los tiempos. Y empezó con júbilo. —Majere suspiró profundamente—, Y ahora, porque yo no dije nada, terminará con amargo dolor.
—¡Explícate, Majere! —gruñó Reorx, mesándose la larga barba. El dios de la fragua, que tenía el aspecto de un enano en honor de su raza favorita, no se distinguía por su paciencia—. ¡No tenemos tiempo para tus tonterías!
Majere dejó de contemplar el pasado y regresó al presente. Bajó la vista hacia Mina.
—Ella es una diosa que no sabe que lo es. Es una diosa a la que han engañado para que crea que es humana.
Majere se detuvo, como si necesitara recuperar el control sobre sí mismo. Cuando volvió a hablar, la furia daba un tono grave a su voz.
—Es una diosa de la luz, a la que Takhisis burló para que sirviera a la oscuridad.
Se quedó en silencio. Los demás dioses proferían preguntas, exigían respuestas. Mientras tanto, Mina yacía inconsciente en las almenas del castillo de Chemosh, envuelta por la tormenta de furia y desconcierto, por el estallido de las acusaciones y las recriminaciones. Era tal la confusión que cuando Mina despertó, nadie se dio cuenta. Se quedó mirando a esos seres hermosos, deslumbrantes, oscuros y horrorosos que se agitaban en los cielos, que arrojaban lanzas de luz y hacían temblar la tierra con su ira. Les oyó gritando su nombre, pero lo único que entendió fue que todo era culpa suya.
Un recuerdo, un recuerdo vago de un tiempo muy lejano, de mucho tiempo atrás, se abrió camino en la mente de Mina y llevó consigo una terrible certeza.
«Nunca debí despertar.»
Mina se incorporó de un salto y antes de que nadie pudiera detenerla, se arrojó por la almena y se sumergió silenciosamente, sin articular un grito siquiera, en las aguas embravecidas.
Zeboim chilló y corrió al borde del muro para asomarse a las olas. Los vientos huracanados se aferraron a los cabellos de espuma de mar de la diosa y revolvieron la túnica verde alrededor de su cuerpo. Escudriñó el agua batida, pero no vio rastro de Mina. Se dio la vuelta y lanzó una mirada torva a Chemosh, señalándolo acusadoramente.
—¡Está muerta y es por tu culpa! —Hizo un gesto hacia el mar embravecido—, Rechazaste su amor. ¡Los hombres sois unos animales!
—Ahórranos el numerito, bruja del mar —masculló Chemosh—, Mina no está muerta. No puede morir. Es una diosa.
—Tal vez no pueda morir, pero sí puede ser herida —intervino Mishakal con voz suave.
Los vientos huracanados cesaron. Los relámpagos parpadearon y se apagaron. El trueno rodó sobre las olas y se hundió en el silencio.
Mishakal se acercó a Majere. Era la diosa de la curación, la Dama Blanca, como últimamente se la conocía en Krynn, por su túnica de un blanco impoluto y su larga melena blanca. Alargó las manos hacia él. Majere se las tomó y la miró a los ojos con un enorme pesar.
—Sé que mantienes tu voto para proteger a alguien que ya no está —dijo Mishakal—. Tienes mi permiso para hablar.
—¡Lo sabía! —ladró Sargonnas. El dios de la venganza y líder de la oscuridad dio un paso hacia delante. Tenía la cabeza de un toro y el cuerpo de un hombre, pues los minotauros eran su raza elegida—. ¡Esto es una conspiración de los «mira qué bueno soy»! ¡Vamos a descubrir la verdad y vamos a descubrirla ahora mismo!
—Sargonnas tiene razón. El tiempo del silencio ha llegado a su fin —intervino Gilean.
—Hablaré, ya que Mishakal me ha concedido la libertad para hacerlo —dijo Majere.
Sin embargo, no dijo nada, al menos inmediatamente. Se quedó mirando el agua que se había tragado a Mina. Sargonnas dejó escapar un gruñido de impaciencia, pero Gilean le hizo callar.
—Has dicho: «Ella es una diosa que no sabe que lo es. Es una diosa a la que han engañado para que crea que es humana.»
—Es cierto —respondió Majere.
—Y también has dicho: «Es una diosa de la luz, a la que Takhisis burló para que sirviera a la oscuridad.»
—Y eso también es cierto. —Majere miró a Mishakal y esbozó una sonrisa enigmática—. La historia de Mina comienza en la Era del Nacimiento de las Estrellas con la creación del mundo. En aquel tiempo (el primer, último y único tiempo del mundo) todos nosotros nos unimos para utilizar nuestro poder en la creación de una maravilla y un tesoro, este mundo.
Los demás dioses se sumieron en el silencio, recordando.
—En ese momento único de creación, contemplamos a Reorx contener el caos y forjar una gran esfera, en la que separó la luz de la oscuridad, la tierra y el mar, los cielos y la tierra; en ese momento, fuimos uno. Todos nosotros sentimos júbilo. Ese momento de creación dio vida a un ser, un niño de la luz.
—¡No sabíamos nada de eso! —gruñó Sargonnas, atónito y furioso.
—Únicamente tres de nosotros lo sabíamos —replicó Majere—. Paladine, su consorte, Mishakal, y yo. La niña apareció entre nosotros, era un ser resplandeciente, más hermoso que las estrellas.
—Al menor deberíais haberme informado a mí —dijo Gilean, mirando a Mishakal con el entrecejo fruncido.
Ella esbozó una sonrisa triste.
—No había por qué decírselo a todo el mundo. Sabíamos lo que teníamos que hacer. Los dioses de la oscuridad jamás habrían permitido que existiera ese nuevo dios de la luz, tan joven, pues podría desequilibrar la balanza. La mera noticia de su nacimiento habría desatado un gran tumulto, que pondría en peligro aquello que habíamos creado con tanto amor.
—Es cierto —convino Zeboim con frialdad—. Totalmente cierto. Yo misma habría estrangulado a ese cachorro.
—Paladine y Mishakal me entregaron a la diosa niña —prosiguió Maje— re—. Me pidieron que la hechizara con un profundo sueño y después la escondiera donde nadie pudiera encontrarla.
—¿Cómo pudisteis soportar el perderla? —preguntó la dulce Chislev, diosa de la naturaleza, con un estremecimiento. Su aspecto era el de una mujer joven, tierna y delicada, con los ojos inocentes de un cervatillo y las afiladas garras de un tigre.
—Nuestro dolor fue tan grande como la vastedad del tiempo —reconoció Mishakal—, pero no teníamos otra alternativa.
—Cogí a la niña —Majere se preparó para terminar su relato— y la llevé al mar. La acompañé a las profundidades del océano, allí donde nunca ha brillado un rayo de sol. La besé y la acuné hasta que se durmió. Allí la dejé, dulcemente dormida, libre de cualquier sueño que pudiera sobresaltar su descanso. Y allí tendría que haber permanecido hasta el fin de los tiempos, pero Takhisis, Reina de Todos los Colores y de Ninguno, robó el mundo y con él también a la niña.
—Y Takhisis la encontró —dijo Reorx—. Pero ¿cómo, si estaba escondida como tú dices, Majere?
—Cuando Takhisis robó el mundo, creyó, con gran suficiencia, que ella era la única fuerza divina en esa parte del universo. No estoy seguro de cómo descubrió la existencia de la niña, pero puedo imaginarlo basándome en lo que sé de la Reina Oscura. Al principio, después de robar el mundo, se quedó peligrosamente débil. Se ocultó, esperando el momento oportuno, recuperando fuerzas y haciendo planes. Y cuando ya estaba descansada y fuerte de nuevo, abandonó su escondite. Salió con recelo, cautelosa, explorando y tanteando alrededor para asegurarse de que estaba sola en esta parte del universo.
—Y descubrió que no lo estaba —dijo Morgion, dios de la enfermedad, con una sonrisa repugnante.
Majere asintió.
—Sintió la fuerza de otro dios. Apenas puedo imaginar su sorpresa y su furia. No se quedaría tranquila hasta que no encontrara a ese dios y pudiera determinar qué tipo de amenaza suponía para ella. Dado que la fuerza del dios niño resplandecía en su interior, dudo que Takhisis tuviera muchas dificultades en su búsqueda. Encontró al dios y debió de quedarse atónita.
»Pues no había encontrado otro dios que pudiera enfrentarse a ella. Había encontrado un dios niño, inocente, ignorante de su propia naturaleza, un dios de la luz. Y eso le dio una idea...
—¡Zorra estúpida! —insultó Chemosh con crudeza—. ¡Pero qué mujer más estúpida! ¡Tendría que haber previsto lo que iba a suceder!
—¡Bah! —repuso Sargonnas—. La Reina Oscura nunca vio más allá de sus propias narices. Lo único que habrá pensado es que ese dios niño podía resultarle útil. Tendría a Mina bajo su control y la utilizaría para sus propios fines.
—Y se vengaría por última vez de los dioses a los que siempre había odiado —intervino Kiri-Jolith, el dios de las guerras justas. Tenía el aspecto de un caballero con una resplandeciente armadura de plata.
—Takhisis casi logra su objetivo —admitió Majere—. Pero cometió un error, provocado por su terrible deseo de venganza. Decidió que entregaría el dios niño a su enemiga, la mujer mortal a la que Takhisis siempre había culpado de su caída en la Guerra de la Lanza. Se trataba de Goldmoon. La Reina Oscura hizo que las olas arrastraran al dios niño hasta la costa de la Ciudadela de la Luz.
»Goldmoon había sido sacerdotisa de Mishakal y había llevado a Krynn el poder curativo del misticismo. Era ya una mujer mayor y acogió al dios niño, que tenía el aspecto de una niña de nueve años, en su corazón. Goldmoon la llamó Mina y Takhisis rió ante su triunfo.
»Tal como Takhisis sabía que haría, Goldmoon le enseñó a Mina todo sobre los antiguos dioses, pues la mujer todavía lamentaba su pérdida. Takhisis fue a Mina, que quería mucho a Goldmoon, y prometió concederle el poder para buscar a los dioses y devolverlos al mundo. Todos sabemos lo que pasó después. Mina se escapó del lado de Goldmoon y “encontró” a Takhisis, que estaba esperándola. No quiero imaginar siquiera las terribles torturas y tormentos que Mina habrá sufrido en manos de la Reina Oscura, siempre para “probar su lealtad”..
»Cuando por fin Mina regresó al mundo, había sido moldeada a imagen y semejanza de la Reina Oscura. Takhisis esperaba que Mina cosechara victorias en su nombre. Todos los milagros que Mina hiciera, creería que provenían de Takhisis. Cuando ya era demasiado tarde, Takhisis se dio cuenta de su error. Comprendió su insensatez, como les ocurrió a quienes intentaron lo mismo que ella.
Los demás dioses miraron a Chemosh con expresión acusadora.
—¡Yo no sabía que era una diosa! —gritó el Señor de los Huesos en un tono salvaje—. Takhisis sí lo sabía. Recordad sus últimas palabras: «La maldición está entre vosotros. Destruidme a mí y os destruiréis a vosotros mismos.»
—¡Destruirnos! —La risa de Sargonnas resonó con estridencia por los cielos—. ¿Qué amenaza puede suponer para nosotros esa diosa niñata?
—¿Cómo no va a ser una amenaza? —repuso Mishakal con aspereza. La Dama Blanca se enfureció y su belleza y su poder relumbraron—. En este mismo momento, estáis planeando cómo podéis atraer a Mina hacia vuestro lado, para que la balanza se incline a vuestro favor.
—¿Y tú qué, doña perfecta? —intervino Zeboim airada—. Estás pensando exactamente lo mismo.
—El dios ya está perdido para nosotros. Ahora es una criatura de la oscuridad —afirmó Kiri-Jolith con frialdad.
Mishakal lo miró con los ojos cargados de pesar.
—Existe algo que se llama perdón..., redención.
Kiri-Jolith parecía severo e implacable. No dijo nada, pero sacudió la cabeza con gesto decidido.
—Si es tan peligrosa, ¿qué hay que hacer con ella? —preguntó Chislev.
Los dioses miraron a Gilean esperando su decisión.
—Tiene su propia voluntad —sentenció finalmente—. Su destino está en sus propias manos. Ella misma debe decidir cuál será su sino. Dispondrá del tiempo necesario para pensar y considerarlo. Y durante ese tiempo —añadió, recalcando las palabras con frialdad—, ni la oscuridad ni la luz ejercerán influencia alguna sobre ella.
Una sabia decisión, que, por supuesto, no gustó a nadie.
Los dioses empezaron a hablar todos a la vez. Kiri-Jolith insistía en que Mina tenía que ser enviada al destierro, igual que Takhisis. Zeboim protestaba, diciendo que eso no era justo para la pobre niña. Se ofreció a acogerla en su hogar en las profundidades del mar, una oferta en la que nadie confiaba. Insistió a Chemosh para que la apoyara, pero él se negó.
Ya no quería tener nada que ver con Mina. Chemosh lamentaba haberla visto jamás; lamentaba haberse enamorado de ella y haberla hecho su amante; lamentaba haberla utilizado para que lo ayudara a crear a sus nuevos seguidores, los muertos vivientes Predilectos. Habían acabado siendo una gran decepción, pues le eran leales a Mina, no a él. Con gesto distante y desdeñoso, se mantenía aparte de la discusión que enfurecía a los demás dioses. Por eso fue el único en darse cuenta de que los tres dioses de la magia, que hasta entonces habían permanecido en silencio, habían empezado a cuchichear entre ellos.
Solinari, hijo de Paladine y Mishakal, era el dios de la luna plateada, de la magia de la luz. Lunitari, hija de Gilean, era la diosa de la luna roja, de la magia de la neutralidad; mientras que su primo, Nuitari, el hijo de Takhisis y Sargonnas, era el dios de la luna negra, el dios de la magia de la oscuridad. A pesar de tener ideas muy diferentes, los tres primos estaban muy unidos, conectados por su amor a la magia. A menudo desafiaban a sus padres juntos y trabajaban en pos de sus propios fines, lo que estaban haciendo en ese momento, sin duda. Chemosh se acercó un poco, con la esperanza de oír algo de lo que decían.
—¡Así que fue Mina la que sacó la torre del fondo del Mar Sangriento! —decía Lunitari en ese momento—. Pero ¿cómo?
Lunitari vestía la túnica roja elegida por aquellos dedicados a servirle. Había adoptado la forma de una mujer con ojos inquisitivos, siempre estudiándolo todo.
—Su plan era dársela al Señor de los Huesos —explicó Nuitari—. En prueba de su amor.
El vestía túnicas negras y tenía el rostro de una luna llena. Tras sus ojos se ocultaban sus secretos.
—¿Y qué pasa con todos los objetos tan valiosos que hay dentro? —preguntó Solinari en voz baja—. ¿Qué pasa con el Solio Febalas?
Ataviado con su túnica blanca, Solinari era cuidadoso y observador, de gestos y palabras siempre tranquilos, con ojos grises como el humo del fuego que siempre ardía en su luna.
—¿Cómo voy a saber yo lo que habrá pasado con él? —preguntó Nuitari exasperado—. A mí también me convocaron. Mi ausencia se habría notado demasiado. Pero en cuanto haya terminado la reunión...
Chemosh no oyó el final de la frase. ¡Así que ésa era la razón por la que Mina le había entregado la torre! Él no tenía ningún interés en un viejo monumento a la magia. Lo que ansiaba era lo que descansaba bajo la torre: el Solio Febalas.
Hacía mucho tiempo, antes del Cataclismo, el Príncipe de los Sacerdotes de Istar había recorrido todos los templos sagrados y los santuarios dedicados a los dioses de Krynn y había saqueado los objetos sagrados que consideraba peligrosos. Al principio, sólo se llevó los de los dioses de la oscuridad, pero a medida que su paranoia crecía, ordenó a sus tropas que también allanaran los templos de los dioses neutrales. Por último, tras decidir que retaría a los dioses pues él mismo era un dios, envió a sus soldados a saquear todos los templos de los dioses de la luz.
Los objetos robados fueron llevados a la Torre de la Alta Hechicería de Istar, que en ese momento estaba bajo su control. Colocó todos sus artefactos en lo que bautizó como la Sala del Sacrilegio.
Furiosos por el desafío del Príncipe de los Sacerdotes, los dioses arrojaron una montaña abrasadora sobre el mundo y lo partieron por la mitad. Istar se hundió en el fondo del mar. Si quedaba alguien que recordara la Sala del Sacrilegio, los pocos supervivientes dieron por hecho que había quedado destrozada.
Con el paso de los siglos, los mortales olvidaron la Sala del Sacrilegio. Sin embargo, Chemosh no la olvidó. Siempre se enfurecía al pensar en la pérdida de esos objetos. Podía sentir el poder que emanaba de las reliquias y sabía que en realidad no habían desaparecido. Quería recuperarlos. Se había sentido tentado de ir en su busca durante la Cuarta Era, pero en esa época estaba enredado en un complot con la Reina Takhisis para derrocar a los dioses de la luz y no se atrevía a hacer nada que llamara la atención.
Nunca había tenido la oportunidad de buscarlos. Primero se vio involucrado en la Guerra de la Lanza, después el caos lo había complicado todo y al final Takhisis había robado el mundo. Los objetos de los dioses seguían desaparecidos, hasta que Nuitari había decidido reconstruir en secreto las ruinas de la Torre de la Alta Hechicería que estaban en el fondo del mar. Así había encontrado el Solio Febalas, lo que había despertado los celos y la furia de Chemosh.
Chemosh le había pedido a Mina que entrara en la Sala del Sacrilegio y le llevara los artefactos. Pero ella le había fallado y eso provocó el primer alejamiento entre ellos.
«No te enfades conmigo, mi amado señor. El Solio Febalas es un lugar sagrado. Santificado. El poder y la majestad de los dioses, de todos ellos, están presentes en la cámara. No pude tocar nada. ¡No osé tocar nada! Lo único que fui capaz de hacer fue caer de hinojos en pleitesía...»
Se había puesto muy furioso con ella. La había acusado de robar los objetos para sí misma. Pero en este momento podía comprenderlo. El poder de los dioses había actuado como un espejo y le había devuelto el reflejo de su propio poder divino, que Mina sentía ardiendo en su interior. Qué confusa debía de haberse sentido, confusa y aterrorizada, abrumada. Había arrancado la torre del fondo del Mar Sangriento para entregársela. Una ofrenda.
Así que, por derecho, la torre era suya. Y precisamente en ese momento no había nadie haciendo guardia. Todos estaban muy ocupados discutiendo qué hacer con Mina. Chemosh se alejó de la acalorada discusión y cruzó velozmente el Mar Sangriento hasta llegar al peñasco en el que se alzaba la torre, que tan poco tiempo atrás podía llamarse submarina.
Chemosh se lanzó al fondo del mar. Una profunda sima señalaba el lugar donde había estado la torre. El lecho del mar había sido arrancado junto con la construcción y así se había formado la isla en la que entonces se alzaba la torre. El agua era tan oscura que ni siquiera unos ojos inmortales podían descubrir sus profundidades. Chemosh no percibió su propio poder emanando de la sima.
Los objetos seguían en el interior de la torre. De esto estaba seguro.
La Torre de la Alta Hechicería, que había yacido en el fondo del Mar Sangriento para después contemplarlo desde su altura, guardaba semejanza con la construcción original. Nuitari la había reconstruido con mucho mimo. Las paredes eran de cristal liso y resplandeciente bajo las gotas de agua. El agua caía de una cúpula de mármol negro y se deslizaba por los muros resbaladizos, con ese movimiento ondulante de las olas plomizas y hoscas que iban a morir a las orillas de la nueva isla. En lo alto de la cúpula, un aro de oro rojo pulido se curvaba con resplandores plateados, bajo la luz de las dos lunas que él mismo representaba. El centro del aro tenía la negrura absoluta que honraba a Nuitari. A través de él, no podían verse los rayos del sol.
Chemosh estudió la torre con los ojos entrecerrados. En su interior vivían dos Túnicas Negras de Nuitari. El dios se preguntó qué habría sido de ellos. Si es que seguían con vida, debían de haber tenido un viaje aterrador. Rodeó la torre hasta que llegó a la puerta, la entrada convencional.
Cuando la torre estaba en Istar y después, en el fondo del mar, únicamente los hechiceros y Nuitari poseían el secreto para acceder al interior. Sólo aquellos que eran invitados podían entrar, y esa norma afectaba también a los dioses. Pero la torre había sido arrebatada de las manos de Nuitari, se la habían robado en cuanto se había dado la vuelta. Quizá su magia también se hubiera resquebrajado.
Chemosh no perdió el tiempo con la puerta. Podía traspasar las paredes de cristal como si fueran de agua. Empezó a avanzar a través de los brillantes muros negros pero, para su sorpresa, algo le cerraba el paso.
Impaciente, Chemosh empujó las enormes hojas de la puerta para tratar de abrirla. No cedieron bajo su mano. Chemosh perdió los nervios y empezó a darle patadas y a propinarle puñetazos. El dios podría derribar las murallas de un castillo con un simple capirotazo, pero con aquella torre no lograba nada. Las hojas de la puerta se estremecían bajo los golpes, pero seguían intactas.
—Es inútil. No vas a poder entrar. Quien tiene la llave es ella.
Chemosh se volvió y vio a Nuitari, que llegaba caminando por un lado de la torre.
—¿Quién tiene la llave? —quiso saber Chemosh—, ¿Tu hermana? ¿Zeboim?
—Mina, más que idiota —repuso Nuitari—, Y está mandando a sus Predilectos para que la protejan.
El dios de la magia oscura señaló al otro lado del mar, hacia la ciudad de Flotsam. Con su visión inmortal, Chemosh contempló las hordas de personas que saltaban de los muelles, se metían en el agua y se hundían o nadaban entre las olas, que lucían con un resplandor nada tranquilizador, levemente coloreado con una luz ambarina. Aquéllos eran los Predilectos. Tenían el mismo aspecto y actuaban como cualquier persona, caminaban y hablaban como ellas, comían y bebían; pero había una pequeña diferencia.
Estaban muertos.
Al carecer de vida, no conocían el miedo, el cansancio jamás se apoderaba de ellos, no necesitaban dormir y su energía no tenía fin. Los derribabas y volvían a levantarse. Los decapitabas y recogían su cabeza y se la colocaban de nuevo. Chemosh se había enorgullecido de ellos, hasta que se había dado cuenta de que en realidad eran creación de Mina, no suya. A partir de entonces, detestaba su mera presencia.
—El ejército de Mina —confirmó Nuitari, con tono amargo—. Vienen a ocupar su alcázar. ¡Y tú creías que iba a entregártelo!
—No entrarán —dijo Chemosh.
Nuitari se rió.
—Como le gusta decir a nuestro amigo Reorx: «¿Apostamos?» —El dios de la magia hizo un gesto—. En cuanto ella venga y abra las puertas para dejar entrar a sus Predilectos, mis pobres Túnicas Negras se verán sitiados en su propio laboratorio. La torre va a estar atestada de esos demonios suyos.
Bajo la atenta mirada de Chemosh, cientos de muertos vivientes salieron del agua y se dirigieron directamente hacia las gigantescas puertas.
—¡Pero mira que eres tonto! —exclamó Nuitari, esbozando una sonrisa desdeñosa con sus gruesos labios—. Tenías a Mina en tu cama y la echaste a patadas. Habría hecho cualquier cosa por ti.
Chemosh no respondió. Nuitari tenía razón, maldito fuera. Mina lo amaba, lo adoraba, y él la había abandonado, la había rechazado porque había sentido celos.
No eran celos por otro amante. Eran celos de ella, de su poder.
Los Predilectos la servían a ella, cuando debían servirle a él. Mina le había hecho a él lo mismo que había hecho a Takhisis. Los milagros que había realizado en el nombre de Chemosh eran sus propios milagros. Los hombres rendían pleitesía a Mina, no a él. Los Predilectos estaban sometidos a la voluntad de Mina, no a la suya.
Y, según creía Majere, Mina había hecho todo eso en la más absoluta inocencia. No sospechaba siquiera que ella fuera el dios que había dado a los Predilectos aquella vida espeluznante.
«¡Qué tonto he sido!», se reprochó Chemosh. Pero antes incluso de acabar de pensarlo, ya se le había ocurrido una idea. Recordó la mirada desamparada que le había dedicado antes de lanzarse al mar.
«Todavía me ama. Puedo recuperarla. Con ella a mi lado, puedo suplantar a ese tonto bovino de Sargonnas. Puedo acabar con Kiri-Jolith, imponerme a Mishakal y burlarme del sabelotodo de Gilean. Mina será mi llave a la Sala del Sacrilegio. Podré hacerme con todas las reliquias. Puedo dominar el cielo...»
Lo único que tenía que hacer era dar con ella.
Chemosh dirigió su mirada inmortal al mundo. Vio todos los seres en todos los lugares: elfos y humanos, ogros y kender, gnomos y enanos, peces y perros, gatos y goblins. Su mirada los envolvía, los rodeaba, los estudiaba, a todos al mismo tiempo, todos en una fracción de segundo. Encontró a todos los seres vivos de ese planeta y también a aquellos que no estaban vivos en el sentido usual de la palabra.
Ninguno era ella.
Chemosh estaba desconcertado. ¿Dónde podía estar Mina? ¿Cómo podía ocultarse de él?
No tenía la menor idea y, mientras trataba de desentrañar el misterio, se dio cuenta de que allá, en su castillo, Gilean estaba pidiendo a todos los dioses que juraran que no interferirían en el camino de Mina. Fuera el lugar que fuese el que decidiera ocupar entre los dioses, cualesquiera de los dos bandos al que decidiese unirse, o incluso si abandonaba el mundo, la decisión debía ser sólo suya.
«Si hago el juramento, Gilean se asegurará de que es respetado. Me prohibirán que intente seducirla.»
Chemosh confiaba en su poder sobre ella. Lo único que tenía que hacer era verla, hablarle, tomarla entre sus brazos...
No podía salir en su busca, no en ese momento, mientras Nuitari lo examinaba igual que una serpiente examina a un ratón, Sargonnas lo escudriñaba con sombrío recelo y Gilean exigía que todos los dioses hicieran el juramento. Quizá Chemosh no pudiera ir en busca de Mina, pero había alguien a sus órdenes que sí podía. Por suerte, todavía le quedaba un poco de tiempo. Los dioses de la magia querían saber por qué también ellos tenían que prestar juramento.
Chemosh lanzó una llamada. Su pensamiento voló raudo por el castillo hasta Ausric Krell, el antiguo Caballero de la Muerte al que Mina había condenado a recuperar su condición humana. Chemosh tenía que darse prisa. Debía darle la orden de encontrar a Mina antes de prestar juramento. No podrían echarle la culpa a él si era Mina quien acudía a su lado por su propia voluntad.
Qué importancia podía tener un empujoncito a su favor.
—Nosotros no deberíamos prestar juramento —argumentaba Nuitari—. Ni siquiera habíamos nacido cuando ese dios niño fue creado.
—A nosotros Mina no nos interesa nada —lo apoyó Lunitari.
—No tiene nada que ver con la magia. Dejadnos al margen de todo este asunto —añadió Solinari.
—Pero ella tiene algo que sí os interesa —repuso Morgion, el dios de la enfermedad, con su voz ronca y achacosa—. Mina tiene en su poder una Torre de la Alta Hechicería. ¡Y no os permite entrar!
—¿Es cierto eso? —preguntó Gilean, con gesto preocupado.
—Sí —reconoció Solinari—. Pero aunque nos obliguéis a prestar juramento, consideramos justo que se nos permita recuperar la torre, ya que es indiscutiblemente nuestra y, en pocas palabras, ella la ha robado.
—El lloriqueo de los perdedores —se burló Hiddukel.
—Yo tengo tantos derechos sobre esa torre como ellos —declaró Zeboim—. Al fin y al cabo, está en mi océano.
—Fui yo quien la construyó —se defendió Nuitari, furioso—. ¡La levanté de entre las ruinas quemadas! Y tenéis que saber todos —añadió, lanzando una mirada torva a Chemosh— que dentro de la torre, en sus profundidades, está el Solio Febalas, la Sala del Sacrilegio. Dentro de la sala se guardan muchos artefactos y reliquias sagradas, que se creían perdidos durante el Cataclismo. De hecho, vuestros artefactos y reliquias sagradas.
Los dioses habían dejado de sonreír. Miraban a Nuitari con expresión atónita.
—Tenías que habernos dicho que había aparecido la sala —dijo Mishakal, ardiendo de furia con sus llamas blancas.
—Y vosotros teníais que habernos hablado de Mina —repuso Nuitari. Cruzó las manos sobre su túnica negra—. Creo que así quedamos empatados.
—¿Nuestros objetos benditos están a salvo? —preguntó Kiri-Jolith.
—No lo sé —contestó Nuitari, encogiéndose de hombros—. Lo estaban, mientras la torre estaba bajo mi control. Ahora ya no respondo por ellos. Menos aún, después de que los Predilectos ocuparan la torre.
Los dioses volvieron la vista hacia Chemosh.
—¡Eso no es culpa mía! —exclamó el dios—. ¡Esos seres macabros son obra de ella, no mía!
—¡Basta! —intervino Gilean—, Lo único que demuestra todo esto es que es más importante que nunca que todos sin excepción prestemos juramento. ¿O acaso alguno de vosotros está dispuesto a correr el riesgo de que otro pueda tener éxito donde él ha fracasado?
Los dioses rezongaron, pero al final todos se mostraron de acuerdo. No les quedaba otra opción. Se veían obligados a prestar juramento aunque sólo fuera para asegurarse de que los demás también lo hacían. Quizá, para sus adentros, todos estuvieran pensando cómo tergiversarlo o, al menos, hacer que la balanza se inclinara un poco a su favor.
—Apoyad las manos sobre el Libro —indicó Gilean e hizo que el volumen sagrado se materializara— y jurad por vuestro amor al Dios Supremo, que nos creó, y por vuestro temor al Caos, que nos podría destruir, que no vais a amenazar, adular, seducir, rogar o negociar con la diosa conocida como Mina, con el fin de influir en su decisión.
Todos los dioses de la luz pusieron una mano sobre el Libro y lo mismo hicieron los dioses de la neutralidad. Cuando llegó el turno a los dioses de la oscuridad, Sargonnas colocó la mano dando un golpe sordo, al igual que Morgion. Zeboim vaciló.
—Yo estoy segura, mi única preocupación —dijo la diosa, enjugándose con delicadeza uña lágrima salada que se asomaba a su ojo— es esa pobre niña desgraciada. Para mí es como una hija.
—Limítate a jurar de una vez, maldita sea —gruñó Sargonnas.
Zeboim reprimió un sollozo y puso la mano sobre el Libro.
A continuación, el último de todos, llegó Chemosh.
—Yo también lo juro.
La muerte había abandonado a Ausric Krell y él quería que regresara. Krell había sido un poderoso Caballero de la Muerte. Por una maldición de Zeboim, la diosa del mar, había conocido la inmortalidad. El caballero podía causar la muerte pronunciado una sola palabra. Resultaba tan aterrador y espeluznante, siempre embutido en la armadura negra y el yelmo con el cráneo del carnero, que incluso algunos miserables habían caído muertos de pavor ante la mera visión de tan terrible personaje.
Pero las cosas habían cambiado. Cuando se miraba al espejo, el cristal ya no le devolvía el resplandor rojo de la mirada de los muertos vivientes. Lo que veía era un hombre de mediana edad que lo estudiaba con los ojos entrecerrados y una mirada estúpida. El rostro embrutecido tenía las mejillas gordas y una expresión hosca. Del cuerpo fofo y barrigudo salían las extremidades, largas y delgadas. Había habido un tiempo en que Krell, el Caballero de la Muerte, reinaba sin oposición ninguna en el alcázar de las Tormentas, una recia fortaleza al norte de Ansalon. (Al menos, así era como él lo recordaba. En realidad, había estado prisionero en el alcázar y aquel lugar le había resultado odioso, pero no tanto como su situación actual.)
Entre todos los muertos vivientes que vagan por Krynn, un Caballero de la Muerte es el más temible. Malditos por los dioses, los Caballeros de la Muerte están obligados a existir en el mundo de los vivos, quienes los detestan, a pesar de que los malditos los envidian con todas sus fuerzas. Los Caballeros de la Muerte no duermen ni encuentran descanso. Están prisioneros en su propia inmortalidad, condenados a recordar una y otra vez los crímenes y las pasiones perturbadas que los condujeron a su miserable condición, hasta que alcanzan el arrepentimiento y su alma puede proseguir hacia el siguiente estado de su viaje.
Al menos, eso era lo previsto por los dioses.
Por desgracia, el plan no había funcionado con Krell. En vida, había sido un traidor, un asesino y un ladrón. Había embaucado, engañado, destruido y traicionado a todo aquel que una vez había confiado en él. Carente de un gran intelecto, Krell se había valido de las artimañas más bajas y ruines, de una falta total de conciencia y de la fuerza bruta para abrirse camino en la vida, cargado de maldades. Krell era un matón y, como todos los matones, había vivido todos los días de su existencia aterrorizado en secreto y había encontrado la muerte como un cobarde, entre gritos, a manos de la diosa del mar, Zeboim, que jamás le perdonaría que hubiera asesinado a su querido hijo.
Zeboim consideraba que el tormento de Krell había sido demasiado breve, por lo que lo condenó a convertirse en un Caballero de la Muerte, con el propósito de que sufriera por toda una eternidad. Sin embargo, para ira de la diosa, Krell había disfrutado de su condición de muerto viviente. Administraba su poder letal con cruel regocijo. Se convirtió en el sueño de todo matón, y descubrió el placer de torturar y aterrorizar antes de matar a esos pobres mortales que eran lo suficientemente necios o valientes para cruzarse en su camino. Y podía aplicar todos aquellos tormentos sin el temor constante de que alguien más grande y fuerte le hiciera lo mismo a él.
De todos modos, era cierto que Zeboim seguía siendo esa espinita que tenía clavada, aunque ahora fuera en el hueso. Pero por fin Krell había dado con la solución a su problema. Había jurado servir a Chemosh, el Señor de la Muerte, y a cambio Chemosh le había ofrecido protección contra la diosa del mar.
Pero todo aquello había terminado. Esa maldita zorra, Mina, le había arrebatado la muerte. Todavía no lograba entender lo que había sucedido. Estaba a punto de partirle el cuello. Todo parecía tan sencillo. La mujer se había enfrentado a él con una fuerza animal y, de alguna manera (todavía no estaba seguro de cómo había pasado), lo había condenado a volver a la vida.
Krell no sólo estaba vivo, sino que estaba prisionero en su habitación del castillo de Chemosh, pues no se atrevía a salir por culpa de los Predilectos que vagaban por el lugar y que estaban impacientes por matarlo de la forma más dolorosa posible. Krell oía el clamor de los dioses al otro lado de la ventana, pero estaba demasiado ocupado en lamentarse de su destino como para prestar atención a la discusión.
Krell era lo suficientemente fuerte y despiadado para desafiar a la mayor parte de los humanos, pero no podía enfrentarse a los Predilectos, esos muertes vivientes abyectos que recorrían el castillo sin dejar de llorar por
Mina. Ninguna arma podía matar a un Predilecto, al menos ninguna que Krell conociera. Había intentado partirlos en dos con su espada. Los había tumbado a puñetazos e incluso se había enfrentado a ellos con el increíble poder mágico que poseía, pero todo había sido inútil. Partidos en dos, volvían a unir sus dos mitades y se desprendían de la magia con la misma facilidad con la que un pato se sacude el agua. Y en su nuevo estado, los Predilectos podían matarlo. Es más, parecía que le guardaban un rencor especial. Tuvo que estrangular a un par para abrirse camino hasta su habitación y a duras penas había logrado salvar la vida. En ese momento acechaban al otro lado de la puerta y lo habían convertido en prisionero de su propio dormitorio. Mientras tanto, al otro lado de la ventana, los dioses bramaban.
Algo de que Mina era un dios... Krell resopló y pensó sobre ello. Era cierto que ella le había hecho eso, le había arrebatado su poder, pero estaba seguro de que detrás de todo estaba Zeboim. Las dos estaban juntas en ese asunto. Era una conspiración contra él. Pero pensaba devolvérsela a la diosa del mar, y a esa zorra de Mina también.
Aquéllos eran los pensamientos cargados de deseos de venganza de Krell, mientras estaba sentado en su habitación envuelto en una manta para entrar en calor, ya que su magnífica y deslumbrante armadura había desaparecido. Estaba pensando con brutal placer en lo que haría a Mina cuando por fin lograra ponerle las manos encima, cuando una voz interrumpió sus sangrientas divagaciones.
—¿Quién está ahí? —gruñó Krell.
—Tu señor, idiota-respondió Chemosh.
—Mi señor —dijo Krell, pero con un tono despectivo.
En el pasado se habría postrado, pero ese día no estaba de humor para jugar al adorador de dioses. Que Chemosh se ocupara de sus propios asuntos. ¿Qué había hecho el dios por él? Nada. Hasta podría darse el caso de que el Señor de la Muerte estuviera en el complot para destruirlo.
—Ya está bien de estar ahí sentado autocompadeciéndote —dijo Chemosh con frialdad—. Tienes que encontrar a Mina.
Si había alguien que quisiera encontrar a Mina, ése era Ausric Krell. Estuvo a punto de incorporarse de un salto ante la oportunidad que se le brindaba, pero se reprimió. Había vuelto el Krell de las ruines artimañas. En la voz de su señor podía adivinarse cierta urgencia, quizá incluso desesperación. Krell podía aprovechar la situación para negociar un poco. Al fin y al cabo, él estaba en la posición de poder. No tenía nada que perder.
—Ahora dicen que esa Mina es un dios, mi señor —apuntó Krell—. Y yo no soy más que un pobre y débil mortal. —Al hablar, hacía rechinar los dientes.
—Hazlo por mí y te convertiré en uno de mis clérigos, Krell. Te concederé poderes sagrados...
—¡Un clérigo! —exclamó Krell con disgusto—. No quiero ser uno de vuestros clérigos llorosos, corriendo de un lado a otro con la túnica negra y cara de miedo.
—No me busques, Krell...
—¿O qué me haréis? —respondió Krell, enfadado—. Vos habéis sido el que ha acudido a mí en busca de ayuda, mi señor. Si queréis que os ayude, convertidme otra vez en Caballero de la Muerte.
—No puedo «convertirte» en Caballero de la Muerte así sin más —contestó Chemosh con impaciencia—. No es como quien se cambia de ropa. Es mucho más complicado, se necesita una maldición...
—Pues entonces id vos mismo a buscar a Mina —contestó Krell, hosco.
Encorvado bajo la manta, se acercó renqueando a la cama y se sentó.
—No puedo convertirte en Caballero de la Muerte, pero te prometo los poderes de un Acólito de los Huesos —ofreció Chemosh.
—¿Un «acó» qué? —preguntó Krell con recelo.
—¡Ahora no tengo tiempo para explicártelo! En este momento, estoy bastante ocupado. Me obligan a que preste un juramento divino. Pero vas a ser muy poderoso. Lo prometo.
Krell lo pensó un momento. Chemosh tendría que cumplir su palabra si quería que él cumpliera la misión.
—Está bien —aceptó Krell a regañadientes—. Convertidme en un Acólito de Hueso o como se diga. ¿Dónde encuentro a Mina?
—No tengo la menor idea. Saltó al mar desde las almenas.
—Entonces, lo que queréis es recuperar su cadáver, ¿verdad, señor? —Krell estaba decepcionado.
—¡Es una diosa, idiota! ¡No puede morir! Por la calavera, ¡acabaría antes mandándoselo a la escoba! Tengo que irme ya...
—Pero ¿por dónde debería empezar a buscar, mi señor? —preguntó Krell, pero no recibió respuesta alguna.
No obstante, Krell ya tenía una idea. Se trataba del monje de Mina, el que había encontrado en la gruta. En un primer momento, Krell había creído que el monje era su amante. Pero ya no estaba tan seguro. De todos modos, parecía que Mina sentía un interés especial por él. Se había escabullido del castillo de Chemosh para reunirse con él en secreto en la gruta. Era poco probable que el monje se hubiera ido a ningún sitio.
Krell se levantó y entonces se dio cuenta de que no era muy buena idea enfrentarse a Mina envuelto en una manta.
—¡Mi señor! —gritó Krell—. ¡Un Acólito de los Huesos! ¿Os acordáis?
Chemosh se acordaba perfectamente. Concedió a Krell los poderes de un Acólito de los Huesos y, aunque no eran tan impresionantes como cuando había sido un Caballero de la Muerte, Krell quedó satisfecho con los resultados.
Beleño entró en la gruta, tambaleándose debajo de un montón de leña. La dejó caer en el suelo y después se quedó mirando fijamente a la niña, que yacía inmóvil sobre las piedras frías, mientras Rhys le frotaba las manos heladas para intentar que entrara en calor. Atta entró trotando, olfateó a la pequeña, dejó escapar un gruñido y se retiró a la otra esquina de la cueva.
—Necesitamos yesca para encender el fuego —dijo Rhys—, A lo mejor sirven unas algas. Si pudieras darte prisa...
Mascullando para sí, Beleño llamó a Atta y los dos volvieron a salir. Rhys esperaba que no perdieran el tiempo. Sentía la piel de la niña fría y húmeda, los latidos de su pequeño corazón eran lentos y débiles, y tenía las uñas y los labios azulados.
La habría envuelto en su propia túnica, pero estaba tan mojada como el blusón de algodón que llevaba ella.
Paseó la mirada por la gruta, que había sido un santuario de Zeboim. En el extremo más lejano se alzaba un altar dedicado a la diosa. No le había prestado demasiada atención cuando el minotauro lo había llevado allí. Tenía asuntos mucho más acuciantes de los que preocuparse, como el hecho de estar encadenado a la pared o de que lo amenazaran con despiadadas torturas y la muerte. Pero en ese momento, con la esperanza de encontrar algo que pudiera servirle, se apartó de la pequeña y avanzó hacia el fondo de la cueva para observar el altar desde más cerca.
Estaba toscamente tallado en una sola pieza de granito con vetas negras y rojas.
Alguien había colocado cuidadosamente una caracola sobre el altar, adornado con una pieza de seda desgastada de color verde mar. Después de susurrar para sí una oración de agradecimiento a Majere y otra pidiendo perdón a Zeboim por profanar su altar, Rhys levantó la caracola, cogió la tela y volvió a colocar cuidadosamente la concha.
Rhys quitó a la niña el blusón empapado, la frotó con la tela hasta que estuvo seca y la envolvió en ella. La pequeña asomaba entre los pliegues como si estuviera dentro del capullo de seda con el que habían hilado la ofrenda a la diosa. La niña dejó de tiritar. Un leve color le iluminó las mejillas y se borró el azul de sus labios.
—Gracias, Zeboim —dijo Rhys en voz baja.
—No puedo decirte que de nada-contestó la diosa del mar, de repente—. Por lo menos no te olvides de limpiar la tela y ponerla en su sitio cuando hayas terminado.
Zeboim entró en la gruta muy silenciosamente para lo que era costumbre en ella, envuelta únicamente por una suave brisa que agitaba su túnica de un color verde azulado y ribeteada de espuma a la altura de los pies desnudos. Dedicó una mirada a la niña que estaba en el suelo, sin demasiado interés.
—¿De dónde has sacado a esa niña medio ahogada?
—La encontré en la orilla durante la tormenta, el agua la había arrastrado hasta allí —contestó Rhys, observando a la diosa con detenimiento.
—¿Quién es? —preguntó Zeboim, aunque no parecía importarle demasiado.
—No tengo la menor idea —respondió el monje. Se quedó callado un momento, y después añadió en voz baja—: ¿La conocéis, majestad?
—¿Yo? No, ¿por qué iba a conocerla?
—Por nada, majestad —dijo Rhys, con un suspiro de alivio. Beleño debía de estar equivocado.
Zeboim dio una zancada por encima de la niña y se arrodilló delante de Rhys. Alargó la mano y le acarició la mejilla.
—¡Mi querido monje! —dijo con voz dulce—, ¡Me alegra tanto ver que estás sano y salvo! La preocupación me consumía por dentro.
—Os agradezco que os preocupéis por mí, majestad —repuso Rhys débilmente—. ¿En qué puedo serviros?
—¿Servirme? —Zeboim estaba consternada—. No, no. Sólo vine para interesarme por tu salud. Dónde está tu amigo, ese... hm... ese pequeño kender encantador. Y el chucho. Perro. El perro, quería decir. Ese perro precioso. Mi querido monje, estás tan mojado y con tanto frío. Deja que te caliente.
Zeboim fue de un lado a otro alrededor de Rhys. Después de secar la túnica con un simple toque de su mano, la diosa prendió el montón de leña con un chasquido de dedos. Mientras tanto, Rhys la observaba en silencio, sin dejarse engañar por sus lisonjas. La última vez que había visto a la diosa del mar, ésta le había asegurado que estaría encantada de presenciar cómo moría a manos de Mina.
—Así. Mucho mejor, ¿verdad? —preguntó Zeboim, solícita.
—Gracias, majestad —contestó Rhys.
—Si hay cualquier otra cosa que pueda hacer por ti...
—Quizá decirme por qué habéis venido —sugirió Rhys.
Zeboim pareció molestarse.
—Está bien —dijo con voz cortante—. Ya que quieres saberlo, estoy buscando a Mina. Se me ocurrió que podía haber acudido a ti, ya que parecía encontrarte interesante. No soy capaz de explicármelo. Yo te encuentro tan anodino como el agua de fregar los platos. Pero Mina no dejaba de hablar de ti y pensé que podría estar aquí.
Recorrió la gruta con la mirada y se encogió de hombros.
—Por lo visto, estaba equivocada. Si la ves, tienes que decírmelo. Por todos esos grandes momentos que compartimos...
Cuando ya se iba, sus ojos volvieron a posarse en la niña envuelta en la tela del altar. Zeboim se detuvo, sin dejar de mirarla.
La pequeña estaba tumbada sobre un costado, acurrucada hecha un ovillo. El rostro se ocultaba debajo de la seda, pero las trenzas pelirrojas y despeinadas podían verse perfectamente, iluminadas por las llamas. La diosa miró a la niña y luego a Rhys.
Zeboim ahogó un grito. Se agachó rápidamente sobre la niña. La diosa del mar cogió la tela del altar y la retiró bruscamente del rostro de la pequeña. Después cogió a la niña por la barbilla y le giró la cabeza hacia la luz de la hoguera. La niña se despertó con un grito.
—¡Parad! —exclamó Rhys ásperamente, interponiéndose entre ellas—. ¡Estáis haciéndole daño!
Zeboim se echó a reír descontroladamente.
—¿Haciéndole daño? ¡No le haría daño ni aunque le clavara una daga en el corazón! ¿Esto lo ha hecho Majere? ¿Acaso cree que puede ocultármela con este disfraz tan tonto... ?
—Majestad... —empezó a decir Rhys.
—¡Ay! —exclamó Zeboim, retirando la mano. Bajó la vista hacia la niña, perpleja—. ¡Me ha mordido!
—¡Y si vuelves a acercarte, te muerdo otra vez! —gritó la niña—. ¡No me gustas! ¡Vete!
Se ajustó bien la tela alrededor del cuerpo, se hizo un ovillo y cerró los ojos.
Zeboim se chupó la sangre que le manaba de la mano y miró a la niña fijamente.
—¿No me conoces, pequeña? —preguntó—. Soy Zeboim. Tú y yo somos amigas.
—Nunca antes te había visto —repuso la niña.
—Majestad —dijo Rhys, nervioso—, ¿quién es esta niña? Parece que la conocéis.
—No juegues conmigo, monje —contestó Zeboim.
—No estoy jugando con nadie, majestad —respondió Rhys con total sinceridad.
Zeboim desvió los ojos hacia él.
—Estás diciendo la verdad. Realmente no lo sabes. —Hizo un gesto hacia la niña dormida—. Es Mina. O más bien debería decir que era Mina. No tengo la menor idea de quién cree que es ahora.
—No lo entiendo, majestad.
—No eres el único —repuso la diosa con tono grave—. ¿Dónde la encontraste?
—Estaba en el mar durante la tormenta. Estuvo a punto de ahogarse...
—¿En el mar? —repitió Zeboim. Después, añadió en un murmullo—: ¡Claro! Saltó al mar desde la muralla. Y vino a ti, el monje que la conocía...
—Majestad —dijo Rhys—, necesito que me digáis qué está pasando.
Zeboim lo miró.
—Mi querido monje. Sería tan divertido marcharme y dejarte dando vueltas en la más absoluta ignorancia, pero ni siquiera yo soy tan cruel. No tengo tiempo para los detalles, pero te contaré esto. Esta niña, esta pequeña, esta Mina es una diosa. Es una diosa que no sabe que lo es, una diosa a la que Takhisis engañó para que creyera que era una humana. Lo que es más, es una diosa de la luz a la que han burlado para que sirva a la oscuridad. ¿Por ahora me sigues?
Rhys la miraba fijamente, estupefacto.
—Ya veo que no. —Zeboim se encogió de hombros—. Bueno, tampoco importa demasiado. Estás unido a ella. Como iba diciendo, la pobre Mina tuvo la desgracia de enamorarse de Chemosh y, como hacen todos los hombres, él le rompió el corazón. Mina intentó recuperarlo entregándole un regalo. Arrancó la Torre de la Alta Hechicería de las profundidades de mi mar y la puso en esa isla que está ahí. Todos nos quedamos asombrados. Para la mayoría de nosotros, aquél era el primer indicio de que era un dios. Majere ya lo sabía, por supuesto.
—No me lo creo... No puedo creérmelo... —Rhys se interrumpió, al recordar el nombre del lugar al que se había referido como su hogar—, Si lo que decís es cierto, majestad, ¿cómo ha podido llegar a convertirse en esto? ¿Una niña?
—Sólo los dioses lo saben —contestó Zeboim—. No, espera. Lo retiro. Nosotros los dioses no tenemos la menor idea. Crees que estoy mintiendo, ¿no es así?
Rhys se sentía avergonzado.
—Majestad...
Zeboim lo agarró por el brazo y clavó las uñas a través de la tela de la túnica, hasta hundirse en la carne. Le miró fijamente a los ojos, más allá de los ojos, a la mismísima alma.
—Puedes creerme o no, tú eliges —le dijo entre dientes—. Como ya he dicho, eso no importa demasiado. Mina acudió a ti. Lo que quiero saber es... ¿por qué? ¿La envió a ti Majere? Todos nosotros prestamos juramento. Se supone que no vamos a interferir. ¿Majere ha roto el juramento?
En ese momento, Rhys comprendió que Zeboim decía la verdad y le recorrió un escalofrío. Apartó la mirada de la diosa y la dirigió al pequeño bulto de la niña acurrucada, envuelta en una tela desgastada, dormida sobre el suelo frío y húmedo de una cueva; y la recordó luchando contra las olas de la tormenta provocada por los dioses. No entendía cómo funcionaban las cosas en el cielo, pero sí que sabía un par de cosas sobre el sufrimiento de los mortales.
—A lo mejor vino porque estaba sola y asustada —dijo Rhys— y necesitaba un amigo.
Zeboim despedazó a Rhys con la mirada, examinó cada trozo y después lo lanzó lejos de ella. El monje se apoyó tambaleante sobre la pared de piedra.
—Pues buena suerte con tu nueva amiguita, monje.
La diosa del mar desapareció en una ráfaga de viento y lluvia.
Aturdido, Rhys bajó los ojos hacia la niña.
—Majere —rogó, atribulado—, ¿es vuestra voluntad que yo deba encargarme de este cometido?
—¡Rhys! —aulló una voz. Rhys se sobresaltó un momento, hasta que se dio cuenta de que era la voz de Beleño.
—¡Rhys! ¿Es seguro entrar a la cueva? —el kender gritaba desde fuera de la gruta—. ¿Zeboim se ha ido?
—Ya se ha ido. —«Por el momento», añadió Rhys mentalmente, pues estaba seguro de que aquéllas no serían las últimas noticias que tendrían de la diosa.
Beleño entró con precaución, escudriñando las sombras, como si estuviera seguro de que la diosa podía abalanzarse sobre él en cualquier momento. Entonces vio el fuego y chasqueó los dedos.
—Vaya, sabía que se me olvidaba algo. Se suponía que tenía que ir a buscar yesca...
—Ya no hace falta —contestó Rhys, con una sonrisa.
—Sí, eso ya lo veo. Me imagino que me olvidé de la yesca de lo nervioso que me puse cuando encontré otra cosa. No quería meterla en la cueva mientras estuviera ya sabes tú quién. Pero como se ha ido, voy a buscarla.
Salió corriendo de la gruta y volvió con una rama larga y delgada que el mar había arrastrado. La sostuvo en alto, orgulloso.
—La encontré tirada en la orilla. ¿No te recuerda a tu antiguo bastón? El emético o como se llame. Bueno, Atta y yo pensamos que podías utilizarlo.
—El emmide —le corrigió Rhys en voz baja.
Cogió el viejo bastón y cerró los dedos alrededor de la madera. Sintió que una calidez agradable le subía por el brazo y se extendía por todo su cuerpo. Y envuelto en esa calidez, oyó la voz del dios y supo la respuesta de Majere.
Rhys apoyó el cayado en la pared y extendió la camisola mojada de la niña cerca del fuego, para que se secara. La pequeña dormía profundamente, con la respiración pausada y regular. Rhys se dejó resbalar hasta el suelo y se recostó en la pared. Estaba agotado, tanto física como mentalmente. No se acordaba siquiera de la última vez que había dormido.
—Oí a Zeboim gritándote. ¿Qué quería? —preguntó Beleño.
—Atta y tú teníais razón. Esta niña es Mina —dijo Rhys. Cerró los ojos.
—¡Vaya! —exclamó Beleño, casi sin aliento.
Se desprendió de todas sus bolsas, después se quitó las botas, vació el agua que llevaban dentro y las acercó a las llamas, para que se secaran.
—Mis botas siguen oliendo a cerdo salado —dijo el kender—. Lo que me recuerda que la cena ya ha quedado muy lejos. Me pregunto si habrá sobrado algo de cerdo.
Se acercó a la bolsa de cerdo salado que les había dejado el minotauro por todo alimento y miró dentro. Atta lo observaba esperanzada. El kender sacudió la cabeza y la perra agachó las orejas.
—Vaya, bueno. Supongo que podemos esperar hasta la hora de comer, ¿verdad, chica? —dijo Beleño, dándole una palmadita—. Oye, Rhys, ¿Zeboim te dijo cómo se había convertido Mina en una niña pequeña? Había oído historias de gente que envejece diez años en una sola noche, pero nunca al revés. ¿La diosa tuvo algo que ver en eso? ¿Ella hizo algo? ¿Rhys?
El kender le pegó un codazo.
—Rhys, ¿estás dormido?
—¿Qué? —Rhys se despertó sobresaltado.
—Perdona —se disculpó Beleño arrepentido—. No quería despertarte.
—No pasa nada. Yo no quería quedarme dormido. ¿Qué me habías preguntado? —respondió Rhys con gran paciencia.
—Te estaba preguntando si fue Zeboim quien hizo esto. Parece que le gusta mucho achicar a la gente. —El kender todavía estaba molesto por la vez en que la diosa lo había reducido al tamaño de una pieza de khas y lo había metido en la bolsa de Rhys. Después, los había mandado a los dos a luchar contra un Caballero de la Muerte.
Rhys negó con la cabeza.
—La diosa del mar se quedó atónita al ver a Mina en el cuerpo de una niña.
—Y entonces, ¿qué dijo que había pasado?
—Según Zeboim, Mina es una diosa que no sabe que lo es. Una diosa a la que Takhisis ha engañado para que crea que es humana. Mina es una diosa de la luz a la que han burlado para que sirva a la oscuridad.
Beleño observó a Rhys con los ojos entrecerrados.
—¿Te diste otro golpe en la cabeza?
—Estoy bien —le aseguró Rhys.
—Mina, una diosa. —Beleño resopló—. Si quieres saber mi opinión, todo eso no es más que una sarta de tonterías. Zeboim hizo esto. Convirtió a Mina en una niña y nos la mandó para molestarnos.
—Me parece que no —repuso Rhys con voz tranquila—. Mina se despertó mientras tú no estabas. Me dijo que se había escapado de su casa y me pidió que volviera a llevarla allí.
A Beleño aquello le pareció una noticia estupenda.
—¿Lo ves? ¿Adonde quiere ir la niña? ¿A Flotsam? No está lejos, sólo hay que subir la costa. Seguramente el mar la arrastró...
—Morada de los Dioses —lo interrumpió Rhys.
Beleño enarcó las cejas.
—¿«Morada de los Dioses»? Eso no es un lugar. Nadie vive en la Morada de los Dioses a no ser los...
Tragó saliva y abrió los ojos como platos. Lanzó un silbido bajo que hizo que las orejas de Atta se atiesaran.
—No creo que Zeboim le mandara decir eso —añadió Rhys con un suspiro.
Beleño miró a Mina y se mordió el labio inferior. De repente, tuvo una idea.
—Apuesto que la oíste mal. Apuesto algo a que ha dicho la «Morada de las Coces».
—¿«Morada de las Coces»? —repitió Rhys, sonriendo—. Nunca he oído hablar de ese sitio, amigo mío.
—Tú no lo sabes todo —declaró Beleño—, ni aunque seas un monje. Hay montones y montones de sitios de los que nunca has oído hablar.
—De Morada de los Dioses sí que he oído hablar —contestó Rhys.
—¡Deja de decir eso! —ordenó Beleño—, Ya sabes que no vamos a ir ahí. Es imposible.
—¿Por qué? —Rhys volvió a bostezar.
—Veamos. Para empezar, porque nadie sabe dónde está Morada de los Dioses, o ni siquiera si ese sitio existe. Para continuar, porque si Morada de los Dioses está en algún sitio, está cerca de Neraka y ése es un sitio malo, muy malo. Y para terminar, si Morada de los Dioses está cerca de Neraka, eso significa muy lejos de aquí, directamente en el otro extremo del continente, y tardaríamos meses, quizá años, en recorrer...
Beleño se detuvo.
—¿Rhys? ¡Rhys! ¿Estás escuchando mis argumentos?
Rhys no estaba escuchando nada. Recostado contra la pared, tenía la cabeza echada hacia delante, con la barbilla apoyada sobre el pecho. Estaba dormido, completamente dormido, tan profundamente dormido que ni la voz del kender ni un par de codazos en el brazo podían despertarlo.
Beleño suspiró y después se levantó. Se acercó a la niña, tan pequeña, y se puso en cuclillas para mirarla desde más cerca. La verdad era que no tenía el aspecto de una diosa. Parecía un gato mojado. Volvió a sentir que lo inundaba esa tristeza que se había apoderado de él cuando había visto a Mina, a la Mina adulta. Eso no le gustaba, así que se frotó los ojos y la nariz en la manga y lanzó una mirada de soslayo a Rhys.
Su amigo seguía dormido y seguramente lo seguiría estando durante un buen rato. Más que suficiente para que Beleño pudiera tener una charla con la niña (fuera quien fuese) y explicarle que a donde ella realmente quería ir era a la próspera ciudad de Morada de las Coces, y que además tendría que viajar sola y marcharse en ese mismo instante para no molestar a Rhys.
—Oye, niña —susurró Beleño con voz suficientemente alta y alargó el brazo para zarandearla hasta que se despertara.
La mano se detuvo, suspendida en el aire. Empezaron a temblarle un poco los dedos cuando pensó que realmente iba a tocarla y retiró la mano rápidamente. Se quedó allí agachado, mirando a Mina y mordiéndose el labio.
¿Qué veía cuando la miraba? ¿Qué la hacía diferente a sus ojos, respecto a otros mortales? ¿Qué la hacía diferente a los muertos a los que podía ver y con los que podía hablar? ¿Qué la hacía diferente a los muertos vivientes? Beleño observó detenidamente a la pequeña y las lágrimas volvieron a acudir a sus ojos. Vio belleza, una belleza indescriptible. Una belleza que avergonzaría al atardecer más radiante y que apagaría el brillo de las estrellas. Su belleza paralizaba el alma asombrada del kender, temerosa de que el susurro más callado hiciera desaparecer tan maravillosa visión. Pero no era su belleza la que le desgarraba el corazón y provocaba que las lágrimas le corrieran por las mejillas.
Su belleza estaba envuelta en fealdad. Estaba manchada de sangre, cubierta por el manto de la muerte y la destrucción. La maldad, el horror y el espanto la empañaban.
—Es una diosa —murmuró para sí—. Una diosa de la luz que ha hecho cosas terribles. Lo he sabido todo el tiempo, pero no sabía que lo sabía. Por eso sentía tantas ganas de llorar por dentro.
Beleño no creía que pudiera explicárselo a Rhys, pues ni siquiera estaba seguro de poder explicárselo a sí mismo. Decidió que lo hablaría todo con Atta. Había descubierto que contar las cosas a un perro resultaba mucho más sencillo que contárselas a un humano, sobre todo porque Atta nunca hacía preguntas.
Pero cuando se volvió para parlamentar con Atta sobre Mina, vio que la perra se había tumbado sobre un costado y se había quedado profundamente dormida.
Beleño se dejó caer junto a Rhys, apoyado en la pared. El kender estaba allí sentado, pensando unas cosas alucinantes y escuchando la suave respiración de Rhys y la suave respiración de la niña, y la suave respiración de Atta—, y la suave respiración del viento, que suspiraba sobre las dunas de arena, y las olas que llegaban a la orilla y se alejaban, llegaban a la orilla y se alejaban...
Beleño se despertó sobresaltado con un ladrido de Atta.
La perra estaba de pie. Con las patas muy estiradas y el pelo del lomo de punta, miraba fijamente la entrada de la gruta. Beleño oyó un crujido, como si unas pisadas pesadas se dirigieran hacia ellos.
Estaban cerca y cada vez se aproximaban más.
Atta volvió a emitir un ladrido agudo de advertencia. Mina se despertó con el ruido, se echó la tela sobre la cabeza y volvió a dormirse. Los pesados chasquidos se detuvieron. Una sombra se posó sobre la entrada, tapando el sol.
—¡Monje! Sé que estás ahí.
La voz llegaba amortiguada, pero Beleño no tuvo problemas para identificarla.
—¡Krell! —aulló el kender—. ¡Rhys, es Krell!
Beleño era tan inmune al miedo como cualquier kender que se precie, pero también había sido agraciado con mucho más sentido común que la mayoría de los kender, algo que él achacaba a todo el tiempo que había pasado conversando con los muertos. Así que en vez de apresurarse a ir a saludar al Caballero de la Muerte, como cualquier otro kender habría hecho, Beleño se escabulló rápidamente a cuatro patas y volvió a gritar a Rhys.
—Estoy despierto —contestó Rhys con voz tranquila.
Estaba de pie, con el emmide entre las manos.
—Atta, silencio. Aquí.
La perra trotó para ponerse a su lado. Ya no ladraba, pero no dejaba de gruñir.
Krell entró en la gruta con paso arrogante. No iba embutido en la armadura maldita de los Caballeros de la Muerte que solía llevar. Su coraza era la de la muerte. El yelmo era el cráneo de un carnero. Los cuernos se curvaban hacia detrás sobre la cabeza y se le veían los ojos a través de las cuencas de la calavera. El peto estaba hecho de huesos, era la parte superior del esqueleto de algún animal de inmensas proporciones. Llevaba los brazos y las piernas recubiertos de hueso, como si hubiera sacado fuera su propio esqueleto. Unas espinas también de hueso le sobresalían de las manos, los codos y los hombros. Para rematar su atuendo, llevaba una espada con empuñadura de hueso.
Tenía un aspecto imponente, aunque los ojos que centelleaban en el interior del cráneo de carnero ya no ardían con la llama aterradora de los muertos vivientes. En su mirada no había luz; estaba apagada. No hedía con el olor de la muerte. Simplemente apestaba, pues estaba sudando bajo todo el peso de la armadura. Tenía la respiración rasposa, porque la coraza era muy pesada y había tenido que recorrer a pie todo el camino desde el castillo.
Beleño dejó de caminar a cuatro patas y se puso de cuclillas.
—¡Krell, estás vivo! —exclamó Beleño, aunque no estaba muy seguro de que aquello fuera una mejoría—. Ya no eres un Caballero de la Muerte.
—¡Cállate! —gruñó Krell. Miró inquisitivamente toda la gruta, echó un vistazo a la niña dormida sin mucho interés, lanzó una mirada furiosa al kender y se volvió hacia Rhys—. He venido a por Mina. En nombre de mi señor Chemosh, exijo saber dónde está.
—Aquí no —contestó Beleño rápidamente—. No sabemos dónde está. No la hemos visto, ¿a que no, Rhys?
Rhys se quedó callado.
Krell entrecerró los ojos. Aunque apenas había luz, la gruta no era muy grande y no había rincones ni grietas donde esconderse.
—¿Dónde está Mina? —volvió a preguntar Krell.
—Puedes comprobarlo tú mismo —contestó Beleño en voy muy alta—. Aquí no está.
—Entonces, ¿dónde está? —inquirió Krell. Seguía con los ojos fijos en Rhys—. ¿Te acuerdas de la última vez que nos encontramos, monje? ¿Te acuerdas de lo que te hice? Te rompí prácticamente todos los huesos de la mano. Esta vez no voy a perder el tiempo rompiendo huesos. Directamente te cortaré la mano por la muñeca...
Krell empuñó la espada y dio un paso hacia Rhys.
—Atta, quieta... —empezó a decir Rhys, pero ya era demasiado tarde.
Atta se abalanzó sobre Krell y le clavó los dientes en la pantorrilla, una parte que la greba de hueso le dejaba desprotegida.
Krell lanzó un aullido de dolor y se retorció para mirarse la pierna. La sangre empezó a manar por la herida con las dos filas de dientes marcados. Gruñó furioso y trató de herir a la perra con la espada. Atta se apartó ágilmente, mientras Rhys detenía el golpe con su cayado.
Krell resopló, burlón, y golpeó el bastón con la hoja, creyendo que iba a partirlo. Rhys levantó el cayado con un movimiento rápido y le golpeó con él en la mano. Krell soltó la espada. Doblando los dedos, miró furioso a Rhys, que había dado un paso atrás.
Krell se agachó para recuperar la espada.
—Atta, en guardia —ordenó Rhys.
La perra sacando los colmillos, lanzó un mordisco malintencionado a la mano de Krell. Este la apartó bruscamente, con los dedos cubiertos de sangre.
—Creo que sería mejor que te fueras —dijo Rhys—. Dile a tu señor que la Mina que busca no está conmigo.
—¡Mientes muy mal, monje! —respondió Krell. El aliento que salía de la calavera del carnero era nauseabundo—. Sabes dónde está y me lo vas a decir. ¡Me suplicarás que te deje decírmelo! No necesito una espada para matarte de mil maneras horrendas.
Rhys no sentía miedo, como le había sucedido cuando estaba en presencia del Caballero de la Muerte. Lo que sentía era asco, repugnancia.
Krell ya no se veía empujado a matar por una maldición de los dioses. Krell mataba por razones ruines y mezquinas. Mataba porque se deleitaba con el dolor y el miedo de sus víctimas, y porque le gustaba sentir que el poder de la vida y la muerte estaba en sus sucias manos.
—Atta —dijo Rhys con voz tranquila—, vete con Beleño.
El kender cogió a la perra, que no dejaba de gruñir, y le cerró el hocico con las manos.
—Vamos a dejar que Rhys se ocupe de esto —susurró.
—No tengo más que decir una palabra a Chemosh, monje —amenazó Krell—, Y te arrancará la carne de los huesos, eso para empezar...
Rhys cogía el cayado con firmeza. Lo sostenía en vertical delante de sí, apretándolo entre las manos. No tenía la menor idea de si estaba bendito como su otro cayado. Tal vez sí, tal vez no. Lo que sí sabía era que Majere estaba con él. Sentía al dios como una fuente de paz, calma y tranquilidad.
El brillo de los ojos de Krell se tornó amenazador.
—Vas a decírmelo.
Se acercó a la niña, que seguía dormida a pesar del alboroto, se agachó, la agarró por el pelo y la arrancó de su sueño de un tirón.
Mina cogió aire y lanzó un grito. Se retorció bajo la mano de Krell, intentando liberarse.
Krell la sujetó con más fuerza y puso una de sus enormes manazas sobre la garganta de la pequeña.
Mina dejó escapar un quejido y se quedó rígida.
—Siempre me gustaron jóvenes —rió satisfecho Krell—. Aquí tienes un adelanto de lo que le pasará a la niña si no hablas, monje.
Krell clavó unas uñas largas y amarillentas, que más parecían de un esqueleto que de un hombre, en la garganta de Mina. De las heridas empezaron a manar unos hilos finos de sangre. Mina se estremeció por el dolor, pero no hizo ningún ruido. Sus ojos ambarinos se endurecieron con fría determinación.
—Oh, oh —dijo Beleño, mientras tiraba de Atta hacia la pared.
—La próxima vez se las clavaré más. ¿Dónde está Mina? —preguntó Krell, mirando con furia a Rhys.
Pero quien respondió fue Mina.
—Aquí mismo.
Agarró el guantelete de hueso que cubría el brazo de Krell y clavó los dedos. El guantelete se resquebrajó, se partió y cayó al suelo. Mina siguió apretando y la sangre empezó a salir a borbotones por encima de sus dedos.
Krell gruñó de dolor y agitó el brazo para intentar liberarse.
Mina se lo retorció y se oyó el chasquido de los huesos. Krell aulló entre grandes dolores y, gimiendo, se dejó caer de rodillas. Se veían las puntas desiguales del hueso cubierto de sangre sobresaliendo entre la carne teñida de azul.
Mina lo fulminó con la mirada.
—Me has hecho daño. Eres malo. —Arrugó la nariz—, Y hueles mal. No me gustas. Yo me llamo Mina. ¿Qué quieres de mí?
—Esto es una especie de truco... —gruñó el hombre.
—¡Respóndeme! —Mina le propinó una patada en el muslo. La pieza de hueso se partió en dos.
Krell gimió.
—Me envió Chemosh...
—Chemosh. No conozco a ningún Chemosh —repuso Mina—. Y si es un amigo tuyo, tampoco quiero conocerlo. Vete y no vuelvas.
—No sé lo que está pasando —dijo Krell con voz cruel—, pero no importa. Dejaré que sea mi señor quien lo descubra.
Con su brazo bueno, cogió a Mina de la mano.
—¡Chemosh! Ya la tengo... —bramó.
Rhys pegó un salto y balanceó el cayado a la altura de la cabeza de Krell. El emmide silbó al cortar el aire. Rhys bajó el cayado, mirando alrededor estupefacto. Krell había desaparecido.
—Rhys —llamó Beleño con voz estrangulada—, mira hacia arriba.
El kender señalaba con la mano.
Krell colgaba del techo cabeza abajo, suspendido en el aire con una cuerda atada alrededor de la bota. Se le había caído el yelmo del cráneo de carnero, que estaba en el suelo, junto a los pies de Mina.
A Krell se le salían los ojos de las órbitas. Abría y cerraba la boca, sin que de ella saliera sonido alguno. El brazo roto le colgaba inerte. Se retorcía y daba patadas al aire, pero lo único que conseguía era girar y girar en medio de la nada. Mina levantó la vista hacia Rhys.
—Ya no tengo sueño. Es hora de marcharse.
Rhys miró a Krell, contorsionándose colgado de aquella cuerda de fabricación divina, mientras exigía y suplicaba a Chemosh que acudiera a rescatarlo. Rhys miró a Beleño, que a su vez miraba a Mina con expresión atemorizada, y no es fácil intimidar a un kender.
Mina alargó un brazo y cogió a Rhys de la mano.
—Vas a llevarme a casa, señor monje —le recordó—. Me lo prometiste.
Rhys no podía responder. Tenía una sensación en el pecho que lo presionaba y apenas le dejaba respirar. Estaba empezando a comprender la inmensidad de la misión en la que se había embarcado.
—¡Vamos, señor monje! —Mina tiraba de él con impaciencia.
—Mi nombre es Rhys Alarife —dijo Rhys, intentando hablar en un tono normal—. Y él es mi amigo Beleño.
—En... encantado de conocerte —saludó Beleño con un hilo de voz.
—¿Cómo se llama la perra? —preguntó Mina. Se agachó para acariciar a Atta, que pegó un respingo al contacto con la diosa niña y se habría escabullido si Beleño no estuviera sujetándola—. Es muy bonita. Me gusta. Mordió al hombre malo.
—Se llama Atta. —Rhys tomó una profunda bocanada de aire. Se arrodilló para ponerse a la altura de los ojos de la niña—. Mina, ¿por qué quieres ir a Morada de los Dioses?
—Porque es donde está mi madre —contestó Mina—. Está esperándome allí.
—¿Cómo se llama tu madre? —preguntó Rhys.
—Goldmoon —respondió Mina.
Beleño hizo un ruido estrangulado.
—Mi madre se llama Goldmoon —estaba diciendo Mina— y está esperándome en Morada de los Dioses y tú me vas a llevar allí.
—Rhys —intervino Beleño—, ¿podemos hablar un momento? ¿En privado?
—¿No nos vamos todavía? —se impacientó Mina.
—Dentro de un minuto —contestó Rhys.
—Vale, está bien. Voy a jugar fuera —anunció Mina— ¿La perra puede venir conmigo? —Corrió hasta la entrada de la grutá y se volvió para llamarla—: ¡.Atta! ¡Ven, Atta!.
Rhys hizo un gesto con la mano. Atta le lanzó una mirada cargada de reproches y después, con las orejas gachas, salió silenciosamente de la cueva.
—Rhys —atacó Beleño sin más preámbulos—, en el nombre de Chemosh, Mishakal, Chislev, Sargonnas, Gilean, Hiddukel, Morgion y... de todos los demás dioses de los que no logro acordarme en este preciso momento, ¿qué crees que estás haciendo?
Rhys cogió las botas de Beleño y se las tendió. El kender las apartó a un lado.
—Rhys, ¡esa niñita es una diosa! Por si eso fuera poco, ¡es una diosa que ha perdido la chaveta! —Beleño agitaba las manos para dar más énfasis a sus palabras—. Quiere que la llevemos a Morada de los Dioses, un lugar que quizá no exista siquiera, para reunirse con Goldmoon, ¡una mujer que lleva años muerta! ¡Esa niña está para que la encierren, Rhys! ¡Chiflada! ¡Majareta! ¡Como una cabra!
—Chemosh —aullaba Krell mientras tanto—. ¡Cabrón! ¡Venid a sacarme de aquí!
Beleño señaló hacia arriba con el pulgar.
—¿Qué va a pasar cuando Mina se enfade con nosotros? A lo mejor nos manda a una luna y allí nos quedamos. O levanta una montaña y nos la tira a la cabeza. O nos convierte en merienda de dragón.
—Hice una promesa —dijo Rhys.
Beleño suspiró. Se sentó, cogió una de las botas y se calzó.
—Hiciste esa promesa antes de conocer todas las circunstancias —declaró Beleño, arrastrando hacia sí la otra bota—. ¿Sabes al menos dónde está Morada de los Dioses? Quiero decir, ¿si es que está en algún sitio?
—La leyenda dice que Morada de los Dioses está en las montañas Khal-kist, cerca de Neraka —respondió Rhys.
—Vale, esto se pone mejor todavía —refunfuñó Beleño—. Neraka es el sitio más espeluznante y maligno de todo el continente. Por no mencionar que está justo en la otra punta del continente.
—No está tan lejos —repuso Rhys, sonriendo.
Salieron de la gruta, en la que Krell seguía colgado del techo, retorciéndose y maldiciendo. Parecía que Chemosh no tenía mucha prisa por rescatar a su héroe.
—En mi opinión, te han engañado. —Beleño no se rendía. Se detuvo en la entrada de la cueva y levantó los ojos hacia su amigo—. Rhys, quiero que tengas en cuenta una cosa.
—¿El qué, amigo mío?
—Nuestra historia ha terminado, Rhys —dijo Beleño con seriedad—. Logramos un final feliz, tú, Atta y yo. Dejémoslo aquí y vamos a casa.
El kender hizo un gesto hacia Mina, que estaba corriendo entre las dunas, riendo sin parar.
—Esto es un asunto de dioses, Rhys. No deberíamos inmiscuirnos en algo así.
—En una ocasión, una persona muy sabia me dijo: «No puede darse la espalda a un dios» —contestó Rhys.
—Quien te dijo eso era un kender —repuso a su vez Beleño, malhumorado—. Y ya sabes que no puede confiarse en ellos.
—A uno de ellos le confié mi vida una vez —dijo Rhys, apoyando la mano sobre la cabeza de Beleño—. Y no me falló.
—Bueno, pues entonces es que tuviste suerte —murmuró Beleño. Se metió las manos en los bolsillos y dio una patada a una piedra.
—Mi historia no ha terminado. En realidad, la historia de cada uno nunca acaba del todo. La muerte no es más que otra página. Pero tienes razón, amigo mío —concedió Rhys, suspirando sin querer—. Viajar junto a ella va a ser peligroso y difícil. Tu historia tal vez no haya terminado, pero quizá deberías pasar página y seguir otro camino.
Beleño lo pensó.
—¿Estás seguro de que Majere no va a ayudarme a abrir cerraduras?
—No puedo asegurarlo, pero lo dudo mucho.
Beleño se encogió de hombros.
—En ese caso, supongo que me quedaré contigo. Si no, me moriría de hambre.
Beleño sonrió y guiñó un ojo.
—¡Es sólo una broma, Rhys! Sabes que nunca os dejaría a ti y a Atta. ¿Qué haríais vosotros dos sin mí? ¡Seguro que dejabais que os mataran unos dioses locos!
«Ése podría ser el final de nuestra historia», pensó Rhys. Chemosh no sería el único dios que estaba buscando a Mina.
Pero guardó su pensamiento para sí y, silbando a Atta, dio la mano a Mina, que llegó hasta él dando saltitos.
Mina echó a andar, pero no se dirigió al camino. Empezó a caminar hacia el mar.
—Creía que querías ir a Morada de los Dioses —apuntó Beleño, que no estaba de muy buen humor—. ¿Qué vas a hacer? ¿Vas a nadar hasta allí?
—Claro que iremos a Morada de los Dioses —contestó Mina—. Pero primero quiero que vengáis conmigo a la torre.
—¿A qué torre? —quiso saber Beleño—. Hay un montón de torres en el mundo. Hay una muy famosa en Foscaterra. Siempre he querido visitar Foscaterra, porque está llena de los espíritus errantes de los muertos. Yo puedo hablar con los espíritus errantes, por si...
—Esa torre —especificó Mina con orgullo—. Mi torre.
Señaló hacia la torre que se erguía en medio del Mar Sangriento.
—¿Por qué quieres ir ahí? —preguntó Rhys.
—Porque está loca —contestó Beleño en voz baja.
Rhys lo miró y el kender se sumió en un silencio hosco.
Mina estaba quieta, mirando el mar.
—Mi madre estará muy enfadada conmigo por haberme escapado —dijo Mina—. Quiero llevarle un regalo a Goldmoon para que me perdone.
Rhys recordó al Hijo Venerable Patrick, sacerdote de Mishakal, relatando la historia de Goldmoon y Mina. Cuando Mina se escapó, Goldmoon había llorado por la niña perdida y había albergado la esperanza de que algún día volviera. Entonces llegó Takhisis, el Unico, y estalló la Guerra de las Almas con Mina al frente de los ejércitos de la oscuridad. Con la esperanza de que Goldmoon, que ya era una mujer mayor y débil, se uniera a las fuerzas de la oscuridad, Takhisis le dio juventud y belleza. Pero Goldmoon no quería recuperar su juventud. Estaba preparada para morir, para partir hacia el nuevo estadio de su recorrido vital, en el que la esperaba Riverwind, su amado. A pesar de que Mina intentó persuadir a Goldmoon para que cambiara de opinión, la anciana desafió a Takhisis y murió en los brazos de Mina.
Rhys se dio cuenta de que Goldmoon debía de haber muerto con un terrible pesar, pues creería que la niña que ella había querido se había perdido para siempre, entregada al mal. No era de extrañar que Mina hubiese borrado esos recuerdos.
Se prometió a sí mismo que al menos intentaría ayudarla a comprender la verdad.
—Mina —dijo Rhys, cogiendo a la pequeña de la mano—, Goldmoon murió. Murió hace ya muchos, muchos meses...
—Te equivocas —repuso Mina muy serena, con una seguridad inquebrantable—, Goldmoon está esperándome en Morada de los Dioses. Por eso voy a ir allí. Para suplicarle que ya no esté enfadada conmigo nunca más. Le llevaré un regalo para que vuelva a quererme.
—Goldmoon nunca dejó de quererte, Mina —dijo Rhys—, Las madres nunca dejan de querer a sus hijos.
Mina volvió la mirada hacia él, con los ojos muy abiertos.
—¿Ni siquiera si hacen cosas malas? ¿Cosas malas de verdad?
Aquella pregunta lo cogió por sorpresa. Si aquello podía llamarse locura, contenía una sabiduría extraña y terrible.
Apoyó la mano en el hombro delgado de la pequeña.
—Ni siquiera entonces.
—Tal vez —concedió Mina, aunque no parecía muy segura—, pero no estás seguro, así que quiero llevarle un regalo a Goldmoon. Y el regalo que quiero llevarle está dentro de esa torre.
—¿Qué tipo de torre es ésa? —preguntó Beleño, incapaz de reprimir su curiosidad por más tiempo—. ¿De dónde viene?
—No viene de ningún sitio, tonto —se burló Mina—. Siempre ha estado allí.
—No, eso no es verdad —se defendió Beleño.
—Sí, sí lo es.
—No. —Beleño vio la mirada de Rhys y cambió de tema—. Y entonces, ¿quién la construyó, si es que ha estado aquí todo el tiempo?
—Los hechiceros. Antes era una Torre de Alta Hechicería, pero ahora es mía. —Mina lanzó a Beleño una mirada desafiante, como si lo retara a que se atreviera a llevarle la contraria—. Y el regalo de Goldmoon está dentro.
—¡Una Torre de Alta Hechicería! —exclamó Beleño, boquiabierto—. ¿Y hay hechiceros dentro?
Mina se encogió de hombros.
—Supongo. No lo sé. Total, los hechiceros son estúpidos, así que qué más da. ¿A qué estamos esperando? Vamos.
—La torre está en medio del mar, Mina —dijo Rhys—. No tenemos barca...
—¡Es verdad! —lo apoyó Beleño muy contento—. Nos encantaría visitar tu torre, Mina, pero no podemos. ¡Sin barca! Por cierto, ¿soy el único que tiene hambre? Dicen que hay una posada en Flotsam que tiene un pastel de carne realmente bueno...
—Allí hay una barca —lo interrumpió Mina—, Detrás de ti.
Beleño miró de reojo. Allí estaba, un bote de vela pequeño apoyado sobre la quilla, a menos de quince pasos de donde ellos estaban.
—Rhys, haz algo —rogó Beleño sin apenas mover los labios—. Tú y yo sabemos perfectamente que hace diez segundos ahí no había ningún bote. No quiero navegar en un bote que antes no estaba ahí...
Mina empezó a tirar de Rhys hacia el bote, impaciente.
Beleño los siguió arrastrando los pies y lanzando profundos suspiros.
—¿Por lo menos sabes cómo manejar esta cosa? —preguntó—. Seguro que no.
—Seguro que sí —respondió la niña con suficiencia—. Aprendí en Ciudadela.
Beleño volvió a suspirar. Mina se subió al bote y empezó a hurgar por ahí, desenredó un rollo de cuerda y le indicó a Rhys cómo desplegar las velas. Beleño se quedó de pie junto al bote, frunciendo los labios en una mueca.
Mina se quedó mirándolo con aire pensativo.
—Dijiste que tenías hambre. A lo mejor alguien dejó comida en el bote. Voy a mirar.
Se agachó junto a uno de los asientos de madera y se levantó con un saco grande en la mano.
—¡Tenía razón! —anunció con alegría—. Mira lo que he encontrado.
Metió el brazo en el saco y sacó un pastel de carne. Se lo tendió a Beleño.
El kender no lo tocó. Tenía todo el aspecto de un pastel de carne y olía a pastel de carne, sin duda. Tanto su boca como su estómago estaban de acuerdo en que aquello era un pastel de carne y Atta también sumó su voto. La perra miraba de reojo el pastel y se relamía.
—Pero si dijiste que tenías hambre —insistió Mina.
Sin embargo, Beleño seguía dudando.
—No sé...
Atta decidió hacerse cargo del asunto, o más bien zampárselo. Un salto, un mordisco, dos masticaciones y el pastel de carne se convirtió en una mancha grasienta en su hocico.
—¡Oye! —protestó Beleño indignado—. Ése era mío.
Atta se pasó la lengua por el hocico y empezó a dar golpecitos en el saco con la pata, enfadada. Rhys rescató el resto de los pasteles y los repartió. Mina mordisqueó el suyo pero al final acabó dándoselo casi todo a Atta. Beleño devoró el suyo con un hambre voraz y, cuando vio que Rhys no lograba terminarse su parte, se la comió por él. Ayudó a Rhys a alzar la vela y, siguiendo las indicaciones de Mina, empujó el bote entre las olas.
Mina cogió el timón y dirigió el bote hacia las corrientes de viento. Las olas se habían calmado. Una brisa ligera sopló las velas y el bote se deslizó por el agua, mar adentro. Atta se agazapó en el suelo, olfateando el saco con esperanza.
—Para ser un pastel hecho por un dios, no estaba mal —comentó Beleño. Se cayó sobre el asiento que estaba junto a Rhys, pues de repente el bote dio un bandazo—. Quizá un poco menos de cebolla y un poco más de ajo. La próxima vez le pediré que se saque de la nada un filete de ternera con patatas muy crujientes...
—Deberíamos tener mucho cuidado en no pedirle que haga nada —sugirió Rhys.
Beleño estuvo dándole vueltas.
—Bueno, supongo que tienes razón. Corremos el riesgo de que nos lo conceda. —El kender desvió la mirada hacia la torre—. ¿Qué sabes sobre las Torres de Alta Hechicería?
Rhys sacudió la cabeza.
—Me temo que no mucho.
—Yo tampoco. Y debo confesar que no es una experiencia que esté deseando tener. Por alguna extraña razón, a los hechiceros no les gustan los kenders. A lo mejor me convierten en rana.
—A la señora Jenna sí le gustabas —le recordó Rhys.
—Eso es verdad. Lo único que hizo fue pegarme en la mano.
Beleño se agarró a la regala cuando el bote dio otro bandazo inesperado. En ese momento navegaban bastante rápido, pegando botes sobre las olas, y la torre cada vez se acercaba más. Tenía un aspecto indescriptiblemente oscuro. Ni siquiera el brillante sol que acariciaba las paredes de cristal lograba iluminarla.
—Supongo que la mayoría de los kenders estarían dispuestos a cortarse el moño por entrar en una Torre de Alta Hechicería, pero debe de ser que yo no soy como la mayoría de los kenders —apuntó Beleño—. Eso era lo que decía mi padre. Según él, se debía a que pasaba demasiado tiempo en los cementerios hablando con los muertos. Era una mala influencia para mí.
—Beleño se quedó un poco alicaído al recordarlo.
—Pues yo creo que la mayoría de los kenders estarían dispuestos a cortarse el moño por poder hacer lo que tú haces —le dijo Rhys.
Beleño se rascó la cabeza. Nunca había considerado esa posibilidad.
—Sabes, a lo mejor tienes razón. Porque me acuerdo de una vez que me encontré con un kender en Solace y cuando le dije que yo hablaba con los muertos, él me dijo...
Beleño dejó de hablar. Miraba fijamente el mar. Parpadeó, se frotó los ojos, volvió a mirar fijamente y después tironeó a Rhys de la manga.
—¡Hay gente ahí en el agua...! —exclamó Beleño—. ¡Quizá estén ahogándose! ¡Tenemos que ayudarlos!
Alarmado, Rhys se arriesgó a ponerse de pie en el inestable bote para poder ver mejor. Al principio sólo veía aves marinas y, de vez en cuando, un poco de espuma blanca. Entonces, vio a una persona en el agua y después a otra, y a otra más.
—¡Mina! —gritó Beleño—, Dirige el bote hacia esa gente...
—No, no lo hagas —lo contradijo Rhys de repente.
Aquellas personas estaban muy lejos de la costa, pero nadaban con ímpetu, sin dar muestras de cansancio o de estar intentando mantenerse a flote. Cientos de personas, nadando, lejos de la costa, dirigiéndose a la torre...
—¡Rhys! —gritó Beleño—, Rhys, son Predilectos y están nadando hacia la torre. Mina, ¡para! ¡Da media vuelta!
Mina negó con la cabeza. La satisfacción iluminaba sus ojos ambarinos. Una sonrisa le curvaba los labios y se rió, sin más motivo que la pura alegría.
El bote de vela avanzaba raudo, como si saltara sobre las olas.
—¡Mina! —volvió a llamarla Rhys, con preocupación—. ¡Da media vuelta!
La niña lo miró, sonrió y lo saludó con la mano.
—¡Esas personas son peligrosas! —gritó el monje, señalando frenéticamente a los muertos vivientes, algunos de los cuales ya habían llegado a la torre. Se veían muchos más agolpados en la entrada—. ¡Tenemos que volver!
Mina miró a los Predilectos desconcertada. El desconcierto rápidamente dio paso a la consternación y ésta al enfado.
—No tienen nada que hacer en mi torre —dijo, dirigiendo el bote directamente hacia ellos.
—¡Rhys! —aulló Beleño.
—No puedo hacer nada —contestó Rhys, y por primera vez entendió de verdad todo el peligro que entrañaba su nueva situación.
¿Cómo podía controlar él a una niña de seis años que colgaba del techo a un secuaz de Chemosh atándolo por los pies, que luego hacía aparecer un bote y que hacía surgir pasteles de carne a su antojo?
—Pues yo creo que la mayoría de los kenders estarían dispuestos a cortarse el moño por poder hacer lo que tú haces —le dijo Rhys.
Beleño se rascó la cabeza. Nunca había considerado esa posibilidad.
—Sabes, a lo mejor tienes razón. Porque me acuerdo de una vez que me encontré con un kender en Solace y cuando le dije que yo hablaba con los muertos, él me dijo...
Beleño dejó de hablar. Miraba fijamente el mar. Parpadeó, se frotó los ojos, volvió a mirar fijamente y después tironeó a Rhys de la manga.
—¡Hay gente ahí en el agua...! —exclamó Beleño—. ¡Quizá estén ahogándose! ¡Tenemos que ayudarlos!
Alarmado, Rhys se arriesgó a ponerse de pie en el inestable bote para poder ver mejor. Al principio sólo veía aves marinas y, de vez en cuando, un poco de espuma blanca. Entonces, vio a una persona en el agua y después a otra, y a otra más.
—¡Mina! —gritó Beleño—. Dirige el bote hacia esa gente...
—No, no lo hagas —lo contradijo Rhys de repente.
Aquellas personas estaban muy lejos de la costa, pero nadaban con ímpetu, sin dar muestras de cansancio o de estar intentando mantenerse a flote. Cientos de personas, nadando, lejos de la costa, dirigiéndose a la torre...
—¡Rhys! —gritó Beleño—, Rhys, son Predilectos y están nadando hacia la torre. Mina, ¡para! ¡Da media vuelta!
Mina negó con la cabeza. La satisfacción iluminaba sus ojos ambarinos. Una sonrisa le curvaba los labios y se rió, sin más motivo que la pura alegría.
El bote de vela avanzaba raudo, como si saltara sobre las olas.
—¡Mina! —volvió a llamarla Rhys, con preocupación—. ¡Da media vuelta!
La niña lo miró, sonrió y lo saludó con la mano.
—¡Esas personas son peligrosas! —gritó el monje, señalando frenéticamente a los muertos vivientes, algunos de los cuales ya habían llegado a la torre. Se veían muchos más agolpados en la entrada—. ¡Tenemos que volver!
Mina miró a los Predilectos desconcertada. El desconcierto rápidamente dio paso a la consternación y ésta al enfado.
—No tienen nada que hacer en mi torre —dijo, dirigiendo el bote directamente hacia ellos.
—¡Rhys! —aulló Beleño.
—No puedo hacer nada —contestó Rhys, y por primera vez entendió de verdad todo el peligro que entrañaba su nueva situación.
¿Cómo podía controlar él a una niña de seis años que colgaba del techo a un secuaz de Chemosh atándolo por los pies, que luego hacía aparecer un bote y que hacía surgir pasteles de carne a su antojo?
De repente, se sintió furioso. ¿Por qué no se ocupaban de ella los dioses en persona? ¿Por qué lo cargaban a él con aquella tarea?
El bote giró bruscamente. El emmide, que descansaba en el asiento que estaba junto a él, rodó hasta su mano. Lo asió y, a pesar de que estaba resbaladizo por el agua salada, volvió a sentir esa calidez reconfortante. Un dios, por lo menos, tenía sus razones...
—¡Rhys! ¡Cada vez estamos más cerca! —advirtió Beleño.
Ya se habían acercado mucho a la torre. Los Predilectos habían tomado la isla, que no era demasiado grande, y llegaban más por momentos. Algunos nadaban. Otros salían del fondo del mar agarrándose a las rocas, como si hubieran llegado caminando por el lecho marino. Trepaban por las rocas y a veces resbalaban y se caían al agua, pero siempre volvían. En su mayoría eran humanos, jóvenes y fuertes, todos muertos; pero al mismo tiempo, estaban espantosamente vivos, condenados a un mundo de dolor insoportable, víctimas del terrible beso de Mina. A Rhys se le estremeció el corazón a verlos.
—¿Qué hace toda esta gente aquí? —gritó Mina enfadada—. Esta torre es mía.
Le dio una vuelta al timón y desvió el bote de la corriente de aire. La embarcación se balanceó y se agitó, hasta que empezó a avanzar lentamente hacia la orilla de rocas, llevada por su propia inercia. Rhys temió que acabarían chocando, pero Mina demostró ser una hábil marinera y los condujo sanos y salvos entre las rocas, los corales y las algas que goteaban agua salada.
—Pásame esa cuerda —pidió Mina, mientras saltaba ágilmente a la orilla—, para que pueda amarrar el bote.
—¡Rhys! ¿Qué estás haciendo? —gritó Beleño, horrorizado—. ¡Soltad amarras! ¡Zarpemos! ¡No podemos quedarnos aquí! ¡Nos matarán!
El emmide seguía desprendiendo calor en la mano de Rhys. Recordó lo que había pensado antes: su locura albergaba una terrible sabiduría. Por lo visto, aquello era algo que necesitaba hacer. Y él se lo había prometido. Ella no estaba en peligro. Ella no podía morir. Se preguntaba si Mina se daría cuenta de que él y Beleño sí corrían peligro.
Desde su posición aventajada, Rhys veía su propio reflejo en las relucientes paredes de cristal negro de la torre. La entrada no estaba a más de cien pasos y la puerta estaba abierta. Ya debía de haber un montón de Predilectos en el interior. Varios centenares de muertos vivientes esperaban en la isla, vagando sin destino. Al percatarse de la llegada de la embarcación, algunos se volvieron para observarlos con las cuencas vacías de sus ojos.
—¡Demasiado tarde! —gimió Beleño—. Ya nos han visto.
Rhys amarró rápidamente el bote y se apresuró a colocarse junto a Mina, asiendo su cayado. Beleño ayudó a Atta a desembarcar, después cogió un gancho del bote y, poco a poco y con recelo, siguió a Rhys.
—Ahora mismo podría estar en un bonito cementerio —dijo el kender compungido— haciendo una visita a unos cuantos muertos de esos que sí son agradables...
—¡Mina! —Uno de los Predilectos gritó su nombre.
—¡Mina! —repitió otro.
El nombre se propagó entre los muertos vivientes. Los Predilectos empezaron a correr hacia el bote.
—¿Por qué me conocen? —Mina se estremeció. Retrocedió asustada y se pegó a Rhys—. ¿Por qué se quedan mirándome con esos ojos horribles?
Los Predilectos se agolpaban alrededor, alargando las manos hacia ella y repitiendo su nombre.
—¡Los odio! ¡Haz que se vayan! —suplicó Mina. Se volvió y ocultó la cara entre los ropajes de Rhys—. ¡Haz que se vayan!
—¡Mina! Mina, tocadme —rogaban los Predilectos, extendiendo los brazos hacia la pequeña—. ¡Vos me convertisteis en lo que soy!
Uno de los Predilectos agarró a Mina por el brazo y la niña lanzó un grito aterrorizado. Rhys no podía sujetar a la pequeña y, al mismo tiempo, enfrentarse a los Predilectos. Hacía lo que podía por sostener a la niña, que se retorcía y no paraba de chillar. Lanzó el emmide a Beleño.
—¡Está bendito por el dios! —gritó Rhys.
El kender lo entendió. Tiró el gancho del bote y cogió el cayado al vuelo. Balanceándolo como si fuera una maza, lo dejó caer con todas sus fuerzas sobre la muñeca del Predilecto.
Al tocar el cayado, la carne de la mano del Predilecto se ennegreció y se desprendió del hueso. Dejó al descubierto la mano de un esqueleto que, por desgracia, se negaba a soltar a su presa. Los dedos de hueso se aferraban al brazo de Mina.
—¡Eso fue de muchísima ayuda! —gritó Beleño, lanzando una mirada furiosa a los cielos—. ¡Creía que un dios podría hacerlo un poco mejor!
Más y más Predilectos seguían rodeándolos. Beleño los golpeaba con el cayado, intentando derribarlos, pero no estaba teniendo demasiada suerte. El hecho de que la carne se les pusiera negra y se les cayera de los huesos no parecía molestarles lo más mínimo. Ellos seguían acercándose y Beleño seguía balanceando el cayado. Ya estaban empezando a dolerle los brazos, tenía las manos sudorosas y sentía ganas de devolver ante aquel truculento espectáculo de manos y brazos sin carne agitándose alrededor.
Atta daba dentelladas y ladraba. Se lanzaba sobre los Predilectos, hundía los dientes en cualquier parte que se le pusiera a tiro, pero los mordiscos de la perra tenían menos consecuencias aún que el cayado.
—¡Volvamos al bote! —exclamó entrecortadamente Rhys, intentando sujetar a Mina y mantener a raya a los Predilectos como podía. Los muertos vivientes no le prestaban ninguna atención ni él, ni al kender y a la perra. Estaban desesperados por alcanzar a Mina.
Beleño se sobresaltó cuando la niña lanzó un agudo chillido, justo en su oreja, y dejó caer el emmide.
Unos dedos esqueléticos agarraron a Mina por la muñeca. Rhys golpeó al Predilecto en la cara con el canto de la mano y le rompió la nariz y los pómulos. Mina se quedó mirando espeluznada los huesos de los dedos que se hundían en su carne y, lanzando un grito agudo, pegó al Predilecto con el puño.
Una llama, ámbar y abrasadora, consumió completamente al Predilecto. No quedaron de él más que las cenizas. El calor del estallido de fuego golpeó a Rhys y Beleño y después desapareció.
—Rhys —dijo Beleño temblando, un momento después—, ¿todavía tengo cejas?
Rhys logró lanzarle una mirada tranquilizadora, pero eso fue lo único que tuvo tiempo de hacer. Mina, sin soltarse de su mano, se volvió para enfrentarse a los Predilectos.
El furor de la ira divina de Mina los había hecho retroceder. Ya no intentaban agarrarla. Seguían cercándola, observándola con las cuencas vacías de sus ojos y repitiendo su nombre incansablemente. Algunos pronunciaban «Mina» en un tono triste y suplicante. Otros ladraban el nombre de «Mina», desesperados y furiosos.
—¡Dejad de decir eso! —chilló Mina con voz aguda.
Los Predilectos se quedaron en silencio.
—Voy a ir a mi torre —dijo Mina, airada—. Apartaos de mi camino.
—Deberíamos volver al bote —apremió Beleño—. ¡A la carrera!
—Jamás llegaríamos —contestó Rhys.
Los Predilectos no permitirían que Mina se fuera. Habían estado esperándola en aquel lugar. Quizá una orden suya los hubiera convocado en la isla.
—Nuestras vidas están en sus manos —dijo Rhys.
Con movimientos lentos, se agachó y recogió su cayado.
—No hay pastel de carne que pague esto —se lamentó Beleño entre susurros.
Mina echó a caminar, tirando de Rhys. Los Predilectos retrocedían para dejarla pasar. La niña avanzaba entre la multitud de muertos vivientes, observándolos recelosamente con los ojos asustados. Apretaba la mano de Rhys con tanta fuerza que sus dedos le dejaron marcas rojas. Beleño los seguía pegado a ellos, tropezando con los talones de Rhys. Atta se mantenía al lado del monje, temblando y enseñando los colmillos. En su pecho vibraba un gruñido constante.
—Explícame otra vez por qué estás haciendo esto —dijo Beleño.
—¡Ssh! —advirtió Rhys.
Había visto que las cuencas vacías se apartaban de Mina, se posaban en el kender y que después un rayo de sol se reflejaba en el acero. Sin embargo, los Predilectos no atacaron. Rhys tenía el presentimiento de que no lo harían mientras estuvieran con Mina.
—Rhys —susurró Beleño—, ¡no se acuerda de ellos! ¡Y fue ella quien los creó!
Rhys asintió y siguió caminando. Los Predilectos habían estado vagando por la isla con pasos perdidos, como solían hacer, hasta que habían visto a Mina. A partir de ese momento, no tenían ojos para otra cosa. Se agolpaban alrededor, pronunciando su nombre con veneración. Algunos intentaban acercarse, pero Mina se apartaba de ellos.
—¡Fuera! —les ordenaba con brusquedad—. No me toquéis.
Uno a uno iban retrocediendo.
Mina seguía avanzando hacia la torre de la mano de Rhys. Cuando llegaron a la entrada, encontraron la puerta de doble hoja cerrada.
—Todo este camino y ahora se olvida la llave —murmuró Beleño.
—No necesito ninguna llave. Ésta es mi torre —contestó Mina.
Soltó a Rhys, se acercó a la gigantesca puerta y, reuniendo todas sus fuerzas, la empujó. Bajo su mano, las pesadas hojas se abrieron poco a poco.
Mina entró dando saltitos y mirándolo todo con la curiosidad y el asombro de un niño. Rhys la siguió más despacio. Aunque la torre estaba hecha de cristal, algún tipo de magia en las paredes impedía la entrada de la luz. El sol de la mañana ni siquiera traspasaba el umbral, sino que algo lo engullía en la puerta. En el interior todo era oscuridad. Se detuvo justo al cruzar la entrada.
Poco a poco, sus ojos se habituaron a la oscuridad fría y húmeda, y se dio cuenta de que tal oscuridad no era tanta como parecía en un primer momento. Las paredes de cristal tamizaban la luz del sol, de forma que el interior estaba bañado por una luz pálida y suave, que recordaba a la de la luna.
La entrada era lúgubre. En las paredes de cristal había tallada una escalera de espiral, que giraba alrededor del espacio hueco y conducía hacia arriba, más allá de donde alcanzaba la vista. Unas esferas de luz mágica guiaban los pasos de aquellos que ascendieran por la escalera, a intervalos regulares. La mayoría de ellas parpadeaban como velas bajo el viento, como si su magia empezara a debilitarse. Otras ya se habían apagado por completo.
Mucho tiempo atrás, el salón de entrada de la Torre de Alta Hechicería de Istar debía de haber sido magnífico. Allí los hechiceros de Istar recibirían a otros hechiceros, a los invitados y dignatarios. Debía de haber sido allí donde esperaron al Príncipe de los Sacerdotes para entregarle la llave de su amada torre, convencidos con gran pesar de que era mejor rendirse que arriesgar vidas inocentes en la batalla.
Rhys pensó que quizá el último mortal en atravesar aquella sala hubiera sido el mismo Príncipe de los Sacerdotes. Se lo imaginó, imponente con toda su magnificencia equivocada, dando un paseo triunfal, felicitándose a sí mismo por haber expulsado a sus enemigos, antes de dejar tras de sí las enormes puertas cerradas y selladas para siempre. El funesto destino de Istar, cerrado y sellado.
Nada quedaba de aquella gloria y grandeza. Los muros estaban húmedos y mugrientos, cubiertos de arena y limo. El barro, las algas y los peces muertos que cubrían el suelo le llegaban hasta la altura del tobillo.
—¡Puf! ¡Esta torre da asco, Mina! —dijo Beleño en voz alta. Agarrando a Rhys por la manga, el kender añadió en voz baja y alarmada—: ¡Cuidado! Me ha parecido oír unas voces susurrando. Por allí. —Meneó el pulgar.
Rhys escudriñó las sombras, en la dirección que Beleño había señalado. No vio nada, pero sentía que unos ojos lo observaban y oyó la respiración entrecortada de alguien, como si hubiera corrido una larga distancia.
El cansancio no acosaba a los Predilectos. Quienquiera que se ocultara entre las sombras tenía que ser un ser vivo. Rhys había dado por hecho que la torre estaría vacía. Al fin y al cabo, la habían arrancado del fondo del mar. Empezaba a pensar que su hipótesis original podía no ser cierta. Nuitari había construido la torre con su magia. Era más que probable que hubiera encontrado el modo de que sus hechiceros pudieran habitarla, incluso aunque descansara en lo más profundo del océano.
Rhys miró a Atta, que solía advertirle del peligro. La perra había percibido algo entre las sombras, pues de vez en cuando giraba la cabeza para mirar hacia allí. No obstante, los Predilectos suponían la mayor amenaza para ella, así que toda su atención se centraba en ellos. Lanzó un ladrido agudo de advertencia.
Rhys se volvió y vio a los Predilectos agolpándose en la puerta abierta. No entraban, sino que se quedaban vacilando, con los ojos sin vida clavados en Mina.
—¡No dejes que se acerquen! —pidió la pequeña a Rhys—, No quiero que entren aquí.
—La mocosa tiene razón —graznó una voz nasal, chirriante y aguda, desde las sombras—, ¡No dejes entrar a esos demonios! Nos matarán a todos. ¡Cerrad las puertas!
Nada le habría gustado más a Rhys que obedecer la orden, pero no sabía cómo funcionaba la puerta. La hoja doble estaba hecha de bloques de obsidiana, granito rojo y mármol blanco, y tenía cuatro veces la altura de un hombre; cada una de ellas debía de pesar como una casa pequeña.
—Dime cómo cerrarlas —gritó como respuesta.
—En nombre del Abismo, ¿cómo quieres que lo sepamos? —tronó una voz más profunda, malhumorada—. ¡Fuiste tú quien abrió las malditas puertas! ¡Así que ahora la cierras tú!
Pero Rhys no había abierto la puerta, sino Mina, y ella tenía demasiado miedo a los Predilectos para volver. Los Predilectos seguían concentrándose alrededor de la entrada, pero no encontraban la forma de cruzar y parecía que eso los frustraba.
—Es como si algún tipo de fuerza les bloqueara el paso —gritó Rhys a los desconocidos entre las sombras—. Supongo que vosotros dos sois hechiceros. ¿Tenéis idea de qué puede ser esa fuerza o cuánto durará?
Le llegaron fragmentos de una discusión entre susurros y después salieron de las sombras dos hechiceros ataviados con túnicas negras. Uno de ellos era alto y delgado, con las orejas puntiagudas propias de los elfos y el rostro de un mestizo salvaje. Tenía el cabello desgreñado y la túnica mugrienta y hecha jirones. Sus ojos almendrados miraban rápidamente de un lado a otro, como la cabeza de una serpiente atacante. En un momento dado, esos ojos se cruzaron con los de Rhys por accidente e inmediatamente desvió la mirada.
El otro hechicero era un enano, bajo, de espaldas anchas y con una larga barba. El enano estaba más limpio que su compañero. Sus ojos, apenas visibles bajo las pobladas cejas, eran fríos y astutos.
Parecía que los dos hechiceros acabaran de pasar por una terrible experiencia, pues el semielfo tenía el rostro magullado. Lucía además un ojo morado y se había atado un jirón de tela sucia alrededor de la muñeca izquierda. El enano cojeaba y tenía la cabeza envuelta en vendas empapadas de sangre.
—Yo soy Rhys Alarife —se presentó Rhys—. Y él es Beleño.
—Yo soy Mina —anunció la niña, ante lo que el enano se sobresaltó un poco y se quedó observándola con los ojos entrecerrados.
El semielfo los miró con desprecio.
—Y a quién le importa quiénes seáis, idiotas —dijo con odio.
El enano le dirigió una mirada torva.
—Yo me llamo Basalto y él es Caele —dijo el enano, dirigiéndose a Rhys, pero sin dejar de observar a Mina—. ¿Cómo entrasteis en nuestra torre?
—¿Qué es esa fuerza que bloquea la entrada? —insistió Rhys.
Basalto y Caele intercambiaron una mirada.
—Creemos que debe de ser el señor —respondió Basalto de mala gana—. Lo que quiere decir que a vosotros os dejó entrar y que está manteniendo a esos demonios fuera. Lo que queremos saber es por qué a vosotros os dejó entrar.
Mina había estado mirando fijamente a los hechiceros. Arrugaba la frente, como si estuviera intentando recordar dónde los había visto antes.
—Yo os conozco —dijo de repente—. Tú intentaste matarme. —Señalaba al semielfo.
—¡Está mintiendo! —exclamó Caele con un gañido—, ¡Yo no había visto a esta mocosa en mi vida! Tenéis cinco segundos para decirme qué estáis haciendo aquí o de los contrario invocaré un hechizo que os reducirá a...
Basalto le pegó un codazo en las costillas y le dijo algo en voz baja.
—¡Tú eres un tarado! —se burló Caele.
—¡Mírala! —insistió Basalto—. Esa podría ser la razón por la que el señor... —El resto de la frase se perdió en un murmullo.
—Por una vez, estoy de acuerdo con Mina —dijo Beleño—. Confío tanto en estos dos como disfruto de la peste que echan. ¿Quién es ese señor del que tanto hablan?
—Nuitari, dios de la luna negra —contestó Rhys.
Beleño dejó escapar un gemido desesperado.
—Más dioses. Justo lo que necesitábamos.
—Tengo que encontrar las escaleras para bajar —dijo Mina a Rhys—. Vosotros dos quedaos aquí y echadles un ojo.
Señaló a los hechiceros y, después de lanzarles una última mirada hosca, empezó a recorrer la vasta sala, curioseando y explorando las sombras.
—Si se trata de Nuitari, ojalá cerrara la puerta —comentó Beleño, observando a los Predilectos, que a su vez lo observaban a él.
—Si lo hiciera, no podríamos salir—dijo Rhys.
Durante todo ese tiempo, Caele y Basalto no habían dejado de discutir entre ellos.
—Venga —dijo Caele y dio un empujón a Basalto—, Pregúntales.
—Pregúntales tú —gruñó Basalto, pero al final fue él quien se acercó a Rhys arrastrando los pies.
—¿Qué son esos demonios? —quiso saber—. Sabemos que son una especie de muertos vivientes. Nada de lo que hemos probado los detiene. Ni la magia ni el acero. Caele le clavó la espada a uno en el corazón y se desplomó, pero ¡después se levantó e intentó estrangularlo!
—Se los conoce como los Predilectos. Son unos muertos vivientes discípulos de Chemosh —explicó Beleño.
—Te lo dije —gruñó Basalto a Caele—, ¡Es ella!
—Estás loco —le respondió Caele mascullando.
—¿Cómo acabó vuestra torre aquí en el Mar Sangriento? —preguntó Beleño con curiosidad—. Ayer no estaba.
—¡A nosotros nos lo dices! —bufó Basalto—. Ayer estábamos en nuestra torre, a salvo en el fondo del mar, ocupándonos de nuestras cosas. Entonces hubo un terremoto. Las paredes empezaron a temblar, el suelo era el techo y el techo era el suelo. No sabíamos si estábamos cabeza arriba o cabeza abajo. Se rompió todo, los frascos y los tubos. Los libros salieron disparados de los estantes. Pensábamos que estábamos muertos.
»Cuando todo dejó de temblar, miramos afuera y nos encontramos plantados en este islote. En cuanto intentamos salir a gatas por una puerta lateral, esos demonios intentaron acabar con nosotros.
Rhys pensó en el poder que había arrancado aquella torre del fondo del mar y miró a la niñita que daba vueltas de un lado a otro, buscando detrás de las columnas y palpando las paredes.
—¿Qué está haciendo? ¿Está jugando al escondite? —Beleño lanzó una mirada intranquila a los Predilectos y otra a los dos hechiceros—. Vámonos de aquí. No me gusta eso de clavar una espada a alguien en el corazón, ni aunque fuera un Predilecto.
—Mina... —empezó a llamar Rhys.
—¡Lo encontré! —anunció ella triunfalmente.
Estaba bajo una entrada abovedada, oculta entre las sombras, que llevaba a otra escalera de caracol más pequeña.
—Venid conmigo —ordenó Mina—. Decid a los hombres malos que ellos tienen que quedarse aquí.
—¡Ésta es nuestra torre! —protestó Caele.
—¡No! —replicó Mina.
—Sí...
Basalto intervino, apoyando la mano en el brazo de Caele con firmeza.
—No iréis a ningún sitio sin nosotros —dijo Basalto fríamente.
Caele gruñó como muestra de que estaba de acuerdo y se zafó de la mano de su compañero.
—Atta y yo estaremos vigilándolos —prometió Rhys, pensando que sería mejor tener a los hechiceros donde pudiera verlos, en vez de merodeando a sus espaldas.
Mina asintió.
—Pueden venir, pero si intentan hacernos daño, le diré a Atta que los muerda.
—Adelante. Me gustan los perros —dijo con desprecio Caele. Hizo una mueca con la boca—. Fritos.
Mina cruzó la entrada y comenzó a bajar por la escalera. La seguía Beleño, con Atta pisándole los talones. Rhys iba el último, vigilando con el rabillo del ojo a los hechiceros. El semielfo le decía algo apresuradamente a su compañero al oído, mientras hacía gestos de clavar un puñal. Para dar más énfasis a un punto, lo apuñalaba una y otra vez con un dedo sucio. Por lo visto, al enano no le gustaba lo que fuera que el semielfo le estaba proponiendo, porque se apartó con el entrecejo fruncido y negó con la cabeza. El semielfo murmuró algo más y parecía que eso el enano sí lo tomaba en consideración. Al final, asintió.
—¡Espera, monje! ¡Parad! —gritó—. Os está llevando a la muerte —advirtió Basalto—. ¡Ahí abajo hay un dragón!
Beleño resbaló, tropezó en un escalón y cayó sobre sus posaderas.
—¿Un dragón? ¿Qué dragón? —El kender se frotó el coxis dolorido—. ¡A mí nadie me había dicho nada de un dragón!
—El dragón es el guardián del Solio Febalas— dijo Basalto.
—¿El Solo Cebada? —repitió Beleño—. ¿Qué es eso?
Rhys no podía creer lo que acababa de oír.
—El Solio Febalas —aclaró Rhys con la voz temblorosa—. La Sala del Sacrilegio. Pero... no puede ser. La sala se perdió durante el Cataclismo.
—Nuestro señor la encontró —afirmó Basalto con orgullo—. Es un tesoro repleto de raras y valiosas reliquias sagradas.
—Valen un dineral. Por eso el dragón lo está vigilando —añadió Caele—, Si intentáis entrar, el dragón os matará y os comerá.
—Esto cada vez se pone mejor —dijo Beleño sombríamente.
—¡Bah! El dragón no va a comerse a nadie —repuso Mina tranquilamente—, A mí no me comió y ya he estado ahí abajo. Es una hembra de dragón y se llama Midori. Es una dragón marina y muy vieja. Muy, muy vieja.
—Rhys —dijo Beleño—, estoy seguro de que a un montón de kenders les encantaría que un dragón marino los devorase. Pero da la casualidad de que yo no soy uno de ellos.
—¡Así habla un hombre sensato! Tú y el monje deberíais volver arriba —apremió Caele—. Basalto y yo iremos con la... niñita.
—¡Qué buena idea! —exclamó Beleño y empezó a subir escaleras arriba.
Rhys lo agarró y le obligó a dar media vuelta.
—Nos quedaremos con Mina —dijo y siguió caminando, llevando consigo a Beleño.
Volvieron a oírse más susurros a su espalda.
—Al señor no le va a gustar que bajemos ahí —oyó decir a Basalto.
—Tampoco le va a gustar que nos lo roben todo —replicó Caele.
Basalto agarró con fuerza a Caele por la muñeca.
—No seas idiota —dijo el enano y añadió algo en un lenguaje que Rhys no entendió.
Caele gruñó y tiró de la manga para volver a colocársela, pero a Rhys le dio tiempo a vislumbrar un resplandor metálico.
Rhys se volvió. Estaba claro que aquellos dos estaban tramando algo y suponía que tenía que ver con el Solio Febalas, la Sala del Sacrilegio. Si estaban diciendo la verdad y Nuitari había encontrado la sala perdida, entonces lo que decía el semielfo de que valía un dineral era cierto. ¡Un dineral de dinerales! Se decía que los soldados del Príncipe de los Sacerdotes habían confiscado reliquias y pociones bendecidas por todos los dioses. Realmente sería un gran tesoro para cualquiera, incluso para dos seguidores de Nuitari.
Aquellos artefactos habían sido creados en la Era del Poder, cuando el dominio de los clérigos no tenía rival. Los sacerdotes de todos los dioses aceptarían cualquier precio con tal de conseguir poderosas reliquias sagradas que se creían perdidas desde hacía mucho tiempo. Los más apreciados de todos, los más anhelados, serían los artefactos bendecidos por Takhisis y Paladine. Aunque los dos dioses ya no se encontraran en el panteón, sus antiguos objetos podían seguir conservando su poder. La riqueza de naciones enteras no bastaría para pagar tal tesoro.
«Quiero llevar a Goldmoon un regalo...»
Rhys se detuvo bruscamente. Ésa era la razón por la que Mina había ido a la torre. Se dirigía a la Sala del Sacrilegio.
Beleño, al oír que se había detenido, giró la cabeza.
—Los peldaños están resbaladizos —dijo el kender—. Tienes que ir con cuidado. Tampoco es que importe si nos caemos y nos partimos la cabeza, ¡ya que todos vamos a ser devorados por un despiadado dragón marino! —exclamó, subiendo cada vez más la voz.
—¡No nos van a devorar! —gritó Mina. Subió la escalera dando saltitos—. El dragón no está.
—¡No está! —repitió Caele, sin aliento.
—¡Es nuestro! —exclamó Basalto entrecortadamente.
Los dos hechiceros pasaron junto a Rhys empujándolo y se lanzaron hacia el final de la escalera, dándose codazos entre sí.
Los hechiceros giraron en la siguiente vuelta de la escalera de caracol y desaparecieron. Rhys se apresuró detrás de ellos y superó a Beleño, que a duras penas lograba no quedarse atrás. Rhys encontró a Basalto y a Caele haciendo equilibrios en el último peldaño, mirando con expresión consternada.
Para mantener alejados a los ladrones de los valiosos objetos que guardaba la Sala del Sacrilegio, Nuitari había metido el Solio Febalas en una esfera enorme llena de agua del mar. La Sala estaba protegida por tiburones, pastinacas y otro tipo de seres marinos que resultaban letales, entre ellos una vieja hembra de Dragón del Mar.
Pero de aquella ingeniosa caja fuerte acuática de Nuitari no quedaban más que montículos de arena húmeda en los que brillaban los trozos del cristal roto.
La esfera se había hecho añicos durante el viaje de la torre. El agua del mar se había derramado y con ella se habían ido los monstruos marinos. Por lo visto Midori, arrancada bruscamente de su descanso por el golpe, había decidido que ya había tenido más que suficiente y se había ido a buscar un hogar un poco más estable. La destrucción llegaba hasta donde alcanzaba la vista.
—¡No! ¡Atta, para! —gritó Beleño mientras sujetaba a la perra por el pescuezo, justo cuando ya empezaba a adentrarse en la arena—. ¡Vas a destrozarte las patas! ¿Dónde está el Feble Solitario? —preguntó a Mina.
La niña señaló en silencio y con gesto sombrío al centro de aquel desastre.
—Vaya, bueno. Supongo que no podemos llegar allí —dijo Beleño de buen humor—. Oye, tengo una idea. Vamos a navegar hasta Flotsam. Conozco una taberna donde te ponen un filete de ternera con patatas muy crujientes y unos guisantes verdes para acompañar con...
—Beleño —lo reprendió Rhys.
—¡No se lo he pedido a ella! —se defendió el kender en un susurro—. Sólo mencioné el filete de ternera por si da la casualidad de que tiene hambre.
—Era tan bonito —dijo Mina y se echó a llorar.
Basalto se había quedado mirando aquel desastre con expresión sombría.
—Me da igual lo que diga el señor —declaró el enano—. Yo no voy a limpiar todo esto. —Oyó reír a Caele por lo bajo y frunció el entrecejo—. ¿Qué te hace tanta gracia? ¡Esto es un desastre!
—Para nosotros no —repuso Caele con una sonrisa taimada.
Al ver que el monje estaba ocupado consolando a la niña llorosa, Caele se escabulló silenciosamente escaleras arriba, haciendo un gesto a Basalto para que se uniera a él.
—¿No te das cuenta de lo que significa esto? —susurró Caele cuando estaban lo suficientemente lejos para que los demás no pudieran oírlos—. ¡El dragón se ha ido! ¡La Sala del Sacrilegio ya no está vigilada! ¡Somos ricos!
—Si es que la Sala sigue aquí —replicó Basalto—. Y si sigue intacta, cosa que dudo. —Hizo un gesto hacia los restos de la esfera—. ¿Y cómo piensas llegar a ella? Casi sería mejor que el dragón siguiera aquí, porque esos trozos de cristal son más afilados que sus dientes e igual de letales.
—Si la Sala sobrevivió al Cataclismo, seguro que sobrevivió a esto. Ya lo verás. Y en cuanto a cómo llegar a ella, ya se me ha ocurrido algo.
—¿Qué hacemos con Mina y sus amigos? —preguntó Basalto.
Caele sonrió. Se subió la manga y dejó al descubierto un cuchillo que llevaba sujeto a la muñeca.
Basalto resopló.
—¿Te acuerdas de lo que pasó la última vez que intentaste matarla? ¡Acabaste prisionero en tu propia tumba!
— Tenía a ese cabrón de Chemosh de su lado —dijo Caele, ceñudo—. Esta vez lo único que tiene es un monje y un kender. Tú matas a esos dos y yo...
—¡A mí déjame al margen! —gruñó Basalto—. Ya estoy harto de tus complots y tus planes. ¡Lo único que me traen son problemas!
Caele empalideció de furia. Un rápido movimiento de muñeca después, tenía el cuchillo en la mano. Pero Basalto estaba preparado. Siempre había tenido claro que un día acabaría matando al semielfo y ese día bien podía haber llegado ya.
Empezó a recitar un hechizo. Caele entonó un contrahechizo. Los dos se miraron con odio.
Mina contemplaba las ruinas de la esfera de cristal con lóbrego asombro.
—Quería nadar otra vez en el agua del mar. Quería hablar con la hembra de dragón...
—Lo siento, Mina —dijo Rhys sin saber qué más podía decirle.
El monje tenía sus propias preocupaciones. Si realmente el Solio Febalas estaba en medio de todo aquel caos, debería encontrarlo, asegurarse de que estaba a salvo y su contenido seguro. Oía a los dos Túnicas Negras tramando algo y aunque no podía distinguir lo que decían, no le cabía ninguna duda de que estaban planeando cómo robar los objetos sagrados.
Si hubiera estado solo, a Rhys no le habría importado arriesgar su propia vida tratando de encontrar un camino entre las esquirlas de cristal, pero no podía aventurarse por la arena y dejar a sus amigos y a la perra detrás. Esa opción quedaba descartada con los Predilectos agolpándose en el exterior de la torre, mantenidos a raya por sólo los dioses sabrían qué fuerza. Tampoco confiaba en los dos Túnicas Negras.
La preocupación principal de Rhys era Mina. Como diosa, podría haber caminado cientos de kilómetros entre afiladas cuchillas sin hacerse un rasguño. Pero era una diosa que no sabía que lo era. Temblaba de frío, lloraba cuando se enfadaba y sangraba si le arañaban la piel. No se atrevía a llevarla consigo y tampoco se atrevía a dejarla atrás.
—Mina —dijo Rhys—, creo que Beleño tiene razón. Deberíamos emprender el camino a casa. No puedes cruzar la arena sin herirte. Goldmoon lo entenderá...
—¡No voy a irme! —lo desafió Mina con arrogancia. Había dejado de llorar y sacaba el labio inferior, enfurruñada. Estaba de pie, dando patadas a la arena mojada con la punta del zapato—. Sin mi regalo no me voy.
—Mina...
—¡No es justo! —gritó, limpiándose la nariz con el dorso de la mano—, ¿Por qué tenía que pasar esto? Hice todo este camino...
Se quedó callada. Sin hacer caso de la advertencia de Rhys de que tuviera cuidado, se agachó y recogió un trozo pequeño de cristal.
—Esto no tenía que haber pasado.
Mina lanzó el cristal al aire y a él se unió un millón de trozos más, resplandecientes como gotas de lluvia bajo la luz del sol. Las esquirlas se fundieron unas en otras. El agua del mar, en vez de vaciarse, fluyó otra vez hacia el interior de la esfera.
Rhys se encontró de repente dentro de una esfera de cristal, sumergido en las profundidades verdes y azuladas del agua marina, y estaba ahogándose.
Aguantando la respiración, Rhys miró alrededor desesperado, intentando encontrar una forma de salir. Cerca de él estaba Beleño, agitando brazos y pies, con las mejillas hinchadas. Atta movía las patas sin control, con el pánico reflejado en sus ojos bien abiertos. Mina, inconsciente del aprieto en el que estaban, se alejaba nadando.
A Rhys no le quedaban más que unos momentos de vida. Atta ya había empezado a hundirse hacia el fondo. Rhys cortaba el agua con los brazos y movía los pies, intentando alcanzar a Mina.
Consiguió agarrarla por el tobillo. Mina giró sobre sí misma. Un intenso placer iluminaba su rostro. Estaba disfrutando de lo lindo. El placer se desvaneció en cuanto vio que sus amigos estaban en problemas. Los miró con impotencia, sin tener ni idea de lo que podía hacer. A Rhys iban a estallarle los pulmones. Veía unas estrellas borrosas y puntos azules y amarillos; ya no podía soportar el dolor. Abrió la boca, preparado para hundirse hacia la muerte.
Tragó agua salada y, aunque no era una sensación agradable, no murió. Se quedó perplejo al descubrir que estaba respirando en el agua con la misma facilidad con que antes respiraba en el aire. Beleño, boqueando y con los ojos a punto de salírsele de las órbitas, ya no resistía más. Flotaba inerte en el agua.
Mina cogió a Atta, que ya había dejado de luchar. Acarició a la perra, la besó y la abrazó, y de repente Atta abrió los ojos. La perra miró alrededor frenéticamente, dominada por el pánico, hasta que encontró a Rhys. El monje se acercó a ella nadando y se les unió Beleño, que le agarró del brazo e intentó decir algo. Lo único que le salió de la boca fueron burbujas; pero a pesar de que Rhys no podía oírlo, entendió a grandes rasgos lo que el kender quería decir, que era algo así como: «¡Tienes que hacer algo! ¡Va a acabar matándonos a todos!»
Rhys pensó que era más que probable, pero no tenía la menor idea de lo que podía hacer para evitarlo. Cuando una niña de seis años normal se portaba mal, se le podía dar un azote o mandarla a la cama sin cenar. La idea de dar un azote a Mina, quien, como Beleño había dicho, podía lanzarles una montaña a la cabeza, resultaba ridicula. Y la verdad era que Mina no se había portado mal. No había intentado ahogarlos deliberadamente. Sencillamente, había cometido un error. Como ella podía respirar tanto agua como aire, había dado por hecho que ellos también podían.
Mina nadaba bajo el agua como si hubiera nacido con branquias en vez de pulmones y se movía de un lado a otro como una flecha, apremiándolos todo el tiempo para que se dieran prisa. Rhys había aprendido a nadar en el monasterio, pero lo entorpecían la túnica y el cayado, que no quería abandonar, así como su preocupación por Beleño.
El kender no sabía nadar. En realidad, nunca había querido aprender. Pero en ese momento, ya que nadie le había dado a elegir, se agitaba sin control, sin avanzar en ninguna dirección. Estaba a punto de abandonar, cuando Atta pasó a su lado, impulsándose con las patas delanteras. Beleño observó a la perra y decidió imitarla. En vez de patas, utilizó las manos y los brazos como remos y poco después ya podía seguir el ritmo de los demás.
Mina avanzaba con entusiasmo y no dejaba de hacerles gestos para que se apresuraran. Cuando la alcanzaron, estaba esperándolos suspendida en el agua, moviendo las manos lentamente en círculo, flotando sobre lo que parecía un castillo de arena hecho por un niño.
El diseño del castillo era muy sencillo; constaba de cuatro paredes de metro y medio de altura y los mismos metros de longitud y en cada esquina se alzaba una torre alta. No había ventanas y únicamente se abría una puerta, pero esa puerta era una verdadera maravilla.
La entrada tenía pocos menos de un metro de alto y no era demasiado ancha. Estaba cerrada por una puerta hecha con un sinfín de perlas que brillaban con una luz rosácea. En el centro fulguraba un único carácter antiguo tallado en una gran esmeralda.
Mina hizo una seña a Rhys, mientras éste nadaba torpemente a su lado, poniendo por delante de sí el cayado. Señaló hacia el castillo de arena y asintió con entusiasmo.
«La Sala del Sacrilegio», dijo en silencio la niña, para que le leyera los labios.
Rhys la observó atónito.
La infame Sala del Sacrilegio era un castillo de arena hecho por un niño. Rhys sacudió la cabeza. Mina lo miró con el entrecejo fruncido, extendió un brazo, y agarró el cayado. Señaló la letra tallada en la gema incrustada en la puerta. Rhys se acercó nadando y tomó una bocanada de agua por el asombro. En la esmeralda estaba esculpida la figura de un ocho tumbado, un símbolo sin principio ni final, el símbolo de la eternidad.
Rhys se impulsó hacia detrás. Mina lo observaba perpleja. Señaló la puerta una vez más.
«¡Abrela!», ordenó, con un borboteo de burbujas.
Rhys negó con la cabeza. Allí estaba el Solio Febalas, custodio de algunos de los objetos más sagrados que dioses y hombres crearan jamás, y la puerta estaba cerrada y sellada. El no debía entrar. Ningún mortal debía entrar. Tal vez ni siquiera los dioses debían entrar.
Mina tironeó de él para indicarle que se diera prisa. Rhys sacudió la cabeza con decisión y se apartó. Ojalá pudiera explicárselo, pero no podía. Se volvió y empezó a nadar en dirección contraria.
Mina nadó detrás de él y volvió a agarrarlo. Con la cabezonería propia de los niños, no pararía hasta conseguir lo que quería. Rhys imaginó que, si estuvieran en tierra firme, la pequeña habría dado una patada en el suelo.
Rhys estaba dispuesto a seguir negándose, pero en ese mismo momento la decisión le fue arrebatada de las manos.
Incluso en las profundidades del mar, hasta él llegó esa palabra única temida en todo Krynn por cualquiera que viajara con un kender:
«¡Vaya!»
—¡Oye! —exclamó Caele, alarmado—. ¿Dónde han ido?
Los dos Túnicas Negras, en su afán por acabar el uno con el otro, habían estado murmurando palabras arcanas y revolviendo en sus bolsillos en busca de los ingredientes de los hechizos, cuando se dieron cuenta de que estaban solos. El kender, la niña, la perra y el monje habían desaparecido.
—¡Malditos sean! —maldijo Caele, furioso—. ¡Han encontrado la forma de entrar!
El semielfo bajó la escalera corriendo y patinó al frenar después del último peldaño. Los trozos de cristal seguían allí, las puntas sobresalían entre la arena.
—Si no estuvieras tan impaciente por cortarme la cabeza, ahora mismo estaríamos allí, ayudándonos a nosotros mismos a ser un poco más ricos. —Basalto agitó el puño hacia el semielfo.
—Tienes razón, no hay duda, Basalto —convino Caele, repentinamente sumiso—. Siempre tienes razón. Dale recuerdos al señor.
El semielfo levantó una mano, hizo una fioritura y desapareció.
—¿Qué? —Basalto parpadeó—, Pero...
El enano lo comprendió de golpe. Tomó una buena bocanada de aire y la dejó escapar en un bramido.
—¡Ha ido detrás de ellos!
Basalto dio un repaso rápido mentalmente a su catálogo de hechizos y empezó a revolver nerviosamente en todos los saquitos de ingredientes para comprobar lo que tenía a mano. Había acudido preparado para la batalla, no para viajar a un destino desconocido en el fondo del mar y protegido por cristales rotos. Se preguntaba qué magia habría utilizado Caele y llegó a la conclusión de que lo más probable era que el semielfo hubiese recurrido a un hechizo conocido como la puerta entre dimensiones. Era uno de los favoritos de Caele, porque sólo hacía falta pronunciar unas palabras, no se necesitaba ingrediente alguno. A Caele no le gustaban los hechizos con ingredientes, principalmente porque era demasiado vago para ir a buscarlos.
Basalto también estaba familiarizado con el hechizo de la puerta entre dimensiones, pero había un inconveniente. Para conjurar el encantamiento, el hechicero tenía que conocer el lugar al que iba, pues debía visualizarlo. Basalto no tenía la menor idea de dónde estaba la Sala del Sacrilegio o cómo era. Jamás había estado dentro de la esfera llena de agua que la protegía.
Caele, por el contrario, sí había estado en el interior de la esfera. Nuitari lo había obligado a visitar a la hembra de dragón, Midori, para recoger un poco de su sangre. Luego la utilizaría en el cuenco de las visiones de dragón con el que espiaba a sus enemigos. Caele nunca había mencionado que hubiera visto la Sala en persona, pero el semielfo era un cabrón escurridizo, astuto y mentiroso. Basalto sospechaba que Caele habría fisgoneado un poco mientras estaba allí abajo y simplemente se lo había callado.
Al imaginarse a Caele en la Sala, recogiendo valiosos tesoros a manos llenas, Basalto hizo rechinar los dientes de furia. Miró con odio las esquirlas de cristal que le cerraban el paso y pensó con nostalgia lo maravilloso que sería pasar por encima flotando sin más. Eso hizo que se le ocurriera un hechizo.
Basalto no tenía los ingredientes exactos necesarios a mano, pero podría hacer un apaño. El hechizo requería gasa, así que arrancó la venda que le envolvía la frente y cortó un trozo con un cuchillo. Solía llevar el cabo de una vela, porque el fuego o la cera siempre resultaban útiles. La vela era cera de abeja y la había hecho él mismo. Estaba muy orgulloso de ella, porque poseía propiedades mágicas.
Con la gasa en una mano y la vela en la otra, pronunció la orden adecuada y la vela se encendió. Sostuvo la tela sobre la llama hasta que se prendió, dejó que ardiera un momento y después la apagó. Del tejido ennegrecido salía una fina columna de humo. Basalto dijo una palabra mágica y aguardó nervioso para comprobar si el hechizo había funcionado.
Lo invadió una sensación extraña y placentera, como si la carne y el hueso, la piel y el músculo, pasaran por arte de magia al estado líquido y después al gaseoso. Lo que quedó de él fue una nube de gas, carente de sustancia. Hacía tiempo que Basalto no utilizaba aquel hechizo y se le ocurrió, demasiado tarde ya, que no estaba muy seguro de cómo se recuperaba el cuerpo después. Pero ya se preocuparía de eso más adelante. En ese momento lo que tenía que hacer era alcanzar a Caele.
Desplazándose con las corrientes de aire, la forma gaseosa de Basalto, que parecía una espeluznante nube de humo negro, pasó flotando sobre los cristales cortantes y entró en lo que quedaba de la esfera de cristal.
Beleño había estado esforzándose por demostrar a Mina que se sentía ofendido, lo que era comprensible, porque primero lo había metido en un montón de agua salada y después estuvo a punto de ahogarlo, pero un rato después ya la había perdonado. Le gustaba la nueva sensación de poder respirar debajo del agua como si tuviera branquias en el cuello que palpitaran hacia dentro y hacia fuera. Se palpó el cuello para comprobar si realmente las tenía y se quedó muy desilusionado al ver que no era así. En ese momento, llegó al castillo.
Rhys y Mina estaban discutiendo. Por lo que parecía, Mina quería que Rhys entrara y el monje se negaba rotundamente, actitud que Beleño, como kender con sentido común, aprobaba, pues había supuesto inmediatamente que aquel edificio debía de ser el Solano de Famas o la Sala del Sacro Lejos o como se llamase.
Beleño se quedó chapoteando, mientras esperaba que la discusión llegase a su fin, y no tardó en aburrirse. Allí abajo lo único que podía hacer uno era nadar. Se preguntó cómo podían soportarlo los peces. Como no había nada más que ver, aparte del castillo de arena, decidió echarle un vistazo y se fijó en que la puerta era de lo más interesante, pues estaba hecha de perlas y tenía la esmeralda más grande y hermosa que el kender hubiera visto jamás. Se acercó nadando para verla desde más cerca.
Beleño nunca logró explicarse lo que sucedió después. O su sentido común decidió hacer las maletas y marcharse de vacaciones; o su lado más kender se despertó, le pegó un buen porrazo al sentido común y lo dejó fuera de juego.
En realidad, daba lo mismo.
El hecho era que aquella esmeralda era la más grande y hermosa que Beleño hubiera visto jamás y cuanto más se acercaba a ella, más grande y hermosa parecía. Así que al final, el lado kender que realmente tenía, por mucho que su padre pensara lo contrario, no tuvo más remedio que alargar el brazo, coger la esmeralda e intentar soltarla.
Entonces pasaron dos cosas, una de ellas mala y la otra peor.
La mala fue que la esmeralda no se soltó.
La peor fue que la puerta sí lo hizo.
Se abrió la puerta.
«¡Vaya!» Eso fue todo lo que pudo gritar el sorprendido kender antes de que el agua del mar corriera al interior del castillo de arena y lo arrastrara consigo.
La puerta se cerró.
Las rápidas corrientes de agua revolcaron a Beleño y, durante un momento de gran tensión, no sabía si estaba del derecho o del revés. Entonces el agua lo dejó sobre una superficie sólida y prosiguió sin él. Se quedó quieto un momento, con la respiración entrecortada e intentando asimilar todo lo ocurrido tan repentinamente. Cuando superó el sobresalto, se percató de que estaba respirando aire y no agua, algo que lo alegraba. Había estado repasando mentalmente todo lo que sabía sobre la dieta de los peces y había llegado a la triste conclusión de que iba a tener que sobrevivir a base de gusanos.
Después de tomar unas bocanadas de aire profundas y tranquilizadoras, decidió levantarse y echar un vistazo alrededor.
Echó un vistazo y otro vistazo más, y cuantos más vistazos echaba, más seguro estaba, con un temblor en el estómago, de que él no debía estar en aquel sitio. En esa situación, un kender con sentido común, incluso un kender con cuernos, no podía hacer más que una cosa.
—¡Rhys! —aulló Beleño—, ¡Ayúdame!
Rhys se volvió justo a tiempo para ver cómo Beleño era arrastrado al interior de la Sala del Sacrilegio y la puerta se cerraba detrás de él. Mina reía y daba palmadas.
—Ahora, señor monje, tienes que entrar. Gano yo.
La niña sonrió y le sacó la lengua.
Rhys nunca había sido padre y a menudo se había preguntado cómo era posible que un padre diera un buen azote a su propio hijo. Estaba empezando a entenderlo.
Mina nadó hasta la puerta y pasó la mano por la esmeralda tallada. Cuando la puerta se abrió lentamente, una corriente de agua empujó a Mina y a Rhys al interior y tumbó a Beleño, que estaba dando puñetazos a la puerta desde dentro.
Rhys se levantó al instante. Volvió la vista hacia la puerta abierta y contempló el paisaje, que recordaba a un desierto de arena mojada.
Atta estaba al otro lado de la entrada, en la arena húmeda, y se sacudía el agua. Había empezado por la cola e iba avanzando hacia la cabeza. Cuando Rhys la llamó, cruzó la puerta con recelo. Era evidente que no quería estar allí. La perra se pegó al monje, temblorosa.
Beleño tampoco quería estar allí.
—Rhys —dijo con voz débil—, es aquí. Ésta es la sala esa. Es muy... Da mucho miedo, Rhys. Creo que se supone que nosotros no debemos estar aquí.
El Solio Febalas, la Sala del Sacrilegio, la prueba de la soberbia determinación del Príncipe de los Sacerdotes de desafiar a los dioses. El instinto de Beleño y de Atta no se equivocaba. Los mortales no debían penetrar allí. Era una estancia consagrada a los dioses, a su cólera.
—No estás enfadado conmigo por hacerte entrar, ¿a que no, señor monje? —preguntó Mina suavemente y deslizó su mano en la de Rhys.
Al mirarla, no veía a una diosa. Veía a una niña con la mentalidad de una niña, con un conocimiento del mundo imperfecto y sin acabar de formar. De repente, se preguntó si sería eso lo que veían los dioses al contemplar a la humanidad.
Rhys ya no sentía la cólera de los dioses. Sentía su dolor.
—No, Mina-contestó—, no estoy enfadado contigo.
La Sala era inmensa, un círculo perfecto cerrado por una bóveda alta. En las paredes se abrían nichos esculpidos en la piedra, cada uno de ellos consagrado a un dios. La pared de cada nicho estaba decorada con un único carácter arcano. En algunas, el carácter brillaba con luz propia. Allí estaba la luz constante de Majere, la llama blanca azulada de Mishakal, el resplandor plateado casi cegador de Kiri-Jolith.
En la pared de enfrente, los nichos estaban oscuros y combatían con la luz para extinguirla. El espeluznante símbolo de Sargonnas, dios de la venganza, era oscuridad sobre la oscuridad. El espacio de Morgion era de un verdinegro maligno, el de Chemosh de un fantasmagórico blanco como de hueso.
Los nichos que había en el centro, separando la oscuridad y la luz, luchando porque cada una se mantuviera en su lugar, pertenecían a los dioses neutrales. En el centro se encontraba el nicho consagrado a Gilean. Un libro descansaba abierto sobre el altar. Una luz roja bañaba un juego de platillos, perfectamente equilibrados, que estaba en el centro.
A ambos lados del altar de Gilean, uno a la izquierda y otro a la derecha, se abrían dos nichos que no eran oscuros ni luminosos, sino que ambos estaban envueltos por las sombras, como si delante de ellos colgara un velo.
En otro tiempo, uno había sido la oscuridad impenetrable y el otro la luminosidad lacerante. En ese momento, ambos estaban vacíos. Eran los altares de la desaparecida Takhisis y de Paladine, voluntariamente exiliado.
La Sala estaba repleta de objetos sagrados, apilados sobre los altares, tirados en montones o esparcidos descuidadamente por el suelo. Los soldados del Príncipe de los Sacerdotes habían sido los encargados de llevarlos hasta allí y los habían tirado sin demasiada ceremonia en aquel almacén de abominaciones.
Rhys era incapaz de decir nada. Las lágrimas le nublaban la visión. Cayó de hinojos y, después de colocar cuidadosamente el cayado a un lado, unió las manos en una oración.
—Señor monje, ven conmigo... —empezó a decir Mina.
—No creo que pueda oírte —repuso Beleño.
Mina soltó un pequeño suspiro.
—Sé cómo se siente. Yo me sentí igual cuando vine, como si todos los dioses estuviesen reunidos alrededor de mí, mirándome desde las alturas. Y yo era tan pequeña y estaba tan sola...
Dejó de hablar y lanzó una mirada nerviosa hacia los nichos.
—Pero todavía tengo que conseguir el regalo para Goldmoon y no quiero ir sola. —Se volvió hacia el kender—. Ven tú conmigo.
Beleño paseó una mirada cargada de deseo por los altares, por ese surtido sin fin de lo más extraño y hermoso, de lo más espeluznante y maravilloso.
—Mejor no —dijo al fin con pesar—. Yo soy un místico, sabes, y no estaría bien.
—¿Qué es un místico? —preguntó Mina.
—Es... Pues... —Beleño estaba confuso. Nunca antes le habían pedido que se definiera—. Significa que no creo en los dioses. Es decir, sí que creo en los dioses. No me queda más remedio, una vez me encontré a Majere —añadió con orgullo—. Incluso Majere me ayudó a forzar una cerradura, aunque Rhys dijo que eso de que un dios abriera cerraduras era un hecho aislado y que no tenía que esperar que lo hiciera más veces. Ser un místico quiere decir que yo no rezo a los dioses como hace Rhys. Como está haciendo en este preciso momento. Bueno, supongo que sí recé a Majere, pero no rezaba por mí. Lo hacía por Rhys, que no podía rezar porque estaba más muerto que vivo.
Mina parecía confundida y Beleño decidió que sería mejor que simplificara la definición.
—Ser un místico significa que me gusta hacer las cosas a mi manera, sin molestar a nadie.
—Vale —dijo Mina—. Puedes hacer las cosas a tu manera conmigo. No quiero volver ahí yo sola. Está oscuro y me da miedo. Y puede haber arañas.
Beleño negó con la cabeza.
—¡Por favor! —rogó Mina.
Beleño tenía que admitir que se sentía tentado. Ojalá no hubiera mencionado las arañas...
—¡No te atreves! —le retó Mina.
Beleño desdeñó el comentario con un gesto.
—¡Seguro que no te atreves! —insistió Mina.
Esa vez funcionó. El honor de Beleño estaba en entredicho. Ningún kender en la larga y gloriosa historia de los kenders se había acobardado ante semejante acusación.
—¡Te echo una carrera! —gritó Beleño antes de arrancar a correr.
Caele nunca había llegado a ver la Sala del Sacrilegio, pero había podido visualizarla para el hechizo. Midori, la hembra de dragón, se la había descrito una vez. En aquel momento Caele no había prestado demasiada atención a la descripción, pues la hembra de dragón divagaba sobre eso con el único propósito de atormentarlo. Midori sabía que ante su presencia se sentía aterrorizado y le parecía muy divertido entretenerlo al alcance de sus colmillos.
Caele había creído enfermar de miedo el día en que la hembra de dragón había pasado una media hora insoportable divagando sobre el castillo de arena y lo listo que había sido Nuitari cuando lo construyó para que albergara los objetos sagrados, y la mala suerte que tenía él, Caele, porque jamás en su vida lo vería. Caele apenas recordaba nada de la conversación, pero sí consiguió rescatar las palabras «castillo de arena» de entre sus recuerdos. Con aquella imagen en la mente, su magia lo llevó hasta el lugar.
Se materializó en la puerta y se quedó petrificado, sin osar moverse hasta que no hubiera valorado la situación. El monje estaba de rodillas, lloriqueando. La perra estaba acurrucada a su lado. El kender y la mocosa estaban más lejos, saqueando un altar. Ni rastro de Basalto.
Caele había planeado matar al monje sin dilación, pero el hechizo mortal que iba a pronunciar se borró de su mente cuando su mirada perpleja empezó a pasar de un altar a otro. Ni en sus sueños más avariciosos había llegado a imaginar aquel tesoro de valor incalculable. Y allí estaba, desprotegido, esperando a que alguien lo cogiese sin más y lo vendiese al mejor postor. Caele estaba tan emocionado que podría haberse puesto a lloriquear como el monje.
Volvió a concentrarse en lo que lo ocupaba. En primer lugar, tenía que librarse de la competencia. Caele sabía un buen número de hechizos que po— dian matar a las personas de las formas más diversas y desagradables. Estaba cogiendo la calamita que haría que el monje se desintegrara en gotas pegajosas y rezumantes de carne, cuando percibió un movimiento cerca de uno de los altares.
Caele miró fijamente en aquella dirección. No estaba muy seguro de a qué dios pertenecía ese altar, pero tampoco le importaba. Uno de los objetos que relucía sobre el altar era un cáliz incrustado de piedras preciosas. Caele ya lo había apuntado mentalmente como especialmente valioso y se dio cuenta de que alguien más se había percatado de su valor. Una sombra se arrastraba cerca, una forma oscura y peluda que alargaba la mano.
—¡Basalto! —gruñó Caele.
La perra se incorporó de un salto lanzando un ladrido.
Beleño estaba de pie con las manos hundidas en los bolsillos, centrando todos sus esfuerzos en que siguieran ahí. Nunca antes había visto tantos objetos interesantes, curiosos e increíbles, todos juntos en un sitio. Mirara donde mirase, todo parecía pedirle a gritos que lo tocara, lo cogiera, lo estudiara, lo palpara, lo olfateara, lo abriera, lo levantara, lo tanteara, lo desenrollara, lo desenroscara o, por lo menos, lo guardara en un morral para observarlo más adelante.
En varias ocasiones, las manos de Beleño intentaron escapar de un salto de los bolsillos y llevar a la práctica todo lo mencionado. Dando muestras de una voluntad férrea, el kender consiguió mantener sus manos bajo control, pero tenía la sensación de que su voluntad era cada vez más débil y sus manos cada vez más fuertes.
Lo único que quería era que Mina se diera prisa.
Completamente ajena a la lucha que estaba produciéndose en los bolsillos del kender, Mina deambulaba entre los dos altares, ambos inmersos en las sombras más impenetrables, mirando los objetos que había apilados alrededor. Fruncía los labios y arrugaba la frente. Parecía que estaba intentando tomar una decisión, porque a veces extendía la mano hacia un objeto, después la apartaba y se acercaba a otra cosa.
Beleño vivía una auténtica agonía. Una mano había logrado deslizarse del bolsillo y había utilizado la otra para agarrarla por la muñeca y forcejear con ella. Estaba a punto de gritarle a Mina que se decidiera de una vez, cuando el ladrido de Atta, que sonó más alto de lo normal en el silencio absoluto de la Sala, a punto estuvo de hacerle pegar un salto.
—¡Mina! —gritó Beleño—. ¡Es uno de esos hechiceros malos! ¡Está aquí!
—Ya lo sé —repuso Mina, encogiéndose de hombros—. Los dos están aquí.
Hay otro arrastrándose por ahí, cerca del altar de Sargonnas. —Esbozó una sonrisa maliciosa—. El enano se cree muy listo. No sabe que podemos verlo.
Al principio Beleño no vio nada, pero después distinguió perfectamente a un enano merodeando alrededor de uno de los altares. Estaba mirando un cáliz de piedras preciosas cuyo pie representaba la cabeza de un minotauro apoyada sobre sus cuernos.
Atta estaba ladrando al otro hechicero, que acechaba desde la puerta. Rhys seguía de rodillas, completamente entregado a su dios. Caele tenía la mano metida en uno de sus saquitos y Beleño sabía lo suficiente sobre hechiceros para considerar poco probable que estuviera buscando un poco de pimienta.
—¡Mina, creo que va a intentar matar a Rhys! —exclamó Beleño con voz apremiante.
—Sí, seguramente —se mostró de acuerdo Mina. Seguía dándole vueltas a todas las opciones.
—¡Tenemos que hacer algo! —repuso Beleño, enfadado— ¡Detenlo!
Mina suspiró.
—No logro decidir cuál le gustará a madre. No quiero equivocarme. ¿A ti qué te parece?
A Beleño no le parecía nada. Caele estaba recitando y apuntando a Rhys con algo.
Beleño estaba a punto de gritar a Rhys para avisarlo, pero el grito se convirtió en un sonido estrangulado por el asombro. Una cuerda de cáñamo recorrida por hojas sagradas, que hasta entonces había estado enroscada en el altar de Chislev, se lanzó como una serpiente atacante y rodeó los brazos de Caele, apretándolos contra los costados. Las palabras del hechizo del semielfo murieron en un aullido. Cayó al suelo rodando, mientras intentaba zafarse de la cuerda que lo sujetaba.
En ese momento, Basalto cogía el cáliz y, para más asombro de Beleño, lo utilizaba para golpearse a sí mismo en la cabeza. Basalto aullaba de dolor e intentaba escapar del cáliz, pero lo único que conseguía era seguir pegándose. Siguió dándose golpes, incapaz de detenerse. La sangre le caía por el rostro. Se tambaleó aturdido, gimiendo de dolor, hasta que se derrumbó inconsciente. Sólo entonces dejó de golpearse.
Beleño tragó saliva. Sus manos, todavía en los bolsillos, ya parecían sentirse más cómodas allí y no manifestaban deseo alguno de tocar nada.
—Creo que deberíamos salir de este lugar —sugirió Beleño con un hilo de voz.
—Me llevaré esto —dijo Mina, decidiéndose por fin.
—¡No toques nada! —le advirtió Beleño, pero Mina no le prestaba atención.
Cogió una figura pequeña de cristal esculpida en forma de pirámide del altar de Paladine y se quedó admirándola. No pasó nada.
Sin dejar el pequeño cristal, Mina se acercó al altar de Takhisis y, después de dudarlo un momento, eligió un collar anodino, hecho con cuentas brillantes.
—Creo que a madre le gustarán estas cosas —anunció la pequeña.
—¿Qué son? —preguntó Beleño—. ¿Qué hacen? ¿Lo sabes, por lo menos?
—¡Claro que lo sé! —repuso Mina ofendida—. No soy tonta. Lo sé todo sobre todo.
Beleño olvidó por un momento que era una diosa y que probablemente lo sabía todo sobre todo. Hizo un ruido poco educado para expresar su incredulidad.
—Entonces, ¿qué es ese collar? —le retó.
—Se llama Sedición —contestó Mina con aire petulante por todo lo que sabía—. Lo hizo Takhisis. La persona que lo lleva tiene el poder de hacer mala a la gente buena.
Beleño estuvo a punto de decir «¿Quieres decir malos como tú?», pero se lo pensó mejor. A pesar de que Mina había estado a punto de ahogarlo, no quería herir sus sentimientos.
—¿Y la pirámide pequeña? —preguntó.
—Está consagrada a Paladine. —Mina la levantó para ver los destellos del cristal bajo la luz azul del altar de Mishakal—, Esta pieza emite la luz de la verdad sobre las personas. Por eso el Príncipe de los Sacerdotes tenía que esconderla. Tenía miedo de que la gente viera lo que realmente era.
Beleño tuvo una idea.
—Bah, no te creo. Te lo estás inventando.
—¡Es verdad! —repuso Mina, enfadada.
—Entonces demuéstramelo —contestó Beleño. Alargó la mano hacia el cristal.
Mina vaciló.
—¿Me prometes que vas a devolvérmelo?
—Que me parta un rayo si no lo hago —juró Beleño.
Ya que había hecho aquel terrible juramente, sagrado para todos los niños del mundo, Mina aceptó. Dejó el cristal en forma de pirámide en la mano del kender.
—¿Qué hago? —preguntó Beleño, mirando el objeto con curiosidad y un poco más de recelo que hasta el momento. De repente le había asaltado la duda de si el objeto se ofendería porque lo utilizara un místico.
—Póntelo en el ojo y mira a algo a través de él —contestó Mina.
—¿Qué voy a ver?
—¿Cómo quieres que lo sepa? Depende de lo que estés mirando, bobo.
Beleño levantó el cristal y miró al enano hechicero que estaba tumbado en el suelo. Vio un enano hechicero tumbado en el suelo. Miró a Caele y vio a Caele. Miró a Rhys y vio a Rhys. Miró a Atta y vio un perro. Pensando que aquélla era una excusa muy mala para hacer un objeto, Beleño volvió el cristal hacia Mina.
Una luz blanca la bañaba, la rodeaba y la iluminaba desde dentro y desde fuera. Beleño parpadeó, porque la luz lo cegaba. Intentó enfrentarse a la luz, mirarla directamente para poder ver con más claridad, pero la luz se hacía cada vez más brillante, cada vez más intensa si cabía. Refulgente y cegadora, la luz se intensificaba y al final el kender tuvo que cerrar los ojos. La luz se expandía y crecía; la luz de una miríada de soles, la luz primigenia, la luz de la creación. Beleño aulló de dolor y dejó caer el cristal. Se quedó allí de pie frotándose los ojos abrasados.
Una vez, cuando era un kender pequeño, había mirado fijamente al sol sencillamente porque su madre le había dicho que no lo hiciera. Luego, durante unos minutos eternos, no veía más que unas manchas oscuras como pequeños soles negros, y eso mismo era lo que veía en ese momento. Y después de lo que había visto, se preguntó si no sería eso todo lo que quería ver.
Mina recogió el cristal del suelo.
—Bueno, ¿qué has visto?
—Puntos —dijo Beleño, frotándose los ojos.
Mina parecía decepcionada.
—¿Puntos? Tienes que haber visto algo más.
—¡Pues no! —negó Beleño malhumorado—. A lo mejor no funciona.
—¡A lo mejor no sabías qué estabas mirando! —le reprochó Mina.
—Sí que lo sabía —contestó Beleño.
Por suerte, los puntos empezaban a apagarse. Se secó el sudor de la frente. Parecía extraño que estuviera sudando cuando todavía tenía los brazos de piel de gallina.
Mina se guardó el objeto en el bolsillo y después le sonrió.
—Te toca —dijo.
—¿El qué?
La pequeña hizo un gesto con la mano.
—Has venido conmigo. Puede escoger un objeto. El que tú quieras.
Beleño miró a Basalto, ensangrentado y tirado en el suelo, mientras oía los gritos aterrorizados de Caele. Metió las manos en los bolsillos con fuerza.
—No, pero gracias.
—Gallina cobarde —se burló Mina.
Se acercó al altar de Majere, cogió algo brillante y se lo tendió a Beleño.
—Toma. Deberías tener esto.
En la mano tenía un broche de oro que representaba un saltamontes. Beleño recordó aquella ocasión en la que Atta y él estaban siendo perseguidos por los Predilectos y un ejército de saltamontes los había salvado. El broche tenía dos rubíes por ojos y estaba labrado con tal delicadeza que parecía que podía pegar un salto en cualquier momento. A Beleño le gustaba bastante y lo deseaba más que ninguna otra cosa que hubiera querido en su vida. La mano le temblaba en el bolsillo.
—¿Estás segura de que a Majere no le importará que lo coja? —preguntó—. No querría hacer nada que lo enfadara.
—Estoy segura —contestó Mina y, antes de que Beleño pudiera protestar, le colocó el broche en la camisa.
Beleño se puso tenso, asustado, esperando que el broche le machacara la nariz o lo golpeara en la cabeza. El saltamontes se quedó mansamente sobre la camisa. Mientras lo admiraba, a Beleño le pareció ver que uno de los ojos rojos le lanzaba un guiño.
—¿Qué hace? —preguntó el kender.
—Es un saltamontes, bobo —respondió Mina—. ¿Qué te parece que hace?
—¿Saltar? —aventuró Beleño.
—Sí, y también hará que saltes tú. Tan alto y lejos como quieras.
—¡Vaya! —dijo Beleño en voz baja.
Rhys no había visto ni oído nada. El enano lanzaba alaridos, Caele maldecía, Atta ladraba y Rhys parecía estar en otro lugar. El único sonido que le llegaba era la voz del dios.
Y entonces Rhys sintió que una mano le daba golpecitos en el hombro y levantó la cabeza. La voz del dios desapareció.
—Señor monje, tengo mis regalos para Goldmoon —dijo Mina, mostrándole los dos objetos—. Ya podemos irnos.
Rhys se levantó. Había estado arrodillado en el suelo mucho tiempo, o eso parecía, porque le dolían las rodillas y tenía las piernas entumecidas. Al mirar en derredor, se quedó perplejo al ver a los dos Túnicas Negras en el suelo, uno de ellos atado y chillando, y el otro sangriento e inconsciente.
Miró a Beleño en busca de una explicación.
—Enfadaron a los dioses —repuso el kender.
Esa respuesta dejó a Rhys bastante desconcertado, pero antes de que pudiera preguntar, Mina gritó con impaciencia que ya estaba lista para irse.
—¿Qué hacemos con el cara de comadreja y con la bola de pelo? —planteó Beleño.
—Dejarlos aquí —contestó Mina, frunciendo el entrecejo—. Encerrarlos para que se mueran aquí. Así aprenderán la lección.
—¡No podemos hacer eso! —se escandalizó Rhys.
—¿Por qué no? Iban a matarnos —repuso Mina.
Rhys bajó la vista hacia Caele, atado con la cuerda bendita y retorciéndose por todo el suelo. La ira y el miedo combatían entre sí por apoderarse del semielfo. Un momento estaba haciendo rechinar los dientes y lanzando amenazas y al siguiente suplicaba entre gemidos que lo salvaran. El otro hechicero, Basalto, había recuperado la conciencia y lloriqueaba diciendo que le dolía la cabeza.
—Sé cómo se siente —dijo Beleño, lanzado una mirada a Mina—. Ella tiene su parte de razón, Rhys. La comadreja iba a matarte con un hechizo mágico si no lo hubiera detenido no sé qué dios con la cuerda. No deberíamos soltarlos.
—No voy a abandonar a nadie para que muera —repitió Rhys con seriedad, en un tono que no admitía más discusiones—. Por lo menos podemos sacarlos de aquí. Tú tira de ese lado.
—¡Buf! —exclamó Beleño, arrugando la nariz, cuando levantó los pies desnudos de Caele—. Nunca pensé que diría esto, pero ojalá hubiera más agua aquí dentro.
Mientras Mina los miraba con gesto de desaprobación, Rhys y Beleño arrastraron primero a Caele y después a Basalto, los sacaron de la Sala del Sacrilegio y tiraron a los dos hechiceros en la arena húmeda.
—¡Atta, vigila! —ordenó Rhys, señalando a los hechiceros.
—No creo que haga falta —intervino Beleño en voz baja—. Me parece que alguien viene a buscarlos.
Un hombre cubierto por una magnífica túnica negra cruzaba la arena húmeda. Su rostro, redondo como una luna, estaba pálido por la furia, sus ojos fríos centelleaban.
Mina agarró a Rhys de la mano. Atta se escabulló detrás del monje y a Beleño le pareció prudente volver a la sala. La mirada airada del hombre se paseó por todos ellos, se detuvo un momento en Mina y después cayó con toda su fuerza sobre los hechiceros.
Caele vio lo que se les venía encima y empezó a balbucear.
—Señor Nuitari, ¡no fue culpa mía! Basalto me obligó avenir...
—¡Que te obligué! —empezó a gritar Basalto, pero su propia voz hacía que le doliera la cabeza y siguió hablando entre lamentos—. No lo creáis, señor. Fue ese monje mestizo que...
La cara de luna se crispó por la furia. Nuitari extendió el brazo y los dos hechiceros desaparecieron.
El Señor de la Luna Oscura se volvió hacia Rhys.
—Mis disculpas, monje de Majere. Esos dos no volverán a molestaros.
Rhys hizo una reverencia.
—Perdonadme, Nuitari —lo llamó Beleño desde la seguridad de la puerta—, para compensarnos por el hecho de que vuestros hechiceros intentaran matarnos, ¿podríais librarnos de los Predilectos? No es mi intención quejarme, pero es que han invadido vuestra torre y no van a dejar que nos marchemos.
—Esta ya no es mi torre —respondió Nuitari y, lanzando una mirada gélida a Mina, desapareció.
—Entonces, ¿quién estaba manteniéndolos a raya? —preguntó Beleño, atónito.
—Seguramente Mina —contestó Rhys—, Pero no lo sabía.
Beleño masculló algo ininteligible.
—Y en ese caso, ¿qué hacemos con los Predilectos? —quiso saber el kender.
—Mientras Mina esté con nosotros, no creo que nos hagan daño —repuso Rhys.
—¿Y qué pasará cuando Mina intente irse?
—No lo sé, amigo mío. Debemos tener fe en que...
Se detuvo y entrecerró los ojos.
—Beleño, ¿de dónde has sacado ese broche de oro?
—Yo no lo cogí —respondió el kender rápidamente.
—Estoy seguro de que no querías cogerlo —apuntó Rhys—. Me imagino que lo encontraste en el suelo...
—... ¿donde un dios lo dejó caer? —Beleño le sonrió burlonamente—. No lo robé, Rhys. En serio. Me lo dio Mina.
Bajó la vista hacia el saltamontes con orgullo.
—¿Te acuerdas cuando Majere envió a los saltamontes para salvarme? Creo que ésta es su forma de darme las gracias.
—Está diciendo la verdad —intervino Mina a su favor—. El dios quería que lo tuviera. Igual que los dioses querían que yo tuviera mis regalos para Goldmoon. Eso me recuerda una cosa, ¿podrías guardármelos? —Mina le tendió a Rhys los dos objetos—. Tengo miedo de perderlos.
—Hagas lo que hagas, ¡no te pongas el collar! —advirtió Beleño.
—Creo que a Goldmoon van a gustarle —prosiguió Mina, entregándole a Rhys primero la pirámide de cristal y después el collar—. Cuando los dioses se fueron, Goldmoon me dijo que estaba muy triste. A pesar de que pasaban años y más años, seguía echándolos de menos. Yo le prometí que encontraría a los dioses y que se los devolvería. Y lo hice.
Mina sonrió, satisfecha consigo misma.
Rhys se estremeció. Mina no había encontrado a un dios. El dios, Takhisis, la había encontrado a ella. Takhisis mintió a Mina, la corrompió y la hizo esclava de la oscuridad, cuando debería estar regocijándose en la luz. ¿Había sido Mina una víctima inocente o desde el principio distinguía el bien del mal y había escogido la oscuridad deliberadamente? Y en ese momento, ¿intentaba borrar sus recuerdos, en un esfuerzo por olvidar los terribles crímenes que había cometido? ¿O realmente los habría olvidado? ¿Estaba fingiendo? ¿O era locura?
Quizá ni siquiera Mina supiera las repuestas. Quizá ésa era la razón por la que iba a Morada de los Dioses. Y él iba a hacer aquel extraño viaje con ella, para acompañarla, guiarla y protegerla.
Rhys colocó el prisma y el collar en su talego. Si alguien descubría que llevaba unos tesoros tan valiosos, él y quien lo acompañara correrían un gran peligro. Pensó en decir algo a Mina y a Beleño, advertirlos de que debían mantener los objetos en secreto. Pero descartó la idea, porque cuanta menos importancia les diera, mejor. Con un poco de suerte, tanto el kender como la niña se olvidarían de ellos.
Exactamente eso fue lo que pareció que le pasaba a Mina. En cuanto se vio libre de su carga, empezó a burlarse de Beleño, preguntándole entre risitas si le apetecía volver a nadar.
—¡No! —gritó el kender.
Entonces ella le pellizcó en el brazo y le dijo que era un bebé, y Beleño la pellizcó en el brazo y la llamó mocosa. Los dos echaron a correr, lanzando patadas hacia los tobillos del otro e intentando agarrarse. Ante un gesto de Rhys, Atta corrió detrás para tenerlos vigilados.
Las esquirlas de cristal habían desaparecido, al igual que el agua del mar, seguramente por orden de Mina.
Rhys se entretuvo cerca de la sala, sin querer marcharse. Majere le había hablado en el Solio Febalas, pero no a su cabeza, sino a su corazón. Vio con nitidez el camino que debía recorrer y era un largo camino. Mina lo había elegido para que fuera su guía, su maestro. No comprendía por qué y ni siquiera los dioses lo entendían. Su posición era muy complicada y peligrosa, pues era el guardián de una carga mucho más fuerte y poderosa que él. Era un guía que únicamente podía caminar detrás, pues era Mina quien debía encontrar el camino que debía recorrer. Rhys había aceptado la confianza depositada en él y rezó por que fuera merecedor de ella.
—¡Señor monje, deprisa! —gritó Mina con impaciencia—, ¡Ya estoy preparada para ir a Morada de los Dioses!
La puerta del Solio Febalas empezó a cerrarse lentamente. La esmeralda verde refulgió con un suave resplandor. Rhys hizo una profunda reverencia, se volvió y se apresuró para alcanzar a Mina.
Nuitari deambulaba por la Sala del Sacrilegio. El Señor de la Luna Oscura tenía puesto uno de sus ojos de pesados párpados en la puerta, que ya estaba cerrada, y el otro en Chemosh, Señor de los Huesos, quien también vagaba por la Sala.
Los dos dioses se habían visto obligados a esperar a que Mina abriera la puerta para poder entrar en la torre. A Nuitari aquello le había resultado especialmente humillante, ya que, por derecho, aquella torre era suya. Sus primos habían estado de acuerdo en que debía tenerla él. Había cedido la Torre de Wayreth y la de Foscaterra para conseguirla. Y dado que el Solio Febalas se encontraba dentro de la torre, consideraba que la sala también le pertenecía. Al fin y al cabo, los tesoros hundidos eran de quien los encontraba.
Si bien era cierto que la Sala del Sacrilegio no era un barco que se hubiera ido a pique durante una tormenta, desde su punto de vista la ley del mar también era aplicable en ese caso. No había forma de que Chemosh aceptara ese razonamiento, perfectamente lógico, y estaba demostrando que podía ser un auténtico incordio. Chemosh reclamaba que los objetos sagrados eran suyos y que quería recuperarlos.
Ninguno de los dioses había podido entrar mientras Mina estaba allí con ese monje de segunda suyo y con el kender. Ambos dioses habían observado a este último, mortificados, imaginando cómo todos aquellos valiosos objetos, capaces de producir milagros inimaginables, desaparecían en los morrales y los bolsillos del kender, para acabar perdiéndose o vendidos a cambio de seis piñas y un grillo amaestrado.
Los dos se quedaron muy aliviados cuando vieron que, por lo visto, Mina y compañía se iban con sólo dos objetos y un bicho de oro de poco valor.
Cuando el monje salió, la puerta se cerró. Chemosh sospechaba que la había cerrado Nuitari, y Nuitari sospechaba que lo había hecho Chemosh. Los dos dioses se quedaron aguardando a que el otro hiciera el primer movimiento. Al final, Nuitari no pudo soportarlo más.
—Voy a echar un vistazo dentro para asegurarme de que el kender no ha dejado la sala pelada.
—Te acompaño —dijo Chemosh de inmediato.
—No es necesario —repuso Nuitari con voz empalagosa.
—Insisto —contestó Chemosh.
Ambos vacilaron, mientras se miraban hoscamente, y después los dos se dirigieron a la puerta. Al mismo tiempo, alargaron la mano para abrir la puerta del castillo de arena.
Una voz inmortal, severa y airada, habló a los dos dioses.
—Hubo un tiempo en que cada grano de arena era una montaña. Así, todo lo que parece poderoso e importante se reduce a la insignificancia.
»Todo.
Una ola que llegaba rodando desde el origen del tiempo cayó sobre el Solio Febalas y lo inundó. Cuando se retiró, se llevó la sala consigo al vasto océano de la eternidad.
Con todo su inmortal ser tembloroso, los dioses se encogieron sobre la arena mojada, sin atreverse a moverse o alzar la vista, no fuera a caer sobre ellos la cólera del Dios Supremo. Al fin, Chemosh levantó la cabeza y Nuitari abrió los ojos.
La Sala del Sacrilegio había desaparecido, arrastrada.
Chemosh se levantó, se sacudió la arena de las mangas de encaje y se marchó con paso airado, haciendo acopio de la poca dignidad que le quedaba. Nuitari se puso en pie y se sacudió la túnica negra. El no se fue, sino que se quedó dando vueltas, mirando fijamente la arena lisa, donde una vez se había levantado la sala. Había dedicado años a estudiar la historia de cada uno de esos objetos y a catalogarlos. Los conocía todos, sabía qué hacía cada uno y lo mucho que los dioses estarían dispuestos a pagar para hacerse con ellos. No en oro, ni en acero ni joyas, por supuesto; poco le importaban a Nuitari esas cosas. Pagarían de otra manera. Podría convencer a Zeboim de que dejara su torre tranquila. Los malditos paladines de Kiri-Jolith dejarían de hostigar a sus Túnicas Negras. Sargonnas habría tenido que permitir a sus minotauros que practicasen libremente la magia, y así continuaría la lista.
Pero el Dios Supremo, que nunca se pronunciaba, se había pronunciado. Quizá fuera lo más conveniente. Los objetos y la misma sala pertenecían a un tiempo y un lugar que ya había desaparecido mucho tiempo atrás. Sería mejor dejarlos descansar en el polvo del pasado. No obstante, Nuitari no podía dejar de preguntarse de mal humor por qué el Dios Supremo había permitido a Mina entrar en la Sala, mientras que a él y a otros les había bloqueado el paso.
El dios de la magia oscura se apartó del lugar donde había estado la sala, pero no se marchó. Concedía el Solio Febalas al Dios Supremo.
A cambio, Nuitari quería recuperar su torre.
Mina guiaba al grupo, pues Rhys y Beleño habían perdido completamente el sentido de la orientación. La niña estaba contenta y reía, se alejaba dando saltitos y después volvía para burlarse de ellos por ser tan lentos.
No había mucha distancia desde la sala hasta la torre y después de un corto paseo llegaron a la escalera.
Mina habría querido subirla de inmediato, pero Rhys la sujetó por el hombro y la obligó a detenerse.
—¿Qué pasa? —preguntó ella, levantando la vista hacia el monje. Señaló hacia la escalera—. La salida está por ahí.
—Es mejor que seamos precavidos. Deja que yo vaya primero. Sígueme con Beleño.
—Pero tú eres demasiado lento —protestó Mina, mientras empezaban a ascender por la escalera de caracol—. Tengo mis regalos. Tengo que llegar a Morada de los Dioses cuanto antes.
—Morada de los Dioses está muy lejos —refunfuñó Beleño. Aquellos peldaños no se habían construido pensando en las piernas cortas de los kenders y le costaba mucho subir cada escalón, lo que estaba haciendo que le empezaran a doler varias partes del cuerpo—. Pero que muy, muy lejos.
—¿Cómo de lejos? —preguntó Mina.
—Kilómetros —contestó Beleño—, Kilómetros, kilómetros y kilómetros.
—¿Cuánto se tarda?
—Meses —repuso Beleño de mal humor—. Meses y meses.
Mina se quedó mirándolo, consternada, y después se echó a reír.
—¡No seas tonto! —exclamó, antes de añadir con impaciencia—: Vosotros dos sois muy lentos. Voy a ir yo delante.
—¡Mina, espera! Los Predilectos... —gritó Rhys e intentó sujetarla, pero Mina se zafó de él y echó a correr por la escalera.
—¡Os espero arriba! —les dijo la pequeña.
—¡.Atta, ve con ella! —ordenó Rhys y cuando la perra se lanzó a la carrera, el monje se volvió para ayudar a Beleño, que gemía a cada paso que daba y se frotaba los doloridos muslos.
—Suponiendo que salgamos con vida del encuentro con los Predilectos, que ya es mucho suponer, ¿adonde iremos después? —preguntó el kender.
—Tenemos que encontrar Morada de los Dioses.
Beleño movió la cabeza muy despacio, de un lado a otro, y miró fijamente a Rhys.
—Allí dentro del Solo Fe y Balas estabas teniendo una larga conversación con Majere. ¿No te dijo dónde podemos encontrar Morada de los Dioses?
Rhys negó con la cabeza y lanzó una mirada preocupada a lo alto de la escalera.
—Majere tendría que haberte dado un mapa. O haber colocado mojones —insistió Beleño—. Ya sabes: «Tuerce a la izquierda en el cruce, camina veinte pasos y cuando llegues al árbol partido por un rayo, tuerce a la derecha.» Ese tipo de cosas.
—No hizo nada de eso —contestó Rhys—. Morada de los Dioses no es un lugar que pueda encontrarse en un mapa.
—Ya, ya veo —dijo Beleño con tono pesimista—. Es uno de esos viajes como se llamen. Ya sabes, de esos que se supone que te enseñan algo.
—Viajes espirituales —dijo Rhys.
—Eso es. A los dioses les gustan mucho los viajes espirituales. Ésa es otra razón por la que me convertí en un místico. Cuando voy de viaje, me gusta que tenga principio, medio y fin. Y me gusta que haya una taberna al final y algo rico para comer. En los viajes espirituales pocas veces hay cosas ricas para comer.
Rhys cogió a su amigo por el brazo y lo levantó por encima de otro escalón.
—Lo que dices es acertado, como siempre, Beleño. Y no te equivocas. El viaje va a ser largo y quizá también peligroso. Tú y yo ya tuvimos esta charla, pero ahora ya entiendes lo peligroso que puede llegar a ser. Si quieres seguir tu camino y que nosotros sigamos el nuestro, lo entenderé.
—Me iría en un abrir y cerrar de ojos, si no fuera por la comida gratis.
Rhys suspiró.
—Beleño...
—¡Rhys, Mina puede hacer pasteles de carne por arte de magia! ¡Así sin más! —El kender chasqueó los dedos—. Estaría loco si me alejara de alguien que puede hacer eso, aunque sea una diosa y esté más loca que una cabra. Hablando del pastel, ya ha debido de pasar la hora de la cena.
Doblaron una curva de la escalera y vieron el último escalón, pero no había rastro de Mina ni de la perra. Rhys se detuvo e hizo callar a Beleño cuando éste se disponía a hablar. Ambos se quedaron escuchando.
—Los Predilectos —dijo Beleño.
—Eso me temo. —Rhys agarró al kender y le hizo subir a buen paso.
—Quizá Majere nos ayude a escapar.
—No estoy muy seguro de que pueda hacerlo.
—¿Y qué me dices de Zeboim? Me encantaría verla aparecer ahora mismo. ¡Nunca creí que podría decir algo así! —dijo Beleño, intentando recuperar el aliento.
—No creo que ninguno de los dioses pueda ayudarnos. Ya fuimos testigos de su fracaso en Solace. ¿Te acuerdas? El paladín de Kiri-Jolith no pudo matar a los Predilectos, ni tampoco lo consiguió la magia de la señora Jen— na. Los Predilectos están unidos a Mina.
—Pero ¡si ella no los recuerda! —Beleño agitó los brazos y estuvo a punto de caer escaleras abajo—. ¡Les tiene pavor!
—Sí —convino Rhys, mientras lo sujetaba—, es verdad.
Beleño lo miró con dureza.
—Lo siento, amigo mío —dijo Rhys, sin poder hacer otra cosa—. No sé qué decirte. Excepto que debemos tener fe...
—¿En qué? —preguntó Beleño—, ¿En Mina?
Rhys dio una palmadita al kender en el hombro.
—Uno en el otro.
—«Limítate a tus problemas», solía decir mi padre —murmuró Beleño—, aunque mi pobre papá no se ponía límites a la hora de hacerse con todo lo que estuviera a mano...
Los interrumpió un grito agudo y el murmullo de voces suplicantes. Mina bajó la escalera rodando.
—¡Señor monje! ¡Allí arriba están esos muertos horripilantes! Alguien abrió la puerta...
—¿«Alguien»? —gruñó Beleño.
—Supongo que fui yo quien la abrió —admitió Mina. Tenía la cara pálida y los ojos muy abiertos. Lanzó una mirada lastimera a Rhys—. Ya sé que me dijiste que no me separara de vosotros. Siento no haberte obedecido. —Lo tomó de la mano y la agarró con firmeza—. Ya no me separaré de vosotros. Lo prometo. Pero no creo que la gente muerta vaya a dejarnos salir —añadió con voz temblorosa—. Me parece que quieren hacerme daño.
—¡Eso tendrías que haberlo pensado antes de convertirlos en muertos! —gritó Beleño.
Mina se quedó mirándolo perpleja.
—¿Por qué me gritas? Yo no sé nada de ellos. ¡No los soporto! —Rompió a llorar y, echando los brazos a Rhys, escondió el rostro en su túnica.
—Mina, Mina... —llamaban los Predilectos.
Acudían a la entrada y se agolpaban bajo la bóveda. Eran tantos que Rhys ni siquiera podía contarlos. Ninguno lo miraba a él. Ninguno se fijaba en Beleño o en Atta. Los ojos sin vida de los Predilectos no se despegaban de Mina. Sus bocas inertes pronunciaban su nombre.
Mina se asomó entre los pliegues de la túnica de Rhys y, al ver que los Predilectos no apartaban la mirada de ella, se encogió y gimoteó.
—¡No dejes que me cojan!
—Claro que no. No tengas miedo. Tenemos que seguir moviéndonos —dijo Rhys, intentando que su voz sonara tranquila.
—¡No quiero! —Mina se aferraba a Rhys y tiraba de él hacia atrás—. ¡No me hagas subir ahí!
—Beleño, coge mi cayado —pidió Rhys. Se agachó y levantó a la pequeña—. Sujétate fuerte.
Mina le rodeó el cuello con los brazos y la cintura con las piernas, y escondió la cara en el hombro.
—¡No voy a mirar! —exclamó la pequeña.
—Ojalá yo no tuviera que mirar —murmuró Beleño—, ¿Te importaría mucho llevarme en brazos a mí también?
—Sigue caminando —repuso Rhys.
Subieron por la escalera, avanzando con pasos lentos pero seguros. Uno de los Predilectos se adelantó hacia ellos. Beleño se quedó paralizado y se protegió detrás de Rhys. Atta ladró y se abalanzó sobre él, con la boca abierta para mostrar sus amenazadores colmillos. Mina lanzó un grito y se aferró a Rhys con tanta fuerza que estuvo a punto de ahogarlo.
—¡Atta! ¡Déjalo! —ordenó Rhys con aspereza.
Atta retrocedió y avanzó sigilosamente a su lado. Gruñía en señal de advertencia y no dejaba de enseñar los colmillos.
—Sigue avanzando —dijo Rhys al kender.
Beleño obedeció, pegado a los talones de Rhys. Los Predilectos no prestaban atención al monje, al kender ni a la perra.
—¡Mina! —gritaban los Predilectos, alargando las manos hacia ella—. Mina.
Ella sacudía la cabeza y no dejaba que se le viera la cara. Rhys puso el pie en el último escalón. Lo subió despacio. Al ascender el último peldaño, llegaría al rellano de debajo de la bóveda.
Los Predilectos le cerraban el paso.
Beleño cerró los ojos y con una mano se aferraba a la túnica de Rhys y con la otra al emmide.
—Estamos muertos —anunció Beleño—. No puedo mirar. Estamos muertos. No puedo mirar.
Rhys, con Mina en los brazos, dio un paso hacia el centro de la muchedumbre de Predilectos.
Los Predilectos vacilaron y después, con los ojos clavados en Mina, se apartaron para dejarle pasar. Rhys sintió que la muchedumbre volvía a cerrarse detrás de él. Continuó caminando con pasos lentos y regulares, y cruzaron la entrada abovedada para llegar al salón principal. Se detuvo, superado por lo que le esperaba allí. Beleño dejó escapar un sonido ahogado.
Los Predilectos habían invadido la torre. La escalera de caracol seguía subiendo hasta lo más alto del edificio y los Predilectos ocupaban todos y cada uno de los peldaños. Se agolpaban en el vestíbulo, con los cuerpos apretados, mientras se empujaban para intentar vislumbrar a Mina. Más y más Predilectos se abrían camino en la entrada, haciéndose espacio a base de empujones.
—¡Se cuentan por millares! —exclamó Beleño, tragando saliva—. Hasta el último Predilecto de Ansalon debe de estar aquí.
Rhys no tenía la menor idea de qué hacer. Los Predilectos podían acabar matándolos aunque ésa no fuera su intención. Si avanzaban para llegar a Mina, morirían aplastados debajo de tantos cuerpos.
—Mina—dijo Rhys—, tengo que dejarte en el suelo.
—¡No! —gimió ella, aferrándose al monje.
—Tengo que hacerlo —repitió Rhys con firmeza, antes de bajarla al suelo.
Beleño pasó el emmide a Rhys. Éste lo cogió y lo puso delante de ellos, formando una barrera.
—Mina, quédate detrás de mí. Beleño, sujeta a Atta.
Beleño agarró a la perra por el cogote y la acercó hacia sí de un tirón. Atta gruñía y lanzaba dentelladas cada vez que un Predilecto se acercaba demasiado y más de uno acabó con la marca de sus colmillos, pero parecían no darse cuenta. Mina se acurrucaba contra Rhys, colgando de su túnica. El monje se erguía frente a ellos, sujetando el cayado con las dos manos para mantener a los Predilectos a raya. Echó a caminar hacia la puerta.
Los Predilectos se agolpaban alrededor de él, peleándose entre sí para intentar tocar a Mina. Su nombre resonaba por toda la torre. Algunos susurraban «Mina» como si su nombre fuese demasiado sagrado para pronunciarlo en voz alta. Otros repetían «Mina» una y otra vez frenética, obsesivamente. Había quienes dejaban escapar su nombre en un gemido, suplicantes. Pero susurraran o aullaran su nombre, todas las voces parecían cargadas de dolor.
—Mina, Mina, Mina. —Su nombre era un viento sollozante que susurraba en la oscuridad.
—¡Haz que paren! —gritó Mina, tapándose las orejas con las manos—. ¿Por qué dicen mi nombre? ¡No los conozco! ¿Por qué me hacen esto?
Los Predilectos gemían y avanzaban hacia ella. Rhys los golpeaba con el cayado, pero era como intentar hacer retroceder una marea de olas infinitas. El lamento plañidero había adoptado un tono diferente. Empezaba a teñirse de furia. Finalmente, los ojos de los Predilectos se habían posado en Rhys. Oyó el silbido del acero.
Atta gañó de dolor. Beleño empujó aquella masa de cuerpos para sacar a la perra de debajo de los pies que pisoteaban con fuerza y la cogió en brazos. Atta abría los ojos como platos por el intenso miedo y jadeaba. Le arañó el pecho con las patas, en un esfuerzo por sujetarse.
El aire era irrespirable, pues flotaba un intenso olor a putrefacción. A Rhys empezaban a flaquearle las fuerzas. No podría mantener a distancia a los Predilectos por mucho más tiempo y en cuanto dejara caer el cayado, lo aplastarían.
Centelleó la hoja de un puñal. Rhys le pegó un golpe con el extremo del cayado y consiguió desviar la puñalada mortal, pero la hoja rozó a Beleño en el brazo y le abrió un profundo corte. Beleño lanzó un aullido y dejó caer a Atta, que se quedó agazapada y temblorosa a sus pies.
Mina se quedó mirando la sangre y empalideció.
—No quiero estar aquí —dijo con voz temblorosa—. No quiero que esté pasando esto... No los conozco... Nos iremos lejos, muy lejos...
—¡Sí! —chilló Beleño, llevándose la mano a la herida sangrante.
—No —dijo Rhys.
Beleño lo miró perplejo.
—Mina, sí los conoces —continuó Rhys en un tono duro—. No puedes salir huyendo. Tú los besaste y murieron.
En un primer momento Mina parecía confundida, pero después el entendimiento iluminó sus ojos ambarinos.
—¡Eso fue Chemosh! —gritó—. ¡No fui yo! No fue culpa mía.
Miró con ferocidad a los Predilectos y cerró el puño.
—¡Os di lo que queríais! —les gritó—. No pueden heriros. ¡Nunca conoceréis el dolor, la enfermedad o el miedo! ¡Siempre seréis jóvenes y hermosos. ..!
—¡... y estarán muertos! —gritó Beleño. Se señaló a sí mismo, golpeándose el pecho—. Mírame a mí, Mina. ¡La vida es esto! ¡La vida es dolor! ¡La vida es miedo! ¡Les arrebataste todo eso! Y algo mucho peor. Los encerraste en la muerte y tiraste la llave. No tienen adonde ir. Están atrapados, prisioneros.
Mina observó al kender perpleja y Rhys se imaginó lo que veía: él y Beleño, desaliñados, sangrientos, sudorosos, jadeantes, empujando a los Predilectos con el cayado y sujetando a una perra temblorosa. Oía la voz del kender sacudida por el terror y la exasperación, y su propia voz cargada de desesperación. Al mismo tiempo, oía el contraste de las voces vacías y huecas de los Predilectos.
La niña pequeña desapareció ante la mirada atónita de Rhys y allí mismo apareció Mina, la mujer, tal como la había visto en la gruta. Era alta y esbelta. Su melena cobre le llegaba hasta los hombros y enmarcaba su rostro con suaves ondas. Los ojos ambarinos eran grandes y en ellos brillaba la ira. Esos ojos estaban habitados por almas. La cubría un diáfano vestido negro que envolvía su cuerpo liviano como las sombras de la noche. Volvió el rostro hacia los Predilectos y paseó la mirada por aquel mar inquieto y espantoso formado por sus víctimas.
—Mina... —entonaban los muertos vivientes—, ¡Mina!
—¡Parad! —gritó ella.
El mar de muertos gemía, se lamentaba y susurraba.
—Mina...
Los Predilectos se echaron sobre Rhys. Él los golpeó con el cayado, pero eran demasiados y lo empujaron contra la pared. Beleño estaba a cuatro patas, intentando esquivar los pisotones, pero tenía las manos cubiertas de sangre y también le sangraba la nariz. Rhys no veía a Atta, pero oía su gañido de dolor. La muchedumbre palpitante volvió a agitarse y el monje quedó aplastado entre los cuerpos y la pared. No podía moverse, no podía respirar.
—¡Mina! ¡Mina! —Rhys oía el nombre a lo lejos, pues todo empezaba a desdibujarse.
Mina apretó los puños, alzó la cabeza y gritó por encima del eco de su propio nombre:
—¡Os hice dioses! ¿Por qué no sois felices?
Los Predilectos se quedaron en silencio. Su nombre dejó de oírse.
Mina abrió las manos y de las palmas salieron llamas ambarinas. Abrió los ojos y en sus pupilas nacieron llamas ambarinas. Abrió la boca y de ella escaparon llamaradas. Se hizo más grande, cada vez más alta, mientras aullaba su frustración y dolor a los cielos, y el fuego de su ira ardía fuera de control.
Rhys estaba atrapado debajo de los muertos vivientes y un momento después un calor abrasador voló por encima de él e incineró todos los cuerpos. El monje quedó cubierto de una ceniza oleosa.
Cegado por la luz abrasadora, Rhys empezó a toser cuando el humo y la ceniza le bajaron por la garganta. Buscó a su amigo a tientas y agarró a Beleño en el mismo momento en que el kender lo agarraba a él.
—¡No veo nada! —dijo Beleño con voz estrangulada, aferrándose a Rhys aterrorizado—. ¡No veo nada!
Rhys encontró a Atta y tiró de ella y de Beleño hacia la entrada abovedada de la escalera de caracol, lejos del calor, las llamas y esa ceniza negra y grasienta que flotaba por la torre en una especie de ventisca horrible.
El kender se frotó los ojos, y las lágrimas que le surcaban las mejillas formaban riachuelos sobre la ceniza que le cubría la cara.
Rhys contempló la furia de un dios infeliz destruyendo su fracaso.
El fuego duró bastante tiempo.
Al fin la luz ambarina perdió intensidad y se apagó, cuando la cólera de Mina se agotó. Las cenizas seguían cayendo lentamente en una nube gris. Rhys ayudó a Beleño a levantarse. Salieron del hueco de la escalera y se abrieron camino entre espeluznantes montones de ceniza que casi eran más altos que la perra. Beleño tenía arcadas y se tapó la boca con la mano. Rhys se puso la manga de la túnica sobre la nariz y la boca. Buscó a Mina, pero no había rastro de ella y Rhys estaba demasiado desconcertado para preguntarse qué habría sido de la niña. Lo único que quería era escapar de aquella pesadilla.
Huyeron por la puerta de doble hoja y salieron dando traspiés a la luz del sol y a la bendición del aire fresco que soplaba desde el mar.
—¿Dónde habéis estado? —preguntó Mina en tono acusador—. ¡Llevo un montón de tiempo esperándoos!
La niña pequeña estaba delante de ellos, mirándolos.
—¿Cómo os habéis manchado tanto? —Arrugó la nariz—. ¡Oléis fatal!
Beleño miró a Rhys.
—No se acuerda —dijo el monje en voz baja.
Se dio cuenta de que el mar estaba extrañamente en calma, las olas mansas, como si la perplejidad las frenara. Rhys se lavó la cara y las manos. Beleño se enjuagó lo mejor que pudo, mientras que Atta se zambulló en el agua.
Mina desplegó la vela del bote. El viento soplaba con fuerza y en el sentido que necesitaban, como si estuviera ansioso por ayudarlos a marcharse. El bote avanzó cabeceando sobre las olas.
Estaban acercándose a la orilla y Rhys ya se disponía a bajar la vela, cuando Beleño empezó a gritar:
—¡Mira, Rhys! ¡Mira eso!
Rhys se volvió y vio cómo la torre se hundía lentamente bajo las olas. La torre iba desapareciendo poco a poco, hasta que no quedó de ella más que la luna de cristal de la parte más alta, como si se tratara de unos dedos que se alzaran hacia el cielo. Después los dedos también desaparecieron.
—Los Predilectos se han ido, Rhys —dijo Beleño con un tono de respeto y temor—. Ella los ha liberado.
Mina no se volvió al oír el grito del kender. No miró atrás. Estaba concentrada en gobernar el bote, dirigiéndolo a la orilla sin peligro.
Os hice dioses.
Os hice dioses. ¿Por qué no sois felices?