PARTE IV MAYOR MANDELLA 2458–3143

1

¿Cómo era aquel antiguo experimento del que nos hablaban en el curso de biología de la escuela secundaria? Tómese un gusano y enséñesele a cruzar un laberinto; después hágase con él una papilla, con la que se alimentará a un gusano no adiestrado. ¡Oh, sorpresa!: este último será también capaz de cruzar el laberinto.

Yo sentía en la boca un fuerte gusto a mayor. En realidad, suponía que las técnicas se habían refinado desde mi época de estudiante secundario. La dilatación cronológica prolongaba ese tiempo a cuatrocientos cincuenta años de investigación y progreso. En Puerta Estelar, debía someterme a «adoctrinamiento y educación» como paso previo a la asunción del mando de mi propia compañía o fuerza de choque, tal como se la llamaba habitualmente. Para educarme no me sirvieron asado con salsa holandesa. No me dieron más alimento que glucosa durante tres semanas. Glucosa y electricidad.

Me afeitaron todo el vello del cuerpo. Me aplicaron una inyección con la que quedé convertido en un estropajo. Me llenaron de electrodos. Me sumergieron en un tanque de fluorocarbono oxigenado y me conectaron a una CSVA, es decir, una «computadora para situación vital acelerada». Eso me mantuvo bastante atareado.

Creo que la máquina tardó apenas diez minutos en repasar cuanto yo había aprendido previamente sobre las artes (perdónese el término) marciales. Después comenzó con el material nuevo. Aprendí cómo usar cualquier arma, desde una piedra hasta una bomba nova. Pero no sólo intelectualmente: para eso estaban los electrodos. Se trataba de cinestesia de realimentación negativa cibernéticamente controlada; sentía las armas en las manos y observaba lo que hacía con ellas; lo repetía una y otra vez hasta ejecutarlo debidamente. La ilusión de realidad era absoluta. Empleé una espada con una banda de guerreros Masai en alguna incursión por cierta aldea; al mirarme el cuerpo lo descubrí largo y oscuro. Un hombre de aspecto cruel y ropas afectadas me enseñó a manejar el florete en un patio francés del siglo XVIII. Silenciosamente encaramado a un árbol, disparé con un rifle Sharps contra hombres de uniforme azul, que se arrastraban por un terreno lodoso con rumbo a Vicksburg. En tres semanas maté a varios regimientos de fantasmas electrónicos. Ese período me pareció todo un año, pero la CSVA hace cosas extrañas con el sentido del tiempo.

Pero aprender a usar armas exóticas era sólo una pequeña parte del adiestramiento. En realidad era lo más descansado, pues cuando no estaba en cinestesia la máquina me mantenía el cuerpo totalmente relajado y me llenaba el cerebro con las hazañas y las teorías militares de cuatro mil años… ¡de las cuales no podía olvidar una sola! Al menos mientras estuviera en el tanque.

¿Quiere usted saber quién fue Escipión Emiliano? Yo no. La luz brillante de la Tercera Guerra Púnica. «La guerra es la especialidad del peligro; por lo tanto el coraje es, por sobre todas las cosas, la primera cualidad de un guerrero», según afirmaba Von Clausewitz. Y jamás olvidaré la poesía de «el grupo de avanzada normalmente avanza en formación de columna con la dirección del pelotón, seguido por una brigada de láser, la brigada de armas pesadas y las restantes brigadas de láser; para la observación, la columna dispone de la seguridad del flanco, excepto cuando el terreno y la visibilidad indican la necesidad de pequeños agregados de seguridad en los flancos, en cuyo caso el comandante del grupo de avanzada enviará un sargento de pelotón…», etcétera. Eso es del Manual del conductor de pequeñas unidades para fuerzas de choque, en caso de que se pueda llamar «manual» a dos microfichas enteras: dos mil páginas.

Si usted quiere convertirse en un experto completamente ecléctico en un tema que le asquea, únase a la FENU y pida recibir adiestramiento como oficial.

Ciento diecinueve personas, y yo era responsable de ciento dieciocho de ellas, incluyéndome a mí, pero sin contar al comodoro, que presumiblemente sabía cuidarse solo. Durante las dos semanas de rehabilitación física que siguieron a la sesión de CSVA no me encontré con ningún miembro de mi compañía; antes de nuestra primera entrevista yo debía presentarme al oficial de orientación cronológica. Solicité una cita; su empleado me indicó que el coronel me esperaría en el Club de los Seis Oficiales de Grado, después de cenar.



Fui temprano al Club de los Seis, pensando cenar allí, pero no tenían sino minutas; comí una especie de hongo que sabía vagamente a cazuela de caracoles e ingerí el resto de mis calorías bajo la forma de alcohol.

—¿El mayor Mandella?

Estaba tan ocupado en consumir mi séptima cerveza que no había visto al coronel. Empecé a levantarme, pero él me indicó que permaneciera sentado, mientras se dejaba caer pesadamente en la silla de enfrente.

—Estoy en deuda con usted —dijo—. Me esperaba una velada muy aburrida; gracias a usted he salvado por lo menos media hora.

Y agregó, tendiéndome la mano:

—Jack Kynock, a sus órdenes.

—Coronel…

—No me trate como coronel y yo no le trataré como mayor. Nosotros, los viejos fósiles, tenemos que… guardar la perspectiva, William.

—Estoy de acuerdo.

Pidió una bebida que yo nunca había oído nombrar.

—¿Por dónde empezamos? —preguntó—. Según los registros usted estuvo en la Tierra por última vez en 2007.

—Exacto.

—No le gustó mucho, ¿verdad?

—No —respondí, pensando en aquellos zombies, los felices robots.

—Bueno, mejoró un poco. Después empeoró. Gracias.

Un recluta le trajo la bebida; era una mezcla borboteante, de color verde en el fondo del vaso y chartreuse claro en la superficie. El coronel tomó un sorbo y prosiguió:

—Volvió a mejorar y a empeorar y a… No sé. Ciclos.

—¿Y cómo es ahora?

—Bueno, en realidad no estoy muy seguro. Tenemos montañas de informes, pero no es sencillo separar la verdad de la propaganda. La última vez que estuve allá fue hace doscientos años; por entonces las cosas estaban bastante mal. Es decir, eso depende de lo que uno prefiera.

—¿A qué se refiere usted?

—Veamos: había mucho movimiento. ¿Alguna vez oyó hablar del movimiento pacifista?

—No creo.

—¡Hum! El nombre es engañoso. En realidad era una guerra de guerrillas.

—¡Cómo! Creí que sabía nombre, rango y número de serie de cuantas guerras se habían producido en la Tierra desde Troya hasta ahora. Seguramente se olvidaron de ésa.

—Por buenas razones —respondió él, sonriendo—. La llevaban a cabo los veteranos sobrevivientes de Yod-3 8 y Aleph-40, según me han dicho. Obtuvieron la baja al mismo tiempo y decidieron encargarse de la FENU, allá en la Tierra. La población les prestaba mucho apoyo.

—Pero no ganaron.

—Aún estamos aquí—observó, haciendo girar el vaso, mientras los colores se mezclaban—. En realidad sólo estoy al tanto de los rumores. Cuando estuve allá la guerra había terminado, con excepción de algún sabotaje esporádico. Y no era precisamente un tema agradable para entablar conversación.

—Me sorprende un poco —observé—. Bueno, más que un poco. Me refiero a que la población terráquea hiciera algo contra los deseos del gobierno.

Él emitió un ruido nada comprometido.

—Y menos aún una revolución —proseguí—. Cuando estuvimos allá nadie era capaz de decir una palabra contra la FENU… o contra cualquiera de los gobiernos nacionales. Tenían el cerebro bien condicionado para aceptar las cosas tal como estaban.

—Ah, eso también es cíclico —dijo él, repantigándose—. No es cuestión de técnica. Si los gobiernos de la Tierra lo quisieran podrían dominarlo todo, hasta el pensamiento más trivial de cada ciudadano, desde la cuna hasta la tumba. No lo hacen porque resultaría fatal. Porque estamos en guerra. Fíjese en su propio caso: ¿recibió algún condicionamiento motivacional mientras estaba en el tanque?

Cavilé por un momento.

—Si fue así, no tengo por qué saberlo.

—Eso es cierto. En parte. Pero créame, han dejado en paz esa parte de su cerebro. Cualquier cambio de actitud con respecto a la FENU o a la guerra, ésta o cualquier otra, proviene sólo de sus nuevos conocimientos. Nadie se ha entrometido con sus motivaciones básicas. Y ya debería saber por qué.

Por el laberinto de mis nuevos conocimientos repiquetearon nombres, fechas y cifras:

—Tet-17, Sed-21, Aleph-14, el Lazlo… el informe de la comisión de emergencia Lazlo, en junio de 2106.

—Exactamente. Y, por extensión, su propia experiencia en Aleph-1. Los robots no resultan buenos soldados.

—Resultaron hasta el siglo xxi. El condicionamiento conductista era el sueño de cualquier general. Se podía formar un ejército con los mejores rasgos de la SS, la guardia pretoriana, la Horda de Oro y los Boinas Verdes.

El coronel rió por encima del borde del vaso.

—Ponga a ese ejército contra una brigada de hombres provistos de trajes de batalla modernos. Estará acabado en dos minutos.

—Siempre y cuando los hombres de la brigada no pierdan la cabeza y luchen como endemoniados para conservar la vida.

—La generación de soldados que provocó los informes Lazlo fueron condicionados desde el nacimiento para satisfacer alguna imagen de guerrero ideal. Operaban magníficamente en equipo, estaban sedientos de sangre y no daban mayor importancia a la supervivencia individual…, pero los taurinos les hicieron pedazos. También ellos luchaban sin preocuparse por los individuos, pero lo hacían mejor y eran más numerosos.

Kynock tomó un trago y se quedó mirando los colores de la bebida.

—He visto su análisis caracterológico —dijo—. Antes y después de la sesión en el tanque. Esencialmente es el mismo.

—Eso me tranquiliza —observé, mientras pedía por señas otra cerveza.

—Tal vez no es tan tranquilizador como usted cree.

—¿Por qué? ¿Dice que no voy a ser buen oficial? Se lo dije desde el principio: no tengo pasta de jefe.

—En un sentido tiene razón; en el otro, no. ¿Quiere saber qué dice el análisis?

—¿No es secreto? —respondí, encogiéndome de hombros.

—Sí, pero usted es mayor; puede revisar el análisis de cualquier persona bajo su mando.

—No creo que me depare muchas sorpresas.

Pero me sentía algo curioso. ¿Qué animal resiste la fascinación de los espejos?

—No. Dice que usted es pacifista. Un pacifista fallido, cosa que le ocasiona una ligera neurosis. La compensa transfiriendo la culpa al ejército.

La cerveza estaba tan fría que hizo que me dolieran los dientes.

—Hasta aquí no me sorprende.

—Si usted tuviera que matar a un hombre y no a un taurino, me parece dudoso que pudiera hacerlo. Aunque debe conocer mil formas diferentes de llevarlo a cabo.

No supe qué responder. Tal vez tenía razón.

—En cuanto a la pasta de jefe, tiene algunas condiciones en potencia, pero se prestaría más para dedicarse a la enseñanza o a las conferencias; preferiría mandar por medio de la empatia o la compasión. Tiene el deseo pero no la voluntad de imponer sus ideas en otra gente, lo cual significa que usted está en lo cierto: será endemoniadamente malo como oficial, a menos que se ponga en forma.

Me vi forzado a reír.

—La FENU ha de haberlo sabido cuando me ordenó someterme al adiestramiento para oficiales.

—Hay otros parámetros a tener en cuenta—dijo—. Por ejemplo, usted es adaptable, razonablemente inteligente y analítico. Y es una de las once personas que han sobrevivido a toda la guerra.

—La supervivencia es virtud en los reclutas —comenté, sin poder resistir la tentación—, pero los oficiales deberían dar ejemplo de gallardía. Hundirse con la nave, avanzar hacia el parapeto como si no tuvieran miedo.

El coronel carraspeó, corrigiendo:

—No cuando el reemplazante más cercano está a mil años-luz de distancia.

—De cualquier modo no tiene sentido que me hayan traído desde Paraíso para intentar «ponerme en forma», cuando en Puerta Estelar hay muchos con mejores condiciones que yo. ¡Oh, Dios, la mentalidad militar!

—Sospecho que al menos la mentalidad burocrática tuvo algo que ver en el asunto. Usted tiene demasiada antigüedad como para ser simple recluta.

—Pero eso se debe tan sólo a la dilación cronológica. No he hecho más que tres campañas.

—Improcedente. Además eso supera en dos campañas y media lo que sobrevive el soldado medio. Los muchachos de publicidad le convertirán probablemente en una especie de héroe folclórico.

—¿Héroe folclórico? —pregunté, sorbiendo la cerveza— ¿Dónde está John Wayne, ahora que nos hace tanta falta?

—¿Quién fue John Wayne? Como nunca estuve en el tanque no soy experto en historia militar.

—No importa.

Kynock acabó su bebida y pidió al recluta que le trajera (lo juro por Dios) un «ron Antares».

—Bueno, se supone que soy su oficial de orientación cronológica. ¿Qué desea saber sobre el presente, o lo que pasa por tal?

Pero yo seguía con el tema anterior en la mente:

—¿Nunca estuvo en el tanque?

—No, eso es sólo para los oficiales de combate. Las instalaciones de computación y la energía que se consume en el proceso durante tres semanas mantendrían la Tierra entera en movimiento durante varios días. Es demasiado caro para aplicarlo a nosotros, que no hacemos sino calentar sillas.

—Pero sus condecoraciones indican que usted estuvo en combate.

—Son honoríficas. Pero estuve.

El ron Antares resultó ser un vaso alto y esbelto lleno de líquido de color ambarino, con un pequeño cubo de hielo flotando en la superficie. En el fondo había un glóbulo de color rojo brillante; no era más grande que la uña de un pulgar: de él surgían filamentos carmesíes que ondulaban hacia arriba.

—¿Qué es eso rojo?

—Canela. Oh, algún tipo de éster con canela. Es bastante bueno. ¿Quiere probarlo?

—No, gracias; seguiré con la cerveza.

—En nivel uno la máquina de la biblioteca tiene un archivo de orientación cronológica que mi personal mantiene al día. Para cualquier pregunta específica puede acudir a él. Lo que yo deseo es, principalmente, prepararle para la presentación a la fuerza, de choque.

—¿Qué pasa? ¿Son todos ciborgs? ¿Clónicos?

Él se echó a reír.

—No, es ilegal reproducir seres humanos. El principal problema es que usted es… ¡ejem!, heterosexual.

—¡Oh, eso no es problema! Soy tolerante.

—Sí, su análisis caracterológico revela que usted… se cree tolerante, pero ése no es el problema principal.

Comprendí lo que intentaba decir, si no en detalle, al menos en sustancia.

—Sólo las personas emocionalmente estables son reclutadas por la FENU —explicó—. Sé que a usted le resultará duro aceptar esto, pero la heterosexualidad se considera corno irregularidad emocional relativamente fácil de curar.

—Si creen que me van a curar…

—Quédese tranquilo, ya es demasiado viejo para eso —dijo, mientras sorbía delicadamente su bebida—. No será tan difícil entenderse con ellos como usted puede…

—Espere. ¿Quiere decir que nadie… que todos los de mi compañía son homosexuales, salvo yo?

—William, todos los terráqueos son ahora homosexuales, con excepción de un millar de personas, todas ellas veteranos incurables.

¿Qué me quedaba por decir?

—¡Vaya manera drástica de resolver la superpoblación!

—Tal vez, pero da buen resultado. La población terráquea se mantiene estable por debajo de un billón de personas. Cuando alguien muere o se va del planeta se anima a otro individuo.

—La gente no nace.

—Sí, nace, pero no al modo antiguo. Se trata de lo que ustedes llamaban «bebés de probeta», aunque naturalmente no se emplean probetas para eso.

—Bueno, menos mal.

—En cada guardería hay una especie de vientre artificial que se encarga de los individuos durante los primeros ocho o diez meses siguientes a la animación. Lo que ustedes llamarían «nacimiento» se produce en un período de varios días; ya no es el acontecimiento súbito y drástico de otros tiempos.

«¡Oh, un mundo feliz!», pensé.

—Sin traumas de nacimiento. Un billón de homosexuales perfectamente equilibrados.

—Perfectamente equilibrados para las normas de la Tierra actual. A usted y a mí nos parecerían algo extraños.

—Ese término es muy suave para el caso —observé, mientras acababa mi cerveza—. En cuanto a usted… ¡ejem!, ¿es homosexual también?

—¡Oh, no! —exclamó, para mi alivio—. En realidad ya no soy tampoco heterosexual.

Se golpeó la cadera con un ruido extraño.

—Me hirieron; resultó que yo tenía una rara afección del sistema linfático y no podía tener descendencia. Desde la cintura hacia abajo no soy más que metal y plástico. Para usar su propia palabra, soy un ciborganismo.

Aquello ya fue demasiado, como solía decir mi madre.

—Oiga, recluta —dije al camarero—, tráigame uno de esos Antares.

Estar sentado en un bar con un ciborganismo asexuado, que probablemente era la única persona normal de todo aquel maldito planeta, aparte de mí mismo.

—Que sea doble, por favor.

2

Al día siguiente entraron todos en fila a la sala de conferencias. Parecían bastante normales, muy jóvenes y algo tiesos. La mayoría llevaba apenas siete u ocho años fuera de la guardería infantil. Ésta era un medio aislado y bajo permanente verificación, al cual sólo tenían acceso unos pocos especialistas, en su mayoría maestros y pediatras. Cuando un individuo abandonaba la guardería, a la edad de doce o trece años, escogía un nombre de pila (el apellido se tomaba generalmente del padre donante de mayor alcance genético) y se convertía en adulto legal, con una educación equivalente a la que yo poseía en el primer año de la universidad. Casi todos se dedicaban a un aprendizaje más especializado, pero a algunos les asignaban un puesto y entraban directamente a trabajar. Eran observados atentamente; a quienes mostraban cualquier síntoma de sociopatía, como por ejemplo inclinaciones heterosexuales, se les enviaba a un instituto correccional. Si no se curaban permanecían allí durante el resto de su vida.

Todos se enrolaban en la FENU a la edad de veinte años. Casi todos trabajaban en alguna oficina durante cinco años y recibían la baja. Unos pocos afortunados, uno entre ocho mil individuos, eran invitados a recibir adiestramiento para el combate. Rehusar se consideraba «sociopático», aunque significara enrolarse por otros cinco años. Y las posibilidades de sobrevivir esos diez años eran tan pequeñas que podían considerarse nulas; nadie lo había logrado. La mayor oportunidad consistía en que la guerra terminara antes de cumplirse los diez años subjetivos. Era de esperar que la dilación cronológica pusiera muchos años entre cada una de las batallas.

Puesto que lo más probable era entrar en combate una vez por año subjetivo, y puesto que sólo un treinta y cuatro por ciento sobrevivía a cada batalla, es sencillo calcular las posibilidades de supervivencia en los diez años: aproximadamente dos milésimos por ciento. O, para decirlo en otros términos, era como jugar a la ruleta rusa con cuatro de las seis cámaras cargadas. Si uno podía hacerlo diez veces sin decorar la pared opuesta, ¡felicitaciones!: podía considerarse civil.

Habiendo unos sesenta mil soldados combatientes en la FENU, sólo un 1,2% lograría sobrevivir durante diez años. No entraba en mis cálculos ser precisamente ese afortunado, aunque ya estaba a mitad de camino. ¿Cuántos de aquellos jóvenes que entraban al auditorio se sabían condenados?

Traté de comparar aquellas caras con las fichas que había estado estudiando durante toda la mañana, pero no era fácil. Todos habían sido seleccionados según parámetros estrictos y se parecían notablemente: altos, pero no demasiado; musculosos sin ser corpulentos; inteligentes, pero no dados a las cavilaciones. Además, la Tierra era por aquel entonces mucho más racialmente homogénea que en mis tiempos. La mayoría de los muchachos tenía un aspecto vagamente polinesio. Sólo dos de ellos, Kayibanda y Lin, parecían representar tipos étnicos puros. Me pregunté si los demás no les harían la vida imposible por ello.

La mayor parte de las mujeres eran dolorosamente bellas, aunque yo no estaba en condiciones de ser buen juez. Llevaba más de un año de celibato, desde que me había despedido de Marygay, allá en Paraíso. Me pregunté si alguna de ellas tendría algún resabio atávico o estaría dispuesta a satisfacer las excentricidades de su comandante. «Queda absolutamente prohibido a los oficiales mantener vínculos sexuales con sus subordinados.» ¡Qué cálida forma de expresarlo! «Las violaciones a esta regla serán punibles con la incautación de todos los fondos y la degradación al rango de recluta; si la relación afectare la eficiencia de una unidad de combate se llegará a la ejecución sumaria.» Si todas las reglas de la FENU hubieran podido ser desobedecidas con tanta facilidad y frecuencia, la vida militar habría resultado muy llevadera.

En cuanto a los muchachos, ninguno despertaba atracción en mí. No podía asegurar cómo serían las cosas una vez transcurridos otros doce meses.

—¡Ten-ción!

Era la teniente Hilleboe; al parecer mis nuevos reflejos eran buenos, puesto que no me levanté de un salto. Eso hicieron, en cambio, todos los presentes en el auditorio.

—Soy la teniente Hilleboe, oficial segundo de campo.

Ese grado se llamaba en otros tiempos «sargento primero de campo»; una buena señal de que un ejército lleva demasiado tiempo en movimiento es que empieza a mostrarse irregular con los oficiales. Hilleboe prosiguió como un soldado profesional bien curtido. Probablemente gritaba órdenes frente al espejo todas las mañanas, mientras se depilaba. Pero yo había revisado sus antecedentes y sabía que sólo había estado en acción una vez, por un par de minutos. Tras perder un brazo y una pierna había sido ascendida, al igual que yo, como resultado de las pruebas a que nos sometían en la clínica de regeneración. ¡Diablos, tal vez había sido muy simpática antes de pasar por ese trauma! Ya era bastante duro tener que regenerar un solo miembro.

Lo que decía a los soldados era la cháchara habitual de los sargentos primeros, severa, pero justa: «No me hagan perder tiempo con nimiedades; empleen la cadena de comando; casi todos los problemas se pueden resolver en el quinto grado.» Era una lástima que yo no hubiera hablado con ella un poco más temprano. El Comando de la Fuerza de Choque nos había lanzado de lleno en esa primera entrevista, pues debíamos subir a bordo al día siguiente, y yo no había tenido tiempo sino para cambiar unas pocas palabras con mis oficiales.

No había sido suficiente, pues estaba claro que Hilleboe y yo sosteníamos criterios muy dispares sobre el modo de manejar una compañía. En realidad, manejarla era tarea suya; yo debía limitarme a mandar. Pero ella estaba creando en potencia una división entre «los buenos y los malos» al usar la cadena de comando para aislarse de quienes estaban a su cargo. Yo no tenía intenciones de ser tan reservado; pensaba fijar una hora por día para que cualquier soldado pudiera venir a mí con quejas o sugerencias, sin necesidad de solicitar permiso a sus otros superiores.

A ambos se nos había proporcionado la misma información durante las tres semanas pasadas en el tanque. Resultaba interesante que hubiéramos llegado a conclusiones tan diferentes con respecto al mando. Esa política de puertas abiertas, por ejemplo, había dado buenos resultados en los ejércitos modernos de Australia y América; además parecía especialmente adecuada a nuestra situación, donde todos permanecían encerrados durante meses y hasta años enteros. La habíamos empleado en la Sangre y Victoria, última nave estelar a la que yo fuera asignado, y pareció aliviar las tensiones.

Hilleboe parecía tranquila mientras pronunciaba esa arenga organizadora. Muy pronto les ordenaría prestar atención para presentarme. ¿De qué podía yo hablarles? Había pensado decir unas pocas palabras y explicar mi política de puertas abiertas; después les dejaría con la comodoro Antopol, que les hablaría de la Masaryk II. Pero sería mejor postergar la explicación mientras no hubiera mantenido una larga charla con Hilleboe; en realidad sería mejor que ella misma presentara esa política a los soldados, a fin de no dar la impresión de que estábamos en desacuerdo.

Mi oficial ejecutivo, el capitán Moore, vino en mi rescate. Apareció a toda prisa por una puerta lateral (vivía corriendo, como si fuera un meteorito gordinflón) y, tras saludarme bruscamente, me entregó el sobre que contenía nuestras órdenes de combate.

Mantuve una breve charla en voz baja con la comodoro; estuvimos de acuerdo en que no les haría ningún mal saber adonde íbamos, aunque los soldados sin rango no tenían obligación de enterarse. Pero si de algo no teníamos por qué preocuparnos en aquella guerra era de los agentes enemigos. Con una buena mano de pintura un taurino podía disfrazarse de hongo ambulante, pero sin duda despertaría sospechas.

Hilleboe ya estaba explicándoles mis excelencias como comandante; que yo había estado en la guerra desde el comienzo, y que si ellos tenían intenciones de sobrevivir harían bien en seguir mi ejemplo. No mencionó el hecho de que yo fuera tan sólo un soldado mediocre, con cierto talento para pasar desapercibido. Tampoco dijo que me había retirado del ejército a la primera oportunidad, para volver debido tan sólo a las intolerables condiciones de vida en la Tierra.

—Gracias, teniente —manifesté, al tomar su sitio en el estrado—. Descansen.

Desplegué la hoja que contenía nuestras órdenes y la sostuve en alto.

—Tengo algunas noticias buenas y algunas malas.

Lo que había pasado por un chiste cinco siglos atrás era ya tan sólo una afirmación corriente.

—He aquí nuestras órdenes de combate para la campaña Sade-138. La buena noticia es que probablemente no entremos en combate al menos en seguida. La mala, que actuaremos como blanco.

Ante aquello se agitaron un poco, pero nadie dijo palabra ni apartó los ojos de mí. Buena disciplina, o tal vez sólo fatalismo; yo no sabía si tenían una imagen muy realista de su futuro. Es decir, de su falta de futuro.

—Se nos ha ordenado hallar el mayor planeta portal que gire en torno al colapsar de Sade-138, para construir allí una base. Después deberemos permanecer en ella hasta que nos releven. Probablemente pasarán dos o tres años.

»Es casi seguro que en ese período nos atacarán. Como ustedes han de saber, el Comando de la Fuerza de Choque ha descubierto cierto esquema en los movimientos del enemigo, de colapsar a colapsar. Confían en que, tarde o temprano, será posible rastrear ese complejo esquema a través del tiempo y del espacio, hasta hallar el lugar de origen de los taurinos. Por el momento sólo podemos enviar fuerzas que les intercepten e impidan su expansión.

»Eso es, a grandes rasgos, lo que se nos ordena hacer. Seremos una de las muchas fuerzas de choque empleadas en esas maniobras de bloqueo en las fronteras del enemigo. Por mucho que insista sobre la importancia de esta misión, jamás será bastante; si la FENU logra evitar que el enemigo se expanda, tal vez consigamos envolverlo y ganar la guerra.

De ser posible, antes de que todos estuviéramos reducidos a cadáveres.

—Quiero dejar un punto bien claro: tal vez nos ataquen el mismo día en que lleguemos; tal vez ocupemos el planeta durante diez años sin dificultades.

(Las probabilidades eran más que escasas.)

—Pero, pase lo que pase, cada uno de nosotros debe mantenerse en el mejor estado posible para el combate. Mientras estemos en la nave llevaremos a cabo un programa regular de ejercicios gimnásticos y de revisión de adiestramiento, especialmente en lo que concierne a técnicas de construcción; debemos levantar la base y sus instalaciones defensivas en el menor tiempo posible.

(¡Dios, ya estaba hablando como los oficiales!)

—¿Alguna pregunta?

No las hubo. Entonces finalicé:

—Quiero presentarles a la comodoro Antopol. Adelante, comodoro.

Ésta no trató de ocultar su aburrimiento en tanto explicaba a todas aquellas lombrices de tierra las características y las comodidades de la Masaryk II. El programa de información del tanque me había enseñado ya la mayor parte de cuanto ella decía, pero sus últimas frases me llamaron la atención.

—Sade-138 será el colapsar más lejano alcanzado por el hombre. Ni siquiera está en la galaxia propiamente dicha, sino que forma parte de la Gran Nube Magallánica, a unos cincuenta años-luz de distancia. Nuestro viaje requerirá cuatro saltos colapsares y nos ocupará unos cuatro meses subjetivos. Las maniobras para la inserción colapsar nos habrán retrasado unos trescientos años con respecto al calendario de Puerta Estelar para cuando lleguemos a Sade-138.

Y habrían pasado otros setecientos años, si yo vivía tanto como para volver. Eso no haría mucha diferencia: Marygay ya había muerto, sin duda, y no había persona viviente que significara algo para mí.

—Tal como el mayor les ha dicho, estas cifras no les deben inducir a la desidia. El enemigo también se dirige hacia Sade-138; tal vez lleguemos el mismo día. Las matemáticas de la situación son complicadas, pero crean lo que les decimos: la carrera ha de ser difícil. Mayor, ¿quiere agregar algo más?

Empecé a levantarme, diciendo:

—Bueno…

Inmediatamente Hilleboe gritó:

—¡Atención!

Tenía que aprender a estar preparado para eso.

—Sólo quería decir que me gustaría hablar unos minutos con los oficiales superiores, desde el grado cuatro hacia arriba. Los sargentos de pelotón se encargarán de conducir las tropas a la zona de embarque 67, mañana por la mañana a las 0400. Hasta entonces quedan todos en libertad.


Invité a los cinco oficiales a mi salita y saqué una botella de verdadero coñac francés. Me había costado dos meses de sueldo, pero ¿qué otra cosa podía hacer con el dinero? ¿Invertirlo? Cuando serví las copas, Alserver, la doctora, rechazó la suya; en cambio partió una pequeña cápsula bajo su nariz y aspiró profundamente. Después trató sin mucho éxito de disimular su expresión de euforia.

—En primer lugar, vamos a un problema personal básico —dije, mientras servía la bebida—. ¿Están todos ustedes informados de que no soy homosexual?

Hubo un coro mezclado de «sí señor» y «no señor».

—¿No creen que esto va a… complicar mi situación como comandante entre los soldados?

—Señor, no creo… —empezó Moore.

—Aquí no hacen falta rangos —dije—: estamos en un círculo cerrado. Hace cinco años, en mi propio marco cronológico, yo era recluta. Cuando no haya soldados rasos presentes, pueden llamarme Mandella o William.

Tuve la sensación de que estaba cometiendo un error al decir eso, pero concluí:

—Sigue hablando.

—Bueno, William, tal vez hace cien años habría sido un problema. Ya sabes lo que pensaba la gente por entonces.

—En realidad no lo sé. Desde el siglo xxi en adelante no sé más que historia militar.

—¡Oh! bueno, era… ¿Cómo te diré? Eh, era…

Agitó las manos en el aire. Alserver terminó por él:

—Era un delito. Eso fue mientras el Consejo de Eugenesia trataba de convencer a la gente para que la homosexualidad fuera universal.

—¿Qué Consejo de Eugenesia?

—Es parte de la FENU. Solamente tiene autoridad en la Tierra.

Aspiró profundamente la cápsula vacía y prosiguió:

—Se trataba de evitar que la gente siguiera procreando bebés al modo biológico. Porque A) la gente mostraba una lamentable falta de juicio al elegir al compañero biológico, y B) el Consejo notaba que las diferencias raciales provocaban una división innecesaria en la humanidad. Con un control absoluto de los nacimientos se podría lograr que en pocas generaciones hubiera una sola raza.

No sabía que habían llegado tan lejos, pero parecía lógico.

—Y tú, como médico, ¿lo apruebas?

—Cómo médico no estoy segura.

Tomó otra cápsula del bolsillo y la hizo girar entre el pulgar y el índice, con la mirada perdida, o tal vez fija en algo que nadie veía.

—En cierto modo eso me facilita mucho el trabajo. Muchas enfermedades han dejado de existir. Pero creo que no saben tanto de genética como creen saber. No es una ciencia exacta; quizás están haciendo algo muy mal y el resultado no se note hasta dentro de muchos siglos.

Rompió la segunda cápsula bajo su nariz y aspiró dos veces seguidas.

—Sin embargo —aclaró—, como mujer estoy de acuerdo.

Hilleboe y Rusk asintieron vigorosamente.

—¿Porque así no debes pasar por el proceso del parto?

—En parte por eso —confirmó ella, bizqueando cómicamente al mirar la cápsula para aspirar por última vez—. Sin embargo es sobre todo por no verme obligada a… tener un hombre… dentro de mí. ¿Comprendes? Es desagradable.

—Si no has probado, Diana —observó Moore riendo—, no lo puedes…

—¡Oh, cállate! —exclamó ella, arrojándole juguetonamente la cápsula vacía.

—Pero es perfectamente natural —protesté.

—También lo es andar de árbol en árbol y cavar en busca de raíces con un palo romo. El progreso, mi querido mayor, el progreso.

—De cualquier modo —prosiguió Moore— sólo se consideró delito durante un breve período. Después pasó a ser… ejem… una…

—Afección que se podía curar —completó Alsever.

—Gracias. Ahora bien, es tan poco habitual… No creo que los soldados lo tomen muy a pecho, en un sentido o en otro.

—Es sólo un rasgo excéntrico —afirmó Diana, magnánima—. Peor sería que devoraras niños.

—Es cierto, Mandella—concordó Hilleboe—. Mis sentimientos hacia usted no cambian por eso.

—Me… me alegro.

¡Qué maravilla! Comenzaba a darme cuenta de que no tenía la menor idea sobre cómo debía comportarme socialmente. Gran parte de mi conducta «normal» se basaba en un complejo código táctico de etiqueta sexual. ¿Debía tratar a los hombres como si fueran mujeres y viceversa? ¿O tratarles a todos como hermanos? Todo resultaba muy confuso. Acabé de vaciar mi copa y la dejé sobre la mesa.

—Bueno, gracias por la seguridad que me han brindado. En esencia era eso lo que deseaba preguntarles. No dudo que todos ustedes tienen mucho que hacer y gente de la cual despedirse. No quiero retenerles.

Todos se marcharon, con excepción de Charlie Moore. Ambos decidimos pillar una borrachera mayúscula y recorrer todos los bares y clubes para oficiales que hubiera en el sector.

Logramos visitar doce de ellos; probablemente hubiéramos podido completar el recorrido, pero decidí que convenía dormir unas horas antes de la próxima reunión.

La única vez que Charlie me hizo ciertas insinuaciones se comportó con mucha cortesía. Traté de que mi negativa fuera igualmente cortés, pensando que pronto adquiriría mucha práctica en aquellos asuntos.

3

Las primeras naves de la FENU poseían la delicada belleza de una araña, pero con los diversos adelantos tecnológicos la fuerza estructural pasó a ser más importante que la conservación de la masa (cualquiera de las naves antiguas se habría plegado como un acordeón en una maniobra efectuada a veinticinco gravedades), y eso se reflejaba en el diseño estólido, pesado y funcional. La única decoración era el nombre Masaryk II pintado en letras de color azul opaco sobre el casco, negro obsidiana.

En el trayecto hacia la bodega, nuestra nave de lanzadera pasó por encima del nombre: un pequeño grupo de hombres y mujeres efectuaba trabajos de mantenimiento sobre el casco. Empleándolos a modo de referencia pudimos comprobar que las letras medían varios cientos de metros. La nave en sí se prolongaba un kilómetro entero (1.036,5 metros, dijo mi recuerdo latente) y su anchura era aproximadamente la tercera parte (319,4 metros). Eso no significaba que gozáramos de mucho espacio. La nave llevaba en su vientre seis grandes destructores a propulsión taquiónica y cincuenta vehículos robóticos teledirigidos. La infantería quedaba relegada a un rincón. «La guerra es la especialidad del peligro», según había dicho Carlitos von Clausewitz; yo tenía el presentimiento de que pronto íbamos a confirmarlo.

Nos quedaban seis horas antes de pasar a los tanques de aceleración. Dejé caer mi equipo en el diminuto cubículo que constituiría mi hogar durante los veinte meses siguientes y salí de exploración. Charlie se me había adelantado: ya estaba en el comedor, evaluando la calidad del café que preparaban en la Masaryk II.

—Parece bilis de rinoceronte —dijo.

—Al menos no será soja —comenté.

Pero tras el primer sorbo cauteloso me di cuenta de que a los pocos días echaría de menos la soja.

La sala de oficiales era un cubículo de tres por cuatro, suelo y paredes metálicas, máquina de café y biblioteca. Seis sillas duras y una mesa con una máquina de escribir.

—¡Qué lugar alegre! ¿Verdad? —observó él, revisando el índice general en la máquina de la biblioteca—. Teoría militar a montones.

—Hace bien. Refresca la memoria.

—¿Solicitaste adiestramiento para oficiales?

—¿Yo? No, me lo ordenaron.

—Al menos tú tienes una excusa —replicó, mientras encendía y apagaba la máquina, contemplando los parpadeos de la luz verde—. Yo me apunté. Nadie me dijo que sería así.

Comprendí que no se refería a problemas sutiles, como el peso de la responsabilidad. Era toda esa información obligada, ese constante susurro mudo.

—Sí. Dicen que va pasando poco a poco.

En ese momento apareció Hilleboe.

—Ah, estaban aquí.

Nos saludó a los dos e inspeccionó rápidamente el recinto; resultó evidente que aquellas espartanas instalaciones merecían su aprobación.

—¿Quiere usted hablar con la compañía antes de entrar en los tanques de aceleración? —preguntó.

—No, no me parece… necesario.

Estuve a punto de decir «conveniente»; el arte de castigar a los subordinados requiere mucha pericia. Por lo visto, me vería obligado a recordarle constantemente que no era ella quien estaba en el mando. Otra solución consistiría en prestarle la insignia por un tiempo y dejar que experimentara sus delicias.

—Por favor, ¿quiere reunir a todos los jefes de pelotón? Lleve a cabo con ellos la secuencia de inmersión. Más tarde haremos práctica de aceleración, pero por ahora me parece mejor que la tropa descanse unas cuantas horas.

Les vendría bien, sobre todo si tenían una resaca parecida a la del comandante.

—Sí, señor.

Se marchó algo ofendida; el encargo que le había dado era en verdad tarea de Riland o de Rusk. Charlie acomodó su regordeta persona en una de las sillas y suspiró:

—Veinte meses en esta máquina grasienta. Con esa mujer. ¡Mierda!

—Bueno, si te portas bien conmigo no te haré compartir el alojamiento con ella.

—Trato hecho. Soy tu esclavo para siempre. A partir del viernes, digamos.

Miró el contenido de su taza y optó por no beber aquellas heces.

—De veras —insistió—, nos va a traer problemas. ¿Qué piensas hacer con ella?

—No lo sé.

También Charlie se estaba insubordinando, por supuesto, pero era mi oficial ejecutivo y estaba fuera de la cadena de comando. Además yo necesitaba al menos un amigo.

—Tal vez se ablande cuando estemos en marcha —sugerí.

—Puede ser.

Técnicamente ya estábamos «bajo peso»[3], puesto que avanzábamos lentamente hacia el colapsar de Puerta Estelar, a gravedad uno. Pero eso era sólo por conveniencia de la tripulación; no es sencillo sujetar con listones las escotillas cuando se trabaja en caída libre. El viaje en sí no comenzaría mientras no estuviéramos en los tanques.

La sala era tan deprimente que Charlie y yo decidimos emplear las horas restantes en recorrer la nave. El puente era como todas las instalaciones de computación; las ventanillas constituían un lujo del que se podía prescindir. Permanecimos a respetuosa distancia en tanto Antopol y sus oficiales efectuaban las últimas verificaciones antes de trepar a los tanques y abandonarnos en manos de las máquinas.

En realidad había un ojo de buey. Una burbuja de plástico grueso, en el cuarto de navegación de proa. El teniente Williams no estaba ocupado, pues la etapa de preinserción era totalmente automática; por lo tanto nuestra visita le resultó muy grata.

—Confío en que no sea necesario usar esto en este viaje —comentó, golpeando con una uña el plástico del ojo de buey.

—¿Por qué? —preguntó Charlie.

—Lo usamos tan sólo cuando perdemos el rumbo. Si el ángulo de inserción se desvía la milésima parte de un radián podemos salir en el otro extremo de la galaxia. En ese caso podemos obtener una idea aproximada de nuestra posición analizando el espectro de las estrellas más brillantes. Son como huellas digitales. Una vez que identificamos tres podemos formar triángulo.

—Entonces encontramos el colapsar más cercano y retrocedemos —dije.

—Ése es el problema. El único que conocemos en la Gran Nube Magallánica es Sade-138. Lo descubrimos gracias a ciertos datos robados al enemigo. Aunque pudiéramos hallar otro colapsar, si nos perdiéramos en la Nube no sabríamos cómo insertarnos.

—¡Qué maravilla!

—Siempre es mejor que perderse del todo —respondió, con una expresión bastante perversa—. Podríamos entrar a los tanques, poner la nave en dirección a la Tierra y lanzarla a toda velocidad. Llegaríamos entres meses subjetivos.

—Claro —observé yo—, pero ciento cincuenta mil años adelantados en el futuro.

A veinte gravedades se llega a las nueve décimas partes de la velocidad de la luz en menos de un mes. A partir de entonces se está en manos de San Alberto.

—Sí, es un inconveniente —reconoció él—, pero al menos sabríamos quién ganó la guerra.

Cabía preguntarse cuántos soldados habían escapado a la guerra de ese modo. Existían cuarenta y dos fuerzas de choque perdidas en alguna parte, de las que no se tenían noticias. Tal vez todas ellas estuvieran avanzando por el espacio normal a una velocidad cercana a la de la luz, para aparecer una a una en la Tierra o en Puerta Estelar, con el correr de los siglos. Habría sido un buen sistema para desertar, puesto que una vez fuera de la cadena de saltos colapsares uno quedaba a salvo de cualquier persecución. Pero el navegante humano sólo entraba en juego en el caso de que se produjera algún error y la nave surgiera donde no debía.

Charlie y yo fuimos a inspeccionar el gimnasio. Era lo bastante grande como para dar cabida a doce personas. Le pedí que preparara una lista de turnos para que todo el mundo pudiera hacer ejercicio durante una hora diaria cuando saliéramos de los tanques. La zona de comedor era apenas más grande que el gimnasio. Aun en cuatro turnos tendríamos que apretujarnos bastante. La sala de los reclutas era más deprimente que la de los oficiales. No pasaría mucho tiempo sin que tuviese que enfrentarme a un verdadero problema con respecto al ánimo de la gente.

En cuanto a la armería, era más amplia que el gimnasio, el comedor y las dos salas reunidas. Era forzoso que así fuera, debido a la gran variedad de armas que se iban inventando con el correr de los siglos. El recurso básico seguía siendo el traje de batalla, aunque estaba mucho más perfeccionado que el primer modelo, aquel que yo usara antes de la campaña de Aleph.

El teniente Riland, oficial armero, estaba supervisando a sus cuatro subordinados (uno por cada pelotón), que efectuaban la última verificación de las armas. Era quizás el trabajo más importante de toda la nave, teniendo en cuenta lo que podía ocurrir con tantas toneladas de explosivos y radiactivos bajo veinticinco gravedades. Me saludó a la ligera.

—¿Todo bien, teniente?

—Sí, señor, con excepción de esas malditas espadas.

Se refería a las que usábamos en los campos de estasis.

—No hay modo de instalarlas para que no se doblen—explicó—. Espero que no se rompan.

Por mi parte no lograba comprender siquiera los principios del campo de estasis; el abismo entre mi título y la física actual era tan profundo como el que separaba a Galileo de Einstein. Pero al menos conocía los efectos.

En el interior del campo nada se podía mover a más de 16,3 metros por segundo; se trataba de un volumen hemisférico (esférico en el espacio) de unos cincuenta metros de radio. En el interior no había radiaciones electromagnéticas de ninguna especie: ni electricidad, ni magnetismo, ni luz. Desde el interior del traje uno veía el espacio circundante en una fantasmal monocromía; alguien me explicó ese fenómeno tartajeando algo sobre «la transferencia de fase de la cuasinergía que se filtra de una realidad taquiónica adyacente», todo lo cual me sonó a flogisto.

Sin embargo, como resultado del campo de estasis todas las armas convencionales de la guerra quedaban inutilizadas. Hasta una bomba nova se convertía en un terrón inerte dentro de ese campo.

Y cualquier criatura, terráquea o taurina, moriría en un instante si quedaba atrapada dentro del campo sin la debida protección. Al principio pareció ser un arma definitiva. En cuatro enfrentamientos consecutivos se barrieron por completo las bases taurinas sin una sola baja humana. Sólo hacía falta llevar el campo hasta donde estaban los enemigos, para lo cual bastaban cuatro soldados fornidos en la gravedad de la Tierra, y ver cómo morían al deslizarse a través de la pared opaca del campo. Los que llevaban el generador eran invulnerables, salvo en los cortos períodos en que necesitaran apagarlo para orientarse.

En la sexta oportunidad, el enemigo estaba preparado. Llevaban trajes protectores y filosas espadas con las que rasgaron los trajes de los portadores. Desde entonces los soldados que llevaban el generador iban también armados. Sólo había noticias de otras tres batallas semejantes, aunque eran más de diez las fuerzas de choque dotadas de generadores. Las otras no habían llegado aún a destino, seguían luchando o habían sido totalmente derrotadas: no había modo de saberlo hasta el retorno. Y nadie las alentaba a regresar mientras los taurinos siguieran en posesión de «sus propiedades», pues eso se consideraba «deserción bajo el fuego enemigo» y se castigaba con la ejecución de todos los oficiales; sin embargo, según los rumores, no se hacía más que aplicarles lavado de cerebro y reeducación, para enviarlos nuevamente a la refriega.

—¿Usaremos el campo de estasis, señor? —preguntó Riland.

—Probablemente, pero no al principio, a menos que los taurinos estén allá cuando nosotros lleguemos. No me gusta pasarme días y días dentro de un traje.

Tampoco me gustaba la perspectiva de usar una espada, sable o puñal, por muchas ilusiones electrónicas que enviara con ellos al Walhalla. Miré mi reloj: faltaban dos horas para que se iniciara la secuencia de inserción.

—Bueno, será mejor que vayamos acercándonos a los tanques, teniente. No deje de verificarlo todo.

El recinto que albergaba los tanques parecía una enorme fábrica de productos químicos; tenía unos buenos cien metros de ancho y estaba lleno de grandes aparatos pintados de gris opaco y uniforme. Los ocho tanques estaban arracimados casi simétricamente en torno al ascensor central; el único detalle asimétrico lo constituía uno de ellos, cuya altura era doble. Sería el tanque de comando, para los oficiales superiores y los especialistas de apoyo.

El sargento Blazynski apareció desde detrás de un tanque y saludó. En vez de responder exclamé:

—¿Qué diablos es eso?

En aquel universo gris había una sola mancha de color.

—Es un gato, señor.

—Eso está a la vista.

Un gato grande, de colores brillantes, ridículamente encaramado al hombro del sargento.

—Permítame formular la pregunta de otro modo—insistí—: ¿Qué diablos hace este gato aquí?

—Es la mascota de la brigada de mantenimiento, señor.

El gato alzó la cabeza para lanzarme un bufido no muy entusiasta; en seguida volvió a su laxo reposo. Charlie respondió a mi mirada encogiéndose de hombros.

—Es algo cruel —dije—. No lo disfrutarán mucho tiempo; en cuanto lleguemos a veinticinco gravedades será un mazacote de piel y entrañas.

—¡Oh, no, señor!

El sargento apartó la piel del lomo, bajo el cuello. Tenía una válvula de fluorocarbono implantada allí, exactamente igual a la que yo llevaba en la cadera.

—La compramos en un negocio de Puerta Estelar, ya modificada. Ahora muchas naves llevan mascotas, señor. La comodoro nos firmó los formularios.

En realidad todo era correcto, pues la brigada de mantenimiento estaba tanto bajo sus órdenes como a las mías. Además la nave era responsabilidad de ella. Pero los gatos me resultan odiosos; no hacen más que rondar por todos lados.

—¿No podía haber sido un perro?

—No, señor; no se adaptan. No soportan la caída libre.

—¿Hubo que hacer alguna adaptación especial a los tanques? —preguntó Charlie.

—No, señor. Teníamos una litera de sobra. No hubo más que acortar las correas.

Magnífico: eso significaba que me tocaría compartir el tanque con el animal.

—Hace falta otra clase de droga para fortalecer las paredes celulares, pero venía incluida en el precio.

Charlie le rascó detrás de una oreja; ronroneó suavemente, pero no se movió.

—Parece medio tonto.

—Es que le hemos drogado con un poco de anticipación —explicó el sargento.

No era extraño que estuviera tan quieto, puesto que la droga hace más lento el metabolismo, hasta que apenas basta para mantener las funciones vitales. El hombre agregó:

—Así será más fácil atarlo después.

—Supongo que no hay problemas —dije, pensando que tal vez sirviera para levantar la moral de los soldados—. Pero si se convierte en estorbo yo mismo me encargaré de arrojarlo al sistema de reaprovechamiento.

—¡Sí, señor!

Blazynski parecía muy aliviado; tal vez pensaba que yo no sería capaz de hacer semejante cosa con un minino tan encantador. «Haz la prueba, compañerito», pensé.

Ya lo habíamos visto todo. A aquel lado de los motores sólo quedaba la inmensa bodega donde dormían los destructores y las naves teledirigidas, fuertemente sujetas a gruesos armazones para que resistieran la aceleración. Charlie y yo fuimos a echarles un vistazo, pero no había ventanillas allí donde estábamos, al otro lado de la esclusa de aire. En el interior de la cámara había una, pero había sido evacuada y no valía la pena pasar por todo el ciclo de llenado y calentamiento sólo para satisfacer la curiosidad.

Comenzaba a sentirme un estorbo. Llamé a Hilleboe, quien afirmó que todo estaba en orden. Como aún faltaba una hora, Charlie y yo volvimos a la sala e iniciamos una partida de Kriesgspieler, con la computadora como arbitro; cuando empezaba a resultar interesante sonó la alarma indicando que faltaban diez minutos para la aceleración.


Los tanques de aceleración tenían un «margen de semiseguridad» de cinco semanas. Eso significaba que uno podía permanecer sumergido en ellos durante cinco semanas con un cincuenta por ciento de probabilidades de que no saltara ninguna válvula; de ser así, uno quedaba aplastado como una cucaracha bajo la suela del zapato. En la práctica, la emergencia debía ser muy seria para justificar que los usáramos durante más de dos semanas. En aquella primera etapa del viaje nos mantendríamos en aceleración sólo durante diez días.

De cualquier modo, para el ocupante de los tanques cinco semanas eran lo mismo que cinco horas. Una vez que la presión llegaba a nivel operativo se perdía el sentido del tiempo. El cuerpo y el cerebro parecían de cemento. Los sentidos no proporcionaban dato alguno y uno podía entretenerse durante varias horas tratando de deletrear su propio nombre.

No me sorprendió encontrarme súbitamente seco y hormigueante de sensaciones sin que el tiempo pareciera haber transcurrido. Aquello parecía una convención de asmáticos en un campo de heno: treinta y nueve personas y un gato estornudaban y tosían a la par, tratando de eliminar los últimos residuos de fluorocarbono. Mientras yo luchaba con mis correas se abrió la puerta lateral, inundando el tanque de una luz dolorosamente brillante. El gato fue el primero en salir; le siguió una batahola humana. En aras de la dignidad aguardé hasta que todos hubieron salido.

Más de cien personas se paseaban fuera, estirando las articulaciones y masajeándose el cuerpo. ¡Dignidad! Allí, rodeado por hectáreas de joven carne femenina, las miré directamente al rostro mientras intentaba desesperadamente resolver una ecuación diferencial de tercer orden, a fin de sofocar el reflejo galante. Aquel recurso de emergencia me permitió llegar al ascensor.

Hilleboe ya estaba dando órdenes para que la gente formara. Al cerrarse las puertas noté que todos los miembros de un pelotón presentaban un ligero cardenal de la cabeza a los pies. Veinte pares de ojos negros. Tendría que hablar con los de mantenimiento y atención médica sobre ese asunto.

Pero antes que nada tenía que vestirme.

4

Permanecimos tres semanas a una gravedad, con ocasionales períodos de caída libre para comprobar el curso de navegación, mientras la Masaryk II efectuaba un giro largo y cerrado desde el colapsar Resh-10 y volvía a él. Todo funcionó bien; la gente se ajustaba perfectamente a la rutina de a bordo. Asigné pocos trabajos y muchos ejercicios y revisiones…, para bien de los soldados, aunque no era lo bastante ingenuo como para creer que ellos lo verían así.

Después de una semana a gravedad uno, el recluta Rudkoski, ayudante del cocinero, se había armado de un alambique con el que producía ocho litros diarios de una bebida con un noventa y cinco por ciento de alcohol etílico. No quise prohibírselo; la vida ya era bastante aburrida y eso no importaba mientras los soldados siguieran presentándose sobrios a sus tareas. Sin embargo sentía una gran curiosidad por saber cómo lograba obtener la materia prima en nuestra hermética ecología y con qué pagaban los soldados esa bebida. Para averiguarlo empleé la cadena de comando a la inversa y pedí a Alserver que descubriera el asunto. Ella, a su vez, preguntó a Jarvil, que interrogó a Carreras, que charló con Orban, el cocinero. Resultó entonces que el sargento Orban era el responsable de todo; había dejado que Rudkoski hiciera el trabajo sucio, pero se moría por vanagloriarse ante alguien de confianza.

Si yo hubiera comido alguna vez con los reclutas habría notado algo raro, pero el sistema no incluía el comedor de los oficiales. A través de Rudkoski, Orban había establecido en toda la nave un sistema económico basado en el alcohol. Operaba de este modo:

En cada una de las comidas se incluía un postre muy azucarado (jalea, natillas o flan) que uno podía comer, siempre que no se empalagara, pero si uno lo dejaba en la bandeja y lo devolvía a la ventanilla de reaprovechamiento, Rudkoski le daba un bono por diez centavos y arrojaba el postre en una batea de fermentación; tenía dos, con capacidad para veinte litros cada una, una «en trabajo» mientras la otra se llenaba.

El bono de diez centavos era la base de un sistema que permitía comprar medio litro de alcohol etílico, con sabor a elección del cliente, por cinco dólares. Una brigada de cinco personas que devolvieran todos sus postres podía comprar más o menos un litro por semana; era bastante para una fiesta, pero no como para convertirse en un problema de salud pública.

Junto con esa información Diana me trajo una botella de El Peor de Rudkoski; así se llamaba un sabor que no había tenido éxito. Pasó por toda la cadena de comando sin bajar más que unos pocos centímetros. Sabía a una detestable combinación de fresa y alcaravez. A Diana le encantó, perversidad más o menos habitual en quienes nunca beben. Hice traer un poco de agua helada; una hora después estaba totalmente ebria. Por mi parte, ni siquiera había acabado la única copa que me preparé.

A mitad de camino hacia el aturdimiento absoluto, mientras murmuraba un soliloquio reconfortante dedicado a su hígado, Diana torció súbitamente la cabeza para mirarme con la franqueza de los niños.

—Usted tiene un gran problema, mayor William.

—Mucho más grande será el que usted tendrá por la mañana, teniente médico Diana.

—¡Oh, no es para tanto! —afirmó ella, agitando una mano borracha frente a la cara—. Algunas vitaminas, un poco de glu… cosa y un cen… tímetro de adren… nalina si no resulta. Tú… tú… tienes un… problema serio.

—Oye, Diana, no querrás que…

—Lo que necesitas… es una… entrevista con el bueno del cabo Valdez. —Valdez era el consejero sexual masculino—. Tiene empatia. Es su oficio. El te…

—Ya hemos hablado de este asunto, ¿recuerdas? Quiero seguir siendo como soy.

—Como todos —exclamó, enjugándose una lágrima que debía contener el uno por ciento de alcohol—. ¿Sabes que te llaman el Viejo M… Mandón? No, así no es.

Fijó la vista en el suelo; después, en la pared.

—El Viejo Maricón, así te llaman.

—No me importa —dije—. Siempre se le ponen apodos al comandante.

—Ya sé, pero…

Se levantó de pronto, bamboleándose.

—He bebido demasiado. Me acuesto.

Me volvió la espalda y se estiró con tantas ganas que le crujió una articulación. Después se oyó el susurro de una costura al abrirse; ella dejó caer la túnica con un movimiento de hombros, la abandonó en el suelo y se acercó de puntillas a mi cama.

—Ven, William —dijo, dando palmaditas en el colchón—. Única oportunidad.

—Por el amor de Dios, Diana; no sería justo.

—Todo es justo —respondió ella, con una risilla—. Además soy m… médico. Puedo mostrarme… clínica y no me… molestará. Nada. Ayúdame, ¿quieres?

Habían pasado quinientos años, pero seguían poniendo en la espalda los broches del sostén.

Un caballero de cierto tipo la habría ayudado a desvestirse para retirarse después silenciosamente. Otros habrían salido disparados hacia la puerta. Como yo no pertenecía a ninguna de las dos especies, me lancé a la carga. Quedó inconsciente (por fortuna, tal vez) antes de que llegáramos demasiado lejos. Pasé largo rato admirándola y disfrutando el contacto de su piel; al fin, con toda la sensación de ser un canalla, logré juntar las cosas y vestirla.

La alcé en vilo, dulce carga, para llevarla a su alojamiento. De inmediato comprendí que si alguien me veía con Diana en brazos ella quedaría convertida en el blanco de los rumores durante el resto de la campaña. Llamé a Charlie y le dije que habíamos bebido un poco y que Diana no tenía mucha resistencia; le invité a un trago, siempre que me ayudara a llevar a la buena doctora. Cuando Charlie llamó a la puerta ella roncaba inocentemente en una silla. El sonrió.

—Médico, cúrate a ti mismo.

Le ofrecí la botella, advirtiéndole de qué se trataba. Él la olfateó con cara de asco.

—¿Qué es esto? ¿Barniz?

—Un poco destilado por el cocinero. Con un alambique al vacío.

Charlie la depositó cuidadosamente sobre la mesa, como temiendo hacerla explotar si la sacudía.

—Me parece que pronto se quedará sin clientes. Morirán por envenenamiento epidémico. ¿Y ella ha tomado esto?

—Bueno, el cocinero ha reconocido que este experimento no resultó bien; por lo visto, los otros sabores son potables. Sí, le gustó.

—Bueno—repuso él, riendo—. ¡Diablos! ¿Qué hacemos? ¿Tú la tomas por las piernas y yo por los brazos?

—No, mira, la tomaremos cada uno por un brazo. Tal vez logremos que camine un poco.

Cuando la levantamos de la silla emitió un leve gemido, abrió un ojo y dijo:

—Hola, Charliiie.

Después volvió a cerrar el ojo y se dejó arrastrar hasta su cuarto. Nadie nos vio en el trayecto, pero su compañera de cuarto, Laasonen, aún leía, recostada en la cama.

—Parece que bebió esa porquería, ¿no? —observó, contemplando a su amiga con irónico afecto.

Entre los tres la metimos en la cama. Laasonen le apartó suavemente el pelo de los ojos.

—Dijo que entraba en el experimento.

—Pues tiene más devoción que yo por la ciencia —me comentó Charlie—. Y también más estómago.

Los tres lamentamos aquellas palabras.


Diana admitió mansamente que no recordaba nada de lo ocurrido tras el primer trago; según deduje de nuestra charla, creía que Charlie había estado presente desde el principio. Era mejor así, por supuesto, pero mientras tanto yo pensaba: «¡Oh, Diana, mi adorable heterosexual en estado latente! Deja que te compre una botella de buen whisky la próxima vez que lleguemos a puerto. Dentro de setecientos años.» Volvimos a los tanques para el salto entre Resh-10 y Kaph-35. Tardamos dos semanas a veinticinco gravedades; siguieron otras cuatro semanas de rutina a gravedad uno.

Aunque yo había anunciado mi política de puertas abiertas, prácticamente nadie quiso aprovecharla. Veía muy poco a los soldados, y en esas ocasiones los encuentros siempre tenían efectos negativos: debía someterles a pruebas de revisión, aplicar reprimendas y, de vez en cuando, dictarles conferencias. Muy pocas veces me resultaba inteligible lo que decían, excepto cuando respondían a una pregunta directa.

La mayor parte de ellos hablaban inglés, ya fuera como lengua materna o como segundo idioma, pero había cambiado tan drásticamente en aquellos cuatrocientos cincuenta años que apenas lograba comprenderlo cuando hablaban lentamente. Afortunadamente, durante el adiestramiento básico, les habían enseñado el inglés que se hablaba a principios del siglo XXI; ese idioma o dialecto servía como lingua franca provisional para la comunicación entre los soldados del siglo xxv y los contemporáneos del decimonoveno antepasado de sus abuelos, si es que los abuelos existían aún.

Recordando a mi primer comandante de combate, el capitán Stott (a quien yo odiaba tan cordialmente como el resto de la compañía), traté de imaginar cómo me habría sentido si él hubiera sido sexualmente anormal y me hubiesen obligado a aprender un nuevo idioma para su mayor comodidad.

Había problemas con la disciplina, sin duda; lo extraño es que no fueran mucho más graves. La responsabilidad correspondía a Hilleboe; por mucho que me disgustara personalmente, debo reconocer que sabía mantener a la tropa en línea.

Mientras tanto, la mayor parte de las leyendas escritas en las paredes de a bordo sugerían una improbable geometría sexual entre la oficial segundo de campo y su comandante.


Desde Kaph-35 pasamos a Samk-78; de allí, a Ayin-129 y, finalmente, a Sade-138. Casi todos los saltos eran de unos pocos cientos de años-luz, pero el último fue de 140.000; se le consideraba el salto colapsar más largo realizado por un vehículo con tripulación.

El tiempo transcurrido en el túnel, entre un colapsar y otro, era siempre el mismo, independientemente de la distancia. En mis tiempos de estudiante universitario se creía que la duración de un salto colapsar era exactamente igual a cero. Sin embargo, un par de siglos más tarde se hicieron ciertos complicados experimentos, con los cuales quedó probado que el salto ocupaba en realidad una fracción de nanosegundo. Éso no parece gran cosa, pero fue necesario reconstruir la física por segunda vez: resultaba entonces que había tiempo entre A y B. Los físicos aún seguían debatiendo el tema.

Empero, a medida que nos alejábamos del campo colapsar de Sade-138, a tres cuartos de la velocidad de la luz, se nos presentaban problemas mucho más urgentes. No había modo de averiguar si los taurinos se nos habían adelantado. Por lo tanto, lanzamos una nave teledirigida con programa previo, que desaceleraría a trescientas gravedades para echar una mirada previa. Ella nos advertiría de cualquier nave estelar existente en el sistema y podría detectar las pruebas de actividad taurina en los planetas colapsares.

Una vez lanzada la nave, volvimos a los tanques; la computadora se encargó de realizar maniobras evasivas durante tres semanas, mientras la nave aminoraba la marcha. No hubo problemas, pero tres semanas son demasiado tiempo para pasarlo congelado en un tanque; en los dos días siguientes todo el mundo caminaba como un anciano inválido.

Si el vehículo teledirigido hubiera enviado mensaje de que los taurinos estaban ya en el sistema habríamos aminorado inmediatamente la marcha hasta gravedad uno, para comenzar a lanzar destructores y naves teledirigidas armadas con bombas nova.

Tal vez no hubiéramos vivido hasta entonces: a veces los taurinos podían derribar una nave pocas horas después de que entrara en el sistema. Eso de morir en los tanques no resultaba muy grato.

Tardamos un mes en retroceder hasta dos UA de Sade-138, donde el vehículo teledirigido había hallado un planeta que satisfacía nuestros requisitos.

Era un planeta extraño, algo más pequeño que la Tierra, pero más denso. No era un témpano criogénico, como la mayoría de los planetas portales, pues su centro era cálido; además, S Doradus, la estrella más luminosa de la Nube, estaba sólo a un tercio de año-luz.

El rasgo más extraño del planeta era su falta de relieve. Desde el espacio parecía una bola de billar ligeramente mellada. Nuestro físico, el teniente Gim, explicó su condición relativamente prístina señalando que, por su órbita anómala, más adecuada para un cometa, debía haberse pasado la existencia como planeta vagabundo, paseando a solas por el espacio interestelar. Era muy probable que nunca hubiese recibido el impacto de un meteorito de gran tamaño hasta caer bajo el liderazgo de Sade-138 y verse obligado a compartir el espacio con los desechos estelares que éste reunía a su alrededor.

Dejarnos en órbita a la Masaryk II (podía descender, pero eso habría restringido su visibilidad y su tiempo de huida); por medio de los cinco destructores transportamos a la superficie todos los materiales de construcción.

Nos resultó muy grato salir de la nave, aunque el planeta no era precisamente acogedor. La atmósfera estaba constituida por un ligero viento dé helio e hidrógeno, demasiado frío, aún a mediodía, como para permitir la existencia de cualquier otra sustancia que no estuviera en estado gaseoso.

El «mediodía» correspondía al momento en que S Doradus llegaba al cénit, bajo la forma de una diminuta chispa, dolorosamente luminosa. La temperatura descendía lentamente durante la noche, bajando de 25 grados a 17 grados Kelvin; eso causaba algunos problemas, pues antes de la aurora el hidrógeno del aire comenzaba a condensarse; todo se tornaba entonces tan resbaladizo que no se podía hacer absolutamente nada, salvo sentarse a esperar. Al alba surgía un débil arco iris de color pastel, único alivio a la monotonía blanca y negra de aquel paisaje.

El suelo era traicionero; estaba cubierto por pequeños fragmentos granulares de gas congelado que giraban lenta, incesantemente bajo aquella anémica brisa. Era necesario caminar despacio, bamboleándose, a fin de mantenerse en pie. De las cuatro personas que murieron durante la construcción de la base tres fueron víctimas de simples caídas.

Mi decisión de construir la defensa antiaérea antes de edificar los cuarteles no despertó en las tropas la menor alegría. Sin embargo, las cosas se hicieron de acuerdo a los manuales; se concedía a los soldados dos días de reposo a bordo por cada «día» de trabajo en el planeta…, cosa no demasiado generosa, debo admitirlo, puesto que los días de a bordo tenían veinticuatro horas y las jornadas del planeta, en cambio, 38,5 horas de sol a sol.

La base estuvo terminada en menos de cuatro semanas; resultó ser una estructura realmente formidable. El perímetro, un círculo que medía un kilómetro de diámetro, estaba custodiado por veinticuatro cañones de rayos láser bevawatt que disparaban automáticamente en la milésima parte de un segundo; cualquier objeto relativamente grande que apareciera entre el perímetro y el horizonte los ponía en funcionamiento. A veces, cuando el viento venía de cierta dirección y la tierra estaba húmeda de hidrógeno, los pequeños fragmentos helados se unían en una bola de nieve que echaba a rodar. Pero nunca llegaba muy lejos.

Para protección inmediata, antes de que el enemigo apareciera en el horizonte, la base fue construida en el centro de un gran campo minado. Las minas enterradas detonaban ante cualquier distorsión importante del campo gravitatorio local: bastaría que un taurino se aproximara a unos veinte metros de cualquiera de ellas para hacerlas detonar. Eran dos mil ochocientas, en su mayor parte bombas nucleares de cien microtones. Cincuenta de ellas eran artefactos taquiónicos de poder devastador. Todas estaban esparcidas al azar en un anillo que se extendía desde el límite de efectividad de los rayos láser hasta cinco kilómetros más allá.

En el interior de la base confiábamos en la protección de los rayos individuales, las granadas microtónicas y un lanzador de cohetes a repetición, de propulsión taquiónica, que nunca había sido ensayado en combate; cada pelotón disponía de uno de ellos. Como último recurso instalamos el campo de estasis junto a los alojamientos. En el interior de su opaca cúpula gris depositamos armas paleolíticas en cantidad suficiente para rechazar a la Horda de Oro, y un pequeño crucero para el caso de que perdiéramos todas nuestras naves durante la batalla. Con ese vehículo doce personas podrían volver a Puerta Estelar. Era preferible no pensar en que, mientras tanto, los otros sobrevivientes deberían quedarse cruzados de brazos a la espera de refuerzos o de la muerte.

Los alojamientos y las instalaciones de administración estaban bajo tierra para protegerlos del alcance de las armas directas. Eso no levantaba mucho el ánimo; todos esperaban turnos para salir al exterior, aunque fuera para realizar tareas agotadoras o arriesgadas. Yo había prohibido que los soldados salieran a la superficie en el tiempo libre, tanto por el peligro involucrado como por los problemas administrativos que representaba el tener que verificar continuamente el equipo y la presencia o ausencia de los soldados.

Al final me vi obligado a ceder y permití que todos salieran durante algunas horas a la semana.

No había nada que ver, con excepción de la planicie yerma y el cielo, dominado por S Doradus durante el día y por el enorme óvalo difuso de la galaxia por las noches; de cualquier modo era mejor que contemplar las rocas fundidas de las paredes y el techo.

Uno de los deportes favoritos era alejarse hasta el perímetro y arrojar bolas de nieve frente a los artefactos de láser, para ver hasta dónde se podía reducir el tamaño de la bolita sin que el rayo dejara de funcionar. En mi opinión eso era tan divertido como contemplar el goteo de un grifo, pero no causaba ningún daño, puesto que las armas sólo disparaban hacia el exterior y disponíamos de energía en abundancia.

Durante cinco meses las cosas marcharon bastante bien. Los problemas administrativos que se presentaban eran similares a los que habíamos enfrentado ya en la Masaryk II: había menos peligro allí, en esa vida de apacibles trogloditas, que en saltar de colapsar en colapsar, al menos mientras no se presentara el enemigo.

Cuando Rudkoski volvió a montar su alambique opté por mirar hacia otro lado. Cualquier cosa que quebrara la monotonía del cuartel recibiría la bienvenida; además, aquellos bonos no sólo proporcionaban bebidas a la tropa: también servían para apostar. Intervine tan sólo en dos aspectos: nadie podía salir a menos que estuviera completamente sobrio y nadie podía vender favores sexuales. Tal vez se debía a algún puritanismo latente en mí, pero también eso estaba en el manual. La opinión de los especialistas de apoyo estaba dividida: el teniente Wilber, oficial psiquiatra, estaba de acuerdo conmigo; los consejeros sexológicos, Kajdi y Valdez, se declaraban en desacuerdo, pero probablemente había dinero en juego, ya que eran «profesionales» residentes.

Tras cinco meses de rutina cómoda y aburrida se presentó el caso del recluta Graubard.


Por razones obvias no se permitía la presencia de armas en los alojamientos. Dado el adiestramiento recibido por los soldados, hasta una pelea con los puños podía representar un duelo a muerte, y los temperamentos estaban irritables. Tal vez cien personas normales se habrían matado unas a otras en una sola semana, pero aquélla era gente escogida por su capacidad de soportar el confinamiento.

Sin embargo las peleas menudeaban. Graubard estuvo a punto de matar a Schon, su ex amante, porque éste le había hecho una mueca mientras hacían cola para comer. Se le condenó a una semana de arresto solitario (también a Schon, por haber precipitado los acontecimientos); después se le trasladó a apoyo psiquiátrico y se aplicaron castigos. Más tarde le transferí al cuarto pelotón para que no alternara diariamente con Schon.

La primera vez que se cruzaron en los pasillos, Graubard saludó a Schon con un salvaje puntapié en la garganta. Diana tuvo que arreglarle la tráquea. Graubard sufrió entonces un arresto más prolongado, recibió más tratamiento y más castigos (¡demonios, era imposible asignarlo a otra compañía!), tras lo cual se comportó debidamente durante un par de semanas. Combiné trabajo y horarios para comer de modo tal que no estuvieran jamás en la misma habitación. Pero volvieron a encontrarse en un corredor, y en esa oportunidad los resultados fueron más equilibrados: Schon salió con dos costillas quebradas, pero Graubard perdió cuatro dientes y un testículo.

Si aquello continuaba pronto habría una o dos bocas menos que alimentar. El Código Universal de Justicia Militar me permitía ordenar la ejecución de Graubard, puesto que técnicamente estábamos en combate. Tal vez debí haberlo hecho así, pero Charlie sugirió una solución más humanitaria y yo la acepté. Puesto que, por falta de lugar, no podíamos mantener a Graubard eternamente en arresto solitario, lo que parecía la única solución práctica y compasiva al mismo tiempo, llamé a Antopol. En la Masaryk II, que seguía en órbita estable, había lugar de sobra, y ella aceptó encargarse del detenido. La autoricé a lanzarlo al espacio si le causaba problemas.

Convocamos la asamblea general para explicar las cosas, a fin de que la lección aplicada a Graubard sirviera para todos. Trepé al estrado de piedra, con toda la compañía sentada frente a mí y Graubard a mi espalda, con todos los oficiales; apenas había empezado a hablar cuando aquel loco decidió matarme.

Como a todos los demás, se le habían asignado cinco horas de adiestramiento por semana en el campo de estasis. Los soldados debían practicar allí, bajo una estrecha supervisión, el manejo de espadas, sables y otras armas similares. Graubard se las había arreglado para apoderarse de una chakra hindú cuya hoja circular estaba tan afilada como una navaja de afeitar. Se trata de un arma un poco difícil, pero una vez que se aprende a usarla resulta mucho más efectiva que un puñal. Y Graubard la manejaba como un experto.

En una fracción de segundo inutilizó a las dos personas que le custodiaban, golpeando a Charlie en la sien con un codo y rompiéndole la rótula a Hilleboe de un puntapié. En seguida sacó la chakra de su túnica y la lanzó hacia mí con un movimiento espontáneo. El arma había cubierto ya la mitad de su recorrido cuando reaccioné, golpeándola instintivamente para desviarla; estuve en un tris de perder cuatro dedos. El filo me abrió de un tajo la parte superior de la palma, pero al menos logré que no me llegara a la garganta. Graubard se lanzaba ya hacia mí. Con los dientes descubiertos en un gesto que no quisiera volver a ver en mi vida.

Tal vez no supo comprender que el «viejo maricón» le llevaba sólo cinco años; que el «viejo maricón» tenía reflejos adquiridos en la batalla y tres semanas de adiestramiento en cinestesia negativa. De cualquier modo me resultó tan sencillo que casi me dio pena.

En el momento en que flexionaba una pierna comprendí que daría un paso más y saltaría sobre mí. Acorté la distancia entre los dos con una ballestra y, en el momento en que levantaba los dos pies, le asesté un fuerte golpe lateral en el plexo solar. Estaba ya inconsciente cuando llegó al suelo.

«Si usted se viera forzado a matar a un hombre —había dicho Kynock—, no estoy seguro de que pudiera hacerlo, aunque ha de conocer mil formas.» Había ciento veinte personas en aquella pequeña habitación, pero el único ruido era el gotear de la sangre que caía desde mi puño cerrado al suelo. Podría haberle matado instantáneamente golpeando unos pocos centímetros más arriba y en un ángulo ligeramente distinto. Pero Kynock tenía razón: no existía en mí el instinto de matar.

Si al menos le hubiera matado en defensa propia, todos mis problemas habrían acabado entonces, en vez de multiplicarse. Porque un comandante puede encerrar a un psicópata buscalíos y olvidarse de él, pero no puede hacer lo mismo con un asesino fallido. Y no hacía falta una encuesta para saber que ejecutarlo no mejoraría en absoluto mi relación con la tropa.

En ese momento me di cuenta de que Diana estaba arrodillada ante mí, tratando de abrirme los dedos.

—Ocúpate de Hilleboe y de Moore —murmuré.

Y agrega, dirigiéndome a los soldados:

—Rompan filas.

5

—No seas idiota —dijo Charlie, sosteniendo un trapo mojado contra el cardenal que tenía al costado de la cabeza.

—¿Te parece que debo ejecutarle?

—¡Deja de moverte! —protestó Diana, que trataba de juntarme los labios de la herida para cerrarla de una pincelada.

Desde la muñeca hacia abajo me parecía tener un cubo de hielo.

—No estaría bien que lo hicieras tú mismo —respondió Charlie—. Asigna la tarea a alguien. Por azar.

—Charlie tiene razón —afirmó Diana—. Haz que todo el mundo extraiga un pedazo de papel de algún sombrero.

Por suerte, Hilleboe dormía profundamente en el otro camastro. Prefería ignorar su opinión.

—¿Y si la persona que sale elegida se niega a hacerlo?

—¿La castigas y escoges a otro? —respondió Charlie—. ¿Qué te enseñaron en el tanque? No puedes comprometer tu autoridad realizando públicamente una función que… obviamente corresponde a un inferior.

—Si fuera otra función, de acuerdo. Pero en este caso… Nadie ha matado hasta ahora en la compañía. Se diría que encargo a otro los trabajos sucios que me corresponden.

—Es muy complicado—observó Diana—. ¿Por qué no hablas con la tropa y explicas todo esto? Después, que saquen pajitas. Ya no son niños.

Un fuerte cuasi recuerdo me indicaba que en otros tiempos un ejército se había comportado de ese modo: la milicia marxista de la Guerra Civil española, a principios del siglo xx. Uno sólo debía obedecer una orden cuando le había sido explicada en detalle, y podía negarse si no estaba de acuerdo. Los oficiales y los soldados se emborrachaban juntos; no había saludos ni títulos. Perdieron la guerra, pero sus enemigos no lo pasaron muy bien.

—Listo —indicó Diana, dejándome la mano herida en el regazo—. Cuando empiece a doler puedes usarla.

Inspeccioné cuidadosamente la herida, observando:

—Los bordes no cierran bien, pero no me quejo.

—No tienes por qué. Agradece que no te haya quedado sólo el muñón.

—El muñón deberías tenerlo en el cuello —dijo Charlie—. No sé a qué vienen tantos miramientos. Debiste haber matado inmediatamente a ese hijo de puta.

—¡Ya lo sé, maldición! —salté, asustando a Charlie y a Diana con mi súbita reacción—. Lo siento, mierda. Escuchadme, dejad que yo me preocupe solo, ¿queréis?

—¿Por qué no habláis de otra cosa durante un rato? —preguntó Diana, mientras se levantaba y revisaba el contenido de su maletín—. Tengo que ocuparme de otro paciente. Tratad de no alteraros.

—¿El otro es Graubard?

—Exacto. Para que pueda subir al patíbulo sin ayuda.

—¿Y si Hilleboe…?

—Estará inconsciente durante otra media hora. Os enviaré a Jarvil, por si acaso.

Y se marchó apresuradamente.

—El patíbulo… —murmuré, dándome cuenta de que no había pensado en el asunto—. ¿Cómo diablos vamos a ejecutarle? No podemos hacerlo aquí dentro; sería demasiado deprimente. Y un pelotón de fusilamiento es algo horrible.

—Échalo por la esclusa de aire. No merece ninguna ceremonia.

—Tal vez tengas razón. No lo había pensado.

Me pregunté si Charlie habría visto alguna vez el cuerpo de una persona muerta de ese modo. En seguida sugerí:

—¿Y si lo arrojáramos al sistema de reaprovechamiento? Tarde o temprano acabará allí.

—Ahora has captado la idea —exclamó Charlie, riendo.

—Tendríamos que recortarlo un poco. La portezuela es pequeña.

El hizo algunas sugerencias con respecto a la forma de solucionarlo. Jarvil entró, pero no nos ayudó demasiado.

De pronto la puerta de la enfermería se abrió ruidosamente para dar paso a un paciente acostado en una camilla. Diana corría al lado, presionando el pecho del hombre, en tanto un recluta empujaba desde atrás. Los otros dos reclutas que les seguían permanecieron en la entrada.

—Junto a la pared —ordenó ella.

Era Graubard.

—Trató de matarse —explicó Diana, aunque era bastante obvio—. Paro cardíaco.

Había hecho un lazo corredizo con el cinturón, que aún le colgaba del cuello. En la pared había dos grandes electrodos con manivelas de goma. Diana los tomó con una mano mientras con la otra abría la túnica de Graubard.

—¡Quita las manos de la camilla!

Separó los electrodos, pulsó una llave y los presionó contra el pecho del paciente. Se oyó un zumbido sordo y olor a carne quemada. El cuerpo de Graubard se estremeció violentamente. Diana meneó la cabeza.

—Prepárate para abrir —indicó a Jarvil—. Haz que Doris baje en seguida.

El cuerpo emitía un barboteo mecánico, parecido al de las tuberías de agua. Diana apagó la corriente y dejó caer los electrodos. Después se quitó un anillo y cruzó el cuarto para introducir los brazos en el esterilizador. Mientras tanto Jarvil comenzó a frotar un líquido maloliente sobre el pecho del hombre.

Había una pequeña marca roja entre las dos quemaduras causadas por los electrodos. Tardé un momento en comprender de qué se trataba, precisamente antes de que Jarvil la borrara. Me aproximé un poco más y examiné el cuello de Graubard.

—Sal de ahí, William; tú no estás esterilizado.

Diana palpó la clavícula, bajó el bisturí unos centímetros y efectuó una incisión desde allí hasta el extremo del esternón. La sangre brotó profusamente; Jarvil le alcanzó un instrumento que parecía un par de tijeras cortapernos. Aunque aparté la vista no pude dejar de oír el crujido con que aquello rompió las costillas. Diana pidió retractores, esponjas y muchas cosas más, mientras yo regresaba a mi asiento. Por el rabillo del ojo la vi trabajar dentro del tórax, masajeando directamente el corazón. Charlie, que parecía sentirse tan mal como yo, exclamó:

—¡Eh, Diana, te vas a agotar!

Ella no respondió. Jarvil había acercado el corazón artificial y sostenía dos tubos. Le vi tornar un escalpelo y aparté la vista.


Media hora después seguía sin dar señales de vida. Apagaron la máquina y le cubrieron con una sábana. Diana se lavó la sangre de los brazos, diciendo:

—Voy a cambiarme. Volveré dentro de un minuto.

Me levanté y la seguí hasta su cubículo, que estaba junto a la enfermería: necesitaba enterarme. Al levantar la mano para llamar a la puerta sentí un súbito dolor, como si me la hubieran cruzado con una raya de fuego, y tuve que llamar con la izquierda. Ella abrió inmediatamente.

—¿Qué…? Oh, quieres algo para esa mano. Pídeselo a Jarvil.

Estaba a medio vestir, pero no revelaba timidez.

—No, no he venido por eso. ¿Qué ha pasado, Diana?

—Bueno, te diré…

Al pasarse la túnica por la cabeza, su voz sonó más ahogada por un momento.

—Creo que fue culpa mía —explicó—. Le dejé solo por un momento.

—Y él trató de ahorcarse.

—Exacto —respondió ella, mientras tomaba asiento en la cama y me ofrecía la silla—. Salí para ir al cuarto de baño. Cuando volví estaba muerto. Mientras tanto había indicado a Jarvil que bajara para vigilar a Hilleboe, pues no quería dejarla tanto tiempo sin vigilancia.

—Pero… Diana, no tiene marcas en el cuello. Ni cardenales, ni nada.

—No murió ahorcado —respondió ella, encogiéndose de hombros—, sino de un ataque al corazón.

—Sí, pero alguien le puso una inyección. Directamente al corazón.

Ella me echó una mirada de curiosidad.

—Fui yo, William. Adrenalina. Es lo que se hace comúnmente.

Esas marcas rojas se producen cuando uno se aparta bruscamente del proyector al recibir la inyección. De lo contrario la medicina pasa directamente por los poros sin dejar marcas.

—¿Ya estaba muerto cuando se la pusiste?

—Ésa es mi opinión profesional —(¡qué cara de piedra!)—. No había pulso, respiración ni latidos. Hay muy pocas afecciones que presenten los mismos síntomas.

—Aja. Ya veo.

—¿Hay algo que…? ¿Qué ocurre, William?

O bien yo había tenido una suerte increíble o bien Diana era muy buena actriz.

—No, nada. Sí, será mejor que pida algo para aliviar mi mano.

Abrí la puerta y agregué:

—Esto nos ahorra muchos problemas.

Ella me miró directamente a los ojos.

—Seguro.


En realidad no hice más que cambiar un problema por otro. Aunque la muerte de Graubard había sido presenciada por varios testigos desinteresados, circulaba el persistente rumor de que yo lo había hecho matar por la doctora Alserver… porque no había sabido hacerlo por mi cuenta y no quería molestarme en formar una corte marcial.

En verdad, según el Código Universal de «Justicia» Militar, Graubard no merecía juicio alguno. Bastaba con que yo dijera: «Usted, usted y usted. Llévense fuera a este hombre y mátenlo, por favor.» ¡Y pobre del recluta que se negara a cumplir la orden!

En cierto sentido aquello mejoró mi relación con las tropas. Al menos en lo exterior me mostraban más respeto. Pero parecía ese respeto barato que se demuestra a los rufianes peligrosos e imprevisibles. Mi nuevo apodo era «Asesino»; precisamente cuando me había acostumbrado al de «Viejo Maricón».

La base volvió rápidamente a su rutina de adiestramiento y espera. Yo aguardaba casi con impaciencia la aparición de los taurinos, siquiera para acabar con aquello de un modo u otro. Las tropas se habían adaptado a la situación mucho mejor que yo, por razones obvias. Debían cumplir tareas específicas y disponían de mucho tiempo para combatir el aburrimiento. Mis tareas, en cambio, eran más variadas, pero ofrecían poca satisfacción, pues los problemas que llegaban hasta mí eran aquellos en los que habían fracasado todos. Cuando había una solución grata o sencilla todo se resolvía en los grados inferiores.

Nunca me habían importado mucho los deportes o los juegos, pero entonces me volví hacia ellos más y más, como válvula de seguridad. Por primera vez en mi vida aquel ambiente claustrofóbico y tenso me impedía escapar por medio de la lectura o el estudio. Por lo tanto practicaba esgrima hasta cansarme con los otros oficiales, me agotaba en las máquinas de ejercicios y hasta tenía una cuerda para saltar en mi oficina. La mayor parte de los oficiales jugaba al ajedrez, pero casi siempre me ganaban; cuando por casualidad era yo el vencedor me daba la impresión de que mi adversario había perdido a propósito. Los crucigramas y otros juegos similares me resultaban difíciles debido a mi dialecto arcaico, y no disponía de tiempo ni de talento para estudiar el inglés «moderno».

Durante algún tiempo permití que Diana me diera drogas para levantar el ánimo, pero el efecto acumulativo resultaba aterrador: me estaba volviendo adicto a ellas, en una forma tan sutil que al principio no me di cuenta; al fin las dejé por completo. Traté de llevar a cabo algunas sesiones de psicoanálisis sistemático con el teniente Wilber, pero me fue imposible. Aunque él conocía todos mis problemas desde el punto de vista académico, parecíamos hablar distintos lenguajes culturales. Los consejos que me daba sobre el amor y el sexo equivalían a los que yo le habría podido dar a un siervo medieval para llevarse bien con su señor y su sacerdote.

Y en eso, a pesar de todo, radicaba mi problema. Yo habría podido soportar todas las presiones y frustraciones de la comandancia; no me habría importado estar encerrado en esa cueva, con gente que a veces me resultaba apenas menos extraña que el enemigo, y habría tolerado la cuasicertidumbre de morir dolorosamente por una causa indigna si Marygay hubiera estado conmigo. Aquella sensación era más y más intensa a medida que pasaban los meses.

El psicoanalista encaró ese punto con mucha severidad, acusándome de jugar al romanticismo con mi posición. Decía saber qué era el amor y afirmaba haber estado enamorado. Y la polaridad sexual de la pareja no involucraba diferencia alguna. Bien, yo podía aceptarlo; el concepto había sido una frase hecha en los tiempos de mis padres, aunque la mía la había contemplado con previsible resistencia. Pero el amor, según Wilber, el amor era un frágil capullo, un delicado cristal, una reacción inestable que podía durar hasta ocho meses. Para mí todo eso era una estupidez; le acusé de usar esquemas culturales; los treinta siglos anteriores a la guerra enseñaban que el amor podía durar hasta la tumba y más aún. ¡Él lo sabría muy bien si hubiese nacido en vez de ser incubado! Cuando le dije eso adoptó una expresión irónica y tolerante, repitiendo que yo era víctima de una frustración sexual autoimpuesta y de una ilusión romántica.

Ahora pienso que nos divertíamos bastante discutiendo el tema. Pero curarme, eso no lo hizo.

La verdad es que tenía un nuevo amigo que pasaba todo el día en mi regazo. Era el gato; tenía ese talento especial que induce a los de su raza a ocultarse de la gente a quien le gustan los gatos, para buscar en cambio a quienes les tienen alergia o poco aprecio. Sin embargo, teníamos algo en común; dentro de mis conocimientos, era el único macho heterosexual de los alrededores. Estaba castrado, pero dadas las circunstancias eso no tenía mucha importancia.

6

Habían pasado exactamente cuatrocientos días desde que comenzáramos la construcción. Yo estaba sentado a mi escritorio, sin verificar la nueva lista de Hilleboe, con el gato en el regazo; el animal ronroneaba con ganas, a pesar de que yo me negaba a acariciarlo. Charlie, tendido en una silla, leía algo en el visor. Sonó el teléfono. Era la comodoro.

—Han llegado.

— ¿Qué?

—He dicho que han llegado. Una nave taurina acaba de salir del campo colapsar. Velocidad, 80 c. Desaceleración, treinta gravedades. ¿Qué le parece?

Charlie se inclinó hacia el escritorio, preguntando:

—¿Qué pasa?

Arrojé el gato al suelo.

—¿Cuándo puede iniciar la persecución?

—En cuanto usted corte el contacto.

Corté y me dirigí hacia la computadora logística, gemela de la que había en Masaryk II y conectada con aquélla. Mientras intentaba obtener algunos datos, Charlie maniobraba con el exhibidor visual.

Éste era un holograma de un metro cuadrado por medio metro de espesor; estaba programado de modo tal que mostraba las posiciones de Sade-138, nuestro planeta, y unas cuantas rocas del sistema. Unas motas verdes y rojas indicaban las posiciones de nuestros vehículos y las de los taurinos.

La computadora indicó que los taurinos tardarían cuando menos once días en desacelerar para llegar al planeta. Naturalmente eso les exigiría una aceleración y desaceleración máxima durante todo el trayecto; por tanto podríamos derribarles como si fueran moscas sobre una pared. Lo más probable sería que fueran variando la velocidad y la dirección al azar, como habíamos hecho nosotros. La computadora, basándose en varios cientos de informes anteriores, nos suministró la siguiente tabla de probabilidades:


Días para encuentro | Probabilidad

11 | 0,000001

15 | 0,001514

20 | 0,032164

25 | 0,103287

30 | 0,676324

35 | 0,820584

40 | 0,982685

45 | 0,993576

50 | 0,999369

Media

28,9554 | 0,500000


A menos que Antopol y su banda de alegres piratas lograran eliminarlos. En el tanque había aprendido que las posibilidades de que eso ocurriera eran del cincuenta por ciento, o algo menos.

Pero tanto si duraba 28,9554 días como dos semanas, quienes estábamos sobre la superficie del planeta no podíamos hacer otra cosa que esperar cruzados de brazos. Si Antopol tenía éxito ya no sería necesario combatir hasta que las tropas regulares nos reemplazaran; entonces pasaríamos al siguiente colapsar.

—Aún no han salido —dijo Charlie.

Tenía el exhibidor graduado a escala mínima: el planeta era como un melón blando; la Masaryk II estaba representada por una mota verde, a unos ocho melones del centro; no era posible verlos simultáneamente en la pantalla. Mientras los observábamos apareció una pequeña mota verde, surgida de la nave, y se alejó, flanqueada por un fantasmal número 2; la clave proyectada en la esquina inferior izquierda del exhibidor indicaba: «2. Nave teledirigida de persecución.» Otros números identificaban a la Masaryk II, a un destructor de defensa planetaria y a catorce naves teledirigidas de defensa. Esos dieciséis vehículos no estaban aún lo bastante separados entre sí como para que se vieran puntos distintos.

El gato se estaba frotando contra mi tobillo; le levanté para acariciarle, mientras ordenaba:

—Que Hilleboe convoque la asamblea general. Será mejor comunicarlo de inmediato a todo el mundo.


A los soldados no les cayó muy bien, cosa perfectamente comprensible. Habíamos creído que los taurinos atacarían mucho antes; al ver que no llegaban fue creciendo la idea de que el Comando de Fuerzas de Choque había cometido un error y acabamos por pensar que no vendrían.

Quise que toda la compañía empezara a adiestrarse en firme con las armas; llevaban casi dos años sin usar armas de alto poder. Por lo tanto activé los dedos-láser y saqué a relucir los lanzadores de cohetes y granadas. No podíamos practicar en el interior de la base por temor a dañar los sensores externos y el anillo de defensa a láser. Fue menester apagar medio círculo de rayos láser bevawatt y avanzar un klim más allá del perímetro, un pelotón cada vez, ya fuera acompañado por mí o por Charlie. Rusk vigilaba atentamente las pantallas de alarma previa. Si algo se aproximaba lanzaría una bengala para que el pelotón regresara al interior del anillo antes de que lo desconocido apareciera en el horizonte; en ese momento los rayos láser de defensa se pondrían automáticamente en funcionamiento; además de derribar lo desconocido podían asar a todo el pelotón en dos centésimas de segundo.

En la base no había nada que pudiéramos utilizar como blanco, pero eso no fue problema. El primer cohete taquiónico que disparamos cavó un hoyo de veinte metros de largo por cinco de profundidad y diez de ancho; los escombros proporcionaron blancos de diversos tamaños, el mayor de los cuales duplicaba el tamaño de un hombre.

Los soldados tenían excelente puntería, mucho mejor que la demostrada en el campo de estasis con armas primitivas. La mejor práctica para disparar con rayos láser resultó la de blancos en movimiento; agrupábamos a los soldados de dos en dos, uno tras otro, para que arrojaran piedras a intervalos regulares. El que disparaba debía calcular la trayectoria de la roca y destruirla antes de que llegara al suelo. La coordinación viso-motora de aquella gente era maravillosa (tal vez el Consejo de Eugenesia había hecho bien las cosas), pues la mayoría superaba una proporción de aciertos de nueve en diez. Los viejos como yo, que no habíamos sido mejorados por la bioingeniería, acertábamos cuando más siete entre diez, a pesar de que teníamos mucha práctica.

También eran muy hábiles para calcular la trayectoria con el lanzador de granadas, arma mucho más versátil que la antigua. En vez de disparar bombas de un microtón con carga propulsiva común, tenía cuatro cargas diferentes entre las que se podía escoger. En los casos en que el combate era entre grupos muy próximos, cuando resultaba peligroso emplear los rayos láser, la barra del lanzador se podía desmontar para cargarla con bombas para corto alcance. Cada tiro enviaba una nube de diminutos dardos que ocasionaban la muerte instantánea a cinco metros y se evaporaban inofensivamente a los seis.

El lanzador de cohetes taquiónicos no requería la menor destreza. Sólo era menester no quedarse detrás de él cuando se disparaba, pues la eyección del cohete era peligrosa en un radio de varios metros.

Teniendo eso en cuenta, bastaba con centrar el blanco en la mirilla y apretar un botón. No era necesario preocuparse por la trayectoria, puesto que el cohete viajaba en línea recta. En menos de un segundo alcanzaba la velocidad de escape.

Aquello de salir a probar los juguetes nuevos mejoró en mucho el ánimo de la tropa, pero las rocas del paisaje no respondían al fuego. No importaba mucho el poder aparente de las armas: su efectividad dependía de lo que los taurinos arrojaran a cambio. Una falange griega pudo tener un aspecto muy impresionante, pero habría sucumbido de inmediato ante un solo hombre armado de lanzallamas.

Por otra parte, la dilación cronológica volvía a ponernos ante la incertidumbre de no saber qué clase de armas tendría el enemigo. Tal vez no tuvieran noticias del campo de estasis. Tal vez les bastara con una palabra mágica para hacernos desaparecer.

En cierta oportunidad, mientras yo estaba en el exterior con el cuarto pelotón, fundiendo rocas, Charlie me llamó para pedirme que regresara urgentemente. Dejé a Heimoff a cargo del ejercicio y regresé.

—¿Algún otro?

La escala del exhibidor holográfico era tal que nuestro planeta tenía el tamaño de un guisante y estaba a cinco centímetros de la cruz que indicaba la posición de Sade-138. Había cuarenta y un puntos rojos y verdes esparcidos por la pantalla. La clave identificaba al número 41 como «Crucero taurino (2)».

—¿Has llamado a Antopol?

—Sí —respondió él, imaginando cuál sería mi próxima pregunta—. La señal tardará casi todo un día en llegar y volver.

—Nunca había ocurrido nada así con anterioridad.

—Tal vez este colapsar les parezca de excepcional importancia.

—Probablemente.

Por lo tanto era casi seguro que deberíamos combatir. Aunque Antopol lograra derribar al primer crucero no tendría siquiera un cincuenta por ciento de probabilidades con el segundo. Ya se habría quedado escasa de destructores y naves teledirigidas.

—No me gustaría estar en el lugar de Antopol —comenté.

—A todos nos tocará, tarde o temprano.

—No sé. Los soldados están en buena forma.

—Reserva esas tonterías para la tropa, William.

Y aumentó la escala del exhibidor hasta que mostró tan sólo dos objetos: Sade-138 y el nuevo punto rojo que se acercaba lentamente.


Pasamos las dos semanas siguientes observando cómo se apagaban los puntos. Y si uno sabía cuándo y dónde mirar, podía salir afuera y presenciar el hecho real, bajo la forma de una chispa blanca y cegadora que se apagaba en un segundo.

En ese instante una bomba nova había liberado una energía un millón de veces mayor que la de un láser bevawatt; era como una estrella en miniatura, de medio klim de diámetro, tan ardorosa como el interior del sol. Cualquier cosa puesta en contacto con ella se consumiría de inmediato. Su proximidad achicharraba sin remedio los circuitos electrónicos de las naves; era evidente que dos destructores, uno nuestro y el otro enemigo, habían corrido esa suerte y se alejaban silenciosamente del sistema, a una velocidad constante, sin energía.

En el primer período de la guerra habíamos empleado bombas nova de mayor poder, pero la materia degenerada que se empleaba como combustible era inestable en grandes cantidades; la bomba tendía a explotar cuando todavía estaba en la nave. Por lo visto los taurinos habían tropezado con el mismo problema (o habían copiado el proceso de nosotros), pues también ellos habían reducido las bombas nova a menos de cien kilogramos de capacidad. Además, estaban armadas en forma bastante similar a la nuestra, pues la cabeza se separaba en muchas piezas al aproximarse al blanco; sólo una de esas piezas era la bomba nova.

Cuando acabaran con la Masaryk II y su cohorte de destructores y naves teledirigidas, aún les quedarían unas cuantas bombas. Por lo tanto, parecía inútil desperdiciar tiempo y energías en prácticas de tiro. De tanto en tanto se me filtraba el pensamiento de que podía reunir a once personas y subir al destructor que habíamos escondido tras el campo de estasis; estaba preprogramado para llevarnos de regreso a Puerta Estelar. Llegué al extremo de preparar mentalmente una lista de las once personas, tratando de escoger a aquellas que me inspiraran mayor aprecio, pero resultó que debería elegir seis al azar.

De cualquier modo aparté el pensamiento, pues teníamos una oportunidad, tal vez una buena oportunidad, aun contra un crucero totalmente armado. No sería fácil colocar una bomba nova lo bastante cerca como para que cayéramos en su radio de acción. Además, en el caso de que huyera me arrojarían al espacio por desertor. ¿Para qué preocuparse?


Los ánimos mejoraron cuando las naves de Antopol derribaron al primer crucero taurino. Sin contar los vehículos que habían quedado atrás para defender el planeta, la comodoro contaba aún con dieciocho naves teledirigidas y dos destructores. Todos cambiaron el rumbo para interceptar al segundo crucero, que estaba por entonces a unas pocas horas-luz, aún acompañado por quince vehículos enemigos.

Uno de ellos alcanzó a nuestra nave. Las subsidiarias prosiguieron con el ataque, pero estaban destinadas a la derrota. Un destructor y tres naves teledirigidas abandonaron el campo de batalla a la aceleración máxima, trepando por encima del plano de la elíptica; no fueron perseguidas, las observamos con mórbido interés, mientras el crucero enemigo avanzaba para presentar batalla al planeta. El destructor se encaminó hacia Sade-138. Huía, pero nadie pudo reprochárselo. En realidad les enviamos un mensaje deseándoles buena suerte; no respondieron, por supuesto, pues estarían todos en los tanques, pero quedaría grabado.

El enemigo tardó cinco días en llegar al planeta y en instalarse en una órbita estable, al otro lado del globo. Nosotros nos preparamos para la inevitable primera fase del ataque, siempre aéreo y totalmente automático: sus vehículos teledirigidos contra nuestros rayos láser. Puse a un grupo de cincuenta soldados en el interior del campo de estasis, para el caso de que alguna nave teledirigida lograra pasar. En realidad, la medida no tenía sentido: el enemigo podía rodearles y aguardar a que desconectaran el campo, para liquidarles en el momento en que cesara su poder.

Charlie tuvo una idea extraña que estuve a punto de aceptar.

—Podríamos instalar aquí una trampa para tontos.

—¿A qué te refieres? —le pregunté—. Tenemos todo el terreno minado en un radio de veinticinco klims.

—No hablaba de minas y cosas por el estilo. Me refería a la base en sí. Aquí, bajo tierra.

—Sigue.

—En el destructor tenemos dos bombas novas —me recordó, señalando hacia el campo estático, a través de doscientos metros de roca—. Podríamos traerlas hasta aquí, dejar que llegaran los taurinos y ocultarnos todos en el campo estático.

La idea era tentadora. Me relevaría de toda responsabilidad en cuanto a las decisiones y dejaría todo librado al azar.

—No creo que diera resultado, Charlie.

—Claro que sí—repuso, ofendido.

—No. Escucha, para que diera resultado todos los taurinos deberían estar en el radio de alcance antes de que estallara, y es imposible que carguen todos al mismo tiempo una vez rotas nuestras defensas. Menos aún si esto parece desierto. Sospecharán algo y enviarán un grupo para inspeccionar. Y cuando el grupo de avanzada desactive las bombas…

—Estaremos otra vez en el punto de partida, sí. Además, habríamos perdido la base. Disculpa.

—Parecía buena idea —dije, encogiéndome de hombros—. Sigue pensando, Charlie.

Volví mi atención al exhibidor, que mostraba una batalla espacial desequilibrada. Lógicamente el enemigo quería derribar al destructor que quedaba antes de caer sobre nosotros. No nos quedaba sino observar los puntos rojos que circundaban el planeta y tratar de llevar la cuenta. Hasta ese momento el piloto había logrado derribar a cuantas naves teledirigidas se le habían acercado, pero el enemigo no había lanzado aún ningún destructor en su búsqueda.

Yo había otorgado al piloto el control de cinco rayos láser de nuestro anillo defensivo. No era mucho lo que podía hacer con eso. Un láser bevawatt bombea un billón, de kilovatios por segundo, con un alcance de cien metros, pero a mil kilómetros de altura el rayo se atenúa hasta llegar a diez kilovatios. Tal vez pudiera hacer algún daño si golpeara un sensor óptico. Al menos confundiría las cosas.

—Nos vendría bien otro destructor. O seis de ellos.

—Usa las naves teledirigidas —dije.

Teníamos un destructor, naturalmente, y un marinerito que podía manejarlo. Tal vez fuera nuestra única esperanza, si nos acorralaban en el campo estático.

—¿A qué distancia está el otro? —me preguntó Charlie, refiriéndose al piloto que había vuelto la cola a la batalla.

—A unas seis horas luz.

Aún le quedaban dos naves teledirigidas, demasiado cercanas como para figurar como dos puntos separados; habían perdido otra al cubrir la retirada.

—Ya no acelera más —observé—, pero va a 9 c.

—Aunque quisiera ayudarnos, no podría. Tardaría un mes en aminorar la marcha.

En ese momento se apagó la luz correspondiente a nuestro destructor.

—Ahora empieza lo bueno. ¿Indico a las tropas que se preparen para ir arriba?

—No… Que se pongan los trajes por si perdemos aire. Confío en que tarden un poco antes de atacar la superficie.

Volví a aumentar la escala. Cuatro puntos rojos circundaban ya el globo hacia nosotros.


Me vestí y volví a Administración para observar la batalla en los monitores. Los rayos láser funcionaban perfectamente. Los cuatro vehículos teledirigidos convergieron simultáneamente sobre nosotros y fueron destruidos. Todas las bombas novas, menos una, estallaron más allá de nuestro horizonte (el horizonte visual estaba a diez kilómetros, pero los artefactos de láser estaban montados a cierta altura y podían hacer blanco a una distancia doble). La bomba que detonó en las proximidades fundió una roca semicircular que refulgió al rojo blanco durante varios minutos. Una hora después emitía aún un resplandor anaranjado y la temperatura del suelo había ascendido a 50 grados sobre cero, derritiendo la mayor parte de la nieve, con lo que quedó al descubierto una superficie gris de forma irregular.

El ataque siguiente acabó también en una fracción de segundo, pero en esta ocasión las naves teledirigidas habían sido ocho: cuatro de ellas llegaron a diez klims de nosotros. La radiación de los cráteres ardientes elevó la temperatura a casi 300 grados. Eso superaba el punto de fusión del agua, por lo cual comencé a preocuparme. Los trajes de batalla eran útiles hasta llegar a mil grados, pero los rayos automáticos dependían de superconductores a baja temperatura para actuar con rapidez.

Pregunté a la computadora cuál era el límite de temperatura soportado por los rayos láser. Respondió: «TR 398-734-009-265. Algunos aspectos relacionados con la adaptabilidad del material criogénico a emplearse en medios de temperatura relativamente elevada.» Allí había muchos consejos útiles sobre cómo se podían aislar las armas y teníamos acceso a una armería bien equipada. También decía que el tiempo de respuesta de los artefactos automáticos crece en proporción directa con la temperatura, y que pasado un «punto crítico» éstos dejan de apuntar; pero no predecía la conducta de ningún arma en particular, aparte de informar que el punto crítico máximo registrado era de 790 grados, y el más bajo, de 420 grados.

Charlie, que estaba observando el exhibidor, dijo por la radio del traje, con voz inexpresiva:

—Ahora son dieciséis.

—¿Te sorprende? —pregunté.

Una de las pocas cosas que conocíamos sobre la psicología taurina era cierta compulsión por los números, especialmente los primos y los múltiplos de dos.

—Ojalá no les queden otros treinta y dos.

Interrogué a la computadora. Informó que el crucero había lanzado hasta el momento un total de cuarenta y cuatro vehículos teledirigidos y que algunos solían llevar hasta ciento veintiocho.

Nos quedaba media hora antes del ataque de los teledirigidos. Podíamos evacuar a todo el mundo hacia el campo estático, donde estaríamos momentáneamente a salvo si alguna de las bombas nova lograba pasar. A salvo, pero atrapados. ¿Cuánto tiempo tardaría el cráter en enfriarse si tres o cuatro bombas (ni hablar de dieciséis) cruzaban nuestras defensas? Nadie podía vivir eternamente en un traje de batalla, aunque lo reaprovechara todo con impecable eficacia. Una semana era suficiente para que cualquiera se sintiera angustiado por completo; dos semanas podían llevar al suicidio. Nadie había podido resistir tres semanas en condiciones de combate.

Además, como posición de defensa, el campo estático podía resultar una trampa mortal. El enemigo tenía todas las posibilidades, puesto que la cúpula es opaca. La única manera de averiguar qué están haciendo es sacar la cabeza. Ni siquiera les es necesario entrar en el campo con armas primitivas, a menos que se impacienten. Pueden mantener la cúpula saturada de fuego láser y aguardar a que uno apague el generador. Mientras tanto tienen la posibilidad de acicatear a quienes están encerrados en estasis arrojando espadas, piedras y flechas. Uno puede devolver las armas, pero resulta bastante inútil.

Pero si alguien se quedara en la base, los otros podrían aguardar media hora en el campo estático. Si el otro no llegaba a buscarlos sabrían que había peligro. Marqué la combinación que me ponía en contacto con todos los oficiales superiores al grado cinco.

—Aquí el mayor Mandella —dije, aunque el título me sonaba todavía a chiste malo.

Les describí la situación y les indiqué informar a las tropas que todo miembro de la compañía quedaba en libertad de pasar al campo estático. Yo permanecería en la base e iría a buscarles si todo salía bien. No era por espíritu de sacrificio, por supuesto; prefería correr el riesgo de que me evaporaran en un nanosegundo antes que morir lentamente bajo la cúpula gris.

Después marqué la frecuencia de Charlie.

—Tú también puedes ir. Yo me encargaré de todo.

—No, gracias —replicó lentamente—. Preferiría… Oye, mira esto.

El crucero había lanzado otra mota roja con dos minutos de diferencia con respecto a las otras. La clave del exhibidor la identificó como otro vehículo teledirigido.

—¡Qué extraño!

—¡Qué supersticiosos son estos imbéciles! —comentó él, sin mucha convicción.

Resultó que sólo once personas optaron por refugiarse en el campo estático, junto con las cincuenta que habían recibido órdenes de hacerlo. Eso no tenía por qué sorprenderme, pero así fue.

Al acercarse los teledirigidos, Charlie y yo observamos atentamente los monitores, poniendo mucho cuidado en no mirar el exhibidor holográfico, bajo el acuerdo tácito de que sería mejor ignorar cuánto faltaba: un minuto, treinta segundos…

Y entonces, como había ocurrido en las ocasiones anteriores, todo terminó antes de que cobráramos conciencia de nada. Las pantallas lanzaron un destello blanco, hubo un gruñido de estática… y allí estábamos, con vida aún.

Pero en esta ocasión quedaron quince agujeros nuevos en el horizonte… ¡O más cerca! La temperatura subía a tal velocidad que el último dígito del indicador era un borrón amorfo. El número se estacionó antes de llegar a los 900 grados y empezó a bajar lentamente.

Hasta entonces no habíamos visto a ninguno de los vehículos teledirigidos, puesto que los rayos láser apuntaban y disparaban en una fracción de segundo. Pero el decimoséptimo surgió por el horizonte zigzagueando locamente a toda velocidad y se detuvo en el cénit. Allí pareció flotar por un instante, para iniciar después la caída. La mitad de los rayos láser lo habían detectado y disparaban sin cesar, pero ninguno de ellos podía hacer blanco, pues todos estaban fijos en la última posición de disparo.

La nave centelleaba al caer; el pulido espejo de su esbelto casco reflejaba el resplandor blanco de los cráteres y el parpadeo misterioso de los rayos impotentes. Oí que Charlie aspiraba profundamente. El vehículo estaba tan cercano que podíamos ver los despatarrados números taurinos grabados en el casco y una escotilla transparente cerca del centro. De pronto la nave lanzó un chorro y desapareció en un instante.

—¿Qué diablos…? —preguntó Charlie en voz baja.

—Tal vez fuera un vehículo de reconocimiento —dije, pensando en la ventanilla.

—Claro. Por lo visto no podemos tocarlos, y ellos lo saben.

—A menos que los láseres se recobren —comenté, aunque no parecía factible—. Será mejor que pongamos a todo el mundo en la cúpula. Vayamos nosotros también.

Charlie pronunció una palabra cuyas vocales se habían alterado un poco con el correr de los siglos, pero sin perder la claridad del significado.

—No hay prisa. Veamos qué hacen ellos.

Aguardamos varias horas. En el exterior la temperatura se había estabilizado a 690 grados (apenas por debajo del punto de fusión del zinc, según recordé ociosamente). Traté de manejar manualmente los láseres, pero seguían petrificados.

—Aquí vienen —indicó Charlie—. Ocho, otra vez.

Di un paso hacia el exhibidor, diciendo:

—Creo que tendremos…

—¡Un momento! —me interrumpió él—. ¡No son teledirigidos!

La clave los identificaba con la leyenda: «Transporte de tropas».

—Creo que quieren tomar la base intacta —observó Charlie.

Y tal vez probar de paso nuevas armas y técnicas.

—Para ellos no es mucho riesgo. Siempre tendrán la posibilidad de retroceder y arrojarnos una nova en la base.

Llamé a Brill para que hiciera salir a cuantos estaban en el campo estático; debía enviarlos a la superficie con los restantes soldados de su pelotón, a fin de establecer un círculo defensivo en los cuadrantes noreste a noroeste. Yo me encargaría de formar al resto completando el semicírculo.

—¿Te parece? —observó Charlie—. Tal vez no convenga que todos suban de una sola vez. Conviene aguardar hasta que sepamos cuántos son los taurinos.

Tenía razón; era mejor mantener una reserva, dejar que el enemigo subestimara nuestras fuerzas.

—Buena idea… Tal vez cada transporte traiga sólo sesenta y cuatro soldados.

O ciento veintiocho, o doscientos cincuenta y seis. Me habría gustado que nuestros satélites espía tuvieran un sentido discriminatorio más agudo, pero no se puede hacer gran cosa con una máquina del tamaño de una uva.

Decidí que los setenta soldados de Brill fueran nuestra primera línea de defensa y les ordené formar un anillo, escondidos en las trincheras que habíamos cavado en torno al perímetro de la base. Los demás permanecerían abajo mientras no fueran necesarios. Si resultaba que los taurinos traían una fuerza poderosa, ya fuera por número o por nuevas armas, ordenaría que todos entraran en el campo estático. Había un túnel entre los alojamientos y la cúpula, de modo que quienes estaban abajo podrían llegar hasta allí sin peligro. Desde las trincheras, en cambio, habría que retroceder bajo el fuego enemigo, siempre que quienes las ocupaban estuvieran vivos cuando yo diera la orden.

Llamé a Hilleboe para que ella y Charlie vigilaran los rayos láser. Si funcionaban de nuevo ordenaría que Brill y los suyos retrocedieran; entonces volveríamos a encender el sistema automático y nos sentaríamos a mirar el espectáculo. Pero aun trabados, los láseres podrían sernos de utilidad. Charlie indicó en los monitores hacia dónde apuntaba cada uno; cuando un enemigo se colocara frente a uno de ellos, él y Hilleboe dispararían con mandos manuales.

Nos quedaban unos veinte minutos. Brill caminaba ya por el perímetro con sus soldados, ordenándoles refugiarse en las trincheras, una brigada cada vez; me comuniqué por radio para pedirle que instalara las armas pesadas de modo tal que sirvieran para canalizar el avance del enemigo hacia el radio de acción de los rayos láser.

No había mucho que hacer, salvo aguardar. Pedí a Charlie que evaluara el avance enemigo, a fin de establecer una adecuada cuenta regresiva. Después volví a mi escritorio y saqué un anotador para dibujar las posiciones de Brill y ver en qué podía mejorarlas.

El gato trepó a mi regazo, maullando lastimeramente. Por lo visto no sabía distinguir a uno de otro cuando estábamos vestidos con traje de batalla. Extendí la mano para acariciarlo y el animal escapó de un salto.

La primera línea que tracé perforó cuatro hojas de papel; llevaba mucho tiempo sin realizar tareas delicadas con traje de batalla.

Recordé entonces que en el período de adiestramiento nos hacían practicar el dominio de los sistemas de amplificación pasándonos huevos de uno a otro; resultaba bastante sucio. ¿Quedarían aún huevos en la Tierra?

Una vez hecho el diagrama no se me ocurrió ninguna mejora, a pesar de tanta teoría almacenada en mi cerebro; abundaban los consejos tácticos sobre la forma de encerrar al enemigo, pero desde un punto de vista erróneo. Cuando éramos nosotros los rodeados, las opciones resultaban muy escasas. Mantenerse firmes y combatir. Responder con prontitud a las concentraciones de fuerza del enemigo, pero de manera flexible, a fin de que el enemigo no pudiera emplear una fuerza divergente para apartar a los efectivos de cierto sector del perímetro. «Emplear a fondo el apoyo del aire y del espacio», consejo siempre útil. Mantener la cabeza gacha y la barbilla hacia arriba y rogar que llegara la caballería. Conservar las posiciones sin pensar en Dien Bien Phu, el Álamo o la batalla de Hastings.

—Otros ocho transportes —dijo Charlie—. Quedan cinco minutos hasta que lleguen los ocho primeros.

Eso significaba que iban a atacar en dos tandas. Por lo menos dos. ¿Qué habría hecho yo en el lugar del comandante taurino? Eso no era muy complicado: a los taurinos les faltaba imaginación para las tácticas y tendían a copiar las humanas.

La primera tanda podía ser un ataque suicida destinado a ablandarnos y a evaluar nuestras defensas. La segunda obraría con más método y acabaría el trabajo. O tal vez fuera al revés: el primer grupo dispondría de veinte minutos para atrincherarse: el segundo pasaría sobre él y atacaría violentamente un solo punto de nuestras defensas para romper el perímetro y apoderarse de la base.

Pero también era posible que hubieran enviado dos fuerzas sólo porque dos era un número mágico. O porque no podían lanzar sino ocho transportes a la vez (eso no sería muy alentador, pues significaría que los transportes eran muy grandes; en diferentes situaciones habían empleado vehículos que transportaban desde cuatro a ciento veintiocho soldados).

—Tres minutos.

Miré fijamente los monitores que mostraban los diversos sectores del campo minado. Con un poco de suerte descenderían allí, incautos. O pasarían a baja altura y harían detonar las minas.

Me sentía vagamente culpable. Mientras yo permanecía a salvo en mi cueva, garabateando papeles, listo para dar mis órdenes, ¿qué pensaban de mí aquellos setenta corderos enviados al sacrificio? Recordé entonces mis sentimientos hacia el capitán Stott en aquella primera misión, cuando prefirió quedarse a salvo en órbita mientras nosotros combatíamos. La oleada de odio fue tan intensa que me provocó náuseas.

—Hilleboe, ¿puede manejar sola los rayos láser?

—¿Por qué no, señor?

Dejé el lápiz sobre el escritorio y me levanté.

—Charlie, tú te encargarás de la unidad de coordinación; puedes hacerlo tan bien como yo. Voy a subir.

—Yo no se lo aconsejaría, señor —dijo Hilleboe.

—¡Diablos, William! ¡No seas idiota! No durarías diez segundos allá arriba —indicó Charlie.

—Correré los mismos riesgos que todo el mundo.

—¿No entiendes lo que te digo? ¡Te van a matar!

—¿Nuestros soldados? Tonterías. Ya sé que no me tienen gran aprecio, pero…

—¿No has escuchado la frecuencia de las brigadas?

No lo había hecho; nunca empleaban mi dialecto para hablar entre sí.

—Creen que les pusiste en la línea como castigo por cobardía, porque eligieron refugiarse en la cúpula.

—¿No fue por eso, señor? —preguntó Hilleboe.

—¿Como castigo? No, claro que no. —Al menos no lo había hecho conscientemente—. Estaban allí arriba cuando hacía falta… ¿Es que la teniente Brill no les explicó nada?

—Creo que no —respondió Charlie—. Tal vez ha estado demasiado atareada como para transmitir.

O ella también creía lo mismo.

—Será mejor que…

—¡Miren! —gritó Hilleboe.

La primera nave enemiga había aparecido en uno de los monitores que mostraban los campos minados; las otras aparecieron un segundo después. Llegaban desde diversas direcciones y no se habían distribuido en una formación regular: había cinco en el cuadrante noreste y sólo una en el sureste. Transmití esa información a Brill.

Pero habíamos predicho sus tácticas con bastante exactitud; todas descendían hacia el anillo de minas. Una de ellas se acercó a uno de los artefactos taquiónicos lo bastante como para ponerlo en funcionamiento. El estallido afectó la parte trasera del extraño vehículo, haciéndole dar una vuelta completa para estrellarse de proa. Se abrieron las puertas laterales y salieron los taurinos. Eran doce; tal vez habían quedado cuatro dentro. Si todos los transportes llevaban dieciséis soldados, el enemigo nos superaba apenas en número.

Eso en la primera tanda.

Los otros siete descendieron sin problemas. En efecto, había dieciséis soldados en cada nave. Brill cambió de sitio un par de brigadas para equilibrar la concentración enemiga y aguardó.

Los taurinos avanzaron rápidamente por el campo minado, caminando al unísono como pesados y chatos robots, sin interrumpir la marcha siquiera cuando uno de ellos volaba destrozado por una mina, cosa que ocurrió once veces.

Cuando surgieron por el horizonte quedaron claras las razones de aquella distribución, aparentemente al azar: habían analizado de antemano qué zonas les ofrecerían mayor protección natural a causa de los peñascos desprendidos por el bombardeo. Y como sus trajes también tenían circuitos de aumento, recorrieron un kilómetro en menos de un minuto.

Brill hizo que sus tropas abrieran fuego inmediatamente, quizá más para levantar el ánimo que por esperanzas de dañar al enemigo. Probablemente hicieron algunos blancos, aunque era difícil determinarlo. Al menos los cohetes taquiónicos realizaron la impresionante hazaña de convertir los cantos rodados en grava.

Los taurinos devolvieron el fuego con alguna arma similar al cohete taquiónico; tal vez fuera la misma. Sin embargo muy pocas veces hicieron blanco; los nuestros estaban bajo el nivel de tierra, y cuando un cohete no chocaba contra algo podía proseguir la marcha por los siglos de los siglos, amén. Sin embargo destruyeron uno de los rayos láser bevawatt, y la sacudida que llegó hasta nosotros fue lo bastante intensa como para hacerme desear que la base estuviera a más de veinte metros de profundidad.

Los bevawatt no nos servían de nada. Los taurinos habían descubierto las líneas de fuego anticipadamente y las esquivaban bien. Eso se convirtió en una ventaja para nosotros, pues hizo que Charlie apartara por un momento su atención de los monitores.

—¿Qué diablos…?

—¿Qué pasa, Charlie? —pregunté, sin quitar los ojos de los monitores, esperando que pasara algo.

—La nave, el crucero… Ha desaparecido.

Observé la pantalla holográfica. Tenía razón: las únicas marcas rojas correspondían a los transportes de tropas.

—¿Adonde ha ido? —pregunté corno un estúpido.

—Lo haré retroceder.

Programó la pantalla para que retrocediera un par de minutos; después aumentó la escala para que aparecieran a la vez el planeta y el colapsar. Allí estaba el crucero; con él, tres puntos verdes: nuestro «cobarde» había atacado al crucero con sólo dos naves teledirigidas. Pero había recibido cierta ayuda de las leyes de la física.

En vez de entrar en inserción colapsar había rodeado el campo colapsar en una órbita en tiro de honda, para salir de él a una velocidad equivalente a nueve décimas de la luz; los vehículos teledirigidos iban a 99 c, directamente hacia el crucero enemigo. Nuestro planeta estaba a unos mil segundos-luz del colapsar, de modo que la nave taurina tuvo sólo diez segundos para detectar y detener ambos teledirigidos. Y a esa velocidad importaba muy poco que el choque fuera contra una bomba nova o contra un escupitajo.

El primer vehículo teledirigido desintegró al crucero; el otro, que le seguía a una décima de segundo, siguió de largo y se estrelló contra el planeta. El destructor esquivó el planeta a doscientos kilómetros y se lanzó hacia el espacio, desacelerando al máximo de veinticinco gravedades. En un par de meses estaría de regreso.

Pero los taurinos no pensaban aguardar tanto tiempo inactivos. Se estaban acercando a nuestras líneas, aunque no lo suficiente como para que pudiéramos emplear láser si estaban al alcance de las granadas. Una roca de buen tamaño les protegería del primero, pero no de las granadas y los cohetes, que estaban haciendo entre ellos una verdadera carnicería.

Al principio las tropas de Brill llevaron una ventaja aplastante; puesto que combatían desde las trincheras sólo podían ser alcanzados por algún disparo ocasionalmente afortunado o por una granada muy bien dirigida (que los taurinos arrojaban a mano, con un alcance de pocos cientos de metros). Brill había perdido a cuatro soldados, pero al parecer la fuerza enemiga estaba reducida a menos de la mitad.

El paisaje quedó al final tan lleno de hoyos que también los taurinos pudieron, en su mayoría, refugiarse en trincheras improvisadas. La lucha se fue reduciendo a duelos individuales de rayos láser, interrumpidos de tanto en tanto por armas pesadas. Pero no tenía mucho sentido emplear un cohete taquiónico contra un solo taurino, pues a los pocos minutos llegaría otra fuerza enemiga de poder ignorado.

Durante la reproducción holográfica de la batalla espacial me había sentido preocupado por algo que comprendí del todo cuando cedió un poco el fuego: ¿qué daño habría causado al planeta aquel segundo teledirigido, al chocar contra el planeta a una velocidad cercana a la de la luz? Me acerqué a la computadora y averigüé cuánta energía había sido liberada en la colisión; en seguida la comparé con la información geológica que contenía la memoria de la computadora.

Dicha energía equivalía a veinte terremotos de los más poderosos que habían podido registrarse. ¡En un planeta de tamaño bastante menor al de la Tierra! Conecté inmediatamente la frecuencia general:

—¡Todo el mundo arriba! ¡Ahora mismo!

Pulsé el botón que abriría la compuerta de aire instalada en el túnel que llevaba desde la Administración a la superficie.

—William, ¿qué diabl…?

—¡Terremoto! ¡Vamos!

¿De cuánto tiempo dispondríamos?

Hilleboe y Charlie estaban detrás de mí. El gato, sentado en mi escritorio, se lamía despreocupadamente. Sentí el impulso racional de meterlo dentro de mi traje (así lo habían llevado desde la nave hasta la base), pero comprendí que no resistiría más que unos pocos minutos. Pensé también en desintegrarlo con el dedo láser, pero la puerta ya se había cerrado y trepábamos ya por la escalera de mano. Mientras subía, y aun cuando estuve fuera, me persiguió la imagen de aquel animal indefenso, atrapado bajo toneladas de escombros, que moriría lentamente al perderse el aire.

—¿Vamos a las trincheras? —dijo Charlie.

—No sé —respondí—. Nunca he estado en un terremoto. Tal vez las paredes de la trinchera se derrumben sobre nosotros.

Me sorprendió la intensa oscuridad que reinaba en la superficie. S Doradus se estaba poniendo; los monitores habían compensado la falta de luz.

Un láser enemigo cruzó el claro a nuestra izquierda, dejando una rápida lluvia de chispas al rozar el armazón de un bevawatt. Aún no nos habían visto. Decidimos que estaríamos mejor en las trincheras y nos acercamos a la más próxima en tres grandes pasos. Había allí cuatro soldados, uno de ellos malherido o muerto. Una vez dentro gradué mi amplificador de imágenes a logaritmo dos, para inspeccionar a nuestros compañeros. Habíamos tenido suerte: uno era un lanzador de granadas; además tenían un lanzador de cohetes. Cuando pude descifrar los nombres pintados en los cascos noté que estábamos en la trinchera de Brill, aunque ella no había reparado aún en nosotros. Estaba en el extremo opuesto, espiando cautamente por el borde, mientras dirigía a dos brigadas en un movimiento de flanco. Cuando estuvieron a salvo y en posición volvió a esconder la cabeza.

—¿Es usted, mayor?

—En efecto —dije con prudencia, preguntándome si en esa trinchera habría alguien con ganas de cortarme el cuero cabelludo.

—¿Qué es eso del terremoto?

Estaba enterada de la destrucción del crucero, pero no de la suerte corrida por el otro vehículo teledirigido. Se lo expliqué en tan pocas palabras como era posible.

—Nadie ha salido aún de la esclusa —dijo—. Supongo que habrán ido todos al campo estático.

—Sí, estaban tan cerca de él como de la superficie.

Tal vez algunos no habían tomado en serio mi advertencia y estaban aún abajo. Precisamente cuando sintonizaba la frecuencia general para comprobarlo estalló el infierno.

La tierra se hundió bajo mis pies y volvió a levantarse, despidiéndonos con tanta fuerza que volamos por el aire, fuera de la trinchera. Subimos lo bastante como para ver las manchas ovales en amarillo y anaranjado brillante en los cráteres cavados por las bombas nova. Caí de pie, pero el suelo se sacudía de tal forma que era imposible mantenerse erguido.

Con un gruñido profundo que me llegó a través del traje, la zona descubierta bajo la cual estaba nuestra base cayó hacia adentro, desmoronada. Al ceder el suelo quedó expuesta una parte del campo estático subterráneo, que se acomodó en el nuevo nivel con soberana gracia.

Bien, ya no había gato. Ojalá todos los demás hubieran tenido tiempo y cerebro suficiente como para refugiarse en la cúpula.

Una silueta se acercó a tropezones, desde la trinchera más cercana. Reparé con un sobresalto en que no era humana. Dada la poca distancia, mi rayo láser le abrió un agujero directamente en el casco; dio dos pasos más y cayó hacia atrás. Otro casco asomó por el borde de la trinchera. Le hice volar la parte superior antes de que pudiera levantar el arma.

Mientras tanto no lograba orientarme. Lo único que permanecía en su sitio era la cúpula estática, pero se la veía igual desde cualquier ángulo. Los láser bevawatt habían quedado sepultados, pero uno de ellos funcionaba todavía, como un reflector brillante que parpadeara, iluminando una nube arremolinada de rocas hechas polvo. Sin embargo, era obvio que estaba en territorio enemigo. Me lancé hacia la cúpula, cruzando el suelo estremecido.

Ningún jefe de pelotón respondía a mi llamada. Todos, con excepción de Brill, estarían probablemente en el interior de la cúpula. Cuando al fin contestaron Hilleboe y Charlie, ordené a la primera que entrara en la cúpula y sacara a todo el mundo de allí. Si la tanda siguiente era también de ciento veintiocho necesitaríamos mucha gente para rechazar el ataque.

Al apagarse los temblores logré refugiarme en una trinchera «amiga»; en realidad era la de los cocineros, pues sus únicos ocupantes eran Orban y Rudkoski.

—Parece que se acabó el alambique, recluta.

—No importa, señor. El hígado necesitaba un descanso.

Oí la señal de llamada de Hilleboe y establecí contacto con ella.

—Señor, aquí hay sólo diez personas. El resto no alcanzó a llegar.

—¿Se quedaron dentro? —pregunté, pensando que habían tenido tiempo de sobra.

—No lo sé, señor.

—No importa. Averigüe cuántos soldados tenemos en total.

Volví a probar la frecuencia de los jefes de pelotón, pero seguía en silencio. Los tres buscamos el fuego láser del enemigo durante un par de minutos, pero no lo había. Probablemente esperaban refuerzos. Hilleboe volvió a llamar:

—Responden sólo cincuenta y tres, señor. Tal vez haya algunos sin sentido.

—Está bien. Que todos permanezcan donde están hasta que…

En ese momento apareció la segunda tanda; los transportes de tropas se lanzaron desde el horizonte con los eyectores apuntados hacia nosotros, desacelerando.

—¡Lancen algunos cohetes sobre esos bastardos! —chilló Hilleboe, sin dirigirse a nadie en particular.

Pero la sacudida había apartado a los soldados de los lanzadores de cohetes. Tampoco había lanzadores de granadas, y a esa distancia los láseres de mano no tenían ningún efecto.

Los nuevos transportes eran cuatro o cinco veces más grandes que los primeros. Uno de ellos aterrizó a un kilómetro de nosotros, deteniéndose el tiempo necesario para desembarcar sus tropas. Eran cincuenta, tal vez sesenta y cuatro, lo que multiplicado por ocho hacía quinientos doce. No habría modo de rechazarlos.

—Atención todos, aquí el mayor Mandella —dije, tratando de conservar la voz tranquila—. Vamos a retirarnos hacia la cúpula, con rapidez, pero en orden. Sé que estamos totalmente dispersos. Quienes pertenezcan al segundo o al cuarto batallón, que permanezcan un minuto en sus puestos disparando para cubrir al resto. Los pelotones primero, tercero y de apoyo, retrocedan. Cuando lleguen a la mitad del trayecto, deténganse y cubran al segundo y al cuarto mientras éstos retroceden. Llegarán hasta el borde de la cúpula y volverán a cubrirles mientras ustedes entran.

Me había expresado mal al hablar de retirada; esa palabra no figuraba en el manual; debí decir «acción de repliegue».

Hubo mucho más repliegue que acción. Nueve o diez soldados disparaban mientras el resto huía a toda velocidad. Rudkoski y Orban habían desaparecido. Disparé con cuidado unas cuantas veces, sin grandes resultados, y después corrí hacia el otro extremo de la trinchera para salir de ella y dirigirme hacia la cúpula.

Los taurinos comenzaron a disparar cohetes, pero la mayoría apuntaba demasiado alto. Vi que dos de los nuestros volaban en pedazos antes de llegar a la mitad del camino. Allí encontré una roca bastante grande tras la cual me escondí. Al echar una mirada descubrí que sólo dos o tres taurinos estaban lo bastante próximos como para constituir blancos remotamente posibles; lo mejor sería no atraer innecesariamente la atención sobre mí. Cubrí el resto del trayecto hasta el borde del campo y me detuve para devolver el fuego. Tras disparar un par de veces noté que no hacía sino exponerme inútilmente, pues hasta donde me alcanzaba la vista había sólo una persona en carrera hacia la cúpula.

Un cohete pasó tan cerca que pude haberlo tocado. Flexioné las rodillas, tomé impulso y entré en la cúpula en una postura bastante indigna.

7

El cohete que había pasado junto a mí avanzaba perezosamente en la penumbra interior, elevándose ligeramente al pasar hacia el otro extremo de la cúpula. Se convertiría en vapor en cuanto saliera por el otro lado, puesto que toda la energía cinética perdida al disminuir abruptamente la marcha a 16,3 metros por segundo volvería bajo la forma de calor.

Nueve personas yacían muertas allí, boca abajo junto al borde. No era extraño que eso hubiera ocurrido, aunque no era posible explicarlo a las tropas. Si bien sus trajes espaciales estaban intactos (de lo contrario no hubieran llegado hasta allí), en las dificultades de los últimos minutos se había dañado la película de aislamiento especial que les protegía del estasis. En cuanto entraron en el campo cesó toda la actividad eléctrica del cuerpo, matándoles inmediatamente. Por otra parte, como ninguna molécula del cadáver podía moverse a más de 16,3 metros por segundo, se congelaron instantáneamente, estabilizados en una temperatura de 0,426 grados.

Decidí no averiguar todavía quiénes eran. Necesitábamos formar algún plan de defensa antes de que los taurinos entraran a la cúpula, para el caso de que decidieran apresurar las cosas.

Con gestos muy exagerados logré que todos se reunieran en el centro del campo, bajo la cola del destructor, donde estaban acumuladas las armas. Las había en abundancia, pues estábamos preparados para armar a un grupo tres veces mayor que aquél. Después de entregar a cada uno un escudo y una espada corta, tracé una pregunta en la nieve: «¿Buenos arqueros? Levanten mano.» Conseguí cinco voluntarios y nombré otros tres, para que todos los arcos estuvieran en uso. Veinte flechas por arco. Eran las armas de largo alcance más efectivas de que disponíamos: las flechas resultaban casi invisibles en el lento vuelo; estaban dotadas de bastante peso y coronadas con una mortal esquirla de cristal, duro como el diamante.

Dispuse a los arqueros en círculo en torno al destructor, para que las aletas de aterrizaje les proporcionaran alguna protección contra los proyectiles que vinieran desde atrás; entre cada par de arqueros puse a otras cuatro personas: dos lanzadores de espadas, un experto en esgrima y una persona armada con diez cuchillos y un hacha de guerra. Esta posición, teóricamente, haría frente al enemigo a cualquier distancia, ya fuera desde el borde del campo o en un combate cuerpo a cuerpo.

En realidad, dada la proporción de seiscientos a cuarenta y dos, nos harían mierda con sólo entrar armados con una piedra cada uno. Eso siempre que supieran en qué consistía el campo estático. En todos los otros aspectos tecnológicos parecían estar muy al día.

Nada ocurrió durante varias horas. Nos aburríamos espantosamente, a la espera de que llegara el momento de morir. Era imposible charlar; nada había para ver, salvo la cúpula gris inamovible, la nieve gris, la nave gris y unos cuantos soldados igualmente grises. Nada para ver, oír, oler o degustar, salvo la propia persona.

Quienes aún tenían cierto interés en la batalla montaban guardia en el borde de la cúpula, esperando la llegada de los primeros taurinos. Por eso, cuando el ataque se inició tardamos un segundo en darnos cuenta de lo que ocurría. Llegó desde lo alto; era una nube de dardos lanzados con catapulta, que entraron en tropel a unos treinta metros de altura, encaminados directamente hacia el centro de la semiesfera. Los escudos eran lo bastante grandes como para proteger casi todo el cuerpo con sólo agacharse un poco tras ellos; quienes vieron venir aquellos dardos pudieron defenderse con facilidad. Los que estaban de espaldas o dormidos no tuvieron más protección que la buena fortuna: no había forma de lanzar un grito de advertencia, y los proyectiles tardaban sólo tres segundos en cruzar la cúpula hasta el centro. Fue una suerte que perdiéramos sólo a cinco; uno de ellos, Shubik, estaba en el grupo de los arqueros. Torné su arco y me uní a los que esperaban el próximo ataque.

No se produjo. Media hora después recorrí el círculo y expliqué por señas que, si algo ocurría, cada uno debía tocar al vecino de la derecha. Así toda la hilera estaría advertida. Tal vez a eso debo la vida, pues el segundo ataque se produjo un par de horas después, a mi espalda. Percibí el codazo, di una palmada a mi vecino de la derecha y me volví. La nube de dardos ya descendía. Me cubrí la cabeza con el escudo una fracción de segundo antes de que llegaran. Después abandoné el arco por un momento para quitar tres dardos del escudo. En ese momento comenzó el ataque directo.

Fue un espectáculo horrible e impresionante. Unos trescientos taurinos penetraron simultáneamente en la cúpula, casi hombro con hombro. Avanzaron marcando el paso, cada uno armado de un escudo redondo que apenas alcanzaba para cubrirles el abultado pecho y lanzando dardos similares a los que habíamos recibido un momento antes.

Instalé el escudo frente a mí (tenía pequeños soportes en la parte inferior para mantenerlo en posición vertical) y lancé la primera flecha. En seguida supe que teníamos una oportunidad: mi flecha dio precisamente en el centro del escudo, lo atravesó y penetró en el traje del taurino.

Aquello fue una masacre en el bando enemigo. Los dardos no servían de nada sin el factor sorpresa; sin embargo, cuando uno de ellos me pasó rozando la cabeza, lanzado desde atrás, me provocó un escalofrío entre los omoplatos. Con veinte flechas maté a veinte taurinos. Cada vez que caía uno de ellos los demás cerraban filas; ni siquiera nos daban el trabajo de apuntar. Cuando se me acabaron las flechas empecé a arrojarles sus propios dardos, pero aquellos escudos livianos eran bastante efectivos contra los proyectiles pequeños.

Habíamos matado a flechazos a más de la mitad mucho antes de que llegara el momento de luchar cuerpo a cuerpo. Desenvainé la espada y aguardé. Seguían superándonos en número, en una proporción de tres a uno. Mientras tanto, al acortarse la distancia a unos diez metros, quienes estaban armados con cuchillos arrojadizos chakram tuvieron la gran oportunidad. Aunque el disco giratorio era fácilmente visible y tardaba más de medio segundo en alcanzar el blanco, casi todos los taurinos reaccionaron de la misma forma: levantando el escudo para desviarlo. La hoja pesada y cortante rebanó aquel escudo ligero como una sierra eléctrica el cartón.

En el primer contacto cuerpo a cuerpo empleamos la barra, es decir, una varilla metálica de dos metros de longitud, terminada en una hoja doble de sierra. Los taurinos la enfrentaban con un método que requería mucha sangre fría (o valor, depende de cómo se lo mire). Se limitaban a dejarse matar aferrados a la hoja; mientras el humano estaba tratando de extraer el arma del cuerpo congelado, otro taurino, armado de una larguísima cimitarra, se acercaba para liquidarlo.

Además de las espadas disponían de otra arma, constituida por un cordel elástico terminado en diez centímetros de algo similar al alambre de púas, con una pequeña pesa que servía para darle impulso. Era un arma peligrosa desde cualquier punto de vista, pues cuando no daba en el blanco retrocedía en un latigazo impredictible. Pero eso ocurría muy pocas veces; por lo general pasaba por debajo de los escudos y se enroscaba en los tobillos.

El recluta Erikson y yo luchábamos espalda contra espalda, defendiéndonos con las espadas; así logramos mantenernos vivos en los minutos siguientes. Cuando los taurinos se vieron reducidos a veinticinco, dieron media vuelta e iniciaron la retirada. Les arrojamos algunos dardos y matamos a tres, pero optamos por no perseguirles, temiendo que eso los indujera a reiniciar el ataque.

Sólo quedábamos veintiocho en pie; el número de cadáveres taurinos duplicaba esa cifra, pero eso no nos causaba la menor satisfacción: en cualquier momento podían regresar con otros trescientos soldados, y en esa ocasión nos vencerían.

Mientras revisábamos los cadáveres para recuperar flechas y espadas hice un recuento: Charlie y Diana habían sobrevivido (Hilleboe, en cambio, había sido una de las que murió al manejar la barra, arma que nadie se molestó en recoger); también estaban allí Wilber y Szydlowska. Rudkoski seguía en pie; Orban, en cambio, había muerto, alcanzado por un dardo.

Veinticuatro horas después teníamos la impresión de que el enemigo había optado por mantenernos cercados en vez de atacar. Los dardos seguían llegando, no ya a granel, sino en grupos de dos o tres y desde ángulos diversos. No era posible mantenerse eternamente en guardia; cada dos o tres horas hacían blanco en alguien. Establecimos turnos para dormir; lo hacíamos por parejas, acostándonos sobre el generador de estasis, bajo el casco del destructor; era el sitio más seguro de la cúpula. De tanto en tanto aparecía algún taurino en el borde del campo, probablemente para ver cuántos quedábamos. A veces le arrojábamos algún dardo para practicar.

Dos días después cesó el ataque de los dardos. Quizá ya no tenían más; quizás habían decidido no proseguirlo, puesto que sólo quedábamos veinte. Pero había una posibilidad más factible. Tomé una de las barras y la pasé por el borde del campo estático, asomando la punta uno o dos centímetros. Cuando volví a meterla dentro el extremo se había fundido. Se la mostré a Charlie, que me respondió con la única señal afirmativa visible en un traje de batalla: balanceándose hacia atrás y hacia delante. Ya había ocurrido otras veces; el enemigo se limitaba a saturar el campo de estasis con fuego láser y aguardaba a que los humanos, enloquecidos, desconectaran el generador. Tal vez estaban sentados en sus naves jugando a las cartas.

Traté de pensar, pero era difícil concentrarse en aquel ambiente hostil, privado de datos sensoriales, sabiéndose obligado a mirar por encima del hombro a cada instante.

Pero Charlie había dicho algo. El día anterior. La idea no surgía del todo; sólo podía recordar que en ese momento su propuesta no servía. Al fin logré acordarme. Entonces llamé a todo el grupo y escribí en la nieve:


TRAER BOMBAS NOVA DE NAVE.

PONERLAS BORDE CAMPO.

TRASLADAR CAMPO.


Szydlowska sabía en qué lugar de la nave se guardaban las herramientas adecuadas. Afortunadamente habíamos dejado todas las entradas abiertas antes de conectar el campo estático, pues eran electrónicas y se hubieran paralizado por completo. Sacamos diversas llaves inglesas del cuarto de máquinas y trepamos a la cabina del piloto. Él sabía retirar cierta placa que daba acceso a un pasillo, por el cual se llegaba al depósito de bombas. Yo le seguí por aquel tubo, que medía escasamente un metro de diámetro.

Normalmente debería haber sido negro como boca de lobo. En cambio estaba iluminado por el mismo resplandor opaco y sin sombras del campo estático exterior. Como el depósito era demasiado estrecho para que entráramos juntos, le esperé en un extremo del pasillo y observé sus maniobras.

Las puertas del depósito podían operarse manualmente, de modo que mi compañero no tuvo muchas dificultades; con sólo girar una manivela estuvo en condiciones de continuar. Retirar las dos bombas de sus soportes fue otra cuestión. Al fin regresó al cuarto de máquinas para traer una palanca de hierro. Con eso logró desencajarlas. Cada uno de nosotros cargó con una de las bombas y salimos del depósito.

El sargento Anghelov se dedicó inmediatamente a trabajar en ellas. Para activarlas sólo era menester destornillar el fusible de la parte delantera e introducir algún objeto en la cavidad, a fin de romper el mecanismo de demora y los sistemas de seguridad. Las llevamos rápidamente al borde del campo, entre seis de nosotros, y las pusimos la una junto a la otra. En seguida hicimos una señal a las cuatro personas que aguardaban junto a las manivelas del generador. Lo recogieron y se alejaron diez pasos en dirección opuesta. Las bombas desaparecieron al pasar sobre ellas el borde del campo.

Sin duda alguna, las bombas estallaron. Durante un par de segundos el interior de la cúpula estuvo tan ardiente como el de una estrella; hasta el campo estático se vio afectado por ello: una tercera parte de la cúpula se encendió por un momento en un rosado opaco antes de volver al gris. Hubo una ligera aceleración, como la que se siente en un acelerador lento; eso significaba que estábamos cayendo hacia el fondo del cráter. ¿Sería sólido? ¿O nos hundiríamos a través de la roca fundida como una mosca en el ámbar?

Preferí no pensar en eso. En todo caso, tal vez pudiéramos abrirnos camino hacia la superficie con el rayo láser del destructor.

Al menos doce de nosotros.

Charlie escribió un mensaje a mis pies, en la nieve: ¿CUÁNTO TIEMPO?

¡Magnífica pregunta! Yo sólo conocía la cantidad de energía liberada por dos bombas nova, pero no el tamaño de la bola ígnea, que determinaría la temperatura de la detonación y la magnitud del cráter. Tampoco conocía la capacidad de absorción de calor correspondiente a la roca ni su punto de fusión.

Escribí: ¿UNA SEMANA, TAL VEZ? DEBO PENSAR.

La computadora de la nave habría podido darme la respuesta en una milésima de segundo, pero no funcionaba. Comencé a escribir ecuaciones en la nieve, tratando de obtener cifras máximas y mínimas en cuanto al tiempo que tardaría en enfriarse el exterior hasta llegar a quinientos grados. Anghelov, que estaba más al día en materia de física, realizó sus propios cálculos al otro lado de la nave.

Los míos dieron un período de seis horas a seis días (aunque para enfriarse en seis horas la roca debía ser tan conductora como el cobre puro); Anghelov obtuvo de cinco horas a cuatro días y medio. Voté por los seis días; nadie más quiso opinar.

Nuestra principal ocupación fue dormir. Charlie y Diana jugaban al ajedrez marcando símbolos en la nieve, pero por mi parte me era imposible recordar las diferentes posiciones de las piezas. Revisé varias veces mis cálculos, pero seguían dando seis días como resultado. También revisé los de Anghelov; aunque parecían correctos preferí atenerme a los míos. Nadie moriría por permanecer un día y medio más en los trajes. Sobre todo esto discutimos amigablemente en una tensa taquigrafía.

El día en que arrojamos las bombas hacia fuera quedábamos diecinueve. Aún éramos diecinueve cuando, seis días después, posé la mano sobre la llave interruptora del generador.

¿Qué nos esperaba en el exterior? Aunque sin duda habían muerto todos los taurinos a cinco klims a la redonda, bien podía haber alguna fuerza de reserva esperándonos pacientemente junto al cráter. Pero al menos cuando introducíamos una barra por el borde la punta no se fundía.

Hice que mi gente se dispersara por toda la zona, a fin de que no pudieran alcanzarnos con un solo disparo. En seguida, listo para volver a operar si ocurría algo malo, pulsé la llave.

8

Mi radio estaba aún sintonizada con la frecuencia general. Tras más de una semana de silencio absoluto, un alegre y bullicioso griterío me asaltó los oídos.

Estábamos en el centro de un cráter que se extendía un kilómetro a lo ancho y hacia arriba. Las paredes eran una costra de color negro brillante por la que corrían algunas grietas rojas, aunque no lo bastante calientes como para resultar peligrosas. La semiesfera de suelo sobre la que descansábamos se había hundido unos buenos cuarenta metros en el cráter mientras estaba aún en estado de fusión, de modo tal que nos encontrábamos en una especie de pedestal.

No había un solo taurino a la vista.

Corrimos hacia la nave y la cerramos herméticamente: en cuanto estuvo llena de aire fresco abrimos los trajes de batalla. No hice valer mi superioridad para el uso de las duchas; me limité a sentarme en una litera de aceleración para respirar a grandes bocanadas aquel aire limpio, que no olía a Mandella reaprovechado.

La nave había sido diseñada para una tripulación máxima de doce personas; fue necesario establecer turnos para que siete personas permanecieran fuera, a fin de no forzar demasiado los sistemas de mantenimiento vital.

Envié repetidamente un mensaje al otro destructor, que aún debía estar a seis semanas de distancia, informando que estábamos en buenas condiciones y que aguardábamos el rescate. Estaba casi seguro de que dispondrían de lugar para siete, puesto que la tripulación normal de una misión de combate se reduce a tres personas.

Resultaba muy agradable volver a pasearse y a charlar.

Suspendí oficialmente cualquier ejercicio militar mientras permaneciéramos en el planeta. Algunos de los supervivientes pertenecían al grupo amotinado de Brill, pero no mostraron hostilidad alguna hacia mí. A veces nos entreteníamos jugando nostálgicamente a comparar las diversas épocas que habíamos visto en la Tierra; nos preguntábamos entonces cómo sería en aquel futuro de setecientos años al que regresábamos. Nadie mencionaba el hecho de que no cabía esperar sino un permiso de pocos meses antes de que nos asignaran a otra fuerza de choque, a otra vuelta de la rueda.

Un día Charlie me preguntó qué origen tenía mi apellido, pues le sonaba extraño. Le expliqué entonces que se originaba en la falta de diccionario; si lo hubieran escrito correctamente le habría parecido más extraño aún. Debí perder una buena media hora para que comprendiera los detalles periféricos del asunto.

Para concretar, mis padres habían sido «hippies», es decir, miembros de una especie de subcultura aparecida en Norteamérica a fines del siglo xx, que rechazaba el materialismo y comprendía un amplio espectro de ideas extrañas. Mis padres vivían con otros hippies en una pequeña comunidad agrícola. Cuando mamá quedó embarazada no les gustó la idea de casarse, pues ella debería entonces tomar el nombre del marido, como si fuera propiedad suya. Sin embargo, ampliamente intoxicados y sentimentales, decidieron que se casarían adoptando ambos un apellido común. Se dirigieron a la ciudad más próxima, discutiendo durante todo el trayecto sobre qué apellido simbolizaría mejor el lazo de amor que los unía (a duras penas me salvé de un nombre mucho más corto), y al fin se decidieron por Mándala.

El mándala es un símbolo en forma de rueda o de volante, que los hippies habían tomado de una religión extranjera; simbolizaba el cosmos, la mente cósmica, Dios o cualquier cosa que requiera un símbolo. Como ninguno de los dos sabía escribir esa palabra, el magistrado de la ciudad lo escribió tal como le sonaba. Cuando nací me pusieron el nombre de William en honor a un tío rico que, lamentablemente, murió sin un centavo.

Las seis semanas transcurrieron de modo bastante agradable: charlábamos, leíamos, descansábamos. Cuando la nave descendió junto a la nuestra nos informaron que disponíamos de seis plazas. Distribuimos las tripulaciones de modo tal que en cada nave hubiera alguien capaz de solucionar cualquier problema surgido en la secuencia preprogramada para el salto. Por mi parte, escogí la otra nave, en la esperanza de encontrar allí algunos libros nuevos, pero no fue así.

Una vez encerrados en los tanques, despegamos simultáneamente.


Pasábamos mucho tiempo en los tanques, aunque sólo fuera para no ver siempre las mismas caras. Los sucesivos períodos de aceleración nos llevaron a Puerta Estelar en diez meses subjetivos. Naturalmente, eso equivalía a 340 años menos siete meses para un espectador objetivo hipotético.

En torno a Puerta Estelar había cientos de cruceros en órbita. Eso nos pareció mala señal: con tantas naves a la espera de tripulación era muy difícil que nos dieran licencia. Por mi parte, era muy probable que me llevaran ante el tribunal militar en vez de dármela: había perdido el ochenta por ciento de mi compañía, en su mayor parte debido a que la falta de confianza en mí les llevó a no obedecer la orden de retirada ante el terremoto. Y en Sade-138 todo estaba como al principio: sin taurinos, pero también sin base.

Nos dieron instrucciones para descender; lo hicimos directamente, sin nave de lanzadera. En el espaciopuerto nos esperaba otra sorpresa: estaba lleno de cruceros en tierra, cosa que nunca se había hecho por temor a un ataque taurino; también vimos allí dos naves enemigas, aunque no sabíamos que nadie hubiera logrado capturar una entera. Al parecer, en los últimos siete siglos habíamos obtenido una ventaja decisiva. Tal vez estábamos ganando la guerra.

Pasamos por una esclusa de aire rotulada «Reingreso», y en cuanto repusieron el aire y nos quitamos los trajes se nos acercó una hermosa joven que traía túnicas para todos; en un inglés perfecto nos indicó que fuéramos a la sala de conferencias situada a la izquierda, al final de un pasillo. Me resultó extraño vestir aquella túnica ligera y abrigada, después de un año de no llevar sino el traje de guerra o la piel desnuda.

La sala de conferencias era demasiado grande para veintidós soldados; había en ella espacio para un grupo cien veces más numeroso. Allí nos esperaba la misma joven que nos había traído las túnicas. Eso me resultó inquietante: podía jurar que la había visto alejarse en dirección opuesta; estaba seguro, pues reparé en la belleza de su espalda vestida. ¡ Diablos, tal vez tuvieran transmisores de materia o teleportación! Quizá la muchacha había preferido ahorrarse aquellos pocos pasos.

Ella nos pidió que nos acercáramos a la parte delantera de la sala. Un minuto después vimos entrar a un hombre, vestido con la misma túnica simple y sin adornos, quien cruzó el escenario con un fajo de gruesos cuadernos bajo cada brazo. La mujer le siguió con más cuadernos. Sin embargo, al mirar hacia atrás comprobé que aún estaba en el pasillo. Para completar la rareza de aquella situación, el hombre era a todas luces gemelo de ambas.

Él hojeó uno de los cuadernos y se aclaró la garganta.

—He traído estos libros para su información —dijo, también con perfecto acento—. No es obligatorio que los lean. Ya no tienen ninguna obligación, pues son hombres y mujeres libres. La guerra ha terminado.

Se produjo un incrédulo silencio.

—Tal como dice este libro, la guerra terminó hace doscientos veintiún años. Por lo tanto estamos en el año 220, según el sistema antiguo corresponde al 3138. Su grupo es el último que ha regresado. Cuando se marchen de aquí yo lo haré también. Y destruiré Puerta Estelar. Existe sólo como punto de retorno para los soldados que regresan y como monumento a la estupidez humana. A su vergüenza. Destruirlo será un acto de purificación.

En ese punto dejó de hablar; prosiguió la mujer:

—Lamento lo que ustedes han debido pasar. Me gustaría poder decir que ha sido por una buena causa, pero cuando lean estos libros sabrán que no fue así. Hasta la fortuna que acumularon con sueldos retenidos e interés compuesto ha perdido todo valor, puesto que ya no usamos dinero ni valores de cambio. No existe nada similar al sistema económico en donde se podrían emplear esas… cosas.

»Como ya habrán comprendido —prosiguió el hombre—, soy, o somos, reproducciones de un mismo individuo. Hace doscientos cincuenta años me llamaba Kahn. Ahora me llamo Hombre. Mi antecesor directo estuvo en su compañía: era el cabo Larry Kahn. Me entristece comprobar que no ha regresado. Aunque soy diez billones de individuos —continuó—, mi conciencia es una sola. Cuando ustedes hayan leído el libro trataré de aclararles este concepto. Sé que no les será fácil comprenderlo. Ya no se animan nuevos individuos, puesto que yo soy el modelo perfecto. Sólo se reemplazan los individuos que mueren. Sin embargo, hay algunos planetas donde los seres humanos nacen a la manera normal de los mamíferos. Si mi sociedad les resulta demasiado extraña podrán dirigirse a uno de esos planetas. En el caso de que deseen tomar parte en la procreación, no he de oponerme. Muchos veteranos me piden que les cambie la polaridad a heterosexual, a fin de adaptarse mejor a esas sociedades. Me es posible hacerlo con toda facilidad.

«No te preocupes por eso, Hombre, pensé; bastará con que me des el pasaje.» —Ustedes permanecerán en Puerta Estelar durante diez días como huéspedes míos; después de ese plazo podrán ir a donde quieran —dijo él—. Por favor, lean ustedes estos libros, mientras tanto. No vacilen en preguntar lo que deseen o en pedir lo que necesiten.

Ambos se levantaron y bajaron del escenario.

Charlie, que estaba a mi lado, murmuró:

—Es increíble, ¿permiten… y alientan a los hombres y las mujeres para que… vuelvan a hacer eso? ¿Juntos?

El Hombre femenino que habíamos visto en el pasillo estaba sentada a nuestras espaldas; ella se encargó de responder antes que yo pudiera pensar una respuesta lo bastante simpática o hipócrita.

—No se trata de abrir un juicio sobre su sociedad —dijo, sin comprender, tal vez, que él lo tomaba como algo más personal—. Pero me parece necesario como elemento de seguridad eugenésica. No tengo pruebas de que sea erróneo reproducir a un solo individuo ideal, pero si resulta ser perjudicial tendremos así un gran material genético para recomenzar la tarea.

Y agregó, dándole una palmadita en el hombro:

—Naturalmente, no tienes por qué vivir en esos planetas de procreación. Puedes permanecer en uno de los míos. Yo no establezco distinciones entre el juego homosexual y el heterosexual.

Después, subiendo al escenario, nos expuso un prolongado informe sobre lo que comeríamos y sobre lo que podríamos hacer mientras estuviéramos en Puerta Estelar.

—Nunca hasta ahora me había sentido seducido por una computadora —murmuró Charlie.


Aquella guerra, que durara mil ciento cuarenta y tres años, había comenzado por falsedades, sólo porque las dos razas se veían imposibilitadas de establecer comunicación. Cuando estuvieron en condiciones de conversar, la primera pregunta fue: «¿Por qué nos declararon la guerra?» Y la respuesta: «¿Nosotros?» Los taurinos habían pasado milenios enteros sin guerras, y hacia los comienzos del siglo XXI la Tierra parecía a punto de seguir el mismo camino. Pero allí estaban todavía los viejos soldados, muchos en puestos de gran responsabilidad. Ellos tenían prácticamente el dominio del Grupo de Exploración y Colonización de las Naciones Unidas, que iba tomando ventajas con cada salto colapsar recién descubierto para explorar el espacio interestelar.

Muchas de las primeras naves tropezaron con diversos accidentes y desaparecieron sin que se supiera de ellas. Los ex militares manifestaron desconfianza. Armaron a los vehículos de colonización, y en cuanto se encontraron con una nave taurina la hicieron pedazos. Desempolvaron sus viejas medallas y se dedicaron a hacer historia.

Naturalmente no era justo echar toda la culpa a los militares. Las pruebas presentadas sobre la responsabilidad de los taurinos en cuanto a las primeras bajas eran débiles hasta lo ridículo. Pero quienes se atrevieron a señalarlo no hallaron eco. La verdad era que la economía terráquea necesitaba una guerra; aquélla era una oportunidad ideal. Además de representar un hermoso agujero en el cual arrojar baldes de dinero, también unificaría la humanidad, en vez de dividirla.

Los taurinos, pasado un tiempo, volvieron a aprender la guerra, pero jamás la hicieron con gran destreza; tarde o temprano habrían resultado vencidos. Según explicaban los libros, no podían comunicarse con los humanos porque no tenían idea de la individualidad; eran reproducciones naturales desde hacía millones de años. Cuando los cruceros de la Tierra fueron tripulados por Hombre, las reproducciones de Kahn, lograron comprenderse por primera vez.

El libro lo expresaba así, directamente. Pedí a un Hombre que me explicara la razón de esa imposibilidad, preguntándole qué había de especial en la comunicación entre dos reproducciones. Respondió que me sería imposible entenderlo a priori. No existían palabras para expresarlo; aunque las hubiera, mi cerebro no podría acostumbrarse a los conceptos.

Aunque me sonaba algo sospechoso, me mostré dispuesto a aceptarlo. Aceptaría que el blanco era negro, siempre que eso indicara el fin de la guerra.


Hombre era una entidad bastante considerada. Se tomó el trabajo de rehabilitar, sólo para nosotros veintidós, un pequeño restaurante-taberna que mantenía en funcionamiento a todas horas; nunca vi que Hombre comiera o bebiera; al parecer había descubierto el modo de prescindir de los alimentos.

Una noche, mientras leía un libro sentado frente a una cerveza, Charlie vino a sentarse frente a mí y me dijo, sin más preámbulos:

—Voy a probar.

—¿Qué cosa?

—Las mujeres. La heterosexualidad—explicó, estremeciéndose—. No te ofendas, pero no me resulta muy atrayente.

Me palmeó la mano con gesto distraído, mientras agregaba:

—Pero la alternativa… ¿La has probado?

—Bueno… no, no lo he hecho.

El Hombre femenino se me presentaba como un placer visual, pero sólo como podrían haberlo sido una pintura o una estatua. No conseguía considerarlo como a un ser humano.

—No lo hagas —me aconsejó Charlie, sin molestarse en aclarar las cosas—. Además, dicen… Él dice, ella dice… que pueden anular el cambio con toda facilidad si no me gusta.

—Te gustará, Charlie.

—Claro, eso es lo que ellos dicen.

Después de pedir una bebida, prosiguió:

—Es que no me parece natural. De cualquier modo, como voy a… hacer la prueba, ¿no te gustaría…? ¿Por qué no elegimos el mismo planeta?

—Por supuesto, Charlie, sería magnífico —respondí sinceramente—. ¿Ya has elegido?

—¡Diablos, no me importa! Lo que quiero es salir de aquí.

—Me pregunto si Paraíso seguirá siendo…

—No —respondió Charlie, señalando al encargado del bar con un dedo—. Allí vive él.

—Bueno, no sé. Creo que hay una lista.

En ese momento entró un Hombre con un carrito lleno de carpetas.

—¿El mayor Mandella y el capitán Moore?

—Somos nosotros —respondió Charlie.

—Aquí tienen sus registros militares. Confío en que les resultarán interesantes. Los trasladamos al papel al ver que esta fuerza de choque era la única que quedaba, pues no habría sido práctico mantener en funcionamiento las redes normales de conservación de datos para tan poco material.

Siempre contestaban por anticipado cualquier pregunta, aunque uno ni siquiera pensara hacerlas.

Mi carpeta era muchísimo más gruesa que la de Charlie; tal vez la más gruesa de todas, pues al parecer yo era el único que había sobrevivido a toda la guerra. ¡Pobre Marygay!

—Me gustaría saber qué informe presentó el viejo Stott sobre mí —comenté, abriéndola en la primera página.

Adherida a ella había una pequeña hoja cuadrada. Las otras eran de un blanco inmaculado, pero ésa mostraba el amarillo del tiempo y el desgaste en los bordes. La escritura me resultó conocida, demasiado conocida, a pesar del tiempo transcurrido. Estaba fechada doscientos cincuenta años atrás.

Los ojos se me llenaron súbitamente de lágrimas. No tenía la menor esperanza de que estuviera viva, pero al ver aquella fecha sentí la confirmación de su muerte.

—William, ¿qué…?

—Déjame solo, Charlie. Un minuto, ¿quieres?

Me sequé los ojos y cerré la puerta. No quería siquiera leer esa maldita nota. Si pensaba comenzar una vida nueva debía dejar atrás a todos los fantasmas antiguos. Pero hasta un mensaje proveniente de la tumba era en cierto modo un contacto. Volví a abrirla.


11 de octubre de 2878


William:

Todo esto figura en tu ficha personal, pero como te conozco no me extrañaría que la tiraras sin leerla. Por eso me aseguré de que recibieras esta nota.

No hace falta decirlo: sobreviví. Si tú también estás vivo, ven a buscarme.

Sé por los registros que estás en Sade-138 y no volverás al menos en un par de siglos. No importa. Voy a una planeta que llaman Dedo Medio, el quinto desde Mizar. Está a dos saltos colapsares; diez meses subjetivos. Dedo Medio es una especie de Coventry para heterosexuales. Lo llaman «base de verificación eugenésica».

No importa. Aunque tuve que invertir en ello todo mi dinero y el de otros cinco antiguos compañeros, hemos comprado un crucero a la FENU, para usarlo como máquina del tiempo.

Eso significa que estoy en un vehículo relativista; allí te esperaré. No haremos más que alejarnos cinco años-luz y regresar a Dedo Medio a toda velocidad. Cada diez años envejezco más o menos un mes. Si todo marcha bien, tendré sólo veintiocho años cuando llegues. ¡Date prisa!

Nunca encontré a otro que me gustara; tampoco quiero encontrarlo. No me importa si tienes treinta años o noventa. Si no puedo ser tu amante seré tu enfermera.

Marygay


—¿Oiga, encargado?

—¿Sí, mayor?

—¿Conoce un planeta llamado Dedo Medio? ¿Está todavía allí?

—Por supuesto. ¿Dónde quiere que esté? —La pregunta era razonable—. Es un sitio muy bonito; un planeta edénico. A algunos no les parece muy divertido.

—¿Qué significa todo esto? —preguntó Charlie interesado.

Tendí al encargado el vaso vacío y respondí:

—Acabo de descubrir adonde vamos a ir.

9. EPILOGO

De La Nueva Voz, Paxton, Dedo Medio 24-6 14/2/3143


NACE EL PRIMOGÉNITO DE UN VETERANO

Marygay Potter de Mandella (calle Post 24, Paxton) dio a luz el viernes pasado a un hermoso varón de 3,100 kilos.

Marygay afirma ser la segunda en edad entre los residentes de Dedo Medio, pues nació en 1977. Combatió durante la mayor parte de la Guerra Interminable y finalmente aguardó a su esposo durante doscientos sesenta y un años, en el vehículo cronológico.

El bebé, que aún no ha sido bautizado, nació en su domicilio bajo la atención médica de la doctora Diana Alsever de Moore, amiga de la familia.


FIN
Загрузка...