—Rápido y sucio.
Estaba mirando a Santesteban, el sargento de mi pelotón, pero en realidad hablaba conmigo mismo. Y con cualquiera que estuviera escuchando.
—Sí —respondió él—. Hay que hacerlo en los dos primeros minutos o nos envuelven.
Era directo y lacónico; estaba drogado. La recluta Collins se acercó en compañía de Halliday; la pareja iba tomada de la mano, sin la menor timidez.
—¿Teniente Mandella? —me preguntó con voz quebrada—. ¿Podemos retrasarnos un minuto?
—Sólo uno —contesté, con demasiada brusquedad—. Dentro de cinco minutos debemos partir. Lo siento.
Era duro contemplar la escena. No tenían experiencia previa en el combate, pero sabían lo que todos sabíamos: que tendrían muy pocas probabilidades de volver a reunirse.
Buscaron el refugio de un rincón, murmurando palabras y ensayando mecánicas caricias, sin pasión, sin consuelo siquiera. A Collins le brillaban los ojos, pero no sollozaba. Halliday tenía una expresión sombría y aturdida. Era, con mucho, la más bonita de las dos, pero todo encanto la había abandonado, dejando sólo una cáscara vacía y bien formada.
En los meses transcurridos desde que abandonáramos la Tierra había terminado por acostumbrarme a la homosexualidad femenina; ni siquiera me molestaba ya la idea de que perdía dos posibles compañeras. Pero aún me estremecía al ver la misma actitud entre dos hombres.
Ajusté las correas y retrocedí hacia el traje, abierto como una ostra. Los nuevos modelos eran mucho más complicados, pues estaban llenos de artefactos biométricos y dispositivos para casos de herida traumática. Sin embargo, bien valían el trabajo que suponía conectarlos, sobre todo cuando uno se despedazaba un poco en alguna explosión. En ese caso nos mandaban de regreso a casa con una prótesis heroica y una cómoda pensión. Hasta se hablaba de la posibilidad de regeneración, al menos para brazos y piernas. Ojalá lo consiguieran pronto, antes de que Paraíso se llenara de hemipersonas. Paraíso era el nuevo planeta dedicado a hospital y lugar de descanso y diversión.
Concluí la secuencia de conexión y el traje se cerró por su cuenta, mientras yo apretaba los dientes en espera del dolor, que jamás se presentaba, al entrar en el cuerpo los sensores internos y los tubos de fluido. Se trataba de un condicionamiento que evitaba el contacto neural, de modo que uno sentía tan sólo una ligera dislocación desconcertante, no la muerte de mil punzadas.
Collins y Halliday estaban poniéndose los trajes; como los otros ya habían casi terminado, me dirigí a la zona del tercer pelotón para despedirme de Marygay. Estaba ya vestida y venía en dirección a mí. En vez de emplear la radio tocamos los cascos para conversar en privado.
—¿Te sientes bien tesoro?
—Perfectamente —dijo ella—. He tomado una píldora.
—Sí, la píldora de la felicidad.
Yo también había tomado una; decían que producía optimismo sin interferir en la capacidad de juicio. Sabía que casi todos nosotros íbamos a morir, pero eso no me parecía una mala perspectiva.
—¿Quieres hacer el amor conmigo esta noche?
—Si sobrevivimos los dos… —dijo, neutral-mente—. Para eso también tengo que tomar una píldora.
Trató de reír y aclaró:
—Para dormir, por supuesto. ¿Cómo lo toman los novatos? Tienes diez, ¿verdad?
—Diez, sí; están bien. Drogados de la cabeza a los pies, con cuatro dosis.
—Yo también hice lo mismo. Trata de no apretarles demasiado las clavijas.
En realidad, Santesteban era el único veterano de combate de mi pelotón; los cuatro cabos llevaban algún tiempo en la FENU, pero nunca habían estado en una batalla.
Crujió el micrófono de mi pómulo con la voz del comandante Cortez:
—Dos minutos. Que su gente se forme.
Me despedí de Marygay y regresé para preparar a mi bandada. Todos parecían haberse vestido sin problemas, de modo que les hice formar. Aguardamos un rato que nos pareció muy largo.
—Bien, hágales subir.
Con la palabra «subir» se abrió la puerta del compartimiento (en la zona de estacionamiento ya se había evacuado todo el aire) y conduje a mis soldados hacia la nave de asalto.
Los nuevos vehículos eran verdaderamente horribles. Consistían sólo en un armazón descubierto con palancas para que cada uno se sujetara en su lugar, rayos láser giratorios en proa y popa y pequeñas plantas energéticas taquiónicas debajo de ellos. Todo era automático; la máquina descendería lo antes posible y se alejaría para hostilizar al enemigo. Se trataba de un vehículo teledirigido descartable tras haber sido utilizado una sola vez. El que vendría a recogemos en el caso de que sobreviviéramos, bastante más bonito, estaba también en su sitio, junto al otro.
Cada uno tomó asiento en su puesto; la nave de asalto partió de la Sangre y Victoria[2] con dos chorros gemelos de sus eyectores de despegue. La voz de la máquina inició una breve cuenta regresiva; finalmente despegamos a cuatro gravedades de aceleración, directamente hacia abajo.
El planeta era un trozo de roca negra que ni siquiera merecía un nombre; no tenía ninguna estrella normal lo bastante cerca como para darle calor.
Al principio resultaba visible sólo por la ausencia de estrellas allí donde su mole impedía el paso de la luz, pero a medida que nos aproximábamos fuimos percibiendo sutiles variaciones en la negrura de su superficie. Estábamos descendiendo hacia el hemisferio opuesto a la base taurina.
Las expediciones de reconocimiento indicaban que el campamento estaba situado en medio de una planicie de lava de varios cientos de kilómetros de diámetro. Era bastante primitiva, si la comparábamos con otras bases taurinas descubiertas por la FENU, pero no había modo de llegar a ella por sorpresa. Cenaríamos sobre el horizonte a unos quince klims de ese lugar; cuatro naves convergerían simultáneamente desde distintas direcciones, todas desacelerando locamente, con la esperanza de caer directamente sobre ellos y ya disparando. No había nada tras lo cual nos pudiéramos ocultar. Por mi parte, nada me preocupaba; en un sentido abstracto me arrepentía de haber tomado la píldora.
Salimos de la trayectoria a un kilómetro de la superficie, para avanzar en dirección horizontal a velocidad mucho mayor que la de los cohetes, corrigiendo permanentemente el curso para no volver a ascender.
La superficie se deslizaba por debajo en un borrón gris oscuro. De nuestros eyectores taquiónicos emanaba un poco de luz, escapando de nuestra realidad para entrar en la propia.
Aquel desgarbado artefacto avanzó dando saltos durante unos diez minutos; el eyector frontal disparó de pronto, lanzándonos hacia delante, con los ojos desorbitados por la rápida desaceleración.
—Preparados para la eyección —dijo la mecánica voz femenina de la máquina—. Cinco, cuatro…
Los rayos láser de la nave comenzaron a disparar; rapidísimos destellos congelaron el suelo en un movimiento estroboscópico espasmódico. Era una retorcida confusión de grietas, hoyos y rocas negras esparcidas, a pocos metros por debajo de nosotros. Descendíamos lentamente.
—Tres…
La voz no pudo seguir contando. Hubo un destello demasiado brillante. El horizonte pareció caer al bajar la cola de la nave; cuando ésta rozó el suelo se produjo el impacto. Fue horrible; trozos de cuerpos humanos, fragmentos de la nave se esparcieron por doquier. Giramos vertiginosamente hasta detenernos con un último golpe. Cuando traté de liberarme descubrí que tenía una pierna atrapada bajo la mole de la nave; un dolor insoportable, un crujido seco: la viga de metal había triturado la pierna. El agudo silbido del aire que escapaba de mi traje roto.
El servicio de trauma del traje se conectó automáticamente en «cortar»; más dolor. En seguida desapareció el sufrimiento y me encontré rodando libremente, mientras el muñón de la pierna iba dejando un rastro de sangre rápidamente congelada en negro sobre las rocas oscuras y opacas. Sentí gusto a bronce; una bruma rojiza, lo cubrió todo; tomó después el tono pardo de la arcilla del río y finalmente el de la manga. Entonces me desvanecí, mientras la píldora pensaba en mi nombre: «No es tan grave…»
El traje está preparado para salvar el cuerpo que contiene, hasta donde sea posible. Si uno pierde parte de un brazo o de una pierna, uno de los dieciséis afiladísimos iris se cierra en torno al miembro afectado con la fuerza de una prensa hidráulica, amputándolo con precisión y cerrando herméticamente el traje antes de que uno muera por descompresión explosiva. Después, el «servicio de trauma» cauteriza el muñón, repone la sangre perdida y llena al sujeto de drogas estimulantes y anti-shock. Si los camaradas acababan por ganar la batalla, tarde o temprano uno llegaría al puesto médico de la nave. De lo contrario, por lo menos moría feliz.
Mientras yo dormía envuelto en algodones negros, nuestra gente ganó aquella partida. Desperté en la enfermería atestada, en medio de una larga hilera de catres, cada uno ocupado por alguien cuyo traje había logrado salvar hasta tres cuartas partes del ocupante. Los dos médicos de la nave nos ignoraban por completo; estaban absortos en algún sangriento rito ante la mesa de operaciones. Les observé durante largo rato, medio cegado por la fuerte luz. La sangre que les manchaba las túnicas podía pasar por grasa; los cuerpos envueltos sobre los cuales se inclinaban, por extrañas máquinas blandas. Pero las máquinas gritaban en sueños y los mecánicos murmuraban palabras de consuelo mientras manejaban sus herramientas engrasadas. Observé, dormí, desperté en diferentes lugares.
Al fin desperté en un lugar definitivo. Estaba sujeto con correas a la cama y lleno de tubos de alimentación y electrodos de biosensores. No había médicos a mi alrededor. En la pequeña habitación había sólo otra persona: Marygay, que dormía en la cama vecina a la mía. Su brazo derecho había sido amputado precisamente por debajo del codo.
No la desperté. Pasé un largo rato mirándola, mientras intentaba ordenar mis sentimientos, superando el efecto de las drogas. Aquel muñón no me despertaba simpatía ni repulsión. Traté de forzar tanto una reacción como la otra, pero no lo conseguí. Era como si siempre la hubiese visto de ese modo. No sé si se debía a las drogas, al condicionamiento o al amor. Había que esperar.
De pronto ella abrió los ojos; comprendí entonces que llevaba un rato despierta, pero que me había dado tiempo para pensar.
—Hola, juguete roto —me saludó.
—¿Cómo… cómo te sientes? —pregunté.
¡Brillante, la pregunta! Ella se llevó un dedo a los labios para besarlo, en un gesto familiar, mientras pensaba.
—Estúpida, aturdida. Y feliz de no seguir siendo soldado —respondió, sonriendo—. ¿Te lo han dicho? Vamos camino de Paraíso.
—No lo sabía. Pero tenía que ser hacia allá o hacia la Tierra.
—Paraíso es mejor que la Tierra —observó ella, mientras yo pensaba que cualquier cosa lo era—. ¡Ojalá estuviéramos ya allí!
—¿Cuánto falta para llegar?
—No lo sé —respondió Marygay, volviéndose de cara al cielo raso—. ¿No has hablado con nadie?
—Acabo de despertar.
—Hay una nueva orden que no se molestaron en comunicarnos antes. La Sangre y Victoria debe realizar cuatro misiones; hay que seguir combatiendo hasta haber cumplido las cuatro. A menos que nuestras bajas sean muchas y no convenga seguir.
—¿Cuánto es «muchas»?
—¡Quién sabe! Ya hemos perdido la tercera parte, pero vamos con rumbo a Aleph-7. «Incursión de calzones.» Tal era el nuevo término que aplicábamos a aquel tipo de operaciones cuyo objetivo principal era capturar artefactos taurinos y prisioneros, dentro de lo posible. Traté de investigar los orígenes de la frase, pero la única explicación que se me ocurrió fue completamente estúpida.
Alguien llamó a la puerta. En seguida entró el doctor Foster, haciendo revolotear las manos como si fueran mariposas.
—¿Todavía en camas separadas? Marygay, creí que estabas más repuesta.
Foster tenía razón. Era un pajarillo alborotado, pero demostraba cierta divertida tolerancia por la heterosexualidad. Examinó primero el muñón de Marygay y después el mío. Finalmente nos puso sendos termómetros en la boca para que no pudiéramos hablar y habló con tono serio y directo.
—No voy a pintaros las cosas de color de rosa. Los dos estáis llenos de droga hasta las orejas y la pérdida que habéis sufrido no os preocupará mientras no os prive de ella. Por mi propia conveniencia os mantendré así hasta que lleguemos a Paraíso. Tengo veintiún amputados a mi cargo; me sería imposible manejar veintiún casos psiquiátricos.
»Disfrutad, mientras tanto, de la paz del espíritu. Vosotros dos más que nadie, pues probablemente querréis seguir juntos. En Paraíso os pondrán unas prótesis muy aceptables, pero cada vez que uno de vosotros mire su miembro mecánico, pensará en lo afortunado que es el otro. Cada uno despertará constantemente en el otro recuerdos de dolor y pérdida… Tal vez os tiréis los platos a la cabeza en menos de una semana. Tal vez compartáis un taciturno amor por el resto de la vida. Pero también es posible que lo superéis, que os deis fuerzas mutuamente. Si no es así, no tratéis de engañaros.
Verificó las marcas de los termómetros y tomó nota en su libreta.
—Este médico sabe lo que dice, aunque sea un poco extraño para el anticuado punto de vista que vosotros mantenéis. No lo olvidéis.
Me sacó el termómetro de la boca y me dio una palmadita en el hombro. Imparcialmente, hizo lo mismo con Marygay. Ya en la puerta, agregó:
—Dentro de seis horas entraremos en campo colapsar. Una de las enfermeras os llevará a los tanques.
Pasamos a los tanques (tanto más cómodos y seguros que las viejas cápsulas de aceleración) y entramos en el campo colapsar Tet-2, iniciando ya la loca maniobra evasiva a cincuenta gravedades que nos protegería de los cruceros enemigos al surgir en Aleph-7 un microsegundo más tarde.
Como era de esperar, la campaña de Aleph-7 resultó un fracaso total. Nos retiramos con sólo dos campañas cumplidas, cincuenta y cuatro muertos y treinta y nueve lisiados, para tomar rumbo a Paraíso. Quedaban sólo doce soldados en condiciones de combatir, pero no estaban muy ansiosos por hacerlo.
Para llegar a Paraíso debimos trasponer tres saltos colapsares. Ninguna nave iba directamente desde la batalla a ese sitio, aunque el desvío costara algunas vidas más. Había que evitar a toda costa que los taurinos descubrieran Paraíso o la Tierra.
Paraíso era un planeta encantador, similar a la Tierra, pero aún en buen estado. Así podría haber sido nuestro mundo si los hombres lo hubieran tratado con más compasión que codicia. Selvas vírgenes, playas blancas, prístinos desiertos. Sus treinta o cuarenta ciudades se confundían perfectamente con el medio (una estaba completamente bajo tierra) o eran atrevidas afirmaciones del ingenio humano: Océano, en un arrecife de coral, con seis brazas de agua sobre los techos transparentes; Bóreas, colgada de la abrupta cima de una montaña, en las estepas polares; la fabulosa Skye, una enorme ciudad que flotaba de un continente a otro según la llevaran los vientos.
Descendimos en Umbral, la ciudad de la selva, como se hacía por costumbre. Esta población está constituida en sus tres cuartas partes por un hospital y es, con mucho, la más grande del planeta. Nadie podría apreciarlo desde el aire, al bajar la órbita. El único signo de civilización era una breve carretera que aparecía súbitamente como un pequeño parche blanco, reducido a la insignificancia por los bosques inmensos que avanzaban desde el este y por el océano, extendido hasta el otro horizonte.
Una vez que se entraba en la espesura la ciudad quedaba más a la vista. Entre los troncos, de diez metros de diámetro se alzaban edificios bajos, construidos con maderas y piedras del lugar, conectados entre sí por disimulados senderos de piedra; una avenida ancha bajaba hacia la playa. La luz del sol se filtraba formando parches en el follaje. El aire tenía allí la dulzura de la selva mezclada con el vigor del salitre.
Más tarde supe que la ciudad se extendía a lo largo de doscientos kilómetros cuadrados; cuando las distancias a recorrer eran demasiado prolongadas, uno podía tomar un transporte subterráneo que le llevaría en cualquier dirección. La ecología de Umbral, cuidadosamente equilibrada y mantenida, imitaba la selva exterior, pero sin sus peligros e incomodidades. Un poderoso campo hipertensor mantenía alejados a los animales peligrosos y a los insectos que no resultaban necesarios para la vida de las plantas.
Caminando, renqueando o en sillas de ruedas entramos en el edificio más próximo, que era la recepción del hospital. El resto estaba constituido por treinta plantas subterráneas. Cada uno fue examinado y llevado a una habitación. Traté de conseguir un cuarto doble para compartirlo con Marygay, pero no estaban preparados para dar esa clase de alojamiento.
Corría por entonces el año terrestre 2189. Eso significaba que yo tenía doscientos quince años. ¡Dios, qué viejo carcamal! Por favor, que alguien pase el sombrero… No, no era necesario, el médico que me examinó dijo que transferirían mis sueldos acumulados de la Tierra a Paraíso. El interés compuesto me ponía en un tris de convertirme en billonario. Me comentó que en Paraíso había muchas formas de gastar ese dinero.
Como atendían con preferencia a los heridos más graves, pasaron varios días antes de que yo pasara a cirugía. Más tarde, al despertar en mi habitación, descubrí que me habían fijado una prótesis al muñón; era una estructura articulada de metal reluciente que, en mi profana opinión, parecía exactamente el esqueleto de una pierna y un pie. Era horripilante sin remisión; yacía en un saco de fluido transparente, con varios cables que se insertaban en una máquina instalada a los pies de la cama En ese momento entró un ayudante médico.
—¿Cómo se siente, señor?
Estuve a punto de sugerirle que dejara de fastidiar con eso de «señor», puesto que yo ya no pertenecía al ejército ni pensaba volver a él. Pero tal vez al hombre le resultara grato sentir que mi rango era superior.
—No sé. Me duele un poco.
—Dolerá como el infierno. Espere a que los nervios comiencen a crecer.
—¿Nervios?
—Claro —repuso, mientras manipulaba la máquina y leía los indicadores del otro lado—. ¿De qué serviría una pierna sin nervios? Sólo para quedarse aquí en la cama.
—¿Nervios como los normales? Es decir, ¿bastará con que yo piense «muévete» para que la pierna se mueva?
—Por supuesto.
Me miró intrigado antes de volver a su tarea. Pero yo estaba asombrado.
—Pues la prótesis ha avanzado mucho.
—¿«Pro» qué?
—Esto, los miembros artif…
—¡Ah, claro, como en los libros! Piernas de madera, ganchos, todo eso.
¿Cómo era posible que le hubieran dado ese empleo?
—Todo eso, sí, prótesis. Como lo que tengo en el muñón.
—Oiga, señor —aclaró, mientras dejaba el tablero en donde había estado garabateando algún dato—. Usted está muy atrasado. Va a ser una pierna igual a la suya, sólo que ésta no se romperá jamás.
—¿Y con los brazos también hacen eso?
—Por supuesto; con cualquier miembro —explicó, volviendo a sus anotaciones—. Hígados, riñones, estómagos…, cualquier cosa. Con el corazón y los pulmones no estamos tan avanzados; todavía se emplean sustitutos mecánicos.
—Fantástico —exclamé, pensando que Mary-gay también volvería a estar completa.
Él se encogió de hombros.
—Supongo que sí. Esto se hace desde antes de que yo naciera. ¿Qué edad tiene usted, señor?
Cuando se lo dije silbó de asombro.
—¡Caray! Usted ha de haber estado en esto desde el comienzo.
Su acento era muy extraño. Las palabras eran correctas, pero no la forma de pronunciarlas.
—Sí, estuve en el ataque a Epsilón, en la campaña de Aleph.
Al principio los colapsares recibían los nombres de las letras del alfabeto hebreo, pero cuando esos malditos planetas empezaron a pulular por todas partes las letras no alcanzaron y hubo que agregarles números. Yod-42.
—¡Vaya, eso es historia antigua! ¿Cómo eran las cosas en aquella época?
—No lo sé. No había tanta gente; era más agradable. Hace un año volví a la Tierra. ¡Diablos, fue hace un siglo! Depende de cómo se mire. Aquello me pareció tan espantoso que me enrolé de nuevo, ¿sabe? Eran todos como zombies, sin intención de ofender.
Él se encogió de hombros.
—Yo no estuve nunca allí. La gente que viene de la Tierra parece echarla de menos. Tal vez haya mejorado.
—¡Cómo! ¿Usted nació en otro planeta? ¿En Paraíso?
No era de extrañar que su acento me resultara imposible de identificar.
—Aquí nací, aquí me eduqué y aquí me reclutaron —afirmó, mientras guardaba el lápiz en el bolsillo y plegaba las anotaciones hasta reducirlas al tamaño de una billetera—. Sí, señor. Pertenezco a la tercera generación de ángeles. Este maldito planeta es el mejor de toda la FENU.
Noté que deletreaba las letras en vez de decir «fenu» como nosotros.
—Oiga, teniente, debo darme prisa. Tengo que controlar otros dos monitores ahora mismo —explicó, dirigiéndose hacia la puerta—. Si necesita algo toque el timbre que está sobre la mesa.
Tres generaciones de ángeles. Sus abuelos habían venido desde la Tierra cuando yo no era más que un centenario novato. ¿ Cuántos otros mundos habrían colonizado mientras yo no me enteraba? Y una vez perdido un brazo, ¿crecería otro nuevo?
Sería agradable instalarse en algún lugar para vivir un año entero cada doce meses transcurridos.
Lo que ese hombre me había dicho con respecto a los dolores no era broma. Y no se trataba sólo de la pierna nueva, aunque ardía como aceite hirviendo: para que los tejidos nuevos se adaptaran hubo que debilitar la resistencia de mi cuerpo a las células extrañas; tuve cinco o seis brotes cancerígenos que fue necesario tratar dolorosamente y por separado.
Comenzaba a sentirme desgastado, pero al mismo tiempo me resultaba fascinante ver cómo crecía la pierna nueva. Los hilos blancos se convirtieron en vasos sanguíneos y en nervios; al principio colgaban un poco, pero lentamente fueron situándose en su lugar a medida que crecía la musculatura en torno al hueso metálico. Como me había habituado a verla crecer, el espectáculo no me repugnaba. En cambio, la visita de Marygay me resultó un verdadero golpe; la autorizaron a levantarse antes de que terminara de crecer la piel del brazo nuevo, y apareció en mi cuarto como una demostración de anatomía en vivo. Sin embargo, logré superar la impresión; ella acabó por visitarme durante varias horas por día para jugar a cualquier cosa o para intercambiar chismes; otras veces nos limitábamos a leer, mientras el brazo le crecía lentamente dentro de la envoltura plástica.
Una semana después de aparecer la piel me quitaron el molde y desconectaron la máquina. La nueva pierna era horrible: tenía la blancura de los muertos y carecía de vello, además de estar rígida como una vara metálica. Pero a su modo funcionaba. Pude levantarme y dar unos cuantos pasos. Me pasaron entonces a ortopedia para «reeducación de movimientos», lo cual era un nombre caprichoso para cierta tortura prolongada: consistía en atarme a una máquina que flexionaba al mismo tiempo la pierna vieja y la nueva. La nueva se resistía.
Marygay estaba en una sección cercana donde le retorcían metódicamente el brazo. El proceso sufrido por ella debía ser peor, pues se la notaba cada día más pálida y ojerosa cuando nos encontrábamos arriba, por las tardes, para tomar un poco de sol. A medida que pasaban los días la terapia dejó de constituir una tortura para convertirse en un ejercicio extenuante. Ambos comenzamos a nadar durante una hora diaria en las tranquilas aguas de la playa, custodiadas por el hipertensor. Yo renqueaba aún en tierra firme, pero en el agua me defendía bastante bien.
Aquellos ejercicios en las aguas protegidas eran lo único excitante que podíamos disfrutar en Paraíso…, excitante para nuestra sensibilidad, adormecida por la guerra. Cada vez que llegaba un buque debían apagar el hipertensor por un instante a fin de que el barco no fuera rechazado hacia el océano. De tanto en tanto se deslizaba algún animal hacia el interior del campo, pero los animales de tierra que podían resultar peligrosos eran lentos para cruzar la barrera. En el mar no ocurría lo mismo.
El amo indiscutido de los océanos paradisíacos es un feo parroquiano al que los ángeles, en un arranque de originalidad, bautizaron «tiburón». Sin embargo, aquellos especímenes son capaces de comerse todo un cardumen de tiburones terráqueos sólo para desayunar. El que logró acercarse a la playa era un tiburón blanco de tamaño medio que llevaba varios días deambulando en torno al borde del campo hipertensor, como si le tentaran todas aquellas proteínas que chapoteaban en el interior del mismo. Afortunadamente, dos minutos antes de la desconexión del campo sonaba una sirena; gracias a eso no había nadie en el agua cuando el animal entró, dispuesto a atacar. En la furia de su inútil embestida estuvo a punto de saltar a la playa.
Medía unos doce metros; era todo músculo flexible, con una cola afilada como una navaja de afeitar en un extremo y en el otro una serie de colmillos tan largos como el brazo de un hombre. Los ojos, grandes globos amarillos, estaban montados sobre tentáculos, a más de un metro de distancia con respecto a la cabeza. La boca era tan grande que, una vez abierta, podía albergar cómodamente a un hombre de pie. Habría sido una foto impresionante para sus descendientes.
No era posible desconectar el campo hipertensor y aguardar a que el animal saliera por su cuenta, de modo que la comisión de diversiones organizó una partida de caza. Por mi parte no me agradaba demasiado ofrecerme como aperitivo para el gigantesco pez, pero Marygay había practicado bastante pesca submarina en su niñez, allá en Florida, y se sintió entusiasmada ante la perspectiva. También yo me uní al grupo cuando descubrí que el sistema empleado para matar al animal era bastante seguro.
Al parecer, los «tiburones» nunca atacaban a quienes iban en bote. Dos personas, más confiadas que yo en las historias de los pescadores, habían llegado hasta el borde del campo hipertensor con un bote a remos, armadas tan sólo con un trozo de carne. En cuanto lo tiraron por la borda el tiburón apareció a la velocidad del relámpago. Aquélla fue la clave para que todos entráramos en el agua, a fin de iniciar la diversión. Parecíamos veintitrés tontos, aguardando allí en la playa con las aletas para los pies, máscaras de oxígeno y espadas. Éstas eran armas realmente formidables, con propulsión a chorro y cabezas altamente explosivas.
Chapoteamos y nadamos en grupos bajo la superficie, en dirección a la criatura, que estaba comiendo. Al principio no nos atacó; en cambio trató de esconder su comida, tal vez pensando que alguno de nosotros podría arrebatársela y privarle de algún pedazo mientras él se encargaba de los otros; pero cada vez que intentaba llegar a aguas profundas chocaba contra el campo hipertensor. Era obvio que comenzaba a enfurecerse.
Al fin dejó escapar la carne y giró en redondo para lanzarse a la carga. Era bueno para las carreras: lo veíamos del tamaño de una sardinita, allá en el otro extremo del campo, y de pronto apareció a poca distancia, grande como un hombre, cada vez más cerca. Fue alcanzado quizá por diez espadas (yo erré el tiro). Pero aun cuando un golpe experto o afortunado le había hecho saltar un ojo y la parte superior de la cabeza, aunque iba dejando tras de sí trozos de cuerpo y entrañas en una estela sangrienta, irrumpió en nuestra fila y atrapó a una mujer entre las mandíbulas, amputándole ambas piernas antes de que se le ocurriera morir.
La llevamos a la playa, casi muerta; allí aguardaba una ambulancia. La llenaron de sangre artificial y anti-shock y salieron a toda velocidad rumbo al hospital; la mujer salvó la vida, pero debió pasar por el tormento de desarrollar piernas nuevas.
Una vez que la terapia se hizo soportable, nuestra estancia en Umbral se tornó bastante grata. No había disciplina militar y sí muchos libros para leer y abundantes naderías en que ocuparse. Sin embargo, pendía una sombra sobre la situación, puesto que, obviamente, no habíamos recibido la baja. Éramos piezas rotas en el equipo, que era necesario arreglar para lanzarlas nuevamente a la refriega. Tanto Marygay como yo debíamos servir aún tres años como tenientes.
Sin embargo, nos correspondían seis meses de descanso y diversión, una vez que nos dieran de alta. Marygay recibió su licencia dos días antes que yo, pero decidió esperarme. Mis sueldos acumulados ascendían a 892.746.012 dólares. Por suerte no me llegó en efectivo; en Paraíso se utilizaba un sistema monetario electrónico, de modo que me fue posible llevar mi fortuna en una maquinita provista de un indicador digital. Cuando quería comprar algo marcaba el número del vendedor y la cantidad a pagar; la suma era automáticamente transferida de mi cuenta a la suya. La máquina tenía el tamaño de una billetera no muy llena; estaba diseñada de modo que sólo funcionara con la huella de mi pulgar.
El sistema económico de Paraíso estaba basado en la presencia continua de miles de soldados millonarios que descansaban y se divertían allí. Una comida modesta costaba cien dólares; una habitación para pasar la noche, al menos diez veces más. Puesto que la FENU era la propietaria de todas las instalaciones, esa desatada inflación era un truco evidente para revertir las pagas acumuladas en la corriente económica.
Marygay y yo nos divertimos como desesperados. Alquilamos un aparato volador y un equipo de campamento para recorrer el planeta durante varias semanas. Encontramos ríos helados donde nadar, selvas exuberantes, praderas, montañas, estepas polares y desiertos. Con sólo ajustar nuestros campos hipertensores individuales quedábamos protegidos del ambiente, cosa que nos permitía dormir desnudos en medio de una ventisca. A veces preferíamos gozar del medio natural. Por sugerencia de Marygay, lo último que hicimos antes de volver a la civilización fue trepar a una colina en el desierto y ayunar durante varios días para aumentar nuestra sensibilidad (o alterar nuestras percepciones, no puedo asegurarlo); finalmente nos sentamos en aquel calor reverberante para contemplar el lánguido fluir de la vida. Después, otra vez a la lujuria. Recorrimos cada una de las ciudades del planeta, encontrándoles siempre un encanto distinto, pero al final regresamos a Skye, donde pasamos el resto de nuestros permisos.
El planeta entero resultaba una ganga comparado con Skye. En las cuatro semanas que utilizamos la cúpula-aérea de placer como lugar de residencia, Marygay y yo gastamos más de medio billón de dólares. Comimos y bebimos las mejores exquisiteces del planeta, apostamos (perdiendo a veces un millón de dólares, o más, en una sola noche) y probamos cuantos servicios y productos no eran demasiado extraños para nuestros gustos, declaradamente arcaicos. Cada uno de nosotros tenía un sirviente cuyo sueldo superaba el de un general.
He dicho que nos divertimos desesperadamente. A menos que la guerra cambiara radicalmente, nuestras posibilidades de sobrevivir en los tres años siguientes eran microscópicas, tramos victimas notablemente saludables de una enfermedad mortal, que trataban de vivir toda una vida de sensaciones en el curso de seis meses. No era poco el consuelo de que, por breve que fuera el resto de nuestra vida, lo pasaríamos juntos. Por alguna razón nunca se me ocurrió que hasta de eso nos veríamos privados.
Mientras disfrutábamos un almuerzo liviano en el «primer piso» transparente de Skye, contemplando el deslizarse del océano por debajo, un mensajero entró precipitadamente para entregarnos dos sobres con nuestras órdenes. Marygay había sido ascendida a capitán; yo, a mayor, debido a nuestros antecedentes militares y a las pruebas efectuadas en Umbral. Yo sería comandante de una compañía; ella, oficial con mando. Pero la compañía no era la misma. Ella debía encargarse de una nueva compañía que se estaba formando precisamente allí, en Paraíso. A mí me correspondía volver a Puerta Estelar para «adoctrinamiento y educación» antes de asumir la comandancia.
Por largo rato nos fue imposible decir palabra. Por fin afirmé débilmente:
—Voy a protestar. No pueden hacerme comandante.
Ella seguía muda. No se trataba de una simple separación. Aunque la guerra terminara y ambos partiéramos rumbo a la Tierra con sólo unos minutos de diferencia, en naves diferentes, la geometría del salto colapsar abriría entre nosotros una brecha de muchos años. Cuando el segundo llegara a la Tierra, su compañero sería probablemente cincuenta años mayor o estaría ya muerto.
Durante largo rato permanecimos sentados a la mesa, sin tocar siquiera la exquisita comida, ignorantes de la belleza que nos rodeaba, conscientes tan sólo de nuestra mutua presencia y de las dos páginas que nos separaban, con un abismo tan profundo y real como la muerte.
Regresamos a Umbral. Presenté una protesta, pero mis argumentos fueron rechazados. Traté de que asignaran a Marygay a mi compañía; me respondieron que todo mi personal estaba ya nombrado. Señalé entonces que probablemente mis ayudantes ni siquiera habían nacido aún, pero se me indicó que eso no importaba, pues ya estaban nombrados. Cuando observé que quizá pasara un siglo antes de que yo llegara a Puerta Estelar, dijeron que la Fuerza de Choque planeaba en términos de siglos. Nunca en términos de individuos.
Aún pasamos juntos un día y una noche. Cuanto menos habláramos de eso mejor sería. No era sólo perder un amante: Marygay y yo éramos nuestro mutuo vínculo con la vida real, con la Tierra de 1980 a 1990, no ya con esa farsa perversa por la cual nos veíamos obligados a luchar.
Cuando el vehículo de lanzadera que la llevaba partió, fue como si cayera un terrón de polvo en el interior de una tumba. Averigüé los datos orbitales de su nave y la hora de la partida, descubriendo que podría observarla desde «nuestro» desierto.
Aterricé en el pináculo donde habíamos ayunado juntos. Pocas horas antes de la aurora observé la aparición de una nueva estrella en el horizonte oriental; lanzó un fuerte destello y en seguida se alejó, desvaneciéndose hasta convertirse en una estrella común; se tornó más opaca y finalmente desapareció. Caminé hasta el borde del abismo y contemplé la roca desnuda, el fondo erizado de puntas congeladas, quinientos metros más abajo. Me senté con los pies colgando desde el borde, con la mente en blanco, hasta que los rayos oblicuos del sol iluminaron las dunas con un suave y tentador claroscuro de bajorrelieve. Por dos veces, incliné el peso hacia delante, como para saltar. Si no lo hice no fue por temor al sufrimiento o a la pérdida. El dolor sería apenas momentáneo; la pérdida corría por cuenta del ejército. Pero habría sido su victoria definitiva sobre mí: haber regido mi vida durante tanto tiempo e imponerle el final.
Todo eso debía yo al enemigo.